Un cuento laqueado de mil colores - Ensayos sobre cuentistas mexicanos, de Adriana Azucena Rodríguez

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un cuento laqueado de mil colores ensayos sobre cuentistas mexicanos


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UN CUENTO LAQUEADO DE MIL COLORES ENSAYOS SOBRE CUENTISTAS MEXICANOS

Adriana Azucena Rodríguez

SAMSARA 2020


4 “Fascinación y caída del héroe en la obra de Julio Torri”, en Revista de literatura mexicana. “La metáfora como pauta narrativa en “Arenas movedizas”: procedimientos de producción de sentido” en Revista de literatura mexicana. “La huella del cuento en Pedro Páramo”, en Revista Fuentes Humanísticas. “Cuatro momentos en la escritura de «El árbol» de Elena Garro”, en La palabra y el hombre. “Tradición nacional y literatura fantástica: José Emilio Pacheco” en Revista Fuentes Humanísticas.

Un cuento laqueado de mil colores: Ensayos sobre cuentistas mexicanos. Adriana Azucena Rodríguez. Primera edición, febrero de 2020. © Samsara Editorial, 2020. © Adriana Azucena Rodríguez, 2020. Diseño: © Sergio. A. Santiago Madariaga maquinahamlet@gmail.com Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total y parcial sin autorización de la editorial. Impreso en México / Printed in Mexico ISBN: 978-607-97680-8-9


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ÍNDICE Prefacio | 7 Fascinación y caída del héroe en la obra de Julio Torri | 19 La metáfora como pauta narrativa en “Arenas movedizas”: procedimientos de producción de sentido | 43 La huella del cuento en Pedro Páramo | 63 Cuatro momentos en la escritura de “El árbol” de Elena Garro | 77 Tradición nacional y literatura fantástica: José Emilio Pacheco | 99 Algunas notas sobre lo fantástico en los cuentos de Francisco Tario | 123


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Prefacio

¿El estudio del cuento se debe supeditar a la especificidad del género? Si no partimos de la diferencia específica del cuento con otros géneros, ¿los resultados del estudio son similares a los de la novela u otras formas de la narrativa y el lenguaje estético? Sabemos que la narratología se refiere al estudio de los relatos: el cuento es un género narrativo, comparte con los elementos de narrador, personaje, fábula (acontecimientos), historia (orden en que se presentan los acontecimientos), modos discursivos (diálogo, argumentación, exposición), ambiente o atmósfera (suma de las indicaciones de tiempo y espacio en que transcurren los acontecimientos) y temas. En ese aspecto, una teoría general del relato no haría una diferencia de la especificidad de cada uno de sus componentes (crónica, noticia, relato histórico, leyenda, mito, novela, novela corta, cuento, microrrelato), pues su propósito es, justamente, establecer las generalidades de ese modo discursivo presente en esos textos cuyas diferencias están determinadas por criterios diversos, como la ficción, el propósito o la extensión. Entonces, ¿cuáles son las diferencias entre el cuento y otros géneros narrativos? ¿De qué naturaleza son estas diferencias? ¿a quién corresponde establecer tales diferencias? El especialista en el género cuentístico tendría que partir del concepto de cuento en su particularidad genérica; atender a la evolución del género a lo largo de la historia del mismo, y establecer las diferencias específicas con respecto a otras. Ahora bien, el estudioso de la obra de un autor —digamos, un cuentista— también se interesará en la concepción del género según la definición y la poética cuentística del autor. En consecuencia, ¿la poética particular de un autor sólo puede aplicarse a su propia obra? Evidentemente, no: pues contribuye a la construcción del género, forma parte de una escuela formada por los autores anteriores y posteriores y repercutirá en los lectores y su concepto del género. El cuentista, desde la aparición del cuento moderno, con Edgar Allan Poe y Anton Chejov, ha sido, al mismo tiempo, creador y teórico del género. Una teoría, como el conjunto de generalidades acerca de una materia de estudio, y una teoría del cuento, como una


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definición de su materia de estudio del género, una delimitación de ese objeto en relación con otro tipo de relatos, una preceptiva y los elementos para su análisis y crítica, han sido preocupación del creador. Por tales razones, la labor del cuentista, en su preocupación por establecer las características del género que cultiva, representa el material de teorización que ha resultado, por lo menos, irrelevante para las teorías más influyentes para la teoría general de la literatura. Edith Warthon, a principios del siglo XX, extrañaba que sólo Henry James habría discutido los aspectos de la novela —no señala esta ausencia a propósito del cuento—. Para esas primeras décadas del siglo pasado, los estudios sistemáticos sobre la literatura en general están a punto de desarrollarse en lo que se apuntalaría como una teoría literaria. Al surgir tales estudios, la novela ha sido objeto de teorizaciones fundamentales para la comprensión del fenómeno literario: la sociología del relato, la naturaleza del narrador, la historia recreada en la ficción, han sido asuntos que abrevan de la novela. No era de extrañar, pues, que en el siglo XX también se establecieran pautas del cuento en relación con la novela. Las teorías marxistas, como la de Lucien Goldmann, Para una sociología de la novela, de 1973, han homologado la estructura de la novela con la estructura de la economía liberal, es decir, con las sociedades capitalistas, así como la épica sería la recreación de la sociedad feudal. Y a sus protagonistas, los ha señalado como la recreación de los conflictos del individuo moderno. Esta concepción de la novela ha desplazado, en cierto modo, la importancia social del cuento, desplazamiento que contribuye a la escasa teorización sobre el género. Definir el cuento: describir el cuento, escribir el cuento Por principio, la definición suele partir de la brevedad y la naturaleza ficticia del género, “con un reducido número de personajes y una intriga poco desarrollada, que se encamina rápidamente hacia su clímax y desenlace final”, señala Demetrio Estébanez Calderón, en su Diccionario de términos literarios, y, a continuación, cita a G. Sobejano: se distingue por la brevedad, la tendencia a la unidad (de lugar, tiempo, acción, personajes); la concentración en algún elemento dominante que provoque un efecto único (con frecuencia un


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objeto-símbolo o una palabra clave); y la suficiente capacidad para excitar desde un principio la atención del lector y sostenerla hasta el fin.

En cuanto a su formación histórica, Estébanez Calderón ha señalado sus antecedentes casi prehistóricos, en el sentido de anteriores a la escritura: “El cuento constituye una de las formas primitivas de la expresión literaria transmitidas por tradición oral. Se encuentra en todas las culturas conocidas y aparece estrechamente vinculado a los mitos” de esa antigüedad mitológica a la literatura ejemplar medieval y de ahí a la narrativa breve de los siglos XVII y XVIII, los historiadores del género no dudan en enlazar el cuento del siglo XIX. La diversidad de propuestas de cada época, y principalmente la del XIX, en mi opinión, resulta un tanto ingenua, pues las diferentes manifestaciones que se pretende emparentar hacen, primero, de la brevedad un valor demasiado elástico: de los breves episodios unitarios mitológicos a las narraciones llamadas “novellas” del Decameron o las Novelas ejemplares de Cervantes o los microrrelatos de finales del siglo XX; y, en segundo, del efecto buscado en el final del relato, pues también es abismal la distancia entre los desenlaces propuestos en el relato ejemplar medieval, las nupcias del cuento de hadas y el final sorpresivo del siglo XIX; así como los recursos, que en algunos casos resultan tan modernos en un exemplo del siglo XV como en un relato neofantástico hispanoamericano —como evidenció Jorge Luis Borges al “actualizar” el exemplo del Conde Lucanor e incluirlo en Historia universal de la infamia. La teoría de los géneros suele sintetizar las descripciones: “condensación y síntesis”, señala Kurt Spang en su libro Géneros literarios, y explica que el cuento “se construye como evento único, preferentemente también con espacio y tiempo narrado único, con pocas figuras que tienden, en una evolución dinámica, hacia el desenlace final. [El cuentista] evitará las extensas descripciones, la detallada ambientación y caracterización de las figuras”. Al establecer la diferencia específica del cuento, la teoría suele centrarse en la brevedad del género en la relación con la novela, pero también con otros géneros breves, enumerados por Enrique Anderson Imbert: la fábula, la anécdota o la leyenda, que también tienden hacia el efecto único. Las transformaciones que el cuento ha experimentado, además, ponen en duda la posibilidad de que la homogeneidad de las


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definiciones y caracterizaciones básicas del género; pero un número constante de teóricos, críticos y escritores toman en cuenta nociones cercanas a la de “efecto único”, “unidad de impresión”, “desarrollo hacia el desenlace final”. Teoría del cuento en el siglo XIX Desde la aparición de la forma moderna de género, el escritor se hace cargo de justificar y explicar —es decir, teorizar— el mismo material que ha producido. Edgar Allan Poe se refiere a un texto con un “efecto único y singular”, concebido previamente a la invención de los incidentes y la combinación que lleve a ese efecto. “Si su primera frase no tiende ya a la producción de dicho efecto, quiere decir que ha fracasado”, afirma el autor norteamericano, para cerrar la idea con una nueva analogía: “Y con esos medios, con ese cuidado y habilidad, se logra por fin una pintura que deja en la mente del contemplador un sentimiento de plena satisfacción”. El relato breve, se resignificaría a partir de su efecto, un efecto sobre el que se reflexiona aún hoy, asumidos ya los presupuestos de la brevedad o la reducción del número de personajes y escenarios. Ese efecto ha quedado vinculado con la interiorización: la revelación esencialmente humana. Anton Chéjov considera la intensidad como corolario de la brevedad: los detalles psicológicos deben supeditarse a las acciones de los personajes, que deberían estar limitados a un número mínimo como centro de gravedad: “Lo mejor es evitar la descripción de lo que ocurre en la mente del héroe; eso debe quedar claro a partir de las acciones del protagonista. No es necesario contar con muchos personajes. El centro de gravedad debe recaer en dos personajes: él y ella”. El autor ruso expuso su poética en la escritura de cartas y el desarrollo de conversaciones, de las que Gustavo Luis Carrera concluye: Ante la concepción estructurada de una composición esquemática, múltiple y compleja, siempre atenida a un patrón de etapas subsecuenciales, Chéjov exalta el valor narrativo de la escena, del momento, de la atmósfera anímica y vivencia. Y nada más. La acción ocasional, el estado de ánimo, la pintura incompleta


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pero sugerente, pueden ser la esencia del cuento, del relato breve, síntesis del acto de contar.

Chéjov, así, parece subvertir el principio climático del cuento, según declara a propósito de La gaviota: “Bien, he terminado mi pieza. Contra todas las reglas del arte dramático, la comencé intensa y la terminé pianísimo”. A propósito de esta forma de cerrar el cuento, se ha señalado que Chéjov creó el llamado “final anticlimático”, descrito por Joseph Conrad —en la síntesis de Antonio Benítez Burraco, estudioso de la literatura rusa: busca sugerir al lector que lo narrado está lejos de haber terminado. Esta técnica permite a Chéjov involucrar al lector en lo que sucede en la obra con mucha mayor eficacia y conseguir que se preocupe directamente por el destino de los personajes, pero sin influir explícitamente sobre él, desde el momento en que el narrador adopta siempre un tono descriptivo marcadamente objetivo.

El cuento en el siglo XX Sin embargo, poco a poco se hizo más evidente que el cuento presentaba, con frecuencia, un desarrollo similar. Para 1925, el teórico ruso Boris Eichembaum observa un esquema presente en el cuento moderno inaugurado por Poe: “Este cuento se funda sobre los principios siguientes: unidad de construcción, efecto principal hacia el medio del relato y fuerte acento final”. Del teatro, se tomó el término “clímax”, como el máximo de tensión, después de un planteamiento —presentación de los personajes y la situación inicial— y un nudo —el enredo, la tensión entre intereses opuestos— que se resuelve de forma climática. Entonces, la diferencia específica del cuento con respecto a otros géneros como la anécdota, la crónica o el caso —géneros breves como el cuento— sería este episodio, muy cercano al final y, en ocasiones, en el final. Sean O’Falain menciona, por ejemplo, el final de “latigazo”, a propósito del cuento de Chéjov sobre la pareja que se impone una pesada deuda por un collar que, se revela al final, resulta falso. O’Falain sugiere otra técnica para construir un cuento: “La sorpresa que nos dan (generalmente modesta) no procede de un complicado artificio, sino del complicado


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artificio de la naturaleza humana que inocentemente revelan”, en referencia al cuento de Maupassant sobre la pareja de jóvenes, el cabello y el reloj, las peinetas y la cadena: es decir, plantear un conflicto complejo y profundamente humano que se resuelve de un modo sorpresivo aunque simple. Así, el momento climático se lograría de diversos modos, a los que se podría agregar: el desenmascaramiento y el hallazgo de la verdad, cuyo ejemplo más visible sería el cuento policiaco, aunque este sea el mismo objetivo de la novela policiaca —en todo caso, el cuento precedió a la novela. Edith Warton, autora norteamericana de novelas y cuentos, escribió, a la par de sus novelas más reconocidas —La casa de la alegría (1905) y La edad de la inocencia (1920)— ensayos sobre la novela, el cuento y el ejercicio de la lectura en general. En “Contar un cuento” observa que del relato se esperan dos efectos: “compacidad e instantaneidad”, que describe en relación con la novela. La principal diferencia técnica entre el relato y la novela puede resumirse, por tanto, diciendo que la situación es la preocupación principal del relato, y el personaje la de la novela. La siguiente, que el efecto que produce el relato depende casi por completo de su forma, o su presentación. Aún más —sí, mucho más— que en la construcción de una novela, es preciso buscar la impresión de algo está vívido, presente, en el asunto que se narra y asegurarlo de antemano mediante ese cuidado artificio que es el genuino descuido del arte.

Esta estructura del cuento, que ha llegado a consolidarse en la formación de escritores, es el llamado “triángulo de Freitag”, descrito ampliamente por Hernán Lara Zavala: Una línea horizontal, definida como el segmento AB, corresponde a lo que sería la exposición introductoria o inicio de la trama. Esta línea se continúa en segmento BC, representado por una recta con una pendiente es ascenso, que corresponde en términos narrativos a la complicación o desarrollo del conflicto en la historia. El punto C, donde se ubica el vértice superior del triángulo, representa el clímax o giro dramático de la acción. El segmento DC, con pendiente negativa o en descenso, corresponde al desenlace o resolución de la trama.


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Amparo Dávila, también se refiere a esa figura para señalar su propio mecanismo de escritura: El cuento es una figura geométrica, concretamente un triángulo. Tiene una base en la cual se plantea un asunto, luego sube una línea, en esa línea va exponiéndose lo que se plantea abajo, el desarrollo, hasta llegar al punto del conflicto y finalmente el desenlace; eso sería un triángulo equilátero convencional, pero mis cuentos no son triángulos equiláteros convencionales, pues no siguen necesariamente aquel esquema, hay un planteamiento que deriva en el conflicto y puede o no desembocar al desarrollo, en ocasiones con una frase los finalizo, sin rodeos.

Amparo Dávila afirma establecer un episodio que no se deriva necesariamente del desarrollo, incluso con una frase. Este mecanismo se relaciona con el estilo de uno de sus referentes creativos: Julio Cortázar. El autor argentino suscribió la expresión de knock out escuchada a un amigo suyo: cada episodio sería como un golpe planeado para minar la resistencia del lector, antes de asestar el golpe definitivo, el episodio lo suficientemente contundente para dejar aturdido al lector1. Ese episodio climático, knockoutiano, el giro inesperado, es el rasgo que, incluso en su omisión, representa una diferencia específica del cuento respecto a los géneros narrativos cercanos. Un episodio cuidadosamente planeado por el autor que revela la inesperada verdad oculta de un personaje o una situación, lo transforma en otro ser —un axólotl—, resuelve el conflicto de los personajes de manera inesperada —la inversión de la realidad y el sueño—, mediante la inclusión de lo fantástico o lo sobrenatural, aspecto que apenas se había insinuado a lo largo del texto, o ni siquiera. Ahora bien, siguiendo la metáfora cortazariana, la lectura de un libro de cuentos podría resultar aturdidora: un knock out tras otro. “Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos”.

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Nadie, con excepción del lector juvenil, saldrá en dos pies de esa lectura. Quizá el desplazamiento del cuento en el mercado editorial se deba a la cautelosa reticencia del lector a enfrentar, de nuevo, la serie de rounds en la que fue noqueado despiadadamente. Entre otros planteamientos para establecer la característica definitoria del cuento, se habló de epifanía. La postuló James Joyce como el momento revelador: “una súbita manifestación espiritual, bien sea en la vulgaridad del lenguaje y gesto o en una fase memorable de la propia mente”. Tal manifestación es particularmente abstracta: en los cuentos del autor de Dublineses, según reiteradas opiniones, parece que no ocurriera nada. “Eveline”, por ejemplo, es el relato de la joven que repasa su vida para concluir que debía escapar con Frank; ya en el puerto, a punto de embarcarse hacia Buenos Aires, ella se detiene; el relato queda en suspenso: los ojos de Eveline “no le dieron ningún signo de amor, ni de adiós, ni de reconocimiento”. ¿Cuál fue la “manifestación espiritual” que separó a la pareja? Esto abre la posibilidad de que la epifanía sea perceptible en dos sentidos: para el personaje o para el lector. Si es sólo perceptible para el personaje, no necesariamente lo comunicará al lector. Si sólo lo es para el lector, será por el recurso de que el lector tenga más información que el personaje (por intervención del narrador), o como un ejercicio de interpretación: en ese caso, la epifanía será un efecto. La noción de epifanía, sin embargo, se ha trasladado a la de “momento epifánico”: Gabriela Mora cita a Mark Schorer, quien señaló que “el cuento sería un arte de revelación moral y la novela una evolución moral”. El episodio de revelación moral será considerado por Rust Hills como “momento epifánico”, Gabriela Mora añade que ese momento del relato es un recurso que responde a “un patrón frecuente del cuento [y que] A la vez, este recurso no es exclusivo del cuento, ya que se da también en otros géneros; la novela o el drama, por ejemplo”. Pero los proyectos opuestos a ese episodio álgido siempre han estado presentes en la concepción del cuento. Los autores también han reaccionado en contra: “Si uno solo busca que el cuento termine con el lector aturdido, el orgullo de haberle dado un golpe definitorio palidece ante la evidencia de que por un buen rato esa persona no va a pensar ni sentir nada”, escribió Marcelo Cohen, cuentista argentino nacido a mediados del siglo XX, quien refiere


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a Macedonio Fernández y William Borroughs: “la literatura debe aspirar a conmover integralmente la conciencia del lector”. Hernán Lara Zavala sintetiza ambas posibilidades de rasgos definitorios del cuento, o la existencia de “dos tipos básicos de cuentos (aunque no siempre de cuentistas): los que se concentran en la anécdota y en su sorpresivo desenlace, y aquellos que logran establecer un clima, una atmósfera, un tono que, en los relatos logrados, contiene la paradoja íntima inherente a todo buen relato breve”. Es decir, un tipo de cuento presentaría un episodio claramente reconocible, ya sea cerca del final o en el final, que ha sido llamado episodio climático, clímax, momento epifánico, knock out, revelación moral, entre otras etiquetas. Y otro tipo de cuento que se caracteriza por la ausencia de ese episodio. Este segundo tipo de cuento se organizaría mediante una condensación de rasgos psicológicos de los personajes, una ausencia especial de descripciones, condicionadas a reforzar la carga significativa de los espacios en función de los acontecimientos y una reformulación de la noción de verdad: un cuestionamiento de la verdad, a cambio de una exploración subjetiva de la psique humana. Torri, Paz, Rulfo, Garro, Pacheco, Tario Si bien el cuento mexicano ha consolidado una tradición cuentística desde el siglo XIX y hasta el modernismo, ese periodo se apegó profundamente a la imitación formal de los modelos europeos y a la preocupación didáctica que el momento histórico exigía dejando poco espacio a la interiorización que caracteriza al género. El cuento moderno, surgido a partir de los ateneístas y del relato de la Revolución, en cambio, ha explorado una diversidad de posibilidades en todos los ámbitos: narradores, ambientes, temas y personajes; se ha atrevido a hibridaciones y todo tipo de experimentos —metaficción, tramas no cronológicas, minificción—, ha incorporado recursos y categorías estéticas —lo sociológico, lo fantástico, la intertextualidad, el erotismo—, y, principalmente, ha profundizado en la interioridad de los personajes para acceder a revelaciones que enriquecen el género y lo ponen en diálogo —y no en subordinación— con la tradición universal del cuento. El cuento mexicano moderno ha conservado esa particularidad ambigua, de difícil clasificación. Y los ensayos reunidos en este volu-


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men han surgido de esa observación: la transición del cuento hacia otros géneros. Los autores seleccionados ofrecían, en esa ambigüedad genérica, las pautas que dirigían la investigación que se concretó en cada ensayo. Julio Torri evade con frecuencia clasificar su obra como cuento: al titular su primer libro Ensayos y poemas, evita el término aunque sus colegas y antologadores señalaban la evidente narratividad de algunos de sus textos; selecciona un personaje esencial de la narrativa para sus disquisiciones líricas o ensayísticas: el héroe; lo cuestiona, parodia y enaltece hasta convertirlo en un tipo de héroe que determina la narrativa del siglo XX. Octavio Paz, configuró, en “Arenas movedizas” también se desliza entre géneros: el poema en prosa y el cuento; el vehículo de transición es la metáfora, que oculta sentidos y los lleva a extremos que terminan en propuestas narrativas de ecos fantásticos, maravillosos, surrealistas o insólitos; sin abandonar la complejidad de la concepción poética característica del poeta mexicano. De Juan Rulfo, la edición del libro Pedro Páramo en 1954 puso de manifiesto la particularidad de los fragmentos de la novela: su calidad de textos unitarios que, aisladamente, presentan las características del cuento: unidad de acción y de ambiente, síntesis, tensión y efecto; pero, en conjunto, logran los vínculos narrativos y la multiplicidad de sentidos que son parte de los aciertos absolutos de esta obra. Una inquietud similar se encuentra en el origen del ensayo dedicado a Elena Garro, quien transita entre el cuento y el teatro en la obra “El árbol”, texto que, a su vez, tuvo su antecedente en un relato que recreaba la escritura del diario: el análisis de los recursos discursivos y la comparación entre las diferentes versiones quedaron reunidos en ese ensayo. Los últimos dos ensayos están dedicados al cuento fantástico, un género de la narrativa que ya implica, por sí misma, una particularidad que requiere el análisis y la reflexión para evidenciar la diversidad de posibilidades expresivas de un género cuya caracterización puede causar la impresión de una fórmula textual. En un extremo, José Emilio Pacheco es el autor que conjuga la tradición mexicana —el pasado prehispánico, las canciones populares, momentos álgidos de la política, los encuentros con otras culturas— con lo sobrenatural, para cuestionar esas imágenes y lo que han representado para el presente. En el otro extremo, Francisco Tario parece distanciarse de esa misma tradición y explorar en otras fuentes: el cuento


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de fantasmas inglés, la cinematografía y la narrativa de las vanguardias hispanoamericanas; en esa exploración, Tario acude también a elementos humorísticos poco frecuentes en la literatura fantástica; así, enriquece la dinámica literaria nacional. El cuento mexicano, pues, ofrece un vasto material de estudio, de exploración imaginativa y de cuestionamientos genéricos que hacen del cuento breve un laboratorio extraordinario de la estética narrativa. Resta continuar este proyecto de estudio del cuento con, por ejemplo, el cuento de la segunda mitad del siglo XX. Por lo pronto, queda esta primera fase de ensayos desde distintas perspectivas teóricas y enfoques, como un homenaje a ese género, tal vez un tanto despreciado por el canon nacional, pero que representa una inserción relevante a las propuestas y experimentaciones de la literatura de la misma época.


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FASCINACIÓN Y CAÍDA DEL HÉROE EN LA OBRA DE JULIO TORRI

Los años que Julio Torri dedicó a su labor académica, literaria y, aun esporádicamente, burocrática, coincidieron con una época de intensa actividad política y cultural: mientras la rebelión armada (oficialmente y denominada después Revolución Mexicana) añadía páginas a la historia nacional con nuevos héroes de hazañas que a menudo resultaban dudosas, en el plano cultural el Ateneo de la Juventud pugnaba por un nacionalismo basado en la tradición y en corrientes filosóficas de corte antipositivista, y se gestaba el testimonio narrativo del anárquico proceso revolucionario y su asentamiento como un nuevo orden político. Torri tomo una posición particular frente a las preocupaciones de su época,1 tangencial y cifrada, comprometida con principios estéticos pero reflexiva frente a su momento histórico; y desde esta posición acude al antiguo paradigma del héroe cuya altura moral, para entonces, ya se revelaba inoperante. La imagen del héroe en la obra de Julio Torri se opone a su tratamiento tradicional mediante el uso constante de la ironía capaz de evidenciar la imposibilidad del comportamiento heroico y fustigar las aventuras fallidas o ridículas del nuevo héroe —circunscritas a los avatares de oficina, a las cambiantes mareas del poder. A cambio, proveyó al personaje de una complejidad psicológica poco común hasta entonces. En un recuento de los asuntos tratados por el autor, incluso en su correspondencia y comentarios críticos, como prólogos y reseñas, encuentro que con frecuencia se hace alusión directa o indirecta al héroe; los diversos medios de insertarlo dan cuenta del constante ejercicio de exploración en torno al sentido del personaje: la alusión a Odiseo en “A Circe”, la metáfora del talento sacrificado a la docencia en “El maestro”, o la reflexión sobre la aceptación de Como ha señalado Rafael Olea Franco, “su poética entra en franca contradicción con algunas tendencias dominantes de la literatura mexicana de la primera mitad del siglo XX —realismo de la novela Revolución y de la novela indigenista, por ejemplo—, según las cuales el arte debe tener otra finalidad además de la estética” (2002: 153). Esta contradicción no implica evadir las propuestas de aquellas tendencias, sino enfrentarlas con giros innovadores característicos de su estilo.

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la desgracia en “Beati qui perdunt…!” y la burla velada del héroe bandolero en “El raptor”. Estilísticamente, rasgos como la brevedad, el uso frecuente de la ironía o la trasposición genérica se relacionan con la percepción de los temas tratados, como en el caso del héroe, según pretendo mostrar. La reflexión sobre la materia marca también los diversos tonos de las prosas que constituyen la obra de Torri, tonos que van del irónico al sarcástico y del pesimismo a la nostalgia. Este sujeto temático también representa uno de los factores de cohesión entre sus fuentes literarias más reconocidas —y las extraliterarias: pasajes históricos y compositores y cineastas como Wagner y Cecil B. de Mille—; fuentes de entre las cuales los polos principales son los clásicos griegos y la tradición inglesa; justamente las pautas que marcan el nacimiento y debilitamiento del modelo heroico. Desde esta perspectiva, uno de los méritos poco reconocidos en Torri es el de vincular tempranamente la literatura mexicana con fenómeno característico del siglo XX, el cuestionamiento de la figura del héroe hasta su desaparición, estudiado desde aspectos antropológicos, sociológicos o psicológicos. Tales teorías resultan insuficientes si se pretende aplicarlas a la obra de Julio Torri, ya que su interés por el tema tiene además un doble filo ético y estético: la capacidad del héroe de inspirar obras artísticas imperecederas, la pérdida de esa capacidad en la versión moderna del personaje o la configuración de nuevos logros artísticos a partir de esos materiales limitados. Así, el autor desmitifica al mundo y al personaje mediante técnicas ensayísticas y líricos-narrativas determinadas por el manejo de la ironía, la interiorización psicológica y el análisis objetivo del entorno social. Tal voluntad de desmitificación alcanza a la contraparte femenina del héroe, la mujer desidealizada y agredida, el ente inaccesible y terrorífico. El tratamiento del personaje oscila entre las ideas sobre el héroe antiguo, tomadas de los modelos clásicos,2 y su caída en el escenario 2

Desde la noción clásica de mimesis, Aristóteles distingue entre hombres “superiores” e “inferiores”; el héroe corresponde a la primera categoría, su lugar se encuentra en géneros literarios específicos: la tragedia y el poema épico. Véase Aristóteles (1980). En la evolución de la epopeya hacia la novela moderna, los lineamientos del héroe mantienen esas mismas pautas hasta el siglo XIX; Erich Auerbach (2000) muestra los diferentes modos en las diversas culturas que convergen en la occidental han interpretado al personaje central: el héroe bíblico,


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moderno.3 El entorno de Torri ubica al héroe actual y pone a prueba la superioridad del antiguo reactualizando su existencia e interpretación, casi siempre mediante la parodia. El referente fundamental es el héroe literario propuesto mediante alusiones y símiles reconocibles tales como Odiseo, Don Juan, Robinson o el protagonista del cuento maravilloso; aunque también acude con frecuencia al héroe popular o al héroe “cotidiano”. Desde el primero hasta el último de los libros del autor se aprecia una evolución estilística e ideológica: en Ensayos y poemas (1917) hay una constante predisposición del personaje, el narrador o el poeta hacia el infortunio, sin excesos dramáticos, pero sí con lúcida capacidad de reconocimiento y análisis de la situación anti-heroica. Y es precisamente el primer título de ese volumen, “A Circe”, la primera alusión al paradigma del héroe —el modelo homérico de Odiseo— y su moderna conciencia trágica. ¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resulto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violentas errante por aguas. ¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resulto a perderme, las sirenas no cantaron para mí (Torri 1996: 9).4

Con elementos del poema en prosa y el cuento mínimo, la composición sintáctica crea el contrasentido propio de la ironía, la cual se ratifica mediante el tono y la ruptura con la fuente homérica, a cuyo reconocimiento por parte del lector apeló el autor para disponer el curso de la aventura, más aún cuando la construcción adversativa invierte los acontecimientos originales. El narrador o poeta se propone como el nuevo Odiseo, el héroe por excelencia pero con el griego, el medieval (el santo o caballero) o el pequeño burgués del siglo XIX. Todos ellos, no obstante, aún pueden recibir el apelativo de superiores. 3 Planteamiento cercano a los de Giorgy Lukács cuando observa la diferencia específica entre la épica antigua y las formas literarias modernas radica en la visión del mundo de una y otras: mientras del héroe épico tenía conciencia de un cosmos controlado por los dioses, fuerzas superiores pero conocidas, el actual se reconoce en un mundo abandonado por ellos (Lukács 355). 4 En adelante cito por esta edición, que es la segunda reimpresión de De fusilamientos.


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el giro sorpresivo de declarar su intención de perderse;5 logra la voluntad del lector al demostrar la superioridad de la perdición; incrementa el interés en la anécdota mediante algunas las imágenes más estéticas en la obra de Torri —“en medio del mar silencioso… la pradera fatal… un cargamento de violetas errante por las aguas”—, quien cae ante la ironía del destino, al abrir las posibilidades de reflexión en el lector, y sumar ahora cierta categoría ensayística a la lírica y narrativa. Propuestas de morfología narrativa como la de Propp6 supone la salvación de los obstáculos a los que el héroe se enfrenta y su retorno triunfal;7 en cambio, el héroe de Torri elige libremente la destrucción, con lo que se acerca más al héroe trágico que va contra las leyes de su universo (el código literario); en castigo, las fuerzas divinas le niegan la realización de su deseo: el personaje va con toda resolución hacia un destino sublime, destructor, fascinante y, ya en sus puertas, lo rechaza, aunque en la voluntad de realizarse hay un eminente gesto heroico, y por ello tampoco se realiza un poema de mayores proporciones —o “una novela, la tragedia de un hombre determinado que fracasa en un mundo que puede controlar” (Zaïtzeff 2004: IX) —: aun en contra del y lírico y sus altas pretensiones, el presente inmóvil de la poesía se impone. Desde un punto de vista psicológico, Joseph Cambell8 establece que “el camino común de la aventura mitológica del héroe es la magnificación de la formula representada en los ritos de iniciación: El autor acude, pues, a la parodia, figura que según G. Genette, es un discurso que parte de otro pero con una intención diferente, conservando las palabras precisas para mantener el recuerdo del texto: “consiste en retomar literalmente un texto conocido para darle una significación nueva, jugando si hace falta y tanto como sea posible las palabras […] una cita de su sentido, o simplemente de su contexto y de su nivel de dignidad” (Genette: 27). 6 Vladimir Propp (1989) establece, hacia 1927, las treinta y una funciones de los personajes que representan lo que llama la base de la morfología de todos los cuentos maravillosos, es decir, los acontecimientos que recaen en el desarrollo del héroe, como ausencia, prohibición, transgresión, interrogación, etcétera. 8 Algunas de estas últimas funciones corresponden también a Ulises, héroe de “A Circe”, tales como “el héroe llega de incógnito a su casa” (23), “una tarea difícil le es propuesta al héroe” (25), “la tarea es cumplida” (26), “el héroe es reconocido” (27), “el héroe adquiere una nueva apariencia” (29), “el antagonista es castigado” (30) y “el héroe se casa y llega al trono” (31) (Torri, 1996: 89-96). 9 En su libro El héroe de las mil caras (Campbell 2001:11-30), privilegia la visión del héroe como el individuo de todas las épocas que sale de la vida cotidiana para ir a la psique, donde residen las verdaderas dificultades para combatir y triunfar 5


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“separación-iniciación-retorno”; después de la última fase “el héroe regresa de su misteriosa aventura con la fuerza de otorgar dones a sus hermanos” (35). Ambos elementos, trayectoria y entrega a la comunidad, ponen en marcha la acción del protagonista; son condiciones imprescindibles. El ritual se cumple en la Odisea, en tanto que el viaje de Ulises devolverá el orden a su reino. Sin embargo, Torri modifica las características de la aventura para darle una significación nueva, comenzando con el cambio de persona narrativa — tradicionalmente en tercera— ubica desde un yo narrador (o un yo lírico) en una situación similar a la de Ulises. No obstante, la total individualidad del yo imposibilita la preocupación por la comunidad, pues decide perderse y no pretende restablecer la armonía del hogar o volver con ningún don para sus semejantes. En contraste, en “El maestro”, segundo texto del libro y de rasgos más cercanos al género ensayístico, Torri analiza una verdadera realización del héroe, aunque propone una heroicidad más cotidiana y discreta. El epígrafe de El rey Lear de Shakespeare sugiere el matiz ambiguo y trágico del ensayo: “…Royal Lear, / Whom I have ever honour’d as my king, / Lov’d as my father, as my master follow’d / As my great patron thougt on in my prayer”, declara Kent cuando está a punto de romper con un rey que se halla a punto de perder el juicio.9 En primer párrafo, Torri señala las actividades intelectuales superiores: crear y enseñar —proyectos fundamentales de su generación—, de entre las cuales la segunda es más humilde pero implica “la afirmación más enfática de la comunidad espiritual de la especie”. El segundo párrafo establece un giro sutil de la opinión del ensayista: “Cuando el artista flaquea, entrega sus armas a sus hersobre sus limitaciones personales, ya sea dentro de los ritos establecidos en su sociedad, ya sea individualmente, en busca de una guía. 9 Para Torri, la relación entre el epígrafe y el texto se justifica “por la necesidad de expresar relaciones sutiles de las cosas. […] A veces no es signo de relaciones ni siquiera lejanas y quebradizas, sino, mera obra del capricho, relampagueo dionisíaco, misteriosa comunicación con la realidad” (“Del epígrafe”, 12). En una misiva a Alfonso Reyes, reitera su método de escritura en relación con el epígrafe: “escribo de la siguiente manera: tomo un buen epígrafe de mi rica colección, lo estampo en el papel, y a continuación escribo lo que me parece, casi siempre un desarrollo musical del epígrafe mismo. Es como si antes de comprar un vestido, adquirieras el clavo del que lo has de colgar. En esta imagen aparece un poco absurdo mi procedimiento, pero tú descubrirás que no lo es” [enero de 1914] (Torri 1995: 53).


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manos, en la más heroica de las acciones humanas”. Si el artista se transmuta en maestro, inmola su creatividad y renuncia a su individualidad en favor de la sociedad; el maestro cumple la función donante que el héroe homérico de “A Circe” rechazaba: “la labor de traer los misterios de las sabiduría [que] habrá de significar la renovación de la comunidad” (Campbell 2001: 179). Hacia el párrafo cuarto, Torri modifica levemente la idea de unificar ambas actividades al establecer una oposición entre ellas: “crear y enseñar son actividades en cierto sentido antitéticas”; para concluir en el párrafo cuarto con la paradoja del heroísmo artístico: Todos apetecemos oír el mensaje que trae nuestro amigo; pero éste olvidará las palabras sagradas si se sienta a nuestra mesa, comparte nuestros juegos y se contamina de nuestra baja humanidad, en vez de recluirse en una alta torre de individualismo y extravagancia. En cambio las voces misteriosas cuyo eco no recogió, ofrecerá a la especie un rudo sacrificio: la mariposa perderá sus alas, y el artista se tornará maestro de jóvenes. (Torri 1996: 10)

La reflexión implica ahora la oposición entre lo sagrado, correspondiente a la creación, y, por asociación, lo profano, propio de la enseñanza y el contacto con la humanidad. La intención irónica, cuya pauta se encuentra a lo largo de todo el fragmento (“nuestra baja humanidad” se reduce a “la especie”; el ámbito del artista es una “torre de individualismo y extravagancia”), se hace más evidente en el último enunciado: la transformación del poeta tendrá la fealdad de una mariposa sin alas, el sacrificio no será sublime sino rudo, carente de toda nobleza, con lo que “la más heroica de las actividades humanas” pierde valor.10 10

Ante la posibilidad de que el texto contenga ciertas referencias autobiográficas, recordemos que desde 1913, cuando ingresa como profesor de la Escuela de Altos Estudios, hasta 1917, fecha de publicación de su primer libro, las confesiones personales de Torri a Alfonso Reyes reflejan la poca satisfacción hallada a en la docencia: “Estoy a punto de fracasar ruidosamente como profesor de literatura en la Preparatoria.” Carta fechada el 9 de febrero de 1914, (Torri 1995: 60). En otra ocasión, comenta a su amigo: “Ya he recibido el bautismo de sangre (perdona), o sea el primer gisazo […] Tengo cuarenta discípulos, y en materia de todas las cosas, están en blanco […] ¿Mi opinión sobre mis discípulos? Preferiría decírtela sobre el pizarrón o los bancos y demás objetos” (marzo de 1914, 63).


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Hasta aquí, Torri enfatiza los rasgos de la personalidad heroica y su principal referente es el héroe antiguo; mientras que en “De una benéfica institución” se centra en el motivo de la aventura, condición del personaje temático, enfrentada a la época moderna y a las peculiares relaciones entre ésta y la ficción. Texto cifrado desde su inicio por la ironía, el autor recurre al tono característico de la figura: “Me agradan sobremanera los embustes y admiro la rara perfección que en este artes han alcanzado los norteamericanos” (22); de tal manera, el verdadero sentido resulta contrario a la afirmación textual, como se demuestra en el desarrollo de la idea: “Y cuando topo con eruditos ignorados, con poetas sin leyenda y sin empresario, lamento de corazón que no se sepa aquí de la empresa comercial de Nueva York que por poco dinero suministra aventuras a hombres indolentes o cobardes” (Torri: 22). El ensayo se resuelve por medio de una exclamación prolongada, poco común en Torri, de falso tono declamatorio: ¡Cuántas veces por falta de oportunas disputas conyugales, de una miserable tentativa de suicidio, o de viajes extraordinarios por el Mar Rojo, perdemos nuestros mejores derechos a la gloria, y la flamante colección de nuestras obras completas padecen injustamente los rigores del tiempo en una doncellez inútil, como nuestras tías abuelas! (Torri: 22).

La reflexión alude al estereotipo del autor cuya existencia real se equiparaba con las aventuras de sus obras, imagen de vigencia Entre sus colegas no halla ninguna amistad y sólo le merecen opiniones desfavorables, registradas también en su correspondencia: “las demás profesoras son extraordinariamente pedantes, ignorantes y extravagantes […] María Luisa Ross, discípula de Urbina en la prosa, es una cursilería insoportable” (13 de diciembre de 1916, 81). Por lo demás. El destinatario de aquellas confesiones nunca hará un comentario al respecto. Cabe señalar que las opiniones menos entusiastas sobre Julio Torri se relacionan con su labor docente: “Según cuentan, sólo Ramón López Velarde se desempeñaba peor como maestro” (Andrés Henestrosa), “Lo rememoro como un maestro terrible y deliberadamente aburrido” (Henrique González Casanova), “Hablaba con voz apagada. Era tremendamente monótono” (Luis Rius), “Don Julio detestaba el magisterio y realizaba ese trabajo con molestia” (José Emilio Pacheco), “Fue mi maestro y recuerdo su clase como algo muy aburrido” (Héctor Valdés), son algunos de los testimonios recogidos por Beatriz Espejo (1986: 81-111).


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indiscutible,11 alude también, entre líneas, al público, incapaz de reconocer el mérito de la labor silenciosa y sedentaria que da lugar a otra estética, cuyo heroísmo requiere también, para cumplirse, de un público que la aprecie. Para el autor existe una profunda relación entre el comportamiento del héroe y el hombre de letras moderno: ambos están a merced de la vacuidad y la falsedad del mundo actual. La relación entre el héroe y sus semejantes resulta particularmente compleja: si bien la soledad es una condicionante en el personaje, la aceptación de los demás es la tentación constante y, más aún, la necesidad para que el heroísmo se cumpla. Lo fue en el aventurero y en el escritor. Julio Torri acudirá, además, a la figura del hombre armado y ofrece una visión irónica del bandolero en “El raptor” (44), cuyas características recuerdan al protagonista de leyendas populares, corridos y estampas.12 Textualmente, el personaje se refiere a sí mismo desde su voz y punto de vista de los hechos; sin referencias para juzgar la validez de sus actos, es incapaz de emprender una acción por sí mismo (“Amigos míos, ayudadme a robar una novia que tengo en el Real de Pozos”), ni de obtener el amor de la mujer deseada (“Tendremos que sacarla de su casa a viva fuerza. Por eso os pido ayuda, que si ella tuviera voluntad de seguirme…”). Como en “A Circe”, la comunicación entre el autor y lector fluye mediante la intermediación del yo-narrador, en contra del uso tradicional de la tercera persona característico de la épica. De nuevo, la ironía se señala mediante el tono, exageradamente dramático y afectado, de invocaciones en el uso del “vosotros” suena falso y fuera de lugar. Pero es aún más destacable el logro de la antífrasis en la construcción de la ironía: las oraciones complejas cuentan con dos elementos, de tal manera que la afirmación inicial es descalificada de inmediato por la siguiente.13 Jorge Aguilar Mora al recordar el discurso de Rafael F. Muñoz a Torri en la Academia Mexicana de la Lengua, hace notar el contraste entre ambos escritores pues “Torri escribió sobre lo que había leído. El otro, sobre lo que había visto. Uno, literatura del mundo; otro, vida de México. Uno pensamiento; otro acción. Uno, bellas letras, otro, la revolución” (Aguilar 1990: 46). 12 Por aquellos años, Mariano Azuela publicaba a primera novela de la Revolución Mexicana, Los de abajo, en la que cuestiona al héroe revolucionario saqueador que en un episodios, como el personaje de Torri, rapta a la joven Camila con ayuda de Cervantes, uno de sus hombres de confianza. Con seguridad, ninguno conoce la obra del otro; pero su conclusión al respecto del nuevo héroe coincide en la pérdida de los valores hasta entonces aceptados en el personaje. 13 Catherine Kerbrat Orecchioni describe aspectos relevantes de la ironía: dis11


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Cuando me ve se echa a temblar y si no fuera porque la amenazo con matarla si no me espera en la ventana a la noche siguiente, jamás la volvería a ver. Al hablarle se me enronquece la voz, y a ella le entra tanto miedo que no atina a decirme sino que me vaya y que la deje; que no me ha hecho mal ninguno; que lo haga por la Virgen Santísima… Sé bien que no me quiere; pero ¿qué importa? Ya irá perdiendo el temor. Por ella me dejaría fusilar. Ayudadme, mis amigos. Tened compasión de un hombre enamorado, y mañana hacéis de mí lo que gustéis. Os obedeceré como un perro. Y si algo os pasa por ayudarme, la Sierra Madre no está lejos, y mi cinturón de cuero se halla repleto de oro.

La conveniencia de la antífrasis irónica consiste en la reducción de los referentes extratextuales que se perderían en circunstancias diferentes a las del momento de enunciación, como ha señalado Rafael Olea al considerar que la ironía de Torri “conserva su vigencia en virtud de que no acude, para completarse, a ningún elemento fuera del texto o de la literatura misma; esto es, requiere muy poco de ‘situacional’ o pragmático para ser comprendida” (Olea: 158). Esta acumulación de recursos tiene un efecto conclusivo: el personaje no alcanza a comprender lo grotesco de su comportamiento, un entrecruzamiento de violencia, sufrimiento, necesidad de otros para obtener el objeto amado y la conclusión de que su liga más profunda no es la mujer amada, sino los amigos que la pondrían a su disposición. Con frecuencia, el autor construye una tensión verbal entre la expresión de su personaje, que revela sus acciones, más bien vacías y carentes de significado trascendente, y las acciones superiores a las que aspira. Sobre esta tensión, tratan algunas de las ideas del ensayo “Beati qui perdunt…!”, análisis de la analogía entre literatura, referente de las grandes empresas anheladas, y vida cotidiana: tingue entre tropos in praesentia e in absentia (la metáfora existe in praesentia y la metonimia in absentia); y observa que la ironía corresponde principalmente a un tropo in absentia “si se pueden concebir teóricamente frases como: ‘qué genio, este imbécil de Pedro’, la formulaciones de este tipo son mucho, muy raras […] la ironía no se justifica más que en la medida en que queda, al menos parcialmente, ambigua […] La ironía no pude existir legítimamente más que en la ausencia de índices demasiado insistentes” (1990: 196s).


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“Nos interesamos en el vivir como por el desarrollo de una novela; novela singular en la que el protagonista y el lector son una misma persona” (Torri: 24); y testimonio de frustración por la falta de episodios relevantes en la obra de la vida: “Si nos mueve únicamente un interés estético, sentiremos acabar el libro de nuestros días sin haber hallado en él algo importante; y si nos sobreviene un desastre, si fracasamos, una estrecha lógica de novelista impondrá el suicidio” (24). El discurso da un vuelco con la posesión en el sitio de la aspiración y aventura máximas: “¡Tener inesperadamente ocasión de ir de compras!” (25). De ahí el tema del ensayo gira hacia el contraste entre posesión y pérdida; en esta última, propone el ensayista, se prueba la superioridad del individuo: “Quien no pierde en las mayores desgracias su ecuanimidad, la atormentada curiosidad por su propia vida, es realmente un hombre superior” (28). Más adelante, el autor ennoblece la visión artística de la vida, predominante en el artista romántico —para quien, ha dicho otro autor, “la más alta ansia de perfección concluye en la más alta conciencia de limitación” (Argullol: 157)—: “Los que carecen de principio ético alguno, y viven en las mayores contradicciones y alternativas, son artistas románticos. Goethe hizo con su vida un mármol antiguo, la estatua de Zeus, el padre de los dioses” (Torri: 26). La vuelta al héroe romántico parece alejar al ensayista de la ironía —aunque el marco irónico resta credibilidad a ese llamado a la seriedad— a cambio de una voluntad de belleza depurada por la pérdida: “Quien no pierde en las mayores desgracias su ecuanimidad, la atormenta curiosidad por su propia vida, es realmente un hombre superior. El interés estético por nuestros sucesos decora las más altas cumbres del esfuerzo” (28). Al margen queda el hombre cuyo bienestar se asienta en sus bienes insustituibles; de ahí su consejo para trascender: “Fracasad en absoluto; perdedlo todo de una vez; y os sentiréis de modo imprevisto más fuertes que nunca: nuestra especie tiene inagotables reservas de heroísmos: donde nos parece que se acaba la resistencia humana hallamos nuevas fuerzas”. La suprema realización de esta propuesta se concreta en la visión de Wagner y Shaw, “la grandeza trágica de los héroes que perdieron su salvación eterna” (28), es decir, en modelos literarios, no en hombres comunes.14 14

Los hombres comunes son satirizados mediante la inclusión del autor en la comunidad y la supuesta intuición femenina: “En la terrible complicación del


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A lo largo de su primer libro, en fin, Julio Torri plantea y desarrolla varios asuntos correspondientes al personaje, y los reconstruye en formas literarias que dan cuenta de su dominio del estilo y su compresión del tema; asimismo, tales asuntos configuran el tono nostálgico, decepcionado, irónico y escéptico que predomina en casi toda su obra, en la cual el héroe, en la encrucijada del aplauso del público y la ausencia de las viejas hazañas de grandes proporciones, reaparecerá para confirmar la caída estrepitosa que ha descubierto el autor. A Ensayos y poemas sigue un periodo de particular silencio, pues aunque publica notas y reseñas de libros en varias revistas, Julio Torri se centra en diversos empleos de oficina y docencia que le impiden dedicar a la creación literaria el tiempo que sus amigos más cercanos desearían, y participa con diligencia en proyectos editoriales encomendados por sus compatriotas desde el extranjero y entabla relaciones sentimentales aparentemente efímeras que, a cambio de infortunadas, le proporcionan motivos para sus prosas. Se ocupa en aprender alemán y latín y en ampliar su biblioteca. Escribe y publica esporádicamente hasta que en 1940 reúne dieciocho textos en su siguiente libro De fusilamientos.15 El autor vuelve al tema del Don Juan en “La amada desconocida”; en esta ocasión, lo imagina hacia el final de sus días: “Taimadas garduñas e hijos de pega consumirán su hacienda y acibararán su solitaria vejez; pero nada le arredra, ni las llamas del infierno, ni siquiera las molestias de su celebridad equívoca” (52). La figura paradigmática del seductor, entonces, se inclina hacia otra figura, mundo somos unidos y desunidos al azar; y si nada ostensible hacemos por no alejarnos de la amada, ésta toma la iniciativa. La mujer posee una aguda percepción de la belleza que reside en el abandono a la falta corriente de las cosas” (30); con el fin “de corregir, ridiculizándolos, algunos vicios e ineptitudes del comportamiento humano” (Hutcheon 1992: 178). 15 A continuación señalo los años de publicación ubicados por Zaïtzeff, en orden de aparición: “De fusilamientos”, texto que da título al libro, está fechado en 1915 pero fue publicado originalmente en 1922, en la revista Azulejos; “La humildad premiada”, en México Moderno, 1°. de agosto de 1920, 21; “La feria”, en México moderno, 1°. de septiembre de 1922, 92-93; “El celoso”, en La Antorcha, 9 de mayo de 1925, 25; “La amada desconocida”, en Ulises, agosto de 1927, 1314; “La Gloriosa”, en Contemporáneos, octubre de 1928, 132-133; “Anywhere in the South”, en Examen, 20 de noviembre de 1932, 7; “Gloria Mundi”, en El Nacional, 2 de abril de 1933, 3 y Universidad, febrero de 1936, 11-12; “Plautina”, en Fábula, mayo de 1934, 90 (Zaïtzeff 1981: 89).


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mucho más humilde pero más auténtica que él mismo, “la amada desconocida, la pobre muchacha sin nombre que no reclamó eternidad al caballero despiadado de los fugaces amores” (53); el contraste entre decadencia del don Juan y la belleza de la figura de la “pobre muchacha” hace notar la simpatía del autor por otro tipo de personajes, capaces de rechazar esa “celebridad equívoca”. La aceptación social, la admiración declarada y un trasfondo real de decadencia, son aún los ejes de la desarticulación del personaje, llevados al extremo en “El héroe”, relato representativo de los recursos y perspectivas sobre el tema de Julio Torri: pesimismo declarado en breves y categóricas afirmaciones (“Todo se adultera hoy”, 58); perspectiva en primera persona en tono confesional (“A mí me ha tocado personificar un heroísmo falso”), y pertenencia de la brevedad para sostener la sutileza estilística y justificar la ausencia de detalles a fin de dar término a un asunto que avergüenza al protagonista. Estos elementos permiten reconocer aquí un nuevo ejercicio paródico cuya base literaria se encuentra en los cuentos de hadas, bien conocidos por el autor16 quien involucra y recrea los principios del modelo literario17 mediante modificaciones en los personajes o en la hazaña heroica tradicionales: “Maté al pobre dragón de modo alevoso que no debe ni recordarse. El inofensivo monstruo vivía pacíficamente y no hizo mal a nadie.” Tales modificaciones logran incrementar su efecto tanto mediante la actualización de los com Julio Torri reseña libros de reciente publicación y redacta prólogos a varios libros, como las ediciones de los cuentos de Hans Christian Andersen y Charles Perrault, publicados por la editorial Cvltvra, en 1916 y 1917, respectivamente. Entre ambas publicaciones, se nota la evolución de su aprendizaje a propósito de los cuentos maravillosos: si sobre el volumen de Anderson sólo anota algunos datos biográficos del autor, sobre el de Perrault, por lo contrario, hace una valoración de la tradición popular francesa en materia de cuentos de hadas: “son éstos probablemente de origen bretón; sus principales elementos —intervención de divinidades femeninas, existencia de ogros, enanos y demás seres sobrenaturales— se encuentra ya en los famosos layes de María de Francia”, en los cuales “la materia de los cuentos de hadas sirve sólo de fondo y decoración a relatos caballerescos, novelescos y sentimentales, en trato que en Perrault, las hadas, ogros y metamorfosis constituyen el armazón del cuento” (Torri 1980: 135-138). 17 Linda Hutcheon describe el mecanismo de la parodia: “efectúa una superposición de textos […] una incorporación de un texto parodiado (de segundo plano) en texto parodiante, un engarce de lo viejo en lo nuevo. Pero este desdoblamiento paródico no funciona más que para marcar la diferencia: la parodia representa a la vez la desviación de una norma literaria y la inclusión de esta norma como material interiorizado” (177). 16


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portamientos como con la reconstrucción del dragón: “Hasta pagaba sus contribuciones, y llegó en inocente simplicidad a depositar su voto en las ánforas, durante las últimas elecciones generales” (58). Sobre la base de un cuento de hadas parodiado, el héroe del texto realiza cada una de las acciones clásicas del protagonista (que Propp podría sintetizar en la fórmula traslado-lucha-victoria-aparición del falso héroe-desenmascaramiento-nupcias); pero en realidad todo se ha desvirtuado tanto como el dragón y la princesa rompen con el modelo tradicional, justo porque se aproximan a la experiencia moderna tradicional, justo con los peligros del mundo moderno, capaces de domesticar a cualquier dragón, seducir a cualquier héroe y desgastar a toda princesa. Me vio llegar como a un huésped, y cuando hacía ademán de recibirme y brindarme hospedaje, le hendí la cabeza de tajo. Horrorizado por mi villanía huí de los fotógrafos que pretendían retratarme con los despojos del pobre bicho, y con el malhadado alfanje desenvainado y sangriento. Otro se aprovechó de mi fe hazaña e intentó obtener la mano de la princesa. Por desdicha mis abogados lo impidieron y aun obligaron al impostor a pagar las costas del juicio parte en ceremonias que asquearían aun a Mr. Cecil B. de Mille.

La parodia de “El héroe” establece una relación con la ironía y la sátira que ha motivado diferentes interpretaciones. L. Hutcheon ha mostrado que entre la ironía y la parodia “se encuentra la pequeña sonrisa de reconocimiento del lector que se da cuenta del juego paródico”; mientas que entre la parodia y la sátira “donde habitualmente se hace valer también la ironía, se desemboca en un reconocimiento de la intención ‘desinflante’ del autor, en relación con los planos literario y social”; si la parodia tiene una intención contestataria, la sátira conduce “más a un desafío o una provocación cínica” (1992: 184). Así, Serge Zaïtzeff se enfoca en los aspectos moralistas de la sátira: “los actos ‘heroicos’ no son más que hechos frecuentemente brutales y cobardes que el hombre recompensa y glorifica. […] Esta visión insólita demuestra hábilmente la falsedad de los valores sobre los cuales descansa la gloria o la fama” (Zaïtzeff 1983: 47); pero también el ironista, “puesto que el protagonista resulta ser el antí-


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poda de un héroe. Asimismo no deja de sorprender que el dragón de este texto no muestre ninguna ferocidad y que la princesa carezca de toda virtud o encanto” (75). Mientras que Carmen Gómez Pezuela hace notar la conjunción de parodia y sátira: El entrelazamiento entre parodia y sátira puede seguir dos direcciones debido a que el blanco de la parodia es siempre otro texto o una serie de convenciones literarias, mientras que el fin de la sátira es social o moral, es decir, extratextual. En el ejemplo de Torri se aprecia esta doble intención, pues el tema arquetípico del héroe le sirve para fustigar la única falta que al parecer consideraba imperdonable: la impostura […] De manera que el blanco de su sátira es la simulación institucionalidad, como lo dejan ver la primera y última frase del texto: “Todo se adultera hoy… ¡Cuánto envidio la sepultura olvidad de los héroes sin nombre!” (97).

La desaparición del héroe trae consigo la de su tradicional contraparte, el personaje femenino, motivación de la trayectoria del protagonista en muchos de los cuentos de hadas. Aquí la princesa ocupa un lugar obligatoriamente complementario de su mundo en decadencia —aunque ella carece de la capacidad de interiorizar y tener conciencia de su desarticulación— para cerrar el juego de pérdida del valor original del código cuentístico: La princesa no es la joven adorable que estáis desde hace varios años acostumbrados a ver por las tarjetas postales. Se trata de una venerable matrona que, como tantas mujeres que han prolongado su doncellez, se ha chupado interiormente. (Perdonadme lo bajo de la expresión.) Resulta su compañía tan enfadosa que a su lado se explica uno los horrores de todas las revoluciones. Sus aficiones son groseras: nada la complace más que exhibirse en público conmigo, haciendo gala de un amor conyugal que felizmente no existe. Tiene el alma vulgar de actriz de cine. Siempre está en escena, y aun lo que dice dormida va destinado a la galería. Sus actitudes favoritas, la de infanta demócrata, de esposa sacrifi-


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cada, de mujer superior que tolera menesteres humildes. A su lado siento náuseas incontenibles.

El héroe, a cambio del reconocimiento de su caída, logra la interiorización de su propio ser. La conclusión del texto, “¡Cuánto envidio la sepultura olvidada de los héroes sin nombre!”, apunta hacia la paradoja del heroísmo que sólo se encuentra en la aspiración de serlo, no es su realización. La imposible existencia del héroe en el marco de la modernidad se replantea en “Los unicornios”, donde Torri vuelve al narrador en tercera persona —más apto para establecer la distancia que conviene para referirse a un personaje de mayor altura moral—, honrando al unicornio como animal heroico que ha preferido morir “antes que consentir a una turbia promiscuidad indispensable a la perpetuación de su especie” (73). Sobre la figura heroica femenina, Torri aplica parámetros similares a los del héroe masculino. “La amada desconocida”, parodia del soldado desconocido, alcanza a merecer la ofrenda de Don Juan, quien acude a un acto social —otra vez entre fotógrafos y reporteros—: “pura fórmula desprovista ya de contenido y significación, deposita con impertinente gracia una corona de siemprevivas en la tumba de la pobre muchacha sin nombre que no reclamó eternidad al caballero despiadado de los fugaces amores” (53). Con recursos más explícitos del ensayo —el símil, la digresión reflexiva y el ejemplo narrado— el autor establece que la construcción del seductor es asunto de la literatura y los estereotipos populares; la actualización del personaje al mundo real ahoga su cualidad legendaria y la sustituye por una “celebridad equívoca”. En el mundo actual, el heroísmo se encuentra en permanecer en el olvido —en una tumba sin nombre como la que deseó para sí el asesino del dragón. El personaje femenino de la obra de Julio Torri se encuentra profundamente arraigado en los modelos del siglo XIX, en particular en los del Romanticismo; los autores a los que alude apuntan casi siempre hacia aquella época, Byron, Hoffman, Merimée, y también a Shaw y Wilde. Torri hereda por esa vía la compleja visión de la figura femenina que, según esos modelos, oscila entre la fragilidad virtuosa y la sexualidad latente,18 extremos que se concretan en la zoología de “Mujeres” (60): elefantas, reptiles, tarántulas, asnas y 18

Véase José R. Chaves (1997), quien ha analizado el tema de la mujer durante la época de los autores más citados por Julio Torri.


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vacas,19 pero también en a imagen de la Virgen María en “La Gloriosa” (54s). A las pautas románticas se sumaron los registros del mito grecolatino, abundante en metamorfosis femeninas: además, Torri debió incorporar los rasgos que la modernidad imprimía en la mujer, para convertir al personaje en el obstáculo más temible de la trayectoria del héroe: “Un día se hastiaron las sirenas de los crepúsculos marinos y de la agonía de los erráticos nauras, y se convirtieron en mujeres las terribles enemigas de los hombres” (“Almanaque de las horas”, 88). Otro de los referentes que circundan la figura femenina en Julio Torri es la conciencia ancestral, reconocida entre psicólogos y antropólogos,20 de la mujer como “fuerza de la naturaleza, como el viento o el relámpago, terrible desatada” (“Almanaque de las horas”, 88). La angustia del héroe antiguo trasladado al presente se apoya en el objeto parodiado favorito de Torri, el héroe de la Odisea: “Al igual que Odiseo ante las divinidades incógnitas, acerquémonos a ella temerosos si no sabemos la fórmula mágica que ata y orienta su incontrastable energía” (88). Aquí el valor del héroe se sustituye por un verdadero temor de hombre común ante el poder sobrenatural de la mujer que, en la actualidad, orilla al individuo a desplegar una estrategia de distanciamiento capaz de mantenerlo a salvo.21 Basten dos ejemplos: una mujer casada es para Baudelaire “ese monstruo peludo cuya figura imita vagamente la vuestra, aullando como un condenado, sacudiendo los barrotes como un orangután exasperado por el exilio” (Pequeños poemas en prosa. Trad. J. Antonio Millán. México: REI, 1991. 64). En 1889, Nietzsche compara a George Sand con una “vaca lechera con un ‘estilo bello’”, (véase Crepúsculo de los ídolos, 2002: 91). 20 Joseph Campbell, desde la perspectiva psicoanalítica, señala que “la mujer, en el lenguaje gráfico de la mitología, representa la totalidad de lo que puede conocerse” (110). 21 Casi al final de este segundo libro —también como parte del conjunto de aforismos “Almanaque de las horas”— Julio Torri propone una posibilidad de tregua con la enemiga, al situarla en un nivel superior dentro del ámbito que más interesaba al autor: el intelectual: “La mujer, al salir de la juventud, pasa de la contemplación desinteresada de las cosas concretas a las generalizaciones, de la pasividad del instinto a la actividad intelectual que todo lo ata y desata” (89). En la disputa por el lugar en la jerarquía intelectual, cede el sitio predomínate a las mujeres: “Tienen sobre nosotros la superioridad de quien alcanza sus conquistas por modo más lento y suave”. Viene entonces un giro casi amargo; la superioridad de la mujer conlleva la inferioridad del hombre, la imposibilidad de relacionarse igualmente con ella: “Él es a su lado un instrumento de allegarse medios para subsistir, un ser con funciones bien definidas; y tiene nada más 19


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Para el héroe moderno, a la lucha con la enemiga ancestral, se suma otra también perdida de antemano contra la fortuna en “Gloria mundi”.22 El probable héroe nuevo, a quien corresponde enfrentar las fuerzas superiores de la modernidad, está predeterminado al fracaso: su aventura es la vida burocrática y su viento, “la marejada política que todo lo trastorna y derrueca” (77), reflexión del narrador “objetivo” en tercera persona. En la primera parte, el rasgo cómico se apoya en el escenario oficinesco del edificio público; en la razón por la cual Medrano domina destinos y empresas: el anterior Ministro y todos sus allegados renunciaron; en el hecho de que no solucione ningún asunto. Su escasa productividad no es obstáculo para su superioridad, la imagen de Medrano satisface las expectativas más exigentes: “…me alejo reflexionando acerca de los hombres de autoridad y poder. Me parece que acabo de dejar uno de ellos, del más puro tipo por cierto, en su habitual ocupación, el jupiteriano ejercicio de fulminar y anonadar mortales” (80). Pero en la conclusión, la ironía se torna cruel y Medrano experimenta en carne propia que “todo lo sólido se desvanece en el aire”23 y la caída de este héroe de la modernidad es evidente. El narrador, apenas unos meses después, continúa la reflexión que había dejado abierta evidente, continúa la reflexión que había dejado abierta (“Ocurro de nuevo en busca de mi héroe”); pero su héroe sucumbió trágicamente a la fortuna:

la importancia transitoria del macho en ciertas especies zoológicas de que nos hablan los naturalistas” (89). 22 Texto de sutilísimo corte autobiográfico: “Me hicieron —por diez días— abogado consultor del Ministerio. No fue poca mi sorpresa al recordar que era abogado. Después, por no sé qué exigencias del presupuesto, me dieron un nombramiento de inspector de Solfeo y Masas Corales, que disfruté veinte días. […] Después… dos meses admirables de ociosidad perfecta, que aproveché en dos idilios (sucesivos) pero de triste desenlace” (Carta de 1925 a Alfonso Reyes 1995). 23 Es decir, la experiencia de la modernidad, en la metáfora que da título al estudio de Marshall Berman (XI); el autor parte de una definición que encaja con la situación del protagonista del “Gloria Mundi”: “Ser modernos es vivir una vida de paradoja y contradicciones. Es estar dominados por las inmensas organizaciones burocráticas que tienen el poder de controlar, y a menudo de destruir, las comunidades, los valores, las vidas, y sin embargo, no vacilar en nuestra determinación de enfrentarnos a tales fuerzas”.


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…doy con el pobre hombre que no conserva de su pasada y efímera grandeza sino el levitón, que sin duda le sirvió para casarse largos años ha. […] Observo en el descuido de su barba, en sus zapatos llenos de polvo, en sus calcetines caídos, en su mala anudada corbata, los lamentables estragos de un cambio brusco de la suerte (80).

La hiperbólica comparación del personaje con Júpiter contra la caída a los sótanos, “debajo de la escalera de servicio”; la alternancia entre el estilo declamatorio y el patético y la precisión en la construcción de las imágenes contrastantes, obtienen los resultados cómicos que destacan la imagen del héroe moderno. En la última vuelta de tuerca, el autor observa que el heroísmo reciente no precisa talento o cualidades morales, apenas lo indispensable para impresionar: “tenía muy serios motivos para triunfar y alcanzar buen éxito: el imponente volumen de su cuerpo, la voz de barítono, el levitón… su inane verbosidad” (81). Como se puede observar, la interpretación de los hechos corresponde al narrador, quien “aplica” sus valores al personaje; por ende, el lector no puede saber cuáles son los sentimientos del empleado. Una comparación ente la aventura de Medrano, marcada por las fuerzas humanas de la política y la burocracia, y otro fragmento de “Almanaque de las horas” evidencia que esta angustia ante las fuerzas incontrolables, divinas o humanas que dominan la existencia, es una preocupación personal del autor (“Mi vida no es mía sino en pequeña medida; a los demás pertenece el resto, a las gentes que me rodean, a los dioses o fuerzas locos y misteriosos que presiden nuestros sucesos”, 83). Estos episodios confesionales más que ensayísticos (los de “Almanaque…”), en los que predomina la exploración individual, tienen la particularidad de emitir juicios directos; como en el siguiente caso, una valoración de los matices del heroísmo, en que el héroe sin gloria y sin nombre ocupa la mayor escala, seguido de ese héroe vanidoso que gusta de cámaras y halagos. Ante todo, el escritor rechaza la mediocridad humana que ni siquiera tiene posibilidad de encarnar un heroísmo falso u ocasional: Entre el héroe que sencilla y naturalmente ofrenda su vida y el último truhán que ejecuta el acto más antiheroico, ¡cuánta variedad de tipos constituyen el puente entre ambos, salvan la dis-


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tancia de uno a otro, y sin diferencias perceptibles de eslabón, llevan en arriscada curva del santo al pícaro! El héroe vanidoso; el fanfarrón, con heroísmo remoto; el embustero que indirectamente reverencia las acciones heroicas sin poderlas ya realizar; el belitre que ocasionalmente puede ser heroico; el canalla y el bergante que no lo son nunca. En medio de ambos extremos —el santo y el malhechor— está la sección incolora, vasta y espesa en que se emplea tanta vida gris y sin consecuencia (85).

La posición de “Almanaque…”, al final de De fusilamientos, y sus aforismos, funcionan como conclusiones en las cuales se concentra el pensamiento del autor, al margen de la ficción literaria y la exposición ensayística. Los rasgos de este título final también constituyen un enlace estilístico entre De fusilamientos y Prosas dispersas, a fin de cuentas, el libro más extenso de Julio Torri.24 Dividido en dos partes, “Fantasías” —que contiene prosas líricas, aforismos, brevísimos ensayos y apenas algunos textos de ficción— y “Artículos”. Las ideas sobre el héroe no han cambiado, pero la exposición de estas ideas revela un abandono de la imaginación si se compara con las propuestas de los dos libros anteriores. Con un tono más sombrío, el autor vuelve a los tópicos visitados, como el maestro de jóvenes y Odiseo —el héroe favorito junto con Don Juan—, y prefiere el sarcasmo para probar de nuevo la imposibilidad del héroe literario en el actual mundo degradado; esta vez mediante la grotesca transformación de los alumnos en puercos: ¿Por qué se considera perniciosa la trasformación de los compañeros de Odioseo en puercos? […] El discurso se volvió ininteligible porque se trocó en una sucesión de gruñidos que hicieron coro los demás discípulos. […] Ganó el maestro como pudo la puerta, no sin disculpar débilmente antes al poeta, y aludir con algo de tacto a su linaje israelita y la repugnancia atávica por perniles y embutidos (98). 24

Prosas dispersas aparece en Tres libros (1964); en ese tercer libro, según el recuento biblio-hemerográfico de Zaïtzeff, incluye textos ya publicados, como “Oración por un niño que juega en el parque” (El Maestro, junto de 1921), “Machado de Assís” (La Falange, septiembre de 1923), “Algo todavía sobre el romanticismo” (El Nacional, 18 de mayo de 1931) y “Odiseo, Robinson y Simbad” (El Nacional, 4 de mayo de 1933) (Zaïtzeff 1983: 161-168).


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Si en la primera exploración del pasaje de Circe y Odiseo el héroe no se había realizado, en ésta se crea una conciencia de la situación de caos, deformación y degradación en que se encuentra el mundo moderno.25Como para subrayar, por contraste, la degradación actual representada en los jóvenes, el autor construye al personaje del maestro con una erudición casi petulante: lee “el pasaje de Kirké”, una trascripción fonética del griego Κίρκη, y alude torpemente al “linaje israelita del poeta”, hipótesis que propone un influjo semítico en la poesía homérica,26 pero no logra restablecer la figura del héroe que, arbitrariamente, devolvió a los hombres a su humana condición.27 Aun entonces Torri conserva la preocupación por el “heroísmo verdadero”, “el que no tiene galardón, ni lo busca, ni lo espera; el callado, el escondido, el que con frecuencia ni sospechan los demás” (“Lucubraciones de medianoche”, 117); por ello desaprueba el heroísmo estéril que para entonces ya se había institucionalizado: el de la violencia irracional de “Noche mexicana”: “Los soldados rasos morían a millares, desplomándose pesadamente; abriendo los brazos al caer; silenciosos, taciturnos, heroicos. (Los mexicanos no sabemos vivir; los mexicanos sólo sabemos morir.)” (101). Ya conocía de antes la extraña fuerza que gobierna el heroísmo de las armas, en la persona de Bernardo Reyes, padre de su mejor amigo: “El general Reyes hizo una brillante carrera miliar; se señaló siempre por si extraordinario valor personal, y como personaje de aliento heroico fue víctima de la fatalidad inexorable” (“Notas sobre Alfonso Reyes”, 163). El tratamiento grotesco de los personajes, presente desde la antigüedad, tiene en la actualidad una función de evidenciar la corporalidad y los instintos primordiales del individuo y el mundo (Véase Wolfgang Kayser. Lo grotesco. Su configuración en pintura y literatura. Trad. Ilse M. de Brugger. Buenos Aires: Nova, 1972). 26 Justamente, Julio Torri, publica en El Nacional del 5 de marzo de 1933 una nota titulada “Víctor Bérard y ‘La Odisea’”, donde da cuenta de esa teoría: “La poesía homérica y tal vez la cultura dorio-jónica del periodo heroico de Grecia, proceden —para Bérard— del encuentro y mezcla de la tradición aquea con el influjo semítico” (1980: 90). 27 Las transformaciones grotescas apenas se iniciaban: el siguiente texto, “Mutaciones”, muestra al escritorzuelo convertido en el literato de moda y la dama de turbio pasado, en sostén de virtud y modelo de conducta; así, concluye que “estas mutaciones, no bruscas pero sí considerables, nos llevan a mirarlo todo con recelo y reírnos de nuestra inevitables contradicciones e insospechados avatares” (100s.). 25


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A cambio, sus lecturas aún proporcionan al autor las imágenes de héroes cuya belleza se encuentra incluso en sus defectos y equivocaciones: “la desacertada elección que hace la heroína en cada una de ellas [la novelas de Altamirano]. La hembra que elige mal, que sufre el prestigio romántico del héroe falso, que cae en la añagaza de la apariencia, que sucumbe al exterior brillante y engañador” (“Meditaciones críticas”, 123); o “En Proust hay una variedad y una grandeza de comparaciones verdaderamente homéricas […] Biblia de nuestro tiempo […] Ilíada de nuestra edad, refinadamente aristocrática” (“Marcel Proust”, 132). En una comparación entre las imágenes e ideas heroicas tomadas de la realidad —como las transcritas en el párrafo anterior— y las tomadas de la literatura, la superioridad estética de las últimas es irrebatible. Así lo atestigua la última referencia de Julio Torri al héroe de la Odisea, acompañado en esta ocasión por otros dos héroes marinos, “Odiseo, Simbad y Robinson”,28de los que destaca “la soledad de estos héroes es toda acción y lucha con un mundo exterior enemigo” (136). Julio Torri retoma la imagen del escritor propuesto en “De una benéfica institución”, privado de aventuras literarias en el mundo actual, y la enlaza con el oficio de estos héroes marino en uno de los textos de “Meditaciones críticas”. En esta ocasión, un novelista debe relatar una de las peripecias más heroicas, un abordaje de piratas, rodeado por su soledad de escritor y en lucha con mundo exterior enemigo: “no conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del Sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida mas que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas” (120). Julio Torri recurre principalmente a la asociación por semejanza entre la realidad cotidiana y la ficción literaria para actualizar al héroe, exaltar al personaje —esto es, al escritor— y mostrar las similitudes entre el mundo enemigo tradicional y el mundo moderno: La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; y la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se 28

Publicada originalmente, como se mencionó, en El Nacional del 4 de mayo de 1933, el año en que el autor, en el mismo diario, dedica otros textos a la otra figura heroica paradigmática de su obra: “Notas sobre don Juan” (16 de abril de 1933), “Casanova y sus célebres ‘Memorias’” (3 de julio de 1933), ambos recopilatorios en Torri (1980: 97-104).


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mecían y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural (120). El texto viene precedido por la leyenda “Literatura”, y en él se entrecruzan los ejes del tratamiento del héroe en la propuesta literaria de Julio Torri. Los referentes del héroe pertenece a la literatura más una supuesta realidad; pero el héroe literario no soporta los avatares de un mundo moderno y degradado. En consecuencia, el mundo real queda habitado por héroes fallidos o falsos; y los héroes “auténticos” sólo existen encubiertos por el secreto y el anonimato. Todos sufren de una soledad absoluta. La literatura moderna tiene el cargo, cumplido por Torri a cabalidad, de registrar estéticamente la caída de ese héroe fascinante que ha llegado a su saturación (“¡Si fuéramos por ventura de la primera generación literaria de hombres, cuando florecían en toda su irresistible virginidad aún los lugares comunes más triviales!”, “De la noble esterilidad de los ingenios”, 36). Bibliografía AGUILAR Mora, Jorge. Una muerte sencilla, justa, eterna. Cultura y guerra durante la Revolución Mexicana. México: Era, 1990. ARGULLOL, Rafael. El Héroe y el Único. El espíritu trágico del Romanticismo. Barcelona: Destino, 1990. AUERBACH, Erich. Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental. Trad. I. Villanueva y E. Imaz. México: Fondo de Cultura Económica, 2000. BERMAN, Marshall. Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. Trad. Andrea Morales V. México: Siglo XXI, 1999. CAMPBELL, Joseph. El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito. Trad. Luisa Josefina Hernández. México: Fondo de Cultura Económica, 2001. CHAVES, José Ricardo. Los hijos de Cibeles. Cultura y sexualidad en la literatura de fin de siglo XIX. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1997. ESPEJO, Beatriz. Julio Torri, voyerista desencantado. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1986. GENETTE, Gerard. Palimpsestos. La literatura en segundo grado. Trad. de Celia Fernández Prieto. Madrid: Taurus, 1987.


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LA METÁFORA COMO PAUTA NARRATIVA EN “ARENAS MOVEDIZAS”: PROCEDIMIENTOS DE PRODUCCIÓN DE SENTIDO

¿Águila o sol?, de 1951, representa, en la vasta obra poética de Octavio Paz, un libro extraño en cuanto su forma: prosa lírica, modalidad que el poeta no retomará sino hasta 1970, con El mono gramático, pero ¿Águila o sol? denota un interés narrativo del que carece aquél. Confesará Octavio Paz, ya en 1999 en el testimonial “El llamado y el aprendizaje”, que se interesó, momentáneamente y durante su adolescencia, en el relato: “Casi al mismo tiempo que la poesía, comencé a escribir cuentos. Tendría yo unos quince años”. Y agrega que este interés continuó y llegó a concretarse ya en la edad adulta: Más tarde escribí otros cuentos, con mayores pretensiones literarias y con temas urbanos que me parecían insólitos, como las confidencias de una esquina a un farol. También pequeños textos: algunos eran monólogos líricos y otros descaradamente sexuales. No fueron muchos y todos se han perdido. Ninguno de ellos valía gran cosa pero revelaban cierta afición por las ficciones literarias. ¿Por qué abandoné tan pronto el género? No lo sé. En todo caso, tuve una recaída y entre 1949 y 1950 escribí Arenas movedizas¸ un delgado volumen recogido en el primer tomo de Obra poética (Paz, 1999).

Como se observa, el autor no se refiere a ¿Águila o sol?, sino sólo a “Arenas movedizas”, una parte del tríptico que conforma el libro, al lado de “Trabajos del poeta” (1949) y el homónimo “Águila o sol”. Todos en prosa con elementos líricos, pero también ficcionales o narrativos, más algunos planteamientos reflexivo-argumentativos. “Trabajos del poeta” contiene 16 apartados sobre el enfrentamiento entre un yo lírico y obstáculos de naturaleza creativa. “Águila o sol” muestra una clara intención lírica: el presente poético de las imáge-


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nes suspendidas en un instante intemporal. En tanto que “Arenas movedizas” reúne aquellos textos que podrían considerarse cuentos, por mostrar un contraste en el manejo de tiempos verbales en pretérito,1 personajes específicamente caracterizados, unidad de acción y construcción orientada al desenlace. La particularidad de estos cuentos, surgidos de una pluma poética, es el uso de la metáfora como procedimiento narrativo, hipótesis que orienta este artículo. En función de este propósito, la presente lectura, interpretación y análisis tratará algunos textos de “Arenas movedizas” de acuerdo con los parámetros teóricos del género, como los señalados por Alberto Paredes: “relato cuyos fines se encaminan a la obtención de un efecto único o de un efecto principal, por encima de los demás objetivos expresivos. Todo lo que confluye a la escritura de este tipo de texto se organiza con miras a dicho efecto” (Paredes: 22). El autor hace notar una particularidad del cuento que se aplica de manera explícita a la obra en cuestión: su cercanía con el poema en prosa, el modo particular en que se emplean los recursos poéticos: El cuento es el punto intermedio entre novela y poesía lírica. Tiene en común con la primera los elementos participantes, que se resumen en contar una historia con base en personajes, y, con la segunda, el tratamiento discursivo o verbal: buscar un solo efecto, comunicar o contagiar un estado de conciencia excepcional y hacerlo bajo una cierta intensidad. El cuento bien puede ser visto como el denso punto donde se cruzan ambas coordenadas; es una clase de relato, dadas sus características comunes con la novela (y con los demás géneros narrativos), pues claro que hace el pacto imaginario por el que le pasan «cosas» a «personas»; a ello se suma la carga poderosa de los recursos lírico-poéticos. (23)

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“Desperté, cubierto de sudor…” (“El ramo azul”), “Cuando dejé aquel mar…” (“Mi vida con la ola”), “A las tres en punto don Pedro llegaba a nuestra mesa…” (“Maravillas de la voluntad”). No es posible, por supuesto, aplicar la categoría de cuentos a los diez textos de “Arenas movedizas”: contiene otros que recibirían el calificativo de experimentales por sumar imágenes y episodios líricos, con evidentes juegos verbales y transgresiones de sentido —en los que predomina, pues, la reflexión lírica—. Asimismo, en las otras secciones hay textos con pasajes que podrían considerarse narrativos.


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Y en ese territorio fronterizo del cuento, los de “Arenas movedizas” se acercan aún más al poema en prosa. Las imágenes establecen relaciones entre la ficción, narrativa y lírica, y la biografía poética del autor, su preocupación por la escritura, la palabra, la poesía, la patria del poeta, el bosque, el paseo nocturno, el ramo azul, el agua, la búsqueda de la desconocida. Estas imágenes aparecen deformadas por procesos de difícil explicación, como el sueño o la metáfora, continuada a lo largo del texto con un desarrollo narrativo. De la interpretación metafórica depende, al menos en parte, el sentido que el lector atribuirá a los acontecimientos. Así, con estos pilares como bases del análisis, la narrativa y la metáfora, es que se plantea aquí una interpretación de los textos narrativos de “Arenas movedizas”. Ante la novedad que representa una obra poética sobre la que hay pocas referencias, pues es una de las obras menos estudiadas de Paz,2 mi análisis parte de la suposición de que la metáfora es la figura nodal de ciertos relatos. Esta figura se integra de manera natural en las situaciones narradas y entabla relaciones causales con los demás elementos del poema. A partir de la desorientación natural provocada por la combinación sorpresiva de términos, busco el establecimiento de una orientación hipotética que establezca los significados de la metáfora. El análisis se apoya en la escuela hermenéutica, particularmente en los planteamientos de Paul Ricœur y Paul B. Armstrong. Ricœur rompe con el principio de la retórica clásica según el cual la metáfora se limitaba a una sustitución que afectaba la denominación; esto implica que la metáfora no se limita a la sustitución de una palabra por otra, sino que “es el resultado que tiene sobre la palabra una producción de sentido que tiene lugar en el nivel de una expresión u oración completa” (62). Es decir, la metáfora es una conmoción engendrada por dos ideas incompatibles reunidas en una misma expresión, de la que resulta una ampliación de sentido. En tanto que Armstrong explica el poder de asombro de la metáfora de “plantear un reto a nuestros supuestos acostumbrados acerca de las semejanzas” (64). Y añade que comprender una metá En su tesis, Cynthia Marcela Peña (2002), además de reunir los estudios más recientes sobre Águila o sol, se ocupa del análisis de la obra como poema en prosa, a partir de la tradición del género y en un ejercicio comparativo entre éste y el libro de Luis Cernuda, Variaciones sobre tema mexicano. Los propósitos de la autora de esta tesis difieren del presente, interesado en los procedimientos de construcción, comprensión e interpretación de los aspectos narrativos vinculados con el poema en prosa.

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fora es un proceso cognitivo: leemos y, al mismo tiempo, establecemos un sentido; al surgir la expresión metafórica que no se ajusta al contexto de lectura, comienza un proceso de rastreo de asociación de significados.3 Este proceso incluye la formulación de hipótesis acerca del significado que interactúe con todos los elementos del poema: palabras y enunciados,4 incluso el texto completo o partes de él. Luego ponemos a prueba esas conjeturas, es decir, verificamos si el sentido hallado armoniza con los demás enunciados del poema, en tanto que, como indica Armstrong, “la interacción metafórica es un caso especial de la dependencia general que las palabras tienen en relación con su contexto para determinar su significado” (67). El modo más recurrente para interpretar las ideas disonantes de “Arenas movedizas” consiste en la asociación genérica con lo fantástico. Se trataría de relatos en los que suele incorporarse una situación extraordinaria, más o menos cercana a lo sobrenatural. Anthony Stanton ha señalado su categoría genérica así como su tendencia a lo fantástico, lo maravilloso, a las alusiones a la cultura prehispánica y a la intervención de acontecimientos sobrenaturales de corte surrealista: «Arenas movedizas» consta de cuentos de estirpe fantástica que expresan temas como el doble, los vuelos de la imaginación y los caprichos absurdos, […] Anécdotas de apariencia rutinaria invadidas de pronto por ritos mágicos, extrañas ceremonias que nos llevan a otro tiempo y a otra dimensión de la realidad. Esta poética semi-surrealista se ve enriquecida en Paz por el recurso a la mitología precolombina de México (Stanton: 214).

Tales temáticas y tratamientos de los acontecimientos son susceptibles de ser analizados como procesos metafóricos. Mediante la metáfora, el autor establece una serie de sugerencias capaces de “Una metáfora comienza con una anomalía que se niega a ajustar en un contexto. […] La disonancia ocurre porque los significados tradicionalmente relacionados con el término anómalo resultan incompatibles con su contexto, y esta incongruencia es la que hace al lector rastrear una extensión de significado para recuperar la congruencia y, con ella, el sentido” (Armstrong: 65). 4 “Otra razón por la cual una metáfora no puede considerarse como sustituta de otra palabra que pudiera transmitir su sentido literal. Ninguna palabra sola puede sustituir a la metáfora porque la figura no es un término aislado sino el producto de todo un contexto de interacción” (Armstrong: 66). 3


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comunicar estéticamente las preocupaciones del poeta; asimismo, establecerá un sentido narrativo cuya interpretación se enriquecerá por la acción del sistema de relaciones significativas de estos enunciados cuyos componentes resultan disonantes: una imagen verbal que evoca un objeto, una figura o un espacio, por asociación de sonidos, o ideas. Los vocablos, sin embargo, están unidos por vínculos intuitivos, más que analógicos o de semejanza: contradicción, estructura cercana a la alucinación o concreción de una abstracción. Así, el procedimiento de análisis que propongo inicia con la localización de la imagen, con frecuencia de procedencia surrealista,5 seguida de la interpretación metafórica para, finalmente, comprobar dicha interpretación en la sucesión de episodios del relato y en otros relatos del mismo volumen. “Arenas movedizas” inicia con “El ramo azul”: el protagonista despierta a media noche, sale y es asaltado por un hombre que intenta sacarle los ojos, apenas se salva para salir huyendo del pueblo. Como la crítica ha señalado, ¿Águila o sol? mantiene vínculos declarados con el surrealismo: “Mariposa de obsidiana” fue incluido en el Almanach surréaliste du demi-siècle, y se ha estudiado como una poética surrealista. El interés de Octavio Paz por el surrealismo fue evidente desde los inicios del poeta; Gabriel Ramos sintetiza las manifestaciones del interés por las ideas surrealistas:

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El punto central en las tempranas expresiones poéticas de Paz (en textos como A la orilla del mundo [1942] o “Poesía de soledad y poesía de comunión” [1943]), que lo encaminan al surrealismo, es la conciencia, límite y entronque entre lo racional y lo irracional, y cuyo acto mínimo es la percepción casi siempre visual o táctil. En esta poesía, la conciencia, en alguna de sus percepciones inmediatas, reconoce una situación crítica en torno a las formas y las apariencias; el deseo es el catalizador por excelencia. La solución se encuentra por una invocación a fuerzas elementales e incontrolables de la Naturaleza —aunque no se abandone en ellas—, que a la postre resolverán el problema de la experiencia de la realidad, pues satisfacen los vacíos con que la razón se encontraba (249-250). Con este uso de la figura, Octavio Paz resuelve el sinsentido de la imagen surrealista —como automatismo psíquico puro, dictado mental sin la intervención reguladora de la razón, según caracteriza al surrealismo su primer Manifiesto, de 1924— al trasladarla al ámbito lógico de la metáfora. Con la construcción de esa imagen metafórica surrealista, los textos adquieren, en ocasiones, ese matiz de lo sobrenatural, sin la preocupación de los personajes por el conflicto o la vacilación entre lo real y lo fantástico, que ubicaría el relato en alguna de las categorías de Todorov —lo extraño, lo fantástico o lo maravilloso.


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La imagen del ramo es frecuente en la obra de Paz; por ejemplo, en la sección “¿Águila o sol?” volverá a ella en el texto “Salida”: “Ven, amor mío, ven a cortar relámpagos en el jardín nocturno. Toma este ramo de centellas azules” (Paz 2001a: 180). En ambos textos, la imagen de la amada como receptora es el referente común. El cuento inicia con el mismo motivo del paseo nocturno, la indefensión de los pasos en la oscuridad que transitan al goce sensorial y contemplativo de percibir que “los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas” (Paz 2001a: 155). Los objetos musitan conversaciones, las frases y sílabas que el aquí narrador busca incesantemente en sus trabajos de poeta; los insectos abundan —“mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. […] Vibraba la noche, llena de ojos e insectos” (Paz 2001a: 155)—. Entonces, un hombre bárbaro, enigmático, como muchos protagonistas del realismo mexicano posrevolucionario, lo asalta para despojarlo de sus ojos, por un capricho de su novia, que “quiere un ramito de ojos azules” (Paz 2001a: 156). El diálogo absurdo pero cargado de sensibilidad6 termina en la salvación del protagonista y deja abierto el destino del enamorado, ya que el narrador no se queda para averiguarlo, quien sabía que por aquella región “hay pocos que los tengan” y probablemente no logrará cumplir el deseo de la novia. El relato podría pasar por una anécdota del “México bárbaro”; no obstante, las imágenes y acontecimientos del relato contienen elementos de la mirada surrealista, particularmente el “Recuerdo de México” (1938) de André Breton: una de las primeras apariciones fantásticas es en México la de ese cacto gigante de la familia del candelabro tras el cual surge un hombre, fusil en mano e incendiados los ojos. Esta imagen romántica no se presta a ser discutida: siglos de opresión y de una enorme miseria le han conferido en dos ocasiones una manifiesta realidad, y nada podría evitar que esa realidad se man6

“—¿Qué quieres? —Sus ojos, señor –contestó la voz suave, casi apenada. […] No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos. —Pero, ¿para qué quieres mis ojos? —Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules. Y por aquí no hay muchos que los tengan. —Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos (Paz 2001a: 156).


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tenga latente, que siga incubándola el aparente sueño de las extensiones desérticas. El hombre armado sigue allí, con sus harapos espléndidos, como sólo él puede resurgir súbitamente de la inconsciencia y de la desgracia. Y volverá a emerger de los siguientes matorrales del camino, e impulsado por una fuerza desconocida saldrá al encuentro de otros más, y por primera vez habrá de reconocerse en ellos (Breton, 1989: 17).

En una lectura metafórica, el texto adquiere las características del cuento a partir de la amenaza del hombre, pues hasta ese momento la reflexión parecía predominar, y desemboca hacia la salvación del narrador protagonista: la metáfora que pone en marcha la historia radica en la incongruencia en la interacción entre el deseo de la mujer —una expresión referencial— y el objeto de ese deseo, “un ramito de ojos azules” —que rompe el sentido de la expresión referencial—. A la desorientación inicial surgida por la combinación, sigue la búsqueda de una orientación, el descubrimiento de una relación. Hay dos posibilidades para la extraña solicitud: la primera, la del espacio bretoniano, de fauna hostil y miseria sistemática, que “devora” a sus opresores en la forma de la ofrenda de un ramo de ojos azules; la segunda, la exigencia de la amada (sobrenatural, extraña y cruel) de ese ramo funciona como la síntesis del amor destructivo e imposible presente en los relatos de tema amoroso de este libro. Esta exigencia enfrenta un reto a su posible semejanza con un ramo de ojos azules, pero son estas diferencias y desigualdades un estímulo que refuerza la novedad de la imagen del ramo. No hay mayores detalles sobre la novia, su función es señalar el carácter de proscrito que tiene el amador y poeta en la poética de Paz. El amor como anomalía de la convención, del orden público, de la imaginación posible.7 Esta segunda interpretación metafórica se apoya en el cuento “Mi vida con la ola”, una historia de amor imposible en diferentes niveles, en el textual, porque un hombre de materia orgánica difícilmente podrá amar a una mujer de agua —el enunciado metafórico se extiende a lo largo del relato—; en el interpretativo, porque una mujer y un hombre no se encuentran jamás a través de sus desigualdades y contradicciones, como el narrador explica desde el inicio: “le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que Ya desde “El prisionero” se exploran estos aspectos. Y es moneda surrealista.

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ella pensaba” (Paz 2001a: 160). Se trata de un amor loco, como tituló Breton su libro, que también es un conjunto de prosas líricas, ensayos y crónicas, y en el que también abundan las referencias acuáticas de la mujer, caracterizada como una suma de emociones violentas, primitivas —locura, histeria—, tan caras al surrealismo.8 La aventura contiene todo tipo de obstáculos advertidos desde el día de su partida: un conflicto para trasladar una ola en tren entre los pasajeros y la absurda e irónica escala de autoridades: —Ay, el agua está salada. El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamó al Conductor: —Este individuo echó sal al agua. El Conductor llamó al Inspector: —¿Conque usted echó substancias en el agua? El Inspector llamó al policía en turno: —¿Conque usted echó veneno al agua? El policía en turno llamó al Capitán: —¿Conque usted es el envenenador? (Paz 2001a: 161).

La convivencia entre el poeta y su amante está llena de reminiscencias al amor erótico comunicadas mediante la metáfora del acto sexual,9 pero también de diferencias determinadas por la inhumanidad de la amada: Sobre la procedencia de la imagen femenina surrealista en su obra, Octavio Paz reconoce la importancia de la obra de Breton: “En mi adolescencia, en un período de aislamiento y exaltación, leí por casualidad unas páginas que, después lo supe, forman el capítulo V de L’ amour fou. En ellas relata su ascensión al pico del Teide, en Tenerife. Este texto, leído casi al mismo tiempo que The marriage of heaven and hell, me abrió las puertas de la poesía moderna. Fue un “arte de amar”, no a la manera trivial del de Ovidio, sino como una iniciación a algo que después la vida y el Oriente me han corroborado: la analogía o, mejor dicho, la identidad entre la persona amada y la naturaleza. ¿El agua es femenina o la mujer es oleaje, río nocturno, playa del alba tatuada por el viento? Si los hombres somos una metáfora por excelencia, el punto de encuentro de todas las fuerzas y la semilla de todas las formas. La pareja es, otra vez, tiempo reconquistado, tiempo antes del tiempo. Contra viento y marea, he procurado ser fiel a esa revelación; la palabra amor guarda intactos todos sus poderes sobre mí. O como él dice «On n’en será plus jamais avec ces frondaisons de l’âge d’or»…” (Paz 1983: 62). 9 “El amor era un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas. Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como el tallo líquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecía en un 8


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Pero jamás llegué al centro de su ser. Nunca toqué el nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como la de las mujeres, se propagaba en ondas, sólo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez más lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro… no, no tenía centro, sino un vacío parecido al de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba (Paz 2001a: 162).

Si bien el episodio conforma una serie de imágenes que remiten al énfasis en las fuerzas misteriosas del universo que animaba al surrealismo, su sentido es evidentemente metafórico: las palabras son disonantes, tanto para lo que se refiere a la ola como para lo que se refiere a la mujer. Como señala Armstrong, la expresión desorienta por la anomalía que introduce en la construcción del significado que perturba la fluidez de la comprensión (70): no es “coherente” afirmar que la sensibilidad de las mujeres se propaga en “ondas concéntricas”, menos aún que esta sensibilidad se encuentre también en una ola. La metáfora puede aludir a múltiples significados, uno de ellos es la imposibilidad de encuentro y comunicación entre la pareja, sentido que ya se había propuesto en la interpretación metafórica de “El ramo azul”. Las imágenes poéticas son entrañables por la efectiva analogía entre la ola y los extremos pasionales de un amante. Las secuencias del amor van de la plenitud del amor a la frialdad y la rabia de la insatisfacción, a pesar del intento del amante por cumplir los deseos de esta mujer de mar: Empezó a quejarse de soledad. Llené la casa de caracolas y conchas, de pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacía chorro de plumas blancas, en un penacho de risas que caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacía horizonte y silencio.” (Paz 2001a: 162). El lector recordará estas imágenes en Piedra de sol: “un sauce de cristal, un chopo de agua, / un alto surtidor que el viento arquea, / un árbol bien plantado mas danzante, /un caminar de río que se curva” (Paz 2001b: 217).


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naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundían en sus feroces o graciosos torbellinos). ¡Cuántos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Tuve que instalar en la casa una colonia de peces. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relámpagos de colores (Paz 2001a: 163).

Esta forma de envilecer sus exigencias es similar a la de la desconocida de “El ramo azul”. El relato cierra con la separación definitiva de los amantes: encontré sobre el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo. […] La eché en un gran saco de lona […]. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en las cubetas donde se enfrían las botellas (Paz 2001a: 164).

Para entonces, la imagen metafórica está tan incorporada en la mente del lector que puede predominar la vivencia del hecho como si se tratara de un espejo o continuar el sentido metafórico e inferir las posibilidades de destrucción física que insinúa ese sentido de lectura. La imagen metafórica se incorpora al desarrollo narrativo. Precisamente por esta categoría lírica, tal vez sea uno de los personajes femeninos más memorables de la literatura mexicana: la mujer recreada desde la misoginia de los primeros años de ese siglo XX que vio derrumbarse los mitos románticos de lo femenino, y emerger a la mujer como el otro por excelencia. El personaje se acerca a otra imagen fundamental para el surrealismo: la desconocida,10que aparece reiteradamente en “Arenas movedizas”, con un sentido metafórico aún más abstracto. Esta entidad femenina compleja, emparentada con aquellas inalcanzables y de exigencias absurdas, es evocada en “Carta a dos desconocidas”, 10

Un referente importante del Surrealismo es “Nadja”, de la novela homónima de 1928, representación de un ser inasible —“Yo soy el alma errante”, declara en el primer encuentro (154) —, cuya movilidad arrastra los deseos de Breton: “si usted quisiera, por usted yo no sería nada, o sólo una huella” (108).


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narración biográfica en forma de discurso epistolar dirigido a una destinataria a quien se nombra con los pronombres “tú” y “ella”. Ambas “son y no son lo mismo” y, al mismo tiempo, “disuelta en mí mismo, nada me permitía distinguirte del resto de mí” (Paz 2001a: 165). La desconocida es referida como una angustia y una ausencia. El narrador relata cómo ha percibido tal presencia; en una ocasión, por ruptura: “un día te desprendiste de mi carne, al encuentro de una mujer alta y rubia, vestida de blanco, que te esperaba sonriente en un pequeño muelle. […] Siguiendo tus pasos, me acerqué a la desconocida, que me cogió de la mano sin decir palabra.” (Paz 2001a: 165) —vuelve la analogía entre la mujer y el mar, asociación con el ya mencionado “Mi vida con la ola”. Nuevamente, esta mujer huye de su lado y el poeta, después el incendio, el dolor de la soledad, vuelve a buscarla: “Desde ese día empecé a perseguirla. (Ahora comprendo que en realidad te buscaba a ti)” (Paz 2001a: 165). Como se advierte que hay una realidad implicada en las afirmaciones, es decir, un sentido metafórico en los enunciados cuyo sentido literal es imposible, resulta necesario conjeturar sobre la identidad de la desconocida. La conjetura evidente es que esa presencia femenina se trata de la muerte, la constante búsqueda; conjetura que se confirma con los subsiguientes enunciados: “Cuerpo en el que pierdo cuerpo, cuerpo sin fin. Si alguna vez acabo de caer, allá, del otro lado del caer, quizá me asome a la vida. A la verdadera vida, a la que no es noche ni día…” (Paz 2001a: 166). Y al final lo confirma el emisor: “Pero acaso todo eso no sea sino una vieja manera de llamar a la muerte. La muerte que nació conmigo y que me ha dejado para habitar otro cuerpo” (Paz 2001a: 166). Y la muerte, en efecto, constituye el riesgo latente en las aventuras de “El ramo azul” y “Mi vida con la ola”. Está latente en esta desconocida la imagen del doble, recurrente en el surrealismo y descrita y analizada por el propio poeta: La idea del doble —que ha perseguido a Kafka y a Rilke— se abre paso en la conciencia de que un poeta tan aparentemente insensible al otro mundo como Guillermo Apollinaire: Je mes disais Guillaume il est temps que viennes Un jour jem’attendais moi-même Pour que je sache enfincelui-lá que je suis…


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El casi enternecido asombro con que Apollinaire se espera a sí mismo, se transforma en el rabioso horror de Antonin Artaud: “transpirando la argucia de sí mismo a sí mismo”. En un libro de BenjaminPéret, Je sublime, la corriente temporal del yo se dispersa en mil gotas coloreadas, como el agua de una cascada a la luz solar. A más de dos mil años de distancia, la poesía occidental descubre algo que constituye la enseñanza central del budismo: el yo es una ilusión, una congregación de sensaciones, pensamientos y deseos (Paz 1983: 35).

El doble, mito universal y motivo constante de lo maravilloso y de lo “siniestro” freudiano —cuyo efecto es una extrañeza, una inquietud, dentro de lo que el individuo reconoce como familiar—, puede considerarse también una metáfora del acceso momentáneo al inconsciente. Las influencias del psicoanálisis sobre el surrealismo abren la posibilidad de establecer la imagen de un acompañante permanente, de un doble, como metáfora onírica de los deseos que el hombre va suprimiendo a lo largo de su madurez: proceso que se objetiva mediante la biografía. La biografía, como se sabe, llega a ser un tema constante de la obra de Octavio Paz, y en “Arenas movedizas” incluye el enfrentamiento con ese otro que es él mismo. Así, “Antes de dormir”, un cuento en presente y en segunda persona, abre la cuestión de a quién se dirige el poeta al afirmar “Te llevo como un objeto perteneciente a otra edad, encontrado un día al azar y que palpamos con manos ignorantes” (Paz 2001a: 157), pues es evidente la intención de ocultar su identidad en la primera mitad de este largo párrafo que constituye el cuento. Las insidiosas preguntas y confesiones van resultando los indicios para revelar que se trata de otra manifestación del “yo” del poeta: “¿tú, a quién tienes? A nadie, excepto a mí. Tú también estás solo, tú también tuviste una infancia solitaria y ardiente –todas las fuentes te hablaban, todos los pájaros te obedecían–” (Paz 2001a: 157). Ese otro yo, oculto, que puede tratarse del inconsciente, ese oscuro inquilino que se agazapa en su interior y posee las mismas experiencias, pero una fuerza superior, la del inconsciente, capaz de penetrar en espacios del ser inaccesibles para el consciente: “Reconozco que eres el más fuerte y el más hábil: penetras por la hendidura de la tristeza o por la brecha de la alegría, te sirves del sueño


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y de la vigilia, del espejo y del muro, del beso y de la lágrima. […] ¿Me oyes? No te veo. Escondes siempre la cara” (Paz 2001a: 158). Este tipo de imágenes representativas del inconsciente está profundamente vinculado con los aspectos estéticos del surrealismo, como ha señalado Gabriel Ramos: El punto de partida para encontrar las características esenciales del surrealismo es su nivel estético; es decir, en sus preocupaciones sobre la percepción y la experiencia de la realidad, que se buscan alienadas de la experiencia habitual. Desvirtúan la percepción mediatizada por la razón a favor de una experiencia más inmediata, azarosa, onírica y, con todo ello, liberadora. Para el surrealismo éste es el medio de acceso a la posibilidad de la existencia plena. Desde allí es visible el desarrollo de su ideología, sus valores emotivos, morales y políticos; así como los valores poéticos, los de la producción de formas precisas, que definen la técnica (38-39).

Pero la manifestación del horror a la existencia de ese doble se produce en el relato en que este otro yo se desprende y se enfrenta: “Encuentro”, relato breve, redondo y fascinante. El narrador inicia con una estructura de espejo, es decir, la misma acción en sentido contrario: “Al llegar a mi casa, y precisamente en el momento de abrir la puerta, me vi salir” (Paz 2001a: 173). Entonces decide seguirlo hasta la barra de un bar e interpelarlo, por intentar, con mayor éxito, ser él: el otro lo trata con displicencia, finge no darse cuenta de que es su doble, la amenaza atávica de sufrir una sustitución mejorada de uno mismo. La reacción de lanzarse contra él provoca su derrota. El narrador lleva la peor parte y eso lo lleva a la reflexión final: Tenía el traje roto, la boca hinchada, la lengua seca. Escupí con trabajo. El cuerpo me dolía. Durante un rato me quedé inmóvil, acechando. Busqué una piedra, algún arma. No encontré nada. Adentro reían y cantaban. Salió la pareja; la mujer me vio con descaro y se echó a reír. Me sentí solo, expulsado del mundo de los hombres. A la rabia sucedió la vergüenza. No, lo mejor era volver a casa y esperar otra ocasión. Eché a andar len-


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tamente. En el camino, tuve esa duda que todavía me desvela: ¿y si no fuera él, sino yo…? (Paz 2001a: 173)

El doble es la metáfora de uno mismo, se desprende de este ejercicio de interpretación. Esta intención biográfica del inconsciente, capaz de liberar la percepción, también parece animar “Un aprendizaje difícil”. El yo aparece delineado por la imagen de la bestia, metáfora psicoanalítica del deseo: “Tiraban con tanta fuerza que me inmovilizaron. Durante años tasqué el freno, como río impetuoso atado a la peña del manantial. Echaba espuma, pataleaba, me encabritaba, hinchaban mi cuello venas y arterias. En vano, las riendas no aflojaban” (Paz 2001a: 169). El psicoanálisis advierte que las pulsiones del individuo están reguladas y sancionadas por la vida en sociedad, que las domestica y asegura el avance de la civilización en contra de la satisfacción individual; esta confrontación queda establecida en el relato con la imagen del proceso de aprendizaje determinado por la figura social de la familia y el pedagogo que enseñaría al poeta el arte de ser dueño y, al mismo tiempo, libre de sí y esas pulsiones: Durante horas y horas el profesor me impartía sus lecciones, con voz grave, sonora. A intervalos regulares el látigo trazaba zetas invisibles en el aire, largas esbeltas en mi piel. Con la lengua de fuera, los ojos extraviados y los músculos temblorosos, trotaba sin cesar dando vueltas y vueltas, saltando aros de fuego, trepando y bajando cubos de madera. Mi profesor empuñaba con elegancia la fusta. […] A otros podrá parecer excesiva la severidad de su método; yo agradecía aquel desvelo encarnizado y me esforzaba en probarlo. Mi reconocimiento se manifestaba en formas al mismo tiempo reservadas y sutiles, púdicas y devotas (Paz 2001a: 170).

El poeta no se desprende de la metáfora del caballo, aunque haya incorporado ya el indicio que apuntaba hacia su humanidad. Los sucesos previos al cierre del texto aluden a la continuidad del aprendizaje, hasta que “un día, sin previo aviso, me sacaron. De golpe me encontré en sociedad. Al principio, deslumbrado por las luces y la concurrencia, sentí un miedo irracional...” (Paz 2001a: 171). No


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obstante, la naturaleza de ese aprendizaje es el planteamiento que queda abierto casi hasta el final: Es cierto que no he triunfado en la vida y que no salgo de mi escondite sino enmascarado e impelido por la dura necesidad. Mas cuando me quedo a solas conmigo y la envida y el despecho me presentan sus caras horribles, el recuerdo de esas horas me apacigua y me calma. Los beneficios de la educación se prolongan durante toda la vida y, a veces, aún más allá de su término terrestre (Paz 2001a: 172).

Este vacío de información (¿cuál fue la naturaleza de esa educación? ¿Cómo se convierte la bestia en un ser capaz de vivir en sociedad y comunicar su experiencia?), vinculado con las regulaciones orientadas a la represión de la búsqueda de satisfacciones, abre una nueva interpretación metafórica: la religión y el arte como alternativas de sublimación de la violencia.11 En este sentido, “Un aprendizaje difícil” va enlazado con “Visión del escribiente” en la metáfora de la domesticación, creada a partir de la descripción de una imagen totalitaria del mundo social —autoridades, subordinados, inconformes—. En este caso, la visión —profética y apocalíptica— muestra el horror de la domesticación y la subordinación, primero, representado en el empleo burocrático de un poeta sometido a la labor de escribiente: “Y llenar todas estas hojas en blanco que me faltan con la misma, monótona pregunta: ¿a qué hora se acaban las horas? Y las antesalas, los memoriales, las intrigas, las gestiones ante el Portero, el Oficial en Turno, el Secretario, el Adjunto, el Substituto” (Paz 2001a: 167). Luego, esa imagen del universo se amplía hasta mostrar al escribiente su órbita en torno a un centro que el poeta determina como la ausencia: Frente a mí se extiende el mundo, el vasto mundo de los grandes, pequeños y medianos. Universo de reyes y presidentes y carceleros, de mandarines y parias y libertadores y libertos, de jueces y testigos y condenados: estrellas de primera, segunda, tercera y n magnitudes, planetas, cometas, cuerpos errantes y 11

En Tótem y tabú (1913), Freud expuso la importancia del establecimiento de un contrato social sellado mediante un sacrificio, que quedaría grabado como símbolo de la acción civilizatoria: el origen de la psicología, el arte, la lengua.


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excéntricos o rutinarios y domesticados por las leyes de la gravedad, las sutiles leyes de la caída, todos llevando el compás, todos girando, despacio o velozmente, alrededor de una ausencia (Paz 2001a: 167-168).

El surrealismo, como se sabe, pretendió desmantelar ideológicamente la represión de la sociedad explicada por el psicoanálisis. Este desmantelamiento queda expuesto en la visión planteada en el texto. Paz lleva esta imagen a otro plano, el de la inevitable inutilidad de ese universo que se encamina hacia su destrucción: “Inútil salir o quedarse en casa. Inútil levantar murallas contra el impalpable. Una boca apagará todos los fuegos, una duda arrancará de cuajo todas las decisiones. Eso va a estar en todas partes, sin estar en ninguna. Empañará todos los espejos” (Paz 2001a: 169). La conclusión parte de la imagen del temor como el arma que atenta contra ese orden, una metáfora de la rebelión como la que encarnaba la bestia de “Un aprendizaje difícil”, la domesticación como fuerza destructora de las pulsiones del yo: No es la espada lo que brilla en la confusión de lo que viene. No es el sable sino el miedo y el látigo. Hablo de lo que ya está entre nosotros. En todas partes hay temblor y cuchicheo, susurro y medias palabras. En todas partes sopla el vientecillo, la leve brisa que provoca la inmensa Fusta cada vez que se desenrolla en el aire. Y muchos ya llevan en la carne la insignia morada. El vientecillo se levanta de las praderas del pasado y se acerca trotando a nuestro tiempo. (Paz 2001a: 169).12

La biografía vital y la literaria tienen puntos en común a lo largo de ¿Águila o sol? Muchos de los textos del apartado inicial del libro se ocupan del asunto, con particular énfasis en el día a día del poeta, con sus búsquedas y revelaciones vinculadas a la palabra, el lenguaje o el acto de escribir, con el tono hermético que caracteriza el volumen. Es en esta parte donde se hace más evidente la solución a las exaltaciones del inconsciente mediante la creación artística. En cambio, los textos de “Arenas movedizas” muestran una rabia 12

Vale notar que la imagen del látigo aparece en el poema “Semillas para un himno”, y tiene que ver con la violenta virtud discursiva: “hasta los ciegos deletrean la escritura del látigo”.


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dilatada —también presente en “Prisa”, “Maravillas de la voluntad” y “Cabeza de ángel”—, una búsqueda insaciable claramente vinculada con las imágenes del surrealismo asociadas a las preocupaciones del movimiento artístico, como los mecanismos del inconsciente. El relato “Maravillas de la voluntad” es el único de los textos realistas de este apartado: los episodios son inmediatamente referenciales. El personaje don Pedro acude a un café donde se encuentra el narrador con otros acompañantes, ahí repite con insistencia: “Ojalá te mueras” (Paz 2001a: 166). El narrador comunica la obsesión del personaje por repetir la frase y el desconocimiento de su destinatario: “Todos ignoraban el origen de aquel odio. Cuando se quería ahondar en el asunto, don Pedro movía la cabeza con desdén y callaba, modesto. Quizá era un odio sin causa, un odio puro. Pero aquel sentimiento lo alimentaba, daba seriedad a su vida, majestad a sus años” (Paz 2001a: 166). Por fin, se modifica su discurso: “Ya lo maté”, revelación previa al desenlace del relato: No volvió al día siguiente. Nunca volvió. ¿Murió? Acaso le faltó ese odio vivificador. Tal vez vive aún y ahora odia a otro. Reviso mis acciones. Y te aconsejo que hagas lo mismo con las tuyas, no vaya a ser que hayas incurrido en la cólera paciente, obstinada, de esos pequeños ojos miopes. ¿Has pensado alguna vez cuántos —acaso muy cercanos a ti— te miran con los mismos ojos de don Pedro? (Paz 2001a: 167).

¿Existe un sentido metafórico en un relato de tal realismo? En función de las ideas desarrolladas en este artículo, es posible interpretarlo así. El sentido nuclear del cuento es la voluntad; una condición fundamental de la inspiración y sus revelaciones. Los surrealistas combatieron la censura y la represión de los deseos e impulsos de la voluntad, como reflexionaba el autor: Al reprimir ciertos deseos o impulsos lo hacemos a través de una voluntad que se enmascara y se disfraza, y por eso la volvemos “inconscientemente” para que no nos comprometa. En el momento de la liberación de ese “inconsciente”, la operación se repite, sólo que a la inversa: la voluntad vuelve a intervenir y a escoger, ahora escondida bajo la máscara de la pasividad. En uno y en otro caso interviene la conciencia; en uno y en otro


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hay una decisión, ya para hacer inconsciente aquello que nos ofende, ya para sacarlo a la luz. Esta decisión no brota de una facultad separada, voluntad o razón, sino que es la totalidad misma del ser la que se expresa en ella. La pre-meditación es el rasgo determinante del acto de crear y la que lo hace posible. Sin pre-meditación no hay inspiración, consciente o inconsciente, del ánimo. Pues todo querer y desear, según ha mostrado Heidegger, tienen su raíz y fundamento en el ser mismo del hombre, que es ya y desde que nace un querer ser, una avidez permanente de ser (Paz 1983: 74).

La acción del personaje don Pedro puede interpretarse como la personificación de la voluntad y la conciencia, capaces de transformar la naturaleza débil del individuo. Es visible una continuidad vital con respecto a los planteamientos del surrealismo: la trascendencia del individuo hacia la convivencia con el otro; como observa Víctor Manuel Mendiola a propósito de Las peras del olmo, en cuanto a la relación entre Paz y Breton: “podemos apreciar cómo Paz resolvió de manera intelectual el préstamo otorgado por el surrealismo. Vemos cómo la ecuación libertad = amor = poesía se transformó en otra: rebelión = imagen = otredad” (58). El proceso narrativo de “Maravillas de la voluntad” sigue una ecuación similar: la descripción del personaje constituye el producto de una recreación de la voluntad que se resuelve en la reconvención al lector y a sí mismo de observar las propias acciones ante la presencia irrefutable del otro. Las imágenes sugerentes en que se basan las metáforas de Octavio Paz toman en “Arenas movedizas” la posibilidad de movimiento: si se trata de una metáfora de personificación, el elemento personificado se desenvuelve a través de obstáculos y un tiempo-espacio como corresponde a un personaje de relato. Asimismo, las metáforas para describir y presentar situaciones están dispuestas hacia la obtención de un desenlace narrativo, de acuerdo con las características del cuento. Estas imágenes y metáforas armonizaban con el nuevo paradigma narrativo que, con un marcado anclaje en la prosa poética francesa, ya había comenzado con la obra de Julio Torri, algunas páginas de Alfonso Reyes y que se consolidaría con la narrativa de medio siglo. Sin negar la huella indeleble de la poesía paciana —la propensión al mito, el cuestionamiento temporal, la


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sensorialidad—, en este caso, la imagen surrealista, trasladada por continuidad hacia la metáfora —también surrealista o relativa al psicoanálisis— ofreció una posibilidad interpretativa del conjunto. Este análisis del relato mostró también la vigencia del poema en prosa de Paz como un híbrido que diversifica sus posibilidades de análisis e interpretación, al mismo tiempo que cuestiona los límites genéricos. La síntesis que proporciona la metáfora en el relato hallaría eco en la narrativa breve que trascendería a los proyectos recientes de mini y microficción que también continúan la tradición de Torri y Arreola. Con vasos comunicantes hacia el resto de su obra, como los temas recurrentes, la estética surrealista y la libertad experimental, Octavio Paz logra una cuentística particular que ha sido injustamente marginada en la comprensión total de la obra del poeta, pero también una narrativa capaz de crear continuidad entre nuevas generaciones de narradores. Bibliografía ARMSTRONG, Paul B. Lecturas en conflicto. Validez y variedad en la interpretación. Trad. Marcela Pineda. México: UNAM, 1992. BRETON, André. “Recuerdo de México”. Trad. Hugo Pedemonte, en Vuelta, 148 (31 marzo 1989): 17-19. ______, André. Nadja. Trad. y ed. José Ignacio Velázquez. Madrid: Cátedra, 2004. FREUD, Sigmund. Tótem y tabú. Obras completas. Trad. José L. Etcheverry. Vol. XIII. Buenos Aires: Amorrortu, 2007. LUQUE COLAUTTI, Rocío y Carmen M. RIVERA VILLEGAS. La palabra entre el águila y el sol. El surrealismo y la obra de Octavio Paz. Cabo Rojo: Editora Educación Emergente, 2012. MENDIOLA, Víctor Manuel. El surrealismo de ‘Piedra de sol’, entre peras y manzanas. México: Fondo de Cultura Económica, 2011. PAREDES, Alberto. Las voces del relato. Madrid: Cátedra, 2015. PAZ, Octavio. Las peras del olmo. México: UNAM, 1965. ______, Octavio. La búsqueda del comienzo (escritos sobre el surrealismo). Madrid: Fundamentos ,1983. ______, Octavio. ¿Águila o sol? Obras Completas. Obra poética I. México: Fondo de Cultura Económica, 2001a. ______, Octavio. La estación violenta. Obras Completas. Obra poética I. México: Fondo de Cultura Económica, 2001b.


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PAZ, Octavio. “El llamado y el aprendizaje” [en línea]. En Letras Libres (30 abril 1999). Artículo disponible en <http://www.letraslibres. com/revista/convivio/el-llamado-y-el-aprendizaje> [fecha de consulta: 29 de enero de 2020]. PEÑA, Cynthia Marcela. ¿Águila o sol?, de Octavio Paz y ‘Variaciones sobre tema mexicano, de Luis Cernuda: el poema en prosa y el planteamiento de una poética. Concordancias y discordancias. Tesis de doctorado. Texas: TechUniversity, 2002. RAMOS MORALES, Gabriel Jahir. La experiencia surrealista en la poesía hispanoamericana. Asimilación, reinvención y alcances. Tesis de doctorado. México: El Colegio de México, 2009. RICŒUR, Paul. Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido. Trad. Graciela Montes Nicolau. México: Siglo XXI, 2001. STANTON, Anthony, “Paz y Cortázar: estéticas paralelas”, en Revista de literatura mexicana, 2 (2006): 213-222.


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LA HUELLA DEL CUENTO EN PEDRO PÁRAMO

A sesenta años de su aparición, tenemos oportunidad de ver reunidos los tres adelantos previos a la publicación de Pedro Páramo, oportunidad que pocos debieron compartir en su momento, pues habría que ser asiduo lector de Las letras patrias, la revista Universidad de México y la independiente Dintel. Hoy, gracias a la reunión de estos adelantos en el libro ‘Pedro Páramo’ en 1954, publicación acompañada de los comentarios de Jorge Zepeda, Alberto Vital y Víctor Jiménez, podemos apreciar más de cerca aquellas dudas y decisiones que se conjugan en esa gran novela mexicana y universal escrita por Juan Rulfo. Por ejemplo, la evidencia de que el orden de los episodios ya formaba parte del proyecto novelístico desde, por lo menos, un año antes de la publicación definitiva; lo que anula la veracidad de las anécdotas difundidas por ciertos sectores de la crítica cuya permanencia en la memoria de algunos sólo demuestra la fascinación popular rendida a la novela. En tanto que paratexo, o información marginal de la obra,1 los avances representan un lugar privilegiado “de la dimensión pragmática de la obra, es decir, de su acción sobre el lector” (Genette 1987: 12). En estas páginas, la lectura de ese paratexto apunta hacia la discusión sobre las relaciones entre el cuento y la novela en la obra de Rulfo, y sobre las diferencias y semejanzas entre ambos géneros en la formación del oficio del escritor. Una combinación de elementos —la estructura del libro, a partir de textos encapsulados y en apariencia unitarios; la trayectoria del autor en el género del cuento breve y una inicial ingenuidad del lector, amoldada a las estructuras tradicionales— estableció la ambigüedad genérica del relato, condición aprovechada por el autor, que hace visibles en la novela algunas estrategias del cuento. La consecuente desorientación es comprensible en un lector incipiente, pero un proyecto tan experimental como Pedro Páramo debió ejercer un Gerard Genette define “paratexto” como el conjunto de elementos que rodean la obra literaria: título, subtítulo, prefacios, notas al margen, a pie de página o finales, etcétera; pero además incluye “el avant-texte de los borradores, esquemas y proyectos previos de la obra” (Genette 1987: 12).

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asombro similar entre otro tipo de lectores conocedores, incluso, de la anterior propuesta del autor, El llano en llamas. La innovación, sin embargo, es susceptible de ser descrita, sobre todo cuando se ponen al alcance del crítico los documentos que contribuyen a sostener sus afirmaciones. Es el caso de los adelantos de ‘Pedro Páramo’ en 1954: fuera del contexto en que normalmente son leídos, estos fragmentos revelan un posible principio creativo en la obra del jalisciense: la cercanía entre el cuento breve y los fragmentos que componen la novela en su versión final. Entre la crítica ya se ha establecido la importancia del cuento en la formación del novelista. Françoise Perus anota que “Rulfo insiste en que los cuentos de El llano en llamas no fueron sino aproximaciones a una novela que tenía en mente desde tiempos atrás y a la que no lograba dar forma” (2008: 96), planteamiento del que se desprenden inferencias desacreditadoras para ambos géneros: el cuento sería un mero ejercicio preparatorio encaminado a la realización de una empresa superior; mientras que la novela se limitaría a una colección de cuentos. Ambas valoraciones carecen de argumentos y tendrían que hacerse extensivos a proyectos similares —relatos basados en fragmentos y en una ruptura del orden cronológico lineal— de otros autores que nunca han sido cuestionados en ese sentido. Asimismo, se soslaya la posibilidad de aprovechar las revelaciones que este principio creativo proporcionaría. Se propone aquí, entonces, analizar como cuentos los adelantos de Pedro Páramo en 1954; para luego atender los procedimientos de montaje de episodios, entendido como la técnica para estructurar los diversos momentos narrados. Tal ejercicio puede tomarse por ingenuidad de lector incipiente que enfrenta por primera vez la historia y la fábula de esta novela. Sin embargo, ciertos sectores de la crítica han hecho notar la autonomía de los episodios y su cercanía con el relato breve, al grado de nutrir la leyenda del editor que interviene en el orden final de los episodios en la novela. Señalar la complejidad de este proceso y las razones de su desacreditación son los asuntos centrales y conclusivos de estas páginas. Yvette Jiménez de Báez destaca las características del cuento rulfiano, basada en los escritos del autor reunidos en la versión original de Los cuadernos de Juan Rulfo, que sería diferente a la versión final impresa:


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Rulfo señala algunas características del cuento «moderno», tales como la tendencia a eludir explicaciones y descripciones sobre los personajes, ya que busca revelar «los hechos en sí, por lo cual trata de evitar en lo posible, digresiones o elucubraciones inútiles», y privilegia del cuento moderno la creación de la atmósfera, rasgo que puede ser extensivo a toda su obra (Jiménez de Báez 2008: 27).

Y agrega algunas estrategias comunes entre ambas obras del autor: Como se sabe, en los cuentos de El llano en llamas, Rulfo ensayó estrategias de escritura (por ejemplo, manejo de los símbolos y caracterización de personajes que reaparecerán en la novela). Y logró abordarlos con la brevedad propia del género, porque su óptica deslinda y marca límites en el fragmento de realidad en que se particulariza la visión del mundo (27).

Sin embargo, la autora no ahonda en la forma específica que presentarían los símbolos y caracterización de personajes en el relato breve. El cuento, contiene, en tensión con su brevedad, la posibilidad de adaptarse a la voluntad del autor para dar sentido narrativo a cualquier tema. Este género, de escasa teorización y abundante en poéticas, parece quedar en desventaja ante la novela, capaz de emular la estructura de la sociedad moderna, como ha señalado la teoría sociológica, con el héroe ante fuerzas desconocidas y contrarias. La condición única que se ha impuesto al cuento, además de la brevedad que suele ser relativa, es ese efecto final aún difícil de definir: Edgar Allan Poe declaró, en la composición del cuento, que cada palabra o incidente tienden a un fin preestablecido, que sería el efecto único; otros teóricos han señalado lo ambiguo de esta afirmación al contrastarla con las diversas modalidades de cierre, propuestas por autores cada vez más modernos. No obstante, su orientación hacia el desenlace y la tendencia al giro final que llega a modificar el sentido de las acciones previas, se consolidan como rasgos determinantes del género. Estos elementos quedan de manifiesto en diversos episodios de la novela, incluso en algunos capítulos unitarios, según lo evidencian los adelantos recientemente reunidos.


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El encabezado del adelanto publicado en el número de Las letras patrias anuncia “Un cuento de Juan Rulfo” con una llamada a nota al pie que aclara: “Fragmento de la novela en preparación, Una Estrella junto a la luna” (2014: 16). Si este encabezado correspondiera a los editores, la contradicción se justificaría por el efecto derivado de la estructura del relato; si correspondiera al autor, se haría evidente la conciencia del mismo de que los fragmentos de la novela están compuestos a partir de las características del cuento. Lo más probable, en realidad, es que se trate de una decisión del editor, pues ningún otro de los adelantos encabeza el texto con una categoría genérica similar. El fragmento inicial de la que entonces se titulaba Una estrella junto a la luna, conserva una estructura de cuento, pues, de acuerdo con la definición del género, “ostenta ingredientes dramáticos por el dinamismo que se observa en el tratamiento de la trama única que asciende rauda hacia un punto álgido, a menudo inesperado, y desemboca rápidamente en el desenlace sin divagaciones” (Spang 2000: 109). El relato inicia in media res, aún arrancaba con el verbo conjugado en pretérito perfecto “fui” que denotaba que se comunicaría una historia ya terminada y que concuerda con la tendencia a la unidad de lugar y tiempo propia del cuento. El lugar de los acontecimientos se ubica en las orillas de Tuxcacuexco y, en efecto, cada información apunta hacia este sitio: la madre que impulsa al hijo a acudir ahí a conocer al padre, la coincidencia en el destino del narrador y el arriero, así como la descripción del lugar “a través de los recuerdos” de la madre en contraste con el deterioro en que se descubre el pueblo al final del relato: “como si estuviera abandonado. Parece que no lo habitara nadie” (Rulfo 2014: 18). El número de personajes es reducido: el narrador protagonista, el arriero que revela ser su medio hermano; la madre y Pedro Páramo. A lo largo del recorrido, el narrador irá mostrando los antecedentes de los personajes, mismos que llevaron al protagonista a la situación en la que se halla durante el momento de la narración. El relato, en relación con las características del cuento, suele concentrarse en un elemento dominante (un objeto símbolo o una palabra clave) capaz de provocar el efecto único; y este adelanto o futuro capítulo gira en torno a la búsqueda del padre, rodeada de ambigüedad, pues la madre sólo proporciona referencias contradictorias: “le dará gusto conocerte” frente a “El olvido en que nos tuvo,


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mi hijo, cóbraselo caro”; en tanto que el arriero le hace saber que ambos comparten un padre poderoso que ha dejado en el abandono a todos sus hijos. Como corresponde al género cuento, al final del adelanto —que sería el inicio de la novela—, el autor realiza el “punto álgido”, inesperado, que modifica el sentido de las acciones previas: en Tuxcacuexco no vive nadie y Pedro Páramo ha muerto. Así se configura la revelación final o el clímax narrativo: el desenlace de un relato que no deja de sorprender a los lectores por su fuerza surgida de las técnicas del cuento breve. También el cuento “Nos han dado la tierra” cumple un ciclo similar: la larga caminata hacia un sitio árido que implica, a pesar de todo, una esperanza; la retrospección de los acontecimientos previos durante ese largo recorrido, que culmina con la decepción de una tierra yerma. Al concretarse en la novela, el episodio configura un capítulo que establece conexiones con el resto de la obra: los asuntos que se perfilan de manera tangencial representan las múltiples posibilidades que pueden estructurar una novela. Como ha señalado la crítica, la sustitución de la forma verbal “fui” por “vine”, en la novela, establece la relación permanente entre el narrador y el pueblo donde pasó sus últimos días de vida y permanecerá después de la muerte,2 relación que no es tan evidente en el adelanto, El deterioro de Tuxcacuexco —la futura Comala— será explicado a detalle. El arriero que conduce a su medio hermano a su destino resulta definitorio en el final de su padre y el del personaje narrador. Las razones de la rabia de la madre quedarán perfectamente justificadas por las referencias de diversos personajes y narradores que desfilarán por la novela. La revista Universidad de México, en su número del 10 de junio de 1954, publica el segundo adelanto de Pedro Páramo, aunque el texto anuncia: “Fragmento de la novela Los murmullos”. El título, con respecto al adelanto anterior ha cambiado; pero la estructura, al parecer, no ha sufrido modificaciones, pues el autor ha seleccionado los episodios que están justo a la mitad de la novela. El equilibrio en la distribución cronológica progresiva denota que ya está prácticamente terminada para 1954, aunque todavía requerirá modificaciones en los detalles, determinantes para la perfección de A propósito de la publicación de Juan Rulfo en 1954, Jorge Zepeda señala: “la primera frase habla de un sitio en el que ya no se está; en cambio el segundo demuestra que el narrador sigue ahí, y ya si le pone uno más atención se da cuenta que no se está dirigiendo al lector, en realidad uno atestigua un diálogo entre personajes” (2010).

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Pedro Páramo. La revista Universidad de México tiene el privilegio de alojar por primera vez la voz de Susana San Juan, pues estos episodios corresponden al monólogo del personaje femenino. El orden de ubicación es idéntico al que aparecerá en la edición final. Ambos fragmentos muestran ese rasgo unitario próximo al cuento al que me he venido refiriendo. Susana comienza su narración con su situación de inicio y desde la cual comunica su relato: “Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre […] Creo sentir todavía el golpe pausado de su respiración”,3 para revelar, al final del cuarto párrafo que en realidad se encuentra “dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta”. La narradora, cuyo nombre se desconoce, ya que comunica su propio relato, refiere la muerte de su madre, ocurrida durante su adolescencia, como se infiere a partir de los indicios: “En mis piernas comenzaba a crecer el vello entre las venas, y mis manos temblaban tibias al tocar mis senos”. La descripción del ambiente de febrero corresponde con la edad de la adolescente y se dirige a su hermana Justina, ocupada en el velorio de la madre. El texto, leído sin la información del resto de la novela, es capaz de constituir, por sí mismo, un relato de iniciación: la adolescente descubre la orfandad y la soledad, junto con el ritual mortuorio, justo cuando se hace consciente de su vitalidad femenina. Y el efecto unitario queda aún más fijo, pues el relato fue “comunicado” desde la muerte, en el sitio de la tumba, que la narradora había relacionado con el colchón y la cobija con que se envolvían madre e hija. La brevedad del texto se aproxima a la estructura del cuento por centrarse en el proceso de subjetivación del personaje, como lo describe Charles May: Las formas breves se basan en unas vivencias o experiencias espirituales, que nacen del mundo interior y pertenecen a la zona sagrada del ser humano, mientras las formas más extensas se valen más bien de materias conceptuales, elementos del mundo exterior y de los ámbitos públicos (Scholz 2000: 62). 3

La reproducción facsimilar se encuentra en la página 26 de Pedro Páramo en 1954, el texto procede de las páginas 6 y 7 de Universidad de México, Volumen VIII, núm. 10, junio de 1954, ilustrado por una viñeta de Julio Vidrio que representa una figura humana recostada. La reproducción al tamaño original viene incluida en una separata que acompaña al libro.


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El narrador personaje, la primera persona que comunica su mundo interior y su posición de vulnerabilidad, ya había sido empleada en cuentos como “Es que somos muy pobres” o “Macario”: personajes que comunican experiencias desde la imposibilidad de intervenir en los acontecimientos determinantes para ellos mismos. La maestría de Rulfo para relacionar historias con efecto unitario queda plasmada en la continuidad del siguiente episodio, también incluido en la revista Universidad de México. Inicia con un diálogo entre dos personajes que para el lector de esta publicación serían desconocidos: Dorotea y un interlocutor desconocido —en ese contexto de lectura—, quienes comparten sepulcro. El segundo escuchó el monólogo de Susana, a quien no conoce; Dorotea, en cambio, no escuchó a Susana: el episodio, de ser leído fuera de contexto, informará al lector sobre la infancia y destino de la mujer de Pedro Páramo, con acotaciones de Dorotea, lo que incrementará la ambigüedad en torno al personaje. Se desarrolla de forma tal que el lector descubrirá, sin intervención del narrador, que todos los integrantes de la historia están muertos. Los dialogantes, sin embargo, no son los protagonistas, sino Susana con su probable locura. Es decir, el episodio proporciona otra época de la adolescente presentada en el anterior. Mediante el recurso de la confusión de voces del cementerio, interviene un testimonio de otro hombre que menciona por primera vez a Pedro Páramo, quien, a pesar de su crueldad, amó profundamente a Susana, al grado de abandonarse y dejar morir a la tierra de Comala sólo para ocuparse, exclusivamente, de mirar el camino por el que se la llevaron al cementerio.4 Queda así plasmada, a grandes rasgos, la historia de la pareja. Muertos ambos, el episodio vuelve a asumir esa tonalidad de relato breve con principio y desenlace (infancia de Susana, su obtención y pérdida para Pedro Páramo). Para subrayar lo trágico de esta historia de separación, el ambiente, por acción del amante entristecido, cae en un paralelo proceso de “Él la quería. Yo creo que nunca quiso a ninguna mujer como a esa. Ya se la entregaron sufrida y quizá loca. Tan la quería, que se pasó el resto de sus días aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado al camposanto. Perdió todo interés en todo. Desalojó las tierras y mandó quemar los enseres. Unos dicen que porque se sintió cansado, otros que por desilusión, lo cierto es que echó fuera a la gente y se sentó en su equipal, cara al camino, y la tierra se quedó baldía y como en ruinas” (Rulfo 214: 27).

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deterioro y paulatino abandono, con lo que el desenlace de los personajes es similar al del lugar que funcionó como marco. El tercer adelanto, en el número de Dintel de septiembre del 54, incluye lo que serán los fragmentos finales de la novela que aparecería al año siguiente, en idéntico orden. Fueron publicados bajo un mismo título, “Comala”: ¿decisión del autor o de los editores? Es inevitable recordar que, para elegir los títulos de sus cuentos, Juan Rulfo recurre con frecuencia a los nombres de las regiones donde ocurrirán los acontecimientos: “Talpa” y “Luvina” señalan los lugares más específicos, en tanto que “La cuesta de las comadres”, “Paso del norte” y “El llano en llamas”, aluden a los acontecimientos que ocurrirán en los sitios apuntados. Si, como es de suponer —pues el fragmento incluye pocas menciones de la palabra “Comala”—, Rulfo eligió el título con que aparecería este adelanto, la elección resulta un recurso ya empleado por el autor para establecer el espacio geográfico como punto de partida para el drama individual que se desarrolla en el relato. El primer fragmento presenta a Pedro Páramo insomne, en contemplación del amanecer. El personaje se describe a sí mismo viejo, concentrado exclusivamente en sus pensamientos. Desde esta voz narrativa focalizada en la primera persona, se dirige a una ausente, Susana, que, según informa el narrador, se marchó bajo una luz similar, mientras él la miraba: La luz era igual entonces que ahora, no tan bermeja; pero era la misma pobre luz sin lumbre, empañada, como envuelta en el paño blanco de la neblina que hay ahora. Era el mismo momento. Yo aquí, junto a la puerta mirando el amanecer y mirándote a ti, que seguías el camino del cielo; por donde el cielo comenzaba a abrirse en luces, alejándote, cada vez más desteñida entre las sombras de la tierra (31).

La descripción de la imagen culmina con la desaparición de la mujer y la llamada: “Te dije: «¡Regresa, Susana!»”, que queda en suspenso, pues el narrador retoma la voz y lo muestra “moviendo los labios, balbuciendo palabras sin sonido…” para cerrar el fragmento lacónicamente con un “Amanecía”. Desde una perspectiva de análisis del cuento, para el lector que aún no conociera los antecedentes de la novela —y es necesario insistir en que éstas eran justamente las condiciones de lectura—, el adelanto cumple con el principio del


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relato breve: “un principio de síntesis y condensación compositiva que estimula, mediante el juego dialéctico de la elisión/alusión, la plurisignificación y la ambigüedad textual así como la actividad lectoral a la hora de rellenar esos aún mayores vacíos textuales generados como consecuencia de los mayores silencios autorales” (Valles 2008: 49). Si se tienen en cuenta las reflexiones de Rulfo sobre el género,5 éstas coinciden con el texto teórico y, a su vez, con el adelanto: un solo personaje, en un punto avanzado de su vejez, en un ambiente determinado por la soledad, un acontecimiento: la rememoración de una partida que cierra con la súplica inútil y una vuelta al punto inicial que sirve como desenlace, la imposibilidad de recuperar al ser añorado. En esta publicación se eligió una marca gráfica para separar los episodios. El segundo de ellos presentaba el final de la novela próxima a publicarse, con excepción de los últimos dos párrafos, determinantes por su contundencia. No es de extrañar que sea uno de los capítulos que más modificaciones presenta, ya sea por el momento de revisión o por la búsqueda de los efectos más certeros. Nuevamente, esta versión presenta una estructura que acerca el episodio al cuento, por incluir datos que permiten cerrar el acontecimiento como si se tratara de uno solo. El personaje que se llamará Abundio en la novela, aquí es nombrado como Bonifacio Páramo: el autor anota su apellido en varias ocasiones, lo que explica la razón por la que acudirá a Pedro Páramo solicitando su ayuda. Se infiere que Bonifacio es su hijo; lo que no resultará necesario en la novela, pues en ella este dato crucial quedará establecido desde los primeros episodios. El relato comienza con una situación nueva, una mujer barre la calle. Atenderá a Bonifacio, quien le cuenta que su esposa acaba de morir. Bonifacio paga un poco de alcohol y, ebrio, se presenta ante el cacique. La confusa pero violenta escena siguiente culmina con la El adelanto responde a los principios rulfianos de construcción del cuento: “Considero que hay tres pasos: el primero de ellos es crear al personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar. […] En la medida en que el personaje adquiere vida, uno puede, entonces, ver hacia dónde va; siguiéndolo lo lleva a uno por caminos que uno desconoce pero que, estando vivo, lo conducen a uno a una realidad, o a una irrealidad, si se quiere […]; sabemos perfectamente que no existen más que tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte” (Rulfo 2008: 167-169).

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muerte de don Pedro. La historia cierra con la destrucción de casi todos los personajes. El vínculo con el episodio anterior está determinado con la información de que “A esa misma hora, la madre de Gamaliel Villa, doña Inés, barría la calle” (Rulfo 2014: 32), es decir, al amanecer que contemplaba Pedro Páramo. El adelanto de Dintel no consigna una separación entre episodios, sino que, aquí, el relato vuelve al personaje de Pedro Páramo, en la misma situación del inicio: sentado dirigiéndose anhelante a Susana San Juan. La conciencia de su muerte se entrelaza con los temores y remordimientos que se interrumpen por la llamada de Damiana. El cierre sugiere la muerte del personaje: “Pedro Páramo no respondió”, con lo que el relato resuelve los aspectos que se habían dispuesto a lo largo del episodio: la añoranza del protagonista por su amada muerta, su incapacidad para mostrar cualquier emoción ajena a esa mujer, incluso algún tipo de empatía por su propio hijo, o el drama de éste ante el abandono del padre o de su esposa, también muerta. El contraste entre los adelantos recopilados en Pedro Páramo en 1954 permite establecer el proceso de transición entre el cuento y la novela, el funcionamiento de los elementos del cuento en la construcción narrativa fragmentaria. Esta transición radica en la elección de palabras y expresiones cuya brevedad incrementa las posibilidades de significado. El estudio del relato estableció tempranamente la clasificación de ciertos datos de acuerdo con su repercusión en las acciones sucesivas que conforman la fábula —el sistema de hechos derivados uno del otro y recíprocamente relacionados—, y que se encuentran distribuidos a lo largo de la obra con una intención estética, capaz de propiciar la intervención del lector, quien deberá relacionar esos datos. En un episodio unitario de Pedro Páramo, como los adelantos de 1954, la información es suficiente para una comprensión satisfactoria del desenlace: por ejemplo, las indicaciones de la madre de Juan Preciado acerca de su padre se resuelven con las afirmaciones del medio hermano. Sin embargo, al mismo tiempo, esas indicaciones implican información faltante: ¿por qué la madre no permaneció en su lugar de origen, al que recordaba con una constante nostalgia? Esa información faltante establece relaciones con otros episodios de la novela, ya concebida como una construcción de diversas tramas, que, además, explicarán las razones del matrimonio y el posterior abandono. Juan Rulfo, entonces, construye una serie de capítulos que funcionan como episodios unitarios que


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contienen elementos cuyo sentido se extiende a otros episodios, enriqueciéndolos e incrementando sus posibilidades de significación. El autor reconocía con frecuencia la importancia del cuento en su formación poética, tanto en la habilidad de síntesis como en la creación de vacíos de información. De tal forma que el autor partió de una estructura de relato breve —y logra incorporarla en los adelantos publicados un año antes—, en la que ya había alcanzado una maestría que aún es visible en los fragmentos de la novela: Pedro Páramo es un ejercicio de eliminación. Escribí 250 páginas donde otra vez el autor metía su cuchara. La práctica del cuento me disciplinó, me hizo ver la necesidad de que el autor desapareciera y dejara a sus personajes hablar libremente, lo que provocó, en apariencia, una falta de estructura. Sí hay en Pedro Páramo una estructura, pero es una estructura construida de silencios, de hilos colgantes de escenas cortadas, donde todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un no tiempo (Rulfo 2010: 546).

Incluso, la publicación de documentos que dan cuenta de ciertos pasajes de la biografía del autor durante el proceso de escritura de su obra ya confirman que, en un principio, la novela fue un proyecto cuentístico. Juan Rulfo escribiría una carta a Clara Aparicio fechada el 1 de junio de 1947, en la ciudad de México; le cuenta que ha querido escribir algo, que “no se ha podido, y que si lo llego a escribir se llamará Una estrella junto a la luna” (Rulfo 2012: 92). En una carta posterior, del 28 de agosto del mismo año, el autor se refiere a Una estrella junto a la luna como un cuento: No creas que te estoy contando un cuento por no mandártelo, pero la verdad es que he estado fallando en eso de escribir. No me sale lo que yo quiero. Además, se me van por otro lado las ideas. Y todo, al final, se echa a perder. Si logro hacer ese de “Una estrella junto a la luna”, de que te platiqué en cierta ocasión, te lo mandaré a la carrera antes de publicarlo para que le des el visto bueno. Eso lo haré cualquier día de estos (144).

Esta comunicación revela la idea precisa de lo que deseaba el autor sobre su obra en el momento en que está enfrentando ese mo-


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mento de duda entre escribir un cuento y un “algo” que ya prefigura la novela6 y que se concretará, en cierta medida, gracias al dominio de la escritura del cuento. Tal habilidad del autor propició, sin embargo y como él mismo refutaba, la creencia de que la novela carecía de estructura o que surgió como un puñado de ejercicios narrativos que podrían intercalarse de manera arbitraria. Este tipo de observaciones quedan ejemplificadas en el texto de Anaya-Sarmiento, uno de los críticos que valoraron negativamente la novela durante el primer año de publicación: “Pedro Páramo” sufre del mismo mal común a la mayoría de nuestros novelistas. Está hecha con pequeños cuentos, con relatos unidos para hacer un grueso volumen. El primer relato, por ejemplo, aquél que termina con un “el pueblo que Ud. busca no existe”, es un cuento clásico de Rulfo; el final inesperado, la desesperación y el truncamiento idéntico a otros finales, aunque con variantes. Sin embargo, la obra está honestamente escrita, dignamente pensada, y esto, en el ambiente actual merece un elogio. Pero, de todos modos, bueno sería que Rulfo superara en una futura obra, aquella colección del “Llano en Llamas”, porque además de todo, está comprometido a hacerlo para no defraudarse a sí mismo (Zepeda 2005: 108).

Jorge Zepeda añade otro testimonio de esas críticas: En ‘Pedro Páramo’ encontré al mismo escritor de ‘El Llano en Llamas’, plástico, poderoso, dueño de una gran capacidad expresiva; pero no encontré al novelista. Algunos críticos parecen haberse deslumbrado con lo ‘novedoso’ del desarrollo del relato 6

“En la medida (eminentemente variable, y a menudo bastante débil, aun en nuestra época) en que se refiere a su obra, una carta de escritor ejerce una función paratextual sobre su primer destinatario, y, de manera más lejana, un simple efecto paratextual sobre el público último: el autor tiene una idea precisa (singular) de lo que quiere decir de su obra a un destinatario particular determinado, mensaje que puede, al límite, tener valor y sentido sólo para él; tiene una idea mucho más difusa de la pertinencia de este mensaje para el público futuro; y recíprocamente el lector de una correspondencia es conducido a «tener en cuenta las cosas» […] El efecto paratextual, para nosotros, procede de una percepción «corregida de las variaciones individuales» de la función paratextual inicial” (Genette 2001: 322).


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en diversos planos, que en Europa y en los Estados Unidos es un recurso casi manoseado (109).

Es frecuente que la crítica considere un defecto lo que se evidencia como una innovación: por los moldes establecidos al momento, resulta imposible reconocer los complejos mecanismos de relación que vinculan la novela y exigen la participación constante del lector. No obstante, tales observaciones, a su vez, favorecieron el surgimiento de falacias y leyendas que no hacen sino confirmar la fortuna literaria de la obra de Rulfo entre lectores de diversos campos, e incluso entre ciertos especialistas. Víctor Jiménez, en su estudio incluido en “Pedro Páramo en 1954”, no deja lugar a dudas acerca de la falsedad del supuesto editor que unos días antes de la entrega o de la impresión organiza los fragmentos de la novela en el orden final, pues reconstruye el orden de aparición de las afirmaciones de colaboración para desacreditarlas una a una. Jorge Zepeda, en “Itinerarios de un texto”, señala las implicaciones de la elección final de ciertos detalles: el caso de la eufonía del topónimo Comala en comparación con el de Tuxcacuexco, el acierto rulfiano al seleccionar cada palabra, la complejidad que marca distancia con respecto a los estilos predominantes en los primeros años de la década de los cincuenta. Esta precisión en la elección de palabras deriva en la economía verbal a la que me he referido, característica del cuento posmoderno. Pues, como se verá en la versión mecanuscrita incluida en este volumen, la mayor parte de las decisiones del autor reducen la extensión de los enunciados y, en consecuencia, de la novela. Finalmente, la novela logró fusionar su universo a partir de formas compactas y expansivas entre sí que deben su perfección a la maestría de su autor en la labor del cuentista;7 y trascendió a una forma narrativa que desafía nuestras suposiciones acerca del cuento y la novela, aún sesenta años después de su publicación. “La novela muestra, en el mundo de ficción, la complejidad de las relaciones del quehacer de los hombres. Buscar su sentido implica partir de la fragmentación y, al mismo tiempo, encontrar los hilos colgantes que llevan al tejido textual. Estrategias como el paralelismo, la yuxtaposición de planos, el contrapunto, lo que se dice y lo que y lo que se omite cobran una especial significación para captar la tensión de los diversos estratos y la pluralidad matizada del sentido” (Jiménez de Báez 2008: 27).

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CUATRO MOMENTOS EN LA ESCRITURA DE “EL ÁRBOL” DE ELENA GARRO

El año de 1958 es fundamental en la trayectoria de Elena Garro pues, además de que se da a conocer como escritora, es uno de sus periodos más productivos: aparece su primer libro, Un hogar sólido y otras piezas en un acto, del cual tres piezas ya habían sido representadas por el grupo “Poesía en voz alta”; la revista argentina Sur, en su número 251, incluye la obra que da título al libro (que luego aparecería en la primera edición de la Antología de la literatura fantástica, de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo); el cuento “Perfecto Luna” se publica en la Revista de la UNAM—paralelamente, Archibaldo Burns realiza una adaptación fílmica de este cuento—; mientras, M. de la Serna filma Las hermanitas Vivanco, guión escrito por Garro en colaboración con Juan de la Cabada; publica, además, un cuento poco mencionado en los estudios y bibliografías dedicadas a la autora, titulado “El árbol o fragmento de un diario”, en el número 484 del suplemento México en la cultura del periódico Novedades, dirigido entonces por Fernando Benítez. La anécdota central del cuento de 1958 reaparece como pieza teatral bajo título de “El árbol”, en la Revista Mexicana de Literatura, en un número doble 3-4 de 1963, año de publicación su tercer libro, el volumen de cuentos titulado La semana de colores, que incluye el relato “El árbol”, en su versión cuentística definitiva, la que permanece en las posteriores ediciones.1 La pieza teatral, en cambio, se publica en 1967 como libro el sello de la editorial Peregrina —del editor Rafael Peregrina—, según la editorial más reciente del Esta primera edición de La semana de colores incluye los cuentos “La culpa es de los Tlaxcaltecas”, “El zapaterito de Guanajuato”, “¿Qué hora es…?”, “La semana de colores”, “El día que fuimos perros”, “Antes de la Guerra de Troya”, “El robo de Tiztla”, “El duende”, “El anillo”, “Perfecto luna” y “El árbol”, en ese orden (Xalapa, Universidad Veracruzana, 1964). Una segunda edición agrega “Era Mercurio” y “Nuestras vidas don los ríos” (Elena Garro, La semana de colores, México, Grijalbo, 1989). Simultáneamente, el mismo volumen se publica en la misma editorial pero bajo el título de La culpa de los tlaxcaltecas (Elena Garro, La culpa de los tlaxcaltecas, México, Grijalbo, 1989).

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teatro de Garro, Patricia Rosas Lopátegui2 (aunque el Diccionario de Escritores Mexicanos señala a Enrique G. Gonsen como el editor, y amabas fuentes consigan la obra dentro de la colección “Teatro de bolsillo”); y se incluye en la segunda edición de 1983 de Un hogar sólido de la Universidad Veracruzana. Entre las cuatro ediciones disponibles en los documentos biblio-hemerográficos existe una serie de variantes y modificaciones, principalmente entre la primera versión y las siguientes, así como entre las dos versiones teatrales; estos materiales, disponibles en publicaciones relativamente accesibles, conservan la evolución de las inquietudes sociales y artísticas de Elena Garro, al tiempo que subrayan la tendencia hacia la economía narrativa encaminada a la perfección del texto. Su análisis permitirá reconstruir la historia del proceso creativo de la autora, poner de manifiesto el conjunto de recursos que en su perspectiva establecen la división entre la narrativa y el teatro, y mostrar la capacidad de la autora para realizar giros a una misma anécdota a fin de obtener efectos que demanda cada tipo de género. La anécdota central de este conjunto de versiones se basa en el encuentro de dos mujeres, Marta, una mujer criolla de clase alta que vive acompañada únicamente de sus sirvientas en la Ciudad de México, y Luisa, indígena cercada por la miseria y el maltrato, quien aparece inesperadamente en la casa de Marta, sucia y golpeada. La señora atiende a la recién llegada con desprecio mal disimulado, le ofrece comida, un baño y consejos para corregir su conducta con el marido para evitar que éste la golpee, y escucha impaciente los retazos de la vida de la mujer: el acontecimiento traumático que marcaría su vida, su primer matrimonio y el asesinato por el cual Luisa pasó años en la cárcel, los más felices de su vida. El encuentro termina con un nuevo asesinato, tratado de distinta forma en los relatos y las piezas dramáticas. La historia parece haber partido de una experiencia de Elena Garro vivida durante los años en que se involucró en la defensa de 2

Elena Garro, Teatro: una nueva colección de teatro, ed. Patricia Rosas Lopátegui, Alburquerque, Rosas Lopátegui Publising, 2000 (incluye “Discursos de Felipe Angeles”, “Un hogar sólido”, “Los pilares de Doña Blanca”, “El Rey Mago”, “Andarse por las ramas”, “Ventura Allende”, “El Encanto, tendajón mixto”, “Los perros”, “El árbol”, “La dama boba”, “El rastro”, “Benito Fernández” y “La mudanza”. Esta es la edición que utilizo, dada la dificultad para localizar la versión de 1967 y la 1983, y por ser la más reciente).


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las tierras de los campesinos de Ahuatepec, Morelos, entre 1954 y la fecha de la primera publicación de Novedades; como lo registra Lucía Melgar de una conversación con una autora: “un día llego yo a mi casa, que estaba toda alfombrada, muy elegante, y ¿a quién veo sentada ahí? A un pobre indígena con los pies… pues ya como madera […], Enedino Montiel Barona, y su mujer Antonia, una mujer muy rara, que es la que me inspiró el personaje ese de «El árbol»”. Cuando Lucía Melgar insiste, “¿En ella se basó?”, Garro confirma: “Sí, porque ella me contó esa historia, que le había pasado a ella…Y me metió un miedo horrible…” (Melgar 2002: 240).3 No obstante, la construcción literal contiene estilísticos que no pudieron salir de la anécdota real, sino del oficio literario de la autora. “El árbol o fragmento de un diario”, de 1958, contiene un amplio preámbulo reflexivo a la historia propiamente dicha, comentarios que dan al texto el rasgo de escritura testimonial acorde con la pretensión de la redacción de un diario (“Sábado. A las once de la mañana llegó Gabina. Me molestó su visita. […] Tuvo que suceder lo que relato en las primeras páginas de este diario…”). Esta digresión incluye notas de crítica social contra la explotación e incomprensión criolla hacia el mundo indígena a través del comentario de un supuesto amigo de la narradora (“¡Un indio produce siete pesos al año! Así se explica el atraso de México. Nosotros debemos producir lo suficiente, para mantener a esa masa informe e inútil”); el fragmento sirve además para mostrar el carácter contradictorio de Marta con respecto a los indios (“me devuelven el mercado donde pasé mi infancia. Sentada entre ellos, conversando y mirando las frutas y los cielos. Cuando me vine a la ciudad, los olvidé. […] Perdieron categoría humana”).4 Páginas más adelante Garro refiere: “Al poco tiempo, me hablaron a México que habían matado a Enedino y a Antonia [su mujer]. El 15 de septiembre [según Melgar, en 1965, durante el sexenio de Díaz Ordaz]” (246). 4 Cito el fragmento completo suprimido en las versiones posteriores: “Sábado. A las once de la mañana llegó Gabina. Me molestó su visita. Había pensado dedicar el día a poner orden en la casa. Ahora, tendría que perder varias horas en una conversación inútil. Cuando la vi con su traje azul clara, su rebozo verde y su bolsa de regalos sentí remordimientos. ¡La pobre venía desde tan lejos, a traerme sus tortillas blancas y sus tablillas de chocolate hecho en casa! Comimos y conversamos apaciblemente. Los indios me devuelven el mercado donde pasé mi infancia. Sentada entre ellos, conversando y mirando las frutas y los cielos. Cuando me vine a la ciudad, los olvidé. Se me volvieron tan extraños, como a cualquier ciudadano. 3


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De acuerdo con el orden cronológico de las publicaciones, y suponiendo que éste sea también el orden de escritura, el cuento de 1958 siguió “El árbol” en su primera versión teatral (1963), pues la autora, inclusive, declaró que escribió esta obra “como cuento y luego me di cuenta que la obra entraba más dentro de la dimensión teatral, que en la del relato” (Alardín 1987: 9). Para esta versión, Garro suprime en su totalidad el preámbulo de 1958. El motivo de la redacción de un diario, que constituye un inicio in media res, y las indicaciones propias de ese género textual (“cogí este cuaderno y en él marco lo que sucedió. En la tarde, cuando Herlinda se fue, escribí unas páginas.”) implicarían para la representación teatral una serie de dificultades que la autora debió tener en cuenta. Puede ser ésta la razón por la que la autora elimina el preámbulo y la ficción del diario y empieza el texto dramático en el momento en que suena el timbre, según la acotación “Un timbrazo que viene de la puerta de entrada atraviesa la casa. Marta se sobresalta…” (1963: 3). La insistencia del sonido descrita en el cuento se conserva en la segunda acotación: “El timbre continua llamando cada vez con más violencia. De pronto se calla. Al cabo de unos minutos, Marta entra a la habitación seguida de Luisa” (1963: 3). La tensión dramática Hace muchos años, oí a un amigo exclamar en una comida: —¡Un indio produce siete pesos al año! Así se explica el atraso de México. Nosotros debemos producir lo suficiente, para mantener a esa masa informe e inútil. ¡Siete pesos! Nunca se me había ocurrido que una persona representara el capital que produce. Sí era verdad lo que decía aquel abogado, la condición humana del indio y los fundí en el paisaje de México, como lo hacemos los de la ciudad. Perdieron categoría humana. Eran una piedra más en un camino. Tuvo que suceder lo que relato en las primeras páginas de este diario, para que me diera cuenta de la atrocidad que habíamos cometido con ellos durante siglos. ¡Descubrí que los indios, no sólo no producen siete pesos al año, sino que producen todo lo que el país es de bueno y de malo! La pérfida afirmación de mi amigo me indignó veinte años más tarde de haberla oído [.] A las tres se fue Gabina. Me quedé con toda la tarde por delante. Saqué al azar un libro y traté de leer. Me pareció que el libro no decía nada y lo dejé.” (Garro, 1958: 2). En adelante la obra se citará de las versiones: “El árbol o Fragmentos de un diario”, México en la Cultura (supl. dominical de Novedades), 484, 22 jun. 1958; “El árbol”, Revista Mexicana de Literatura, marzo-abril de 1963; y “El árbol”, en La semana de colores, Xalapa, Universidad Veracruzana, 1964. Para referirme a cada edición emplearé el año de publicación (1958, 1963 o 1964) seguido del número de página.


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se establece así desde un principio; lo que no ocurre en la primera versión cuentística, en la que, en cambio, después de varios párrafos de reflexión, la tensión narrativa se obtiene por medio de datos específicos, como el temor declarado de la narradora y otros detalles descritos desde su percepción (“La casa se ha llenado de presagios extraños. Tengo la luz encendida. Para ahuyentar al miedo, cogí este cuaderno y en él marco lo que sucedió” (1958: 2). La autora también suprimió esa primera parte en el cuento “El árbol”, de 1964, eliminando así todas las marcas de lectura relacionadas con un diario. Esto conduce a la suposición de que la versión teatral de 1963 está en la base de la segunda versión cuentística, aunque se mantiene elementos de 1958. La reconstrucción del cuento, a su vez, afinará los diálogos de la versión teatral de 1967 el proceso de reescritura, aun cuando no sigue un programa establecido, pone en manifiesto el rasgo predominante de la autora en el manejo de este texto: su constante reflexión para conseguir los mejores recursos y efectos en cada versión particular. Así, en ocasiones, para la construcción del diálogo, la autora prefiere las pautas del texto dramático, más ágil y contundente; por ejemplo, en la versión teatral de 1963. Elena Garro incluye esta situación que no estaba en 1958: MARTA —[…]. ¡No se ría! Su risa es… no sé cómo explicarle… Marta mira a la india, que continúa riéndose, tapándose la boca con la mano. De pronto se pone seria. LUISA —Julián es malo ¡Muy malo, Martita! MARTA —¡Cállese! No diga más tonterías. ¿Por qué lo respetan todos? ¿Por qué todos buscan su consejo? (1963: 11).

Para 1964, el diálogo se mantiene, pero sin la acotación que establece la transición entre la risa de la mujer y la seriedad con que denuncia al marido. La situación en el teatro resulta más ambigua por el cambio drástico entre un gesto y otro; mientras que la misma situación, en el cuento, incita al lector a reconstruir la reacción de Luisa ante la orden y la actitud de Marta, sin pretender controlar esa reacción con algún comentario del narrador: —¡No se ría! —ordenó Marta con sequedad. —Julián es malo, Martita, ¡muy malo! —Cállese ya, ¡no diga más tonterías! (1964: 195).


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En otras ocasiones, para perfilar el carácter de los personajes, describir y evaluar las situaciones, la autora reutiliza los comentarios de la voz narrativa de 1958, aunque sustituyendo la voz de Marta por la de un narrador en tercera persona focalizando principalmente en el personaje de la mujer, en sus recuerdos, percepciones, juicios y visión del indio, como puede apreciarse en el siguiente contraste: No fue sino mucho después, cuando empecé a notar que sus risas y conducta, no sólo eran extrañas sino malvadas. Le perdí el afecto y no desaproveché ninguna ocasión para regañarla con dureza. Me indignaba ver a esta mujer estúpida perseguir a su marido con una tenacidad enloquecedora. ¡No lo deja ni a sol ni sombra! A donde va él, va ella, sonriente y maligna.

…no fue sino mucho después, cuando notó que sus risas y su conducta no sólo eran extrañas sino malvadas. Le perdió el afecto y no desaprovechó ninguna ocasión para tratarla con dureza. Le indignaba a esa mujer que seguía a su marido con una tenacidad estúpida. No lo dejaba solo ni a sol ni sombra; adonde él iba, iba ella, sonriente y maligna…

(1958 p. 2)

(1964, p. 194)

La objetividad del narrador en tercera persona frente a la subjetividad del narrador en primera desaparece. Como resultado de la reelaboración, narrador y personaje contribuyen al efecto de misterio en torno a Luisa, el cual se irá develando poco a poco hasta resolverse definitiva y trágicamente en el desenlace. Ocurre con mayor frecuencia que la autora añade al segundo cuento elementos que no se encontraba en los textos previos; así, por ejemplo, se informa por primera vez del nombre del pueblo del cual provienen los personajes: Ometepec, Guerrero -“Hacía muchos años que conocía a la pareja. La veía siempre que iba a su casa de campo, en el pueblo de Ometepec” (1964: 194)-.5 Mediante otros añadidos inexistentes hasta ese momento, el narrador ahonda en la confrontación psicológica entre ambas mujeres -“se miraron enemigas” (1964:195)-, insinúa con mayor recisión sus diferencias -“Marta se volvió a un espejo para observar sus cabellos bien peinados. Sintió vergüenza frente a esa infeliz, aturdida por la desdicha, devorada por la miseria de siglos” (1964: 196)- y subraya el desco5

Situada al sur del estado, poblada principalmente por indígenas amuzgos y mixtecos, en esta región transcurre otro relato de La semana de colores, “El anillo”.


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nocimiento del mundo indígena entre el grupo social representado por Marta (“Muchos de sus familiares y amigos sostenían que los indios estaban más cerca del animal que del hombre, y tenía razón” (196). Asimismo, para 1964, la autora acentuó aspectos delineados en la primera versión del cuento pero no podían mantenerse en una representación escénica, por ejemplo, el intenso olor de Luisa tratando como una extensión de la mujer que se apodera del espacio de Marta6 aun cuando éste ha desaparecido.7 También las percepciones visuales y táctiles se agudizan con respecto a la primera versión y al margen del texto dramático, a través de una descripción particularmente estética del arma homicida que marca el desenlace de las protagonistas: “Luisa colocó el cuchillo a sus pies y lo miró con pasión […] miró el arma reluciente que había entrado en la tersura del vientre de la desconocida” (1964: 208). Uno de los casos de modificación más complejos es aquél en que la autora toma y suprime elementos de los textos antecesores y agrega elementos inéditos; este caso ocurre, justamente, en la parte final del relato de Luisa, con la que da comienzo la parte más tensa de “El árbol”, la que precede a la conclusión. El discurso casi idéntico en lo que se refiere a la tardanza de la mujer antes de volver al sitio donde depositó sus pecados; de inmediato, en todas las versiones, el personaje revela el fenómeno que Marta, en su continua racionalidad, no podrá objetar ni explicar. Las versiones posteriores de 1958 incluyen marcas que denotan la necesidad de confirmación de Marta y la respectiva confirmación de Luisa al hecho sobrenatural;8 pero la versión de 1964 se añade el comentario del narrador acerca del ambiente, un comentario particularmente poético y difícil inter “Su olor se extendió por el salón, invadió los muebles, se deslizó por las sedas de las cortinas […] invadió las ollas de aluminio, el fregadero, las sillas azules, los rincones […] invadía su casa, se le untaba a la nariz, volvía el aire pegajoso” (1964: 195, 6 y 8). 7 “Su olor se había disipado y en su lugar un aire pesado había dejado inmóviles a las cortinas y a los muebles” (1964: 201). 8 En general, Elena Garro tiende a utilizar lo fantástico como un recurso, en tanto que los hechos sobrenaturales irrumpen en una realidad convencional, provocando extrañeza entre los personajes; aquí, en cambio, lo sobrenatural es parte de la realidad cultural indígena de Luisa (el “Malo” es parte de las tradiciones culturales de ciertas regiones, como lo anotaré más adelante), pero en este caso el hecho de que el árbol se halla secado causa extrañeza pero no hay duda de su realidad entre ambas mujeres, de mundos muy distantes. 6


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pretación (“la habitación se pobló de seres que cortaban el aire con menudos cuchillos de madera seca”). Así, éste es uno de los pocos fragmentos que no tienden a la brevedad, sino, por el contrario, a una extensión que subraya la complejidad del episodio: …Me tardé un tiempo en venir a verlo, y cuando llegué… Luisa se detuvo. Se me quedó mirando y dijo: …Lo hallé seco. ¡Porque se secó, Marta, se secó! La imagen del árbol […] (1958, 4)

LUISA —Me tardé un tiempo en ir a verlo y cuando llegué… Luisa se calla MARTA —¿Cuándo llegó, qué? LUISA —Lo hallé seco[,] Martita. ¡Porque se secó, Martita, se secó! (1963, 29)

—Me volví a mi casa y tardé un tiempo en ir a ver el árbol y cuando llegué… —Luisa guardó silencio y miró a Marta. —…lo hallé seco, Martita. El silencio cayó entre las dos mujeres y la habitación se pobló de seres que cortaban el aire con menudos cuchillos de madera seca. —¿Se secó? —murmuró Marta. —Sí Martita, se secó. Le eché encima mis pecados… (1954, 213)

El reajuste, además, afina la relación metafórica entre el árbol, en el que Luisa deposita sus pecados, y Marta, quien escucha esa misma confesión. En 1958 la voz de Marta registraba el relato de Luisa, daba cuenta de que éste había terminado y las condiciones de esa conclusión: “La imagen del árbol seco me pareció siniestra. La noche entera me dio la misma impresión. Vi el reloj, eran las once. Luisa se quedó inmóvil. Tampoco ella tenía nada que agregar a su relato. Se levantó, agarró su cuchillo, se lo escondió en el pecho” (1958: 4). Para 1964, la autora, a través del narrador, reconstruye las imágenes del árbol y el reloj como indicios enfocados hacia la solución final: El árbol seco entró a la habitación; la noche entera se secaba dentro de las paredes y las cortinas disecas. Marta miró el reloj: también él se secaba sobre la cómoda. Buscó en su memoria un gesto banal para dirigirlo a Luisa, que petrificada por sus propias palabras la miraba alucinada (1964: 213).


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En 1958, una vez que Luisa termina su relato, las dos mujeres se despiden. En 1963 y 1964, en cambio, entre esos momentos los personajes se enfrentan en un dialogo obsesivo que permanece casi íntegro: Marta —Tranquilícese, Luisa. No tenga miedo, no hay que tener miedo. ¿Miedo de qué? Dígame Luisa, ¿de qué podemos tener miedo? Estamos aquí las dos muy contentas... Luisa —Se secó, Martita, se secó... Marta —Ya me lo dijo, Luisa. Ya no me lo repita. ¡Váyase tranquila a dormir!... Luisa —Qué solitas estamos, ¿verdad Martita? Marta —¿Solitas?... ¿por qué me dice eso? Luisa —Porque las muchachas no vuelven hasta mañana. (1963, 29)

—Luisa, cuando le dije que estaba endemoniada, bromeaba, ¡Tranquilícese! [...] No tenga miedo, Luisa, aquí estamos las dos muy contentas y lo que pasó, voló. Nunca se recupera... Se secó, Martita, se secó... -Repitió Luisa. —Ya me lo dijo, Luisa, ya no lo repita. ¡Váyase tranquila a dormir! Aquí estamos las dos seguras, lejos de todo. —¡Qué solitas estamos, Martita! —¿Por qué me dice eso, Luisa? -Preguntó Marta con la voz vaciada por el miedo [...] —Porque Gabina vuelve hasta mañana... (1964, 214)

En todas las versiones, Marta se queda sola en su habitación, se siente vigilada y atemorizada por la historia de Luisa y por que sabe que está armada. A partir de ese momento, las tres versiones muestran variantes determinadas: mientras la pieza dramática se precipita su desenlace en poco más de una página, los relatos se extienden: 1958, en la actividad febril de escribir en el diario las reflexiones y los temores de la señora, y en 1964, un ir y venir del narrador a la voz de Marta con el eco de las palabras de Luisa desde “adentro de un túnel infinito”. Sin duda, la autora retomó esa parte de la versión inicial reduciéndola considerablemente;9 como resulta lleva al extre Observé cómo la autora ha eliminado las frases circunstanciales, funciona enunciados, elimina nexos y recapitulaciones: ¿Qué estaría haciendo, ahora, en el cuarto de junto? A lo mejor tampoco ella podía dormir y meditaba… Por miedo perseguían a Julián. Teme que desaparezca. El campo no tiene puertas y el hombre se le puede ir. Me dije todo esto y sonreí. ¡Pobre Luisa! Asustada de su libertad y de la libertad de los demás. Vino a mi casa a buscar protección y afecto. Y yo se los negué. Mi dureza era evidente. Yo no podía querer, sino a lo que no me molestaba y todo mi afecto por los indios lo dirigía sólo a aquellos que encontraban hermosos, como Gabina, o a los que

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mo la angustia del personaje: las voces del narrador, Marta y Luisa se superponen, se agolpan e interrumpen; mientras que en 1958 todos los acontecimientos pasan por la percepción y la voz de Marta y en 1963 el diálogo teatral concede un momento determinado a cada voz. Con tales modificaciones, al llegar a esta parte de la anécdota, las tres versiones se separan drásticamente aunque aún es posible reconocer pautas comunes: Agarré mi diario y me puse a llenar estas páginas. Así, si ella se asoma, podré y decirle. ¡Ya ve Luisa, estoy escribiendo! El diálogo nos comunica, nos iguala. Siempre pensé que el crimen es un acto producido por la soledad. Por la incapacidad de comunicarse. Y Luisa duerme inocentemente, y aquí estoy yo atribuyéndole las intenciones más siniestras… ¡Si no cargara ese cuchillo! (1958: 2).

Marta —¡Luisa! ¡Luisa! ¡Conteste, Luisa! (pausa). Me va a matar a disgustos. ¡Luisa! ¿Está usted durmiendo mientras yo cavilo?.. (pausa). Luisa venga a platicar conmigo, no sea majadera. No porque me haya confiado su secreto… ¡Dios mío, qué estúpida soy! ¡Qué cosa digo! Luisa ¿por qué no me contesta? ¡India maldita! (1963: 31).

“Si se asoma la puerta, le diré: ya ve, Luisa, estoy rezando y se pondrá a rezar conmigo”. El crimen era un acto de soledad… Volvió a escuchar. No le llegaba ningún ruido; quizás la india ya se había dormido. ¿En donde habría puesto su cuchillo? No se desprendía nunca de él (1964: 215).

Los tres episodios son determinantes para el desarrollo de sus respectivos desenlaces, los cuales guardan diferencias entre sí; éstas a su vez inciden sobre el efecto de cada texto. Pero antes de analizar ese punto, conviene señalar las particularidades de las ediciones de la pieza dramática. La edición de 1983de Un hogar sólido y otras piezas incluye “El árbol” —junto con otras cinco obras que estaban en me adularan. Pero en el fondo de mi corazón hay una dureza irremediable. En cambio en la cárcel, Luisa había encontrado afecto verdadero, también había participado en una sociedad en donde todos eran iguales. ¡Había aprendido a bailar! Era igual a todas; una recogida (1958: 2( ¡Qué estaría haciendo ahora? Hubiera querido espiarla. Estaba segura de que tampoco ella dormía. Ella también tenía miedo. Por miedo espiaba a Julián, temía que se le fuera; el campo no tiene puertas y no podía encerrarlo. Ella no los quería y sólo aceptaba a los que la adulaban, como Gabina. A veces era amable con ellos por pereza, pero en el fondo de su corazón había una dureza irremediable. En la cárcel Luisa había encontrado a sus iguales y había aprendido a bailar (1964: 215)


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la de 1958—;10 han transcurrido veinte años desde la publicación de la Revista Mexicana de Literatura. Se sabe que, en el intermedio, hay una edición de 1967, y por testimonios periodísticos, que fue representada ese mismo año en un festival del INBA.11 El hecho es que entre 1963 y 1983 la obra sufre modificaciones constantes, algunas sutiles y otras significativas; principalmente de puntuación y sustitución de algunas palabras por sinónimos,12 por lo que es difícil determinar si éstas se deben a la intervención de un corrector de estilo o a la autora, sobre todo lo que se refiere a la versión de 1963.13 Para 1983, la autora debió recortar construcciones o frases completas cuando éstas se repetían en los parlamentos de ambos personajes en la versión de 1963 (“Luisa —Así lo quiere él, Martita, no se halla solo… […] Marta —¿Así lo quiere él? ¡Alabado sea Dios!” (13); la frase en cursivas fue recortada para la versión dramática definitiva). Algunas frases, entre ambas ediciones, cambian de sentido si se leen en una u otra fuente; por ejemplo, en 1983, cuando el personaje de Marta nota por primera vez que se está haciendo tarde (las siete, en 1963, y las ocho en 1983), dice a su interlocutora: “no cantó, el pajarito de la Gloria…” (17), y Luisa contesta: “¡No cantó, Martita!” (155); en cambio, en 1963 la respuesta era: “Nos cantó, Martita”; ambas expresiones implican un matiz distinto de la actitud del personaje que el intérprete habrá de tomar en cuenta. Lo mismo ocurre con un parlamento de la obra de 1963 en que Luisa ordena: “¡Siéntese, Martita!” (22); para 1983, la forma del imperativo se modifica en un “¡Siéntese…!” (160); es decir, entre una y otra hay un cambio de la forma verbal con que la india se dirige a la señora, el cual no deja de provocar extrañeza entre sus críticos, aunque este tratamiento sea explicable en las circunstancias en que se encuentran los personajes;14no obstante, a la luz de la “Los perros”, “La Dama Boba”, “El rastro”, “Benito Fernández” y “La mudanza” (Elena Garro, Un hogar sólido y otras piezas, 1983). 11 “Elena Garro ha escrito dos piezas notables”, (1967: 3). 12 Uno de los casos más representativos de este tipo de situación se aprecia en 1963: “¿Usted cree que soy tan tonta para creerle una razón tan necia?” (p. 13); parece una corrección de lo que en 1983 aparece como “…tan tonta para creerle una razón tan tonta?” (105). 13 Por ejemplo, si en 1963 se lee “Está sucia y desgarrada. MARTA la contempla mitad sorprendida, mitad tranquila…” (10); en 1983 dice: “Viene sucia y desgarrada. Marta la contempla mitad tranquila, mitad curiosa…” (147). 14 Por ejemplo, Marta Aída Umanzor, en su tesis doctoral, observa: “Luisa aprovecha el momento de incertidumbre en que se halla Marta para disminuirla de su 10


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versión previa, no es del todo imposible que el uso del “tú” sea una —efectiva— errata, en tanto que ambas mujeres siempre utilizan el “usted”, incluso en versiones cuentísticas, no hay reacción por parte de Marta ante un nuevo tratamiento y, por último, el uso del tú no vuelve a aparecer, ni siquiera en circunstancias similares. Otro caso de modificación de sentido ocurre cuando Marta, en respuesta a la afirmación de Luisa “Todos lloramos lo bueno, Martita”; contesta en 1983: “Sí, queremos poder hallar lo bueno en todas partes” (163); pero la versión anterior decía: “Si queremos podemos hallar lo bueno en todas partes” (25). La construcción de 1963 es gramaticalmente correcta y concuerda con la intención de Marta de consolar a Luisa y convencerla de los beneficios de su actual libertad; la de 1983 resulta forzada y difícil de comprender. Pero el caso de modificación más significativo es acaso el que se encuentra al final de las piezas dramáticas: en uno de los pocos casos en que la autora, en vez de reducir; amplía los detalles de la situación final, y fija en un punto de tensión a los personajes antagónicos, esa inmovilidad, sin embargo, contiene en sí la misma conclusión a futuro sugerida al espectador:

posición social. El único momento en que Luisa trata de tú a Marta es a través del mandato cuando le dice: «¡Siéntete, Martita! No es el aire el que nos alivia…» (34). En Latinoamérica el mandato del tú va siempre acompañado de «por favor» y se usa en su relación con inferiores o en plan familiar” (1990: 42).


89 Marta calla. Escucha ansiosa los ruidos inexistentes. Asustada se dirige a la puerta del baño y entra. Vuelve a salir al cabo de unos segundos. MARTA —¡Luisa! ¿qué hizo con la llave del baño?... ¡Qué lejos está el teléfono! ¿Por qué lo saqué Dios mío? ¡Y la puerta de mi cuarto no tiene llave! Luisa, venga a platicar conmigo, la soledad es mala compañera. No se quede sola imaginando cosas terribles. ¿Por qué no me contesta, si oigo sus pasos en el pasillo?... Luisa, sé que está detrás de la puerta, espiándome… la oigo respirar… Los pasos y la respiración de Luisa están detrás de la puerta entreabierta. MARTA —Está loca, hasta ahora lo sé, está loca, por eso la odian en el pueblo. Marta se coge la cabeza entre las manos, luego ve para todas partes. MARTA —¿Y sólo porque el árbol se secó?... ¿Sólo por eso?... ¿a mí, a su amiga?... Marta busca una salida con los ojos. Se abre la puerta de su cuarto. TELÓN. (1963: 31)

([Marta] Calla. Escucha ansiosa los ruidos inexistentes. Asustada se dirige a la puerta del baño y entra. Vuelve a salir al cabo de unos segundos.) ¡Luisa! ¿Qué hizo usted con la llave del baño?... ¡Qué lejos está el teléfono! ¡Por qué lo saqué, Dios mío! ¡Y la puerta de mi cuarto tampoco tiene llave! Luisa, venga a platicar conmigo, la soledad es mala compañera! No se quede sola imaginando cosas terribles. Oigo sus pasos en el pasillo… ¿Por qué no contesta?... ¡Luisa, sé que está detrás de la puerta espiándome, la oído respirar… (Los pasos y la respiración de Luisa están detrás de la puerta.) ¡Está loca! Hasta ahora lo descubro. ¡Está loca! ¡Loca! Por eso la odian en el pueblo. (Se coge la cabeza entre las manos y luego aterrada ve hacia todas partes.) ¿Y sólo porque el árbol se secó?... ¿Sólo por eso, a mí, a su amiga? (Marta busca una salida con los ojos. Se abre la puerta de su cuarto con suavidad y aparecen un pie y la mano de Luisa.) Luisa —(Todavía detrás de la puerta) Por eso, Martita, por eso… TELÓN (1983: 169s.)

El suspenso en 1963 es un efecto construido psicológicamente: el personaje de Luisa no vuelve a aparecer en escena, hay ruidos claramente señalados como “inexistentes”, otros, como la respiración o los pasos descalzos, difícilmente pueden lograrse en el espacio teatral, cabe la posibilidad de que sólo existan en la imaginación aterroriza de Marta, y que la puerta abierta antes de que caiga el telón constituya una última “vuelta de tuerca” a la ambigüedad final. Pero la conclusión de 1983, con la reaparición del personaje de Luisa, supone una síntesis definitiva entre los dos personajes y la anulación de todas sus diferencias; asimismo, enfatiza la necesidad catártica de Luisa de destruir aquel objeto en el que descargó sus culpas15 —aun15

Umanzor centró su análisis en “la inversión de los personajes femeninos”: “el lector puede seguir sin dificultad los cambios que experimenta Marta durante


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que la tensión psicológica de 1963 se reduce, pues aquí se confirma la existencia de los pasos y la respiración de Luisa como indicio de su presencia real y concreta. En todas las versiones, la autora evita incluir la descripción del asesinato, con lo que muestra la importancia que concede al detalle de sugerirlo al lector o espectador. En 1958, el recurso del diario resolvía esta elisión: un narrador en tercera persona proporciona entonces los detalles posteriores al asesinato (“La policía encontró el diario, el fragmento de diario tan bruscamente interrumpido” (4); para 1964, un espacio en blanco es suficiente para señalar el cambio entre una voz narrativa enfocada totalmente en el personaje de Marta (“Volvió a escuchar los pasos descalzos y se cubrió la cara con las manos”, expresión tomada de versión teatral de 1963), otra voz, ajena a ambos personajes que se apoya en la perspectiva de otro: […] puedo engañarla… fingirle un gran afecto. ¿Cómo[,] Luisa, a mí a su amiga?... Y después nunca más me mezclaré con ellos… Herlinda,16 llegó a la casa de su patrona a las seis de la mañana. No fue sino hasta las ocho cuando notó que algo extraño sucedió en la casa. En el cuarto halló a su patrona. Hacía cinco horas que estaba muerta. La policía encontró el diario, el fragmento de diario tan bruscamente interrumpido (1958: 4). Volvió a escuchar los pasos descalzos y se cubrió la cara con las manos. Gabina volvió a la casa de su patrona a las seis de la mañana. Ni fue hasta las ocho cuando notó que algo raro había ocurrido. la visita que le hace Luisa. Lo más interesante en este proceso de inversión es el papel que juega Luisa como visitante. El lector se da cuenta que Luisa se convierte en la señora de la casa y Marta en visitante al sentirse extraña en su propia casa. Es posible ver la intención que tiene Garro de lograr que se la mujer como víctima de la opresión y marginalidad social la que busque destruir la fala imagen que sobre la mujer indígena se tiene” (1990: 60). 16 Como se puede observar en está y en otras citas, los signos de puntuación, en todas las versiones, una serie de dudas que traducen en omisiones, usos erróneos y correcciones posteriores. Análisis más detallados sobre la escritura de Elena Garro darán cuenta de este detalle como mecanismo de expresión. No es el momento de discutir tal cuestión.


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En el cuatro halló a la señora Marta: hacía más de cinco horas que estaba muerta (1964: 216).

Ahora bien, las piezas dramáticas omiten uno de los puntos centrales de las versiones narrativas: la ilusión de Luisa por volver a su mundo idílico en la cárcel y su posterior fracaso al no reconocer nada ni a nadie, lo que supone una perspectiva diferente entre la realización de ambos géneros: …Le tocó la cárcel de Tacubaya, pues el crimen sucedió en esa jurisdicción. —¡Ya no hay ninguna de mis compañeras! Dijo Luisa después de revisar la cárcel. Y se sentó a llorar. Había olvidado que entre su salida y su regreso, había transcurrido más de un cuarto de siglo (1958: 4).

…La llevaron a la cárcel de Tacubaya. —¡Ya no hay ninguna de mis compañeras! —dijo Luisa, después de revisar las celdas y los patios. Y se sentó a llorar con amargura. Había olvidado que entre su salida y su regreso había transcurrido más de un cuarto de siglo. Martita tenía razón: el pasado era irrecuperable (1964: 216).

La conclusión transcurre en ambas versiones sin mayor modificaciones (en ambas: Había olvidado que entre su salida y su regreso, había transcurrido más de un cuarto de siglo” (4 y 216). Es la última línea de 1964 el rasgo fundamental de la versión definitiva (“Martita tenía razón: el pasado era irrecuperable” (216). Con esta línea, la sutil cadena de indicios se resuelve en el desenlace. La aparente incomprensión entre los mundo antagónicos que representan Luisa y Marta, era en realidad una compresión en un diferente sentido: el de visiones opuestas del tiempo, la visión lineal de Marta —en la que el tiempo se mide en años, y separa el momento en que Luisa vivió en Tacubaya o los años en prisión, del momento presente—, contra la visión cíclica de Luisa —en la que los momentos se contraponen: “¡Aquí viví!” dirá Luisa, “como si Tacubaya estuviera adentro de la habitación”, notará Marta, “¡Y aquí fue donde la maté!”; o se repiten: dos veces Luisa vio al demonio, tuvo un marido que la maltrataba y descargó sus pecados. Finalmente, la visión occidental se impone, y Luisa lo asume con amargura. Es así que la estructura narrativa se va modificando a lo largo de las versiones y adaptaciones de la anécdota; y ésta se sostiene en imágenes de profundo contenido significativo, incluso simbólico, depositadas principalmente en el personaje de Luisa, que se encuen-


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tran en la base de todas las soluciones, al grado de mantenerse sin variantes en todas las versiones; y que se refieren al ser femenino e indígena. Es el caso de las distintas formas de clasificación que el personaje de Marta o el narrador atribuyen al personaje de Luisa. En todas las realizaciones del texto, Luisa es percibida como un ser incompleto: incompetente intelectualmente en tanto “mujer-niño”, animalizado, en tanto “mujer perra”, y, además, expulsada del orden mítico-religioso por “endemoniada”. A propósito de la caracterización infantil de su personaje, la autora misma aclara su motivación para utilizar el término: “en El árbol digo mujer-niño, que es una expresión francesa que significa mujer infantil, que no ha crecido interiormente. En general son las mujeres poéticas” (Garro citada por Alardín, 1987: 49). Garro, entonces, confiere a su personaje esta referencia: Marta colocó a Luisa en esa categoría pero luego consideró que se había equivocado;17 sin embargo, Luisa permanece como un personaje infantilizado, con su voz de niña, su lenguaje plagado de tintes infantiles y carencia de culpa.18 Esta inmadurez psicológica e intelectual explica parte de los motivos del asesinato dentro de la lógica del mundo de la imaginación trasladado a la realidad; y el deseo de volver al pasado idílico y el desconcierto de descubrirlo perdido para siempre. Las atribuciones de animalidad que en Luisa depositan los habitantes de su pueblo, dadas a conocer al lector-espectador a través de la señora, son pautas que Garro mantuvo desde la versión de 1958. Las comparaciones de Luisa con una perra19 se renovarán a través de 1958: “Al principio, cuando conocí a Luisa, la coloqué en el grupo de las mujeres-niño” (1): 1963: “cuando la conocí a ustedes, me equivoqué, creía que era usted de la especie de las mujeres-niño y…” (11); 1964: “Al conocerlos, pensó que Luisa era una mujer-niño; no fue sino hasta mucho después cuando notó que sus risas y su conducta no sólo eran extrañas sino malvadas” (194). 18 Como ha señalado Luzelena Gutiérrez de Velasco: “Luisa, la criada, narra hechos violentos con palabras plagadas de tintes infantiles, de diminutos, de giros con tono de infancia: ‘Uno tiene hasta sangre… como fuentes, Martita, hermosas fuentes…’ (S, 207). Su voz infantil oculta el oscuro universo del crimen, que gravita en sus acciones: abandonar a sus hijos, matar a una mujer en el mercado y, finalmente, dar muerte a la misma Marta.” (“El regreso a la «otra niña que fui», en Nora Pasternac, Escribir la infancia: narradoras mexicanas contemporáneas, México, El Colegio de México-Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer, 1996, p. 123). 19 “Recordé a Gabina diciéndome: «Ya ve, Martita, lo que es una pareja desemparejada. ¡El pobre Julián!, todos los compadecemos. Cuando el hombre sale bueno, la mujer es perra». Y era verdad. Luisa era una perra que se dedicada [sic] 17


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referencias a otros animales (un monito20 o un loro);21 al marguen de tales comparaciones, Marta siempre dudará que Luisa sea un ser humano pleno (“¿es posible que esto sea un ser humano?”, de 1958, se convertirá en 1963 en “…Dios Mío!, ¿cómo puedes permitir que una de tus criadas se convierta en esto?”; y, para 1964: “¡Dios Mío! ¿Cómo permites que el ser humano adopte semejantes actitudes y formas?”). En todas las versiones, y con mayor regularidad, se conserva la imagen del demonio, “el Malo”, cuya reconstrucción literaria muestra el conocimiento de Elena Garro acerca del cúmulo de leyendas de la tradición indígena. Más que la abstracción del mal, este demonio es un ser corpóreo, de características zoomorfas continuadas de las representaciones medievales, semejantes a las que reconoció Luisa en el extraño personaje: “un charro que respira lumbre; no tenía botas sino cascos de caballo y al caminar sacaban lumbre. Llevaban en la mano un látigo y con él azotaba a las piedras y las piedras echaban lumbre”. Dentro del pensamiento indígena que recrea la autora, el demonio se lleva, literalmente, a las personas, transformándolas en bestias para azotarlas, como ocurre en “Ventura Allende”;22 de ahí el terror de Luisa cuando la aparición la comenzó a “chicotear”. En cuanto a su apariencia, desde las primeras referencias novohispanas de frailes sobre apariciones demoniacas, el Malo solía portar lujosos atuendos: de caiques en los primeros años de evangelización, de charro a medida que las experiencias de violencia campesina, amenaza y desorden; y en cuanto a los efectos traumáticos de la aparición, el “espanto” es también una referencia colectiva entre ciertos

a perseguir a su marido hasta volverlo loco” (1958: 2); “¿Saben [sic] lo que dicen en el pueblo? que cuando el hombre sale bueno, le toca mujer perra. Y usted, Luisa, persigue a su marido como una perra” (1963: 11); “Y Marta recordó las palabras de Gabina: «Al hombre bueno le toca mujer perra». Luisa era una perra, perseguía a su marido hasta volverlo loco” (1964: 194). 20 “Cuando acabó de llorar, se cruzó de brazos como un monito y me mito desconfiada” (1958: 2); “La india se limpió las lágrimas con un dedo sucio, se cruzó de brazos como un monito, la miró desconfiada” (1964: 195). 21 “Se puso a hablar como un loro, cuando oyó una voz que le platicaba” (1963: 17). 22 En “Ventura Allende” (Garro, 1983: 79-100), el Malo es uno de los personajes, encubierto bajo la apariencia de un puerco; se conoce su verdadera identidad por la lista de personajes, pero en la obra nunca se le llama así, ni siquiera en las acotaciones.


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grupos de rurales, una enfermedad, por lo tanto, estrictamente real para quienes afirman haberla padecido.23 Como se sabe, el Malo alcanza a Luisa en la cárcel, con una apariencia más urbana: doble, como hombre y como mujer, una imagen tomada probablemente del tarot; que en algunas de sus versiones muestra al diablo como un ser andrógino, cuya presencia en la cárcel se explica en tanto su población tiende a generar ciertos cultos alternos que la unifican ideológicamente. En esta ocasión, Luisa invierte la situación con el Malo, le corresponde a ella azotar su figura, a cambio de los chicotazos que recibió de él años antes. El relato de Luisa es así una pieza bien incrustada, con suficientes huecos que tanto el lector como Marta son capaces de llenar — “había una lógica en su historia”, afirmarán los narradores en las versiones cuentísticas—: Luisa, además de las ventajas del mundo moderno y una sociedad equitativa, accedió en la cárcel a una suerte de terapia mediante el cual puede “sanar” el trauma de su juventud y objetar a Marta que está endemoniada —al menos según los criterios culturales en que se sitúa—; lo prueba el hecho de que “cuando me dieron mi libertad ya nunca volví a verlo” (aseveración idéntica en cada realización). Pero el símbolo de mayor peso en la anécdota es, sin duda, el árbol confesor, imagen constante ya desde el título de la primera versión; sustento del episodio que muestra el menor número de correcciones y variantes de todo el texto. En el universo de Luisa, ni siquiera el Demonio se equipara al árbol como referente de la serie de conflictos puestos en juego a lo largo del relato: depositario de los pecados, objeto de destrucción y motivo de trasgresión. La carga significativa del árbol enlaza los extremos del relato: las “recogidas” y la señora, el mundo indígena y el urbano, el pasado y el presente. Luisa recibe el secreto de los poderes del árbol como un regalo de sus compañeras, que “la querían harto”, para ocultar su pasado a los demás porque “la gente es mala”. El acto de confesión implica también una muestra de afecto, abrazarse a él para contarle los pecados y que éste “haga el beneficio de cagarlos”. En la concepción mágica del mundo, representada en Luisa, la muerte del árbol es consecuencia 23

Rogelio Luna Zamora analiza referencias relacionadas con apariciones de lo que llama “el mito del diablo a caballo” entre la población del municipio de Cuauhtémoc, en el estado de Colima, localizando experiencias similares a las del personaje de Luisa: el hecho de que tal experiencia logra enfermar a quienes la sufren: fiebres y diarreas que se extienden durante varios días (1999: 229-259).


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directa de su confesión, “Le eché encima mis pecados y se secó”, dirá en la versión dramática, y esa conciencia desata la resolución trágica del relato, con el asesinato de Marta (sugerido en la pieza dramática, explícito en las versiones narrativas). Este símbolo, pues, está profundamente ligado en el texto con la condición femenina: un secreto que pasa de una comunidad femenina (el personaje que habla en el texto es colectivo “sabemos que vas a tener la tentación de contarlo”, “Pero mira, Luisa, me dijeron mis compañeras”) a una sola mujer que abandona a la comunidad; luego la función del árbol se traslada a otra mujer, Luisa. Roberta Ann Quance sostiene que la imagen del árbol es casi una obsesión del discurso femenino, obsesión cuyos orígenes se encuentran en la concepción mítica de ese objeto: “los árboles encarnan algo que, en la condición de las mujeres, es la vez superior e inferior al simple rango mortal. Ese algo, el principio mismo en que descansa lo sagrado de los árboles y, en general, el significado de todas las diosas madres es, naturalmente la fertilidad” (2002:148); trasladada este concepto a la visión de Luisa, es posible interpretar que es ese principio de fertilidad el que muere por la fuerza de sus pecados, y la obsesión, entonces, se revierte hacia la destrucción. Un estudio sobre la simbología de Elena Garro habrá de tener en cuenta esta imagen, en relación con otras autoras, no sólo de la tradición hispánica, y en relación también con otros textos como “Andarse por las ramas y “El zapaterito de Guanajuato”, por ejemplo. No es ésta, sin embargo, la ocasión de hacerlo; apenas la de mostrar el ánimo de perfección de la escritora a la luz de un texto sostenido en un material tan complejo aunque sencillo en apariencia. Para cerrar con este estudio acerca del proceso de construcción de esta obra, cabe señalar que alrededor de la escritura de Elena Garro existe un cúmulo de leyendas que la misma autora contribuyó a crear. Una de estas ideas generalizadas es que la autora corregía poco o nada sus escritos; la selección de citas de cartas que publica Gabriela Mora (2002) dan cuenta de algunas de estas aseveraciones: “[…] si ustedes recogen mis papeles, corríjanlos, y si no quémenlos” (24.VI.74), “todo lo que escribo de más de veinticinco cuartillas, me hasta. Los recuerdos los escribí en Berna en 1953 porque estaba muy enferma” (18.XII.74). “A mí me pasa que escribo de un tirón o dejo las cosas a medias porque pierdo el entusiasmo” (29.X.79) (Garro citada por Mora: 292s). Gabriela Mora, subtitula a estas


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“autorreflexiones” “Elena y su Literatura (De cómo no sabía o no podía tomarse en serio como escritora)”. Creo que la existencia de cuatro revisiones de un solo texto niega totalmente que sea ésta la verdadera actitud de Elena Garro hacia su obra; por el contrario, tenía un auténtico interés es corregir sus propios textos, sin importar su extensión, y que en veinticinco años no perdió el entusiasmo por afinar su estilo o explorar las posibilidades del escrito.24 De ahí la importancia de reeditar la obra de Elena Garro, incluso aquellos materiales dispersos en revistas y periódicos; eventualmente, las ediciones críticas darán cuenta de la riqueza del oficio literario de una de las mejores escritoras del siglo XX. Bibliografía ALARDÍN, Carmen. “La realidad concreta son muchas realidades; entrevista con Elena Garro”, en Deslinde. Revista de la Facultad de Filosofía y Letras, 18 (1987): 48-51. ANÓNIMO. “Elena Garro ha escrito dos piezas notables”, en “Revista de la semana” (suplemento dominical), en El Universal. México (17 de diciembre de 1967): 3. CARBALLO, Emanuel. “Elena Garro”, en Protagonistas de la literatura mexicana. México: Fondo de Cultura Económica, 1986: 490-518. GARRO, Elena. “El árbol o Fragmento de un diario”, en “México en la Cultura” (suplemento dominical), en Novedades, 484 (22 de junio de 1958): 2 y 4. ______, Elena. “El árbol”, en Revista Mexicana de Literatura, (marzo-abril de 1963): 10-31. ______, Elena. La semana de colores. Xalapa: Universidad Veracruzana, 1964. GARRO, Elena. Un hogar sólido y otras piezas. Xalapa: Universidad Veracruzana, 1983. ______, Elena. La semana de colores. México: Grijalbo, 1989. ______, Elena. La culpa es de los tlaxcaltecas. México: Grijalbo, 1989. ______, Elena. Teatro: una nueva colección de teatro. Patricia Rosas Lopategui (ed.). Albuquerque: Rosa Lopategui Publising, 2000. 24

Lo mismo ocurre con Testimonios sobre Mariana, de la que recuerda haber publicado una parte en 1965, en la revista Espejo, y afirma “corregí los finales de los testimonios de Gabrielle y de Vicente” (Carballo 1986: 513). En realidad, Elena Garro realizó múltiples cambios al fragmento publicado en Espejo: correcciones, nombres y ciertas situaciones.


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______, Elena. “Fragmentos de cartas a Gabriela Mora”, en Elena Garro. Lectura múltiple de una personalidad compleja. L. Melgar y Gabriela Mora (eds.). Puebla: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla-Dirección de Fomento Editorial, 2002: 281-299. GUTIÉRREZ DE VELASCO, Luzelena. “El regreso a la «otra niña que fui», en Escribir la infancia: narradoras mexicanas contemporáneas. Nora Pasternac (coord.). México: El Colegio de México-Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer, 1996: 109-125. ZAMORA, Rogelio Luna. “La construcción del miedo por estrato social”, en Hogar, pobreza y bienestar en México. Rocío Enríquez (coord.). México: ITESO, 1999: 229-259. MELGAR, Lucía. “Conversaciones con Elena Garro”, en Elena Garro. Lectura múltiple de una personalidad compleja. L. Melgar y Gabriela Mora (eds.). Puebla: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla-Dirección de Fomento Editorial, 2002: 237-277. QUANCE, Roberta Ann. “Mujer o árbol: las mujeres como objetos y sujetos poéticos”, en Mujer o árbol. Mitología y modernidad en el arte y la literatura de nuestro tiempo. Madrid: Antonio Machado Libros, 2002: 121-149. UMANZOR, Marta Aída. The role of woman in the writting of Elena Garro: El árbol, Los perros, Los recuerdos del porvenir, Testimonios sobre Mariana and La casa junto al río. Tesis de doctorado. University of Arizona, 1990.


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TRADICIÓN NACIONAL Y LITERATURA FANTÁSTICA: JOSÉ EMILIO PACHECO

José Emilio Pacheco (1939) dedica escasas páginas a la reflexión sobre su obra narrativa. Algunas notas se encuentran en Los narradores ante el público; en ellas confiesa su interés por el cuento, discute la cercanía entre este género y el poema por su concentración e intensidad, subraya el carácter complementario del relato frente a su actividad poética. Para 1966, año en que publica esta recopilación, Pacheco sólo se reconoce autor de un libro de relatos, El viento distante,1 “un ejercicio a veces bien escrito”, aunque ya, quizá adelantaba futuras historias “que, según creo, pueden interesar” (Pacheco, 1966: 249). En aquella conferencia, manifestaba inquietudes que se desarrollarían en su obra, como el lugar del escritor frente a la historia literaria y en relación con sus contemporáneos, el oficio de escribir en una sociedad cuyos horrores obligan al pesimismo (241263), y que condena el destino del escritor a “la vulnerabilidad ante el rechazo o la aprobación incompleta (243).2 Veinticuatro años después, en la edición de 1990 de La sangre de Medusa, aparecen nuevas propuestas narrativas; no ostentan el título de prólogo, sino el más humilde: “Nota: La historia interminable”, ahí realiza un trabajo de recuento y describe influencias e itinerarios del joven narrador: una vez más, su función social es un tema al que Pacheco alude con insistencia poco usual en otros autores; y que convive en estrecho diálogo con el devenir de la historia humana; Cabe recordar, además, que la primera edición de El viento distante y otros relatos, fechada en 1963, contiene: “El parque hondo”, “Tarde de agosto”, “El viento distante”, “Parque de diversiones”, “La cautiva” y “El castillo en la aguja”; mientras que la segunda edición, de 1969, agrega: “Aqueronte”, “La reina”, “La luna decapitada”, “Virgen de los veranos”, “No entenderías”, “Civilización y barbarie” y “Algo en la oscuridad” (Verani, 1994: 292). 2 El desenlace deparado a los escritores se trasluce también en la obra poética de Pacheco, particularmente en Irás y no volverás; en “Vidas de los poetas”, escribe: “En la poesía no hay final feliz”, de la locura a la oficialización pasará por distintos grados de la miseria (2002: 150). 1


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de ahí la referencia a John Updike, cuya voz suscribe para explicar la razón de ser, desde tiempos remotos, del escritor: La función primitiva del escritor fue servir de banco de la memoria e iluminar cuestiones esenciales para la identidad de la tribu: quiénes somos, quiénes fueron nuestros heroicos padres, cómo llegamos adonde estamos, por qué creemos lo que creemos y por qué actuamos como actuamos. El autor no pronuncia sus propias palabras sino da únicamente su versión de lo que le contaron. No sólo es él mismo sino también es simultáneamente sus predecesores. Forma parte del tejido de su tribu. Proclama en voz alta lo que todos deberían saber y todos necesitan volver a escuchar (Pacheco 1991: 11).

La función social del narrador y sus vínculos con el pasado se han concretado en el pensamiento y en la escritura de José Emilio Pacheco, tanto en la narrativa como en la poética; así, en su poema “D. H. Lawrence y los poetas muertos” se reconoce la participación de aquellos que precedieron a los vivos: No desconfiemos de los muertos que prosiguen viviendo en nuestra sangre. No somos ni mejores ni distintos: tan sólo nombres y escenarios cambian. Y cada vez que inicias un poema convocas a los muertos. Ellos te miran escribir, te ayudan. (Pacheco 2002: 151)

No es extraño, pues, que en el libro de donde se tomó el texto anterior, Irás y no volverás, el poeta dialogue con Vallejo, Cernuda, Becerra o López Velarde. Para cuando Pacheco escribe la “Nota” a La sangre de Medusa (1990), ya ha publicado otros cuatro libros de relatos;3 cabe la posibilidad de que lo dicho para La sangre de Medusa se extienda al resto de su obra narrativa. Destaca el caso de El principio del placer 3

Además de El viento distante y otros relatos, Morirás lejos (1967), El principio del placer (1972) y Las batallas en el desierto (1981).


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(Joaquín Mortiz, 1972; y Era, 2001) porque en este volumen, el autor acude a la memoria y a la identidad colectivas, sin concesiones a la nostalgia que tiende a olvidar el dolor, sin falsas esperanzas en el futuro que justifiquen ninguna injusticia del pasado, sin institucionalización de las figuras históricas que convierta por igual en héroes a asesinos y víctimas. Consciente de que esa memoria colectiva, por definición, posee una lógica propia, en ocasiones alterna a la “verdad histórica”, el autor se ajusta a sus reglas discursivas, con las cuales accede a una serie de mecanismos narrativos cuya originalidad asombrará al lector; muchos de esos artificios pueden clasificarse como fantásticos. De esta forma, aunque los ejes temáticos de la narrativa de Pacheco permanecen a lo largo de cada libro suyo, cada uno tiene una “personalidad” distinta, y el manejo de lo fantástico contribuye a la caracterización de éste. Es así como José Emilio Pacheco recurre al imaginario nacional (mitos indígenas, leyendas urbanas, pasajes de la historia, juegos políticos) y construye lo fantástico con sus elementos. En esta propuesta fue de esencial importancia la escritura de Carlos Fuentes, quien en 1954 publicó Los días enmascarados y, en 1962, Aura. Ambos libros recurren a la tradición mexicana como materia de la literatura fantástica. Fuentes, apunta Pacheco, recuperó las “historias de espantos, relegadas al desván del entretenimiento, lo que no es serio, lo que leemos para distraernos de nuestros problemas, se volvía algo tan digno de ser considerado y discutido como la novela realista” (Pacheco 1995: 45). La recurrencia de esos materiales orilla al lector a participar del texto, en favor de uno de los requisitos de la literatura fantástica, porque lo mueve a recordar las viejas leyendas —en que la verdad, si existe, nunca es sólo una— de los miedos infantiles y los espacios cotidianos. La tradición e historias nacionales, con todos sus misterios, paradojas, culpas, olvidos y cuestionamientos, aparecen también en la poesía de Pacheco, sobre todo a partir de El reposo del fuego (1963-1964); ahí se observa, por ejemplo, la presencia del México subterráneo,4 la ciudad en ruinas oculta bajo la ciudad visible que Al igual que casi todas las culturas, en la mexicana existe un cúmulo de supersticiones, leyendas e incluso mitos en torno a la imagen del subsuelo. En el caso de la Ciudad de México, estas leyendas tienen una base histórica concreta —basta observar la pirámide de la estación Pino Suárez del metro y documentada en códices y crónicas que confirman que la tierra es, en la concepción náhuatl, el lugar de los muertos y, al mismo tiempo el origen de la vida; esta percepción es

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se levanta sobre ruinas más recientes: “La ciudad en estos años cambió tanto/ que ya no es mi ciudad” (Pacheco 2002: 53), ¿Qué se hicieron los lagos, los canales, sus ondas y rumores? / Los llenaron de mierda, los cubrieron…” (44). El siguiente poemario, No me preguntes cómo pasa el tiempo (1964-1968) ya incluye la alusión a un acontecimiento cuya inserción en la historia oficial aún hoy se debate entre verdades a medias, el movimiento estudiantil de 1968: “Página blanca al fin: / todo es posible” (67). En los años posteriores a la primera edición de El principio del placer, el libro Islas a la deriva (1973-1975) contiene una parte dedicada a las culturas prehispánicas, su descubrimiento y conquista; muchos motivos hallados ahí se reiteran en el cuento “La fiesta brava”: los sacrificios humanos, la miseria de los mexicanos herederos de la cultura indígena y el cúmulo de ideologías heredadas de la cultura dominante y la dominada: En el siglo XVIII fue un palacio esta casa. Hoy aposenta a unas quince familias pobres, una tienda de ropa, una imprentita, un taller que restaura santos (176).

Los elementos culturales, sin embargo, funcionan de manera distinta en la poesía y en la narrativa; el efecto también será distinto. EI motivo de las siguientes páginas se centra en el funcionamiento y el efecto de lo cultural en la narrativa fantástica incluida en El principio... Antes de continuar, es necesario hacer algunas aclaraciones acerca de las ediciones de El principio del placer: publicada originalmente en 1972 por la editorial Joaquín Mortiz que obtuvo en 1973 el premio Xavier Villaurrutia. En 1997, Pacheco ofrece una nueva versión de este libro, en congruencia con sus ideas sobre la corrección: “los textos no están acabados nunca y uno tiene el deber permanente de mitigar su imperfección y seguir corrigiéndose hasta la muerte” (Pacheco 1991: 3).Como consecuencia, la construcción inicial en esta segunda versión es más sólida (aunque tipográficamente, sobre todo en “La fiesta brava”, sufre lamentables modificaciones), y resuelve ciertos matices que pudieron quedar inconclusos en la primera vertodavía más fuerte en esta ciudad, ya que sobre la ciudad antigua se sobrepuso la nueva.


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sión; por supuesto, los cambios denotan un mayor acercamiento a la voluntad del autor. Por tales razones, aquí se preferirá la segunda versión, aunque se recurrirá constantemente a la primera. Si se propone que Pacheco construye relatos susceptibles de incluirse en lo fantástico o en la literatura fantástica, se requiere una discusión en torno a las nociones de lo fantástico, las cuales puedan aplicarse a esta lectura de la obra. La búsqueda de una definición de este tipo ofrece la disyuntiva entre un género y un modo. Si se trata de un género, lo fantástico abarca una fracción del total de las obras literarias que, en conjunto, forma un tipo de discurso capaz de aislarse y contrastarse con otra fracción de la literatura, sin importar su momento histórico o la intención de su autor. En cambio, al hablar de un modo, lo que se aísla son los procedimientos retórico-formales, los temas y la organización del material imaginario (Ceserani 1990: 12-13); cada uno de estos elementos responde a una elección del autor y, con él, a una necesidad histórica y estilística. Por este grado de especificidad, se partirá del presupuesto de que José Emilio Pacheco recurre, en determinados momentos, a lo fantástico como un modo. En cualquiera de los dos casos, género o modo, las diversas definiciones teóricas de lo fantástico coinciden en tomar como punto de partida dos exposiciones de los hechos ocurridos en el interior del relato: una exposición que, aunque ficticia, responde al mundo real, es decir, representa una situación posible; frente a otra exposición que rompe con las reglas de este “mundo real”, presenta una situación imposible. Así Roger Callois califica lo fantástico como “l’ irruption de l’insolite dans le banal” (citado por Botton 1983: 9). Tzvetan Todorov es más explícito al enfatizar el choque entre ambas formas de exposición: “En un mundo que es el nuestro, el que conocemos, sin diablos, sílfides ni vampiros se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar” (Todorov, 1995: 24). En ese mundo dominado, conocido y familiar, sus habitantes cuantifican con exactitud lo existente y lo no existente; ello les permite actuar en é1, en condiciones más o menos seguras; de ahí el trauma ante la posibilidad de existencia de una realidad diferente: El que percibe el acontecimiento debe optar por una de las dos soluciones posibles: o bien se trata de una ilusión de los


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sentidos, de un producto de imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que son, o bien el acontecimiento se produjo realmente, es parte integrante de la realidad y entonces esta realidad está regida por leyes que desconocemos (24).

He ahí uno de los puntos fundamentales de lo fantástico para Todorov: la vacilación, el momento en que el razonamiento busca ubicar en un sitio el acontecimiento nuevo, ajeno. “Lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre [...] es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural”. Con esta afirmación, Todorov reduce el ámbito de lo fantástico, y sin embargo subraya la presencia de dos extremos —lo real y lo sobrenatural— y un espacio impreciso entre uno y otro. También Flora Botton, al ubicar los requisitos de lo fantástico, señala en primer lugar la relación entro lo fantástico y la realidad: “El relato fantástico debe ubicarse dentro del mundo por todos conocido, dentro del mundo de todos los días […] La función de la realidad en el relato fantástico es algo así como la de un telón de fondo, pero un telón de fondo absolutamente esencial para que el elemento fantástico cumpla su función de perturbador del orden” (1983: 59). Sin embargo, por su carácter esencial, limitar la realidad a ese “telón”, limita también los alcances de lo fantástico. Como se expondrá más adelante, en los cuentos propuestos la realidad adquiere un papel activo en la realización del efecto. De la analogía entre la realidad y esa especie de escenario en el cual irrumpe lo fantástico para cuestionarla en sus bases más profundas, la construcción del mundo real dentro de este tipo de relato es tan importante como la construcción de lo fantástico. Por lo tanto, se impone una reflexión más profunda sobre la cuestión de lo real, pues se utilizará como criterio metodológico en el análisis de El principio del placer. El uso de los términos real o realidad implica un problema de índole filosófico y ontológico: Lo real es dado, como sugiere Kant, en el marco de la experiencia posible y por eso “lo que concuerda con las condiciones materiales de la experiencia (de la sensación) es real”. En cuanto noción, la realidad puede convertirse en una de las categorías o conceptos puros del entendimiento: “El postulado para el


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conocimiento de la realidad de las cosas exige una percepción; por consiguiente, una sensación acompañada de conciencia del objeto mismo cuya existencia ha de conocerse, pero es preciso también que este objeto concuerde con alguna percepción real según las analogías de la experiencia, las que manifiestan todo enlace real en la experiencia posible” (Ferrater 2001).5

La realidad, entonces, se verifica por la experiencia; de ahí que en muchos relatos fantásticos la primera reacción del personaje ante esa ruptura de la realidad sea de extrañeza o de miedo, pues aún instalado en lo codificable por la experiencia, descubre un hecho no registrado previamente, ni sostenido por analogías concretas. Ahora bien, lo real tiene otro rasgo que lo condiciona: la cultura, cuya participación dirigirá la vacilación frente a lo fantástico de acuerdo con posibilidades religiosas o ideológicas variables. Así lo confirma Louis Vax cuando señala que: “el sentido de la palabra fantástico es el que le atribuye, en un momento dado, un hombre marcado por su conocimiento de las obras y por su medio cultural” (citado por Botton: 10). Junto al elemento cultural, se encuentra lo individual, propio del plano psicológico, Pierre-Georges Castex anota: “lo fantástico son ciertos productos de categorías mentales, de ciertos estados de ánimo… producto del pensamiento a-lógico, hijo de los sueños, de las supersticiones, del miedo, del remordimiento, de la sobreexcitación nerviosa o mental, de los estados mórbidos, y se nutre de ilusiones, terrores y delirios” (citado por Botton: 10). Con base en estas afirmaciones, el marco en el cual irrumpe lo fantástico se relaciona claramente con el conocimiento del mundo y el medio cultural, ambos elementos son convencionales a nivel colectivo. Es decir, el concepto de realidad es siempre cultural e histórico. En conclusión, el mundo del relato fantástico no es la realidad, aunque por comodidad el término se siga utilizando, sino un tiempo/espacio cognoscible y manipulable; estas propiedades son las que se desequilibran y conducen a la incertidumbre ante el modo fantástico. La construcción de ese espacio y tiempo resulta entonces igualmente compleja que el episodio, el tema o el tratamiento fantástico. Una vez planteada la discusión alrededor de los límites de lo fantástico, es necesario verificar si dichos lineamientos corresponden a s.v. Real, realidad.

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El principio del placer. Básicamente, el criterio central fue el choque o la ruptura del mundo real, cognoscible y manipulable, con el acontecimiento fantástico, que irrumpe en aquél con estrépito, porque escapa a sus reglas, conduciendo al personaje y al lector al efecto de incertidumbre o vacilación. Esta primera reacción en los personajes se registra, efectivamente, por medio de marcas textuales: Andrés Quintana grita cuando reconoce a su personaje en la situación que él mismo imaginó (98); Gerardo en “Langerhaus” refiere: “Lo extraño comenzó el lunes siguiente” (105); Ernesto Domínguez Puga en “Tenga para que se entretenga” dice que “la cara del ingeniero reflejó mi propio gesto de espanto” (126). Más débil, la reacción aparece de manera abrupta en “Cuando salí de La Habana”, por voz de Isabel: “algo pasó, nos tardamos en llegar todo un siglo” (140). Se habló también de la construcción de un espacio cognoscible y manipulable que se fractura ante la intervención de lo fantástico. El medio empleado por José Emilio Pacheco consiste en la construcción de un entramado de referentes verificable en a realidad extraliteraria; mientras que lo fantástico surge de aquellos huecos que la realidad no alcanza a cubrir. Pero esto forma parte del análisis propiamente dicho y se verá más adelante. En cuanto a los mecanismos del modo fantástico, cabe señalar que, a pesar de sus esfuerzos por clasificarlos , los teóricos terminan por reconocer que no hay mecanismos puros de lo fantástico pero sí presentes en un buen número de casos: en primer lugar, la ambigüedad, entendida como la propiedad de dejar el significado abierto a varias interpretaciones, a la duda, a la incertidumbre o a la confusión (cfr. Todorov: 33 y Botton: 62-65 y187); en segundo lugar, “la exageración o la literalización” de las figuras retóricas, principalmente la metáfora (Todorov: 63 y Botton: 178); en tercer lugar, la presencia ocasional de lo sobrenatural, es decir, de aquello que causa temor.6 Bioy Casares anota algunos argumentos favorables a la literatura fantástica; destaca la inclusión de los viajes en el tiempo, pero con la advertencia de que no es un argumento fantástico per se.7 En las próximas páginas, con seguridad aparecerán otros meca El temor, rechazado por Todorov (31), pero aceptado dentro de lo fantástico tradicional por Tobin Siebers (1989: 39-40). 7 B. Casares, en la introducción a la Antología de la literatura fantástica, agrega otros “argumentos”: “en que aparecen fantasmas”, “con acción que sigue en el infierno”, “con personaje soñado”, “con metamorfosis”, “acciones paralelas que obran por analogía”, “tema de la inmortalidad”, “fantasías metafísicas”, entre 6


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nismos de lo fantástico, pero los anteriores ya permiten determinar una diferencia entre los cuentos fantásticos y los no fantásticos en El principio del placer. Inicio con los relatos fantásticos. El primero, “La fiesta brava”, presenta un caso de metaficción en que personaje creado y personaje creador interactúan. El primero invade el mundo del segundo, quien a su vez presencia la objetivación de su relato en su propia vida. Las circunstancias en que ambos personajes desaparecen marcan la pauta para suponer la existencia de lo fantástico. “Langerhaus” permite observar un lento proceso mediante el cual la voz narrativa, la del protagonista, experimenta la sensación pérdida de contacto con la realidad; éste y el lector están plenamente identificados, pues ambos van de una a otra pista sumidos en la perplejidad de lo real negándose a sí mismo. En “Tenga para que se entretenga” se encuentra la presencia de objetos que conectan ambos mundos, el de lo fantástico y el de lo real; el mundo prehispánico de los muertos se hace presente a través de un personaje del efímero imperio de Maximiliano; el autor logra la verosimilitud por medio de la objetividad del narrador, pero también el efecto fantástico: ni él ni el lector pueden determinar la verdadera naturaleza de los acontecimientos. Finalmente, en “Cuando salí de La Habana, válgame Dios”, Pacheco lleva al extremo la letra y el tono melancólico de la canción “La paloma”,8 favorita de la emperatriz Carlota; presenta un argumento de viaje fantástico, pero a diferencia de los otros textos, ninguna referencia a la cultura sirve de indicio al desenlace fantástico. Ahora bien, los cuentos que podrían considerarse realistas son “El principio del placer” y “La zarpa”. El primero consiste en una serie de desengaños amorosos y sucesivas tradiciones de familiares, amigos y hasta héroes que producen una gran desilusión en el protagonista; el entramado conduce al aspecto fundamental del relato: la madurez del personaje en una secuencia de desgarramientos personales. Es decir, es un texto narrativo iniciático. En el segundo, otros. En realidad, ninguno de ellos es obligatoriamente fantástico. Transcribo las primeras estrofas de la canción “La Paloma”, escrita por Sebastián de Yradier: “Cuando salí de la Habana / ¡Válgame Dios! / Nadie me vio salir / si no fui yo; / una linda Guachinanga / como una flor, / se vino detrás de mí, / que sí, señor. // Si a tu ventana llega / una paloma /trátala con cariño / que es mi persona.” Letra recopilada en Armando Jiménez, (t. 2, 1995: 606).

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las ilusiones perdidas de la juventud y las sucesivas decepciones de la edad adulta constituyen el telón de fondo de la vida amarga de una mujer que llega a la vejez. Los cuentos fantásticos presentan claras fronteras entre la realidad y la irrealidad; esta situación no acontece en aquellos que, en cambio, ofrecen guiños de humor negro, característica del más puro oficio realista: “si, en opinión de mi mamá, ésta que vivo es «la etapa más feliz de la vida», cómo estarán las otras, carajo” (55); “Ya nunca más seríamos una la fea y otra la bonita. Ahora Rosalba y yo somos iguales. Ahora la vejez nos ha hecho iguales” (64). José Emilio Pacheco ubica los acontecimientos de sus relatos en contextos temporales cuyos referentes son reconocibles en la historiografía nacional, en las leyendas, o en los chismes de la política o del espectáculo; ocurren en sitios reales, como calles, edificios, estaciones del metro, parques, etc.; y se documentan y ubican en periódicos, revistas o sexenios. Incluso los números telefónicos coinciden en la cantidad de cifras que se han manejado en las últimas décadas y hasta las cantidades de dinero han mantenido una equivalencia en las dos ediciones. El lector puede confirmar esos datos si es suficientemente curioso, puede marcar los teléfonos o recorrer las calles donde se ambientan estos relatos; algunos de esos referentes le recordarán historias contadas por padres o abuelas; si su afán es el de investigador, quizá se aventure a las hemerotecas y consulte periódicos de la época, diccionarios y enciclopedias (impresas y electrónicas). La posibilidad de reconocimiento de esos datos constituye lo que aquí se ha dado en llamar tradición, “transmisión de elementos socioculturales (ideas, valores, normas, símbolos, lengua, pautas de conducta, etc.) a las generaciones siguientes” (Hillmann 2001) pero ésta implica un proceso de reflexión que lleve al lector a reconocerse participante de esa colectividad. La obra de Pacheco no es sólo juego de ingenio o despliegue de conocimientos. Casi todos los críticos de este autor han hecho notar la presencia del rasgo tradicional desde sus distintas posibilidades —la cultura, la historia, lo social—. Por ejemplo, Jorge Rufinelli afirma: Pacheco pasó con el tiempo a una dimensión social (no presente en Borges) al encuentro de una voz colectiva, y natural a la idea de una escritura socializada […]. Lo interesante de este


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desplazamiento histórico (o hacia la historia), es que tiene dos instancias bien marcadas: los comienzos esteticistas, el regodeo en los mitos, por una parte, y más tarde una preocupación creciente y absorbente por la realidad del mundo y de su país, lo que podría llamarse el sentimiento apocalíptico de su literatura (citado por Verani: 173).

Alicia Borinsky encuentra en Pacheco tendencias hacia lo social características de la literatura mexicana: “la [literatura] de México encuentra su registro en una simultánea interrogación de sus razones de ser nacionales y su necesidad de formular figuraciones individuales, […] la literatura mexicana ha asumido, implícitamente, una concepción profunda de lo social al entretejer tramas que dicen lo nacional a través de su lectura” (1990: 267). Ya se ha subrayado cómo Pacheco hace extensivas sus preocupaciones hacia los diversos ámbitos de su creación literaria. Si en una conferencia ha señalado: “no entiendo la tradición como estatismo o rigidez museográfica: la veo en su sentido de cambio constante, enriquecimiento, puntos de vista siempre variables, diversificación, en una palabra, continuidad” (Pacheco 1966: 253), en su poema “Al terminar la clase”, anota en relación con la poesía: “Cultura” en fin y “tradición”. Es triste. Sin embargo la llama no se extingue. Sólo duerme, prensada y seca flor en un libro, que de repente pueda encenderse viva. (Pacheco 2002: 156)

Por otro lado, en su ensayo sobre Clavijero insiste en el mismo tema: El término “cultura nacional” ha sufrido un proceso de erosión semántica: significa tantas cosas que ya no quiere decir nada. Si preguntamos por ella a un antropólogo o un sociólogo responderá que en México no existe nada semejante: hay


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distintas culturas específicas y subculturas, diferentes modos de conducta aprendidos. Una persona sin mayor noticia acerca de las doscientas definiciones de “cultura” tomará la parte por el todo, pensará en las artes, la ciencia, las ideas; responderá que en efecto tenemos una “cultura nacional” capa de abarcar las obras exhibidas en el Museo de Antropología, el muralismo, la arquitectura del virreinato, Teotihuacan, Palenque, Chichen Itzá, las tablas huicholas, los poemas de sor Juana Inés de la Cruz y Octavio Paz, la novela de la Revolución, el Sonido 13, las calaveras de azúcar, la Ciudad Universitaria, los libros de José Vasconcelos y Alfonso Reyes, las películas de Cantinflas y Pedro Infante (Pacheco 1989: 18-19).

En mayor o menor medida, como se analizará más adelante, lo fantástico en los relatos de El principio… es un fenómeno vinculado con la colectividad. Desde esta perspectiva, Pacheco recupera elementos del Romanticismo, que empleó motivos tan sugerentes para lo fantástico como la superstición y lo ajeno, conceptos que extraen su significación a partir de las relaciones sociales y del lugar del individuo en función de éstas, ya sea de exclusión o de inclusión (Siebers: 19-73). La herencia cultural resulta paradójica porque cohesiona al individuo con su grupo, pero también lo provee del conocimiento de los posibles mecanismos excluyentes que, en literatura, dan lugar a alguno de los efectos producidos por lo fantástico: perturbación, temor o perplejidad. Si se considera que ciertos casos de narrativa fantástica surgen de propuestas tradicionales y colectivas, como los mitos y las leyendas, entonces habrá de reconocerse la presencia ineludible de la violencia que se encuentra en el germen de todo organismo social. Por ello, los relatos de pacheco más interconectados con la tradición muestran una profunda carga de violencia, que hallará mecanismos de desahogo en la expectación y la curiosidad de la comunidad, o en el ejercicio concreto del sacrificio.9 Así, “La fiesta brava” da cuenta de esa violencia por la inclusión de figuras y sitios prehispánicos destinados a la muerte ritual al lado de las escenas sangrientas de Vietnam. “Tenga para que se entretenga” contiene un elemento de 9

René Girard, en La violencia y lo sagrado (1995), realiza un estudio antropológico sobre los rituales y sacrificios presentes en la literatura griega, principalmente, los cuales reflejan las condiciones de origen en las incipientes culturas.


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sacrificio en el “robo” del niño, en alusiones a la muerte de los periodistas y la tortura de los sospechosos del secuestro. Un dejo de violencia infantil se halla en el trato que sus compañeros daban a “Langerhaus”.10 Conviene preguntarse, pues, cómo se introduce la tradición, desde la historia y la cultura, en los relatos de El principio del placer como un elemento estructurador a partir de los referentes específicos. Si este rasgo se convierte en criterio de clasificación, resulta que los cuentos en los que la tradición participa directamente —y en los cuales se centrará el análisis— son: “La fiesta brava”, “Langerhaus” y “Tenga para que se entretenga”; “Cuando salí de La Habana, válgame Dios” contiene un referente de la historia de Cuba que funciona para precipitar la salida del protagonista de la isla, y algunos datos sobre la historia de México durante el porfiriato que distraen a los pasajeros durante la travesía (sin embargo, esos referentes son relativamente secundarios). En “La fiesta brava”, por recursos tipográficos y contenido narrativo, el relato se divide en tres partes (como la corrida de toros se divide en tres tercios, cada uno con una profunda carga de violencia ritual), agrupables en dos conjuntos: desaparición del escritor Andrés Quintana y cuento de Andrés Quintana sobre un turista norteamericano (Jiménez de Báez et. al.: 146-147); existe aquí un caso de metaficción (Zavala, 1995: 1-19): aquella estrategia del relato manifestada en el acto realizado por uno de los personajes, de leer o escribir un relato —al que se le podría llamar cuento “enmarcado”, acto que se convertirá en el tema principal o secundario del texto “marco”—. En este caso, Pacheco enmarca un cuento fantástico en otro, como ya se ha mencionado. Ante este recurso, metodológicamente es necesario dividir el texto; ello no significa que haya dos cuentos. Conforme a esta división, queda apuntar lo obvio: el autor ha debido crear dos “realidades” irrumpidas por sendos acontecimientos fantásticos. El “cuento de Andrés Quintana” inicia con una metadiégesis: el lector, después del anuncio de gratificación, se encuentra frente a una imagen impresionantemente violenta de la guerra de Vietnam; luego descubrirá que se trata de un relato expuesto desde los recuerdos del capitán Keller, protagonista del relato. Militar retirado y 10

La violencia no forma parte directa, en cambio, de los acontecimientos de “Cuando salí de La Habana…”.


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en vacaciones, aburrido de excursiones, descubre en la escultura de Coatlicue una “violencia inmóvil” que lo hipnotiza. Con sobrada razón: Coatlicue es la diosa madre de las deidades opuestas, por un lado, Huitzilopochtli (el sol) y, por otro, Coyolxauhqui y sus hermanos (la luna y las estrellas); al nacer el sol, se enfrentó a sus hermanos, quienes pretendían matar a la madre y al hijo por haberlos deshonrado; Huitzilopochtli triunfa y se levanta resplandeciente gracias a la sangre derramada de sus hermanos (Enciclopedia de México 1993).11 El narrador alerta al lector: D. H. Lawrence, en México, paraíso infernal, pudo advertirle que lo acechaba un “peligro mortal”. Así, el militar se adentra en la tradición nacional con un acendrado desprecio pero con la fascinación de Coatlicue. Asiste a la “FIESTA BRAVA” (escrito con mayúsculas), espectáculo que sólo le inspira la ocurrencia de una solución a la agresividad de los mexicanos: “fusilarlos a todos”. Interviene aquí el personaje de un vendedor de helados, buen hablante del inglés, para quien el nombre de Keller, el de su hotel y su reciente interés por lo prehispánico son datos bien conocidos — lo que introduce un aspecto extraño—; ofrece un servicio insólito, un itinerario secreto que le permitirá “ver la Piedra Pintada, la más grande escultura azteca, la que conmemora los triunfos del emperador Ahuizotl” (73), octavo rey mexica, Ahuizotl extendió el imperio hasta Guatemala, culminó la construcción del templo de Tenochtitlan y murió en 1503; su sobrino Moctezuma Xocoyotzin heredó el trono antes que su hijo (Enciclopedia de México 1993), Cuauhtémoc; en contraste entre Ahuizotl y los últimos reyes es dramático: mientras el primero conoció el máximo esplendor, los siguientes presenciaron el último grado de la derrota. En realidad, Keller fue atraído al mundo subterráneo para ser sacrificado entre los restos de la antigua capital mexica; su fascinación por Cuatlicue se debió a Ella lo eligió a él para alimentar a su hijo y mantener así el orden del universo, de acuerdo con el rito que antiguamente se celebraba en el Templo Mayor de Tenochtitlan. Los referentes de la tradición son claros; podrían conducir a una interpretación alegórica en la cual Keller es un representante del imperio más grande del mundo, capaz de ocupar cualquier terri-

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s. v. Coatlicue.


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torio ejerciendo todo tipo de excesos; México representa el antiguo imperio cuya violencia hará pagar el invasor.12 Esta realidad, sin embargo, construida en su totalidad a partir de la tradición, no permitiría una generalización tan banal; al contrario, es tan paradójica y mutable como lo ha puntualizado el mismo José E. Pacheco: Las civilizaciones prehispánicas florecieron sin relación aparente con el resto del mundo. España prohibió a sus colonias el trato con los demás países europeos. Nostalgia de la originalidad primitiva, malestar de recurrir a instrumentos que pertenecen a toda la humanidad y sin embargo aún sentimos como artículos de contrabando: ambos antecedentes oprimen a quien intenta habar de Hispanoamérica de “cultura nacional”. A ellos se suma una presencia ubica de la que nadie puede escapar: la cultura angloamericana (1989: 17).

La cultura nacional, planteada como realidad literaria, prepara la entrada del efecto fantástico por la ambigüedad latente en una base tan disímil como para reunir a Coatlicue con el metro, Xochimilco y la Plaza de Toros, en contacto como la presencia norteamericana ineludible. Se apela así a la participación del lector, se le conduce a esa “determinación de no defenderse, de dejarse invadir […] listo a sentir la angustia o el desconcierto de los personajes” (Botton: 54). La realidad del cuento “marco” no es totalmente distinta en términos de cultura nacional, aunque se extiende al ámbito hispanoamericano: una vez más, alusión a 1968, a 1971, momentos representativos de México institucional y la presencia de la Revolución cubana (Ricardo Arbeláez estuvo en Cuba a raíz de la revolución; aun así, ha olvidado cualquier forma de compromiso social). Esos datos imposibilitan el éxito de Andrés Quintana por la “incomodidad” de los contenidos de su cuento. La crónica del arranque de la narrativa mexicana (Pacheco 1990: 85-86),13 en la que el protagonista ocupó el lugar más humilde, incrementa la sensación De hecho, ésta es la interpretación directa de Arbeláez; es significativo que sea el propio texto el que la haga explícita. 13 Cabe hacer notar que José Emilio Pacheco incluyó este recuento histórico en la segunda versión de El principio… 12


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de fracaso con que enfrenta a la hora de presentar su último cuento. Las alusiones a la hispanoamericana con Rubén Darío (autor de “Huichilopoxtli”) y Julio Cortázar (con “La noche boca arriba”, “Axólotl”, que parecen inspirar episodios de “La fiesta brava”) disminuyen la originalidad del cuento Andrés Quintana, llevándolo a una situación límite que incrementa el efecto fantástico. Así, la movediza realidad múltiple envuelve a Andrés Quintana tanto como a su personaje. La cercanía entre ambas realidades resulta un indicio del desenlace, como se descubre a medida que se menciona la noche, el descenso al metro, el anuncio del último viaje. Ahí interviene otro recurso fantástico, incluido en la segunda versión, una situación de espejos. Si Keller, en la estación Insurgentes, “verá en el andén opuesto a un hombre de baja estatura que llevaba un portafolio bajo el brazo y grita algo que […] no alcanzará a escuchar” (72),14 antes de seguir hacia el Centro; Andrés baja del convoy en Insurgentes, en dirección contraria, y puede observar una figura que se dirige hacia Zaragoza: “Antes de que el convoy adquiera velocidad, […] advirtió entre los pasajeros del último vagón a un hombre de camisa verde y aspecto norteamericano (98). El encuentro fugaz termina, tres desconocidos capturan a Andrés, toma sentido el anuncio de gratificación con que el texto abre, el cual incrementa la complejidad del texto, pues el juego narrativo coloca al principio lo que “debería” ser el colofón del cuento: el protagonista se extravió el viernes 13 de agosto de 1971, cuatrocientos cincuenta años después de la caída de Tenochtitlan, la ciudad subterránea de su cuento. Aquí podría aplicarse lo que ha señalado Pacheco a propósito de Carlos Fuentes en “Chac-Mool”: México se soñaba moderno o modernizante y quería verse ya entrando en el impensable siglo veintiuno sin haber resulto aún los problemas del siglo dieciséis. En el subsuelo lo esperaba la figura enigmática de la cual, como de los olmecas 14

Este fragmento también es una inclusión al original de 1972, que originalmente decía: “y el martes por la noche, camisa verde, Rolleiflex, pipa de espuma de mar, estará en Insurgentes aguardando que los magnavoces anuncien el último viaje, luego subirá al carro final con dos o tres obreros que vuelven a su casa en Ciudad Netzahualcóyotl, verá pasar las estaciones, se detendrá el convoy, usted bajará a la mitad del túnel ante la sorpresa de los pasajeros, caminará hacia la luz verde, la camisa amarilla brillando fantasmal bajo la luz verde, el hombre que vende helados enfrente del Museo,” (Pacheco 1990: 85).


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o de Teotihuacan, ni siquiera sabemos el verdadero nombre (Pacheco 1995: 45s).

El encuentro personaje-creador está presente desde el Quijote, pasando por Niebla; por ello el fenómeno se discute sobre todo a nivel de metaficción; sin embargo, su efecto fantástico es innegable y original dentro de la narrativa. El desenlace abierto se debe al misterio que rodea la desaparición de Andrés Quintana; ninguna posibilidad es verificable al interior del texto, aunque la tendencia condicionada es que el personaje sufrió un destino similar al que él mismo creó en un relato cuyo lector explícito, Ricardo Arbeláez, juzgó de mediocre. “La fiesta brava”, tratamiento metafórico común a todo hablante para referirse a la ejecución de un toro en una plaza pública, se lleva a la exageración, se extiende a la realidad en su conjunto: la fiesta como conjunción de eventos, asistentes, oficios, rituales y excesos; con la categoría de brava como barbarie, crueldad, caos y destrucción. La presencia del discurso figurado vuelve a ser motivo para lo fantástico. En “Langerhaus”, el elemento histórico se encuentra en la construcción de los ambientes, justo el objeto de lo fantástico: la Europa del exilio durante la Segunda Guerra Mundial y Bellas Artes como el foro imprescindible de cualquier de cualquier ejecutante de la época, son algunas de los referentes que ambientan la infancia del narrador-protagonista. Posteriormente, Díaz Ordaz, el movimiento estudiantil de 1968 presencia fortuita pero pertinaz, la celebración de los Juegos Olímpicos del mismo año, la urbanización de zonas rurales cercana a la Ciudad de México, perfilan el ambiente de la edad adulta: vacío e insípido, capaz de originar únicamente deseos de evasión. Excélsior y Gayosso legitiman la muerte desde su sólida estructura (en el cambiante contexto nacional, la afirmación no puede aplicarse ya al periódico). La muerte del amigo imaginario del protagonista toca los límites de lo absurdo, pues se convierte en una anécdota profundamente perturbadora. La estructura del relato favorece este efecto, ya que se sostiene gracias a un constante desdoblamiento. En general, el término se ha utilizado para señalar propiedad que atañen principalmente a personajes, en el sentido de juegos con la personalidad, uno de los recursos frecuentes de la literatura fantástica: el tema


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del doble, cuando la personalidad se desdobla, sufre un intercambio o se funde con otra (Botton: 197). Sin embrago, como se verá en “Langerhaus” ese desdoblamiento no sólo afecta al personaje, sino a la realidad. En una primera parte del cuento, la existencia del personaje de Langerhaus —el niño carente de nombre15 y de amigos— se ofrece concreta y detallada por la memoria del narrador; la testifica haciendo alusión a ciertas fotografías y textos periodísticos. A partir de un encuentro igualmente concreto entre Gerardo, el protagonista, y sus compañeros de generación —a la que pertenecía Langerhaus— inicia la segunda parte del relato y la irrupción de lo fantástico (“Lo extraño comenzó el lunes siguiente”). Langerhaus no existió y esta revelación inicia del primer desdoblamiento de la historia, la negación de sí misma. Cada acontecimiento de la primera parte se descredita por medio de testimonios y pruebas que descalifican la información del narrador personaje acerca de su amigo.16 Indicios sutiles conducen a la conclusión de que en realidad Langerhaus es un doble de Gerardo —además de una ligera similitud entre los nombres—: “lo único parecido a un músico eras tú porque medio tocabas la guitarra”, “Sigues inventándote cosas”, “Gerardo: entre Aranda y Ortega estás tú.” La forma irrespetuosa y excluyente de tratar a Gerardo adulto es muy similar a la que tenían con Langerhaus niños. A pesar de si dístate amistad, sus personalidades se complementaban: “yo jugaba futbol e iba al cine dos veces por semana, Langerhaus pasaba cinco horas diarias ente el clavecín” (101). La existencia de uno daba sentido a la del otro. De ahí, el desenlace sugiere una síntesis lograda con el reencuentro de los personajes, una expectativa congelada por la terminación del relato, la ambigüedad que conduce a lo fantástico se reitera por la puesta en marcha de dos mecanismos. En la primera edición, Langerhaus se llama “Pedro”, la supresión posterior del nombre propio incrementa la ambigüedad del relato, despersonaliza aún más al personaje. 16 Este mecanismo recuerda al empelado en Las batallas en el desierto, respecto a Jim: una vez pasada la tormenta del enamoramiento de Carlos, Rosales –eufóricamente similar a Morales le dice que Mariana está muerta. Carlos atraviesa corriendo la colonia Roma hasta el departamento de su amigo, después de tocar el timbre insistentemente y de preguntar a vecinos malhumorados, le dicen que ahí nunca vivieron ni Jim ni Mariana, dejando abierta una duda tanto en el protagonista como en el lector. 15


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Por otro lado, lo sobrenatural surge al final con el anuncio de la música; se avecina una presencia fantasmagórica (“la inconfundible música del clavecín de mi infancia, la sonata de Bach cada vez más próxima”). El narrador asume las características del otro, espíritu de un ser que nunca existió. Las creaciones de la memoria, muestran este relato, son inquietantes —quizá aun más que los fantasmas, testimonios de la existencia real de alguien—, pues se relacionan con la afectividad y los deseos del individuo (mientras el músico formaba parte de la memoria, Gerardo tenía una relación más cordial y equitativa con sus amigos; junto con las primeras constataciones de la imposibilidad de Langerhaus viene la naturaleza egoísta y displicente de los mismos). Llevadas a sus últimas consecuencias, tales creaciones se vierten hacia su creador, en un momento en el cual se sabe de su soledad e insatisfacción. Por otro lado, surge un nuevo recurso para lograr la ambigüedad desde el nivel morfosintáctico: las secuencias siguientes se relatan en un futuro hasta el desenlace, marcado por el presente, en un último desdoblamiento que deja al lector en vilo, en las escaleras por las que Gerardo baja mientras escucha una sonta de Bach, la misma que Langerhaus tocó a los doce años: no es sólo la música de la infancia de Gerardo, sino la venganza de Langerhaus. Las referencias a momentos y lugares de los episodios que corresponden al pasado reciente, sirven a la construcción de a la realidad que se niega a sí misma, el hecho de que la mayor parte de los datos ambientales se hayan incluido en la última versión así parece comprobarlo. El tema del doble, por sus alcances psicológicos, irrumpe en la ficción moderna tanto en la literatura como en el cine; en géneros diversos que tienen en común el cuestionar la percepción individual frente a la colectiva. Por último, “Tenga para que se entretenga” presenta un narrador que se pretende objetivo desde su visión de detective, lo cual, aparentemente, ofrece una posición de seguridad y conduce al lector a pensar que el caso terminará por esclarecerse. El cuento en el gobierno de Ávila Camacho —es frecuente que el tiempo el México se divida no en décadas, sino en sexenios durante los años cuarenta del siglo XX. Olga Martínez y Rafael Andrade, madre e hijo, llegarán a Chapultepec. A partir de este indicio, las referencias históricas que construyen la presencia de lo fantástico se hacen patentes: lo que hoy es el parque infantil por excelencia en la Ciudad de Méxi-


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co, fue en dos épocas recinto imperial: jardín de los reyes mexicas, como lo atestiguan los ahuehuetes prehispánicos, y habitación de Maximiliano y Carlota. Fue también el escenario, en 1847, de un combate con las tropas norteamericanas. El autor vuelve a explorar la confluencia absurda de espacios que se posibilita por la acción de la historia. Mientras el niño se entretiene en obstaculizar con una rama el paso de un caracol, irrumpe una presencia sobrenatural; este rasgo aún no se especifica del todo, pero su súbita aparición y la extrañeza de un discurso conducen a percibirlo ajeno de inmediato: “No lo molestes. Los caracoles no hacen daño y conocen el reino de los muertos” (117). La prohibición sugiere compasión, el discurso se detiene por un instante; viene una coordinación muy extraña desde el punto de vista semántico, sobre todo por su segundo elemento, en apariencia fuera de contexto. Intervienen aquí códigos culturales que abren el sentido del texto: el mensaje no parece adecuado para un niño tan pequeño como Rafael. En el léxico popular urbano, se llama “panteoneros” a los caracoles. Su simbolismo se vincula con lo nocturno, la luna, la humedad, la tierra, la muerte y la regeneración, pues salen de la tierra después de la lluvia (Chevalier y Gheerbrant 1995).17 En el personaje, se sabe en ese y en posteriores pasajes, hay mucho de esa especie: sale de lo profundo de la tierra, olía a humedad y su tono de piel es blancuzco como un “un caracol fuera de su concha” (p. 126). El contacto entre el desconocido y Olga es aún más extraño: “le tendió un periódico doblado y un rosa con un alfiler: —Tenga para que se entretenga. Tenga para que se la prenda” (117). No se sabe más de aquello objetos; la reiteración de sonidos y a equivalencia silábica de la frase obtiene un ritmo inquietante. El narrador hará funcionar ese mensaje como una señal de alarma que al parecer sólo Olga era capaz de ignorar.la tradición literaria se concreta en los objetos testimoniales de lo fantástico, plasmados aquí con la consabida flor, “la flor de Coleridge”,18 que en este caso será negra y con 17 18

s. v. Caracol “Un comentario especial merece la inclusión de esa “rosa negra” que el espectro imperial deja en manos de la madre desaparecido Rafael. A quienes hay intuido este dato un claro entronque borgesiano convendría aclarar que más que la influencia directa del escritor argentino hay aquí afinidad. Es también concebible que, en su profunda formación literaria, Pacheco quisiera rendir un finísimo homenaje al genial ensayo de Borges sobre “La flor de Coleridge” (Díez 1976:


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un alfiler, más un periódico doblado que más adelante no revelará el misterio, sólo conducirá la interpretación. La figura sobrenatural se lleva al niño al interior de la tierra por la puerta de la que cual desaparece cuando Olga pide ayuda. Hasta aquí termina la escena propiamente fantástica; a continuación viene la búsqueda del niño, el intento de “explicar” el hecho y la contribución ambigua de lo tradicional. En la realidad caótica que rodea el cuento, Pacheco ofrece una serie de datos referencialmente comprobables que hacen aportaciones indiciales. El ingeniero Andrade, padre de Rafael y esposo de Olga, responde a la imagen de político millonario a cuya orden se movilizan la mitad de los efectivos policiales de la ciudad; sus primeras búsquedas descubren cascos de metralla y huesos muy antiguos enterrados en el sitio en que apareció el rectángulo de madera. Se vislumbra lo que el relato jamás confiesa: fue un muerto quien habló con Olga y su hijo, quien se llevó al niño al lugar donde vivía, donde la tierra es caliente. El bullicio de la información periodística, congregado en torno a la figuración política, interviene para hacer más vacilantes las explicaciones del hecho fantástico. Se publicarán tres hipótesis absurdas; la más descabellada es, irónicamente, la que parece más cercana a la realidad dentro de la lógica del relato: Rafael fue capturado por una secta que adora dioses prehispánicos y práctica sacrificios humanos. El fundamento de esta hipótesis tiene un trasfondo real, pues Chapultepec, en efecto, se consideraba entre los mexicas una entrada al inframundo.19 El autor vuelve a indagar el asunto del mundo subterráneo como forma del temor ancestral: pero también como una metáfora de la tumba en la cual se tiende a ocultar un pasado que no cabe en la superficie concreta y modernizante del México posrevolucionario. Así, después de la resolución forzada del “misterio de Chapultepec”, entra por último vez el código policiaco, en un homenaje a E. A. Poe: “Dicen que la mejor manera de ocultar algo es ponerlo a la vista de todos” (124). El detective no logra dar una respuesta satis19

103). Hipótesis similar hubiera creado la desaparición de Andrés Quintana o la del capitán Keller en “La fiesta brava”, si es que ambos personajes tuvieran el peso social que la familia Andrade poseía. De cualquier manera, el narrador bloquea tan absurda afirmación con una nota irónica pero concreta al exterior de la ficción: “Semejante idea parece basarse en una película de Cantinflas, El signo de la muerte” (121).


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factoria al acontecimiento ocurrido; si acaso, obtiene los últimos y vagos indicios que confirman el hecho fantástico: el hombre que se llevó Rafael vestía traje de cierto tono de azul, tenía un olor fuerte a humedad, tenía la cara blancuzca y hablaba con un extraño acento, quizá alemán. Al unir esta descripción con los objetos testimoniales, en particular el hecho de que el periódico fuera un ejemplar de la Gaceta del imperio del 2 de octubre de 1866, la conclusión es que un personaje proviene del breve periodo imperial de Maximiliano quedó atrapado en el inframundo prehispánico. En este sentido, el detective cumple una función inversa a la que suele aparecen en el género: no resuelve el misterio, sino que lo confirma. El periodo francés imperial se ha convertido en un referente muy favorecido por la narrativa mexicana, con las obras de Rodolfo Usigli, Carlos Fuentes y Fernando del Paso, como lo nota Pacheco: en “Tlactocatzine, del jardín de Flandes” comienza la fascinación de Fuentes con Carlota de Bélgica que ya ha durado cerca de medio siglo y todavía está lejos de agotarse. El problema más serio al que se enfrenta el novelista mexicano es tener una historia que la realidad ha dispuesto de la manera más literaria y con una construcción dramática digna de Sófocles (Pacheco 1995: 46). Una coincidencia de opiniones reúnes a ambos narradores mexicanos con Jorge Luis Borges en su apreciación (citada por José Emilio Pacheco) de que la historiografía, “el más realista de los géneros literarios”, es “una rama de la literatura fantástica” (46-47). No se puede pasar por alto, al mismo tiempo, la fecha del periódico: 2 de octubre (de 1866), fecha aciaga en los ciclos del tiempo náhuatl. Ya Pacheco había escrito el poema “Manuscrito de Tlatelolco”,20 en el cual las imágenes de muerte y sangre dan cuenta del horror cíclico que se repitió en el siglo XX. A lo largo de los tres cuentos fantásticos analizados aquí, se trasluce constantemente una alusión velada a la represión oficial de 1968 y la de 1971, disimulada en frases incidentales como meras coordenadas temporales. No hay razones para sostener que “Tenga para que se entretenga” sea una alusión directa al movimiento estudiantil o a su culminación violenta del 2 de octubre; pero sí parece insinuar que la historia y la literatura cumplen citas inaplazables. En la obra de Pacheco, 20

Pacheco utilizó los textos traducidos por Ángel María Garibay y Miguel León Portilla en Visión de los vencidos [1959] y los reunidos por Elena Poniatovska. El reposo del fuego [1963-1964], en Tarde o temprano (2002: 67 y s.).


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la literatura puede considerarse el más fantástico de los géneros historiográficos. El profundo conocimiento del autor acerca de la realidad en su calidad de cultura, condición socioeconómica y tradición nacionales se pone a funcionar en estas narraciones de tipo fantásticos, sin aislar la conciencia de esa realidad, con lo cual el efecto se suma al compromiso social y a la preocupación por el futuro. Así, la realidad de esos cuentos no puede ser comparada con un telón de fondo: ello implicaría un ente estático. Nada más ajeno a la función narrativa de la realidad. Esta es una interlocutora aguda y contundente en sus percepciones y juicios. El insistentes reclamo en los textos de Pacheco por la presencia del imaginario cultural y la fusión de esté con la cultura, implica, para la literatura, la paradoja de sin la interlocución de la realidad se diluiría la facultad para conformar el modo fantástico, que se definió como una respuesta inesperada a las demandas del complejo mundo real. Bibliografía BORGES, Jorge Luis, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Antología de la literatura fantástica. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1999. BORINSKI, Alicia. “José Emilio Pacheco: relecturas e historia”, en Revista Iberoamericana, 56 (enero-marzo de 1990): 267-273. BOTTON Burlá, Flora. Los juegos fantásticos. México: Universidad Nacional, 1983. CESERANI, Remo. Lo fantástico. Madrid: Visor, 1999. CHEVALIER, Jean y Alain Gheerbrant. Diccionario de los símbolos. Barcelona: Herder, 1995. DÍEZ, Luis A. “La narrativa fantástica de José Emilio Pacheco”, en Texto crítico. Vol. 2, núm. 5, 1976: 103-114. ENCICLOPEDIA DE MÉXICO. México: Enciclopedia Británica de México, 1993. FERRATER MORA, José. Diccionario de filosofía. Barcelona: Ariel, 2001 (4 tomos). GIRARD, René. La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama, 1995. HILLMANN, Karl-Heinz. Diccionario enciclopédico de Sociología. Barcelona: Herder, 2001. JIMÉNEZ, Armando. Cancionero Mexicano. México: Editores Mexicanos Unidos, 1995 (2 tomos).


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ALGUNAS NOTAS SOBRE LO FANTÁSTICO EN LOS CUENTOS DE FRANCISCO TARIO

Francisco Tario responde a un perfil de escritor, aparentemente, poco vinculado al mundo literario de su época: contemporáneo de narradores como Juan José Arreola, José Revueltas, Octavio Paz o Josefina Vicens, no coincide con los proyectos sociales o estéticos de la época, más cercanos a la renovación de las temáticas nacionalistas. Aunque publica cuentos a lo largo de su vida en diversas revistas nacionales y sus libros son reseñados en no pocas revistas, tampoco se caracterizó por una participación muy visible en los ámbitos culturales o en revistas literarias. A la distancia, su narrativa evidencia ese distanciamiento de los proyectos más representativos de la temática de lo sobrenatural en México,1 como la crítica ha señalado reiteradamente: “Creador de mundos en los que lo cotidiano frecuentemente es insólito, de manera igualmente sorpresiva, aparecen aspectos extraños, que diluyen los límites entre lo real y lo imposible, entre la vigilia y el sueño, entre la vida y la muerte o entre la locura y la razón” (Diccionario de escritores mexicanos 2002: 391). En efecto, hay evidentes elementos que hacen de la narrativa de Tario un caso particular dentro de la literatura fantástica: un tipo de literatura de lo sobrenatural cuyos vínculos con la tradición nacional son prácticamente invisibles; una utilización de recursos y motivos que subrayan la cotidianidad de la rareza; combinaciones inusuales de la ironía, el absurdo y lo sobrenatural. Estos aspectos serán tratados a continuación: después de una descripción general de su obra, el contraste entre esta narrativa y la tradición de lo fan Durante los años en que publica su obra, de los años cuarenta a los sesenta, establece y administra una sala de cine en Acapulco —según registra, bajo la entrada de “Peláez, Francisco”, el Diccionario de escritores mexicanos (2002: 390-392)—. Para 1943, con 32 años y publica, ya en México, sus primeros libros: los cuentos de La noche y la novela Aquí abajo, ambas editadas por Librería Robredo (luego, Porrúa). Escribió y publicó otro buen número de obras: La puerta en el muro (1946), Yo de amores qué sabía (1950), Breve diario de un amor perdido (1951), Tapioca Inn. Mansión para fantasmas (FCE, 1952) y Una violeta de más. Cuentos fantásticos (Mortiz, 1968).

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tástico hispano-americano y una relación con la imagen surrealista, para después señalar los recursos de lo fantástico todoroviano como pauta para discutir el uso del humor en el tratamiento de lo sobrenatural y, finalmente, una revisión de personajes frecuentes en la obra del autor: el irracional, el fantasma, el informe y el enamorado. Comprender los mecanismos y fuentes de la obra —predominantemente vinculada a lo sobrenatural —de Francisco Tario incluye una serie de hilos de análisis e investigación, entre los que se encuentran claras reminiscencias del surrealismo español de Buñuel o García Lorca, y una fantasía arraigada en las vanguardias hispanoamericanas. Razones por las que esta narrativa no se ajusta de modo directo a las teorías más estructuradas e influyentes de lo fantástico. Tario configuró una obra de alcances difícilmente perceptibles en la tradición narrativa mexicana. Su libro La noche contiene relatos breves, con particular interés en la exploración de las imágenes oníricas, las posibilidades del absurdo y el humor en relación con una visión insólita de los objetos cotidianos y los seres irracionales como vehículo para el análisis de los límites de la psique humana; con una prosa en ocasiones poética, plagada de experimentación lingüística. Tapioca Inn Mansión para fantasmas está conformado por cuentos más extensos, con predomino de personajes humanos, que suelen caracterizarse por su vacuidad; este libro incluye sus primeras inmersiones en la minificción: “Música de cabaret”, llenos de ingenio y precisión verbal que le valieron su inclusión en El libro de la imaginación de Edmundo Valadés. Una violeta de más ofrece, exclusivamente, cuentos de extensión tradicional, con personajes sobrenaturales, a veces en relación con la realidad objetiva y otras en un mundo propio.2 El conjunto de modos de cuestionar la realidad mediante distintos recursos en su proyecto cuentístico, que permite una diversidad de temáticas y experimentos narrativos. 2

Alejandro Toledo, editor recurrente de la obra de Francisco Tario —y cuya edición que, como primer volumen de sus Obras completas, “Cuentos y Varia invención”, para el Fondo de Cultura Económica (2015) es la que se ha citado aquí— agrupa bajo el título de “Varia invención”, obras aisladas u publicadas entre 1946 y 1951: Equinoccio —un libro de aforismos o, en ocasiones, juegos de palabras y minificciones—; La puerta en el muro y Breve diario de un amor perdido —que corresponderían a la novela breve—, Yo de amores qué sabía —un relato que conformó un volumen unitario editado para la colección “Los presentes”— y Acapulco en el sueño —serie de textos breves.


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En la tradición de lo fantástico hispano americano, uno de los aspectos más originales de la obra de Francisco Tario es el uso de una forma particular de lo sobrenatural, una categoría —de cuño teológico— que alude al acontecimiento o fenómeno que atenta contra las leyes físicas, si bien estas leyes físicas están determinadas por el paradigma científico imperante en cada época en que se escribe o lee un texto con inserción de un motivo de este tipo.3 Durante el siglo XIX, en México predominaba cierto tipo de imágenes de lo sobrenatural basado en leyendas y sus personajes: la mulata de Córdoba, el fantasma que solicita confesión y otros espectros. A principios del XX, este tipo de narrativa ya se inclina hacia una influencia norteamericana: se ha señalado las similitudes entre la obra de Henry James y los pocos relatos de Alfonso Reyes; Julio Torri también se interesa por los autores anglosajones, pero también por las figuras mitológicas clásicas. No obstante, Tario toma un rumbo de lo sobrenatural en otra dirección, más cercana al ámbito hispanoamericano de los años veinte y treinta. Las vanguardias literarias favorecieron la creación de imágenes y situaciones insólitas en la obra de Julio Garmendia —autor venezolano de La tienda de muñecos (1927), considerado como un precursor del fantástico moderno hispanoamericano y cuyo título recuerda a “La noche del muñeco” de Tario—, o Felisberto Hernández —quien construye atmósferas de oscuridad para situaciones insólitas en libros como Las hortensias (1950) o Nadie encendía las lámparas (1947), publicados simultáneamente al primer libro de Tario—. Una visión de lo sobrenatural basada en las crisis existenciales vanguardistas que, según Rocío Oviedo: “Es opinión extendida entre los teólogos que el vocablo «sobrenatural» designa un orden de realidad no sólo distinto del orden de la naturaleza —como puede ser el reino de la ley—, sino también superior al orden de la naturaleza. No designa, empero, exclusivamente un orden divino, pues hay que tener presente que dentro del orden humano se concibe la coexistencia de las facultades naturales con la gracia sobrenatural. […] Las divisiones que pueden establecerse en el concepto de sobrenatural son (de acuerdo Garrigou-Lagrange) las siguientes: I. Lo sobrenatural substancial (increado, absoluto). II. Lo sobrenatural accidental (creado, participado). Dentro de este último se distinguen: 1) Lo sobrenatural simpliciter (o absoluto propiamente dicho) y 2) lo sobrenatural secundum quid es decir, por comparación, preternatural o sobrenatural relativo (como los dones de la justicia original, inmortalidad condicionada del cuerpo, los maravilloso diabólico, etc.)” (Ferrater Mora 2001: 3324-3325).

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La quiebra de la cultura se ve confirmada por la crisis existencial que provoca la Guerra Mundial y que incidirá en el rechazo al pasado y la tradición que habían iniciado las vanguardias. Frente al desequilibrio espacial que plantean movimientos como el cubismo, o el intento de percibir otra realidad a través de la metáfora— como ocurre con el ultraísmo, si bien aún bajo el predominio de la lógica— en la posguerra predomina un nuevo enfoque artístico que abandona la mímesis aristotélica (1999: 327).

Otro referente importante para la propuesta cuentística de Francisco Tario fue la posibilidad de reunir un conglomerado de relatos con el elemento sobrenatural de diversa extensión y procedencia. Silvina Ocampo, Jorge Luis Borges y Bioy Casares publicaron, en 1940, la Antología de la literatura fantástica, misma que Alejandro Toledo descubre entre los libros de Tario, por lo que considera que fue una influencia para la creación de La noche.4 Ya para la publicación de Tapioca Inn. y Una violeta de más, Tario, si bien mantiene un estilo distante de la literatura fantástica mexicana, se incorpora a esa corriente que incluye a Carlos Fuentes, Amparo Dávila y Elena Garro. A diferencia de Fuentes, Pacheco y Garro, Tario evade los motivos de la historia nacional; a cambio, recurre a ciertas imágenes de difícil interpretación, oníricas y absurdas; a espectros novedosos pero también tradicionales con un tratamiento inesperado; episodios de amor que pone en duda los modelos románticos. Estas imágenes, en cambio, tienen mayor relación con el surrealismo español. El hecho de que Francisco Tario pasara su infancia y adolescencia en España, en la ciudad asturiana de Llanes, y mantuviera un estrecho vínculo con el país de sus padres, donde residió las 4

Alejandro Toledo ha señalado en repetidas ocasiones este hallazgo en la biblioteca de Tario: “Ahora, gracias a la inesperada cercanía con un centenar de libros que le pertenecieron, me es posible indagar en su genealogía literaria. No es toda su biblioteca, pero sí una muestra representativa. Prima facie, destacan tres ejemplares de la Antología de la literatura fantástica, de Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges y Silvina Ocampo, sobre todo la primera edición, de 1940 (Colección Laberinto, Editorial Sudamericana), anterior por tres años a la publicación de sus relatos nocturnos y fantásticos. Esto me lleva a suponer, o casi confirmar, que fue esa lectura la que empujó a Tario por esos territorios” (Toledo 2016: s/p).


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casi dos últimas décadas de su vida, de 1960 a 1977, puede resultar una referencia útil en la comprensión de su propuesta creativa. En el ámbito estético español, las vanguardias también crearon imágenes y metáforas inusitadas: Juan Larrea, Vicente Aleixandre, Salvador Dalí y Carlos Edmundo de Ory aparecen en la Antología del surrealismo español. En particular, la Generación del 27 ha quedado relacionada al surrealismo: Cuando Lorca escribe su conferencia “La imagen poética en don Luis de Góngora” el grupo del 27 se hallaba en un momento de sumo interés por la nueva metáfora. El concepto de imagen visionaria surrealista, por consiguiente, fue algo con lo que muchos de los poetas de este grupo se toparon. En aquellos años, tan jugosos de experiencia literaria, algunos poetas españoles sensibles al estímulo surrealista compusieron obras donde intervenían, como es natural, inconsciente y consciente, pero sin caer en absoluto en un surrealismo de escuela o de fórmula (Crescenzi 2013: 76).

Tal concepción de la metáfora, la importancia del inconsciente y la imagen “visionaria” surrealista proporcionan imágenes cercanas a las que explorará Tario. El surrealismo adopta herramientas del psicoanálisis para el estudio del inconsciente: el sueño, el delirio. A diferencia de la disciplina inaugurada por Freud, los surrealistas se interesan en los estados de la conciencia con un interés estético.5 Igualmente, Tario emplea el recurso del sueño para narrar la anécdota de cuentos como, por ejemplo, “Entre tus dedos helados”: “Me sentía rendido por la fatiga y apagué la luz. Inmediatamente después me quedé dormido y empecé a soñar” (2015: 450). El relato del sueño incorpora las imágenes oníricas estudiadas por el psicoanálisis: la caminata en “un espeso bosque”, la sensación de inmovilidad, la amenaza de los perros y las aguas del estanque, “unas aguas turbias y espesas” en las que se sumerge en compañía de tres hombres, hacia la estatua de una joven. Tario agrega el episodio del sueño dentro El primer Manifiesto del surrealismo de André Breton incluye, entre sus puntos más relevantes, “Exaltación del ensueño, camino de lo maravilloso hacia el que señala la poesía que sigue el método de la escritura automática [y] creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociaciones psíquicas, en la primacía del mecanismo desinteresado del pensamiento” (Crescenzi 2013: 40-41).

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del sueño, en el que se halla convertido en el asesino de su hermana. Así, se sucede una serie de imágenes absurdas, con escasa relación de causa y consecuencia. El narrador protagonista sugiere que se trata de una posible experiencia de inmovilidad, como se encontrara el coma, desde el que percibe algunos llamados de su familia para que recupere la movilidad, episodios eróticos con la joven de la estatua. La aventura no se resuelve con el despertar, sino con una alusión a la muerte del personaje. El sueño resulta, entonces, una constante en la obra de Tario: “La semana escarlata”, clara alusión a la novela policiaca, presenta la hibridación del relato policiaco y maravilloso: el asesino, Rómulo Pimentel, comete los crímenes en ese estado de conciencia, hasta atraer a ese plano al detective, con un desenlace de tono claramente surrealista: un asesino cubierto de hormigas y una caída al vacío. Las imágenes surrealistas de Tario incluyen el encierro, presente en el teatro de Lorca o en la cinta de Luis Buñuel, El ángel exterminador. En “El mar, la luna y los banqueros”, una situación apocalíptica, una tempestad capaz de borrar Europa del mapa, cerca a los pasajeros del Celeste Aída, quienes muestran un comportamiento ilógico. Los diálogos, como en el teatro del absurdo, pierden paulatinamente su función comunicativa, para mostrar una comunidad humana tan a la deriva como el buque.6 Los personajes, banqueros y sus esposas, son entes desdibujados, y se deterioran aún más: “Hombres barbudos, despeinados, feos. Sombras inhumanas, taciturnas, especies de delincuentes en receso” (255). En el libro previo, ya aparecían este tipo de personajes: “La noche del loco”, y diálogos como los de “La noche de los genios raros”. Otro de los vínculos entre la obra de Francisco Tario y el surrealismo se puede observar en el manejo de episodios de particular violencia. Como propugnó André Bretón, el surrealismo adoptaría como dogma la rebelión, la insumisión y el sabotaje absolutos, al menos en cuanto expresión artística: imágenes alusivas a la locura —Si se hundió Europa, me alegro. Así volveré antes a Dakota. —¡Que beban también las mujeres! Nos entretendremos. —Doy por bien empleado el pagaré con tal de no volver a pisar Viena. —¡Y yo! ¡También yo la conocí personalmente! —¿A quién conoció usted, permítame? —¡A Sara! ¡A Sara Bernhardt, lo sostengo! —Sospecho que es usted un mentecato. Quien la conoció fui yo en Deauville una noche (252).

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violenta, la resistencia social, la ruptura de la armonía estética, etcétera. Ese tipo de episodios se encuentran en relatos como “La noche de la gallina”, en el que el animal se rebela unos minutos antes de su ejecución: durante su huida, los personajes muestran una naturaleza asesina; también “La noche del traje”, una prenda particularmente violenta que mata o viola a sus semejantes. Y, en otros libros, Tario conserva ese tipo de episodio: en Una violeta de más, se incluye uno de los relatos más populares del autor: “Ragú de ternera”, el tema del canibalismo se combina con el absurdo, pues el primero es tratado como si se tratara de una afición cualquiera. Ya sea por la procedencia de las imágenes o por los procedimientos, la presencia de los sobrenatural en personajes, situaciones, manejo del tiempo, dentro de la obra de Tario, es una constante cuyo manejo se distingue de las tramas más frecuentes de ese tipo de narrativa. En los parámetros de lo fantástico descrito por Tzvetan Todorov, es decir, la vacilación del personaje —o del lector— ante lo sobrenatural, lo que no se resuelve entre la aceptación de lo imposible ni la explicación racional de lo que parecía un hecho “que no puede explicarse por las leyes de su mundo familiar”.7 El planteamiento busca definir géneros a partir de los elementos del relato; esto no implica que todos los textos en los que aparece un elemento sobrenatural respondan de manera directa a la clasificación de Todorov: extraño (se relatan acontecimientos que pueden explicarse perfectamente por las leyes de la razón, pero que son, de una u otra manera, increíbles, extraordinarios, chocantes, singulares, inquietantes, insólitos), fantástico y maravilloso; o sus subgéneros: fantástico-extraño y fantástico maravilloso. Tampoco se trata de la única teorización que se ha planteado acerca de este tipo de texto. Sin embargo, es una clasificación capaz de describir tramas, tipos de personajes y recursos —por lo que es un referente para las discusiones posteriores—; como se ha mencionado, los relatos de Tario no responden de manera directa a esa clasificación. 7

“En un mundo que es el nuestro, el que conocemos, sin diablos, sílfides ni vampiros, se produce un acontecimiento que no puede explicarse por las leyes de ese mundo familiar. Quien percibe el acontecimiento debe optar por una de las dos soluciones posibles: o bien se trata de una ilusión de los sentidos, de un producto de la imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que son; o bien el acontecimiento tuvo lugar realmente, es una parte integrante de la realidad, pero entonces esta realidad está regida por leyes que nos son desconocidas” (Todorov 2008: 24).


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Una de las posibles excepciones es “Asesinato en do sostenido mayor” (Tario 2015: 345-353), incluido en el volumen Una violeta de más. “El “prominente banquero A. B. C. D.” desaparece: no hay cadáver ni rastros de que esté con vida. La policía, el inspector en turno, no es capaz de esclarecer el caso, tampoco “los autores de novelas fantásticas”, “hombres de ojos pálidos y aturdidos, con claro aspecto de asesinados y muy aficionados a las galletas”, cuyas “viejas y gastadas teorías fueron la irrisión de todos”. Finalmente, la esposa del banquero se declara culpable de la desaparición, mas su declaración resulta inverosímil: lo encerró en un espejo en venganza por su infidelidad con una mujer escandinava que se halla también de ese lado del cristal. El detective no le cree, la esposa y el narrador, en cambio, parecen convencidos de que el hecho sobrenatural ha ocurrido. El asesinato queda sin esclarecerse según las reglas de la realidad, encarnadas en el detective. Según la clasificación de Todorov, muchos de los relatos de Tario responden a las características de “lo maravilloso-puro”: “los elementos sobrenaturales no provocan ninguna reacción particular ni en los personajes, ni en el lector implícito” (Todorov 2008: 54), en ese sentido, los cuentos de La noche se encuentran en esa categoría: los objetos y los seres animados tienen consciencia y habitan un mundo con reglas propias para ellos, como en el cuento Cascanueces y el rey de los ratones, citado en Introducción a la literatura fantástica. Sin embargo, Tario incorpora un giro que pone en duda la clasificación genérica de ese tipo de relato: llega a ocurrir, dentro del relato maravilloso, que un acontecimiento extraordinario irrumpe en la vida “cotidiana” de estos personajes sobrenaturales. Tomo, por ejemplo, “La noche del vals y el nocturno” (Tario 2015: 38-41). Ambos personajes son, literalmente, piezas musicales personificadas; el primero hace escuchar al segundo “un vals arrebatados y magnífico, vertiginoso y sensual” (40). El nocturno llora y contagia su llanto al otro y entonces ocurre lo sobrenatural: Su llanto me abrasaba las manos; sus gemidos me dolían agudamente, me punzaban. Ya no había una sola luz en la noche. La luna se había apagado. Ya no había un murmullo: el viento se había detenido. No existían un solo contorno: todo estaba vacío, vacío…


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Me sentí olvidado, cual si todo hubiese sucumbido y yo fuera el último habitante sobre el planeta. La angustia me dominó; creí asfixiarme (41).

Finalmente, el vals descubre el origen de esa extraña situación: la ejecución musical de Chopin que “ante un piano abierto, movía lánguidamente sus manos pálidas” (41), es decir, el mundo de lo maravilloso explica lo sobrenatural por la realidad. La lectura metafórica acerca el relato al poema en prosa. Tales son algunos de los mecanismos de lo sobrenatural y lo fantástico en la narrativa del autor de La noche, que la distancian de otros proyectos, como se ha venido señalando. Asimismo, intervienen otros recursos poco frecuentes en combinación: el humor, el tipo de personajes y algunos temas explorados por Tario. Hay una recurrencia de la combinación del humor y los elementos sobrenaturales en Francisco Tario, sobre todo a partir de Tapioca Inn. Este vínculo es casi una consecuencia de la irrupción de lo sobrenatural. Si Todorov señalaba que lo fantástico ocupa el tiempo de la incertidumbre entre la ilusión de los sentidos y la constatación de que el acontecimiento fue real, Víctor Antonio Bravo advierte que “en el relato, ante el hecho fantástico que persiste, hay dos posibles actitudes: el asombro, que se trueca en el horror o en la risa; o la falta de asombro, que produce la puesta en escena del absurdo” (Bravo 2007: 180). Por medio de los personajes ridículos —banqueros y ministros casi siempre; muertos, por lo general—, se genera el absurdo “cuando, producida la irrupción del hecho fantástico, no se intenta establecer, como querría Poe, la conexión, el enlace de causa y efecto, sino que […] este hecho es asumido desde la perspectiva de las consecuencias, intentando adecuar el hecho invasor y extraño a un contexto que, insistentemente, y por contraste, lo rechaza” (181). Como en el relato “Usted tiene la palabra” (Tario 2015: 164176), sobre el ministro que no sabe respetar la solemnidad de su propio funeral y, al salir de su ataúd, es objeto de comentarios mordaces: “¿Que se levantó el señor ministro, dicen? Pero si el señor ministro no era un madrugador, que yo supiera. ¡Ah, perdón! ¿Quiere usted decir que ha resucitado?” (167). Y, ante la persistencia de lo sobrenatural termina por ser objeto de burla y descrédito: “Eh, tú Lázaro, refiérenos cómo estuvo eso” (167).


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Muchos de los episodios de sus cuentos y minificciones se caracterizan por dar un sentido literal a las expresiones coloquiales: “¿Y qué tal que estirásemos un poco las piernas?” (203), con lo que se describe un acontecimiento sobrenatural: “Y los dos caballeros estiraron las piernas —que eran de goma— y las pusieron a secar en un árbol” (203). O la parodia a novelas o personajes como el vampiro: en “El terrón de azúcar”, un par de periodistas afganos entrevistan a un anciano con motivo de su inusitada longevidad, quien proporciona respuestas absurdas pero ingeniosas a las preguntas que se le plantean, por ejemplo, cuando le preguntan si es demócrata, responde airado que no es carnicero; o, a la solicitud de un mensaje sobre el horror humano a la muerte, el anciano responde: “¡Pues que procuren a toda costa no morirse! Eso es lo que yo he hecho” (222). La exageración es otro de los mecanismos del humor que permite la creación de lo sobrenatural: la pérdida inexplicable de la dentadura, vivida como una tragedia capaz de deteriorar la vida de toda una familia. Es decir, se propone una falsa naturalidad ante situaciones inexplicables, naturalidad llevada a límites inverosímiles pero tolerados por los personajes a fin de desarrollar la trama absurda, en la medida que estos personajes son incapaces de reconocer su carácter ridículo. Curiosamente, esos personajes ridículos contrastan con otro tipo: un ser inanimado, caracterizado una conciencia y voluntad que lo convierte en un personaje más noble e inteligente que buena parte de los personajes “humanos”. La personificación de seres abstractos en diferentes niveles es uno de los recursos más frecuentes en la construcción de la anécdota: el autor presenta objetos claramente relacionados con lo mórbido, lo siniestro, como el féretro, el muñeco deforme o un traje gris, les atribuye cualidades humanas: la facultad del habla, la consciencia, voluntad, capacidad para realizar acciones y propósito hacia el cual dirigir todos esos atributos; un pasado, una ideología, gustos específicos acordes con su carácter. Así, el relato logra recrear la trascendencia de un personaje en una situación inicial a una situación final. Con este elemento, como ya se mencionó, sitúa el relato en la categoría de lo maravilloso, pues no hay vacilación ante lo sobrenatural. Tario construye, además, un relato que tampoco viene como consecuencia de una tradición de lo sobrenatural (una tradición que in-


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cluye vampiros, ángeles, seres feéricos, brujas, etc.), sino de un reto al lector a la recreación de los acontecimientos que se le proponen. Wolfgang Iser, al cuestionar las relaciones entre la realidad y la ficción, halla que la ficción produce objetos —situaciones, imágenes, planteamientos— que formulan conductas y juicios reconocidos a partir de las experiencias del lector: Un texto literario no reproduce objetos, ni crea objetos […]; en el mejor de los casos, se podría describir como la representación de reacciones a objetos. Este es el motivo por el cual reconocemos tantos elementos en la literatura que también juegan un papel en nuestra experiencia. Están reunidos de una manera diferente, esto significa que constituyen un mundo que nos es familiar en apariencia, pero en una forma que difiere de nuestras costumbres. Por esto, la intención de un texto literario no posee nada totalmente idéntico en nuestra experiencia. […]. Su realidad no se basa en la representación de la realidad existente, sino en ofrecer juicios sobre ese mundo. Una de las casi inexterminables simplicidades del estudio de la literatura es pensar que los textos reflejan la realidad. La realidad de los textos es siempre tan sólo la constituida por ellos y, con ello, es una reacción a la realidad (Iser 1987: 102).

Francisco Tario obtuvo un tipo de personaje capaz de mirar la realidad ficcionalizada con una perspectiva ajena a la del lector, y por lo tanto renovada: un féretro cuya realización existencial termina percibida como una maldición eterna, un buque que ofrece la idea del suicidio como una metáfora del naufragio o un muñeco cuya apariencia atemorizante establece un símil con un individuo noble pero rechazado por su fealdad. Así, el autor explora entidades cada vez más abstractas: géneros musicales como el vals y el nocturno reflexionan sobre sus efectos en el espíritu humano. Junto a estos personajes, conviven otros, más reconocibles dentro de los géneros de lo sobrenatural: los fantasmas. “¿Qué es un hombre vulgar?”, pregunta la niña de una de las minificciones de “Música de cabaret”, a lo que responde el niño: “Aquel que jamás será un fantasma” (198). En efecto, los espectros, digamos, tradicionales, aparecen en la obra de Tario como un elemento excepcional, en ambos sentidos: escasos y extraños. El fantas-


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ma es, no obstante, un personaje temático recurrente en su obra.8 “La noche de Margaret Rose” (63-74) es un relato que se adelanta a la técnica cortazariana de “vasos comunicantes”. El narrador protagonista acude al llamado de una extraña joven por cuyo comportamiento infiere —y con él, el lector—que está muerta y es, por lo tanto, un fantasma, para descubrir, en la revelación y desenlace, que en realidad es él —y no Margaret— quien se ha transformado en un ser sobrenatural. Como señala David Roas, este personaje que llega a convertirse en una entidad sobrenatural “han cruzado al otro lado de los límites de lo real […] generan un doble efecto impensable en otras épocas: por un lado, darle voz al Otro supone acercarlo al lector, humanizarlo, atenuar su «otredad»”; y, por otro, supone una invitación al lector a reconocer lo humano como parte de lo fantástico (Roas 2011: 168-169). Ambas posibilidades implican que el lector establecerá efectos novedosos de identificación con el desconsuelo o perplejidad y acceso a las aventuras insólitas del personaje. “T. S. H.”, tal vez las siglas de “Telegrafía sin hilos” (227-245), es el cuento sobre un hombre que, a partir de la lectura del libro supuestamente titulado O fantasma o difunto, llega a creer que podría ser un fantasma. Después de un episodio ridículo ante su amante —una joven también ridícula—, vuelve a caer en una situación bochornosa con su esposa, el último acontecimiento, una misteriosa desaparición de la dama que recomendó el libro y había vaticinado que a los personajes “y, en general, a todo el mundo, más tarde o más temprano, de un modo u otro, se les presentará alguna vez un fantasma” (228). Así queda abierta la posibilidad de que la dama, Isabel, se haya convertido en uno. Estos fantasmas resultan las figuras más aptas para establecer relaciones estrechas de amor y tolerancia. Ya en Una violeta de más, la dedicatoria: “Para ti, mágico fantasma, / las que fueron tus últimas lecturas” (295)—con seguridad, su esposa, fallecida un año antes de la publicación de ese libro— da cuenta de un tratamiento más 8

La crítica llega a asociar la figura del fantasma con Francisco Tario en repetidas ocasiones: Algunas antologías usan la expresión en sus títulos: Algunas noches, algunos fantasmas (FCE, 2004) y Entre noches y fantasmas (FCE-Secretaría de Cultura, 2016). Una serie de artículos incorporan también ese título: “Francisco Tario, el fantasma que ríe” (Juan Pablo Villalobos, Letras libres, 5 de agosto de 2012), “Francisco Tario, un fantasma que no ha dejado de publicar” (Omar Páramo, UNAM Global, 2016), “La vocación de fantasma de Francisco Tario. Entrevista con Alejandro Toledo (García Abreu 2017).


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emotivo del tema. Los fantasmas en este libro suelen tener relaciones sólidas, como matrimonios o entrañables vínculos madre-hijo, como en “El balcón”, o con su comunidad: en “El éxodo”, los fantasmas expatriados de Inglaterra reaccionan como los vivos ante el desarraigo, o la joven con su casa a la espera del olvido, una segunda muerte, en “La banca vacía”. El evidente interés de Tario por la figura del fantasma lo lleva a explorar múltiples posibilidades del personaje: su naturaleza, la gama de emociones —tal vez más amplia que la de los vivos—, un ser excepcional que ha trascendido su existencia y al que los individuos “normales” sólo alcanzan a percibir con pasmo e incluso torpeza. Como se ve, la diversidad de personajes que incorporó Francisco Tario es reveladora de su audacia para explorar posibilidades de lo sobrenatural. Otra de ellas, es el personaje sin forma, abstracto. El fantástico que siguió al siglo XIX inauguró una serie de mecanismos de ese conjunto de géneros vecinos de lo fantástico, como la creación de un ser que no se explica en relación con las dualidades Bien/Mal, Muerte/Vida, Cristiano/Pagano, etcétera —que darían como consecuencia fantasmas, demonios, vampiros—. Con la irrupción de la modernidad y el psicoanálisis, se diversificaron los entes sobrenaturales y se resignificaron figuras de la tradición —el doble, el viajero en el tiempo, el monstruo creado por medios humanos o por una naturaleza alterna y hostil. Pero también apareció una nueva entidad informe, cuya apariencia se resiste a ser referida. Tal vez el referente más representativo sea el “horla” de Maupassant: “una pavorosa mancha”, “merodeador de una raza sobrenatural”, “un invisible”. Autores como Amparo Dávila en “El huésped” o Julio Cortázar en “Después del almuerzo” propusieron seres informes que se instalan en la vida cotidiana de los protagonistas. Y Tario también experimentó con ese tipo de espectro en por lo menos una ocasión: “El mico” (297-313) —también incluido en Una violeta de más. A pesar de ese nombre, no es un ejemplar de esa rama de los primates, sino un ser informe aunque con ciertas características, aparentemente, humanas: “Primero sacó un pie, después otro”, que, además de salir del grifo, “parece un niño desvalido” (297). La serie de características insólitas del personaje —“Era sumamente sonrosado, en cierto modo encantador, y tenía unos minúscu-


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los ojos azules” (298) y, más adelante, “pequeño y rojo como una zanahoria, y ligeramente sonriente” (299)— contrastan con la ausencia de temor o vacilación del protagonista —humano— ante lo sobrenatural; en su lugar, presenta un asombro cercano a presenciar un alumbramiento, aunque reconoce no “recordar nada semejante”. El narrador siempre ser refiere a esta criatura como “la presencia”, “el ser”: “mi inesperado huésped”, “renacuajo” y luego “anfibio” o “mico”; nunca como un monstruo.9 Este tipo de personaje, en los ejemplos de lo autores mencionados —Cortázar, Dávila, Maupassant—, destaca por su categoría de invasor, en el ámbito doméstico, de una vida rutinaria. Cada característica y hábito extraño termina por volverse habitual para el narrador, hasta que la creatura un día lo llamará con exasperante voz chillona: “¡Mamá! ¡Mamá!” (303). Para concretar una ficción sobre el horror de la dependencia materna: el “mísero renacuajo” tiene exigencias y caprichos que hacen perder la salud al narrador; finalmente, abandona a su anfitrión que ya ha adquirido una particularidad: la androginia “Y más tarde di a luz con toda felicidad” (313). Muchos de estos personajes y situaciones se amalgaman en la narrativa por un vínculo complejo y universal: el amor. El conjunto de emociones relacionadas con el amor y la literatura fantástica mantienen una relación estrecha que aún ha sido explorada a profundidad: comparten una naturaleza metafísica, transgresora, una convergencia de la otredad. El amor en la cuentística de Tario es tan ambiguo como su tratamiento de la realidad y lo sobrenatural: un deseo, una aspiración perfectamente identificable que induce a empatía hacia el personaje, aun cuando se trate de una pretensión imposible. El autor presenta un contraste en sus tres principales títulos. En La noche, predomina el tema del amor no co9

Daniel Zavala califica este ser de monstruo: “En «El mico» de Francisco Tario estaríamos, al inicio del relato, ante la presencia de un monstruo. Pero conforme avanza la narración, y de forma insospechada, la aparente víctima del monstruo se transforma, a su vez, en un monstruo que dará a luz a un nuevo monstruo. Eso no es del todo inexplicable: se ha insinuado en las mitologías que el héroe se enfrenta con el monstruo es, de alguna manera, un ser monstruoso también. Alejandro Toledo señala de modo muy atinado: «El mico es el otro; el monstruo es el otro. O quizás se trata más bien del reconocimiento de lo semejante en los otros, el enfrentarse a espejos inesperados en donde se descubren rasgos comunes, pero ocultos, que nos espantan. Lo que aterra al narrador de “El mico” es la convivencia, y cómo sus costumbres solitarias se alteran por este monstruillo nacido absurdamente en la bañera» (Toledo, 2011: 44)” (Zavala 2016: 205).


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rrespondido o inaccesible pero profundamente deseado: “La noche del muñeco”, “La noche del loco” y “La noche del féretro” presentan seres desafortunados, metáforas del individuo incapacitado —por fealdad, por falta de libertad— para ser amado, que responden con violencia y frustración a esa condición. En Una violeta de más, en cambio, lo sobrenatural favorece a los amantes: “Fuera de programa”, tiene cierta relación paródica con las historias góticas de amor, que se concreta mediante transformaciones sobrenaturales; “El balcón” (354-358) recrea el amor filial como un mundo privado y resguardado del mundo exterior hostil: se reúnen varios de los elementos que se han tratado hasta aquí: el hijo deforme y la madre que se aísla para evitar el acoso de los demás; la conclusión radica en su transformación en fantasmas. “eran ya perfectamente invisibles, y la casa entera, desde hacía muchos años, permanecía cerrada, incluyendo el balcón. Ningún vecino del pueblo alcanzaba ya a recordar ni por lo más remoto quién habría podido habitar en otro tiempo la casa” (358). El punto intermedio estaría representado en Tapioca Inn, en el que predominan los relatos sobre matrimonios ya establecidos, casi siempre aburridos. En todos los casos, el amor es una rebeldía, un motor de transformación o búsqueda, una aspiración de plenitud al margen de las limitaciones humanas, incluso de la muerte. Por eso, los que incluyen ese asunto resultan cuentos particularmente entrañables. Así, Francisco Tario ha logrado mantener e incrementar su vigencia como narrador de relatos fantásticos a pesar del ostracismo al que lo arrojó una tendencia al realismo en las letras nacionales y que él mismo, de algún modo, favoreció con su ausencia del país y el silencio voluntario que adoptó desde los años setenta. El renovado interés por su obra de temas sobrenaturales lo revela como una provocación difícil de resistir al identificarse con proyectos actuales: la disolución de las fronteras entre realidad e irrealidad, la extravagancia de sus personajes y situaciones que hoy se puede apreciar como un distanciamiento de lo fantástico canónico, el humor macabro que, si es legítimo, en todas las épocas resulta refrescante en contraste con la extrema seriedad o el chiste fácil. La fantasía, como género narrativo renovado, ha hallado un precursor al que apenas ha comenzado a comprender e interpretar.


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