Domingo 25 de octubre 2015
Semana XXX del Tiempo Ordinario
Tú Señor, que eres la Verdadera Fuente de Luz y Sabiduría y el Soberano principio de todo, dígnate difundir sobre las tinieblas de mi entendimiento el rayo de tu claridad, removiendo en mí las dos clases de tinieblas en que he nacido: el pecado y la ignorancia. Instruye y difunde en mis labios la gracia de tu bendición. Dame agudeza para entender, capacidad para retener, método y facultad para aprender, sutileza para interpretar, gracia y abundancia para hablar. Dame acierto al empezar, dirección al progresar y perfección al acabar. Amén.
Del Pbro. Salvador Carrillo Alday. Jesús ha llegado a Jericó, la última ciudad importante antes de comenzar la subida del desierto montañoso de Judea que conduce a Jerusalén. De pronto entra en escena Bartimeo, un mendigo ciego, sentado junto al camino. Al enterarse por la algarabía de la muchedumbre de que era Jesús de Nazaret quien pasaba, Bartimeo comenzó a gritar: “¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!”. Jesús es reconocido con un título mesiánico. Este grito parece anunciar ya las controversias con los fariseos acerca del Mesías “hijo o Señor de David” (Mc 11,10; 12, 35-37). En Marcos aparece tres veces el título “Hijo de David” dado a Jesús. […] Ante los reclamos para que se callara, Bartimeo gritaba con mayor fuerza. Él tenía fe en Jesús y sentía que podía sanarle. Jesús se detiene, manda llamar al ciego. En medio de aquella apoteosis (entusiasmo), Jesús tiene tiempo para Bartimeo, quien avienta su manto y, superando los obstáculos de su ceguera, salta y llega hasta Jesús, que ve bien que ese hombre es ciego, pero quiere escuchar de sus propios labios la necesidad más apremiante y el deseo más urgente de su vida. Y se teje un diálogo rapidísimo: “¿Qué quieres que haga por ti?”. “Rabbuní, ¡que vea!”. “¡Vete, tu fe te ha salvado!”. Rabbuní (“Maestro mío”), un título más solemne que el simple Rabbí, es empleado con frecuencia para dirigirse a Dios (Jn 20,16). “¡Que yo vea!”: lo que más ambiciona ese hombre es la luz de sus ojos. Y Jesús le concede al instante la vista. Marcos agrega: “Y le seguía por el camino”. La fe no sólo le ha salvado-curado, sino que le impulsa a seguir a Jesús, convirtiéndolo en su discípulo. ¿Cuántas veces una sanación no es sino el llamamiento para una conversión, un cambio de vida y un seguimiento en pos de Jesús? ¡La vida lo ha cambiado! El milagro del ciego de Jericó es como un evangelio en miniatura, pues comprende fe, proclamación, encuentro personal con Jesús, súplica, liberación y seguimiento de Jesús. El ciego Bartimeo, por su parte, una vez iluminado, se transforma en discípulo que sigue a Jesús –como discípulo a su maestro-, en su subida a Jerusalén y en su camino a la cruz, que es instrumento de liberación total.
Marcos 10, 46-52. En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó en compañía de sus discípulos y de mucha gente, un ciego llamado Bartimeo, se hallaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!””. Muchos lo reprendían para que se callara, pero él seguía gritando todavía más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” Jesús se detuvo entonces y dijo: “Llámenlo”. Y llamaron al ciego diciéndole: “¡Ánimo! Levántate, porque él te llama”. El ciego tiró su manto; de un salto se puso en pie y se aceró a Jesús. Entonces le dijo Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?” El ciego le contestó “Maestro, que pueda ver”. Jesús le dijo: “Vete; tu fe te ha salvado”. Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino. Palabra del Señor, Gloria a ti, Señor Jesús.
Para entender mejor… La sanación de Bartimeo es el último milagro de Jesús en el evangelio de Marcos. El pueblo que estaba a oscuras está próximo a ver la luz de la resurrección. Ante el grito de alguien que es ciego, mendigo, ubicado al borde del camino, que pide misericordia, y que grita a pesar de que todos quieren silenciarlo, Jesús se detiene y lo manda llamar. La fe está a punto de hacer otro milagro. El ciego, al dejar su manto, deja tras de sí una «vieja» vida para asumir una nueva detrás de Jesús. Quien estaba al margen del camino, ahora sigue a Jesús, que es el «camino».
¿Qué te dice el texto? ¿Cuál es tu enfermedad? ¿Cuál es tu ceguera? ¿De qué necesitas ser curado? ¿Cuáles personas o cosas te impiden llegar hasta Jesús? ¿Cuál manto debes tirar para levantarte y ponerte frente a Jesús? ¿Cuáles personas te animan a levantarte? ¿Qué necesitas que Jesús haga por ti? ¿Tú fe es tan grande como la de Bartimeo? ¿Estás dispuesto a seguir a Jesús?
¡Jesús de Nazaret, Hijo de David! Aquí estoy yo, pobre y ciego,
Llénate de misericordia y tócame.
Sentado a la vera del camino de mi
Gracias, Jesús, por lo que me has
vida.
dado.
Nada puedo hacer: mi ceguera me
Quiero seguirte hasta Jerusalén
lo impide.
Y ansío ser discípulo tuyo.
Pasa delante de mí y detente ante
Te alabo y te bendigo, Señor de mi
mi miseria.
vida.
Compadécete de mí. Quiero ver.
Amén.
Da la luz a mis ojos.
Padre Nuestro…
« Maestro, que pueda ver» De los sermones de San Agustín (349,5) Amad al Señor. Amad, digo, esta luz tal como la amaba con un amor inmenso aquel que hizo llegar a Jesús su grito: « ¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». El ciego gritaba así mientras pasaba Jesús. Tenía miedo de que pasara Jesús y no le devolviera la vista. ¿Con qué ardor gritaba? Con un ardor tal que, mientras la gente le hacía callar, él continuaba gritando. Su voz triunfó sobre la de quienes se le oponían y retenían al Salvador. Mientras la muchedumbre producía estrépito y quería impedirle hablar, Jesús se detuvo. Amad a Cristo. Desead esa luz que es Cristo. Si aquel ciego deseó la luz física, mucho más debéis desear vosotros la luz del corazón. Elevemos a él nuestro grito no tanto con la voz física como con un recto comportamiento. Intentemos vivir santamente, redimensionemos las cosas del mundo. Que lo efímero sea como nada para nosotros. Cuando nos comportemos así, los hombres mundanos nos lo reprocharán como si nos amaran. Nos criticarán a buen seguro y, al vernos despreciar estas cosas naturales, estas cosas terrenas, nos dirán: « ¿Por qué quieres sufrir privaciones? ¿Estás loco?». Ésos son aquella muchedumbre que se oponía al ciego cuando éste quería hacer oír su llamada. Existen cristianos así, pero nosotros intentamos triunfar sobre ellos, y nuestra misma vida ha de ser como un grito lanzado en pos de Cristo. Él se detendrá, porque, en efecto, está, inmutable. Para que la carne de Cristo fuera honrada, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14a).
¿A qué me invita hoy la Palabra de Dios? Me comprometo con una acción concreta.