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2. Liberación de la imagen

En este apartado vamos a mostrar que, desde finales del siglo XIX, la comprensión de la imagen entró en un proceso por el cual recorrió un largo camino de liberación de su carácter vicario, de mera representación, que conservó prácticamente desde la época de los griegos. Los argumentos para mostrar que una imagen no es representación sino condensación de la realidad del mundo nos los ofrece, pues, el camino de liberación de la propia imagen respecto de su ser disminuido en relación con la verdadera realidad. Así que empecemos por acercarnos, no directamente sino mediante rodeos y tanteos, a la pregunta sobre la naturaleza de la imagen. En la tradición escolástica de la edad media, que conecta, vía largas y complejas mediaciones, con la concepción griega antigua, una imagen –εἰκών en griego, imago en latín– es una representación sensible y particular de algo, sea que se trate de una representación mental (un caballo particular, por ejemplo Bucéfalo o Rocinante) o una física (como un dibujo, una pintura o una escultura, sea de una cosa, de un hombre o de un dios); es una representación que no ha llegado al λόγος, a la ratio, que trata sobre representaciones de lo universal y necesario. En el proceso del conocimiento –tanto en la edad media (siglos V-XV) como en la época moderna (siglos XV-XVII)–,

que da inicio en la impresión sensible y culmina en un concepto abstracto sobre la esencia de algo, la imagen sensible es colocada por la tradición en los primeros momentos, después de las impresiones sensibles, como un mero punto de apoyo, como un momento de paso hacia el concepto, meta del verdadero conocimiento. Pero, ¿es suficiente decir que la imagen sensible es un mero lugar de paso para dar cuenta, de ese modo, de su esencia y de su verdadera naturaleza? Esta es, al menos, la respuesta que desde los griegos se dio a la pregunta sobre la naturaleza de la imagen, colocándola en ese sitio, y que se mantuvo sin cuestionar a lo largo de muchos siglos, hasta prácticamente finales del siglo XIX, en que la crítica a la representación –fuera sensible o intelectual– como esencia de todo conocimiento, alcanzó en sus rendimientos también un replanteamiento sobre el papel, la naturaleza y el lugar de la imagen en ese proceso –o estructura, según las perspectivas adoptadas por Descartes, Hume, Locke, Kant o Hegel–, sea en la fenomenología de la conciencia intencional de Husserl, en la ontología fundamental de Heidegger, en la hermenéutica de Gadamer o en la noología de Xavier Zubiri. A partir de las investigaciones de estos pensadores, la idea de que el conocimiento empieza por impresiones sensibles e imágenes parece cada vez más insuficiente porque, entre otras razones, la fenomenología de Husserl ha podido demostrar que la naturaleza intencional de la conciencia es anterior a toda representación –aún conceptual– y a toda imaginación. Heidegger, con su ontología del ser-en-el-mundo, ha demostrado también que el estado de abierto del ser humano es ya comprensor, antes de la presencia de imagen alguna, de un modo del ser de las cosas en el mundo. Zubiri sostiene, por su parte, que para que algo venga a imagen, eso que es imaginado se hace presente como realidad en la inteligencia sentiente, de modo que el estar presente de las cosas en la inteligencia es formalmente anterior a la generación de imágenes sobre ellas.

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De esta forma, el asegurado sitio que la imagen tenía en el proceso del conocimiento entra en crisis y con ello el propio concepto de imagen como representación –sensible o conceptual– de una cosa individual. Siendo verdad que la comprensión de la imagen ha entrado en crisis en la filosofía desde principios del siglo XX, hay que reparar, sin embargo, en que la modernidad racionalista, tan ácidamente crítica con el constructo que se inventó bajo la categoría de edad media, y a la cual pretendió rechazar en bloque, en ese rechazo dejó entrar –y no pocas veces sin crítica– una cantidad enorme de categorías, ideas, costumbres, prejuicios, etc. En este caso está precisamente la categoría de representación como esencia y fundamento del conocimiento: un pensamiento verdadero y correcto es aquel que lleva a cabo representaciones verdaderas y correctas de la realidad. Ni el genio de una razón que hace crítica de ella misma, como en el caso de Kant, logró sustraerse al peso de esta tradición que pervive en la cotidianidad media aún de nuestro siglo y que hace de la verdad adecuación de la razón con las cosas vía representaciones correctas. Ahora bien, y yendo todavía un poco más lejos, ha de decirse que la época moderna es una época –mucho más que la edad media– especialmente “representacionista”, que siente la necesidad de llevar a imagen los descubrimientos científicos que va construyendo de manera conceptual absolutamente sobre todas las cosas. Ya no basta el concepto como θεορία –la contemplación de lo divino–, que acaba siendo una representación abstracta de la realidad, sino que tiene que ser posible hacer representaciones sensibles y físicas de esa realidad, tanto a nivel micro como macro: imágenes de una célula –de su estructura, de sus funciones–, de un átomo; imágenes del territorio donde uno vive, mapas del país, del continente, del planeta, del sistema solar, de la galaxia, de los sistemas de galaxias, ¡del Universo! Hasta imágenes y

diagramas de las emociones, de los sentimientos, de las pasiones; de cómo se ve el cerebro cuando sufre, cuando se excita, en la depresión, en el aburrimiento anodino de la cotidianidad, etc. La época moderna pretende, pues, hacer visible todo, pretende hacer imágenes de todas las cosas, porque ha hecho del ver el conocer mismo y la visión ha invadido no sólo el mundo de todos los demás sentidos sino el mundo de todo lo que es susceptible de ser conocido: para esta época conocer es ver, tener representaciones de las cosas. La propia ciencia moderna generará los principios racionales del desarrollo tecnológico que lleven a la creación de herramientas, aparatos y dispositivos de todo tipo para lograr representaciones cada vez más acabadas, sofisticadas, rigurosas y fidedignas de la realidad. Convertida en empresa, en negocio, y ya muy alejada e independiente de los principios científicos racionales que le dan origen, tanto como de la finalidad originaria, el mercado de la tecnología al servicio de la representación, cual agua colándose silenciosamente, permea en nuestros días la vida política, social e individual de la historia de los seres humanos: por todos lados aparece la estadística que lleva registro de cuando acontece para visualizarlo gráficamente. Lo que en los tiempos que corren no pasa por una imagen que queda ante la vista atenta que todo lo mira, aunque no pocas veces sólo de reojo y con la rapidez de quien tiene muchas cosas que ver, pertenece a regiones ontológicas disminuidas en su ser. Ser solo tiene lo que se ve, lo que ha pasado la prueba de llegar a convertirse en una imagen para ser vista. Así, por ejemplo, la enfermedad cancerosa en un órgano o en un hueso del paciente, no se ve directamente en el órgano o en el hueso enfermo, sino en los soportes técnicos que presentan las imágenes de la enfermedad, de tal modo que, por ejemplo, el médico ya ni siquiera necesita ver el paciente: le basta ver las imágenes electrónicas que representan la enfermedad del paciente. Y sólo cuando el médico ve y revisa con cuidado

los resultados de los estudios de laboratorio que ordenó realizar al paciente, puede mostrarle de manera directa y fehaciente qué es lo que le aqueja. Son estos los síntomas más exteriores de una época moderna representacionista que extiende sus ímpetus hasta cubrir nuestros días con sobrado brío.

Sin embargo, los cuestionamientos epistemológicos de los que se había salvado en la propia modernidad alcanzaron a la representación –por lo tanto, a la imagen– ya hacia finales del siglo XIX, y decididamente en el siglo XX, cuando, paradójicamente, mediante la fotografía y el cine, la imagen como representación parecía haber alcanzado su carta definitiva de naturalización: representar de manera fidedigna, sueño de todo aquel que aspirara a llevarlo a cabo, parecía estar cada vez más al alcance de la mano de muchos y no sólo de los grandes maestros de la pintura o de la escultura. Con los crecientes avances de la técnica devenida tecnología digital, en nuestros días los términos de esta paradoja se agudizan: la imagen pierde su lugar secundario, de mero paso, en el proceso del conocimiento; pero su presencia empírica, cada vez más inundatoria en el mundo del siglo XX, compensa con creces esa pérdida y hace pensar que el lugar de la imagen en el proceso del conocimiento debe ser replanteado, pues la sospecha es que en la abrumadora presencia empírica se ofrece la verdadera realidad de la imagen, realidad que precisa pensarse de modo diferente a como se la había hecho hasta la fecha, pues aunque abunden las representaciones, la realidad no parece dejarse agotar por ellas, sino que las rebasa y las engulle en su propio abrirse paso. De modo que, además de las razones aducidas desde los argumentos de los filósofos del siglo XX para quitar a la imagen sensible de un lugar secundario en el proceso epistemológico, hay otras razones de carácter histórico, técnico y práctico en relación con las imágenes físicas, para sospechar que ya no son un mero punto de camino hacia el con-

cepto, que no guardan respecto de la idea un carácter sólo de mero paso, un carácter vicario. En nuestro tiempo tenemos capacidades técnicas en relación a la producción de imágenes que han rebasado con mucho las posibilidades que se tuvieron, al menos, hasta mediados del siglo pasado: en la posibilidad ofrecida por la tecnología digital que cualquier persona tiene el día de hoy, con una facilidad impensable hace apenas unos pocos años, de hacerse una selfie y de grabar un video –que casi siempre acaba en el maremagnum de las redes sociales–, se esconden unas claves de interpretación y explicación muy iluminadoras para la comprensión de nuestro mundo, heredero de una modernidad que incubó desde el inicio el prurito de llevar todas las cosas –incluido el mundo, también tratado como cosa– a la hipóstasis de una representación. La evolución de la cibernética y de internet parece alcanzar su madurez cuando se pasa de introducir conceptos vía un sistema operativo binario meramente conceptual (MS-DOS) a manipular imágenes de ventanas (Macintosh, Windows) a las que se asoma el usuario sin necesidad de pasar ya por la parte conceptual: las imágenes de ventanas y el modo intuitivamente lúdico con el que funcionan, generalizado hoy día para prácticamente todos los dispositivos móviles y cualquier sistema operativo, diluyen las fronteras entre trabajo y entretenimiento. Las imágenes digitales que podemos hacer hoy tienen lo que tenían las anteriores –las mecánicas y las manuales–, pero tienen mucho más. Es la presencia inundatoria de la imagen en el estado actual del mundo, venida de su liberación del carácter vicario al que estuvo sometida por siglos, lo que solicita una reflexión diferente dada la relación de mutua pertenencia entre imagen y mundo moderno, tal como Heidegger lo demuestra: la época moderna no sólo quiso hacer imágenes de todo –¡y lo logró!–, sino que quiso hacer imágenes del todo en tanto todo, es decir, del mundo, aunque en esta tarea parecen sucederse los fracasos,

dado que no hay manera aún de representar la totalidad sino como suma de partes y no como mera totalidad. Pero no siempre fue así, no siempre el mundo tuvo necesidad de representarse a sí mismo recurriendo a una multiplicación de imágenes que, saturando su cometido, parecen dejar siempre la tarea por hacer, fracasar en su intento, pues no se logra la imagen que agote de una vez aquello que se quiere representar de manera definitiva como un todo: ni en el mundo de lo microscópico ni tampoco en el abismo de que se ocupa la gran astronomía. Hubo un tiempo en que, habiendo imágenes, éstas no asaltaban la vida humana, la historia, la naturaleza, la cultura, por todos los flancos, tal como lo encontramos testimoniado en el siglo pasado y de manera redoblada en lo que va de éste. Liberada de su papel vicario, la imagen se ha puesto muchos pasos por delante del lugar que se le tenía asignado, desplazando no pocas veces al propio concepto, al que en épocas pasadas inexcusablemente precedía. Hoy sucede al revés: logrado un concepto, éste debe ser llevado, mediante complejos algoritmos, a la representación de una imagen que quede en principio accesible potencialmente para cualquiera, ignorante la mayoría de las veces del algoritmo que sustenta la representación y su posibilidad. El papel secundario asignado a la imagen por siglos no le impidió dar un paso seguro al frente, un paso de desplazamiento: hasta la didáctica ha venido a descubrir la importancia de los mapas conceptuales en la formación intelectual de los estudiantes. Las cosas, pues, han cambiado y la imagen, tanto sensible como física, de tener un papel secundario y hasta periférico, se ha colocado, por el peso de su propia realidad, en un punto central de este mundo, un mundo que no se entendería a sí mismo, que se vería desorientado en su autocomprensión, si por un artilugio imposible fuéramos capaces de dejarlo sin imágenes en este momento –¡un

mundo sin imágenes!–: sería tanto como quitarle los espejos con los que ha ido construyendo, a lo largo de muchos años, la imagen con la que cree identificarse. Ni el mundo de la edad media, ni el de la época antigua, tenían esta necesidad de imágenes sensibles, este prurito de llevar todo a imagen, tan característico del mundo moderno, todavía mundo nuestro. Cuando el mundo era grande, la imagen representaba algo del mundo; ahora que el mundo se ha multiplicado y con más propiedad debemos hablar de varios mundos, de varios órdenes de cosas que se recubren casi al infinito, lo que tenemos en toda imagen es, ya no una representación, sino una condensación de alguno de esos mundos. Este asunto alcanzará la claridad que requiere cuando podamos explicar cuál es la esencia del mundo de lo real. Sirva por ahora esta alusión sólo para ir mostrando la emancipación de la imagen de su carácter históricamente secundario. La imagen representa algo de lo que hay en el mundo, representa entes del mundo; pero hace mucho más que eso: condensa un determinado mundo. La prueba está en aquellas imágenes –pero no sólo en ellas– que literalmente no representan nada de lo que hay en el mundo, sino que ellas mismas son la realización de algo en ese mundo que antes de esa realización no se encontraba entre las cosas del mundo. Las vanguardias artísticas del primer tercio del siglo XX suelen ser ejemplares en este sentido. Pero hoy sabemos con certeza que incluso las imágenes que pretenden ser realistas, aquellas en las cuales un pintor como Velázquez o Goya parecen sólo tener intención de retratar lo que está frente a sus ojos, son esencialmente interpretaciones y comprensiones de la realidad de un mundo condensado en sus imágenes, más que calca de objetos, animales o personas. La imagen más realista es siempre la idealización de un mundo determinado. A fin de orientarnos en un esfuerzo que deje en suspenso por un momento los hilos casi imperceptibles que asocian

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