EL PARALELO paula tomassoni * ilustrado por: antonela rossi
*Encontrá más títulos de la colección en: www.cultura.gob.ar/leeresfuturo
Tomassoni, Paula El paralelo / Paula Tomassoni ; coordinación general de María Inés Kreplak; ilustrado por Antonela Rossi. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ministerio de Cultura de la Nación. Secretaría de Políticas Socioculturales, 2015. 92 p. : il. ; 16 x 12 cm. - (Leer es futuro / Vitali, Franco) ISBN 978-987-4012-01-2 1. Cuentos. I. Kreplak, María Inés , coord. II. Rossi, Antonela, ilus. III. Título. CDD A863
Fecha de catalogación: 16/11/2015 • Coordinación editorial: Inés Kreplak • Edición literaria: Marcos Almada • Asistencia edición literaria: Juliana Portilla y Sebastián Basualdo • Diseño de tapa e interiores: Pablo Kozodij
colección leer es futuro En el marco de una serie de actividades de promoción y fomento de la lectura, el Ministerio de Cultura presenta la colección de narrativa Leer es Futuro, que llega a tus manos en forma gratuita para que puedas disfrutar del placer de la lectura. En esta oportunidad, convocamos a escritores jóvenes cuya carrera está apenas comenzando, con el objetivo de visibilizar su tarea, contribuir a la difusión de sus obras y democratizar el acceso a la palabra, en continuidad con la ampliación de derechos garantizada por los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. También hay que mencionar la inclusión de
los ilustradores de cada uno de estos libros: todos j贸venes y talentosos dibujantes con ganas de mostrar su trabajo masivamente. Y en un formato de bolsillo para que la literatura te acompa帽e a donde vayas, porque leer es sembrar futuro. Ministerio de Cultura Teresa Parodi | Ministra de Cultura
paula tomassoni la plata, buenos aires, 1970. Es profesora de Literatura en escuelas secundarias, capacitadora docente en Escuela de Maestros (CABA) y en distintos programas de capacitación en Provincia de Buenos Aires. También da clase en la UniPe, la UNAJ y la UNA. Escribe narrativa y crítica literaria. Publicó cuentos en distintas antologías, reseñas literarias y artículos de divulgación en revistas culturales. Publicó la novela Leche merengada (EME) y el libro de relatos PEZ y otros relatos (Modesto Rimba).
antonela rossi santa fe, 1985. Estudia diseño industrial (FADU-UBA) y se dedica también al diseño gráfico y a la ilustración. Pueden verse sus trabajos en: Facebook > Rossita.
si el agua estanca
I Desde el inodoro y con tiempo de sobra hay, claro, otra perspectiva. Cuando me mostraron la habitación me pareció limpísima. Simple, pero impecable. Con olor a madera recién lustrada: olor a Sur. Lo primero que siempre miro en una habitación de hotel es el
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baño, y este me encantó. Sencillo, sin detalles de categoría, pero muy limpio. Los azulejos blancos brillaban, la cortina de baño caía fresca y blanca sobre la alfombra rosada. Agradable. Pero ahora, sentada en el inodoro, no tengo nada que hacer y observo, hago foco. La luz del tubo fluorescente descubre pequeños detalles: un pelo en los azulejos sobre la bañera, una marca más oscura en los cerámicos de atrás de la columna del lavatorio, unos cuantos hongos escondidos en el volado de la cortina. Un muestreo que da cuenta de que la limpieza del cuarto es, digamos, superficial.
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Es mentira que el tiempo en el inodoro es tiempo muerto: al no poder hacer casi ningún movimiento, no queda más que pensar y me pregunto (no puedo evitarlo) de quién serán esos pelos y cómo habrán llegado hasta ahí. Qué asco. Empiezo a extrañar mi baño en Buenos Aires. Me siento estúpida: siempre la misma pacata. En vez de disfrutar del viaje, una vez que se juegan en la editorial y me mandan a cubrir algo que sucede un poco más lejos de la plaza del barrio. Abro una revista local que encontré en la mesa de luz. La revista se llama “El cuarenta y dos”, en
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obvia referencia al paralelo que cruza la comarca. El formato es chico, y la edición, barata: las pocas fotos que aparecen son en blanco y negro y de baja resolución. La mayor parte de las páginas están ocupadas por publicidades locales. Tiene dos notas centrales: una sobre la fiesta anual de la fruta fina en El Hoyo; otra sobre un alga venenosa que habría viajado desde Canadá en las botas de algún pescador aficionado y estaría contaminando los bellísimos lagos y ríos locales. Paso las páginas sin interesarme por nada. Encuentro una columna con clasificados y, sin tener en mente
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comprar nada, empiezo a leer: Moto doble cilindrada 2005 papeles al día acepto trueque / Cuchillas desmalezadoras para afilar estado regular / Bulbos tulipán rojo amarillo El Hoyo entrada ruta vieja chacra El Molino/ Play 3 con yostiks y volante casi nueva/Vaca lechera con terneros precio destete. Oportunidad /Odontólogo: arreglos, prótesis, obras sociales/Roberto Fuentes Agrimensor: amojonamientos trámites en general/ ¿Quiere escriturar y no tiene dinero? ¿Quiere subdividir para vender? Esteban Silvestri escribano: loteos sin efectivo exclusivamente ejido de Epuyén. Este último aviso está rodeado
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con el trazo de una birome azul. Paso algunas hojas y encuentro un crucigrama hecho hasta la mitad. Es una revista usada: qué hotel berreta. Miro la tapa: salió hace tres semanas. Los clasificados ya no sirven: tal vez la vaca ya se quedó sin leche, tal vez ya se vendió la play. Sigo leyendo igual. Compro nueces chacra La Perla en Las golondrinas/Vendo pasto incluye traslado/Fumigación: ratón colilargo, avispas, murciélagos. ¿Murciélagos? Miro el techo de madera. ¿Murciélagos? Es hora de salir del baño: qué bien.
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II A la comisaría llego caminando, diez minutos antes de lo convenido. Me abro la bufanda porque, a pesar del frío, el sol de la primera tarde me hace transpirar. Saludo a Freire, que sale y vuelve a entrar en la dependencia. Me quedo esperando afuera. Llegué a El Bolsón hace dos días para cubrir el crimen de un taxista que sucedió hace diez. Detuvieron a un vecino. Parecería tratarse de un crimen pasional porque la mujer del muerto armó las valijas y se mandó a mudar, nadie
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sabe adónde. Como muchos de los que viven en la comarca, tiene parientes en Comodoro, pero allá no se fue. La cosa se complicó porque antes de que pudieran tomarle declaración, el detenido se colgó en la celda con su cinturón. “¿Pero cómo? ¿No se lo habían sacado?”, pregunté a Freire. “Y… no”. De la redacción me pidieron que aprovechara el viaje. Que hiciera alguna nota para turismo, que averiguara: alguna leyenda, algún quilombito con los mapuches, lo que sea. Llegué en avión a Bariloche y de ahí en micro hasta la plaza de El Bolsón, centro nacional de
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los hippies y la cerveza artesanal. Me compré un par de aros, y busqué un hotel. Me recomendaron Amancay, un residencial pequeño, en un primer piso, pintado de amarillo y con violetas de los Alpes en los balcones. Pedí ver la habitación, entré al baño: me quedé. Conocí a Freire en la vereda de la comisaría: fumaba. Me presenté y arreglé un horario para la entrevista. Cuando se refería al suicidado movía de un lado al otro la cabeza: que no se lo iba a perdonar nunca, quería decir. Le expliqué lo que me habían pedido del diario, y le pregunté si había algún otro caso de interés
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que me pudiera comentar. Entonces me habló de la desaparición de Álvez. Había venido de Comodoro Rivadavia a visitar a su madre y a sus hermanos, que viven en el valle, entre la ladera del Pirque y el río Epuyén. Los Álvez son ocho hermanos, pero en el campo solo viven cinco: uno se fue hace veinte años a Comodoro, a buscar trabajo en las petroleras; los otros dos llegaron hasta Ushuaia siguiendo a la empresa de plantaciones, y se instalaron allá. Los que se quedaron trabajan el campo. Se hicieron sus casas muy distante una de la otra porque la parcela es
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grande. “Como de cincuenta hectáreas”, comenta Freire. Crían ovejas, chivos, gallinas y algunas vacas. Cultivan cerezas y tienen pequeñas huertas para uso personal. Dos de los cinco, crían abejas. “Son dueños de medio cerro pero viven al día”, explica Freire. “Si la cosecha se quema, o algún puma le ataca el ganado, capaz que andan penando hasta para comer”. Freire está todo el tiempo fumando. Me cuenta que si los Álvez lotearan y vendieran las tierras, no tendrían que trabajar por el resto de sus días. “Pero los lugareños”, me dice, “no quieren saber nada con vender”.
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Mientras lo miro apagar el cigarrillo me pregunto: si los Álvez son los lugareños, él de dónde es. III Vamos en un automóvil particular. El chofer y un oficial jovencito adelante, Freire y yo, atrás. Tomamos la ruta 40 y a medida que abandonamos las casas el auto aumenta la velocidad. El camino es sinuoso. Al pasar por El Hoyo pueden verse a los costados restos de un incendio grande. Recuerdo haber visto las
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noticias hace un par de veranos en televisión. —Los prenden a propósito, —se enoja Freire—, para vender la madera, o para obligar a los dueños a vender: ahora todos quieren las tierras. Al llegar a la entrada del pueblo de Epuyén, el auto toma hacia la izquierda. Vamos a buscar una vidente a El Maitén. Según dicen, va a ayudar a encontrar a don Álvez, del que no se tienen noticias desde hace más de una semana. “Se habrá vuelto a sus pagos”, dijo su madre cuando fueron a preguntarle. Pero no. La denuncia la hizo su mujer desde Comodoro:
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a sus pagos no volvió. El comisario cree que aprovechó y se tomó el palo: se liberó de dos familias al mismo tiempo. “Para mí que ya anda por Iguazú”, dice divertido. Pero promete que esta vez va a buscar hasta el final: ya bastante distracción con el tipo de la celda. Freire se calla y hacemos unos cuantos kilómetros en silencio. De fondo suena entrecortada la radio andina. Saco de mi mochila la revista y una lapicera para terminar el crucigrama. —Es vieja, —me dice el comisario cuando ve
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la portada—. Yo las leo siempre… por los clasificados… ¿A dónde se la dieron? —interroga. —Estaba en el hotel. —Esa es de hace como dos semanas. O tres. Mi hijo se compró una vaca. Mi hijo tiene una chacra en Los repollos… Linda, con agua, todo. Se compró una vaca que vendían ahí en esa revista… Permítame… Empieza a pasar las páginas buscando los clasificados, mientras sigue hablando. —Hizo un buen negocio. La pagó barata y rinde hasta dieciséis, dieciocho litros por día. Encuentra los clasificados y me pregunta si
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las marcas con tinta las hice yo. —No. —Le digo, y le muestro mi lapicera negra. Me pregunta a dónde me dieron una revista tan vieja. —La encontré en el hotel —repito. —¿Y usted a dónde es que para? —En el Amancay. IV La vidente sube al auto en El Maitén y se sienta atrás, al lado de Freire. No dice una sola
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palabra en todo el viaje, ni siquiera cuando la saludo. Yo me había imaginado que sería una mujer vieja, pero no parece tener más de cuarenta años. Freire también va callado desde que ella subió. No me devolvió mi revista, y me da vergüenza pedírsela, así que me entretengo mirando el sur por la ventana del auto. Sigue sonando la radio local, que pasa unas chacareras. Cuando pasamos la curva del Epuyén, disminuye la velocidad, y dobla en una entrada con una tranquera que tiene un cartel pintado a mano: Don Anselmino. El oficial joven se baja a abrir.
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Cruzamos dos puentes precarios, hechos con tablones clavados a dos vigas apenas apoyadas en la tierra. El auto pasa despacio. Me da un poco de miedo pero enseguida me acuerdo de que vamos con la vidente: me imagino que se dará cuenta y nos avisará si el puente va a caerse. Llegamos a la chacra de los Álvez. Ahí nos espera la madre y uno de los hijos. Cuando bajamos del auto un perro ladra furioso. Está atado con una soga tan corta que, cuando hace fuerza, se levanta en las dos patas de atrás y agita las de adelante, como si boxeara.
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La vidente bajó del auto y está quieta, mirando al piso. Tiene puesto un jean y borceguíes de cuero. No sé si tiene pelo largo porque se pierde adentro del poncho con el que se envuelve. Saco el grabador del bolsillo de la campera, lo prendo y vuelvo a guardarlo. Los Álvez hablan con Freire. Que no tiene sentido lo de la vidente, dicen. Que él bien sabe que ya revisaron toda la tierra y no encontraron nada. Que seguro está en Comodoro, o que aprovechó la volada para rajar de al lado de la bruja cachavacha que tiene de esposa, dicen. Freire sonríe.
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La vidente empieza a caminar hacia el río. Sus pasos cortan la rosa mosqueta que se engancha en nuestros pantalones con furia: pinchan y lastiman a través de la tela. Ella va primero y atrás la seguimos, en fila india. Álvez, el hermano, protesta: que ya lo buscaron, dice; que la china esa está loca, susurra. La vidente no oye, o se hace, y no afloja el paso. Freire respira agitado, cada tanto se detiene y toma aire: debería dejar de fumar. Recorremos la costa del río hacia el sur. Apuro mis pasos para acercarme al oficial joven, que avanza pisando las espinas de las
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mosquetas. Me ayuda a pasar. —¿Cree que lo va a encontrar? —le pregunto señalando a la mujer con la cabeza. —Y claro. Ella encontró también a los mellizos de Cholila, que estaban escondidos en el rancho del tío. Atrás, bien atrás, en el establo. Fue ella y en un minuto nomás los encontró. No le pregunto quiénes son los mellizos ni por qué se escondían. Más de lo mismo. —¿Y cuánto le pagan? —¿A ella? —Sí. Por este trabajo, ¿sabés más o menos cuánto le pagan?
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—Y nada. Nada: es como un servicio público que ella hace, nomás. Ahora si la querés contratar vos para algo tuyo, no sé cuánto cobra. Pero acá, nada. Freire se acerca por detrás. Me señala una bifurcación del camino: “Ahí tenés otra historia: el monstruo del lago”. Después me explica que si quiero hacer una nota ahora tengo que pedir permiso, porque se vendió la tierra. —Hará unos dos meses. Antes podíamos pasar a pescar, pero ahora compraron toda la parcela. Si vas por el camino, ahora te topás con una tranquera con candado. Se compraron
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toda la parcela… —¿Con lago y todo? —pregunto. —Con lago y monstruo. Seguimos en silencio. El río hace una curva y nosotros, en fila india, doblamos con él. Cuando las nubes esconden el sol, el frío se siente. Los sauces mojan las ramas en el agua. Como no tienen hojas, puede verse a través. El agua es transparente y las piedras del fondo parece que estuvieran más cerca. El río corre rápido, pero en algunos recovecos más tranquilos de la costa se forman columnas de hielo como estalagmitas. Cada vez está más fresco,
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y la transpiración empieza a congelarse bajo la ropa de abrigo. El grabador registra, pero ahora hace rato que nadie dice nada. La vidente se detiene y levanta por primera vez la mirada. Los ojos son de un extraño color claro. Señala con el dedo al río. Todos se acercan a mirar. En la orilla de enfrente, a dos metros de distancia, los arrayanes cercanos a la costa forman un pozo en el agua, que se cubrió con cientos de ramas que, bajando por la corriente, quedaron detenidas ahí, formando una montaña como la cueva de un castor. La vidente, mirando al piso, no deja de señalar
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hacia el tumulto. Mientras recupera el ritmo respiratorio, Freire manda con un movimiento de cabeza al muchacho a liberar la zona. El joven camina unos metros y vuelve con una rama importante. Freire fuma. Todos miran c贸mo con el palo que consigui贸 mueve la estructura improvisada de enfrente. Al empujarlas, las ramitas enganchadas empiezan a ser arrastradas por la corriente, primero con timidez y luego en complejos enredos. En pocos minutos, el conglomerado se libera y deja ver las ra铆ces del 谩rbol sumergidas en el agua. El muchacho se
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da vuelta para decirnos: —Está ahí abajo. Enredado en las raíces del arrayán ese. Está ahí, medio congelado. Lo dice serio, despacio. Cumple y se aleja unos pasos: se va atrás de un árbol a vomitar. A excepción de la mujer, todos tenemos la vista clavada en el cadáver del fondo del río. Se ven sus ojos abiertos deformados por el movimiento leve del agua estanca del pozo. Las ropas se mueven como flameando y una pierna asoma bajo las raíces con peligrosas ganas de salir a navegar, pero está bien trabado entre las ramas retorcidas.
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Freire está serio. Yo miro a la madre, pobre mujer. Me pregunto si debo acercarme a consolarla. Nadie se mueve. Pasan pocos minutos, pero parecen miles. Solo se escucha el canto del río, y las arcadas del joven atrás del radal. Álvez, el hermano, se acerca a abrazar a su madre. —Lo encontraron, mamá. —Le dice—. Lo encontraron al Pocho. Ahí abajo, nomás. El oficial sale de atrás del árbol limpiándose la boca con el reverso de la manga. Freire está serio, y fuma. Saca un pañuelo del bolsillo y se seca la transpiración. Mira a los Álvez.
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—¿Cómo pudiste, vieja? —les dice—. ¿Cómo pudiste? El hermano sostiene a la madre de los hombros, pero baja la vista. Ella no. Ella tiene la mirada fija en la curva que el río hace al final de la hilera de sauces, para perderse en la chacra de los Fuentes. El comisario Freire le hace una seña al joven que se acerca a Álvez, le pone las manos en la espalda y lo esposa. El hermano se deja, sin hablar. —A vos no te esposo, vieja. Por vieja, nomás. Tendría que darte vergüenza.
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La madre sostiene ahora la mirada en algún punto del cerro, los ojos nublados, como con cataratas. El oficial que manejaba el coche se agacha en la orilla del río. Vuelve a buscar un palo más grande y empieza a hacer palanca en las raíces. Tiene que quebrar algunas para que el cadáver se libere. El río lo arrastra y se detiene unos metros más allá, en otro remanso. Con el mismo palo lo acerca hasta la orilla y después mete las manos en el agua y lo saca. Lo tira boca abajo sobre el lecho de canto rodado. El cuerpo está duro, congelado, pero eso no impide ver con claridad el agujero de
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bala en el medio de la espalda. Vienen dos patrulleros. El auto particular se va, llevando a la vidente. En uno de los recién llegados llevan a la madre y al hijo a la comisaría. Antes de que arranquen Freire le grita al cabo que al meterlos en la celda les saque los cinturones. Después me hace señas a mí de que me suba al otro patrullero. —¿Se dio cuenta? —me dice—. El finado Álvez se estuvo alojando en el mismo hotel que usted. Él estuvo marcando la revista. ¿En el hotel nunca le dijeron nada? No le contesto. Le preguntaría cómo, cuando
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revisaron la pieza, se les había pasado la revista. ¿O no la habían revisado? —Solamente rastrillamos el terreno, y a lo largo del río —contesta a mis pensamientos como si los oyera—. Pero tampoco lo habíamos visto acá, y pasamos por lo menos tres veces. Habla solo. Piensa en voz alta. Me abre la puerta del coche. Cuando arrancamos, me explica: —Vino de Comodoro a vender su parte de las tierras. Debe haber hablado con Silvestri, un escribano de Esquel que está haciendo
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fortunas con las necesidades de la gente. Como no pueden pagarle, él les dice que les hace el favor de hacerles el trámite igual, que toma como paga un pedazo de parcela. Se queda con diez hectáreas de allá, siete del otro lado, y así se va adueñando de media comarca. Después las vende por cuatro veces el valor que hubiera obtenido si le pagaban la subdivisión. —Igual no entiendo por qué no pudo vender, y menos por qué lo mataron. —¿No entiende? Los hermanos de acá no venden ni locos. La tierra primero que nada ni nadie. Primero hasta que un hijo. No le
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tembló el pulso a la vieja, hija de puta, para borrar al suyo. Como si no lo hubiera parido. Y bueno… se lleva una buena noticia, ¿O no? —Impactante. —Si quiere, por lo del monstruo en la laguna, puede venir mañana y entrevistar a los vecinos de la otra ladera del Pirque. Ellos saben bien la historia. Hasta vinieron científicos internacionales y pasaron una semana entera acampando al lado para verlo aparecer. —¿Y apareció? —¿El monstruo? Nunca. Aunque algunos de los que acampaban aseguran que lo vieron.
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—Y seguro que era cierto. Cada uno ve lo que quiere. ¿O no? Ya está anocheciendo cuando llegamos al pueblo. El auto me deja en la puerta de Amancay. Dicen que las violetas de los Alpes crecen más lindas cuando hace más frío. Pido la llave, subo al primer piso y entro en mi cuarto. Sin sacarme la campera, meto en el bolso la poca ropa que estaba dando vueltas, y sin querer volver a entrar al baño, salgo enseguida, para cambiarme de hotel.
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el quinto primer premio
Dejó caer el hacha en un ángulo que, visto desde el público, parecía perpendicular al tronco. Pero se notaba que no, al ver desprenderse el pedazo de madera con forma de tajada de melón. Se había colocado de espaldas a sus tres contrincantes. Concentraba la vista en el punto exacto del tronco en el que tenía que caer el filo. Aprovechaba el peso
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del hacha para dar el golpe, porque no podía competir en fuerza con esos muchachones. Los otros eran tres. Ninguno tenía más de veinticinco, treinta años. Había uno que no era de la zona. Tenía puesta una remera dry fit de manga corta, que le marcaba los músculos bien trabajados en algún gimnasio de la ciudad. Don Pala supo enseguida que ese oponente no era un desafío, y lo comprobaba ahora escuchando los golpes huecos que llegaban del tronco de la esquina oeste, adonde el hombre transpiraba a mares haciendo una fuerza inútil: apenas podía
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lastimar la madera que le habían dado. Los otros dos eran más peligrosos. Sobre todo el más jovencito que, le habían dicho, trabajaba en un campo en El Maitén. Ni bien lo vio, don Pala supo que iba a darle pelea, y así fue. Desde la esquina en la que estaba el paisanito, los ecos de los golpes sonaban plenos, cargados, certeros. El muchacho sabía usar su fuerza. Había traído además, su propia hinchada: un grupo de jóvenes lo animaba gritando su nombre. Pero el público imparcial, el que se había acercado a presenciar la competencia, colmado de turistas, lo vitoreaba a
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él. Al principio con curiosidad y algo de pena: descreían que un hombre de su edad pudiera enfrentarse a esos jóvenes en un concurso que, a las claras, exigía mucha fuerza. Pero cuando veían que el viejo avanzaba con paso lento pero firme y se ponía a la vanguardia, los gritos cambiaban de la conmiseración al asombro y enseguida a la adoración. Entonces don Pala sonreía por dentro. “¿Ah, sí?”, le hubiera gustado decirles. “¿Qué les parece ahora este viejo catrasca?”. Lo mismo le hubiera dicho a la Gringa esa mañana, cuando le vino con sus remilgos. “No
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se gaste la fuerza, don Pala. Guárdesela para el concurso”. Él había negado con la cabeza desaprobando, sin decir una palabra. Se había acercado a la mujer que ordenaba los platos sobre la mesada, le había levantado la pollera y la había tomado por detrás. Ella lo recibió en silencio, su único gesto de aprobación fue quedarse quieta y esperar la descarga ya débil que iría a limpiar al baño con una toalla vieja. Al terminar, el viejo le dio dos golpes en las ancas en señal de agradecimiento. La Gringa era, a juicio del barrio, una hermosa mujer. Había nacido hacía treinta y ocho
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años en Zapala, pero se vino a vivir al Sur con sus padres desde muy niña. Ella decía entonces que era de allí nomás, que había crecido a la sombra del Pirque. A los veintipico se había juntado con un ucraniano que la recibió en su casa como a una reina y le enseñó a hacer chucrut y conserva de remolachas en vinagre, que ahora la Gringa vendía a los turistas en la feria de El Bolsón. Un día le llegaron los chismes que hacía rato daban vueltas por el pueblo, de que el ucraniano andaba noviando con su sobrina. La hija de Adriana, una de las cinco hermanas de la Gringa, ya andaba por
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los diecisiete y había echado el cuerpazo de la madre. Fue Malena, la vieja del almacén, la que le vino con el cuento. La Gringa no dijo nada, pero a los dos días su marido y su sobrina se fueron del pueblo sin dar explicaciones. “Seguro se fueron a Madryn”, dijo Adriana que, sospechaba la Gringa, había sabido siempre. Al fin y al cabo, se trataba de su hija. La mujer abandonada se encerró en su casa sin querer ver a nadie. Lloró un poco, repasó los últimos momentos con su marido, y pensó. Un par de días más tarde los vecinos vieron los postigos de las ventanas abiertos y las cortinas
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corridas: la Gringa limpiaba. Sacó a la ruta dos cajas enormes con ropa y cosas del ucraniano que los changos recogieron enseguida. Cambió de lugar la mesa y las sillas y dio vuelta el colchón. Consiguió algunos frascos vacíos de café y mermelada y los llenó con el chucrut que había en el tarro grande. Fue a hablar con Joaquín, su vecino que trabajaba la madera, para ver cómo era eso de vender en la plaza. Pegó un cartel en el almacén de Malena: se ofrese señora para cualquier tarea doméstica. En dos meses casi se había olvidado del ucraniano y andaba en amoríos con uno de
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los pibes de los Fuentes, al que le llevaba por lo menos diez años. Pero no lo metió en su casa, ni a él ni a los que le siguieron. Si le preguntaban, ella decía: “Una sola vez tuve marido, que me enseñó los oficios que hoy me dan de comer. No necesito más”. A diferencia de la Gringa, don Pala no limpió sus partes después de acabar. Se sujetó el pantalón con un cinto viejo y salió al patio a desperezarse. Llamó a los perros y los ató a un tiento corto, uno a cada extremo de la casa. Abrió la puerta de alambre para que salieran las gallinas y fue al galpón a buscar su
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hacha que había afilado el día anterior. Cuando volvió a su casa, la cocina estaba impecable y sobre el respaldo de la silla colgaba limpia y planchada la ropa de gaucho que don Pala usaba para las fiestas. La Gringa ordenaba el cuarto. Él apoyó el hacha afilada sobre las pilchas y puso la pava para el mate, que estuvo listo cuando ella terminó. Antes de irse aceptó un amargo y los veinte pesos extras que su patrón le ofreció por los servicios de esa mañana. Le deseó suerte en el concurso. “¿Suerte?”, pensó don Pala. “¿Otra vez tengo que explicarte que no me hace falta?”. Y la dejó ir.
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Por los gritos que daban a sus espaldas, el paisanito también le venía dando al tronco duro y parejo. Trataba de no perder la concentración porque sabía que, cuando el contrincante era bueno, a veces era cuestión de un solo golpe para ganar la contienda. Fijaba la vista en el punto preciso y le apuntaba desde la derecha y desde la izquierda. Una, una. Una, una. El ritmo era parejo y persistente. Escuchaba la desesperación del paisanito que había empezado a tirar algunos golpes erróneos: don Pala sabía que eso era tiempo ganado a su favor. La gente gritaba disfrutando
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la que, dirían después, se convirtió en la final más excitante de la temporada. “¡Gana el viejo!”, decían, y enseguida: “No, no. Gana el pibe”. Los otros leñadores habían aflojado el ritmo de sus golpes y el concurso se dirimía exclusivamente entre ellos dos. El premio eran quinientos pesos. Finalmente don Pala vio la línea final del tronco como un cartílago, lo giró con una patada y, propinándole un golpe vertical, separó una parte de la otra. El público lo gritó como un gol de media cancha. Dos hachazos después, el paisanito cortó el suyo.
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El viejo, con la camisa blanca impecable y el pañuelo verde y rojo anudado al cuello, se sacó la boina, se limpió la transpiración de la frente, clavó su hacha sobre la parte más chica del tronco que había cortado y, cargándola sobre el hombro, caminó para el podio. Lo recibió el animador del evento que, gritando sobre el micrófono, arengaba al público a vitorear al vencedor y lo invitaba a comprar cerveza artesanal en los puestos de la feria. Don Pala se dejó coronar con una medalla que le colgaron al cuello y metió en el bolsillo de la bombacha el sobre con el premio. No
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quiso hablar por el micrófono. ¿Qué iba a decir? Cuando el animador se acercó pidiéndole que dirigiera al público unas palabras, sonrió arqueando el bigote tupido, y le dio al locutor una palmadita en las nalgas. La gente sacaba fotos y aplaudía. Con la medalla campeona colgando del cuello, y habiendo dejado en resguardo el hacha, buscó el puesto de cerveza del Vikingo, el preferido del público local. Al verlo llegar, los tres pibes, dos Villarríos y un Fuentes, que estaban tomando sobre el mostrador, se corrieron para dejar un taburete libre y hacerle lugar.
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“Buena esa, don Pala”, lo saludaron. El viejo agradeció con un movimiento de cabeza, se sentó y pidió una cerveza negra. Le trajeron un vaso plástico grande, con medio litro de líquido oscuro y espeso. Don Pala sorbió un trago largo y apoyó el vaso: era la mejor, sin duda. Desde un puesto ubicado del lado de enfrente, que vendía panchos y sanguchitos de bondiola, la Gringa le hizo un gesto con la cabeza: su felicitación. Él le devolvió el saludo. Estaba anocheciendo y al festival le quedaban poco más de cuatro horas, pero dentro de un rato, proyectó, iba a arrimársele
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un poco, para llevársela a dormir al rancho. Era un buen programa para festejar su triunfo. Se movió un poco en el taburete, acomodando su excitación. Venía tomando capicúa: negra, roja, negra. La de frutos rojos la dejaba para los turistas: “No tomo cerveza con gusto a mermelada”, decía. Tomaba despacio, como rumiando, desandando el proceso, buscando en la malta el tueste de la cebada. Sobre el escenario sonaba un folclore de tono romanticón. Agarró el vaso que estaba por la mitad, y caminó al puesto de la Gringa, que se había vaciado
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de clientes. La mujer limpiaba el mostrador de madera con un trapo de rejilla humedecido. Se acercó y llegó a tres o cuatro pasos del carro, pero se le adelantaron dos turistas, se acodaron en la tabla de ciprés recién repasada y preguntaron qué había de comer. Algo dijeron también por lo bajo que don Pala no alcanzó a oír, pero la Gringa se sonrió. Tenía esas sonrisas amplias que dejan ver todos los dientes en fila, incluso los de atrás. Se había recogido el pelo para cocinar, pero un par de rulos rebeldes a las horquillas le caían sobre la cara.
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Don Pala ocupó un lugar en la otra esquina del puesto y levantando el dedo índice pidió una bondiola completa. La Gringa tiró los tres pedazos de carne sobre la plancha de hierro caliente, que escupió una nube de humo espeso que se fue disolviendo de a poco, ocupando el aire. Mientras la bondiola chirriaba, se acercó a repasar el lugar del mostrador adonde estaba apoyado el viejo. Pasó el trapo y con la mano izquierda levantó la medalla que don Pala tenía colgada del cuello. “Mirá vos”, dijo, y volvió para dar vuelta los churrascos. Abrió por la mitad tres panes y los
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puso sobre la plancha para que se calentaran y absorbieran las grasas de la carne. Preguntó si querían aderezos. Los turistas aceptaron mayonesa. Enfiló los panes y ordenó sobre cada uno una rodaja de tomate y unas hilachas de lechuga. Sal. Mayonesa, mayonesa, nada. Repartió las rodajas de cerdo, y cerró. Don Pala ya empezaba a morder su cena cuando vio cómo el tipo le agarraba la mano a la Gringa. Fue cuando ella le alcanzó sus sánguches. Él atrapó su mano derecha y la sostuvo entre las suyas, mirándola y acariciándola. Algo le dijo que el viejo no alcanzó a escuchar, pero que
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hizo que la Gringa sonriera de nuevo y bajara la mirada. A esos turistas se les notaba el acento porteño. Eran de La Pampa, pero don Pala hubiera jurado que venían de Buenos Aires. Hablaban rápido y apenas abriendo la boca. A veces hasta era difícil entenderlos. Usaban camisas sueltas por fuera del pantalón, que se estiraban apenas en la espalda al mover los brazos. Uno de ellos, el que hablaba con la Gringa, era musculoso y de cuello ancho. Don Pala calculó que no tenían más de cuarenta años. Comieron en silencio. Desde el escenario,
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la música se había empezado a agitar, y ahora sonaban unas chacareras. En una hora, más o menos, cerraba el espectáculo un grupo de malambo. Casi sin masticar, don Pala empujó el último pedazo de su sánguche con la cerveza que le quedaba. Se limpió la boca con la manga de la camisa, y se puso de pie. “Me voy a buscar el hacha” dijo en voz alta, sacudiéndose las migas de la ropa, y se alejó. Caminó hasta los baños químicos, en el costado del predio. Chiringo, el pibe que los cuidaba, lo dejó pasar sin hacer cola. Apuntando un poco torcido al inodoro plástico, descargó
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con alivio los restos de la cerveza. Salió acomodándose la faja sobre la bombacha que la Gringa le había planchado temprano. Escrutó desde lejos su puesto: había otra chica y su mujer no se veía por ningún lado. Fue a la casilla de madera adonde estaban los que organizaban la fiesta, a buscar su hacha. No había nadie, y la puerta estaba cerrada con llave. Se sentó a esperar en el escalón de la entrada: estarían todos disfrutando el encuentro, ya se había armado el baile al pie del escenario. Le dieron ganas de ir al baño de nuevo, pero esta vez fue hasta un árbol, atrás de la casilla.
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Estaba oscuro, y desde ahí, meando la corteza de un radal viejísimo, escuchó los gemiditos de la Gringa. La música sonaba como si estuviera lejos, como un casete mal grabado. Volvió a su lugar en el escalón y esperó unos diez minutos más, hasta que llegó Rodríguez y le abrió la puerta para sacar el hacha. La cargó sobre el hombro, y se sentó de nuevo en el puesto del Vikingo. Le quedaba espacio para otro par de cervezas. Decidió que terminaría la noche tomando solo negra. Vio salir primero a un porteño, el más musculoso, de atrás de la casilla. Medio vaso de
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cerveza después vio salir al otro, abrazado a la Gringa. Cuando empezaron a acercarse a la luz, ella se separó del hombre y se escurrió por atrás de los puestos. Los dos turistas se sentaron en el stand de la cooperativa y pidieron cerveza tirada. Don Pala acariciaba el extremo del mango del hacha, que él mismo había pulido y descansaba erecto al lado suyo. Era el quinto Primer Premio que obtenía, recordó mientras inclinaba el vaso hasta tomar la última gota de cerveza. La luz del puesto de bondiolas iluminaba a la Gringa, que pasaba el trapo rejilla
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sobre la mesada de ciprés. Se hacía tarde y los acordes desde el escenario se deshilachaban entre los borrachos del público. Hacía frío y todo el mundo se había abrigado. Don Pala cargó el hacha al hombro, y enfiló para el estacionamiento. Abrió sin llave la puerta del Rastrojero, y se acomodó en el asiento. Eructó con fuerza. Acomodó el hacha en el piso, al lado suyo, y arrancó. La camioneta empezó a temblar con ruido y al viejo le entró sueño. Abrió la ventanilla para que el aire frío lo despabilara, y puso marcha atrás. Apenas movió el vehículo, se abrió la
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puerta del acompañante. Era la Gringa. Se subió de un salto a la camioneta. “Me voy a dormir con vos, viejo”, le dijo. Tenía frío. Se cruzaba sobre el pecho el saco con las dos manos, tratando de cubrirse. Don Pala cerró entonces la ventanilla, hizo el giro marcha atrás para salir de entre los autos, puso primera, y avanzó.
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vecinos nuevos
Rodrigo se pasa el brazo por la frente secando una transpiración que no existe. Habrá visto el gesto en alguna película. Nadie transpira en abril por debajo del paralelo. —Son lengas. Responde a la pregunta que le hice hace un rato. Miro los árboles quemados alrededor mientras me desprendo del pantalón una
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rama parásita de rosa mosqueta. —¿Acá se quemaron, las lengas? —No. Acá no crecen. Solo arriba de la montaña. Y en otoño toman ese color rojizo. Las puntas de todos los cerros están rojas, mire. —Señala las cimas que rodean el valle. —Parece fuego. —No. Nada se parece al fuego. Le aseguro que cuando prende el cerro, nada se le parece. Mira la montaña que está enfrente: la ladera teñida de gris por los troncos quemados. Ni amarillo por los álamos de abajo, ni roja por las lengas de arriba: gris.
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—Lo prendieron a propósito —me explica con bronca, y agrega: “Para vender la leña”. Santiago se acerca hasta nosotros, tiene las rodillas del pantalón sucias. Estuvo un rato agachado entre los restos del bosque, filtrando tierra entre las manos, raspando las cortezas de los árboles, midiendo a ojo la velocidad del viento. Me molesta que se haga el geólogo: después de sus observaciones siempre hace comentarios estúpidos. Se cree un gaucho baqueano y la única tierra que domina un poco es la del microcentro porteño, de fauna famélica y clima acondicionado. Viene a contarnos
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su descubrimiento: —La parcela de más allá tiene todo un sector que no se quemó. Es la más verde, pero se aleja un poco del arroyo. Vamos a comprar un lote. —No sé, a mí me encanta el arroyo, Álvar Núñez —le digo. No le gusta el chiste. —Yo no me fijaría tanto en eso —aconseja Rodrigo—. El bosque se recupera en dos años. Aproveche a comprar barato ahora que está quemado, y ya para esta primavera no va a poder creer cómo está todo verde. Y si quiere aprovechar ahora y limpiar la mosqueta, mejor.
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—A mí me gusta el arroyo —repito. —Calcule que la parcela del medio empieza por allá. Entra parte del arroyo y hasta agarra algo del verde que usted dice. Cuando levanta el brazo para señalar, se abre la camisa desabrochada. Del cinturón de cuero tiene enganchado el celular; al lado del teléfono, asoma del pantalón la culata de un revólver. Santiago lo mira. —No es para nada —explica Rodrigo. Se refiere al arma—. Por si las dudas. Santiago no le responde. Yo los miro unos pasos más atrás.
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—Acá al lado viven los Álves. Son bravos. —¿Acá al lado? —de repente a Santiago no le importa el incendio. —Allá. La chacra atrás de aquella tranquera. Esas ovejas son suyas. Son ocho o nueve hermanos, y ya van hasta tres, los presos. Primero el hermano mayor, que le gustaba la bebida. Andaba siempre con un rifle. Decía que era por los pumas, pero le disparaba a todos los que se acercaban. Está adentro ahora. Santiago se agacha a oler una planta. —Romerillo —explica el lugareño. —¿Y los otros? Digo… dijiste que eran tres
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los presos. —El otro hermano, y la madre. Por el crimen del que vivía en Puerto Madryn. Rodrigo explica que uno de los hermanos se había ido a trabajar a un pozo petrolero hacía ya como veinte años y que cuando se había enterado de que su familia había logrado lotear las treinta y ocho hectáreas que tenían sobre el cerro, había vuelto a la cordillera a reclamar su parte. —No se vende —le había dicho la madre. Y le ofreció, tanto que él quería su parte, hacerse un rancho al lado de la casa de su
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hermano mayor. —¿Y lo mataron? —Puso un abogado para que le negocie el reclamo y una semana después lo encontraron en el río, con un balazo en la espalda. Santiago mira la parcela en la que estuvo caminando y, más atrás, la tranquera hacia la chacra del vecino. —Parece que en todos lados a los hermanos les cuesta compartir —le digo. Tampoco le hace gracia. —¿Y quién lo encontró? ¿Un vecino? —La policía rastreó una semana. Acá al otro
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lado del río, después del terraplén, vive mi hermano: preguntaron casa por casa. Yo vivo allá en el Quenquentreu, cerca del puente: también pasaron. Anduvieron hasta por Los Repollos, pasando El Bolsón. Mis primos que viven ahí también se enteraron. Anduvieron por todos lados, pero no encontraron nada. Mientras habla, el Rodri corta distraído las mosquetas con el machete. —Hay que quemar las raíces para que no vuelvan —explica. —¿Con ácido? —le pregunto. Clava el machete en el piso y se limpia la
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frente con la manga de la camisa. —Nunca. Con ácido ni se le ocurra. Quema todo. Arruina la tierra. Con fuego, pero está prohibido: hay que esperar el mes de quema y pedir permiso a la Municipalidad. Santiago me mira fijo. Le sostengo la mirada. —¿Qué pasa, Álvar Núñez? No me contesta. Le habla al muchacho. —¿Y cómo lo encontraron? Al que mataron, digo. ¿Cómo lo encontraron? —La policía fue a buscar a una vidente de El Maitén para volver a recorrer el río. Caminaron ocho kilómetros por el Azul y encontraron
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el cuerpo sumergido, enredado en las raíces de un arrayán, con la sangre de las heridas ya lavadas. —Impresionante —dijo Santiago. —¿Qué cosa? ¿Matar al hermano? —le repliqué—. A veces es difícil compartir. —Cortala un poco. Nadie habla ahora de eso. Me alejé unos pasos pero no pude avanzar mucho: la rosa mosqueta formaba un cerco cerrado. —Aquella es la mejor parcela. —Insistió el Rodri—. Acuérdese que en dos años está toda verde. Puede plantar frutales, si quiere,
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y si hace limpiar la mosqueta, mejor. En un mes yo se la limpio y en la primavera tiene todo esto ya verde, hasta el arroyo. Tiene razón su señora, que es lindo. ¿Sabe qué significa Epuyen? Santiago no aclara nada, tampoco lo hizo en el aeropuerto, ni en el hotel. —No es mi esposo, somos cuñados. ¿Qué significa? —“Dos que vienen”. —Ah —Santiago se aleja midiendo el terreno con pasos que él sospecha que marcan un metro. Los cuenta.
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—“Dos que vienen”, qué lindo. Nosotros somos tres. —No lo sabía —se disculpa. Álvar Nuñez regresa: “doscientos treinta y tres, doscientos treinta y cuatro”. No entiendo para qué sirven esas cuentas, estoy segura de que él tampoco. Mira a lo alto del Pirque y con el antebrazo se seca de la frente una transpiración que no existe. Yo quiero la segunda parcela, él acepta. —Vamos por esa entonces. Hoy mismo la señamos. Cuando lleguemos al pueblo llamamos a mi hermano y se lo decimos.
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Le digo que sí, lo miro a los ojos, y enseguida al Rodri. Le pregunto si sabe recomendarnos algún lugar en el pueblo así esa noche, después de firmar la reserva, salimos a festejar.
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AUTORIDADES PRESIDENTA DE LA NACIÓN
Cristina Fernández de Kirchner MINISTRA DE CULTURA
Teresa Parodi JEFA DE GABINETE
Verónica Fiorito SECRETARIO DE POLÍTICAS SOCIOCULTURALES
Franco Vitali