La palabra política - Debates contemporáneos sobre la emancipación

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Autoridades Presidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner Vicepresidente de la Nación Amado Boudou Secretario de Cultura de la Nación Jorge Coscia Subsecretaria de Gestión Cultural Marcela Cardillo Subsecretaria de Políticas Socioculturales Alejandra Blanco Jefe de Gabinete Fabián Blanco

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ÍNDICE 8. Por qué aquí, por qué ahora. Por Jorge Coscia. 10. La Argentina debate el mundo. Por Marcela Cardillo.

50. “Hay política siempre y cuando las identidades se constituyan a través del antagonismo entre los grupos”. Por Ernesto Laclau. 55. Hermenéutica y metafísica

13. Debates y Combates I 15. Comunicación y democracia

56. “Quien habla de descripción objetiva de los hechos es amigo de los capitalistas”. Por Gianni Vattimo.

16. “Las democracias latinoamericanas pueden dar un buen ejemplo a las democracias europeas”. Por Ernesto Laclau.

63. Debates y Combates II

21. “La democracia está estrechamente relacionada con la igualdad en términos culturales y comunicacionales”. Por Juan Manuel Abal Medina. 25. Peronismo y kirchnerismo 26. “Kirchner enarboló la idea de que el peronismo todavía podía poner en movimiento sus mejores energías transformadoras”. Por Jorge Coscia. 32. “La revalorización de la política es la clave para cambiar el mundo”. Por Carlos Zannini. 36. “La articulación entre movimientos sociales heterogéneos se ubica en el centro de la política argentina actual”. Por Ernesto Laclau. 41. El retorno de lo político 42. “La matriz de lo político empieza en el lugar donde el sujeto se pregunta quién es él en ese discurso”. Por Jorge Alemán. 45. “El kirchnerismo restauró la política para responder a las necesidades de las mayorías”. Por Jorge Coscia.

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64. “Hoy vemos una mutualización global de las experiencias políticas de emancipación”. Por Judith Revel. Comentario de Cristina López. 72. “Las gramáticas políticas representan las posiciones políticas de los sujetos colectivos en la subjetividad moderna”. Por Davide Tarizzo. Comentario de Horacio González. 87. “Lo universal es el espacio; lo común es la condición de la acción”. Por Giacomo Marramao. Comentario de Eduardo Rojas. 96. “Para emanciparse políticamente, hay que pasar a una figura multitudinaria de rechazo”. Por Toni Negri. Comentario de Federico Schuster. 104. “Sin significante hegemónico vacío, no hay política, sino dispersión de demandas”. Por Ernesto Laclau. Comentario de Jorge Alemán. 114. “El mundo contemporáneo necesita la filosofía para resistir las presiones de los tiempos”. Por Jelica Šumi . Comentario de Gloria Perelló. 123. Los autores

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Por qué aquí, por qué ahora

La vanguardia del accionar político mundial está ocurriendo en Latinoamérica. Sin ánimo de hacer leña de nadie, mientras en los países centrales el progresismo es empujado contra la pared derecha y los gobiernos se dedican a administrar, con tibias moderaciones, la política del ajuste y la recesión, las naciones latinoamericanas, orgullosamente con la Argentina entre ellas, dan la pelea en los organismos internacionales para poner el trabajo, el consumo y la producción fiscal en el centro del ojo de la tormenta generada por las políticas de laissez faire. El epicentro global de emancipación de derechos civiles, políticos y sociales está de este lado del Atlántico. América Latina se ha convertido en avanzada mundial de la expansión democrática, de la revalorización de la política y de la recuperación de las capacidades estatales como instancia privilegiada de transformación, en el marco de un crecimiento a tasas récord y con pilares de desarrollo más sustentables de los que tuvimos en décadas. Cada país, con sus ritmos y matices propios, pero con un horizonte común de profundización democrática y de reincorporación de los sectores populares desplazados por el neoliberalismo. Este “laboratorio” de políticas de expansión de derechos, en rigor, no es una completa novedad. Es algo que Latinoamérica ya vivió en el siglo xix, aquel de las experiencias republicanas, con la solitaria excepción en ese entonces del Brasil imperial, mientras el mundo europeo desarrollado prefería abrazar las monarquías más o menos ilustradas, cuando no el llano absolutismo. Curiosamente, aquel contraste hoy se repite. Lo que ayer fue fundación y emancipación colonial reaparece actualmente bajo el ropaje de la refundación de las naciones latinoamericanas. Otra vez son estas tierras un campo formidable para la experimentación política. Por lo tanto, no resulta ilógico que el pensamiento político se acerque al calor de estos fenómenos. Debates y Combates, el ciclo que trazamos, tiene la función explícita de pensar la novedad que este reverdecer de la política atraviesa en prácticamente todos los países de la región. Que varios de los pensadores europeos más renombrados se reúnan en las páginas de este libro es prueba cabal de la importancia de estas experiencias disruptivas en el concierto internacional. Y pone en juego también la necesidad de que la iniciativa política, lanzada ya hace una década en algunos casos, sea repensada y discutida en busca de su permanente actualización. En este sentido, asumiendo el desafío ineludible de lo político, este ciclo intenta producir un lenguaje alterno que supere el discurso liberal individualista dominante en los medios de comunicación y en el debate contemporáneo sobre la naturaleza de los procesos de

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transformación que América Latina está viviendo. Porque para definir colectivamente un lenguaje que nombre con mayor precisión lo nuevo que irrumpe, este debe provenir de un esfuerzo de comprensión hecho por nosotros mismos, los actores del proceso. Por eso es vital que sea aquí, en nuestro país, donde se dé el encuentro de ideas entre pensadores de fuste y de tradiciones intelectuales a veces tan distintas. El retorno de lo político en la región, y que, insisto, la ubica como una excepción asombrosa en el marco internacional de crisis, implica la recuperación de la acción política como un valor popular. El principal objetivo de quienes impusieron el neoliberalismo, primero por la fuerza, después, en los años noventa, traicionando al pueblo, pasó por despolitizar la sociedad, desactivarla, adormecerla. Y, no hay duda, muchos de los gobiernos latinoamericanos han tenido como mayor virtud la movilización política de sus sociedades, en el marco de una profundización de la democracia y de expansión del poder político por sobre el de las corporaciones. En este contexto regional, la Argentina aporta su cuota diferenciadora. El respeto al pluralismo, el equilibrio dinámico entre institucionalismo constitucional y liderazgo populista, para ponerlo en los términos en que lo plantea Ernesto Laclau, alcanza en nuestro país la expresión más profunda y acabada. Nunca las instituciones republicanas tuvieron tanta sangre y entusiasmo corriendo por sus venas. Nunca antes se había avanzado tanto en la profundización de un rumbo nacional y popular por dentro, pura y exclusivamente, del entramado de reglas de juego que abrazamos con entusiasmo. Allí están el Congreso de la Nación y la Corte Suprema de Justicia, actores centralísimos de los últimos años, para demostrar el punto que quiero enfatizar. En nuestro caso, lo que caracteriza este período, el menos violento de toda la historia del país, es que la conflictividad ha sido manejada por la política y sus instituciones, y administrada con el criterio general de no eludir nunca los problemas. Lo que más conflictividad genera, en todo momento y lugar, es la elusión de los conflictos. Si se los enfrenta y no se los esquiva con las excusas del “no se puede”, entonces, siempre son procesables. La premisa que nos anima es asumir los combates en paz con la formidable herramienta del debate político, ideológico y conceptual. Si son verdaderos, los debates muerden el real. Y cuando se muerde con este nivel de compromiso por cambiar el actual estado de cosas, la reacción del otro lado puede ser virulenta. Por eso, insistimos, son combates en sentido estricto. Combates de ideas, de propuestas, de posicionamientos claros y distintos, siempre canalizados institucionalmente, y de cara a la sociedad. Pero combates al fin. El libro que tiene el lector en sus manos pretende dar cuenta de un espíritu de época. El ánimo que sobrevuela en las páginas busca ser lo más fiel posible a ese aire que respiramos y que tan vivificante resulta para los pulmones. Porque de lo que se trata, en definitiva, es de combatir debatiendo. Por lo que hicimos y por lo que somos. Y, sobre todo, por lo que queremos ser como Nación. Jorge Coscia Secretario de Cultura de la Presidencia de la Nación

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LA ARGENTINA DEBATE EL MUNDO

La historia argentina ha probado como cierta la necesidad de que el debate de ideas sea una política de Estado y, precisamente, esta gestión hizo de los encuentros de Debates y Combates la madre insignia de esa premisa, que la antecede y le da marco. El fin último de este tipo de iniciativas promovidas por la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación es abrir la discusión de la manera más plural posible. Los nombres que participaron del ciclo (que contó con la curaduría intelectual de Ernesto Laclau) y las corrientes de pensamiento que representan son testigos de nuestra voluntad de dar un espacio a todas las voces. Ese ha sido el objetivo a lo largo de nuestra gestión, y es nuestro deseo profundizarlo. En un mundo convulsionado, cabe discutir y explorar ideas novedosas, para marcar una hoja de ruta que permita renovar perspectivas y reflexiones. En ese contexto, América Latina se presta a ofrecer no solo un conjunto de experiencias políticas exitosas, sino también una andanada estimulante de conceptos y discusiones que se ubican a la vanguardia del debate universal. Hoy, la Argentina ocupa un lugar central en la apuesta por la recuperación del tejido conceptual. Y para recorrer este camino en busca de ideas y discursos, nos apoyamos en el diálogo fecundo con intelectuales, académicos y pensadores decididos a recuperar la densidad que exige la lectura de ciertas problemáticas. Los Debates y Combates, por otro lado, se entrelazan con la matriz cultural que subyace a toda cuestión política, ya que la cultura –cuando se le devuelve la marca de lo plural, de aquello que emerge de una serie infinita de prácticas cotidianas que rompen con su asociación a las bellas artes, el ocio y los circuitos de privilegio– puede ser el terreno para abordar los grandes temas de nuestro tiempo. Y en tanto cultural, el cambio tiene mayores posibilidades de ser permanente o, al menos, su relación con la contingencia se ve debilitada. Una de las grandes discusiones que circuló a lo largo del ciclo fue el debate en torno a la controversia entre la democracia y las corporaciones, que atraviesa hoy la actualidad internacional dramáticamente y que ha convulsionado las luchas políticas en nuestro continente. Este litigio se dirime en el campo de la política, pero el campo intelectual y de las ideas (que no pertenece solo a los intelectuales, sino al pueblo todo) es un escenario de conflicto que hay que abrir y en el que se juega buena parte del destino de nuestra patria, de nuestra región y, por qué no, del mundo. Se trata de que la política abreve en ideas originales que retomen el desafío de volver a ser genuinamente emancipatorias.

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Se trata de profundizar la discusión de términos como democracia, política, emancipación, soberanía, Estado, hegemonía, populismo, entre tantos otros que, gracias a la recuperación del peso semántico y simbólico de sus usos, se han vuelto a abrir y despliegan múltiples significados. Recorrer las problemáticas no para encontrar respuestas únicas en las que hacer ancla, sino con el fin de seguir preguntándonos y reuniéndonos para mantener en funcionamiento la máquina reflexiva: este es el impulso con el que organizamos los exitosos Debates y Combates, compilados hoy en esta publicación. Y es este éxito, justamente, el que nos da el aliento y la confianza necesarios para continuar apostando a la palabra en la tercera edición de esta experiencia, organizada en 2012. Marcela Cardillo Subsecretaria de Gestión Cultural Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación

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Debates y Combates I Juan Manuel Abal Medina Jorge Alemรกn Jorge Coscia Ernesto Laclau Gianni Vattimo Carlos Zannini

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COMUNICACIÓN y democracia

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LA PALABRA POLÍTICA

Ernesto Laclau1 “Las democracias latinoamericanas pueden dar un buen ejemplo a las democracias europeas”2

Abordaré, en primer lugar, la relación entre liberalismo y democracia. El filósofo canadiense Crawford Brough Macpherson sostiene que esta relación ha sido, históricamente, conflictiva. A principios del siglo xix, el liberalismo era una forma perfectamente respetable de organización de la comunidad política. Por otro lado, “democracia” era un término peyorativo –como ocurre hoy día con “populismo”– porque se la asimilaba al jacobinismo y al gobierno de la turba; suponía una amenaza al orden social. En Europa, fue necesario el largo proceso de revoluciones y reacciones del siglo xix para llegar a un cierto equilibrio entre ambos conceptos, de modo que liberal-democrático se considera, hoy, una entidad relativamente unificada −digo relativamente porque siempre existe una cierta tensión entre la idea de un gobierno de los de abajo, con sus demandas por un lado, y la organización institucional de la comunidad, por otro−. Esa unificación relativa que se dio en la tradición europea –y hasta cierto punto, en la norteamericana− no se desarrolló en América Latina, de modo que democracia y liberalismo avanzaron por caminos diferentes. En la segunda mitad del siglo xix, en todo el continente, ocurre la organización de estados liberales, expresión de las elites oligárquicas, en general, terratenientes, que tenían una estructuración del poder político esencialmente clientelista, o sea, eran incapaces de vehiculizar las demandas democráticas de las masas. A comienzos del siglo xx, cuando esas masas se expanden, los reclamos que plantean respecto del sistema tienden a manifestarse a través de formas no liberales. En muchos casos, estas formas fueron gobiernos militares nacionalistas, la única vía de expresión de este nuevo tipo de demandas. Así, con distintos grados de combinación con las instituciones liberales, encontramos el Estado Novo en Brasil, el peronismo en la Argentina, el Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia, el primer Ibañismo en Chile, y probablemente hubiéramos visto algo similar en Colombia si Gaitán no hubiera sido asesinado. Observamos una bifurcación en la experiencia democrática de las masas: por un lado, la tradición democrático-liberal, y por otro, la tradición nacional-popular. Como resultado de las dictaduras más sangrientas del siglo xx, que han golpeado tanto las tradiciones democrático-liberales como las tradiciones nacional-populares, recién en los últimos años, ha logrado constituirse una cierta posibilidad de fusión entre ambas. Hoy, en todo el continente, vemos movimientos progresistas que afirman las demandas nacional1. Politólogo argentino. 2. Intervención en la mesa “Hacia una teoría política democrática de la comunicación: medios, regulación y contenidos en la construcción de una América Latina democrática”, del ciclo Debates y Combates, realizada en mayo de 2011.

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DEBATES CONTEMPORÁNEOS SOBRE LA EMANCIPACIÓN

populares, pero lo hacen a través de los mecanismos institucionales del Estado. Analizaré en detalle cómo va constituyéndose una voluntad colectiva nacional-popular. Por ejemplo, Hegel pensaba que existía una absoluta separación entre el poder político y la sociedad civil: esta era terreno de un puro particularismo, mientras que el momento de la universalidad de la comunidad se lograba a nivel del Estado. Marx trató de refutar este argumento diciendo que no existe una clase universal identificada con la burocracia, como pensaba Hegel, sino que el Estado es también terreno del particularismo, ya que es un instrumento de la clase dominante. Pero entonces, ¿cómo podría surgir el momento de universalidad en la comunidad? Solo si, dentro de la comunidad civil, una clase pudiera asumir las tareas globales. Para Marx, esa clase universal era el proletariado. En el caso de Gramsci, estas dos visiones empiezan a contaminarse entre sí. Siguiendo a Marx, el filósofo italiano creía que la sociedad civil era el terreno primario de la constitución de una clase hegemónica, de modo que la hegemonía comienza a construirse a partir de la fábrica. Pero, a diferencia de Marx, que sostenía que en esta construcción habría de darse la extinción del Estado, Gramsci pensaba que este armado era fundamentalmente político, y que el devenir Estado de la clase obrera era una tarea básica en ese proceso. En este punto, nos encontramos con algunos de los problemas que llevarán a la polarización de lo social entre el populismo, por un lado, y el institucionalismo, por el otro. ¿Por qué? Si pensamos cómo va constituyéndose una voluntad nacional-popular, es necesario precisar distintos elementos. Por ejemplo, supongamos que, en una cierta comunidad, los vecinos solicitan a la municipalidad que cree una línea de ómnibus para llevarlos desde el lugar en el que viven al lugar donde la mayor parte de ellos trabaja. Si esa demanda es aceptada, es absorbida por el sistema como demanda individual. Pero si no es aceptada, se genera una demanda frustrada. Y si la gente empieza a ver que, además de estos reclamos referentes al transporte, existen otros no satisfechos que conciernen a la vivienda, la escolaridad, la seguridad, etcétera, entre todas esas demandas, comienza a constituirse una cierta solidaridad. Esa solidaridad es lo que llamamos una “cadena de equivalencias”, que representa un momento prepopulista, porque el populismo es un discurso en el que los de abajo son interpelados frente al statu quo. Entonces, cuando se da esta situación con esta lógica de equivalencias, lo popular empieza a manifestarse frente a lo institucional. O sea que, por un lado, tenemos el momento del institucionalismo extremo, que sería una tecnocracia, un gobierno en el cual lo político es sustituido por la administración, y por otro, observamos el extremo opuesto de un populismo puro, en el que ningún anclaje institucional consigue constituirse. Pero entre estas dos situaciones polares, hay una serie de puntos intermedios en los cuales el momento institucional y el momento popular deben combinarse. Por ejemplo, en los ataques al kirchnerismo, muchos de los cuales provienen de la intelectualidad liberal, hemos visto una insistencia pura sobre el momento de la institucionalidad. Pero la pregunta es: ¿son las instituciones un terreno neutral, de modo que su defensa es la defensa de un orden legítimo? Las instituciones son simplemente la cristalización de una relación de fuerzas entre los distintos grupos, y cualquier intento por cambiar la sociedad en un sentido más radical tendrá que atravesar una reforma de las instituciones. En el caso de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, esto es evidente. 17

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LA PALABRA POLÍTICA

Otro ejemplo: es muy clara la forma en que la discusión acerca de la libertad de prensa tuvo lugar en un país como Venezuela. Una periodista argentina escribió artículos contra el régimen venezolano en el New York Times en los que sostiene que, en América Latina, existe una violación de la libertad de prensa. Pero ¿cuál es la situación de la prensa en Venezuela? En primer lugar, los cinco diarios más importantes del país son opositores, y no han tenido ninguna traba para continuar con su ubicación. El 95 % de las extensiones de radio y televisión también son de tendencia opositora. El único problema que hubo fue que, una vez, a una estación de televisión no se le renovó la licencia para seguir emitiendo. Cuando las cosas se plantean de esa manera, se oculta que ese canal de televisión, durante años, había llamado abiertamente a un golpe de Estado. ¿Ustedes se imaginan lo que ocurriría en los Estados Unidos si el Washington Post hiciera un llamado a hacer un golpe de Estado? Lo cerrarían, y todos los editores del periódico, empezando por el director, irían presos. Cuando en 2002 se produjo el golpe de Estado en Venezuela, este diario lo apoyó. Y cuando este fracasó, se les permitió seguir publicando el periódico durante cinco años, hasta el momento en que sencillamente se vencía la licencia. Y a pesar de todo esto, se les permitió seguir emitiendo por satélite y por cable. La idea de que no hay libertad de prensa en Venezuela es un mito. Sin embargo, ese tipo de argumentos se repite constantemente en América Latina tratando de mantener un institucionalismo puro, como si las instituciones fueran un fetiche por completo externo de las relaciones de poder. Quien busca cambiar la sociedad, necesariamente, tendrá que romper con formas institucionales, pero esa ruptura puede hacerse a través de canales institucionales, y en la mayor parte de los países latinoamericanos, ese proceso de cambio se está verificando de esa manera. Desde este punto de vista, también es importante entender cómo va cuajando políticamente el momento de la construcción de la voluntad popular. Un punto es la formación de cadenas equivalenciales entre una pluralidad de demandas. Pero esas demandas deben cristalizar alrededor de un cierto núcleo representativo total, y esa es la instancia en que un discurso –que, en general, se hace desde la cúpula del poder− empieza a establecer una relación con las distintas demandas que se dan en la base. Estos dos niveles son centrales: es necesaria la movilización popular, pero a la vez se requiere un punto de apoyo del poder del Estado a los efectos de generar el cambio. En Europa, es muy difícil explicar los procesos políticos de la democracia latinoamericana porque, en la experiencia del viejo continente, el Poder Ejecutivo ha sido siempre el centro del autoritarismo tradicional, mientras que el poder parlamentario creaba un cierto contrapeso y la posibilidad de una transformación. En cambio, en América Latina, el poder parlamentario ha sido siempre dominado por las oligarquías locales y, en muchos casos, un Poder Ejecutivo central ha iniciado procesos de cambio teniendo que desafiarlo. Quizá uno de los primeros casos históricos en América Latina fue la denominada “Revolución Constitucionalista” contra José Manuel Balmaceda, que sucedió en Chile a comienzos de la década de 1890. El presidente quería nacionalizar la minería, y las oligarquías locales, en alianza con las compañías extranjeras, organizaron una revolución, que lo derrocó. Ocurre que, en ese momento, Balmaceda no disponía de una base social, pero en otros movimientos populistas posteriores esa base comenzó a desarrollarse, y para pensar esta gestación es necesario enfatizar las formas de construcción del poder. 18

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En la explosión de 2001 en la Argentina, hubo una enorme expansión horizontal de la protesta popular, cuyo lema era “que se vayan todos”. Ese anhelo es un arma de doble filo porque siempre alguno va a quedar, y si ese alguno no fue elegido por nadie, está garantizado que no será el mejor. En ese sentido, creo que una de las grandes intuiciones políticas de Néstor Kirchner fue darse cuenta de que había que complementar el desarrollo de esa protesta horizontal, que apoyó en todo momento, con canales verticales por los cuales esas demandas pudieran afectar y traducirse en el ámbito político. Un caso histórico de disolución de la protesta popular por falta de un proyecto de construcción política fue Mayo del 68 en Francia. En esa experiencia, se dio una movilización enorme de la clase obrera, de los sectores estudiantiles, etcétera, pero nadie estaba analizando cómo traducir esa energía en un cambio del sistema político global. El único que pensó políticamente en 1968, fue Pierre Mendès France, que, cuando se produjeron los hechos, estaba dictando un ciclo de conferencias en Chile; entonces, viajó inmediatamente a Francia, habló por televisión, y dijo que estaba dispuesto a formar un gobierno si tenía el apoyo entero de la Izquierda Unida. Estaba planteando la fundación de una Sexta República sobre la base de la movilización de 1968. Esto se frustró porque, por un lado, el Partido Comunista estaba en una posición muy cautelosa de negociaciones corporativas, y lo último que quería era ver la aparición de un populismo de izquierda en Francia, y por el otro, los gaullistas estaban con la idea de “la imaginación al poder”, es decir, un poder que era puramente imaginario en la práctica, y ni se acercaron a tomar ese camino. Pero entonces no había ninguna forma de continuidad política para ese proceso de movilización de masas. El resultado es que, unos pocos meses después, De Gaulle ganó las elecciones de forma masiva, y no es que los franceses fueran particularmente gaullistas −la prueba está en que perdió el referéndum un año después−, sino que cuando la gente presencia una situación de desorden radical, necesita algún tipo de orden, independientemente de cuál sea su contenido. Por eso estoy en contra de todas las teorías libertarias extremas que sostienen que lo importante es la movilización de base, mientras que la construcción política del poder es algo pasado de moda. Sin un proyecto político de construcción de poder, no existe posibilidad de cambio. En la Argentina, hemos llegado a un buen equilibrio entre todas estas tendencias. Hemos tenido un modelo económico y un plan dado por el Gobierno que están teniendo un éxito visible. Ha habido un pragmatismo económico, que es lo que genera que el país salga adelante. En 2010, en The Economist, de Londres, se publicó un artículo en el que se manifestaba que el modelo económico de Cristina Fernández de Kirchner era un disparate, que nos llevaría a una catástrofe y que, a pesar de esto, los indicadores económicos eran positivos, lo cual no se debía a las bondades del modelo, sino a que la Presidenta había tenido suerte. Un periodista argentino me preguntó qué opinaba, y le contesté que me recordaba a la historia de Napoleón con los generales austríacos. Estos organizaban sus líneas siguiendo todas las reglas de la guerra de los ejércitos aristocráticos del siglo xviii, pero cuando llegaba Napoleón con sus ejércitos populares, rompía totalmente las líneas austríacas. Entonces los generales austríacos decían: “Gana, pero no es científico”. 19

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En este momento, debemos explorar por todos los medios posibles la naturaleza del modelo democrático-popular implementado en el país, y hacerlo comprender en el mundo a cuanta gente sea posible, porque las democracias latinoamericanas pueden dar un ejemplo a las democracias europeas. Para eso, es necesario atravesar la parafernalia tradicional a la que están ligadas las democracias europeas, que les impide entender la naturaleza de los nuevos tipos de movilización y la forma en que estos pueden integrarse institucionalmente. América Latina está mostrando cómo los dos teclados –el institucional y el de la movilización popular– pueden combinarse. Actualmente, lo que observo en la región es la combinación hegemónica de la reconstitución del Estado y la creación de una democracia de base que parte de dar poder político y capacidad de autogestión local a distintos sectores.

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Juan Manuel Abal Medina1 “La democracia está estrechamente relacionada con la igualdad en términos culturales y comunicacionales”2

Difícilmente haya un concepto utilizado de tan diversas maneras como el de democracia. Existe un conjunto de prácticas, saberes o acciones que tendemos a asociar cuando pensamos en él. Sin embargo, la idea de democracia está muy lejos de ser un universal vacío, porque mantiene con firmeza la impronta de su idea originaria, en tanto promesa y práctica concreta. Por otro lado, siempre estuvo fuertemente vinculada a la idea de igualdad. Se trata de dos términos que van de la mano. Cuando surgió hacia el año 1500 a. C., la democracia era un proyecto político concreto que, con la idea de igualdad, enfrentaba el conjunto de formas y articulaciones políticas, y poderes fácticos de la época. Con el tiempo, el concepto tomó distintas conceptualizaciones, pero conservó la idea de igualdad contenida en el nombre, que significa “gobierno del pueblo” o “autogobierno”. Siempre cargó esa utopía o ese sueño de un pueblo que se gobierna a sí mismo y que, por lo tanto, va construyendo un transcurrir histórico. Como proyecto e idea fuerza, la democracia reapareció a lo largo de la historia humana de formas caóticas y diversas, metiéndose por la ventana de las construcciones políticas que fueron armándose en cada momento, y en cada tiempo y lugar. Esto se vuelve muy evidente cuando analizamos nuestras actuales formas políticas: quienes pensaron o diseñaron las instituciones políticas no las entendían como democráticas, precisamente, porque ellos no creían que debían serlo. Al surgir como práctica, la democracia se enfrenta a los grandes teóricos de la época: los filósofos de la Grecia clásica eran profundamente antidemocráticos; condenaban este sistema político porque, al plantear las cuestiones en términos de igualdad, beneficiaba a las mayorías, que estaban lejos de ser las más sabias, cultas o capacitadas para gobernar un país. Por eso, desde su origen, la democracia contiene una fuerza creativa, que estuvo permanentemente en tensión y en choque con los poderes fácticos de cada época y lugar. En su origen como institución, la democracia se creaba y recreaba en la asamblea, donde los ciudadanos discutían y generaban ese pensamiento colectivo que luego se transformaba en prácticas políticas. Una forma de gobierno tal enfrentaba problemas reales, por ejemplo, quién podía concurrir a la Asamblea (asistían quienes no necesitaban trabajar para vivir). En Atenas, entonces, se extendió un salario ciudadano por asistir a la Asamblea. Para pagarlo, era necesario obtener los recursos vía impuesto a los poderes de turno. Esa fue la gran discusión que alumbró el nacimiento de la democracia, enfrentada a los sabios, a 1. Politólogo argentino. Jefe de Gabinete de Ministros de la Presidencia de la Nación. 2. Intervención en la mesa “Hacia una teoría política democrática de la comunicación. Medios, regulación y contenidos en la construcción de una Argentina democrática”, del ciclo Debates y Combates, realizada en mayo de 2011.

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los dueños de la riqueza, al poder y al conocimiento cultural de la época, que veían este proyecto político como negativo. En el transcurrir de la historia, las formas de gobierno fueron rediseñadas para pensar formas alternativas y mejores a la democracia. Suena raro decirlo, porque nuestro gobierno es democrático, pero cuando se le pregunta a un abogado cuál es la forma de gobierno argentina, responde –siguiendo nuestra Constitución– “republicana, representativa y federal”. ¿Por qué no dice “democrática”? Porque quienes diseñaron nuestra forma de gobierno creían que la democracia era un mal sistema de gobierno, que, en términos de igualdad, daba poder a las mayorías. Para ellos, un buen sistema de gobierno debía ser aquel que separara la instancia de la toma de decisiones de ese pueblo que, con sus cambios y contradicciones, podía traer ese conflicto a la acción de la política. Hoy, llamamos democracia a nuestra forma de gobierno porque este sueño y, esta promesa ha ido colándose una y mil veces en la arquitectura democrática liberal, republicana, que fue armándose con las instituciones y la separación de poderes. Y la democracia, al calor de las luchas populares, ha ido entrometiéndose en esa arquitectura como anhelo de cambio y de una sociedad más igualitaria capaz de gobernarse a sí misma. En ese proceso histórico –como ocurrió en la historia de América Latina en el siglo xx con los populismos clásicos (Perón, el varguismo, Cárdenas)–, su ingreso provocaba que muchos se asustaran, porque, justamente, entraba el tumulto, el caos y, de manera central, la idea de igualdad. En democracia, esa idea está necesariamente en tensión con la de pensar la política en términos republicanos. Cuando la política se vuelve democrática, esa irrupción es masiva, caudalosa, tumultuosa, conflictiva y cambiante. Porque para llevar adelante el sueño de una sociedad más igualitaria en términos económicos, culturales, identitarios, etcétera, se entra en conflicto permanente con los factores de poder establecidos. Justamente, estos sectores de poder frenaron a América Latina a lo largo del siglo xx: recurrieron a la para nada republicana tradición de los golpes de Estado como instrumento con el que podía detenerse esa irrupción democrática. La historia de la América Latina del siglo xx puede ser leída en esos términos: una disputa profunda entre un sueño igualitario, popular, de representación, y la idea más tradicional de las virtudes republicanas, pero que, a la hora de la verdad, recurría a los golpes militares para trabar y cambiar el juego. Este es el contexto en el que se analiza el devenir latinoamericano hasta tiempos recientes, en el que, producto de esas luchas populares de las décadas pasadas, la herramienta que detentaban los factores de poder para disciplinar dejó de ser eficiente. ¿Cómo se construye la política en este siglo? Con estos mismos procesos que encaramos actualmente en América Latina –y que el kirchnerismo representa en términos locales–, frente a poderes económicos y fácticos que no desean que la democracia funcione, sino que comienzan a utilizar otro tipo de mecanismos: los grandes monopolios de los medios de comunicación. En este punto, la democracia y la comunicación se vinculan, porque la democracia como pensamiento igualitario y pretensión de igualdad está estrechamente relacionada con cuestiones socioeconómicas (estado de bienestar, aumentos salariales, convenciones colectivas de trabajo, redistribución del ingreso) y con la pelea por la igualdad en términos culturales, comunicacionales, informativos. Justamente, esta democracia presupone que, en la esfera en la cual se debate y construye lo que entendemos como 22

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sociedad, todos debemos tener voz y las mismas posibilidades de ser escuchados. Frente a eso, la arquitectura de los monopolios no abre este campo para el debate y para que pueda profundizarse la igualdad, sino que “bloquea”. Pero bloquear y cerrar en el marco de nuestra arquitectura institucional es más difícil. En la construcción del sentido común de una época –y de la famosa opinión pública–, los actores fijaban los límites de posibilidad de lo que los gobiernos podían hacer. En esos momentos, la tarea de los poderes fácticos consistió en ir reduciendo los límites de acción de la política. Se trata del “no se puede”: la política ya no puede manejar empresas del Estado o la moneda propia; no puede pensar un sistema educativo o sanitario. Las conductas de estos poderes redujeron el campo de acción de la política hasta transformarla en mera administración, esto es, el anhelo del neoliberalismo de un universo cada vez más acotado de temas en los cuales, por obra y gracia de relatos como globalización o transnacionalización, pensar una política transformadora era cosa del pasado. La política se volvía una cuestión cada vez más alejada de los intereses de los pueblos. En la política, nada podía ser visto como positivo. No podía aumentar sueldos, entregar subsidios, mejorar la educación. La promesa de la impotencia es lo que terminó de constituir la experiencia que vivimos los argentinos a fines de los años 90: una política cerrada sobre sí misma, que solo interesaba a quienes se dedicaban a ella. Ese panorama se derrumbó en 2001 y, como consecuencia, surgió la novedad: lo que traen a la política argentina Néstor y Cristina Kirchner. No llegan al gobierno o al control del Estado a partir de la legitimidad de un grupo político poderoso o de una clase trabajadora. Prácticamente, se trata de una casualidad histórica: toman la tarea en el momento de impotencia máxima de la política, y en ese contexto, cuando no había recursos ni presupuesto, deciden estratégicamente volver a pensar en una política democrática. Lo interesante del proceso argentino es que se recupera una memoria histórica profunda de una sociedad de los años felices, pero al calor de una situación política como la de 2001. Entonces, se emprende un proceso que demuestra, una y otra vez, lo ficticio de esa idea de los límites. En su discurso de asunción, Néstor Kirchner tuvo el enorme coraje de decir que la política debía ser otra cosa. Enlazó su mirada con la tradición histórica argentina y con la democracia en términos globales, para poner en marcha ese proceso en el país y ampliar nuevamente los límites de la política. Lo más maravilloso del actual proceso es entender que la política, en clave democrática, no puede ser sino una acción que logre que la gente viva cada día mejor, que persiga la igualdad y la libertad. Los últimos ocho años deben ser pensados desde esa clave: existe una política que comienza a demostrar que las limitaciones pueden ser franqueadas una y otra vez si se tiene la decisión de ampliar la esfera de la igualdad. En los comienzos de esa construcción, los factores de poder actuaron vinculados a la crisis y a la idea de que el kirchnerismo era una solución transitoria, que luego sería corregida por una versión más prolija o tranquila de sí mismo. Lo que no notaron, por suerte, es que la discusión es permanente. Eso es lo que ocurrió en la Argentina a partir de la asunción de Cristina Kirchner. Cuando muchos creían que llegaba la etapa del freno y la moderación, la Presidenta demostró su voluntad de profundizar un modelo. Es la razón por la que, en 2008, atravesamos el conflicto por la resolución 125, que no fue otra cosa que los factores de poder diciendo “hasta acá llegaron”. Como nunca, desde 1976 en adelante, vivenciamos el poder jugando en la 23

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Argentina. De un día a otro, en los medios, el relato era único. Se marcaba de manera clara quiénes eran los locos y quiénes los racionales. En esa confrontación, se dio otra enorme novedad para la política argentina: cuando el proyecto político perdía poder y empezaba a debilitarse, en lugar de ir hacia atrás –tal como solía ocurrir en la historia argentina–, caminó hacia adelante. Lejos de significar un quiebre profundo, esa actitud implicó la enorme recuperación que vivimos en la actualidad, que no es otra cosa que el quiebre de ese relato mediático, ya que se evidenció su artificialidad. Demostrando la fuerza de este proyecto, movido por la convicción y no por la conveniencia, se logró la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Del 25 de mayo de 2010 hasta hoy, ha habido un solo proceso: el bloqueo motorizado por los medios ya no funciona. Para continuar con este rumbo, es central seguir profundizando la idea de igualdad social, cultural, identitaria. El kirchnerismo, entonces, es un proceso profundamente democrático porque promueve la búsqueda de la igualdad en todos los planos. La Asignación Universal por Hijo, el Matrimonio Civil Igualitario, la nueva Ley de Medios no son medidas aisladas, sino que persiguen un mismo fin: construir una sociedad en la que el derecho a la palabra, a la opinión, a la identidad puedan ser posibles a través de una política que afecte nuevamente la vida cotidiana de los argentinos, y por eso, en la actualidad, observamos una repolitización de la sociedad. La democracia, revestida del espíritu con el que se constituyó en esa Atenas del siglo clásico –de la cultura, del teatro, de las artes–, genera, en su propia pelea, el hermoso caos creativo que estamos viviendo. Ese que, finalmente, hace que estemos orgullosos de protagonizar la actual etapa histórica.

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Jorge Coscia1 “Kirchner enarboló la idea de que el peronismo todavía podía poner en movimiento sus mejores energías transformadoras”2

Sin duda, el kirchnerismo mantiene un lazo indisoluble con el peronismo. Esto, que parece una verdad de Perogrullo, no lo es tanto cuando se observa el largo camino que atravesó el movimiento, no de 1943 a 1955, sino de 1955 en adelante, luego de los años de exilio, durante el breve período de la presidencia de Cámpora, la vuelta de Perón, su tercera presidencia, su muerte, y el golpe de Estado de 1976. Pero, dejando de lado los períodos ominosos y oscuros del peronismo, esta deuda del kirchnerismo está bien paga: la existencia del kirchnerismo nos ha devuelto el peronismo. Suele decirse que el expresidente Néstor Kirchner nos hizo recobrar la esperanza en la política. Como primer paso para lograr ese objetivo, Kirchner nos devolvió a muchos la fe en el peronismo. El peronismo es un movimiento nacional, popular, de sentido social, y, como tal, no es el único en el mundo ni en América Latina. En los años 90, el panorama de las fuerzas de estas características era bastante desolador. La mayoría de los movimientos que Ernesto Laclau denomina “populismos”, nacidos, en gran medida, al calor de las vivencias de la Revolución rusa y de los movimientos de resistencia contra el Estado semicolonial o colonial; experiencias como las de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) peruana, los gobiernos que siguieron a la Revolución mexicana o el varguismo en el Brasil son fuerzas que pueden definirse como concebimos el peronismo, como movimientos nacionales y populares que entraron en decadencia bajo la ola neoliberal de la década del 90. Y, por aquellos años, esta situación parecía irreversible. Entonces era realmente muy difícil decir “soy peronista”. Muchos compañeros buscaban otros rumbos, otros destinos. Algunos pensaban que había que adaptar el peronismo a los tiempos del neoliberalismo, que, aceptando esa suerte de derrota, había que aggiornar el movimiento para convertirlo en una herramienta socialdemócrata, en el mejor de los casos, o en parte de la “internacional de la centroderecha”, como ocurrió durante el menemismo. Sin duda, había que comprender a quienes, pensando que el peronismo era un movimiento agotado, buscaban otros horizontes e intentaban una reconstrucción política a través de una alianza con el Partido Radical, experiencia que, por esos años, lideró Carlos “Chacho” Álvarez.

1. Secretario de Cultura de la Presidencia de la Nación. 2. Intervención en la mesa “Peronismo y kirchnerismo: continuidades, rupturas, claves e innovaciones en las identidades políticas nacionales y populares de la Argentina contemporánea”, del ciclo Debates y Combates, realizada en junio de 2011.

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Hoy es posible sostener que Néstor Kirchner, junto con la actual presidenta de los argentinos, Cristina Fernández de Kirchner, nos devolvió la confianza en la política. Porque esta revolución dio su paso inicial cuando, en un momento de la historia, el entonces gobernador de aquella lejana provincia de Santa Cruz enarboló la idea de que el peronismo todavía podía poner en movimiento sus mejores energías transformadoras. Por lo tanto, hay aquí un primer nexo dialéctico: no podía surgir el kirchnerismo sin que antes hubiera existido esa transformación que comenzó en 1943 y tuvo su punto de lanzamiento el 17 de octubre de 1945. Ese proceso de cambio partió de un funcionario de una revolución –así autodenominada, aunque, en realidad, se trató de un golpe militar efectuado contra un sistema decadente y fraudulento–. En los acontecimientos de 1943, cohabitaban fuerzas absolutamente contradictorias. Existía un común denominador: terminar con la era del fraude; pero dentro de esa unidad de criterio, había diferencias irreconciliables. Si bien el conjunto era partidario de la no intervención en la Segunda Guerra Mundial, allí se nucleaban fuerzas declaradamente fascistas, que no querían entrar en el conflicto o que, de hacerlo, hubieran preferido tomar partido por las potencias del Eje, detrás de los alemanes y los japoneses. Otros pretendían negociar con el bando que parecía ganador. Y existían quienes, como Perón, entendían que había que tomar el golpe de Estado de 1943 como puntapié de un verdadero proceso de transformación que resolviera un conjunto de demandas de carácter social y económico, referidas a la soberanía y también a la democracia. Porque no hay que ignorar que aquel golpe se hizo contra el fraude y que, luego del 17 de octubre, se recuperó la soberanía popular: el pueblo argentino pudo retomar el voto. Tampoco debe olvidarse que, a partir de 1946, de la mano de Eva Perón, se luchó por el voto femenino, que completó, junto con la Ley Sáenz Peña, el más genuino ejercicio de la voluntad popular, ya que, excluidas las mujeres del sufragio, en la Argentina no había una democracia plena. Suelo definir el peronismo como una revolución. Este concepto puede parecer exagerado a quienes entienden que la Revolución francesa o la Revolución rusa son los arquetipos de esas experiencias. Esta idea está directamente relacionada con una mirada eurocéntrica de la historia, como si desde Europa se dijera: “Revoluciones son las nuestras, no las ajenas”. Suele sostenerse que el peronismo no puede ser una revolución porque ha dado traidores ejemplares, de libro, como López Rega, como Menem y muchos otros. Entonces, cabe preguntarse si la Revolución francesa −que puso fin a un sistema aristocrático y monárquico− fue una revolución perfecta, puesto que derrocó a un rey y terminó imponiendo a un emperador. Sin embargo, el rostro de ese emperador era también el rostro de las bayonetas que, junto con la ocupación de territorios de Europa, llevaban el Código Civil, la aniquilación de los privilegios del clero y la aristocracia. De todas formas, en esa revolución, que tuvo formidables traidores, el ejercicio de la guillotina se usó tanto para las vertientes de izquierda como de derecha. Nuestras revoluciones tienen la misma vitalidad e iguales energías positivas, pero también las mismas fuerzas contradictorias. Planteando un sofisma, diría que el peronismo es una revolución por cuanto también tuvo sus traidores. Y fue revolucionario porque modificó la base social de la Argentina, alteró la estructura económica y −como toda gran revolución− planteó en sus tres banderas una síntesis detrás de la cual se aglutinaron las fuerzas políticas y sociales que buscaban transformar el modelo anterior. 27

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Lo característico de toda revolución es el hecho de que, a pesar de su derrota fáctica o parcial, nunca es posible retornar a los días previos a ese proceso. Aun con el peronismo ya derrocado, 1956 no puede compararse con 1944. Las estructuras culturales, económicas y sociales nunca hubieran podido retrotraerse al punto anterior a aquel 17 de octubre de 1945. Las banderas de la “patria justa, libre y soberana” se alinean con esa capacidad de síntesis que −como explica Laclau− poseen las revoluciones o los populismos. “Igualdad, libertad y fraternidad” fueron las consignas de la Revolución francesa. Los sans-culottes no caminaban por las calles leyendo a Rousseau, sino que se encolumnaban detrás de consignas profundamente ligadas a la insatisfacción de los derechos más elementales de todo un pueblo. También la Revolución rusa avanzó detrás de emblemas tan simples como “pan, paz y tierra”. Quizá resulte muy osado afirmar que esas revoluciones de clase tenían un profundo carácter populista, porque convocaban detrás de banderas muy sencillas al conjunto de una sociedad; aunque quienes las conducían, en algunos casos, se autodenominaban “vanguardia de una clase”. En esencia, el peronismo puede concebirse como un frente. Perón logró conformar detrás de sus consignas un frente nacional integrado por fuerzas que avanzaron según esas banderas, donde el movimiento obrero fue un gran dinamizador, anque también se sumaron sectores de la burguesía, del Ejército, de la Iglesia e, incluso, de los sectores radicales. El radicalismo integraba la Unión Democrática, a la que suscribían Tamborini y Mosca, pero los radicales yrigoyenistas, como los que se nuclearon en la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA), se alinearon con Perón. En este sentido, el fracaso del Partido Laborista que acompañó al General se vincula con la existencia de fuerzas no solo de origen proletario, sino también con los sectores medios que el Partido Radical había logrado aglutinar detrás de sus banderas. Pero, en 1945, la UCR estaba “alvearizada”, es decir, era un partido que, tras negociar con la Concordancia, había aceptado ser cómplice de un fraude y convertirse en una fuerza que expresaba los aspectos más conservadores de la clase media, como ya lo había hecho otras veces a lo largo de su historia. No obstante, muchos partidarios del radicalismo resistían la pertenencia de la dirección de la fuerza al sistema de fraude. Esos radicales se expresaron, fundamentalmente, en FORJA, sin nombrar a Jauretche, Scalabrini Ortiz, Dellepiane y a tantos otros que entendían que el radicalismo todavía podía tener capacidad transformadora. El nacimiento del peronismo, sin embargo, le hizo entender a la mayoría de ellos que la etapa radical de la revolución nacional, popular y democrática que había encabezado Yrigoyen tenía un nuevo rostro: el de Perón. No solo había radicales yrigoyenistas que acompañaban al General. El vicepresidente, Juan Hortensio Quijano, era un radical de origen alvearista. También siguieron a Perón sectores del conservadurismo, sobre todo, del interior. En ese frente, se expresaban fuerzas sociales y políticas: ¿qué es el federalismo sino la expresión de la voluntad política de las provincias marginadas, que enfrentaba ese unitarismo de hecho de los gobiernos posteriores a la 28

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batalla de Caseros? Quijano acompañó a Perón no solo en 1946 como vicepresidente, sino que, ya antes, como ministro del Interior de Edelmiro Farrell, había dado lugar en la radio a que Perón pronunciara por cadena nacional su discurso de despedida de la Secretaría de Trabajo y Previsión. Sin ese discurso, quizá no hubiera existido el 17 de octubre. Perón logró llegar al gobierno por la movilización popular. Sin las masas en la calle, jamás hubiera llevado adelante su plan. Si bien ganó mediante elecciones, el 17 de octubre fue nuestra “toma de la Bastilla”, es decir, la fecha de la ocupación de la Plaza de Mayo por nuestros sans-culottes: los descamisados. ¿Cómo siguió la historia? Ya lo sabemos. El peronismo promovió un proceso de transformación. No hubo retorno −insisto− al momento anterior al 17 de octubre de 1945. Sin embargo, el peronismo fue derrotado, y por distintas razones. Sin duda, en primer lugar, por la existencia de sectores reaccionarios, conservadores, integrantes de una clase hegemónica, terrateniente, agroexportadora, la llamada oligarquía. Pero también por debilidades internas. Perón temió desatar “los jinetes del Apocalipsis” de una revolución profunda. En la década de 1940, había sido testigo de la Guerra Civil Española, y también de los comienzos de la Segunda Guerra Mundial. Era consciente, entonces, de que podría haber desencadenado la violencia en 1955, pero no lo hizo, del mismo modo que, diez años antes, se había negado a reprimir en Campo de Mayo. Podemos discutir si fue buena o mala su decisión, porque la caída del peronismo acarreó mucho dolor; aunque también es inimaginable pensar cuánto sufrimiento hubiera ocasionado una guerra civil. Ejemplo de ello fue el asesinato de Jorge Gaitán, seguido de más de medio millón de muertos que −se calcula− hubo en Colombia en 1948. Tiempo atrás, en una nota publicada en La Nación, sostuve que a José López Rega se lo debemos más a la Revolución Libertadora que al peronismo, y esto escandalizó a la mayoría de los lectores de ese diario. Es posible juzgar al peronismo con la vara de un gobierno que ejerció su mandato democráticamente hasta el final; mientras que sus defectos posteriores a 1955 son derivas indiscutibles de la derrota y del golpe que supuso la “revolución fusiladora”. Esto equivale a pensar que si a uno lo echan por la fuerza de la propia casa, y lo separan de la familia y de los hijos, es factible que, diecisiete años después, vuelva hecho un virtuoso. Es imposible, porque los defectos con que uno regresa están relacionados con la violación de la voluntad de permanecer en el propio lugar por derecho. En el caso del peronismo, por derecho soberano de las mayorías. De modo que, sin extendernos demasiado al respecto, en la estructura que se construyó a partir de 1955, las características y las deficiencias del peronismo están indisolublemente ligadas al modo en que este fue maltratado por la contrarrevolución, por quienes lo sucedieron y por las complicidades de los falsos demócratas. Frondizi intentó pactar con Perón, pero luego, ante las mínimas presiones del sector oligárquico y del ejército prooligárquico, negoció con el sistema, lo cual apenas le sirvió para retrasar su caída. El sistema no solo no toleraba el peronismo, en especial, no admitía el ejercicio de la voluntad popular, que siempre cuestiona los proyectos egoístas y mezquinos de las clases hegemónicas. Párrafo aparte merece el caso de Illia. Suele considerárselo el gran demócrata de nuestra historia. Aunque es posible valorar al individuo, no debe omitirse que su ministro de 29

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Relaciones Exteriores, Miguel Ángel Zavala Ortiz, fue uno de los tripulantes de los aviones que bombardearon la Plaza de Mayo en la Ciudad de Buenos Aires. Tampoco debe olvidarse que Frondizi aplicó el Plan Conintes ni puede dejar de analizarse que el sindicalismo, la estructura política del Partido Justicialista, en algunas oportunidades –como en el caso de Vandor–, se adaptó a una negociación para sobrevivir. Estas coyunturas son frutos no solo del peronismo, sino que, en gran medida, no pueden entenderse más que a través de una relación dialéctica entre las mejores energías del peronismo y quienes quisieron destruirlo. Por eso, López Rega es producto más de la “Revolución Libertadora” que de la revolución del 17 de octubre, y las consecuencias de ello están a la vista. Volviendo al punto de partida, cuando todo se creía acabado en los años 90, y el peronismo parecía completar ese ciclo de defecciones de los movimientos nacionales y populares, apareció el kirchnerismo. A continuación, mencionaré algunas comparaciones entre uno y otro. Cuando, en 1998, me invitaron al encuentro en El Calafate, la consigna era proponer un camino distinto de la Alianza o del menemismo. Por eso, un grupo de hombres y mujeres nos nucleamos a partir de una idea base que postulaban el gobernador santacruceño y su compañera, entonces senadora, según la cual el peronismo aún podía transformar la realidad. Y las vueltas de la historia llevaron a que Kirchner asumiera la presidencia del país en uno de los momentos más difíciles de la Argentina. ¿Qué pasó entonces? En este punto, invito a pensar semejanzas y rupturas. La primera ruptura se relaciona con que, a pesar de que, en términos históricos, Kirchner planteó la construcción de un frente nacional, popular y democrático, han pasado muchísimos años desde aquel 17 de octubre. La Argentina no es la misma de entonces ni era igual que en 1943, 1944 o 1945. Podría argumentarse que estaba mucho mejor en 1945. El de 2003 era un país devastado por los golpes militares, por las sumisiones de la democracia y de los partidos tradicionales. Perón había recibido el país con un Banco Central colmado de oro, mientras que Kirchner asumió una Argentina llena de deudas, donde la cifra de desocupados era mayor que la cantidad de votos que obtuvo en la primera vuelta. Entonces, corresponde decir que fue mucho más difícil la tarea de Kirchner que la de Perón, porque si bien no puede entenderse el kirchnerismo sin el peronismo, debemos admitir las dificultades históricas que supuso tomar el mando del país en 2003. Kirchner recibió una Argentina destruida no solo social y económicamente, sino también en términos éticos, por la profunda violación de los derechos humanos que había sufrido nuestra sociedad. El frente que llevó a cabo el golpe de Estado en 1943 todavía se permitía tener algunos fascistas, como Perlinger o Baldrich, que simpatizaban con las potencias del Eje. Sin embargo, somos herederos de un movimiento que se impuso a esas fuerzas y las derrotó políticamente; si no, no hubiera tenido lugar el 17 de octubre de 1945. Perón, entonces, recibió una Argentina marcada por el fraude, pero no por 30.000 desaparecidos. De este modo, el kirchnerismo expresa la recuperación de las mejores banderas del peronismo, adecuadas a una época diferente, y adaptadas con enorme dificultad y esfuerzo −que nosotros hoy reconocemos y que la historia recordará− a una Argentina que estuvo al borde de la disolución. 30

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El expresidente también enfrentó una revolución ética, relacionada con la recuperación de la memoria, la verdad y la justicia. No podría haberse transformado la Argentina si no se restauraban los mejores valores de la democracia. Hoy, en un mundo en crisis, advertimos que los países que no han revisado su historia la cargan como una mochila pesadísima cuyas consecuencias, lamentablemente, evaluaremos muy pronto. Durante el gobierno de Kirchner y en la actual etapa de Cristina Kirchner, el kirchnerismo retomó las banderas de una patria justa, libre y soberana. La justicia fue recuperada, a través del recambio de la “suprema corte extorsionadora” anterior a 2003, y hubo una recomposición de la justicia, en nada ajena a la Ley del Consejo de la Magistratura. En síntesis, el kirchnerismo enfrentó todos los temas que debían abordarse con una mirada conflictiva. Suele decirse que el peronismo es conflictivo, pensamiento con el que concuerdo. Sin embargo, lo curioso es que estamos en presencia de una política de alta conflictividad, que, a la vez, también es la política menos violenta de toda nuestra historia. No ha habido ocho años menos turbulentos que los años del kirchnerismo. ¿A qué se debe esto? Los conflictos existen siempre; la clave es cómo se los enfrenta. Se puede intentar diluirlos, como hizo De la Rúa respecto del conflicto de la deuda, colocando a tres banqueros en su gabinete. O puede afrontárselos, como hizo Kirchner cuando estableció la imposibilidad de pagar la deuda, para luego negociar con el enorme poder que significa ser deudor, desde una posición muy diferente a aquella que había sostenido Avellaneda y que luego repitió De la Rúa: “Pagaremos con el hambre y la sed de los argentinos”. Estas transformaciones están presentes en cada uno de los grandes temas. Se trata de la causa de un pueblo estafado, violado, agredido, extorsionado. Todas ellas son cuestiones que fueron enfrentadas por el kirchnerismo. En junio de 2008, por ejemplo, frente a lo que parecía una derrota, la mayoría de los referentes políticos anteriores hubieran dado un giro de 180 grados. Pero la Presidenta se mantuvo fiel al proyecto que condujo a esta fuerza al gobierno y decidió profundizar el cambio. Hoy no hay duda de que vivimos una etapa que ha retomado las mejores banderas de nuestra historia. Porque las raíces del kirchnerismo y del modelo actual no se remontan solamente a Perón, sino también a los mejores sueños de Mayo de 1810. Eso explica la potencia que tuvo la conmemoración del Bicentenario. La Argentina atraviesa una etapa de profundas transformaciones. En la actualidad, la paz es un valor supremo, y ese ha sido otro gran cambio del presente. Aunque hay quienes todavía intentan instalar la idea de que este es un gobierno autoritario, cabe recordar que Kirchner repetía casi a diario en sus discursos la frase “esta es mi verdad relativa”. ¿Ha habido acaso algún otro político en nuestra historia que sostuviera con tanta convicción que su verdad era relativa? Relativa no a Néstor Kirchner, sino a los mejores intereses del pueblo, de la Nación argentina y de la unidad latinoamericana.

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Carlos Zannini1 “La revalorización de la política es la clave para cambiar el mundo”2

En 2011 estamos mucho mejor que en 2003. En la Argentina en la que vivimos, nadie puede negar esta afirmación. ¿Cuál fue la clave para producir este cambio? Ubicar la política y las convicciones en el centro de la escena. Néstor Kirchner tomó decisiones haciéndose cargo de la historia argentina, de sus ideas, y colocando la política como motor de las resoluciones. En 2003, ¿éramos conscientes de este proceso? Sí. Néstor lo expuso ante la asamblea legislativa el 25 de mayo de 2003. En ese mensaje presidencial, ofreció un interesante balance de lo que había sido la política desde los años 80 hasta 2003. Teníamos plena conciencia de que nuestra llegada al gobierno había sido posible por un gran accidente de la historia, la caída en 2001 y el “que se vayan todos”. Es decir, conocíamos la debilidad de nuestras propias fuerzas: habíamos perdido en la primera vuelta de las elecciones presidenciales y debíamos gobernar ese país que estaba cayendo en un abismo. En ese contexto, el discurso de Kirchner explica: “A comienzos de los 80, se puso el acento en el mantenimiento de las reglas de la democracia, y entonces, la medida del éxito de las políticas se reducía a la preservación del Estado de derecho. El avance significativo y prueba de mayor eficacia era la simple alternancia de distintos partidos en el poder”. Observen con qué poco nos conformábamos durante ese período en la Argentina. Durante los años 90, a partir de la hiperinflación, comenzó a pedírsele a la política respuestas en materia económica, y entonces, siguiendo con lo que dice el expresidente en 2003: “La medida del éxito de esa política la daban las ganancias de los grupos más concentrados de la economía, la ausencia de corridas bursátiles y la magnitud de las inversiones especulativas, sin que importara la consolidación de la pobreza, la condena a millones de argentinos a la exclusión social, la fragmentación nacional, ni el enorme e interminable endeudamiento externo. Se intentó −y esto es lo que llama poderosamente la atención− reducir la política a la sola obtención de resultados electorales; el gobierno, a la mera administración de las decisiones de los núcleos de poder económico con amplio eco mediático, al punto que algunas fuerzas políticas de 1999 se planteaban el cambio en términos de una gestión más prolija, pero siempre en sintonía con aquellos mismos intereses”.

1. Secretario Legal y Técnico de la Presidencia de la Nación. 2. Intervención en la mesa “Peronismo y kirchnerismo: continuidades, rupturas, claves e innovaciones en las identidades políticas nacionales y populares de la Argentina contemporánea”, del ciclo Debates y Combates, realizada en junio de 2011.

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Entonces, Kirchner sostuvo: “El éxito de las políticas, de aquí en adelante, deberá medirse bajo otros parámetros. Debe juzgárselas desde su acercamiento a la finalidad de concretar el bien común, sumando al funcionamiento pleno del Estado de derecho y la vigencia de una efectiva democracia la correcta gestión del gobierno y el efectivo ejercicio del poder político nacional, en cumplimiento de transparentes y razonables reglas, imponiendo la capacidad reguladora del Estado, ejercida por sus organismos de control y aplicación. El éxito se medirá desde la capacidad y la decisión, y la eficacia para encarar los cambios. Hay que reconciliar la política, la institución y el gobierno con la sociedad”. Si tuviera que reducir la política a una ecuación matemática para comprender el período que transcurre entre 2003 y 2008, lo ejemplificaría con dos gráficos (tal como nos tienen acostumbrados los economistas). ¿Cuál fue la variable que más se recuperó durante el período de Néstor Kirchner? Una variable que no está en los números: la política, porque él reivindicó su capacidad para transformar, y al llegar al fin de su gobierno, nadie dudaba de que las decisiones se tomaban desde la Casa Rosada. Es decir, había cumplido con aquello que había proclamado: no dejar las convicciones en la puerta de la Casa de Gobierno. La gestión de Cristina Fernández de Kirchner, aunque en la memoria colectiva no se perciba tan rápidamente, provocó muchas más transformaciones que la de Néstor Kirchner. En este caso, la variable elegida para ejemplificarlo es la que llevó a darle más cuerpo a la política, de modo que, actualmente, la Presidenta puede decidir desde la política mucho más que lo que podía hacer Kirchner en 2003. La primera en reconocer y valorar esta variable es Cristina Kirchner. Recientemente, en un acto en el Salón de los Patriotas, a propósito del emblemático “Proceda” con el que Kirchner ordenó que se retiraran las imágenes de Rafael Videla y de Roberto Bignone de las paredes del Colegio Militar, la Presidenta señaló: “Si él no hubiera sacado aquel cuadro, yo no hubiera podido colgar todos estos”. Porque no se puede lo uno sin lo otro. Tanto Néstor, desde el comienzo, como Cristina en la actualidad, aún con una profunda raíz en el peronismo, mostraron con claridad la idea de que con el peronismo solo no alcanza, sino que es necesario mirar hacia el futuro, buscar la modernidad y ampliar las fronteras. En aquel momento, circulaba la idea de que la política debía darse en el marco del derribo de fronteras partidarias para construir otras ideas, como la diversidad, la pluralidad. Eso también formó parte de la clave, pero creo que deriva del punto central: revalorizar la política. Además de los ejemplos de los libros o de la propia realidad, elegí buscar un caso útil para analizar si la política, como factor, fue también decisiva en las batallas que el Gobierno ha podido dar con éxito. Tomé lo que ha querido plantearse como la pelea de Clarín con el Gobierno o del Gobierno con Clarín. En el nombre que se le da a esta pelea, existe una manipulación muy grande, porque no es el Gobierno el que se enfrenta con Clarín, no es Clarín quien se enfrenta con el Gobierno, sino que es Héctor Magnetto quien está peleando 33

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con la democracia. Porque debe entenderse que su construcción mediática de una realidad intenta someter la política a sus designios. No deseo convertir la política en matemáticas, sino que busco algún apoyo para probar parte de mis dichos. En este sentido, tomo una iniciativa de un grupo de jóvenes, quienes prepararon un cuadro: mes a mes, semana a semana, analizaron los titulares de Clarín. Pintaron de verde los que podían ser tomados como favorables al Gobierno y de rojo los que eran contrarios. Así construyeron un calendario que va de 2003 a la fecha. A simple vista, podemos ver un resultado engañoso: pareciera que todo es verde en el comienzo del gobierno de Néstor; luego, se van mezclando cada vez más los colores; y con Cristina, el panorama es decididamente rojo. Sin embargo, si hacemos otro cuadro que muestre la adhesión al Gobierno, vemos que, sin importar el color de las tapas, el prestigio de la política, y el prestigio de Néstor y Cristina Kirchner fueron en ascenso. En la Argentina, nos habían convencido de que no podía gobernarse con tres tapas de Clarín en contra, y desde la política, muchos habían asumido esta premisa. Todavía hoy hay políticos que llevan esta idea tan en la carne, que siguen con ese temor. Pero estos cuadros nos dan la buena noticia de que la política triunfó. ¿O no está claro que Clarín ha tenido una gran pérdida de credibilidad, una gran pérdida de protagonismo y, fundamentalmente, que ha dejado de construir la agenda de la política en el país? No es que Magnetto no desee seguir armando fórmulas en contra del Gobierno, pero ¿dónde estuvo la clave para que Cristina Kirchner cuente con un nivel de aprobación que supera los mejores tiempos de Néstor Kirchner? Este hecho rompe con la idea de la dependencia de los políticos respecto de los grandes empresarios mediáticos. Es una muy buena noticia. En la medida en que más hace el Gobierno, menos “tapas verdes” necesita para sostenerse. ¿Cuándo se da este cambio? Cuando la gente comienza a percibir las acciones del Gobierno. Porque este Gobierno, el de Néstor y Cristina Kirchner, que es resultado de una construcción colectiva de la mayoría de los argentinos, tiene muchas cosas para mostrar: en agua, en casas, en autopistas, en aeropuertos, en puertos, en escuelas… Donde se les ocurra, verán que está llevándose a cabo una tarea impresionante, que es, precisamente, lo que ha servido de escudo a la Presidenta para enfrentar los ataques. A su vez, este fortalecimiento de la política se desarrolla en un momento muy importante de la historia mundial. Quienes nos hemos formado en abogacía, sobre todo, tendremos que repensar hasta el derecho con otros paradigmas. Quienes estudiamos en la Argentina de las décadas del 70 y 80 recibimos la idea de que el Estado era una especie de mal para el ciudadano. Por ese entonces, se dio un fenómeno de empequeñecimiento de los Estados frente a las corporaciones. Ni los Estados Unidos ni la Comunidad Económica Europea pueden, desde el Estado, imponerle a las corporaciones financieras, a las corporaciones que hacen negocio con la guerra, etcétera ningún tipo de conducta. Antes bien, son hojas al viento frente a la voluntad de esos poderes concentrados.

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Entonces, el Estado que debemos reestudiar es el único lugar a partir del cual se puede, con el bien común como parámetro, reparar, reconstruir, proteger, ayudar, promover. Y por eso, esta revalorización de la política, que ha sido fundamental en la Argentina, debe ser la clave para cambiar el mundo, en lugar de combatir la crisis con el remedio que nos otorgan quienes la provocaron. La salida de esta crisis se sostiene, como ocurrió en la Argentina, sin transferir el ajuste a los pueblos y cambiando el estado de cosas para que impere la igualdad en el mundo. Este es el sentido que deben tomar los acontecimientos, y en ese marco, se impone revalorizar la política como un lugar de participación de todos, donde todavía se puede decidir con el voto. Un hombre, un voto: es la única clave para transformar la realidad. No esperemos que las corporaciones la modifiquen de cara al bien común, porque lo harán en virtud de sus beneficios. Participar en política es el único camino desde el que podemos ayudar a los demás, porque en el mundo que viene, para el ejercicio de los más mínimos derechos laborales, sociales, de cualquier tipo, sin el Estado, los que más tienen para perder son los que menos tienen. Vuelvo sobre mis palabras iniciales: mejoramos respecto de 2003, y ahora vamos por más. Los argentinos tenemos muchas esperanzas y futuro. No dejemos que se trunquen. Participemos en política. No conozco otra manera de hacer política que tratar de convencer al otro, no para que piense como uno, sino para que camine junto a uno. Todavía no hemos concretado todos los cambios, pero estamos en el buen camino.

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Ernesto Laclau 1 “La articulación entre movimientos sociales heterogéneos se ubica en el centro de la política argentina actual”2

Si queremos cambiar nuestro país y la realidad latinoamericana, es necesario enfatizar la importancia de la participación política. Mi intención es plantear cuáles fueron las dimensiones fundamentales del peronismo y de qué manera se modificaron aquellos planteos iniciales en la etapa kirchnerista, un momento decisivo en la construcción de un proyecto nacional. Como política económica, el peronismo heredó una serie de mecanismos de intervención estatal que habían sido planteados en los años 30 por los gobiernos conservadores. Por ejemplo, las juntas reguladoras, la reorganización del Banco Central, el control de cambios fueron algunas de las medidas heredadas. Posteriormente, en 1944, ya con el gobierno emergido de la revolución de junio, se creó el Banco Industrial. Y desde 1946, se dio una nacionalización de facto del comercio exterior. Fundamentalmente, el mecanismo consistía en que los productos rurales no podían venderse en el mercado exterior directamente, sino que debían ser ofrecidos a una entidad estatal, el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), que compraba a los productores rurales a 100 y vendía en el mercado mundial a 300; esos 200 restantes se transformaban en créditos para la pequeña y mediana industria, con lo cual iba diversificándose la producción industrial del país. En la actualidad, cuando se discute acerca de medidas mínimas como las retenciones, hay que recordar que aquellas eran retenciones reales, donde los productos de la renta agraria pasaban a beneficiar a la mayor parte de la población. El Banco Industrial transformaba esto en créditos a la pequeña y mediana industria, y de este modo, había una expansión de la base industrial del Estado; y como la pequeña y mediana industria requerían trabajo intensivo, existía una demanda de mano de obra, con lo cual la capacidad negociadora de los sindicatos se incrementaba año a año. A grandes rasgos, este era el esquema que se desarrollaba en la segunda mitad de la década del 40. En ese momento, los precios de las materias primas argentinas estaban “por las nubes”, como resultado de la crisis que siguió a la Segunda Guerra Mundial, que interrumpió el deterioro en los términos del intercambio, de modo que la situación era sumamente próspera. Eran los años en los que Perón tenía por lema “Dios es argentino”, y que el país estaba “nadando en la abundancia”.

1. Politólogo argentino. 2. Intervención en la mesa “Peronismo y kirchnerismo: continuidades, rupturas, claves e innovaciones en las identidades políticas nacionales y populares de la Argentina contemporánea”, del ciclo Debates y Combates, realizada el 6 de junio de 2011.

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Sin embargo, en este proceso de expansión, había un talón de Aquiles, dado por el hecho de que, de esa manera, iba desarrollándose la industria liviana, no así la industria pesada, que era fundamental para determinar la autonomía económica del país. En 1949, se generó una larga polémica entre la Confederación General del Trabajo (CGT), por un lado, que insistía en la industria liviana porque era de trabajo intensivo y, por consiguiente, aumentaba la demanda de mano de obra y la capacidad negociadora de los sindicatos, y la Dirección de Fabricaciones Militares, por el otro, que sostenía que era necesario equipar la industria pesada del país para crear la autonomía industrial. Fueron los años del Plan Savio, con la Ley Nacional de Energía, cuando se intentaba revertir el proceso hacia una industrialización pesada. Son también los años en los que Getúlio Vargas implementó Volta Redonda como parte del proceso de desarrollo de la industria siderúrgica brasileña. En la polémica, ganó la CGT, y se continuó con un proceso de industrialización liviana hasta que, a comienzos de los años 50, se llegó a un cuello de botella: era necesario reequipar la industria, pero el país no tenía capitales para hacerlo. Este quiebre coincidió con el momento en que se dio el reinicio del deterioro en los términos del intercambio: esos 200 que el Estado obtenía a través del monopolio del comercio exterior fueron reduciéndose como una piel de zapa. Entonces, Perón dijo: “Esta revolución se ha acabado, y solo puede seguir adelante sobre la base de una mayor productividad”. Y lanzó el Congreso de la Productividad, además de una serie de medidas. Pero ese desfasaje nunca llegó a zanjarse, y el resultado fue que, luego de la revolución de 1955, tuvo lugar el proceso de adhesión al Fondo Monetario Internacional, la libre acción de capitales extranjeros, y el modelo económico peronista se disolvió. Esa fue la base económica del primer peronismo. ¿Cuál fue la base política? En la Argentina, había existido un sistema tradicionalmente clientelista de organización política. Es decir, estaban los punteros, los caudillos, los diputados y senadores que hacían pactos con los caudillos, y allí había un modelo fundado en hacer favores personales a cambio de los votos. Ese sistema funcionaba relativamente bien porque, en esos años, la riqueza agraria de la Argentina aseguraba que las demandas que venían de las bases del sistema serían satisfechas. Hasta que llegó la crisis de la década del 30. La torta para repartir empezó a disminuir. Comenzó a haber demandas insatisfechas en la base del sistema, y por otro lado, un aparato institucional cada vez más incapaz de vehiculizarlas. Entonces, poco a poco, se dio una situación prepopulista, es decir, una acumulación de demandas insatisfechas que se conjugan con la incapacidad del sistema de tramitarlas de modo institucional. Finalmente, alguien por fuera del sistema comenzó a interpelar a los sectores de abajo frente a todo el aparato institucional: eso es lo que está en la base del peronismo. Este movimiento constituyó una ruptura radical respecto de la estructura política clientelista formada en la etapa anterior.

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En América Latina, liberalismo y democracia siempre marcharon por caminos diferentes. El liberalismo era la forma de organización política de las oligarquías locales, mientras que la democracia no se expresaba a través de los canales liberales, sino que, muchas veces, tomaba la forma de dictaduras militares de carácter nacionalista. De modo que los regímenes que se consideraban predominantemente democráticos eran antiliberales en sus formas. ¿Cuál es la relación, entonces, entre el desarrollo de la democracia en América Latina y las estructuras clientelistas como base de la política? Cuando la democracia empieza a surgir en la región, va rompiendo con los esquemas clientelistas del poder, y el peronismo no fue una excepción. Por consiguiente, si evaluamos la etapa peronista en nuestra historia, vemos que fue la expresión del ascenso democrático de las masas en momentos en que los esquemas liberales eran incapaces de desarrollarlo. ¿Cómo podemos comparar esa experiencia peronista con el proceso que inició el kirchnerismo? En un sentido, el kirchnerismo es la continuidad profunda de la experiencia democrática que el peronismo implicó, y en otro, consiste en una etapa enteramente diferente. Es decir que el kirchnerismo no puede asimilarse simplemente al peronismo histórico. Entonces, ¿en qué sentido el kirchnerismo representa una fase de tipo nuevo? En varios. En primer término, la base social del peronismo histórico y la base social del proceso de renovación que el kirchnerismo inició en la Argentina son distintas. La base histórica del peronismo estuvo en haber creado los sindicatos de industria más fuertes de América Latina. Sobre esa centralidad sindical como único actor democrático en la sociedad, llegó a constituir un gobierno popular. La importancia del movimiento obrero fue única en América Latina. Si comparamos el gobierno varguista y el gobierno peronista, se ve inmediatamente la diferencia. Perón era el líder de una masa homogénea, centrada en las tres grandes ciudades industriales: Buenos Aires, Córdoba y Rosario; y a través de ese triángulo, podía interpelar al resto del país. Por el contrario, Vargas se enfrentaba en Brasil con una regionalización de oligarquías locales con la que constantemente debía negociar. En consecuencia, fue un articulador de fuerzas heterogéneas. Desde el punto de vista de esa base social, ¿qué ha cambiado en la Argentina contemporánea? Los actores sociales son mucho más heterogéneos que en el pasado, de modo que el momento de la articulación política pasa a tener una centralidad que no había tenido para el peronismo histórico. El momento de la articulación entre movimientos sociales heterogéneos se ubica en el centro de la política argentina actual. Si pensamos en el marxismo tradicional, encontramos una teoría acerca de la homogeneización progresiva de la sociedad, según la cual las leyes estructurales del capitalismo llevaban a la disolución de las clases medias y del campesinado. En consecuencia, el último conflicto social de la historia sería una oposición entre el poder burgués y una masa proletaria homogénea. 38

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Eso no se ha producido, sino que, en la base del sistema, existe una proliferación de sectores sociales, cuya articulación política es el problema central. Este es el dilema que el kirchnerismo ha tenido que afrontar y está afrontando en la Argentina de hoy. Después de la crisis de 2001, hubo en el país una propagación de nuevos actores sociales: las fábricas recuperadas y los piqueteros, por caso. Se generó una enorme expansión horizontal de las bases de la protesta social que condujo a una ampliación potencial de la esfera pública. Pero esa esfera pública no se tradujo inmediatamente a través de esa expansión horizontal; entre otras cosas, había lemas tales como “que se vayan todos”. De alguna manera, por esos avatares de la política interna del peronismo, quien resultó elegido en 2003 fue Néstor Kirchner, que tuvo la inteligencia de entender que había que fomentar esa expansión horizontal de la protesta social y, al mismo tiempo, crear canales políticos de articulación vertical para que esos reclamos no quedaran reducidos a la mera protesta, sino que empezaran a producir efectos en el sistema político. Este nuevo modelo que estamos creando es la contribución fundamental del kirchnerismo a la política argentina. Comienza a haber una proliferación de actores sociales que deben ser incorporados al sistema político. Para Gramsci, la hegemonía no consistía únicamente en una esfera pública previamente definida, sino en una expansión constante de la esfera pública sobre la base de la incorporación de nuevos actores sociales. El filósofo italiano planteaba que la hegemonía comenzaba en la fábrica. Lo que debemos hacer es intentar reconstruir el aparato económico del país de manera tal que se vuelque a la construcción de nuevos actores sociales. En otras naciones de América Latina, observamos procesos similares. En Venezuela, por ejemplo, se habla de “sembrar el petróleo”. La compañía petrolera debe dar millones de dólares anuales de sus beneficios a “las misiones”, que consisten en formas democráticas de poder local para utilizar esos fondos en una serie de proyectos que incorporan masas que antes eran políticamente vírgenes. En la Argentina, el Gobierno perdió la resolución 125, pero podrá ganarla por otro lado. En todo caso, sigue vigente la necesidad de una política que diversifique la base industrial del país y, al mismo tiempo, redistribuya la riqueza y cree esos nuevos actores sociales que serán la plataforma de una democracia futura.

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Jorge Alemán 1 “La matriz de lo político empieza en el lugar donde el sujeto se pregunta quién es él en ese discurso”2

Reconstruiré brevemente cómo interpreté “muerte y resurrección de lo político”, según postula el título de la charla para la que fui convocado. En primer lugar, en el mundo, se ha desencadenado lo que podría denominarse una imbricación del capitalismo, como lo describió Marx, y la técnica, como fue descripta por Heidegger, configurada de tal manera que se extiende, transversal e ilimitadamente, sin centro alguno, como una red, un rizoma –según la metáfora de Deleuze–, algo que conecta punto por punto toda la realidad. Esta estructura tiene por propiedad destruir toda la constitución simbólica del sujeto. En esta red, no hay ningún lugar para que el sujeto se constituya como tal, sino que se trata, más bien, de generar todos los circuitos que posibiliten lo que podríamos llamar “el universo de la mercancía”, en el tiempo en que la misma subjetividad se vuelve una mercancía. De tal modo que estamos ante un campo de extensión técnico-capitalista en el que no es posible determinar el lugar donde se establece el corte. En especial, cuando ya no podemos pensar que existe un proceso endógeno al capitalismo capaz de lograr, mediante las contradicciones dialécticas, su transformación y cancelarlo históricamente a través de un sujeto histórico. O sea que encontramos una red que se expande, que es indiferente a todos los estragos que produce sobre las poblaciones, que es absolutamente acéfala con respecto a su voluntad de perpetuarse como tal, que no se detiene ni tiene barrera alguna con relación al destino de las naciones, de los pueblos o los sujetos, y cuya voluntad esencial es querer perpetuarse. A la vez, desde el momento en que ya no podemos apelar a la astucia de la razón y a las contradicciones dialécticas, no podemos decir tampoco que después del capitalismo viene tal o cual nueva época de la historia. Aun aceptando su contingencia, estamos emplazados en una estructura caracterizada, como expliqué, por destruir las funciones simbólicas constitutivas del sujeto. O dicho de manera más clara, lo que llamamos el capitalismo y la técnica, en la medida en que rechazan lo imposible −porque para la técnica, lo que es imposible ahora puede ser posible mañana, es decir, inscribe lo imposible en un tiempo indefinido−, podrían definirse como el rechazo del sujeto.

1. Psicoanalista argentino. 2. Intervención en la mesa “El retorno de lo político: muerte, resurrección y desafíos de nuestro tiempo”, del ciclo Debates y Combates, realizada en junio de 2011.

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Como lo explica Jacques Lacan, este rechazo del sujeto se caracteriza por retornar en lo Real. ¿Cuáles son las formas en las que el sujeto retorna en lo Real? Para diferenciarlo, precisamente, de lo clínico, llamo a esto “política”. Las formas que posee el sujeto de retornar en lo Real se dan a través de la nueva emergencia, metafórica, si quiere, de los campos de concentración: la vida concentracionaria de las ciudades, los espacios donde no sabemos si el sujeto pertenece o no pertenece al orden de la ley −lo que Agamben llama la “nuda vida”−, los lugares en los que el sujeto ha perdido todo estatuto de ciudadano y ha quedado reducido a su pura condición animal. Son muchos los fenómenos heterogéneos con los cuales podríamos describir el rechazo del sujeto. También sería el conjunto de las “almas bellas” que se quejan todo el tiempo, que se sienten víctimas y no reconocen el orden mismo que denuncian y la modalidad con que están implicadas en ese orden. También podríamos analizar este rechazo del sujeto como el ascenso del odio racista, que evidentemente ha producido una metamorfosis política en muchas de las estructuras sociales. También podríamos llamar rechazo del sujeto a la presencia de la biopolítica, eso que Michel Foucault bocetó al empezar a analizar seriamente el liberalismo: todos los saberes que permiten ajustar de nuevo nuestras existencias a esta red capitalista que se extiende transversalmente. Esta es mi propuesta: llamo “política” a esta estructura que se expande, de la cual no podemos nombrar su salida, con respecto a la cual no podemos establecer corte alguno, y donde ya no podemos remitirnos a un proceso histórico interno que, a través de las contradicciones, determine que un sujeto histórico realice finalmente su cancelación. Y por tanto, entiendo por político la posibilidad de separar de esta red de relaciones que impone el capitalismo la experiencia del discurso. Entonces, el acto primario de lo político es el que instituye a un sujeto a través de un discurso. Mientras que en la red capitalista no hay ni preguntas por el pasado ni por el futuro, ni por la propia finitud, ni por nada que concierna a la existencia humana (porque allí no hay comienzo ni fin, sino expansión rizomática transversal), es en el discurso donde el sujeto puede efectivamente encontrarse con sus preguntas constitutivas. La matriz de lo político empieza en el lugar donde el sujeto se pregunta quién es él en ese discurso, qué puede hacer con respecto a su relación con los otros, en qué se distingue un colectivo, qué capacidad de justicia y de igualdad posee un colectivo humano, en qué medida se puede intervenir en un proceso de transformación. Todos estos actos dependen de ese primer acto inaugural que es, precisamente, la asunción del sujeto en el campo del discurso. La diferencia entre el discurso y la red capitalista es, en primer lugar, que en el discurso existe un imposible, un Real que constantemente lo asedia, lo horada, lo atraviesa, lo descompleta. Ya no se puede borrar la imposibilidad; ya no se trata de una totalidad, sino siempre de una fractura. Por lo tanto, todo acto que proceda de esta inscripción de lo político debe pensar que las transformaciones ya no pueden ser totales. Así, la emancipación, por ejemplo, nunca puede ser total ni algo que se realice ideológicamente al fin de la historia, sino que estará contaminada discursivamente por la contingencia y por la diferencia. Tener relación con lo emancipatorio es un hecho que 43

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determina la existencia de lo político, así como tener una relación con la causa determina la relación con lo político −y no con la política−. Pero la causa ya no es algo que pueda objetivarse científicamente; tener una causa no es situarse frente a un fundamento del que debe analizarse cómo se desarrolla a través de la historia, sino que la causa está agujereada, no puede estar todo el tiempo presente y debe ser construida a través de articulaciones simbólicas que exigen continuas intervenciones y, sobre todo, decisiones que, a priori, no están fundamentadas. Tenemos así una emancipación incompleta e inacabada, una causa que no puede estar presente como un fundamento y, por último, la presencia de una voluntad popular −porque creo que no hay que entregarle ese concepto al decisionismo fascista ni al espíritu sacrificial− que emerge como un deseo. La señal de que existe causa, emancipación y voluntad es que la apuesta que uno desea sostener no tiene garantías de éxito. Llamo a esto “la institución de lo político”, que, precisamente, se deriva de este carácter discursivo. A diferencia de Europa –siempre preocupada por lo que puede venir o por lo que fue su experiencia totalitaria y, por lo tanto, muestra reparos con respecto a toda experiencia colectiva–, en América Latina se dan todas las condiciones para descifrar y leer de nuevo ese saber en reserva (que luego debe ser articulado políticamente), existente en todos los grandes acontecimientos que fueron emancipatorios, incluso más allá de las consecuencias, que pueden haber sido nefastas. Si tuviera que distinguir la experiencia de América Latina de la experiencia europea, diría que, en Europa, la política se presenta como un subsistema de lo social, como algo puramente administrativo, gerencial, como algo que emana de la multiplicación de conflictos del capitalismo, pero que nunca quieren presentarse como políticos. Todo el mundo se siente víctima de algo, y esa victimización jamás adquiere un valor político. Una de las características de la estructura de la política europea es no poder realizar la separación que funda el acto político. Llamo “acto político” a la posibilidad de separar el discurso de los lugares que realiza la técnica del capitalismo.

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Jorge Coscia1 “El kirchnerismo restauró la política para responder a las necesidades de las mayorías”2

No soy un académico, sino, esencialmente, un militante, heredero de una tradición que se sostiene en la reflexión y la comunicación de las ideas de ese pensamiento que llamamos “nacional, popular y democrático”. Arturo Jauretche acuñó una de las definiciones más interesantes en torno a la política y la historia. Él decía que no existe una historia de la política, sino una política de la historia. Es decir, la propia concepción de la historia implica ya una posición política. No es casualidad que la Argentina se haya erigido en la hegemonía más perdurable desde un relato que reivindica una historia que fue escrita por quienes ganaron. Esa historia acuñada por los vencedores de la batalla de Caseros, de la guerra de la “triple infamia”, por aquellos que aniquilaron el verdadero federalismo, por quienes derrotaron a Yrigoyen; esa historia, en definitiva, nos hizo perdedores desde el punto de vista de la construcción de una hegemonía cultural. Me referiré aquí a “la recuperación de la política”. Mirando lo ocurrido en los últimos años, si uno piensa el kirchnerismo, no puede hablar de otra cosa que no sea el modo en que esta fuerza recuperó la política en la Argentina. En realidad, la política no estaba muerta; siempre estuvo presente. La idea de que la política retornó puede ser válida como ejercicio de pensamiento y como reflexión basada en categorías de las ciencias políticas. Pero, en realidad, el tema de la ausencia de la política se asemeja en parte a la cuestión del dirigismo. Suele decirse que hay políticas económicas dirigistas y otras liberales; sin embargo, los liberales también son dirigistas, puesto que establecen la intervención del Estado a partir de los objetivos económicos de los grupos concentrados. Entonces, todas las políticas son dirigistas, y la discusión es hacia dónde se conducen. La política siempre ha estado presente. No se ausentó después de la caída del Muro de Berlín. Lo que desapareció entonces fue un gran antagonismo que había marcado, de la Revolución rusa a este tiempo, el conjunto de las sociedades del planeta. Hasta ese momento, el mundo era bipolar, y muy pocos países se atrevían a plantear una posición alternativa o lo que se conoce como “tercera posición”.

1. Secretario de Cultura de la Presidencia de la Nación. 2. Intervención en la mesa “El retorno de lo político: muerte, resurrección y desafíos de nuestro tiempo”, del ciclo Debates y Combates, realizada en junio de 2011.

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Ese antagonismo entre el mundo capitalista y el mundo socialista −luego devenido en socialismo real, y más adelante, en estalinismo−, a pesar de llamarse “Guerra fría”, mantenía caliente la sensación de que existía una política que atravesaba la sociedad global. La caída del Muro marcó el comienzo de una gran utopía. No era la misma utopía a la que habíamos adherido en los años 70, sino la idea del fin de los conflictos; de que podría advenir una sociedad donde desapareciera toda conflictividad, para que el mundo viviera en una armonía basada en la libertad, pero en un tipo de libertad cuyo eje fundamental fuera la visión de la economía que conocemos como “neoliberalismo”. Lamentablemente, ya sabemos cómo termina esta gran utopía. Podemos ver su final en el escenario, ya no de los países que suelen definirse, desde el punto de vista eurocéntrico, como periféricos, sino de un modo contundente en los países centrales. Desde la caída del Muro de Berlín, experimentamos la sensación de fracaso del proyecto que me gusta llamar “estalinista”, porque si bien Stalin ya había muerto, y habían pasado por su función otros tantos referentes de la nomenclatura soviética, seguía habiendo líderes autoritarios. El modelo liberal sostiene que ha finalizado la historia, pero ¿qué es lo que ha terminado? Una conflictividad que marcó gran parte de nuestro tiempo. Esta idea de la ausencia de los conflictos está presente en la política, e incluso es notable en la política argentina. A diario, escuchamos el discurso de muchos políticos locales, quienes hablan continuamente −y, en ese sentido, son coherentes con su proyecto económico− de consenso. El concepto de consenso que maneja gran parte de la dirigencia argentina afirma que el Gobierno actual no es republicano ni profundamente democrático porque no construye consensos. No hay duda de que esa idea es subsidiaria del modelo liberal democrático. Este modelo sostiene que existe un consenso que, en realidad, es una hegemonía. Lo que sus seguidores llaman “consenso” no es sino un mundo pacificado y arrodillado ante la hegemonía de un modelo político económico con expresiones tan manifiestas como las estipuladas por el Consenso de Washington. Es la concepción de un mundo unipolar. El consenso, entonces, se lograría no por creer que los conflictos no existan, sino porque se los ahoga. Es de tal envergadura la hegemonía planteada tras el fin del socialismo que el poder comunicacional, cultural y hasta militar del mundo hegemónico triunfador en la Guerra fría prometía pacificar la sociedad detrás de su mirada omnipresente. Desde un principio, describí esta idea como utópica. Es utópica porque si hay algo inmanente a la existencia de las sociedades, es la conflictividad. No es casual que la oposición, así como argumenta que este Gobierno debe construir consensos, a la vez, lo tilda de conflictivo. Esta es una de las tantas definiciones en torno al kirchnerismo surgidas de 2003 a esta parte. Todo lo ocurrido desde la asunción de Néstor Kirchner podría definirse desde una de las grandes virtudes del proceso: el kirchnerismo ha recuperado la política. Inmediatamente, hay que subrayar que la política ya existía. Lo que el kirchnerismo restauró, entonces, es la política en función de objetivos convenientes y orientados a responder a las necesidades de 46

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las grandes mayorías. La negación de la política no es más que una manera tramposa de hacer política. Muchos referentes y candidatos se han promocionado como no políticos, pero eso conlleva una idea política. En esencia, es la política que parte de esa utopía neoliberal de querer construir una sociedad de consensos absolutos. En verdad, la única manera de lograr un consenso absoluto, contradiciendo los intereses de las mayorías, es ejercer la violencia a partir del Estado, es decir, implementar “la paz de los cementerios”. El intento de negar la conflictividad y de construir una sociedad de consensos se concretó en los años 90 y tuvo su definición en diciembre de 2001. El gobierno de Fernando de la Rúa, que continuó y llevó adelante los planes de gestión menemistas, sentó en su gabinete a tres banqueros. Fue un claro intento de lograr consensos, pero ¿con quién? Con quienes manejaban el mundo. ¿Quiénes gobernaban el planeta en la década de 1990? Los poderes hegemónicos. Esto se vio claramente, por ejemplo, cuando Menem renunció a las tradiciones más profundas del peronismo y designó a Miguel Roig, un hombre de la empresa Bunge & Born, en su gabinete. Ese hecho fue fundacional de la gran negación que Menem intentó −en vano− del espíritu transformador y revolucionario del peronismo. Menem propuso “basta de conflictos; negociemos”. Subyacía la idea de que el mundo ya no era bipolar, sino que había un ganador; entonces, debía colocarse al vencedor en el manejo de la cosa pública. Y el ganador era un mundo capitalista, voraz, que planteaba una libertad esclavizante: la libertad de mercado. Este poder asociado a la enorme concentración de los medios en todo el mundo se ha presentado como una suerte de no-política, cuando, en realidad, no es sino una cabal posición política que destruye la participación de las mayorías en las sociedades. ¿Cómo se llegó a esta situación? Podemos observar que hay muy pocos dueños de medios de comunicación, y eso fue una decisión política. Ya a comienzos de los años 70, Kissinger escribía sobre la importancia de consolidar el poder mediático, y sostenía que, en el futuro, las guerras se librarían con tinta, papel y pantallas −todavía no imaginaba el tremendo poder que hoy detentan otros medios−. Esta construcción de hegemonía presentada como una suerte de no-política es una política consciente, precisa, planificada, estructurada por quienes intentaron gerenciar el mundo en favor de esas sociedades anónimas, de esos capitales concentrados. Entonces, lo que definimos como “retorno de lo político” es, concretamente, el regreso de lo político como valor popular, como valor para las mayorías. La principal política hegemónica intentó despolitizar al conjunto de la sociedad, con el fin de reducir la política a la mera administración económica concentrada en manos de unos pocos. Esto ha generado distintos fenómenos. En este sentido, considero que la mayor virtud del kirchnerismo fue la recuperación de lo político. Es clave pensar para quién se recobró: para la sociedad toda, esa sociedad que se movilizó en diciembre de 2001 con una consigna antipolítica, el “que se vayan todos”. Esa movilización podría haber derivado en una formidable frustración de las expectativas populares, como ocurrió muchas veces en la historia (por ejemplo, Ernesto Laclau cita al respecto el caso del Mayo Francés) o como puede ocurrir en la actualidad con los “indignados” en España si no se encuentra un liderazgo o una 47

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expresión política que canalice las demandas diversificadas de la sociedad. No se trata ya de las demandas que, como a fines del siglo xix y a principios del siglo xx, podrían estructurarse en una sociedad capitalista, donde la división de categorías era mucho más precisa. Son demandas diversas, cuya articulación constituye un desafío. El primer paso del kirchnerismo para recuperar la política fue recobrar el peronismo como herramienta política. Por aquellos años, era muy difícil para los sectores populares encontrar dónde expresar una voluntad de cambio en una Argentina que, endeudada y maniatada, se empobrecía. Fue entonces cuando apareció esa semilla, ese comienzo, que Kirchner vislumbró junto con Cristina Fernández de Kirchner. Toda la agenda del gobierno de Néstor Kirchner estaba en ciernes en la agenda de El Calafate. Como decíamos párrafos atrás, la otra característica del kirchnerismo −subrayada de forma permanente por la oposición− es su conflictividad. Se trata de una máxima que podría agregarse a las enumeradas por Arturo Jauretche, que escribió cuarenta y cuatro zonceras, pero tuvo el buen tino de dejar algunas páginas en blanco para agregar nuevas −aunque quizá no nos alcance el espacio porque, desde 2008, estamos en condiciones de sumar unas diez zonceras semanales−. Entonces, la zoncera que sostiene que este Gobierno es conflictivo no es una mentira, sino una construcción equívoca, un falseamiento del sentido: presenta una virtud como defecto. Sin duda, este Gobierno es conflictivo, justamente, porque asume los conflictos. La utopía de la eliminación de los conflictos fue la puerta de entrada a esa sociedad injusta, que expresó su peor rostro en los años 90 y estalló en 2001. Hemos dicho ya que el gobierno de De la Rúa incluyó a tres banqueros porque se suponía −como algunos siguen sosteniendo hoy− que había que evitar el conflicto. Sin embargo, al analizar el conflicto agrario de 2008, ¿qué intereses se oponían a las retenciones? En ese contexto, el camino fácil hubiera sido eliminar las retenciones. Pero el kirchnerismo prefirió asumir las dificultades que conllevó sostenerlas y librar una profunda discusión en la sociedad. Fue el período de mayor riesgo afrontado en estos ocho años de gestión. La pregunta que cabe formular es: ¿qué habría pasado si el Gobierno hubiera negociado para eludir el conflicto? La historia argentina, exceptuando los períodos de dictaduras, es la historia de democracias devaluadas por presidentes y gobiernos negociadores que, ante el menor roce, claudicaban para evitarlo. Pero, en ocasiones, cuando se evaden los conflictos, se genera mayor conflictividad aún. Si se hubiera impuesto el modelo agrario sojero exportador y se hubiera dejado en manos de la libertad de mercado la decisión sobre qué plantar −de modo que, si la soja es lo que más ganancia da, se abandona el trigo, el maíz y hasta las vacas−, habríamos presenciado una Argentina “sojizada” al extremo, mucho más de lo que lo está, sin retenciones que aportaran a un modelo de industrialización con valor agregado. Habrían disminuido las reservas −que son uno de los pilares de la transformación de las políticas públicas y sociales del país−; y tampoco habríamos podido crear la Asignación Universal por Hijo. Además, se habría fortalecido un modelo concentrado, que es expulsivo no solo desde el mundo agrario hacia las ciudades, sino también hacia el exterior; porque una sociedad basada en un modelo agroexportador no industrial es aquella donde sobran quince millones de habitantes. Entonces, ese modelo, al eludir el conflicto agrario, habría generado un conflicto de mayor envergadura. 48

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El kirchnerismo ha tenido la virtud de asumir la conflictividad de un modo que denomino “homeopático”. Es curioso: esto se ha logrado afrontando la conflictividad, porque no puede taparse un volcán con la mano. Si no, al intentar eludirlo, lo que se consigue es que el conflicto crezca al extremo de desencadenar, por ejemplo, los sucesos de 2001. El kirchnerismo, entonces, asume la conflictividad. ¿Por qué sostengo que lo hace homeopáticamente? Porque la homeopatía se basa en curar mediante aquello que enferma. De este modo, la política que llevó a cabo Néstor Kirchner, y continúa implementando la Presidenta, implica encarar y resolver los conflictos. Este Gobierno también aborda la cuestión de los derechos humanos como no se ha hecho en ningún lugar del planeta, lo que es un orgullo para los argentinos. Además, afrontó el tema de la deuda externa, uno de los viejos conflictos que nos encadenaba. En síntesis, la política ha retornado de la mano de un proyecto que utiliza el Estado para resolver los conflictos explicitándolos, y que entiende que existen dos posibilidades: gobernar para pocos o gobernar para la mayoría. El retorno de la política, entonces, ha marcado el regreso de las mayorías a la política, a través de un modelo que, liderado por nuestra Presidenta, hoy está más vivo que nunca.

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Ernesto Laclau1 ”Hay política siempre y cuando las identidades se constituyan a través del antagonismo entre los grupos”2

Al pensar la historia intelectual del siglo xx, puede verse que comenzó estructurándose alrededor de tres ilusiones de inmediatez: el referente, el fenómeno y el síntoma. Y ellas dieron lugar a otras tantas grandes tradiciones: la filosofía analítica, la fenomenología y el estructuralismo. En cierto momento, esas tres tradiciones mostraron un desarrollo paralelo sumamente similar. La ilusión de inmediatez se disolvió, y se volvió necesario pasar a una u otra forma de afirmación del carácter constitutivo de la mediación discursiva. Eso es lo que ocurre en la filosofía analítica con la obra del segundo Wittgenstein −el de las investigaciones filosóficas−; en segundo lugar, en la fenomenología, con la transición a la analítica existencial de Martin Heidegger; y finalmente, en el estructuralismo, a través de la crítica posestructuralista del signo tal como fue llevada a cabo por Jacques Derrida, Jacques Lacan o Roland Barthes. En el campo de la teoría política –y, especialmente, en el campo de la teoría política socialista−, tuvo lugar una transición similar. Si partimos del marxismo esencialista de la Segunda Internacional, encontramos una instancia clave de ruptura de esta tradición que está constituida por el momento gramsciano. Este episodio exhibe todas las dimensiones del pensamiento posfundacionalista, que, en los proyectos ontológicos mencionados, también está presente. Allí es donde empieza a estructurarse un pensamiento político en el cual lo político tiene un valor primario y constitutivo, y no aparece simplemente como la superestructura de una lógica esencial subyacente. El marxismo tradicional era economicista, en tanto pensaba que la historia estaba dominada por una lógica subyacente: la del desarrollo de las fuerzas productivas. Por consiguiente, esa lógica −y las distintas etapas en que el desarrollo de las fuerzas productivas se ligaba a diversos sistemas de relaciones de producción− era lo que podríamos llamar “el suelo profundo” alrededor del cual era posible entender la totalidad de lo que acontecía. Entonces, la política aparecía necesariamente como un proceso superestructural, es decir, derivado. En la filosofía de Hegel, por ejemplo, este momento es el del espíritu absoluto. El filósofo alemán decía que la historia se nos aparece, para quienes vivimos dentro de ella, como un proceso irracional, violento, sometido a toda clase de conflictos y antagonismos, pero que estos conflictos son puramente aparenciales, ya que, en un sentido más profundo, 1. Politólogo argentino. 2. Intervención en la mesa “El retorno de lo político: muerte, resurrección y desafíos de nuestro tiempo”, del ciclo Debates y Combates, realizada en junio de 2011.

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responden a una lógica histórica subyacente a través de lo que él llamaba “la astucia de la razón”. Lo que ante nosotros florece como un proceso irracional y violento tiene, en realidad, una racionalidad profunda que, en tanto actores finitos y limitados, no alcanzamos a percibir; pero al final del proceso, el sentido de todo lo que ha ocurrido resultará bien claro: todo lo racional es real, y todo lo real es racional. El marxismo no explicaba las cosas de una manera diferente. Al principio de la historia, sostenía, teníamos el comunismo primitivo, donde no existían antagonismos. Pero luego, para desarrollar las fuerzas productivas de la humanidad, fue necesario pasar por el infierno de las sociedades divididas en clases, en las cuales hubo conflictos, antagonismos, irracionalidad, etcétera. Y solamente al final de la historia, en un comunismo plenamente desarrollado, podríamos comprender el sentido profundo de esas etapas que nos precedieron. Es decir que, en conclusión, la historia es un proceso por completo racional, en el que el momento del antagonismo aparece radicalmente eliminado. Marx planteaba que entendemos el proceso de desarrollo histórico como historia del proceso de producción. Por otro lado, está la forma en que los agentes sociales viven ese proceso a través de sus antagonismos, pero eso es puramente aparencial. En el prefacio a la Crítica de la Economía Política, Marx sostiene que, de la misma manera que no podemos juzgar a un hombre por la idea que él se forma de sí mismo, no podemos juzgar un período histórico por la conciencia social de los agentes antagónicos que intervienen en él. El momento de la política aparece enteramente subordinado a una lógica subyacente, que es la lógica del desarrollo necesario de las fuerzas productivas. Lo que me interesa señalar es que este debate a través del cual el momento del antagonismo está eliminado es subsidiario de un debate teológico precedente. Los padres de la Iglesia se enfrentaban con el siguiente problema: Dios es absoluta bondad y, al mismo tiempo, es todopoderoso; entonces, ¿cómo explicar la existencia del mal en el mundo? Si Dios no es responsable, en ese caso, puede ser absoluta bondad, pero no todopoderoso. Si es responsable de la existencia del mal en el mundo, en ese caso, puede ser todopoderoso, pero no absoluta bondad. Este tipo de dilema dominó el debate teológico durante las primeras centurias del cristianismo. San Agustín, por ejemplo, intenta dar seis respuestas a este problema, pero él mismo reconoce que sus argumentos no son muy convincentes y concluye diciendo que lo que ocurre es que los designios de Dios son inescrutables, por lo cual, no debemos plantearnos este tipo de dilemas. Hubo un único intento de respuesta que tuvo un destino histórico importante, esbozada por primera vez durante el Renacimiento carolingio en la obra de John Scottus Eriugena, que posee la misma estructura lógica que la Fenomenología del espíritu, de Hegel, pero fue escrita mil años antes. Allí, él dice que lo que ocurre es que el mal no existe en el mundo, sino que es simplemente una ilusión que nosotros, como seres finitos, tenemos. Pero eso que nosotros llamamos “mal” es una etapa necesaria en el desarrollo de Dios hacia su absoluta perfección. Si observamos el proceso desde el punto de vista de la perfección divina, veremos que eso que llamamos “mal” era una etapa necesaria en ese ascenso hacia la perfección de la divinidad. 51

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Por supuesto que, aunque Eriugena no se da cuenta, lo que sostiene es incompatible incluso con las formas más laxas de la ortodoxia. En primer lugar, porque está diciendo que Dios no es absolutamente perfecto desde el comienzo de los tiempos, sino que debe llegar a la perfección. Y en segundo lugar, que Dios necesita del proceso mundanal, con el mal y todo lo demás, para alcanzar su propia perfección, lo que significa que Dios, de alguna manera, es igual al mundo, y entonces, bordea el panteísmo. Este tipo de argumento prevalecerá en toda una tradición del pensamiento occidental. Encontraremos el mismo pensamiento en el siglo xiv con el misticismo nórdico; luego, en Husserl y en Spinoza, y finalmente, en Hegel y en Marx. Cuando llegamos a las versiones secularizadas de este análisis, ya no se habla del problema del mal, sino del problema del antagonismo, del conflicto. Pero la estructura lógica es, fundamentalmente, la misma. Quisiera referirme a una cuestión muy pocas veces planteada: ¿qué es un antagonismo social?, ¿qué relación entre los agentes sociales presupone una relación antagónica? Para abordar estas preguntas, relataré una discusión que tuvo lugar en el marxismo italiano durante los años 60. Los marxistas italianos de la escuela de Galvano Della Volpe partían del siguiente argumento: Kant establece una distinción entre la contradicción dialéctica y la oposición real. ¿Qué es una contradicción dialéctica? Es una contradicción entre conceptos. Si digo que esto es un reloj y, al mismo tiempo, digo que esto no es un reloj, estoy entrando en una contradicción entre dos afirmaciones que se anulan mutuamente. Pero hay otro tipo de oposición: si dos automóviles chocan, en ese caso, cada uno de los automóviles es algo distinto respecto de la relación del choque con el otro. Es decir, entre objetos reales puede haber una relación de oposición, pero no una relación de contradicción. El argumento de los dellavolpianos sostenían que el marxismo había incurrido en un lamentable quid pro quo, porque, mientras que la filosofía de Hegel –una filosofía idealista que reduce la realidad al concepto– podía afirmar que había contradicciones en la realidad, una filosofía materialista como el marxismo –que postula el carácter extralógico de lo real– no podía afirmar que hay contradicciones lógicas en la realidad. Entonces, el programa que se planteaban los italianos era reconvertir el estudio de los antagonismos sociales en un estudio de las oposiciones reales. Por ejemplo, Lucio Colletti, un miembro prominente de esa escuela, muestra que todos los ejemplos que Mao Tse-Tung recopila en ese libro deplorable titulado Sobre la contradicción no son contradicciones, sino oposiciones reales. Y en esa otra obra igualmente deplorable de Lenin, Materialismo y empiriocriticismo, los ejemplos de contradicciones que el autor ofrece son, en realidad, oposiciones reales. El único que tuvo la valentía de querer introducir la noción de contradicción en los procesos naturales fue Engels, en ese libro mucho más deplorable todavía llamado Dialéctica de la naturaleza, en el que podemos encontrar afirmaciones tales como que la luna es la negación de la tierra o que el ano es el desarrollo de las contradicciones internas de la boca, y otra serie de historias similares.

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Entonces, aceptemos que los antagonismos sociales no son contradicciones (concedo ese punto a los dellavolpianos). Pero, entonces, ¿son oposiciones reales? Tampoco, porque una relación de oposición real no tiene en sí misma nada de antagónica. Que dos automóviles choquen es un proceso natural en el cual no puede hablarse de una relación de enemigos. La negatividad, que es inherente al antagonismo, está eliminada en ese tipo de oposición real. Colletti, por ejemplo, se indignaba porque los marxistas habían negado por completo la categoría kantiana de oposición real. Pero ese no es el problema. Para desconocer la noción de oposición real, Lukács, un filósofo profesional, debería no haber leído Crítica de la razón pura, lo que es impensable. Ocurrió algo distinto: los marxistas no se sintieron tentados por la categoría de oposición real, simplemente, porque en ella no encontraban ninguna negatividad, considerada como un factor inherente al antagonismo social. Y como la única noción de negatividad que estaba a su alcance era la noción de contradicción dialéctica, siguieron hablando de contradicciones en el sentido hegeliano, en el cual, naturalmente, habían sido inculcados. Si llegamos a este punto en que los antagonismos sociales no son contradicciones dialécticas ni oposiciones reales, ¿qué son? Creo que la respuesta es la siguiente. Los antagonismos sociales no son relaciones objetivas, sino relaciones que muestran los límites en la constitución de toda objetividad. La sociedad no logra constituirse enteramente como un orden objetivo porque hay relaciones antagónicas entre los grupos. Cada grupo limita la posibilidad de ser pleno del otro grupo. Daré dos ejemplos. En primer término, si tenemos una relación antagónica entre un grupo terrateniente y los campesinos que estos tratan de expulsar de la tierra, lo que vemos es que la presencia del antagonismo impide desarrollar la plenitud de la identidad del grupo terrateniente y también del grupo campesino. Cada uno de los grupos opera respecto al otro limitando la posibilidad de su constitución plena. Entonces, existe una relación antagónica, y la posibilidad de esa relación antagónica, tema central de esta discusión, es exactamente lo que llamamos política: hay política siempre y cuando el antagonismo entre los grupos sea el terreno a partir del cual se constituyan las identidades; y este tipo de identidad antagónica significa que el orden objetivo de lo social no puede reducirse pura y simplemente a lo administrativo. En el siglo xix, Saint-Simon intentaba postular un orden positivo del cual el momento antagónico y el momento político estuvieran totalmente excluidos. Sostenía: “Hay que pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas”. La tradición positivista, por ejemplo, en América Latina, ha insistido en esta perspectiva tecnocrática que elimina el momento político del cambio. Cuando quería dejar atrás la etapa de las guerras, el lema del general Roca era “Paz y administración”. En la bandera brasileña, aún hoy, encontramos la divisa de la iglesia positivista del Brasil: “Orden y progreso” (la versión originaria era “orden es progreso”).

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El ideal de toda posición tecnocrática es reducir lo político a lo administrativo, pero la reintroducción del elemento político implicará siempre la presencia del antagonismo como constitutivo y fundante. Esto significa que no existe un orden social último, sino órdenes parciales creados a través de la relación de fuerzas entre los distintos grupos. En nuestro lenguaje, diríamos que el único orden social que puede crearse en una comunidad es un orden hegemónico, es decir, un orden en el cual las relaciones de poder se convierten en constitutivas y fundantes. Si en la actualidad, en la Argentina, se desarrolla el combate entre el poder corporativo y el poder popular, significa que esta será una lucha hegemónica, en que la articulación de distintos elementos a un campo o a otro campo definirá el modo en que la sociedad se organice finalmente. En todo caso, lo esencial no es buscar un orden subyacente que revelaría el antagonismo después, sino explicar el momento del antagonismo como el único terreno subyacente a partir del cual un cierto orden puede llegar a constituirse, prevalecer por un cierto tiempo y estar internamente amenazado siempre. Para esta cuestión, podrían desarrollarse varias dimensiones. La teoría gramsciana de la hegemonía es un intento de dar impresión política a este problema. Con la teoría del objeto petit a en Lacan, el psicoanálisis conduce en la misma dirección: lo Real, en el sentido lacaniano, es aquello que impide la estructuración plena de un orden simbólico. Lo simbólico nunca es un orden autoconstituido, sino que siempre está internamente amenazado por un real que desestabiliza sus categorías. De la misma manera, el poder hegemónico de un grupo nunca llega a ser absolutamente total y fundante, sino que está corroído por una serie de mecanismos internos que irán desplazando de modo constante las relaciones entre los grupos. En el pensamiento social, este es el punto donde renacen la reflexión y la centralidad de lo político.

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Gianni Vattimo1 “Quien habla de descripción objetiva de los hechos es amigo de los capitalistas”2

En lo político, no nos reglamos casi nunca sobre la base de una aceptación conceptual de categorías, sino de una elección de copertenencia, de pertenencia recíproca. En este sentido, como hermenéutico, no estoy haciendo una teoría para describir mejor los hechos, sino que me pregunto qué es lo que puede ayudar políticamente a producir una transformación. Siempre terminamos buscando categorías descriptivas más adecuadas para una realidad que está ahí afuera, pero tengo muy poca confianza en que, encontrando categorías distintas, el pensamiento pueda contribuir a un cambio. Intentaré abordar la diferencia entre óntico y ontológico, esto es, la diferencia entre “lo que es” y “lo que tendría que ser”, o incluso, entre “lo que es” y “lo que pone en crisis lo que es”. En Sein und Zeit, Martin Heidegger escribe: “Sein −nicht Seiendes− ‘gibt es’ nur sofern Wahrheit ist” (es decir, “Ser” y “lo que no es” solo existen en tanto que la verdad sea). El filósofo subraya que, en el juego de la verdad, el Ser −no los seres particulares− se afirma en la medida en que se dejen de lado, o se consuman y desaparezcan progresivamente, los seres. ¿Cuándo se habla de diferencia entre óntico y ontológico? La diferencia es del espacio de lo político. Pero lo político es también lo ético, es decir, lo que no puedo tolerar como ser humano en una situación histórica. El Ser me llama desde alguna otra parte en contra de los seres existentes, el statu quo, el estado de cosas. El problema no reside en conocer mejor “cómo están las cosas”. A veces, el hecho de conocer se sostiene como un valor en sí mismo: “El conocimiento ante todo”. Pero por ejemplo, ¿por qué debería considerarse un valor saber que uno tiene un cáncer? ¿Por qué debería saberlo? ¿El hecho de conocer es un valor que importa por sí mismo? El discurso sobre el antagonismo excluye que distintos problemas puedan resolverse teóricamente. Heidegger me interesa por eso: él no inventó su polémica en contra de la metafísica por razones conceptuales. Sostuvo, entre otras cosas, que la metafísica no funciona (ni tampoco la definición de verdad) como conformidad de la proposición a las cosas, que sería el descriptivismo del primer Wittgenstein, el del Tractatus logicophilosophicus. ¿Por qué no estaba de acuerdo con esto? Porque tenía una definición de 1. Filósofo italiano. 2. Intervención en la mesa “Hermenéutica y metafísica”, del ciclo Debates y Combates, realizada en junio de 2011.

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verdad diferente y más adecuada. Heidegger estaba en contra de este debate porque no quería aceptar que se diera una descripción objetiva de los hechos, ya que quien habla de descripción objetiva de los hechos es amigo de los capitalistas. Tengo amigos con quienes discuto acerca de la verdad. Y les digo que, por favor, cuando hablen de ella, tengan en cuenta que están sirviendo al capital, a la estructura social dada que posee la autoridad para imponerme una verdad objetiva. Desde el punto de vista de la hermenéutica, por ejemplo, el estructuralismo siempre me pareció una manera de proponer una teoría más adecuada, ¿pero a qué? Al objeto. Tengo reservas, incluso, con el psicoanálisis. Me contaban de alguien que decía: “No tengo inconsciente, así que no puedo psicoanalizarme”. Comparto esto que expresa, en tanto el inconsciente fue inventado por Freud, quien, al nombrarlo, lo instituyó. Por ejemplo, Norbert Elias –sociólogo y antropólogo alemán que escribió sobre la construcción del espíritu moderno, también a través de la poesía provenzal– menciona que el hombre medieval aprendió a no hacer justicia por mano propia cuando la autoridad pasó al rey o al emperador. Cuando el caballero medieval quería justicia, no mataba inmediatamente al adversario con su propia espada, sino que presentaba una carta legal al emperador. Incluso, este es el origen del inconsciente moderno (es posible que el hombre primitivo no haya tenido inconsciente porque no tenía superyó, o tenía muy poco). Finalmente, una vez más, todo esto me parece un argumento en contra de la idea de que la teoría puede resolverlo todo con categorías. Las vanguardias artísticas expresionistas, antirrealistas, abstractas, como Vassily Kandinsky o el mismo Ernest Bloch, objetaban la idea de recibir lo visto del exterior y, simplemente, reaccionaban. Cuando hablo de política, pienso que lo político es el espacio del óntico-ontológico: es la manera por la cual el pensamiento rechaza el orden de los seres en vistas de otro orden posible. “La verdad es lo que nos hace libres”, suelo decir citando el Evangelio. Pero no es que la verdad, cuando la conozco, me hace más libre. No es que, al saber que dos más es cuatro, pienso: “¡Me siento más libre!”. No me importa para nada saberlo, salvo que me sirva para contestarle o discutirle al dueño de la fábrica que me paga poco. Puedo utilizar ese conocimiento como instrumento, por supuesto, pero solo tiene valor si es en nombre de una referencia al Ser y no a los seres, que no se reduzca a describir más adecuadamente la situación como es. Al colocarnos en la perspectiva de describir adecuadamente la situación tal como es, entonces ya se es un siervo del capital. La metafísica es la teoría de las clases dominantes, que desde ella dicen: “Mira qué maravilloso orden que tiene el mundo. Es tan maravilloso que yo soy poderoso, y tú, que has nacido pobre, ¿crees que hay un orden racional en el mundo que tienes que conocer?”. ¡No, quiero modificarlo! Lo que me sirva para modificarlo, obviamente, lo acepto, lo aprendo. Parece paradójico que uno, que siempre ha intentado leer a Heidegger –quien parece un pensador muy aurático, que habla de la Floresta Negra–, sostenga este tipo de razonamientos. Hay un libro titulado La izquierda lacaniana. Me reconozco como una izquierda heideggeriana. 57

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Pero no es tan paradójico que Heidegger sea un pensador de izquierda, no obstante su compromiso con el nazismo en cierto punto de su vida, porque incluso ese compromiso era una manera de rechazar una idea contemplativa, descriptiva, objetivante, panorámica de la filosofía, para tomar posición en una situación histórica, cometiendo errores, claro. Pero era la misma época en que Lukács devenía estalinista, y Bloch estaba incluso con el comunismo soviético. Otros filósofos eran neutrales: describían. Retomaré algunos términos: metafísica y dominio. Heidegger está en contra de la metafísica porque esta es la pretensión de establecer objetivamente estructuras de ser, que no pueden cuestionarse. ¿Qué es la violencia? Aristóteles diría que es el hecho de hacer algo en contra de un destino esencial: los ojos son para ver, el sexo es para reproducirse −como en la moral católica−. En ese sentido, la violencia se reduce a la concepción aristotélica de los lugares naturales: el fuego tiende a la altura porque es su lugar natural; la piedra tiende a lo bajo porque es su lugar natural; etcétera. Muchas veces, suele hablarse de violencia en estos términos, pero la violencia es otra cosa: es acallar al otro, no permitirle preguntar. Y la máxima violencia es el encuentro con el fundamento último, justamente, porque es último, y tú no puedes ir más allá porque no está permitido preguntar. En las éticas naturalistas, esencialistas, de las iglesias, de los gobiernos, hay límites naturales que no pueden sobrepasarse. ¿Por qué? “Porque son naturales”. Pero para mí no lo son. “¡Pero lo son, lo que pasa es que tú no sabes!”. Por ejemplo, en Italia, un “gran” recuperador de drogadictos encerró a uno en una pequeña habitación −un chiquero, un lugar para cerdos−. Murió allí. “Era por su bien, porque había que evitar que volviera a caer en eso que hacía contra su naturaleza”, explicó el encargado de la terapia. El problema es quién decidirá lo que es o no es esencial para mí. Entonces, una primera cuestión es cómo, en esta relación entre metafísica y dominio, se juega una violencia en la que se silencia al otro. Volvamos al Ser y los seres, diferencia ontológica que remite a este espacio donde se anuncia el Ser como la voz del silencio. Heidegger se extiende en la idea de que se trata de escuchar el silencio. ¿Se trata de un misticismo aurático? Pienso que no. Escuchar el silencio significa hacer hablar a todos los que han sido silenciados en la historia, los perdedores de Walter Benjamin. Los vencedores son los que han tenido la voz en la historia, y el silencio del Ser del cual habla Heidegger es el de los silenciados por razones de dominación. Pero entonces, para escuchar a los silenciados, ¿se necesita una metafísica nueva?, ¿nuevas categorías? Pienso que no. Se necesita la fuerza de la Verwindung, de la distorsión: no se puede pensar en sobrepasar el viejo mundo creando uno nuevo, porque eso devendrá, seguramente, en cambiar un principio de violencia por otro. Por ejemplo, ¿qué hace un estalinista? Dice: “Hemos hecho la revolución, ya tenemos los soviets”. ¿Y qué pasa si viene alguien que desea hacer otra revolución? Contestará: “No, 58

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por favor, la revolución ya se ha hecho, no es natural hacer otra”. Seas un agente de la CIA o un loco, no está permitido cuestionar eso que se impone como natural. La idea es que un proyecto no sea tan positivo como para devenir en una nueva metafísica. Es una idea “debilista”: no quiero proponer una metafísica alternativa más adecuada, sino que, sobre todo, deseo rememorar los dolores de las generaciones de los vencidos. Y sobre la base de esto, con una suerte de espíritu de venganza –que Nietzsche acordaría, pero no sé hasta qué punto, y que Benjamin recomienda–, haré una transformación política que, al comienzo, básicamente, es negativa: distorsionaré este orden que no puede sustituirse por completo sin caer en el mismo autoritarismo metafísico. La historia de las revoluciones, incluso la comunista en la Unión Soviética, transcurre de esa manera. No es necesario imaginar que se trata de sustituir una cosa por otra, sino actuar con los medios de borde para reducir la violencia del autoritarismo metafísico. El pensamiento débil es la idea de que, si hay una forma de emancipación humana que la filosofía puede fomentar, se trata de la reducción de los absolutos, la reducción de la violencia. Se trata de lo que también podemos llamar nihilismo, que, según Nietzsche, significa el hecho de que, en la civilización humana, la filosofía occidental procede de un comienzo muy absolutista –Platón, las ideas, la metafísica–, hasta llegar a un positivismo que es la manipulación experimental de las entidades, pero que no es objetivamente sagrado. En este sentido, la verdad se reduce a la caridad, porque no hay un objeto en nombre del cual pueda decirse “Amicus Plato sed magis amica veritas”, una frase atribuida a Aristóteles (que, en realidad, nunca pronunció), con la que le hacían decir: “Soy amigo de Platón, pero más todavía de la verdad. De modo que si Platón no dice la verdad, hay que intentar aislarlo y, al final, hasta matarlo porque, por el bien de la humanidad, no puedo dejar que difunda errores”. Cuando ya no exista un fundamento que nos autorice a matar al prójimo en nombre de la verdad, entonces, finalmente, seremos libres de ejercitar la caridad frente al prójimo. También podemos vivir en un mundo de “Bellum omnium contra omnes”, de guerra de todos contra todos, pero no es tan interesante. Cuando alguien te sonríe en la calle, bastante mejor es responder con una sonrisa. Es más cómodo y, pragmáticamente, más aceptable. Por eso es que, políticamente, hablo del comunismo como espectro, como fantasma. Tomo esta idea del título del libro de Jacques Derrida El espectro de Marx, y la transformo en algo diferente de lo que pensaba decir ese filósofo. El comunismo es exactamente como sugerían Marx y Engels al comienzo del Manifiesto: un espectro, un fantasma que recorre Europa. El hecho de ser un fantasma, para el comunismo, es bastante positivo ahora porque, por ejemplo, yo devengo comunista cuando termina el comunismo real. Nunca hubiera podido ser comunista porque estaba Stalin, quien mataba. Pero ¿cómo Stalin pudo construir una Unión Soviética poderosa que, en los años 50, treinta y cinco años después de la revolución, competía con los Estados Unidos en la carrera espacial? ¿Cómo pudo lograr una industrialización salvaje que salvó a Europa del nazismo, porque Hitler no habría sido abatido sin la resistencia rusa en Stalingrado? Los americanos siempre dicen que nos han liberado del nazismo… Llegaron hasta cierto punto, nos han aportado 59

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caramelos, chicles, muchas cosas, pero quienes resistieron a los nazis fueron los rusos, los estalinistas, afortunada o desafortunadamente para nosotros. Entonces, decía que he devenido comunista cuando el comunismo se volvió un fantasma, cuando dejó de ser tan poderoso como para convertirse en un rival igual de violento que el capitalismo. ¿Por qué deseo hablar del fantasma del comunismo? Porque me interesa la posibilidad de una acción política que no recaiga solo en el esfuerzo de tomar el poder con las elecciones convencionales. En la historia de la izquierda democrática italiana, el Partido Comunista se transformó en su nombre y, en un cierto punto, se llamó “Partido Democrático de Izquierda”. Hoy, simplemente, se llama “Partido Democrático”, un nombre que no dice casi nada. El riesgo del Partido Democrático es que ha tomado demasiado en serio la tarea de devenir una fuerza de gobierno en el occidente actual, en la Europa ocupada por bases americanas. En Vicenza, Italia, tenemos una base grande que, hoy en día, se está duplicando: se multiplican los militares, los aviones, las bombas atómicas que están allí porque el enemigo que viene es el Oriente medio, por supuesto. Incluso la Unión Europea funciona como una agencia que, en apariencias, sostiene una autonomía frente a los Estados Unidos, pero se trata de un agente de la disciplina internacional de la competencia capitalista. La paradoja es que, en Italia, si los trabajadores de Fiat no aceptan un contrato en el que se reducen los salarios y privilegios, les dicen: “Entonces nos mudamos a China, porque los obreros trabajan por menos. Ustedes deberían ser como ellos”. Pero ¿qué hace la industria italiana o europea cuando se traslada a China? Impone al gobierno que no reconozca derechos sindicales porque si no, se van a otro lado. Es un juego: nos dicen que debemos tomar el ejemplo de esos trabajadores, más oprimidos que nosotros, y aceptar como natural lo que nos imponen. Entonces, en estas condiciones del “occidente democrático”, como suele llamárselo, ¿qué podemos hacer sino intentar construir luchas fantasmáticas, periféricas, pequeñas iniciativas anárquicas para oponernos a la lógica de la explotación, de la destrucción de los recursos naturales, etcétera? América Latina es otra cosa. En Ecuador, dicté una ponencia titulada “Latinoamérica como futuro de Europa”. Pero ¿cómo es posible? Porque lo que ocurrió en América Latina durante las décadas recientes es la única novedad política del último siglo. La revolución soviética se terminó; el nazismo, también. El único acontecimiento esperanzador de la política mundial de los últimos años son los gobiernos progresistas de la región, empezando por Fidel Castro, quien, con su firmeza, ha sido un punto hegemónico de resistencia alrededor del cual se han reunido muchos, que no son tan homogéneos. Sé que hay diferencias entre Néstor Kirchner y Fidel Castro, o entre Hugo Chávez y Rafael Correa, pero, en todos los casos, se trata de maneras de lucha fantasmática. No quiero ni pienso que Latinoamérica pueda hacer una guerra en contra de los Estados Unidos, pero puede trabajar para reducir su influencia en las Naciones Unidas, resistiendo de muchas maneras, por ejemplo, con las visitas de Lula a Irán.

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Se llame como se llame, la izquierda debe resistir la tentación de devenir una fuerza poderosa que se comprometa con los poderes máximos del mundo, que son las fuerzas capitalistas norteamericanas, no tanto el gobierno de los Estados Unidos, sino el dinero, los capitales, los bancos. Entonces, es necesaria una cierta aceptación del carácter fantasmático del comunismo, es decir, del progreso, del socialismo, de la transformación social. ¿Por qué hablaba de caridad? Porque cuando no existe un valor supremo que todo lo decide, lo único que puede esperarse es la caridad. Los analíticos norteamericanos –en cierto punto, Davidson y Quine– introdujeron el principio de la caridad, que descubrieron cuando discutían el problema de la imposibilidad de una traducción radical. Leyendo los libros de los analíticos, aprendí un famoso ejemplo. Un antropólogo viaja a las islas de la Polinesia y observa un conejo que corre. Entonces, al informador local, le dice “gavagai”. El problema es qué significa “gavagai”: ¿el conejo?, ¿el correr del conejo?, ¿el conejo que corre? No se sabe. Hay un límite en la traducibilidad que, finalmente, nos lleva a las filosofías que no se imaginan llegar al fundamento último. Cuando no todo puede traducirse, cuando no existe un principio primero con el cual juzgamos todo, entonces, lo único que puede ejercerse es la caridad: una relación con otro que asume, básicamente, que este es un ser razonable, que no es un loco, de modo que cuando no podemos acordar sobre un punto objetivo, lo hacemos negociando. Si queremos construir una sociedad en la cual la solidaridad cuente más que la objetividad, la negociación es fundamental. “Solidaridad u objetividad”, el título del ensayo escrito por Richard Rorty, un amigo norteamericano que murió hace unos años, puede resumir lo que quiero transmitirles con esta exposición.

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Debates y Combates II Jorge Alemán Horacio González Ernesto Laclau Cristina López Giacomo Marramao Toni Negri Gloria Perelló Judith Revel Eduardo Rojas Federico Schuster Jelica Šumi Davide Tarizzo

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Judith Revel1, comentada por Cristina López2 “Hoy vemos una mutualización global de las experiencias políticas de emancipación”3

Este encuentro es una forma de continuar un debate que muchos de nosotros mantenemos respecto de ciertas realidades políticas e intelectuales en América Latina. Recién recordaba que los universitarios, o los intelectuales, o los políticos de Europa no siempre ven lo que ocurre fuera de su continente. Pero también están aquellos que piensan que algunos lugares del mundo, en particular, América Latina y la Argentina, son laboratorios políticos y de pensamiento importantes. Entonces, estar hoy aquí es aprender en este laboratorio. Quisiera tratar de mostrar de qué modo se ha deslazado el vínculo entre la crítica social, la crítica política y las formas de la emancipación; cómo este vínculo se ha desplazado y, tal vez, se ha articulado de una forma nueva con respecto a lo que tradicionalmente nos habían enseñado a pensar. Así, comienzo con una referencia que está siendo redescubierta en esta Europa en crisis que todos conocemos. Es la referencia a un pensador y militante que estaba en el eje de los procesos de emancipación y de los discursos de la crítica hace ya más de cincuenta años. Es Frantz Fanon, quien, hablando de las luchas en las que participaba y de la necesidad de pensarlas, sostenía que el concepto, la reflexión teórica, debía hacerse mundo; debía transformarse en algo concreto, práctico. Pienso que, aunque esta apelación de Fanon es esencial y debe ser recordada, hoy tenemos que exigir que el mundo se haga concepto, que las experiencias produzcan reflexiones teóricas. Porque una experiencia puede ser militante, puede ser política, puede ser gubernamental, como en la Argentina, pero también puede ser singular, una experiencia de lucha individual o compartida. Estas experiencias, entonces, requieren ser pensadas. Y el pensamiento siempre es una construcción histórica. Los instrumentos, la grilla conceptual, la gramática analítica que utilizamos para reflexionar sobre lo que sucede en el mundo siempre son producciones históricas. Entonces, ocurre –es lo que está pasando hoy o, en realidad, desde hace ya unos treinta años– que estos instrumentos, estos conceptos, esta grilla histórica que utilizamos para pensar las experiencias políticas que nos ofrece el mundo funcionan peor que en el pasado. Esto no significa que no hayan funcionado jamás, sino que han funcionado, pero el mundo cambia y debemos rearticularlos, reajustarlos. Y este reajuste implica discontinuidades. Quisiera partir de esta necesidad de reajuste o rearticulación de la caja de la Plaza Tahir de Egipto, la revolución tunecina, los levantamientos en los países del Magreb y del Máshreq, herramientas teórica que tenemos para pensar el mundo.

1. Filósofa y pensadora francesa. 2. Doctora en Filosofía y docente argentina. 3. Intervención en la segunda edición del ciclo Debates y Combates, “Hacia una teoría de la emancipación para el siglo xxi”, realizada en noviembre de 2011.

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Me propongo ahora armar una nómina de realidades, que no es exhaustiva ni total, a la que agregaré una cita breve pero sorprendente. La lista: la Plaza Tahir de Egipto, la revolución tunecina, los levantamientos en los países del Magreb y del Máshreq, las manifestaciones repetidas en Grecia (no solo ahora, sino desde hace meses y años), los disturbios en Londres de este verano, los estudiantes de Chile, el reinicio de movimientos aun en esos países donde la forma gubernamental fue una victoria enorme (pienso en Bolivia), y un largo etcétera, porque esta no es una nómina cerrada. Podría agregar ocupaciones en Wall Street, un millón de personas en las calles de Tel Aviv, movimientos regulares en Francia y más. Entonces, esta serie es difícil de ser pensada como un conjunto, porque cada situación, cada contexto tiene una especificidad evidente. El Papandreu en Grecia no es Ben Ali. Pero, a la vez, también está claro que la continuidad o la puesta en serie de estos eventos es políticamente interesante. Estos acontecimientos no ocurren por azar; la referencia circula: por ejemplo, el tema de la “indignación”, que se traslada de España a Israel, o de Israel a Chile, o de Chile a Wall Street. Ahora, la cita anunciada: “Diré lo siguiente, desde hace diez o quince años, la inmensa y proliferante criticabilidad de las cosas, de las instituciones, de las prácticas, de los discursos, esta especie de fragilidad general de los suelos, de los fundamentos e incluso y, tal vez, sobre todo, lo más familiar de este suelo de nuestro cuerpo, de nuestros gestos cotidianos, eso es lo que aparece. Y, a la vez, se descubre algo que no se había previsto inicialmente, lo que podríamos llamar el ‘efecto inhibidor’ de las teorías totales, de las teorías globales y envolventes. No es que esas teorías envolventes y globales no se den en un espacio determinado, que no brinden una ayuda preciosa. Hubo el marxismo, hubo el psicoanálisis, pero estas teorías hoy deben necesariamente ser locales”. Son palabras de Michel Foucault, de un curso dictado en 1976. Cuando Foucault dice “desde hace diez o quince años”, designa el período que, en general, va desde comienzos de los años 60 hasta el momento en que está Plaza Tahir de Egipto, la revolución tunecina, los levantamientos en los países del Magreb y del Máshreq. Hoy podemos retomar esta cita para aplicarla a los últimos diez o quince años diciendo que lo que ahora emerge es una criticabilidad general, dando a la palabra “crítica” el sentido positivo y político que merece. Pero también es interesante la idea de que, en la actualidad, no puede haber crítica social y política en nombre de un sistema total. Los sistemas de pensamiento que cita Foucault (habla del marxismo, del psicoanálisis) son eficaces solo cuando están localizados. La primera característica de la crítica social es –y también de las formas de emancipación que nacen de la crítica social– su carácter situado. Y digo “situado” porque es una palabra que está circulando en los análisis del feminismo y del posfeminismo actualmente. Es una palabra fundamental para los estudios poscoloniales; la crítica hoy se localiza en un espacio preciso, y esta localización se complementa con la localización de la historia. Hablamos de un momento dado: hablar en 2011 no es hablar en 1995 ni en 1968. En el cruce de esta localización en el espacio, en la historia; en el cruce de esta cartografía en el espacio y de esta genealogía en la historia, está la idea, a la vez trivial y difícil de construir políticamente, de que la crítica debe tomar la forma de un diagnóstico. No hay crítica política sin diagnóstico del espacio y del tiempo al que se pertenece. Probablemente, esta sea la primera crítica de esos grandes edificios del pensamiento total. Pero si tomamos literalmente esta dimensión local, histórica y espacializada de la crítica, tenemos nuevos problemas. El primero de ellos es la segmentación o la fragmentación de las luchas y de las realidades de 65

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antagonismo o de voluntad de emancipación que se dan en el mundo. Porque Túnez no es Egipto, Egipto no es los Estados Unidos, los Estados Unidos no son Chile, Chile no es el Reino Unido. No hay un discurso total, entonces, el primer riesgo es que esta segmentación de las luchas implica, a menudo, un repliegue sobre uno mismo que toma la forma de un discurso que, con frecuencia, está construido por los mismos actores de estas luchas; es un discurso de naturaleza identitaria, autorreferencial, que no logra ver nada más que su propio espacio. Muy claramente, hoy, en la Europa en crisis, la autorreferencialidad del discurso crítico europeo también es un enceguecimiento de Europa sobre sí misma. La imposibilidad que hoy tiene Europa para ver fuera de ella también es una forma paradójica de acentuar los efectos de la crisis en Europa. No tenemos soluciones que no sean las de nuestro propio espacio y no miramos lo que ocurre en los laboratorios del resto del mundo. Esta autorreferencialidad se construye sobre dos modelos: uno es el de la identidad naturalizada o esencializada, sobre el modelo de “nosotros, por naturaleza, no somos como los demás”. Esto es lo que dio origen a gran parte de las luchas por la independencia en el Magreb en el momento de la descolonización durante los años 60 en Europa –pensemos en Túnez, en Argelia–; pero también originó una cierta cantidad de luchas o reivindicaciones importantes –y pienso en los Estados Unidos y los civil rights de los black american people, y también en las tensiones actuales en Bolivia, donde la dificultad es mantener la referencia abierta a los antagonismos y a la construcción política, y no cerrarlos a una identidad que podríamos naturalizar–. La segunda forma de construir el cierre de la identidad es edificar un horizonte de reivindicaciones de derechos, absolutamente necesarias, pero cuya construcción es la reivindicación del interés corporativo, que, a menudo, toma la forma de intereses de clase, portadores de los derechos de algunos, pero no de los otros. La segunda consecuencia de esta segmentación, ahora que abandonamos los grandes sistemas, es la jerarquización de las luchas. No leer las luchas en su serie, abandonar de modo justificado, legítimo y necesario el horizonte global de las luchas también es, lamentablemente, y a pesar de todo, jerarquizar los movimientos de emancipación. Esto es lo que hemos visto con claridad en Europa. Los tunecinos fueron aplaudidos por las democracias europeas durante el levantamiento de la primavera de los pueblos; lo son mucho menos hoy, cuando hay elecciones democráticas en Túnez, con resultados que no corresponden con lo que convendría a las democracias socialdemócratas europeas, por ejemplo. Uno puede estar o no de acuerdo con el resultado de las elecciones tunecinas, pero son elecciones democráticas. Entonces, se declara que Túnez estaba bien hace tres meses, pero no tan bien hoy. Estos fenómenos de jerarquización de la emancipación son extremadamente fuertes en el análisis político, pero también en el análisis filosófico o sociológico de lo que ocurre hoy en Europa. ¿Y qué hacer, entonces, ante este riesgo de segmentación, frente al peligro inducido de jerarquización y, finalmente, ante este riesgo de juicio moral que se produce sobre las luchas tal como se dan? Probablemente, se deba hacer jugar en el diagnóstico la descripción, el análisis más fino, más ajustado de la subjetividad política que se expresa en las luchas. Este análisis de las subjetividades es un análisis de los sujetos colectivos que se expresan y que animan estas luchas, y, a la vez, en parte, todavía está ligado a las grandes categorías a través de las cuales se piensan las subjetividades políticas. Queda claro que el concepto de clase aún hoy tiene una centralidad fundamental y, al mismo tiempo, este sujeto político –tal 66

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como nos lo enseñó a pensar la gramática histórica– está en parte desfasado. En Túnez, el simple análisis en términos de clase no permite entender esa “primavera tunecina”, pero, en realidad, si se observa el ejemplo de Bolivia –para mencionar un caso extraeuropeo–, ¿qué tipo de categorización debemos utilizar para dar cuenta de la revolución boliviana y de su tipo de experimentación política, incluso ante las grandes dificultades que se presentan hoy? Entonces, esto no se vincula con el análisis del gobierno de Evo Morales; es, simplemente, un análisis en términos de clase o en función de la dicotomía población urbana-población agrícola. ¿O indígenas contra blancos? ¿O, más bien, es una superposición y una articulación de estas construcciones dicotómicas? Un punto común que pueden tener todas las luchas que mencioné al iniciar esta charla es la desmultiplicación y la rearticulación de las identidades de lucha o de las contradicciones de lucha. Y que el problema del gobierno hoysobre todo, en el caso de gobiernos como el de Bolivia, o como el de Lula Da Silva y de Dilma Rousseff en el Brasil, o como el de la Argentina en la actualidad, es justamente la rerrearticulación a partir de la multiplicación de las identidades de lucha y de producción política. Esto plantea un problema evidente, porque supone un desfasaje con respecto a la manera en que habíamos pensado las subjetividades políticas. ¿Qué decir de esas subjetividades? En primer lugar, estas subjetividades no son colectivamente homogéneas, porque su eventual unidad jamás excede el fruto o el producto de una construcción que es política. En un contexto político dado, el juego de las alianzas, el juego de las similitudes, el juego de los diálogos, el juego de la cohesión son construcciones políticas y no elementos naturales. Si aceptamos abandonar el parecido como garantía de la proximidad política (yo me parezco a vos, y, entonces, estamos de acuerdo), y, al contrario, afirmamos el juego de la estrategia política, de la construcción política como cemento, como adherente de la subjetividad política, entonces, tal vez, hayamos dado un paso. Debemos pensar lo que podríamos llamar una composición de clase; no abandonar el concepto de clase, sino decir que la clase hoy es voluntariamente, políticamente, fruto de una construcción que se decide de forma estratégica según una relación de fuerzas que hay que analizar. Por otro lado, estas subjetividades no son colectivamente homogéneas, pero son singularmente múltiples, abundantes, pululantes, producen nuevas realidades, nuevos rostros, porque cada situación de emancipación renueva en la experiencia que tienen los sujetos de ella, renueva lo que estos sujetos dicen, piensan y presentan de sí mismos. Porque estos sujetos se van descubriendo como tales a medida que actúan políticamente. Conozco mujeres indígenas de Bolivia que formaron parte del proceso constituyente del país hace algunos años y que se descubrieron como mujeres, y no solamente como indígenas, en esas prácticas de debate. Y, a la inversa, conozco sindicalistas bolivianos, hombres y mujeres que trabajaron en las minas, y colegas de Evo que se descubrieron indígenas y no solo sindicalistas en esta experiencia de lucha. No se trata de elegir lo que uno es, se trata de desmultiplicar lo que se es. Y si piensan esto, cada uno de nosotros es esta desmultiplicación de predicados. Nosotros somos universitarios, blancos, europeos o extraeuropeos, mujeres, hombres, o no universitarios, o militantes, o todo eso al mismo tiempo; y cada vez, esa desmultiplicación también desmultiplica la posibilidad de articulación con las otras subjetividades. Cuanto más hagamos abundar, pulular estas diferencias en plural, paradójicamente, más fácil será construir estas diferencias juntos. Cuanto más diferencias en plural haya, más cohesión estratégica y política habrá. Pienso que esto es, a la vez, una evidencia práctica y también una contraevidencia respecto de todo lo que nos ha enseñado a pensar la Modernidad: en ella, únicamente, la 67

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unidad de los sujetos era garante del funcionamiento político. Hoy se trata de hacer explotar esta unidad para reexplotar la cohesión, la práctica de gobierno y la democracia radical. Por último, si armamos en forma conjunta la no homogeneidad de las formas de emancipación y los efectos de rearticulación que dentro de cada una de estas situaciones existe, y que de entre estas situaciones podemos construir, será interesante comprender cómo estas rearticulaciones son posibles. Esta transversalidad, esta rearticulación posible se hace, en particular, con categorías que los especialistas en ciencias políticas, o quienes estudian filosofía política, o, más simplemente, los militantes políticos tienen poca costumbre de utilizar. En los últimos años, estas categorías fueron precisadas y analizadas de forma eficaz por los estudios poscoloniales; por ejemplo, las categorías de traducción, la de transferencia, la de huella, conceptos que, a menudo, son lingüísticos, pero que dicen a su manera que cada una de las situaciones de emancipación puede dar a las demás herramientas, referencias, una acumulación de experiencias y de saberes, hipótesis, incluso problemas sin solución. Lo que hoy vemos, entonces, es esta circulación o mutualización global de las experiencias o de las experimentaciones políticas de emancipación; es lo que verificamos cuando abrimos el diario. Hoy, la referencia evidente, de los “indignados” de Wall Street a la Plaza Tahir, en El Cairo, no significa que Nueva York sea Egipto, no implica que se luche por lo mismo o contra lo mismo. No hay una neutralización de las singularidades, sino que se hacen circular instrumentos, técnicas, estrategias, órdenes que se construyeron como comunes. Esto quiere decir que lo común de la emancipación no es la naturaleza humana, no es una libertad que inicialmente tendríamos, no es la universalidad de los derechos adquiridos, sino que es más que eso, y esto es lo nuevo. Es este común que descubrimos y construimos en la experimentación política. No es un fundamento, sino el resultado de un gesto que puede ser local, pero que también es susceptible de esta transversalidad, de esta traducción y de esta circulación de la que estoy hablando. Uno de los horizontes políticos más ricos y difíciles de pensar es el de la construcción de este común que hay en las luchas y en las emancipaciones. Es la construcción de este punto común en las subjetividades políticas, que no debe renunciar a las diferencias locales y que, incluso dentro de cada horizonte local, debe desmultiplicarlas. Lo común es la cantidad de diferencias una vez que se han consolidado y construido como instrumentos políticos. Lo común es el nombre de una política de las diferencias que no teme este renunciamiento a la unidad, a la cohesión sobre la que el espacio político de la Modernidad se ha construido. Y lo común es lo que hoy tenemos que aprender desde un laboratorio como este de la Argentina. Comentario de Cristina López Escuchando a Revel, a quien admiro, pensaba que, al haber trabajado cada una las ideas que iba a exponer, ya habíamos entrado en diálogo. De manera muy curiosa, la cita que refirió de Foucault, que el filósofo pronunció en el curso “Hay que defender la sociedad”, está enlazada con lo que diré para poner en perspectiva la exposición de Revel. Cuando pensaba en este encuentro, me surgía una pregunta que viene atravesándome el último tiempo: ¿cuál es el rol de los intelectuales? Me gusta presentarme como profesora de Filosofía porque, justamente, eso es lo que me define en parte y porque es una manera de recordarme a mí misma que mis principales interlocutores, aquellos con los que quiero 68

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intercambiar ideas, son esos estudiantes a los que tenemos que preparar y transferirles nuestras experiencias. ¿Cuál es el lugar de los que nos decimos “intelectuales” en la Argentina de hoy? ¿Es, simplemente, el lugar de la cátedra, donde podemos aferrarnos al conocimiento de los autores, y repetirlos con mayor o menor fluidez? ¿O estamos instados a hacer otra cosa? Siguiendo la exposición de Revel, el interrogante sería: ¿qué nos cabe hacer? De forma evidente, su exposición plantea la necesidad de un intelectual que salga a la polis, que piense las experiencias, que busque categorías para reflexionar sobre esas experiencias; un intelectual que se ponga en juego. Ahora, puesto en juego, aparece una nueva tensión, a la cual refieren muchas de las preguntas que enumeraré. En realidad, más que exposiciones afirmativas, quiero plantear interrogantes que tomen en cuenta la tensión entre la crítica y lo propositivo. En nuestra tradición, los intelectuales nos hemos acostumbrado a practicar con mucha vehemencia la crítica, pero hemos descuidado la posibilidad de tener una palabra propositiva, de tener ideas. Entonces, les transmito estas preguntas. La primera: ¿cuál es el rol que nos cabe por fuera de la academia, en la cual nos aferramos a nuestros saberes para comentar y explicar lo que otros pensaron en contextos culturales e históricos diferentes? Es decir, ¿cuál es nuestra función en la polis? ¿Basta solo con el ejercicio crítico del pensamiento en los años pasados, cuando era necesario romper con esa estrategia naturalizadora, neutralizadora del neoliberalismo, cuando se nos convencía de que era de sentido común e indiscutible lo que, en realidad, eran opciones y prácticas políticas de consecuencias nefastas? La crítica es un ejercicio indispensable incluso en nuestros días, cuando es menester desenmascarar cotidianamente las operaciones discursivas de los grandes medios. También es ineludible para el proyecto que nos convoca, al que, aun siendo partícipes, o justamente por serlo, estamos llamados a contribuir. Pero ¿alcanza con el ejercicio crítico del pensamiento en instancias tan inaugurales de experiencias que tienen una tradición, pero que convocan a un desafío? ¿No sería, al mismo tiempo, necesario considerar los límites de la crítica practicada como vector exclusivo y excluyente del pensamiento? ¿No habría, en la crítica así practicada, una tendencia parasitaria a alimentarse siempre de lo que los otros hacen y piensan? ¿No fomenta esta forma del ejercicio crítico una postura totalmente desvinculada, ajena y exterior a los acontecimientos? ¿No es una manera de ponernos por afuera de nuestro presente, abominando aquello que otros crean? ¿No es una excusa para mantenernos al margen de toda gesta colectiva y al acecho, esperando, casi anhelando que aparezcan sus déficits para adueñarnos nuevamente de la palabra y de la escena? ¿Cuál es la osadía de ejercer la crítica solo en tiempos de construcción colectiva y popular de un proyecto? ¿Basta, únicamente, con el debate, o hay que arriesgar un combate todavía más exigido, que consista, en primer lugar, en pugnar contra uno mismo, contra esa propensión del intelectual a sustraerse a la participación, so pretexto de que su trabajo se realiza en soledad y mirando de costado? Claro que animarse a pronunciar una palabra propositiva, además de crítica, comporta riesgos, esencialmente, el de asumir un compromiso, participar, arriesgar, formar parte sin garantía del resultado. Pero, más importante aún, animarse a tomar la palabra no solo para ejercer la crítica, sino también para proponer algo supone verificar si tenemos ideas que aportar. Importa el esfuerzo de verificar si, efectivamente, decía Judith, todas las enseñanzas acumuladas sirven. ¿Podemos, sin más, ponerlas en juego o tenemos que servirnos de ellas como base 69

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para elaborar categorías propias, nuevas? Implica también el esfuerzo de encontrar el tono, el estilo, la gramática, la sintaxis del discurso. Este no es un escenario habitual para mí. Mi escenario es el de la clase, el del intercambio, tal vez, con mayores exigencias en cuanto a la responsabilidad que uno tiene respecto de sus estudiantes, pero menos demandante en cuanto a aparición pública. Así, hay que encontrar el tono, el estilo, las palabras. Hay que darse una metodología de trabajo, y entonces es cuando desembocaba en el curso de Foucault. En la década de 1970, Foucault pronunció una serie de cursos, que se han vuelto muy célebres, en el Colegio de Francia, en los que esgrimía una perspectiva crítica. En particular, uno de ellos, el que se dictó en 1976, titulado “Hay que defender la sociedad”, presenta elementos interesantes para considerar hoy. Foucault dedicaba las primeras clases de sus cursos a establecer la perspectiva de abordaje, la metodología, a evaluar sus herramientas conceptuales; y en este curso en particular, empezó por hacer un balance de su trabajo de investigación de los últimos años. En lo que parecía una autocrítica feroz, un balance con saldo negativo, Foucault terminó reconociendo la eficacia de las investigaciones hechas no solo críticamente, sino con perspectiva local. Aparece aquí otra de las tensiones que estuvieron en juego en la exposición de Revel: la tensión entre lo local y lo universal, que atraviesa la filosofía de lado a lado, porque esta disciplina siempre ha pretendido la universalidad, ha sido manifiestamente un discurso englobante, siempre le han parecido –digámoslo– ridículas las experiencias particularistas. ¿Qué es eso de una “filosofía latinoamericana” o una “filosofía argentina”? La filosofía siempre ha tenido dificultades con lo local. En el referido seminario, entonces, Foucault valoraba como elemento positivo de su trabajo por esos años en el Colegio de Francia haber subordinado esa ambición universal a una perspectiva local. Y comenzaba a preguntarse no solo por los efectos de poder que producen los saberes o por los efectos de la verdad que produce el poder, sino que empezaba a pensar los efectos de su propia discursividad. Y la pregunta tenía que ver con la posibilidad de que los saberes, en lugar de sujeción, produjeran desujeción, condujeran a la emancipación. ¿Cómo formular teorías emancipatorias en el siglo xxi? ¿Y cómo lograr que estas teorías emancipatorias no se vuelvan herramientas de sujeción y sigan siendo, en cambio, herramientas de desujeción? Lo interesante de estas primeras clases del curso es que Foucault advertía la posibilidad de construir un saber que, en lugar de tender a generar efectos de sujeción, tendiera a la desujeción. La clave que da en esos textos tiene que ver, primero, con resistir la tendencia a la sistematización, a dejarse sistematizar por las grandes construcciones teóricas. Esa reticencia a subordinarse al gran relato, aun al costo de ser visto como un conocimiento menor, un saber relegado. De hecho, en ese texto, Foucault habla de una conjunción que, a primera vista, parece casi inabordable: la conjunción entre un saber histórico erudito y un saber de gentes, que también podríamos llamar un saber popular. Él se refiere a esos saberes históricos que han quedado acallados en medio de la sistematización del gran saber oficial: pienso en los grandes esfuerzos que hacen algunos de nuestros historiadores por recrear, por fuera de la historia oficial, las grandes gestas populares. Pienso en Norberto Galasso, que ha tratado siempre de intermediar ese discurso que opaca esas gestas populares a favor de una explicación sistematizadora, totalizadora, apaciguadora de nuestra historia. Ese discurso histórico, erudito, puede jugar un papel político desujetando estos otros saberes que, por ser populares, por no haber sido construidos metodológicamente, por no haber

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sido aquilatados, conservados, sino que circulan en la memoria de las gentes, han quedado acallados, desconocidos, soterrados. La propuesta de Foucault en esa primera clase, saliendo ya del ejercicio de la crítica por la crítica misma, y yendo al aspecto propositivo, toma en cuenta esta conjunción: construir, a partir de esta erudición en la que hemos sido formados, un saber popular. Es decir, ponerle, darle relevancia de saber a esas gestas populares; abrevar desde allí, poder reivindicar esas categorías que, como bien decía Revel, nos colocarán frente a una nueva tensión, la de los particularismos. Pero en la medida en que sean eficaces para dar cuenta de nuestra peculiaridad, seguramente, no se constituirán en lo común. Esto es: solo partiendo de este ceder la palabra, rompiendo esa tendencia que tenemos desde el lugar de la intelectualidad a tomar la palabra y decir qué, cómo, de qué manera, por qué vías; y también haciendo lugar a la escucha, a estar atentos a la palabra del otro, quizá podamos conjugar un saber que tienda a la desujeción en vez de a la sujeción, sobre todo, según categorías que ya no dicen la experiencia que estamos viviendo.

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Davide Tarizzo1, comentado por Horacio González2 “Las gramáticas políticas representan las posiciones políticas de los sujetos colectivos en la subjetividad moderna”3

A lo largo del último siglo, tanto la homogeneidad como la heterogeneidad social han sido referenciadas como requisitos necesarios de cualquier política democrática. Yendo hasta fines de la década de 1920, el teórico del derecho alemán Hermann Heller declaró que no habría posibilidad de democracia política sin una homogeneidad preexistente en el campo social. Mucho más recientemente, Ernesto Laclau ha postulado lo opuesto al discutir su teoría sobre el populismo: la heterogeneidad social de las demandas democráticas podría ser la condición misma de cualquier política democrática. Como explicaré de forma breve, al comparar ambas aproximaciones, se podría concluir que una tercera es requerida para mejorar aún más nuestra comprensión de la vida democrática. Esta tercera aproximación está fuertemente influenciada por las enseñanzas lacanianas sobre la estructura clínica de la subjetividad individual, no ya enfocando el nivel del discurso político, como en la teoría de Laclau, sino el nivel de lo que denomino “la gramática política de la subjetividad colectiva moderna”. Para empezar, consideremos la noción de heterogeneidad para Laclau. Según él, la heterogeneidad es una condición sine qua non de cualquier discurso político, a saber, de cualquier articulación política del campo social. Si la sociedad como un todo no existe por sí misma, sino que es el emergente simbólico de fluctuantes representaciones políticas, entonces, la sociedad como tal, la sociedad antes que la política, no tiene consistencia ni es una realidad homogénea per se. Lo que sí precede la representación política no es más que un campo social fragmentado, cuya totalidad debe ser reconstruida y rearticulada en cada momento histórico-político. Desde este punto de vista, la actividad política consiste en juntar un número de demandas sociales en una misma cadena equivalencial y unirlas con un solo significante hegemónico, el llamado “significante vacío”. De acuerdo con esto, la actividad política es completamente contingente y artificial. Nadie puede prever su lógica a priori. Su meta es reorganizar la totalidad de la sociedad, que es, en esencia, inalcanzable y ontológicamente descartada. Por esta razón, la política siempre conlleva un poco de rêverie. Dice Laclau en La razón populista: La política es, en algún sentido, la anatomía del mundo social, porque es el momento de institución de lo social. No todo es político en la sociedad, porque tenemos muchas formas sociales sedimentadas que han desdibujado los trazos de su institución política originaria; pero si la heterogeneidad es constitutiva del lazo social, siempre vamos a 1. Filósofo italiano. 2. Sociólogo argentino. Director de la Biblioteca Nacional. 3. Intervención en la segunda edición del ciclo Debates y Combates, “Hacia una teoría de la emancipación para el siglo xxi”, realizada en noviembre de 2011. Texto traducido al español por Matías José Larsen.

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tener una dimensión política por la cual la sociedad –y el “pueblo”– son constantemente reinventados. Sin la intención de realizar un análisis completo de esta cita ni de la teoría de Laclau, preferiría insistir en tres aspectos de su noción de heterogeneidad social. Primero, aunque el campo social es sistemáticamente moldeado por sus representaciones políticas, algo siempre se escapa del control político. Este resto, a menudo descrito por Laclau en términos de lo Real lacaniano, es lo que previene cualquier clase de totalización ontológica de la sociedad. Es lo que encarna la heterogeneidad radical, indeleble, del campo social en relación con cualquier representación política que esté en juego. Segundo, una vez que una articulación política dada de demandas sociales pierde su poder, cada vínculo de su cadena equivalencial tiende a retroceder hacia la heterogeneidad relativamente amorfa del campo social. En la medida en que esto sucede, se vuelve más fácil diseñar nuevas cadenas equivalenciales, nuevos “pueblos”, desde estos recientemente incorporados elementos heterogéneos del campo social. Tercero, cada articulación histórico-política no es la expresión de una serie específica de demandas sociales, sino, más bien, la base discursiva de esa misma manifestación. Cuando estas demandas se tornan más heterogéneas en la experiencia de vida de la gente, lo que se cuestiona es su unidad alrededor de un grupo “que se da por sentado”. En este punto, la lógica de construcción del pueblo como una entidad contingente se vuelve más autónoma respecto de la inmanencia social, pero, por ese mismo motivo, más constitutiva en sus efectos. Este es el punto en el cual el nombre no expresa la unidad del grupo, sino que se convierte en su fundamento, en palabras de Laclau. Así, aquello que yace por fuera del discurso político no es visible ni nombrable; se esconde por fuera del espacio de representación, por fuera del discurso político, por fuera del dominio de la historia. Por otro lado, en virtud de su heterogeneidad ontológica, la demanda social puede permitirse ser nombrada artificialmente y unificada por los discursos políticos, para formar cadenas fluctuantes de vínculos de equivalencia. En este punto, nos encontramos con un desconcertante dilema tanto en el ámbito del análisis teórico como de la praxis política: si las demandas sociales son básicamente heterogéneas, ¿cómo se agrupan? ¿Qué fuerza tiene suficiente poder para alinearlas y mantenerlas alineadas a lo largo de la cadena equivalencial? Creo que Laclau no pudo dar otra respuesta más que la siguiente: la única fuerza capaz de lograr este resultado es la magia de la política. De hecho, según su teoría, el poder de los nombres políticos es mágico y profundamente misterioso. Como si estuvieran dotados de capacidad creativa ex nihilo, los nombres engendran e imponen orden a la variedad de significantes de las demandas sociales. Al hacerlo, esos nombres establecen jerarquías entre demandas sociales, es decir, entre sus inscripciones simbólicas. El significante que resulta ser el vínculo hegemónico, vacío, de la cadena equivalencial es el que va a jugar el rol de creador del orden, instalando una nueva forma de hegemonía política. Pero ¿por qué los otros aceptan su hegemonía? ¿Cómo un significante se vuelve el “nombre” privilegiado del nuevo frente político? E pluribus unum: ¿cómo es que sucede? 73

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Es difícil responder a estas preguntas sobre la base de la teoría de Laclau, y supongo que él mismo es consciente del problema. Por eso, en cierto punto, comienza a hablar de una inversión afectiva, o “catética”, movilizada en la cadena equivalencial. Desafortunadamente, Laclau no ofrece ninguna explicación respecto de la manera en que algunos objetos, conocidos en psicoanálisis como objets petit a, logran atraer este tipo de inversión. Laclau se da cuenta de lo siguiente: tarde o temprano, algunos significantes obtienen el estatus de nombres políticos; tarde o temprano, algunos objetos obtiene un estatus de objetos “catéticos”. No obstante, no cuestiona las razones por las que ciertos nombres y objetos −entre un sinnúmero de posibles opciones− resultan seleccionados para estos roles. A través de la metáfora o de la metonimia, uno puede resaltar algunos rasgos de las cadenas equivalenciales, como hace Laclau; por tanto, uno puede explicar de forma parcial la manera en que estas cadenas funcionan una vez que se constituyen. Sin embargo, lo que no puede explicarse a través de estas herramientas retóricas es el modo en que algunas metáforas y metonimias particulares llegan a establecerse en nombres específicos, orientados hacia objetos catéticos específicos. Con seguridad, Laclau podría responder que este aparente defecto en su teoría es, en realidad, su mayor virtud, porque da lugar al juego político que siempre se despliega en el terreno de la impredecible contingencia histórica. No obstante, me pregunto si, en este trayecto, Laclau busca evitar que las construcciones políticas se parezcan a construcciones hipnóticas. Siguiendo su camino, ¿no estamos, a la larga, obligados a arrodillarnos ante el poder mágico, hipnotizante, de la política? Al hacer estas preguntas, no estamos lejos de la investigación de Sigmund Freud sobre grupos, muchedumbres, masas y pueblos. Como postula en su Psicología de grupo y análisis del ego, “la hipnosis no es un buen objeto de comparación con la formación grupal, ya que es cierto decir que es idéntico a ella”. Esto debe ser visto como una pregunta, y no puede confundirse con una respuesta. ¿Cuál es el núcleo secreto de la hipnosis política? Si Laclau hubiera estado de acuerdo con Freud, habría enfatizado la nostalgia inconsciente por un padre ausente que persigue a cada uno de nosotros, especialmente, cuando nos inclinamos ante alguien. En la visión de Freud, esto parece ser una buena explicación para la hipnosis individual y colectiva, aunque requiera una cantidad de complementos teóricos cuestionables. En todo caso, el análisis de Laclau no intenta alcanzar este nivel de introspección psicopolítica. Me dedicaré ahora al debate de Heller sobre “La democracia política y la homogeneidad social”. Su ensayo trata acerca del “proceso dinámico en donde el Estado se convierte y se mantiene a sí mismo como la unidad de la pluralidad de sus ramificaciones”. En cierto sentido, este trabajo no es más que una larga disputa con Carl Schmitt y su “afirmación de que la distinción específica de la política es la diferencia entre un amigo y un enemigo”. La crítica de Heller a Schmitt es que esta distinción no es suficiente cuando se exige que dé cuenta de la unidad interna del Estado. El mito de la fuerza y de la confrontación política, tal como se expone en la teoría de Schmitt, no provee fundamentos sobre el “propósito ético” que debe respaldar toda unidad política. “La antítesis amigo-enemigo de Schmitt no es apropiada para darle al Estado un propósito ético solo porque, según él, debe ser entendido como ajeno a propósitos éticos, como una entidad puramente vital en antítesis con otra entidad vital extraña”. En la perspectiva de Heller, esta suposición de un “propósito ético” es por demás cierta al referirse a las democracias parlamentarias modernas. 74

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Para que sea posible la formación de una unidad política, debe existir un cierto grado de homogeneidad social. Schmitt, por lo tanto, está lejos de dar en el blanco cuando piensa que ha dado con el “centro espiritual” del parlamentarismo. Porque él, prendido como está del encanto irracional del mito de la fuerza, define la ratio del parlamento desde la creencia en la naturaleza pública del debate. De hecho, la historia intelectual muestra la creencia como la base del parlamentarismo, no en el debate público en sí, sino en la existencia de una raíz común del debate. Hay un cierto grado de homogeneidad social sin el cual la formación democrática de unidad sería imposible. Esta formación deja de existir cuando todos los sectores relevantes del pueblo ya no se reconocen de ninguna manera con los símbolos y las representaciones del Estado. Por tanto, de acuerdo con Heller, no habría democracia sin una creencia compartida en algunos “símbolos” base, que produce una relativa homogeneidad en el campo social. Al hacer tal afirmación, Heller no plantea que democracia sea sinónimo de instituciones democráticas. Desde su punto de vista, incluso las instituciones democráticas no son garantías adecuadas para la democracia. Aquí es donde Hans Kelsen, el destinatario oculto de Heller, se hace visible. Desde el punto de vista de Kelsen, las instituciones democráticas −en forma electoral, parlamentaria y estado-partidaria− deberán ser concebidas como las únicas verdaderas condiciones de la democracia moderna. Por lo tanto, no es necesario pensar en un “pueblo” soberano como la base última de la democracia ni en un sujeto colectivo de políticas progresivas y emancipatorias. Peor aún, no se debería hablar de “pueblo”, a menos que por “pueblo” se haga referencia a la reunión de aquellos que legalmente poseen derechos políticos en un marco dado de instituciones democráticas. Por el contrario, desde la perspectiva de Heller, las instituciones democráticas se enfrentan a una crisis terrible cuando cae la homogeneidad social, esto es, la unidad del pueblo expresando su “propósito ético”. Así, mucho más que al parlamentarismo, se debe hacer referencia a “la base del parlamentarismo”, a saber, “la existencia de un fundamento en común para el debate”, como la base real de la democracia. Más allá de las estrategias parlamentarias, hay que preguntarse por los planes éticos de la gente y su “estado psicológico-social” para comprender la esencia de la democracia. La homogeneidad social siempre es un estado psicológico-social por el que las oposiciones y los conflictos de interés inevitablemente presentes aparecen constreñidos por una conciencia y por un sentido de “nosotros”, por una comunidad que se actualiza a sí misma. Esta relativa igualación de la conciencia social tiene los recursos para superar tensiones antitéticas inmensas, y para digerir grandes antagonismos religiosos, políticos y económicos, entre otros. Todos los intentos por encontrar el impulso de esta conciencia en una sola esfera de la vida han fracasado, y deberán fracasar. Todo lo que podemos realmente saber es que, en cada época, emerge una correspondencia entre el ser y la conciencia social, en otras palabras, una forma societal. La esfera decisiva para la homogeneidad social siempre será aquella donde la conciencia de la época se sienta más cómoda.

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Antes de intentar explorar los misterios de lo que Heller llama la “conciencia-de-nosotros” o, unos renglones más abajo, “la igualación socio-psicológica de la conciencia”, me gustaría hacer algunos comentarios respecto de sus objeciones latentes a Schmitt y a Kelsen. Primero, a diferencia de Schmitt, Heller habla no solo de un antagonismo externo hacia enemigos foráneos de la unidad política, sino también de un antagonismo interno –formado por “oposiciones y conflictos de interés”– que, inevitablemente, sacuden a cada unidad política, pese a estar “contenida” por la “conciencia-de-nosotros” y la homogeneidad social. “La homogeneidad social nunca puede significar la abolición de una estructura social necesariamente antagónica”, afirma. Así, de forma curiosa, Heller postula que, sin homogeneidad social, no habría lugar para los antagonismos dentro de la estructura social. Si no fuera por algún tipo de igualación de la “conciencia-de-nosotros”, los antagonismos y los conflictos sociales se desvanecerían, llevándose consigo la democracia real. “La existencia de la democracia es dependiente, en mucho mayor medida que otra formas políticas, del éxito de la igualación social”, asevera. Segundo, y en contraste con Kelsen, Heller está convencido de que la “conciencia-denosotros” necesaria para la vida democrática moderna no puede reducirse a la “igualdad de convenciones”, esto es, la igualación formal de los derechos individuales. “Sin homogeneidad social, la igualdad formal más radical se convierte en la más extrema desigualdad, y la democracia formal se vuelve la dictadura de la clase dominante”. Esa democracia formal, dice Heller, ha emergido en cierta medida en los Estados Unidos, donde “la igualdad de convenciones puede de alguna manera reducir la conciencia de las desigualdades económicas”; pero este tipo de democracia “convierte a la democracia política en una ficción, preservando un sistema de representación en la forma mientras falsifica su contenido”. Así, la conclusión de Heller es inequívoca: la democracia formal, como el parlamentarismo de Kelsen, puede fácilmente convertir summum jus (el bien supremo) en summum injuria (el mal supremo). La democracia real es una cosa diferente. Pero ¿qué es la democracia real en la perspectiva de Heller? Dadas sus credenciales socialistas, uno podría contestar que, para él, la democracia real consiste en transformar el Reichstaat formal en un Reichstaat social. Consecuentemente, el camino democrático de los tiempos modernos sería el que se transita desde la igualación formal-judicial del pueblo hacia su igualación material-económica. Aun así, la respuesta no sonaría correcta para Heller si no se agregara una observación crucial: ninguna igualación económica podrá obtenerse sin la presencia de la “conciencia-de-nosotros” y de la homogeneidad social. De hecho, el camino se abre de la igualación formal a la material solo ante el trasfondo de un marco simbólico común y un sentido compartido de pertenencia a la misma unidad política. Es solo ante este trasfondo político, que no debe ser reducido a arreglos institucionales, que los antagonismos democráticos pueden desarrollarse y producir efectos sociales. Al enfatizar tan fuertemente la suposición política de la homogeneidad social, ¿acaso nos da Heller una definición satisfactoria de esta homogeneidad? En realidad, no lo hace. Por un lado, Heller describe la homogeneidad social en términos de los “propósitos éticos” de una comunidad dada. Esto era una tradición en la cultura del derecho alemán, desde que Hegel acuñó el concepto filosófico de Sittlichkeit. Exactamente en la misma tónica que Hegel y que muchos teóricos del derecho posteriores a él, Heller en algún momento 76

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postula lo siguiente: “En la Europa moderna, los factores más importantes de igualación social y psicológica han sido un lenguaje común, y una cultura e historia política comunes”. Por otro lado, sin embargo, Heller parece consciente de que está planteando una pregunta más que una respuesta, al postular que la “conciencia-de-nosotros” y la homogeneidad social deben ser reconocidas como la base de la vida democrática moderna. Porque, como reconoce, “no se puede decir definitivamente cómo es que esta ‘conciencia-denosotros’ es producida y destruida”. En otras palabras, no sabemos cuáles son las raíces de la homogeneidad social; por lo tanto, no sabemos lo que realmente es. Dado que no podemos decir desde dónde crece, no es posible comprender su verdadera naturaleza. Todo lo que conocemos es que varios tipos de “conciencia-de-nosotros” siguen surgiendo en el desarrollo de la historia; pero “todos los intentos por encontrar el impulso de esta conciencia en una sola esfera de vida social han fracasado y deberán fracasar”. Al plantear tal afirmación, Heller pareciera proponer una distinción entre la “conciencia-de-nosotros” y su “impulso” inconsciente, es decir, una diferencia entre la superficie y la raíz de la política moderna. Para subsanar las dificultades tanto de Heller como de Laclau, ahora esbozaré no una teoría completa, sino unos apuntes de investigación acerca de la estructura, la gramática y el discurso de políticas emancipatorias modernas. Innegablemente, el surgimiento de la soberanía popular en tiempos modernos marcó el comienzo de una nueva era de independencia. En la medida en que la modernidad implica la crisis de viejos vínculos políticos, supone también la emergencia de nuevos sujetos políticos. Estos sujetos eran personas previamente subyugadas por otros y quienes, luego, una vez libres o a punto de liberarse de viejas cadenas, debían legitimar su voluntad de ser dueños de su propio destino. En este sentido, la política moderna, desde su comienzo mismo, ha sido una política emancipatoria, esto es, una política que apuntaba a establecer la autonomía pública y privada de las personas. Donde hubiera alguien que ejerciera poder sobre el pueblo, este último, eventualmente, se alzaba y reclamaba soberanía, gritándole al mundo nos sumus, nos existimus. En su núcleo está la estructura de la política emancipatoria moderna: la reapropiación del pueblo, por parte del pueblo, para el pueblo. Como dijo Jacques Rancière hace ya unos años: La política es una cuestión de sujetos o, mejor dicho, de modos de subjetivación. Por subjetivación me refiero a la producción a través de una serie de acciones de un cuerpo y a una capacidad de enunciación no identificable a priori con un campo dado de experiencia, y cuya identificación es, por tanto, parte de la reconfiguración del campo de experiencia. El ego sum, ego existo de Descartes es el prototipo de tales sujetos indisolubles, de una serie de operaciones que implican la producción de un nuevo campo de experiencia. Cualquier subjetivación política contiene esta fórmula. Es un nos sumus, nos existimus. Aunque no comparta la suposición de Rancière sobre la fórmula cartesiana en la que la subjetivación del ser es la fórmula de la política en sí, creo que ofrece una descripción notable de la política moderna, cuya estructura también puede ser resaltada al adaptar la célebre fórmula de Frued para la subjetivación individual (Wo Es war, soll Ich werden) a la subjetivación colectiva (Wo Es war, soll Wir werden). Donde “nosotros”, el pueblo, no está aún afirmado, wo Es war; y donde “nosotros” todavía no éramos un sujeto colectivo, 77

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político, histórico, allí donde iríamos a devenir en “nosotros”, sollen Wir werden. Lo que yo llamo la estructura de la política moderna es la brecha, así como también la inevitable tensión, entre la primera parte de la fórmula y la segunda. ¿Cómo puede un sujeto afirmarse y posicionarse allí donde no había nada previo? De hecho, esta pregunta es la que siempre está al acecho detrás de la política moderna, es la que socava todo ajuste y estabilidad política, y abre las puertas a la historia moderna, emancipatoria y progresiva. ¿Qué nos legitima a identificarnos como “nosotros”, como el pueblo, como el sujeto colectivo de la emancipación política? Lo que denomino gramáticas políticas son las diferentes maneras en que esta pregunta ha sido tratada a la hora de sentar las bases del discurso político moderno. En esta perspectiva, la gramática política no debe ser confundida con el discurso político. Tomemos, por ejemplo, la definición de Laclau del discurso como la articulación de varios elementos en una totalidad estructurada. La articulación de Laclau obedece a dos lógicas: diferencial y equivalencial. La lógica diferencial nos lleva hacia discursos más institucionalistas, mientras que la lógica equivalencial empuja hacia discursos más populistas. Según Laclau, estas dos lógicas surgen de los únicos dos tipos de relación que pueden existir entre elementos significantes. Aparte de estas dos lógicas, ¿el discurso político puede seguir algún otro camino? Desde el punto de vista de Laclau, la respuesta es negativa, y ya he hecho énfasis en su limitación teórica: el misticismo de los nombres políticos. Por el contrario, mi punto de vista es que la respuesta es positiva. No toda articulación discursiva es posible siempre. Todo depende de la gramática política en juego. Para explicar la diferencia entre la gramática política y el discurso político, podría decirse que este último es la manera en que las articulaciones políticas se afirman, y la primera es el modo en que el pueblo escucha sus propias afirmaciones. Al escuchar un discurso político dado, el pueblo es incapaz de reconocer todas las posibles articulaciones como partes consistentes del discurso. Al escuchar, por lo tanto, el pueblo hace uso de gramáticas invisibles que legitiman algunas articulaciones y deslegitiman otras. A tales efectos, las gramáticas políticas son filtros de los discursos políticos; estos filtros transforman a las personas en “un” pueblo que es capaz de decir “nosotros”. “Nosotros” somos el pueblo que, siendo capaces de escuchar el mismo lenguaje en el nivel gramatical, somos capaces de hablar el mismo lenguaje en el nivel discursivo. Así entendida, ¿la gramática política se vuelve sinónimo de la homogeneidad social de Heller? Sí, lo hace, siempre y cuando eche raíces en algún tipo de “conciencia-de-nosotros”. Y no, no lo hace, debido a varias otras razones que ahora desarrollaré. La primera razón: una gramática política dada no es un tipo de habla, sino un tipo de escucha. No dictamina ninguna regla de articulación discursiva explícita, positiva, sintáctica, sino que engloba el interior de una discursividad política al rechazar reclamos externos alternativos de articulación. Así, las gramáticas políticas no pueden ser abruptamente reducidas a un Sittlichkeit, una cultura o un lenguaje positivo. Dicho de manera ligeramente distinta, las fronteras trazadas por las gramáticas políticas modernas, o por escuchas políticas modernas, son esencialmente antagonistas. Cualquier proceso de subjetivación colectiva basada en gramáticas políticas modernas, en principio, opone a la gente a algo o a alguien, sin suponer ninguna identidad preliminar. La subjetivación política moderna siempre tiende 78

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a emancipar a las personas de algo o de alguien, al movilizarlos en contra de algo o alguien. Gracias a este movimiento antagónico, las personas se vuelven sujetos autoemancipadores. Este es el lado altamente beligerante de la subjetividad democrática moderna, o su núcleo paranoico, como lo hubiera llamado Lacan. O como lo notó brillantemente Charles Tilly: “Las historias de Francia, Gran Bretaña y de otros países europeos niegan cualquier idea de lucha abierta por considerarla irrelevante, antitética o fatal para la democratización. Por el contrario, esas historias muestras que todos los caminos históricos de Europa hacia la democracia pasan a través de vigorosos combates políticos”. Pasemos a la segunda razón: escondidas detrás de todas las articulaciones discursivas, las gramáticas políticas no pueden ser positivamente comprendidas ni explicitadas por ninguna “conciencia-de-nosotros”. Por tanto, en referencia a las gramáticas políticas, sería más adecuado denominar a cada una de ellas la “nosotros-inconciencia” del pueblo, en vez de la “conciencia-de-nosotros”. De hecho, las gramáticas políticas moldean invisiblemente la ausencia (“manque-à-être”, en términos de Lacan) intrínseca e indecible de los sujetos políticos modernos, la falta estructural que, de manera silenciosa, causa su interminable subjetivación. La estructura de esta ausencia subjetiva es la de un retraso subjetivo. Wo Es war, sollen Wir werden. Debido a este retraso, los sujetos políticos modernos siempre comienzan a hablar más tarde de lo esperado. Sus articulaciones discursivas, empezando por su nos sumus, nos existimus, siempre aparecen después que su propio ser, el cual es sistemáticamente retrotraído como la raíz previa y preexistente que legitima su discurso actual. Así, la autosuficiencia de los sujetos políticos modernos está habitada por su separación interna. Los sujetos están separados porque tienen que recuperarse continuamente a través de la autoafirmación y el autoposicionamiento. Estos dos actos, autoafirmación y autoposicionamiento, están interrelacionados. Juntos exhiben la naturaleza de la subjetivación moderna. Mientras se afirma a sí mismo en un nivel discursivo, el sujeto se posiciona al escuchar su propio, previo y presupuesto ser en un nivel gramatical. Sin embargo, se mantiene la brecha estructural entre el hablar y el escuchar, entre el discurso y la gramática. Por un lado, el sujeto articula y habla sobre su existencia en un nivel discursivo; por otro lado, el sujeto debe suponer y escuchar su propia existencia en el nivel gramatical. En consecuencia, mientras que las articulaciones discursivas suceden del lado del sollen Wir werden, la posición gramatical de los sujetos modernos es retrotraída y ocurre en el medio de ambos lados de la estructura, entre la primera parte de la fórmula de la subjetivación moderna y la segunda, entre wo Es war y sollen Wir werden. Desde mi perspectiva, las gramáticas políticas representan las varias posiciones políticas tomadas por los sujetos colectivos dentro de la estructura general de la subjetividad moderna, tal como las gramáticas clínicas de la neurosis, la perversión y la psicosis representan las varias posiciones éticas tomadas por sujetos individuales dentro de la misma estructura, según la perspectiva de Lacan. Aquí tenemos un ejemplo de gramática política: el nacionalismo. Históricamente, pueden distinguirse al menos tres tipos de nacionalismos: el nacionalismo religioso (como el anglicano durante las guerras civiles del siglo xvii en Inglaterra), el nacionalismo cívico (como el francés a partir de la revolución de 1789) y el nacionalismo étnico (como el alemán a lo largo del siglo xix). Cada uno de estos nacionalismos representa una gramática política particular, y muestra la distancia entre la gramática nacionalista y el discurso nacionalista. De hecho, ningún discurso nacionalista elogia la “nación” como tal, como una función gramatical de 79

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discursos políticos, ni enaltece las muchas y variadas naciones y nacionalismos. En cambio, cada discurso nacionalista elogia una misma nación, haciendo que la gente escuche solo el nombre de esa nación, significando el sujeto político en sus actos, discursos y diseños institucionales. Aun así, a pesar de sus diferencias, en algunos discursos nacionalistas, podemos finalmente detectar la misma gramática política, esto es, la misma manera de escuchar a su previo y presupuesto ser que legitima sus articulaciones discursivas. Aquí y allá, el pueblo enmarca en forma similar tanto el escuchar su ser indecible como los límites a sus articulaciones discursivas. Por eso, luego podemos hablar de nacionalismo(s) desde un punto de vista histórico o teórico. Por lo tanto, cuando un único discurso nacionalista está inevitablemente centrado en un solo nombre de una sola nación (un nombre que comienza a actuar como “significante vacío”, para Laclau), el (o los) nacionalismo como gramática política muestra el límite común de muchos discursos nacionalistas, un límite que, sintomáticamente, permanece sin decirse en todos los discursos nacionalistas, y marca su forma común de escuchar su propio ser. De alguna manera, la gramática nacionalista es la que los pueblos nacionalistas no saben que saben, si tomamos la definición lacaniana de inconsciente. A partir de aquí, hay apenas un paso hasta afirmar que las gramáticas políticas, como el/los nacionalismo/s, delimitan el inconsciente político de los tiempos modernos. Con esta premisa, se vuelve más que evidente que las gramáticas políticas ofrecen los medios para evitar el misticismo de Laclau respecto de los nombres políticos, mientras dejan el grueso de su teoría intacta. Pensemos el peronismo: es difícil negar que, antes del exilio, el objetivo de Perón −que incluso logró parcialmente− fue la construcción de la Argentina misma, no de un pueblo peronista. Y en la medida en que Perón triunfó en convertir a la Argentina en su sujeto político −gracias a entrelazar su propio nombre con el de la Argentina (actuando como significante vacío)−, su discurso político demostró ser fuertemente performativo, incluso a pesar de inflamar la subjetivación nacionalista de su país. Ahora, veamos las políticas de Perón durante y después del exilio, o las políticas del Partido Comunista Italiano tras el final de la Segunda Guerra Mundial. En ambos casos, nos encontramos con la ambigüedad de discursos políticos que flotan entre dos gramáticas muy disímiles y contrastantes: nacionalismo y socialismo. En la medida en que las gramáticas políticas son las formas en que las personas escuchan los discursos políticos, situaciones como estas son posibles, habida cuenta de que políticos tan ingeniosos como Perón o Togliatti están en escena. Lo que denomino un discurso flotante es precisamente un juego de articulaciones positivas que, al menos por un tiempo, pueden emparentar escuchas políticas diferentes, incluso opuestas. (Por cierto, esta ambigüedad, tarde o temprano, genera problemas y se vuelve insostenible. En efecto, una de las dos gramáticas políticas se impone sobre la otra por medio de una furiosa disputa por eliminarse como alternativa. La historia tanto de la Argentina como de Italia da testimonio de esta reacción paranoica.) Tercera razón: incluso si no determinan reglas positivas de articulación discursiva, al tratarse más bien de escuchar après-coup, los discursos políticos modernos, o las posiciones subjetivas demandadas por tal o cual discurso, la gramática política engendra su propia escritura. De hecho, cuando un discurso político moderno emerge antagonizando al pueblo con algo o alguien, el camino está siempre abierto para dos alternativas: o bien el discurso político hace referencia a la gramática, o bien no lo hace. 80

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La última situación instaura el fenómeno del “populismo”, tal como ha sido analizado por Laclau, un discurso sin gramática. En este caso, en concordancia con la descripción de Freud de “grupos primarios”, los líderes políticos juegan un rol fundamental moldeando el escuchar de las personas, es decir, delinean sus límites y su orientación; y cuando los líderes desaparecen, el grupo colapsa. Por varios motivos, sugeridos por la Psicología de grupo, de Freud, no considero que se pueda hablar adecuadamente de estos “grupos primarios” en términos de subjetivación política. Tal como lo hace Freud, preferiría hablar de “masificación” política (Massenbildung), a saber, de un proceso de desubjetivación que destruye toda consistencia gramatical entre las personas. Es fácil para mí, viviendo en Italia, dar un ejemplo de tal tendencia populista: Berlusconi –el “ideal de grupo” reemplazando al “ideal del ego”, según Freud; el líder en el rol del objeto catético, en palabras de Laclau–. Por el contrario, cuando los discursos políticos están incrustados en gramáticas políticas, los líderes juegan un rol secundario –en algún lado, Freud acuña este concepto de “líderes secundarios”–. En este caso, el escuchar político del pueblo no depende ya de la presencia ni de la voz imaginaria del líder; más bien, está atado a escrituras simbólicas, por donde, de alguna manera, se cristaliza la subjetivación política. Las escrituras a las que me refiero no son solo ni centralmente constituciones de Estado, sino un tipo de documento escrito a través del cual un “nosotros” toma la palabra, por así decirlo, emancipándose y fijando los límites no alcanzables de su escuchar político. Algunos ejemplos: el Acta de abjuración holandesa (1581), el Acuerdo del pueblo de los Levellers (1647), la Declaración de la Independencia estadounidense (1776), la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano francesa (1789) o incluso El manifiesto comunista (1848). Tal como sagazmente lo remarcó Rancière, “donde quiera que es inscripta la parte de aquellos que no tienen parte, por más frágiles y fugaces que esas inscripciones sean, se crea una esfera de apariencia del demos, existe un elemento del kratos, el poder del pueblo”. Y Rancière no ha desarrollado ninguna teoría exhaustiva respecto de estas inscripciones simbólicas. Siguiendo los pasos de Lacan, llamaré a estas escrituras cartas políticas. De la misma manera en que la “carta” de Lacan fija la posición ético-individual de las personas dentro de la estructura general de la subjetividad, Wo Es war, sollen Ich werden, estas escrituras fijan las posiciones político-colectivas del pueblo dentro de la estructura emancipatoria moderna, wo Es war, sollen Wir werden. Las posiciones político-colectivas se clasifican de acuerdo con tres tipos de relaciones entre gramática y discurso. Estas relaciones son los únicos tipos lógicos que pueden existir. Las enumeraré a continuación, sin calificar sus propiedades ni los rasgos de sus escrituras políticas. La primera posibilidad es una gramática que abra los discursos políticos, siendo un ejemplo de esto el o los nacionalismos. En este caso, la separación entre una función sintomática de “la nación” y su instauración por nombres de naciones particulares (actuando como significantes vacíos) hace lugar a muchos discursos particulares con el trasfondo de un mismo tipo de gramática política, que actúa como una “gramática generadora” que permanece igual a lo largo de sus múltiples transformaciones discursivas. Como resultado, el mismo sujeto político es separado o dividido a lo largo del proceso de su propia subjetivación discursiva. (Como nos muestra la historia, a menudo, estas divisiones internas de un sujeto 81

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nacional se traducen en las divisiones internas de la gente, entendida a la vez como “ciudadanos” pertenecientes a una nación determinada, y como “hombres” pertenecientes a una familia humana más amplia.) La segunda posibilidad es una gramática que clausure discursos políticos, siendo un ejemplo de esto el separatismo. Si la demanda de emancipación no es alimentada por ningún discurso nacionalista, ni por ninguna otra discursividad separadora (como fue el caso de las colonias norteamericanas en el comienzo de su guerra de independencia con Gran Bretaña), la brecha interna entre gramática y discurso tiende a ser negada al, simplemente, deslegitimar cualquier otro discurso político diferente del que está realizando la deslegitimación. Por consiguiente, el mismo sujeto político es negado e impedido de actuar gracias al proceso mismo de subjetivación. (En mi opinión, esta es la raíz política del proceso que Schmitt denostaba como la “neutralización de la política”, debido a la creciente influencia estadounidense a escala mundial; en otras palabras, esta es la gramática política y el tipo de subjetivación política detrás de Imperio, de Toni Negri, y es aquí donde la hegemonía apolítica del capitalismo encuentra su implementación política.) La tercera posibilidad es una gramática que afirma ser un discurso político, siendo un ejemplo de esto el totalitarismo. Por discurso totalitario entiendo un armado de articulaciones discursivas que pretenden enunciar su propia gramática y las reglas verdaderas de cualquier articulación discursiva. Parafraseando a Lacan, el discurso totalitario es el que pretende decir “toda” la verdad y nada más que la verdad sobre la verdad misma. Esta aproximación metalingüística, como también notó Lacan, es profundamente ilusoria. En consecuencia, el mismo sujeto político se engaña o se delira a lo largo del proceso de su propia subjetivación discursiva. Un comentario final respecto de estas gramáticas. ¿Cómo aparecen en el desarrollo de la historia? Al ser el escuchar après-coup el discurso político moderno, es decir, las posiciones subjetivas demandadas por algunos de estos discursos, las gramáticas políticas necesariamente surgen −si es que lo hacen− después de los discursos y a través de ellos. Sin embargo, los discursos políticos nuevos no siempre marcan el establecimiento de nuevas gramáticas políticas. Como la situación histórica está cambiando de forma constante, todo discurso político debe adecuarse de forma continua a estos cambios refinando y modificando de manera parcial sus propias articulaciones discursivas: en este caso, un discurso político parcialmente nuevo no se corresponde con una nueva gramática política. Mas aún, un discurso político puede resurgir luego de haber desaparecido por un tiempo, al reposicionarse y reafirmarse ante el escenario creado por su antigua gramática política: incluso en este caso, un discurso político nuevo en apariencia no se corresponde con una nueva gramática política. Final y principalmente, nuevos discursos políticos, por ejemplo, nuevos discursos nacionalistas, pueden surgir haciéndose eco de una gramática política ya establecida, como un nacionalismo en cualquiera de sus versiones (religioso, cívico y étnico). Así, entre los discursos políticos modernos, se deben diferenciar en el plano conceptual aquellos que establecen nuevas gramáticas políticas de aquellos que no lo hacen. Lo que denomino emancipación radical es el establecimiento de una nueva gramática política por parte de un discurso político moderno. 82

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Un ejemplo muy interesante de emancipación radical que no he mencionado aún es el del nacimiento del nacionalismo étnico alemán, mediante el proceso que George Mosse denominó “la nacionalización de las masas”. El ejemplo muestra que un discurso político, como el de “nacionalización de las masas” alemán o cualquier otro, no debe ser confundido con el habla política. En cambio, como argumentó más de una vez Laclau, representa todo un sistema de articulaciones discursivas que moldean muchos y diversos aspectos de la vida social. Otro ejemplo valioso es la ahora estancada construcción de Europa como una entidad política unificada. Hasta la fecha, el discurso político europeo se ha hecho eco de una gramática política, la del nacionalismo cívico (con su Convención, Constitución, Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, y así sucesivamente), que ha demostrado ser por completo inadecuada para esa entidad supranacional. ¿Esto significa que se precisa una nueva gramática política para sentar las bases de la unión europea? No lo creo, e, indudablemente, la tarea más urgente de los intelectuales del continente hoy es encontrar la forma de lograr la emancipación radical de los europeos. Desde mi punto de vista, la pregunta europea debe formularse de la siguiente manera: dado el fracaso de la Constitución Europea y puesto que el estatus de las personas que viven en el espacio político europeo –sean o no ciudadanos europeos– no es más el estatus de “ciudadanos”, sino el de “invitados” (como ciudadano italiano, siempre soy un invitado en Francia o Alemania; por cierto, uno privilegiado en comparación con ciudadanos no europeos), ¿cuál podría ser la gramática política, la subjetivación política de un gran pueblo de “invitados”? Uniendo todas las definiciones arriba mencionadas, finalmente, obtenemos lo siguiente: tres diferentes estratos de subjetividad política moderna (estructura, gramática, discurso); tres familias diferentes de gramáticas políticas modernas, más el “populismo” de Laclau o los “grupos primarios” de Freud; la noción de discurso flotante; la noción de carta política; la noción de emancipación radical. Todos estas ideas, obviamente, requerirán explicaciones teóricas mucho más profundas e investigaciones históricas más amplias. En todo caso, me gustaría concluir proponiendo que estas herramientas conceptuales sean vistas como medios para imaginar una clínica de políticas modernas. Lejos de ser considerada una aventura intelectual, esta clínica podría, incluso, mejorar nuestra capacidad de escritura de una nueva carta política. Comentario de Horacio González El trabajo desarrollado por Davide Tarizzo provoca un gran esfuerzo al comentarista. Tiene un modelo retórico clásico, diría. Presenta las posiciones de los autores Ernesto Laclau y Hermann Heller, y realiza distintas observaciones en relación a cómo, en el caso de Laclau, se constituye la idea de heterogeneidad social, y cómo, en el caso de Heller, se constituye la idea de homogeneidad social. A ambas encuentra semejantes deficiencias. Desde el punto de vista de las conocidas tesis de Laclau, el papel que desempeña el nombre en la articulación de las diferentes cadenas de significaciones (con las cuales instituye su tesis del significante flotante y, posteriormente, del populismo) Tarizzo percibe que habría un efecto de hipnosis: el nombre está juzgado desde el punto de vista de una magia, y no alcanzaría con señalar que el nombre se constituye como forma de unidad 83

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de la cadena de significantes heterogénea, que sea un aspecto de los afectos, de las afecciones, del aspecto patético del nombre… Tampoco lo satisface a Tarizzo la resolución que encuentra Laclau para explicar por qué se pasa de la heterogeneidad de una sociedad a los significados políticos, a la acción política, finalmente. Y en ese sentido, puedo decir que me parece una interesante observación sobre la tesis del filósofo argentino lo que Tarizzo llama el misterio, y con esto quiero entender que hay una crítica, pero que no responde a la tradición ilustrada ni a la tradición racionalista. Todos comprendemos que, en nuestro vocabulario, cuando aparece la palabra “misterio”, estamos señalando un dilema, un enigma, una tarea por ser conocida. Entonces, en la tesis de Tarizzo, habría un misterio del pasaje de lo social a lo político –resumiendo demasiado y quizá de una manera inapropiada–. Pero esta hipótesis sobre Laclau –es decir, que habría una hipnosis en lo social– adquiere mayor fuerza cuando se contrapone con las tesis de Heller –autor que, confieso, no leí, de modo que lo sigo a través de la exposición de Davide–, por la cual la democracia se instituye, al revés que en Laclau, por la homogeneidad social. Pero ahí habría una idea de inconsciente, que sería una conciencia de un nosotros, a la que Tarizzo también encuentra el mismo problema que detecta en la tesis de Laclau, una suerte de –aunque no lo dice– irracionalismo. Creo que siempre está a punto de decirlo. Tarizzo observa, además, una cierta “incapacidad de llegar a…”, porque tanto en Heller como en Laclau hay una suerte de vacío, de ausencia u omisión de la explicación de un pasaje, un nudo faltante en la cadena, una instancia, una proposición más. Creo que Tarizzo está intentando explorar qué es lo que falta, y lo encuentra en la tercera parte de su texto. Por eso digo que es un trabajo de una retórica clásica: presenta a los dos autores, que se contraponen entre sí, pero tienen una deficiencia parecida, que es ese vacío. Esa deficiencia ronda alrededor de cierto nominalismo, en Laclau, y de cierta proposición de un colectivismo inadecuado, en Heller, y hay una tercera parte, digamos, que se anuncia no como solución (no se trata de la solución dialéctica, una confrontación que estaría equivocada), sino, por lo contrario, como un intento de investigar cuestiones pendientes. Y en ese sentido, aparece la idea de gramática contrapuesta a la idea de discurso. Esta me parece una contraposición sumamente sugestiva, y también puedo decir –si llegué a entender lo que sostiene Tarizzo– que la expresión gramática tiene distintos tipos de definiciones, de dimensiones. Una de ellas es la escucha. A diferencia de la gramática, el discurso tiene una posibilidad articuladora que se daría en una superficie no vinculada al inconsciente. En la exposición de Tarizzo, permanentemente, flota la idea de inconsciente (de ahí la cita a la clásica obra de Freud La psicología de las masas). La idea de la escucha me suena a algo muy parecido a lo que Merleau-Ponty llamaba la ontología salvaje, un sistema precategorial. Antes de que aparezca el discurso –esa es la observación que Tarizzo le hace a Laclau, como si le faltara una cuota suplementaria de inconsciente–, el filósofo italiano habla de escucha, que significa que los pueblos escuchan, esto es, se constituye el nivel de pueblo a través de la escucha. En este punto, confieso no seguir enteramente a Tarizzo en relación con que la escucha originaría una escritura simbólica. Con esto, quiero decir que me parece un escrito de una inspiradora complejidad, que justifica nuestra tarea. En esta pequeña presentación, aún no me queda claro cómo es ese pasaje de la escucha frente al discurso, donde no habría escucha, sino afirmaciones. En cambio, en la escucha, hay posicionamientos. Esta expresión, que a mí no me gusta tal como la utiliza la política 84

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argentina (“tal o cual se posiciona”), supone que el posicionamiento significaría la escucha de las gramáticas, que serían nexos inconscientes, profundos, escritos simbólicos. Por eso aparece la idea de carta política, una forma novedosa, si bien los ejemplos que ofrece Tarizzo son el Manifiesto Comunista y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Le pregunto a Davide: en este caso, como estipulación de un lugar o de un espacio donde se piensan las cadenas de significantes, las cadenas de equivalentes, ¿el Manifiesto Comunista, la Declaración de los Derechos del Hombre son tan diferentes a la idea de nombre que tiene Laclau? ¿Es tan diferente el Manifiesto Comunista, por lo menos, tal como recuerdo la obra de Alain Badiou, alrededor de la posibilidad de dar un nombre? Le pregunto: ¿sería tan diferente en tu visión la posición de dar un nombre? Tomando en cuenta la idea de Laclau del nombre como articulador, existe una suerte de observación del misticismo en su teoría. En uno de sus trabajos más significativos para mí, el estudio sobre Meister Eckhart, Laclau bordea cierto misticismo, pero uno casi equivalente a la praxis. En ese sentido, no habría ninguna objeción del tipo que, de modo clásico, podría hacérsele al misticismo como un lugar de obnubilación o con capacidad de detener la comprensión del mundo. Entonces, en la posición de Tarizzo, descender al socavón último de la historia, que serían las gramáticas, le permite hacer también un ejercicio clásico de exposición, tres observaciones de cómo va apareciendo la gramática en relación con el discurso. Primer punto: la gramática abre el discurso, para lo que ofrece el ejemplo del nacionalismo. Segundo: la gramática cierra el discurso. El ejemplo es el separatismo en la historia norteamericana. Tercero: la gramática se iguala al discurso. La proposición que Tarizzo nos llama a considerar es un cierto tipo de escucha vinculado a la escritura simbólica que definen, de una manera sutil y dinámica, las relaciones entre discurso y escritura, suponiendo que Laclau se basa solamente en el plano del discurso, con todo su arsenal de definiciones. En este punto, Tarizzo anuncia otro concepto, que es el de discurso flotante. Le preguntaría si es tan distinto hablar de significado flotante, que, sin duda, en la historia del concepto, lleva al significante vacío. Significado flotante, significante vacío: ¿es diferente hablar, entonces, del modo flotante del discurso tal como lo emplea Ernesto? La propuesta de Tarizzo me parece de gran significación porque aparece, con una expresión que la filosofía contemporánea ha establecido (utilizar el concepto de gramática, algo que se hace, por lo menos, desde hace medio siglo), como un interesante deslizamiento hacia una proposición que viene de las teorías estructuralistas del lenguaje o, en todo caso, deconstruccionistas. Al decir “gramática” en este balanceo entre escucha y escritura, le preguntaría a Tarizzo, ¿está redefiniendo de alguna manera novedosa el inconsciente tal como figura en La psicología de las masas, de Freud, o, al mismo tiempo, se está apelando a una zona que me parece familiar de la filosofía contemporánea? Se trata de la fenomenología, que no está ausente en los trabajos de Laclau. Escucho un eco en la idea de gramática de Tarizzo. Por último, quiero decir que este artículo me resulta fuertemente inspirador si se trata de escribir nuevos textos. Lo digo con un lenguaje diferente al que emplea Tarizzo, quien habla de “cartas políticas”. Cuando alguien expresa que un trabajo es fuertemente inspirador, no está diciendo que lo entiende por completo. Esa porción última que resta de la comprensión es la inspiración verdadera, y por eso me parece interesante. Sería 85

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cuestión de pensar, entonces, los estilos emancipatorios –tema del trabajo–, las fórmulas emancipatorias, la vida emancipada, finalmente. Más que de ninguna otra cosa, ¿precisan de nuevos escritos, que deben ser formas de la praxis? En ese sentido, ¿volvemos al viejo terreno de la retórica, en la que, creo, todos estamos inmersos de una u otra manera?

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Giacomo Marramao1, comentado por Eduardo Rojas2 “Lo universal es el espacio; lo común es la condición de la acción”3

Tenía razón Judith Revel cuando, en su intervención en este ciclo, hablaba de América Latina y de la Argentina como un laboratorio intelectual y político. Este encuentro que celebramos no es un encuentro académico, sino que está destinado a plantear cuestiones comunes que tengan una implicación en las prácticas, no solamente en la discusión. Una cuestión léxica: me gusta mucho la palabra “emancipación”, pero esta palabra se relaciona con un planteamiento de la política y de los movimientos mucho más vinculado a las temáticas del siglo xx. Por ejemplo, el pensamiento femenino habló de un tránsito necesario desde la problemática de emancipación, que es una problemática necesaria, hasta la de la liberación. Creo que el léxico de la liberación es el léxico más preciso para plantear las cuestiones que nos implican. Esta problemática me parece central porque está focalizada más allá de las divisiones en territorios disciplinarios. Naturalmente, la primera cuestión importante es la manera de entender la democracia. En primer lugar, la democracia no es una forma de gobierno en el sentido clásico sino como un espacio dinámico que está situado más allá de la tipología clásica de las formas de gobierno. En segundo lugar, la democracia no es más una cuestión de consenso, porque sabemos muy bien que, a partir de las experiencias del siglo pasado, el consenso no es el final de democracia. Por el contrario, todos los regímenes totalitarios tenían una forma de consenso más o menos durable. El indicador de la democracia es mucho más el disenso; no es el acuerdo, sino el desacuerdo, no es, como dice Habermas, la Verstehen una manera de entenderse, sino el desentendimiento. No creo que el conflicto de Osama Bin Laden contra Occidente estuviera radicado en su falta de comprensión del mundo occidental; lo entendía muy bien y, por esto, tenía el deseo de entrar en guerra con Occidente. El desacuerdo, el disenso es el descarte, la ventaja entre el orden político, el orden social entendido como un orden fundado sobre el consenso y sus condiciones de reproducción. El disenso no es una cuestión respecto de la minoría, es indicador de un descarte al interior de la lógica del consenso mismo. El malentendido, y no el acuerdo, es la clave de la democracia. ¿Qué relación tiene esto con una de las cuestiones cruciales que debatimos en este encuentro? Por ejemplo, la cuestión del pueblo, la confrontación entre la categoría de “pueblo” y la categoría de “multitud”. En sentido sociológico −comparto la definición del gran jurista del siglo xx Hans Kelsen−, el pueblo es una máscara totémica. Ernesto Laclau sostiene que el pueblo podría tener un papel como construcción política y no 1. Filósofo italiano. 2. Docente e investigador argentino en Ciencias Sociales (UNSAM). 3. Intervención en la segunda edición del ciclo Debates y Combates, “Hacia una teoría de la emancipación para el siglo xxi”, realizada en noviembre de 2011.

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como factor sociológico. Esto, naturalmente, es una de las cuestiones fundamentales. En Italia, existe un fenómeno que llamo “neopopulismo mediático”, fenómeno del gobierno de Berlusconi. A diferencia del populismo argentino, el neopopulismo mediático no está fundado sobre una construcción política del concepto de pueblo, sino sobre una deconstrucción política del pueblo, sobre una neutralización de su papel político. Las formas del neopopulismo mediático son nuevas formas de neutralización de la posibilidad misma de construir políticamente el pueblo. Un mayor análisis sobre el concepto de pueblo sería útil en mi perspectiva. Podríamos hablar, como lo hizo Rancière en algunos ensayos de los últimos años, de doble cuerpo del pueblo, y no de doble cuerpo del rey, en el sentido de suplemento vacío de la política. Creo que la formulación de Rancière no es lógicamente exacta. El doble cuerpo del pueblo es el suplemento vacío no de la política, sino de lo político, de la dimensión de lo político institucional. Porque lo político como institución no puede resolverse en sí mismo. ¿Cómo entender el pueblo en sentido político y no sociológico? Podemos entender el pueblo en una dirección antiesencialista. No pienso que la crítica al esencialismo coincida necesariamente con la crítica posmoderna. La crítica al esencialismo es una crítica que se desarrolló al interior de la Modernidad misma, a partir, por ejemplo, de la crítica empirista de Hume a la crítica de Nietzsche al naturalismo. Otro tema vinculado a lo anterior es la cuestión de la identidad. No creo que esta cuestión pueda resolverse en el sentido de una pluralización, en un sentido multicultural. Tampoco puede resolverse en el sentido de la antítesis central de la discusión filosófico-política de los últimos años: redistribución, por un lado, reconocimiento, por otro lado. La teoría misma de reconocimiento está en el interior de lo que llamo la lógica diastólico-sistólica de la cuestión de la identidad en el mundo contemporáneo. Es decir, la tendencia de la globalización a remover la identidad y también a reedificarla. Cada identidad removida tiene como contrapeso una reedificación de la identidad. La idea de la lucha por el reconocimiento no tiene la capacidad de ir más allá de esta idea reformulada de las identidades. El reconocimiento se da sobre identidades que están preconstituidas. Está, en mi perspectiva, en el interior de la lógica del multiculturalismo. Dos cuestiones son muy peligrosas para el desarrollo de la conceptualización política hoy. Una es la cuestión de la identidad en este sentido reedificado, esencialista; la otra −en este punto, comparto la perspectiva de Toni Negri y de Judith Revel−, la cuestión de la naturaleza. Toda la discusión de la filosofía política contemporánea está centrada en el concepto de naturaleza. Son dos conceptos neutralizantes. Producen una neutralización de la problemática de la política, y también de la cuestión del bios, porque este es, desde siempre, la base de lo político. No existe −no solamente en Occidente, pero sobre todo aquí− orden político sin una referencia más o menos ideológica o simbólica a la cuestión de la naturaleza, a la cuestión del bios. En la polis griega, ya existía la biopolítica; la cuestión es el artificio ideológico de la naturaleza, del bios. Esto es el ingrediente fundamental de la constitución de la política, y no la naturaleza como criterio de lo político mismo. Por otro lado, cada identidad no puede ser entendida nunca como ya constituida. Como dicen los matemáticos, cada identidad es una fórmula incompleta. La cuestión de la identidad tiene, además, una implicación lógica con la cuestión de la soberanía. Todas nuestras discusiones sobre la democracia deben plantearse desde una óptica radicalmente 88

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nueva, no desde la óptica de la modernidad política, sino desde la de una democracia posnacional. Nuestro planteo tiene que relativizar el concepto de soberanía. Debemos pensar una idea paradójica de democracia sin Estado, democracia sin soberanía, con un modelo constitucional post-Estado. ¿Qué idea de sujeto podría producir una práctica, y no solamente una teoría, de una democracia postsoberana, post-Estado? En la cuestión de la subjetividad, es muy importante diferenciar el concepto de subjetividad y el de identidad. Son dos cosas radicalmente diferentes. La subjetividad es el producto de una convergencia constitutiva de diferencias y no puede ser una reconstitución identitaria. Cada preconstitución identitaria es una preconstitución ideológica. En ese sentido, nuestra crítica es una crítica, creo yo, a un modelo doble que está en la base de la modernidad política: el de la individuación y el de la homologación. Es decir, el de la democracia que tiene como base una seriación, una uniformación de los individuos. El modelo de democracia que fue analizado por Tocqueville, la democracia en América, un modelo individualista, una producción en serie de los individuos. La nueva cuestión que es necesario plantear es que este modelo de individuación y seriación determina un bloque en el proceso de constitución de la subjetividad y también de la subjetividad de clase. ¿Cuál es la situación actual de la subjetividad de clase? El tema es muy complicado, porque estamos en una fase donde la producción en el interior del capitalismo cognitivo genera productos nuevos que no son comparables con los productos de la manufactura; y hay un fenómeno nuevo: la disolución del modelo de lo individual, hay un derrumbe del paradigma de la racionalidad económica norteamericana. Este fracaso del paradigma de la rational choice explica por qué los economistas no pueden prever lo que pasa, porque los comportamientos de los individuos, su forma de acción, ya no responden al modelo de la opción racional de la teoría económica norteamericana. En la fase actual de la globalización, la tendencia del poder en Europa y en los Estados Unidos está comprimida entre individualismo, por un lado, y autoritarismo, por el otro. Competición individualista y vínculos autoritarios, no solamente en el sentido de la represión, sino en el de una política necesaria, heterodeterminada. Una prensa entre la lógica de mercado y la lógica del Estado, en una fase donde hay una crisis del Estado y una crisis del mercado. En la historia, hubo una alternancia del poder capitalista entre fases donde tenía un papel central la intervención del mercado en la programación económica, y otras donde tenía un papel importante el mercado de la privatización, de la liberalización. El mercado es el desarrollo del neoliberalismo de los años 80. Esta alternancia es un movimiento al interior de este individualismo y autoritarismo. El fenómeno del poder hoy es un fenómeno nuevo respecto de esta oscilación, este péndulo entre mercadoEstado. La lógica del poder se desplaza siempre en dirección a las lógicas funcionales de lo económico. Esto difiere de la idea de Bauman de la modernidad líquida: no modernidad líquida, hay nuevos poderes que están desplazados, en el epicentro de la finanza de la economía, donde todas las decisiones financieras y económicas no son decisiones de racionalidad económica, sino decisiones de la lógica del poder. No hay ninguna razón material ni económica para mantener la precariedad de los jóvenes, y no solamente de ellos, en nuestra sociedad. Hay una decisión de poder, una decisión política que determina esta política de precariedad. Hay una necesidad de producir una división dentro de la población, un control, que ya no es una vigilancia, en sentido foucaultiano, sino que actúa 89

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monitoreando: somos todos sujetos monitoreados y no sujetos vigilados. Vivimos una nueva fase de control del poder. Algunas palabras sobre la cuestión de los sujetos. Hoy hay una proliferación de movimientos en todo el mundo −no solamente en el mundo occidental, sino también en África, en el Magreb−, movimientos de “indignados”, y no solamente de ellos. En otras charlas de este ciclo, se hablaba de la necesidad de relacionar estos movimientos diferenciados con una idea de traducción, en un sentido mucho más político. La traducción como responsabilidad política. ¿Cuál podría ser el criterio de la traducción? Por un lado, tenemos una pluralidad irreductible de sujetos, de vías, de calles; las trayectorias de los sujetos son diferentes. No podemos imaginar, por ejemplo, que la trayectoria de los procesos de democratización en el Magreb pueda ser la misma que la de los movimientos en Europa. Hay muchas más cosas entre el cielo y la tierra, hay muchas más vías, calles, caminos a la liberación y a la emancipación que aquellos que nuestra filosofía o nuestra teoría política puede imaginar. Entonces, por un lado, la diferenciación, la pluralidad irreductible, la enfatización de las diferencias es una cuestión constante. Por otro lado, está la perspectiva de construcción de lo común, de lo universal, que no son la misma cosa. Lo universal es el espacio; lo común es la condición de la acción. Este sería mi planteo sobre cómo mantener este vínculo productivo entre universalidad y diferencia, es la fórmula clave de nuestro planteamiento. En mis trabajos, intenté hablar de universalismos de la diferencia contra el universalismo imperialista de la identidad, y contra el antiuniversalismo de las diferencias culturales. Por un lado, hay imperialismo, y por el otro, horror. Creo que el campo de tensión entre la universalidad y las diferencias podría ser la idea multiculturalista o la idea de la política de reconocimiento, donde las diferencias culturales son rígidas, preconstituidas, estilizadas de un manera unívoca, sin la idea de la perspectiva singular que cada diferencia tiene en su pensamiento de lo universal. No me interesa la conservación de las diferencias como tales, en su especificidad, sino que me interesa mucho más lo que cada comunidad, lo que cada movimiento piensa de lo universal; cómo cada grupo, cada cultura, cada comunidad piensa el papel de lo universal. En este sentido, podríamos plantear una idea nueva de lo universal. En esta diferenciación de los sujetos radica el fenómeno de un cosmopolitismo espontáneo, una nueva forma de cosmopolitismo que es diferente de la de los años 60; pero es necesario ver en este fenómeno una sintonía, una convergencia espontánea sobre una serie de cuestiones. Una problemática decisiva podría ser la de los bienes comunes. Esta cuestión está vinculada a una tipología de los derechos fundamentales de última generación. Estoy de acuerdo con Toni Negri y con otros pensadores cuando se habla de la dimensión de lo común como aquella que determina una explosión del paradigma de la propiedad y de la propiedad identitaria. No tenemos bienes comunes: somos bienes comunes. Yo no tengo agua, yo soy agua, porque sin agua no podría existir; no tengo como propio el aire, porque sin el aire no podría existir; yo soy agua, soy aire, soy estos bienes comunes, porque participo de ellos como forma de existencia. Avancemos hacia el final de la cuestión de la forma política democrática. Si la forma política democrática no puede ser una forma identitaria en un sentido esencialista, si no 90

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puede ser una forma soberana en el sentido de la modernidad política, ¿cómo pensar el espacio común de la democracia? Creo que ese espacio puede ser entendido en la dirección de Maquiavelo −y, en parte, del Maquiavelo interpretado por Gramsci−, y no en los términos de Hobbes o de Rousseau. La idea de la democracia como un sistema de gobierno multidiverso, como escribía en los discursos Tito Livio, es la república donde una potencia mira a la otra. Está claro que entendía este mirar en un sentido nada contemplativo. Y a la república, como una exposición horizontal de las instituciones que determina un modelo dinámico conflictual de la democracia, donde hay una delimitación política de los poderes y no una estructura jerárquica vertical. Esta podría ser una reedición del constitucionalismo en un sentido nuevo y global. Es decir, un republicanismo a partir de las prácticas, de los movimientos, de las relaciones sociales. Para adoptar un léxico que no es mío, mucho más técnico, desde la gramática de la multitud, hasta las sintaxis del mundo, ¿cómo se puede reorganizar la sintaxis política del mundo? Esta es la perspectiva de lo que yo llamo “universalismo de la diferencia”, donde lo universal no es un universal preconstituido. Planteo lo universal de una manera no fundacionalista, sino en relación con la contingencia: la casa de lo universal no está ya predigitada, tiene que ser construida siempre multilateralmente. Esta podría ser la idea de la traducción como responsabilidad política, como proyecto político, esta idea de lo universal no preconstituido, sino contingente. Se trata, en definitiva, de redefinir aquello que Marx llamaba “comunismo” y que podríamos llamar “el ser en común”. Pero el “comunismo” de Marx no puede ser replanteado como una idea, como una hipótesis; puede ser necesario, pero no basta. El comunismo no es ni una idea ni una hipótesis, es siempre el movimiento real que elimina el estado de las cosas presentes. Este movimiento tiene que producir ahora una fase que era impensable en la Modernidad, una reapropiación de la política. El movimiento real que produce la abolición del estado presente de las cosas. Tiene que determinar una reapropiación de la política y de lo político: de una como proceso y del otro como institución. De la política como proceso y como acontecimiento, porque la política no es solamente proceso. No es solamente la política de Hannah Arendt, sino también decisión ideológica en un momento determinado, la posibilidad de producir acontecimientos determinados. Esta reapropiación tiene que producirse más allá de la idea que yo mismo tenía como buena en la fase de la crítica de los años 80. Entonces, teníamos en Europa, y en Italia sobre todo, una idea del desencanto en la política. Creo que esta repetición del gesto, el desencanto, hoy arrojaría como único resultado la perpetuación del cinismo político dominante. Entonces, nuestra prospectiva tiene que ser de reencantamiento de la política, pero, por otro lado, la perspectiva de una desmitologización de la identidad. Esta doble fórmula, esta doble función sería la posibilidad de una nueva fase de pensamiento: reencantar la política, desmitologizar la identidad. Comentario de Eduardo Rojas Al leer y escuchar a Marramao, uno tiene la sensación de que se encuentra ante una opinión cercana y amiga. Uno lo encuentra con esa posición que ha ejemplificado hoy, a favor de una teoría política capaz de hacerse cargo de su dimensión cultural, práctica, dice él, de su dimensión no necesariamente natural. Una política que es constante, quizá, de los tiempos 91

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más remotos con Marramao, una política que no está determinada por el discurso de la economía ni por ningún otro principio que no reconozca la condición mundana, común, privilegiada que aprendimos con Gramsci. Treinta años atrás, no éramos combatientes de cabeza blanca como somos hoy. En primer lugar, trataré de reponer el contexto de esta conversación y de los temas que Marramao abordó hoy, en un momento expectante en la Argentina y en el mundo para revisar la crítica. Expectante y esperanzador. La crítica de la crisis nos parece superada, quizá lo esté, pero eso explica una cierta expectación por discutir, por dialogar. Momento expectante, estamos en un sistema-mundo que agota su potencial adaptativo y su pensamiento de pretensiones de totalidad. Es raro hoy que el economista se atreva a pensar, sin hacer el ridículo, en sistemas que global, total, absoluta y trascendentalmente, resolverían nuestros problemas. Pensamos, entonces, en un sistema-mundo que agota su potencial adaptativo, lo cual es trágico para cualquier sistema. La principal característica de estos es su capacidad de adaptarse. Como diría un buen teórico de sistemas, se adapta incrementado la complejidad interna y reduciendo la complejidad del otro. En la Argentina, un gobierno abrumadoramente confirmado en las urnas crea expectación, crea esperanzas. No siempre vivimos momentos de esperanzas. Es un momento expectante: ya no puede haber una crítica segura de su destino, como se estilaba en otras épocas. Uno intenta la crítica, pero no sabe si la crítica terminará criticando, no hay seguridad. En otro tiempo, la crítica tenía fundamentación histórica casi indiscutible; hoy no contamos en este mundo, y en este tiempo, y en este país con posibilidades de ejercer esa crítica. Mundo, globalización, política –nos advierten nuestros intelectuales amigos, como Marramao– están en plena mutación. Están pasando de lo que se sabe a lo que no se sabe: la frase no es mía, es de un ruso que se murió hace cien años, Lev Vygotsky. Un mundo, diríamos con Marramao, en plena mutación, en que la política es más voluntad que praxis. En la Argentina de hoy, no en todo el mundo, la política es más de conocimiento y voluntad que de praxis. En estos contextos, pensar la política tiene una particular utilidad; nos interpela, nos habla, nos hace investigar, actuar, decidir de modo distinto a como lo hemos hecho siempre. En los contextos de crisis global, hay que ahondar en ese debate de enorme implicancia entre el pensamiento del mundo de la vida y el pensamiento del cielo, de la teoría. Marramao decía: “Queremos pensar desde las prácticas” y, en el pasado, nos decía: “Bajemos de los cielos”. Ese pensar puede ser dramático. Pasa del cielo de la teoría tranquilizante del filósofo –uno puede suponer que todo cielo es tranquilizante– al mundo de la vida cotidiana. Y pensar allí, y practicar allí, en el tiempo, puede llevar a errores irreparables. Los éxitos y los errores son mayores. En la Argentina, tenemos no solo un diagnóstico de la crisis en curso, sino también el imperativo de pensar un modo de desarrollo. Y tenemos una cierta tranquilidad a pesar de lo tedioso del desafío, porque hay una larga experiencia de confrontación del pueblo con la lógica del capital. Hoy es más nítida, sin duda, pero tiene décadas. Entonces, cuando Marramao nos habla, traduce la lógica del capital a la lógica de los poderes en torno de la economía, y nos entendemos porque lo hemos vivido socialmente, porque la economía fusionó todos los poderes, hasta hemos naturalizado el lenguaje diciéndole “monopolio”. Hay historia y experiencia en ese modo de comprender el poder, que es 92

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cierto que es difícil de encontrar, pero que no es líquido, no es anónimo, sino que opera, somete, subordina, limita, monitorea. Se trata, diría uno leyendo a Marramao, de evitar las connotaciones valorativas de la crítica sistémica, economista y clásica. Así concluía él hace treinta años un debate en el cual sostenía: “Nuestro análisis requiere una sensibilidad por los pliegues más íntimos, por los fenómenos retorcidos, asincrónicos, oscuros, deformes de la crisis”. Por nuestra experiencia política, cultural y popular, cabe estar de acuerdo con Marramao cuando insiste en que no hay una sino múltiples modernidades. Es muy argentino el debate sobre la modernidad y la discusión práctica de la diversa modernidad. Es muy de argentinos contrastar el análisis externo, que sostenía que este país no se modernizaba, y mirar la práctica real y ver cómo lo hacía. Hay experiencia, diría, de una diversa modernidad que tampoco es común en otros países, ni siquiera de América Latina. Hoy no deberíamos homologar realidades. Estamos de acuerdo en que hay múltiples modernidades y no una, en que hay múltiples universalidades –en el léxico de Marramao– y en que, por tanto, la invitación a que busquemos nuestra universalidad nos resulta fundamental en el sentido de descubrir la diferente universalidad, lo local de lo global en que debemos vivir, en el lenguaje de época, en nuestro lenguaje de época, lo nacional-popular de nuestra región en el mundo global, y la contingencia nacional-popular con que nos insertamos, queramos o no, en el mundo global. ¿Cómo piensa –se pregunta Marramao– cada pueblo diferente lo universal? ¿Cómo cada pueblo es diferencialmente universal, local, nacional, popular? Quisiera recordar la frase con la que José Carlos Mariátegui termina su texto más conocido, Siete ensayos de interpretación de realidad peruana, cuando se refiere de modo lúcido, hace menos de cien años, a una pregunta similar. Él tenía que resolver nada menos que lo local de un pueblo, Perú, que de universal no tenía nada, y tenía que resolver el problema de lo universal y lo local, de mirar peruanamente el mundo en que vivía y era acusado, porque leía a los teóricos, de europeizante. Solo resolvemos el problema −dice Mariátegui en la última frase de los Ensayos− rechazando a quienes pretenden establecer una brecha infranqueable entre pensamiento nacional y pensamiento universal. Cito: “Por los caminos universales, ecuménicos, que tanto se nos reprochan, nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos”. En este juego que hace Marramao, esta universalidad diferente o esta localidad de la universalidad, una segunda solución tiene que ver, para nosotros, con otro tema central de décadas, el de la justicia de la identidad; el de las relaciones entre la lucha por la distribución de los bienes, y la lucha por el reconocimiento de la identidad y la representación cultural. Este conflicto, sostiene, no puede reducirse a una lógica utilitarista ni puramente de intereses sobre saberes, sobre potencia de saberes. En todo conflicto del mundo de hoy, argumenta Marramao con razón, hay por supuesto un componente material y estratégico, pero siempre en una trama inexplicable con la dimensión ética. Voluntad de potencia y voluntad de valor, intereses y ética; no hay justicia ni hay política reconocibles, que es un tema central, si no somos capaces de ver este juego de equivalencias, como diría Ernesto Laclau, de intereses materiales y valores éticos. Se tratará de determinar la razón de la justicia, esto es, si prima el momento utilitario o prima el momento identitario. No es fácil decidir la justicia de la Asignación Universal por Hijo (AUH), hay mucha simplificación. Como la AUH está haciendo justicia, no es necesariamente poder de ingreso. Por cierto, como diría Marramao, hay un aspecto material y estratégico, pero hay conformación de 93

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sujetos, hay conformación de prácticas, hay discurso emancipador, hay relación escuelamadres, hay organización popular, y la gente empieza a tener confianza en sus ingresos y a pensar el futuro. En este punto, Marramao nos propondría una visión particularmente sugerente de la política y de la institución basada en una idea de la identidad internamente diversa del sujeto político. Estoy ejemplificando con la AUH, no la podemos confundir con un solo objeto y un solo sujeto, o una sola demanda y un solo sujeto. Quizá en la definición de esta identidad internamente diversa del sujeto político que hace Marramao uno pueda encontrar cercanías entre teóricos. Cercanía con las equivalencias de demandas sociales que, para Laclau, son el momento populista, radicalmente democrático, de la política. Forzando el argumento, en esa equivalencia, está la política misma; allí, en ese populismo, está la política misma del tiempo en que vivimos. Se impone entonces −dice Marramao unido a Laclau− resolver el problema de instituciones estructuralmente incapaces de afrontar las nuevas formas de conflicto, instituciones que no mensuran, sino que comparan las diversas demandas y encuentran el tipo de diferencia de políticas, de prácticas institucionales en la base misma de la sociedad; instituciones cuya mentalidad ya no es meramente instrumental y legal, sino narrativa de la diferencia y de lo local. La categoría sociológica es el pueblo; no hay esencia de pueblo, hay práctica de pueblo. En este punto, me propongo hacer una mención empírica sobre este tipo más institucional. Tenemos una larga tradición de la pregunta institucional teórico-política, científicopolítica. Uno puede encontrar cierta empatía de este discurso de Marramao cruzado con el discurso de Laclau, con algunos hallazgos recientes de la sociología más empírica que se han preguntado por ciertos avatares de las políticas sociales. Junto con una colega de la UNSAM, Luisina Perelmiter, investigamos el aparato del Estado y el tipo de agente estatal en las llamadas políticas sociales. Allí afirmamos que la figura tipológicamente clave que surge de los procesos llamados asistenciales hoy es la burocracia plebeya. La burocracia nunca es plebeya; es la institución, es un señor con camisa blanca, corbata, que sabe ordenar, reglamentar, verificar, evaluar la actividad pública y del Estado. “Burocracia plebeya”, entonces, porque Perelmiter constata en la investigación que hay un mix entre el escritorio del burócrata y el territorio de gente que también sabe hacer la política pública que el burócrata sabe hacer. Y la burocracia del territorio, plebeya, no se formó en recursos humanos, no es experta en nada, está reclutada en el territorio, traba siempre, dice ella, con una inversión de jerarquías: lo que es jerárquicamente válido para el burócrata, para el plebeyo racional con el cual se encuentra la política social no es jerárquico, porque esto no le importa, porque tiene que responder en su localidad, no tiene que responder en el piso ocho del Ministerio de Desarrollo Social (que fue el ámbito estudiado). Es reclutada en su territorio, invierte las jerarquías y hace su vida desde abajo, no baja desde arriba, desde el Estado a la provincia y a la municipalidad; en cambio, hace subir a los de abajo. Esta burocracia plebeya trabaja con un principio ético de evaluación que es el sacrificio, la voluntad, la empatía con el sufrimiento; tiene cierta autenticidad subjetiva, es juzgada en su eficacia por la correspondencia entre los haceres y los decires, y desarrolla un circuito antiestatus de autoridad. Antielitista, módico, a veces está; espasmódico, a veces no está; renuente a todos los modos expresivos de autoridad y con una fachada social plebeya; no lleva corbata, camisa blanca ni traje gris. A los que aprendimos un modo distinto de la intelección política con Gramsci, “burocracia plebeya” nos suena simpático, conocido. No 94

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es burocracia popular, como diría un demagogo; es plebeya, es teatral, es dramatúrgica, es otro modo de burocratizar y de racionalizar. Quisiera terminar haciendo un juego de los léxicos de Marramao, para decir con esto el modo como nos ha interpelado a sintetizar. Pocos años atrás, nos decía, siguiendo a Borges, “vengo con la nostalgia del presente”. Hoy nos dice “vengo con la pasión del presente”. Quizá, excediendo el significado del discurso, podríamos recordar, con Walter Benjamin, que la política es la previsión del presente, entonces, se nos produce una cierta inquietud, una inquietud de nostalgia, de pasión, de prohibición de este acontecer que llamamos política, que nos convoca a pensar juntos, que nos ha traído hasta acá, que nos hace tener esa voluntad y esa esperanza.

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Toni Negri1, comentado por Federico Schuster2 “Para emanciparse políticamente, hay que pasar a una figura multitudinaria de rechazo”3

Agradezco poder participar del clima político de la Argentina actual, que no solo es interesante para un estudioso, sino que genera entusiasmo para quien piensa que la política debe ser vivida por los sujetos o, mejor aún, por los actores populares o multitudinarios. Hoy, hablaré sobre emancipación, una de las palabras absolutamente fundamentales del preámbulo de la liberación, ya sea en el anarquismo como en el socialismo. Creo que hubo una primera definición de emancipación –que quizá nos importa un poco menos en la actualidad, pero que, sin embargo, queda como prólogo de este debate– vinculada con una concepción individualista y universalista de ese proceso. Los orígenes de esta definición son indudablemente iluministas y, no obstante, muchas veces, el desarrollo de estas ideas iluministas daba con un desarrollo escatológico en su universalidad, en la relación voluntaria que surgía alrededor del concepto de emancipación. La emancipación también conlleva una clave religiosa, de salvación. El vínculo entre emancipación y liberación fue muy estrecho. Entonces, a pesar de su fascinación, de que lo encontremos continuamente propuesto por las filosofías actuales casi como una intensa nostalgia de una emancipación que nunca se alcanzó, este concepto se relacionó con una condición social, en gran parte, agotada. No quiero usar el término “superada”, porque cuando se supera no se sabe nunca hacia dónde se va, pero sí digo “agotada”, ya que, de hecho, la emancipación es una idea vinculada al predominio de formas de producción individuales de un horizonte de organización capitalista de la sociedad que todavía no había involucrado a todos los sectores. Existe, entonces, una primera idea de emancipación: individualista y universalista que, abstractamente, vincula este problema al desarrollo de la producción histórica y se presenta como una utopía, con puntos escatológicos. Hoy, la situación es distinta, nos permite hablar de emancipación en términos también problemáticos, pero sobre una base diferente: el hecho de que el desarrollo capitalista ya esté involucrado en la sociedad, en su forma completa. La subsunción de la sociedad en el capital no es formal, sino real, es decir, todos los valores que la sociedad produce son traducidos en valores de intercambio; se introducen bajo la categoría de la moneda; son asumidos dentro de los “pasajes financieros” que, bajo esta subsunción real de la sociedad el capital, nos dan una serie de transformaciones que han tocado la composición técnica y 1. Filósofo italiano. 2. Filósofo argentino. 3. Intervención en la segunda edición del ciclo Debates y Combates, “Hacia una teoría de la emancipación para el siglo xxi”, realizada en noviembre de 2011.

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política del conjunto de los sujetos sociales. Se trata de una modificación técnica y política que concierne, en primer lugar, al trabajo, a la producción; en segundo lugar, a las formas de vida, los modos en los cuales los sujetos conciben y tratan de actuar la conducción de su propia vida. La configuración del trabajo cambió porque el trabajo cognitivo se convirtió, cada vez más, en hegemónico dentro del sistema productivo. La configuración política cambia porque, más que encontrarnos frente a masas, a clases cohesionadas, nos encontramos ante las multitudes de singularidades cohesionadas en la tensión productiva y reproductiva de la vida social. Pero, siempre que introduce no tanto un elemento individual, sino singular en la producción, el trabajo cognitivo en sí implica que esta cooperación se una a la inventiva. El surgimiento de la cooperación, que es técnicamente actual, podría también ser políticamente actual. Pero vivimos una situación de profunda transición, en la que este devenir común del problema de la realidad productiva no se corresponde todavía con un devenir común de la realidad política, de la vida en la polis. Esta dimensión productiva se expande luego en forma completamente amplia, y es claro que se determinan modificaciones fundamentales en el trabajo cognitivo. Entonces, en un trabajo que ya no se vincula localmente, sino que se extiende en toda la sociedad, corresponde una cierta espacialización en la producción, la financiarización en la que se computa o se mide el trabajo cognitivo. No existe otra medida del trabajo cognitivo que no sea a través de los instrumentos financieros. Las viejas categorías para medir el trabajo (vinculadas con estructuras espaciales de la producción, como la fábrica, la industria; o temporales, por ejemplo, la jornada laboral) se modifican. Convencionalmente, hablamos de la “finanza de tiempo” y, detrás de ella, la globalización ingresa como tendencia, que puede ser desarmada por elementos políticos distintos, pero que corresponde mejor que otras medidas (o falta de medidas) a ciertos fenómenos vigentes en la actualidad. Ahora, una vez que se parte de esta determinación, es posible desplegar una primera hipótesis con respecto a la emancipación, aquella que se determine dentro de la subsunción real del capital y dentro del común productivo constituido, en potencia, dentro del desarrollo. Naturalmente, una vez asumido este marco, el problema de la emancipación ya no se coloca como un dilema ideal, sino como un problema práctico del pasaje del común actual al común de la forma tecnológica, al común virtual de las formas políticas. El problema de la emancipación es constituyente de las formas políticas en las cuales el actual nivel de producción puede darse. Es posible decir que las fuerzas productivas son más avanzadas que las relaciones de producción, lo que se constata prácticamente. En esencia, la crisis vigente se presenta como incapacidad de las relaciones de producción –es decir, de las formas estatales, financieras, globales– para contener la nueva productividad común. En realidad, el mundo de las necesidades, de los deseos de los trabajadores sigue la dimensión cognitiva, y la finanza, en sus viejas formas, su viejo bloque, en su capacidad de transferir las ganancias en rentas, sigue a esta masa, a esta multitud de capacidad de trabajo. Y es justamente sobre este retraso de las capacidades capitalistas para organizar la riqueza producida donde se provoca la crisis. Si asumimos esta base y esta relación desequilibrada entre producción y formas políticas (este retraso de las formas políticas y su subsunción en las formas económicas), podemos pensar 97

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un sentido “biopolítico” para lo que veníamos diciendo, tomando los aportes que Foucault brindó a las ciencias políticas. El concepto de “biopoder” como nueva representación de la soberanía se coloca al lado del contexto biopolítico que debemos considerar activo. La vida política de cara al biopoder es realmente una potencia que se desarrolla frente a un dominio de este desequilibrio en términos de biopolítica; muestra en conjunto la potencia del tejido social y la asimetría que este presenta frente al biopoder capitalista. Cuando se habla de emancipación, es válido tener presente este concepto de asimetría. En general, la emancipación se propuso como un problema que debía tener una solución jurídica, constitucional, pero en la etapa que atravesamos –y las condiciones que destaqué son válidas–, tenemos que comenzar a aclarar que “el uno está dividido en dos”, según el viejo eslogan maoísta. No lo digo en términos de reminiscencia, sino que el uno se dividió en dos porque el concepto de poder y el concepto del capital han sido siempre dos. El capital no existiría como orden, como comando, si la fuerza de trabajo no fuera activa, si el trabajo no se presentara como trabajo viviente. El capital nunca fue un Leviatán, como así tampoco lo fue el Estado. En el Estado, el capital nunca pudo eliminar a los sujetos porque, sin su vida, sin la obediencia como acto, como momento activo, ni el Estado ni el capital existirían. Cuando expresamos que “uno se divide en dos”, no decimos que esta ruptura de la relación sea en términos absolutos. Sin embargo, evidentemente, para que la relación exista y funcione, la proporción de obediencia debida al Estado o la proporción de trabajo vivo debida al capital es fuertemente desequilibrada. En este caso, es interesante medir esta relación, ¿desde qué punto de vista? Desde el punto de vista del derecho, porque este también se convierte en una medida, en una máquina que forma la relación entre Estado y ciudadano, o entre capital y trabajo vivo. Ahora, lo que es cada vez más claro es que la política, a diferencia de lo que ocurrió en otras épocas (si queremos pensar en un período cercano, en especial, después de la gran crisis de los años 30), no logra desarrollar una posición constituyente que esté al nivel de la historia de los movimientos constitucionales. La misma definición de constitución siempre fue la historia de las mediaciones construidas alrededor de las relaciones mercantiles de intercambio, en el caso de las viejas constituciones liberales, y luego, en torno a la dialéctica capital-trabajo, en el caso de las constituciones democráticas. Hoy, si esta transformación de la que hablábamos ocurrió, realmente se vuelve difícil imaginar qué mediación pueda construirse alrededor de los procesos de financiarización que viven en el corazón del capitalismo moderno. Y es difícil redefinir categorías como democracia, soberanía nacional, representación y, también, salario e ideología. ¿Cómo pueden conceptualizarse nuevamente estas relaciones fuera del conocimiento de que los mercados financieros y globales son sede eminente de producción de autónoma politicidad y legalidad? El orden ejercido por el capital financiero tiende a saltar las mediaciones institucionales de las modernas democracias y se funda en el chantaje dado por el hecho de que las garantías, en última instancia, del goce de los derechos esenciales, de la casa, de la salud, de la reproducción de la vida y de los mismos salarios dependen, en forma irreversible, de las dinámicas y las continuas turbulencias del mercado. Entonces, ¿qué significa en la actualidad colocar la emancipación dentro de la crisis del derecho constitucional, una vez que se ha definido la emancipación como proyecto constituyente? ¿Qué significa hacerla actuar en una situación de crisis? Este tema no es demasiado abstracto, sino que hemos vivido y estamos viviendo situaciones en las cuales el problema constituyente está puesto en términos muy concretos. En América Latina, se 98

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ha visto ampliamente, sobre todo, en los años 90; y luego, en el nuevo siglo, en la relación entre Estado y movimientos, que configura una función dinámica constituyente de los movimientos, sin duda. Pero todo esto ocurre en una situación en la que no se comprende cuál es la conclusión, porque es muy difícil considerar esos movimientos como otro poder frente al Estado. Este proceso de Estado-movimiento se diluye en una relación en la que no se entiende quién es el actor. En este sentido, se corre el riesgo de que el Estado finja que los movimientos “hacen” su transformación cuando, en realidad, es él mismo quien los crea como imagen de su debilidad, de su incapacidad de síntesis. Nuevamente, ¿qué significa emancipación como potencia constitucional? ¿Cómo puede definirse una emancipación a partir de estas crisis? Aquí se pone en juego la transición histórica que hemos vivido después de la segunda mitad del siglo xx, de estas transiciones incumplidas (del fascismo a la democracia en Italia y en España, por caso). En vez de una transición, se dio una superposición del modelo neoliberal, y podría continuar con los ejemplos, pero también podría decir otra cosa: en estos días, se discute cómo, después de treinta o cuarenta años, existen movimientos que expresan la necesidad de la transición, en la que la pasión de democracia, que es una pasión del común, destruye una serie de formalismos que bloquearon el desarrollo constituyente de la emancipación. Es el caso de los “indignados” de España, y quizá de forma más tímida, algo similar se está viendo en los grandes movimientos de los estudiantes chilenos. Y creo que, en la Argentina, su vitalidad está en el hecho de que la transición no fue ocultada, sino protagonista de este pasaje. ¿Cuáles son hoy las formas en las figuras de subjetividad en torno a las cuales se da nuestra experiencia de vida? La primera forma es la del sujeto endeudado. Porque la transformación productiva que hemos descripto se asienta sobre un movimiento esencial que lleva del trabajo asalariado a un trabajo precario; entonces, del trabajo del explotado al trabajo del endeudado, de la figura del trabajador asalariado clásico a la figura del trabajador precario. Es en este punto donde se ve la base de una emancipación posible, nuevas condiciones totales del biopoder y condiciones reales de lo biopolítico. El trabajo precario –que es un trabajo cognitivo, esencialmente, en red, cooperativo, etcétera– se da como un excedente de capacidad productiva. Por otra parte, la figura del trabajador precario pierde su completa autonomía bajo el capital, se convierte en endeudado, y esto significa que es parte del proceso de producción y del capital: se es un elemento interno, un servidor por deuda. Hoy, otra forma de sujeto es el hombre mediatizado. Se observa el movimiento de la alienación a la mediatización: aquí también se está dentro del círculo de los medios de comunicación, de lo que es la capacidad de construir la cooperación, pero, por otro lado, se está capturado. Ya no es más la falsa conciencia del individuo alienado, sino que se está tomado por el juego del poder. Y como justamente la productividad humana está enmascarada en la figura del endeudado, la figura del mediatizado está escondida en la inteligencia humana. En el caso de los nuevos hombres posmodernos, el problema no es tener mucha o poca comunicación, sino ser libres, dueños, o que esa aptitud comunicativa nos enriquezca. Otro ejemplo es el del hombre asegurado: también aquí es claro que esta sociedad se ha convertido en extremadamente compleja, los riegos vienen por todos lados, pero el riesgo 99

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no es tal cuando se convierte en miedo. De ahí, la capacidad que tenemos para responder al riesgo, a la dificultad de la vida, poniéndonos en comunicación y defendiéndonos. Piensen en la expansión de los sistemas carcelarios, lo que son los procesos de exclusión para introducir miedo. Esto es el Estado moderno, que vive de la creación del miedo. Siempre fui muy espinozista: no creo que el Estado haya nacido como garante para que no se tenga miedo, sino que la sociedad y también las formas de regulación pueden llevarnos a un ápice institucional dentro de ella; nacen del deseo de vivir y organizarse juntos. La construcción del concepto de miedo viene de una voluntad de dominio, no de asociación. Ahora bien, cuando el deseo es vivir en paz, el sentido de la libertad y de la igualdad, como también el sentido de la verdad, son puestos en duda en el caso del hombre asegurado. La forma que me parece más peligrosa es la del hombre representado, porque este es el punto en el que se choca con el problema de la emancipación. Hoy, las constituciones democráticas y el concepto de representación que han desarrollado son el peor enemigo. El hombre representado es la suma del hombre endeudado, del hombre mediatizado y del hombre asegurado. En la representación, ninguno de los valores democráticos profundos –que conciernen justamente a la emancipación, al devenir constituyente, a la capacidad para hacer actual la libertad– están garantizados. El capitalismo contemporáneo, a través de la forma de la democracia como fue inventada en el año 1700, nos domina y nos deshumaniza. Entonces, ¿cómo hacemos para reconquistar la emancipación? Para el hombre endeudado, hay una primera reacción de rechazo: “Yo no pago la deuda”. Es el momento fundamental para comenzar a emanciparse políticamente. Es el rechazo a ser echado de mi casa porque no terminé de pagar el crédito. Es decir “quiero reapropiarme de esta riqueza común que fue construida sobre una base común”. Se trata de pasar, después de este rechazo, a lo que es una figura multitudinaria de rechazo dentro de una afirmación positiva: la deuda que “nosotros” tenemos, que está frente a cada uno de nosotros (que es el juego de las singularidades), se convierte en un hecho constitutivo, probablemente, de una nueva sociedad un poco mejor. En lo que respecta al problema de la comunicación, del hombre mediatizado, no quiero sostener el primer rechazo, sino pensar que puede existir una verdad común en la comunicación y transformarse en mecanismos de comunicación comunes. Muchos de los problemas actuales de la emancipación tienen que ser repropuestos a partir de cómo representarnos, y los movimientos contra las deudas, la falta de verdad y la aseguración, y los movimientos para la libertad de la sociedad deben encontrar la forma de una nueva constitución, el fin de la democracia como les fue contada. Evidentemente, esto no implica la repetición de otras fórmulas que hemos vivido y, muchas veces, sufrido en formas trágicas en el siglo pasado y el moderno, pero significa que hoy es el momento en el que muchos nos escuchan, se observan gran cantidad de movimientos y, a partir de ellos, podemos empezar a pensar en el futuro.

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Comentario de Federico Schuster La exposición del profesor Negri presenta algunos de los problemas clave de nuestro tiempo. Efectivamente, uno de los aspectos centrales de la emancipación es herencia del iluminismo, y remite a la emancipación del individuo, una idea individualista, universalista, vinculada también con principios escatológicos. Una de las principales cuestiones respecto de la emancipación es quién es el sujeto de esta, y cuando se habla de la idea de emancipación como idea constitutiva, uno de los puntos fuertes para pensar es que ese proceso es el propio proceso de constitución del sujeto que se emancipa. La idea de pensar un sujeto previo al proceso de emancipación es compleja porque nunca podrá dar cuenta efectivamente de en qué consiste ese proceso. Si tomamos en cuenta procesos emancipatorios que se han dado en los últimos dos siglos en el mundo, que han tenido que ver, muchas veces, con la lucha por la emancipación de las mujeres, de los pueblos colonizados, etcétera, es interesante ver que el sujeto resultante no es el mismo que estaba definido de antemano; esto es, no hay un sujeto cerrado de antemano que nos permita definir quién es el que se emancipará. Negri mencionó una situación muy crítica relacionada con las relaciones materiales, con la dominación inmediata del capital sobre los seres humanos, que es la cuestión de la deuda. Sin necesidad de un análisis demasiado sofisticado, es un tema central de lo que sucederá con el mundo que viene, esto es, la deuda en un doble sentido: de las personas que, en el mundo capitalista, estamos endeudadas, a través de los mecanismos por los cuales el capitalismo financiero controla nuestras potencialidades, las deudas hipotecarias, las deudas bancarias, en general, las tarjetas de crédito, una enorme cantidad de sistemas que generan una sociedad en riesgo porque, básicamente, en la medida en que los individuos estamos endeudados, cualquier puesta en cuestión del orden establecido significa para nosotros no la potencialidad de nuestra emancipación, sino que lo primero que se nos aparece es la potencialidad del desastre, de que perdamos todo, de que quedemos en la más absoluta indefensión. En la Argentina de los años 90 en adelante, hemos visto algunos movimientos sociales de los que podemos aprender muchísimo. Hacia el final de esa década, las deudas de los pequeños propietarios agropecuarios en el interior del país que se hicieron impagables llevaron a que los bancos fueran a rematar sus tierras. En La Pampa y luego también en la provincia de Buenos Aires, un conjunto de mujeres sin experiencia previa de luchas gremiales o políticas decidió detener los remates, se unieron y, juntas, se paraban en las puertas de las casas, impedían el ingreso de los rematadores y cantaban el Himno Nacional. En los procesos sociales y en los procesos de luchas y de resistencias, siempre es interesante ver cómo, muchas veces, los símbolos clásicos se convierten en herramientas de resistencia. Entonces, muchos remates fueron efectivamente detenidos, y lo que se observa es que esas mujeres, después de constituido el movimiento en la dificultad del conflicto, no eran las mismas de antes. Luego, el proceso argentino permitió que las deudas se regularizaran, que las casas no se remataran, y esas mujeres siguen organizadas y son otras: son las que se constituyeron en el propio proceso de la emancipación. Estos procesos de emancipación –por supuesto, provisoria, parcial, que no es la emancipación universal de la humanidad– nos dan la esperanza de que es posible cortar la cadena que parece atarnos a un futuro de nueva esclavitud, basa­­­­da en la imposibilidad efectiva de generar una autonomía de nuestra vida en común. 101

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Analicemos la deuda, que no es el único ejemplo que ofreció Negri, y que, en efecto, es nada más que uno de los detonantes de esta compleja trama donde existe una enorme y compleja riqueza productiva de la vida social que el capitalismo ahorca y es incapaz de representar y de incorporar. Así como hay situaciones relacionadas con las personas, hay otras vinculadas con las sociedades y con los países. Indudablemente, Grecia –pero también lo que ha sido el caso argentino– ha mostrado que la deuda es una nueva forma de colonialismo, y ni siquiera digo de imperialismo, sino del gobierno de unos países sobre otros, a partir de la imposibilidad de esas naciones, de sus Estados y de sus sociedades de desarrollar una política propia y de determinar cómo queremos vivir juntos. Esta idea del buen vivir renace bajo nuevas formas, por ejemplo, en América Latina. Seguiré con uno de los puntos de la exposición de Negri que nos lleva a una dimensión más relevante y, al mismo tiempo, desde nuestro proceso histórico propio y reciente: el tema de la representación. De todas las figuras –sostuvo Negri– la del hombre representado es la que podría constituir el mayor enemigo de la emancipación. Efectivamente, al observar el modelo europeo, se tiene una representación traducida en fuerzas políticas más a la izquierda o más a la derecha, pero pareciera que todas ellas tienen un límite que son incapaces de atravesar, con lo cual no hay en la representación política la posibilidad alguna de quebrar las situaciones de dominación a las que estamos sometidos. Como sistema de representación, la política reproducirá indefinidamente la imposibilidad de la emancipación. En la Argentina, pero también en América Latina, existe un proceso curioso en ese sentido: venimos de la puesta en cuestión de toda representación, de las formas políticas instituidas, de una manera muy práctica, expresada hasta en un lema de mucha fuerza simbólica: “que se vayan todos” manifestaba el agotamiento del sistema, es decir, quienes habían gobernado el país habían sucumbido ante las grandes corporaciones del poder. El proceso asambleario, de enorme riqueza del debate y de la discusión (en barrios, salas universitarias), de algún modo, recompuso un nuevo sistema de representación. La representación es una ficción teatral en la que el representado cree que hay alguien que está poniendo en su cuerpo y en su figura sus necesidades, derechos, ideas e intereses. Esa ficción funciona cuando ambos creen en lo que está sucediendo. Eduardo Grüner sostiene que la llamada crisis de representación de 2001 no fue solo una crisis de representantes, sino que también fue una puesta en cuestionamiento de los representados. Estoy convencido de que toda esa experiencia está viva en la sociedad argentina. Está en los cuerpos de los sujetos que participaron de ella, que seguirán exigiendo al sistema político que no se la traicione. Pero debemos preguntarnos qué ha sucedido en países como el nuestro, donde herramientas que teóricamente llamaríamos no emancipadoras, sino de la dominación, como el Estado o la representación, se convirtieron en instrumentos asumidos por sectores importantes de la sociedad, casi apropiados, ya que no es que se delegan ligeramente, sino que están permanentemente controlados por la propia sociedad. Me parece valioso y fascinante que podamos debatir estos temas porque, cuando discutimos cómo combinar una sociedad integrada con una sociedad diversa, vivimos tiempos de una enorme riqueza en América Latina. 102

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La emancipación es, en primer lugar, un proceso práctico que no puede ser sometido a las formas o jugadas de la cognición dominada por la mercantilización capitalista. Hoy, América Latina es un laboratorio de vida donde los más grandes debates de la filosofía mundial –que hacen al sentido de quiénes somos y quiénes podemos ser, y cómo podemos recuperar nuestra vida en común como seres humanos– tienen lugar en la vida práctica de un modo y con una riqueza que no debemos dejar de lado, pensando en nuestro futuro y en el del conjunto de la humanidad.

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Ernesto Laclau1, comentado por Jorge Alemán2 “Sin significante hegemónico vacío, no hay política, sino dispersión de demandas”3

Propongo realizar una aproximación a las tesis fundamentales de la teoría de la hegemonía, en función de los problemas que aborda este ciclo. En primer lugar, quisiera aclarar cuál es la noción de discurso que utilizo. Por “discurso” no entiendo algo vinculado con la palabra hablada o escrita; es, en cambio, la dimensión significante que está ligada a toda práctica social; se acerca mucho a la noción de “juegos del lenguaje” propuesta por Wittgenstein, que abraza tanto las palabras como los actos que están conectados con esas palabras. En un escrito, utilicé un ejemplo de Wittgenstein que dice que, si estoy construyendo una pared con otro obrero y, de pronto, le pido que me alcance un ladrillo, eso es un acto lingüístico; pero si coloco el ladrillo sobre la pared, eso es un acto extralingüístico. Sin embargo, los dos actos forman parte de una operación más amplia: la construcción de la pared. Entonces, si erigir la pared incluye tanto actos lingüísticos como extralingüísticos, no puede ser ella misma lingüística o extralingüística; hay que ir a un nivel ontológico más básico, que es aquel en el cual las prácticas se constituyen. Llamamos “discurso” a ese nivel. Por lo tanto, utilizaré algunos términos lingüísticos, aunque hay que tener en cuenta que no me refiero a lo lingüístico como categoría, sino a las prácticas significativas, y no hay ninguna práctica que no sea significativa; la teoría de los performativos incluye significación y acción. El problema inicial es determinar cómo se constituye una relación hegemónica. Para eso, voy a partir de la noción saussuriana del lenguaje como sistema de diferencias. Ferdinand de Saussure afirma que, en el lenguaje, y por extensión en toda práctica significativa, no hay términos positivos, sino solo diferencias. Si yo digo la palabra “padre”, para entender lo que significa, tengo que comprender el significado de la palabra “madre” y de la palabra “hijo”; es decir, cada término refiere a otro, y como la totalidad del lenguaje consiste en un sistema de diferencias, en cada hecho individual de significación, está involucrada la totalidad del lenguaje. Esto, sin embargo, plantea desde el comienzo ciertos problemas, que es lo que conduce a la categoría de hegemonía. En primer lugar, si el lenguaje es un sistema de diferencias, ese sistema tiene que ser cerrado, porque si un término significa algo solamente en relación con otro, y si el sistema no fuera cerrado, habría una dispersión total del sentido, y, en ese caso, nada significaría exactamente nada, es decir, el cierre del sistema es necesario, y para que cierre, se requieren límites. Ahí surge una primera cuestión: para ver los límites de algo, tengo que ver lo que está más allá de ellos (esta es una afirmación hegeliana a 1. Politólogo argentino. 2. Psicoanalista argentino. 3. Intervención en la segunda edición del ciclo Debates y Combates, “Hacia una teoría de la emancipación para el siglo xxi”, realizada en noviembre de 2011.

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la que podría suscribir). Pero si este es el sistema de todas las diferencias, lo que está más allá de los límites solo puede ser otra diferencia, y, en ese caso, esa otra diferencia no sería externa al sistema, sino interna, con lo cual la categoría de límite empezaría a ponerse en cuestión. ¿Cuál es la única posibilidad de solucionar este problema? Solo se soluciona si aquello que está más allá de los límites no es simplemente otra diferencia, sino que participa de la naturaleza de una exclusión, y esta exclusión es la que hace posible la totalización del sistema. En el curso de la Revolución francesa, Saint-Just decía: “La unidad de la república es solo la destrucción de lo que se opone a ella” (el complot aristocrático). Es decir, sin esa exclusión de aquello que se opone a la unidad de la república, esta no podría constituirse. Esto también ha sido planteado, por ejemplo, en la teoría de los conjuntos: del conjunto vacío depende la posibilidad de uno pleno. Sin embargo, esto crea inmediatamente un problema teórico, porque, en relación con el elemento que se excluye, la unidad de todas las diferencias que constituyen el sistema, las unidades diferenciales no son solamente diferenciales, sino que son equivalentes en su rechazo de la diferencia que es excluida. Ahí es donde empezamos a tener una dificultad mayor, porque la relación de equivalencia es exactamente la condición de la diferencia, pero, al mismo tiempo, es lo que pone en cuestión la categoría de diferencia: si dos elementos son equivalentes no pueden ser diferenciales, puramente diferenciales entre sí, y, sin embargo, esa equivalencia es la condición de la diferencia. Entonces, respecto de la totalidad del sistema, nos encontramos en una situación paradójica, porque, por un lado, la totalización del sistema es la condición de la significación, pero, por el otro lado, esa totalización es una operación imposible en términos de una representación directa. Allí nos encontramos un poco como en la situación del noúmeno kantiano: un objeto que se muestra a sí mismo a través de la imposibilidad de su representación adecuada. Esta situación nos lleva directamente a la noción de “significante hegemónico”, porque si la totalización es la condición de la significación, pero es una operación imposible en términos de una representación directa, solo puede haber totalización si una cierta particularidad dentro del sistema, sin cesar de ser particular, asume la representación de esa totalidad que es inconmensurable con ella. Ahora, esta operación por la cual una cierta particularidad asume la representación de la totalidad es exactamente lo que llamo “hegemonía”. Este significante hegemónico pasa a ser también un significante tendencialmente vacío. ¿Por qué? Pensemos en un ejemplo histórico concreto: Solidaridad, en Polonia. Al principio, las demandas de Solidaridad eran las de un grupo particular: los astilleros Lenin, de Gdansk, pero puesto que las demandas y los símbolos de este movimiento tenían lugar en una sociedad en la cual muchas otras demandas tampoco eran reconocidas, inmediatamente, esas demandas empezaron a universalizarse, es decir, pasaron a ser las demandas y los símbolos de una movilización de tipo más general. Así, las demandas de este movimiento estaban internamente divididas: por un lado, eran la particularidad concreta de esas demandas, y, por el otro, significaban algo que las rebasaba y que empezó a totalizarse. De este modo, aquellas demandas pasaron a ser hegemónicas, pero también, significantes vacíos, porque, en primer lugar, si significan la totalidad de un sistema de equivalencias de demandas en esa sociedad, tienen que erosionar la relación con la demanda original que las ha generado; y, por otro lado, si se erosionan de esta manera para representar la totalidad del sistema, no pueden establecer un lazo directo con ninguna demanda particular. 105

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Mientras más se extienda la cadena de las demandas representadas, tanto más rico será este significante, pero, del otro lado, si tiene que eliminar su relación con las demandas particulares que lo iniciaron, en ese caso, desde el punto de vista de las determinaciones internas, será cada vez más pobre. De ahí que la tan mentada vaguedad e imprecisión de los símbolos populistas sea la condición de su eficacia política, porque tienen que representar algo que no puede ligarse a un contenido concreto. Las prácticas administrativas tecnocráticas siempre tienen un contenido concreto, pero los símbolos políticos, en su circulación, empiezan a crear significaciones populares más amplias. Esta noción de un fundamento hegemónico que, al mismo tiempo, se basa en una imposibilidad de un objeto necesario es algo que encontramos en otros enfoques teóricos. Por ejemplo, en Heidegger, aparece la noción de Ab-grund, que significa que, en el lugar del fundamento, hay un abismo. No hay un fundamento positivo, pero por el hecho mismo de que el Ab-grund significa a la vez fundamento y abismo, existe la posibilidad de fijaciones parciales, que en la descripción que hace el último Heidegger, se acercan mucho a lo que llamamos “prácticas hegemónicas”. El segundo ejemplo que podemos tomar es el objeto a, de la teoría psicoanalítica lacaniana. Allí tenemos un vacío, que es lo que Freud llamaba “la cosa”: es una ilusión retrospectiva, pero hay objetos parciales que asumen la representación de esa cosa. También en el caso del objeto a, el objeto petit a lacaniano, algo se acerca a la categoría de hegemonía. Finalmente, en Gramsci se identifica el mismo proceso: la Revolución rusa había creado un quiebre entre la identidad de los agentes naturales de ciertas tareas y las tareas mismas, es decir, la burguesía era el agente natural de la revolución democrática, pero la burguesía rusa era incapaz de llevar a cabo su revolución. Entonces, las tareas pasaron a un sector social diferente, se relacionaron metonímicamente con agentes distintos. Al principio, se consideraba que esto era una excepcionalidad rusa, pero luego, en 1920 y 1930, empezó a verse que los agentes sociales están solo contingentemente ligados a sus tareas. En los años 30, Trotsky concluyó que el desarrollo desigual y combinado, es decir, esta distancia entre tareas y agentes es la condición de todas las luchas sociales contemporáneas. Entonces, si todos los desarrollos sociales son heterodoxos, cabe preguntarnos qué es un desarrollo normal. Gramsci fue quien entendió que los núcleos hegemónicos −él hablaba cada vez menos de clases y cada vez más de voluntades colectivas− se aglutinan alrededor de tareas, cuya forma de inserción depende de una lucha y no está determinada por ninguna lógica necesaria de la historia. Así, si comparamos Gramsci, Lacan y Heidegger, existe una homología que es simplemente una nueva percepción de la naturaleza del vínculo social. Hay dos aspectos a los cuales deseo referirme ahora. Primero, si, como en el caso de Solidaridad, hablamos de una frontera interna que divide la sociedad en dos campos, en ese caso, hay un antagonismo, y la cuestión que debemos preguntarnos entonces es qué significa una relación antagónica y qué vínculo entre sujetos presupone. En segundo lugar, me propongo reflexionar sobre el estatus teórico de los significantes hegemónicos vacíos. Respecto del primer punto, poco se ha debatido acerca de lo que es una relación antagónica. Así, empiezo por referirme a uno de los debates que ha abordado este problema en las últimas cinco o seis décadas. En una discusión dentro del marxismo italiano de los años 50 y 60, Galvano Della Volpe, y luego su discípulo Lucio Colletti, sostenía que había que 106

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partir de la distinción kantiana entre dos tipos de relaciones de oposición. En primer lugar, está la contradicción lógica: si digo “esto es un reloj” y, al mismo tiempo, digo “esto no es un reloj”, se trata de una contradicción, y no estoy sosteniendo absolutamente nada; es una contradicción que tiene lugar solamente a nivel conceptual. Por otro lado, existe una oposición distinta, entre objetos reales: el choque entre dos automóviles, por ejemplo. A diferencia de la contradicción lógica, la oposición real presupone que cada uno de los elementos intervinientes tiene una identidad enteramente separada de su relación con lo otro. Entonces, en la realidad, hay oposiciones reales, pero entre los conceptos, puede haber contradicciones. Ahora, Della Volpe y Coletti insistían en decir que los marxistas habían incurrido en un terrible error, porque si una filosofía idealista como la de Hegel, que reduce la realidad al concepto, podía hablar de contradicciones en la realidad, una filosofía materialista como el marxismo, que afirma el carácter extramental de lo real, no podría sostener que había contradicciones en la realidad. Colletti demuestra que en Materialismo y empiriocriticismo, ese libro disparatado de Lenin, todos los ejemplos de contradicciones que se ofrece son, en realidad, ejemplos de contradicciones reales. El programa de los dellavolpianos era repensar toda la teoría de los antagonismos sociales en términos de oposiciones reales. ¿Cómo ubicarse frente a este tipo de análisis? Estoy de acuerdo con que la contradicción lógica no es la forma para pensar el antagonismo social. Es decir, la contradicción dialéctica, en el sentido hegeliano, era un híbrido, porque, por un lado, tenía que afirmar el carácter lógico de la contradicción para tener una filosofía sin ningún presupuesto a priori, y, por otro lado, podía pasar el tercer término, sin lo cual no hay dialéctica, sobre la base de contrabandear supuestos empíricos que no estaban dados por la teoría misma. La dialéctica hegeliana se movía en esta dirección; presupone los términos del lenguaje común: del paso del ser a la nada y de la nada al ser, hay un tercer término que es la categoría del pasaje de uno a otro; es decir, el devenir, la categoría de pasaje no está derivada lógicamente, sino que está tomada del lenguaje común e introducida ahí (Hegel violaba constantemente las reglas de su propio método, aunque, al mismo tiempo, tenía una intuición muy grande y, por eso todavía es interesante leer sus obras). De todos modos, considero que la crítica iniciada en el siglo xix, y que los dellavolpianos desarrollaron después, a la idea de que la contradicción debe ser la categoría central para entender el antagonismo es absolutamente válida. Respecto de la segunda afirmación, que los antagonismos sociales son oposiciones reales, no coincido ni con Colletti ni con Della Volpe, porque el problema es que, en una oposición real, no hay nada que sea antagónico. Si dos automóviles chocan, se produce un cambio material en los dos automóviles, pero ese cambio expresa lo que materialmente son los dos automóviles, es decir, no es una relación entre enemigos. Entonces, esa relación, el momento del antagonismo, no está contemplado en la noción de oposición real. Colletti, por ejemplo, se indigna porque sostiene que los marxistas nunca se enteraron de que existía la noción kantiana de oposición real. Esto parece difícilmente creíble, porque Lukács era un filósofo profesional y, para no saber lo que era una oposición real, jamás tendría que haber leído la Crítica de la razón pura, algo impensable. Personalmente, creo que los marxistas no se interesaron en la categoría de oposición real porque no plantea ninguna negatividad inherente al antagonismo, y, entonces, como la 107

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única noción de negatividad que estaba a la mano era la de una negatividad dialéctica, volvieron erróneamente a ella. Pero pienso que la noción de oposición real es algo que podemos descartar como base de los antagonismos sociales. Entonces, si los antagonismos sociales no son ni contradicciones en el sentido dialéctico ni oposiciones reales, ¿qué son? En este punto, deseo plantear brevemente la tesis que es central para este análisis: tanto la oposición dialéctica como la oposición real comparten algo, ambas son relaciones objetivas entre objetos conceptuales, en un caso, y entre objetos reales, en el otro caso. Pero los antagonismos sociales no son relaciones objetivas, sino relaciones en las que se muestra el límite de toda objetividad, es decir, la sociedad no llega a constituiste como orden objetivo porque existen los antagonismos. Por ejemplo, en el choque entre dos automóviles, y en el cambio material que se produce entre ellos, cada uno expresa lo que es, pero si hay una antagonismo social, la fuerza que me antagoniza me impide ser lo que soy, esto es, hay una interrupción en la identidad de los sujetos, y esto es central en la categoría de antagonismo. Aquí hay una opción fundamental entre dos enfoques de lo social. Uno es un enfoque inmanentista-objetivista que diría que hay una lógica objetiva que reduce los antagonismos a términos positivos, este es, por ejemplo, el análisis de la astucia de la razón en Hegel. Este sostiene, al comienzo de la filosofía de la historia, que la historia universal no es el terreno de la felicidad porque en ella hay violencia, irracionalidad, confrontaciones de todo tipo; pero, desde el punto de vista del secreto profundo de la historia, todas estas son fases necesarias para llevar a una forma superior de objetividad. Aquí concuerdo en pensar que la negatividad en Hegel está presente solo en una forma desenmascarada; es una negatividad que está presente para llevar a una negatividad más alta, o sea, todo se resume finalmente en positividad. El argumento de Marx no es demasiado diferente: en el prefacio de su Crítica de la economía política, Marx escribe que, desde el punto de vista del sentido profundo de la historia, podemos determinar el desarrollo de las fuerzas productivas con la precisión de un proceso natural. Del otro lado, tenemos los antagonismos, la forma en que los agentes viven ese proceso, y él dice que así como no podemos determinar el valor de un hombre por la idea que él se hace de sí mismo, tampoco podemos determinar el sentido objetivo de un proceso histórico por la forma en que los agente sociales viven ese proceso. De este modo, la misma lógica objetivista que estaba presente en Hegel aparece, por lo menos, en esta versión del marxismo. Este tipo de argumento tiene larga tradición filosófica. Lo vemos en el misticismo nórdico del siglo xiv; también está presente en la docta ignorancia de Nicolás de Cusa; luego pasará a Spinoza, a Hegel y a Marx. La gran discusión allí es si, a través de este argumento, inmanentista en su esencia, podemos explicar la totalidad en términos absolutamente positivos. En todo caso, me parece central ver que lo que sigue al rechazo de esta lógica inmanentista pura es la afirmación de que el antagonismo es irreductible a una objetividad subyacente. Si los campesinos son expulsados de la tierra por los terratenientes, desde el punto de vista de los campesinos y de los terratenientes, el momento de choque es irreductible, no puede ser sometido a una lógica objetiva única. Entonces, ahí o bien hay un tercer hombre, el espíritu absoluto –con lo cual el antagonismo pasa a ser puramente aparencial–, o si el antagonismo es constitutivo, en el sentido trascendental del término, no hay otra visión más que la visión finita de los agentes sociales envueltos en él. 108

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El otro punto al que quería referirme es el estatus teórico de los significantes vacíos: ¿son conceptos? Pienso que podemos acercarnos a este problema a través de un debate que ha tenido lugar en la filosofía anglosajona de los últimos cincuenta años: el debate entre descriptivistas y antidescriptivistas. Los descriptivistas sostienen que un nombre tiene una serie de rasgos conceptuales, así reducen la nominación a la conceptualización. Entonces, por ejemplo, si el concepto de “mesa” tiene ciertos rasgos descriptivos, y encuentro un objeto en el mundo que se corresponde con ellos, en ese caso, aplico el nombre al objeto, o sea que el proceso de nominación es fundamentalmente conceptual. Es la forma en que, por caso, John Stuart Mill planteaba el problema. Luego se formuló la cuestión de qué hacer con los nombre propios, para los cuales no hay una pluralidad de objetos, y eso, Bertrand Russell lo soluciona a través de su teoría de las descripciones abreviadas: así, decir “Bismarck” es lo mismo que decir “el último canciller alemán”, entonces, los nombres comunes podían ser reducidos a categorías conceptuales. Por otra parte, estaban los problemas de los nombre lógicos, de la deixis (yo, tú, aquí, etcétera), que varían de acuerdo con las condiciones de enunciación. Dejando de lado este debate, lo que es interesante para pensar el estatus de los significantes vacíos es confrontar esta posición con la escuela antidescriptivista, que, para nuestros objetivos, es mucho más promisoria. El antidescriptivismo fue formulado originariamente por Saul Kripke, profesor de la Universidad de Princeton, en su famoso texto Naming and necessity. Allí afirmaba que los nombres se refieren a las cosas no por una mediación conceptual, sino a través de lo que él llamaba un “bautismo originario”. Supongamos, por caso, que existe la noción de “oro”, y que, un día, se demuestra que todos los rasgos descriptivos del oro que se han atribuido a él eran ilusorios; en ese caso, no diríamos que ese objeto no es oro, sino que el oro es distinto de lo que nosotros pensábamos. Segundo ejemplo: a través de Heródoto y Aristóteles, sabemos que el filósofo Tales de Mileto decía que todo era agua; ahora, si ellos hubieran estado equivocados, si Tales de Mileto no hubiera sido un filósofo, sino un cavador de pozos que, un día, dijo “me gustaría que todo fuera agua, así no tengo que cavar estos pozos”, en ese caso ¿se aplicaría a él el nombre Tales de Mileto? Evidentemente, sí, a pesar de que todos los rasgos descriptivos hubieran variado. Y supongamos que un filósofo desconocido para Heródoto y Aristóteles hubiera dicho que todo era agua. ¿Se aplicaría a él el nombre Tales de Mileto? Evidentemente, no. El problema fundamental aquí es que no hay mediación a través de una descripción, y, por consiguiente, el nombre aplicado a un objeto no puede ser un concepto, porque un concepto siempre tiene rasgos definitorios y se aplica a una infinita variedad de objetos. Así, los antidescriptivistas se planteaban qué es lo que el nombre nombra en el objeto, pero no fueron capaces de proponer una teoría demasiado coherente. Quien dio un decisivo paso adelante en este punto fue Lacan, quien dijo: “La unidad del objeto es, simplemente, un efecto retroactivo del proceso de nombrarlo”; es decir, el nombre es el fundamento de la cosa y lo que constituye la unidad del objeto. Hablemos ahora del significante vacío. Supongamos que tenemos una cantidad de demandas sociales en una relación equivalencial, y que todas estas demandas necesitan ser nombradas a través de un término que unifique la cadena. En ese caso, la unidad de la cadena, diría Lacan, está dada por el mismo nombre, que es el fundamento de todas estas demandas. Aquí, desde el punto de vista del análisis político, debemos hacer ciertas 109

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distinciones centrales. En primer lugar, si un significante ha pasado a ser un significante vacío y es el que unifica la totalidad de un campo popular, cualquier nueva demanda que se efectúe contra el sistema tendrá que pasar a través de ese nombre, porque este nombrae está unificando el campo. Pero, a la vez, ese nombre no es omnipotente, porque no puede controlar la serie de demandas que constituyen la cadena equivalencial. Pensemos en la Argentina: en los años 60 y comienzos de los años 70, la demanda del retorno de Perón había pasado a ser la que unificaba la totalidad del campo popular; aunque, por otro lado, Perón era impotente para dominar todas las equivalencias que se iban expandiendo cada vez más en ese campo. A veces, Perón se indignaba, decía “no me roben la camiseta” cuando veía que el discurso se volvía demasiado izquierdista, pero era incapaz de unificar institucionalmente este sistema de representación. En otras palabras: hay una tensión inherente a lo político. Por un lado, sin significante hegemónico vacío, no hay política, hay simplemente una dispersión de demandas que no tienen por qué coincidir en una dirección política unificada: incluso las demandas democráticas pueden ser absorbidas por los discursos de derecha. Entonces, el significante hegemónico vacío es central para la constitución de este campo. Por otro lado, ese significante vacío es incapaz de controlar enteramente aquellos movimientos equivalenciales que se producen debajo de él, es decir, en la formación de un campo popular. Estas dos dimensiones, las equivalencias a través de las cuales se constituye el significante hegemónico y la incapacidad del significante hegemónico de controlar totalmente el campo de las equivalencias, crean el espacio de una tensión que, por ejemplo, opera en todos los niveles en América Latina. El significante “Chávez”, en Venezuela, no puede controlar por completo la formación autónoma de grupos locales que son la base de su poder; pero en otro lugar, los grupos locales, sin la presencia de ese significante hegemónico “Chávez”, tampoco conseguirían una eficacia política de largo plazo. Para concluir, entonces, en los movimientos sociales, siempre vamos a tener el momento político de la articulación y el momento horizontal de la expansión autónoma de las luchas. La eficacia a largo plazo de una política de emancipación consiste en que el equilibrio entre estos dos momentos se mantenga. Comentario de Jorge Alemán No sé si uno elige las teorías o si las teorías lo eligen a uno. En mi caso, me ha elegido el desarrollo teórico de Ernesto Laclau, entre otras razones, porque él no es –como, a veces, suele decirse en la prensa– alguien que describa empíricamente determinados fenómenos políticos, alguien que describa poéticamente el fenómeno del populismo. Presenta, en cambio, una propuesta ontológica, una matriz formal de la constitución de lo político, no una teoría de la significación política, sino una teoría política de la significación. Es lo que, al comienzo, comentó en términos de cómo se constituye la significación a través de las prácticas discursivas y en qué sentido él no consideraba el término “discurso” meramente como un hecho del orden lingüístico.

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Durante años, he trabajado la relación Lacan-Heidegger, y me concierne de un modo muy especial el desarrollo de Laclau; y, por supuesto, su referencia a Lacan y al psicoanálisis, disciplina de la que provengo. Uno de los mayores aciertos de la teoría de Laclau no es considerar el psicoanálisis como algo regional, como algo que daría cuenta de una zona específica de la realidad –como podría ser el sujeto psicológico o el sujeto del inconsciente–, sino que Laclau le da a la disciplina todo su alcance ontológico. El psicoanálisis de Lacan participa así en esta construcción de una matriz formal de la teoría de la significación, a través de las prácticas discursivas. Me propongo, entonces, hacer preguntas. Ya que este espacio se llama “Debates y Combates”, trataré de hacerle honor a ambos términos. Intentaré cruzar las intervenciones de Laclau y de Toni Negri. En primer lugar, habrán escuchado, en el excelente desarrollo que hizo Laclau, el problema entre la diferencia de significantes, ese momento cuando se constituye la lógica hegemónica a través de un significante vacío que, precisamente, tiene que configurar un límite a esa diferencialidad y armarse como el lugar que, estando mas allá del límite, a la vez, permite la totalidad, la que, al mismo tiempo, es condición de posibilidad de la significación. Esa totalidad que, además, Laclau define como necesaria e imposible es la primera cuestión ontológica que me surge. En ella, la idea de exclusión es condición esencial para que la totalidad se constituya como tal. Esta debe excluir algo, dado que si en esa totalidad no hubiera exclusión alguna, tampoco sería posible la significación. Para que exista significación, tiene que haber una imposibilidad, y esa imposibilidad se realiza en una exclusión. Me interesaría confrontar esto con la idea de lo común, de la que habló Negri, que, en cambio, aparece como una potencia de cooperación, de conexión. Negri trató de mostrar qué sería la emancipación en la época de sumisión real del capital; se refirió a un trabajo cognitivo que sería constituyente de lo común. Ahora, me interrogo sobre la materialidad de ese común, porque si ese común tiene como materialidad ontológica el lenguaje, en él debe cumplirse esta condición de la exclusión. Ahora bien, en mi caso personal, como vengo de la disciplina de Lacan, sí he conocido las tesis de Deleuze en donde, para fundar un colectivo que tuviera esta capacidad de conexión, rechazó toda imposibilidad. Recuerden ustedes: en el anti-Edipo, el deseo es una fuerza productiva inmanente que no está intervenida por negatividad alguna. Entonces, veo aquí algo que, me parece, tiene su pertinencia y vale la pena ser discutido. Por un lado, una totalidad necesaria e imposible que tiene como condición la exclusión, y, por otro lado, la potencialidad de un común que está soportada por un deseo que parece no estar alcanzado por negatividad alguna. Esta me parece que sería una cuestión que habría que debatir porque, en la lógica discursiva de Laclau, no puede eliminarse del todo la lógica de la representación, el hombre representado, que es lo que Negri presentó como una de las formas de dominación; podemos entender esto si se trata el hombre representado en el sentido de que ha perdido todas sus capacidades de decisión con respecto a lo que es el circuito de la mercancía. Si, en cambio, pensamos que en lo común está presente como materialidad la estructura del lenguaje, tenemos que aceptar que hay un cierto tipo de representación que no funciona en la misma lógica que la del capital. Por ejemplo, voy a remitirme a la conocida tesis de Lacan de que el significante representa al sujeto para otro significante. Esa definición lacaniana 111

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–que Laclau no ha mencionado y que, sin embargo, podría inscribirse perfectamente en la lógica hegemónica que ha planteado en este encuentro– sería un caso de representación que no podríamos reducir a las formas de representación propias de la dominación del capital en la subsunción real. Entonces, con respecto a este problema, veo dos ontologías distintas: una ontología en donde la imposibilidad y la exclusión juegan un papel, y otra en la que está la potencia de lo común y donde yo, por lo menos, no entiendo muy bien qué papel podrían jugar la imposibilidad y la exclusión (dicho sea de paso, no creo que pueda haber deseo sin imposibilidad; en esto, sigo la línea de Lacan, y no la perspectiva deleuziana). Hay otro aspecto que me gustaría abordar a modo de preguntas para Laclau. Evidentemente, hay una transformación en su obra que podríamos llamar la “semántica de la emancipación”. Durante mucho tiempo, la semántica de la emancipación estuvo dominada por la idea de una fuerza exterior que nos oprimía y que impedía liberarnos; mientras que, en el caso de Laclau, como existe la imposibilidad estructural de eliminar los antagonismos, lo que abriría el paso a una realidad subyacente sin antagonismos, es propio de la emancipación que no pueda ser ni una emancipación total ni una emancipación en donde exista una reconciliación de la sociedad consigo misma. Es decir, no puede haber una emancipación que haga desaparecer la dimensión de lo político. En los términos de Laclau, la emancipación está atravesada siempre por la tensión por él descripta. Ahora bien, esta emancipación ¿es una idea reguladora kantiana? Es decir, la mera tensión entre el significante vacío y las cadenas equivalenciales, el hecho de que jamás puedan resolverse armónicamente las relaciones entre el significante vacío y las cadenas equivalenciales, ¿configura de por sí una orientación emancipatoria? ¿O esta orientación emancipatoria funciona como funcionaban en Kant las ideas reguladoras, esto es, como un horizonte que debe mantenerse, aunque su cumplimiento sea imposible, como regulador de todo el proceso de experiencia de lo político? En la medida en que Laclau presenta una matriz formal de lo que es la constitución de lo político en su configuración discursiva, también es muy importante distinguir si esta teoría funciona como una teoría de los procesos populares, que denominamos procesos de hegemonía o de construcción de hegemonía popular; o si es –como podemos deducirlo de su trabajo teórico– una teoría de lo político en el sentido ontológico del término. En muchos casos, estas dos cuestiones coexisten; entonces, es interesante dilucidar en qué momento se inscribe el proceso emancipatorio. Es verdad que la tradición siempre fue pensar la emancipación como la eliminación de todo antagonismo y la emergencia de una realidad ya libre de antagonismos. El otro aspecto que es inevitable introducir en este debate es la cuestión referida a la propia existencia del capitalismo. Mientras que, en la conferencia de Negri, intentando construir su lógica emancipatoria, fue una referencia crucial el modo de producción capitalista en su sentido epocal, en su sentido de subsunción real; en la intervención de Laclau, al presentarse, precisamente, una teoría de lo político y del engendramiento de los procesos de significación, no ha aparecido ese proceso de construcción que, además, tiene un momento muy interesante que hoy Laclau desarrolló, estas homologías entre el significante vacío, que tiene una procedencia levistraussiana, el objeto a lacaniano, el Abgrund heideggeriano, es decir, todos nombres que, efectivamente, están en esa situación límite de, por un lado, intentar de manera fallida cerrar una totalidad y, a la vez, designarla 112

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como tal. Ahora bien, en el capitalismo actual, en los modos de circulación de la mercancía hoy, en las maneras en que, además, el proceso de fetichización –para usar una expresión de Negri– se ha vuelto muy determinante, incluso de los procesos subjetivos, es interesante cruzar las dos cuestiones y establecer una posible vinculación entre esta construcción de las hegemonías –tal como la lógica de Laclau la propone– y una referencia al tiempo histórico en que se inscriben, el tiempo del capitalismo.

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Jelica ŠumiC1, comentada por Gloria Perelló2 “El mundo contemporáneo necesita la filosofía para resistir las presiones de los tiempos”

¿Quieren ser militantes de la nueva política de emancipación del siglo xxi? Ese será el tema de esta charla: filosofía y política en la actualidad. Por mi formación, me interesa pensar el rol y el aporte de la filosofía a la reinvención de la política. Hablo desde el contexto europeo, donde nací, que es distinto del de América Latina e inspira más resignación que esperanza, debo decir. Comenzaré por mencionar algunos de los síntomas de los acercamientos teóricos europeos sobre la política. Diré, por ejemplo, que, en los últimos años, los debates sobre el vínculo entre la práctica y la acción en el pensamiento europeo han llegado a parecerse a una calesita que circula entre ontologías optimistas y diagnósticos pesimistas; celebraciones de la pasividad y predicciones de actividad. La filosofía contemporánea se ha retirado de la lucha organizada, que solo puede concebir transformaciones recurriendo a individuos mínimos. ¿Esto es lo único que podemos esperar? Se puede discutir que las transformaciones en el trabajo y en la composición de la mano de obra han hecho que el análisis marxista más clásico parezca pasado de moda. O, al menos, que necesite un cambio. Pero el pensamiento contemporáneo parece haber optado por dos respuestas extremas: el pesimismo radical o el mero optimismo sin fundamento. Una de las grandes cuestiones que enfrentamos hoy es el impasse en la salida. El problema más agudo de la situación actual es la victoria del neoliberalismo en el mundo, que es un nuevo régimen de dominio que no conoce controles ni límites, y para el que no hay excepción. No hay un punto a partir del cual se pueda lanzar la resistencia. Estamos tratando con un régimen que parece desacreditar la idea de una salida como utopía sin sentido. Jean-Claude Milner ofrece una explicación interesante de este impasse. Una de las consecuencias más dramáticas de esto es lo que podríamos denominar “la ruina de la política de la emancipación”. En particular, insiste sobre una transformación drástica del vínculo entre el pensamiento y la rebelión del cuerpo. Según Milner, la política mantiene su permanencia en tanto esté basada en la conjunción de pensamiento y rebelión. La política no es más que la capacidad del pensamiento de producir efectos materiales en el mundo. La figura privilegiada de estos efectos es la insurrección del cuerpo social. Desde esta perspectiva, la derrota o el retiro de la política emancipadora señala tan solo la incapacidad del pensamiento contemporáneo para traducir sus efectos en una rebelión. 1. Filósofa eslovena, especialista en Filosofía contemporánea. 2. Psicoanalista, licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires y profesora argentina.

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¿Cuáles son las consecuencias negativas de esta disyunción de pensamiento y rebelión? El pensamiento deja de ser políticamente subversivo y, lo que es peor, el pensamiento merece su nombre solo por ser conservador, hostil a toda forma de rebelión. Por otro lado, la rebelión es honesta con su naturaleza solamente cuando se trata de violencia absoluta. Como consecuencia de esta disociación, el pensamiento se ha convertido en algo sin poder para producir cambios materiales. Al mismo tiempo, la rebelión se separa del pensamiento y, en última instancia, se convierte en una resistencia contra el pensamiento. Podemos ver que, en esta elección forzada de resistencia, lo que se pierde es un pensamiento resistente, un pensamiento capaz de incitar la rebelión. En el contexto de esta interrogación sobre la posibilidad de una nueva alianza entre pensamiento y rebelión, pensamiento y acción, y, consecuentemente, entre filosofía y política, propongo reexaminar la actualidad de la notable tesis xi de Marx sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Si tiene que haber una política de emancipación para el siglo xxi, debemos definir el vínculo entre política y filosofía en términos de alianza, en lugar de considerarlo algo mutuamente excluyente. En vista de esta posible y nueva alianza entre filosofía y política de la emancipación, comenzaré reconstruyendo de manera esquemática la mencionada tesis de Marx, que se centra en cómo debe entenderse la tarea de la filosofía en relación con la idea del cambio y lo que se supone que este significa. Luego, trataré de mostrar que, retomando el conflicto sobre las tres lecturas de esta tesis, podemos atravesarlas en forma diagonal. Finalmente, concluiré proponiendo una serie de elementos que deben tenerse en cuenta para hacer una interpretación o una lectura contemporánea de la tesis xi, y, a continuación, realizaré un breve examen de la contemporaneidad de la filosofía y de su relación con la política. Como sostuve, podemos distinguir tres maneras de leer la tesis xi de Marx sobre Feuerbach. La primera y la más clásica insiste sobre la necesidad de transición de la interpretación al cambio del mundo. Denomino “lectura transformadora” a esta primera forma de leer este enunciado. Según esta lectura, la interpretación no es más que una forma de contemplación, y debería reemplazarse por una praxis filosófica del conocimiento. La lectura transformadora no implica la desaparición de la filosofía, sino que insiste en la necesidad de desarrollar una filosofía diferente, una filosofía de la praxis que sea capaz de revolucionar el mundo. Esta tesis, desde esta lectura, debe considerarse un axioma de una praxis filosófica futura. Primero hay que modificar la noción de cambio, convertir la interpretación abstracta en interpretación práctica y activa, y esto cambiará la filosofía. Solo como filosofía de la praxis esta interpretación transformadora insiste con que el cambio puede darse en ella. La filosofía en sí, al constituirse en algo práctico, al introducir el cambio real y no solo interpretaciones cambiantes, puede convertirse en la verdad real, reemplazando la ausencia de todo cambio verdadero con la primacía del cambio real. Esta primera lectura sostendría lo siguiente: hay que abandonar o rechazar toda especulación que se proponga reducir el mundo a un principio único, relacionado con la necesidad de leyes dialécticas de la historia, por lo tanto, cambiar lo que significa cambio. De este modo, cambiaremos no solo la filosofía, sino también el mundo. En competencia con esta lectura e interpretación transformadora, está la que denomino “lectura inversa”. Según esta variante, propuesta por el filósofo alemán Günther Stern-Anders 115

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(más conocido por haber sido el primer esposo de Hannah Arendt), no basta con cambiar el mundo, porque eso lo hacemos de todos modos: en gran medida, sucede incluso sin nuestra participación. Además, tenemos que interpretar este cambio. Si la primera lectura afirmaba la necesidad de reemplazar la ausencia del cambio con el cambio real, la segunda insiste con la transformación permanente: el mundo está en constante cambio, y lo que falta son interpretaciones renovadas y modificadas que, además, sean correctas. La filosofía tiene que cambiar porque el mundo cambia, y su tarea no es solamente mantener el cambio que siempre tiene lugar, sino hacerlo comprensible, inteligible. Aquí podríamos citar a Theodor Adorno cuando se refiere a la dialéctica negativa: “Interpretar significa señalar algo, y no necesariamente reconocerlo y aceptarlo. Mi tesis es que la interpretación es crítica y que sin interpretación no hay verdadera praxis”. La segunda lectura concuerda con la primera en que es necesario cambiar la filosofía, pero difiere respecto de la pregunta sobre lo que debería ser la filosofía, porque, una vez más, como afirma Adorno, “el punto a partir del cual la filosofía parecía pasada de moda u obsoleta es también obsoleto en la actualidad, y sería de dogmático no admitirlo”. La lectura inversa supone que la afirmación de cambiar la filosofía sostiene esta necesidad solo porque es una verdad del mundo. El cambio en determinadas condiciones, primero, tiene que ser reinterpretado para estar a la altura de lo que sucede en el mundo. El mundo no es más que un mundo en cambio, debido a la multiplicidad de tecnologías, modos de producción, etcétera. Por lo tanto, la filosofía debe cambiar, pero la manera en que debería hacerlo se relaciona con su propio medio, esto es, la interpretación. Esta debería reflejar lo que sucede constantemente en el mundo. Como dice Elías Canetti, “la realidad ha cambiado en tal medida que el primer presentimiento de ella nos pone en estado de perplejidad, por lo tanto, necesitamos la interpretación”. Entonces, si el tema central de la primera lectura era la realización de la filosofía como práctica real, la segunda supone que, primero, hay que entender el cambio que está teniendo lugar en el mundo, lo que requiere la primacía de la interpretación. Existe una lectura adicional que no insiste en afirmar que la interpretación tenga que cambiar para que el mundo cambie (como sostiene la lectura transformadora); ni tampoco que la filosofía y sus interpretaciones del mundo deban cambiar porque el mundo en sí ya ha cambiado (como asevera la lectura inversa). Si tomamos la interpretación psicoanalítica como modelo, esta lectura, que denomino “lectura exagerada”, sostiene que el pasado nunca se conoce como tal, sino que solo se lo conoce en el proceso de su transformación, dado que la interpretación en sí interviene en su objeto y lo cambia. Esta lectura ve la tarea formulada en la tesis xi, al igual que la primera lectura, como la tarea de la filosofía. A la vez, comparte con la segunda lectura el hecho de que el cambio tiene que relacionarse con la interpretación. Pero la línea esencial aquí planteada es que el mundo cambiará realmente solo a través de la interpretación exagerada. Esta interpretación debe entenderse en el sentido en que la usaba Adorno, diciendo que el psicoanálisis solo era verdadero en su exageración. Podríamos afirmar que únicamente la interpretación exagerada es capaz de separarse de la visión unilateral e introducir un cambio real. Por eso, esta lectura exagerada establece que asumir la tarea de cambiar el mundo, literalmente, solo significaría quedar atrapado en las coordenadas ideológicas del mundo que impiden cierto cambio real. Quiero citar aquí a Slavoj Žižek, que puede ser uno de los proponentes de esta lectura exagerada: “La primera tarea hoy en día es, precisamente, no sucumbir a la tentación de actuar, 116

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de intervenir de modo directo y de cambiar las cosas, sino cuestionar las coordenadas ideológicas hegemónicas”. Por lo tanto, en lugar de sucumbir a los deseos espontáneos de actuar, la filosofía debería interpretar el mundo, dado que solo a través de la interpretación podrá cambiar el mundo, porque, a través de ella, la filosofía se relaciona con eso que habría sido posible en el pasado y que ilumina el mundo contemporáneo. Resumiendo, o bien la filosofía cambia el mundo participando activa y prácticamente en el proceso de cambio (esto diría la lectura transformadora, orientada hacia la realización futura de la filosofía), o bien las interpretaciones deben cambiar porque el mundo siempre cambia (esta es la lectura inversa, orientada a la realidad del cambio en el presente), o bien, finalmente, solo las interpretaciones exageradas pueden cambiar las coordenadas, en apariencia, estables del mundo (en este caso, la lectura se orienta a lo que habría estado separado del pasado). Sobre la base de esta presentación esquemática referida a las posibles lecturas de la tesis xi de Marx, sostendré que las tres lecturas deben reunirse para establecer una nueva relación entre filosofía y política. A partir de este principio general, no afirmaré, como hace la lectura transformadora, que la filosofía deba intervenir prácticamente en el mundo y, por lo tanto, ser capaz de cambiarlo de modo directo. Tampoco sostendré, como asegura la lectura inversa, que la única tarea de la filosofía es ofrecer interpretaciones renovadas del cambio que siempre ocurre en el mundo. Finalmente, tampoco entiendo, como lo hace la lectura exagerada, que el mundo y su pasado solo pueden cambiarse a través de las interpretaciones. Desde mi punto de vista, la lectura contemporánea de la tesis xi supone, en primer lugar, que la filosofía debe cambiar a través de un gesto, un acto que sea verdaderamente filosófico y no pueda reducirse a una interpretación. En segundo lugar, que un acto filosófico puede concebirse de manera tal que sea distinto de la lectura transformadora e inversa de la tesis xi, ya que no es siempre crítico ni ya determinado por el cambio que está ocurriendo en el mundo. En tercer lugar, que uno puede adoptar la lectura exagerada de manera distinta, insistiendo en que este acto filosófico puede ayudar a evitar el discurso ideológico hegemónico actual volviendo al momento, al parecer, obsoleto del pasado. Si la filosofía –como sostendré– es capaz de recuperar una novedad que frena el tiempo y toma en consideración el mundo tal cual es, esto se debe a que el “momento de la verdad” que interesa a la filosofía, aunque se ha creado en una situación en particular, es capaz de trascender el mundo en el que nació. Sin duda, con la hegemonía absoluta del discurso capitalista, se ha establecido una nueva relación entre la filosofía y su tiempo. Si el destino o la misma existencia de la filosofía está en peligro hoy, se debe a que, en el mundo contemporáneo –que podría describirse como una especie de anarquía de flujos regulados, codificados, donde se intercambian dinero y productos e imágenes–, el lugar de la filosofía parecería estar separado desde el comienzo. A pesar de este diagnóstico, que parece indicar un mal pronóstico para la supervivencia de la filosofía, sostengo que el mundo contemporáneo, precisamente porque es como es, es decir, precario, inconsistente, ilegible, necesita la filosofía para resistir las presiones de los tiempos. 117

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En nuestro mundo de cambios interminables y veloces, la lógica que se deshace (porque esta velocidad hace que nuestro mundo sea inconsistente) es la del tiempo. En lugar de tratar en vano de seguir el ritmo veloz del cambio en el mundo, deberíamos construir un tiempo para el pensamiento. Por lo tanto, nos sentimos tentados a decir que, al salvarse, la filosofía salva el mundo. Pensar su tiempo significa que la filosofía tiene que detectar los puntos de interacción que marcan un corte con el paradigma anterior del pensamiento y, en consecuencia, inaugurar un nuevo tiempo y comenzar otro recuento del tiempo. Más específicamente, la filosofía podría designarse como un intento por aislar, extraer lo real de su propio tiempo, para revelar las posibilidades del tiempo, porque las limitaciones de la realidad no sabían lo que es capaz de hacer; así, la filosofía debería identificar esos puntos en los que la imposibilidad de un tiempo dado se convierte en la posibilidad de una novedad que permite pensar un nuevo comienzo. Esta tarea de la filosofía, sin embargo, parece difícil de lograr en momentos en que no sucede nada. En estos momentos donde hay pocos eventos, la filosofía tiene que adoptar una postura distinta, que decidí denominar “anacronismo militante”, una posición que puede tomar un filósofo en períodos en los que no hay una verdadera novedad, no hay ningún evento disruptivo que tenga lugar y así, en ausencia de una novedad, solo reina el nihilismo. De modo evidente, esta postura rebelde, con respecto a la ideología dominante de nuestros tiempos, no debe confundirse con un “no histérico” ni con la nostalgia de la era dorada de la filosofía. En cambio, la filosofía está guiada por la siguiente máxima paradójica: ser del tiempo de uno a través de una manera sin precedentes de no estar en el tiempo de uno. Una vez que el evento inaugura una novedad, que ha desaparecido al situarse en esta demora, la filosofía es capaz de extraer de su propio tiempo algo más que el tiempo en sí. Sin embargo, el precio que debe pagar la filosofía es identificar lo real de su propio tiempo, y esto significa que su propio gesto se desplaza, excéntrico y casi anacrónico, en relación con su tiempo. Cuando tiene lugar algo radicalmente nuevo, no existe problema en hacer del presente un héroe, como sostiene Foucault. No obstante, es más difícil extraer algo eterno de tiempos en los que no ocurre nada. Por lo tanto, la manera en que la movilización de la filosofía en estos tiempos vacíos como el nuestro debe pensarse sigue siendo una pregunta abierta. Paradójicamente, debido a que la tarea de la filosofía es pensar, en este corte en el tiempo, la bifurcación del tiempo o la coexistencia de tiempos heterogéneo, histórico y eventual, el rol y la importancia de la filosofía aumentan. La tarea del filósofo contemporáneo es seguir siendo del tiempo de uno a través de una manera sin precedentes de estar ahí. El objetivo inmediato no es cambiar el mundo, sino nuestra manera de pensar. En última instancia, el rol de la filosofía en la actualidad debería ser luchar por una revolución de la mente, que ayude a restaurar la capacidad de acción del pensamiento. Entonces, al volver a la coyuntura actual, calificada como un tiempo vacío en el que nada pasa, la filosofía encuentra una tarea adicional. Para que el presente tenga futuro, debe formulárselo en términos de una obligación paradójica con el pasado. ¿Cómo debemos entender esta obligación del presente con el pasado? A esta altura, se plantea con toda urgencia el tema de la transmisión como condición para un nuevo comienzo. Finalizaré mi presentación con un breve análisis del vínculo entre amnesia y transmisión. En contraste con las décadas de 1960 y 1970 –cuando la pregunta 118

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por el comienzo todavía podía animar la filosofía sobre la base de la convicción de que el pensamiento en sí es capaz de orientar e, incluso, inaugurar un nuevo comienzo–, el período que transcurre entre fines del siglo xx y comienzos del xxi está marcado por la pérdida de la creencia en la posibilidad de un nuevo inicio. Hoy, nos encontramos en una posición peor que la de Mallarmé, quien, luego de la derrota del evento de su tiempo, la Comuna de París, declaró: “No hay presente. El presente no existe a menos que la multitud se declare”. El escritor francés podía designar su tiempo como una época sin presente, en la medida en que establecía un nexo directo entre la presencia de la subjetividad popular en la escena de la historia y la producción del presente. Al referirse a la falta de presente mediante la ausencia de la multitud, o sea, al posicionar la ruptura como una condición de la existencia del presente, Mallarmé anunció el inicio de un período más o menos extenso en el que la política emancipatoria estuvo limitada a una acción restringida. La conclusión de Mallarmé es que no hay presente porque no hay evento. Sin embargo, esto no excluye la posibilidad de que, en algún futuro imprevisible, un nuevo evento pueda inaugurar el presente que falta hoy. Para nosotros, esta esperanza tímida debe tomarse por cierta. La opinión prevaleciente con respecto al nuevo comienzo podría resumirse de la siguiente manera: no solo no pasó nada, sino que lo que es más drástico, la falta de acontecimientos, la sensación de que no hay eventos históricos, es una clara señal de que estamos viviendo en los tiempos del fin del tiempo, que excluyen, por definición, la posibilidad misma de que ocurra algo nuevo. Entonces, nuestra era podría designarse como una era de amnesia, una amnesia peculiar, sin duda, dado que no se trata simplemente de olvidarse de un efecto pasado, cuyos efectos, parafraseando a Lacan, han dejado de estar inscriptos en la coyuntura actual. No se trata de olvidar lo olvidado. La amnesia de la amnesia es una anticipación de la amnesia, una disposición para olvidar por anticipado, una amnesia programada, por decirlo de algún modo, y por lo tanto, algo se olvidará incluso antes de que haya sucedido. Esta amnesia anticipada es la capacidad de borrar no solo lo que ha sucedido, sino también de aniquilar la idea de la posibilidad de que algo ocurra. En pocas palabras, la capacidad de borrar la posibilidad de lo posible. Hoy en día, lo crucial no es la cuestión de cómo restaurar los rastros del pasado borrado, sino cómo neutralizar nuestra preparación para olvidar, o sea, cómo intervenir antes de que se dé esta bifurcación del tiempo. Precisamente, en la coyuntura actual de la amnesia de la posibilidad de otro mundo, la articulación de la contemporaneidad de la filosofía con la cuestión de la transmisión ha logrado su lugar central. No se trata de zanjar la brecha temporal entre la generación de la década del 60 y la actual. Lo que está en riesgo no es más que la posibilidad de transmisión en las circunstancias del nihilismo contemporáneo, en las que habita una generación marcada no por el evento, sino por su ausencia, por la nada. Entonces, ¿cómo puede ese comienzo del pasado inscribirse en una coyuntura en la que la brecha que separa el evento de la generación nihilista parece ser imborrable? El tema de la transmisión es el tema de la relación singular de los tiempos o, más adecuadamente, la cuestión de la restitución del momento, que evade toda integración en el tiempo histórico, el momento en que lo real en tanto real es fundamentalmente transhistórico. Podría decirse que el pasado, el presente y el futuro deben interpretarse no como categorías cronológicas, sino como subjetivaciones específicas del tiempo. En este contexto, la amnesia actual del comienzo podría considerarse una subjetivación peculiar del tiempo caracterizada por haber borrado toda esta discontinuidad. Esta falta de distinción entre un antes y un después que se ubica en el centro de la operación amnésica produce una nueva figura temporal: la del 119

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presente sin futuro. La amnesia del comienzo, o bien la de su posibilidad, es una subjetivación del tiempo que niega el evento como interrupción clara, inscribiéndolo de nuevo en la historia como una de las cosas que, simplemente, suceden al negar la discontinuidad en la que consiste la falta de evento de los eventos; la amnesia de la amnesia no solo aniquila el pasado, sino también el futuro. No el futuro abstracto, sino aquel del presente, el futuro del presente real, actual. Por lo tanto, no basta con decir que, para un sujeto amnésico, no ha pasado nada, que el evento pasado no es más que una ilusión. Sería más adecuado decir que, para él o ella, no puede pasar nada, y en este sentido, es posible pensar que, para el sujeto amnésico, no hay un comienzo o un evento. En una medida, para un sujeto así, todo seguirá como antes, las cosas no dejarán de suceder, pero no continuará sucediéndole nada que pueda considerarse una ruptura clara capaz de fundar un nuevo tiempo y, por lo tanto, inaugurar una nueva época histórica. ¿Cómo puede transmitirse una ruptura cuando se trata de un encuentro con lo real que impide toda idea de un denominador común entre una generación de ruptura y una generación de amnesia, una experiencia que implica la afirmación de la distancia irreductible entre las dos generaciones? ¿Cómo se insiste con la posibilidad, incluso la necesidad, de la transmisión? ¿Cuál puede ser el objeto de esa transmisión si el énfasis está puesto en la discontinuidad en lugar de en la continuidad? Lo que se cuestiona en esta transmisión no puede ser simplemente el establecimiento de la continuidad entre el pasado y el presente. Contrariamente a la historia –que, para garantizar la continuidad temporal, es inmune a todos los cortes, a toda discontinuidad–, esta transmisión apunta a separarse de los tiempos de algo eterno. En última instancia, esa transmisión trae el momento en que el tiempo queda suspendido, el instante imposible no temporal anterior a la bifurcación del tiempo en antes y después. Aquí, la relación entre transmisión y comienzo, fundamental en la filosofía contemporánea, es evidente, se observa su relevancia política. Obviamente, la ruptura eventual sola establece la posibilidad de transmisión. Sin duda, para que exista transmisión, algo tiene que haber sucedido, es decir, el comienzo es una condición para la transmisión. Hoy, sin embargo, con la pérdida de la fe en la posibilidad misma de un nuevo comienzo, la relación causal entre transmisión y comienzo se ve invertida. Esta inversión tiene una implicancia en la restauración de la creencia en la posibilidad de un nuevo comienzo. Por cierto, podríamos sostener que, en la actualidad, la transmisión parece ser el primer paso para abrir un ámbito destinado a inscribir una nueva ruptura en el tiempo. Desde esa perspectiva, sin constituir la única condición de la posibilidad de un nuevo comienzo, la transmisión puede considerarse una operación que abre esta posibilidad precisamente allí donde un renovado inicio parece ser imposible.

Comentario de Gloria Perelló Como en una especie de propedéutica, quizá para comprender el pensamiento de Jelica Šumi , me gustaría decir que su trabajo se inscribe en una importante tradición del pensamiento psicoanalítico esloveno, porque, a diferencia de lo que sucede en la Argentina, los ámbitos naturales en los que surge el psicoanálisis en Eslovenia son la filosofía y la política, y no la práctica clínica. Tal es así que la teoría lacaniana es la principal orientación filosófica en el país europeo y, en este orden de cosas, podemos mencionar 120

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que también la escuela lacaniana eslovena ha sido uno de los principales referentes de la llamada primavera eslovena. Entonces, para esta línea de pensadores eslovenos, no resulta tan extraña la relación entre política y psicoanálisis, o filosofía y psicoanálisis, tan resistida por estos lares. Y es resistida porque el vínculo entre psicoanálisis y política es al menos incómodo, ya que existe una operación de desfundamentación de la filosofía por parte del psicoanálisis. Es decir que, mientras que la ontología brinda cimientos firmes desde donde construir un pensamiento político, el psicoanálisis viene a socavar estos fundamentos y hace tambalear el edificio de las dos grandes líneas de tradición del pensamiento político, tanto el liberalismo como el marxismo. Al hablar de esta relación incómoda entre política y psicoanálisis, solemos recordar esa mítica frase que dicen que Freud susurró a Jung cuando estaban llegando al puerto de Nueva York: “No saben que les traemos la peste”. Y para el marxismo, esta peste se traduce en una operación de desintegración de la teleología histórica y de la metafísica del sujeto. Con el psicoanálisis, podemos sostener la idea de transformaciones y de contradicciones sociales, pero no hay ninguna posibilidad de superación dialéctica de tales antagonismos sociales. Porque el psicoanálisis entiende que el antagonismo habita el corazón del sujeto y, en este sentido, no es posible pensar en una sociedad reconciliada consigo misma. A lo largo de su obra, Freud también menciona las profesiones imposibles. Específicamente, en Análisis terminable e interminable, Freud dice: “Analizar sería la tercera de aquellas profesiones imposibles en que se puede dar anticipadamente por cierta la insuficiencia del resultado, las otras dos, ya de antiguo consabidas, son el educar y el gobernar”. Esta es la peste que trae el psicoanálisis a la política. Freud no dice que no sea posible gobernar, analizar o educar, sino que los resultados serán siempre insuficientes. Lo que el psicoanálisis viene a poner de relieve es la dimensión incalculable de la política; viene a decir que todo el edificio teórico de las ciencias políticas está montado sobre un imposible. El psicoanálisis viene a trastornar los supuestos ontológicos de la política de tal modo que ya no es posible pensar en una teoría política prescriptiva de ningún tipo. Por eso decimos que se trata de una dinámica al menos incómoda, pero ¿acaso no es eso lo que define una verdadera relación? En una verdadera relación, se trata de que quienes participan de ella, en este caso el psicoanálisis y la política, se encuentren afectados, conmovidos el uno por el otro. Pero no les estoy diciendo nada nuevo, mucho se ha hablado de los efectos desfundamentadores o deconstructivos del psicoanálisis en relación con la política. Sin embargo esta afectación no debemos pensarla solamente en su dimensión corrosiva o deconstructiva, también podemos contemplar los efectos de esta operación en su aspecto constructivo o, más bien, creativo. Y este es el desafío que asume Šumič: precisamente, pensar una política que no pierda de vista esta cuestión, en este desafío sin garantías que significa pensar la política a partir de un imposible. Lo que Šumič trae puede ser entendido como un modo de expresar la insistencia en un proyecto transformador y el compromiso de encontrar recursos de inteligibilidad que no estén orientados a saturar simbólicamente la brecha impuesta por lo imposible. Šumič hace una lectura de las diversas respuestas que se aventuran desde el campo de la filosofía política al problema que supone la modificación del discurso dominante. Esta modificación, expresada en términos retóricos, significaría el pasaje de la primacía de la metáfora a la primacía de la metonimia en el mundo globalizado o, haciendo referencia a los discursos en Lacan, este pasaje estaría en relación con el discurso del amo y el discurso capitalista, respectivamente. Desde su punto de vista, Šumič ubica los impasses a los que arriban las nuevas corrientes minimalistas del pensamiento contemporáneo, aquellas que entienden 121

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que la salida no debe ser comprendida como emancipación, sino que la clave sería pensar una salida en términos de resistencia, por ejemplo. En el análisis de estas propuestas, puede haber dos versiones: una versión ingenuamente optimista, con las ontologías afirmativas al modo de lo que presentan Hardt y Negri, o el pesimismo obstinado, al modo de Agamben con su idea de potencia de “no” y su consecuente primacía de la inactividad. En todo caso, acompañando los argumentos de Šumič, siempre nos lleva a inferir que la salida de los impasses impuestos por el capitalismo viene del lado del psicoanálisis.

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LOS AUTORES

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Juan Manuel Abal Medina (Argentina) Politólogo, egresado de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Ejerció como profesor de Teoría Política Contemporánea en la UBA y también fue docente en la Universidad de Quilmes. Es, además, doctor en Ciencia Política de FLACSO (México), y de la Georgetown University de los Estados Unidos. Fue investigador del Conicet. Actualmente, se desempeña como jefe de Gabinete de Ministros de la Presidencia de la Nación. Jorge Alemán Es miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis; docente del Nuevo Centro de Estudios de Psicoanálisis Nucep, asociado al Instituto del Campo Freudiano; integrante del Centro Descartes de Buenos Aires; y miembro de Cruce, Fundación de Arte y Pensamiento de Madrid. Ha dirigido diversas publicaciones de psicoanálisis. Marcela Cardillo (Argentina) En la actualidad, es subsecretaria de Gestión Cultural de la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación. Abogada. Fue asesora responsable del Área Legal y Técnica de la Cámara de Diputados de la Nación y de la Presidencia de la Comisión de Cultura de esa misma cámara. Jorge Coscia (Argentina) Secretario de Cultura de la Presidencia de la Nación desde julio de 2009. Egresado del Centro de Experimentación y Realización Cinematográfica (CERC), actualmente, Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (ENERC). En 2005, fue electo diputado nacional por la Ciudad de Buenos Aires. Fue presidente de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados. Horacio González (Argentina) Director de la Biblioteca Nacional. Sociólogo (UBA), ensayista y docente. En 1992, se doctoró en Ciencias Sociales en la Universidad de San Pablo (Brasil). Desde 1968, ejerce la docencia universitaria: es profesor titular en la Universidad de Buenos Aires, en la Universidad Nacional de Rosario y en la Facultad Libre de Rosario, entre otras. Además, es autor de diversas obras sobre política, filosofía y estudios culturales. Ernesto Laclau (Argentina) Filósofo. Junto con Chantal Mouffe, inició la corriente de pensamiento posmarxista a partir de la publicación en 1985 de Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Fundó el Programa de Ideología y Análisis del Discurso de la Universidad de Essex (Gran Bretaña). Actualmente es profesor distinguido en Humanidades y Estudios Retóricos de la Universidad de Northwestern y director del Centro de Estudios del Discurso y las Identidades Sociopolíticas (CEDIS), de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Cristina López (Argentina) Doctora en Filosofía por la Universidad del Salvador y docente. Entre 1999 y 2001, fue coordinadora de la maestría en Filosofía de la Cultura, en la Escuela de Posgrado de la Universidad Nacional de General San Martín; y desde 2001 hasta 2006, coordinadora de la carrera de Filosofía, en la Escuela de Humanidades de esa misma universidad. Es autora de diversos artículos y libros sobre filosofía y estudios culturales. 125

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LA PALABRA POLÍTICA

Giacomo Marramao (Italia) Filósofo. Profesor de filosofía política, y de filosofía y ciencias sociales en la Universidad de Roma III, y miembro del Collège International de Philosophie de París. Cofundador de las revistas Laboratorio Politico e Il Centauro, y autor de más de una decena de libros, entre los que se destacan Potere e seccolarizzazione (1983), Minima temporalia. Tempo, spazio, esperienza (1990), Apologia del tempo debito (1992) y Pasaje a Occidente. Filosofía y globalización (2006). Toni Negri (Italia) Filósofo y pensador autonomista italiano. En la década del 70, fundó las organizaciones Poder Obrero y Autonomía Operaria. Es autor de varios libros, en los que conjuga un novedoso abordaje de Marx y Baruch Spinoza. Entre ellos, se destaca Marx más allá de Marx y La anomalía salvaje. Ensayo sobre poder y potencia en Baruch Spinoza. También ha recibido la influencia del pensamiento de Deleuze y Foucault. Sus desarrollos teóricos más recientes han dado lugar a las publicaciones, junto con Michael Hardt, de Imperio (2002), Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio (2004) y Commonwealth (2009). Gloria Perelló Psicoanalista, profesora y licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Doctoranda de esa misma universidad. Profesora investigadora del Centro de Estudio del Discurso y las Identidades Sociopolíticas (CEDIS) de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Es docente de las cátedras de Metodología de la Investigación, en la Maestría en Políticas Sociales (UBA); de Metodología de la Investigación Psicológica de la Facultad de Psicología (UBA); y de Metodología de la Investigación y del Seminario de Tesis, de la Maestría en Psicoanálisis (UNLAM). Judith Revel (Francia) Filósofa, especialista en pensamiento filosófico contemporáneo, en particular, en la obra de Michel Foucault. Doctora en Historia del Pensamiento Contemporáneo por la Universidad de San Marino y de Filosofía por L'École des Hautes Études en Sciences Sociales, actualmente es profesora de la Universidad de París I. Ha escrito diversos artículos, y entre sus libros, se destaca El vocabulario de Foucault (2008). Integra la revista Multitudes (Francia). Eduardo Rojas (Argentina) Docente e investigador en Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Licenciado en Construcción Civil por la Universidad Federico Santa María de Chile; magíster en Ciencias Sociales por la FLACSO (Argentina). Fue director de talleres de investigación sociológica y miembro de jurados académicos de posgrado en la UBA. Realizó talleres de investigación en la UNSAM y la Universidad de Chile. Además, es autor de diversas publicaciones. Federico Schuster (Argentina) Filósofo y docente. Fue decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Ha realizado cursos de posgrado en la Universidad de Essex (Gran Bretaña). Actualmente, es profesor titular de la cátedra de Filosofía y Métodos de las Ciencias Sociales, en la carrera de Ciencia Política (UBA). 126

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DEBATES CONTEMPORÁNEOS SOBRE LA EMANCIPACIÓN

Jelica Šumic (Eslovenia) Filósofa y psicoanalista. Investigadora del Instituto de Filosofía de la Academia Eslovena de las Ciencias y las Artes. Especialista en filosofía contemporánea, ha centrado su trabajo en autores tales como Freud, Lacan, Badiou, Rancière y Laclau. Ha publicado numerosos artículos, entre los que se destacan “Las máscaras totémicas de la democracia” (1996) y “Singularidad en psicoanálisis y singularidad del psicoanálisis” (1998). Davide Tarizzo (Italia) Profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Salerno y de Filosofía Política en la Universidad de Nápoles “L’Orientale”. Secretario científico del Programa PhD en Filosofía del Instituto Italiano de Scienze Umane (SUM), de Nápoles. Es codirector de la revista internacional Política Común. Sus áreas de estudio son las relaciones entre la filosofía y el psicoanálisis, lo “político” y sus patologías en los tiempos modernos. Gianni Vattimo Estudió Filosofía en la universidad de Turín, su ciudad natal, y, posteriormente, realizó dos cursos en la Universidad de Heidelberg, Alemania. Fue discípulo de Hans-Georg Gadamer. Ha sido profesor visitante de las universidades de Yale, Los Ángeles, New York University y en la Universidad Estatal de Nueva York, en los Estados Unidos. En la Argentina, fue nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad de Palermo y por la Universidad Nacional de La Plata. Es vicepresidente de la Academia de la Latinidade. Colabora en diversos diarios italianos, entre ellos, La Stampa y L'Unità. Carlos Zannini (Argentina) Secretario Legal y Técnico de la Presidencia de la Nación Argentina desde 2003. Se recibió de abogado en 1981, en Córdoba. Ocupó diversos cargos en la función pública, la mayoría, en la provincia de Santa Cruz. En 1987, fue secretario de Gobierno Municipal en Río Gallegos. En 1991, fue nombrado ministro de gobierno de la provincia; y, en 1999, presidente del Superior Tribunal de Justicia.

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