DIRECTORIO secretaría de cultura María Cristina García Cepeda Secretaria de Cultura Marina Núñez Bespalova Directora General de Publicaciones Antonio Crestani Director General de Vinculación Cultural GOBIERNO DEL ESTADO DE CHIHUAHUA Javier Corral Jurado Gobernador Constitucional María Concepción Landa García Téllez Secretaria de Cultura de Chihuahua Raúl Manríquez Moreno Director General de Capital Cultural Gisela Iliana Franco Deándar Programa Editorial de Gobierno del Estado Primera edición: Secretaría de Cultura de Chihuahua Prediseño: Edna Susana Gutiérrez Beha Coordinación editorial y edición: Gisela Iliana Franco Deándar Derechos Reservados: © Secretaría de Cultura de Chihuahua Programa Editorial del Gobierno del Estado Av. Universidad y División del Norte s/n, Col. Altavista C.P. 31200, Chihuahua, Chih. Tels. (614) 413-1792 y (614) 214-4800 ext. 216 ISBN: Prohibida su reproducción por cualquier medio mecánico o electrónico sin la autorización escrita de los coeditores. Impreso y hecho en México Printed and made in Mexico
Clara Bargellini Libertad Villarreal Alena Robin Rogelio Ruiz Gomar María Eugenia Rodríguez Ligia Fernández Flores Consuelo Maquivar Paz de la Torre Comps
Presentación
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esde los inicios de la Edad Media fue frecuente guardar objetos de valor en las iglesias cristianas. Principales entre estos bienes eran los vasos sagrados, los libros litúrgicos y el vestuario, utilizados en el culto. Otros objetos muy estimados fueron las reliquias de los santos. Con el tiempo, los ajuares litúrgicos se hicieron más lujosos y las reliquias llegaron a ser adornadas con marcos, o encerrados en cajas y estuches de materiales preciosos. Además, las reliquias –en cuanto partes y por lo tanto, presencias verdaderas de los cuerpos de los santos– recibían donaciones para apoyar las peticiones de favores y los agradecimientos por las gracias recibidas. Todos estos objetos fueron adquiriendo el estatus de obras de arte conforme se enriquecían los materiales
en los que estaban envueltos. Se empezaron a crear también muebles y espacios especiales para custodiarlos. En general, los objetos eclesiáticos considerados preciosos, tienen hasta la fecha su acomodo en las sacristías, junto con el vestuario y los vasos litúrgicos; estos espacios están normalmente adosados a las iglesias, ya que su construcción se planea, por lo general, junto con la del templo. En las iglesias más importantes la acumulación de los bienes asociados al culto, llevó a la construcción de espacios complementarios, a veces llamados “tesoros”, justamente en atención al valor, tanto económico como artístico y espiritual, de los objetos allí resguardados. En la Nueva España la Capilla del Ochavo de la Catedral de Puebla, es un ejemplo sobresaliente de un espacio de este
tipo, donde todavía se conservan algunas de las donaciones de reliquias, pinturas y otros bienes obsequiados por algunos canónigos en el siglo XVII. Al correr del tiempo, por supuesto, aumentaba el número y tipo de objetos artísticos de culto y de adorno en todas las iglesias, conforme a cambios litúrgicos y de gusto, y más que nada, debido a la devoción de muchas generaciones de fieles. Al establecerse, a partir del siglo XVIII, los museos públicos para la exhibición de colecciones que antes habían sido propiedad de monarcas y príncipes, también empezaron a abrirse museos de Arte Sacro. En México esta tendencia ha ido aumentando en décadas recientes. En estos museos se exponen piezas que tuvieron
una función de culto en el pasado o que fueron donadas a las iglesias, cuyo valor artístico e histórico amerita su conservación en el presente, para el futuro. Es así que los acervos eclesiásticos constituyen un capítulo sobre Se empezaron a crear también muebles y espacios especiales para custodiarlos. En general, los objetos eclesiáticos considerados preciosos, tienen hasta la fecha su acomodo en las sacristías, junto con el vestuario y los vasos litúrgicos; estos espacios están normalmente adosados a las iglesias, ya que su construcción se planea, por lo general, junto con la del templo. En las iglesias más importantes la acumulación de los bienes asociados al culto, la .
Javier Corral Jurado Gobernador Constitucional de Chihuahua
Índice CAPÍTULO I El Museo de Arte Sacro de la Catedral de Chihuahua y el Arte Virreinal en el norte de la Nueva España. Clara Bargellini . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Francisco Martínez. Inmaculada Concepción Ligia Fernández Flores . . . . . . . . . . . . . . 123 José de Páez. Serie: La vida de la Virgen Ligia Fernández Flores . . . . . . . . . . . . . . 127 Juan Rodríguez Juárez. San Nicolás de Bari Rogelio Ruiz Gomar . . . . . . . . . . . . . . . . 141 Antonio de Torres. San Juan Bautista Clara Bargellini . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145 Santo Tomás de Aquino. Anónimo novohispano Rogelio Ruiz Gomar . . . . . . . . . . . . . . . . 151
CAPÍTULO II Pinturas virreinales del Museo de Arte Sacro. Catálogo.
Trinidad antropomórfa. Anónimo novohispano Consuelo Maquivar . . . . . . . . . . . . . . . . 155
José de Alcíbar. Serie de la Pasión de Cristo. 1776 Alena Robin . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45 José de Alcíbar. El nacimiento de la Virgen. Pentecostés Rogelio Ruiz Gomar . . . . . . . . . . . . . . . . 75 Arellano. Desposorios místicos de Santa Rosa de Lima María Eugenia Rodríguez Clara Bargellini . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
CAPÍTULO III Objetos para el culto del Museo de Arte Sacro.
Miguel Cabrera. Inmaculada Concepción Rogelio Ruiz Gomar . . . . . . . . . . . . . . . . 89
Cáliz. Anónimo novohispano Paz de la Torre Comps . . . . . . . . . . . . . . 159
Francisco Martínez. Santos jesuitas Ligia Fernández Flores . . . . . . . . . . . . . . 93
Par de tinajeras. Anónimo novohispano Paz de la Torre Comps . . . . . . . . . . . . . . 161
Francisco Martínez. Doctores de la Iglesia Ligia Fernández Flores . . . . . . . . . . . . . . 115
Casulta, estola y manípulo. Anónimo novohispano Clara Bargellini . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165
CAPÍTULO I El Museo de Arte Sacro de la Catedral de Chihuahua y el Arte Virreinal en el norte de la Nueva España.
El Museo de Arte Sacro de la Catedral de Chihuahua y el arte virreinal en el norte de la Nueva España
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esde los inicios de la Edad Media fue frecuente guardar objetos de valor en las iglesias cristianas. Principales entre estos bienes eran los vasos sagrados, los libros litúrgicos y el vestuario, utilizados en el culto. Otros objetos muy estimados fueron las reliquias de los santos. Con el tiempo, los ajuares litúrgicos se hicieron más lujosos y las reliquias llegaron a ser adornadas con marcos, o encerradas en cajas y estuches de materiales preciosos. Además, las reliquias –en cuanto partes y por lo tanto, presencias verdaderas de los cuerpos de los santos– recibían donaciones para apoyar las peticiones de favores y los agradecimien-
tos por las gracias recibidas. Todos estos objetos fueron adquiriendo el estatus de obras de arte conforme se enriquecían los materiales en los que estaban envueltos. Se empezaron a crear también muebles y espacios especiales para custodiarlos. En general, los objetos eclesiáticos considerados preciosos, tienen hasta la fecha su acomodo en las sacristías, junto con el vestuario y los vasos litúrgicos; estos espacios están normalmente adosados a las iglesias, ya que su construcción se planea, por lo general, junto con la del templo. En las iglesias más importantes la acumulación de los bienes asociados al culto, llevó a la construc-
ción de espacios complementarios, a veces llamados “tesoros”, justamente en atención al valor, tanto económico como artístico y espiritual, de los objetos allí resguardados. En la Nueva España la Capilla del Ochavo de la Catedral de Puebla, es un ejemplo sobresaliente de un espacio de este tipo, donde todavía se conservan algunas de las donaciones de reliquias, pinturas y otros bienes obsequiados por algunos canónigos en el siglo XVII. Al correr del tiempo, por supuesto, aumentaba el número y tipo de objetos artísticos de culto y de adorno en todas las iglesias, conforme a cambios litúrgicos y de gusto, y más que nada, debido a la devoción de
Arte Virrenal
Hay que notar que casi todos
los artistas que firman las obras colgadas en el Museo de Arte Sacro (MAS), tenían sus talleres en la Ciudad de México. Este solo hecho –de haber enviado pinturas al lejano norte– los coloca entre los más renombrados de su tiempo.
Detalle: Casulla, estola y manípulo Anónimo novohispano Siglo XVIII, segunda mitad Seda roja con bordado multicolor 77 x 242 cm. Arte de las Misiones núm. 233 Proveniente de la Iglesia de San Juan Bautista. Nombre de Dios, Chihuahua
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muchas generaciones de fieles. Al establecerse, a partir del siglo XVIII, los museos públicos para la exhibición de colecciones que antes habían sido propiedad de monarcas y príncipes, también empezaron a abrirse museos de Arte Sacro. En México esta tendencia ha ido aumentando en décadas recientes. En estos museos se exponen piezas que tuvieron una función de culto en el pasado o que fueron donadas a las iglesias, cuyo valor artístico e histórico amerita su conservación en el presente, para el futuro. Es así que los acervos eclesiásticos constituyen un capítulo sobresaliente en la historia del coleccionismo, aunque todavía poco estudiado. El Museo de Arte Sacro (MAS), construido ex profeso hacia 1978 junto a la Catedral de Chihuahua para custodiar y exhibir el arte religioso que se había ido acumulan-
do allí desde el siglo XVIII, es un recinto de este tipo.1 Contiene pinturas que estaban en la propia catedral, junto con obras provenientes de otros sitios, principalmente la antigua iglesia y el Colegio de la Compañía de Jesús en Chihuahua, así como de iglesias desaparecidas, alteradas o en sitios despoblados. En esta publicación nos ocupamos de la colección de pinturas virreinales de este acervo, ya que además de su calidad y temática, explicadas en los textos que acompañan las fotografías de cada obra, la colección es relevante por su representatividad con respecto a la pintura de su época en el norte novohispano, pero también es significativa para la historia de la pintura en el virreinato en general. Para entender esta última aseveración, hay que notar que casi todos los artistas que firmaron las
José Fuentes Mares, et al., La Catedral de Chihuahua, Chihuahua, Patronato de la Catedral de Chihuahua, 1978, es la publicación que se hizo para apoyar la construcción del museo y para dar razón de su contenido en un catálogo elaborado por Felipe Lacouture Fornelli, pp. 89-141; Rogelio Ruiz Gomar, “La pintura del período virreinal en Chihuahua. Notas para su estudio”, Actas del Segundo Congreso Historia Regional Comparada, Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 1990, pp. 339-357. 1
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Las pinturas de caballete más
antiguas de las que tenemos noticia en el inmenso norte novohispano, son algunas que llegaron al Nuevo México al tiempo de las misiones de los frailes franciscanos hacia 1600, antes de la fundación del Obispado en Durango.
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obras colgadas en el MAS, tenían sus talleres en la Ciudad de México. Este solo hecho –de haber enviado pinturas al lejano norte– los coloca entre los más renombrados de su tiempo. Además, estos pintores son los mismos cuyos lienzos fueron enviados, no solo hacia el norte sino también a otras partes del virreinato y, en algunos casos, fuera de él, a otras partes de la América española y hasta a la propia Europa. En otras palabras, el contenido de un museo como el MAS de Chihuahua, no es simplemente una versión menor de colecciones más grandes en la Ciudad de México u otras partes. Las obras del MAS y de los otros pequeños acervos chihuahuenses que mencionaré en seguida, son evidencia de la recepción en el norte novohispano de la producción artística de la capital. En la historia del arte, “centro” y “periferia” no son categorías que significan mayor y menor. Hay que recordar que los talleres capitalinos respondían a las demandas de los clientes lejanos. Los dos extremos interactuaron para crear una reali-
dad diferente a la de cada polo por sí solo. Por lo tanto, el contenido del MAS puede servir para hacer consideraciones generales acerca del desarrollo del arte novohispano, tanto como sirve la colección del célebre Museo Nacional de Arte. Considerados en combinación, los acervos de los dos tipos de colecciones proporcionan conocimientos que de otro modo serían menos completos. Para empezar, sirve enmarcar la colección del MAS en la historia del arte en la Nueva Vizcaya, provincia que llegó a abarcar prácticamente todo el centro-norte y noroeste del virreinato. Las pinturas de caballete más antiguas de las que tenemos noticia en el inmenso norte novohispano, son algunas que llegaron al Nuevo México al tiempo de las misiones de los frailes franciscanos hacia 1600, antes de la fundación del Obispado en Durango. La primera de las obras que está documentada en Nuevo México fue un cuadro con las figuras de los santos Antonio y Diego de Alcalá, pintado por “Manuel de
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Chaves”, que el virrey Marqués de Guadalcázar envió en 1614.2Aunque la pintura está perdida, su autor muy probablemente fue Manuel de Echave, hijo del renombrado Baltasar de Echave Orio, artista vasco llegado desde España a México en 1573.3 A partir de 1631 cada misión en el Nuevo México fue dotada de una pintura de su santo patrono, la cual medía aproximadamente 2.5 metros de alto (tres varas).4 Al parecer, ninguna de estas obras ha sobrevivido; sin embargo y a pesar de las destrucciones de la rebelión de los indios Pueblo en 1680, hay todavía unas cuantas pinturas muy antiguas en Nuevo México, como por ejemplo, algunas en Isleta, que todavía no han sido bien estudiadas. A Durango, la capital de la Nueva Vizcaya, donde se estable-
Cap I
ció un Obispado en 1620, llegaron pinturas de caballete de gran calidad en la primera mitad del siglo XVII.5 Entre ellas, hay temas tan básicos como una Crucifixión, en un estilo cercano a algunas obras de Sebastián López de Arteaga, pintor sevillano quien introdujo en la Nueva España elementos básicos del barroco español, derivados tanto de Rubens como de Caravaggio. Estos datos acerca de pinturas tan notables en el marco de la historia temprana del norte, señalan con toda claridad la importancia que se daba a las imágenes en el proceso de colonización. Además, en el propio Nuevo México empezó a producirse un tipo de pintura local que llegó a tener difusión en todo el norte: imágenes sobre pieles de animales
James Ivey, “Seventeenth Century Mission Trade on the Camino Real”, El Camino Real de Tierra Adentro, Santa Fe, NM, Bureau of Land Management, 1993, pág. 48. 3 Rogelio Ruiz Gomar, “Nuevo enfoque y nuevas noticias en torno a ‘Los Echave’”, De Arquitectura, pintura y otras artes. Homenaje a Elisa Vargas Lugo, México, UNAM, 2004, pp. 183-199. 4 Frances V. Scholes, “The Supply Service of the New Mexican Missions in the Seventeenth Century”, New Mexico Historical Review, 5, 1930, pp. 102-103. 5 Actualmente, por fortuna, son objeto de un estudio especializado por Adolfo Romero, doctorando de la Universidad Nacional Autónoma de México. 2
La primera de las obras que está
documentada en Nuevo México fue un cuadro con las figuras de los santos Antonio y Diego de Alcalá, pintado por “Manuel de Chaves”, que el virrey Marqués de Guadalcázar envió en 1614.
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preparadas para el caso.6 Entre los registros tempranos de este tipo de obras coloniales, se conoce el inventario de 1678 acerca de los bienes del bachiller José Álvarez en Parral, quien poseía cinco “cueros pintados del Nuevo México”.7 Es evidente que las imágenes eran de tal importancia para la vida de los colonos y para la obra misionera de los frailes, que los españoles no dudaron en adaptarse a una producción derivada de prácticas indígenas locales para tener las representaciones sagradas que necesitaban. De estilo contemporáneo a todos estos tipos de pinturas de caballete, y aún antes, hubo pinturas murales y de adorno en las iglesias del extremo norte.8 Estos conjuntos, de los que se conservan pocos
Kelly Donahue Wallace, “Pintura en piel”, El Arte de las misiones del norte de la Nueva España, México, ACSI, 2009, pp. 297-303. 7 Chantal Cramaussel, Poblar la frontera, Zamora, El Colegio de Michoacán, 2006, pág. 128. 8 Estoy dejando fuera de esta breve reseña la pintura rupestre, practicada antes de la conquista española, pero también después, cuando se introducen elementos de origen europeo. Véase Marie-Areti Hers, “El septentrión y la antigua trama de las imágenes”, El Arte de las misiones del norte de la Nueva España, México, ACSI, 2009, pág. 35. 9 Clara Bargellini, “El entablado de la iglesia jesuita de Santa María de Cuevas, Chihuahua: sobrevivencia y desarrollo de una tradición”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, 91, 2007, pp. 9-30. 6
Detalle: Retablo de perspectiva de la Virgen de Guadalupe Juan Antonio Arriaga (Activo 1729-1753) Juan Ant. Arriaga Fac. Año de 1740, esquina inferior derecha de la Virgen de Guadalupe Óleo sobre tela Salvador: 200 x 178 cm. Arte de las Misiones núm. 154
restos, seguramente fueron obras de artistas y artesanos llegados desde lugares más al sur, quienes pronto tuvieron aprendices y seguidores locales. Actualmente los escasos remanentes de estas decoraciones hacen difícil su recreación en la mayoría de los casos. Además, los prejuicios derivados de la definición de este tipo de decoraciones arquitectónicas como “artes menores”, han resultado en que nadie habla ni escribe de ellas. Sin embargo, en Santa María de Cuevas, Chihuahua, se conserva uno de los ejemplos más tempranos y notables de este tipo de pintura.9 Fechada hacia 1700, la decoración del entablado –techo interior de madera– y de las paredes de esta pequeña iglesia, es evidencia del
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Es evidente que se trataba
de crear un espacio interior completamente decorado con pinturas; es decir, de imaginar un mundo aparte y distinto a los amplios e indómitos paisajes alrededor de este pueblo de misión jesuita.
Detalle: Inmaculada Concepción Miguel Cabrera (1695 (?)-1768) 1767 Óleo sobre tela 169 x 109 cm. Mich Cabrera Pinxit a d 1767, esquina inferior derecha Lacouture núm. 31
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empeño jesuita en la zona. Se trata de pinturas de los símbolos de la Virgen, tales como se recitan en la letanía en su honor, explayados en el techo, a todo lo largo de la nave de la iglesia. Hay, además, figuras de ángeles en las paredes y, por medio de calas, sabemos que también había allí una ornamentación compuesta por follajes. En algunos elementos arquitectónicos también hay pintura que imita mármoles, como para diferenciar arcos y soportes de las paredes lisas. Es evidente que se trataba de crear un espacio interior completamente decorado con pinturas; es decir, de imaginar un mundo aparte y distinto a los amplios e indómitos paisajes alrededor de este pueblo de misión jesuita. Hay algunos restos de pintura mural y de entablados pintados, parecidos a los de Cuevas, algunos delineados con precisión y de colores planos y otros marmoleados, en las antiguas iglesias de
las misiones de San Ignacio Coyachi, San José Temeychi y en Santa Ana. También en la misión jesuita de la Santa Cruz –ahora Valle del Rosario– hay pintura mural y sobre el entablado, pero son de un estilo diferente, con rasgos más pictóricos, e incluyen letras doradas de inscripciones ilegibles. Algunos de los motivos pintados en Cuevas –en particular el friso con las cabezas de angelitos alados– fueron muy frecuentes en la pintura mural novohispana del siglo XVI, y aparecen también en Nuevo México desde el siglo XVII,10 que todavía hoy se pueden ver en la iglesia del siglo XVIII de San José de la Laguna. Estas observaciones abonan la hipótesis de la difusión de motivos y tecnologías artísticas desde el centro del virreinato hacia los territorios del norte, pero una vez llegados los elementos iconográficos y los lenguajes formales, se hicieron regionales.
Ross Gordon Montgomery, et al., Franciscan Awatovi, Papers of the Peabody Museum of American Arhaeology and Ethnology, 36, 1949, pp. 306-313. 10
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Las pinturas de calidad
se creaban en talleres donde laboraban varias personas y dentro de una organización gremial reglamentada. El pintar un lienzo o una tabla no se debía solo a un individuo que ponía manos a la obra, sino también a toda una infraestructura en materiales y talentos que hacían posible una obra terminada, lista para enviarse a su destino.
Detalle: Huida a Egipto 213 x 149 cm. Jph. de Paez fecit en Mexico, en rojo en la esquina inferior derecha Lacouture núm. 22
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A diferencia de las tradiciones pictóricas sobre paredes y plafones, las cuales necesariamente son fruto de la intervención de artistas trabajando en el propio lugar, las pinturas sobre tabla y tela generalmente se hacían en centros urbanos más al sur y se enviaban al norte, tanto a las misiones como a los poblados de españoles y castas. Nos consta que para finales del siglo XVII había aumentado notablemente la exportación de pinturas hacia el norte por parte de algunos de los artistas más renombrados del virreinato, quienes nunca salieron de sus talleres en la Ciudad de México. Lo que en el siglo XVII se puede constatar por las evidencias documentales y por algunos pocos ejemplos todavía conservados, a partir de finales de ese siglo, se manifiesta de manera más amplia y con muchos ejemplos todavía existentes. Aunque hubo obras provenientes de otros centros urbanos, es notable la demanda para los maestros de la capital del virreinato, donde la producción de la pintura de tradición europea se
estableció en el siglo XVI. Para entender el fenómeno hay que tener presente que los conocimientos, los materiales y las destrezas necesarias para producir pinturas de caballete, no eran atributos de individuos trabajando solos, por más talentosos que hayan sido. Las pinturas de calidad se creaban en talleres donde laboraban varias personas y dentro de una organización gremial reglamentada. El pintar un lienzo o una tabla no se debía solo a un individuo que ponía manos a la obra, sino también a toda una infraestructura en materiales y talentos que hacían posible una obra terminada, lista para enviarse a su destino. El auge minero hacia 1631, cuando se descubrieron las vetas de Parral, puso las condiciones para las importaciones de pinturas a la zona en los años subsecuentes. Desde mediados del siglo XVII se tienen conocimientos de la presencia de cuadros en casas y haciendas, en iglesias parroquiales y en las fundaciones jesuitas. En Parral en 1635, sabemos que había un
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El santo está concentrando
su mirada en la visión de la paloma del Espíritu Santo que lo ilumina desde arriba. La imagen es una invitación al devoto para que vea al santo con la misma veneración que Gregorio expresa frente a la manifestación de Dios que lo ha obligado a ponerse de rodillas.
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cuadro del patrono san José y otros cuadros “pequeños”, incluyendo doce “países”, o sea, paisajes.11 También hay registros de pinturas existentes en residencias. Por ejemplo, además de imágenes de santos, estos inventarios también mencionan “países”,12 aunque en el caso de una serie del mismo tipo registrada en 1729 en la casa de los Cortés del Rey en Parral, queda claro que se trataba de santas y santos ermitaños en paisajes.13 También sabemos de la existencia de otro género de pinturas: los retratos de los reyes españoles que en 1671 “supervisaban” los encuentros entre el gobernador y el regimiento en su casa de Parral.14 Finalmente, no hay duda de que los cuadros de los Meses del año, de las Estaciones y lo que debe haberse visto sobre los biombos de los Cortés del Rey, eran temas profanos.15 Desgraciadamente nin-
Clara Bargellini, La arquitectura de la plata, México UNAM/Turner, 1991, pág. 217. Cramaussel, op. cit., pág. 128. 13 Gustavo Curiel, Los bienes del mayorazgo de los Cortés del Rey en 1729, México, UNAM, 1993, pp. 24-25. 14 Cramaussel, op. cit., pág. 128. 15 Curiel, op. cit., pp. 24-25. 11 12
Detalle: San Ambrosio 141 x 86.5 cm. Fran Martin, esquina inferior derecha Lacouture núm. 29
guna de estas obras de uso civil se ha conservado hasta nuestros días. Los temas religiosos dominaban tanto en casas como en iglesias y capillas. De estos cuadros, algunos del siglo XVII todavía existen, en parte gracias a la conformación en el siglo XX de espacios para su conservación, aunque más modestos que el Museo de Arte Sacrode la ciudad capital. La mayoría de las pinturas de temas sagrados que se encuentran en el estado de Chihuahua son icónicas; es decir, la figura del personaje es el objeto principal de la representación. Es el caso de una de las pinturas más antiguas conservadas en el estado, un San Gregorio, tal vez de mano de Antonio Rodríguez, proveniente de la capilla de la antigua hacienda con el nombre del santo, cerca de Valle de Allende –antiguamente de San Bartolomé– y ahora conser-
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Una de las pinturas más
notables, aunque parcialmente arruinada, es una bella copia de la Virgen de Santa María la Mayor de Roma, la Salus populi romani (“La salud del pueblo de Roma”), conocida en la Nueva España como la “Virgen del Pópulo”.
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vado en el pequeño museo junto a la parroquia del propio Valle.16 El santo está concentrando su mirada en la visión de la paloma del Espíritu Santo que lo ilumina desde arriba. La imagen es una invitación al devoto para que vea al santo con la misma veneración que Gregorio expresa frente a la manifestación de Dios que lo ha obligado a ponerse de rodillas. Los demás elementos del cuadro son atributos para identificar al personaje y situarlo en un lugar apropiado: la tiara, la capa, la cruz y la aureola que lo identifican como un santo; el libro que alude al hecho de que es uno de los cuatro doctores de la iglesia; la silla y la cortina que subrayan su autoridad eclesiástica. Todo está pensado para fomentar la devoción, no para narrar episodios particulares de la vida del santo. Los demás cuadros custodiados junto a la parroquia de Valle
Rogelio Ruiz Gomar, “La pintura en el Templo de Valle de Allende”, en Clara Bargellini (coord.), Historia y arte en un pueblo rural: San Bartolomé, hoy Valle de Allende, Chihuahua, México, UNAM, 1998, pp. 161-162. 17 Ibid., pp. 186-188, 193-194. 18 Ibid., pp. 166-167. El último número de la fecha es ilegible. 16
Detalle: Beato Juan Francisco Regis 139 x 86 cm. Franciscus Martines fac.t Mexico (Ano) Dni M.DCC. XVII, esquina inferior derecha
de Allende son del siglo XVIII. Incluyen varias imágenes de la virgen María en las advocaciones de la Inmaculada Concepción y la Virgen de la Luz, firmada por José de Páez, y la Del Refugio, muy probablemente del mismo pintor.17 Otra obra notabilísima de esta colección es un magnífico Ángel pasionario firmado por Antonio de Torres en la década de 1720.18 La figura, alta y dramática, lleva símbolos alusivos a episodios de la Pasión. Este ángel muy probablemente tuvo un compañero que debe haber llevado los símbolos de la Pasión que le faltan al primero. Se trataría, tal vez, de un par de pinturas a los dos lados de una escena de la Crucifixión, ya sea en pintura o en escultura. Sin embargo, los inventarios de San Bartolomé que nos han llegado, no mencionan ángeles pasionarios, lo cual nos indica que, efectivamente, el espacio con obras de arte sacro
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de Valle de Allende, ha tenido desde hace tiempo la función de acoger obras de otros lugares; es decir, es un museo y no solo un lugar donde se han depositado objetos que no se usan en la iglesia de junto. Otro lugar en el estado que desde hace mucho tiempo ha custudiado obras de arte sacro de varios sitios, es la sacristía y espacios anexos del templo de Santo Tomás, cerca de ciudad Guerrero.19 En los temas de los cuadros de esta colección, se detecta de inmediato el impacto de la presencia de los jesuitas en la región. Una de las pinturas más notables, aunque parcialmente arruinada, es una bella copia de la Virgen de Santa María la Mayor de Roma, la Salus populi romani (“La salud del pueblo de Roma”), conocida en la Nueva España como la Virgen del Pópulo.20 Era una devoción muy particularmente ve-
Clara Bargellini, et al., Misiones para Chihuahua, Chihuahua, Grupo Cementos de Chihuahua, 2004, pp. 155-171. 20 Ibid., pág. 165. 21 Algo de información y fotografías pueden verse en: http://www.wikimexico.com/wps/portal/wm/wikimexico/atlas/chihuahua/cultura/museotarahumara-de-cusarare 19
Detalle: San Francisco Xavier Primer cuarto del siglo XVIII Óleo sobre tela 168 x 106 cm. Lacouture núm. 26
nerada por los jesuitas, quienes la fomentaron en Roma y en todo el mundo. Como en Valle de Allende, la colección es variada y se desconoce la proveniencia de muchas obras, pero ciertamente no estaban todas en el templo actual de Santo Tomás, ni en la iglesia jesuita anterior del lugar, ahora desaparecida. Aquí, como en otros acervos eclesiásticos, aunque se tuvo la muy loable iniciativa de conservar las obras, faltó el cuidado de registrar la memoria de su origen; es decir, no sabemos con precisión para dónde y para quiénes se hicieron las pinturas, lo cual es una pérdida para la comprensión de estas obras. Otro notable acervo jesuita del estado, que tiene actualmente un arreglo digno, es la colección resguardada en el Museo Loyola de Cusárare, junto a la iglesia de la misión del lugar.21 Un aspecto
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En Santa María de Cuevas,
hay un lienzo firmado por Juan Correa. Este pintor fue uno de los más renombrados de la Ciudad de México en las últimas décadas del siglo XVII y hasta su muerte en 1716, así que –de nuevo– tenemos una obra de un maestro capitalino famoso en un pueblo de misión jesuita.
Detalle: La lamentación (El Descendimiento de la Cruz) 168.5 x 111 cm. Lacouture núm. 16 Alzibar Pinxit, al centro inferior.
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menor de la intensa labor religiosa y humanitaria del conocido sacerdote jesuita Luis Verplancken en el siglo XX, fue rescatar obras de arte virreinal en la Sierra Tarahumara y, eventualmente, crear un pequeño museo para resguardarlas. La colección cuenta con más de cuarenta pinturas del siglo XVIII, algunas desafortunadamente mal restauradas, pero la selección es notable. Incluye varios cuadros de Francisco Martínez, artista muy ligado a la Compañía de Jesús en la primera mitad del siglo XVIII, y autor de los lienzos de los santos de la orden en el MAS de la Catedral de Chihuahua. Igual que en Santo Tomás, sin embargo, faltan en Cusárare los datos que permitan identificar los orígenes de los cuadros. Existen en el estado de Chihuahua otras modestas colecciones de pinturas en espacios cercanos a algunas iglesias, pero voy a pasar ahora a examinar algunas obras muy relevantes para la historia de la pintura virreinal, las cuales están todavía dentro de los propios templos. En estos casos, no solamente
podemos disfrutar los cuadros sino que también existen las condiciones para conocer sus orígenes y funciones con mayor precisión. Por ejemplo, en Santa María de Cuevas, hay un lienzo firmado por Juan Correa. Este pintor fue uno de los más renombrados de la Ciudad de México en las últimas décadas del siglo XVII y hasta su muerte en 1716, así que –de nuevo– tenemos una obra de un maestro capitalino famoso en un pueblo de misión jesuita. A diferencia de la mayor parte de las pinturas de los templos chihuahuenses que, como indiqué arriba, centran la atención en la persona de un santo, este cuadro, aunque hace lo mismo, va más allá: cuenta una historia. Sin duda se trata de resaltar la figura de san Francisco Xavier, pero el santo no se presenta en contemplación para la veneración de los fieles sino que está bautizando a un personaje con rasgos asiáticos. El atributo que identifica al santo jesuita no es un objeto, sino una acción. Alrededor del personaje convertido hay otros de la misma raza que están
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Detalle: Santo Tomás de Aquino Anónimo novohispano Primer tercio del siglo XVIII Óleo sobre tela 150 x 84 cm. Lacouture núm. 24 Detalle: Inmaculada Concepción Francisco Martínez (ca. 1692-1758) Oleo sobre tela 167 x 109.5 cm. Fr…, al centro inferior Lacouture núm. 32
mirando la escena y en el extremo izquierdo del lienzo, también está observando la acción del santo una familia indígena chichimeca: el padre con arco y flecha, y todos medio desnudos. Se trata, por tanto, de una representación de una secuencia en la que los asiáticos bautizados por Xavier en el siglo XVI, son los antecesores y modelos de los chichimecas bautizados por los misioneros jesuitas en la Nueva Vizcaya en los siglos XVII y XVIII. De esta manera la historia misional del norte novohispano se inserta en la historia de la iglesia universal. La presencia de este tema en Santa María de Cuevas hacia 1700, cuando se terminó la construcción y decoración de la iglesia que todavía existe, es una afirmación del éxito de la acción jesuita. Más áun, sabemos por documentos de la época y también por el marco de la obra, que este lienzo no estaba aislado sino que formaba parte de un re-
Clara Bargellini, El Arte de las misiones del norte de la Nueva España, México, ACSI, 2009, pág. 250; Marcos de veneración, Chihuahua, Instituto Chihuahuense de Cultura, 2011, pp. 21-23. 23 Ibid., pp. 19-20, 163-170 22
Detalle: Beato Estanislao de Kotska 133 x 80 cm. Fra (…), esquina inferior izquierda Lacouture núm. 1
tablo pintado completo, que debe haber incluido otras escenas de la vida de Francisco Xavier.22 Los retablos pintados o “de perspectiva”, como vienen nombrados en los inventarios antiguos, fueron una invención de los pintores capitalinos para cumplir con las necesidades de sus clientes lejos de la Ciudad de México y allegarse contratos. Aunque llegó al norte un buen número de retablos de madera dorada, entre ellos el retablo mayor de la Parroquia de San José de Parral del que se conserva el contrato,23 los costos de esas obras eran elevados. Para responder a la necesidad de retablos para tantos sitios, se establecieron –por una parte– talleres locales pero también se recurría a pintores capitalinos como Juan Correa para que hicieran imitaciones de retablos en pintura que podían enviarse al norte por costos menores y sin escatimar en la calidad de las imágenes. Es interesan-
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te recordar que la fama de Correa había llegado al norte por lo menos desde cuando se le encargaron lienzos de los santos patronos de las misiones de Nuevo México, terminada la rebelión de los indios Pueblo en 1692.24 Conocemos la existencia de un gran número de este tipo de retablos en lo que hoy es el estado de Chihuahua y el resto del norte novohispano por inventarios virreinales de los jesuitas y de las visitas de los obispos de Durango. Afortunadamente, además de fragmentos como el de Juan Correa en Santa María de Cuevas, también se conservan algunos pocos retablos de perspectiva completos o casi completos. Uno, muy importante por su calidad y fecha relativamente temprana, es el que está dedicado a san Isidro en la antigua Parroquia de San José de Parral, firmado por
Antonio de Torres en 1719.25 Es el único elemento virreinal que queda de la decoración de la pequeña Capilla de San Francisco Xavier que se encuentra en la iglesia. En cuanto a Torres, es un pintor capitalino de la generación posterior a Juan Correa y su actividad tuvo mucho qué ver con sus relaciones con la orden franciscana en el norte.26 En consecuencia, tanto por su fama como por sus contactos, existen obras suyas en lo que fue la Nueva Vizcaya. El hecho de que los franciscanos hayan promovido o patrocinado a un pintor en particular, sugiere que puede ser tan fructífero como esclarecedor, buscar datos desde el punto de vista de los comitentes de las obras. Éstos eran muchas veces miembros de alguna de las órdenes religiosas o del clero secular. Ciertamente, los jesuitas fueron clientes constantes de Fran-
Bargellini, 2009, op. cit., pág. 66. Clara Bargellini, “Painting for Export in Mexico City in the Seventeenth and Eighteenth Centuries”, Art in Spain and the Hispanic World, Londres, Paul Holberton, 2010, pp. 294296. 26 Este hecho queda claro en el catálogo razonado de la obra de Antonio de Torres recopilado por Isabel del Río Delmotte. 24 25
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cisco Martínez, como ya mencioné, quien envió obras a las misiones norteñas y prácticamente desarrolló su vida profesional de pintor bajo el amparo de la Compañía de Jesús. Además de la serie de santos jesuitas del Museo de Arte Sacro de este catálogo, quiero mencionar un cuadro de la Crucifixión, recién restaurado para la exposición del 2013, Luz renaciente que se vio en el Antiguo Colegio de San Ildefonso y en el Palacio Alvarado de Parral. Se ve la firma del pintor y la fecha de 1719 a los pies de la cruz, a manera de ofrecimiento y homenaje a Jesús. En ese año, el pintor estaba trabajando como dorador en el Retablo de los Reyes de la Catedral de México y apenas iniciaba su carrera de pintor. No es el caso nombrar a todos los pintores representados en colecciones eclesiásticas chihuahuenses, pero vale la pena registrar algunos de los lienzos más importantes por la fama y capaci-
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Bargellini, 2009, op. cit., pág. 249.
dad de sus autores. Entre ellos están los cuadros guadalupanos de la Iglesia de San Francisco en Chihuahua, que ostentan la firma de José de Ibarra. Firmada por Nicolás Rodríguez Juárez, está la imagen de San Ignacio de Loyola en Santa María de Cuevas, aunque hasta ahora no se ha localizado ninguna obra de su hermano Juan, artista de mayor renombre. Con firma de Miguel Cabrera, además de la Inmaculada del Museo de Arte Sacro, hay otras imágenes marianas en el estado y un recién identificado San Juan Nepomuceno en ciudad Guerrero.27 Los famosos pintores capitalinos de la segunda mitad del siglo XVIII que enviaron cuadros al norte, en particular, José de Páez y José de Alcíbar, tuvieron una gran demanda fuera de la Ciudad de México. Además de las obras en Chihuahua y en otras partes de la entonces Nueva España, Páez fue
Arte Virrenal
Detalle de La Virgen del Refugio, óleo sobre tela, segunda mitad del siglo XVIII de la iglesia de Yepachi.
Detalle: La aparición de Jesús a María (La incredulidad de santo Tomás) 167.5 x 111. 5 cm. Alzibar Pinxit, esquina inferior izquierda Lacouture núm. 18
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un pintor conocido y admirado por fray Junípero Serra quien pidió obras suyas para las misiones de Alta California.28 En Chihuahua son numerosas sus obras, incluyendo la serie que narra la Vida de la Virgen expuesta en el Museo de Arte Sacro y en el Santuario de Guadalupe en Chihuahua. Alcíbar también pintó una serie narrativa, la de la Pasión de Jesús, ahora en el MAS, cuadros excepcionales dentro de su producción por el énfasis narrativo de las composiciones. Estos lienzos ejemplifican cómo la exportación desde la Ciudad de México al resto del virreinato, aunque basada en la organización eficiente de los talleres capitalinos y en la alta calidad de su producción, amén de la centralización política del virreinato, respondía a las peticiones de los clientes. En la segunda mitad del siglo XVIII, las necesidades visuales del norte habían rebasado las imágenes aisladas de los santos para impetrar y agradecer sus milagros.
Los gustos se habían ampliado y se pidieron narraciones complejas para fomentar el conocimiento de las historias sagradas y la meditación asociada a prácticas piadosas, un Vía Crucis en este caso. También hacia finales del siglo XVIII se fortaleció la producción regional de pinturas. Además de la continuación de la tradición de imágenes sobre cuero en Nuevo México, hay un buen número de lienzos en muchos sitios, generalmente sin firma o con firmas de pintores desconocidos, que evidentemente son productos locales o regionales. En su mayoría, son obras de dimensiones reducidas y de temas icónicos. Abundan, por ejemplo, las representaciones de la Virgen del Refugio. Sin embargo, faltan más estudios para conocer y comprender estas pinturas. Una obra sobresaliente de esta última fase de la pintura virreinal en el hoy estado de Chihuahua, es el retablo de la iglesia de Yepachi.29 Es un re-
Pamela Jill Huckins, Art in the Alta California Mission Churches, Tesis de Doctorado, Institute of Fine Arts, New York University, 2011. 29 Bargellini, 2011, op. cit., pp. 142-145. 28
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tablo pintado no “de perspectiva”, en el que se trata de dar la ilusión de una arquitectura de elementos de tipo clásico en tres dimensiones, sino un conjunto en el que los lienzos que representan santos, en formas bastante simplificadas aunque con cierta verisimilitud, contrastan con el colorido geométrico de los marcos que definen la estructura del conjunto. Lejanos de las nuevas directrices neoclásicas de la recién fundada Academia de San Carlos en la Ciudad de México y con poco conocimiento de las fórmulas y modas pictóricas capitalinas, los artistas de Yepachi trabajaron en varios sitios de la sierra de Chihuahua, dejando un legado propio al que habrá que poner más atención. Para entender el arte y su desarrollo en cualquier sitio o región, es imprescindible, primero que nada, registrar y conservar las obras que nos ha legado el pasado. Las obras de arte, en particular, son piezas Trinidad antropomorfa Anónimo novohispano Mediados del siglo XVIII 166 x 116 cm. Lacouture núm. 36
únicas que nos abren caminos directos hacia la comprensión de la creatividad de individuos y sociedades desaparecidas. Por tanto, las iniciativas locales al crear museos, son importantísimas para esta tarea, pero se requiere darles seguimiento y estabilidad a estos proyectos. Urge, además, un registro lo más completo y cuidadoso posible de las obras todavía existentes, ya que cada una de ellas es irremplazable. Solo la colaboración entre las instituciones y el trabajo de muchos individuos puede hacer realidad este deseo. Al avanzar en este propósito, se encontrarán tanto fenómenos esperados como sorpresas. Todo contribuirá a una mejor comprensión del pasado en el que puede apoyarse el futuro. La producción artística del norte de la Nueva España, en todas sus manifestaciones, constituye una riqueza cultural poco conocida, pero digna de ser registrada y mejor atendida.
Clara Bargellini Instituto de Investigaciones Estéticas Universidad Nacional Autónoma de México
CAPร TULO II Pinturas virreinales. Catรกlogo.
Jesús ante Anás 167.5 x 111.5 cm. Joseph de Alzibar Pinxit, (al centro) inferior.
José de Alcíbar Serie de la Pasión de Cristo 1776
O
riginario de Texcoco, el pintor José de Alcíbar ha legado una obra pictórica muy vasta que abarca la segunda mitad del siglo XVIII y está diseminada por toda la República Mexicana (Toussaint, 169-71; Loera, 59-62). Alcíbar cultivó tanto los temas religiosos como el retrato. Y aunque no estuvo presente en el examen que se hizo en 1751 del Ayate del Tepeyac, ayudó a Miguel Cabrera a sacar copias de la imagen milagrosa. Por esta razón forma parte de la llamada Generación de la Maravilla Americana, en referencia al título del texto escrito por Miguel Cabrera sobre la pintura de la Vir-
gen de Guadalupe. Formado en la tradición novohispana, fue testigo y partícipe de los cambios que implicó la fundación de la Academia de las Tres Nobles Artes de San Carlos en la Ciudad de México en 1785. En 1799 firmó un cuadro donde atestigua fungir como Teniente Director de dicha academia. Estos cuadros de la Pasión de José de Alcíbar están firmados en diversos lienzos, de diferentes maneras. La firma más completa de la serie se encuentra en el lienzo que representa a Jesús golpeado por los sayones, pues es en este cuadro donde se inscribe la fecha de 1776, año en el que probablemente se
pintó o se terminó de pintar toda la serie. En 1801 don Juan Ignacio de las Casas levantó un inventario de los bienes de la entonces Parroquia de Chihuahua, por orden del Obispo (Bargellini, 1984, 91). En él se mencionan quince cuadros de la Pasión de Cristo que adornaban el cuerpo de la iglesia. Es muy probable que se trate de esta serie de catorce cuadros, pues es la única de temática pasionaria que conserva el Museo de Arte Sacro. Al parecer, en algún momento se perdió uno de los lienzos. Todos los cuadros de la serie, menos uno, tienen la particularidad de representar una escena
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complementaria en segundo plano. Este recurso pictórico no fue exclusivo de José de Alcíbar, pero vale la pena examinar cómo se dan las combinaciones. La narración de la serie es continua desde la oración en el huerto hasta el momento que antecede la Ascensión del Salvador, y generalmente se lee de izquierda a derecha. Los detalles de ambientación en cada lienzo y en cada episodio están reducidos a lo mínimo necesario para entender el acontecimiento De esta manera, Alcíbar obliga al espectador a concentrarse en los principales actores de cada escena, pero a la vez invita a moverse de figura en figura, a través del recurso de las escenas complementarias. Así se conjugan dos aspectos de la meditación pasionaria: contemplación y movimiento. En cuanto a las escenas secundarias, no son visiones místicas ni apariciones milagrosas o sueños premonitorios, sino narraciones complementarias a la escena principal. A veces los personajes del episodio mayor y del menor se repiten, lo que reafirma la uni-
dad temporal y la continuidad del discurso: se trata de momentos inmediatamente anteriores o posteriores a la escena principal. El emplazamiento de las escenas complementarias varía mucho. En la mayoría de los lienzos estas escenas se encuentran en el lado izquierdo de la composición, principalmente en un ángulo superior. No hay escenas secundarias en la franja más inferior del lienzo, pero sí hay algunas debajo del centro de la composición. Cuando las escenas secundarias aparecen a la izquierda del cuadro es que por allí empieza cronológicamente la lectura; cuando aparecen a la derecha, facilitan la continuación de la narración hacia el lienzo que sigue. El emplazamiento de la representación de la lanzada, complemento a la Crucifixión, difiere de las demás escenas secundarias pues es la única que se encuentra casi en el centro del lienzo. Es de subrayar la manera armoniosa en que se inserta en la escena mayor, pues parece estar situada en el mismo paisaje y no se siente una separación como
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sucede en las demás composiciones. Tal vez haya tenido un significado particular para el comitente, desconocido hasta la fecha. La forma en que Alcíbar incorporó las escenas complementarias a las principales varía. El recurso pictórico más común fue incluir los dos episodios dentro del mismo paisaje, aunque los resultados pueden ser muy diferentes. A veces el efecto es muy directo, como en el ejemplo apenas mencionado del momento de la lanzada que confirma la muerte de Jesús. Otras veces se crea un poco de confusión, como el episodio de la Verónica en relación a la escena del encuentro de Cristo con su madre. Otro procedimiento fue utilizar el ámbito arquitectónico de la composición para insertar las escenas secundarias. Un ejemplo bien logrado de esta modalidad es cuando Jesús aparece arriba de una escalera fuera del palacio de Caifás, y se aprecia a san Pedro compungido abajo de la misma escalera. Otro caso muy bien planteado es la presentación de Jesús como Ecce Homo, de la
Cap II
ventana del palacio de Pilatos en el ángulo superior izquierdo, mientras en el primer plano se aprecia la primera caída. A medio camino entre estos dos recursos, está el de abrir un cuadro sin referencia directa al contexto de la escena principal. Por ejemplo, en un ambiente arquitectónico cerrado, a veces se abre lo que podría parecer una puerta o una ventana hacia el episodio secundario, como en el caso de la coronación con espinas en relación con la flagelación, de la aparición de Cristo a los discípulos con la resurrección, o de la incredulidad de santo Tomás con la aparición de Cristo a la Virgen. Finalmente, una escena complementaria pasa casi desapercibida: se trata de Jesús en la cárcel de Caifás, en el ángulo inferior derecho de la representación de Jesús golpeado por los sayones. Curiosamente este lienzo es el único que cuenta con dos escenas secundarias, pues el arrepentimiento de san Pedro aparece en el ángulo superior izquierdo. Vale la pena recordar que no todos los acontecimientos repre-
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sentados en la serie de Alcíbar cuentan con fuentes evangélicas. Esto era muy común en las series pasionarias, pues aparte de La Biblia, los pintores novohispanos contaban con una amplia literatura devocional, los evangelios apócrifos, tratados iconográficos, además de la propia tradición pictórica para complementar los hechos narrados en los evangelios. Mientras Jesús iba caminando con sus discípulos al Monte de los Olivos, les advirtió que se escandalizarían de él esa noche, pero también les prometió que se volverían a encontrar después de la Resurrección (Mt. 26, 30-32; Mc. 14, 27-28). Esta es exactamente la secuencia que ofrece la serie de José de Alcíbar: el sufrimiento de la Pasión de Cristo transformado en gloria. Además, la promesa del encuentro con Cristo resucitado se recalca pictóricamente en los tonos amarillos de las pinturas de la serie que representan apariciones. Solo en tres ocasiones se utiliza un pigmento amarillo claro: en el primer lienzo de la serie, en las nubes que
acompañan la aparición del ángel a Cristo orando en el jardín de Olivos, y en los dos últimos lienzos de la serie, en las nubes que acompañan a Cristo resucitado. La primera escena de la serie es la Oración en el huerto (Mt. 26, 3646; Mc. 14, 32-42; Lc. 22, 40-46). Jesús está de rodillas, las manos juntas en actitud de oración, pidiendo compasión a su padre. Un ángel, con atributos de san Miguel, aparece entre las nubes sosteniendo en la diestra una copa en forma de cáliz. La copa tiene un doble significado; recuerda la súplica de Cristo: “Aparte de mí esta copa”, refiriéndose al sufrimiento que lo esperaba y al sacrificio de la misa cuando el vino simboliza la Sangre de Jesús. A pesar de que este acontecimiento ocurrió de noche, el lienzo no está tan oscuro pues una luminosidad irradia del ángel e ilumina a Cristo. El momento de la oración en el huerto representa la tristeza y la agonía frente a lo que va a venir. San Lucas narra en su evangelio que fue tanta la aflicción de Jesús en este momento, que sudó gruesas
6. La flagelación (La coronación de espinas) 168 x 111.5 cm. Joseph de Alzibar Pinxit, al centro inferior Lacouture núm. 7
Cristo buscó refugio en la
oración; tres veces la interrumpió y fue hacia sus discípulos, Pedro, Jacobo y Juan, en busca de consuelo. En las tres ocasiones los encontró dormidos, evento representado en la escena secundaria. El consuelo que trae el ángel a Jesús se contrasta aquí con el abandono de sus discípulos.
gotas de sangre que corrían hasta la tierra, detalle que representa Alcíbar pero en unas muy finas líneas de sangre que corren por la frente de Jesús. Cristo buscó refugio en la oración; tres veces la interrumpió y fue hacia sus discípulos, Pedro, Jacobo y Juan, en busca de consuelo. En las tres ocasiones los encontró dormidos, evento representado en la escena secundaria. El consuelo que trae el ángel a Jesús se contrasta aquí con el abandono de sus discípulos. En este episodio complementario se repite a la persona de Cristo, lo que será una constante en toda la serie de Alcíbar. En otros ejemplos novohispanos está Cristo orando con el ángel y en una esquina aparecen los discípulos dormidos, sin que se vea necesario incluir nuevamente la figura de Jesús. Aquí la repetición de Cristo indica que se trata de la última vez que buscó a los apóstoles, justo antes de que llegaran los soldados a apresarlo. El segundo lienzo debe empezarse a leer en la escena complementaria en la parte inferior izquierda, que se vería junto al
episodio de Jesús con los tres apóstoles en el lienzo anterior, si los lienzos estuvieran colgados uno tras otro, en la secuencia correcta. Judas vendió a su Maestro por treinta monedas y fue él quien guió a los soldados para prender a Jesús (Mt. 26, 47-56; Mc. 14, 43-52; Lc. 22, 47-53; Jn. 18, 2-11). Al acercarse a su Maestro, Judas lo saludó y le dio el beso que era la señal para que los soldados lo identificaran. La escena principal representa a Jesús rodeado de soldados en el momento de su Prendimiento. La actitud de los soldados es más bien de curiosidad hacia el detenido que de verdadera violencia. La composición presenta una penumbra general, pues el acontecimiento se sitúa en la noche. La luminosidad y calma que irradia del rostro de Jesús se contrapone a la tenebrosidad y agitación de los soldados, varios con los ojos fuera de sus órbitas. Este contraste es una constante de la serie de Alcíbar y también se puede apreciar en otras pinturas pasionarias: fue un recurso empleado por los pintores para oponer la bondad
3. Jesús ante Anás 167.5 x 111.5 cm. Joseph de Alzibar Pinxit, al centro inferior Lacouture núm. 6
de Jesús a la maldad de sus atacantes y verdugos. Solamente el lienzo de Jesús ante Anás no incluye una escena complementaria. Este hecho es un poco extraño pues no se trata de un acontecimiento tan importante en el conjunto de la narración de la Pasión para necesitar ser exclusivo de la composición. En esta serie es el único cuadro que hace alusión directa al proceso religioso de Jesús, el cual se inició justo ante Anás. El interrogatorio consistió principalmente en averiguar cuál era la doctrina predicada por el prisionero y quiénes eran sus discípulos. Únicamente san Juan menciona este episodio en su evangelio y de manera muy escueta (Jn 18, 12-13, 22-24). Anás había sido gran sacerdote y era suegro de Caifás, quien en ese momento ejercía este alto cargo. Se puede identificar a Anás por su posición elevada sobre un tapete debajo de sus pies y el gesto de rasgarse las vestiduras. Se dice que Jesús le contestó de tal manera a Anás, que uno de los guardias, aquí vestido con armadu-
ra, irritado por su falta de respecto, le abofeteó la cara. Unos devocionarios de la época narran que la fuerza del golpe fue tal que Jesús cayó al suelo, y también que el golpe sería la fuente de la herida que se aprecia en la mejilla de Jesús en algunas representaciones. A veces la casa de Anás está representada como un rico palacio y él está sentado en una especie de trono, pero Alcíbar se mantiene fiel a la sencillez de sus composiciones. El proceso religioso de Jesús se prosiguió ante Caifás (4) (Mt. 26, 57-66; Mc. 14, 53-64; Lc. 22, 66-71; Jn. 18, 24). Reunido en la casa de Caifás, el consejo del Sanedrín, conformado por los ancianos, sacerdotes y escribas, buscaba testimonios para condenarlo. Clara Bargellini sugiere que este podría haber sido el tema principal del lienzo faltante de la serie. De todos modos, Alcíbar hace alusión al acontecimiento en la escena secundaria del cuarto lienzo que constituye la serie actualmente, en la representación del momento en que Jesús es expulsado de la casa de Caifás. Este preciso
7. La primera caída (Ecce Homo) 168.5 x 111 cm. Alzibar Pinxit, esquina inferior derecha Lacouture núm. 14
momento ocurre después del interrogatorio nocturno y coincide con el tercer episodio de la negación de san Pedro, que aparece compungido debajo de la escalera por la que es llevado Cristo (Mt. 26, 69-75; Mc. 14, 66-72; Lc. 25, 55-62; Jn. 18, 15-18, 25-27). A su lado está un gallo, símbolo de su triple negación hacia su Maestro, de su cobardía y arrepentimiento. El tema de Jesús escarnecido, escena principal del lienzo, se desarrolla de noche en la cárcel de Caifás (Mt. 26, 67-68; Mc. 14, 65; Lc. 22, 63-65). En este aposento Jesús fue maltratado e injuriado por los guardias. Le vendaban los ojos, lo empujaban, lo golpeaban, le escupían y hacían burlas. Los sayones le pedían a él que, habiendo profetizado tantas veces, adivinara quién lo estaba maltratando. La segunda escena complementaria que ostenta esta composición, la más discreta de toda la serie, ilustra la soledad que sufrió Jesús en la cárcel de Caifás. Tal vez se representó de manera tan discreta a Jesús en la cárcel de Caifás, justamente para
subrayar la soledad y la congoja sufridas en aquel espacio, aumentado además por la negación de su discípulo que acontece en la parte superior del mismo lienzo. El siguiente lienzo de la serie ilustra el proceso político de Jesús, que tuvo dos episodios: Jesús ante Pilatos (Mt. 27, 1-2, 11-14; Mc. 15, 1-5; Lc. 23, 1-5; Jn. 18, 28-38), tema de la escena secundaria, y Jesús ante Herodes, representado en la escena principal del cuadro (5). Finalizada la reunión matutina del consejo y sin poder condenarlo por razones religiosas, se mandó a Jesús con Pilatos. Alcíbar ilustra este momento en la esquina superior izquierda del cuadro, representando a Pilatos sobre una tarima cubierta por un tapete, mientras interroga a Jesús. Pero como Jesús era de Galilea y por lo tanto de la jurisdicción de Herodes, Pilatos se lo mandó para que fuese juez en esta causa. Herodes lo recibió por curiosidad y le pidió que realizara algún portento en su presencia. Solamente san Lucas relata
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este acontecimiento (Lc. 23, 6-11). Alcíbar representa al dignatario – en la escena principal– sentado en un trono también sobre una tarima cubierta por un tapete; la corona puesta en su cabeza hace alusión al alto nivel del mandatario. Un detalle importante, que diferencia las dos escenas de este lienzo, es la túnica blanca que se le está entregando a Jesús ante Herodes, para mofarse de sus pretensiones de realeza. Al no encontrar motivo de acusación, Herodes mandó a Cristo de vuelta a Pilatos. Los evangelistas hacen referencia a la flagelación, pero de manera muy breve y general (Mt. 27, 26; Mc. 15, 15; Lc. 23, 16; Jn. 19, 1). No obstante, este momento fue el elegido por los pintores novohispanos para desbordarse en la representación del sufrimiento físico en la persona de Jesús (Robin, 2007). Alcíbar representa a Cristo arrodillado, sucumbiendo a los latigazos de sus atacantes junto a una columna baja (6). La tradición iconográfica ha empleado dos tipos de columnas sustentadas por leyendas diferen-
tes. Se considera a la columna baja, traída de Jerusalén por el cardenal Giovanni Colonna en 1223 y actualmente conservada en Roma en la Iglesia de Santa Práxedes, como la auténtica de la flagelación (Mâle, 212). Por siglos estuvo disponible a la vista de los artistas, pero solo a partir del siglo XVI fue incorporada al arte religioso, haciendo más dolorosa la representación de la tortura de Cristo que con la columna alta, en la cual se podía apoyar el Salvador para recibir los golpes. Los pintores novohispanos usaron los dos tipos de columnas de manera indistinta. Alcíbar supo variar admirablemente las posturas así como los instrumentos de tortura de los cinco verdugos que rodean a Jesús; uno de ellos, preparándose para darle con fuerza un golpe, da la espalda al espectador mientras otro, también a la izquierda, jala con fuerza la soga que sostiene al Salvador. La espalda deshecha de Cristo, la actitud del verdugo que agarra con la mano la cabellera de Cristo, las actitudes violentas de los demás y los propios ojos casi
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Cap II
9. Cristo es clavado a la cruz (El expolio) 167 x 111.5 cm. Lacouture nĂşm. 9
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en blanco de Cristo, debieron haber impactado al fiel novohispano. La escena está ambientada en un interior definido por una pared y un gran cortinaje que se abre a una ventana redonda por el lado izquierdo. En el lado superior derecho se encuentra la escena secundaria y en otro interior poco definido, ocurre la coronación de espinas. Ambos espacios estarían en el palacio de Pilatos. El horror de la escena principal en primer plano contrasta con la relativa tranquilidad de la escena complementaria donde Jesús, sentado y vestido con un manto rojo, sufre mientras unos sayones le colocan la corona de espinas, y otro –arrodillado– le presenta la caña. (Mt. 27, 27-31; Mc. 15, 16-20; Jn. 19, 2-3) La escena secundaria del lienzo que sigue es derivación de la coronación de espinas y, por lo tanto, está en la esquina superior izquierda: la presentación de Jesús al pueblo (7). La condena de Cristo culmina con un segundo interrogatorio ante Pilatos, en el cual el mandatario da a escoger entre la li-
beración de Jesús o la de Barrabás, y se lava las manos pues no había encontrado en Cristo motivo de condena (Mt. 27, 15-26; Lc. 23, 13-25; Jn. 18, 39-40, 19, 6-16). La flagelación, coronación de espinas y presentación de Jesús, fueron recursos empleados por Pilatos para exonerar el reo de la muerte. No obstante, ante la presión del pueblo, Pilatos lo entregó para ser crucificado. Alcíbar ilustra el acontecimiento situando a Jesús, a Pilatos y a un soldado, en un balcón que mira a una plaza abierta. El soldado sostiene la soga que pende del cuello de Jesús, quien también está atado de las manos. Pilatos señala al reo con las palabras: “He aquí el hombre” (Ecce Homo). Este momento solamente se narra en el evangelio de san Juan (Jn. 19, 4-7). Normalmente la zona inferior de las pinturas que ilustran este tema está ocupada por el pueblo que, excitado, vocifera y clama por la muerte del Salvador, al tiempo que otros traen la cruz. Alcíbar presenta aquí, en vez de la turba, al propio Cristo ya cargado de su cruz apoyándose sobre una
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10. La Crucifixión (La lanzada) 167.5 x 111 cm. Alzibar Pinxit, al centro, sobre la cruz. Lacouture núm. 15
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11. La lamentaciĂłn (El Descendimiento de la Cruz) 168.5 x 111 cm. Lacouture nĂşm. 16 Alzibar Pinxit, al centro inferior
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12. El entierro de Cristo (JesĂşs llevado al sepulcro) 167.5 x 111 cm. Joseph de Alzibar Pinxit, al centro inferior. Lacouture nĂşm. 10
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piedra, rodeado de una multitud de soldados que lo empujan y jalan en su primera caída. El encuentro de Jesús con su madre (8), tema principal del lienzo siguiente, así como la Verónica que se encuentra en la escena secundaria, son episodios que no tienen fundamento en los evangelios; más bien provienen de tradiciones y consideraciones piadosas. En la escena principal, la Virgen acude de pie acompañada por san Juan, al encuentro de su hijo, quien está rodeado de soldados. El acontecimiento ocurre afuera de la muralla de la ciudad de Jerusalén, pero muy cerca de ella, como se puede apreciar. Una torre de la muralla sirvió al pintor para señalar la escena complementaria donde se agrupan varios sucesos pasionarios. Son tres ejemplos de compasión hacia Cristo camino al Calvario, nuevamente en una caída: el primero es el episodio de Simón Cirineo obligado a ayudar a Cristo a cargar su cruz frente al temor de que no llegase vivo al Monte Gólgota (Mt. 27, 32; Mc. 15, 21; Lc. 23, 26). La Verónica
aparece arrodillada frente a Cristo, en el acto de enjugar el sudor y la sangre de su rostro con un lienzo en el que se dejaría impreso su rostro, milagro que aquí se deja sobrentendido. A la espalda de la Verónica, otras mujeres están arrodilladas en compasión hacia Cristo haciendo alusión al momento en que Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén. (Lc. 23, 28-29) El siguiente cuadro se sitúa ya en el Gólgota, donde Jesús es despojado de sus vestimentas, acontecimiento ilustrado en la escena secundaria para posteriormente ser clavado en la cruz, tema central de la composición (9). El momento del expolio ilustra una nueva humillación al Señor, donde al quitarle su túnica, nuevamente se renovaron sus llagas, aunque no se perciben de manera tan directa como en la flagelación. Jesús está rodeado de algunos soldados. En la escena principal el Salvador aparece extendido sobre la cruz con la mano izquierda ya clavada, mientras un verdugo está ocupado en clavar la derecha y otro sostiene
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sus pies, y un tercero parece estar escogiendo un clavo. María, san Juan y la Magdalena, acompañan a Cristo. Ninguno de los acontecimientos están narrados en los evangelios pero existe una amplia literatura devota e iconográfica en la que pudo inspirarse Alcíbar para la representación de estos momentos del sufrimiento de Cristo en su Pasión. El lienzo de la Crucifixión (10) presenta una composición frontal, remarcando la importancia del evento (Mt. 27, 33-44; Mc. 15, 22-32; Lc. 23, 33-43; Jn. 19, 18-27). Majestuoso, Cristo está colgado en la cruz, que es el eje central del cuadro. Gotas de sangre sobre su cuerpo recuerdan los suplicios sufridos. Al pie de la cruz, del lado izquierdo del cuadro, están las santas mujeres con la Virgen, como testigo y acompañante de este momento y coadyuvadora en la redención de los humanos; del lado derecho están la Magdalena y san Juan. Debajo de la Cruz está una calavera que alude a la leyenda según la cual, Adán había sido enterrado en
el Monte Gólgota (Schenone 1998, 289). El nombre del lugar alude a que estaba destinado a la muerte de los reos y estaba lleno por todas partes de cráneos y huesos. No obstante, en la composición de Alcíbar esta referencia se lleva a un nivel superior. De los pies de Cristo caen unas finas gotas de sangre sobre la calavera: así, la caída de los humanos y su redención se encuentran en el mismo sitio. De ambos lados de Cristo están los ladrones en sus respectivas cruces. Aunque Alcíbar se esmeró en la anatomía de Jesús, no hizo lo mismo con los cuerpos semidesnudos de los ladrones. Probablemente en este cuadro se ilustra el momento preciso de la conversación del buen ladrón, pues los ojos de Cristo van dirigidos a su derecha. Solamente san Lucas narra este acontecimiento en su evangelio (Lc. 23, 39-43). De hecho Dimas, el buen ladrón, está tradicionalmente colocado a la derecha de Cristo y el malo –Gestas– al lado izquierdo. Así queda asentado en la composición de Alcíbar también a través de los pigmentos emplea-
14. La aparición de Jesús a María (La incredulidad de santo Tomás) 167.5 x 111. 5 cm. Alzibar Pinxit, esquina inferior izquierda Lacouture núm. 18
dos para la piel de cada ladrón: la de Dimas es más clara. Los pies de Dimas se representan amarrados a la cruz, mientras los de Gestas fueron clavados al madero, del cual desprende violentamente un pie. De este pie salen unas gotas de sangre que, al contrario de la sangre de Cristo, caen al vacío: se trata de la sangre derramada en vano. A lo lejos se ve la escena secundaria: un centurión de nombre Longinus que montado a caballo, hirió con su lanza el costado de Cristo, del cual brotó sangre y agua (Jn. 19, 31-37). El tema de la lanzada también ilustra la conversión del soldado, pues cuenta una leyenda que Longinus tenía la vista muy debilitada y que al traspasar con su arma el costado de Jesús, unas gotas de sangre salpicaron sus ojos y con ello recuperó la vista (Vorágine, I, 198-99). En este momento cambió de vida, renunció a la milicia y se retiró a hacer vida monástica, convirtiendo a muchos con su buen ejemplo. En este cuadro Alcíbar funde ágilmente los tres beneficiados directos de la muerte de Cristo:
Adán –y con él toda su descendencia; es decir, la humanidad entera–, Dimas y Longinus. Además, tal vez convendría incluir una cuarta persona beneficiada por la sangre redentora de Cristo: el propio José de Alcíbar. No creo que la ubicación de la firma del pintor sobre la cruz, entre los pies de Cristo y la calavera, sea gratuita. Hacia el nombre del pintor se dirigen unas gotas de la sangre redentora de Cristo para ilustrar la esperanza de Alcíbar de ser salvado él también. Cuando Jesús ya había muerto, José de Arimatea se presentó ante Pilatos para solicitar la entrega del cuerpo que aún pendía de la cruz, lo que le fue concedido (Mt. 27, 5760; Mc. 15, 42-47; Lc. 23, 50-56; Jn. 19, 38-42). Los sucesos que ilustra Alcíbar en los siguientes lienzos son posteriores a este momento y provienen de los evangelios. La escena del Descendimiento, en la esquina superior izquierda del siguiente lienzo de la serie (11), proviene del grabado de Lucas Vorsterman I, basado en la composición pictórica de Pedro Pablo Rubens en
la Catedral de Amberes, realizada entre 1611 y 1614 (Judson, 162-69). Es una de las composiciones de Rubens que circuló ampliamente en América, pues se conocen tanto copias pictóricas como escultóricas de ella (Schenone 1998, 332-36). La representación del Descendimiento de Chihuahua respetó mucho la composición original del grabado en las posturas, ademanes, ropajes y fisionomías. Solo los instrumentos de la Pasión varían, ya que aquí se resumen en la corona de espinas, tres clavos y el título que se lee como INRI, posiblemente porque resultaría más fácil entender que las inscripciones en hebreo, griego y latín de la composición original de Rubens, si bien cuentan con apoyo evangélico (Lc. 23, 38; Jn. 19, 19-20), ninguna de las tres inscripciones fueron muy difundidas en la Nueva España. Llama la atención que Alcíbar se haya apegado tanto a la composición del grabado para una escena de tamaño reducido. El episodio principal del lienzo representa la lamentación sobre el cuerpo muerto de Cristo. El tema
fue ampliamente alimentado con las meditaciones piadosas del dolor y llanto de María sobre el cuerpo inerte de su hijo, e incluye la idea de una última despedida. Aquí la Virgen está acompañada de las otras Marías –dos a la cabeza de Cristo y la Magdalena a sus pies– y de san Juan. En la parte inferior del lienzo están algunos de los instrumentos de la Pasión: los clavos, ligeramente ensangrentados; la corona de espinas y tal vez el plato en que Pilatos se lavó las manos. La lectura del siguiente cuadro (12) empieza por la escena complementaria, en la esquina superior izquierda, donde se representa el momento en que llevan al cuerpo muerto de Cristo para ser sepultado. José de Arimatea, Nicodemo, san Juan, la Virgen, la Magdalena y otro personaje no identificado; tal vez otro discípulo o un guardián, cargan delicadamente el cuerpo amortajado de Cristo hacia una gruta. Es de notar que la mortaja también envuelve la cabeza de Cristo para evitar que su boca se abra. El sepulcro pertenecía a José de
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Arimatea, tallado en la misma roca del Monte Calvario. La escena principal ilustra el momento preciso en que, una vez dentro de la cueva, se está depositando el cuerpo de Cristo en el sepulcro. Es poco usual y hasta un poco reiterativa la combinación de ambas escenas. No obstante, la última se ha interpretado tradicionalmente como una alusión al sacrificio de la Misa, cuando el Cuerpo de Cristo se presenta al fiel en el Santísimo Sacramento (Judson, 21619). Nuevamente el Cuerpo de Cristo está rodeado de una multitud: la Virgen con la Magdalena, José de Arimatea, Nicodemo, san Juan, otro personaje masculino y otra de las santas mujeres. Alcíbar dispuso el grupo de tal manera que la vista del cuerpo muerto de Cristo se expone sin obstáculos al espectador. Cristo aparece gloriosamente resucitado en la escena principal del siguiente lienzo (13), en el cual el cuerpo triunfante de Jesús es el eje central de la composición. Los evangelios no narran este evento sino que ponen el enfoque en las apariciones
posteriores. La versión de Alcíbar ilustra la teatralidad del momento en que Cristo sale resplandeciente de su sepulcro, que ostenta la forma de un sarcófago abierto mientras los soldados caen de espaldas deslumbrados por la aparición. El número y el orden de las apariciones de Cristo, posteriores a su Resurrección, varían mucho según las fuentes consultadas. (Réau, 574-75) Las apariciones que más frecuentemente se representan en la plástica son a la Magdalena, a los peregrinos de Emaús y a santo Tomás. En la esquina superior derecha Alcíbar ilustra la aparición de Cristo resucitado a sus discípulos (Mc. 16, 14; Lc. 24, 36-41; Jn. 20, 19-20). Se presenta semidesnudo, cubierto de un manto rojo, mostrando las llagas a los discípulos que lo rodean, con ademanes de maravilla y de adoración. El pintor ambientó la escena en un interior arquitectónico muy sencillo, con dos ventanas. La narración del siguiente cuadro empieza en la esquina superior izquierda, con la escena de la in-
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credulidad de santo Tomás (Jn. 20, 24-29) (14). Según el relato tradicional de los hechos posteriores a la Resurrección, Pedro y Juan habían acudido al sepulcro después de la noticia reportada por la Magdalena, el cual habían encontrado vacío: vieron y creyeron (Lc. 24, 9-12; Jn. 20, 1-10). Ausente en este momento y tampoco presente en otras apariciones, Tomás dudaba de la Resurrección del Señor, y se negaba a creer, hasta no poder ver sus llagas y meter la mano en su costado. Alcíbar recurrió para este momento a la tradicional fórmula en la que santo Tomás está arrodillado frente a Cristo, nuevamente semidesnudo y cubierto de una capa encarnada, y le acerca la mano a la llaga del costado. La escena principal representa a la Virgen orando de rodillas en su alcoba cuando recibe la visita de su hijo triunfante. La tradición piadosa establece que la aparición a la Virgen es la primera después de la Resurrección del Salvador, pues ella es la que más había sufrido en su Pasión (Schenone 1998, 350). No
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obstante, Alcíbar dejó este momento para el final. Jesús se despide de su Madre, antes de su Ascensión. El pintor combinó la aparición con la despedida de Cristo a su madre para ofrecer un final más grandioso a la serie: los momentos que anteceden su regreso al Padre Celestial. Cabe preguntarse si las escenas principales de la serie cumplen una función diferente a las escenas complementarias. La clave podría estar en algún libro devoto que no se ha identificado, de los mecenas aún desconocidos o del posible mentor intelectual de la serie. Las escenas principales de la serie de Chihuahua narran acontecimientos de la Pasión que conciernen fundamentalmente a Cristo para instruir al espectador en la historia sagrada. Las escenas secundarias parecen representar enseñanzas morales particularmente dirigidas a la vida personal de los devotos: el abandono y la pereza de los discípulos dormidos, la traición del beso de Judas, la cobardía y el arrepentimiento de la negación de san Pedro, la soledad de Cristo en la
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cárcel, la humillación ante Pilatos, la burla de Jesús en la coronación de espinas, la condena en la presentación ante el pueblo, la compasión de la Verónica, el Cirineo y las hijas de Jerusalén, la mortificación del expolio, la conversión de Longinus, el cuidado y adoración del cuerpo de Cristo en el Descendimiento y el entierro, el miedo y la sorpresa frente a la aparición de Cristo a los discípulos y, finalmente, la duda y la fe frente a las evidencias físicas de la Resurrección. Todos estos acontecimientos ilustran sentimientos humanos que los devotos podrían experimentar en su vida cotidiana. En este sentido, la serie de Chihuahua les proporcionaría inspiración para vencer las experiencias negativas, o confirmar las positivas. Es de notar el sentimiento de dolor controlado en esta serie de Alcíbar, en comparación con otras series pasionarias dieciochescas como la de Gabriel de Ovalle o de Ignacio Berben, ambas conservadas en el Museo de Guadalupe, en Guadalupe, Zacatecas, en las que el
sufrimiento y la sangre se desbordan en varias escenas (Bargellini, 1995; Valverde, 85-127). La estética pasionaria de José de Alcíbar es medida: por ejemplo, vemos los efectos de la flagelación en la espalda ensangrentada de Jesús, pero no llega al extremo de enseñar su espalda deshecha con las costillas y la espina dorsal expuestas. (Robin, 2007) Como era de esperarse en la Nueva España en el siglo XVIII, existía una devoción a la Pasión de Cristo en Chihuahua anteriormente a este encargo. Lo demuestra la existencia de una capilla dedicada al Santo Cristo de Mapimí, desde la primera iglesia que se construyó en la localidad en 1709 (Bargellini 1984, 13-14); también desde 1725 había una Cofradía de los Dolores en la parroquia (Bargellini, 1984, 45, 49-50). La serie de Alcíbar vendría a insertarse en este contexto. También vale la pena notar que, aunque existen muchos ciclos pasionarios en la pintura novohispana, ninguno ostenta la complejidad compositiva e iconográfica de este conjun-
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Retablo del Cristo de MapimĂ, despuĂŠs de la limpieza de ca. 1985.
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Las pinturas de caballete más
antiguas de las que tenemos noticia en el inmenso norte novohispano, son algunas que llegaron al Nuevo México al tiempo de las misiones de los frailes franciscanos hacia 1600, antes de la fundación del Obispado en Durango.
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to de Alcíbar. Eran en total quince escenas principales, si recordamos el lienzo perdido mencionado en el inventario de 1801. Con las escenas secundarias que presentan casi todos los cuadros, se duplicarían los episodios. Además, esta serie incluye el desenlace glorioso de la Pasión en la Resurrección. José de Alcíbar estuvo involucrado por lo menos en dos ocasiones más con series pasionarias. En 1787 pintó tres láminas de cobre, de pequeñas dimensiones, con las que se completó el Vía Crucis pintado por Juan Correa casi un siglo antes, actualmente conservado en el Seminario Menor de Guadalupe, Zacatecas (Vargaslugo y Victoria, 554). Se supone que la pérdida o la destrucción de unas láminas de Correa motivaron la hechura de las de Alcíbar quien pintó las siguientes escenas: Cristo cargando la cruz, la Crucifixión y el Santo Sepulcro. La temática de estas escenas también se encuentra en la serie de Chihuahua pero las composiciones son más sencillas en las láminas de Zacatecas, tal vez para respetar
el estilo de Correa y también por el reducido tamaño de la superficie a pintar (31 x 24 cm), pero sobre todo porque se han eliminado las escenas complementarias. Las composiciones de la Crucifixión y del Santo Sepulcro recuerdan las de Chihuahua, por lo que es posible que Alcíbar haya recurrido a la misma fuente grabada para ambas series, aunque no la haya copiado completamente en las láminas de Zacatecas. Otra posibilidad es que se haya citado a sí mismo, aunque las composiciones zacatecanas no son reproducciones exactas de los lienzos de Chihuahua. La otra serie, atribuida a Alcíbar, está constituida por doce escenas, también sobre láminas de cobre de pequeñas dimensiones (63 x 49 cm). Actualmente están en la sacristía del Templo de San Felipe Neri (La Profesa) de la Ciudad de México; se desconoce si siempre estuvieron en este lugar. La serie empieza con el lavatorio de los pies a los discípulos y termina con la lamentación sobre el cuerpo muerto de Cristo. Varias temáticas coinci-
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den con la serie de Chihuahua, pero nuevamente las composiciones son muy diferentes. Tampoco están aquí las escenas secundarias que ostentan los lienzos de Chihuahua. Varios episodios de esta serie tienen una importante ambientación arquitectónica de sabor neoclásico, ausente en la serie de 1776 y en Zacatecas. En esta serie de La Profesa, Alcíbar recurrió nuevamente al grabado de Rubens para la representación del Descendimiento, aunque hizo más adaptaciones que en el cuadro de Chihuahua. No es de extrañarse que Alcíbar haya pintado varias series pasionarias. Por una parte, su producción artística fue muy abundante y por otra, el interés por la Pasión de Cristo en la sociedad y en el arte novohispano del siglo XVIII era generalizado. Muchos pintores novohispanos dieciochescos trataron el tema.
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Además, los pintores habían fundado una congregación de la Virgen de los Dolores bajo la advocación de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en la Iglesia del Convento de Santa Inés en la Ciudad de México. Alcíbar había ocupado el cargo de tesorero-mayordomo y, en su testamento, dejó limosnas para dicha congregación (Loera, 62-4). Esta familiaridad con los hechos de la Pasión a través de las celebraciones de la Congregación de los Dolores, se refleja en las series de la Pasión de Alcíbar. Finalmente, Juan José y Juan Bautista de Alcíbar, sobrinos del pintor, fueron eclesiásticos del Arzobispado de México, así que es posible que José de Alcíbar haya aprovechado el conocimiento de sus sobrinos sobre las Escrituras Sagradas y otra literatura pasionaria para las composiciones complejas de Chihuahua.
Alena Robin The University of Western Ontario, Canadá
La primera de las obras que está
documentada en Nuevo México fue un cuadro con las figuras de los santos Antonio y Diego de Alcalá, pintado por “Manuel de Chaves”, que el virrey Marqués de Guadalcázar envió en 1614.
El nacimiento de la Virgen José de Alcíbar (Activo 1751-1803) Segunda mitad del siglo XVIII Óleo sobre tela 127 x 109.5 cm. Lacouture núm. 34
José de Alcíbar El nacimiento de la Virgen
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ste cuadro (16) al parecer hace juego con el que de Pentecostés se guarda en este mismo acervo. Así lo permite suponer no solo el que ambos lienzos comparten algunas características de orden material, como son el de adoptar la misma forma ovalada y tener medidas muy cercanas, sino también, aunque no se advierta a primera vista, el que los dos pueden entenderse como pasajes en que interviene la virgen María. Así, es muy probable que los dos cuadros hubiesen formado parte de una serie –ahora perdida o diseminada– en que se narraban diversos momentos de la “Vida de la Virgen”. (Lacouture, 133)
Como es bien sabido, los evangelios canónicos no dicen nada sobre los pasajes relativos al nacimiento y a la infancia de María. Todo lo que sabemos procede de los llamados ‘Evangelios Apócrifos’ –principalmente de los conocidos como Protoevangelio de Santiago, del Libro de la Natividad de María y del Pseudo Mateo–, mismos que la Iglesia no tiene como verdaderos pero que ha permitido su manejo y difusión por no contravenir las verdades de la doctrina oficial. Es en ellos donde se habla de Joaquín y Ana, los padres de la Virgen, y de cómo, después de muchos años sin haber podido tener hijos, sus ruegos por fin fueron escuchados y un
ángel les anunció que engendrarían una hija a la que deberían poner el nombre de María. Se conservan muchos cuadros realizados por artistas del México Colonial que se ocupan de recrear el pasaje del “Nacimiento de la Virgen”. Casi todos se parecen entre sí por cuanto que con pocas variantes utilizan el mismo escenario –la alcoba de santa Ana– e incluyen las mismas figuras –los padres de la Virgen y varias sirvientas–, y estas desarrollando los mismos papeles. En general la madre de la Virgen se encuentra recostada en su cama, casi al fondo de la composición, mientras que en los primeros planos vemos a las sirvientas, en nú-
mero de dos o tres, ocupadas en lavar, vestir y cuidar a la Virgen niña. Con frecuencia se incluye otra sirvienta más que le lleva a santa Ana una taza sobre un plato con algo de comida, misma que aquí no se encuentra. Por lo que toca a san Joaquín, en general este no tiene un lugar ni un papel fijo; sin embargo en el cuadro que nos ocupa, curiosamente se ha desentendido completamente de la recién nacida, dejando que las sirvientas se hagan cargo de ella y parece atender a su esposa, quien con las manos juntas eleva una oración y su agradecimiento a Dios por el feliz suceso. El cuadro exhibe un buen oficio apoyado en la confección de rostros y manos convincentes, así como un manejo bien contrastado de los colores y el eficaz empleo de la luz. Adviértase en este sentido cómo la diferencia de iluminación que reciben los actores de acuerdo a los distintos planos que ocupan en el escenario, contribuye a la configuración y com-
prensión del espacio, pues el artista ha prescindido totalmente de ejes de perspectiva. Un trozo de pintura realmente atractivo y bien resuelto es el de las mujeres que asisten a la Virgen Niña en los primeros planos. Como ocurre en otras muchas pinturas que representan este tema, hay marcadas diferencias en las edades de dichas mujeres. Así, la que la carga y envuelve en paños suele ser la más anciana, en tanto que la que está junto, preparada con otro paño que ha calentado previamente en un bracero, es más joven. Con ello es probable que se marque la división de tareas que de acuerdo a la experiencia y jerarquía debía existir entre la servidumbre. Pero lo cierto es que con la incorporación de estos temas y actores, los pintores nos dejaron indirectamente testimonios de la vida cotidiana que se daba en el ámbito de las familias novohispanas, y ello conseguido, además, con un buen toque de intimidad.
Rogelio Ruiz Gomar Instituto de Investigaciones Estéticas Universidad Nacional Autónoma de México
José de Alcíbar Pentecostés
T
al como se narra en las Sagradas Escrituras, estando reunidos los apóstoles en el cenáculo, atemorizados tras la muerte y Ascensión de Jesús, descendió sobre ellos el Espíritu Santo para dar cumplimiento a lo que Jesús les había anunciado así como para infundirles valor y dotarles del don de lenguas: “De repente vino del cielo un ruido semejante a un viento impetuoso que llenó toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas como de fuego que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas…”. (Hechos 2, 1-4) Siguiendo la convención autorizada por la Iglesia, el autor de este cuadro ha utilizado una pa-
loma blanca para representar al Espíritu Santo, misma que en este caso desciende envuelta en una zona de mayor claridad, pero para enfatizar lo que aconteció ese día, dicho artista no olvidó incluir las pequeñas flamas de fuego que descienden sobre las cabezas de los apóstoles. Como era habitual en las representaciones de este tema, ha plasmado a María al centro – vestida con la habitual túnica rosa y el manto azul– rodeada por los doce apóstoles, los cuales quedan ahora distribuidos en dos grupos de seis cada uno, en varios planos de profundidad. Cabe destacar, sin embargo, que como parte del deseo del artista por sugerir profundidad, no tanto por el empleo de la perspectiva sino por el manejo de la iluminación, para la configuración
del espacio el pintor se ha servido también en este cuadro de la luz. De esta suerte, las figuras del frente son las que quedan más iluminadas mientras que, las que ocupan los planos profundos, quedan casi sumidas en las sombras. Empero, obsérvese el acierto de incluir la figura del apóstol que ocupa el primer plano del lado izquierdo de la composición, la cual plásticamente se percibe por contraste, pues queda a contraluz. A ello se viene a sumar el hecho de que, asimismo, el artista ha concedido gran importancia al valor simbólico implícito a la venida del Espíritu Santo, y por ello ha sumido a las figuras en las sombras para que así y por contraste, los fieles percibieran la luz de Dios que descendía sobre la humanidad, representada por el
Colegio Apostólico. El artífice ha concentrado el interés en rostros y manos pero en los primeros no ha conseguido dar variedad a las expresiones, pues todos participan de la misma paz interior, quedando a cargo de algunas manos una ligera carga de estupor. Si bien en las escrituras no se dice nada en relación a si la virgen María estuvo presente ese día, los artistas acostumbraron incluirla en la escena. En el cuadro que aquí describimos, la figura de María no solo ocupa el centro sino que es la que queda más iluminada. Casi debajo de ella se encuentra san Pedro, con su acostumbrada túnica azul y manto amarillo –ahora de tonalidad ceniza–, el cual, como cabeza del Colegio Apostólico, es uno de los que, después de María, queda más iluminado. Y como para en-
tonces ya se había elegido a Matías para sustituir a Judas, se cuentan doce apóstoles pero en virtud de que el rostro imberbe que se asoma al fondo, próximo al de la Virgen, parece de mujer, es probable que el artista haya representado más bien a la Magdalena. Como ya se ha señalado, no se puede descartar la posibilidad de que este cuadro, que fuera registrado inicialmente como anónimo (Lacouture, 133) pero que resultó estar firmado por ese célebre pintor activo a lo largo de toda la segunda mitad del XVIII que fue José de Alcíbar, así como también el del nacimiento de la Virgen que se guarda en este mismo acervo, y con el que parece hacer juego, hubiesen formado parte de una serie de varios lienzos con pasajes de la “Vida de la Virgen”.
Rogelio Ruiz Gomar Instituto de Investigaciones Estéticas Universidad Nacional Autónoma de México
Pentecostés José de Alcíbar (Activo 1751-1803) Siglo XVIII Óleo sobre tela 127 x 104 cm. Alzibar Pinxit, en el margen inferior al centro hacia la derecha.
Desposorios místicos de Santa Rosa de Lima Arellano (Taller activo entre 1691-1721) Finales del siglo XVII Óleo sobre tela 205 x 125 cm. Ar… llano f, debajo del libro Lacouture núm. 35 (Identificada como ‘Santa Catalina de Siena’) Arte de las Misiones núm. 151
Arellano Desposorios místicos de Santa Rosa de Lima
L
a composición muestra en primer plano a la santa limeña arrodillada al lado de la virgen María que sostiene a Jesús Niño en brazos. Sobre ellos están Dios Padre y la Paloma del Espíritu Santo entre nubes luminosas. La misma Virgen y el Niño parecieran estar en un trono de espesas nubes a cuyos pies destaca un trío de querubines. Santa Rosa viste el hábito blanco de las terciarias dominicas con manto negro y lleva sobre la cabeza una corona de rosas, uno de sus atributos distintivos; con la mano derecha toma la mano de Jesús que a su vez sostiene una rosa, y con la izquierda recibe
un rosario de la Virgen. Está hincada en una banqueta de piedra y junto a ella aparece un libro y una azucena. Hacia el fondo, en el lado derecho del cuadro, se aprecia un rosal y un par de altos edificios. La escena alude a dos de los momentos más significativos y difundidos de la vida de la santa: El desposorio místico de Rosa con el Niño de la Virgen del Rosario de la Iglesia Dominica limeña (Mujica, 227-28) y la Visión de la Virgen, el Niño y las Rosas que, con algunas variantes, había sido trabajado con anterioridad por otros artistas, como el grabador Francisco Colignon y el pintor sevillano Esteban Murillo.
Poco después de la muerte de Rosa en 1617, se compuso su biografía a raíz de la fama de santidad que había cultivado en vida. Con este motivo, los retratos y los temas alusivos a su existencia se propagaron rápidamente gracias al empeño que en ello pusieron los dominicos, tanto en España como en los virreinatos de Perú y México. En Europa, por ejemplo, se conocen grabados realizados en Amberes y lienzos de la Escuela Italiana de Pintura con temas de la vida de la Santa desde mediados del siglo XVII (Mujica). Del mismo modo su culto, acogido con entusiasmo, tanto por el clero secular como por el regular, alcan-
zó enorme trascendencia no solo en el Perú sino también en la Nueva España donde prácticamente se convirtió en un emblema de los deseos nacionalistas de los criollos de estas tierras (Vargaslugo 1982, 82). Esto propició, como es natural, la proliferación de las representaciones de la Santa, especialmente a raíz de su beatificación en 1668 y de su canonización en 1671 cuando, principalmente, los dominicos se empeñaron en contratar a destacados artistas para que realizaran estos trabajos para sus iglesias y conventos. A esta época corresponde el grabado de Francisco Colignon con el tema de la Visión de la Virgen, el Niño y las Rosas y el lienzo de Esteban Murillo de Santa Rosa y el Niño Jesús de 1670 o 1671, cuando “comienza a pintar para el Hospital de la Caridad” (Angulo, 322-23), y su hija profesa “con el nombre de sor Francisca de Santa Rosa Murillo… el 1 de febrero de 1671 en el Convento de Religiosas Dominicas de Madre de Dios” en Sevilla (Angulo, 322). De este cuadro se hicieron varias copias, dos de ellas que se
encuentran en ese convento, y muy posiblemente otra que fuera traída a México a la Iglesia de Santo Domingo en el siglo XVII. Al parecer, estas dos obras se conocieron bien en la capital de la Nueva España en esa época. El “grabado se difundió muchísimo por toda América, pues ya lo conocía Nicolás Correa en México, quien lo utilizó para realizar su pintura de 1695” (Schenone 1992, 695). Del lienzo no tenemos información concluyente sobre el grado de difusión que alcanzó, sin embargo la imagen de santa Rosa con el semblante sereno vestida con el hábito dominico e hincada suavemente, establecida por Murillo, sirvió de modelo al propio Nicolás Correa, a José Rodríguez Juárez y a varios pintores anónimos; también al autor de la obra que venimos estudiando. En 1995 Clara Bargellini consignó en notas de campo la firma “Arellano f”, todavía parcialmente visible según recién constató Gerardo Espinosa. El lienzo, por lo tanto, correspondería a alguno de los pintores que así firmaron entre
los años 1691 y 1721 aproximadamente (Uribe, 225-31). Lo anterior permite sugerir que el cuadro de santa Rosa fue hecho en la Ciudad de México en la última década del siglo XVII. Su traslado a Chihuahua, según la opinión de la doctora Bargellini, pudo haber sido obra de los
jesuitas quienes profesaban especial devoción a la santa limeña y cuyo culto en ese poblado norteño se había incrementado con el traslado de pobladores del Mineral de Santa Rosa, Cusihuiriachi, al de Chihuahua.
María Eugenia Rodríguez Facultad de Humanidades Universidad Autónoma del Estado de México
Retablo de perspectiva de la Virgen de Guadalupe Juan Antonio Arriaga (Activo 1729-1753) Juan Ant. Arriaga Fac. Año de 1740, esquina inferior derecha de la Virgen de Guadalupe Óleo sobre tela Virgen de Guadalupe: 217 x 213 cm. Salvador: 200 x 178 cm. San Joaquín: 277 x 165 cm. Santa Ana: 282 x 168 cm. Arte de las Misiones núm. 154
Fotografías: Gerardo Vázquez y Eumelia Hernández. Archivo fotográfico Manuel Toussaint del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
E
ste conjunto de lienzos constituye lo que en algunos inventarios del siglo XVIII se llama un “retablo de perspectiva” (Bargellini 2010, 293-301); es decir, representa en pintura a un conjunto arquitectónico-escultórico-pictórico –el retablo– que era el principal adorno de los espacios eclesiásticos de la época. Todas las iglesias o capillas tenían por lo menos un retablo que en su esencia puede definirse como un conjunto conformado por una imagen sagrada principal y los adornos de todo tipo que la rodeaban. Los retablos “de perspectiva” se llamaron así porque incluían la representación convincente de las estructuras arquitectónicas en las que se situaban las esculturas y los cuadros. En estos retablos, como en este caso, el artista pinta el marco arquitectóni-
co con luces y sombras para crear la ilusión de su presencia real en el espacio de la iglesia. Es evidente que todos sabían que era pintura, pero la sugerencia del efecto ilusionista era suficiente para evocar la presencia de un retablo en tres dimensiones. En muchas iglesias de pueblos lejanos de los centros de producción de retablos, era frecuente tener por lo menos un retablo en forma, importado o improvisado con varios elementos arquitectónicos, y algunos retablos de perspectiva para crear un conjunto de decoración interior envolvente que rompiera la definición precisa de los muros: el ideal de la estética barroca. Colgados juntos y vistos a cierta distancia, estos lienzos producen la ilusión de un retablo tallado con cuadros en los intercolumnios. Este
recurso proveía de retablos completos a lugares que, de otro modo, no podrían tenerlos. Pedir lienzos a un taller de la Ciudad de México u otro centro urbano, y transportarlos hasta sitios lejanos, era mucho más económico y manejable que mandar hacer un retablo tallado y dorado que, además de ser caro, requería de alguien especializado para armarlo al llegar a su destino. Este retablo de la Virgen de Guadalupe, por lo menos en su primer cuerpo, fue pintado como un cuadro único, como se puede ver en la perfecta unión entre el espacio que corresponde a san Joaquín y el de la Virgen, que fueron reunidos en el proceso de restauración. Después de pintado fue cortado en tres pedazos, probablemente para facilitar su transporte y manejo, y tal vez fue entonces que se escribió
sobre el anverso del lienzo de santa Ana, “Primer Curpo” (sic) que era suficiente para indicar cómo volver a armar el conjunto. Es probable que haya habido más elementos, ya sea en pintura o en escultura que ayudaban a integrar todavía más la ilusión de un retablo real, tales como remates y molduras entre los dos cuerpos. Hay un buen número de registros de este tipo de obra en los inventarios de iglesias norteñas, aunque muy pocos se conservan. Este es el más grande y completo que nos ha llegado de la primera mitad del siglo XVIII. Otro, muy importante y anterior, es el retablo de perspectiva dedicado a san Isidro Labrador en la Parroquia de San José en Parral, firmado por Antonio de Torres en 1719 (Vargaslugo y Chazal, 153-55). Se trata, en este caso, de un retablo dedicado a la Virgen de Guadalupe, acompañada por sus padres –los santos Joaquín y Ana–. Arriba, en el cuerpo superior, está Jesús como Salvador del Mundo. Los cuatro evangelistas con sus respectivos animales sim-
bólicos están en el banco: Lucas y el toro con Marcos; el león debajo de san Joaquín; Juan con el águila y Mateo con el ángel, debajo de santa Ana. Entre ellos, san Juan es el único que mira a la Virgen, acorde con su carácter de visionario y como demostración de que el pintor era versado en la iconografía cristiana. Debajo de María está el Cordero de Dios sobre la puerta fingida de un sagrario inexistente. Este detalle puede ser un indicio de que se trataba de un retablo lateral. Desgraciadamente no sabemos la procedencia precisa de la obra. Solo es seguro que el retablo estaba en alguna iglesia del occidente del estado de Chihuahua. Del pintor Juan Antonio Arriaga sabemos poco. Se conservan algunas obras en la Ciudad de México donde debe haber tenido su taller, pero la gran mayoría de sus lienzos está en el norte. Hay varios en Parral y en sitios cercanos publicados por Ruiz Gomar (en Bargellini 1998, 168-70), quien ve un parecido entre las obras de Arriaga y las de Francisco Martínez, cola-
borador frecuente de los jesuitas. En fechas recientes ha aparecido una Asunción en Rosales, la antigua Misión franciscana de Santa Cruz de Tapacolmes, al sur de Chihuahua, siendo este retablo, su obra de más envergadura. Se detectan en la parte arquitectónica de este retablo, conocimientos de motivos balbasianos introducidos en el Retablo de los Reyes de la Ciudad de México, como las conchas en los marcos, los angelitos a los lados del fingido tabernáculo, y el tipo de follaje. Sin embargo la insistencia en
las columnas es un rasgo que puede considerarse conservador, si lo comparamos con el rompimiento de la retícula que caracterizó los retablos con estípites de Balbás. Por otra parte, es un rasgo afín a la tendencia de los arquitectos a permanecer fieles al vocabulario clásico, a pesar de las novedades introducidas en los retablos. Estos lienzos estaban resguardados en el Seminario Arquidiocesano y fueron restaurados para la exposición Arte de la Misiones del norte de la Nueva España.
Clara Bargellini Instituto de Investigaciones Estéticas Universidad Nacional Autónoma de México
Inmaculada Concepción Miguel Cabrera (1695 (?)-1768) 1767 Óleo sobre tela 169 x 109 cm. Mich Cabrera Pinxit a d 1767, esquina inferior derecha Inscripción en el reverso: Eduvina Rascón de Ruiz ob/ sequia este cuadro de su pro/ piedad a su hijo Agustín en/ su cumpleaños, como recuerdo de ella y de sus finados padres Lacouture núm. 31
Miguel Cabrera Inmaculada Concepción
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l cuadro representa a María como una joven y bella mujer que, casi al centro de la composición, se encuentra como suspendida sobre un fondo de nubes, rodeada de angelitos y de diversos símbolos que aluden a la pureza de su concepción. María, parada sobre la luna y unos querubines, está vestida con túnica blanca y manto azul; su esbelta y grácil figura queda flanqueada por dos angelitos que portan símbolos de la letanía, y sobre cuya cabeza están varios querubines más que se asoman entre las nubes de la parte alta. En la parte baja se aprecia un paisaje con una marina y varios elemen-
tos más tomados de la “Letanía lauretana”. Para la elaboración de esta pintura, Cabrera –el más afamado pintor novohispano de mediados del siglo XVIII– se ciñó a la imagen que desde finales de la centuria anterior se había aceptado tanto en el arte de la Península como en el de todo el ámbito hispanoamericano para representar a la Purísima o Inmaculada Concepción, misma en la que ya se han incorporado plenamente algunos de los elementos que pertenecían a la “Mujer del Apocalipsis”, como el de estar parada sobre la luna, estar vestida con el sol –que aquí se asoma detrás de la figura de María– y estar
coronada de doce estrellas (Ap. 12). Pero ni duda cabe que en esta versión, Cabrera aportó su buen oficio y exquisito gusto, pues al igual que en otros muchos lienzos salidos de su pincel, en este alcanzó a plasmar con gran belleza y gracia la imagen de María bajo esa advocación, cuyo simple enunciado había provocado a lo largo de los años tanta inquietud entre los teólogos, poetas y artistas, y que se había manifestado en innumerables discusiones. Siguiendo un modelo muy repetido, tanto en el arte español como en el de la Nueva España, María está de tres cuartos perfil izquierdo, pero presenta la cabeza
girada sobre su hombro izquierdo, quedando las manos algo separadas del cuerpo y además ahuecadas; esto es, solo juntas en las puntas de los dedos, pues las palmas quedan separadas. Esta disposición fue compartida por numerosos artífices de la Escuela Sevillana, pero su uso se extiende por toda la geografía devocional española desde finales del siglo XVI hasta el XVIII. Empero, parece claro que para este cuadro, Cabrera ha seguido el modelo que gustara emplear el artista cordobés activo en la Corte de Madrid, Antonio Palomino –al que se ha acercado tanto–, por lo que ve a la disposición general de la figura femenina, como al drapeado del manto y al listón que se cruza en ‘x’ sobre el pecho, con una joya en el centro. Es probable que desde las primeras décadas del siglo XVIII llegara a México una de las muchas versiones realizadas de la Inmaculada por aquel artista, o bien alguna copia de aquellas, pues fueron varios los pintores en México que la emplearon, tal como lo prueba la versión hecha por Fran-
cisco Martínez, que curiosamente se conserva en el mismo acervo de la Catedral de Chihuahua, o la de medio cuerpo hecha por el padre jesuita Manuel, que se exhibe en el Museo Nacional de Arte en la Ciudad de México. Miguel Cabrera es con mucho el más conocido y afamado pintor mexicano de todo el periodo virreinal. Su abundante producción abarca desde 1740 hasta su muerte en el año 1768, y se encuentra diseminada por prácticamente todo el país y aun en el extranjero. Originario de Oaxaca, debió llegar joven a la capital donde se supone llevó a cabo su formación a la sombra de maestros como José de Ibarra. Pese a estar fechado en el año 1767 y ser por consiguiente, una de sus últimas obras, pues habría de morir al año siguiente, este cuadro deja ver la delicadeza y buen gusto con que Cabrera trabajaba, tanto por la luminosidad de los colores como en lo relativo a la belleza de los tipos que empleaba para sus figuras femeninas y los angelillos. En las figuras de los dos que flanquean a
la Virgen se aprecia, además, la facilidad que tenía para componer, ya que encontramos en sus posturas esa elegancia y naturalidad que distingue a buena parte de sus trabajos.
Finalmente, vale la pena mencionar que una inscripción al reverso del lienzo informa que Eduvina Rascón de Ruiz donó el cuadro a su hijo Agustín, “como recuerdo de ella y de sus finados padres”.
Rogelio Ruiz Gomar Instituto de Investigaciones Estéticas Universidad Nacional Autónoma de México
Beato Estanislao de Kotska 133 x 80 cm. Fra (…), esquina inferior izquierda Lacouture núm. 1
Francisco Martínez Santos jesuitas
E
l Museo de Arte Sacro de la Catedral de Chihuahua conserva un conjunto de seis lienzos del pintor novohispano Francisco Martínez, en los que están representados siete ilustres varones de la Compañía de Jesús. Los encargos de pinturas con figuras individuales, series o escenas con diversos santos, beatos o miembros destacados de las órdenes religiosas, tanto femeninas como masculinas, fueron temas recurrentes y ampliamente representados en el virreinato durante el siglo XVIII, ya que a través del retrato de estos personajes se exaltaban sus afanes y virtudes, ofreciéndolos como mo-
delos a seguir en la consecución de los ideales cristianos promovidos por las órdenes. No podemos afirmar con absoluta certeza que hayan formado parte de una serie, ya que no se tienen noticias documentales precisas de su procedencia, aunque Lacouture reporta que el historiador local, Francisco R. Almada, anotó que el grupo de lienzos había estado en Cusihuiriachi (Lacouture, 99). Por representar a santos jesuitas, la doctora Clara Bargellini me ha señalado la posibilidad de que las pinturas hubieran pertenecido al extinto Colegio de la Compañía instituido en Chihuahua a principios del siglo
XVIII. Y en efecto, después de octu-
bre de 1718, cuando el antiguo Real de Minas de San Francisco de Cuéllar, establecido en 1709, fue designado “villa” con el nombre de San Felipe el Real de Chihuahua, don Manuel de Santa Cruz, Gobernador de Durango, capital de la Nueva Vizcaya en cuya jurisdicción se encontraba la villa, había manifestado un profundo interés por establecer un colegio dedicado a la educación de los jóvenes de la floreciente población, así como para “cultivar” a los tarahumaras que trabajaban en las minas de Santa Eulalia y Nuestra Señora de la Regla, y le propuso al padre provincial de los jesui-
tas, Gaspar Rodero, emprender tal acción. Rodero delegó la tarea en el padre misionero Francisco Navarrete, quien después de solicitar los permisos correspondientes, el 2 de febrero de 1718 con la asistencia del Gobernador, de los vecinos de la villa y en presencia de los padres Antonio Arias de Ibarra, visitador de la Tarahumara, Ignacio de Estrada y Francisco Navarrete, se colocó la primera piedra del nuevo Colegio de la Compañía de Jesús. Cabe mencionar que por diversas circunstancias los inicios del establecimiento fueron difíciles y azarosos; sin embargo, desde su fundación, su importancia fue significativa, pues aun estando en zona de frontera llegó a contar con una librería conformada por 1 mil 332 volúmenes que, aunados a los 1 mil 794 tomos recogidos en las misiones a raíz de la expulsión de los jesuitas, nos da una idea de la relevancia que llegó a tener esta institución educativa. (Decorme I, 110-13) Otra posibilidad que no debe descartarse es que los lienzos hubieran pertenecido a alguna de las Misiones que la Compañía de Jesús
tenía en la zona, que al momento de su expulsión sumaban 29. En tales circunstancias no sería difícil que estos cuadros hubieran pasado a formar parte de los acervos de la Catedral, ya que buena parte de los bienes artísticos de los jesuitas, tanto de colegios, Misiones, como de sus haciendas, fueron incautados por las autoridades virreinales, por lo que muchas de las obras de estos recintos se dispersaron y reubicaron en diferentes lugares. Al respecto, es importante señalar que desde su ingreso en 1611 en el territorio actual del estado de Chihuahua, los sacerdotes de la Compañía habían logrado establecer numerosas Misiones que llegaron a convertirse en importantes núcleos de población. La labor misional en la zona se encontraba repartida entre franciscanos y jesuitas, pero estos últimos se ocuparon básicamente de evangelizar a lo que se conoció como la Baja y Alta Tarahumara, en donde lograron congregar indios de diversas etnias, básicamente tarahumaras y tepehuanes. El avance misional durante el siglo XVII sufriría duras embestidas a causa de los numerosos
conflictos, revueltas, sublevaciones y destrucción de las misiones, haciendas y poblados por parte de los grupos indígenas, lo que implicó severos retrocesos no solo en la labor evangelizadora sino también en el poblamiento de la zona. No obstante, los jesuitas nunca desistieron en su empeño, por lo que durante el último tercio del siglo XVII y durante la primera mitad del siglo XVIII, reactivaron la ocupación de los asentamientos destruidos o abandonados. Las Misiones llegaron a constituirse como enclaves estratégicos que congregaban población indígena local, y que facilitaban el establecimiento y ocupación de nuevos núcleos de población española, negra y mestiza. Además de las Misiones, los jesuitas contaban con numerosos inmuebles en zonas urbanas de la región, haciendas agrícolas y sitios de ganado mayor, lo que generó un crecimiento económico y social de singular importancia (Aboites, 17-72). Así pues, los cuadros que aquí nos ocupan podrían haber estado en alguno de estos lugares. Independientemente de estas
premisas, apuntaremos algunas consideraciones de tipo histórico, formal e iconográfico que nos permitan sugerir una posible vinculación entre todas estas pinturas, señalando al mismo tiempo que será necesario continuar con la investigación de su origen, pero también de los aspectos estilísticos y formales de las obras. Ahora bien, las semejanzas que comparten los seis lienzos están en ciertos detalles formales y compositivos. De poder probarse la homogeneidad del grupo, estaríamos precisando no solo la datación de un conjunto de obras –ya que únicamente el cuadro que representa a Juan Francisco de Regis se encuentra fechado en 1717– sino que también estaríamos ante las primeras pinturas realizadas por el pintor Francisco Martínez, debido a que el lienzo apenas citado es hasta el momento la primera obra conocida de su producción pictórica (Alcalá, 183). Por ejemplo, llama la atención la forma en la cual los personajes fueron representados como si hubieran sido concebidos como parejas. Esto se puede pensar si analizamos las posturas y actitudes
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Francisco Martínez (ca. 1692-1758) Óleo sobre tela 1. San Francisco de Borja 144 x 89 cm. Francisco Martinez Fet, esquina inferior derecha Lacouture núm. 30
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Beato Juan Francisco Regis 139 x 86 cm. Franciscus Martines fac.t Mexico (Ano) Dni M.DCC.XVII, esquina inferior derecha Inscripción: Beato Pe. Juan Francisco Regis, Glorioso Lustre de la Compañía de Jesus, Esclarecido Timbre de la Nación francesa, Missionero infatigable, Y de Caridad eximia, de invincible Paciencia, y Angelical puresa. Obrador de grandes milagros, Grangeó recomendaciones Sublimes en el Reino de Francia por lo heroico de sus virtudes, y singularmente por su zelo ardientissimo de missionar á los pobres, y desvalidos. Murio en este Apostólico exercicio en la Lovese sobre las mas altas montañas de Vevar… a treinta y uno de Diciembre de 1640 años, a los cuarenta y tres de su prodigiosa vida. Beatificolo N. M.S.P. Clemente XI a veinte y quatro de Mayo de el año de 1716. Filacteria: A manv accipit incrementa (Recibe en su mano la abundancia) Lacouture núm. 4 Arte de las Misiones núm. 165
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que presentan y que sugieren cierta correspondencia entre los lienzos, que puede explicarse de la siguiente manera, de acuerdo a la categoría de los personajes. Están los profesos: Francisco de Borja que gira hacia la derecha y Juan Francisco de Regis a la izquierda; los jóvenes novicios: Estanislao de Kostka a la derecha y Luis Gonzaga a la izquierda; los mártires: Pablo Miki a la derecha y Juan de Goto y Diego Kisai, quien determina la postura hacia la izquierda. Con esta disposición, también se podría pensar que las obras pudieron formar parte de una serie mayor que incluiría a otros santos de la orden o bien, que fueron concebidos para ornar un retablo en donde se ubicarían las parejas de lienzos, uno frente a otro. Tampoco parece fortuita la elección de cada uno de estos santos para conformar una serie o componer un retablo destinado al norte de la Nueva España. A través de estos ejemplos plásticamente representados, se exaltaba de manera conjunta el deseo de encauzar vocaciones, motivar actitudes y generar acciones, para que de esta manera se pudiera
desarrollar y fomentar la tarea evangelizadora, predicadora y educativa de la Compañía, ya fuera a través de las Misiones o en el Colegio. No deja de ser significativo –si aceptamos la fecha de 1717 para la elaboración de los cuadros– que san Francisco de Borja, canonizado en 1671, es el único santo del grupo mientras que los otros personajes habían sido solamente beatificados: Estanislao de Kostka y Luis Gonzaga eran beatos, este último desde 1605, ambos canonizados en 1726; Juan Francisco de Regis fue beatificado en 1716 y elevado a los altares en 1737; los tres mártires del Japón habían obtenido la beatificación del papa Urbano VIII en 1627 y hasta 1862 alcanzaron el título de santos. No está de más señalar a las figuras que conforman esta posible serie junto con otros santos pertenecientes a la misma orden, como el fundador Ignacio de Loyola y “el apóstol de las Indias y del Japón”, Francisco Xavier, quienes fueron representados en grandes composiciones que nos permiten constatar el valor y la consideración que para los jesuitas debió
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tener la representación y difusión de dichos personajes en esta centuria; sirva como ejemplo el cuadro perteneciente al acervo del Museo Nacional de Arte titulado La Purísima Concepción con jesuitas, firmado y fechado por Francisco de Aguilera en 1720 (Ruiz Gomar 2004a, 58-65), así como un Patrocinio de la Virgen del mismo Francisco Martínez, rubricado en 1733 y que se encuentra en la Pinacoteca del Templo de la Profesa de la Ciudad de México (Ortiz Islas, 89), que al igual que el anterior, debió formar parte de alguna de las instituciones fundadas por la Compañía de Jesús en la Ciudad de México. Por otra parte, el artista no hizo hincapié en una temática cargada de sentido narrativo sino que presentó a las figuras como modelos a venerar; por ello, podemos pensar que a través de la efigie y el conocimiento de la vida de estos santos, se rindió culto a una serie de valores y comportamientos dignos de imitar por parte de los religiosos y la sociedad en general. San Francisco de Borja nació el 28 de octubre de 1510 en el seno de una de las familias más importantes
Cap II
de España: fue nieto del papa Borgia, Alejandro VI y del rey Fernando V de Aragón; asimismo, primo del emperador Carlos V en cuya Corte ingresó a los 18 años. En 1529 obtuvo el título de Marqués de Lombay y contrajo matrimonio ese mismo año. Para 1539 Carlos V lo nombró Virrey de Cataluña, cargo que desempeñó hasta 1543, en que muere su padre, heredando como primogénito el Ducado de Gandía. En 1546 murió su esposa y es cuando Francisco expresó su deseo de ingresar a la Compañía de Jesús, no obstante que su fundador y entonces General de la Orden, Ignacio de Loyola, lo exhortó desde Roma a postergar su decisión hasta haber cumplido con la educación de sus hijos, aconsejándole al mismo tiempo que obtuviera el grado de Doctor en Teología por la Universidad de Gandía. En 1550 partió a Roma, regresando poco tiempo después a España, obteniendo el permiso del Emperador para renunciar a sus bienes y títulos en favor de su primogénito, ordenándose sacerdote en 1551. En 1554 san Ignacio lo nombró Prepósito Provincial de la Orden
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en España, ejerciendo el cargo bajo tres principios fundamentales: la oración y los sacramentos, la oposición al mundo y la perfecta obediencia. Debido a su empeño por extender la presencia de la Compañía en la Península Ibérica, se le ha considerado como el Fundador de la Orden en España. A la muerte de san Ignacio fue llamado a Roma en donde se le acogió favorablemente. Se dice que entre las personas que asistían a sus sermones en dicha ciudad, estaba el cardenal Carlos Borromeo y el futuro papa Pío V. En 1561 fue elegido Tercer General de la Orden y en los siete años que ejerció el cargo, promovió a tal grado las Misiones y la evangelización, que se le ha llamado el Segundo Fundador, ya que no solo fundó la Universidad Gregoriana de Roma, sino que estableció la Provincia en Polonia y consiguió extender la presencia jesuita en Francia, reformando también las Misiones en la India, en el extremo oriente, e inició las Misiones en el Nuevo Mundo. Murió el 30 de septiembre de 1572. (Butler, IV, 75-9) En el lienzo pintado por Martí-
nez, el santo aparece de pie, con el hábito de la orden, contemplando una calavera coronada que alude al pasaje iconográfico más representado de su vida. El episodio refiere que en 1539, acompañando el traslado del cadáver de Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, a la Catedral de Granada en donde sería enterrada, contempló el desfigurado rostro de la Reina y sufriendo una fuerte impresión expresó en esos momentos la frase: “Nunca más, nunca más servir a Señor que se me pueda morir”. Este acontecimiento fue crucial en el rumbo que tomaría su vida, ya que fue determinante en su decisión de abandonar el mundo y dedicarse al servicio de Dios. Para representar al santo el pintor debió tomar en consideración el asunto arriba descrito, ya que ha colocado a la figura en el interior de un recinto en el que se logra apreciar parte de una sobria y bien definida arquitectura, destacando al lado derecho un enorme pedestal que sirve de base a una columna. San Francisco de Borja, con el cuerpo ligeramente inclinado, parece expresar cansancio aunque la expresión
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Cap II
Beato Luis Gonzaga 135 x 80 cm. Fran.co Martinez Fe.t, esquina inferior izquierda Lacouture nĂşm. 40
atenta y ensimismada de su rostro al contemplar la calavera que sostiene en su mano izquierda, se ve acentuada por el gesto y el movimiento de la otra, propiciando con ello la impresión de una reflexión más trascendente y profunda. Juan Francisco Regis nació en Francia, en la ciudad de Fontcouverte, en 1597, en el seno de una familia terrateniente. Desde su infancia fue educado en un colegio jesuita y en 1615 fue admitido como novicio en la Compañía, destacándose por su piedad y conducta ejemplar. Cuando estudiaba los cursos de Retórica y Filosofía en Cahors y Tournon, dio pruebas de su vocación misionera pues solía acompañar al sacerdote que oficiaba en la aldea de Andance, para enseñar el Catecismo a niños y adultos. Para 1628 inició sus estudios de Teología en Toulouse, recibiendo las órdenes sacerdotales en 1631. Por su notable eficacia para la predicación y por el fervor y elocuencia de su discurso, desde el inicio de su magisterio fue enviado por sus superiores a trabajar en diversas poblaciones y ciudades francesas, dividiendo su
tiempo por las mañanas en confesar y predicar, y por las tardes visitando hospitales y cárceles. Gracias a sus cualidades como predicador, fue destinado a misionar en la región sureste de Francia (Vivarais y Velay), región geográficamente indómita y alejada, que a causa de las revueltas religiosas y civiles había quedado espiritualmente devastada. Durante su ministerio en esta región solicitó a sus superiores le permitieran misionar en Canadá, solicitud que nunca fue atendida. Sin embargo sus trabajos y esfuerzos pronto fructificaron y fueron recompensados con numerosas conversiones. No obstante los sacrificios y las penalidades sufridas, siempre destacó ante todo por sus afanes misioneros llevados al extremo, así como las multitudes que lo seguían para escuchar sus prédicas. En Le Puy estableció una organización de ayuda a los más necesitados, logrando atraer también a las mujeres públicas quienes arrepentidas de su vida licenciosa trabajaron como enfermeras y administradoras de la ayuda a los pobres. Asimismo, se mencionan sus milagros, particu-
larmente aquel en el cual renovó en tres ocasiones los graneros que administraba para alimentar a los menesterosos, así como las curaciones milagrosas que realizó. Falleció el 31 de diciembre de 1640, a los 43 años de edad, a causa de una pulmonía contraída durante un viaje a la región de Luvesc. Se dice que durante ese día estuvo mirando un crucifijo y que por la tarde, encomendando su espíritu a Dios, exhaló su último suspiro. (Butler, II, 563-66) Por la fecha de 1717 asentada en la pintura, es posible que esta obra sea una de las primeras representaciones que se hicieron del personaje en la Nueva España. En efecto, de acuerdo con Gerard Decorme, antes de concluir la edificación de la Casa Profesa de la Ciudad de México, a mediados de 1719, el padre Juan Francisco de Oviedo, uno de los más eminentes y distinguidos jesuitas de su época, no solo reservó un espacio para colocar un altar lateral para honrar al beato de Regis, sino que también costeó un retablo destinado a su culto. Lo anterior tiene su explicación en el hecho de que, estando el padre Oviedo de
Procurador en Roma, había tenido la oportunidad de presenciar en 1716 su beatificación y obtener reliquias para traerlas a la Nueva España (Decorme I, 113). Por ello debemos anotar la posibilidad de que el modelo utilizado por Francisco Martínez para la realización de este cuadro, estuviera basado en una pintura o en un grabado probablemente difundido a raíz de su beatificación, pues si observamos con atención este retrato, nos podemos percatar que los rasgos faciales que definen y caracterizan al modelo evidencian un rostro dibujado con precisión y naturalidad, lo que confiere un gran carácter al personaje representado, característica que no presenta ninguno de los santos del grupo que analizamos. Asimismo, cabría pensar si no fue el propio Oviedo quien le proporcionó a nuestro pintor el modelo a seguir, sobre todo si consideramos que la obra pudo haber formado parte de los acervos de alguna de las instituciones de la Compañía de Jesús. El artista ha representado al santo de pie, situado en un espacio indeterminado y ataviado con el hábito oscuro
Beato Pablo Miki 141 x 86 cm. Martinez, esquina inferior izquierda Lacouture nĂşm. 2
Beatos Juan de Goto y Diego Kisai 142 x 84 cm. Lacouture nĂşm. 3
de su orden, lo que acentúa la luminosidad y el modelado del rostro. Regis levanta y sujeta decididamente el crucifijo con la mano derecha, mientras la izquierda parece señalar hacia la filacteria ubicada en la parte inferior. Con el gesto atento y la mirada dirigida hacia el espectador, la figura produce un contacto visual directo y logra comunicar de manera eficaz la determinación, el carácter y la fuerza psicológica del retratado. Al lado izquierdo de la composición se ubica un pedestal, así como una filacteria con la leyenda “A manv accipit incrementa”. A la diestra, a la altura de medio cuerpo, se encuentra inscrita la información referente a su vida y obra. Cabe mencionar que en este caso particular, la sencillez de la composición se ve enriquecida ligeramente al incorporar estos últimos elementos, situados prácticamente al mismo nivel, por lo que además de enmarcar la figura del santo, forman un eje horizontal en cuyo centro estaría la mano de Juan Francisco, único elemento luminoso en esa sección. Estanislao de Kostka nació en
1550 en el Castillo de Rostkovo, Po-
lonia, y fue el segundo hijo de un senador. Su primera educación le fue impartida por Juan Bilinsky, quien después se convertiría en uno de sus biógrafos. A la edad de catorce años fue enviado a Viena, ingresando al colegio que la Compañía de Jesús tenía en esa ciudad, distinguiéndose entre sus compañeros por su celo religioso y amor al estudio. Pese a la oposición de su hermano y deseoso de ingresar a la orden, se dirigió a pie a Dilinga en donde Pedro Canisio lo acogió y después de tres semanas lo envió a Roma con dos compañeros. En esta ciudad Estanislao acudió con Francisco de Borja, en esos momentos General de la Orden, quien lo admitió en calidad de novicio en 1567. Se cuenta que durante su noviciado se dedicaba enteramente a la oración y con frecuencia era arrebatado en éxtasis durante la misa y después de la comunión. El joven Estanislao, de naturaleza débil y enfermiza, falleció el Día de la Asunción de la Virgen. (Butler, IV, 332-34) Martínez ha representado al joven de cuerpo entero cargando al
niño Jesús. La delicadeza del gesto del niño, acariciando la barbilla del santo, así como la inclinación y correspondencia de sus miradas, consigue transmitir plásticamente un marcado sentimiento de afectividad, acorde con la sensibilidad y nuevas formas de representación características del siglo XVIII. A diferencia de los personajes de los otros cuadros, en este el artista ha colocado las cabezas del santo y del niño sobre un fondo azulado, lo que acentúa y define una zona diferente a la de los otros lienzos. Al lado derecho, sobre una mesa cubierta con un mantel rojo, se encuentra un libro que nos remite a su vida dedicada básicamente al estudio y la oración. Luis Gonzaga nació el 9 de marzo de 1568 en la región de Lombardía, y fue el primogénito de Ferrante, Marqués de Castiglione. Desde pequeño su padre procuró inclinarlo al ejercicio de las armas, no obstante que desde los siete años el pequeño dio muestras de una profunda religiosidad. En 1577 se le trasladó junto con su hermano Rodolfo a Florencia para que varios tutores se encargaran
de su formación. A pesar de su corta edad y el encontrarse inmerso en un ambiente cortesano, fortaleció en él su anhelo por la virtud y la castidad. Con el nombramiento de su padre como Gobernador de Montserrat, nuevamente los hermanos fueron llevados a residir a la Corte de Mantua, lugar este donde fue atacado por una enfermedad renal que lo dejaría impedido y enfermo, y que repercutiría en su salud más adelante; sin embargo pudo dedicar su tiempo a la lectura y oración, particularmente de aquellos relatos piadosos sobre la vida de los santos y de los predicadores jesuitas en la India, lo cual despertó en él la vocación por ingresar a la Compañía de Jesús. A partir de entonces dedicó sus esfuerzos a prepararse como futuro misionero, enseñando el Catecismo a los niños y haciendo vida de penitencia a través del ayuno, las privaciones y la oración. En 1581 viajó a España en el séquito de la emperatriz María de Austria y por esa época informó a su padre su resolución de ingresar a la Compañía Ferrante, pero este se inconformó con la determinación
de su primogénito y trató por todos los medios de disuadirlo e incluso obligarlo, sin conseguir doblegar su empeño y decisión. Finalmente accedió a los deseos de su hijo, quien renunció a favor de su hermano los derechos de sucesión del marquesado y partió a Roma, en donde el 25 de noviembre de 1584 ingresó como novicio en la Compañía de Jesús, dando muestras de disciplina y una vocación inigualable. Al igual que Estanislao de Kostka, a menudo caía en estado de arrobamiento y éxtasis. En 1591, a raíz de una epidemia de fiebre que azotó Roma, los jesuitas abrieron un hospital en el que profesos y novicios prestaron su ayuda y asistencia a la población afectada. En esta empresa el joven destacó no solo por el amor, cuidado, ayuda y consuelo que prestaba a los enfermos más necesitados, sino por realizar los trabajos más onerosos. A causa de las penurias que padeció y con la salud quebrantada, falleció el 21 de junio de 1591, a los 23 años de edad. (Butler, II, 606-10) El llamado “Patrón de la Juventud Católica” fue representado por
Francisco Martínez de pie, con la mirada fija y el ademán concentrado en actitud contemplativa; sostiene en la misma mano un crucifijo y una vara de azucenas, atributos de su amor por la cruz y su pureza. El único elemento que permite ubicarlo dentro de un espacio es una mesa cubierta con un paño, en donde se aprecia la corona invertida que simboliza la renuncia a su título nobiliario. Asimismo, el artista confirió cierto dinamismo al modelo marcando una diagonal que se define por la postura de ambas manos; una enhiesta con la que sostiene el crucifijo y la otra a la altura de la cadera que sugiere un movimiento suave y natural. Finalmente, este grupo de cuadros se compone de dos lienzos más con la representación de tres santos mártires, quienes en el desempeño de su labor evangelizadora sucumbieron en Japón: Pablo Miki, Juan de Goto y Diego Kisai. Para mayor gloria de su comunidad religiosa, desde su fundación en el siglo XVI, los jesuitas dieron un buen número de mártires a la Iglesia Católica, lo cual enalteció y enfatizó los afa-
nes misioneros de la Compañía en la conversión de infieles. Dentro de la iconografía jesuita, las escenas de martirio representaron la culminación plástica de un afán propagandístico y educativo, ya que de acuerdo con Mâle, “se podría decir, sin duda, que las primeras grandes obras de arte con las que los jesuitas decoraron sus iglesias, fueron escenas de martirio” (Mâle, 129). Y en efecto, el mismo autor señala que las iglesias y colegios de la Compañía en Roma, se encontraban decorados con frescos y pinturas dedicados a exaltar a los santos mártires pertenecientes a la Compañía, quienes habían muerto en trágicas circunstancias en defensa de la fe católica (Mâle, 130-31). Miki, Goto y Kisai, siguieron en esta línea de santidad. Desde el arribo de san Francisco Xavier al Japón en 1549, rápidamente se inició una intensa campaña de evangelización por parte de la Compañía de Jesús, pues los misioneros no solo fueron admitidos favorablemente en esas tierras, sino que también “(…) gozaron de libertad para viajar y predicar en todo el país, e
incluso muchos fueron recibidos en sus palacios por los Taico-sama, Oda Nobunaga y Toyotomi Hideyoshi”. Fue tal la aceptación del cristianismo en el Japón, que para 1683 se menciona que ya había 150 mil nativos conversos (Ota, 679-80). Sin embargo, los jesuitas no se conformaron únicamente con predicar en numerosos pueblos y ciudades del archipiélago, sino que también fundaron seminarios, noviciados y colegios, lo que resultó muy significativo dentro de esta empresa evangelizadora, puesto que muchos nativos fueron admitidos como miembros de la Compañía. Por los progresos de los ignacianos, el Taico-sama Hideyoshi comenzó a recelar de la influencia y el avance de los misioneros en el territorio, ya que se manifestó la intolerancia de los recién conversos hacia las religiones locales, aunado a la amenaza de una posible injerencia de potencias extranjeras en el territorio. En sucesivos decretos, Hideyoshi ordenó la salida de los misioneros del Japón. Cuando no acataron su disposición, condenó a un grupo de franciscanos y jesuitas a morir crucificados (Ota,
680). El 3 de enero de 1597, atados de
manos, fueron sacados de la prisión los jesuitas Pablo Miki, Juan de Goto y Diego Kisai, junto con seis frailes franciscanos, entre los que se encontraba el novohispano Felipe de Jesús, además de diecisiete seglares conversos. Se les condujo a pie a través de las calles de Kioto hasta la plaza principal, en donde les cortaron la parte superior de la oreja izquierda. Después fueron llevados a Osaka, y en penosas condiciones se les trasladó a través de varias poblaciones hasta llegar a Nagasaki, conduciéndolos a Tateyama, promontorio cercano que desde entonces se conoció como el Monte de los Mártires. El 5 de febrero los condenados fueron sujetados a unas cruces con cinco argollas de hierro que se les colocaron en brazos, piernas y garganta. Concluido este proceso, las cruces fueron elevadas y se alinearon en una sola fila. Los verdugos concluyeron la ejecución traspasándolos con dos lanzas que les penetraron por el costado y salieron por los hombros. (Butler, I, 266-68, Enciclopedia Universal, II, 2969-70)
Pablo Miki había nacido en el seno de una familia aristocrática japonesa, y poco antes de morir, contando con 35 años, había hecho los votos en la Compañía de Jesús. Se dice que en vida había sido un destacado predicador (Schenone 1992, 615). Juan Soan, llamado también Juan de Goto por ser originario de este reino japonés, nació en 1578, hijo de padres cristianos, quienes por la persecución sufrida en su contra habían tenido que buscar refugio en el reino de Jimo. En este lugar inició sus estudios con los jesuitas, y luego se trasladó a la Isla de Jeki para finalmente –como catequista– establecerse en Osaka. Al poco tiempo de iniciar su noviciado en esa ciudad, fue hecho prisionero junto con sus compañeros de orden, sufriendo los tres la misma suerte. Se dice que durante su martirio, al pie de la cruz, estaba su padre dándole consuelo hasta que expiró (Enciclopedia Universal, II, 2969-70). Diego Kisai nació en 1533 en el reino de Bigen, recibiendo el bautizo en su juventud. Contrajo matrimonio con una mujer cristiana, la cual apostató al poco tiempo
sin que él pudiera lograr nuevamente su conversión a la religión católica. Por esta causa decidió abandonarla, no sin antes llevarse al hijo de ambos llamado Juan, a quien logró colocar en un lugar seguro para que fuera educado cristianamente. Conseguido este objetivo, se presentó con los padres de la Compañía de Jesús que se encontraban en Osaka, lugar donde se dedicó a catequizar y servir de portero en el establecimiento de la Orden. Manifestando su deseo de pertenecer a la Compañía, en 1596 reiteró su petición ante los superiores, quienes satisfechos con su desempeño, piedad y fervor religioso, lo aceptaron como coadjutor temporal. A fines de ese año se dio la orden de prender a todos los religiosos de la ciudad, así que sufrió el martirio. (Enciclopedia Universal, I, 993) La muerte de los misioneros franciscanos y jesuitas pronto se conoció en la Nueva España, pues para 1598 ya se había difundido la noticia de su martirio. Seguramente el hecho tuvo un gran impacto en todos los sectores de la sociedad novohispana, siendo el primer testimonio
artístico del evento que se conserva, el representado en la nave de la iglesia del entonces Convento Franciscano de Cuernavaca, actualmente Catedral (Oto, 685 y ss.). Asimismo, hacia 1683, en la Capilla de San Felipe de Jesús de la Catedral de México, existía un enorme lienzo que representaba el martirio de los 26 personajes. (Curiel, 82) Con relación a los dos cuadros que nos ocupan y si consideramos que formaron parte del conjunto de lienzos que hemos venido analizando, podríamos decir que constituyen uno de los pocos ejemplos conocidos en donde los tres mártires de Nagasaki tienen un lugar tan destacado e individualizado dentro de un programa iconográfico coherente, ya que en las demás obras, de las cuales tenemos noticias, los personajes casi siempre son representados al momento de su crucifixión y atravesados por las lanzas de sus verdugos (Ortiz Islas, 86-7 y Alarcón Cedillo, I, 127, 134, ), o los tres están juntos en un solo cuadro (Alarcón Cedillo, III, 104). En las dos obras de Martínez, en Chihuahua, los religiosos se encuen-
tran de pie, con el rostro vuelto hacia el cielo, en donde un rompimiento de gloria los ilumina. Un elemento importante de la composición es el lugar tan destacado que ocupan los atributos que portan los santos, ya que sostienen las cruces, lanzas y palmas que simbolizan el martirio sufrido en Nagasaki, además de dotar las composiciones de cierto dinamismo con sus líneas diagonales. Si pensamos en la agonía que debieron sufrir los personajes, queda acentuado el carácter efectista de estas obras en las expresiones de arrobamiento y serenidad de los rostros. Vale la pena señalar también, que a diferencia de las pinturas murales de Cuernavaca, ni aquí ni en los ejemplos a los que hemos remitido, hubo interés en resaltar el origen racial de los personajes, ya que son imágenes devocionales más cercanas a un modelo ideal que a una representación con sentido naturalista. Cabe añadir que en la pintura que representa a Pablo Miki, el artista incluyó un destello de luz que ilumina con su ligero resplandor un pequeño paisaje en la parte in-
ferior izquierda del cuadro, recurso pictórico que quizá aluda a las lejanas tierras en donde el santo y sus compañeros de orden encontraron la muerte en defensa de la religión. Finalmente, las seis pinturas que analizamos se caracterizan por compartir una composición similar, ya que todas son representaciones de figuras de cuerpo entero, en una postura de tres cuartos, y visten el hábito negro de cuello alto de la Compañía de Jesús; y salvo Juan de Goto y Diego Kisai, que comparten un mismo lienzo, los demás personajes se ubican al centro de la composición y sus posturas están claramente representadas, no obstante que cada uno de estos personajes parece expresar diferentes emociones que van desde la introspección en Francisco de Borja hasta el arrobamiento de los santos mártires del Japón. Asimismo, llama la atención la forma en la que Martínez los caracterizó, pues los rasgos faciales son delicados y suaves en el caso de los jóvenes Estanislao y Luis Gonzaga, marcados y expresivos en los mártires y Francisco de Borja, y sumamente individualizados en
Juan Francisco de Regis. A pesar de ciertos elementos compositivos que sirven para construir los espacios en los cuales los santos están parados, podríamos decir que no hay detalles narrativos que distraigan la atención de los personajes; más bien el artista mostró su interés en destacar la importancia de cada una de las figuras al ubicarla al centro de la composición, así como también por la escala en la que están realizados los jesuitas, ya que prácticamente ocupan la totalidad del lienzo. La sobriedad y el color oscuro del atuendo jesuita, contrasta notablemente con la luminosidad y encarnación
suave y nacarada de sus rostros. Y no obstante que existe un cierto estatismo en la representación de los personajes, el artista puso especial cuidado en detallar la forma y posición de las manos, con sus dedos largos y afilados, dotándolos de cierta gestualidad que logra comunicar un movimiento interior. Asimismo la ambientación en cada una de las escenas, lograda a través de una reducida gama cromática, el delicado manejo del claroscuro y el rompimiento de gloria, cuyo resplandor de luz rosácea sutilmente graduada ilumina la parte superior de las figuras, crea un entorno dramático.
Ligia Fernández Flores Centro de Enseñanza para Extranjeros Universidad Nacional Autónoma de México
Francisco Martínez (ca. 1692-1758) Doctores de la Iglesia Óleo sobre tela San Agustín 127 x 87 cm. Fran.co Martínez Fecit, esquina inferior derecha Lacouture núm. 28
Francisco Martínez Doctores de la Iglesia
E
sta serie era originalmente de cuatro cuadros; falta el lienzo de san Jerónimo para completar el grupo de los doctores de la Iglesia Occidental. El conjunto muy posiblemente formaba parte de la decoración que tuvo la parroquia –ahora Catedral– de Chihuahua durante el siglo XVIII. Era práctica común de la época representar a los doctores de la Iglesia en series de cuatro obras, a semejanza de las destinadas a los cuatro evangelistas. A reserva de que se localice información documental que demuestre otra procedencia, estas pinturas pudieron haber sido las registradas en el inventario que se
realizó en 1801, en el altar dedicado a san Juan Nepomuceno. (Bargellini 1984, 90) Las tres pinturas se encuentran firmadas, aunque no fechadas, por Francisco Martínez. Es importante señalar que este artista novohispano no solo ejerció los oficios de pintor y dorador, sino que también fue “decorador de fiestas efímeras” y retablista. Pese a que Martínez tuvo una exitosa trayectoria profesional en sus diferentes actividades, su figura, al igual que las de otros pintores contemporáneos a él, sigue quedando supeditada a las fuertes y más conocidas personalidades artísticas de José de Ibarra y
Miguel Cabrera. La principal noticia que tenemos para poder trazar el perfil biográfico de Francisco Martínez, es su testamento fechado en 1758, gracias al cual sabemos que fue “natural y vecino” de la Ciudad de México (Tovar 1990, 11). Por un documento de 1752, en el cual afirma tener sesenta años, se ha podido inferir que nació hacia 1692 (Pineda, 155). Desconocemos los inicios de su formación profesional como pintor y dorador, ya que no sabemos a qué taller artístico estuvo vinculado en calidad de aprendiz y como oficial. Sin embargo a partir de 1717 empezamos a contar con obra pictórica firmada por él
San Ambrosio 141 x 86.5 cm. Fran Martin, esquina inferior derecha Lacouture núm. 29 (identificado como ‘San Jerónimo’)
San Gregorio Magno 149 x 62 cm. Martines, esquina inferior izquierda Lacouture nĂşm. 27
(Alcalá, 183); es la fecha que corresponde al lienzo del Beato Juan Francisco de Regis perteneciente a la propia colección de la Catedral de Chihuahua y reseñado en este volumen. La documentación sobre este artista, conocida hasta el momento, se refiere básicamente a sus trabajos como dorador y posteriormente como retablista, por lo que cabe suponer que su actividad profesional se centró en buena medida a estas actividades. Vale la pena mencionar que en 1736 le fue encomendado el trabajo que ha sido considerado como el más importante de su trayectoria artística: el dorado del Retablo de los Reyes de la Catedral de México (Vargaslugo 1974b, 103-06), obra realizada por Jerónimo de Balbás entre 1718 y 1725. En su actividad propiamente pictórica, y al igual que sus contemporáneos, Martínez atendió los encargos de una amplia clientela civil y eclesiástica para la que realizó cuadros con diferente temática, tanto religiosa como de tipo civil; también participó como pintor en la decoración de aparatos efímeros
como túmulos funerarios y arcos triunfales, además de encargarse de diferentes tareas de aderezo, reparación y tasación de obras. Actualmente su obra pictórica se encuentra dispersa en diversos lugares de la República Mexicana y una buena parte se localiza en el centro-norte de nuestro país, en ciudades como Aguascalientes, Chihuahua, Guadalajara y Zacatecas, así como en colecciones públicas y privadas de México y el extranjero. Los santos aquí representados son doctores de la Iglesia latina. San Agustín nació en Tagaste, en el norte de África, en 354; a pesar de que en su juventud se caracterizó por llevar una vida disipada, siempre manifestó una notable inclinación al estudio, dominando cualquier área del conocimiento a la que dedicara su atención. Durante nueve años estuvo vinculado con la secta de los maniqueos, que terminó por abandonar al darse cuenta que no satisfacía sus inquietudes intelectuales y espirituales. Después de una estancia en Roma se trasladó a Milán en donde cono-
ció a san Ambrosio, Obispo de esa ciudad. Ambrosio fue uno de los personajes que lo indujeron a rectificar sus convicciones religiosas y en el año 387, a los 33 años de edad, Agustín fue bautizado junto con su hijo Adeodato. A partir de entonces el santo dedicaría todos sus esfuerzos para defender y propagar el cristianismo. Su vida ejemplar le valió que fuera consagrado Obispo de Hipona en 395, ciudad en donde murió en el año 430. (Enciclopedia 1950, 284-90) San Ambrosio nació hacia el año 340 en Tréveris y murió en el 397 en Milán. Desde pequeño se trasladó con su familia a Roma donde recibió una excelente educación. Su formación y el talento demostrado en las disciplinas literarias y jurídicas, le valieron el favor del pretorio Sixto Petronio Probo, quien influyó para que en el año 374 fuera designado por el emperador Valentiniano I como Gobernador de las provincias italianas de Liguria y Emilia, por lo que Ambrosio trasladó su residencia a Milán. Tuvo un papel muy desta-
cado en las disputas surgidas entre católicos y arrianos para la elección de Obispo en esta ciudad, dignidad que finalmente le fue otorgada gracias a sus virtudes y sabiduría. Debido a sus cualidades intelectuales y religiosas, se le ha considerado como el prototipo de Príncipe de la Iglesia, pues además de haber sido un excelente político, fue un gran defensor de la doctrina de la Iglesia en contra de las herejías. (Enciclopedia 1950, 538-39) San Gregorio, conocido como “El Magno”, nació en Roma en el año 540 en el seno de una importante familia. Cuando tenía treinta años fue nombrado prefecto de la ciudad por parte del emperador Justino I, y se cuenta que a la muerte de su padre heredó una cuantiosa fortuna, misma que empleó en la realización de diversas obras piadosas, entre las que destaca la fundación de seis monasterios en la Isla de Sicilia y el de San Andrés, en Roma. Se sabe que se recluyó en uno de estos monasterios en donde llevó una vida de penitencia y oración, hasta que fue llamado por el
papa Benedicto I para consagrarlo como uno de los siete diáconos de la Iglesia Romana. Debido a su prestigio entre las autoridades civiles y religiosas, así como por el respeto del pueblo de Roma, fue nombrado Papa en el año 590. Entre sus principales méritos como máximo jerarca de la Iglesia, destacan sus esfuerzos por mejorar la liturgia, por lo que se le conoce como “Pater Ceremoniarum”. Asimismo, se le recuerda por haber ejercido una gran influencia en la música litúrgica. Escribió los Comentarios y las Homilías sobre las escrituras y los evangelios. (Enciclopedia 1951, 1472-74) Desde el punto de vista pictórico, estos santos se caracterizan por ser figuras de cuerpo entero, sentados frente a sus escritorios y con la mirada elevada hacia un destello de luz procedente de lo alto. Ambrosio y Agustín visten hábito negro, sobrepelliz blanco con encaje y capa pluvial, y llevan mitras que aluden a su condición de obispos. Agustín gira la cabeza hacia un destello luminoso ubicado en el ángulo supe-
rior derecho, en donde se ha representado un corazón traspasado por una flecha, aludiendo al amor de Dios. Pareciera que esta entrada de luz le hubiera interrumpido en sus reflexiones, pues la pluma queda suspendida. Ambrosio es más enfático en su postura ya que eleva la cabeza hacia el ángulo derecho y el gesto de su mano acentúa su asombro. La figura de san Gregorio no posee la misma fuerza; tiene una expresión de arrobamiento al elevar su rostro hacia una paloma que representa al Espíritu Santo que inspiraba sus textos. Cabe destacar que el tratamiento lumínico de estos cuadros logra conferir un toque dramático al ambiente general de las composiciones. Al igual que en la serie de santos jesuitas, perteneciente al acervo pictórico del Museo de Arte Sacro de la Catedral de Chihuahua, realizada por el mismo Martínez, el artista centró su atención en los personajes representados, ya que todos los elementos de las composiciones tienen como fin acentuar la importancia de las figuras y los
detalles narrativos quedan restringidos a lo mínimo indispensable necesario para identificarlos. Martínez ubicó a estos personajes en el interior de habitaciones con estantes donde se ven los libros que escribieron y por los cuales fueron reconocidos como doctores de la Iglesia. Por otra parte, las delibe-
radas y vigorosas posturas, especialmente de Agustín y Ambrosio, confieren dinamismo a los lienzos. Estas características, al igual que los tipos físicos en estas dos obras, nos sugieren ciertos vínculos formales con obras de Rubens, que Martínez conocería en copias y en grabados.
Ligia Fernández Flores Centro de Enseñanza para Extranjeros Universidad Nacional Autónoma de México
Inmaculada Concepción Francisco Martínez (ca. 1692-1758) Oleo sobre tela 167 x 109.5 cm. Fr…, al centro inferior Lacouture núm. 32
Francisco Martínez Inmaculada Concepción
A
nte los ataques de los protestantes que se empeñaban en afirmar que la Virgen había sido concebida de manera natural, la Europa católica reaccionó defendiendo a la Inmaculada Concepción de María, que aunque no era todavía un dogma, fue asumido como tal. En este proceso participaron activamente, tanto el clero secular como el regular, siendo los franciscanos y los jesuitas quienes lucharon mayormente por defender y difundir dicha creencia, tanto en Europa como en el Nuevo Mundo a través de la publicación de tratados apologéticos, la prédica de sermones, así como por el encargo
de una gran cantidad de obras de arte alusivas al tema. A este hecho habría que añadir la recomendación que hiciera el papa Alejandro VII en 1661 sobre la veneración de este misterio, el cual fue acogido de manera significativa en todos los territorios de la monarquía hispánica, por supuesto incluyendo a la Nueva España. (Mallory, 183) La imagen que aquí analizamos corresponde a un modelo iconográfico que alcanzó una gran difusión. El artista ha pintado a la Virgen de acuerdo a los lineamientos que dicta el pintor y tratadista del siglo XVII, Francisco Pacheco, sobre su correcta representación
en su Arte de la Pintura: una mujer joven, con túnica blanca y manto azul, vestida de sol, con su aureola de doce estrellas y parada sobre la luna (Pacheco, 575-77). Por otra parte, la manera en la que la obra ha sido pintada corresponde a un artista conocedor de su oficio. Puede apreciarse un repertorio visual que incluye modelos europeos a través de grabados y pinturas, así como obras realizadas por pintores locales cuyo prestigio los convertía en referentes obligados para clientes y artistas; la forma de representar la postura de la Virgen, el tratamiento de los paños y la actitud serena, la encontramos en
una gran cantidad de obras con la misma temática. Martínez ha colocado a la Virgen al centro del cuadro, de pie sobre una peana de querubines; abajo dos angelillos sostienen con una cinta una guirnalda de espléndidas flores, mientras que otro porta unos lirios que hacen referencia a la pureza de María. A sus pies se aprecia la media luna invertida y detrás de su figura asoma el sol. La Virgen, con las manos juntas en señal de oración, tiene el rostro en tres cuartos, y a diferencia de muchas de las obras españolas y novohispanas con esta temática en las que María inclina o levanta el rostro, tiene la mirada fija dirigida al espectador. Finalmente, quisiera establecer una filiación particular de esta
pintura con una obra firmada aunque no fechada por Juan Rodríguez Juárez, que en la actualidad forma parte del acervo artístico de la Iglesia de San Felipe Neri, en San Miguel de Allende, Guanajuato, pues ambas son muy semejantes en la disposición de la Virgen, en los angelillos colocados a sus pies y en la guirnalda de flores. Además, los dos cuadros comparten otras soluciones formales que se aprecian sobre todo en los rasgos fisonómicos, en la postura y forma de representar las manos a través de unos dedos largos y muy afilados, y en la forma, disposición y dinamismo de los paños de la Virgen, que si bien son más acentuados en el caso de la obra de Rodríguez Juárez, su eco se percibe en la pintura de Martínez.
Ligia Fernández Flores Centro de Enseñanza para Extranjeros Universidad Nacional Autónoma de México
José de Páez (ca. 1720-después de 1801) Vida de la Virgen María Óleo sobre tela Segunda mitad del siglo XVIII 1. Desposorios de la Virgen y San José 213 x 148.5 cm. Jph. de Paez fecit en Mex.o, en negro en la esquina inferior izquierda Lacouture núm. 19
José de Páez Serie: La vida de la Virgen
U
no de los más importantes pintores de la segunda mitad del siglo XVIII en la Nueva España, fue sin duda José de Páez, seguidor y contemporáneo de Miguel Cabrera. Páez fue un artífice prolífico; pintó cartas geográficas, exvotos, alegorías, series de castas, excelentes retratos de importantes personajes eclesiásticos y laicos, así como una gran cantidad de escenas religiosas en distintos formatos. Estas van desde un pequeño escudo de monja de la Inmaculada Concepción de 18 cm. de diámetro, hasta un enorme lienzo de Cristo con los cuatro doctores de la Iglesia y los siete sacramentos de aproximadamente 3.21 x 8.30 cm., que cubre todo un muro de la
sacristía en la Catedral de San Luis Potosí. José de Páez nació en 1720 en la Ciudad de México, según nos informa Manuel Toussaint (pág. 177), hijo de María Benites y del español Balthasar de Páez, maestro examinado en el arte de leer, escribir y contar, según documentación del Archivo General de la Nación. Sus hermanos fueron dos: Nicolás y Miguel. En 1753 vivía en la Calle de la Pila Seca; estaba casado con Rosalía Caballero y tenía cuatro hijos (Tovar 1997, 26). Probablemente Páez fue el pintor oficial de la Orden Betlemita, ya que hay retratos de miembros de esa orden pintados por él en México (Bonnequi), Guatemala (1753) y Perú (1768).
La última pintura fechada que se conoce de José de Páez es Un milagro en la mar de San Francisco de Paula en el Templo de Santa Rosa de Viterbo, en la que se registró la inscripción “Pintó y decoró Páez. Año de 1801” (Velásquez Chávez, 593). Debe haber fallecido poco después. Como Miguel Cabrera, Páez alcanzó popularidad en su época dentro y fuera de la Nueva España y debe haber tenido un taller grande para satisfacer la gran demanda de su trabajo. Sus cuadros son muy numerosos y se encuentran en muchos estados de la república y también en Centro y Sudamérica. En el estado de Chihuahua se encuentran pinturas de Páez en la ciudad
Adoración de los pastores 213 x 149 cm. Jph. de Paez fecit, en Mexico, en negro en la esquina inferior derecha Texto de la filacteria: Gloria in excelsis deo et in terra pax hominibus bonae voluntate Lacouture núm. 20
capital –Convento de San Francisco, Santuario de Guadalupe y en el Museo de Arte Sacro–. También en la Iglesia de Santo Tomás Tejórare (Guerrero) hay obra suya. Los cinco cuadros del Museo de Arte Sacro, junto con otros diez que se encuentran colgados en las paredes del Santuario de Guadalupe en Chihuahua, constituyen una serie de quince escenas de la vida de la virgen María. Todos fueron ejecutados y firmados por nuestro pintor en la Ciudad de México. La serie inicia con la Inmaculada Concepción y le siguen el Nacimiento de la Virgen, la Presentación de la Virgen al templo, los Desposorios, la Anunciación, la Adoración de los pastores, la Circuncisión, la Adoración de los reyes, la Presentación del Niño al templo, la Huida a Egipto y Jesús entre los Doctores. Es normal en estas series que no estén incluidos los episodios de la vida adulta de Jesús, incluyendo la Pasión; por lo tanto, la serie termina con las últimas tres escenas de la virgen María: El Tránsito de la Virgen, su Asunción y Coronación en el cielo.
El padre Aguilar, párroco del Santuario de Guadalupe, colocó diez de los quince cuadros en las paredes del Santuario, y los cinco lienzos restantes quedaron disponibles para el Museo de Arte Sacro (Lacouture, 121; Ordóñez). Se puede apreciar a simple vista en las cinco pinturas del museo, cómo les fueron retirados los marcos, quedando solos los bastidores y los lienzos. Además, estos cuadros se encuentran un poco deteriorados por los efectos del tiempo, las filtraciones de humedad y la impericia de quienes han intentado limpiarlos y repararlos. Esta serie de pinturas son una muestra de la combinación de varios aspectos del estilo del artista y de la devoción mariana que Páez tanto gustó pintar. Destacan, por ejemplo, los colores rojo y azul. Los grises figuran en los paisajes y las entonaciones se complementan con colores en sepia y ocre. El atuendo de María consiste, como siempre, en la túnica roja o rosa, y manto azul de sencilla gentileza. José es representado como un joven con barba. Los rostros de los
personajes sagrados presentan tez sonrosada y tersa, característica presente en muchas de sus obras. Los rasgos principales del Niño Jesús y María emanan dulzura. La sabia combinación de luz y sombra, junto con el movimiento de las manos, logró conseguir efectos a veces conmovedores. Las representaciones de las escenas de esta serie recuerdan las que realizó Cabrera en la sacristía de la Parroquia de Santa Prisca de Taxco, con la diferencia de que Cabrera realizó catorce lienzos y Páez agregó uno más: La coronación de la Virgen. Se verán los cuadros de Páez en el Museo de Arte Sacro uno por uno. Los desposorios Los evangelios canónicos no nos informan sobre este pasaje que se encuentra en los Evangelios Apócrifos. María fue educada en el templo de Jerusalén, y cuando alcanzó su edad núbil, el Sumo Sacerdote le quiso dar un esposo para cumplir con la Ley de Moisés. El Evangelio del Seudo Mateo (VIII 1-5) narra cómo fueron llama-
dos los solteros y viudos de la tribu de Judá, a quienes se les pidió que llevaran una vara en la mano. “José hubo de ir con los jóvenes, llevando también su vara. Cuando todos hubieron entregado sus varas al Gran Sacerdote, este ofreció un sacrificio a Dios, y lo interrogó sobre el caso. Y el Señor le dijo: “Coloca las varas en el Santo de los Santos, y que permanezcan allí. Y ordena a esos hombres que vuelvan mañana aquí, y que recuperen sus varas. Y de la extremidad de una de ellas saldrá una paloma que volará hacia el cielo, y aquel en cuya vara se cumpla este prodigio, será el designado para guardar a María”. Al día siguiente todos de nuevo se congregaron y después de haber distribuido todas las varas, se vio que no salía la paloma de ninguna de ellas. José, considerándose descartado por ser viejo, era el único que no había querido reclamar su vara. Fue entonces que el Gran Sacerdote le gritó: “Ven y toma tu vara, que es a ti a quien se espera”. Apenas hubo tendido la mano para tomar su vara, de la extremidad de
esta surgió de pronto una paloma más blanca que la nieve y extremadamente bella”. El Libro sobre la Natividad de María (VII 1-4) proporciona la información para la representación que harán los artistas de José con su vara florida. “Y, conforme a esta profecía, el Gran Sacerdote ordenó que todos los hombres de la casa y de la familia de David, aptos para matrimonio y no casados, llevasen cada uno su vara al altar, y que debía ser confiada y casada la Virgen con aquel cuya vara produjera flores, y en la extremidad de cuya vara reposa el espíritu del Señor en forma de Paloma”. El Seudo Mateo nos agrega que los sacerdotes le dijeron a José: “Tómala, puesto que has sido elegido por el Señor en toda la tribu de Judá”. La composición del lienzo de Páez representa un grupo compacto: tenemos en un primer plano las figuras de María y José, y entre ellos, más arriba y atrás, el Sumo Sacerdote. El pintor ha representado el momento cuando el sacerdote –con solemnidad– se dispone a co-
locarle el anillo nupcial a los novios arrodillados sobre una alfombra. El porte e indumentaria del sacerdote delatan su jerarquía. María, con la natural timidez que le produce el trance, sostiene con sutileza su manto a la vez que levanta su mano derecha hacia el sacerdote, mientras José espera el anillo en la mano derecha y con delicadeza sostiene su vara con flores, con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda. En un plano un poco más atrás aparece un monaguillo cargando un volumen abierto, y una mujer que observa el suceso. En un tercer plano el artista dispuso dos jóvenes que imprimen gracia y candidez a la escena. Por último, Páez adornó este pasaje con un cortinaje rojo en la parte superior que se abre para revelar el evento. Detrás de José hay un candelero de siete brazos y un poco más arriba, las dos tablas de los mandamientos con los números romanos del uno al diez. En el fondo se ven elementos arquitectónicos que sugieren la solemnidad del templo. La mayoría de las veces los artistas novohispanos represen-
taron a María y José de pie, al igual que el sacerdote, así que esta composición denota una búsqueda de originalidad. Adoración de los pastores La información sobre este episodio ha quedado registrado por el evangelista san Lucas (II 8-16). Poco tiempo después de haber nacido el Niño Jesús, “estaban velando en aquellos contornos unos pastores y haciendo centinela de noche sobre su grey, cuando de improviso, un Ángel del Señor apareció junto a ellos y los cercó con su resplandor una luz divina, lo cual los llenó de sumo temor. Les dijo entonces el Ángel: ‘No tienen qué temer, pues vengo a darles una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo, y es que hoy ha nacido en la ciudad de David el Salvador, que es el Cristo o Mesías; el Señor nuestro. Y les sirva de seña que hallarán al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre’. Al punto mismo se dejó ver con el Ángel un ejército numeroso de la milicia celestial, alabando a
Dios y diciendo: ‘Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad’. Luego que los ángeles se apartaron de ellos y volaron al cielo, los pastores se decían unos a otros: ‘Vamos hasta Belén y veamos este suceso prodigioso que acaba de suceder y que el Señor nos ha manifestado’. Los pastores se apresuraron y hallaron a María, a José y al Niño reclinado en el pesebre”. Esta hermosa obra muestra el momento en que los pastores adoran al Niño Jesús, quien se encuentra acostado en un pesebre sobre una almohada, con un paño blanco encima de una gavilla de paja. La Virgen representada en actitud de orar está arrodillada, con las manos juntas, frente al Niño Jesús desnudo. José observa al Niño igual que María, complacido por el evento. Acompañan a la Sagrada Familia cinco pastores, dos de los cuales se encuentran de rodillas y los otros tres parados, todos con reverencia y decoro. La iluminación de la escena tiene su origen en la figura del Niño; es una luz fuerte y clara
que ilumina los rostros y matiza los colores de las vestiduras, principalmente de María y José. Fue entre los pintores flamencos que se hizo frecuente el tema del Niño luminoso, inspirado probablemente en el relato de una visión de santa Brígida. (Réau, 238) Páez repite la fórmula de otros pintores novohispanos al desarrollar la escena en dos zonas, uniendo perfectamente las atmósferas celestial y terrenal por medio del rompimiento de gloria. Es el Evangelio Armenio de la infancia (X 2) que junta el instante del canto celestial que nos narra san Lucas, con el momento de la adoración de los pastores. “Y, después de haber oído al ángel, los pastores –en número de quince– fueron aprisa al paraje que les indicara aquel. Y viendo a Jesús, se prosternaron ante Él y lo adoraron. Y alababan en voz alta a Dios, diciendo: ‘Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz y buena voluntad para con los hombres’. Y cada uno de los pastores volvió a su rebaño, alabando y glorificando al Cristo”. En este pasaje son los
pastores y no la milicia celestial los que alaban. En el Evangelio Árabe de la infancia (VI 1), sí son los ángeles quienes cantan: “Y, en aquel momento, llegaron unos pastores y encendieron una gran hoguera, y se entregaron a ruidosas manifestaciones de alegría. Y aparecieron unas legiones angélicas que empezaron a alabar a Dios”. La alabanza angelical es representada en el arte en una filacteria con la inscripción en latín: “Gloria in excelsis deo et in terra pax hominibus bonae voluntate”. En esta pintura, la filacteria es sostenida por dos pares de querubines. En el fondo, a pesar de la oscuridad, se distingue un muro de ladrillos y una especie de torre al centro, que recuerdan la cercanía al poblado de Belén. La circuncisión El nacimiento de Jesús quedó estipulado el 25 de diciembre y, en consecuencia, la ceremonia de la circuncisión se fijó ocho días después; es decir, el 1 de enero. Para los judíos, la circuncisión de niños varones es necesaria como señal de
la alianza de Abraham con Dios. En ese día el hijo de María recibió su nombre: “Llegado el día octavo en que debía ser circuncidado el niño, le fue puesto por nombre Jesús, nombre que le puso el ángel antes de que fuese concebido” (Lucas II, 21). La pintura de José de Páez ilustra la ceremonia en presencia de María y José. El Niño se encuentra sentado sobre el altar, cubierto con un lienzo blanco mientras es sujetado de los brazos por el sacerdote. El mohel, sacerdote especializado, está a punto de realizar la cirugía con un cuchillo pequeño. María está en primer plano a la izquierda, dando la espalda a la escena. Al centro se ve a un joven asistente arrodillado que parece estar observándola mientras José, a la derecha, con un ligero movimiento, voltea a verla, al mismo tiempo que señala el evento central con la mano derecha. La devoción a esta fiesta experimentó una renovación gracias a la orden de los jesuitas que la convirtió en su fiesta principal, porque fue en ese día cuando el Salvador recibió el nombre de Jesús con el
cual se identifica la orden fundada por Ignacio de Loyola. (Réau, 269) La huida a Egipto Este bello lienzo ilustra el pasaje cuando la Sagrada Familia huye de Herodes hacia Egipto. El Evangelio de Mateo (II, 13-15) es la única fuente bíblica que nos da razón de este acontecimiento en un pequeño texto: “Después que ellos partieron (los Magos), un ángel del Señor apareció en sueños a José, diciéndole: ‘Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes ha de buscar al niño para matarlo’. Levantándose José, tomó al niño y a su madre de noche, y se retiró a Egipto, donde se mantuvo hasta la muerte de Herodes”. El paisaje de esta pintura está representado a la izquierda por el tronco de un árbol rodeado de arbustos; más al fondo, al centro de la escena, hay una palmera y en el extremo derecho se encuentran más arbustos de varios tamaños. En el mismo lado derecho, Páez pintó un ídolo que cae de una co-
lumna que nos remite al episodio de la caída de los ídolos, relatado en los libros apócrifos: “Y cuando santa María y José llegaron a la aldea... se produjo un temblor en el asilo y una sacudida en toda la tierra de Egipto, y todos los ídolos cayeron de sus pedestales y se rompieron”. Y el sacerdote les dijo a los egipcios: “Él es el Dios verdadero, y no hay otro a quién servir, porque es realmente el hijo del Altísimo” (Evangelio Árabe de la infancia X, 2). El Evangelio del Seudo Mateo (XXIII) también narra este pasaje: “Pero ocurrió que, cuando la bienaventurada María con el Niño, entró en el templo, todos los ídolos cayeron por tierra, cara al suelo y hechos pedazos, y así revelaron que no eran nada. Entonces se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: ‘He aquí que el Señor vendrá sobre una nube ligera, y entrará en Egipto, y todas las obras de la mano de los egipcios temblarán ante su faz’”. Es frecuente en la pintura de la época, que ángeles acompañen a la Sagrada Familia. Aquí un ángel conduce el asno por la brida e in-
dica el camino a seguir. José lleva un sombrero mientras camina a un costado del borrico con su cayado en una mano y en la otra un bulto. Esta escena también da ocasión para representar gestos y miradas de afecto. En este caso el Niño Jesús aparece envuelto en lienzos blancos en los brazos de María y la mira con ternura. Jesús entre los doctores Esta pintura muestra el momento cuando el joven Jesús, en una posición destacada y elevada, está con los doctores de la Ley –seis en este caso–. El Evangelio de Lucas (II 42-49) narra: “Iban sus padres todos los años a Jerusalén por la fiesta solemne de Pascua. Y siendo el Niño ya de doce años cumplidos, habiendo subido a Jerusalén según solían en aquella solemnidad, y acabados aquellos días, cuando ya se volvían, se quedó el Niño Jesús en Jerusalén, sin que sus padres lo advirtiesen. Antes bien, persuadidos de que venía con algunos de los de su comitiva, anduvieron la jornada entera buscándolo entre
parientes y conocidos. Pero como no lo hallasen, retornaron a Jerusalén, en busca suya. Y al cabo de tres días de haberlo perdido, lo hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores, que ‘ora los escuchaba, ‘ora les preguntaba. Y cuantos lo oían quedaban pasmados de su sabiduría y de sus respuestas. Al verlo pues sus padres, quedaron maravillados”. La obra muestra a Jesús descalzo, sentado. Levanta una mano en actitud declamatoria mientras con la otra, que está sobre un ambón, parece estar contando sus argumentos con los dedos. Este gesto, llamado el cómputo digital, era tradicional en las disputas teológicas e ilustra el método de argumentación escolástica (Réau, 302). Los viejos doctores, en diferentes posturas, se encuentran alrededor del Niño escuchándolo con mucha atención; el más cercano, a la derecha de Jesús, dirige su oído hacia el Niño. Un detalle que llama la atención es el doctor que está al lado izquierdo de María; es el único que parece no poner atención por estar obser-
vando un lente. Esta acción alude a la escena del Evangelio Árabe de la infancia (LII): “Y había también allí un sabio hábil en Astronomía. Y preguntó a Jesús: ‘¿Posees nociones de astronomía, hijo mío?’, Y Jesús le respondió, puntualizándole el número de las esferas y de los cuerpos celestes con sus naturalezas, sus virtudes, sus oposiciones y sus combinaciones por tres, cuatro y seis; sus ascensiones y sus regresiones, sus posiciones en minutos y en segundos, y otras cosas que rebasan los límites de la razón de una criatura”. También en este mismo texto se encuentran las conversaciones con el doctor más viejo y el filósofo. En el extremo derecho de la composición, José señala al Niño mientras María observa a su hijo con serenidad. En la misma escena en la sacristía de la Parroquia de Santa Prisca de Taxco, Cabrera representó a la Virgen preocupada, dirigiéndose a Jesús mientras José se convierte en un espectador más junto con los ocho doctores que están asombrados por la sabiduría del Niño.
San Nicolás de Bari Juan Rodríguez Juárez (1675-1728) Primer tercio del siglo XVIII Óleo sobre tela 170.5 x 108 cm Joannes Rodriguez Xuarez f.at, esquina inferior derecha
Juan Rodríguez Juárez San Nicolás de Bari
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ese a que es poco lo que de él se sabe, ya que su historia está envuelta entre brumas de leyenda, puede decirse que san Nicolás de Bari, o de Mira, es uno de los santos más universales, toda vez que tras alcanzar una amplia veneración en la Iglesia Oriental, su culto terminó expandiéndose por toda Europa y luego a América, a raíz de que fueran trasladadas sus reliquias al sur de Italia. Siendo Obispo de Mira en el Asia Menor, y encontrándose en el Concilio de Nicea, se cuenta que Nicolás se dejó llevar por su celo y abofeteó al hereje Arrio, por lo
que fue encarcelado. Estando en prisión fue visitado por Jesús y la Virgen, quienes le devolvieron sus insignias. Con el ascenso al Trono Imperial de Constantino, fue liberado y murió hacia el año 342. Lo más frecuente es que se le represente como Obispo griego; por lo mismo, este cuadro resulta un poco extraño pues lo presenta como Obispo latino; esto es, tocado con mitra, apoyado en un báculo y revestido con capa pluvial, de subido color rojo, y un blanco roquete debajo del cual se asoma el oscuro hábito clerical. Está ubicado en un espacio indefinido del que solo vemos el sencillo enlosa-
do del piso y una balaustrada en la que destaca el arranque de una columna que descansa sobre una sólida basa. En la parte superior se percibe un fondo de nubes con un rompimiento de gloria, poco acentuado, pero por el cual se asoman unas caritas de querubines. El santo es un hombre de mediana edad, pleno de vigor como lo señala la abundante barba oscura que luce. Se encuentra de pie casi al centro de la composición, con el brazo derecho ligeramente levantado y con la mirada dirigida hacia los tres niños desnudos dentro de un tonel, que se encuentran en el ángulo inferior izquierdo de la composición.
Un jovencillo se asoma a espaldas del santo. La presencia de los niños se justifica por el milagro que, de acuerdo a la leyenda, obrara el santo al llegar a un mesón donde el dueño acababa de matar a tres niños, con cuyos cuerpecillos iba a preparar algún alimento, para lo cual les había descuartizado y puesto a salar en un tonel. Presintiendo el crimen que ahí se había cometido, el santo pidió ser llevado a la bodega y al bendecir el tonel, salieron con vida los tres niños. Sin embargo los estudiosos han puesto en claro que en realidad este pasaje es la deformación de la historia de tres oficiales injustamente acusados y encontrados culpables que san Nicolás salvó de que fueran decapitados. (Réau, 429) Por su parte el jovencillo, portando una jarra de oro sobre una fuente, alude a Adeodato, quien fuera cautivo de los moros y entregado a un rey como esclavo, pero al que san Nicolás rescató y devolvió a sus padres llevándolo por los aires aun con la jarra en sus manos
(Schenone 1992, 598). No figuran en este cuadro –sin embargo– las tres bolas de oro, otro de los símbolos que casi siempre se incluye en las representaciones del santo, mismas que recuerdan las tres bolsas con monedas de oro con que Nicolás socorrió a tres doncellas que no podían tomar matrimonio a causa de su pobreza y carencia de dote. La buena calidad que exhibe el cuadro, así en el trabajo de las cabezas y las manos, y en la correcta factura de las anatomías y de los paños, y también en la sobria pero armónica paleta, se explica cuando nos percatamos que está firmado por Juan Rodríguez Juárez, sin duda uno de los más importantes pintores mexicanos del periodo colonial. Este artista, junto con su hermano Nicolás, cierran en el primer tercio del siglo XVIII la brillante dinastía de pintores novohispanos de “los Juárez”, iniciada un siglo atrás por el bisabuelo de ambos, Luis Juárez, habida cuenta de que Juan y Nicolás fueron hijos del también pintor Antonio Rodrí-
guez, quien era discípulo y yerno del gran José Juárez, hijo a su vez de Luis Juárez. La importancia de Juan Rodríguez Juárez para la pintura novohispana, no solo está en su amplia y esmerada producción sino que fue uno de los actores más destacados del cambio de orientación que experimentó la pintura novohispana en el paso del siglo XVII al XVIII, y que vino a marcar buena parte del derrotero que habrían de seguir algunos de los buenos pintores que vinieron después,
como José de Ibarra y Miguel Cabrera. Esta corriente se distinguió por el uso de un dibujo menos incisivo, de un colorido más luminoso, y por el empleo de unos tipos más suaves y el manejo de una vena más emotiva. Este lienzo fue una donación al Museo por parte de la señora Emma Peredo de Fuentes Mares, esposa del historiador chihuahuense José Fuentes Mares. Proviene de una colección de una familia del estado de Durango.
Rogelio Ruiz Gomar Instituto de Investigaciones Estéticas Universidad Nacional Autónoma de México
Antonio de Torres (1667-1731) San Juan Bautista Primer cuarto del siglo XVIII Óleo sobre tela 167 x 105 cm. Antt.o de Torres f.t, en rojo, esquina inferior derecha Lacouture núm. 25
Antonio de Torres San Juan Bautista
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stos dos cuadros de Antonio de Torres representan a dos santos que han gozado de cultos importantes en la Iglesia Católica. San Juan Bautista, además de su posición privilegiada como primo de Jesús, a quien precedió en la predicación, estuvo presente en los bautisterios de innumerables templos desde hace muchos siglos. Se le recuerda como el precursor que bautizó a muchos quienes esperaban al Mesías y eventualmente al propio Cristo a quien reconoció como el Redentor. Francisco Xavier fue uno de los primeros compañeros de Ignacio de Loyola, quien lo envió a Asia para iniciar la empresa misionera de los jesui-
tas en el mundo. Canonizado junto con Ignacio, en 1622 se le veneraba no solo como místico y misionero sino también como gran taumaturgo, cuya intercesión salvaba de enfermedades, desgracias y peligros de todo tipo. No se conoce el origen de ninguno de estos dos lienzos, pero las medidas muy parecidas entre sí sugieren que tal vez hayan pertenecido a un mismo encargo. Por otra parte, otras pinturas de Antonio de Torres y de su época, también son de dimensiones muy parecidas, así que no se puede concluir mucho con base en estos datos. De todos modos, comparar los dos cuadros resulta en observaciones sugeren-
tes, así que aquí se analizan juntos. San Juan está en un “desierto”. La Biblia cuenta, en efecto, que Juan se fue lejos de donde había poblaciones para hacer penitencia. Para los evangelistas y también para los novohispanos de origen europeo de la época de Antonio de Torres, el desierto tenía el mismo significado, así que el pintor ha representado un paisaje sin personas ni construcciones donde, además, corre el agua libremente por un río con cascada. Es la naturaleza salvaje, sin control humano. Juan lleva un bastón que termina en cruz, que es la premonición del sufrimiento de Cristo y tal vez del suyo propio a manos de Herodes, quien lo haría
encarcelar y decapitar. La filacteria que envuelve la cruz proclama sus palabras al declarar que Jesús era el que todos esperaban y que quitaría los pecados del mundo. Con la mano derecha indica al cordero, animal de sacrificio y símbolo del Salvador a quien llamó “Cordero de Dios”. (Juan 1:29) Es muy posible que este cuadro haya sido el mismo que estaba en 1801 en el bautisterio, situado a la derecha de la entrada de la Iglesia parroquial de Chihuahua, ahora Catedral. El inventario dice que adornaba este espacio “un cuadro de san Juan Bautista, dos tibores de China para agua consagrada y una pila de cantería con peana, puesta en el medio” (Bargellini, 1991, 159). Es importante recordar que hubo otras pinturas de san Juan Bautista hechas por Antonio de Torres en el norte, notablemente firmada una en 1724 y custodiada en la Parroquia de Rosales, Chihuahua –antiguamente la Misión franciscana de Tapacolmes–, muy probablemente proveniente del bautisterio de la Iglesia. Sus me-
didas (166.5 x 102.5 cm.) son muy parecidas a las de este cuadro. La pintura de San Francisco Xavier, por otra parte, bien puede haber estado en la Iglesia o Colegio de los jesuitas, igual que otros cuadros del acervo del Museo de Arte Sacro; sin embargo hasta ahora no tenemos pruebas documentales acerca de su colocación original, y hay que tener presente que el culto a Xavier fue general en la Nueva España. El santo jesuita está de pie en un paisaje cuya definición se pierde en la distancia. En túnica negra, sobrepelliz blanco y estola, toda su atención está dirigida al cielo donde aparece, rodeado de luz, el monograma de Jesús: IHS. El gesto de las manos llama nuestra atención sobre la llama del amor a Dios, que sale de su pecho y sigue el mismo movimiento de su mirada hacia lo alto, mientras la azucena recuerda la pureza del santo. Es una iconografía que pone énfasis en la identidad de Francisco Xavier como místico, sin olvidar su papel de misionero ya que está vestido para impartir el Sacramento
San Francisco Xavier Primer cuarto del siglo XVIII Óleo sobre tela 168 x 106 cm. Antt.o de Torres f.t, en rojo, esquina inferior izquierda Lacouture núm. 26
del Bautismo, acción fundamental de la actividad evangelizadora. La composición del cuadro remite a un modelo del maestro flamenco, Pedro Pablo Rubens, conocido en la Nueva España por lo menos desde la segunda mitad del siglo XVII, cuando fue utilizado en un cuadro de Cristóbal de Villalpando, conocido ahora solo por una vieja fotografía. (Gutiérrez Haces, 381) Los dos lienzos examinados aquí demuestran cómo un mismo pintor puede utilizar sus medios para lograr efectos a la vez semejantes y diferentes. Las dos figuras dominan sus respectivas composiciones, ya que se trataba de presentarlas como objetos de culto. Sin embargo hay diferencias fundamentales en las relaciones entre los personajes y los paisajes de los fondos de los cuadros y en las actitudes de las figuras respecto a los espectadores. Juan Bautista está mucho más adentro de su paisaje, ya que
parte importante de su identidad es su estancia en el desierto. Javier es peregrino en el desierto del mundo, pero su atención está en el nombre de Jesús en el cielo; por lo tanto, su figura sirve para conducir la mirada del devoto hacia el mismo fin. Juan Bautista, al contrario, dirige su mirada hacia afuera del cuadro para hacer contacto directo con el espectador y recordarle que fue redimido por la sangre de Jesús. En ambos cuadros podemos apreciar que al pintor le interesaba el movimiento y los contrastes fuertes de colores, y entre luces y sombras. Son características estas que remiten a la pintura barroca del siglo XVII cuyo principal exponente en la Nueva España fue Cristóbal de Villalpando. Antonio de Torres, quien era primo de los hermanos Nicolás y Juan Rodríguez Juárez, fue uno de los últimos exponentes de esta tradición pictórica en la Nueva España.
Santo Tomás de Aquino Anónimo novohispano Primer tercio del siglo XVIII Óleo sobre tela 150 x 84 cm. Lacouture núm. 24
Santo Tomás de Aquino Anónimo novohispano
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alida del pincel de un desconocido artista activo hacia las primeras décadas del siglo XVIII, esta novedosa representación de santo Tomás de Aquino, sin duda el más importante teólogo que ha dado la orden dominica a la Iglesia, difiere de muchos otros cuadros del santo. Curiosamente no se le ha plasmado en su estudio, entre libros y sentado ante su mesa de trabajo, sino de pie, dispuesto en un espacio abierto sobre un fondo de nubes que cubre poco más de la mitad superior de la composición y un breve paisaje de
bajo horizonte que corre en la parte inferior. Como es lógico, viste el hábito blanco y negro de la Orden de los Predicadores, pero cubre su cabeza con un camauro o ceñido gorro oscuro. Su rostro refleja una gran tranquilidad y dirige la mirada hacia el espectador, al tiempo que con la mano derecha, extendida en retórico gesto a la altura del pecho, pareciera aclararnos algún punto oscuro de la doctrina contenida en el libro abierto que sostiene en su mano izquierda. El dibujo poco firme y no muy correcto de la figura, aunado al ma-
nejo tan simple de los pliegues del hábito, y a las suaves armonías del colorido, en el que al blanco y negro de la indumentaria se suman el verde de los árboles y el azul, el rosa pálido y los tintes grisáceos de las nubes del cielo, son notas que indican claramente que la obra fue ejecutada ya bajo la nueva orientación que experimentaba la producción pictórica novohispana desde principios del siglo XVIII, originada en la introducción de las novedades del gusto francés que a partir del ascenso de Felipe V circulaban en la misma España. Al
respecto, no parece estar de más recordar que ya Felipe Lacouture (1978, 122) relacionó el vibrante pero poco realista trozo de paisaje de la parte baja, con las naturalezas tan poco reales como decorativas y deleitosas de la pintura rococó. Sin embargo no podemos dejar de señalar que el anónimo pintor aún echa mano de las lecciones aprendidas de los maestros que le han antecedido en la tradición local a la que pertenece, como se puede ver en el buen manejo de los contrastes lumínicos, especialmente en el rostro y partes del hábito, para sugerir corporeidad y volumen, así como de otras notas del lenguaje pictórico todavía en boga a finales de la centuria anterior. Santo Tomás de Aquino (12251274) pertenecía a la familia condal de Aquino, y tras una permanencia en la abadía de Montecassino, fue enviado a Nápoles, donde en 1243 y contra la voluntad de su familia, ingresó a la orden fundada por santo Domingo de Guzmán; fue discípulo de san Alberto Magno en Colonia y París, y culminó sus
estudios de Teólogo en la Sorbona. Murió a los 48 años de edad cuando se dirigía al Concilio de Lyon. Tras ser canonizado en 1323, se convirtió en motivo de orgullo de su orden, que lo celebró como el quinto “Doctor de la Iglesia Latina”, lo que fue confirmado por el papa Pío V en 1567 al decretar que se le rindiese el mismo culto que a san Ambrosio, san Agustín, san Jerónimo y san Gregorio; por lo mismo, no se puede descartar la posibilidad de que el cuadro, pese a que hoy se conserva aislado, formara parte de una serie que honrara a los doctores de la Iglesia. También pudo haber pertenecido a un conjunto de lienzos consagrados a santos dominicos. A santo Tomás, tal como vemos en este cuadro, se acostumbra representarlo portando un libro, elemento con el que se alude a la elevada sabiduría que expresó en sus escritos, entre los que destaca su obra cumbre, la Summa Teologica, pero también, como vemos en este lienzo, se gusta colocar a la paloma del Espíritu Santo hablándole
al oído, detalle con el que se refuerza la idea de que la profundidad de pensamiento no descansaba en la sabiduría de los hombres sino que le era inspirada por Dios. Del mismo modo, como igualmente vemos en este cuadro, suele lucir sobre el pecho una cadena de oro que alude al título de una de sus obras, Cate-
na Aurea. Cuelga de la cadena un dorado y radiante sol, detalle con el que, al parecer, se alude a la visión de fray Alberto de Brescia, que vio a santo Tomás aparecer junto a san Agustín con el pecho adornado con un gran carbúnculo (rubí) cuyos destellos iluminaban la Iglesia. (Réau, 282)
Rogelio Ruiz Gomar Instituto de Investigaciones Estéticas Universidad Nacional Autónoma de México
Trinidad antropomorfa AnĂłnimo novohispano Mediados del siglo XVIII 166 x 116 cm. Lacouture nĂşm. 36
Trinidad antropomórfa Anónimo novohispano
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a Santísima Trinidad, el dogma fundamental de la Iglesia Católica, fue representada de diversas formas a lo largo de los tres siglos del virreinato. La más común muestra a Dios Padre como un anciano venerable, con su cabellera y barba blanca; viste de pontifical y su cabeza en muchas ocasiones va tocada por la tiara papal. En las manos suele llevar el globo terráqueo y un cetro, objetos que recuerdan que Dios es todopoderoso. Jesucristo, la segunda persona de la Trinidad, generalmente luce como un joven adulto de alrededor de treinta años. Cubre su cuerpo semidesnudo un manto, de manera que muestra la herida del costado y muchas veces se apoya en la cruz de su sacrificio,
aunque también puede ir vestido con túnica. Por último, Dios Espíritu Santo se representa como una blanca paloma, de acuerdo al Evangelio que narra el bautismo de Cristo. Generalmente va con sus alas desplegadas en medio del Padre y del Hijo. Hay que decir también que las cabezas de las divinas personas, como en este caso, están rodeadas por un halo triangular, claro símbolo del dogma trinitario. En la Nueva España, especialmente durante los siglos del barroco, se tuvo especial predilección por una iconografía particular, ejemplificada en esta obra y que se denomina antropomorfa, ya que la paloma se muestra también humanizada, con la figura parecida a la de Jesucristo. El origen de esta
iconografía se encuentra en uno de los textos del Antiguo Testamento: el pasaje del Génesis conocido como la “Hospitalidad de Abraham o Teofanía de Mambré”, que narra cuando llegaron a casa de Abraham tres personajes con idéntica fisonomía a los que el patriarca invitó a quedarse y comer en su casa, hablándoles en singular, como si fueran una sola persona. (Gén. 18, 1-5) En general se utilizan tres colores fundamentales en la vestimenta de las divinas personas: blanco, que se relaciona con la revelación de la gracia; rojo, que es el color del fuego, de la sangre y del amor liberado; y azul, que se considera el color más profundo de todos y sugiere una idea de eternidad tranquila (Chevalier, 319). En las represen-
taciones novohispanas no hubo una regla, aunque es común observar que el Padre viste de blanco, el Hijo de azul y el Espíritu Santo de rojo, como en este caso. Pero también hay pinturas en las que las tres personas visten igual, con la túnica blanca y el manto rojo, o con la túnica roja y el manto azul, y en otras ocasiones, se les ve a todos de blanco. Además de los colores, cada una de las divinas personas suele llevar un atributo particular sobre su pecho: la paloma distingue al Espíritu Santo; Dios Padre suele exhibir un sol que significa la fuente de vida, lo inmutable, la inteligencia cósmica, y por último Dios Hijo, cuando no lleva el torso desnudo en el que se aprecia la herida del pecho. Sobre la túnica que lo cubre lleva un cordero, en clara alusión a su sacrificio, a su entrega en la cruz por la salvación de los hombres (Maquivar, 220). En el lienzo que nos ocupa,
que bien puede atribuirse a un pintor cercano a Miguel Cabrera, quien por cierto fue uno de los artistas del siglo XVIII que más gustó de representar a la Trinidad antropomorfa, se identifica a cada una de las divinas personas, no solo con los colores de sus vestimentas sino también con los símbolos de cada una. Para confirmar el misterio de Dios uno y trino, entre ellas sostienen un cetro, insignia del poder supremo. Finalmente, en la parte inferior de la composición, llaman la atención tres elementos que no suelen observarse en este tipo de composiciones trinitarias: una corona de oro que abarca dos corazones; uno coronado por espinas, símbolo de Cristo, y el otro traspasado por un puñal que se refiere al dolor de su madre, la virgen María, lo cual hace pensar que fueron incluidos a devoción de quien mandó pintar el lienzo.
Consuelo Maquivar Instituto de Investigaciones Históricas Instituto Nacional de Antropología e Historia
CAPĂ?TULO III Objetos para el culto del Museo de Arte Sacro.
Cáliz Anónimo novohispano Siglo XVIII, segunda mitad 15 cm. de alto Arte de las Misiones núm. 219 Proveniente de la Iglesia de San Juan Bautista Nombre de Dios, Chihuahua
Cáliz Anónimo novohispano
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ste bello cáliz es de planta circular sobre la cual se levanta una peana formada de dos cuerpos que rematan en una moldura lisa sobre la que se desplanta la peana troncocónica, que se abre hacia arriba para rematar en un gollete moldurado con decoración de hojas. La macolla, sección inmediatamente debajo de la copa, adopta la forma de pera y el astil remata con un segundo nudo y un cuello moldurado que sostie-
ne una rosa abullonada que cubre la mitad de la copa. La ornamentación del cáliz es profusa y cubre casi la totalidad del pie, la peana y la subcopa. En todas estas partes se ven rocallas entrelazadas que dejan algunos espacios libres para mostrar símbolos pasionarios, tales como los tres clavos, los dados y un racimo de uvas, entre otros. La pieza carece de marcas, por lo que es imposible datarla en forma precisa. Sin embargo, por el
abigarramiento de los elementos ornamentales y por el uso prolífico de la rocalla, podemos considerarla del estilo rococó. Por otra parte, por la escasa protuberancia de los motivos y la nitidez del perfil, creemos encontrarnos ante una pieza de transición hacia las formas severas del neoclásico, así que bien puede fecharse este cáliz en las últimas décadas del siglo XVIII.
Paz de la Torre Comps Centro de Enseñanza para Extranjeros Universidad Nacional Autónoma de México
Par de tinajeras Anónimo novohispano
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stas vinajeras poco adornadas, como corresponde al estilo neoclásico, presentan forma de ánfora con cuello esbelto y asas mixtilíneas, y tienen sendas tapas apuntadas hacia el derrame, sobre las cuales aparecen respectivamente las letras ‘A’ y ‘V’ (agua y vino). Ambas jarrillas son de pie circular y se asientan en dos pocillos cilíndricos calados, conforma-
dos cada uno por un aro liso apoyado en cuatro soportes recortados de perfil abalaustrado. La bandeja que los contiene es ovalada, en forma de góndola, que se apoya sobre cuatro patitas fundidas, decoradas con motivos vegetales. La bandeja, con la inscripción “Nombre de Dios”, es similar a una pieza perteneciente a la colección del museo “Franz Mayer”, estudia-
da por Cristina Esteras (1992, 308), quien considera esta forma “muy común para este tipo de piezas”. Cabe hacer notar, sin embargo, que las proporciones de los dos juegos difieren, al carecer este de un espacio para la campanilla. Aunque no presenta ninguna marca, este conjunto bien pudiera haberse hecho en la Ciudad de México.
Paz de la Torre Comps Centro de Enseñanza para Extranjeros Universidad Nacional Autónoma de México Par de vinajeras Anónimo novohispano Siglo XIX, primer tercio 13.5 x 25.8 cm. Arte de las Misiones núm. 220 Proveniente de la Iglesia de San Juan Bautista Nombre de Dios, Chihuahua
Casulla, estola y manípulo Anónimo novohispano Siglo XVIII, segunda mitad Seda roja con bordado multicolor 77 x 242 cm. Arte de las Misiones núm. 233 Proveniente de la Iglesia de San Juan Bautista Nombre de Dios, Chihuahua
Casulta, estola y manípulo Anónimo novohispano
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pesar del tiempo, el uso y los cambios litúrgicos, en las iglesias del actual estado de Chihuahua se han conservado algunos ornamentos importantes de la época virreinal, y este terno es, sin lugar a dudas, uno de los más notables. “Terno” significa el juego completo de las tres piezas de color que conforman el conjunto superior del vestuario que usa el sacerdote para celebrar misa. Se trata de la casulla, que es el elemento principal y más visible; el manípulo, que es para el brazo izquierdo, y la estola que se pone sobre la espalda y cae al frente por ambos lados, sobre el alba y deba-
jo de la casulla (Schenone 1992, 806-7, 813-14, 818). El color rojo del conjunto recuerda la sangre y el fuego y, por lo tanto, es símbolo de amor y sacrificio. Se utiliza para las fiestas de Pentecostés, la Santa Cruz y de los mártires, incluyendo a los apóstoles, por supuesto. Mientras la mayoría de los ornamentos antiguos que se conservan están confeccionados con textiles, generalmente de seda, de gran calidad y vistosos dibujos, este juego tiene la peculiaridad de que la fina seda roja que lo constituye está totalmente bordada. De todos modos, tanto las sedas lisas como las de este terno, y las de dibujos, eran
por lo general, importadas desde Asia. No hay que olvidar que una buena parte del comercio español con Asia salía de Manila y llegaba a Acapulco, antes de pasar a la Ciudad de México y de allí al resto del virreinato, incluyendo a Veracruz y después a Europa. Mientras China ansiaba la plata americana, en todo el mundo de entonces hubo una gran demanda de sedas y de otros productos asiáticos, especialmente la porcelana. Este comercio empezó a pasar por la Nueva España a partir de 1571, y siguió durante toda la Época Virreinal. Según Dilys Blum (2009, 318), en estas piezas se “combina el mé-
todo europeo de colocar hilos metálicos con el sistema de sombreado tradicional chino de tonos que van de claro a oscuro”. La misma experta anota que algunos antecedentes de los bordados de este terno se encuentran en piezas europeas del siglo XVII, mientras se ve “un método de sombreado similar en los bordados de colchas de Nuevo México” en años posteriores. Todavía no podemos precisar con certeza dónde y por quién fueron hechos estos objetos de Nombre de Dios. Solo podemos tener presentes las múltiples posibilidades de orígenes mixtos en las actividades artísticas y artesanales propiciadas por el Imperio español. Es conocida la habilidad de los chinos para adaptar su producción a los gustos europeos y americanos y la existencia de artesanos sangleyes, de ascendencia mixta china y filipina, en Filipinas. Por otra parte, no se puede descartar la posibilidad de que algunos de estos artesanos y otros de ascendencia americana o europea, hayan podido producir estas obras en la propia Nueva Es-
paña. Más aún, un estudio reciente y muy detallado de este terno, todavía inédito, concluye que fue hecho en un lugar donde se conocían ejemplos de bordados chinos y europeos, pero no en China o en Europa, sino en Filipinas o en la Nueva España. (Reisman) También merece atención la iconografía del terno. El águila bicéfala, tan prominente al frente de la casulla y generalmente asociada a los Habsburgos del Sacro Imperio Romano, no desapareció de los sitios y objetos bajo la dinastía de los Borbones en el siglo XVIII. Hay muchos ejemplos en México. Posiblemente muy relevantes son los relieves de las fachadas de las iglesias franciscanas de la Sierra Gorda, donde se puede observar este motivo junto con racimos de flores y frutas (Gustin, pp. 154-55, 177). Para los franciscanos, el águila imperial recordaba que fueron ellos los primeros misioneros en la Nueva España, enviados por Carlos V poco después de la Conquista. También sobre el frente de la casulla vemos el escudo de la Santa
Sede, cuya corona papal y las llaves cruzadas de san Pedro, simbolizan el poder espiritual. En la espalda está el Cordero sobre el libro de los siete sellos del Libro del Apocalipsis, símbolo del sacrificio victorioso de Cristo. La estola y el manípulo exhiben ocho símbolos de la Pasión de Jesús (algunos están repetidos): los tres clavos que fijaron el cuerpo de Cristo en la cruz, los dados utilizados por los soldados cuando se jugaron la túnica de Jesús, las pinzas que ayudaron a liberar el cuerpo después de su muerte, la propia
túnica de Cristo, la lanza, el guante que recuerda el golpe del soldado en el rostro de Jesús, la escalera que sirvió para bajar su cuerpo y la corona de espinas. Finalmente, no está por demás notar que la iconografía pasionaria del terno y la riqueza de su ornamentación, recuerdan el cáliz de Nombre de Dios de esta misma colección del Museo de Arte Sacro. Posiblemente hayan conformado un conjunto presentado por un mismo donante en alguna ocasión especial que un día descubriremos.
Clara Bargellini Instituto de Investigaciones Estéticas Universidad Nacional Autónoma de México