La princesa Mirrah nació en Agra, la India, a principios del siglo XVI. Sus padres decidieron mudarse a Surat debido a una guerra. Un día fue raptada por piratas que traficaban esclavos y la llevaron a Manila, donde logró escapar y refugiarse en un monasterio jesuita. Uno de los religiosos la bautizó como Catarina de San Juan... aun así fue descubierta por los piratas y capturada nuevamente. Los piratas tenían la misión de llevarla a la Nueva España, pues el virrey Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel había pedido una esclava para su esposa. Sin embargo, al llegar al puerto de Acapulco el gobernante ya había abandonado el país, por lo que la niña fue vendida al capitán poblano Miguel Sosa, quien también quería una dama para su esposa. Así llegó a México...
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Su belleza y dulzura le ganaron el corazón de la esposa del capitán, Margarita Chávez, quien la vestía con el máximo lujo posible. Margarita le regaló una camisola con mangas de lienzo de Holanda, Una enagua de seda o de indiana finísima recamada con randas de oro y plata, Un ceñidor tejido de hilos de oro y un rebocillo corto para que dejara lucir su talle, Collares, pulseras de perlas y aretes de piedras preciosas. En el mercado se compró unos paliacates que le recordaban a su país, con los cuales elaboró unas enaguas que remató con tela amarilla en la parte de abajo. Catarina vivía feliz, hasta que un día falleció el capitán Miguel Sosa y doña Margarita decidió darle su libertad, además de las joyas que llevaba siempre. Aprovechó su libertad para casarse con un esclavo chino, quien murió al poco tiempo. Ya sola vivió de hacer enaguas. Un día se encontró con una amiga de Margarita, quien le regaló un colorado chal de lana tejido en Rajastán. El chal le recordó a su madre y lo cubrió de lentejuelas con chaquira de cristal; Así creó el traje de la china poblana que rápidamente gustó entre las mestizas. Cuentan que una noche envolvió cuidadosamente la memoria de sus recuerdos en un paliacate y se durmió para siempre, un 5 de enero de 1688, esperando la llegada de los Santos Reyes que la llevarían a los jardines del paraíso prometido en el Corán, tal como se lo había contado su abuelo materno, un emir musulmán. Así vivió y murió la china poblana, que no era china ni era poblana, sino una inolvidable princesa hindú.
Corría el año 1908 en la ciudad de Puebla, y los llamados “montepíos” (casas de empeño) abundaban y proliferaban bajo el ala indiferente y corrupta —las autoridades se llevaban parte de las ganancias de los montepíos— del gobierno de Porfirio Díaz. No era un hecho sorprendente, teniendo en cuenta que, si bien el Porfiriato representó una época de crecimiento económico, en la práctica ese crecimiento económico se veía ensombrecido por la injusticia social inherente a la enorme polarización (los pobres se empobrecían, los ricos se enriquecían, la clase media se estancaba) de las diversas clases sociales, cosa que a la larga habría de estallar en la subversión de la revolución.
Era en ese ambiente de injusticia que los usureros explotaban a sus clientes, tomando todo lo que podían de ellos cual egoístas sanguijuelas. Ropa, muebles, relicarios, vajillas de plata, joyas, incluso los juguetes de los inocentes niños: nada excluían sus manos codiciosas. Pero, entre esos usureros con mucho dinero y poca nobleza, destacaba uno al que casi todo el pueblo detestaba: el señor Villa, conocido como “Horta” entre los habitantes de la ciudad. Horta era un tipo amargado, codicioso, avaro, materialista, extremadamente egoísta, un tipo que nunca tuvo piedad de sus clientes más desesperados o de los mendigos sedientos que le imploraban centavos con los labios resecos y la mirada carcomida por el sufrimiento. Era calvo, bajo de estatura, rechoncho como un cerdo, con las extremidades y el cuerpo repleto de abundante vello. De actitud ostentosa, Horta adoraba llevar las manos repletas de gruesos anillos engarzados de piedras preciosas. La gente lo aborrecía tanto que a veces lo maldecían al pasar por su negocio; mas, como eran tan evidentes sus manos, la maldición que estaba de moda era un: “¡Qué Dios te seque la mano!”. Pasaron así los días y en la memoria popular quedó grabada la imagen de Horta, sentado en su casa de cambio de la calle Merino, contando y apilando monedas de oro junto a la Gangosa, que era como le decían (por antipatía) a su mujer. Toda su vida fue un maldito avaro, pero un día la muerte llegó; y, al parecer, Dios le secó la mano… O al menos eso se quiso hacer creer, para darle un castigo aunque sea después de muerto.
Fue así que, según se cuenta, en el diario El Duende salió publicada una noticia sobre la “Mano Negra”. Se trataba de la mano de Horta, a la cual se había visto trepar por los muros del cementerio de San Francisco. La creencia de que la mano era de Horta se originó en una entrevista con un sepulturero que dijo haber visto a la mano, y que no era una mano cualquiera sino una mano grande, llena de vellos negros, y de anillos engarzados con gemas… El asunto es que el suceso comenzó a repetirse y cada noche, a eso de las once, una mano negra (de lejos no se veían las joyas, solo la negra silueta) trepaba por los gruesos muros del camposanto. No era una cosa de este mundo: era una mano espectral, que ascendía sin caerse como propulsada por una oscura magia, que se movía tétricamente como una cruel tarántula, ansiosa por envolver en las redes del miedo o de la muerte al espantado testigo o a la incauta víctima que, sin verle, no advierta su sigiloso desplazamiento por la tierra o los muros. Y es que, en un instante letal, la Mano Peluda saltaría sobre la presa o ascendería por su ropa hasta llegar a su cara, donde con sus gruesos dedos le arrancaría los ojos para finalmente descender al cuello, estrangularlo, dejar el cadáver allí y volver —con teletransportación o algún otro método fantasmal— a su tumba, donde se reuniría con los demás despojos mortuorios. Según la leyenda, la Mano Peluda siguió viéndose durante un tiempo hasta que finalmente desapareció
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Hace tiempo, cuando los aztecas dominaban el Valle de México, los otros pueblos debían obedecerlos y rendirles tributo, pese a su descontento. Un día, cansado de la opresión, el cacique de Tlaxcala decidió pelear por la libertad de su pueblo y empezó una terrible guerra entre aztecas y tlaxcaltecas. La bella princesa Iztaccíhuatl, hija del cacique de Tlaxcala, se había enamorado del joven Popocatépetl, uno de los principales guerreros de este pueblo. Ambos se profesaban un amor inmenso, por lo que antes de ir a la guerra, el joven pidió al padre de la princesa la mano de ella si regresaba victorioso. El cacique de Tlaxcala aceptó el trato, prometiendo recibirlo con el festín del triunfo y el lecho de su amor. El valiente guerrero se preparó con hombres y armas, partiendo a la guerra después de escuchar la prome-
sa de que la princesa lo esperaría para casarse con él a su regreso. Al poco tiempo, un rival de Popocatépetl inventó que éste había muerto en combate. Al enterarse, la princesa Iztaccíhuatl lloró amargamente la muerte de su amado y luego murió de tristeza. Popocatépetl venció en todos los combates y regresó triunfante a su pueblo, pero al llegar, recibió la terrible noticia de que la hija del cacique había muerto. De nada le servían la riqueza y poderío ganados si no tenía su amor. Entonces, para honrarla y a fin de que permaneciera en la memoria de los pueblos, Popocatépetl mandó que 20,000 esclavos construyeran una gran tumba ante el Sol, amontonando diez cerros para formar una gigantesca montaña. Desconsolado, tomó el cadáver de su princesa y lo cargó hasta depositarlo recostado en su cima, que tomó la forma de una mujer dormida. El joven le dio un beso póstumo, tomó una antorcha humeante y se arrodilló en otra
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montaña frente a su amada, velando su sueño eterno. La nieve cubrió sus cuerpos y los dos se convirtieron, lenta e irremediablemente, en volcanes. Desde entonces permanecen juntos y silenciosos Iztaccíhuatl y Popocatépetl, quien a veces se acuerda del amor y de su amada; entonces su corazón, que guarda el fuego de la pasión eterna, tiembla y su antorcha echa un humo tristísimo Durante muchos años y hasta poco antes de la Conquista, las doncellas muertas por amores desdichados eran sepultadas en las faldas del Iztaccíhuatl. En cuanto al cobarde tlaxcalteca que por celos mintió a Iztaccíhuatl sobre la muerte de Popocatépetl, desencadenando esta tragedia, fue a morir desorientado muy cerca de su tierra, también se convirtió en una montaña, el Pico de Orizaba y se cubrió de nieve. Le pusieron por nombre Citlaltépetl, o “Cerro de la estrella” y desde allá lejos vigila el sueño eterno de los dos amantes a quienes nunca, jamás podrá separar.
La Leyenda de los Camotes Un día, una traviesa colegiala quiso divertirse a costa de una monja que había olvidado en el fogón una olla vacía, echando en ella un camote que encontró, añadió azúcar y lo batió con el objeto de que fastidiase a la religiosa al lavar el utensilio, pues tal cocimiento se pega al trasto y es difícil de lavar. Llegó la monja olvidadiza y probó la pasta pegajosa y le gustó la “maldad” que le había hecho la colegiala; se adivina que pasó con la lavada. “Poco tiempo después, la monjita y al colegiala fueron trasladadas a Puebla al Convento de Santa Clara, en donde lucían sus habilidades y la industria de su descubrimiento en las ocasiones de grandes solemnidades, pero muy especialmente cuando se trataba de agradar al delicado paladar de Su Ilustrísima, el Señor Obispo”.
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La leyenda de la casa del alfeñique Fundada en el año de 1790 la Casa de Alfeñique es uno de los atractivos turísticos más importantes en la capital poblana, ubicada en la calle 6 Norte esquina con 4 Oriente, es famosa porque su fachada es similar a la pasta de almendras y azúcar, ingredientes con los que se elabora el dulce típico: alfeñique. La leyenda: Se dice que un joven español adinerado se enamoró de una poblana, quien como condición para casarse con él, le pidió que construyera una casa de dulce donde pudieran vivir. El joven enamorado y ansioso por contraer nupcias con la dama decidió cimentar el inmueble con una composición de cantera, ladrillo, azulejos, argamasa de cal y arena que forma la fachada y el interior del recinto, haciendo que el exterior fuera similar al dulce poblano conocido como alfeñique, de ahí adquirió el nombre. Historia: Fue construida por don Antonio Santa María de Incháurregui al estilo barroco en el último tercio del siglo XVIII, adquiriendo su actual nombre en 1970. Fue heredada año con año a los descendientes de don Ignacio Morales tras su muerte en 1896 cuando pasó a manos de Alejandro Ruiz Olavarrieta quien fuese el fundador del Monte de Piedad. Para 1926 el edificio se convirtió en el primer museo de la ciudad de Puebla, tenía nueve salas de exhibición. En estas se han exhibido objetos y obras de arte que han pertenecido a personaje célebre como Juan de Palafox y Mendoza, Manuel Fernández de Santa Cruz, José Antonio Lebení o el propio Ignacio Zaragoza, por mencionar algunos.
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Piezas de exhibición: Por varios años, el museo fue cerrado, debido a la falta de mantenimiento; sin embargo, a mediados de 2010 las puertas del inmueble fueron reabiertas, luego que de las piezas y salas se sometieran a trabajos de conservación y mantenimiento para volver a ser exhibidas. La casa tiene dos fachadas balanceadas en su distribución de puertas y balcones. En las 20 salas se exhiben colecciones de documentos gráficos entre los que se encuentran los códices del siglo XVI, planos urbanos, antiguos mapas y fotografías de la historia de la ciudad. Los visitantes también podrán apreciar un traje de China Poblana, objetos de arte sacro y utensilios antiguos de oficios que se practicaban en la época Virreinal, como las costureras quienes utilizaban los grandes telares y la tijeras de diferentes tamaños. Asimismo, se exhiben un par de carretas donde eran transportados los burgueses que se destacan por su gran tamaño y por ser jaladas por caballos. Específicamente son los dos carruajes que utilizó el gabinete presidencial de Porfirio Díaz, además de fotografías de la batalla del 5 de mayo. Una de las salas más impresionantes es la cocina, ubicada en el segundo piso de la casa y que se destaca por la amplia colección de cazuelas, ollas, jarros, que adornan los muros del cuarto, además de un horno de barro. En este mismo piso se ubica la capilla con adornos barrocos y bancas de madera. El museo se encuentra abierto de martes a viernes de 10:00 a 17: horas, con un costo de reparación superior a los 15 pesos, con precios especiales para personas de la tercera edad, niños y estudiantes.
doliente
El de San Diego
Cuachayotla
Una leyenda
de vudú y lamentos en Puebla
En la década de los años cuarenta, el tránsito de personas era muy intenso en el llamado Camino Real que comunicaba al barrio de Santiago Mixquitla con las juntas auxiliares de San Matías Cocoyotla, San Diego Cuchoyotla, San Sebastián Tepalcatepec, San Juan Tlautla y Santa María Zacatepec. En esa época se encontraba en pleno auge la fábrica de hilado y tejidos San Diego Textil, ubicada al oriente, es decir rumbo a la Ciudad de Puebla y en la que laboraban cientos de obreros de las poblaciones ya mencionadas. En una ocasión los obreros del segundo turno salieron de trabajar en punto de las once de la noche. Tomaron camino hacia sus casas y al llegar a la altura de la desviación que conducía al templo de San Diego Cuachayotla escucharon a un niño que lloraba inconsolablemente. Sorprendidos de que hubiera una criatura a esa hora y en pleno lugar despoblado decidieron buscar al infante causante del llanto. Lo buscaron en diferentes sitios tales como los sembradíos de maíz, en los alfalfales, en el fondo de las acequias o entre las piedras, inclusive en las copas de los árboles y nunca lo encontraron. Cansados los obreros, abandonaron la búsqueda, más intrigados que cuando la iniciaron.
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Cada noche se repetía la misma situación por lo que los obreros y la gente en general temían pasar por ese lugar de manera que los obreros preferían quedarse a dormir en los cuartos de la propia fábrica y los vecinos se encerraban en sus casas desde muy temprana hora. Ocasionalmente, las personas que desconocían lo que ocurría y que solían pasar por ese lugar, al escuchar tan horripilantes lamentos, corrían despavoridos y otros más que pecaban de osados, buscaron al supuesto infante, terminaban víctima de convulsiones de origen misterioso. Empezaron a correr rumores por toda la región de lo que ocurría en esa parte del Camino Real hasta que se organizaron intensas búsquedas con el fin de hallar el origen de los lamentos. Después de mucho hurgar de un lado a otro, por fin encontraron en el fondo de una acequia por la que pasaba muy poca agua, un muñeco de trapo clavado con muchos alfileres por todo su cuerpo aún en la cara y en los ojos. Al intentar sacar al muñeco, los que se acercaron cayeron transtornados, de manera que desistieron de su intento. En vista de lo anterior se acordó visitar a un sacerdote para que los aconsejara. Este les sugirió que se realizara un exorcismo, así que al siguiente día los espero en el lugar ya indicado. El clérigo muy previsor ya iba preparado con agua y palma bendita. Inició el rezo correspondiente. A los presentes les pareció escuchar en ese momento un gruñido que salía de la garganta del muñeco de trapo. El religioso no se detuvo, arrojó el agua bendita con lo que empezó a retorcerse el ente profiriendo una serie de obscenidades en contra del sacerdote. Este lo golpeó con la palma bendita hasta lograr deshacerlo. Finalmente el presbítero recomendó cavar una cepa profunda dentro de la misma acequia a donde arrojaron los restos cubriéndolos con tierra y piedras. Por largos años se comentó este acontecimiento. Muchas personas aseguraban que el llanto y las obscenidades de este ser seguían escuchándose. También se supo que uno de los caballeros de mayor alcurnia de la ciudad de Cholula que por años había sufrido de una rara enfermedad repentinamente se había aliviado. Las cosas que resultan incomprensibles para la razón pero que acontecen en la vida de los seres humanos en ocasiones solo tienen ubicación en el campo de lo misterioso y oculto.
ElCharro Negro Nunca supe su nombre, pero “el charro negro” era un hombre robusto, alto, moreno claro y siempre vestía como un charro. Traía un sombrero de esos redondos de dos pedradas y en sus botas tintineaban sendas espuelas de plata que refulgían con la luz del sol. Acostumbraba a ir los domingos por la tarde a la plaza publica municipal, ahí cantaba a capela y hacia resonar su látigo sobre el pavimento, algunos murmuraban a sus espaldas que estaba loco y disimulaban sus risas no fuera que los descubrieran y entonces si, se las vieran con un loco furioso. Decían que su locura le había venido de una vivencia traumática cuando aun era muy joven que una tarde que volvía de reparar la cerca del rancho en donde trabajaba como caporal, su caballo, un manso retinto comenzó a parar las orejas pues había advertido algo fuera de lo común metros mas adelante. Un pequeño bulto fue tomando forma según se acercaba. Era un canasto que dejaba asomar unas cobijas.
El palomo, que así se llamaba el noble animal, comenzó a temblar y a corcovear un poco, luego, se rehusó a seguir avanzando su jinete, descendió de su bruto, lo ato a un árbol cercano y avanzo los pocos metros que lo separaban de lo que resulto ser un hermoso bebe que tendría según su apariencia, solo algunos meses de haber nacido. Estaba envuelto en una fina cobija blanca con rayas gruesas de color azul marino. Tomo a la criatura en sus brazos mientras se preguntaba que madre desnaturalizada habría tenido la sangre tan fría como para abandonarla. Tenia la piel muy blanca, los ojos muy azules, regordete, pesaba según sus cálculos quizá un poco mas de 5 kilos. Se encamino con el bebe a su caballo y cuando se iba acercando el animal comenzó a relinchar, a pararse en los dos cuartos traseros y a lanzar coces a diestra y siniestra. Trato de clamarlo pero fue inútil. Al ver que no conseguía nada decidió sentarse un momento sobre una gruesa rama de un árbol que descendía hasta casi llegar al suelo. Noto que, conforme se alejaba con su carga a cuestas el noble bruto se iba tranquilizando. “ - Va y a q ue es ta r a r o el p a lom o- “, dijo e n voz alt a e l c a p o ra l, luego pr os iguió: “ - Pare c e qu e n o le c aíst e b i e n a m i g uito. Per o ¿ Dónde d iablos e st ará t u m adre ?- ”. El caporal empezó a hacerle cariños y carantoñas hasta que el bebe comenzó a reír. “- No entiendo, palabra, como es que te dejaron abandonado… tan precioso… tan gracioso…-”, decía el hombre cuando paso algo extraño, el rostro del niño se puso serio y de su pequeña boca salió de pronto una voz horrible, cavernosa: “- Y también tengo dientitos…”. Su pequeño rostro se había transfigurado para entonces. Los ojos se le tornaron rojos y de sus pequeños labios se asomaban dos grandes colmillos. Babeaba una sustancia verdosa. “- Sagrado corazón de Jesús-“, grito el caporal, mientras arrojaba con fuerza y lejos de si a aquella horrible figura, que pesadilla que reía espantosamente. Con los nervios destrozados subió en un santiamén a su caballo y se alejo a todo galope de aquel sitio. Cuando llego al rancho y bajo de un salto de su cabalgadura ya decía esa clase de incoherencias que lo caracterizarían tiempo después. Tuvo un acceso de fiebre que lo postro por tres días. Se recupero
Cuenta la leyenda que por aquellos años del siglo XVI, vivía en la ciudad de Puebla, un hombre viudo que sólo poseía entre sus riquezas a sus dos hijos, un pequeño que rondaba los 6 años de edad, y una bella joven de nombre María que había alcanzado el clímax de la juventud desenfrenada. En el transcurrir del tiempo, María se enamoró de un soldado que todos conocían como Juan Luis, quien le juró fidelidad absoluta, y para demostrarle su amor, una tarde el joven soldado decidió visitar al padre de María para pedirle la mano de su hija. Éste lo recibió en su casa, y al notar su carácter afable, decidió escuchar su petición. Platicaron de un sin fin de cosas, hasta que el padre de María escuchó sobre la afición de Juan Luis por las armas; de pronto, la respuesta fue tajante, y la petición de aquel joven, le fue negada. Por esos días en diversos rumbos de la ciudad de Puebla, apareció una gigantesca y espeluznante serpiente que paralizó a los habitantes de la pacífica localidad. Se trataba de un animal de enormes dimensiones con varios metros de largo, que abarcaba una calle entera, y que tenía una temible cabeza por la que asomaban sus filosos colmillos. Desde su aparición, el pánico se regó como pólvora entre los moradores, quienes no salían de sus casas, no acudían a sus trabajos y los comercios permanecían cerrados, por lo que el Ayuntamiento y el virrey ofrecieron una
recompensa a quien lograra capturar y acribillar a la terrible bestia, pero ningún hombre se atrevía. Una tarde, la gigantesca serpiente se arrastró por la acera hasta llegar a una casona humilde, hecha de adobe y con agujeros por todas partes. La casa a la que había llegado era la de María, en donde su hermano de seis años se encontraba plácidamente jugueteando con los diminutos muñecos de madera que poseía. Con ojos enfurecidos, la feroz serpiente observó al pequeñuelo, mientras que por su hocico desprendía glándulas de saliva a la vez que dejaba expulsar su prolongada y repugnante lengua. Sin dejar escapar a su presa, el gigantesco reptil se abalanzó contra el niño, quien sólo pudo responder con un gesto de pánico. En segundos y de un solo bocado, la bestia le devoró la cabeza succionándola instantáneamente. El pequeño cuerpo de aquel inocente infante se desvaneció y el piso se inundó de sangre dejando un inmenso charco rojo.La noticia estremeció a María y a su padre, quien abatido por tan terrible desgracia, internó a María en un convento, mientras que con los pocos bienes que aún poseía ofreció una recompensa a aquel que aniquilara a la terrible serpiente. Y aunque pocos se atrevían a enfrentarla, fracasaban en su intento. Un buen día, se apareció un jinete aguerrido con el rostro oculto por la visera de un casco llevando consigo una espada, y decidido a asesinar a la espeluznante bestia. Algunos pobladores lo observaron desde los cristales de sus ventanas y entre gritos, clamaban su valentía. De pronto, el jinete vislumbró a la serpiente desde el lado opuesto, y corrió en su persecución; atravesó a todo galope la plaza y le dio alcance. Ante una lucha desenfrenada, un tajo certero de la espada arrancó la cabeza del reptil que en su
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agonía se zangoloteó con desesperación hasta que murió. Así,este hombre fue bautizado como “el que mató al animal”, quien generosamente fue recompensado por su valentía con una modesta casa y un título de nobleza. El padre de María, al descubrir que aquel jinete que desafió y asesinó a la bestia se trataba de Juan Luis, le otorgó la mano de su hija para que llevaran a cabo el sueño de unirse en matrimonio La boda se celebró y los habitantes de la ciudad de Puebla pudieron recuperar nuevamente la tranquilidad. Desde entonces en Puebla, se recuerda la grandiosa hazaña del “hombre que mató al animal”.
Prof. Margarito Solís Hernández