HOMBRES DE HIERRO césar sodero * ilustrado por: mariano lucano
*Encontrá más títulos de la colección en: www.cultura.gob.ar/leeresfuturo
Sodero, César Hombres de hierro / César Sodero ; coordinación general de María Inés Kreplak ; ilustrado por Mariano Lucano. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ministerio de Cultura de la Nación. Secretaría de Políticas Socioculturales, 2015. 76 p. : il. ; 16 x 12 cm. - (Leer es futuro / Vitali, Franco; 36) ISBN 978-987-3772-98-6 1. Cuentos. I. Kreplak, María Inés , coord. II. Lucano, Mariano, ilus. III. Título. CDD A863
Fecha de catalogación: 16/11/2015 • Coordinación editorial: Inés Kreplak • Edición literaria: Marcos Almada • Asistencia edición literaria: Juliana Portilla y Sebastián Basualdo • Diseño de tapa e interiores: Pablo Kozodij
colección leer es futuro En el marco de una serie de actividades de promoción y fomento de la lectura, el Ministerio de Cultura presenta la colección de narrativa Leer es Futuro, que llega a tus manos en forma gratuita para que puedas disfrutar del placer de la lectura. En esta oportunidad, convocamos a escritores jóvenes cuya carrera está apenas comenzando, con el objetivo de visibilizar su tarea, contribuir a la difusión de sus obras y democratizar el acceso a la palabra, en continuidad con la ampliación de derechos garantizada por los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. También hay que mencionar la inclusión de
los ilustradores de cada uno de estos libros: todos j贸venes y talentosos dibujantes con ganas de mostrar su trabajo masivamente. Y en un formato de bolsillo para que la literatura te acompa帽e a donde vayas, porque leer es sembrar futuro. Ministerio de Cultura Teresa Parodi | Ministra de Cultura
césar sodero sierra grande, río negro, 1977. Estudió cine y filosofía. Trabajó en numerosos largometrajes. Produjo y realizó cortometrajes y documentales.
mariano lucano buenos aires, 1968. Es Ilustrador y diseñador gráfico (UBA). Codirector y jefe de arte de la revista Barcelona, ex jefe de arte de las revistas La Maga, La García y Soy Rock. Publica sus dibujos en editoriales Kapelusz, Norma, Santillana, Alfagurara, y diversos medios del país. Pueden verse sus trabajos en: > www.marianolucano.com
golpes
“Todos somos luchadores en la vida. Debes elegir la esquina adecuada y mantenerte en pie, evitar los golpes que puedas y aguantar los que te den. Es una pelea dura, porque en la vida no hay campana. Sí, todos somos boxeadores.” Sugar Ray Leonard
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1| La luz amarilla de la reserva se prendió. Estaba seguro de que había una estación de servicio en el cruce con la Ruta 3. Cuando llegué, con el auto corcoveando, la estación parecía abandonada. De la puerta colgaba un cartel: vuelvo más tarde. Al lado había un taller mecánico que también estaba cerrado. Bajé. Di la vuelta a la estación y me encontré con una casilla de obrador. Se escuchaban voces. Me acerqué. Golpeé las manos. Esperé unos
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segundos y volví a palmear. Nada. Me arrimé a una ventana. Adentro había un televisor prendido pero no se veía a nadie. Volví al auto. Me senté. Había manejado durante diez horas y tenía sueño. Cuando me desperté, la luz del sol se combaba a través del parabrisas. Bostecé y con una mano me froté los ojos. Tardé unos segundos en darme cuenta de que el taller ahora estaba abierto. Un hombre, de unos setenta años, vestido con un overol verde lleno de grasa,
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arreglaba el motor de un Renault 12. Me acerqué. Hola, buenas tardes, dije. El hombre me miró y se limpió las manos con un trapo viejo. Buenas... ¿qué necesita? Me quedé sin nafta. Pensé que la estación estaba abierta. Quería ver si usted me podía... Está bien, está bien, ya entendí. Venga. Entramos al taller. El hombre buscó atrás de un mostrador. Sacó un bidón plástico y agarró un pedazo de manguera que colgaba de un clavo.
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¿Qué calor, no? ¿Calor?, dijo mientras abría el tanque de nafta de una camioneta. Sí, calor. ¿Usted de dónde es? Metió la punta de la manguera en el tanque. Vivo en Buenos Aires, pero voy a ver a mi mamá a Sierra Grande. Me miró. ¿Conoce?, dije. Sí, cómo no voy a conocer. Con la boca chupó la punta de la manguera que había quedado afuera hasta que empezó a
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salir nafta, entonces la puso adentro del bidón. Un perro se acercó y me olfateó las zapatillas. ¡Fuera Negro! ¡Fuera! El perro se fue y se echó abajo de la sombra de un árbol. Le dije que no habíamos hablado de cuánto me iba a salir el trabajo que estaba haciendo. Qué le voy a cobrar hombre... la nafta, nada más. Pero algo le tengo que pagar. Sí, la nafta. Con estos litros tiene para llegar a San Antonio, ahí tiene una estación de servicio.
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Recién en ese momento me di cuenta de que tenía la nariz chata. De tabique quebrado, pensé. ¿Puedo pasar al baño? Al fondo, dijo sin mirarme. Mientras meaba, vi que en la pared había colgada una foto de un boxeador con la guardia en alto. Al pie de la imagen estaba su nombre. Tardé unos segundos en relacionar ese nombre, esa imagen, con el mecánico que estaba afuera. Salí con la foto en la mano. El hombre estaba cerrando el bidón. ¿Es usted?, dije señalando
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la foto. Me miró. ¿Por? ¿Es usted? El hombre frunció las cejas. ¿Es usted el de la foto? Se limpió las manos sobre el pantalón. No, no soy yo, dijo.
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2| Quique estaba tomando una ginebra en la barra del bar Los Vascos mientras hacía un repaso veloz por su vida. Sabía que las rugosidades de la noche mezcladas con el alcohol fomentaban inexplicables conductas en los hombres. Trataba de entender cómo él, que había nacido en el seno de una familia acomodada de Recoleta, terminó en ese pueblo polvoriento tomando ginebra en el bar de un exiliado republicano español. No se olvidaba de las palabras de su papá cuando le contó
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que había decidido dejar la facultad para viajar con su novia como mochileros en busca de aventuras. Quiero conocer el mundo, quiero encontrar el lugar perfecto para vivir. Hijo, lo perfecto es enemigo de lo posible, dijo su papá. A los tres meses, su novia le confesó que extrañaba el vértigo de la ciudad y el afecto de la familia. Quique siguió el viaje solo. Vivió en la selva amazónica con tribus caníbales; en el altiplano boliviano, donde trabajó como minero; en un bar de la costa ecuatoriana; en la
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cosecha de café en la frontera entre Venezuela y Colombia. Hasta que sintió que era hora de volver. Y volvió. Pero no a Buenos Aires, donde sus padres ya habían muerto y sus hermanos lo ignoraban. Entró a la Argentina por la frontera paraguaya. Hizo dedo y se subió a un camión que viajaba hacia Tierra del Fuego. Una noche, pararon a cargar nafta. Quique se bajó y caminó hasta una esquina. Las calles eran de tierra y poco iluminadas. Mientras fumaba un cigarrillo vio un cartel junto a la ruta: Sierra Grande, Tierra de Promesas. Decidió quedarse, nunca supo bien por qué.
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¿Cómo terminamos acá, viejo?, dijo Quique. Pierre lo miró. ¿Cómo terminamos en este pueblo de mierda? Vos que peleaste por un mundo mejor. ¿Cómo terminaste acá? ¿Yo?, dijo Pierre y levantó los hombros. Alguien gritó. Quique se dio vuelta y vio a Maidana, el de la sodería, que caminaba hacia la mesa de García. ¡Qué te pasa a vos!, dijo Maidana. García estaba despegando la etiqueta de una cerveza con los dedos. ¿Qué pasa amigo? ¿Te quedaste mudo?
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Shhh... Tranquilo, no ves lo que estoy haciendo, dijo García señalando la botella. Maidana lo miró extrañado y buscó con la mirada a sus dos amigos que estaban en la barra. García esquivó la primer trompada sentado. Se paró, levantó la guardia y retrocedió hasta sentir la pared contra su espalda. Los tres se le vinieron encima pero García, con quiebres de cintura veloces y golpes certeros, fue volteando a todos. En menos de un minuto, los tres hombres estaban quejándose en el suelo. García daba saltos cortos y caminaba hacia atrás con la guardia en alto, esperaba
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el contraataque. ¡Ey! ¡Vete de aquí!, dijo Pierre caminando hacia García. García bajó las manos y se quedó mirando el suelo. Tenía los ojos cerrados y movía los labios, como murmurando algo. ¡Fuera chaval!, dijo Pierre y empujó a García con las dos manos por la espalda. García se dio vuelta y levantó la guardia. Había algo oscuro y poderoso en su mirada, tenía las pupilas dilatadas como la de los gatos en las noches sin luna. Tranqui García... Está todo bien... Ya pasó...,
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dijo Quique desde la barra, mientras con un dedo revolvía los hielos en el vaso con ginebra. García respiró profundo, bajó las manos y salió del bar. Pierre miró a Quique. ¿Lo conoces? No. Solo de nombre, dijo Quique mirando a Maidana y a sus amigos, que se retorcían en el suelo. Durante muchas noches Quique soñó con García. Lo veía moverse con la guardia en alto, lanzando golpes contra tipos que caían como bolos de bowling. En el sueño García
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estaba en un lugar incierto, con una luz cenital que dibujaba un cono a su alrededor. García se movía en esos límites bufando con la boca abierta y el cuerpo empapado en transpiración. Cuando Quique se despertaba, García seguía moviéndose al pie de la cama hasta que se desvanecía con la lucidez de la conciencia. Quique se preguntaba por qué García lo tenía obnubilado. Por qué se había transformado en una transparencia que lo acompañaba adonde fuera. No podía dejar de pensar en él. Había algo importante en ese hombre pero no sabía qué. Esa presencia era una mancha que con
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los días se iba transformando en una idea. No había sido casual que García peleara con Maidana frente a Quique. Las probabilidades de que fuera una casualidad eran mínimas, pensaba Quique con una calculadora en la mano. Si García estuvo ahí demostrando su habilidad con los puños fue por algo. Y si fue por algo, solo el destino, o Dios, que quizás fueran lo mismo, determinaron que ellos tenían que encontrarse. Ellos debían conocerse. ¿Pero por qué?, se preguntaba Quique frente al espejo del baño.
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Otra noche, Quique estaba en el bar de Pierre cuando entró García. Se miraron en silencio, como los cowboys en el duelo final. García se sonó los dedos de las manos y ese ruido, como de cáscaras de nueces partidas, le dio a Quique una certeza: García iba a ser boxeador y él, Quique Celaya, su manager. Quique no sabía nada de boxeo, pero estaba convencido de que en esos puños había futuro. Apoyó el vaso de ginebra sobre la barra y se acercó a García, que estaba parado junto a la puerta. Pierre los observó extrañados
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mientras pasaba la rejilla por el mostrador. Quique, sin dejar de mirar a los ojos a García, tomó aire y dijo: Conmigo vas a ser un campeón, pero un campeón de verdad. Yo sé que no me conocés, que solo nos conocemos de vista, pero yo soy así, intuitivo, lanzado, desaforado, y estoy convencido de que en la vida pasan cosas que no tienen nada que ver con la razón, ni con los pensamientos, sino con algo más profundo, con algo que a veces viene de lejos, de algún lugar remoto, algo incierto que nos llena el corazón de sensaciones, de emociones, de ganas
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de ponernos a llorar porque sí, por estar vivos, pero no te quiero volver loco con esto, solamente quiero que sepas que nosotros nacimos para hacer algo juntos, algo grande... Ya sé, ya sé... no me preguntes como sé esto, lo único que te puedo decir es que aquella noche que te vi pelear contra Maidana me di cuenta, bueno, en realidad me di cuenta recién, hace unos segundos, sí, sí, no me mires así, pero me pasó eso, desde aquella noche que te vi pelear no pude dejar de pensar en vos, de soñar con vos, con tu mirada, con la oscuridad de tu mirada, y con tu fuerza, con esa explosión
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que salía de tus puños, con esa mecánica formidable de tus músculos que tienen acumulada las ganas de ser el mejor de todos. Por esto te digo García, juntate conmigo, quedate cerca que vamos a ser los mejores. Cuando Quique terminó de hablar, García se miró las manos. ¡Ey!..., dijo Pierre. Quique giró apenas la cabeza. Pierre, con las manos apoyadas sobre la barra, lo miraba con un cigarrillo entre los dientes. Aquí cosas raras no, ¿eh? García miró a Quique y los ojos le brillaron.
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A sus órdenes señor, dijo García tendiéndole una mano. Quique hipotecó su casa. Alquiló un salón en el que armó un gimnasio y contrató a Tito Ñancuche, un ex campeón provincial de peso pluma, para que fuera el entrenador de García. Dos meses después debutó con una pelea de fondo en un paraje de la Línea Sur donde se celebraba la Fiesta de la Piedra Laja. El Indio Medina, su rival, había pasado ocho de los últimos diez años en la cárcel. Entre rejas había descubierto la palabra de Dios y el poder
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del boxeo para evangelizar a los infieles. Sentía que Jesús se apoderaba de su cuerpo cada vez que peleaba para transmitir un mensaje que se escribía con moretones en los cuerpos de sus rivales. Cuando Medina subió al ring, García lo estaba esperando con la guardia en alto y los ojos encendidos por un fuego que le tensaba los músculos. Le bastaron dos manos para noquear a Medina: un cross de izquierda que le arrancó el casco protector y un gancho al mentón que lo desplomó sobre la lona. Medina quedó tendido en el suelo, llorando y quejándose como un chico. El público recién
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se había sentado y tardaron unos segundos en darse cuenta de que la pelea había terminado. García seguía con la guardia en alto, desconcertado por la efectividad de sus golpes. Cuando bajó del ring, unos chicos con sus padres se acercaron a saludarlo, querían fotografiarse con él. Esa noche, mientras cenaban cordero con vino tinto en un puesto cercano al escenario principal, García le dijo a Quique que quería ser campeón del mundo. Quiero ser el mejor. Yo también quiero que seas el mejor. Pero
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primero hay que sumar peleas. Ya sé... Pero quiero ser campeón del mundo. En los meses siguientes, García ganó cinco peleas, todas por nocaut en el primer round. Los diarios provinciales le dedicaron algunas columnas y dio sus primeras entrevistas a los medios. Lo nombraban “el boxeador regional con más proyección a nivel nacional”. Empezó a hacerse conocido como El rompe bolsas García porque descosía a trompadas las bolsas de box en los entrenamientos. Fue idea de Ñancuche. Le dijo a Quique que necesitaban un nombre que fuera tan impactante
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como un cross a la mandíbula. Pero Quique estaba convencido que para ser un campeón de verdad, tenían que pasar al profesionalismo. Eso les iba a dar la posibilidad de soñar con algún título importante. Quique sabía lo difícil que era la primera pelea como boxeador rentado, muchos habían fracasado en ese camino. Pensó que lo mejor sería encontrar un rival que no pusiera mucha resistencia. Alguien que le hiciera sentir a García que la única diferencia con ser amateur era que ya no usaba casco protector. Tampoco se olvidaba de que las peleas ganadas habían sido
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contra rivales que entrenaban poco y que desconocían por completo la disciplina deportiva. Nunca se habían enfrentado a un boxeador de verdad. A un hombre que entrenara y viviera por el boxeo. Cuando desde la intendencia le propusieron que El rompe bolsas García debutara como profesional en la fiesta de cumpleaños del pueblo, Quique se convenció de que esa pelea no podía estar librada al azar. Esa noche tenía que ser una noche de gloria, inolvidable, la noche consagratoria de los dos. El kilómetro
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cero desde el cual comenzarían a construir la autopista que los llevaría al éxito. No nos podemos arriesgar, tiene que ser alguien al que le podamos ganar, dijo Quique. Ya sé. Conozco al hombre que estamos buscando, dijo Ñancuche. Quique se quedó pensativo y después dijo: Bien. Pero García no se tiene que enterar. Tiene que sentir que todo lo logró él solo. Es la confianza que necesita. Una vez que el tren arranque, no lo va a parar nadie. *
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3| El mecánico caminó hasta mi auto. ¿Me abre el tanque? Me acerqué y lo abrí. El hombre chupó la manguera hasta que salió nafta y la puso en el depósito. Perdón, ¿se enojó?, dije. ¿Cómo? Que si se enojó por la pregunta que le hice. ¿Qué pregunta? La de si usted era el hombre de la foto.
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Me miró unos segundos como si no me entendiera. Prendió un cigarrillo. ¿Usted piensa que me puedo enojar por eso? No sé... No, no creo. ¿Y entonces? No supe qué decirle. La manguera se salió del depósito de nafta y regó el suelo. La volvió a acomodar con el cigarrillo entre los dientes. Cuidado, dije. Tranquilo, no pasa nada. ¿Quiere tomar algo? Bueno. Ya vengo, cuide que no se salga. Lo vi alejarse. Tenía el andar pesado como
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si le costara moverse. Entró al taller. Aproveché para llamar a mi mamá y decirle que iba a llegar un poco más tarde. Antes de cortar, se me ocurrió preguntarle si se acordaba de la pelea entre El rompe bolsas García y Cucurucho López. ¿Quiénes? Eran dos boxeadores. Fuimos con papá a verlos al Vuta. No, no me acuerdo. ¿Cómo que no te acordás? No sé, ahora no me acuerdo. ¿Pero por qué? No, nada, después te cuento, dije y corté.
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Lo vi acercarse con una botella de cerveza y dos vasos en la mano. Bien fresquita, dijo. Qué bueno... pero yo tengo que manejar. Me miró serio, esperando a que me arrepintiera. Pero un poco no le voy a negar... con este calor... Destapó la cerveza con los dientes y sirvió en los vasos. Brindemos. No todos los días alguien se acuerda de mí, dijo y sonrió. *
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4| Las penas de Cucurucho crecían tan rápido como sus cincos hijos. Nada lo entristecía más que saber que no podía darles todo lo que se había imaginado. Estaba casado con una mujer mucho más joven que él a la que había conocido en una gira provincial. Se casaron a escondidas porque los padres de ella no veían un futuro con comodidades al lado de un boxeador de cuarta categoría. Cucurucho
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tenía cincuenta y cuatro peleas como profesional y solo había ganado ocho. Peleaba desde que tenía trece años y sentía que no sabía hacer otra cosa. Pero ya no era un tipo joven. A partir del tercer round las piernas se le agarrotaban, los guantes parecían de hierro y ya no podía mantener la guardia en alto. Entonces Cucurucho se transformaba en una presa indefensa, en una masa de carne que recibía golpes como si fuera una media res. Cucurucho tomaba aire por la boca y trataba de aguantar todo lo que podía. Tenía orgullo de campeón. Era lo único que le quedaba.
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Una noche su mujer y sus hijos lo fueron a ver. Peleaba contra Tony Tormenta por el título provincial de los supermedianos. A lo largo de la pelea, sintió que los golpes de Tony lo masacraban y que su cuerpo le decía basta. Pero Cucurucho aguantó los doce rounds. No quería que sus hijos vieran a su padre en la lona. Quería que supieran que la vida era una batalla que había que afrontar de pie. Como fuera. A Cucurucho le gustaba pensar mientras boxeaba. Los mejores pensamientos se le aparecían en el ring cuando lo estaban moliendo a golpes. Estaba convencido
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de que las piñas en la cabeza eran como electro shocks que le activaban zonas adormecidas del cerebro. Pero esa noche fue demasiado. Después de la pelea, mientras se duchaba, Cucurucho se desmayó. Cuando despertó en el hospital, su mujer estaba dormida a su lado. Cucurucho quiso hablar pero no le salían las palabras. Con los dedos de una mano acarició la cara de su mujer. Corazón..., dijo ella con los ojos vidriosos. El derrame cerebral había sido leve pero
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los médicos le dijeron que no podía seguir peleando. Se acabó... tenés que empezar una nueva vida, le dijo su mujer. Cucurucho guardó los guantes en el fondo del ropero y por unos días se olvidó de su vida arriba del ring. Parecía contento, con ganas de conseguir otro trabajo y de disfrutar de la nueva vida. Aprovechó para ir con su familia a visitar a un hermano que hacía años que no veía. Apenas llegaron, después de un día de viaje en auto, Cucurucho se abrazó a su hermano y lloró un buen rato.
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Más tarde, un poco más tranquilo, cuando todos se fueron a dormir, animado por el alcohol, Cucurucho le confesó a su hermano sus pensamientos más profundos. Aquellas ideas que le venían cuando peleaba pero que nunca podía saborear afuera del ring. Le habló de sus sueños, de sus ganas de ser admirado por todos, de que le hicieran una entrevista en la tele recordando la noche en que se coronó campeón del mundo, de que pudiera pagar los estudios universitarios de sus hijos para que en el futuro estuvieran orgullosos de él, de poder comprar una casa para su
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mujer, enorme, con parque y pileta, y que su suegro, al verla, se arrepintiera de todas las barbaridades que había dicho en su contra, y, también, de que nunca pudo olvidarse de las trompadas que le daba su papá cuando se portaba mal y que le fueron enseñando a soportar el dolor arriba del cuadrilátero. Días después, cuando manejaba de vuelta a su casa, Cucurucho pensaba en las últimas palabras que le había dicho su hermano cuando se despidieron: Tenés que ser feliz, como sea. Cucurucho trataba de entender qué era lo
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que lo iba mantener vivo ahora que empezaba a alejarse del boxeo. Porque aunque tuviera una familia hermosa, sabía que con eso no alcanzaba. No puedo olvidarme de quién soy, decía. A todos los trabajos que empezó los abandonó al día siguiente. Se sentía incómodo, como si tuviera arena en los ojos. Entonces eligió no trabajar. Por lo menos por un tiempo. Necesitaba aclarar su cabeza. Se refugió en el bar de un amigo. El alcohol lo distraía. Una madrugada, su mujer le reprochó que los había dejados solos y que se gastaba la poca plata que tenían
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en emborracharse. Después se fue a dormir. Cuando se despertó, su mujer y sus hijos ya no estaban. Esa tarde Cucurucho volvió al gimnasio. Cuando entró, todos lo miraron. Prefiero morir arriba de un ring que a dar lástima en la calle, dijo. * 5| El plan era simple. Tenía que pelear tranquilo, dejando que el otro le pegara, pero no
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tanto como para que el público sospechara que la pelea estaba arreglada. Al cuarto o quinto round, Cucurucho bajaría la guardia y entonces vendría el nocaut. Ante la primera bien puesta, se dejaría caer. Estaba claro que tenía más que ver con la actuación que con el boxeo. Y hay muy buena plata, dijo Ñancuche. Cucurucho lo miró. Recordaba las épocas en que Ñancuche era su entrenador y le decía que había que esforzarse cada día más porque eso los hacía mejores personas. Cómo cambiaste viejo, dijo Cucurucho.
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¿Cómo? Nada, nada... Decile a tu jefe que sí. Pero que quiero el triple de lo que me ofrece. Y por adelantado. Pero eso sí, aclarale que va a tener el mejor espectáculo que haya visto en su vida. Eso se lo garantizo yo: Eugenio Cucurucho López. Pero... Sí, y va a tener al campeón que él quiere. Ñancuche sonrió. Cucurucho no. *
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6| Me costaba relacionar a ese hombre mayor que estaba compartiendo una cerveza conmigo, con aquel hombre que treinta años atrás yo había visto pelear de forma memorable. Me acuerdo de sus pómulos inflamados, de los arcos de las cejas cortadas, de la boca abierta buscando aire donde no lo había. Lo recuerdo exhausto, tratando de limpiarse la sangre con los guantes. Apoyó la cerveza en el suelo y levantó la guardia. Por unos segundos pensé que me
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estaba desafiando pero enseguida sonrió y prendió un cigarrillo. Bueno, ¿qué quiere saber?, dijo. Quiero que me cuente la pelea, quiero me cuente todo. Le dio una chupada honda al cigarrillo y soltó el humo despacio. Me miró serio pero sin atención, estaba mirando para adentro. Uniendo piezas de la pelea como si fuera un rompecabezas. Buscando un sentido. Una forma eficaz en el relato. Cerró los ojos y empezó a mover los labios, apenas, como si murmurara algo. Algo para sí mismo. Chasqueó
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los dedos varias veces y me miró. Tenía los ojos vidriosos y una intensidad en la mirada que me estremeció.
* 7| Mientras Quique le ajustaba los guantes, descubrió algo en la mirada de García. Como si tuviera una lámina que le opacara la humedad de los ojos. O, mejor, como si tuviera los ojos
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trizados. Quique pensó que ya no había certezas en esa mirada. Debe ser miedo, pensó. Le palmeó la espalda a García y dijo: Vamos pibe, esta noche es tu noche. Cuando salgas, toda esa gente va a saber lo que es un boxeador de verdad. * 8| Vio un destello, como un fogonazo, y pensó
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que un flash lo había encandilado. Un zumbido, agudo, empezó a silbarle detrás de una oreja. Vio las lámparas incandescentes que colgaban del techo y sus piernas extendidas sobre la lona. El árbitro le mostró los dedos de una mano mientras movía la boca. Todo tenía un contorno difuso y el tiempo y el espacio parecían dilatarse como en los sueños. Creyó ver, borroso, a su rival moviéndose en un rincón con la guardia en alto. Quiso pararse pero las piernas no le respondían. Sentía correr la transpiración, o la sangre, por la cara. Trató de limpiarse pero los guantes parecían
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atornillados al suelo. Sintió que algo le humedecía el pantalón, y bajaba, tibio y caudaloso, por la entrepierna. Esa noche nada parecía depender de su voluntad. Nada. Estaba atrapado en una cápsula de carne y en lo único que pensaba era en que nadie se diera cuenta de que se estaba meando encima. El árbitro le mostró las dos manos abiertas y agitó los brazos en el aire. Un hombre de delantal blanco se acercó y con una linterna le iluminó los ojos. Alguien lo abanicaba con una toalla. Las luces que iluminaban el cuadrilátero se desdoblaban y parecían multiplicarse por miles.
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Un dolor intenso en la cabeza le hizo cerrar los ojos. Alcanz贸 a escuchar una voz distorsionada, como la de una radio sin pilas. Tranquilo pibe, ya viene la ambulancia.
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9| Cuando termin贸 de contarme la historia nos quedamos callados. Me ofreci贸 un cigarrillo.
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Hacía años que no fumaba pero no me importó. Fumamos juntos y en silencio. Miré la hora. Era tarde. Mucho más de lo que creía. Le miré las manos. Enormes y poderosas. Ahora todo parecía cerrar pero había algo que no tenía sentido. ¿Pero por qué desapareció?, ¿por qué nunca más se supo de usted? Sonrió y movió la cabeza varias veces. Qué pregunta... Se quedó pensativo, fumando. El Negro se acercó. La verdad que no sé... Siempre me pregunto
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eso, dijo acariciando la cabeza del perro. Sonó mi teléfono, atendí. ¿Dónde estás? ¿Estás bien?, dijo mi mamá. Sí, sí, todo bien. ¿A qué hora llegás? Lo vi alejarse unos metros, se tomó la cara con las manos y me dio la espalda. En un rato. Estoy en viaje, dije y corté. Me acerqué y lo vi limpiarse las lágrimas con el dorso de las manos. ¿Está bien? Sí, sí, disculpe. ¿Por qué llora? No sé bien.
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Nos quedamos callados. Entendí que ya no teníamos nada de qué hablar. Cuando subí al auto se acercó a la ventanilla. Es mejor que la tenga usted, yo ya estoy viejo, dijo y me dio la foto que había encontrado en el baño. Aceleré. Mientras me alejaba toqué la bocina varias veces. Me saludó con una mano en alto. Lo vi por el espejo retrovisor hasta que la tierra que levantaba el auto fue desdibujando su figura.
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espinoza
“Patagonia, embarazada de mitos, que se mezclan con el viento y el aliento de tus hijos...” José Larralde
* Una tarde, con mi viejo, fuimos en caravana por la ruta siguiendo a Espinoza. Atrás nuestro venían unos diez autos con las balizas encendidas. Espinoza manejaba con una mano y
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con la otra agitaba una bandera argentina por la ventanilla. El Viejo, como le decía mi papá, tenía un 504 blanco en el que viajaba con su mujer y sus cuatros hijos. Llevaba un trailer con sus cinco perros asomando los hocicos por abajo de una lona verde. Mirá qué sanjuanino despelotado, cómo va a llevar los perros ahí, dijo mi viejo. Espinoza era un gran amigo de mi papá. Fue el que lo convenció, a principio de los setenta, de ir a buscar trabajo a la incipiente mina de hierro de Sierra Grande. En esa época trabajaban en la construcción de la Ruta
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Nacional 3 en el tramo que va de Viedma a San Antonio. Manejaban camiones llevando piedras desde una cantera hasta el obrador. Espinoza se enteró de que la minera estaba buscando trabajadores y lo entusiasmó con la posibilidad de progresar. Renunciaron al trabajo y con lo puesto se fueron a Sierra Grande. Durante unos meses vivieron en una carpa que habían montado atrás de la estación de servicio. Estuvieron ahí hasta que los tomaron en la empresa y les asignaron una casa. Siempre que se juntaban recordaban la misma historia: una noche no tenían nada para comer y le robaron
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unos sánguches de mortadela a un camionero. ¡Qué miseria Julito, qué miseria!, decía Espinoza como si fuera la primera vez que lo contaba. Veinte años después, el cierre de la mina lo obligaba a irse. Con la indemnización pensaba abrir una remisería en San Juan. Algo más tranquilo, qué se le va a hacer, es lo que hay, lo único bueno es que voy a estar al sol mucho más que en la mina, le escuché decir entre risas en el almuerzo de despedida. Para mi papá Espinoza era como un hermano. Con su ida una parte de su historia empezaba a
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desdibujarse. Por eso mientras manejaba y sonreía moviendo apenas los labios, supe que iba recordando todos aquellos días vividos con él. Mi papá aceleró y se puso al lado del 504. Espinoza nos miró y nos tiró el auto encima. Mi viejo se asustó. Después, volvió a acelerar. En el 504 todos se reían. Viejo hijo de puta, no cambia más, dijo sin mirarme. Durante unos minutos viajamos a la par. Espinoza se golpeó el pecho varias veces con una mano y nos señaló con un dedo.
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¡Chau Viejito!, dijo mi papá y empezó a frenar. Paramos en la banquina. Atrás nuestro, los otros autos giraban en U para volver al pueblo. Mi papá se bajó y caminó unos metros en la dirección en la que se alejaba el auto de su amigo. Lo seguí. ¿Lo ves?, me preguntó cuando el auto de Espinoza era un punto lejano y difuso. Me lo preguntó pensando que mi vista, más joven y precisa, le diría que sí, que su amigo del alma aún estaba en esa ruta, cerca suyo. Más o menos, dije. En el cielo aparecieron algunas estrellas y
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las líneas precisas del día se volvieron borrosas e inciertas. ¿Sabés con cuántos sueños llegamos con Espinoza a este pueblo? No teníamos ni para comer y este pueblo nos dio todo. ¿Sabés qué fuerte que es eso? Un camión pasó a nuestro lado tocando bocina. Me alejé unos pasos de la ruta. Mi papá seguía con la mirada puesta en algún lugar del crepúsculo. Me di vuelta y vi, a lo lejos, las luces de los coches llegando al pueblo. Vamos, dije y subí al auto. Mi papá se quedó parado. Después entró,
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apoy贸 las manos en el volante y agach贸 la cabeza. 驴Y ahora qu茅?, dijo.
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AUTORIDADES PRESIDENTA DE LA NACIÓN
Cristina Fernández de Kirchner MINISTRA DE CULTURA
Teresa Parodi JEFA DE GABINETE
Verónica Fiorito SECRETARIO DE POLÍTICAS SOCIOCULTURALES
Franco Vitali