Quima Oliver

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educar para la democracia

Educar para la democracia Educar en democracia o educar para la democracia? Tal vez ahí esté la disyuntiva de por qué a pesar de educar en un sistema democrático seguimos detectando vacíos y consecuentes frustraciones en lo que a participación se refiere. Que a participar se aprende participando es una máxima que se ha convertido en letanía de un discurso un tanto vano porque, en los hechos, a pesar de las muchas iniciativas e intentos, sigue vigente el divorcio entre la oferta de una educación enraizada en la pura transmisión de conocimientos y la pretensión de contar con una ciudadanía formada, crítica y participativa. No corresponde aquí desmenuzar las razones del desapego, de la desafección o de la desconfianza hacia la política y las instituciones, y lo poco estimulante que resultan estas hoy en día para buena parte de la ciudadanía, en especial, para la población más joven. Sin embargo, sí hay que tomar en cuenta que probablemente ese divorcio sea consecuencia de un mal mayor que vendría a ser la ingenua creencia de que la educación es la panacea para toda dolencia o deficiencia social y disculpa las esquizofrenias de muchas políticas en boga, sin siquiera detenerse en analizar cómo. Hace un tiempo, en unos talleres de formación en derechos humanos para docentes, se les preguntó por qué, si consideraban que el enfoque de derechos es crucial en la educación, como así lo habían manifestado, el colectivo docente no demandaba EDICION 3 / 2014

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fervientemente capacitarse en este tema para impulsar un giro en el modelo educativo. La respuesta fue sencilla y contundente aunque suene banal: no es un tema sexy. Podemos plantearnos si cabe o no que la formación en derechos humanos tenga que dotarse de un sex appeal determinado que haga que los docentes colapsen en segundos las inscripciones a cursos y talleres, pero si en algo llevan la razón es que, si no es atractiva para el público destinatario, de poco servirán los esfuerzos y el rigor vertido en su formulación. Esto mismo ocurre con la participación. Sin motivación y sin entender por qué y para qué, no es más que una puesta en escena consultiva o un gesto generoso de parte de los verdaderos decisores. La democracia activa implica concebir la participación de una ciudadanía en los asuntos públicos y eso incluye a los y las ciudadanas menores de 18 años, en cuyo caso su incidencia en la vida pública no pasará por ejercer el derecho al voto sino en hacer valer su opinión en todo aquello que les incumbe. ¿Qué de todo lo que se decide en una comunidad no tiene repercusión en la vida de un niño o de un adolescente? Pero, ¿cuándo y cómo se visibiliza su parecer? Y ¿en qué ámbitos formales pueden expresarse y emparejar su incidencia a la de los adultos? Hablar de democracia es hablar de participación, sí. Hablar de participación de niños y adolescentes implica aun un paso más porque conlleva un cambio de paradigma, una forma distinta de mirar al otro e ir más allá de implementar metodologías participativas, por eficaces y probadas que éstas estén. Una efectiva educación para la democracia que arroje como resultado personas capaces de incidir y decidir sobre su entorno pasa por algo tan obvio como considerar a los educandos, sea cual sea su edad, como ciudadanos de pleno derecho, y que estos así se sientan. Esto obliga a los sistemas y a las instituciones educativas, estructurados y reticentes a los cambios per se, a una honda revisión

Una efectiva educación para la democracia que arroje como resultado personas capaces de incidir y decidir sobre su entorno pasa por algo tan obvio como considerar a los educandos, sea cual sea su edad, como ciudadanos de pleno derecho, y que estos así se sientan.

NOTas

1. Conde, S. citado en Corona, Y. y Morfín, M. (2001)

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de sus fundamentos misionales en lo macro, pero también a colocar bajo la lupa el ejercicio docente en el espacio micro, y el rol en el cual se imbuye el adulto, ya que ahí es donde se juega el verdadero partido por el respeto de los derechos de los jóvenes ciudadanos. Promover la participación puede entenderse como un atentado contra la autoridad del adulto ya que, como señalan Corona y Morfín (2001), cuestiona las relaciones entre adultos y jóvenes y presenta el desafío de establecer formas más equitativas de vincularse. Ahí surge el conflicto, el miedo, la resistencia y la dualidad de aceptar que la infancia tiene unos derechos, con el temor de que aplicarlos puede suponer un caos. Los adultos tienen el deber de orientar a los niños de acuerdo a su edad, evolución y desarrollo para que sean capaces de ejercer sus derechos, pero el reto es encontrar cómo proporcionar un apoyo verdadero que no implique hacerlos más dependientes o frenar el desarrollo de su autonomía. Y para ajustarse a esta nueva concepción, se insta al adulto a modificar actitudes y a abrirse a la posibilidad de aprender de ellos, teniendo en cuenta que compartir la responsabilidad en la toma de decisiones significa aceptar que existe una relación asimétrica por la diferencia en experiencia y conocimiento, y porque hay responsabilidades adultas que no se pueden delegar (Conde)1. En términos de mayor horizontalidad, podríamos hablar de un cambio de cultura que, de la mano del reconocimiento internacional de los derechos de la infancia, exige una concienzuda consideración hacia unos sujetos que pasan de ser meros objetos de compasión y beneficiarios de medidas de protección a estar en el punto de mira de la democracia plena, aquella que asegura que todos podemos ejercer y exigir nuestros derechos. Este cambio de cultura es todavía una deuda, una asignatura suspendida reiteradamente, por la cual todavía pocos decisores se sonrojan. Y esta misma negligencia es la prueba de que no nos tomamos suficientemente en serio la condición de ciudadanía de aquellos que históricamente nunca así fueron considerados. Se cumplen ahora 25 años de la aprobación de la Convención sobre los Derechos del Niño, tiempo suficiente para que de la misma manera que ha habido avances en lo que se refiere a derechos de protección y de supervivencia, los hubiera también en similar proporción en el terreno de la participación de los jóvenes ciudadanos. Trasladándolo al campo educativo, hace más de un par de décadas que Tenti Fanfani (2000) criticaba la profusión del discurso participacionista por contradecirse con la realidad de las instituciones y las prácticas sociales: “mucha participación en el lenguaje, poca participación en las cosas de la realidad”. Entonces la educación debe revestirse de ese mandato que ya no es tan nuevo como postulado, pero sí cuenta con poca trayectoria en la práctica, y que consiste en integrar al otro en las decisiones EDICION 3 / 2014


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que definen el proceso. Solo de esta manera se sentirá comprometido con ese proceso y corresponsable de los resultados. Aunque dicho así suene fácil, se trata de un cambio profundo y más cuando el otro es el aprendiente o el enseñado, y seguimos rigiéndonos por un orden vertical en el cual yo, el profesional, el adulto, sigo ejerciendo el poder. Una manera integral de fomentar la democratización en los espacios educativos es fortalecer el vínculo con el entorno cercano de los jóvenes, es decir, con su familia y su comunidad, por medio de programas y proyectos relacionados con la cultura y las necesidades locales. En esa línea además, como señalaba Hammarberg (1998), resultan mucho más efectivas las propuestas en las cuales se vive un espíritu democrático en el trabajo diario que aquellas que se centran en la organización de representaciones estudiantiles. Es importante no obsesionarse tanto por el impacto sino en cómo se construye el proceso, el papel que desempeñan –voluntariamente– los niños en él -en tanto que agentes de cambio-, y procurar la máxima sostenibilidad de los fines del proyecto en el tiempo, huyendo de actividades puntuales de dudosa incidencia para su desarrollo como ciudadanos. Para llevar a cabo prácticas participativas, a decir de Hart y Lansdown (2002), no existen modelos de planificación, y no tiene por qué haberlos, ya que al imponer metodologías predefinidas se niega la oportunidad de que los niños decidan acerca de qué les conviene ante sus propias situaciones y preocupaciones “de carácter único”. Lo que sí cuenta es el compromiso por actuar de acuerdo con principios consensuados que respeten sus capacidades y aptitudes para participar, sus tiempos y sus muy diversas y heterogéneas formas de expresión. La participación les permite adquirir competencias y habilidades para poder defenderse y protegerse. El protagonismo que les confiere se potencia con la progresiva toma de conciencia de que su implicación en la solución de los problemas o en la resolución de situaciones garantiza una mayor efectividad de los resultados. Pero no solo eso; también se fortalece el sentimiento de pertenencia y su autoestima al verse reconocidos por sus ideas y contribuciones a la arena social. Es cuestión, entonces, de vencer esos imaginarios sobre los adolescentes y los niños que hablan de incapacidad o inmadurez peyorativamente y que, en definitiva, restan valor a su condición de ciudadanos. Y esforzarse por superar la tendencia de replicar formatos de participación que emulan modelos adultos y que no indagan en los verdaderos intereses e inquietudes como condición previa. Aplicar metodologías participativas sin información ni formación puede resultar un magro ejercicio de simulacro democrático. EDICION 3 / 2014

Licenciada en Periodismo por la Universitat Autónoma de Barcelona (España), máster en Estudios Euro-árabes por la Universitat de Girona (España), con un curso de postgrado en Antropología social del mundo contemporáneo por la Universitat de Barcelona (España). Actualmente trabaja en el Comité de Cataluña como responsable de programas de educación en derechos y sensibilización. Ha estado vinculada profesionalmente a UNICEF desde el año 2000. Primero en Uruguay como consultora, investigadora, responsable de programas sobre participación adolescente y difusión de los derechos de la infancia, y oficial de Comunicación. Es autora de varias publicaciones sobre temas relacionados con los derechos de la infancia, ha ejercido como docente universitaria de Periodismo en Uruguay, y como periodista y cooperante en varios países, sobre todo de América Latina.

Referencias

• Corona, Y. y Morfín, M.: Diálogo de saberes sobre participación infantil. UNICEF, Comexani, Auyuda en Acción, Universidad Autónoma, México DF, 2001. • Hammarberg, T.: La escuela y los derechos del niño: la significación de la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño en el campo de las nuevas políticas educativas. UNICEF, Florencia, 1998. • Hart, R. y Lansdown, G.: Un mundo en evolución abre las puertas a los niños. CRIN Newsletter, Londres, 2002. • Tenti Fanfani, E.: Culturas juveniles y cultura escolar. Mimeo, Buenos Aires, 2000.

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