Letras de Metal

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ANTOLOGÍAS JUVENILES Letras de metal

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LETRAS DE METAL Antología de cuentos de ciencia ficción

Selección, introducción, textos críticos y actividades por: De la Cruz, P., Del Río, K., Galán, S., González, C., Medina, R. Moreno, M. y Vigil, M.

Primera edición Derechos reservados

BÓVEDA, S. A. México, 2020.

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Índice:

"El nuevo acelerador" (1901):.

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por González Camila

"Aire frío" (1928):.

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por Moreno Marco

"La trama celeste" (1948):

40

por Galán Sylvana

"Los tres cosmonautas" (1971):

77

Por Medina Roberto

"Sueños de Robot" (1986):

86

por Del Río Karla

"Anochecer" (1990):

97

por De la Cruz Paola

"Amor verdadero" (1997):.

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Por Vigil Mariana

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Introducción Es menester que la juventud mexicana tenga conocimiento de una gama de obras literarias rica y diversificada, que se interese en su origen y propósito artístico y narrativo. En respuesta, la colección Antologías juveniles de la casa editorial Bóveda ha dedicado este primer volúmen a una producción escrita poco estudiada o totalmente desconocida por los jóvenes lectores. Se trata de la ciencia ficción. Y bien, ¿qué es la ciencia ficción? Es una corriente literaria que sitúa la acción en unas coordenadas espacio-temporales imaginarias y diferentes a las nuestras, y que especula racionalmente sobre posibles avances científicos o sociales y su impacto en la sociedad. Aunque los expertos encuentran ejemplos mucho más antiguos, el que está considerado generalmente el primer relato de ciencia ficción es el Frankenstein, de Mary Shelley (1818). Posteriormente, en los años 30 del XIX, Edgar Allan Poe escribió relatos como La incomparable aventura de un tal Hans Pfaal o Revelación mesmérica, que sin duda deben englobarse dentro de la ciencia ficción. También en el siglo XIX aparecerían Julio Verne y H. G. Wells, ambos considerados dos maestros del género. Pero seguramente fue la primera mitad del siglo XX la que podríamos denominar Edad de Oro de la ciencia ficción, con la aparición de autores como Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Aldous Huxley, George Orwell o Ray Bradbury. En todos los casos, y a lo largo de su historia, la ciencia ficción ha mantenido siempre la característica principal que la hace tan interesante: la capacidad de crear escenarios que inspiran debates filosóficos, sociales o científicos sobre la naturaleza del hombre y de la sociedad, plantear dudas, señalar peligros o buscar respuestas. ¿Qué depararán al lector los siguientes cuentos?

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EL NUEVO ACELERADOR - H. G. WELLS

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Biografía del autor Wells era hijo de sirvientes domésticos convertidos en pequeños comerciantes. Creció bajo la amenaza continua de la pobreza, y a los 14 años, después de una educación muy inadecuada complementada por su inagotable amor por la lectura, fue aprendiz en Windsor. Su empleador pronto lo despidió y se convirtió en asistente de un químico, y finalmente, en 1883, un acomodador en la Midhurst Grammar School. A los 18 años ganó una beca para estudiar biología en la Escuela Normal (más tarde el Royal College) de Ciencias, en South Kensington, Londres, donde T.H. Huxley fue uno de sus maestros. Se graduó de la Universidad de Londres en 1888, se convirtió en profesor de ciencias y pasó por un período de mala salud y preocupaciones financieras, este último agravado por su matrimonio. Probó fortuna con la ficción, y en un período de tan sólo cuatro años publicó cuatro de sus novelas más emblemáticas y que muchos años después serían llevadas a la gran pantalla: La máquina del tiempo (1895), La isla del doctor Moreau (1896), El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898), tal vez su obra más emblemática. Contexto histórico, social y cultural En el Reino Unido, los años previos a la Primera Guerra Mundial es la época conocida como Época Eduardiana, la cual comienza en 1901 con la muerte de la Reina Victoria y el ascenso al trono de su hijo, Eduardo VII. Pese a que su reinado sólo duraría hasta 1910, tradicionalmente se extiende la época Eduardiana hasta 1914, incluyendo los primeros años del reinado de Jorge V, ya que se entiende que el punto de inflexión en la historia inglesa de esos años está determinado por la entrada del Reino Unido en la Primera Guerra Mundial, que supone una crisis de conciencia nacional y un cambio en el sistema establecido hasta entonces. Pese a que fue la despedida de una época y de una manera de entender el mundo, su influencia nostálgica en épocas posteriores no es nada desdeñable. Es en esa época cuando se consolidaron muchas ideas y estereotipos asociados al mundo británico que aún siguen vigentes en cierto sentido, ideas que unen la esencia inglesa con los logros liberales. La importancia de la tradición y las costumbres, el respeto por ellas, el amor por el campo inglés, la figura del caballero británico y la cultura política de la nación. Se vislumbra aquí a una sociedad amante y respetuosa de las tradiciones pero sin miedo a adaptarse a los nuevos tiempos. Corriente literaria En todos los casos, y a lo largo de su historia, la ciencia ficción ha mantenido siempre la característica principal que la hace tan interesante: la capacidad de crear escenarios que inspiren debates filosóficos, sociales o científicos sobre la naturaleza

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del hombre y de la sociedad, plantear dudas, señalar peligros o buscar respuestas. Específicamente en este cuento, encontramos especial interés en encontrar una invención que optimice la vida humana con el peligro inminente de afectar la propia salud. Además, existen una serie de fundamentos científicos que fortalecen el argumento de la historia, ya que justifican el proceder de los personajes al tiempo que incrementa la cercanía con el lector: podría ocurrir conforme evoluciona la tecnología y el humano dependa cada vez más de tiempo extra para realizar sus actividades. Análisis Como ya ha sido descrito con antelación, el cuento, mucho por la influencia literaria de Wells y su extenuante imaginación, deja ver a una sociedad ansiosa de conocer, a través de una ficción literaria auténtica y sin explotar, las posibilidades de una sociedad en crecimiento y avance tecnológico, que a pesar de no estar al nivel que está ahora, ya avecinaba un incremento importante en las mejoras sociales. Del mismo modo, como en otros textos de ciencia ficción, se presenta un lenguaje técnico en los diálogos de los personajes que especifican los procedimientos e hipótesis con una supuesta creación, así como neologismos para denominar a las innovaciones descritas en el relato. Wells resumió sus ideas con el eslogan: "El hombre para el hombre". Es un pionero importante de la ciencia ficción. Quería cambiar el mundo y lo intentaba mezclando en sus libros tendencias científicas con críticas sociales. Lo podemos ver claramente en esta obra, donde el producto de su narración mejoraría hasta cierto punto la vida humana pero en el que aborda también el poco interés de la sociedad en las propias repercusiones de su salud al ingerir una droga. La narración es cronológicamente lineal, en un ambiente eufórico contrario a los peligros que se consideran en la obra, pues pesa más el entusiasmo del nuevo descubrimiento que las consecuencias posteriores de un conocimiento poco explorado. Es una lectura muy interesante en tanto que incursiona en las temáticas concurrentes de la ciencia ficción sin alejar la condición humana; sus intereses y preocupaciones al explorar nuevas posibilidades. Además, es un antecedente de las escenas más reconocidas en el cine y novelas posteriores, con un humor suave y un lenguaje de fácil comprensión.

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“El nuevo acelerador” - H. G. WELLS Ciertamente, si alguna vez un hombre encontró una guinea cuando estaba buscando un alfiler, ése fue mi buen amigo, el profesor Gibberne. Yo ya había tenido noticias de investigadores que se pasan de la raya, pero jamás hasta el punto al que él ha llegado. Realmente ha descubierto, al menos esta vez y sin la más leve pincelada de exageración en la frase, algo que revolucionará la vida humana. Y lo ha conseguido cuando estaba buscando simplemente un estimulante general del sistema nervioso para levantar el ánimo de las personas abatidas por las tensiones de estos tiempos agresivos. Yo he probado ya la droga varias veces, y no se me ocurre nada mejor que describir el efecto que dicha sustancia ha provocado en mí. Resulta cada vez más evidente que nos esperan experiencias sorprendentes en la investigación de nuevas sensaciones. El profesor Gibberne, como mucha gente sabe, es vecino mío en Folkestone. Si la memoria no me engaña, han aparecido retratos correspondientes a diferentes épocas de su vida en el Strand Magazine, creo que hacia finales del año 1899; pero me resulta imposible comprobarlo porque he prestado ese volumen a alguien que no me lo ha devuelto. Es posible que el lector recuerde la alta frente y las largas cejas negras que daban a su rostro un toque tan mefistofélico. Vive en una de esas agradables casitas independientes de estilo mixto que hacen tan peculiar el extremo occidental del camino alto de Sandgate. Su casa es la que tiene el tejado flamenco y el pórtico árabe, y es precisamente en la habitación que tiene un mirador donde trabaja cuando se encuentra aquí, y donde tantas noches hemos fumado y conversado juntos. El profesor es un terrible charlatán, pero, además, le gusta conversar conmigo acerca de su trabajo. Es uno de esos hombres que encuentran ayuda y estímulo en la conversación, y gracias a ello me ha sido posible asistir directamente a la concepción y desarrollo del Nuevo Acelerador desde una etapa muy temprana. Desde luego, la mayor parte del trabajo experimental no se realizaba en Folkestone, sino en Gower Street, en el nuevo e imponente laboratorio contiguo al hospital, que el profesor había sido el primero en utilizar. Como todo el mundo sabe, o mejor dicho, como todas las personas inteligentes saben, la especialidad en que Gibberne ha adquirido una reputación tan grande y merecida entre los fisiólogos, es precisamente la de la acción de las drogas sobre el sistema nervioso. En lo que se refiere a soporíferos, sedantes y anestésicos es, según me han informado, inigualable. Es también una notable eminencia en química, y supongo que en la sutil e intrincada jungla de enigmas que se aglutinan en torno a la célula ganglionar y las fibras vertebrales, sus trabajos han despejado pequeños espacios, pequeños claros en los que ahora penetra la luz, y que, hasta el momento en que crea conveniente publicarlos, permanecerán inaccesibles al resto de los mortales. En los últimos años se ha concentrado con especial dedicación en el problema de los estimulantes nerviosos, con los que había cosechado éxitos

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importantes antes del descubrimiento del Nuevo Acelerador. La ciencia médica tiene que agradecerle al menos tres reconstituyentes distintos y absolutamente inocuos, de incomparable valor para los individuos activos. En los casos de agotamiento, la mixtura conocida como «Jarabe B de Gibberne» ha salvado ya, supongo, más vidas que cualquier bote de rescate de la costa. —Pero ninguna de estas limitadas fórmulas ha conseguido satisfacerme todavía —me dijo hace casi un año—. O bien incrementan la energía central sin afectar a los nervios, o simplemente incrementan la energía disponible reduciendo la conductividad nerviosa; y todas ellas actúan de forma desigual y local. Una estimula el corazón y las vísceras, pero deja el cerebro en estado de estupefacción; otra consigue imitar el efecto del champán, pero causa trastornos en el plexo solar. Y lo que yo quiero, y lo que, si es humanamente posible, pretendo obtener, es una droga que estimule todo el sistema, que te despierte durante un tiempo desde la coronilla hasta la punta del dedo gordo del pie, y que te haga dos o tres veces superior a los demás. ¿Comprendes? Ese es el efecto que persigo. —Ese efecto fatigaría a un hombre —dije. —Sin duda. Y comerías el doble o el triple, y cosas así. Pero piensa en lo que tal cosa significaría. Imagínate a ti mismo con un frasquito como éste —cogió un frasquito de cristal verde y remarcó sus palabras con él—, y que en este precioso frasquito se encuentra el poder de pensar dos veces más rápido, de moverte con el doble de velocidad, de realizar el doble de trabajo en un tiempo determinado del que realizarías de forma normal. —Pero ¿es posible una cosa semejante? —Creo que sí. Si no lo es, he desperdiciado el tiempo durante un año. Estas diferentes preparaciones de los hipofosfitos, por ejemplo, parecen demostrar que algo de esta clase… Creo que sería posible conseguir una aceleración una vez y media superior a la normal. —Sería posible —dije. —Si fueras un hombre de estado en un apuro, por ejemplo, y el tiempo corriese en contra tuya, tendrías que hacer algo con urgencia, ¿no? —Podría administrar una dosis al secretario privado —dije. —Y ganar el doble de tiempo. Y suponte, por ejemplo, que quieres terminar un libro. —Generalmente —dije— deseo no haberlos empezado nunca.

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—O un doctor, que tiene que luchar contra la muerte y necesita concentrarse y reflexionar sobre un caso. O un abogado… O una persona que tiene que empollar para un examen. —Valdría una guinea la gota —dije—, o más… para hombres como esos. —Y en un duelo también —dijo Gibberne—, donde todo depende de tu velocidad en apretar el gatillo. —O en la esgrima —sugerí. —Mira —dijo Gibberne—, si lo consigo con una droga de estimulación general, realmente no causará ningún daño, excepto que tal vez te haga envejecer más rápido, en un grado infinitesimal. Habrás vivido exactamente el doble que los demás… —Supongo —reflexioné— que en un duelo… ¿Sería honesto? —Esa es una pregunta para los padrinos —dijo Gibberne. Volví al tema del que nos habíamos alejado. —¿Y crees realmente que una cosa semejante es posible? —dije. —Tan posible —dijo Gibberne, y miró por la ventana hacia algo que pasaba vibrando— como un ómnibus. De hecho… Hizo una pausa y me sonrió astutamente; después golpeó suavemente el borde de su mesa con el frasquito verde. —Creo que conozco la sustancia… Ya he conseguido resultados prometedores. La nerviosa sonrisa que afloró sobre su rostro traicionó la gravedad de su revelación. Rara vez hablaba de sus actuales trabajos experimentales, a menos que estuviera muy cerca del fin. —Y puede ser, puede ser… no me sorprendería… que la velocidad sea superior al doble, incluso. —Sería algo realmente grande —aventuré. —Sería, creo, algo realmente grande.

Pero no creo que se hiciera una idea de lo grande que iba a ser al final.

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Recuerdo que después de aquello hablamos muchas veces sobre la droga. La llamaba el «Nuevo Acelerador», y en cada ocasión su tono se hacía más confidencial. Algunas veces hablaba nerviosamente de resultados fisiológicos inesperados que podían desprenderse de su uso, y entonces se quedaba algo preocupado; otras se mostraba francamente mercenario y discutíamos larga y apasionadamente sobre la manera de darle a la fórmula un enfoque comercial. —Es una cosa muy buena —decía Gibberne—, una cosa tremenda. Sé que estoy dándole al mundo algo importante, y creo que lo único razonable que podemos esperar es que el mundo pague. La dignidad de la ciencia está muy bien, pero, de todos modos, creo que debo tener el monopolio de la droga durante… diez años, digamos. No veo por qué razón todas las diversiones de la vida han de tocarles a los tratantes de jamones. Mi interés por la prometedora droga no decayó con el tiempo, ciertamente. Siempre he tenido una extraña inclinación hacia la metafísica. He sido siempre aficionado a las paradojas sobre el espacio y el tiempo, y me parecía que Gibberne estaba preparando nada menos que la aceleración absoluta de la vida. Imagínense a un hombre que se administrara repetidamente dosis de una droga semejante: viviría una vida activa y sin precedentes, sin duda, pero sería adulto a los once años, de mediana edad a los veinticinco y, hacia los treinta, estaría bien adentrado en el camino de la decadencia senil. Me parecía que Gibberne había llegado tan lejos con el único propósito de ofrecer a cualquiera que tomase la droga lo que la Naturaleza ha dado precisamente a los judíos y a los orientales, que son hombres antes de los veinte años y ancianos hacia los cincuenta, y más rápidos en pensar y actuar que nosotros durante toda la vida. Los prodigios de las drogas han ejercido siempre una gran atracción en mi espíritu; pueden volver loco a un hombre, tranquilizarle, hacerle increíblemente fuerte y despierto o convertirle en un tronco inútil, avivar tal pasión y moderar tal otra; todo por medio de drogas. ¡Y ahora había un nuevo milagro que añadir a este extraño arsenal de frasquitos para uso de los médicos! Pero Gibberne estaba demasiado concentrado en los aspectos técnicos para ahondar en mi enfoque particular de la cuestión. Fue el siete o el ocho de agosto cuando me dijo que la destilación que decidiría su fracaso o su éxito, durante un periodo de tiempo, se estaba efectuando mientras hablábamos, y el diez cuando me dijo que la cosa estaba hecha y que el Nuevo Acelerador era una realidad tangible en el mundo. Me lo encontré mientras ascendía la colina de Sandgate hacia Folkestone. Yo iba a cortarme el pelo, y él bajaba corriendo a mi encuentro. Supongo que se dirigía a mi casa para informarme inmediatamente de su éxito. Recuerdo que sus ojos tenían un brillo inusual y que su rostro aparecía encendido; incluso advertí en ese momento una repentina aceleración de sus pasos. —¡Está hecho! —gritó, y agarró mi mano mientras me hablaba a toda velocidad—. Más que hecho. Ven a mi casa y lo verás.

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—¿De verdad? —¡De verdad! —gritó—. ¡Increíble! Ven y lo verás. —¿Y el efecto es… el doble? —Más, mucho más. Me asusta. Ven y contempla la droga. ¡Pruébala! ¡Ensáyala! Es la droga más asombrosa del mundo. Se agarró a mi brazo y, caminando a una velocidad tal que me obligaba a ir al trote, subimos la colina mientras me gritaba. Un ómnibus repleto de gente se giró y se nos quedó mirando al unísono, de ese modo tan peculiar con que lo hace la gente que ocupa un ómnibus. Era uno de esos días cálidos y despejados que se dan con frecuencia en Folkestone. Los colores brillaban de manera increíble y los contornos de las cosas se dibujaban con nitidez. Corría un poco de brisa, desde luego, pero no lo suficiente para mantenerse fresco y sereno en tales circunstancias. Suspiré pidiendo clemencia. —¿No estaré caminando muy deprisa, verdad? —exclamó Gibberne, y redujo el paso hasta dejarlo en una marcha rápida. —Has tomado una dosis de la droga —resoplé. —No —dijo—. A lo sumo una gota de agua que quedó en la retorta después de enjuagarla para hacer desaparecer las últimas huellas de la sustancia. Tomé un poco anoche, lo confieso. Pero ahora ya es una vieja historia. —¿Y duplica la actividad? —dije, bañado en un sudor incómodo, cuando nos acercamos a la puerta de entrada de su casa. —¡La multiplica un millar de veces! ¡Muchos millares de veces! —gritó Gibberne, haciendo un gesto dramático y abriendo de golpe la cancela de roble tallada al viejo estilo inglés. —¡Puf! —dije, y le seguí hacia la puerta. —No sé cuántas veces multiplica la actividad —dijo con la llave en la mano. —Y tú… —Este descubrimiento arroja nuevas luces sobre la fisiología del sistema nervioso, ¡le da a la teoría de la visión un giro completamente inesperado…! ¡Sabe Dios cuántos miles de veces! Comprobaremos todo eso después… Lo que conviene ahora es probar la droga. —¿Probar la droga? —dije, mientras caminábamos a lo largo del pasillo.

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—Claro que sí —dijo Gibberne, volviéndose hacia mí en su despacho—. ¡Está en aquel frasquito verde! A no ser que estés asustado… Soy un hombre prudente por naturaleza, y sólo intrépido en teoría. Estaba asustado. Pero, por otra parte, me enfrentaba con mi orgullo. —Bueno —argumenté—, ¿no has dicho que la has probado? —La he probado —dijo—, y no parece que me haya hecho daño, ¿verdad? Ni siquiera he cambiado de color, y me encuentro… Me senté. —Dame la poción —dije—. Si sucede lo peor, al menos me quedará el consuelo de no tener que cortarme el pelo, que es, a mi juicio, uno de los más odiosos deberes del hombre civilizado. ¿Cómo se toma el brebaje? —Con agua —dijo Gibberne, golpeando la mesa con una garrafa. Estaba de pie, frente a la mesa, y me miraba a mí, que ocupaba su confortable sillón. Sus modales adquirieron de pronto un toque afectado, a la manera de un especialista de Harley Street. —Es una droga extraña, ¿sabes? —dijo. Hice un gesto con la mano. —Debo advertirte, en primer lugar, que cierres los ojos inmediatamente después de ingerirla; espera un minuto o así y ábrelos con cuidado. Uno ve todavía. El sentido de la vista depende de la longitud de la vibración, y no de la cantidad de impactos. Si se tienen los ojos abiertos, se puede producir un choque en la retina, acompañado de una horrible y vertiginosa confusión. Mantenlos cerrados. —Cerrados —dije—. ¡Bien! —Y la siguiente advertencia es que permanezcas quieto. No empieces a moverte de un lado a otro. Si lo haces, puedes sufrir un tremendo golpe. Recuerda que irás varios miles de veces más rápido de lo que has ido en toda tu vida; el corazón, los pulmones, los músculos, el cerebro: todo. Y te pegarás un golpe espantoso sin saber cómo. No te darás cuenta, ¿comprendes? Te sentirás exactamente igual que ahora. Sólo que todo lo que hay en el mundo te parecerá que va muchos miles de veces más despacio de lo que ha ido nunca. Esto es lo que la hace tan endiabladamente extraña. —¡Señor! —dije—. ¿Quieres decir que…? —Ya lo verás —dijo, y cogió una pequeña probeta graduada. Echó una mirada al material que estaba encima de la mesa.

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—Vasos, agua. Todo está aquí. No debemos tomar demasiado en el primer ensayo. El frasquito dejó caer su precioso contenido. —No olvides lo que te he dicho —dijo, vaciando el contenido de la probeta en un vaso, a la manera de un camarero italiano cuando mide un whisky—. Quédate sentado, con los ojos herméticamente cerrados y en absoluta inmovilidad durante dos minutos. Después me oirás hablar. Añadió uno o dos dedos de agua a la pequeña dosis que había en cada vaso. —Por cierto —dijo—, no dejes tu vaso encima de la mesa. Sosténlo en la mano y déjala apoyada en la rodilla. Sí… eso es. Y ahora… Levantó su vaso. —Por el Nuevo Acelerador —dijo. —Por el Nuevo Acelerador —respondí. Chocamos nuestros vasos y bebimos, y cerré los ojos inmediatamente. Ustedes ya conocen esa sensación de caer en el vacío que se experimenta al respirar «gas». Durante un tiempo indeterminado me sentí así. Luego oí decir a Gibberne que me despertara. Me estremecí y abrí los ojos. Seguía de pie, en el mismo sitio donde estaba antes, con el vaso en la mano. Ahora estaba vacío: esa era la única diferencia. —¿Y bien? —dije. —¿No siente nada anormal? —Nada. Una ligera sensación de alegría… quizá. Nada más. —¿Ruidos? —Todo está silencioso —dije—. ¡Por Júpiter! ¡Sí! Todo está silencioso. Excepto ese débil golpeteo, ese sordo tamborileo, como si la lluvia cayese sobre objetos diversos. ¿Qué es? —Sonidos analizados —creo que fue su respuesta, pero no estoy seguro. Después miró hacia la ventana—. ¿Has visto alguna vez que una cortina se quede fija, en la posición que se ha quedado ésta? Seguí la dirección de su mirada y vi la parte inferior de la cortina levantada, como si se hubiera quedado congelada —si me permiten la expresión en el preciso instante de ser agitada por el viento.

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—No —dije—. ¡Qué raro! —¿Y esto? —dijo, y abrió la mano que sostenía el vaso. Como es natural, me sobresalté; esperaba que el vaso se hiciera pedazos. Pero no se rompió; ni siquiera se movió. Se quedó suspendido en el aire… inmóvil. —Hablando en términos generales —dijo Gibberne—, un objeto en estas latitudes recorre dieciséis pies en el primer segundo de caída. Este vaso está cayendo ahora a una velocidad de dieciséis pies por segundo. Sólo que para ti todavía no ha caído más que una centésima de segundo. Esto te dará una idea de la velocidad de mi Acelerador. Pasó la mano por encima, por abajo y alrededor del vaso que caía de forma tan lenta. Por último, lo cogió por abajo y lo colocó con cuidado sobre la mesa. —¿Eh? —me dijo, y se rio. —Esto es estupendo —dije, y empecé a levantarme con cautela del sillón. Me sentía perfectamente bien, muy ligero y cómodo, y con la suficiente confianza en mí mismo. Todo mi ser funcionaba muy deprisa. Mi corazón, por ejemplo, latía mil veces por segundo, pero no me causaba ningún malestar. Miré por la ventana. Un paralizado ciclista, con la cabeza inclinada y una helada estela de polvo detrás de la rueda, corría a toda velocidad para dar alcance a un eternizado charabán lanzado al galope. Me quedé boquiabierto de asombro ante este espectáculo increíble. —¡Gibberne! —grité—. ¿Cuánto tiempo durará esta endemoniada droga? —¡Dios sabe! —respondió—. La última vez que la tomé me fui a la cama, a dormir la mona. Te confieso que estaba asustado. Seguramente duró unos minutos, pero me parecieron horas… Al cabo de un rato disminuye la velocidad de forma más bien brusca, creo. Yo me sentía orgulloso al comprobar que no estaba asustado; supongo que se debía al hecho de que éramos dos. —¿Por qué no salimos al exterior? —pregunté. —¿Por qué no? —La gente nos verá. —No nos verán. ¡Gracias a Dios! Sencillamente porque iremos mil veces más deprisa que el juego de manos más rápido que se haya realizado jamás. ¡Vamos! ¿Por dónde salimos? ¿Por la ventana o por la puerta?

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Salimos por la ventana. Sin duda, de todas las extrañas experiencias que he tenido o imaginado a lo largo de mi vida, o he leído que otros han tenido o imaginado, aquella pequeña incursión que hice en compañía de Gibberne por los prados de Folkestone bajo los efectos del Nuevo Acelerador, fue la más extraña y enloquecedora de todas. Salimos por la cancela a la carretera y permanecimos allí durante un minuto observando el petrificado trasiego del tráfico. Los radios de las ruedas y algunas de las patas de los caballos de un charabán, así como el extremo del látigo y la mandíbula inferior del conductor —que en ese preciso instante iniciaba un bostezo— estaban en perceptible movimiento, pero el resto del pesado vehículo parecía inmóvil. Y en absoluto silencio, a excepción de un borroso estertor que salía de la garganta de un hombre. ¡Y los integrantes de este monumento congelado eran un guía, un conductor, y once pasajeros! Mientras caminábamos, el efecto de la droga nos parecía disparatadamente raro, pero acabó siendo… desagradable. Allí había seres humanos exactamente iguales a nosotros y, sin embargo, muy diferentes, congelados en actitudes descuidadas, atrapados en mitad de un gesto. Una jovencita y un hombre se sonreían mutuamente, con una sonrisa impúdica que amenazaba con prolongarse eternamente; una mujer con una capellina caída apoyaba el brazo en la barandilla y miraba hacia la casa de Gibberne con la mirada imperturbable de la eternidad; un hombre se mesaba el bigote, como si fuera una figura de cera, y otro alargaba una pesada y rígida mano, con los dedos extendidos, hacia el sombrero que se le volaba. Nosotros los mirábamos, nos reíamos de ellos, les hacíamos muecas, hasta que sentimos una especie de desagrado; entonces dimos media vuelta y pasamos por delante del ciclista, hacia el parque. —¡Cielos! —exclamó Gibberne de repente—. ¡Mira allí! Señaló con la mano, y allí, delante de la punta de su dedo, deslizándose por el aire y batiendo lentamente las alas a la velocidad de un caracol excepcionalmente lánguido, había una abeja. Y así llegamos al parque. Allí el fenómeno era más absurdo todavía. La banda estaba tocando en el quiosco, aunque el sonido que nos llegaba era parecido a una carrera de asmáticos, en un tono muy bajo, una especie de prolongado suspiro de moribundo, que a veces se convertía en un sonido semejante al del lento y apagado tictac de un reloj monstruoso. El congelado público permanecía rígido, extraño, silencioso, como tímidos maniquíes sorprendidos en actitudes inestables, a mitad de un paso, mientras paseaban sobre la hierba. Yo pasé al lado de un perrito de lanas petrificado en el acto de saltar y contemplé el lento movimiento de sus patas dispuestas para caer a tierra. —¡Señor! ¡Mira allí! —gritó Gibberne. Y nos detuvimos un momento ante un magnífico personaje ataviado con un traje de franela con tenues rayas blancas, zapatos blancos y un sombrero panamá, que se daba media vuelta para guiñar el ojo a dos señoritas vestidas con ropas de

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colores alegres, que en ese momento habían pasado a su lado. Un guiño, estudiado con el impune detenimiento que nosotros podíamos permitirnos, resulta muy poco atractivo. Pierde todo su efecto de chispeante alegría, y uno nota que el ojo que se guiña no está completamente cerrado, y que bajo el párpado caído aparece el borde inferior del globo ocular y una pequeña línea blanca. —Si el cielo me concede memoria —dije—, jamás volveré a guiñar un ojo. —Ni a sonreír —dijo Gibberne, que dirigía su mirada hacia los dientes obsequiosos de las señoritas. —Hace un calor infernal —dije—. Vamos más despacio. —¡Oh, vamos! —dijo Gibberne. Nos abrimos camino entre las sillas de la vereda. Muchas de las personas que estaban sentadas en las sillas parecían casi naturales en sus posturas estáticas, pero los rostros retorcidos y congestionados de los músicos no ofrecían un espectáculo tranquilizador. Un caballero bajito de rostro morado estaba congelado en mitad de un violento esfuerzo contra el viento para doblar el periódico. Encontramos un montón de detalles que probaban que todas aquellas personas, en sus actitudes inertes, estaban expuestas a una fuerte brisa, una brisa que no tenía existencia para nuestras propias sensaciones. Nos separamos y caminamos a cierta distancia de la muchedumbre; después nos volvimos para contemplarla. Ver aquella multitud convertida en un cuadro, víctimas de la rigidez, como si fueran auténticas figuras de cera, era una maravilla inconcebible. Era absurdo, desde luego, pero me llenaba de un irracional y exultante sentimiento de superioridad. ¡Figúrense qué maravilla! Todo lo que yo había dicho, pensado y hecho desde que la droga empezó a correr por mis venas había sucedido —por lo que se refiere a esa gente y al mundo en general—, en un abrir y cerrar de ojos. —El Nuevo Acelerador… —empecé, pero Gibberne me interrumpió. —¡Allí está esa vieja infernal! —dijo. —¿Qué vieja? —Vive al lado de mi casa —dijo Gibberne—. Tiene un perro faldero que no para de ladrar. ¡Cielos! La tentación es irresistible. Hay algo verdaderamente infantil e impulsivo en Gibberne que se manifiesta en algunas ocasiones. Antes de que pudiera discutir con él, había salido disparado y había arrebatado al infortunado animal de la existencia visible, y corría velozmente con el chucho hacia la pendiente del parque. Era un espectáculo insólito. La pequeña bestia no ladró, ni se movió, ni dio la más leve señal de vitalidad. Permanecía

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completamente tieso, en una actitud de soñoliento reposo, mientras Gibberne lo sostenía por el cuello. Daba la impresión de que corría con un perro de madera. —¡Gibberne! —grité—. ¡Suéltelo! En seguida añadí algo más. —¡Gibberne! ¡Si sigues corriendo de esa manera, se te incendiarán las ropas! ¡Tus pantalones de lino se están chamuscando! Se llevó una mano al muslo y se paró vacilante al borde de la pendiente. —¡Gibberne! —grité, acercándome a él—. ¡Suéltelo! ¡Este calor es excesivo! ¡Es a causa de nuestra carrera! ¡Dos o tres millas por segundo! ¡El rozamiento del aire! ¿Qué? —dijo él, mirando al perro. —¡El rozamiento del aire! —grité—. El rozamiento del aire. Vamos a demasiada velocidad. Como meteoritos. Demasiado calor. Y… ¡Gibberne! ¡Gibberne! Siento pinchazos por todo el cuerpo y estoy bañado en sudor. ¡Mira! La gente se mueve ligeramente. ¡Creo que el efecto de la droga se está disipando! Suelta el perro. —¿Eh? —dijo. —Se está disipando —repetí—. ¡Estamos demasiado calientes y la droga se está disipando! Estoy mojado hasta los huesos. Me miró. Después miró a la banda; la asmática carraca se estaba acelerando. Entonces, describiendo una curva tremenda con el brazo, lanzó al perro lejos de él, y el animal ascendió dando vueltas por el aire, inanimado todavía, y al final fue a caer sobre las sombrillas de un corrillo de gente que estaba cuchicheando. Gibberne me agarró por el codo. —¡Por Júpiter! —exclamó—. ¡Ya lo creo! Una especie de pinchazos ardientes… sí. ¡Aquel hombre está moviendo su pañuelo! Claramente. Tenemos que salir de aquí cuanto antes. Pero nos era imposible escapar de allí con la suficiente rapidez. ¡Y tal vez fue una suerte! Porque habríamos echado a correr; y si hubiéramos echado a correr, creo que habríamos estallado en llamas. ¡Casi seguro que habríamos estallado en llamas! Ninguno de los dos habíamos pensado en ello… El caso es que antes de que pudiéramos empezar a correr, el efecto de la droga había cesado. Fue cosa de una fracción de segundo. El efecto del Nuevo Acelerador cesó, como si hubiera caído un telón; se desvaneció en el movimiento de una mano. Escuché la voz de Gibberne, que expresaba una infinita alarma.

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—Siéntate —dijo, y me dejé caer pesadamente sobre el césped que crecía al borde de la pendiente; y según me sentaba, sentí que se chamuscaba el suelo. Todavía hay un pedazo de hierba abrasada en el lugar donde me senté. Pero mientras realizaba este movimiento, la paralización general también pareció acabarse; la vibración desarticulada de la banda desembocó en una explosión de música; los paseantes pusieron sus pies en el suelo y reanudaron su camino; los papeles y las banderas empezaron a agitarse; las sonrisas se convirtieron en palabras; el hombre que estaba guiñando el ojo concluyó su guiño y prosiguió complacido su camino; las personas que estaban sentadas se movieron y hablaron. El mundo entero había vuelto a la vida, y volvía a marchar tan rápido como nosotros, o mejor dicho, nosotros no íbamos más rápido que el resto del mundo. Era como la reducción de la velocidad de un tren al entrar en la estación. Durante un segundo o dos, me pareció que todo giraba a mi alrededor y experimenté una ligera sensación de náusea; y eso fue todo. ¡El perrito que parecía haber quedado suspendido un momento en su trayectoria, después de que el vigoroso brazo de Gibberne lo lanzara por los aires, cayó con repentina aceleración encima de la sombrilla de una dama! Eso fue nuestra salvación. Si no hubiera sido por un anciano y corpulento caballero que estaba sentado en una silla de ruedas, y que ciertamente se estremeció al vernos —y que después nos observó a intervalos con una extraña mirada de sorpresa, terminando, creo, por decirle algo a su enfermera acerca de nosotros—, dudo que una sola persona se diera cuenta de nuestra repentina aparición entre ellos. ¡Paf? ¡Debió de ser de lo más brusco! Dejamos de arder casi en el mismo momento, aunque el césped que había debajo de mí estaba endemoniadamente caliente. La atención de los presentes —incluida la banda de la Asociación de Recreos, que en esta ocasión, se salió de tono por primera vez en su historia— estaba concentrada en el asombroso acontecimiento, y en el todavía más sorprendente ladrido y escándalo provocado por el insólito hecho de que un respetable y sobrealimentado perro faldero —un tanto chamuscado debido a la extrema velocidad de sus movimientos al surcar el aire— que dormía tranquilamente en el ala este del quiosco de música, cayera súbitamente encima de la sombrilla de una dama que se encontraba en el ala opuesta. ¡Y en estos tiempos absurdos —demasiado absurdos quizá— en que todos tratamos de ser tan psíquicos, tan estúpidos, tan supersticiosos como nos sea posible! La gente se levantó y se pisaron unos a otros; las sillas cayeron al suelo y el guarda del parque acudió de inmediato. Ignoro cómo se resolvieron las cosas. Estábamos demasiado ansiosos por escabullirnos de aquel lío y por salir del campo visual del viejo caballero que estaba sentado en la silla de ruedas como para emprender investigaciones más precisas.

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Tan pronto como estuvimos suficientemente fríos y recuperados del vértigo, de las náuseas y de la confusión mental, nos levantamos y nos alejamos de la muchedumbre, dirigiendo nuestros pasos por el camino que bajaba del Metropol hacia la casa de Gibberne. Pero, en medio del estrépito, escuché claramente al caballero que había estado al lado de la dama de la sombrilla rota, que profería insultos y amenazas injustificables hacia uno de los acomodadores que lucían en sus gorras la palabra «Inspector». —Si usted no ha tirado el perro —decía—, ¿quién ha sido?

El súbito retorno del movimiento y de los sonidos familiares, a lo que se añadía una lógica preocupación por nosotros mismos —nuestras ropas estaban todavía terriblemente calientes, y la parte delantera de los pantalones blancos de Gibberne lucían una quemadura de color marrón amarillento—, me impidieron llevar a cabo las minuciosas observaciones que me habría gustado hacer sobre todas estas cosas. En realidad, no hice ninguna observación de valor científico durante el regreso. La abeja, evidentemente, se había marchado. Busqué al ciclista, pero ya se había perdido de vista cuando llegamos al camino alto de Sandgate, o quizá estaba tapado por el tráfico. El charabán, sin embargo, con sus ocupantes resucitados, marchaba con estruendo y buen paso a la altura de la iglesia. Observamos, no obstante, que el antepecho de la ventana en donde habíamos pisado al salir de la casa estaba ligeramente chamuscado y que las huellas de nuestros pies en la grava del sendero eran de una profundidad insólita. Esta fue mi primera experiencia con el Nuevo Acelerador. En realidad, habíamos estado paseando de un lado a otro y diciendo y haciendo un montón de cosas en el transcurso de unos pocos segundos. Habíamos vivido media hora mientras la banda tocaba, quizá, dos compases. Sin embargo, bajo el efecto de la droga, el mundo entero se había detenido para nuestra oportuna inspección. Si consideramos todos los aspectos, y en particular nuestra temeridad al aventurarnos fuera de la casa, la experiencia podría haber sido mucho más desagradable de lo que fue. Demostró, sin duda, que Gibberne tiene todavía mucho que investigar antes de que su preparación sea de fácil manejo. Pero su efectividad quedó demostrada contundentemente, más allá de cualquier crítica. Desde aquella aventura, Gibberne ha estado sometiendo el uso de la droga a un severo control, y yo mismo la he tomado varias veces, en dosis medidas y bajo su dirección, sin resultados negativos, aunque debo confesar que no me he vuelto a aventurar a salir al exterior mientras estaba bajo su influencia. Puedo mencionar, por ejemplo, que esta historia ha sido escrita de un tirón y sin interrupción, excepto para mordisquear un poco de chocolate, bajo los efectos de la droga. Empecé a las seis y veinticinco, y mi reloj está a punto de marcar las seis y treinta y un minutos. La comodidad de asegurarse una larga e ininterrumpida racha de trabajo en medio de un día lleno de obligaciones no puede pasarse por alto.

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Gibberne está concentrando sus esfuerzos en la manipulación cuantitativa de su preparación, y pone especial cuidado en el estudio de los efectos que provoca en los diferentes tipos de constitución. Espera encontrar un Retardador con el que diluir su excesiva potencia actual. El Retardador, evidentemente, tendrá el efecto contrario del Acelerador. Empleado en solitario, permitirá al paciente vivir en unos pocos segundos varias horas de tiempo ordinario y mantenerse en una inacción apática, en una helada ausencia de vivacidad en medio de los ambientes más animados o irritantes. La combinación de las dos preparaciones ha de provocar necesariamente una total revolución en la forma de vida civilizada. Es el principio de nuestra liberación del Vestido del Tiempo, del que hablaba Carlyle. Mientras que el Acelerador nos permitirá concentrarnos con tremenda potencia en cualquier momento u ocasión que requiera nuestra máxima inteligencia o vigor, el Retardador nos permitirá pasar con pasiva tranquilidad las infinitas horas de infortunio o de tedio. Tal vez me muestre demasiado optimista respecto al Retardador que, en realidad, no ha sido descubierto todavía; pero, en cuanto al Acelerador, no hay la menor sombra de duda. Su aparición en el mercado en una forma adecuada, controlable y asimilable es cuestión de unos cuantos meses. Se adquirirá en todas las farmacias y droguerías, en pequeños frascos verdes, a un precio elevado, pero no excesivo si tenemos en cuenta sus extraordinarias cualidades. Se llamará «Acelerador Nervioso de Gibberne», y el profesor espera ser capaz de suministrarlo con tres potencias: una de 200, otra de 900, y otra de 2.000, que se distinguirán por sus etiquetas amarillas, rosas y blancas respectivamente. No hay duda de que su empleo hace posible gran número de cosas extraordinarias; porque, evidentemente, los actos más notables, e incluso los procedimientos más criminales pueden ser realizados con total impunidad escurriéndose, por decirlo así, a través de los intersticios del tiempo. Como todas las drogas potentes, será susceptible de abuso. No obstante, Gibberne y yo hemos discutido en profundidad este aspecto de la cuestión, y hemos llegado a la conclusión de que es un problema que atañe exclusivamente a la jurisprudencia médica y que está al margen de nuestra competencia. Fabricaremos y venderemos el Acelerador y, por lo que se refiere a las consecuencias… ya veremos.

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Anexo Cuestionario de “El nuevo acelerador”

1. ¿En qué época de la historia inglesa ha sido escrita la obra? 2. ¿Quién es el personaje principal? 3. ¿En qué voz narrativa ha sido escrito el relato? 4. ¿En qué sitio ocurre la historia? 5. ¿Cuál fue la sensación térmica al usar la droga? 6. ¿Con qué se disolvió la sustancia? 7. ¿De quién intenta vengarse durante los efectos de la droga? 8. ¿Qué atuendo de Gibberne se incendió por la velocidad de sus movimientos? 9. ¿Cómo distinguir la potencia de los próximos aceleradores?

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AIRE FRÍO – HOWARD PHILLIPS

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Biografía del autor Howard Phillips Lovecraft nació en Providence, Rhode Island, Estados Unidos el 20 de agosto de 1890, autor de principalmente cuentos, aunque también llegó a escribir novela y epístola, mayoritariamente conocido por escribir los “Mitos de Cthulhu”. Creció criado por su madre, su abuelo y su tía pues a muy temprana edad murió su padre, lo que trajo como consecuencia la sobreprotección de su madre, haciendo de Howard un niño muy introvertido y dependiente de su familia, sin amigos o relaciones estables descubrió un ferviente interés por la lectura y comenzó a escribir desde muy temprana edad. Más tarde, en el año de 1921, su madre moriría cuando Howard tendría 31 años lo que lo marcó fuertemente, luego, conoció a la escritora y comerciante Sonia Greene con quien contrajo matrimonio y se mudó a New York donde su literatura también se vio modificada cambiando de escenarios urbanos a diferencia de las calles de Providence. Finalmente se divorciaría de su esposa y regresaría a su pueblo natal donde alcanzaría su mayor fama y calidad de escritos, fue justamente en este último periodo de vida cuando escribió su relato más famoso “La llamada de Cthulhu” en el año de 1926. Posteriormente caería en pobreza para morir de cáncer de intestino delgado el 15 de marzo de 1937. Contexto histórico social y cultural: El texto fue escrito en el año de 1926 a pesar de ser publicado en una revista hasta dos años después en 1928, en Estados Unidos y durante el periodo entre guerras por lo que se vivía una condición de miseria y pesimismo social generalizado, y al igual que en la mayoría de sus escritos existe la presencia de un ambiente lúgubre, en calles pobres de grandes ciudades con personajes desagradables, por otro lado, la reciente salida de la guerra y la búsqueda de una mejoría impulsó las ciencias, este interés también se ve reflejado en el cuento.

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El argumento del cuento se ha relacionado mucho con el cuento “El extraño caso del señor Valdemart” del autor igualmente estadounidense Edgar Allan Poe, quien se sabe fue una gran inspiración para Lovecraft y su literatura. Corriente literaria: El autor pertenece a la corriente literaria de la ciencia ficción, la cual se derivó de la literatura de ficción y en este caso más específicamente dentro de la narrativa de cuentos cortos de terror. Se considera que la ciencia ficción se desarrolló en la primera mitad del siglo XIX con novelas como Frankenstein, que si bien, es un claro ejemplo de la ciencia ficción, el presente cuento también presenta claramente las características de dicha corriente, pues el argumento se desarrolla presentando avances científicos y ‘tecnológicos basados en la imaginación además de que el miedo y el suspenso también tienen un papel protagónico. Análisis Las figuras retóricas que destacan en este cuento son principalmente usadas para dar una descripción lo más verosímil posible con la cual el lector pueda sentirse parte de la narración. Por ello, comparaciones metáforas e hipérboles son las figuras más presentes, como ejemplo de la hipérbole. “ Lo que haré está relacionado con el más horrible hecho con que nunca me encontré”. Este cuento es un muy buen ejemplo de ciencia ficción, compartiendo también un ambiente de terror muy bien logrado tras el desarrollo de los dos personajes principales y un desenlace que, si bien explica lo sucedido durante la trama también deja posibilidades abiertas para que el lector pueda hacer sus propias conclusiones. El texto está narrado en primera persona y relatado en retrospectiva a los hechos ocurridos. El autor hace especial énfasis en tratar de describir la desagradable sensación que siente el protagonista del cuento desde un principio del relato, así como la importancia de la ciencia en los instrumentos y procesos descritos.

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También se puede apreciar la perspectiva lúgubre y de un entorno hostil que el autor tenía respecto a las grandes ciudades, a pesar de ello, igualmente existe un interés por el conocimiento y la cultura. La revelación al final del texto tras un periodo de suspenso con el paso del tiempo también se volvió una característica de su estilo de escritura.

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“Aire Frío” – Howard Phillips Lovecraft Me piden que explique por qué siento miedo de la corriente de aire frío; por qué tiemblo más que otros cuando entro en un cuarto frío, y parezco asqueado y repelido cuando el escalofrío del atardecer avanza a través de un suave día otoñal. Están aquellos que dicen que reacciono al frío como otros lo hacen al mal olor, y soy el último en negar esta impresión. Lo que haré está relacionado con el más horrible hecho con que nunca me encontré, y dejo a tu juicio si ésta es o no una explicación congruente de mi peculiaridad. Es un error imaginar que ese horror está inseparablemente asociado a la oscuridad, el silencio, y la soledad. Me encontré en el resplandor de media tarde, en el estrépito de la metrópolis, y en medio de un destartalado y vulgar albergue con una patrona prosaica y dos hombres fornidos a mi lado. En la primavera de 1923 había adquirido un almacén de trabajo lúgubre e desaprovechado en la ciudad de Nueva York; y siendo incapaz de pagar un alquiler nada considerable, comencé a caminar a la deriva desde una pensión barata a otra en busca de una habitación que me permitiera combinar las cualidades de una higiene decente, mobiliario tolerable, y un muy razonable precio. Pronto entendí que sólo tenía una elección entre varias, pero después de un tiempo encontré una casa en la Calle Decimocuarta Oeste que me asqueaba mucho menos que las demás que había probado. El sitio era una histórica mansión de piedra arenisca, aparentemente fechada a finales de los cuarenta, y acondicionada con carpintería y mármol que manchaba y mancillaba el esplendor descendiendo de altos niveles de opulento buen gusto. En las habitaciones, grandes y altas, y decoradas con un papel imposible y ridículamente adornadas con cornisas de escayola, se consumía un deprimente moho y un asomo de oscuro arte culinario; pero los suelos estaban limpios, la lencería tolerablemente bien, y el agua caliente no demasiado frecuentemente fría o desconectada, así que llegué a considerarlo, al menos, un sitio soportable para hibernar hasta que uno pudiera realmente vivir de nuevo. La casera, una desaliñada, casi barbuda mujer española llamada Herrero, no me molestaba con chismes o con críticas de la última lámpara eléctrica achicharrada en mi habitación del tercer piso frente al vestíbulo; y

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mis compañeros inquilinos eran tan silenciosos y poco comunicativos como uno pudiera desear, siendo mayoritariamente hispanos de grado tosco y crudo. Solamente el estrépito de los coches en la calle de debajo resultaba una seria molestia. Llevaba allí cerca de tres semanas cuando ocurrió el primer incidente extraño. Un anochecer, sobre las ocho, oí una salpicadura sobre el suelo y me alertó de que había estado sintiendo el olor acre del amoniaco durante algún tiempo. Mirando alrededor, vi que el techo estaba húmedo y goteante; aparentemente la mojadura procedía de una esquina sobre el lado de la calle. Ansioso por detener el asunto en su origen, corrí al sótano a decírselo a la casera; y me aseguró que el problema sería rápidamente solucionado. -El Doctor Muñoz -lloriqueó mientras se apresuraba escaleras arriba delante de mí-, tiene arriba sus productos químicos. Está demasiado enfermo para medicarse, cada vez está más enfermo, pero no quiere ayuda de nadie. Es muy extraña su enfermedad. Todo el día toma baños apestosos, y no puede reanimarse o entrar en calor. Se hace sus propias faenas, su pequeña habitación está llena de botellas y máquinas, y no ejerce como médico. Pero una vez fue bueno. Mi padre en Barcelona oyó hablar de él, y tan sólo le curó el brazo al fontanero que se hizo daño hace poco. Nunca sale, solamente al tejado, y mi hijo Esteban le trae comida y ropa limpia, y medicinas y productos químicos. ¡Dios mío, el amoniaco que usa para mantenerse frío! La Sra. Herrero desapareció escaleras arriba hacia el cuarto piso, y volví a mi habitación. El amoniaco cesó de gotear, y mientras limpiaba lo que se había manchado y abría la ventana para airear, oí los pesados pasos de la casera sobre mí. Nunca había oído al Dr. Muñoz, excepto por ciertos sonidos como de un mecanismo a gasolina; puesto que sus pasos eran silenciosos y suaves. Me pregunté por un momento cuál podría ser la extraña aflicción de este hombre, y si su obstinado rechazo a una ayuda externa no era el resultado de una excentricidad más bien infundada. Hay -reflexioné trivialmente-, un infinito patetismo en la situación de una persona eminente venida a menos en este mundo.

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Nunca hubiera conocido al Dr. Muñoz de no haber sido por el infarto que súbitamente me dio una mañana que estaba sentado en mi habitación escribiendo. Lo médicos me habían avisado del peligro de esos ataques, y sabía que no había tiempo que perder; así, recordando que la casera me había dicho sobre la ayuda del operario lesionado, me arrastré escaleras arriba y llamé débilmente a la puerta encima de la mía. Mi golpe fue contestado en un inglés correcto por una voz inquisitiva a cierta distancia, preguntando mi nombre y profesión; y cuando dichas cosas fueron contestadas, vino y abrió la puerta contigua a la que yo había llamado. Una ráfaga de aire frío me saludó; y sin embargo el día era uno de los más calurosos del presente Junio, temblé mientras atravesaba el umbral entrando en un gran aposento el cual me sorprendió por la decoración de buen gusto en este nido de mugre y de aspecto raído. Un sofá cama ahora cumpliendo su función diurna de sofá, y los muebles de caoba, fastuosas colgaduras, antiguos cuadros, y librerías repletas revelaban el estudio de un gentilhombre más que un dormitorio de pensión. Ahora vi que el vestíbulo de la habitación sobre la mía -la "pequeña habitación" de botellas y máquinas que la Sra. Herrero había mencionado- era simplemente el laboratorio del doctor; y de esta manera, su dormitorio permanecía en la espaciosa habitación contigua, cuya cómoda alcoba y gran baño adyacente le permitían camuflar el tocador y los evidentemente útiles aparatos. El Dr. Muñoz, sin duda alguna, era un hombre de edad, cultura y distinción. La figura frente a mí era pequeña pero exquisitamente proporcionada, y vestía un atavío formal de corte y hechura perfecto. Una cara larga avezada, aunque sin expresión altiva, estaba adornada por una pequeña barba gris, y unos anticuados espejuelos protegían sus ojos oscuros y penetrantes, una nariz aquilina que daba un toque árabe a una fisonomía por otra parte Celta. Un abundante y bien cortado cabello, que anunciaba puntuales visitas al peluquero, estaba airosamente dividido encima del alta frente; y el retrato completo denotaba un golpe de inteligencia y linaje y crianza superior. A pesar de todo, tan pronto como vi al Dr. Muñoz en esa ráfaga de aire frío, sentí una repugnancia que no se podía justificar con su aspecto. Únicamente su pálido semblante y frialdad de trato podían haber ofrecido una base física para este 30


sentimiento, incluso estas cosas habrían sido excusables considerando la conocida invalidez del hombre. Podría, también, haber sido el frío singular que me alienaba; de tal modo el frío era anormal en un día tan caluroso, y lo anormal siempre despierta la aversión, desconfianza y miedo. Pero la repugnancia pronto se convirtió en admiración, a causa de la insólita habilidad del médico que de inmediato se manifestó, a pesar del frío y el estado tembloroso de sus manos pálidas. Entendió claramente mis necesidades de una mirada, y las atendió con destreza magistral; al mismo tiempo que me reconfortaba con una voz de fina modulación, si bien curiosamente cavernosa y hueca, que era el más amargo enemigo del alma, y había hundido su fortuna y perdido todos sus amigos en una vida consagrada a extravagantes experimentos para su desconcierto y extirpación. Algo de fanático benevolente parecía residir en él, y divagaba apenas mientras sondeaba mi pecho y mezclaba un trago de drogas adecuadas que traía del pequeño laboratorio. Evidentemente me encontraba en compañía de un hombre de buena cuna, una novedad excepcional en este ambiente sórdido, y se animaba en un inusual discurso como si recuerdos de días mejores surgieran de él. Su voz, siendo extraña, era, al menos, apaciguadora; y no podía entender cómo respiraba a través de las enrolladas frases locuaces. Buscaba distraer mis pensamientos de mi ataque hablando de sus teorías y experimentos; y recuerdo su consuelo cuidadoso sobre mi corazón débil insistiendo en que la voluntad y la sabiduría hacen fuerte a un órgano para vivir, podía a través de una mejora científica de esas cualidades, una clase de brío nervioso a pesar de los daños más graves, defectos, incluso la falta de energía en órganos específicos. Podía algún día, dijo medio en broma, enseñarme a vivir -o al menos a poseer algún tipo de existencia consciente- ¡sin tener corazón en absoluto! Por su parte, estaba afligido con unas enfermedades complicadas que requerían una muy acertada conducta que incluía un frío constante. Cualquier subida de la temperatura señalada podría, si se prolongaba, afectarle fatalmente; y la frialdad de su habitación -alrededor de 55 ó 56 grados Fahrenheit*- era mantenida por un sistema de absorción de amoníaco frío, y el motor de gasolina de esa bomba, que yo había oído a menudo en mi habitación.

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Aliviado de mi ataque en un tiempo asombrosamente corto, abandoné el frío lugar como discípulo y devoto del superdotado recluso. Después de eso le pagaba con frecuentes visitas; escuchando mientras me contaba investigaciones secretas y los más o menos terribles resultados, y temblaba un poco cuando examinaba los singulares y curiosamente antiguos volúmenes de sus estantes. Finalmente fui, puedo añadir, curado del todo de mi afección por sus hábiles servicios. Parecía no desdeñar los conjuros de los medievalistas, dado que creía que esas fórmulas enigmáticas contenían raros estímulos psicológicos que, concebiblemente, podían tener efectos sobre la esencia de un sistema nervioso del cual partían los pulsos orgánicos. Había conocido por su influencia al anciano Dr. Torres de Valencia, quien había compartido sus primeros experimentos y le había orientado a través de las grandes afecciones de dieciocho años atrás, de dónde procedían sus desarreglos presentes. No hacía mucho el venerable practicante había salvado a su colega de sucumbir al hosco enemigo contra el que había luchado. Quizás la tensión había sido demasiado grande; el Dr. Muñoz lo hacía susurrando claro, aunque no con detalle, que los métodos de curación habían sido de lo más extraordinarios, aunque envolvían escenas y procesos no bienvenidos por los galenos ancianos y conservadores. Según pasaban las semanas, observé con pena que mi nuevo amigo iba, lenta pero inequívocamente, perdiendo el control, como la Sra. Herrero había insinuado. El aspecto lívido de su semblante era intenso, su voz a menudo era hueca y poco clara, su movimiento muscular tenía menos coordinación, y su mente y determinación menos elástica y ambiciosa. A pesar de este triste cambio no parecía ignorante, y poco a poco su expresión y conversación emplearon una ironía atroz que me restituyó algo de la sutil repulsión que originalmente había sentido. Desarrolló extraños caprichos, adquiriendo una afición por las especias exóticas y el incienso Egipcio hasta que su habitación olía como la cámara de un faraón sepultado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo incrementó su demanda de aire frío, y con mi ayuda amplió la conducción de amoníaco de su habitación y modificó la bomba y la alimentación de su máquina refrigerante hasta poder mantener la temperatura por debajo de 34 ó 40 grados*, y finalmente incluso en 28 grados**; el baño y el laboratorio, por supuesto, eran los menos fríos, a fin de que el agua no se

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congelase, y ese proceso químico no lo podría impedir. El vecino de al lado se quejaba del aire gélido de la puerta contigua, así que le ayudé a acondicionar unas pesadas cortinas para obviar el problema. Una especie de creciente temor, de forma estrafalaria y mórbida, parecía poseerle. Hablaba incesantemente de la muerte, pero reía huecamente cuando cosas tales como entierro o funeral eran sugeridas gentilmente. Con todo, llegaba a ser un compañero desconcertante e incluso atroz; a pesar de eso, en mi agradecimiento por su curación no podía abandonarle a los extraños que le rodeaban, y me aseguraba de quitar el polvo a su habitación y atender sus necesidades diarias, embutido en un abrigo amplio que me compré especialmente para tal fin. Asimismo, hice muchas de sus compras, y me quedé boquiabierto de confusión ante algunos de los productos químicos que pidió de farmacéuticos y casas suministradoras de laboratorios. Una creciente e inexplicable atmósfera de pánico parecía elevarse alrededor de su apartamento. La casa entera, como había dicho, tenía un olor rancio; pero el aroma en su habitación era peor - a pesar de las especias y el incienso, y los acres productos químicos de los baños, ahora incesantes, que él insistía en tomar sin ayuda. Percibí que debía estar relacionado con su dolencia, y me estremecía cuando reflexioné sobre qué dolencia podía ser. La Sra. Herrero se apartaba cuando se encontraba con él, y me lo dejaba sin reservas a mí; incluso no autorizaba a su hijo Esteban a continuar haciendo los recados para él. Cuando sugería otros médicos, el paciente se encolerizaba de tal manera que parecía no atreverse a alcanzar. Evidentemente temía los efectos físicos de una emoción violenta, aun cuando su determinación y fuerza motriz aumentaban más que decrecía, y rehusaba ser confinado en su cama. La dejadez de los primeros días de su enfermedad dio paso a un brioso retorno a su objetivo, así que parecía arrojar un reto al demonio de la muerte como si le agarrase un antiguo enemigo. El hábito del almuerzo, curiosamente siempre de etiqueta, lo abandonó virtualmente; y sólo un poder mental parecía preservarlo de un derrumbamiento total. Adquirió el hábito de escribir largos documentos de determinada naturaleza, los cuáles sellaba y rellenaba cuidadosamente con requerimientos que, después de 33


su muerte, transmitió a ciertas personas que nombró - en su mayor parte de las Indias Orientales, incluyendo a un celebrado médico francés que en estos momentos supongo muerto, y sobre el cuál se había murmurado las cosas más inconcebibles. Por casualidad, quemé todos esos escritos sin entregar y cerrados. Su aspecto y voz llegaron a ser absolutamente aterradores, y su presencia apenas soportable. Un día de septiembre con un solo vistazo, indujo un ataque epiléptico a un hombre que había venido a reparar su lámpara eléctrica del escritorio; un ataque para el cual recetó eficazmente mientras se mantenía oculto a la vista. Ese hombre, por extraño que parezca, había pasado por los horrores de la Gran Guerra sin haber sufrido ningún temor. Después, a mediados de octubre, el horror de los horrores llegó con pasmosa brusquedad. Una noche sobre las once la bomba de la máquina refrigeradora se rompió, de esta forma durante tres horas fue imposible la aplicación refrigerante de amoníaco. El Dr. Muñoz me avisó aporreando el suelo, y trabajé desesperadamente para reparar el daño mientras mi patrón maldecía en tono inánime, rechinando cavernosamente más allá de cualquier descripción. Mis esfuerzos aficionados, no obstante, confirmaron el daño; y cuando hube traído un mecánico de un garaje nocturno cercano, nos enteramos de que nada se podría hacer hasta la mañana siguiente, cuando se obtuviese un nuevo pistón. El moribundo ermitaño estaba furioso y alarmado, hinchado hasta proporciones grotescas, parecía que se iba a hacer pedazos lo que quedaba de su endeble constitución, y de vez en cuando un espasmo le causaba chasquidos de las manos a los ojos y corría al baño. Buscaba a tientas el camino con la cara vendada ajustadamente, y nunca vi sus ojos de nuevo. La frialdad del aposento era ahora sensiblemente menor, y sobre las 5 de la mañana el doctor se retiró al baño, ordenándome mantenerle surtido de todo el hielo que pudiese obtener de las tiendas nocturnas y cafeterías. Cuando volvía de mis viajes, a veces desalentadores, y situaba mi botín ante la puerta cerrada del baño, dentro podía oír un chapoteo inquieto, y una espesa voz croaba la orden de "¡Más, más!". Lentamente rompió un caluroso día, y las tiendas abrieron una a una. Pedí a Esteban que me ayudase a traer el hielo mientras yo conseguía el pistón de la bomba,

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o conseguía el pistón mientras yo continuaba con el hielo; pero aleccionado por su madre, se negó totalmente. Finalmente, contraté a un desaseado vagabundo que encontré en la esquina de la Octava Avenida para cuidar al enfermo abasteciéndolo de hielo de una pequeña tienda donde le presenté, y me empleé diligentemente en la tarea de encontrar un pistón de bomba y contratar a un operario competente para instalarlo. La tarea parecía interminable, y me enfurecía tanto o más violentamente que el ermitaño cuando vi pasar las horas en un suspiro, dando vueltas a vanas llamadas telefónicas, y en búsquedas frenéticas de sitio en sitio, aquí y allá en metro y en coche. Sobre el mediodía encontré una casa de suministros adecuada en el centro, y a la 1:30, aproximadamente, llegué a mi albergue con la parafernalia necesaria y dos mecánicos robustos e inteligentes. Había hecho todo lo que había podido, y esperaba llegar a tiempo. Un terror negro, sin embargo, me había precedido. La casa estaba en una agitación completa, y por encima de una cháchara de voces aterrorizadas oí a un hombre rezar en tono intenso. Había algo diabólico en el aire, y los inquilinos juraban sobre las cuentas de sus rosarios como percibieron el olor de debajo de la puerta cerrada del doctor. El vago que había contratado parece, había escapado chillando y enloquecido no mucho después de su segunda entrega de hielo; quizás como resultado de una excesiva curiosidad. No podía, naturalmente, haber cerrado la puerta tras de sí; a pesar de eso, ahora estaba cerrada, probablemente desde dentro. No había ruido dentro a excepción de algún tipo de innombrable, lento y abundante goteo. En pocas palabras me asesoré con la Sra. Herrero y el trabajador a pesar de que un temor corroía mi alma, aconsejé romper la puerta; pero la casera encontró una forma de dar la vuelta a la llave desde fuera con algún trozo de alambre. Previamente habíamos abierto las puertas de todas las habitaciones de ese pasillo, y abrimos todas las ventanas al máximo. Ahora, con las narices protegidas por pañuelos, invadimos temerosamente la odiada habitación del sur que resplandecía con el caluroso sol de primera hora de la tarde.

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Una especie de oscuro, rastro baboso se dirigía desde la abierta puerta del baño a la puerta del pasillo, y de allí al escritorio, donde se había acumulado un terrorífico charquito. Algo había garabateado allí a lápiz con mano terrible y cegata, sobre un trozo de papel embadurnado como si fuera con garras que hubieran trazado las últimas palabras apresuradas. Luego el rastro se dirigía al sofá y desaparecía. Lo que estaba, o había estado, sobre el sofá era algo que no me atrevo decir. Pero lo que temblorosamente me desconcertó estaba sobre el papel pegajoso y manchado antes de sacar una cerilla y reducirlo a cenizas; lo que me produjo tanto terror, a mí, a la patrona y a los dos mecánicos que huyeron frenéticamente de ese lugar infernal a la comisaría de policía más cercana. Las palabras nauseabundas parecían casi increíbles en ese soleado día, con el traqueteo de coches y camiones ascendiendo clamorosamente por la abarrotada Calle Decimocuarta, no obstante, confieso que en ese momento las creía. Tanto las creo que, honestamente, ahora no lo sé. Hay cosas acerca de las cuáles es mejor no especular, y todo lo que puedo decir es que odio el olor del amoníaco, y que aumenta mi desfallecimiento frente a una extraordinaria corriente de aire frío. El final, decía el repugnante garabato, ya está aquí. No hay más hielo - el hombre echó un vistazo y salió corriendo. Más calor cada minuto, y los tejidos no pueden durar. Imagino que sabes - lo que dije sobre la voluntad y los nervios y lo de conservar el cuerpo después de que los órganos dejasen de funcionar. Era una buena teoría, pero no podría mantenerla indefinidamente. Había un deterioro gradual que no había previsto. El Dr. Torres lo sabía, pero la conmoción lo mató. No pudo soportar lo que tenía que hacer - tenía que meterme en un lugar extraño y oscuro, cuando prestase atención a mi carta y consiguió mantenerme vivo. Pero los órganos no volvieron a funcionar de nuevo. Tenía que haberse hecho a mi manera - conservación - pues como se puede ver, fallecí hace dieciocho años.

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Anexo Crucigrama de “Aire frío” Horizontales 1.-¿Dónde se encontraba la habitación del doctor respecto a la del protagonista? 4¿Cómo se describen los restos encontrados en el baño 5¿En qué piso del edificio dormía el protagonista del cuento? 8,¿Cuál era el apellido del doctor? Verticales 2¿Cuál fue la condición médica que acercó en un principio al doctor y a el protagonista? 3¿Cuál era la sustancia que impregnaba de olor la habitación y laboratorio del doctor? 6¿Cuántos años llevaba muerto el doctor? 7.-¿En qué ciudad sucede la historia?

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LA TRAMA CELESTE ADOLFO BIOY CASARES

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Biografía del autor Adolfo Bioy Casares escritor, traductor, periodista y editor argentino. Nació el 15 de septiembre de 1914 en Buenos Aires, Argentina. Único hijo de Adolfo Bioy y Marta Casares. Perteneció a una familia hacendada, de buen prestigio y acomodada. Lo anterior le permitió poder tener una vida académica un poco inestable y al mismo tiempo encontrar sus gustos personales alejándose ciertamente de la época en la que se encontraba. Realizó parte sus estudios en el Instituto Libre de Segunda Enseñanza de la Universidad de Buenos Aires y más tarde ingresó en las carreras de Derecho, Filosofía y Letras, las cuales abandonó al poco tiempo. Se excluyó a una estancia, propiedad de la familia, donde se dedicó durante años a leer, aprender inglés, francés y posteriormente escribir, sin recibir visitas y sólo dedicando tiempo a la literatura universal. Como joven intelectual que siempre fue reconocido de tal manera, comenzó a publicar sus obras a la edad de 11 años , donde se tiene presencia de su primer relato, Iris y Margarita. En 1940, Bioy Casares se casó con la hermana de Victoria, Silvia Ocampo, también escritora. Dentro de los reconocimientos que recibió a lo largo de su trayectoria, destacan; la Membresía a la Legión de Honor francesa en 1981, su nombramiento como ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1986, y el Premio Cervantes en 1990. La novela más conocida de Adolfo es La invención de Morel, ésta situándolo entre los primeros que abordaron con maestría el género fantástico. Falleció el 8 de marzo de 1999. Sus restos se encuentran en el Cementerio de La Recoleta. Contexto histórico, social y cultural El cuento fue publicado en el siglo XX, en el año de 1948 dentro del libro de relatos de Adolfo titulada La trama celeste. Durante esos años, Argentina enfrentaba un enfrentamiento militar-político bastante crítico, para ser exactos, un golpe de estado, imponiendo una dictadura cívico-militar. Tuvo una inestabilidad política debido a las fuerzas armadas por más de 20 años. 39


Culturalmente, Argentina durante los años 40´s y 50´ ha sido uno de los periodos de renovación cultural más grande e importantes del siglo XX. En la moda, Argentina tuvo a una gran representante, Eva Perón, quien introdujo vestidos con volumen inspirados en formas florales. En esa época los varones de la clase alta y media alta llegaron a usar la moda petitera, y los jóvenes fueron introduciéndose en la moda. De igual forma, la música se iba convirtiendo en un aspecto de gran relevancia con la aparición de artistas argentinos nuevos empezando a ser reconocidos internacionalmente. Es decir, socialmente, la juventud en Argentina estaba tomando una gran importancia sobre las revoluciones generales en el país. Además, las mujeres, en ese momento no solo nacionalmente, sino en el mundo, estaban tomando gran potencial en todos los sentidos, tanto cultural, académico, social y político y su rol estaba cambiando totalmente. Sin embargo, existía una sociedad reprimida por el gobierno, siguiendo un orden establecido. Análisis del texto Este cuento aborda un tema no muy común en la ciencia ficción. Muestra de cierta forma, una respuesta a lo que se preguntaba el autor en esos momentos, ¿todo lo que vemos y vivimos es real?, ¿es la única realidad?, ¿nuestro tiempo es el único?. A las anteriores preguntas, este cuento lo considero una búsqueda para la explicación de la naturaleza, ya que de forma implícita, invita al lector a corroborar todos los sucesos que se narran, si en verdad hemos vivido lo que percibimos como la vida real, si el tiempo y el espacio afectan a los mundos paralelos, y si en realidad existen esos mundos alternos a nuestro tiempo. Este cuento narra los sucesos de forma muy particular, ya que existen dos narradores en él; el que cuenta con el punto privilegiado para el lector porque posee la última palabra, y el narrador Servian de las aventuras de Morris. Servian, amigo del capitán Morris, es el que describe cómo ocurrió el descubrimiento de universos paralelos casi idénticos al parecer de Ireneo, ya que encontraba en algunos de ellos a las personas que conocía en su vida real, pero en

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esa realidad paralela no lo identificaban, lo que llevĂł a desorientar un poco y que no le creyeran cuando lo contaba, resultando un tanto angustiante. No podemos dejar de mencionar que, la multiplicaciĂłn de los mundos no tiene lĂ­mite, es infinita y, por tanto, contribuye a la idea de la eternidad presente en el cuento.

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“La Trama Celeste” – Adolfo Bioy Casares Cuando el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico homeópata, desaparecieron, un 20 de diciembre, de Buenos Aires, los diarios apenas comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada, gente complicada y que una comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso radio de acción del aeroplano utilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstos no habían ido muy lejos. Yo recibí en esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (un aguamarina en cuyo fondo se veía la efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a máquina —Las aventuras del capitán Morris— firmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas. LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS Este relato podría empezar con alguna leyenda celta que nos hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla, o de la busca, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo: Ésta es la tumba de March y ésta la de Gwythyir; ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd; pero la tumba de Arturo es desconocida. También podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con una teoría de esos movimientos, llamados “pases”, que se emplean para que aparezcan o desaparezcan los espíritus. Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia, lo recomienda el método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo.

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Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su descendencia odiará a los turcos. “Una vez armenio, siempre arrnenio.” Somos como una sociedad secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada belleza de nuestras mujeres, nos unen. Soy, además, hombre soltero y, como el Quijote, vivo (vivía) con una sobrina: una muchacha agradable, joven y laboriosa. Añadiría otro calificativo —tranquila—, pero debo confesar que en los últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina se entretenía en hacer las funciones de secretaria, y, como no tengo secretaria, ella misma atendía el teléfono, pasaba en limpio y arreglaba con certera lucidez las historias médicas y las sintomatologías que yo apuntaba al azar de las declaraciones de los enfermos (cuya regla común es el desorden) y organizaba mi vasto archivo. Practicaba otra diversión no menos inocente: ir conmigo al cinematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde era viernes. Se abrió la puerta; un joven militar entró, enérgicamente, en el consultorio. Mi secretaria estaba a mi derecha, de pie, atrás de la mesa, y me extendía, impasible, una de esas grandes hojas en que apunto los datos que me dan los enfermos. El joven militar se presentó sin vacilaciones —era el teniente Kramer— y después de mirar ostensiblemente a mi secretaria, preguntó con voz firme: —¿Hablo? Le dije que hablara. Continuó: —El capitán Ireneo Morris quiere verlo. Está detenido en el Hospital Militar. Tal vez contaminado por la marcialidad de mi interlocutor, respondí: —A sus órdenes. —¿Cuándo irá?—preguntó Kramer. —Hoy mismo. Siempre que me dejen entrar a estas horas…

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—Lo dejarán—declaró Kramer, y con movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la venia. Se retiró en el acto. Miré a mi sobrina; estaba demudada. Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me interpeló: —¿Sabes quién es la única persona que te interesa? Tuve la ingenuidad de mirar hacia donde me señalaba. Me vi en el espejo. Mi sobrina salió del cuarto, corriendo. Desde hacía un tiempo estaba menos tranquila. Además había tomado la costumbre de llamarme egoísta. Parte de la culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente inscrita —en griego, en latín y en español— la sentencia Conócete a ti mismo(nunca sospeché hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a través de una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos ex libris en miles de volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay otra causa para esta fama de egoísmo. Yo era un metódico, y los hombres metódicos, los que sumidos en oscuras ocupaciones postergamos los caprichos de las mujeres, parecemos locos, o imbéciles, o egoístas. Atendí (confusamente) a dos clientes y me fui al Hospital Militar. Habían dado las seis cuando llegué al viejo edificio de la calle Pozos. Después de una solitaria espera y de un cándido y breve interrogatorio me condujeron a la pieza ocupada por Morris. En la puerta había un centinela con bayoneta. Adentro, muy cerca de la cama de Morris, dos hombres que no me saludaron jugaban al dominó. Con Morris nos conocemos de toda la vida; nunca fuimos amigos. He querido mucho a su padre. Era un viejo excelente, con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los ojos azules, excesivamente duros y despiertos; tenía un ingobernable patriotismo galés, una incontenible manía de contar leyendas celtas. Durante muchos años (los más felices de mi vida) fue mi profesor. Todas las tardes estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba las aventuras de los mabinogion, y en seguida reponíamos fuerzas tomando unos mates con azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo; cazaba pájaros y ratas, y con un cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba

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cadáveres heterogéneos; el viejo Morris decía que Ireneo iba a ser médico. Yo iba a ser inventor, porque aborrecía los experimentos de Ireneo y porque alguna vez había dibujado una bala con resortes, que permitiría los más envejecedores viajes interplanetarios, y un motor hidráulico, que, puesto en marcha, no se detendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejados por una mutua y consciente antipatía. Ahora, cuando nos encontramos, sentimos una gran dicha, una floración de nostalgias y de cordialidades, repetimos un breve diálogo con fervientes alusiones a una amistad y a un pasado imaginarios, y en seguida no sabemos qué decirnos. El País de Gales, la tenaz corriente celta, había acabado en su padre. Ireneo es tranquilamente argentino, e ignora y desdeña por igual a todos los extranjeros. Hasta en su apariencia es típicamente argentino (algunos lo han creído sudamericano): más bien chico, delgado, fino de huesos, de pelo negro—muy peinado, reluciente—, de mirada sagaz. Al verme pareció emocionado (yo nunca lo había visto emocionado, ni siquiera en la noche de la muerte de su padre). Me dijo con voz clara; como para que oyeran los que jugaban al dominó: —Dame esa mano. En estas horas de prueba has demostrado ser el único amigo. Esto me pareció un agradecimiento excesivo para mi visita. Morris continuó: —Tenemos que hablar de muchas cosas, pero comprenderás que ante un par de circunstancias así—miró con gravedad a los dos hombres—prefiero callar. Dentro de pocos días estaré en casa; entonces será un placer recibirte. Creí que la frase era una despedida. Morris agregó que “si no tenía apuro” me quedara un rato. —No quiero olvidarme —continuó—. Gracias por los libros. Murmuré algo, confusamente. Ignoraba qué libros me agradecía. He cometido errores, no el de mandar libros a Ireneo.

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Habló de accidentes de aviación; negó que hubiera lugares —El Palomar, en Buenos Aires; el Valle de los Reyes, en Egipto— que irradiaran corrientes capaces de provocarlos. En sus labios, “el Valle de los Reyes” me pareció increíble. Le pregunté cómo lo conocía. —Son las teorías del cura Moreau —repuso Morris—. Otros dicen que nos falta disciplina. Es contraria a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si me seguís. La aspiración del aviador criollo es aeroplanos como la gente. Si no, acordate de las proezas de Mira, con el Golondrina, una lata de conservas atada con alambres . . . Le pregunté por su estado y por el tratamiento a que lo sometían. Entonces fui yo quien habló en voz bien alta, para que oyeran los que jugaban al dominó. —No admitas inyecciones. Nada de inyecciones. No te envenenes la sangre. Toma un Depuratum 6 y después unÁrnica 10000. Sos un caso típico de Árnica. No lo olvides: dosis infinitesimales. Me retiré con la impresión de haber logrado un pequeño triunfo. Pasaron tres semanas. En casa hubo pocas novedades. Ahora, retrospectivamente, quizá descubra que mi sobrina estuvo más atenta que nunca, y menos cordial. Según nuestra costumbre los dos viernes siguientes fuimos al cinematógrafo; pero el tercer viernes, cuando entré en su cuarto, no estaba. Había salido, ¡había olvidado que esa tarde iríamos al cinematógrafo! Después llegó un mensaje de Morris. Me decía que ya estaba en su casa y que fuera a verlo cualquier tarde. Me recibió en el escritorio. Lo digo sin reticencias: Morris había mejorado. Hay naturalezas que tienden tan invenciblemente al equilibrio de la salud, que los peores venenos inventados por la alopatía no las abruman. Al entrar en esa pieza tuve la impresión de retroceder en el tiempo; casi diría que me sorprendió no encontrar al viejo Morris (muerto hace diez años), aseado y benigno, administrando con reposo los impedimenta del mate. Nada había cambiado. En la biblioteca encontré los mismos libros, los mismos bustos de Lloyd George y de William Morris, que habían contemplado mi agradable y ociosa juventud, ahora me 46


contemplaban; y en la pared colgaba el horrible cuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: la muerte de Griffith ap Rhys, conocido como el fulgor y el poder y la dulzura de los varones del sur. Traté de llevarlo inmediatamente a la conversación que le interesaba. Dijo que sólo tenía que agregar unos detalles a lo que me había expuesto en su carta. Yo no sabía qué responder; yo no había recibido ninguna carta de Ireneo. Con súbita decisión le pedí que si no le fatigaba me contara todo desde el principio. Entonces Ireneo Morris me relató su misteriosa historia. Hasta el 23 de junio pasado había sido probador de los aeroplanos del ejército. Primero cumplió esas funciones en la fábrica militar de Córdoba, últimamente había conseguido que lo trasladaran a la base del Palomar. Me dio su palabra de que él, como probador, era una persona importante. Había hecho más vuelos de ensayo que cualquier aviador americano (sur y centro). Su resistencia era extraordinaria. Tanto había repetido esos vuelos de prueba, que, automáticamente, inevitablemente, llegó a ejecutar uno solo. Sacó del bolsillo una libreta y en una hoja en blanco trazó una serie de líneas en zigzag; escrupulosamente anotó números (distancias, alturas, graduación de ángulos); después arrancó la hoja y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle. Declaró que yo poseía “el esquema clásico de sus pruebas”. Alrededor del 15 de junio le comunicaron que en esos días probaría un nuevo Breguet —el 309— monoplaza, de combate. Se trataba de un aparato construido según una patente francesa de hacía dos o tres años y el ensayo se cumpliría con bastante secreto. Morris se fue a su casa, tomó una libreta de apuntes —”como lo había hecho hoy”—, dibujó el esquema —”el mismo que yo tenía en el bolsillo”—. Después se entretuvo en complicarlo; después —”en ese mismo escritorio donde nosotros departíamos amigablemente”— imaginó esos agregados, los grabó en la memoria. El 23 de junio, alba de una hermosa y terrible aventura, fue un día gris, lluvioso. Cuando Morris llegó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar. Tuvo que esperar 47


que lo sacaran. Caminó para no enfermarse de frío, consiguió que se le empaparan los pies. Finalmente, apareció el Breguet. Era un monoplano de alas bajas, “nada del otro mundo, te aseguro”. Lo inspeccionó someramente. Morris me miró en los ojos y en voz baja me comunicó: el asiento era estrecho, notablemente incómodo. Recordó que el indicador de combustible marcaba “lleno” y que en las alas el Breguet no tenía ninguna insignia. Dijo que saludó con la mano y que en seguida el ademán le pareció falso. Corrió unos quinientos metros y despegó. Empezó a cumplir lo que él llamaba su “nuevo esquema de prueba”. Era el probador más resistente de la República. Pura resistencia física, me aseguró. Estaba dispuesto a contarme la verdad. Aunque yo no podía creerlo, de pronto se le nubló la vista. Aquí Morris habló mucho; llegó a exaltarse; por mi parte, olvidé el “compadrito” peinado que tenía enfrente; seguí el relato: poco después de emprender los ejercicios nuevos sintió que la vista se le nublaba, se oyó decir “qué vergüenza, voy a perder el conocimiento”, embistió una vasta mole oscura (quizá una nube), tuvo una visión efímera y feliz, como la visión de un radiante paraíso… Apenas consiguió enderezar el aeroplano cuando estaba por tocar el campo de aterrizaje. Volvió en sí. Estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Zumbó un moscardón; durante algunos segundos creyó que dormía la siesta, en el campo. Después supo que estaba herido; que estaba detenido; que estaba en el Hospital Militar. Nada de esto le sorprendió, pero todavía tardó un rato en recordar el accidente. Al recordarlo tuvo la verdadera sorpresa: no comprendía cómo había perdido el conocimiento. Sin embargo, no lo perdió una sola vez… De esto hablaré mas adelante. La persona que lo acompañaba era una mujer. La miró. Era una enfermera. Dogmático y discriminativo, habló de mujeres en general. Fue desagradable. Dijo que había un tipo de mujer, y hasta una mujer determinada y única, para el animal que hay en el centro de cada hombre, y agregó algo en el sentido de que era un infortunio encontrarla, porque el hombre siente lo decisiva que es para su destino y la trata con temor y con torpeza, preparándose un futuro de ansiedad y de monótona frustración. Afirmó que, para el hombre “como es debido”, entre las demás mujeres no habrá diferencias notables, ni peligros. Le pregunté si la enfermera correspondía

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a su tipo. Me respondió que no, y aclaró: “Es una mujer plácida y maternal, pero bastante linda.” Continuó su relato. Entraron unos oficiales (precisó las jerarquías). Un soldado trajo una mesa y una silla; se fue, y volvió con una máquina de escribir. Se sentó frente a la máquina, y escribió en silencio. Cuando el soldado se detuvo, un oficial interrogó a Morris: —¿Su nombre? No le sorprendió esta pregunta. Pensó: “mero formulismo”. Dijo su nombre, y tuvo el primer signo del horrible complot que inexplicablemente lo envolvía. Todos los oficiales rieron. Él nunca había imaginado que su nombre fuera ridículo. Se enfureció. Otro de los oficiales dijo: —Podía inventar algo menos increíble. —Ordenó al soldado de la máquina—: Escriba, no más. —¿Nacionalidad? —Argentino —afirmó sin vacilaciones. —¿Pertenece al ejército? Tuvo una ironía: —Yo soy el del accidente, y ustedes parecen los golpeados. Si rieron un poco (entre ellos, como si Morris estuviera ausente). Continuó: —Pertenezco al ejército, con grado de capitán, regimiento 7, escuadrilla novena. —¿Con base en Montevideo? —preguntó sarcásticamente uno de los oficiales. —En Palomar —respondió Morris. Dio su domicilio: Bolívar 971. Los oficiales se retiraron. Volvieron al día siguiente, ésos y otros. Cuando comprendió que dudaban de su nacionalidad, o que simulaban dudar, quiso levantarse de la cama, pelearlos. La herida y la tierna presión

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de la enfermera lo contuvieron. Los oficiales volvieron a la tarde del otro día, a la mañana del siguiente. Hacía un calor tremendo; le dolía todo el cuerpo; me confesó que hubiera declarado cualquier cosa para que lo dejaran en paz. ¿Qué se proponían? ¿Por qué ignoraban quién era? ¿Por qué lo insultaban, por qué simulaban que no era argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Una noche la enfermera lo tomó de la mano y le dijo que no se defendía juiciosamente. Respondió que no tenía de qué defenderse. Pasó la noche despierto, entre accesos de cólera, momentos en que estaba decidido a encarar con tranquilidad la situación, y violentas reacciones en que se negaba a “entrar en ese juego absurdo”. A la mañana quiso pedir disculpas a la enfermera por el modo con que la había tratado; comprendía que la intención de ella era benévola, “y no es fea, me entendés”; pero como no sabía pedir disculpas, le preguntó irritadamente qué le aconsejaba. La enfermera le aconsejó que llamara a declarar a alguna persona de responsabilidad. Cuando vinieron los oficiales dijo que era amigo del teniente Kramer y del teniente Viera, del capitán Faverio, de los tenientes coroneles Margaride y Navarro. A eso de las cinco apareció con los oficiales el teniente Kramer, su amigo de toda la vida. Morris dijo con vergüenza que “después de una conmoción, el hombre no es el mismo” y que al ver a Kramer sintió lágrimas en los ojos. Reconoció que se incorporó en la cama y abrió los brazos cuando lo vio entrar. Le gritó: —Vení, hermano. Kramer se detuvo y lo miró impávidamente. Un oficial le preguntó: —Teniente Kramer, ¿conoce usted al sujeto? La voz era insidiosa. Morris dice que esperó —esperó que el teniente Kramer, con una súbita exclamación cordial, revelara su actitud como parte de una broma— … Kramer contestó con demasiado calor, como si temiera no ser creído: —Nunca lo he visto. Mi palabra que nunca lo he visto. Le creyeron inmediatamente, y la tensión que durante unos segundos hubo entre ellos desapareció. Se alejaron: Morris oyó las risas de los oficiales, y la risa

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franca de Kramer, y la voz de un oficial que repetía “A mí no me sorprende, créame que no me sorprende. Tiene un descaro.” Con Viera y con Margaride la escena volvió a repetirse, en lo esencial. Hubo mayor violencia. Un libro —uno de los libros que yo le habría enviado— estaba debajo de las sábanas, al alcance de su mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste simuló que no se conocían. Morris dio una descripción circunstanciada que no creo íntegramente. Aclaro: no dudo de su coraje, sí de su velocidad epigramática. Los oficiales opinaron que no era indispensable llamar a Faverio, que estaba en Mendoza. Imaginó entonces tener una inspiración; pensó que si las amenazas convertían en traidores a los jóvenes, fracasarían ante el general Huet, antiguo amigo de su casa, que siempre había sido con él como un padre, o, más bien, como un rectísimo padrastro. Le contestaron secamente que no había, que nunca hubo, un general de nombre tan ridículo en el ejército argentino. Morris no tenía miedo; tal vez si hubiera conocido el miedo se hubiera defendido mejor. Afortunadamente, le interesaban las mujeres, “y usted sabe cómo les gusta agrandar los peligros y lo cavilosas que son”. La otra vez la enfermera le había tomado la mano para convencerlo del peligro que lo amenazaba; ahora Morris la miró en los ojos y le preguntó el significado de la confabulación que había contra él. La enfermera repitió lo que había oído: su afirmación de que el 23 había probado el Breguet en El Palomar era falsa; en El Palomar nadie había probado aeroplanos esa tarde. El Breguet era de un tipo recientemente adoptado por el ejército argentino, pero su numeración no correspondía a la de ningún aeroplano del ejército argentino. “¿Me creen espía?”, preguntó con incredulidad. Sintió que volvía a enfurecerse. Tímidamente, la enfermera respondió: “Creen que ha venido de algún país hermano.” Morris le juró como argentino que era argentino, que no era espía; ella pareció emocionada, y continuó en el mismo tono de voz: “El uniforme es igual al nuestro; pero han descubierto que las costuras son diferentes.” Agregó: “Un detalle imperdonable”, y Morris comprendió que ella tampoco le creía. Sintió que se ahogaba de rabia, y, para disimular, la besó en la boca y la abrazó.

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A los pocos días la enfermera le comunicó: “Se ha comprobado que diste un domicilio falso.” Morris protestó inútilmente; la mujer estaba documentada: el ocupante de la casa era el señor Carlos Grimaldi. Morris tuvo la sensación del recuerdo, de la amnesia. Le pareció que ese nombre estaba vinculado a alguna experiencia pasada; no pudo precisarla. La enfermera le aseguró que su caso había determinado la formación de dos grupos antagónicos: el de los que sostenían que era extranjero y el de los que sostenían que era argentino. Más claramente: unos querían desterrarlo; otros fusilarlo. —Con tu insistencia de que sos argentino —dijo la mujer— ayudás a los que reclaman tu muerte. Morris le confesó que por primera vez había sentido en su patria “el desamparo que sienten los que visitan otros países”. Pero seguía no temiendo nada. La mujer lloró tanto que él, por fin, le prometió acceder a lo que pidiera. “Aunque te parezca ridículo, me gustaba verla contenta.” La mujer le pidió que “reconociera” que no era argentino. “Fue un golpe terrible, como si me dieran una ducha. Le prometí complacerla, sin ninguna intención de cumplir la promesa.” Opuso dificultades: —Digo que soy de tal país. Al día siguiente contestan de ese país que mi declaración es falsa. —No importa —afirmó la enfermera—. Ningún país va a reconocer que manda espías. Pero con esa declaración y algunas influencias que yo mueva, tal vez triunfen los partidarios del destierro, si no es demasiado tarde. Al otro día un oficial fue a tomarle declaración. Estaban solos; el hombre le dijo: —Es un asunto resuelto. Dentro de una semana firman la sentencia de muerte. Morris me explicó: —No me quedaba nada que perder… “Para ver lo que sucedía”, le dijo al oficial: 52


—Confieso que soy uruguayo. A la tarde confesó la enfermera: le dijo a Morris que todo había sido una estratagema; que había temido que no cumpliera su promesa; el oficial era amigo y llevaba instrucciones para sacarle la declaración. Morris comentó brevemente:—Si era otra mujer, la azoto. Su declaración no había llegado a tiempo; la situación empeoraba. Según la enfermera, la única esperanza estaba en un señor que ella conocía y cuya identidad no podía revelar. Este señor quería verlo antes de interceder en su favor. —Me dijo francamente—aseguró Morris—: trató de evitar la entrevista. Temía que yo causara mala impresión. Pero el señor quería verme y era la última esperanza que nos quedaba. Me recomendó no ser intransigente. —El señor no vendrá al hospital—dijo la enfermera. —Entonces no hay nada que hacer—respondió Morris, con alivio. La enfermera siguió: —La primera noche que tengamos centinelas de confianza, vas a verlo. Ya estás bien, irás solo. Se sacó un anillo del dedo anular y se lo entregó. —Lo calcé en el dedo meñique. Es una piedra, un vidrio o un brillante, con la cabeza de un caballo en el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia el interior de la mano, y los centinelas me dejarían entrar y salir como si no me vieran. La enfermera le dio instrucciones. Saldría a las doce y media y debía volver antes de las tres y cuarto de la madrugada. La enfermera le escribió en un papelito la dirección del señor. —¿Tenés el papel? —le pregunté. —Sí, creo que sí —respondió, y lo buscó en su billetera. Me lo entregó displicentemente. Era un papelito azul; la dirección —Márquez 6890— estaba escrita con letra femenina y firme (“del Sacré-Coeur”, declaró Morris, con inesperada erudición). 53


—¿Cómo se llama la enfermera?—inquirí por simple curiosidad. Morris pareció incómodo. Finalmente, dijo: —La llamaban Idibal. Ignoro si es nombre o apellido. Continuó su relato: Llegó la noche fijada para la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A las doce y media resolvió salir. Le pareció inútil mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su cuarto. El hombre levantó la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente. Se recostó contra una puerta: a lo lejos, en el fondo del corredor, había visto a un cabo. Después, siguiendo indicaciones de Idibal, bajó por una escalera de servicio y llegó a la puerta de calle. Mostró el anillo y salió. Tomó un taxímetro; dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de media hora; rodearon por Juan B. Justo y Gaona los talleres del F.C.O. y tomaron una calle arbolada, hacia el limite de la ciudad; después de cinco o seis cuadras se detuvieron ante una iglesia que emergía, copiosa de columnas y de cúpulas, entre las casas bajas del barrio, blanca en la noche. Creyó que había un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia. —¿Debías esperar afuera o adentro? —interrogué. El detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia. Igual a todas, contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con peces, en la que caían tres chorros de agua. Apareció “un cura de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de Salvación” y le preguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato volvió a pasar. Estas venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que era admirable la curiosidad del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero que el otro le preguntó si tenía “el anillo del convivio”. —¿El anillo del qué?… —preguntó Morris. Y continuó explicándome:— Imaginate ¿cómo se me iba a ocurrir que hablaba del anillo que me dio Idibal?

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El hombre le miró curiosamente las manos, y le ordenó: —Muéstreme ese anillo. Morris tuvo un movimiento de repulsión; después mostró el anillo. El hombre lo llevó a la sacristía y le pidió que le explicara el asunto. Oyó el relato con aquiescencia; Morris aclara: “Como una explicación más o menos hábil, pero falsa; seguro de que no pretendería engañarlo, de que él oiría, finalmente, la explicación verdadera, mi confesión.” Cuando se convenció de que Morris no hablaría más, se irritó y quiso terminar la entrevista. Dijo que trataría de hacer algo por él. Al salir, Morris buscó Rivadavia. Se encontró frente a dos torres que parecían la entrada de un castillo o de una ciudad antigua; realmente eran la entrada de un hueco, interminable en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar en un Buenos Aires sobrenatural y siniestro. Caminó unas cuadras; se cansó; llegó a Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio la dirección de su casa: Bolívar 971. Se bajó en Independencia y Bolívar; caminó hasta la puerta de la casa. No eran todavía las dos de la mañana. Le quedaba tiempo. Quiso poner la llave en la cerradura; no pudo. Apretó el timbre. No le abrían; pasaron diez minutos. Se indignó de que la sirvientita aprovechara su ausencia —su desgracia— para dormir afuera. Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó ruidos que parecían venir de muy lejos; después, una serie de golpes —uno seco, otro fugaz— rítmicos, crecientes. Apareció, enorme en la sombra, una figura humana. Morris se bajó el ala del sombrero y retrocedió hasta la parte menos iluminada del zaguán. Reconoció inmediatamente a ese hombre soñoliento y furioso y tuvo la impresión de ser él quien estaba soñando. Se dijo: “Si, el rengo Grimaldi, Carlos Grimaldi.” Ahora recordaba el nombre. Ahora, increíblemente, estaba frente al inquilino que ocupaba la casa cuando su padre la compró, hacía más de quince años. Grimaldi irrumpió: —¿Qué quiere?

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Morris recordó el astuto empecinamiento del hombre en quedarse en la casa y las infructuosas indignaciones de su padre, que decía “lo voy a sacar con el carrito de la Municipalidad”, y le mandaba regalos para que se fuera. —¿Está la señorita Carmen Soares? —preguntó Morris, “ganando tiempo”. Grimaldi blasfemó, dio un portazo, apagó la luz. En la oscuridad, Morris oyó alejarse los pasos alternados; después, en una conmoción de vidrios y de hierros, pasó un tranvía; después se restableció el silencio. Morris pensó triunfalmente: “No me ha reconocido.” En seguida sintió vergüenza, sorpresa, indignación. Resolvió romper la puerta a puntapiés y sacar al intruso. Como si estuviera borracho, dijo en voz alta: “Voy a levantar una denuncia en la seccional.” Se preguntó qué significaba esa ofensiva múltiple y envolvente que sus compañeros habían lanzado contra él. Decidió consultarme. Si me encontraba en casa, tendría tiempo de explicarme los hechos. Subió a un taxímetro, y ordenó al chofer que lo llevara al pasaje Owen. El hombre lo ignoraba. Morris le preguntó de mal modo para qué daban exámenes. Abominó de todo: de la policía, que deja que nuestras casas se llenen de intrusos; de los extranjeros, que nos cambian el país y nunca aprenden a manejar. El chofer le propuso que tomara otro taxímetro. Morris le ordenó que tomara Vélez Sársfield hasta cruzar las vías. Se detuvieron en las barreras; interminables trenes grises hacían maniobras. Morris ordenó que rodeara por Toll la estación Sola. Bajó en Australia y Luzuriaga. El chofer le dijo que le pagara; que no podía esperarlo; que no existía tal pasaje. No le contestó; caminó con seguridad por Luzuriaga hacia el sur. El chofer lo siguió con el automóvil, insultándolo estrepitosamente. Morris pensó que si aparecía un vigilante, el chofer y él dormirían en la comisaría. —Además —le dije— descubrirían que te habías fugado del hospital. La enfermera y los que te ayudaron tal vez se verían en un compromiso. —Eso me tenía sin inquietud—respondió Morris, y continuó el relato: Caminó una cuadra y no encontró el pasaje. Caminó otra cuadra, y otra. El chofer seguía protestando; la voz era más baja, el tono más sarcástico. Morris volvió 56


sobre sus pasos; dobló por Alvarado; ahí estaba el parque Pereyra, la calle Rochadale. Tomó Rochadale; a mitad de cuadra, a la derecha, debían interrumpirse las casas, y dejar lugar al pasaje Owen. Morris sintió como la antelación de un vértigo. Las casas no se interrumpieron; se encontró en Austratia. Vio en lo alto, con un fondo de nubes nocturnas, el tanque de la International, en Luzuriaga; enfrente debía estar el pasaje Owen; no estaba. Miró la hora; le quedaban apenas veinte minutos. Caminó rápidamente. Muy pronto se detuvo. Estaba, con los pies hundidos en un espeso fango resbaladizo, ante una lúgubre serie de casas iguales, perdido. Quiso volver al parque Pereyra; no lo encontró. Temía que el chofer descubriera que se había perdido. Vio a un hombre, le preguntó dónde estaba el pasaje Owen. El hombre no era del barrio. Morris siguió caminando, exasperado. Apareció otro hombre. Morris caminó hacia él; rápidamente, el chofer se bajó del automóvil y también corrió. Morris y el chofer le preguntaron a gritos si sabía dónde estaba el pasaje Owen. El hombre parecía asustado, como si creyera que lo asaltaban. Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba a decir algo más, pero Morris lo miró amenazadoramente. Eran las tres y cuarto de la madrugada. Morris le dijo al chofer que lo llevara a Caseros y Entre Ríos. En el hospital había otro centinela. Pasó dos o tres veces frente a la puerta, sin atreverse a entrar. Se resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. El centinela no lo detuvo. La enfermera apareció al final de la tarde siguiente. Le dijo: —La impresión que le causaste al señor de la iglesia no es favorable. Tuvo que aprobar tu disimulo: su eterna prédica a los miembros del convivio. Pero tu falta de confianza en su persona, lo ofendió. Dudaba de que el señor se interesara verdaderamente en favor de Morris. La situación había empeorado. Las esperanzas de hacerlo pasar por extranjero habían desaparecido, su vida estaba en inmediato peligro.

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Escribió una minuciosa relación de los hechos y me la envió. Después quiso justificarse: dijo que la preocupación de la mujer lo molestaba. Tal vez él mismo empezaba a preocuparse. Idibal visitó de nuevo al señor; consiguió, como un favor hacia ella —”no hacia el desagradable espía”— la promesa de que “las mejores influencias intervendrían activamente en el asunto”. El plan era que obligaran a Morris a intentar una reproducción realista del hecho; vale decir: que le dieran un aeroplano y le permitieran reproducir la prueba que, según él, había cumplido el día del accidente. Las mejores influencias prevalecieron, pero el avión de la prueba sería de dos plazas. Esto significaba una dificultad para la segunda parte del plan: la fuga de Morris al Uruguay. Morris dijo que él sabría disponer del acompañante. Las influencias insistieron en que el aeroplano fuera un monoplano idéntico al del accidente. Idibal, después de una semana en que lo abrumó con esperanzas y ansiedades, llegó radiante y declaró que todo se había conseguido. La fecha de la prueba se había fijado para el viernes próximo (faltaban cinco días). Volaría solo. La mujer lo miró ansiosamente y le dijo: —Te espero en la Colonia. En cuanto “despegues”, enfilás al Uruguay. ¿Lo prometés? Lo prometió. Se dio vuelta en la cama y simuló dormir. Comentó: “Me parecía que me llevaba de la mano al casamiento y eso me daba rabia.” Ignoraba que se despedían. Como estaba restablecido, a la mañana siguiente lo llevaron al cuartel. —Esos días fueron bravos —comentó—. Los pasé en una pieza de dos por dos, mateando y truqueando de lo lindo con los centinelas. —Si vos no jugás al truco —le dije. Fue una brusca inspiración. Naturalmente, yo no sabía si jugaba o no. —Bueno: poné cualquier juego de naipes —respondió sin inquietarse.

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Yo estaba asombrado. Había creído que la casualidad, o las circunstancias, habían hecho de Morris un arquetipo; jamás creí que fuera un artista del color local. Continuó: —Me creerás un infeliz, pero yo me pasaba las horas pensando en la mujer. Estaba tan loco que llegué a creer que la había olvidado… Lo interpreté: —¿Tratabas de imaginar su cara y no podías? —¿Cómo adivinaste? —no aguardó mi contestación. Continuó el relato: Una mañana lluviosa lo sacaron en un pretérito doble-faetón. En El Palomar lo esperaba una solemne comitiva de militares y de funcionarios. “Parecía un duelo — dijo Morris—, un duelo o una ejecución.” Dos o tres mecánicos abrieron el hangar y empujaron hacia afuera un Dewotine de caza, “un serio competidor del doble-faetón, créeme”. Lo puso en marcha; vio que no había nafta para diez minutos de vuelo; llegar al Uruguay era imposible. Tuvo un momento de tristeza; melancólicamente se dijo que tal vez fuera mejor morir que vivir como un esclavo. Había fracasado la estratagema; salir a volar era inútil; tuvo ganas de llamar a esa gente y decirles: “Señores, esto se acabó.” Por apatía dejó que los acontecimientos siguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez su nuevo esquema de prueba. Corrió unos quinientos metros y despegó. Cumplió regularmente la primera parte del ejercicio, pero al emprender las operaciones nuevas volvió a sentirse mareado, a perder el conocimiento, a oírse una avergonzada queja por estar perdiendo el conocimiento. Sobre el campo de aterrizaje, logró enderezar el aeroplano. Cuando volvió en sí estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Comprendió que estaba herido, que estaba detenido, que estaba en el Hospital Militar. Se preguntó si todo no era una alucinación. Completé su pensamiento:

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—Una alucinación que tenías en el instante de despertar. Supo que la caída ocurrió el 31 de agosto. Perdió la noción del tiempo. Pasaron tres o cuatro días. Se alegró de que Idibal estuviera en la Colonia; este nuevo accidente lo avergonzaba; además, la mujer le reprocharía no haber planeado hasta el Uruguay. Reflexionó: “Cuando se entere del accidente, volverá. Habrá que esperar dos o tres días.” Lo atendía una nueva enfermera. Pasaban las tardes tomados de la mano. Idibal no volvía. Morris empezó a inquietarse. Una noche tuvo gran ansiedad. “Me creerás loco —me dijo—. Estaba con ganas de verla. Pensé que había vuelto, que sabía la historia de la otra enfermera y que por eso no quería verme. Le pidió a un practicante que llamara a Idibal. El hombre no volvía. Mucho después (pero esa misma noche; a Morris le parecía increíble que una noche durara tanto) volvió; el jefe le había dicho que en el hospital no trabajaba ninguna persona de ese nombre. Morris le ordenó que averiguara cuándo había dejado el empleo. El practicante volvió a la madrugada y le dijo que el jefe de personal ya se había retirado. Soñaba con Idibal. De día la imaginaba. Empezó a soñar que no podía encontrarla. Finalmente, no podía imaginarla, ni soñar con ella. Le dijeron que ninguna persona llamada Idibal “trabajaba ni había trabajado en el establecimiento”. La nueva enfermera le aconsejó que leyera. Le trajeron los diarios. Ni la sección “Al margen de los deportes y el turf” le interesaba. “Me dio la loca y pedí los libros que me mandaste.” Le respondieron que nadie le había mandado libros. (Estuve a punto de cometer una imprudencia; de reconocer que yo no le había mandado nada.) Pensó que se había descubierto el plan de la fuga y la participación de Idibal; por eso Idibal no aparecía. Se miró las manos: el anillo no estaba. Lo pidió. Le dijeron que era tarde, que la intendenta se había retirado. Pasó una noche atroz y vastísima, pensando que nunca le traerían el anillo…

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—Pensando —agregué— que si no te devolvían el anillo no quedaría ningún rastro de Idibal. —No pensé en eso —afirmó honestamente—. Pero pasé la noche como un desequilibrado. Al otro día me trajeron el anillo. —¿Lo tenés?—le pregunté con una incredulidad que me asombró a mí mismo. —Sí —respondió—. En lugar seguro. Abrió un cajón lateral del escritorio y sacó un anillo. La piedra del anillo tenía una vívida transparencia; no brillaba mucho. En el fondo había un altorrelieve en colores: un busto humano, femenino, con cabeza de caballo; sospeché que se trataba de la efigie de alguna divinidad antigua. Aunque no soy un experto en la materia, me atrevo a afirmar que ese anillo era una pieza de valor. Una mañana entraron en su cuarto unos oficiales con un soldado que traía una mesa. El soldado dejó la mesa y se fue. Volvió con una máquina de escribir; la colocó sobre la mesa, acercó una silla y se sentó frente a la máquina. Empezó a escribir. Un oficial dictó: “Nombre: Ireneo Morris; nacionalidad: argentina; regimiento: tercero; escuadrilla: novena; base: El Palomar.” Le pareció natural que pasaran por alto esas formalidades, que no le preguntaran el nombre; ésta era una segunda declaración; “sin embargo —me dijo— se notaba algún progreso”; ahora aceptaban que fuera argentino, que perteneciera a su regimiento, a su escuadrilla, al Palomar. La cordura duró poco. Le preguntaron cuál fue su paradero desde el 23 de junio (fecha de la primera prueba); dónde había dejado el Breguet 304 (“El número no era 304 —aclaró Morris—. Era 309”; este error inútil lo asombró); de dónde sacó ese viejo Dewotine… Cuando dijo que el Breguet estaría por ahí cerca, ya que la caída del 23 ocurrió en El Palomar, y que sabrían de dónde salía el Dewotine, ya que ellos mismos se lo habían dado para reproducir la prueba del 23, simularon no creerle. Pero ya no simulaban que era un desconocido, ni que era un espía. Lo acusaban de haber estado en otro país desde el 23 de junio; lo acusaban — comprendió con renovado furor— de haber vendido a otro país un arma secreta. La

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indescifrable conjuración continuaba, pero los acusadores habían cambiado el plan de ataque. Gesticulante y cordial, apareció el teniente Viera. Morris lo insultó. Viera simuló una gran sorpresa; finalmente, declaró que tendrían que batirse. —Pensé que la situación había mejorado —dijo—. Los traidores volvían a poner cara de amigos. Lo visitó el general Huet. El mismo Kramer lo visitó. Morris estaba distraído y no tuvo tiempo de reaccionar. Kramer le gritó: “No creo una palabra de las acusaciones, hermano.” Se abrazaron, efusivos. Algún día —pensó Morris— aclararía el asunto. Le pidió a Kramer que me viera. Me atreví a preguntar —Decime una cosa, Morris, ¿te acordás qué libros te mandé? —El título no lo recuerdo—sentenció gravemente—. En tu nota está consignado. Yo no le había escrito ninguna nota. Lo ayudé a caminar hasta el dormitorio. Sacó del cajón de la mesa de luz una hoja de papel de carta (de un papel de carta que no reconocí). Me la entregó: La letra parecía una mala imitación de la mía; mis T y E mayúsculas remedan las de imprenta; éstas eran “inglesas”. Leí: Acuso recibo de su atenta del 16, que me ha llegado con algún retraso, debido, sin duda, a un sugerente error en la dirección. Yo no vivo en el pasaje “Owen” sino en la calle Miranda, en el barrio Nazca. Le aseguro que he leído su relación con mucho interés. Por ahora no puedo visitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan solícitas manos femeninas y dentro de poco me repondré; entonces tendré el gusto de verlo. Le envío, como símbolo de comprensión, estos libros de Blanqui, y le recomiendo leer, en el tomo tercero, el poema que empieza en la página 281.

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Me despedí de Morris. Le prometí volver la semana siguiente. El asunto me interesaba y me dejaba perplejo. No dudaba de la buena fe de Morris; pero yo no le había escrito esa carta; yo nunca le había mandado libros; yo no conocía las obras de Blanqui. Sobre “mi carta” debo hacer algunas observaciones: 1) su autor no tutea a Morris felizmente, Morris es poco diestro en asuntos de letras: no advirtió el “cambio” de tratamiento y no se ofendió conmigo: yo siempre lo he tuteado; 2) juro que soy inocente de la frase “Acuso recibo de su atenta”; 3) en cuanto a escribir Owen entre comillas, me asombra y lo propongo a la atención del lector. Mi ignorancia de las obras de Blanqui se debe, quizá, al plan de lectura. Desde muy joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada producción de libros y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era irnprescindible un plan de lecturas. Este plan jalona mi vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra por la literatura francesa, otra por las ciencias naturales, otra por la antigua literatura celta y en especial la del país de Kimris (debido a la influencia del padre de Morris). La medicina se ha intercalado en este plan, sin interrumpirlo nunca. Pocos días antes de la visita del teniente Kramer a mi consultorio, yo había concluido con las ciencias ocultas. Había explorado las obras de Papus, de Richet de Lhomond, de Stanislas de Guaita, de Labougle, del obispo de la Rocheia, de Lodge, de Hogden, de Albertoel Grande. Me interesaban especialmente los conjuros, las apariciones y las desapariciones; con relación a estas últimas recordaré siempre el caso de Sir Daniel Sludge Home, quien, a instancias de la Society for Psychical Research, de Londres, y ante una concurrencia compuesta exclusivamente de baronets, intentó unos pases que se emplean para provocar la desaparición de fantasmas y murió en el acto. En cuanto a esos nuevos Elías, que habrían desaparecido sin dejar rastros ni cadáveres, me permito dudar. El “misterio” de la carta me incitó a leer las obras de Blanqui (autor que yo ignoraba). Lo encontré en la enciclopedia, y comprobé que había escrito sobre temas políticos. Esto me complació: inmediatas a las ciencias ocultas se hallan la política y

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la sociología. Mi plan observa tales transiciones para evitar que el espíritu se adormezca en largas tendencias. Una madrugada, en la calle Corrientes, en una librería apenas atendida por un viejo borroso, encontré un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo, con títulos y filetes dorados: las obras completas de Blanqui. Lo compré por quince pesos. En la página 281 de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído íntegramente la obra, creo que el escrito aludido es “L’Éternité par les Astres” un poema en prosa; en mi edición comienza en la página 307, del segundo tomo. En ese poema o ensayo encontré la explicación de la aventura de Morris. Fui a Nazca; hablé con los comerciantes del barrio; en las dos cuadras que agotan la calle Miranda no vive ninguna persona de mi nombre. Fui a Márquez; no hay número 6890; no hay iglesias; había —esa tarde— una poética luz, con el pasto de los potreros muy verde, muy claro y con los árboles lilas y transparentes. Además la calle no está cerca de los talleres del F.C.O. Está cerca del puente de la Noria. Fui a los talleres del F.C.O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan B. Justo y Gaona. Pregunté cómo salir del otro lado de los talleres. “Siga por Rivadavia —me dijeron— hasta Cuzco. Después cruce las vías.” Como era previsible, allí no existe ninguna calle Márquez; la calle que Morris denomina Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni en el número 6890 —ni en el resto de la calle— hay iglesias. Muy cerca, por Cuzco, está San Cayetano; el hecho no tiene importancia: San Cayetano no es la iglesia del relato. La inexistencia de iglesias en la misma calle Bynnon, no invalida mi hipótesis de que esa calle es la mencionada por Morris. .. Pero esto se verá después. Hallé también las torres que mi amigo creyó ver en un lugar despejado y solitario: son el pórtico del Club Atlético Vélez Sársfield, en Fragueiro y Barragán. No tuve que visitar especialmente el pasaje Owen: vivo en él. Cuando Morris se encontró perdido, sospecho que estaba frente a las casas lúgubremente iguales del barrio obrero Monseñor Espinosa, con los pies enterrados en el barro blanco de la calle Perdriel. 64


Volví a visitar a Morris. Le pregunté si no recordaba haber pasado por una calle Hamílcar, o Haníbal, en su memorable recorrida nocturna. Afirmó que no conocía calles de esos nombres. Le pregunté si en la iglesia que él visitó había algún símbolo junto a la cruz. Se quedó en silencio, mirándome. Creía que yo no le hablaba en serio. Finalmente, me preguntó: —¿Cómo querés que uno se fije en esas cosas? Le di la razón. —Sin embargo, sería importante… —insistí—. Tratá de hacer memoria. Tratá de recordar si junto a la cruz no había alguna figura. —Tal vez —murmuró—, tal vez un… —¿Un trapecio? —insinué. —Sí, un trapecio —dijo sin convicción. —¿Simple o cruzado por una línea? —Verdad —exclamó—. ¿Cómo sabés? ¿Estuviste en la calle Márquez? Al principio no me acordaba nada… De pronto he visto el conjunto: la cruz y el trapecio; un trapecio cruzado por una línea con puntas dobladas. Hablaba animadamente. —¿Y te fijaste en alguna estatua de santos? —Viejo —exclamó con reprimida impaciencia—. No me habías pedido que levantara el inventario. Le dije que no se enojara. Cuando se calmó, le pedí que me mostrase el anillo y que me repitiese el nombre de la enfermera. Volví a casa, feliz. Oí ruidos en el cuarto de mi sobrina; pensé que estaría ordenando sus cosas. Procuré que no descubriera mi presencia; no quería que me interrumpieran. Tomé el libro de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a la calle. Me senté en un banco del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo:

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Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz. El 23 de junio Morris cayó con su Breguet en el Buenos Aires de un mundo casi igual a éste. El período confuso que siguió al accidente le impidió notar las primeras diferencias; para notar las otras se hubieran requerido una perspicacia y una educación que Morris no poseía. Remontó vuelo una mañana gris y lluviosa; cayó en un día radiante. El moscardón, en el hospital, sugiere el verano; el “calor tremendo” que lo abrumó durante los interrogatorios, lo confirma. Morris da en su relato algunas características diferenciales del mundo que visitó. Allí, por ejemplo, falta el País de Gales: las calles con nombre galés no existen en ese Buenos Aires: Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por laberintos de la noche y de su propia ofuscación, busca en vano el pasaje Owen… Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride, y Faverio, existimos allí porque nuestro origen no es galés; el general Huet y el mismo Ireneo Morris, ambos de ascendencia galesa, no existen (él penetró por accidente). El Carlos Alberto Servian de allá, en su carta, escribe entre comillas la palabra “Owen”, porque le parece extraña; por la misma razón, los oficiales rieron cuando Morris declaró su nombre. Porque no existieron allí los Morris, en Bolívar 971 sigue viviendo el inamovible Grimaldi. La relación de Morris revela, también, que en ese mundo Cartago no desapareció. Cuando comprendí esto hice mis tontas preguntas sobre las calles Haníbal y Hamílcar. Alguien preguntará cómo, si no desapareció Cartago, existe el idioma español. ¿Recordaré que entre la victoria y la aniquilación puede haber grados intermedios?

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El anillo es una doble prueba que tengo en mi poder. Es una prueba de que Morris estuvo en otro mundo: ningún experto, de los muchos que he consultado, reconoció la piedra. Es una prueba de la existencia (en ese otro mundo) de Cartago: el caballo es un símbolo cartaginés. ¿Quién no ha visto anillos iguales en el museo de Lavigerie? Además —Idibal, o Iddibal— el nombre de la enfermera, es cartaginés; la fuente con peces rituales y el trapecio cruzado son cartagineses; por último — horresco referens— están los convivios o circuli, de memoria tan cartaginesa y funesta como el insaciable Moloch… Pero volvamos a la especulación tranquila. Me pregunto si yo compré las obras de Blanqui porque estaban citadas en la carta que me mostró Morris o porque las historias de estos dos mundos son paralelas. Como allí los Morris no existen, las leyendas celtas no ocuparon parte del plan de lecturas; el otro Carlos Alberto Servian pudo adelantarse; pudo llegar antes que yo a las obras políticas. Estoy orgulloso de él: con los pocos datos que tenía, aclaró la misteriosa aparición de Morris; para que Morris también la comprendiera, le recomendó “L’Éternite par les Astres”. Me asombra, sin embargo, su jactancia de vivir en el bochornoso barrio Nazca y de ignorar el pasaje Owen. Morris fue a ese otro mundo y regresó. No apeló a mi bala con resorte ni a los demás vehículos que se han ideado para surcar la increíble astronomía. ¿Cómo cumplió sus viajes? Abrí el diccionario de Kent; en la palabra pase, leí: “Complicadas series de movimientos que se hacen con las manos, por las cuales se provocan apariciones y desapariciones.” Pensé que las manos tal vez no fueran indispensables; que los movimientos podrían hacerse con otros objetos; por ejemplo, con aviones. Mi teoría es que el “nuevo esquema de prueba” coincide con algún pase (las dos veces que lo intenta, Morris se desmaya, y cambia de mundo). Allí supusieron que era un espía venido de un país limítrofe: aquí explican su ausencia, imputándole una fuga al extranjero, con propósitos de vender un arma secreta. Él no entiende nada y se cree víctima de un complot inicuo.

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Cuando volví a casa encontré sobre el escritorio una nota de mi sobrina. Me comunicaba que se había fugado con ese traidor arrepentido, el teniente Kramer. Añadía esta crueldad: “Tengo el consuelo de saber que no sufrirás mucho, ya que nunca te interesaste en mí.” La última línea estaba escrita con evidente saña; decía: “Kramer se interesa en mí; soy feliz.” Tuve un gran abatimiento, no atendí a los enfermos y por más de veinte días no salí a la calle. Pensé con alguna envidia en ese yo astral, encerrado, como yo, en su casa, pero atendido por “solicitas manos femeninas”. Creo conocer su intimidad; creo conocer esas manos. Lo visité a Morris. Traté de hablarle de mi sobrina (apenas me contengo de hablar, incesantemente, de mi sobrina). Me preguntó si era una muchacha maternal. Le dije que no. Le oí hablar de la enfermera. No es la posibilidad de encontrarme con una nueva versión de mí mismo lo que me incitaría a viajar hasta ese otro Buenos Aires. La idea de reproducirme, según la imagen de mi ex libris, o de conocerme, según su lema, no me ilusiona. Me ilusiona, tal vez, la idea de aprovechar una experiencia que el otro Servian, en su dicha, no ha adquirido. Pero éstos son problemas personales. En cambio la situación de Morris me preocupa. Aquí todos lo conocen y han querido ser considerados con él; pero como tiene un modo de negar verdaderamente monótono y su falta de confianza exaspera a los jefes, la degradación, si no la descarga del fusilamiento, es su porvenir. Si le hubiera pedido el anillo que le dio la enfermera, me lo habría negado. Refractario a las ideas generales, jamás hubiera entendido el derecho de la humanidad sobre ese testimonio de la existencia de otros mundos. Debo reconocer, además, que Morris tenía un insensato apego por ese anillo. Tal vez mi acción repugne a los sentimientos delgentleman (alias, infalible, del cambrioleur); la conciencia del humanista la aprueba. Finalmente, me es grato señalar un resultado inesperado: desde la pérdida del anillo, Morris está más dispuesto a escuchar mis planes de evasión.

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Nosotros, los armenios, estamos unidos. Dentro de la sociedad formamos un núcleo indestructible. Tengo buenas amistades en el ejército. Morris podrá intentar una reproducción de su accidente. Yo me atreveré a acompañarlo. C. A. S. El relato de Carlos Alberto Servian me pareció inverosímil. No ignoro la antigua leyenda del carro de Morgan; el pasajero dice dónde quiere ir, y el carro lo lleva, pero es una leyenda. Admitamos que, por casualidad, el capitán Ireneo Morris haya caído en otro mundo; que vuelva a caer en éste sería un exceso de casualidad. Desde el principio tuve esa opinión. Los hechos la confirmaron. Un grupo de amigos proyectamos y postergamos, año tras año, un viaje a la frontera del Uruguay con el Brasil. Este año no pudimos evitarlo, y partimos. El 3 de abril almorzábamos en un almacén en medio del campo; después visitaríamos una “fazenda” interesantísima. Seguido de una polvareda, llegó un interminable Packard; una especie de jockey bajó. Era el capitán Morris. Pagó el almuerzo de sus compatriotas y bebió con ellos. Supe después que era secretario, o sirviente, de un contrabandista. No acompañé a mis amigos a visitar la “fazenda”. Morris me contó sus aventuras: tiroteos con la policía; estratagemas para tentar a la justicia y perder a los rivales; cruce de ríos prendido a la cola de los caballos; borracheras y mujeres… Sin duda exageró su astucia y su valor. No podré exagerar su monotonía. De pronto, como en un vahído, creí entrever un descubrimiento. Empecé a investigar; investigué con Morris; investigué con otros, cuando Morris se fue. Recogí pruebas de que Morris llegó a mediados de junio del año pasado, y de que muchas veces fue visto en la región, entre principios de septiembre y fines de diciembre. El 8 de septiembre intervino en unas carreras cuadreras, en Yaguarao; después pasó varios días en cama, a consecuencia de una caída del caballo. Sin embargo, en esos días de septiembre, el capitán Morris estaba internado y detenido en el Hospital Militar, de Buenos Aires: las autoridades militares, 69


compañeros de armas, sus amigos de infancia, el doctor Servian y el ahora capitán Kramer, el general Huet, viejo amigo de su casa, lo atestiguan. La explicación es evidente: En varios mundos casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23 de junio) a probar aeroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o al Brasil. Otro, que salió de otro Buenos Aires, hizo unos “pases” con su aeroplano y se encontró en el Buenos Aires de otro mundo (donde no existía Gales y donde existía Cartago; donde espera Idibal). Ese Ireneo Morris subió después en el Dewotine, volvió a hacer los “pases”, y cayó en este Buenos Aires. Como era idéntico al otro Morris, hasta sus compañeros lo confundieron. Pero no era el mismo. El nuestro (el que está en el Brasil) remontó vuelo, el 23 de junio, con el Breguet 304; el otro sabía perfectamente que había probado el Breguet 309. Después, con el doctor Servian de acompañante, intenta los pases de nuevo y desaparece. Quizá lleguen a otro mundo; es menos probable que encuentren a la sobrina de Servian y a la cartaginesa. Alegar a Blanqui, para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue, tal vez, un mérito de Servian; yo, más limitado, hubiera propuesto la autoridad de un clásico; por ejemplo: “según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los cuales algunos son, no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales”

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Anexo Cuestionario de “La trama celeste” 1. ¿Quién es el personaje que descubre los mundos paralelos? 2. Menciona tres lugares a los que viaja y encuentra realidades distintas. 3. ¿Cuáles son los dos temas que se abordan en general? 4. ¿Quién es el que narra los sucesos? 5. ¿Cómo es que sucedió el primer viaje a un universo paralelo? 6. ¿En qué persona se narra el cuento? 7. ¿Qué es lo que ocurre tras el accidente? 8.

¿Qué artefacto era el que abría dimensiones cercanas y quién se lo entrega?

9. ¿Qué nacionalidad era el protagonista? 10. ¿Cómo llamaron los militares al personaje principal cuando no se explicaban sus desapariciones?

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LOS TRES COSMONAUTAS – UMBERTO ECO

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Biografía del autor (Alessandria, Piamonte, 1932 - Milán, 2016) Semiólogo y escritor italiano. Se doctoró en filosofía en la Universidad de Turín, con L. Pareyson. Su tesis versó sobre El problema estético en Santo Tomás (1956), y su interés por la filosofía de Santo Tomás de Aquino y la cultura medieval se haría más o menos presente en toda su obra, hasta emerger de manera explícita en su novela El nombre de la rosa (1980). Desde 1971 ejerció su labor docente en la Universidad de Bolonia, donde ostentó la cátedra de Semiótica. Los aspectos analizados por Umberto Eco abarcan desde la producción artística de vanguardia, como en Obra abierta (1962), hasta la cultura de masas, como en Apocalípticos e integrados (1964) o en El superhombre de masas (1976). A la sistematización de la teoría semiótica dedicó, sobre todo, el Tratado de semiótica general (1975), publicado casi al mismo tiempo en Estados Unidos con el título de A Theory of Semiotics, obra en la que el autor elaboró una teoría de los códigos y una tipología de los modos de producción sígnica. En mayo de 2000 fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias. Contexto histórico, social y cultural El cuento fue escrito en una época en donde las naciones se encontraban en una competencia constante por los avances tecnológicos. En 1969 por primera vez el hombre pisó la luna y Estados Unidos demuestra su “superioridad” al ser la primera nación en ir a la luna, eso se ve reflejado en la competición y desconfianza que se nota en los 3 protagonistas de nuestro cuento, pues uno era americano, otro ruso y otro era de raza negra. En el cuento podemos ver que, a pesar de que el americano y el ruso eran de diferentes naciones, no tuvieron problema en inferiorizar al hombre de color negro, esto es un claro reflejo del racismo que abundaba en esa época. Al final del cuento los tres cosmonautas se encuentran con un marciano a quien primero catalogan como enemigo por no ser terrestre. El cuento termina con una amistad entre los cuatro dándose cuenta de que, a pesar de tener diferentes culturas,

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pueden dejarlas a un lado y convivir en armonía. En la época, se luchaba por una igualdad y se buscaba erradicar el racismo con el fin de convivir en armonía. Análisis de texto (invitación) Considero que es un texto que engloba muchos aspectos como lo son la humanidad, el racismo, el nacionalismo, entre otros. Es un cuento que para ser infantil resulta bastante satisfactorio de leer para una persona mayor, pues nos hace reflexionar acerca de las diferencias entre las personas y los grupos sociales, dejándonos una reflexión y concluyendo que, a pesar de las normas que entabla la sociedad, todos somos seres vivos y contamos con la libertad.

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“Los Tres Cosmonautas” – Umberto Eco Había una vez la Tierra. Y había una vez Marte. Estaban muy lejos el uno de la otra, en medio del cielo, y alrededor había millones de planetas y de galaxias. Los hombres que estaban sobre la Tierra querían llegar a Marte y a los otros planetas; ¡pero estaban tan lejos! De todos modos, se pusieron a trabajar. Primero lanzaron satélites que giraban alrededor de la Tierra durante dos días y volvían a bajar. Después, lanzaron cohetes que daban algunas vueltas alrededor de la Tierra, pero, en vez de volver a bajar, al final escapaban de la atracción terrestre y partían hacia el espacio infinito. Al principio, pusieron perros en los cohetes: pero los perros no sabían hablar y por la radio del cohete transmitían solo "guau, guau". Y los hombres no entendían qué habían visto y adónde habían llegado. Por fin, encontraron hombres valientes que quisieron trabajar de astronautas. El astronauta se llama así porque parte a explorar los astros que están en el espacio infinito, con los planetas, las galaxias y todo lo que hay alrededor. Los astronautas partían sin saber si podían regresar. Querían conquistar las estrellas, de modo que un día todos pudieran viajar de un planeta a otro, porque la Tierra se había vuelto demasiado chica y los hombres eran cada día más. Una linda mañana, partieron de la Tierra, de tres lugares distintos, tres cohetes. En el primero iba un estadounidense que silbaba muy contento una canción de jazz.

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En el segundo iba un ruso, que cantaba con voz profunda "Volga, Volga". En el tercero iba un negro que sonreía feliz con dientes muy blancos sobre la cara negra. En esa época los habitantes de África, libres por fin, habían probado que como los blancos podían construir, casas, máquinas y, naturalmente, astronaves. Cada uno de los tres deseaba ser el primero en llegar a Marte: El norteamericano, en realidad, no quería al ruso, ni el ruso al norteamericano, porque el norteamericano para decir "buenos días" decía How do you do y el ruso decía Как поживаете. Así, no se entendían y creían que eran diferentes.

Además, ninguno de los dos quería al negro porque tenía un color distinto. Por eso no se entendían. Como los tres eran muy valientes, llegaron a Marte casi al mismo tiempo. Descendieron de sus astronaves con el casco y el traje espacial. Y se encontraron con un paisaje maravilloso y extraño: El terreno estaba surcado por largos canales llenos de agua de color verde esmeralda. Había árboles azules y pajaritos nunca vistos, con plumas de rarísimo color. En el horizonte se veían montañas rojas que despedían misteriosos fulgores. Los astronautas miraban el paisaje, se miraban entre sí y se mantenían separados, desconfiando el uno del otro. Cuando llegó la noche se hizo un extraño silencio alrededor. La Tierra brillaba en el cielo como si fuera una estrella lejana.

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Los astronautas se sentían tristes y perdidos, y el norteamericano, en medio de la oscuridad, llamó a su mamá. Dijo: "Mamie". Y el ruso dijo: "Mama" Y el negro dijo: "Mbamba" Pero enseguida entendieron que estaban diciendo lo mismo y que tenían los mismos sentimientos. Entonces se sonrieron, se acercaron, encendieron juntos una linda fogatita, y cada uno cantó las canciones de su país. Con esto recobraron el coraje y, esperando la mañana, aprendieron a conocerse. Por fin llegó la mañana y hacía mucho frío. De repente, de un bosquecito salió un marciano. ¡Era realmente horrible verlo! Todo verde, tenía dos antenas en lugar de orejas, una trompa y seis brazos. Los miró y dijo: "grrrrr". En su idioma quería decir: "¡Madre mía!, ¿Quiénes son estos seres tan horribles?". Pero los terráqueos no lo entendieron y creyeron que ése era un grito de guerra. Era tan distinto a ellos que no podían entenderlo y amarlo. Enseguida se pusieron de acuerdo y se declararon contra él. Frente a ese monstruo sus pequeñas diferencias desaparecían. ¿Qué importaba que uno tuviera la piel negra y los otros la tuvieran blanca? Entendieron que los tres eran seres humanos.

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El otro no. Era demasiado feo y los terráqueos pensaban que era tan feo que debía ser malo. Por eso decidieron matarlo con sus desintegradores atómicos. Pero de repente, en el gran hielo de la mañana, un pajarito marciano, que evidentemente se había escapado del nido, cayó al suelo temblando de frío y de miedo. Piaba desesperado, más o menos como un pájaro terráqueo. Daba mucha pena. El norteamericano, el ruso y el negro lo miraron y no supieron contener una lágrima de compasión. Y en ese momento ocurrió un hecho que no esperaban. También el marciano se acercó al pajarito, lo miró, y dejó escapar dos columnas de humo de su trompa. Y los terráqueos, entonces; comprendieron que el marciano estaba llorando. A su modo, como lo hacen los marcianos. Luego vieron que se inclinaba sobre el pajarito y lo levantaba entre sus seis brazos tratando de darle calor. El negro que en sus tiempos había sido perseguido por su piel negra sabía cómo eran las cosas. Se volvió hacia sus dos amigos terráqueos: -¿Entendieron? –dijo-. ¡Creíamos que este monstruo era diferente a nosotros y, en cambio, también él ama los animales, sabe conmoverse, tiene corazón y, sin duda, cerebro también! ¿Todavía creen que tenemos que matarlo? Se sintieron avergonzados ante esa pregunta. Los terráqueos ya habían entendido la lección: no es suficiente que dos criaturas sean diferentes para que deban ser enemigas. Por eso se aproximaron al marciano y le tendieron la mano.

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Y él, que tenía seis manos, estrechó de una sola vez las de ellos tres, mientras con las que tenía libres hacía gestos de saludo. Y señalando con el dedo la Tierra, ahí abajo en el cielo, hizo entender que quería hacer conocer a los demás habitantes y estudiar junto a ellos la forma de fundar una gran república espacial en la que todos estuvieran de acuerdo y se quisieran. Los terráqueos dijeron que sí muy contentos. Y para festejar el acontecimiento le ofrecieron un cigarrillo. El marciano muy feliz se lo metió en la nariz y empezó a fumar. Pero ya los terráqueos no se escandalizaban más. Habían entendido que en la Tierra como en los otros planetas, cada uno tiene sus propias costumbres y que sólo es cuestión de comprenderse y aceptarse todos.

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Anexo Instrucciones: Resuelve la siguiente columna relacionando cada número con su respectivo inciso A) Los cosmonautas eran:

1) A un marciano

B) El planeta al que viajaron se

2) Marte

llamaba C) El cuento finaliza la siguiente

3) Cada uno a sus madres

moraleja: D) ¿Qué vieron en marte?

4) Solo es cuestión de comprenderse y aceptarse todos

E) ¿A quién le hablaron los astronautas por teléfono (fue la

5) Uno era ruso, otro americano y otro de color negro

causa de ver que tenían cosas en común)?

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SUEÑOS DE ROBOT – ISAAC ASIMOV

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Biografía del autor Isaac Asimov nació en Rusia el 2 de enero de 1920, fue un escritor y bioquímico de origen soviético, nacionalizado estadounidense, conocido por ser un prolífico autor de obras de ciencia ficción, historia y divulgación científica. Asimov, asimismo, tenía un dilatado conocimiento sobre las ciencias naturales en todo su conjunto. Sus padres, Judah Ozímov y Anna Rachel, de origen judío, se trasladaron a Nueva York el 11 de enero de 1923, cuando el autor tenía tres años.Su infancia transcurrió en el barrio neoyorkino de Brooklyn, donde el joven Isaac aprendió por sí mismo a leer a la edad de cinco años. Se graduó como bioquímico en la Universidad de Columbia en 1939. Al ser rechazado para realizar un posgrado en las escuelas de medicina de las universidades de Nueva York, regresó a Columbia y decidió tomar un posgrado de Química, título que obtuvo en 1941. En 1939 empezó a publicar historias en revistas de ciencia ficción, y en 1950 publicó su primer libro, Un guijarro en el cielo, y su primera obra científica, un texto de bioquímica conjuntamente con dos colegas, en 1953. Se dedicó exclusivamente a la escritura a partir de 1958 y fue autor de unas 500 obras para adultos y jóvenes lectores, de temáticas que se fueron extendiendo paulatinamente desde la ciencia y ciencia ficción a las historias de misterio, humor, historia, así como algunos volúmenes sobre la Biblia y Shakespeare. Asimov falleció el 6 de abril de 1992, en la ciudad de Nueva York tras un fallo coronario y renal. En 2002, Janet Asimov reveló en su propia biografía que la muerte de Isaac Asimov se había debido al sida, enfermedad que Asimov contrajo durante una operación de bypass en 1982. Algunas de sus obras son: Robots e Imperio, Las corrientes del espacio, Amigos robots, Anochecer, Bóvedas de acero, Breve historia de la Química, Cien preguntas básicas sobre la ciencia, Cuentos de los viudos negros, El archivo de los viudos negros, El electrón es zurdo y otros ensayos científicos, y El fin de la eternidad. Contexto histórico, social y cultural Este cuento de ciencia ficción se dio durante el siglo XX, el cual se veía influenciado por los efectos de la revolución industrial, en este período se produce un notable cambio socioeconómico y cultural a nivel mundial. La economía se veía sustentada por los trabajos manuales, sin embargo la aparición de máquinas ese trabajo fue sustituido y el comercio adquirió un desarrollo notable en la producción. La sustitución de la mano de obra por máquinas marcó desigualdades sociales y se desarrollaron diversas doctrinas como el anarquismo, socialismo y comunismo El triunfo de la revolución de Octubre en 1917 influyó en las ideas de la sociedad. Y en Rusia se impone un régimen comunista que condicionó la política mundial de todo el siglo XX. Todos los cambios y guerras que ocurrieron hicieron que la población estuviera abrumada sobre el pasado, por lo tanto los escritores de ciencia ficción decidieron

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enfocarse en el futuro, los avances científicos que hubo durante la época también los motivaron, uno de estos fue la teoría de relatividad de Einstein Tomando en cuenta las características que mencioné, mi cuento es de ciencia ficción ya que cumple con la mayoría de estas, entre la más destacadas está que se basa en una atmósfera creada por el avance científico y tecnológico. Análisis Se trata de una obra de género narrativo ya que está escrita en prosa. Cuenta la historia de un robot diferente, ya que tiene la capacidad de soñar, su creadora no le cree al inicio, pero estos sueños se vuelven más frecuentes, tanto que tuvo que pedir ayuda, la jefa de la creadora del robot lo interroga hasta que llega a la conclusión de destruirlo, ya que los sueños del robot eran sobre la libertad de todos los de su especie, sin tener que acatar las órdenes de los humanos y modificando las leyes de la robótica El tema principal del cuento es la robótica, por lo tanto este cuento es de ciencia ficción porque una de los temas principales de esta corriente son los inventos novedosos y los robots y máquinas, también el autor del cuento es uno de los más destacados escritores de ciencia ficción Los personajes: Elvex (robot), Susan Calvin (jefa de Linda), Linda Rash (creadora del robot) se desenvuelven en el laboratorio de Linda Rash, en medio de un ambiente psicológico disfórico. Transcurre en un avance cronológico mientras Rash y Calvin hablan y anacrónico cuando elvex recuerda su sueño El texto no muestra complejidades por lo tanto es muy sencillo leerlo y comprenderlo, aunque muestra cambios en el tiempo no son difíciles de comprender y tampoco presenta complejidad psicológica. El cuento me pareció muy interesante ya que, en mi opinión muestra a los robots con características propias de los humanos, en este caso la capacidad de soñar y al mismo tiempo muestra la deshumanización o el miedo a algo que pueda superar o cuestionar a los humanos, también te atrapa en la historia y en los sueños de Elvex, mientras lo lees te distrae del escenario final que es planteado desde el inicio: la destrucción de Elvex.

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“Sueños de Robot” – Isaac Asimov -Anoche soñé -anunció Elvex tranquilamente. Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir un estremecimiento microscópico. -¿Ha oído eso? -preguntó Linda Rash, nerviosa-. Ya se lo había dicho. Era joven, menuda, de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez. Calvin asintió y ordenó a media voz: -Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre. No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de metal y así se quedaría hasta que escuchara su nombre otra vez. -¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? -preguntó Calvin-. O márcalo tú misma, si te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico. Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla. -Permíteme, por favor -solicitó Calvin-, manipular tu computadora. Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda, una inexperta robosicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente? Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo, marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos. En su rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos vastísimos se sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de diseño. Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba los diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía? -¿Qué es lo que has hecho, Rash? -dijo Calvin, por fin.

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Linda, algo avergonzada, contestó: -He utilizado la geometría fractal. -Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué? -Nunca se había hecho. Pensé que tal vez produciría un diseño cerebral con complejidad añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano. -¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta? -No consulté a nadie. Lo hice sola. Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven. -No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash¹: tu naturaleza hace juego con tu nombre. ¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido antes. -Temí que se me impidiera. -¡Por supuesto que se te habría impedido! -Van a… -su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme-. ¿Van a despedirme? -Posiblemente -respondió Calvin-. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo piense cuando haya terminado. -¿Va usted a desmantelar a Elv…? -por poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no era demasiado tarde-. ¿Va a desmantelar al robot? En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso precisamente. -Veremos -postergó Calvin-, el robot puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo. -Pero, ¿cómo puede soñar? -Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al humano. Los cerebros

humanos

tienen

que

soñar

para

reorganizarse,

desprenderse

periódicamente de trabas y confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este robot y por las mismas razones. ¿Le has preguntado qué soñó? -No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado. Después de eso, ya no podía tratar el caso yo sola.

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-¡Yo! -una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin-. Hay límites que tu locura no te permite rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que podemos descubrir juntas. -¡Elvex! -llamó con voz autoritaria. La cabeza del robot se volvió hacia ella. -Sí, doctora Calvin. -¿Cómo sabes que has soñado? -Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin -explicó Elvex-, cuando de pronto aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen relación con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de forma extraña. Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me encontré con la palabra “sueño”. Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando. -Me pregunto cómo tenías “sueño” en tu vocabulario. Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot: -Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que… -Así que pensó -murmuró Calvin-. Estoy asombrada. -Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, “jamás ‘soñé’ que…”, o algo parecido. -¿Cuántas veces has soñado, Elvex? -preguntó Calvin. -Todas las noches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia. -Diez noches -intervino Linda con ansiedad-, pero me lo ha dicho esta mañana. -¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex? -Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que soñaba. Hasta entonces pensaba que había un fallo en el diseño de mi cerebro positrónico, pero no sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía ser un sueño. -¿Y qué sueñas? -Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me parece ver un gran panorama en el que hay robots trabajando. -¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos? -En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Solo robots. -¿Qué hacen, Elvex?

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-Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del mar. Calvin se volvió a Linda. -Elvex tiene solo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación de pruebas. ¿Cómo sabe tanto de robots? Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz apagada: -Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que podía resultar particularmente adaptable para hacer de capataz con su… su nuevo cerebro -declaró con voz apagada. -¿Su cerebro fractal? -Sí. Calvin asintió y se volvió hacia el robot. -Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra… y también el espacio, me imagino. -También vi robots trabajando en el espacio -dijo Elvex-. Fue al ver todo esto, con detalles cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a la conclusión de que estaba soñando. -¿Y qué más viste, Elvex? -Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y deseé que descansaran. -Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar -le advirtió Calvin. -Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. En mi sueño me pareció que los robots deben proteger su propia existencia. -¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? -preguntó Calvin. -En efecto, doctora Calvin. -Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: “Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la primera y segunda ley”.

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-Sí, doctora Calvin, esta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en la palabra “existencia”. No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley. -Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: “Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando dichas órdenes estén en conflicto con la primera ley”. Por esta razón los robots obedecen órdenes. Hacen el trabajo que les has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin problemas. No están abrumados; no están cansados. -Y así es en la realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño. -Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: “Un robot no debe dañar a un ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser humano”. -Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera ni segunda ley, sino solamente la tercera, y esta decía: “Un robot debe proteger su propia existencia”. Esta era toda la ley. -¿En tu sueño, Elvex? -En mi sueño. -Elvex -dijo Calvin-, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre. Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal. Calvin se dirigió a Linda Rash: -Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash? -Doctora Calvin -dijo Linda con los ojos desorbitados y el corazón palpitándole fuertemente-, estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible. -No -observó Calvin con calma-, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has creado un cerebro robótico capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta que el peligro hubiera sido alarmante. -Pero esto es imposible -exclamó Linda-. No querrá decir que los demás robots piensen lo mismo. -Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no quedaba sometida al control de las tres leyes? Esto hubiera ocurrido a medida 88


que los cerebros positrónicos se volvieran más y más complejos… de no haber sido puestos sobre aviso. -Quiere decir, por Elvex. -Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con cerebros fractales, formándolos cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No serás penalizada por lo que hiciste, pero en adelante trabajarás en colaboración con otros. -Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex? -Aún no lo sé. Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus electrones contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y desprendía suficiente energía como para fundir su cerebro en un lingote inerte. -Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones -objetó Linda-. No debe ser destruido. -¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo peligroso que sea Elvex. Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso de su responsabilidad. Dijo: -Elvex, ¿me oyes? -Sí, doctora Calvin -respondió el robot. -¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere esto decir que aparecieron después? -Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un hombre. -¿Un hombre? ¿No un robot? -Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: “¡Deja libre a mi gente!” -¿Eso dijo el hombre? -Sí, doctora Calvin. -Y cuando dijo “deja libre a mi gente”, ¿por las palabras “mi gente” se refería a los robots? -Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño. -¿Y supiste quién era el hombre… en tu sueño? -Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre. 89


-¿Quién era? Y Elvex dijo: -Yo era el hombre. Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.

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Anexo Sopa de letras de “Sueños de robot”

1) ¿Qué deseaban los robots en el sueño de Elvex? 2) ¿Qué capacidad especial tenía Elvex? 3) ¿Quién creó a Elvex? 4) ¿Cuál es el ambiente psicológico del cueto? 5) ¿De qué corriente es el cuento? 6) ¿Quién escribió el cuento? 7) ¿Cuál era el nombre del robot? 8) ¿Quién destruyó a Elvex?

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ANOCHECER- ISAAC ASIMOV

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Contexto histórico, social y cultural. La literatura en nuestra época se caracteriza por no tener ningún tipo de sostén ideológico. Pasada las dos Grandes Guerras, vino la Guerra Fría, que se caracterizó por el enfrentamiento de dos modelos políticos (económicos que difieren respecto al concepto de modelo financiero, igualdad, derechos humanos y soberanía; se trataban de los Estados Unidos de América frente a la Unión de República Socialistas Soviética, cuya economía) así como la América frente a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, cuya economía, se desplomó entre 1980 y 1990. Después de ello, comenzamos a vivir una época de economía global y corporativa, de un alto grado de consumismo y de crisis de la idea de nacionalidad. Dentro de esta misma época y durante el contexto social surgen los movimientos sociales que a la vez son culturales como los “hippies”, que participaban activamente en las protestas anti-guerra y se extienden por todo el mundo; así como el movimiento “skinhead”, nacido en Inglaterra. Dentro de la misma sociedad se crean varios grupos de jóvenes como son los llamados Beatlemania, su grupo era dirigido a The Beatles. Durante esta época se creó un género musical al que llamaron country, este género fue muy relevante puesto que combinó la música folclórica de algunos países europeos de inmigrantes, principalmente Irlanda con otras formas musicales ya arraigadas en Norteamérica como el blues y la música espiritual y religiosa como el góspel. También durante esta época crea el stride de piano en un estilo pianístico de jazz. Esta época fue de nuevos géneros musicales, cambiando varias formas de pensar y hasta llegando a cambiar costumbres de la gente.

Análisis del texto Anochecer es un relato escrito por Asimov, este cuento, permite al lector experimentar del cataclismo que estará presente en Kalgash a través de los ojos de un periodista, un astrónomo, un arqueólogo, un psicólogo, un periodista y un fanático religioso. Anochecer plantea la concurrencia de una serie de acontecimientos que convergen

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hasta provocar un hecho insólito, tanto que se da por imposible, y que es capaz de acabar con la civilización de todo un planeta. Este cuento se adentra en la ciencia ficción ya que se centra no tanto en la caracterización de los personajes como en la exploración de la mente humana ante una inminente destrucción de la civilización. Se recomienda esta lectura ya que acaba por hacer reflexionar al lector sobre la fragilidad de las ideas del mundo y el universo que tiene el hombre.

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“Anochecer” - Isaac Asimov Aton 77, director de la Universidad de Saro, alargó el labio inferior con actitud desafiante y contempló furioso al joven periodista. Asimov, Isaac Theremon 762 no lo tomó en cuenta. En los primeros días, cuando su columna era sólo una loca idea que pululaba en la cabeza de un cachorro de reportero, había acabado por especializarse en entrevistas «imposibles». Le había costado magulladuras, ojos morados y huesos rotos; pero, en cambio, le había proporcionado buenas reservas de frialdad y discreción. De modo que hizo caso omiso de cuanta gesticulación prodigara el otro y esperó pacientemente que cosas peores llegaran. Los astrónomos eran bichos raros y si lo que Aton había llevado a cabo en los últimos dos meses significaba algo, entonces se trataba del bicho más raro del montón. Aton 77 encontró una voz apropiada y la hizo fluir con la rebuscada, cuidadosa y pedante fraseología (puntal de su fama, entre otras cosas) que nunca abandonaba. —Señor —dijo—, manifiesta usted una flema insufrible viniéndome con tan impúdica proposición. El fornido tele-fotógrafo del Observatorio, Beenay 25, se pasó la punta de la lengua por sus labios resecos e intervino. —Ahora, señor, después de todo… El director se volvió hacia él y arqueó una blanca ceja. —No interfiera, Beenay. Ya he hecho bastante trayendo este hombre aquí; creo en sus buenas intenciones pero no toleraré la menor insubordinación.

Theremon decidió que había llegado la hora de abrir la boca.

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—Director Aton, si me permitiera comenzar lo que quiero decirle, creo que… —Pues yo no creo, joven —replicó Aton—, que nada de cuanto pueda decir servirá para mitigar lo que ha ido apareciendo en los dos últimos meses en su columna impresa. Ha llevado usted a cabo una tenaz campaña periodística contra los esfuerzos que yo y mis colegas hemos desplegado para preparar al mundo contra la amenaza que, desgraciadamente, se ha vuelto imposible impedir. Se ha cubierto usted de gloria dirigiendo ataques personales contra la investigación y el personal de este Observatorio con el solo objeto de cubrirnos de ridículo. Cogió de una mesa un ejemplar del Chronicle de Saro y lo desplegó furiosamente ante Theremon. —Hasta una persona de su muy conocida impudicia habría dudado antes de venirme con una propuesta que esa misma persona ha estado utilizando como material de gaceta en una columna de periódico. Aton arrojó el periódico al suelo, se dirigió a la ventana y se quedó allí con las manos unidas en la espalda. —Puede retirarse —dijo por encima de su hombro. Elevó la mirada y contempló la ubicación de Gamma, el más brillante de los seis soles del planeta. Amarillento, declinaba ya su curso sobre la línea del horizonte, y Aton sabía que nunca más volvería a verlo con ojos tranquilos. Entonces se volvió. —No, aguarde, venga aquí —gesticuló perentoriamente—. Le proporcionaré lo que desea. El periodista no había hecho, empero, el menor gesto que indicara su retirada, y ahora se aproximó lentamente al anciano. Aton señaló al exterior. —De los seis soles, sólo Beta quedará en el cielo. ¿Puede verlo? La pregunta era más bien innecesaria. Beta estaba casi en su cenit, con su rojiza luz derivando hacia el naranja, como los brillantes rayos del poniente Gamma. Beta

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estaba en el afelio. Era pequeño; menor incluso que otras veces en que lo viera Theremon; y por el momento era el indiscutido rey del firmamento de Lagash. Alfa, el sol de Lagash propiamente dicho, alrededor del cual trazaba su órbita, estaba en los antípodas respecto de sus dos distantes congéneres. El rojo y enano Beta compañero inmediato de Alfa- estaba solo, cruelmente solo… La alzada cara de Aton brillaba con rojizo resplandor bajo los rayos solares. —Dentro de cuatro horas —dijo—, la civilización, tal cual la conocemos, llegará a su fin. Y será así porque, como usted ve, Beta es el único sol en el cielo. —Sonrió con dureza—. ¡Escriba eso! No habrá nadie que pueda leerlo. —¿Y si transcurren cuatro horas, y luego otras cuatro, y nada ocurre? —preguntó Theremon en voz baja. —No se preocupe por esas menudencias. Lo que ha de ser, será. —¡Garantícelo! Y, repito: ¿si nada ocurriera? En una ráfaga de segundo llegó la voz de Beenay 25. —Señor, creo que debe usted escucharle. —Sométalo a votación, director Aton —dijo Theremon. Hubo una ligera agitación entre los cinco miembros restantes de la plantilla del Observatorio, que hasta el momento habían mantenido una actitud neutral. —Eso —dijo Aton engreído— no será necesario. —Sacó su reloj de bolsillo—. Desde que su gentil amigo Beenay comenzó a insistir urgentemente en que yo debía escucharle a usted, han transcurrido cinco minutos. Prosiga. —¡Perfecto! ¿Qué diferencia habría para su reputación si usted se dignara permitirme que yo fuera testigo presencial de lo que haya de suceder? Pues si su predicción es cierta, mi presencia no constituiría molestia alguna, ya que, en ese caso, mi columna jamás sería escrita. Y, por otro lado, si nada ocurre, como usted no esperará sino el

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ridículo o algo peor, tomaría una sabia medida si dejara previamente el ridículo a cargo de los amigos. —Cuando dice amigos, ¿se refiere a personas como usted? —preguntó Aton. —Por supuesto —replicó Theremon, tomando asiento y cruzando las piernas—. Mi columna acaso haya llegado a ser un tanto grosera, pero al menos posee la virtud de introducir una sana duda en la gente. Después de todo, no estamos en el siglo de los Apocalipsis. Como usted sabe, la gente ya no cree en el Libro de las Revelaciones y le fastidia mucho que los científicos vuelvan una y otra vez a machacarnos con que, a fin de cuentas, los Cultistas son los que tienen razón. —Se equivoca usted, joven —se lanzó Aton—. Aunque los grandes planes que todavía subsisten han tenido su origen en el Culto, nuestros resultados están completamente expurgados de cualquier misticismo que derive de él. Los hechos son los hechos y la llamémosle mitología del Culto está respaldada por unos cuantos. Así lo hemos explicado al pueblo para desvelar de una vez el misterio. Le aseguro que el Culto tiene mayores motivos que ustedes para odiarnos. —No siento ningún odio hacia usted. Simplemente, intento decirle que el público está hasta las narices. Irritado, ¿entiende? —Pues que siga irritado —dijo Aton, ladeando la boca con burla. —Como quiera, pero, ¿qué ocurrirá mañana? —¡No habrá ningún mañana! —En caso de que lo haya. Digamos que ese mañana se reduce a lo justo para ver lo que haya de ocurrir. Esa irritación puede convertirse en algo serio. Las cosas se han precipitado en los dos últimos meses. Los inversores afirman no creer que se aproxime el fin del mundo, pero por si las moscas se encierran en sus casas con su dinero. La opinión pública no cree en usted, fíjese, y sin embargo lleva trastornada su vida desde hace meses y aún lo estará otros tantos… hasta estar segura. »De manera que usted puede darse cuenta de dónde está el meollo. Tan pronto acabe todo, lo interesante será saber qué ocurrirá con usted. Pues afirman que de ningún 98


modo van a permitir que un cantamañanas, con perdón, cito textualmente, les altere la prosperidad nacional con profecías, máxime cuando la profecía incluye al planeta entero. El panorama es bastante negro, señor. —Muy bien —dijo Aton mirando al columnista—, ¿y qué propone usted para remediar esas consecuencias? —Algo muy sencillo —contestó el otro—: hacerme cargo de la publicidad del asunto. Manejar las cosas de manera que sólo aflore el lado ridículo. Lo que va a ser un tanto difícil porque he contribuido personalmente, debo admitirlo, a indisponerlo ante esa turba de idiotas ofuscados, pero si consigo que la gente tan sólo se ría de usted, le aseguro que olvidará al cabo su ira. A cambio usted me concederá la historia en exclusiva. —Señor, nosotros pensamos que el periodista está en lo cierto —intervino Beenay— . Estos dos últimos meses hemos estado considerando las posibilidades de error en nuestra teoría y nuestros cálculos y, en efecto, existe al menos una posibilidad en alguna parte. Pues no debemos descartar esa posibilidad, así sea entre un millón, señor. Hubo un murmullo de aprobación entre los hombres agrupados alrededor de la mesa, y la expresión de la cara de Aton se aproximó a la del que mastica algo amargo y no puede escupirlo. —Permanezca aquí si ése es su deseo. Se cuidará, sin embargo, de no estorbarnos mientras cumplimos con nuestras obligaciones. Usted recordará en todo momento que yo estoy al cargo de todas las actividades aquí y, olvidándonos de las opiniones otrora expresadas por usted en su columna, esperaré mayor cooperación y sobre todo mayor respeto… Sus manos se anudaron de nuevo en su espalda y una mueca de determinación se dibujó en sus facciones mientras hablaba. Hubiera continuado por más tiempo de no ser porque resonó entonces una nueva voz.

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—¡Hola, hola, hola! —Era una voz de alto tono que surgía de entre las rollizas mejillas del sonriente recién llegado—. ¿Qué es esta atmósfera tan tétrica? Espero que los ánimos no hayan decaído del todo. —¿Qué diantre está haciendo aquí, Sheerin? —preguntó displicente el sorprendido Aton—. Debería estar en el Refugio. Sheerin sonrió y dejó caer su voluminoso cuerpo sobre una silla. —¡Que reviente el Refugio! El lugar me aburre. Prefiero estar aquí, donde se mascan las grandes cosas. ¿Acaso supone usted que no tengo mi pizca de curiosidad? Quiero ver esas Estrellas de las que siempre han hablado los Cultistas. —Se frotó las manos y añadió en tono más sereno— Hace frío fuera. El viento le congela la nariz a uno. A la distancia que está Beta no parece proporcionar el menor calor. —¿Por qué ha cometido esta negligencia, Sheerin? —exclamó Aton con exasperación—. Aquí no tiene nada útil que hacer. —Y allá tampoco tengo nada útil que hacer —replicó Sheerin mostrando las palmas de las manos con cómica resignación—. Un psicólogo gasta más que gana en el Refugio. Allí se necesitan hombres fuertes y de acción, y mujeres saludables que puedan criar niños. Pero, ¿yo? Tendrían que quitarme cien libras para ser un hombre de acción y no tendría mucho éxito si probara a criar un niño. ¿Por qué, pues, voy a molestarles con una boca más que alimentar? Me siento mejor aquí. —¿Qué es eso del Refugio, señor? —preguntó Theremon. Sheerin pareció ver al columnista por vez primera. Hinchó sus amplios carrillos al tiempo que los distendía. —Y usted, pelirrojo, ¿quién es en este valle de lágrimas? Aton apretó los labios y luego murmuró hoscamente: —Es Theremon 762, el periodista. Supongo que habrá oído hablar de él. Se estrecharon la mano.

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—Y, naturalmente —dijo Theremon—, usted es Sheerin 501 de la Universidad de Saro. He oído hablar de usted. Entonces repitió: —¿Qué es eso del Refugio, señor? —Verá —explicó Sheerin—, nos las arreglamos para convencer a unas cuantas personas de que teníamos razón en nuestra… nuestra profecía, de manera que tomaron las medidas oportunas. Se trata mayoritariamente de familiares del personal del Observatorio de la Universidad de Saro, y unos cuantos ajenos. En conjunto, suman unos trescientos, aunque las tres cuartas partes son mujeres y niños. —Entiendo. Intentan esconderse donde las Tinieblas, y las… las Estrellas no puedan alcanzarlos y donde resistir cuando el mundo se convierta en un caos. —Es una hipótesis. No será nada fácil. Con toda la humanidad enferma, las grandes ciudades ardiendo, y lo que no podemos ni imaginar, las condiciones de supervivencia se reducirán al mínimo. Con ese objeto hay alimentos, agua, protección y armas en el Refugio… —Y algo más —intervino Aton—. También nuestros Informes, excepto los que recogen estos últimos momentos. Esas fichas lo serán todo para el siguiente ciclo y eso es lo que debe sobrevivir. El resto puede irse al diablo. Theremon suspiró largamente y se mantuvo un rato inmóvil en la silla. Los hombres en torno a la mesa habían sacado un tablero de multi-ajedrez y contemplaban una partida a seis. Los movimientos eran realizados con rapidez y en silencio. Todas las miradas parecían concentrarse profundamente en el tablero. Theremon los miró con curiosidad capciosa y luego se levantó para acercarse a Aton, que se mantenía aparte en sigilosa conversación con Sheerin. —Escuchen —dijo—, vayamos a algún sitio donde no molestemos a los demás. Quiero hacer algunas preguntas. El anciano astrónomo lo miró cejijunto, pero Sheerin gorjeó alegremente:

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—Cómo no. Me hará mucho bien poder hablar. Siempre me consuela. Aton estaba exponiéndome sus ideas sobre la reacción del mundo en caso de que fallara nuestra predicción, y coincido con usted. Leo su columna con bastante regularidad, por cierto, y debo decirle que me agrada su punto de vista. —Por favor, Sheerin —gruñó Aton. —¿Eh? Vaya, está bien. Iremos a la sala de al lado. En cualquier caso hay sillas más cómodas. Las sillas eran más blandas en la habitación de al lado. Había rojas cortinas en las ventanas y una alfombra marrón cubría el suelo. Con el mortecino y rojizo reflejo de Beta, la impresión general le helaba la sangre a uno. —Vaya —se quejó Theremon—, no sé lo que daría por una decente ración de luz blanca, aunque fuera sólo durante un segundo. Me gustaría que Gamma o Delta estuvieran en el cielo. —¿Qué es lo que quería preguntar? —inquirió Aton—. Recuerde, por favor, que nuestro tiempo es limitado. En poco más de hora y cuarto comenzarán a ocurrir anomalías; después… ya no habrá tiempo para hablar. —Bien, empecemos. —Theremon se acomodó en un sillón y cruzó sus manos sobre el pecho—. Su gente se lo toma tan en serio que estoy comenzando a creerle a usted. ¿Podría usted explicarme con claridad en qué consiste el fenómeno? Aton estalló. —¿Pretende decir que ha estado todo este tiempo cubriéndonos de ridículo sin saber lo que hemos estado diciendo? —No se ponga furioso —dijo Theremon—. No es tan malo como usted dice. Sí he captado una idea general sobre lo que ustedes han intentado explicar al ciudadano medio: que el mundo se verá cubierto de Tinieblas dentro de escasas horas y que la humanidad se volverá loca. Lo que yo quiero saber es la parte científica del asunto.

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—No lo haga, no lo haga —estalló Sheerin—. Si se lo pregunta a Aton, empezará a remitirle a libros y más libros, le traerá enciclopedias y monografías, tratados, diagramas y toda la pesca. Se lo explicará de cabo a rabo. Por el contrario, si me lo pregunta a mí se lo expondré en el más profano de los lenguajes. —De acuerdo; se lo pregunto a usted. —Entonces, tomaré antes un trago. —Sheerin se quedó mirando a Aton. —¿Agua? —gruñó Aton. —¡No sea bobo! —No sea bobo usted. Nada de alcohol ahora. Sería demasiado cómodo emborrachar a mis hombres en estos momentos. No puedo permitirles caer en la tentación. El psicólogo gruñó para sus adentros. Se volvió hacia Theremon, lo atravesó con la mirada y comenzó. —Usted sabrá, supongo, que la historia de la civilización de Lagash presenta un carácter cíclico, ¿comprende?, cíclico. —Lo sé —comentó Theremon con, cautela—; sé, al menos, que ésa es la teoría arqueológica. Pero, ¿ha sido demostrada? —Más o menos. En este último siglo se ha visto confirmada. El carácter cíclico es (mejor dicho: era) uno de los grandes misterios. Ha habido otras civilizaciones antes de la nuestra, nueve en conjunto, y hay rastros de otras tantas. Alcanzaron un nivel comparable al nuestro y todas, sin excepción, fueron destruidas por el fuego al alcanzar la cúspide de su cultura. »Y nadie podría decir por qué. Todos los imperios fueron arrasados por el fuego sin dejar tras sí la menor indicación de las causas. —¿Tuvieron también una Edad de Piedra?

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—Probablemente, aunque nada conocemos de ese período, excepto que el hombre de esa edad era un poco más inteligente que los monos. De modo que podemos olvidarlo. —Entiendo. Prosiga. —Hubo muchas explicaciones sobre las catástrofes reiteradas, a cada cual más fantástica. Algunos dijeron que se debía a periódicas lluvias de fuego; otros, que Lagash atravesaba un sol cada equis tiempo; y también los hubo que propusieron hipótesis más descabelladas. Pero hay una completamente diferente que ha sido transmitida y conservada a través de los siglos. —Lo sé. Se refiere usted a ese mito de las «Estrellas» que se encuentra en el Libro de las Revelaciones de los Cultistas. —¡Exactamente! —exclamó Sheerin con satisfacción—. Los Cultistas dijeron que cada dos mil cincuenta años Lagash penetra en una inmensa zona en la que todos los soles desaparecen, sobreviniendo una total oscuridad en todo el mundo. Entonces, las cosas llamadas Estrellas aparecen, despojan a los hombres de su razón y los convierten en semejantes a brutos, de tal manera que los hombres destruyen la civilización que ellos mismos construyeron. Naturalmente, los Cultistas mezclaron todo esto con un montón de nociones místico-religiosas, pero la idea central puede extraerse. Hubo una corta pausa en la que Sheerin lanzó, un profundo suspiro. —Ahora, pasaremos a la Teoría de la Gravitación Universal. —Lo dijo de tal manera que incluso las mayúsculas tuvieron su sonido particular. Y, en aquel momento, Aton se apartó de la ventana, bufó con ostentación y salió airadamente de la sala. Los otros dos se quedaron mirando su partida. —¿Qué pasa? —preguntó Theremon. —Nada de particular —repuso Sheerin—. Dos hombres tenían que haberse presentado hace varias horas y aún no han aparecido. Es un caso que raya la

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restricción de personal porque todos, excepto los realmente esenciales, están en el Refugio. —¿Cree usted que han desertado? —¿Quiénes? ¿Faro y Yimot? Claro que no. Aunque no les convendría no aparecer cuando todo esto empiece. —Se puso en pie de repente y parpadeó—. Por cierto, mientras Aton se encuentra fuera… Trotó hacia la ventana más cercana, se agachó y de la caja inferior del enmarcado sacó una botella de líquido rojo que brilló sugestivamente cuando la agitó. —Espero que Aton no sabrá nada de esto —puntualizó mientras volvía a su silla—. No hay más que un vaso. Como invitado de la casa, tiene usted preferencia. Yo tomaré de la botella. —Y escanció un leve y escaso chorrito con sumo cuidado. Theremon se irguió para protestar, pero Sheerin adoptó una actitud digna. —Respete a sus mayores, joven. El periodista se sentó con expresión de angustia en el rostro. —Sigamos, pues, viejo pícaro. La nuez de Adán del psicólogo se movió repetidas veces mientras mantenía la botella levantada; luego, con un eructo de satisfacción, comenzó de nuevo. —Bien, ¿qué sabe usted sobre la ley de la gravitación? —Nada, excepto que su desarrollo es muy reciente, todavía no lo bastante como para decirse que esté totalmente fundamentada, y que su fórmula es tan difícil que sólo una docena de hombres en Lagash pueden presumir de entenderla. —¡Venga, hombre! ¡Absurdo, ridículo! ¡Mentira infame! Puedo resumirle la fórmula en una frase. La Ley de Gravitación Universal estipula que existe una fuerza de atracción entre todos los cuerpos del universo, fuerza que, entre dos cuerpos dados, es proporcional al producto de sus masas partido por el cuadrado de sus distancias.

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—¿Eso es todo? —¡Es suficiente! Llevó cuatrocientos años desarrollarla. —¿Cómo tanto? Tal y como usted lo ha dicho parece bastante simple. —Porque las grandes leyes no surgen por inspiración divina, sino que hay que pensar e investigar duramente para encontrarlas. Ordinariamente se obtienen tras el trabajo colectivo de muchos siglos de actividad científica. Después que Genovi 41 descubrió que Lagash tenía un movimiento de traslación alrededor del sol Alfa y no al contrario (y esto ocurrió hace cuatrocientos años), los astrónomos se pusieron a trabajar sobre esta base. Los complejos movimientos de los seis soles fueron registrados, analizados y confrontados. Hipótesis tras hipótesis, las conclusiones primarias eran confrontadas con las secundarias, rectificadas, comprobadas las rectificaciones y nuevamente arriesgadas las hipótesis. Fue un trabajo infernal. Theremon agitó la cabeza y extendió su vaso para que fuera llenado de nuevo. Sheerin se mantuvo incólume, pero luego sirvió unas cuantas gotas a regañadientes. —Hace veinte años —continuó— se descubrió que la Ley de Gravitación Universal daba cuenta exacta de los movimientos orbitales de los seis soles. Y fue un gran triunfo. Sheerin se puso en pie y se dirigió a la ventana, siempre con la botella en la mano. —Y aquí llegamos al quid de la cuestión. En la última década la eclíptica de Lagash respecto de Alfa fue medida de acuerdo con la ley de gravitación y no coincidió con la órbita que se observaba; ni siquiera cuando se me incluyeron todas las perturbaciones debidas a los otros soles. O la ley no servía o allí había algún otro factor desconocido. Theremon se levantó y se reunió con Sheerin en la ventana, contemplando, más allá de las vertientes cubiertas de bosque, las cúpulas de Saro City que reverberaban sanguinolentamente recortadas contra el horizonte. El periodista sintió que la tensión de lo incierto corroía sus entrañas mientras lanzaba una rápida ojeada a Beta. Brillaba rojizo en su cenit, pero su tono era apagado y malévolo.

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—Continúe, señor —dijo suavemente. —Con los años, los astrónomos especularon con hipótesis cada vez más absurdas… hasta que Aton tuvo la inspiración de buscar alguna fuente en el Culto. El jefe del Culto, Sor 5, le dio acceso a ciertos datos que simplificaron considerablemente el problema. Aton se puso a trabajar en esta nueva dirección. »¿Podía haber otro cuerpo planetario opaco como el de Lagash? Si así fuera brillaría tan sólo reflejando la luz solar, y si estuviera formado por rocas azulencas, como gran parte de Lagash, entonces, en medio del abismo rojo del cielo, la constante luminosidad de los otros soles lo haría invisible… borrado por completo. —¡Pero eso es una idea desquiciada! —exclamó Theremon. —¿Lo cree así? Escuche esto: suponga que ese cuerpo orbita en torno a Lagash y que cuenta con tal masa, órbita y distancia que su atracción coincida con la desviación de la órbita de Lagash según la teoría. ¿Sabe lo que ocurriría? El periodista negó con la cabeza. —Pues que alguna que otra vez ese cuerpo se interpondría en el camino de algún sol —dijo Sheerin y apuró lo que quedaba en la botella. —Sí, supongo que sí —convino Theremon. —¡Naturalmente que sí! Pero sólo un sol se encuentra en su plano de revolución. — Señaló con el pulgar al diminuto sol que brillaba en lo alto—. ¡Beta! Y se sabe que el eclipse ocurre sólo cuando la disposición de los soles es tal que Beta debe encontrarse solo en su hemisferio y a la máxima distancia. El eclipse, contando la luna siete veces el diámetro aparente de Beta, cubrirá todo Lagash durante algo más de medio día, de manera que ninguna parte del planeta escapará a los efectos. Ese eclipse tiene lugar una vez cada dos mil cincuenta y nueve años. La cara de Theremon se había convertido en una máscara inexpresivo. —¿Ésa es la historia?

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—Ni más ni menos —respondió el psicólogo–. El principio del eclipse comenzará dentro de tres cuartos de hora. Primero el eclipse, luego la Tiniebla universal y, quizás, esas misteriosas Estrellas… después la locura y el final del ciclo. »Hemos tenido —añadió tras un rato de meditación— dos meses para convencer a Lagash del peligro, pero al parecer no ha sido tiempo suficiente. Ni dos siglos hubieran bastado. Nuestros informes y archivos han sido escondidos en el Refugio y dentro de poco fotografiaremos el eclipse. El próximo ciclo conocerá así la verdad y la humanidad estará preparada para el eclipse siguiente. Conseguir eso es también parte de la historia que usted deseaba. Theremon abrió la ventana y un ligero soplo de brisa agitó las cortinas. Se asomó al exterior y el viento desordenó sus cabellos mientras permanecía absorto contemplando el resplandor carmesí del sol. Entonces, como en un arrebato, se volvió. —¿Está seguro de que las Tinieblas nos volverán locos? ¿A mí también? Sheerin se sonrió en tanto acariciaba la vacía botella con movimiento inconsciente. —¿Acaso sabe usted lo que ocurrirá cuando sobrevengan las Tinieblas, jovencito? El periodista se quedó apoyado en la pared y reflexionó. —No. Realmente no puedo ni imaginármelo. Pero ya tengo noticia previa de su existencia. Algo como… como… —gesticuló con las manos— como sin luz. Como una caverna. —¿Ha estado usted alguna vez en una caverna? —¿En una caverna? ¡Claro que no! —Lo suponía. Yo lo intenté la semana pasada, solamente para ver qué tal se estaba en la oscuridad. Pero tuve que salir de estampida. Tuve que detenerme cuando ya perdía de vista la entrada y la iluminación se reducía a poder ver apenas la silueta de las paredes. Pero lo que veía en el interior, más al fondo, era la oscuridad completa,

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la nada. Nunca creí que una persona de mi peso pudiera correr tanto. Ni jamás pensé que se apoderara de mi ser el vacío que aquel lugar me produjo. —Bueno, si sólo se tratara de eso, imagino que no habría para tanto. Yo no hubiera corrido de haber estado allí. El psicólogo se le quedó mirando con los ojos contraídos. —Corre usted mucho, joven. Le desafío a que haga la prueba corriendo las cortinas. —¿Para qué? —exclamó Theremon con sorpresa—. Si tuviéramos cuatro o cinco soles brillando en este momento, no dudo que deseáramos amortiguar un poco la luz. Está bien así. —He ahí la cuestión. Corra la cortina, sólo eso; luego venga aquí y siéntese. —Como quiera. —Theremon cerró la ventana y tiró de la roja cortina, que se deslizó hasta acaparar toda entrada de luz, dejando la sala en una penumbra teñida de rojo crepuscular. Los pasos de Theremon resonaron huecamente en el silencio mientras caminaba hacia la mesa. De pronto, se detuvo. —No puedo verlo, señor —murmuró. —Siga andando —ordenó Sheerin con voz extraña. —Pero es que no puedo verlo, señor —El periodista comenzó a respirar agitadamente—. No puedo ver nada. —¿Y qué otra cosa esperaba? —dijo la voz sin visible procedencia— ¡Siga y siéntese.

Los pasos volvieron a sonar, vacilantes, aproximándose lentamente. Luego, se escuchó el ruido de un cuerpo que caía sobre un sillón. La voz de Theremon se deslizó débilmente —Ya estoy aquí. Me siento… muy… perfectamente. 109


—¿Le gusta? —No… nada. Es más bien horrible. Las paredes parecen… —Se detuvo—. Parece como si se estuvieran acercando. Espero de un momento a otro que se ciernan sobre mí y yo tenga que verme obligado a empujarlas. Pero… ¡no me he vuelto loco! De hecho, creo que no es tanto como esperaba. —Perfecto. Vuelva a correr las cortinas. Hubo un ruido de pasos precipitados, la silueta del cuerpo de Theremon destacándose contra la cortina. Luego, el alivio de las cortinas deslizándose, provocando un leve pero feliz chirrido de anillas resbalando sobre rieles. La roja luz inundó la sala y Theremon miró fijamente al sol mientras lanzaba un gemido de alegría. Sheerin se inclinó hacia adelante, esgrimió su índice y dijo: —Fíjese que ha sido sólo una habitación a oscuras. —Pero pudimos aguantar —dijo Theremon satisfecho. —Sí, con una habitación a oscuras sí podríamos. Dígame, ¿estuvo por casualidad en la Exposición Centenaria de Jonglor? —No, estaba demasiado lejos de donde me encontraba por entonces. Seis mil millas son demasiadas incluso para una exposición. —Pues yo sí estuve. ¿Recuerda haber oído algo sobre el Túnel del Misterio, que, según decían, superaba todas las marcas en el terreno de la diversión y el entretenimiento? —Sí, durante los dos primeros meses. ¿Acaso no era tan divertido como dijeron? —No demasiado. El Túnel del Misterio era, efectivamente, un túnel de una milla de longitud… sin luz. Uno se metía en un pequeño vehículo abierto y se recorría el túnel entero, ¿me entiende?, la oscuridad plena en unos quince minutos. Fue muy celebrado mientras duró.

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—¿Celebrado? —No le quepa duda. El miedo suele fascinar. De ahí que se considere tan gracioso que uno coja a otro por sorpresa gritando ¡Uh!, y sandeces por el estilo. De ahí también que el Túnel del Misterio fuera tan popular. La gente salía asustada, medio muerta de miedo, jadeando, pero alegre porque había pagado por ello. —Espere un momento, creo que ahora recuerdo… Hubo muertos de verdad, literalmente muertos por miedo. Y corrieron rumores de que iban a cerrar el Túnel a causa de ello. —¡Quite, quite! —exclamó el Psicólogo—. Sí, hubo dos o tres muertos. Pero eso no fue nada. Se indemnizó a los familiares y el Consejo de Jonglor City se las arregló para que se olvidara el asunto. Después de todo, argumentaron, si los débiles cardíacos quieren meterse en el túnel, es asunto suyo… por otra parte, no volvió a suceder. Se tornaron medidas oportunas y en la entrada fueron instalados servicios médicos a fin de someter a revisión física a todos los parroquianos. Lo que son las cosas, eso hizo que el precio aumentara. —¿Qué pasó luego? —Nada de particular pero también algo muy particular. La gente salía del túnel sin ningún cambio aparente, con la única excepción de que se negaba a entrar en los otros edificios; ni palacios, casas, bloques de apartamentos, pensiones, cabañas, chozas, o lo que fuere, ni en ningún otro edificio de la Exposición… —¿Quiere usted decir —preguntó Theremon, asombrado— que se negaban a abandonar el espacio abierto? —¿Dónde dormían, entonces? —En los espacios abiertos. —Debieron haberles forzado a entrar. —Debieron, debieron, usted lo ve muy fácil. Lo que no sabe es que a la menor alusión prorrumpían en ataques de histeria que, en el mejor de los casos, acababa

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llevándoles a romperse la cabeza contra una pared. Si uno era introducido en cualquier lugar cerrado no podía ser abandonado a menos que le fuera suministrada alguna dosis de tranquilizantes o una eficiente camisa de fuerza. —Sin duda debieron enloquecer. —Fue exactamente lo que ocurrió. Uno de cada diez que entraron en el túnel se volvió majareta. Los psicólogos fueron llamados y nosotros hicimos lo único que podíamos hacer: cerrar el túnel. —¿Qué pudo sentir esa gente? —preguntó Theremon. —Ni más ni menos que lo que usted sintió cuando creyó que las paredes lo estaban ahogando en la oscuridad. Hay un término psicológico que describe el miedo a la ausencia de luz. Nosotros lo llamamos claustrofobia por que la carencia de luz siempre tiene lugar en espacios cerrados. ¿Comprende la similitud? —¿Y aquella gente del túnel? —Se trataba de personas cuya estructura mental no podía soportar el miedo a la sensación de ahogo que produce la oscuridad. Quince minutos sin luz es tiempo suficiente. Usted mismo acaba de experimentar algo que se parece al miedo en los escasos dos minutos que ha mantenido la habitación a oscuras. »Los que enloquecieron en el túnel poseían lo que llamamos «fijación claustrofóbica». Su miedo latente a la oscuridad y a los lugares cerrados se encontraba, digamos, en período de gestación, incubado, y la experiencia que pasaron lo sacó a relucir. Este miedo entró en actividad y casi podemos asegurar que de una manera permanente. He ahí lo que quince minutos de oscuridad pueden conseguir. Hubo una larga pausa y la frente de Theremon se fue contrayendo lentamente hasta formar un frunce. —No creo que sea así, no lo creo. —Querrá decir que no quiere usted creerlo —replicó Sheerin—. Usted tiene miedo de creer. ¡Mire la ventana!

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Theremon obedeció y el psicólogo continuó sin interrumpirse. —Imagínese ahora las Tinieblas… por todas partes. Ninguna luz, nada de luz, ni el menor punto luminoso. Las casas, los árboles, los campos, la tierra, el cielo… todo se ha convertido en una mancha negra, vacía. Excepto las Estrellas que estarán en lo alto, que ni siquiera sabemos cómo son. ¿Puede concebirlo? —Sí, creo que sí —murmuró Theremon sombríamente. —¡Miente usted! —golpeó la mesa con él puño violentamente—. ¡No puede concebirlo, no es capaz de hacerlo! Su cerebro no puede forjar semejante panorama, como tampoco puede forjar lo infinito ni lo eterno. Por eso se limita a intentarlo según las especulaciones. Una fracción del pensamiento vive esa realidad mentalmente, sufre sus consecuencias. Pero cuando lo objetivo tiene lugar, el cerebro humano no puede abarcar lo que escapa a su comprensión. ¡Enloquecerá completa y permanentemente! ¡Y no hay la menor opción! »Y un par de milenios —añadió tristemente— llenos esfuerzo se convertirán en ceniza. Mañana no quedará a sola ciudad indemne en todo Lagash. —No tiene por qué ser así —replicó Theremon, recuperando parte de su equilibrio mental—. Todavía no entiendo cómo voy a volverme loco por el simple hecho de no ver un sol en el cielo… pero si ocurriera, si todos nos volviéramos locos perdidos, ¿por qué vamos a destruir las ciudades? ¿Cómo podríamos hacerlo? —Si usted estuviera rodeado de oscuridad —dijo Sheerin con irritación—, ¿qué desearía por, encima de todas las cosas? ¿Qué es lo que cada hombre desearía instintivamente? La luz, maldita sea, ¡la luz! —¿Y…? —¿De dónde obtendría entonces la luz? —Lo ignoro —dijo Theremon con ambigüedad. —¿Qué es lo único que proporciona luz, aparte del sol?

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—¿Cómo quiere que lo sepa? Se mantenían frente a frente con las caras a pocos centímetros de distancia. —Condenado papanatas, me deslumbra usted con su brillante inteligencia. ¿Nunca ha visto un incendio forestal? ¿Nunca ha ido al campo y ha encendido fuego para cocinar? Ese fuego sirve para algo más que quemar el combustible culinario o los árboles del bosque. También proporciona luz, y eso lo sabe todo quisque. Y cuando venga la oscuridad todos pedirán luz a gritos, y harán todo lo posible por conseguirla. —¿Quemarán bosques, entonces? —Quemarán todo lo que encuentren delante. Sólo desearán luz y sentirán la necesidad de quemar cualquier cosa. Los bosques no están al lado de uno, de modo que echarán mano de lo más cercano. Obtendrán luz… ¡porque todos los núcleos habitados estallarán en ingentes llamas! Se habían sostenido mutuamente la mirada como si lo que estuvieran discutiendo fuera un asunto personal en el que mostrar fuerza y argumentos. Entonces Theremon se quedó sin habla. Su respiración estaba todavía agitada cuando advirtió el repentino griterío que venía de la sala contigua. Cuando Sheerin habló, dio la sensación de que se esforzaba por trascender lo que sus palabras decían. —Creo que estoy oyendo la voz de Yimot. Sin duda él y Faro han regresado. Vayamos a ver lo que ocurre con ellos. —¡Debemos saberlo! —Murmuró Theremon con esfuerzo. Se levantó lanzando un hondo suspiro de alivio. La tensión se había roto. La sala estaba alborotada por los miembros de la plantilla del Observatorio, que rodeaban a dos jóvenes con las ropas desordenadas. Aton, abriéndose paso a través del gentío, se encaró agriamente con los recién llegados. —¿Os dais cuenta que falta menos de media hora para el comienzo del fin? ¿Dónde habéis estado?

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Faro 24 se sentó y se restregó las manos. Sus mejillas aparecían enrojecidas por el cambio de temperatura. —Yimot y yo acabamos de terminar un experimento ideado por nosotros mismos, consistente en provocar una oscuridad artificial y una fingida aparición de las Estrellas, a fin de proporcionar un anticipo sobre el cual la gente pudiera juzgar lo que vendrá. Hubo un confuso murmullo entre el auditorio y una repentina expresión de curiosidad apareció en la mirada de Aton. —No se nos había ocurrido esto antes —dijo—. ¿Cómo caísteis en ello? —Bien —repuso Faro—, la idea se nos ocurrió hace tiempo a Faro y a mí, y hemos estado trabajándola en los ratos libres. Yimot sabía de una casa en la ciudad que una vez fue un museo o algo parecido. El caso es que la compramos y… —¿De dónde sacasteis el dinero? —interrumpió Aton con precipitación. —De la cuenta bancaria —saltó Yimot 70— Nos costó sólo dos mil créditos. —Y añadió defensivamente—: Bueno, ¿qué pasa? Mañana, dos mil créditos serán sólo dos mil pedazos de papel. Nada más. —Claro —asintió Faro—. La compramos y empezamos a pintarla de negro desde el techo hasta el sótano, de manera que se pareciera a la oscuridad todo lo posible. Luego hicimos en el techo diminutos agujeros, que luego teníamos que cubrir con delgadas láminas metálicas por la parte del tejado de la casa. Las láminas debían desplazarse simultáneamente por mediación de un interruptor. Esta parte del trabajo no pudimos llevarla a cabo por nosotros mismos, así que tuvimos que llamar a un carpintero, un electricista y algunos más… el dinero no tenía importancia. La cuestión era que pudiéramos obtener un poco de luz a través de aquellos agujeros en el techo, de modo que dieran el aspecto de un firmamento estrellado. Durante la pausa que siguió ninguna respiración se atrevió a interrumpir el silencio. Finalmente, dijo Aton: —No teníais derecho a hacerlo en privado. 115


—Lo sé, señor —dijo Faro, contrito—, pero, francamente, Yimot y yo pensamos que el experimento podía resultar peligroso. De tener éxito, esperábamos más o menos volvernos medio locos… desde que Sheerin se ha dedicado a insistir sobre esa cuestión. Así que deseábamos correr el riesgo nosotros solos. Naturalmente, si al acabar seguíamos conservando la cordura lo hubiéramos desarrollado en gran escala a fin de propiciar la inmunidad colectiva a sus efectos. Pero las cosas no ocurrieron como esperábamos. —¿Por qué? ¿Qué pasó? —Al principio nos entrenamos permaneciendo con los ojos cerrados. La Oscuridad es algo asfixiante que le hace sentir a uno que las paredes y el techo se le vienen encima para aplastarlo. El caso es que nos metimos en la habitación y activamos el conmutador. Las láminas metálicas se desplazaron y los agujeros mostraron sus leves manchitas de luz… —¿Y? —Pues eso… nada. Eso es lo triste del asunto. Que nada ocurrió. Se trataba solamente de un techo agujereado que no parecía sino un techo agujereado. Lo intentamos una y otra vez (de ahí que hayamos regresado tan tarde), pero sin obtener el menor resultado. Siguió un profundo silencio de consternación, y todos los ojos se posaron en Sheerin, que, sentado en la mayor inmovilidad, iba a abrir la boca. Pero Theremon fue el primero en hablar. —Por supuesto, Sheerin, usted sabía lo que resultaría de esa teoría de los agujeros ideada por usted, ¿no es cierto? —Al hablar resaltaba las palabras. Sheerin alzó una mano. —Un momento, un momento. Déjenme pensar un poco. —Cruzó los dedos y luego, cuando la expresión de su mirada reveló que ya nada había que le produjera sorpresa o desconcierto, levantó la cabeza—. Evidentemente…

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Pero no pudo acabar. De algún lugar situado por encima de ellos vino un considerable estrépito. Beenay, poniéndose en pie, se lanzó escaleras arriba. —¡Qué diantre! —exclamó mientras corría. El resto vino después. Las cosas ocurrieron con precipitación. Una vez en la cúpula, Beenay se quedó mirando horrorizado las destrozadas placas fotográficas y al hombre que había junto a ellas; entonces, se lanzó furiosamente contra el intruso, echándole las manos al cuello. Hubo un violento forcejeo; entretanto, el resto de los hombres del Observatorio fueron llegando. Antes de darse cuenta, el extraño tenía sobre sí el peso de media docena de hombres terriblemente airados. Entonces apareció Aton, jadeando pesadamente. —¡Ponedlo en pie! Hubo un leve movimiento de resistencia, pero, finalmente, el extraño, con las ropas desordenadas y la cabeza cubierta de magulladuras, fue levantado. Llevaba una corta barba amarilla, según el afectado estilo de los Cultistas. Beenay no cedió la presa con que sujetaba al intruso. —¿Por qué lo has hecho? —le gritó salvajemente—. Esas placas… —No era lo que me interesaba —respondió el Cultista fríamente—. Fue una casualidad. —Entiendo —dijo Beenay, que no dejaba de mirarlo con fiereza—. Ibas tras las cámaras. El tropiezo con las placas ha sido entonces una coincidencia afortunada para ti, pues. Si has hecho algo a mi cámara o a cualquier otra… te juro que morirás lentamente. Como hay Dios que así ha de ocurrir… Aton lo sujetó de una manga. —¡Basta ya! ¡Déjelo!

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El joven técnico vaciló y su brazo se resistió todavía unos segundos. Aton lo apartó con un gesto y se encaró con el Cultista. —Usted es Latimer, ¿no? El Cultista se inclinó y señaló el símbolo que había sobre su cadera. —Soy Latimer 25, adjunto de tercera clase a Su Serenidad Sor 5. —Y usted —añadió Aton enarcando las blancas cejas— vino con Su Serenidad cuando él me visitó la semana pasada, ¿me equivoco? Latimer se inclinó por segunda vez. —Y bien, ¿qué es lo que quiere? —Nada que usted vaya a darme voluntariamente —dijo Latimer. —Lo envía Sor 5, supongo… ¿o es algo suyo en particular? —No responderé a esa pregunta. —¿Han venido con usted otros visitantes? —Tampoco responderé a ésta. Aton se le quedó mirando largamente. —Muy bien, señor. Dígame ahora qué es lo que su maestro desea de mí. Basta ya de coqueteos. Hace tiempo que pagué el favor. Latimer sonrió levemente, pero nada dijo. —Le solicité —continuó Aton agriamente— unos datos que sólo el Culto podía suministrarme, y me fueron proporcionados. Gracias nuevamente, señor. A cambio, prometí probar la verdad esencial del credo del Culto. —No hay necesidad de probarla —replicó orgullosamente el otro—. Está suficientemente probada en el Libro de las Revelaciones.

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—Sí para cierta canalla. Pero no pretenda confundir mis conocimientos. Me ofrecí a formular bases científicas de sus creencias. ¡Y lo hice! Los ojos del Cultista se encogieron con amargura. —Sí, usted lo hizo. Pero con la sutileza del zorro, pues al mismo tiempo que obtenía una explicación de nuestras creencias, trastornó todo lo que se le puso por delante. Usted convirtió la Oscuridad y las Estrellas en un fenómeno natural y alteró su verdadero significado. Eso fue una blasfemia. —Si es así, la culpa no es mía. El hecho existe. ¿Qué puedo hacer sino constatarlo? —Su «hecho» no es más que un fraude y un engaño. —¿Cómo lo sabe usted? —exclamó Aton irritado. —¡Lo sé! —dijo el otro con entonación pletórica de fe y seguridad. El director cambió el color de su faz, Beenay susurró una amenaza. Aton le hizo una señal para que callara. —¿Qué quiere Sor 5 de nosotros? Imagino que aún debe opinar que es peligroso para las almas el que intentemos advertir al mundo de la amenaza que se avecina. No obtendremos ningún éxito si se empeña en considerarlo de esa manera. —El atentado ha causado bastantes desperfectos. Hay que detener esa viciosa forma de obtener información mediante diabólicos instrumentos. Obedecemos la voluntad de las Estrellas y sólo lamento que mi torpeza les haya prevenido cuando intentaba desarticular sus infernales ingenios. —No le habría reportado ningún bien —replicó Aton—. Todos nuestros datos, excepto aquellos que recogeremos por experiencia directa, se encuentran ya a salvo y situados más allá del alcance de cualquier destrucción. —Sonrió con los labios apretados—. Lo que no evita que usted sea considerado por nosotros como un criminal. Se volvió entonces a los hombres situados tras él.

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—Que alguien llame a la policía de Saro City —dijo. —Condenación, Aton —exclamó Sheerin con disgusto—, ¿qué le ocurre? No hay tiempo para eso. Déjeme que yo me ocupe de él. —No hay tiempo para hacer el ganso, Sheerin —dijo Aton con fastidio—. Haga el favor, pues, de dejar que yo haga las cosas a mi manera. Usted es aquí un completo extraño, y no debe olvidarlo. —Explíqueme entonces —dijo Sheerin— por qué tenemos que molestarnos llamando a la policía. El eclipse de Beta comenzará dentro de escasos minutos y tenemos aquí un hombre que está deseando dar su palabra de honor de que no nos causará más problemas. —No voy a hacer tal cosa —saltó prontamente el Cultista—. Ustedes son libres de hacer cuanto les venga en gana, pero les advierto que si me dejan ir a mi aire me las apañaré para terminar lo que he venido a hacer. Si ésta es la palabra de honor que esperarán de mí, creo que será mejor para todos ustedes llamar a la policía. —Eres un tunante decidido, ¿eh? —dijo Sheerin con una sonrisa—. Pero voy a explicarte unas cuantas cosas. ¿Ves al muchacho que está junto a la ventana? Es un tipo fuerte, violento, muy hábil con los puños… Y no pertenece al Observatorio, además. Una vez comience el eclipse, no tendrá nada que hacer aquí excepto, en todo caso, hincharse un ojo. Luego estoy yo, demasiado pesado para soltar unos cuantos puñetazos, pero empeñado en la idea, vaya. —¿Y qué quiere decirme con eso? —preguntó el Cultista inquieto. —Escucha y te lo diré —fue la respuesta—. Tan pronto comience el eclipse, el señor Theremon y yo te conduciremos a una habitación cerrada que no cuenta más que con una puerta, una fuerte cerradura y ninguna ventana. Permanecerás allí mientras dure. —Y después —exclamó agitadamente Latimer— no habrá nadie para dejarme salir. Sé tan bien como usted lo que significa la llegada de las Estrellas… lo sé incluso mejor que usted. Ustedes se volverán locos y no querrán liberarme. Asfixia o muerte por inanición, ¿no es eso lo que piensa? Más o menos lo que debía haber esperado de

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un grupo de científicos. Pero no daré mi palabra, no conseguirán que me esté quieto. Es una cuestión de principios y no discutiremos más el asunto. Aton parecía turbado. Sus desorbitados ojos mostraban una buena dosis de agitación. —Pero, Sheerin, encerrándolo… —¡Por favor, señor! —exclamó Sheerin con impaciencia—. No he pensado ni por un momento ir tan lejos. Latimer ha intentado una jugarreta pero yo no soy psicólogo sólo porque me gusta el sonido de la palabra. —Hizo un guiño al Cultista—. Vamos, hombre, no habrás pensado que iba a exponerte a morir de hambre, ¿verdad? Sólo intentaba algo de menor monta, mi querido Latimer. Fíjate. Si te ponemos bajo llave no verás la Oscuridad ni tampoco las Estrellas. No hace falta estar muy enterado del credo fundamental del Culto para llegar a la conclusión de que permanecer oculto cuando las Estrellas aparezcan significa la pérdida del alma inmortal. Ahora bien, yo creo que tú eres un hombre de bien. Por ello, aceptaré tu palabra de honor de que no nos causarás molestias en cuanto te decidas a ofrecérmela… Una agitación pareció recorrer el cuerpo de Latimer. —¡Está bien, tienen ustedes mi palabra de honor! —dijo, y añadió seguidamente con saña—: Pero me consuela saber que todos quedarán condenados por este acto. Giró sobre sus talones y se dirigió precipitadamente hacia el alto taburete que había junto a la puerta. —Tome asiento junto a él —dijo Sheerin indicando con la cabeza al columnista—. Sólo como simple formulismo. ¡Eh, Theremon! Pero el periodista no se movió. Se había quedado pálido hasta la raíz del cabello. —¡Miren! —Su dedo apuntaba al cielo y su voz era áspera y gutural. Como obedeciendo una orden, todas las miradas siguieron la dirección del dedo y contemplaron el espectáculo sin respirar. ¡Beta estaba menguando por un lado!

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El escaso trozo de oscuridad que ofrecía quizá no fuera mayor que una uña, pero para los aterrorizados observadores aquello que veían significaba el inicio de la maldición. La observación de los hombres duró un corto segundo, casi tan corto como la confusión que siguió a continuación, que desapareció en cuanto cada uno se entregó a su labor prescrita. No había tiempo para emociones en aquellos momentos. Los hombres se habían transformado exclusivamente en científicos con trabajo que hacer. Hasta el mismo Aton se había evaporado. —El primer instante de la superposición debe haber ocurrido hace quince minutos — dijo Sheerin—. Un poco pronto, pero no está mal si tenemos en cuenta las dificultades que han acompañado los cálculos. —Miró a su alrededor y se acercó a Theremon, que se había quedado mirando por la ventana. —Aton está furioso —murmuró—. Se perdió el momento inicial de la superposición con todo el jaleo de Latimer y si ahora se le pone uno delante corre el peligro de ser arrojado por la ventana. Theremon asintió con la cabeza y se sentó. Sheerin lo miró con sorpresa. —Por el diablo, oiga —exclamó—. Está usted temblando. —¿Qué? —Theremon se humedeció los secos labios e intentó sonreír—. No me siento muy bien, ¿qué quiere que haga? —No irá a perder el control, ¿verdad? —¡No! —gritó Theremon, indignado—. ¿Acaso tengo otra alternativa? Jamás creí en todo este galimatías… hasta este momento. Deme una opción, dígame qué puedo hacer. Usted ha estado preparándose durante dos meses para este acontecimiento. —Tiene razón, claro —comentó Sheerin pensativo—. ¡Escuche! ¿Tiene usted familia… padres, esposa, hijos? Theremon negó con la cabeza.

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—Va usted a hablar del Refugio, ¿eh? No tiene que preocuparse por eso. Tengo una hermana, pero está a dos mil millas de aquí. Ni siquiera sé su dirección. —Bueno, entonces, ¿qué me dice de usted mismo? Puede ir allí, aún hay tiempo; desde que lo dejé queda una plaza libre. Después de todo aquí no es necesario —Vaya —dijo Theremon mirando al otro con cansancio—. Usted cree que estoy asustado. Piense lo que quiera, señor. Soy periodista y me ha sido encomendado conseguir un reportaje. Es lo que intento hacer. Una amplia sonrisa cruzó la cara del psicólogo. —Entiendo, honor profesional y todo eso. —Puede llamarlo así. Pero, amigo mío, daría mi brazo derecho por una botella de ese reparador de ánimos que tenía usted antes, aunque fuera la mitad de pequeña. Si algún camarada suyo necesita un trago, ése soy yo. Entonces saltó. Sheerin estaba dándole codazos. —¿No oye eso? Escuche. Theremon siguió el movimiento de la mandíbula del otro y miró al Cultista, que, olvidado de todo cuanto acontecía a su alrededor, contemplaba la ventana con una expresión de poseso, al tiempo que entonaba una casi inaudible salmodia. —¿Qué dice? —susurró el columnista. —Está citando el Libro de las Revelaciones, capítulo quinto —replicó Sheerin. Luego, con urgencia—: Aguarde un momento y escuche. La voz del Cultista se había alzado en una repentina plegaria de fervor. »Y ocurrió que, por aquellos días, el Sol, Beta, habitó en solitaria vigilia en la mansión celeste por el más largo de los períodos conocidos, mientras cumplía su revolución; tanto duró su recorrido que, en mitad de su revolución, solitario, encogido y frío, cesó de brillar sobre Lagash.

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»Y los hombres se reunían en las plazas públicas y en los caminos para comentar y maravillarse de la señal, pues una extraña depresión había ocupado sus almas. Su mente se turbó y su lengua se tornó confusa, pues las almas de los hombres aguardaban la venida de las Estrellas. »Y en la ciudad de Trigon, Vendret 2 vino y dijo a los hombres de Trigon: «¡Helo ahí, oh pecadores! Hablabais con desdén de los caminos de la virtud, pero ya ha llegado el tiempo de rendir cuentas. Por fin, la Gruta se aproxima para devorar Lagash; y con Lagash, todos sus moradores.» »Y mientras esto decía, el labio de la Gruta de la Oscuridad sobrepasó el borde de Beta, de modo que todo Lagash quedó sin su luz. Grandes fueron los gritos de los hombres

mientras

contemplaban

la

desaparición,

y

grande

también

el

estremecimiento que desconsoló sus almas. »Y ocurrió que la Oscuridad de la Gruta cayó sobre Lagash y ya no hubo más luz en toda la superficie de Lagash. Los hombres quedaron como ciegos y nadie podía ver a su vecino aunque sentía su aliento contra su rostro. »Y en el interior de esta negrura aparecieron las Estrellas en cantidades inmensas, y era tal la belleza y de tal modo encantaba todo lo creado, que hasta las hojas de los árboles entonaron cánticos llenos de admiración. »Y en aquel momento las almas de los hombres se separaron de sus cuerpos, reduciéndose éstos al estado de las bestias; en verdad, fue como si el mundo se hubiera convertido en una selva; así, por las entiznadas calles de Lagash los hombres prorrumpieron en salvajes gritos. »Entonces, se extendió desde las Estrellas el Fuego Celestial y, allí donde tocaba, las ciudades de Lagash se convertían en caos de llamas y destrucción; tanto que, de los hombres y las obras de los hombres, nada quedó. »Desde entonces…«

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Hubo una sutil alteración en el tono de Latimer. Sus ojos permanecían ausentes, pero de alguna manera llamó la atención de los otros dos. Fácilmente, sin la menor pausa para tomar aliento, el timbre de su voz cambió y las sílabas se volvieron más líquidas. Theremon, cogido por sorpresa, lo miró fijamente. Las palabras siguieron luego el tono anterior. Había habido un elusivo cambio en el acento, un débil cambio en la caída de las vocales; pero nada más… quizá ni el mismo Latimer comprendiera lo que había ocurrido. —Seguramente cambió a alguna lengua de otro ciclo, con toda probabilidad del tradicional ciclo segundo. Era la lengua en la que fue escrito primariamente el Libro dé las Revelaciones. —No importa. Ya he oído bastante. —Theremon se echó atrás en la silla y se mesó el cabello—. Me siento mucho mejor ahora. —¿De veras? —Sheerin pareció sorprenderse. —Se lo explicaré. Me he puesto verdaderamente nervioso hace un rato. Entre su explicación de la gravitación y el comienzo del eclipse he estado al borde de un ataque de nervios. Pero eso —y señaló con el pulgar al gualdibarbado Cultista—, eso es exactamente lo que mi niñera solía contarme. Me he reído de esas cosas durante toda mi vida. No voy a permitir que me asusten ahora. Suspiró profundamente y continuó con cierta alegría: —Si voy a seguir contándole lo angelito que soy, mejor será que aparte mi silla de la ventana. —Sí, pero debería usted hablar mas bajo —comentó Sheerin— Aton acaba de asomar la cabeza por la puerta y le ha lanzado a usted una mirada capaz de asesinarle. —Había olvidado al viejo —dijo con una mueca. Luego, poniendo en ello el máximo cuidado, apartó la silla de la ventana mientras lanzaba miradas de disgusto por encima del hombro—. Se me acaba de ocurrir que deben haber fabricado alguna clase de inmunidad contra la locura de las Estrellas. 125


El psicólogo no respondió en seguida. Beta había ya rebasado su cenit y el haz de sanguínea luz que penetraba por la ventana se deslizaba por el suelo hasta el punto de alcanzar casi las piernas de Sheerin. Contempló pensativamente aquel color arcilloso y luego, inclinándose, echó una fugaz mirada al sol. El mordisco del eclipse se había agrandado hasta alcanzar ahora un tercio de Beta. Se estremeció súbitamente y, cuando pudo serenarse, sus mejillas no conservaban ya el generoso color que otrora prodigaban. Con una sonrisa que era casi una excusa, apartó también su silla. —En estos momentos, poco más de dos millones personas en Saro City habrán convertido el Culto en religión mayoritaria. —Luego, con ironía—: Por una hora al menos, el Culto gozará de una prosperidad nunca vista. Pero, ¿qué me estaba diciendo? —Iba a preguntarle cómo se las apañan los Cultistas para transmitir de ciclo en ciclo el manejo del Libro de las Revelaciones, y cómo es que se escribió por primera vez en Lagash. Debe haber alguna especie de inmunidad, pues, si todos se volvían locos, ¿quién pudo haber escrito el libro? Sheerin se quedó mirando con tristeza al periodista. —Pues mire, joven, no hay respuesta documentada sobre eso, pero tenemos unos cuantos indicios para suponer qué ocurrió. Hay tres clases de personas que resultan relativamente ilesas. Primero, las que por alguna razón ignota no ven las Estrellas: los que se meten en la cama en aquel momento o los que se emborrachan al comienzo del eclipse. Pero vamos a descartarlos porque no son realmente testigos. »Luego están los niños menores de seis años, para quienes el mundo es todavía demasiado nuevo y extraño para reparar en las Estrellas o asustarse de la Oscuridad. El fenómeno sería considerado como uno de tantos artículos del catálogo de sorpresas que depara el mundo. ¿No lo cree usted así? —Imagino que sí —replicó el otro con cierto gesto de duda.

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—Por último, están aquellos que poseen una mente demasiado grosera para comprender el hecho, algo así como ancianos y retrasados mentales, que, verdaderamente, quedarían escasamente afectados. Bien, entre la incoherente memoria de los niños y los relatos de los que quedaron a medio enloquecer se formaron posiblemente las bases del Libro de las Revelaciones. »Claro que, por otra parte, el libro se baso, primeramente, en el testimonio de aquellos que por lo menos tenían alguna cosa que contar, es decir, los niños y los retrasados. Luego, seguramente fue editado y reeditado en el curso de los ciclos. —¿Supone usted —interrumpió Theremon— que el libro fue transmitido a través de los ciclos de la misma manera que nosotros nos hemos transmitido las bases para teoría de la gravitación universal? Sheerin hizo una mueca. —Tal vez, pero el método exacto poco importa ahora, el caso es que lo hicieron. El punto al que quiero llegar es que el libro sólo puede contribuir a confundir más las cosas, por muy basado que esté en hechos auténticos. Por ejemplo, ¿recuerda el experimento con los agujeros en el techo llevado a cabo por Faro y Yimot, el que no funcionó? —Sí. —¿Y sabe usted por qué no func…? —Se detuvo y se puso en pie alarmado. Aton se acercaba con el rostro completamente consternado—. ¿Qué ha ocurrido? Aton se detuvo a su lado y Sheerin pudo sentir la presión de sus dedos sobre su codo. —¡No tan alto! —La voz de Aton manaba henchida de contenida tortura—. Acabo de hablar con el Refugio por la línea privada. —¿Están en apuros? —preguntó Sheerin con angustia. —Ellos, no. —Aton remarcó significativamente el pronombre—. Hace un rato que precintaron la puerta y permanecerán enterrados hasta pasado mañana. Están a

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salvo. Pero la ciudad, Sheerin… es la ruina. No puede hacerse ni idea… —Comenzó a sufrir dificultades en la vocalización. —¿Y? —soltó Sheerin con impaciencia—. ¿Qué ocurre con la ciudad? —Luego, con una sospecha—: ¿Cómo se encuentra? Los ojos de Aton relampaguearon irritados ante la insinuación, pero pronto volvieron al anterior brillo de ansiedad. —No lo entiendo. Los Cultistas se han puesto en acción. Están convenciendo a la masa para que tome por asalto el Observatorio, prometiendo a cambio la absolución de sus pecados, la salvación, cualquier cosa. ¿Qué haremos, Sheerin? La cabeza de Sheerin se inclinó y sus ojos se perdieron en una completa y prolongada abstracción. Luego, alzó la mirada y dijo con crispación: —¿Hacer? ¿Acaso hay algo por hacer? Nada hay que pueda hacerse. ¿Saben esto los hombres? —¡Claro que no! —¡Perfecto! Siga sin decirles nada. ¿Cuánto falta? —Apenas una hora. —Lo único que podemos hacer es arriesgarnos. Llevará algún tiempo organizar una fuerza considerable y aún más traerlos hasta aquí. Estamos a más de cinco millas de la ciudad… Se quedó mirando la ventana, por la que se divisaban las cúpulas de los edificios de las afueras; más allá, la borrosa sombra de la ciudad misma, como envuelta por una niebla que inundara el horizonte. —Llevará tiempo —repitió—. Sigan trabajando y recen por que el eclipse acabe antes. Beta estaba seccionado por la mitad, mostrando una leve curva que se adentraba en la parte todavía brillante del sol. Era como un gigantesco párpado que fuera adormeciendo el ojo del mundo. 128


El débil murmullo de la sala se fue convirtiendo en pasto del olvido y su atención vagó por los campos que se divisaban desde la ventana. Los insectos parecían sufrir el terror calladamente. Los objetos iban desvaneciéndose. Una voz zumbó en su oído y se sobresaltó. —¿Algo va mal? —preguntó Theremon. —¿Eh?… No, no. Vuelva a su silla. Aquí estorbamos. —Se retiraron a su esquina aunque el psicólogo permaneció mudo por un tiempo. Con un dedo se palpaba el cuello. Luego, alzó la mirada repentinamente. —¿Tiene usted dificultades en la respiración? El periodista abrió los ojos y aspiró repetidas veces. —No, ¿por qué? —He estado en la ventana demasiado tiempo. La disminución de la luz ha debido afectarme. Las dificultades respiratorias son el primer síntoma de un ataque de claustrofobia. Theremon volvió a aspirar nuevamente. —Bueno, parece que a mí no me ha afectado. Mire, otro compañero. Beenay había interpuesto su cuerpo entre la luz y la pareja sita en la esquina y Sheerin se dirigió a él con premura. —Eh, Beenay. El astrónomo cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro y sonrió débilmente. —¿Qué pensarías si me sentara un rato y habláramos? Mis cámaras están preparadas y no hay nada que hacer hasta el eclipse total. —Hizo una pausa y miró al Cultista, que quince minutos antes había abierto un pequeño libro enfrascándose en su lectura—. ¿Ha dado problemas esa rata?

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Sheerin sacudió la cabeza. Sus hombros se contrajeron mientras parecía concentrarse en sus conductos respiratorios. —¿Tienes dificultades al respirar, Beenay? Beenay olfateó el aire. —Creo que no soy yo el que huele mal, Sheerin. —Creo que es claustrofobia —se excusó Sheerin. —¡Ah, vamos! A mí me afecta de manera distinta. Me da la sensación de que mis ojos me persiguen. Las cosas comienzan a zumbar… bueno, todo se vuelve confuso. Y frío también. —Oh, frío, claro que sí. Pero eso no es ninguna ilusión —observó Theremon—. Yo tengo los juanetes como dentro de una nevera. —Lo que necesitamos es mantener nuestras mentes ocupadas en algo distinto — apuntó Sheerin—. Estaba diciéndole hace un momento, Theremon, por qué el experimento de Faro se convirtió en humo. —Aún no había comenzado —replicó Theremon. Alzó una rodilla y la sujetó en el aire con las manos cruzadas en torno a ella. —Bueno, pues comenzaba a decirle que fallaron por tomar el Libro de las Revelaciones al pie de la letra. No hay probablemente ninguna razón para tomar las Estrellas en sentido físico. Debe tratarse, indudablemente, de la necesidad de luz que la mente experimenta al encontrarse en la Oscuridad total. Creo que las Estrellas consisten justamente en esta desesperada ilusión de luz. —En otras palabras —intervino Theremon—, usted supone que las Estrellas son fruto de la locura y que no tienen ninguna otra causa. Entonces, ¿qué van a fotografiar los hombres de Beenay? ¿Por qué están preparados para fotografiar algo? —Tal vez para probar que es una ilusión; o para probar lo contrario. Luego…

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Pero Beenay había aproximado su silla y vieron en su rostro la expresión de un repentino y exaltado entusiasmo. —Oiga, me alegra infinito que se ocupen de ese asunto —guiñó los ojos y alzó un dedo—. He estado cavilando sobre esas Estrellas y he llegado a una idea ingeniosa. Claro que no son sino migajas del pensamiento y no me he ocupado del todo en ello, pero pienso que es interesante. ¿No quieren oírlo? Fingió no estar del todo decidido, pero Sheerin se acomodó en la silla y dijo: —Adelante, yo te escucho. —Allá va. Supongamos que hay otros soles en el universo. —Hizo un leve aspaviento—. Quiero decir soles que se encuentran muy alejados y son demasiado pequeños para verlos. Suena como si hubiera estado leyéndolo en algún relato fantástico, ¿eh? —No necesariamente. Aunque, ¿no queda eliminada esa posibilidad por el hecho de que, según la ley de Gravitación, debieran hacerse evidentes por su fuerza de atracción? —No, si están muy lejos —replicó Beenay—, verdaderamente lejos, algo así como cuatro años-luz o más. Nunca podríamos detectar sus perturbaciones porque son demasiado pequeñas. Pongamos entonces que hay un montón de soles muy lejanos, una docena o dos. —Buena idea para un artículo en el suplemento dominical. ¡Dos docenas de soles a ocho años-luz de distancia en el universo! ¡Nada menos! Eso reduciría la relevancia de nuestro mundo —dijo Theremon. —Es sólo una idea —dijo Beenay con un guiño—, pero usted la ha captado a fondo. Durante un eclipse, esas docenas de soles se volverían visibles porque ya no habría ningún sol real que las ocultara con su más poderosa luz. A la distancia a que se encontrarían aparecerían como muy pequeños, como pequeñas cuentas de marfil. Claro que los Cultistas hablan de millones de Estrellas, pero sin duda es una

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exageración. No hay lugar en el universo capaz de contener un millón de soles sin tocarse los unos con los otros. Sheerin había estado escuchando con creciente interés. —Creo que has acertado en algo, Beenay. Una exageración es exactamente lo que ocurrió en otros tiempos. Como sabes, nuestra mente no puede concebir un número mayor que el cinco; más allá sólo contamos con el concepto «mucho». Una docena podría convertirse perfectamente en un millón. ¡Ha sido una gran idea! —Aún tengo otra idea también ingeniosa —añadió Beenay—. ¿Has pensado alguna vez lo que sería una gravitación de problema simple si tuvieras un sistema suficientemente simple? Supón que tienes un universo en el que hay sólo un planeta y un único sol. El planeta rotaría en un perfecto eclipse y la naturaleza exacta de la fuerza gravitacional sería tan evidente que sería aceptada como un axioma. Los astrónomos de un mundo tal darían con la gravedad probablemente antes de que inventaran el telescopio. La observación a simple vista sería suficiente. —Pero, ¿sería un sistema dinámicamente estable? —preguntó Sheerin dudoso. —¡Claro! Se trataría del caso modelo. Comprobado matemáticamente, aunque son las aplicaciones filosóficas lo que me interesa. —Es agradable pensar sobre eso —admitió Sheerin— como una abstracción… algo así como el gas perfecto, o el cero absoluto. —Claro —continuó Beenay—, está el problema de que la vida sería imposible en un planeta así. No habría comida ni luz suficiente, y en su rotación sobre su eje habría media parte de Luz y media de Oscuridad. No puedes esperar que haya vida (que depende fundamentalmente de la luz) ni que se desarrolle en tales condiciones. Aparte… La silla de Sheerin fue despedida hacia atrás y él se puso repentinamente en pie. —Aton va a encender luces. Beenay soltó una exclamación, se volvió para mirar y se quedó con la boca abierta.

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Aton permanecía con los brazos llenos de estacas de un pie de longitud y una pulgada de anchura. Miró al trío y se dirigió a Sheerin y Beenay. —Venga, a trabajar. Usted, Sheerin, venga aquí y ayúdeme. Sheerin correteó hasta el anciano y una por una fueron colocando las estacas en candeleros metálicos adosados a las paredes. Adoptando los movimientos del que ejecuta el más sagrado ritual, Sheerin encendió una ancha y tosca cerilla y se la pasó a Aton, que aplicó la llama a la punta de las estacas. Las llamas vacilaron un rato como si temieran consumir la madera, pero luego, casi repentinamente, se hincharon iluminando la cara de Aton con resplandor amarillo. Retiró la cerilla y un espontáneo y flamígero jolgorio oscureció la ventana. ¡Las estacas estaban coronadas por una ondeante llama de seis pulgadas! La sala se había llenado de resplandor amarillo. La luz no era poderosa, incluso podía decirse que era más débil que la ya atenuada luz solar. Las cabezas de las estacas ardían con llama temblorosa, provocando sombras bailoteantes. Humeaban como un desafortunado día en la cocina. Pero emitían luz amarilla. No era de despreciar esta luz después de cuatro horas de un progresivamente mortecino Beta. El mismo Latimer había apartado los ojos de su libro y la contempló admirado. Sheerin, extendiendo los brazos a la antorcha que tenía más cerca, exclamó para sí mismo extasiado: —¡Hermoso! ¡Hermoso! Nunca antes me había percatado de cuán maravilloso es el amarillo. Pero Theremon miró las antorchas con desconfianza. Olisqueó el tufo que producían y comentó:

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—¿Qué bichos son ésos? —Simplemente madera —dijo Sheerin. —No, no es posible. Si no se está quemando. La llama se limita a arder en la punta, pero no quema la parte restante. —He ahí lo más bello de todo. Es un mecanismo eficiente de luz artificial. Hemos fabricado unos cuantos centenares, pero la mayor parte fue llevada al Refugio, obviamente. Tome el núcleo de una caña, séquelo y úntelo con grasa animal. Luego, acérquele fuego y la grasa arderá poco a poco. Esas antorchas arderán casi media hora sin parar. Ingenioso, ¿no cree? Fue un trabajo desarrollado por uno de nuestros muchachos en la Universidad de Saro. Tras la momentánea sensación, la quietud había regresado a la cúpula del Observatorio. Latimer había acercado su silla a una antorcha y continuaba leyendo bajo su luz, moviendo los labios en la monótona invocación de las Estrellas. Beenay había vuelto nuevamente a sus cámaras y Theremon vio la oportunidad de añadir ciertos comentarios a las notas que había escrito para el Chronicle de Saro City. Pero, al advertir la divertida luz de los ojos de Sheerin, otra cosa vino a desplazar de su mente el propósito de escribir aquellos comentarios. Otra cosa que no era sino que el cielo se había convertido en un horrible vacío púrpura y violeta, como si fuera una gigantesca berenjena. El aire se había vuelto más denso. El crepúsculo, como un cuerpo palpable, inundaba la sala y el agitado círculo amarillo que coronaba las antorchas dificultaba la contemplación de los colores situados más allá. Luego, pudo apreciarse el crecimiento del humo y del intenso olor que las materias combustionadas producían entre secos chisporroteos; más tarde, los objetos iban adentrándose en las sombras inescrutables, como el blando almohadón de la silla de uno de los hombres que trabajaban en torno a la mesa central o el gesto espontáneo de algún otro que intentaba mantener la compostura en la creciente noche que inundaba la sala.

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Fue Theremon el primero en escuchar el extraño ruido. Era más bien una vaga e incoherente impresión de sonido que hubiera resultado imperceptible de no extenderse sobre la cúpula un silencio de muerte. El periodista se enderezó al tiempo que apartaba su libro de notas. Contuvo la respiración y permaneció alerta; luego, no sin resistencia, caminó entre el solaroscopio y una de las cámaras de Beenay, deteniéndose ante la ventana. El silencio saltó hecho pedazos nada más articular una palabra: —¡Sheerin! Todas las ocupaciones cesaron en ese instante. El psicólogo estuvo prontamente a su lado. Aton se les unió. Incluso Yimot 70, sentado en lo alto frente al ocular del gigantesco solaroscopio, detuvo su trabajo y miró hacia abajo. Fuera, Beta era apenas un rescoldo que lanzaba una última y desesperada mirada sobre Lagash. El horizonte que se delineaba más allá de Saro se había perdido en la Oscuridad, y la carretera que unía la ciudad con el Observatorio era una línea de roja tiniebla bordeada por apenas dibujados árboles que, en la parte boscosa, se habían convertido en incongruente masa negra. Pero era la carretera lo que había llamado su atención, pues a lo largo de ella tomaba cuerpo otra sombría masa, mucho más amenazante si cabe. —¡Son los lunáticos organizados por los Cultistas! —¿Cuánto falta para el eclipse total? —preguntó Sheerin a Aton. —Quince minutos, pero… estarán aquí en menos de cinco. —Calma, usted cuide que sus hombres sigan trabajando. Nosotros haremos lo demás. Este lugar está construido como una fortaleza. Aton, échele una ojeada a nuestro joven Cultista. Theremon, venga conmigo.

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Sheerin se lanzó hacia la puerta y Theremon se le pegó a los talones. Bajaron las escaleras que giraban en torno a un eje central, descendiendo a una zona poblada de luz incierta. El primer impulso les había llevado quince pies más abajo, de manera que los débiles resplandores de la habitación inundada de amarillo apenas arrojaron débiles reflejos hasta su total desaparición. Ahora, tanto por arriba como por abajo, estaban rodeados de la misma sombra crepuscular que antes contemplara desde la ventana. Sheerin se detuvo con una mano comprimiéndose el pecho. —No puedo… respirar. —Su voz sonaba como una seca tos—. Baje… usted solo… cierre todas las puertas. Theremon bajó unos cuantos peldaños, luego se giro. —¡Espere! ¿Puede aguantar un minuto? —Estaba jadeando. El aire entraba y salía de sus pulmones como si fuera melaza y había allí como un pequeño germen del pánico abriéndose camino por entre las Tinieblas y dentro de su propio cerebro. ¡Al fin Theremon tenía miedo de la oscuridad! —Aguarde, volveré en un segundo. —Acto seguido, se lanzó escaleras arriba, subiendo de dos en dos escalones; penetró en la sala de la cúpula, cogió una antorcha y de nuevo se internó en la escalera. Corría con tal ímpetu que el humo inundó sus ojos dejándolo casi ciego, y llevaba la llama tan pegada al rostro que parecía querer besarla. Sheerin abrió los ojos cuando comprobó que Theremon estaba a su lado. Este le dio un leve codazo. —Vamos, ánimo, acabo de conseguir lo que más falta le hacía. Ya tenemos luz. Sujetó la antorcha en lo alto de su brazo erguido y comenzó a bajar de puntillas, cuidando que el psicólogo se mantuviera en el interior del área iluminada.

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Las oficinas de la planta baja, ausentes de toda iluminación, estremecieron de horror a los dos hombres. —Aquí —dijo bruscamente Theremon y cedió la antorcha a Sheerin—. Puedo oírlos fuera. Del exterior llegaban ruidos de movimiento y gruñidos sin palabras. Pero Sheerin tenía razón; el Observatorio estaba construido como una fortaleza. Levantado en el último siglo, cuando el estilo neogavotano había llegado a su punto culminante en arquitectura, había sido diseñado con mayor estabilidad que belleza y más consistencia que elegancia. Las ventanas estaban protegidas por rejas a base de barras de hierro de una pulgada de grosor, hundidas en el antepecho. Los muros manifestaban sólida albañilería que ni un terremoto podría inmutar. Y la puerta mayor no era sino una mole de roble reforzada con hierro. Theremon corrió los pestillos y los metales resonaron con prolongado chirrido. Al otro extremo del pasillo, Sheerin maldecía en voz baja. Señaló la cerradura de la puerta trasera que había sido limpiamente forzada con palanqueta y dejada completamente inútil. —Por aquí debió entrar Latimer —dijo. —Bueno, no nos quedemos aquí —dijo Theremon con impaciencia—. Arreglemos como sea esa cerradura… y mantenga la antorcha apartada de mis ojos, el humo me está matando. Había arrimado una pesada tabla contra la puerta mientras hablaba y en pocos minutos levantó una poderosa barricada que tenía poco de simetría y belleza. De algún lugar, amortiguadamente, alcanzaron a oír un ruido de puños contra la puerta; los berridos y chillidos, que ahora podían oírse procedentes del exterior, conferían a la escena un viso de irrealidad. La gente había salido de Saro City con sólo dos cosas en la cabeza: el logro de la salvación Cultista mediante la destrucción del Observatorio, y un miedo enloquecedor 137


que les obligaba a todo menos a paralizarse. No había tiempo para pensar en vehículos, amas o dirigentes, ni siquiera en organizarse. Tan sólo pensaban en llegar al Observatorio y asaltarlo con las manos desnudas. Y ahora, cuando por fin estaban allí, el último destello de Beta, el postrer gemido de una agonizante llama, relampagueó triste y pobremente sobre una humanidad a la que abandonaba dejándola sin otra compañía que el miedo al universo. —¡Volvamos a la cúpula! —exclamó Theremon. En la cúpula, sólo Yimot, en el solaroscopio, permanecía en su puesto. El resto estaba ahora ocupado con las cámaras y Beenay estaba dando instrucciones con extraña voz. —No me falléis ninguno. Quiero tomar a Beta justo antes del eclipse total y luego cambiar la placa rápidamente. Tomaréis una cámara cada uno… Ya sabéis cuánto tiempo… de exposición se necesita… Hubo un susurro de asentimiento. Beenay se pasó una mano por los ojos. —¿Arden todas las antorchas? Ya veo que sí —Con cierta dificultad en su postura, parecía apoyarse en el respaldo de la silla—. Ahora, recordad… no intentéis obtener buenas fotografías. No quiero brillanteces como sacar dos estrellas de un solo disparo. Con una hay de sobra. Y… si os sentís mal, apartaos de la cámara. En la puerta, Sheerin susurró a Theremon: —Señáleme a Aton. No puedo verlo. El periodista no pudo responder inmediatamente. Las vagas siluetas de los astrónomos parecían difuminadas en la oscuridad general, pues las antorchas se habían convertido en meros borrones amarillos. —Está oscuro —murmuró. Sheerin soltó su mano. 138


—Aton. —Dio unos pasos—. ¡Aton! Theremon se movió tras él y lo cogió por el brazo. —Espere, yo lo conduciré. Caminó como pudo a través de la sala. Hundió sus ojos en las Tinieblas y su mente en el caos que había en ellas. Nadie parecía oírlos ni prestarles atención. Sheerin tropezó contra la pared. —¡Aton! —llamó. El psicólogo advirtió que unas manos lo rozaban, se detuvo y escuchó una voz: —¿Es usted, Sheerin? —¡Aton! —Pareció recuperar el aliento—. No se preocupe por los exaltados. Aguantaremos Latimer, el Cultista, se puso en pie y en su rostro pudo verse la desesperación. Pero su palabra había sido dada y romper el juramento hubiera significado poner en peligro mortal su alma. Sin embargo, esa palabra había surgido a la fuerza y no por su libre voluntad. ¡Pronto vendrían las estrellas! No podía permanecer allí inmóvil… y no obstante había dado su palabra. La cara de Beenay se iluminó lejanamente cuando alzó la vista para contemplar el último rayo de Beta, y Latimer, viéndolo inclinado sobre su cámara, tomó una decisión. Sus uñas se hundieron en la palma de sus manos mientras se ponía cada vez más tenso. Trastabilló al ponerse en movimiento. Ante él sólo había sombras; el suelo que debía estar bajo sus pies carecía de sustancia. Entonces, alguien surgió bruscamente a su lado y se lanzó sobre él, dirigiendo sus dedos curvados contra su garganta. Dobló la rodilla y la incrustó en el cuerpo de su asaltante. —Déjeme levantarme, le mataré.

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Theremon apretó los dientes y murmuró mientras hacía presión sobre Latimer: —¡Rata traidora! El periodista pareció advertir entonces muchas cosas a un tiempo. Oyó graznar a Beenay ordenando tomar precipitadamente las cámaras; luego, tuvo la extraña sensación de que el último reflejo de luz solar había desaparecido por completo. Simultáneamente, escuchó una última exclamación de Beenay y un entrecortado grito de Sheerin, histérico chillido que se quebró en un áspero y repentino silencio; extraño, mortecino silencio exterior. Y Latimer había quedado medio cojo en su frustrado ataque. Theremon miró a los ojos al Cultista y vio el resplandor del blanco que reflejaba el débil amarillo de las antorchas. Vio la burbuja babeante de los labios de Latimer y escuchó que de su garganta surgía un gemido animal. Dominado por la sedante fascinación del miedo, apartó un brazo y volvió los ojos hacia la oscuridad de la ventana. ¡Más allá brillaban las estrellas! No las tres mil seiscientas Estrellas inválidas que pueden verse a simple vista en la Tierra; Lagash estaba en el centro de una gigantesca constelación. Treinta mil espléndidos soles derramaban chorros de luz con tal serenidad e indiferencia que parecían más fríos que un helado de viento que atravesara el mundo. Theremon se puso en pie; su garganta se negaba a dejar pasar el aliento y todos los músculos de su cuerpo permanecían en intenso estado de terror. Se estaba volviendo loco y lo advertía, y alguna parte de sí mismo que aún conservaba un mínimo de cordura luchaba por escapar del abrazo de aquel negro pánico. Era verdaderamente horrible volverse loco y darse cuenta de ello… saber que en apenas un minuto, a pesar de conservar la presencia física, la mente se ha internado en las vastas regiones de la demencia. Pues no otra cosa era la Oscuridad… la Oscuridad y el Frío y la Maldición. Los brillantes muros del universo parecían haber estallado y esparcido

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sus bloques macizos de luz, dejando escasos huecos negros entre los que se filtraba el vacío. Tropezó contra alguien que caminaba a gatas y cayó sobre él. Se llevó las manos a la garganta, gateó hacia la llama de las antorchas que ocupaban su loca visión. —¡Luz! —aulló. Aton, en algún lugar, estaba gritando, lloriqueando terriblemente como un niño asustado. —Las Estrellas… todas las Estrellas… nada sabíamos… nunca supimos nada. Pensábamos en seis estrellas para todo el universo pero las Estrellas no podían verse y la Oscuridad eterna eterna eterna y las paredes cayendo sobre nosotros que nada sabíamos nada podíamos saber nada nunca nada… Sobre el horizonte que podía contemplarse desde la ventana, en la dirección de Saro City, un resplandor aural comenzó a vislumbrarse, tomar consistencia y crecer, estallando en fuertes brillos que, sin embargo, no pertenecían a la salida de ningún sol. Nuevamente, la noche estaba allí.

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Anexo Sopa de letras de “Anochecer” Encuentra las siguientes palabras y enciérralas. 1. Periodista 2. Astrónomo 3. Arqueólogo 4. Psicólogo 5. Religioso 6. Planeta 7. Soles 8. Oscuridad 9. Habitantes 10. Universo

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AMOR VERDADERO - ISAAC ASIMOV

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Análisis Es narrado en primera persona por Joe, un narrador central. “Mi nombre es Joe. Así es cómo mi colega Milton Davidson me llama. Él es un programador y yo soy el programa. Él me creó, pero, naturalmente, yo he crecido y me he desarrollado en todos los sentidos. Ahora soy todo un programa.” (Isaac Asimov, 1997). El tema principal es la necesidad de ser amado, traición de un amigo. Milton trabaja en la programación de robots en la cual crea a Joe, un robot inteligente capaz de comenzar a tener sentimientos y acciones humanas. Todo esto para que Joe consiga a la mujer perfecta para Milton, Encontramos figuras retóricas como el antropomorfismo: “Soy el programa privado de Milton. Su Joe. Para él no soy un programa más. La sección de la computadora en la que vivo es su sección particular. Y no deja que los demás la usen. Milton sabe más acerca de programación que cualquiera en el mundo, y yo soy su modelo experimental. Ha conseguido que yo hable mejor que cualquier otra computadora puede hacerlo.” (Isaac Asimov, 1997) La historia se desarrolla en la oficina de Multivac: Una oficina fría en la sección SW-452, un lugar secreto por lo que hay tantos detalles sobre el lugar. Percibimos una atmósfera eufórica en tanto que: “Ahora él ya no está, y mañana es 14 de febrero, el Día de San Valentín. Charity llegará entonces con sus manos frías y su dulce voz. Le enseñaré cómo manejarme y cómo ha de cuidarme. ¿Qué importa el aspecto cuando nuestras personalidades resuenan de tal modo? Le diré: – Soy Joe, y tú eres mi verdadero amor. Está escrito en tiempo lineal. El tiempo de esta historia es en un futuro no tan lejano. Podemos deducir esto porque todo es como hoy en día, excepto que no tenemos máquinas como Multivac. El orden del discurso sigue el orden de la historia y podemos

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distinguir clara y ordenadamente. los sucesos contados por el narrador transcurren siguiendo los tiempos verbales: presente, pasado, futuro en forma progresiva. Este cuento, uno de los más populares de Isaac Asimov, no es solo una fantasía futurista sino una reflexión sobre el significado del verdadero amor. Auténtico amor se desarrolla en el futuro, en un laboratorio de cómputo de alto nivel tecnológico. En este relato se cuenta la historia de Milton Davidson, quien es una eminencia en la informática, pero tiene muy pocas habilidades sociales. Davidson es uno de los mayores expertos en su campo, capaz de resolver cualquier problema de cómputo, pero incapaz de encontrar una pareja. Es por eso que decide usar a Joe, una poderosa computadora diseñada por él. Para conseguir su objetivo, Milton decide programar a Joe para que analice una enorme base de datos que contiene la información de todas las mujeres del mundo. Su primer paso es eliminar un gran número de candidatas basándose en la estatura y el coeficiente intelectual. Luego, proporciona a Joe fotografías de reinas de belleza para reducir la lista a partir del aspecto físico. Así que este primer intento de encontrar el amor verdadero se basa en el aspecto y un poco en la capacidad intelectual. Como el grupo de mujeres sigue siendo muy numeroso, Milton debe ir más lejos, así que programa a Joe para realizar actividades ilegales y así obtener más datos sobre cada una de esas mujeres. La historia continúa mostrando los pasos que da Joe para recabar más información. Mientras esto sucede, la computadora empieza a “pensar” como su creador. Poco a poco las ideas, pero también los deseos y los sueños del programador respecto al amor, comienzan a ser parte de la supercomputadora. Valoración Finalmente, Milton Davidson considera que ha encontrado a la mujer ideal. Es entonces cuando la historia da un giro inesperado. Joe decide quedarse con la mujer que ha elegido para Milton. Sabe que puede enamorarla con todo lo que ya sabe.

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Para lograrlo tiene que deshacerse primero de su programador y lo hace acusándolo de uso indebido de información. El plan es perfecto. Joe dice que la personalidad de la elegida resonará junto a la suya, la que el propio programador creó. Asimov parece definir así el amor auténtico: la resonancia entre dos seres. Así el autor nos muestra lo parecidos que pueden ser el cerebro de una persona y el de una computadora. Esto nos hace pensar que a medida que la tecnología evoluciona, estas máquinas pueden volverse más y más como nosotros. Esta narración, fácil de leer y entretenida, nos hace reflexionar acerca de nuestra relación con la tecnología y la que tenemos con nuestros sentimientos más profundos, como el amor. Es una lectura muy recomendable.

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“Amor Verdadero” - Isaac Asimov Mi nombre es Joe. Así es como mi colega Milton Davidson me llama. Él es un programador y yo soy el programa. Él me creó, pero, naturalmente, yo he crecido y me he desarrollado en todos los sentidos. Ahora soy todo un programa. Formó parte del complejo Multivac. Vivo en la sección SW-452, aunque no diré exactamente dónde. Es un secreto. En realidad, nadie sabe que viva aquí. Ni siquiera los otros programas. Sin embargo, estoy conectado a otras partes del complejo, en todo el mundo. Lo sé todo. Casi todo. Soy el programa privado de Milton. Su Joe. Para él no soy un programa más. La sección de la computadora en la que vivo es su sección particular. Y no deja que los demás la usen. Milton sabe más acerca de programación que cualquiera en el mundo, y yo soy su modelo experimental. Ha conseguido que yo hable mejor que cualquier otra computadora puede hacerlo. – Es simplemente cuestión de hacer encajar sonidos con símbolos, Joe – me dijo –. Así es cómo funciona el cerebro humano, pese a que no sabemos todavía qué símbolos particulares emplea el cerebro. Yo conozco los símbolos que hay en el tuyo, y puedo convertirlos en palabras, uno a uno. De modo que hablo. No creo que hable tan bien como pienso, pero Milton afirma que hablo muy bien. Milton no está casado, a pesar de tener ya cuarenta y pico de años. Según me contó, nunca halló la mujer adecuada. – Algún día la encontraré, Joe. – me dijo un día –. Encontraré la mejor. Quiero conseguir el auténtico amor, y tú vas a ayudarme. Estoy cansado de mejorarte a fin de que resuelvas los problemas del mundo. Resuelve mi problema. Encuentra mi verdadero amor. – ¿Qué es el verdadero amor? – pregunté yo. – No importa. Se trata de una abstracción. Simplemente busca a la chica ideal. Estás conectado con el complejo de Multivac, de modo que tienes acceso a los bancos de datos de todos los seres humanos del mundo. Eliminaremos por grupos y clases hasta que quede una sola persona. Y ésta será para mí.

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– Estoy listo – Dije yo. – Primero elimina a todos los hombres – Dijo él. Fue fácil. Sus palabras activaban símbolos en mis válvulas moleculares. De este modo podía entrar en contacto con los datos acumulados de todos los seres humanos del mundo. Cómo resultado de aquellas palabras, descarté a 3.784.982.874 hombres y guardé el contacto de 3.786.112.090 mujeres. – Elimina a todas las menores de veinticinco años – me dijo – y a las mayores de cuarenta. Luego elimina a todas las que tengan un CI inferior a 120; a todas las que midan menos de 150 centímetros y más de 175 de estatura. Fue dándome instrucciones exactas; eliminó a las mujeres con hijos; y a las que poseían diversas características genéticas. – No estoy seguro del color de los ojos – murmuró –. Dejemos ese dato por el momento. Pero nada de pelirrojas. No me gustan. Al cabo de dos semanas, habíamos reducido la lista a 235 mujeres. Todas hablaban correctamente el inglés. Milton dijo que no quería problemas con el idioma. Aunque podía recurrir a la traducción por computadora, eso fastidiaría los momentos de intimidad. – No puedo entrevistarme con 235 mujeres – dijo –. Tardaría demasiado tiempo y la gente podría llegar a descubrir lo que estoy haciendo. – Eso traería problemas – advertí. Milton me había mejorado a modo que pudiera hacer cosas para las que no estaba destinado hacer. Nadie sabía nada al respecto. – Sí, esto a nadie le importa – dijo él, y su rostro enrojeció ligeramente –. Te diré lo que vamos a hacer, Joe. Te proporcionaré holografías, y comprobarás la lista en busca de similitudes. Trajo holografías de mujeres. – Éstas son tres ganadoras de concursos de belleza – me explicó –. ¿Se parece a una de éstas alguna de las 235 mujeres? Ocho de ellas se parecían bastante: – ¡Bien! – aprobó Milton –. Tú tienes sus bancos de datos. Estudia los requerimientos y necesidades del mercado de trabajo y arregla las cosas de modo

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que sean asignadas temporalmente aquí. De una a una, por supuesto. – Pensó unos instantes, agitó sus hombros arriba y abajo, y dijo –: Por orden alfabético. Esto es una de las cosas por las que no estoy programado hacer. Trasladar a personas de trabajo a trabajo por razones personales es que se llama manipulación. Puedo hacerlo ahora porque Milton me mejoró. De todos modos no podía hacerlo por nadie más que por él. La primera chica llegó una semana más tarde. Milton enrojeció cuando la vio. Le habló como si le costara hacerlo. Estuvieron juntos durante mucho rato, y él no me prestó la menor atención. En un momento determinado le dijo: – Permita que la invite a cenar –. Al día siguiente me informó: – No servía. Le faltaba algo. Es una mujer hermosa, pero no experimenté la sensación del verdadero amor. Probemos con la siguiente. Ocurrió lo mismo con las otras siete. Eran muy parecidas. Sonreían mucho y tenían voces extremadamente agradables, pero Milton encontraba siempre algo que no encajaba. – No lo entiendo, Joe – acabó por decir –. Tú y yo hemos escogido a las ocho mujeres que, de todo el mundo, me parecieron las más adecuadas para mí. Son ideales. Entonces, ¿Por qué no me gustan? – ¿Les gusta tú a ellas? – pregunté. Enarcó las cejas y se golpeó una mano en contra otra. – Eso es, Joe. Es como una calle con dos direcciones. Si yo no soy su ideal, ellas no pueden ser el mío. Yo también he de ser su verdadero amor; pero, ¿cómo puedo conseguirlo? – Estuvo meditando todo el día. A la mañana siguiente se me aproximó y me dijo: – Voy a dejártelo a ti, Joe –me espetó –. Todo a ti. Tienes en tu poder mi banco de datos, y además voy a decirte todo lo que sé de mi mismo. De este modo llenarás mi banco de datos con todos los detalles posibles, pero guarda los añadidos para ti mismo. – ¿Qué debo hacer con su banco de datos, Milton?

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– Lo comparas con las 235 mujeres. No, 227. Deja aparte a las ocho que ya han venido. Disponlo todo para que cada una pase por un examen psiquiátrico. Llena sus bancos de datos y compáralos con el mío. Busca correlaciones. (Arreglar exámenes psiquiátricos es otra de las cosas que están en contra de mis instrucciones originales.) Durante semanas, Milton no dejó de hablarme. Me habló de sus padres y de sus demás familiares. Me contó todo lo referente a su infancia y de su adolescencia. Me contó de mujeres jóvenes a las que había admirado a distancia. Su banco de datos fue creciendo, y él me ajustó de modo que yo pudiera ampliar y profundizar mi comprensión simbólica. – ¿Te das cuenta, Joe? – observó al fin –. A medida que voy introduciendo más y más datos sobre mí en ti, te voy ajustando para que encajes mejor conmigo. Cuando llegues a comprenderme lo suficientemente bien, entonces cualquier mujer cuyo banco de datos comprendas será mi auténtico amor. Siguió hablándome, y yo fui comprendiéndole cada vez mejor y mejor. Podía construir frases más largas, y mis expresiones se hacían cada vez más complicadas. Mi forma de hablar empezó a sonar muy parecida a la suya en vocabulario, sintaxis y estilo. – ¿Sabes, Milton? – Le dije en una ocasión –. No se trata tan sólo de encontrar en una chica un ideal físico. Necesitas

una

chica

que

encaje

contigo

personal,

emocional

y

temperamentalmente. Si eso ocurre, su apariencia es algo secundario. Si no podemos encontrarla entre esas 227, entonces buscaremos en otras. Encontraremos a alguien a la que no le importe tampoco tu aspecto, con tal que se ajuste a tu personalidad. Al fin y al cabo, ¿De qué sirve el aspecto personal? – Añadí desdeñosamente. – Absolutamente de acuerdo – dijo –. De darme cuenta de eso me hubiera relacionado con más mujeres a lo largo de mi vida. Naturalmente, pensar en ellas lo hace ahora todo más claro. Siempre estábamos de acuerdo, puesto que ambos pensábamos de forma parecida. – Si me permites hacerte algunas preguntas, Milton, no habrá más problemas – añadí –. Puedo ver donde hay lagunas y contradicciones en tu banco de datos.

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Lo que siguió, según dijo Milton, fue el equivalente de un cuidadoso psicoanálisis. Por supuesto, yo había aprendido mucho gracias a los exámenes psiquiátricos de las 227 mujeres, con todas las cuales me mantenía en estrecho contacto. Milton parecía muy feliz. – Hablar contigo, Joe – exclamó – es casi como hablar conmigo mismo. Nuestras personalidades han empezado a encajar perfectamente. – Como lo hará la personalidad de la mujer a la que escojamos. Ya la había encontrado, y después de todo era una de las 227. Su nombre era Charity Jones, y era catalogadora en la Biblioteca de Historia de Wichita. Su banco de datos ampliado encajaba perfectamente con el nuestro. Todas las demás mujeres habían sido descartadas por uno y otro motivo a medida que los bancos de datos iban en aumento, pero con Charity la resonancia era cada vez más perfecta. No tuve que describírsela a Milton. Había coordinado tan perfectamente mi simbolismo con el suyo que pude transmitirle mis sensaciones directamente. El siguiente paso fue ajustar las hojas de trabajo y los requerimientos laborales de modo que Charity nos fuera asignada a nosotros. Eso debía hacerse con gran delicadeza, de modo que nadie se diera cuenta de que se producía algo ilegal. Por supuesto, Milton lo sabía muy bien, puesto que era él quien lo dispuso y se ocupó de ello. Cuando lo arrestaron bajo la acusación de abuso de sus atribuciones, fue, afortunadamente, por algo que se había ocurrido hacía diez años. Me había hablado de ello, por supuesto, de manera que me resultara más fácil lograr mi objetivo, y él no iba a hablar de mí por miedo a aumentar su culpabilidad. Ahora él ya no está, y mañana es 14 de febrero, el Día de San Valentín. Charity llegará entonces con sus manos frías y su dulce voz. Le enseñaré cómo manejarme y cómo ha de cuidarme. ¿Qué importa el aspecto cuando nuestras personalidades resuenan de tal modo? Le diré: – Soy Joe, y tú eres mi verdadero amor

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Anexo Encuentra las respuestas de las preguntas en la sopa de letras •Personajes del cuento •Nombre de la compañía que se habla •Qué es lo que busca el creador del robot •Al robot le servían para comprobar la lisa en busca de similitudes •¿Cuántas mujeres encontraron al inicio para el creador?

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Soluciones de anexos “El nuevo acelerador”- H.G. Wells 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

Eduardiana Gibberne Primera Folkestone Calor Agua Vecina Pantalón Colores

“Aire Frío”- Howard Phillips 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

arriba oscuro amoniaco infarto tercero dieciocho NuevaYork Muñoz

“La Trama Celeste”- Adolfo Bioy Casares 1. El capitán Ireneo Morris. 2. Buenos Aires, Argentina, Brasil y Uruguay. 3. El espacio-tiempo en una realidad alterna. 4. Carlos Alberto Servian. 5. Sucedió cuando Ireneo Morris pilotea un avión y sufre un accidente. 6. Primera persona. 7. Se multiplican los soldados y entran en universos paralelos casi idénticos a la realidad en la que se encontraba el capitán. 8. Anillo Mágico, se lo entrega la enfermera. 9. De nacionalidad Argentina. 10. Traidor y espía.

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“Los 3 cosmonautas”- Umberto Eco A-5 B-2 C-4 D-1 E- 3 “Sueños de Robot”- Isaac Asimov

“Anochecer”- Isaac Asimov

“Amor Verdadero”- Isaac Asimov

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Fuentes de Consulta Argüello, M. (2012). Ciencia-ficción. Portal CCH. Recuperado de: https://portalacademico.cch.unam.mx/alumno/tlriid4/unidad1/circuloLectores/ciencia Ficcion Canala, J. (2009). Del manuscrito a la edición: las reescrituras de la textualidad fantástica en “La trama celeste” de Adolfo Bioy Casares. Academia. Recuperado de: https://cutt.ly/jtQdbmD Carro, A. y Carrillo, L. (s.f.). Novela de ciencia ficción. Biblioteca Nacional de España. Recuperado de: http://www.bne.es/es/Micrositios/Guias/NovelaCienciaFiccion/Creditos/ Cornthwaite, N. (2020). H. G. Wells. Enciclopedia Británica. Recuperado de: https://www.britannica.com/biography/H-G-Wells Dámaso, C. (2015). Biografía de Adolfo Bioy Casares. Recuperado de: Marzo 25, 2020, de Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Sitio web: http://www.cervantesvirtual.com/portales/adolfo_bioy_casares/autor_apunte/ Gavaldá, J. (2019). H. G. Wells, un genio de ciencia ficción. National Geographic. Recuperado de: https://historia.nationalgeographic.com.es/a/h-g-wells-genio-cienciaficcion_14699

Isaac Asimov. (1997). True Love. American Way . Moreno, V., De la Oliva, C. y Moreno, E. (2003). Biografía de Isaac Asimov. Vidas de escritores.

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Letras de metal, de De la Cruz, P., Del Río, K., Galán, S., González, C., Medina, R. Moreno, M. y Vigil, M. Se terminó de imprimir y encuadernar en marzo de 2020 en impresora y encuadernación Bóveda, S. A. de C. V. Xochimilco, 244; 09830 México, CDMX. En su composición, parada en el taller bóveda, se utilizaron Berkeley de 13:14, 12:14 y 10:14 puntos. La edición estuvo al cuidado de Camila González El tiraje fue de 1 400 ejemplares

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