Jose Fabian Ruiz

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Equilibrio de poderes y Estado de derecho

La democracia

importa

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EDICION 3 / 2014


detrás de la negación de derechos a ciertos grupos sociales, existe una vocación de no reconocimiento de su igualdad, y por lo tanto, de su participación en las mismas condiciones que el resto de la ciudadanía.

L

a democracia en América Latina hoy es una realidad. A pesar de sus problemas y limitaciones, la democracia se ha extendido por los países de la región y goza de estabilidad. Cabe señalar que por democracia entiendo un conjunto de reglas y procedimientos que promueven y garantizan la más amplia participación ciudadana con carácter igualitario en la toma de decisiones colectivas, con las que se intenta responder a aspiraciones, resolver demandas y conflictos sociales. Siguiendo a Bobbio, debo admitir que para que un Estado sea democrático no alcanza la observancia de dichas reglas; sin embargo, basta la inobservancia de alguna de ellas para que deje de serlo. La democracia en América latina hoy posee una presencia y una estabilidad llamativas. Incluso en algunos países pudo superar crisis de gobiernos de notoria gravedad. Afortunadamente en estos casos, las crisis de gobierno no se tradujeron en crisis del régimen democrático. Sin embargo, la estabilidad aludida, junto a sus virtudes, puede traer aparejado un riesgo. No insalvable -quiero aclarar de inmediato-, pero sí supone un desafío sobre el que deseo reflexionar aquí. Muchos de nuestros ciudadanos, especialmente los que adquirieron la mayoría de edad dentro del ciclo democrático (y con ello el acceso al ejercicio efectivo de la ciudadanía), pueden ver la democracia como algo dado, como una realidad existente que no exige mayores compromisos. No es que eso esté mal, ni mucho menos. Afortunadamente hay nuevas generaciones de latinoamericanos que no debieron pasar por los horrores de las dictaduras. Sabíamos que la democracia en un punto se iba a rutinizar entre nosotros. Sin embargo, no está de más recordar que pese a esta “normalidad” democrática, la libre expresión de las ideas, la participación política, el derecho a debatir y oponerse, a organizarse en agrupaciones políticas, no fue el resultado de una graciosa concesión, ni el punto final de un proceso lento y gradual de maduración social. Por lo tanto, es bueno tener presente que la democracia en muchos casos es una conquista duramente ganada a través de resistencias y de luchas sociales, y que vivir en un régimen democrático marca una diferencia. La democracia importa. ¡Y vaya si importa! Sin embargo, llegados a este punto, algún escéptico podría preguntarnos, ¿y por qué importa? ¿Por qué la democracia marca una diferencia? EDICION 3 / 2014

En 1971, Robert Dahl, en una obra emblemática, La poliarquía, dedicaba un capítulo entero a repasar argumentos a favor de la democracia. Entre ellos señalaba la posibilidad de ejercer las libertades clásicas del liberalismo −que permiten el debate público y la participación−, y la posibilidad, a través del sufragio, de contar con líderes más afines con las características sociales de los votantes. En democracia se espera que los políticos estén más cerca de los ciudadanos, sus inquietudes e intereses, intentando así captar sus preferencias. Cuantas más oportunidades haya para organizar, representar y expresar preferencias, mayor será el número y la variedad de intereses y preferencias presentes en la vida política; en las democracias se aplicará menos la coacción sobre los ciudadanos. Es posible pensar que al cabo del tiempo la democracia actuará sobre las creencias, las actitudes, la cultura y, tal vez, sobre la propia personalidad de los ciudadanos, haciéndolas más acordes con sus principios. Junto con las razones argumentadas por Dahl, podríamos señalar otros motivos acerca de la supremacía de la democracia. Desde el punto de vista de la autonomía personal, en tanto que la democracia supone un ejercicio razonado a través del que los ciudadanos deciden qué vida quieren vivir, cómo la quieren vivir, y qué partido y candidatos son quiénes mejor representan este ideal, la democracia hace efectivo el ejercicio de la agencia. La democracia facilita que las personas nos hagamos cargo de nuestras vidas y de nuestros destinos. Sin embargo, hay otro argumento que me gustaría retomar aquí. Decía Montesquieu, en 1748, que si la misma autoridad encargada de hacer la ley es la responsable de su ejecución y aplicación, esa es la definición misma de tiranía. En este sentido, la democracia moderna nace bajo los auspicios del liberalismo, lo que supone un régimen sometido a controles, entre ellos, la división de poderes, los candados legales que frenan los cambios arbitrarios a la propia Constitución, y la capacidad del poder judicial para declarar la inconstitucionalidad de la ley. Desde luego se podría debatir largamente la modalidad que deben asumir estos principios, pero desde un punto de vista liberal, sería impensable la democracia sin ellos. La democracia liberal es una democracia controlada, y el mecanismo por antonomasia que permite dicho control es lo que llamamos Estado de derecho. Justamente, por Estado de derecho entiendo a un particular diseño institucional que, con el objeto de proteger y garantizar los derechos fundamentales de las personas, intenta guiar, controlar y limitar el ejercicio del poder público a través de normas de carácter general, que conformen un sistema claro y conocido por

José Fabián Ruiz Valerio

México

Doctor en Ciencia Política y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid (España), y magíster en Ciencias Sociales con especialidad en Ciencia Política por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Argentina). Licenciado en Ciencia Política por la Universidad del Salvador (Argentina). Actualmente es profesor y miembro del claustro de la Maestría de Análisis Político y Medios de Información (MPM) de la Escuela de Graduados en Administración Pública y Política Pública (EGAP) del Tecnológico de Monterrey (México), e investigador de la cátedra de Democracia y Estado de derecho, así como del Centro de Análisis y Evaluación de las Políticas Públicas (CAEP) de la misma escuela. Ha sido profesor de la Universidad Complutense de Madrid, y profesor e investigador de la Universidad del Salvador.

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Equilibrio de poderes y Estado de derecho

Referencias Bobbio, N. (1976-1986). ¿Qué socialismo? Barcelona: Plaza & Janés. Dahl, R. (1971-1989). La poliarquía. Buenos Aires: REI. Montesquieu, Ch. L. (1748-1993). Del espíritu de las leyes. Madrid: Técnos. Margalit, A. (1996). The decent society. Cambrigde: Harvard University Press.

todos. Aunque parezca reiterativo es importante insistir con esta cuestión: el Estado de derecho tiene como objeto proteger a los derechos fundamentales de las personas, las mismas que alcanzan su máximo desarrollo dentro del contexto de libertad, autonomía e igualdad que promueve la democracia. Por lo tanto, y como se podrá apreciar, la idea de Estado de derecho es mucho más que un conjunto de mecanismos negativos, restrictivos, tendientes a controlar y limitar el poder. Es también una noción positiva, pues supone guía y dirección al ejercicio del gobierno. Quiero decir, el poder político, incluso el democrático, no sólo debe abstenerse de violar ciertos límites en su actuación, sino que debe promover de forma activa ciertas cuestiones a fin de garantizar los derechos fundamentales de las personas. Por ejemplo, la equidad de género, la protección de algunos grupos sociales, y la promoción de determinados derechos y valores. Sin embargo, deseo destacar aquí que el Estado de derecho brinda a la democracia una serie de herramientas garantistas para reparar las arbitrariedades en que podría incurrir la ley, o los funcionarios encargados de su aplicación. La democracia importa puesto que a través del Estado de derecho (democrático en este caso), brinda reaseguros a los derechos fundamentales de los ciudadanos, sin los cuales ningún ejerecicio de agencia sería posible. Alguien también podría argumentar con atino que históricamente el Estado de derecho precedió a la democracia (por ejemplo el Rechsstaat prusiano). Sin embargo, sostener lo opuesto no sería correcto. La democracia no se entiende ya sin el Estado de derecho, del que la separación y los controles entre poderes son elementos fundamentales, ya que permite evitar los excesos que pudieron surgir en la elaboración, ejecución o aplicación de las leyes, entre otras cuestiones centrales. Como señalaba Montesquieu, y aunque parezca paradójico, solo el poder puede controlar al poder. De tal forma, la intromisión del poder político en la tarea de los jueces, la falta de recursos para llevar a cabo su labor, y la inestabilidad en sus funciones, tiene efectos de largo alcance: son restricciones que afectan no solo al Estado de derecho sino también al desarrollo mismo de la democracia. Incluso desde un punto de vista procedimental. En el fondo, si se desconocen los derechos de ciertos grupos sociales, si se les niega el acceso a la administración de justicia, ¿por qué se habría de reconocer su derecho a participar efectivamente de la vida política? Más aún, ¿por qué respetar su derecho a oponerse a las políticas públicas e incluso proponer políticas alternativas? Finalmen-

te, ¿por qué se habría de contar sus votos en pié de igualdad al del resto de la ciudadanía? En este punto reside, creo, uno de los escollos más importantes que encuentran la democracia y el Estado de derecho en América Latina: detrás de la negación de derechos a ciertos grupos sociales, existe una vocación de no reconocimiento de su igualdad, y por lo tanto, de su participación en las mismas condiciones que el resto de la ciudadanía. Viejo resabio de una sociedad colonial, que luego fue abonado por los distintos gobiernos (autoritarios y democráticos) a lo largo de la historia. La incorporación efectiva de estos grupos al sistema político exige no sólo el reconocimiento de sus derechos, sino también el respeto activo a sus características, valores e intereses (ideológicos, económicos, sociales, culturales, sexuales, etc.). Señala Avishai Margalit que una sociedad civilizada es aquella donde los ciudadanos no se humillan entre sí, y una sociedad decente es quella donde las instituciones no humillan a los ciudadanos. Entonces, no tengo dudas que la democracia y el Estado de derecho sirven para que la sociedad gane civilidad y decencia. Llegados a este punto, sería imposible negar que muchas veces la democracia no funciona de acuerdo con nuestras expectativas (ni siquiera las más modestas), que nuestros Estados de derecho son deficitarios, y que políticos e instituciones violan las normas más básicas del decoro público. Sin embargo, vemos que en nuestros países cada vez hay más grupos de ciudadanos organizados presentando recursos legales contra la acción de los gobernantes (que ellos consideran arbitrarias), marchando contra las iniciativas gubernamentales, denunciando los abusos del poder en los medios de comunicación. Justamente, la democracia crea las condiciones para que estos ejercicios de derechos sean posibles, y el Estado de derecho brinda garantías para que en caso de violación o abuso por parte de la autoridad frente a estas expresiones ciudadanas, existan mecanismos para su reparación efectiva. Más aún, existen hoy elementos en desarrollo de lo que podríamos llamar Estado de derecho internacional, en los que las instituciones internacionales actúan como instancias complementarias de las nacionales, acudiendo en auxilio de los ciudadanos, cuando en sus países se les niega la reparación y el respeto que es dado esperar de estados democráticos, comprometidos con los derechos fundamentales de sus ciudadanos. Creo entonces que este es un argumento definitivo acerca del valor de la democracia. La democracia marca una diferencia, y es bueno que recordemos este hecho más allá de nuestras decepciones cotidianas.

Señala Avishai Margalit que una sociedad civilizada es aquella donde los ciudadanos no se humillan entre sí, y una sociedad decente es quella donde las instituciones no humillan a los ciudadanos. 34

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