UNA LECCIÓN DE AMOR. (Doña Emilia Peralta. In Memoriam) Por: Carlomagno Rojas Rodríguez
Sucedió una tarde de aquellos tiempos juveniles. Me encontraba en el aserradero donde trabajaba mi padre, pues siempre esperaba que se le llevara una botella de café y algún pan con mantequilla. Mientras él hacía su merecido descanso sentado por ahí, yo me entretenía observando las labores en el patio, generalmente atascado de trozas de madera de muchas especies y tamaños. Aquel día de la historia, me encontraba oteando desde la ventana privilegiada, cuando observé a un chiquillo de menor edad que la mía y que se movía a pie entre las tucas de madera y con una bicicleta roja en sus manos. Al acercarse, no tuve dudas que la bicicleta era la de mi gran amigo Jorge Arturo Chaves. Recién se la habían comprado como regalo de cumpleaños y la apreciaba tanto como al más costoso carro deportivo. Era número 26, apenas para el tamaño de su dueño y del mío, pues yo la usaba como si fuera propia. Salí corriendo a verificar el robo y al llegar a la casa de don Coqui, entré con la acostumbrada confianza hasta encontrar a doña Emilia, a quien le pregunté por aquel preciado vehículo de Arturo. Me dijo que estaba detrás de
la casa. Fuimos a comprobarlo y… ¡nada! No había bicicleta. En esos momentos llegó por ahí don Coqui y los puse al tanto de lo observado en el aserradero. El papá de Jorge Arturo se fue al Resguardo Fiscal a presentar la queja y tratar de detener al pequeño infractor. Con la patrulla rural lo localizaron llegando al Ingenio Santa Fe y de inmediato se dirigieron a la casa a entregar la bicicleta y acto seguido, según ellos, llevarse al muchacho para el debido proceso contra un menor. Dijeron que seguramente lo recluirían en algún Reformatorio de la capital. Doña Emilia salió a informarse de la situación y cuando vio a aquel novel delincuente con la cara de pánico que mostraba, de inmediato se lo arrebató a los policías y dijo: “A este chiquito nadie se lo lleva de aquí. ¿No ven que tiene hambre y frío? Venga para adentro para darle de comer alguito. ¡Pobre muchacho que nadie sabe por qué hace estas cosas!” Y de la mano lo condujo hasta el comedor, le calentó un buen plato de comida, le dio luego una bolsa con ropas y hasta le puso un abrigo de alguno de sus hijos. Después de saciar sus hambres, el chiquillo salió para su casa seguramente sorprendido de aquel resultado inesperado. Y nosotros, los fisgones que presenciamos
aquel acto de amor, quedamos más que impactados. Los sentimientos de caridad, humanidad, amor al prójimo, apoyo a la niñez desvalida y entrega sin límites al necesitado, quedaron más que patentes aquella tarde, casi noche. Doña Emilia se retrató esa vez, como lo hizo y lo haría toda su vida, como una persona excepcional, como un ser que se desprendía de todo lo suyo en beneficio de los demás. Muchos años después y por cosas del destino me encontré a ese chiquillo convertido en un hombre. Me contó que se dedicaba a la construcción de casas y que había empezado como peón raso para luego convertirse en un maestro de obras. Luego aprovechó una oportunidad que se le presentó y se fue a los Estados Unidos a probar suerte, entiendo que con éxito. ¡Cómo aprendimos con Doña Emilia! Hoy, luego de sus funerales y con el corazón henchido de admiración, solo puedo decirle: ¡Gracias Doña Emilia! Gracias por todo lo que me diste siempre, por el mejor ejemplo de una existencia plena con verdadero sentido humano. Siempre estarás en nuestros pensamientos. Carlomagno Rojas R. 27 de abril de 2012.