Ay cuanto me quiero.

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Yo

«Con mucho cariño mi abuelita Beatriz».

¡Ay, cuánto me quiero! En realidad, para ser sincero, me amo. ¿Qué haría yo sin mí? ¡Qué suerte la mía, cono­ cerme de toda la vida! Desde el día en que nací he estado con­ migo. Prometo nunca dejarme solo. Me acompañaré siempre, donde sea que vaya. Antes que yo naciera, mi mamá me tuvo dentro de ella durante nueve meses. ¡Qué afor­ tunada! Fue la primera en cono­ cerme. Desde entonces la he

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dejado ser mi mamá día y no­ che. Ella y mi papá me quieren mucho. Les encuentro toda la razón, ya que soy adorable. Son personas muy inteligentes. M i papá lo pasa bien traba­ jando para comprar mi comida, mi ropa y mis juguetes. Si no fuera por mí, no tendría para qué ir a la oficina y se quedaría aburrido en la casa. Por eso me preocupo de comer toda mi co­ m ida aunque no me guste tanto, de ponerme mucha ropa aun­ que me dé calor y de jugar con todos mis juguetes al mismo tiempo. ¡Qué buen hijo soy! Reconozco que los consiento

demasiado, pero no puedo evi­ tarlo, soy tan tierno. El colegio me encanta. Yo sé que existen varios, pero no puedo estar yendo cada día a un colegio diferente. Me da pena por todos los niños que se quedan sin conocerme, pero yo sólo puedo ir al mío.

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M i profesora es entretenida y simpática y siempre me pone buenas notas. Ella también fue niña hace mucho tiempo. Me imagino cuántas cosas estudió en el colegio y después en la uni­ versidad. Y todo para enseñarme a mí. ¡Qué orgullosa debe estar! Después de clases y los fines de semana, juego en mi pieza o en mi jardín. Me subo a mi árbol y me siento sobre una de mis ra­ mas. Es verdad que las ramas le salieron al árbol, pero son mías igual, porque están en mi jardín. O sea, en el jardín de mi casa... bueno, la casa es de mis papás, pero como yo soy de ellos, en­ tonces también la casa es mía... y

el jardín y también el árbol y por supuesto la rama. Lógico. Sentado en mi rama ensayo mis discursos de agradecimiento, para cuando me entreguen todos mis premios, mis diplomas y mis

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medallas. «Gracias, gracias», di­ go. «Me doy gracias a mí mismo por mi apoyo. Todo me lo debo a mis propios méritos». O tra cosa que hago es lla­ m arm e por teléfono, pero siempre suena ocupado. Segu­ ramente es porque estoy ha­ ciendo cosas muy importantes, como por ejemplo, llamarme por teléfono. Además, me escribo cartas y las escondo debajo de mi al­ mohada. Siempre las descubro rápidamente. Ayer me escribí una carta sin ponerle mi firma. Soy tan astuto que reconocí mi letra y supe que era yo, así que me contesté. N o sé si alguien

más será capaz de responder cartas anónimas. C ada noche, cuando me acuesto, rezo y le doy gracias a Dios por haberme hecho a mí junto conmigo. ¡Qué sabio es Él! Con razón es Dios. Hace todo bien. Mientras duermo, me echo mucho de menos, pero ¡ay, qué alivio despertar en la mañana y volver a encontrarme!

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J8 Amigo imaginario ^ versus monstruos de la noche

H o y en la mañana me dediqué a dibujar en mi jardín. Hice un retrato de mí mismo. Lo pinté con todos mis lápices de colores. M e quedó tan lindo, que tuve que felicitarme y me di un abrazo. Estaba haciéndome cariño cuando vi que una niña me mi­ raba desde el jardín de al lado. Se había asomado por sobre la muralla. Me dijo: — Yo tam bién tengo un amigo imaginario. www.FreeLibros.me


Le contesté: — ¿Qué es eso de amigo imaginario? Entonces esa niña me dijo: — Al que estás abrazando. Yo le expliqué: — N o estoy abrazando a ningún amigo imaginario. Me estoy felicitando a mí por lo fantástico que me quedó mi au­ torretrato. — ¿Y no tienes un amigo imaginario? — me preguntó. — N o — le dije yo a esa ni­ ña— . ¿Para qué sirve? — Para tener compañía. — ¡Ah! — dije yo— . Enton­ ces no lo necesito, porque me tengo a mí.

Ella se quedó callada mi­ rándome. Después dijo: — También sirve para de­ fenderse de los monstruos de la noche. — ¿Cuáles monstruos de la noche? — le pregunté a esa niña. — Los que aparecen cuando obscurece. A mi pieza van muy seguido y yo les tengo miedo. Despierto con susto y mi amigo imaginario me defiende. Me dio pena que ella tu­ viese que compartir su pieza con los monstruos y más encima con el fam oso am igo imaginario. ¡Cuánto trabajo! Yo no tendría espacio para tanta gente en mi dormitorio; en mi cama quepo

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yo solo, mis muebles ya están llenos con mi ropa y mis estan­ terías apenas alcanzan para mis propios juguetes. H ay otro detalle muy importante: yo duermo con­ migo, en cambio esa niña no.

Quizás por eso tiene miedo. Me pareció m uy valiente que alguien se atreva a estar sin mí. Probablemente los monstruos de la noche y el amigo imagina­ rio también se sentían solos y tenían terror y horror. Le dije:

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— Son muy valientes. — ¿Por qué? — me pregun­ tó esa niña. — Por pasar la noche solos, los monstruos, tu amigo imagi­ nario y tú. Parece que esa niña no me entendió, porque puso una cara extraña. Com o soy muy educado, decidí cambiar la conversación: — ¿Y cómo es tu amigo imaginario? — le pregunté. — Es muy fuerte, audaz y además es cariñoso conmigo. — ¿Pero cómo es por fuera? ¿Alto, bajo, gordo, flaco, viejo, joven? — Es normal. Esa niña es una niña de

muy pocas palabras; ya se me es­ taba acabando la paciencia. — ¿Y qué significa «nor­ mal»? Norm al podría ser que midiera un centímetro y que pesara como mil kilos y que tuviese doscientos años y que fuera verde. — N o es verde — reclamó esa niña— . Es más o menos de mi mismo porte, no es gordo ni tampoco flaco y tiene mi edad. — ¿Y de qué color es? — No sé, color piel supongo. Yo no sé cuál es el color piel, porque depende de qué co­ lor uno tenga la piel. También la piel cambia de color si es verano y uno se pone al sol y se pone

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tostado o si es invierno y enton­ ces es más blanca. Por otro lado, cuando yo me enojo mi cara se pone colorada y cuando estoy mucho rato en la piscina me pongo medio azul. Me pareció aburrido que el amigo imaginario de esa niña fuese tan común y corriente, por eso le dije: — Ahora me tengo que ir. — ¿Por qué tan pronto? — Porque tengo una reu­ nión — le contesté. — ¿Con quién? — ¿Cómo «con quién»? — le dije a esa niña— . ¡Conm igo mismo! ¿Con quién más podría ser?

Si te lo propones, practicas y te esfuerzas

D urante el almuerzo pensé en lo que esa niña me había di­ cho acerca de los monstruos de la noche y de su amigo imaginario. D ecidí inventarm e un amigo imaginario para probar. * Este sería m i amigo imaginario. Si me resultaba entretenido, quizás también me inventaría unos cuantos monstruos de la noche. Esos serían mis monstruos. Mi amigo imaginario debía ser mucho más original que el de

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esa niña, por eso se me ocurrió la siguiente receta:

i^acji^ano t+\o. Cor^o eí\ /^icle doí f^etroí ole alto, eí corado co* eL pelo a la rid o , tie*e bigote, e ; Aaco y se puede e* rol la/ para

fardarlo. Edad-. tie*e de* a*o;, pero (e ve jove*, pero r^ayor <^e el arvejo ¡/■'«alario de eía *i*a.

Después del postre llevé a mi amigo imaginario recién in­ ventado a jugar conmigo a mi pieza. Me senté en el suelo y es­ peré a que hiciera algo divertido, pero no pasó nada. Quizás él quería entretenerse con mis ju­ guetes, pero lamentablemente yo justo los estaba ocupando todos. Qué mala suerte. Además, aun­ que no los estuviera usando en ese momento, no se los podría prestar porque me los regalaron a mí y entonces son míos. N o quie­ ro ser un niño malagradecido. Cuando me aburrí de jugar dentro de mi casa, saqué a mi amigo imaginario al jardín. Lo puse al arco y le tiré un penal. Yo 25

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le pegué un chute a la pelota y metí un golazo. Después pateé varios penales más y todos fue­ ron goles. Parece que mi amigo imaginario no es muy buen ar­ quero, porque no atajó ni una sola vez la pelota. ¡No! ¡Ya sé! Él es excelente al arco, lo que pasa es que yo soy mejor delantero.

Yo estaba tan emocionado que cuando la pateé de nuevo, en vez de ser gol, salió disparada por arriba de la muralla y cayó en el jardín de al lado. Seguramente la pelota aterrizó en la cabeza de esa niña, porque escuché: — ¡Ay! Me asomé sobre la muralla y vi que esa niña estaba sentada en el pasto.

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— ¿Estás jugando con tu amigo imaginario? — yo le pre­ gunté. — Estaba, pero me cayó tu pelota de fútbol en la cabeza. — Eso es bueno — le dije— , así te ayudo a practicar los cabe­ zazos. — Pero no vi cuando la pelota venía — dijo, con una mano en la frente. / —-¡Mejor! Un buen jugador está siempre preparado. — Pero me dolió un poco. — ¡M ejor aún! U n de­ portista de verdad aguanta el dolor. — ¿En serio? — ¡Por supuesto!

— Bueno, entonces... gra­ cias — me dijo esa niña. — Escúchame, niña. Si te lo propones, practicas y te esfuer­ zas, puedes llegar a ser una estu­ penda delantera — le expliqué y pensé, «aunque nunca tan fabu­ losa como yo». —Está bien. Si tú lo dices. — Exactamente. Yo lo digo. Entendiste perfecto. Esa niña podría aprender mucho de mí. Sería bueno pa­ ra ella imitarme. Lo pasaría tanto mejor. D e todas formas, m ejor que jugan do sola. O quizás estaba con su am igo im aginario com o ella decía, pero en todo caso no se veía

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tan feliz com o yo. Tal vez su amigo im aginario era tan abu­ rrido com o el mío. — ¿A qué cosas juegas con tu amigo imaginario? — le pregunté. — A todo. — ¿Cóm o «a todo»? — Jugam os a la pastelería, en donde hacemos tortas con tierra del jardín. También juga­ mos a la tienda de ropa usada. — ¿Usada por quién? —Usada por mí. — ¿Y no juegas con otros niños? — No. — ¿Cómo «no»? ¿Qué, no tienes amigos verdaderos?

— N o muchos. — ¿Cuántos? — Ninguno. — ¿Ninguno? Eso es muy poco. Me quedé pensando. Esa niña debe sentirse muy sola, a pesar de que su mamá la quiere y su papá también. — ¿Sabes? — le dije— . Te regalo a mi amigo imaginario. 31

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— ¿Qué? — me dijo, de nuevo con cara de sorpresa. — Sí, te regalo a mi amigo im aginario. Tiene muy poco uso. Lo inventé a la hora de al­ muerzo. — Muchas gracias. — D e nada. Espero que te sirva. Qué generoso estoy última­ mente. Esa niña se veía más con­ tenta ahora. Regalarle mi amigo imaginario fue un magnífico negocio, porque ya me tenía cansado. Por si fuera poco, se me ocurrió una idea fenomenal: — Ahora pueden jugar los tres. Por ejemplo: a saltar la cuerda. Tu amigo imaginario

sujeta una punta de la cuerda, mi amigo imaginario que te re­ galé sostiene la otra punta y tú saltas. — ¡Qué entretenido! ¡Gra­ cias! — me dijo esa niña sonriendo. Esa noche, después de co­ mida, pensé en lo feliz que se ha­ bía puesto esa niña cuando le regalé a mi amigo imaginario y eso que no me costó nada inven­ tarlo. Sentí algo extraño, como ganas de regalarle más cosas para que se pusiera contenta de nue­ vo. También pensé si acaso el amigo imaginario que le di le serviría para espantar a los monstruos de la noche, que tan­ to la asustaban.

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— M añana la voy a llamar por teléfono para preguntarle — pensé. Por fin me acordé de nuevo de lo mucho que me quiero a mí mismo. Me di mi beso de bue­ nas noches, recé por mí y me quedé dormido.

Esa niña y yo

M u y temprano desperté a mi mamá para preguntarle el número de teléfono de esa niña. Ella me lo dictó y yo lo marqué. — ¿Aló? ¿Está esa niña? — pregunté. — ¿Quién es esa niña? — me contestó la mamá de esa niña. Es raro que una m am á no sepa bien quién es su hija. Le ex­ pliqué: — Esa niña que vive al lado mío, igual que usted. Ayer le di

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mi amigo imaginario que in­ venté. — ¡Ah! ¡Eres tú! — me dijo la mamá de esa niña— . Hola, lindo. La llamo enseguida. — No, no — le dije yo— . Este no es un asunto que se pue­ da conversar por teléfono. Dígale a esa niña que vaya a su pieza por­ que yo me voy a subir a mi árbol. Ahí hablaré con ella — y colgué. La mamá de esa niña debe ser una mujer muy inteligente, porque supo lo lindo que soy sin siquiera verme. Bajé la escalera de mi casa, salí a mi jardín, subí a mi árbol y me senté en mi rama, frente a la ventana de esa niña. 36

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— ¿Te defendió de los monstruos de la noche mi amigo imaginario? — le pregunté. — El amigo imaginario que me regalaste se fue de viaje jun­ to con el mío. — ¡Qué! — grité yo— . ¿Se fueron los dos? — Sí — me dijo esa niña— , se hicieron amigos y decidieron irse en un avión. Yo me tuve que afirmar del tronco de mi árbol para no caer­ me. Pensé un poco y le dije: — Tengo una idea. Yo te puedo inventar otros dos amigos imaginarios. — Ya no los necesito — dijo tranquila.

— ¿Y ahora quién te pro­ tegerá de los monstruos de la noche? — pregunté asombrado. — Yo misma. Ayer tú me di­ jiste que yo era valiente. Por eso me atreví a pasar la noche sola, es decir, sin mi amigo imaginario. — Si quieres te puedo in­ ventar un regimiento completo de amigos imaginarios. Todos los que necesites. — Gracias — me contes­ tó— •, pero en verdad ya no nece­ sito amigos imaginarios que me cuiden. T ú me enseñaste que si me lo propongo, practico y me esfuerzo, puedo lograr muchas cosas. Y me propuse no tenerle miedo a los monstruos de la

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noche. Entonces me di cuenta que si yo los había inventado, yo mis­ ma los podía hacer desaparecer. De ahora en adelante, no habrá ningún monstruo que me asuste. — También te puedo in­ ventar monstruos de la noche si quieres — le dije— . Incluso monstruos que funcionen en la noche y en el día también. — No, pero gracias por tus buenas intenciones. N os quedamos callados. Yo sentado en la rama de mi árbol y ella asomada por la ventana. En­ tonces tuve una duda y se la pre­ gunté: — ¿Y ahora con quién vas a jugar?

Ella sonrió y me dijo: — Con quien he estado ju ­ gando todo este tiempo desde ayer. — ¿Quién es ése? — le pre­ gunté. — ¡Tú, por supuesto! — res­ pondió— . T ú eres mi amigo. — Pero yo no soy imagina­ rio — le expliqué.

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— ¡Por supuesto que no eres imaginario! ¡Eres real! ¡Mi amigo real! Esa niña es igual de inteli­ gente que su mamá, porque supo que yo soy de la realeza, que soy un rey. D e nuevo pensé otro rato más y le dije: — Hay un problema, por­ que yo ya soy amigo mío. — Eso está bien — me dijo esa niña— . Puedes ser am igo tuyo y tam bién ser am igo m ío. — ¿En verdad? — le pre­ gunté, porque no se me había ocurrido esa posibilidad. — ¡Claro! — dijo— . T ú

puedes ser mi amigo si quieres y yo puedo ser tu amiga. — ¿Y tú quieres ser mi ami­ ga? — le pregunté nervioso. — ¡Sí, por favor! ¡Me encan­ taría! — me dijo muy contenta. Yo también estaba conten­ to. Estaba feliz y contento por­ que esa niña prefería estar conmigo que con su amigo ima­ ginario, con el mío que le regalé y con los monstruos. — Yo quiero ser tu amigo. ¿Puedo? — Sí, puedes — me contestó.

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Pasarlo bien

E s a m añana nos d i­ vertimos juntos, esa niña y yo. Fuim os al jardín y jugam os fút­ bol con mi pelota. Primero yo me puse al arco para enseñarle a atajar y después ella fue la arquera y yo el delantero. Esa niña es buena jugadora. Atajó varios de mis tiros y me metió algunos goles. Invité a esa niña a mi casa y le presté mis juguetes y mis lá­ pices de colores. Ella dibujó un diplom a y me lo dio como premio.

— «Para mi mejor amigo» — decía el diploma. — ¿Amigo real o imagina­ rio? — le pregunté. — De cualquier tipo — res­ pondió. Yo me paré y dije el discur­ so que había ensayado:

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— Gracias, gracias. Le doy gracias a esa niña, o sea a ti, por este lindo diploma. Si tú no existieras, yo no podría ser tu mejor amigo. Gracias. En la tarde escribim os cartas. Esa niña me escribió una carta a mí. Yo le escribí una a ella. Luego escribimos juntos una para nuestros amigos ima­ ginarios que andaban de viaje. Anotamos sus nombres en el sobre:

C om o no sabíam os dirección, pusimos:

la

Un avión volando alrededor del Mundo.

Y escribimos la carta en una hoja de papel: Quer/do;

a/^/cjoí

ir* a^/na-

noíi Ojalá cjye Lo e ;t é n parando

1"3n bien Cor*o noíotfoí. No t e ­ ner* oí

tier*f>o

toda;

la;

«|ye

b er*o í

para

co;a; becbo,

co n tarle;

e n tre te n id a ; porche

no;

cjyedan r-vcho; jv/e^o; por jv ^ a r fenore; A/Y/cjo

todavía. l/;te d e ; podrán ir*z^ii/^a^/v^aKio

de

e;a

nar, ¿verdad?

niña,

Un cjran abrazo para cada /W/'jo /^a=)/*ano rúo

r e c a lé a e;a niña.

Le

ono de uftede;, de parte de e;a niña y

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yo . 47

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Después subimos y baja­ mos mi árbol varias veces. Nos reímos hasta que nos tiramos al pasto a descansar. La mamá de esa niña nos invitó a tomar té. Hizo un que­ que especialmente para nosotros y nos dio jugo de frambuesa y pan con palta.

M ás tarde se nos ocurrió hacer un álbum de fotos. N o teníamos máquina fotográfica, así que hicimos dibujos y los re­ cortamos como fotos. Esa niña me dibujó pateando la pelota y metiendo un golazo. Yo la dibujé cabeceando la pelota y también metiendo un golazo. En otra foto salíamos arriba del árbol. Cada uno en una rama. — Saliste muy valiente en la foto — le dije. Esa niña miró el dibujo y me preguntó: — ¿En verdad? ¿Tú crees? — ¡Estoy seguro! — dije sonriendo.

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Tuvimos la genial idea de dibujar fotos de nuestros amigos imaginarios de via­ je en algún lugar del Mundo. Im aginam os que después de bajarse del avión fueron a una playa con mucho sol y palmeras. Los dibujamos nadando y ju­ gando con arena. — Con estas fotos yo creo que está com pleto nuestro álbum — dije. Esa niña se quedó pen­ sando un m om ento, callada. Entonces me dijo: — Falta alguien más que quiero poner.

— ¿A quién? — A los monstruos de la noche. — ¿En serio? — Sí, como ya no les tengo miedo, ahora los encuentro di­ vertidos. Ven a mirar para que los conozcas.

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Amigos reales

Y o me acerqué y vi cómo los dibujaba. Uno era, como un elefante en miniatura, pero con patas de avestruz. Tenía espalda y cola de dragón y tiraba fuego por la trompa. Otro pare­ cía mono, pero tenía melena de león y alas de murciélago. Ade­ m ás tenía colm illos de vampiro, uno grande al medio y dos chicos a los lados. Había otro mons­ truo que era igual

a una tortuga, ¡pero con dos cabezas! Sus ojos eran saltones, sus dos narices enormes y se le asomaban los dientes cuando tenía la boca cerrada. Su caparazón era de pelo­ ta de fútbol y sus patas como acordeones, o sea cortas y arru­ gadas, pero muy largas cuando las estiraba. — Se ven m uy espantosos. Te quedaron m uy lindos — la fe­ licité. — Gracias — me dijo con­ tenta. — ¿Estás segura que quieres ponerlos en el álbum? — le pre­ gunté a esa niña. 53

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— Sí, segura. Ya no les ten­ go miedo. Rápidamente esa niña se convirtió en una experta do­ madora de monstruos. Los está entrenando porque vam os a tener un circo de monstruos amaestrados. La Acortuga va a entrar rodando hasta el centro de la pista. Ahí saldrán sus dos ca­ bezas y dirán: «¡Respetable público! ¡El gran circo de esa niña y yo les presenta las fantásticas acrobacias de los monstruos de la noche!» Entonces el Vampimono se va a parar encima del caparazón y la Acortuga estirará sus patas

para subirlo al trapecio. Allí se columpiará y de pronto saltará hacia abajo. El Elefantruz sopla­ rá por su trompa formando un anillo de fuego. Justo cuando la gente se asuste, pensando que el Vam­ pimono se va a caer, él pasará volando entremedio de las llamas y aterrizará feliz en el suelo. Tendremos leche condensada para los niños que vayan a ver el circo. El Vampimono servirá de abridor de latas con su colmi­ llo del medio. Si alguien quiere, el Elefantruz puede cocinar algu­ nos tarros y hacer manjar. La Acortuga será la repartidora, alar­ gando sus patas para todos lados.

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Para que sean unos monstruos expertos, esa niña les enseñó a darse vueltas de carnero, los hizo hacer una ron­ da y más tarde los puso a correr

por el jardín. Después de todo ese ejercicio, deben haber que­ dado m uy cansados. N osotros también de tanto jugar. — Buenas noches — me dijo.

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— Buenas noches. H asta mañana — le dije yo. — M añana podemos invi­ tar más niñas y niños — dijo esa niña. — ¡Qué buena idea! — dije yo— . Yo les puedo enseñar a jugar fútbol y tú les puedes ense­ ñar a domar a los monstruos, si es que tienen. — ¡Sí, qué entretenido! — me contestó— . A las niñas y niños los ponemos en nuestro equipo y a sus mons­ truos los metemos al circo. Entonces escuché que mi mamá me llamaba.

Fui corriendo y cuando llegué a la puerta, paré. Me di cuenta que en todo este tiempo no se me había ocurrido preguntarle su nombre, a esa niña. Entonces le grité: — ¡Se me olvidó preguntar­ te cómo te llamas! Ella estaba a punto de entrar a su propia casa. Por suer­ te alcanzó a oírme. — ¡Yo tampoco sé cómo te llamas tú! — me respondió. — ¡Bueno, pero dim e tú primero! 59

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— ¡Mañana te cuento! ¡Bue­ nas noches! ¿Qué es eso de «mañana te cuento»? Esa niña se estaba po­ niendo muy misteriosa. Yo le iba a decir mi nombre, pero justo ella sonrió, se despidió movien­ do el brazo y entró a su propia casa. Me quedé pensando. Voy a tratar de adivinarlo y así le doy una sorpresa. Entonces mi ma­ m á me tomó de la mano y me llevó adentro. M e hizo cariño en la frente y me dio un beso. — ¿Quieres algo para co­ mer? — me preguntó. — No, gracias, mamá. Quie­ ro dormirme pronto para des­ pertar temprano.

Subí saltando los escalones. Me acosté feliz, pensando en lo bien que lo habíamos pasado. Ya tenía ganas de ver a esa niña de nuevo. Así, cada vez que estemos juntos, vam os a ser mejores amigos. También pensé en cómo serían los nuevos amigos que tendríamos mañana. «Esos serán amigos verda­ deros. Tan verdaderos como esa niña y yo», pensé. Después me quedé dorm i­ do. Esa niña y yo somos amigos reales. ¡Ay, cuánto me sigo que­ riendo!

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ín d ic e

MAURICIO PAREDES Yo Am igo imaginario versus monstruos de la noche Si te lo propones, practicas y te esfuerzas Esa niña y yo Pasarlo bien Amigos reales

Nació en Santiago de Chile en 1972. Estudió en la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde se tituló de Ingeniero Civil Eléctrico. Ejerció su profesión hasta el año 2001, momento en que decidió seguir su vocación literaria. Además de escribir, se dedica a la investigación y difusión de la literatura infantil. Es profesor universitario, realiza encuentros con niños y charlas para especialistas. H a colaborado con el Ministerio de Educación y ha sido presidente de la sección chilena de la Asociación Internacional del Libro Infantil (IBBY). En Alfaguara Infantil ha publicado: La cama mágica de Bartola (2002), La fam ilia Cuácatela (2005), Verónica la niña biónica (2005), Los sueños mágicos de Bartolo (2006), junto a Romina Carvajal, E l diente desobediente de Rocío (2005), junto a Verónica Laymuns, E l festín de Agustín (2006), y Perverso (2008).

www.habiaotravez.com

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