100 Años de Rotary Montevideo

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Leonardo Guzmรกn


ISBN 978-9974-93-112-1 © Leonardo Guzmán Foto de carátula: Gabriel Paladino https://gabrielpaladino.com/ Diseño gráfico: Silvia Shablico silviashablico@vera.com.uy

D.L. Queda hecho el depósito que marca la ley Impreso en Uruguay - 2018


Índice I

Cómo surgió Rotary Club de Montevideo..................19

II

El Uruguay en plena efervescencia.............................23

III

El mundo al borde de su primera Posguerra...............27

IV Rotary nació como respuesta frontal a una crisis.......33 V

Los principios de Rotary.............................................41

VI La rueda, el engranaje y el motor...............................47 VII Raíces del pensamiento rotario...................................53 El Pacto del Mayflower..............................................55 Benjamín Franklin.....................................................56 Alexis de Tocqueville..................................................62 Ralph Waldo Emerson ...............................................68 VIII En qué Montevideo surgió Rotary..............................77 IX Qué hizo y qué sembró nuestro Rotary.......................87

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X

De la caricatura nadie está exento.............................95

XI ¿Teoría utópica o vida práctica?...............................101 XII Los martes, todos presentes......................................107 XIII De los recuerdos, vida............................................... 111 XIV Documentos de identidad rotaria..............................115 XV La mujer, plenamente integrada................................139 XVI Mirada en torno y al frente.......................................143 Los presidentes de Cien Años............................................149


Paul Harris



Heriberto P. Coates



Dedico estas páginas al recuerdo de mi padrino en Rotary, Dr. Rafael Addiego Bruno. Reconozco con gratitud cuánto debo a Rodolfo Fenocchi –“60 años en el ideal de servicio”–, Enrique Brussoni –“Historia del Rotary Club de Montevideo – 1918-1983”, Rodolfo Almeida Pintos –“Páginas Rotarias” y Omar Adi Córdoba–“Tu solapa sigue brillando en días nublados”, así como a trabajos de Raúl Barbero y publicaciones de Rotary Internacional. L. G.



Lector amigo:

Al cumplir 100 años nuestro Rotary Club de Montevideo, primero fundado en el Hemisferio Sur, revisamos sus orígenes, evocamos destellos de su trayecto y oteamos el porvenir de sus ideales. Lo hacemos con la ternura y la esperanza del nieto que visita la aldea lejana en que se criaron los abuelos. Ternura admirativa ante la modestia de los comienzos y lo arduo de las fatigas que sobrellevaron los antepasados. Esperanza de encontrar huellas para abrir caminos todavía no recorridos, que sirvan para una tarea que hace falta y vale hoy tanto o más que el primer día. Visitados los antecedentes, nos queda a la vista que todo Rotary es un manojo apretado de convicciones muy robustas sobre el quehacer humano que, servidas con firmeza y entusiasmo, crean una institución mundial que en su expresión nacional adquiere perfiles propios del humus espiritual de nuestro país.

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Repasadas las huellas, releídos los principales documentos y recordado lo que uno ha vivido en casi cinco décadas de socio, nos damos cuenta de que, igual que todos los clubes rotarios, el nuestro trabajó, promovió, estimuló, sembró. En ese contexto con Clubes ahijados y hermanos, palpamos que si algún rasgo ha singularizado como una constante al Rotary Club de Montevideo, es la impronta que le ha dado el alto nivel de su tribuna, donde siempre han resonado los grandes temas del quehacer nacional en la voz de prestigiosos protagonistas. A hablar sobre temas de fondo en nuestros almuerzos de los martes, llegan oradores que, en su variedad, abarcan la gama completa de los valores humanos y del quehacer público y privado. Unos suben a la tribuna ya consagrados y con renombre. Otros llegan apoyados en su reputación como especialistas. Otros vienen al principio de sus carreras, avalados por el interés general de lo que proponen y el valor moral de sus preocupaciones o sus sueños. Algunos son socios del Club, los más son visitantes. Pero por encima de sus discrepancias y del eco de su trayectoria ya hecha o por hacer, en sus temas y en sus enfoques todos responden al común denominador del interés general de lo que evocan, sostienen o promueven, Rotary Club de Montevideo no sólo cumple las funciones propias del servicio a la comunidad a través de la gestión de sus autoridades, el Comité de Esposas, la Fundación Rotaria y los emprendimientos en que se involucra directamente.

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Además, mantiene enhiesta una tribuna apolítica pero no indiferente, protagónica pero no partidaria, inquieta pero no sectorial: por encima de los tabiques que separan las especialidades y generan las clasificaciones de ingreso, Rotary es pensamiento que busca hacerse acción. El Uruguay y el mundo ganarían humanamente mucho si generalizaren la aplicación de los principios de Rotary, que condensan una sabiduría común a todas las filosofías que propician la fraternidad y la buena voluntad. Por eso, a partir de las anécdotas fundacionales de Chicago y Montevideo, estas páginas recogen reflexiones sobre textos y trabajos de la inabarcable historia rotaria, no tanto buscando la cronología o la curiosidad sino su inspiración y su esencia. Calles, caminos, talleres y hogares de nuestra amada comarca, le dieron raíces, estructura y vida a la preclara visión de Paul Harris, fecundada con el aporte de una interminable legión de pensadores rotarios que dan la vuelta al orbe. Si logramos que este repaso afirme los ideales y propósitos que movieron a los precursores y convoque a abrazarlos con denuedo dentro y fuera de Rotary, haremos de estas páginas no ya el libro del centenario que fue sino del que ya adviene y con ello seremos fieles a todo lo perenne que palpita en el corazón de Rotary. Leonardo Guzmán

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I

Cómo surgió Rotary Club de Montevideo

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n 1917, Heriberto Percival Coates –nacido en Inglaterra, llegado como exitoso gerente de los ferrocarriles que fundaron y supieron mantener “los ingleses” y establecido como representante de grandes marcas internacionales– regresó de los Estados Unidos con un proyecto de gran envergadura: poner en marcha un Rotary Club al servicio de Montevideo, que estaba llamado a constituirse en el primero que se echaba a andar al sur de la línea del ecuador. Lo había visto funcionar en Chicago como una rueda de amistad, camaradería y trabajo, en la cual hombres con jerarquía en sus respectivas profesiones trabajaban unidos en la promoción de valores y en el servicio a la sociedad. Coates admiró aquella sociedad privada y espontánea que asumía, por su cuenta, tareas de alto interés público.

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Emprendedor nato, no hizo una encuesta para que le dijeran qué porcentaje de conciudadanos del Uruguay de entonces apoyarían –o no– el propósito que él había alimentado desde que lo sedujo el modo de obrar que había visto en Chicago. que estaba llamado a constituirse en el primero que se echaba a andar al sur de la línea del ecuador. Tampoco se preguntó cuánto podría costarle en dinero o en imagen la nunca descartable eventualidad de un fracaso. Jugó su prestigio. Propuso. Actuó. Impulsó. Realizó el sueño. El viernes 12 de julio de 1918, reunió en su despacho comercial de la calle Cerrito a un grupo de amigos. Acordaron establecer un Comité de Socios y de Constitución que quedó integrado así: Presidente, William Dawson, Cónsul General de los EEUU; Secretario, Herbert Percival Coates; Tesorero, Thomas E. Gallaugher, odontólogo; Vocales: Hernán de Angüera y Chas J. Ewalden. Idea aprobada, ejecución inmediata. Cada miembro se comprometió a convidar a un futuro compañero. Y fue así como el siguiente viernes, 19 de julio, en la esquina suroeste de Sarandí e Ituzaingó, en el edificio hasta hoy subsistente del Hotel Pyramides, se cumplió la primera cena del Rotary Club de Montevideo. Junto a los iniciadores, allí estuvieron los invitados: el abogado Dr. Daniel García Acevedo, el Gerente del Banco Comercial Sr. Arturo Davie, el comerciante Sr. Cornelio van Domselaar, el

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médico Dr. Francisco Ghigliani y el fabricante de calzado Sr. Pedro Suárez. Con esa cooptación inicial quedó completa la primera nómina, que apenas abarcaba a 10 solitarios socios de Montevideo, pero ¡estaba llamada a sobrepasar fronteras y traspasar generaciones!

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II

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El Uruguay en plena efervescencia

biquémonos.

Cuando se puso en marcha la iniciativa que Coates había traído en las maletas, el Uruguay y el mundo vivían tiempos que no eran fáciles ni seguros ni previsibles. En el Uruguay hacía sólo doce años que había concluido la Guerra de 1904. Pacificado el país, el 30 de julio de 1916 la ciudadanía eligió una Asamblea Nacional Constituyente que derrotó al oficialismo de la época. Quedaron en minoría los partidarios de suprimir la Presidencia de la República como proponían los seguidores de José Batlle y Ordóñez, cuyo segundo gobierno había concluido un año antes. Los Constituyentes, la prensa y la opinión pública iniciaron una etapa de alta deliberación republicana que carecía de precedentes. El Uruguay había atravesado el siglo XIX devastado por

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las luchas independentistas, la inestabilidad institucional, el caudillismo, el militarismo y las revoluciones. Hasta las postrimerías de aquella centuria, las luchas de ideas se confinaban en los exclusivismos intelectuales de círculos y no repercutían en la masa ciudadana. En contraposición con esos antecedentes y al amparo de la paz civil conquistada desde 1904, la Asamblea Nacional Constituyente elegida en 1916 se abocó a plantear y debatir temas básicos. Dialogando y buscando transacciones, aprobó la primera reforma de la Constitución Nacional, cuyo texto había sido muchas veces violado pero se mantenía formalmente intacto desde que había jurado el 18 de Julio de 1830. Ese Uruguay de debates abiertos llamaba la atención internacional sobre su reformismo cumplido en libertad. Se lo respetaba y apreciaba desde afuera como una osada experimentación emprendida en un país que se establecía a sí mismo como un laboratorio filosófico, político, económico y social de América Latina. El tiempo transcurrido desde que Coates regresó, esperanzado, hasta que le dio vida e impulso al Rotary Club de Montevideo, en la vida de la República fue, pues, época de inquietud, debate y efervescencia. La Constitución de 1918 creó fórmulas institucionales nuevas y originales: separó al Estado de toda religión; dividió las funciones del Poder Ejecutivo, al confiar las tareas de Administración a un cuerpo colegiado y sin embargo mantener las competencias de mando en un Presidente único; buscó prevenir que el creciente patrimonio industrial y comercial del Estado se convirtiese en botín explotable políti-

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camente, para lo cual dispuso que las empresas públicas se constituyeran en Entes Autónomos, es decir, personas jurídicas de Derecho Público pero separadas del poder central: una iniciativa que entonces era toda una aventura. Y así sucesivamente. Obviamente, nada garantizaba que esas reformas de 1918 –verdaderas primicias, arriesgadas apuestas– fueran a resultar exitosas y estabilizadoras. Nada prometía que bajo la nueva Constitución habría de enfriarse el ardor de las polémicas y la pasión muy hispana de los enfrentamientos personales. Los hechos de los años inmediatos iban a ser tercos, con muestras históricamente deplorables como el duelo con Batlle y Ordóñez que en abril de 1920 costó la vida al Dr. Washington Beltrán o la quiebra institucional que en marzo de 1933, al instaurarse un régimen de facto, llevó al suicidio al ex Presidente Baltasar Brum. ¡Es que el Uruguay de esos años no era un remanso! Era país de inquietudes, era banco de prueba. Seguía de cerca el pensamiento de España, Italia, Francia, Inglaterra, Suiza y Alemania, pero no importaba mecánicamente sus fórmulas o sus prácticas. Tenía interlocutores que pensaban en voz alta. Y en los planteamientos políticos, doctrinarios y hasta religiosos de los protagonistas, la República forjaba respuestas que, en el acierto o el error, le eran propias. En ese contexto, la inquietud y el reformismo abrían todo género de posibilidades, pero no garantizaban ninguna. Las comunicaciones no eran fáciles: una carta demoraba treinta días en llegar; la teletipo estaba por nacer; los telegramas se transmitían en pulsos Morse; la esquina fundacional de Sarandí e Ituzaingó todavía tenía al tranvía como su vehículo veloz.

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III

El mundo al borde de su primera Posguerra

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uede claro: Heriberto P. Coates y sus seguidores abrieron una ruta llamada a ser señera en la expansión mundial del rotarismo, en un Uruguay que, sin unanimidades, tenía en estado de tentativa la capacidad de diálogo y la creatividad política que poco a poco iba enorgulleciéndolo. Ahora bien. Los logros que nos singularizaban como nación civilista se inscribían en un escenario internacional que dominaba la tragedia que vivía Europa. Entre 1914 y 1918, la Primera Guerra Mundial mostró los límites y los costos de la ilusión de expansión perpetua que había acuñado Gran Bretaña en la época victoriana. Esa ilusión había tenido anclajes fuertes. Inglaterra era efectivamente la Reina de los Mares. La ciencia teórica y la tecnología pesada avanzaban con fuerte presencia anglosajona. ¿Qué podía extrañar que en la coronación de Eduardo VII, 1902, se hubiera cantado con unción casi religiosa el sueño de ensanchar las fronteras cada vez más, y sin

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límites, recogido en el coro de “Pomp and Circumstance”, Pompa y Circunstancia, la solemne marcha que estrenaba Edward Elgar? El desmembramiento del Imperio Austro-Húngaro, y en especial de los Balcanes, derrumbó no sólo el orden post-napoleónico definido en el Congreso de Viena de 1815 sino también “Die Welt von Gestern”, El Mundo del Ayer, con todas las pérdidas que inventarió Stefan Zweig en su autobiografía póstuma. Las tensiones políticas, ideológicas y mercantiles anticipaban en el Hemisferio Norte enfrentamientos cada vez más duros. Desde fines del siglo XIX, en el horizonte intelectual europeo asomaba un tipo de concepción –mirada sobre el mundo, Weltanschauung– que contenía la semilla de fratricidios que iban a regar de sangre el siglo XX, al cometerse en nombre de mitos monolíticos convertidos en ideologías pétreas e impersonales: la superioridad de la raza, el destino manifiesto de la nación, la afirmación del Superhombre, la revolución socio-económica. Fue en ese cuadro mundial que nació Rotary Club de Montevideo. Se fundó cuando el Uruguay a tientas erguía esperanzas propias ante un mundo que avizoraba el triunfo de los aliados sobre el Káiser, pero que no por eso ofrecía ninguna garantía de futuro. El 11 de noviembre de 1918, apenas quince semanas después de fundado nuestro Rotary, en un vagón estacionado en Réthondes-dans-Oise, cerca de París, el generalísimo de los Aliados, Mariscal Foch, iba a firmar el armisticio con la delegación alemana de la endeble República de Weimar que asumió tras la caída del césar berlinés.

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En esa reunión de cuatro o cinco hombres, se acabó una matanza que costó más de 8 millones de víctimas. Y menos de un año después, el 19 de junio de 1919, iba a suscribirse el Tratado de Versalles, donde junto a Francia e Inglaterra surgieron como protagonistas europeos los Estados Unidos de América, guiados en ascenso por el internacionalismo de Woodrow Wilson, propulsor de la Sociedad de las Naciones. Dolorosamente, nada de eso iba a asegurar la paz. Al contrario: desde los Urales a los Alpes y desde el Mar Ártico al Mediterráneo surgieron dictaduras que sobre el hombre y las sociedades invocaron doctrinas violatorias del imperativo categórico kantiano de que cada persona sea un fin en sí mismo. Por querer abarcarlo todo y de todo apoderarse, los sistemas inspirados en tales doctrinas fueron llamados totalitarios. Y fue con su protagonismo que apenas veinte años después del Tratado de Versalles, se encendía la mecha atroz de la Segunda Guerra Mundial. Queda claro que, al igual que su matriz estadounidense, Rotary Club de Montevideo no surgió en un mar de tranquilidades y no creció en el clima optimizado de un invernadero. Desde que la Institución nació en Chicago en 1905, el objetivo rotario fue siempre asumir los tiempos de cambio, reforzando los vínculos, las oportunidades, el compañerismo y la amistad, para que, desde la contribución de cada uno desde su puesto, fructificasen en bien de cada comunidad a su cargo y de la humanidad en su conjunto. En la etapa fundacional, los imperativos de cada rotario y de cada Rotary Club nacieron a contramano de las circunstancias de

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su tiempo, en esfuerzo elástico y noblemente ambicioso por alzarse sobre ellas, trascenderlas y rectificarlas. En la vida diaria de los Clubes ya consolidados, esos imperativos, esa elasticidad y esa noble ambición integran el rotarismo, cuya esencia responde a necesidades morales y materiales básicas del hombre, tanto a solas con su conciencia como en comunidad de sueños, valores y fatigas. Confrontado con los desafíos que le apareja cada etapa y cada sorpresa de la historia, el instrumental de Rotary no parece dominante. No basta para pretenderlo todo. Pero los hechos muestran que puede mucho, a pesar de todo. Esa aptitud para dar respuesta no es casual. Se inscribe en las raíces anímicas y espirituales donde nacen las grandes vocaciones, a cuya pléyade pertenece Rotary, junto a todas las filosofías que llaman a no cruzarse de brazos. Es que tiene razón el argentino Alejandro Korn cuando define: “Nos resignamos o nos rebelamos, rehuimos o afrontamos; nos refugiamos en el claustro o bajamos a la arena. De ahí, dos tipos humanos opuestos.” Dice verdad el brasileño Mário Moacyr Porto cuando clama: “La casa del Derecho, como la casa de Dios, tiene muchas moradas, pero en ninguna de ellas hay lugar para los mediocres de voluntad y timoratos de corazón.” Y sigue siendo luminoso Martin Luther King en su apotegma: “No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los

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deshonestos, de los sin ética. Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos”. Realmente, en todas las circunstancias, para que la vida tenga sentido –como enseñó Viktor E. Frankl– es posible y autoexigible optar por los valores superiores a que está llamada la criatura humana.. Por ser esos valores permanentes y no cambiantes, la persona, en la medida de sus fuerzas, debe encarnarlos sin condiciones. Y de eso se trata cada vez que alguien se incorpora a Rotary, como parte de su encuentro con el prójimo en la precisa vocación de servicio.

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IV

Rotary nació como respuesta frontal a una crisis

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uando Heriberto P. Coates lo conoció, Rotary llevaba poco más de una década de ajetreo institucional. Ya tenía organización, funcionamiento, estatuto, símbolos. Ya había abrazado y proclamado el ideal de servicio. En febrero de 1907, Paul Harris, que inicialmente había sido Secretario, fue elegido Presidente del todavía único Rotary Club de Chicago. Por entonces, ya buscaba extender a Rotary más allá de la ciudad matriz, a pesar de los temores y las objeciones de algunos socios que temían la expansión. Harris y otros rotarios insistieron. En los dos años inmediatos, Rotary abría surcos en San Francisco, Oakland, Seattle, Los Ángeles, Nueva York y Boston. Al multiplicarse las unidades activas, llegó a constituirse una Asociación Nacional de Rotary Clubes, pero estuvo llamada a tener efímera duración: Rotary iba a sobrepasar las fronteras estadounidenses cuando, en 1910, un grupo de canadienses resolvió darle

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vida al Rotary Club de Winnipeg, Canadá. Y ese fue “el Club que hizo Internacional a Rotary” –según hasta ahora proclama con orgullo–, empresa en que lo siguieron en 1911 Dublin –“el primer Rotary fuera de Norteamérica”–, Londres, Manchester y Belfast. En 1912, el primer Censo Rotario estableció que la Institución tenía ya 5.000 socios. Rotary era mucho más que una rueda local, entusiasmada por la alegría de los encuentros de camaradería entre amigos y reunida en torno a ideales del bien común. Nuestro fundador se encontró con un modo de ser y vivir institucional que se proyectaba hacia afuera, gracias a lo cual su ideario, condensado y vigoroso, se hacía obra. Descubrió que Rotary promovía una actitud práctica y concreta, abrazada por gente que provenía de las más diversas actividades, que cultivaba los más diferentes credos, que había ganado alguna independencia profesional y algún poder decisorio y que aplicaba su capital de vida al interés general de su comarca. Esa actitud no estaba codificada de una vez y para siempre, pero partía de principios que eran suficientemente precisos e imperativos para impulsar a trabajar por metas concretas y eran, a la vez, suficientemente abiertos como para acoger los sentimientos de países diferentes y épocas cambiantes. El Rotary que conoció Coates ¿fue acaso la expresión relajada y alegre de una bonanza y una abundancia cómodamente instaladas? ¿Era acaso para Chicago o para los miembros del joven Club una marca distinguida, que se sumaba como un lujo a la pujanza

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material que venían reflejando los rascacielos y las cifras de negocios? ¡Qué esperanza! Todo lo contrario. Rotary de Chicago, punto de partida de Rotary Internacional, había comenzado su ejecutoria el 23 de febrero de 1905. Ese día Paul Harris, Gustavus Loehr, Silvester Schiele y Hiram Shorey se reunieron en la oficina de Loehr, Sala 711 del Unity Building situado en el centro de una ciudad que desde su modestia inicial había sabido de pesada carga histórica a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX.

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En Chicago se había cumplido en 1860 la Convención Republicana que proclamó candidato a Abraham Lincoln para las elecciones en que iba a ser vencedor. Ungido, por su postura opuesta a la esclavitud en la Guerra de Secesión Lincoln iba a ser el primer Presidente de los EE.UU. asesinado durante el ejercicio de su cargo, encabezando la nómina de mártires contemporáneos por magnicidio. En Chicago se había desatado en 1871 un incendio voraz que dejó en escombros seis kilómetros cuadrados de la ciudad, cuyos orígenes se constituyeron en tema para relatos tanto veraces como mitológicos. A la quemazón generalizada, los emprendedores respondieron llamando arquitectos de todo el país para que levantaran moles que iban a ser los primeros rascacielos de la ciudad de los Grandes Lagos. Uno de esos rascacielos fue el Unity Building, que, como dijimos, albergó el encuentro fundacional de Rotary. Había sido inaugurado con orgullosos 17 pisos en 1892 y fue demolido en 1983. En Chicago se había producido en 1886 el más cruento enfrentamiento sindical de los Estados Unidos, motivado por el reclamo de la jornada laboral de 8 horas. En los incidentes callejeros de Haymarket quedaron 6 trabajadores muertos y hubo centenares de detenidos. En los juicios penales que siguieron, se dictaron cinco condenas a prisión y tres a muerte en la horca. Es en homenaje a los Mártires de Chicago que el 1º de Mayo –fecha en que se iniciaron las trágicas batallas– se conmemora como Día Internacional de los Trabajadores en toda Europa y en toda América, con la paradojal excepción de EE.UU. y Canadá, cuyo Labor Day está fijado para el primer lunes de cada setiembre.

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Con ese historial a cuestas y en medio del crecimiento, desde principios del siglo XX cada vez más Chicago iba siendo sede de prácticas fraudulentas y plaza asolada por crecientes asociaciones para delinquir. Eran proverbiales los incendios que dejaban rico al comerciante. Iban a convertirse en leyenda las andanzas y crímenes de un ignoto Alphonse Gabriel Capone, que desde Chicago iba a establecer su nombrete Al Capone como marca registrada en las crónicas policiales del mundo entero. Rotary se creó, creció y se multiplicó en las mismas calles que acumulaban todo ese barro moral, como una respuesta frontal, humanista y esperanzada a ese pasado hecho de turbulencias y a ese entorno erizado de riesgos, asechanzas y brutalidades. Proclamó principios elementales, sin más –ni menos– valor dogmático que el que le confiere su propia necesidad normativa, es decir, su evidencia. No los afirmó para regodearse repitiendo ingenuamente verdades obvias. No los adoptó como mantras. No. Los plantó con la cortesía del que invita y la firmeza del que defiende lo esencial, para levantar vallas de la reflexión que protegiesen a los comerciantes, profesionales y ciudadanos honestos frente a la proliferación de modos y métodos delictivos que socavaban la convivencia. Al hacer profesión de fe en valores básicos, Paul Harris y sus inmediatos vislumbraron todo el bien que podría lograrse si el quehacer independiente adoptaba reglas de nobleza. Por eso llamaron desde Rotary a entregarles el énfasis pasional que esas reglas merecen.

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Tal profesión de fe ¿la formularon acaso a partir de una vida serena y sin sobresaltos, encerrándose en una torre de marfil para fijar normas abstractas, distanciadas del mundanal ruido? ¿Hablaron desde las alturas olímpicas de una aristocracia intelectual? No. Todo lo contrario. Los fundadores de Rotary eran gente de trabajo, que hablaba y vivía como el honesto ciudadano en lucha y que había conocido la privación, la adversidad y la batalla por ascender. El caso de Paul Harris es paradigmático. Cuando Paul tenía sólo tres años, su padre, George Harris, dio quiebra comercial. La educación y la formación del niño quedaron a cargo del abuelo. A los veinte años, Paul, con el abuelo ya fallecido entró a trabajar por un dólar diario en una compañía industrializadora de mármoles, mientras se aprestaba a seguir el consejo que había recibido en el hogar abolengo que lo crió: hacerse abogado. Graduado en 1891, consagró los años inmediatos a viajar. En esa etapa se ganó la vida en funciones nada esplendentes, pero altamente formativas; hizo periodismo y se enroló en barcos transatlánticos, para cuidar ganado en pie. Con esas dos tareas como aventura, casi como vagabundeo del espíritu, el ignoto abogado Harris llegó a Inglaterra. Desde allí recorrió Escocia, Francia, Bélgica, Holanda, Suiza, Italia, Alemania y Austria. Sin estudios formales de sociología o psicología, Paul Harris observó personas, pueblos y costumbres con el bagaje vivido de sus dolores familiares y la estructura teórica de su formación universitaria. Por cierto, no edificó la doctrina de Rotary desde los almohadones blandos de una bonanza garantida. La forjó en diálogo exigente y áspero con sus circunstancias.

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Ese rasgo vale para aquilatar y admirar su personalidad, pero más aun sirve para garantizar que cuando Paul Harris afirma el valor de la lucha por la perfección no habla desde una idealidad separada del mundo sino desde los entresijos de su experiencia vital, hecha no sólo con las batallas terrenales del abogado que ejercía sino con los desvelos del comerciante y del asalariado, del hombre común que libra su lucha por crecer y por afianzar a los suyos, del que se preocupa por no perder lo que tiene y del que lucha por conseguir lo que no tiene. El legado espiritual que a su muerte –1945– Paul Harris dejó vivo en Rotary no es un manual para el triunfo ni un consuelo ante la derrota. Es la afirmación rotunda de valores mínimos cuya vigencia constituye condición necesaria –y en su plano, suficiente– para que sea factible construir puentes de concordia por encima de contraposiciones y diferencias.

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V

Los principios de Rotary

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o que Coates encontró en Rotary de Chicago y resolvió traer al Uruguay fue un instrumento de lucha a favor del perfeccionamiento personal y social que, al reclamar la aplicación de principios, implicaba una profunda fe en la capacidad de cada uno para regular su conducta por actos de libertad. Los principios de Rotary vitalizan gran parte de sus normas, sus resoluciones y su largo discurrir mundial a través de una centuria. Puesto que se componen de actitudes y estilos, no se agotan en la rigidez de un código. Aun así, aparecen condensados en la definición estatutaria de los objetivos, en los lemas institucionales y en la Prueba Cuádruple. Nos detenemos en ellos.

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– Con arreglo al artículo III del estatuto de Rotary Internacional, “El Objetivo de Rotary es estimular y fomentar el ideal de servicio como base de toda empresa digna y, en particular, estimular y fomentar: Primero. El desarrollo del conocimiento mutuo como ocasión de servir. Segundo. La observancia de elevadas normas de ética en las actividades profesionales y empresariales; el reconocimiento del valor de toda ocupación útil y la dignificación de la propia en beneficio de la sociedad. Tercero. La puesta en práctica del ideal de servicio por parte de todos los rotarios en su vida privada, profesional y pública. Cuarto. La comprensión, la buena voluntad y la paz entre las naciones, a través del compañerismo de las personas que ejercen actividades profesionales y empresariales, unidas en torno al ideal de servicio.” –Los lemas oficiales de Rotary “Dar de sí antes de pensar en sí” y “Se beneficia más quien mejor sirve” se remontan a los principios de la Organización. Uno y otro fueron aprobados por separado en 1911, durante la Segunda Convención de la Asociación Nacional de Clubes Rotarios de América, cumplida en Portland, Oregón. El primer lema se adaptó a partir de una expresión del Rotary Club de Minneapolis, Minnesota: “Pensar en el servicio, no en sí mismo.” Tuvo leves cambios de forma hasta que, desde 1989, “Dar de sí antes de pensar en sí” se convirtió en regla básica de

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Rotary, entendiéndola como la mejor síntesis de la filosofía de altruismo que debe inspirar al servicio voluntario. El segundo lema se adaptó de un discurso pronunciado por el rotario Arthur Frederick Sheldon ante la primera Convención celebrada en Chicago en 1910. Sheldon había dicho “Los negocios son la ciencia de los servicios humanos. Se beneficia más quien mejor sirve”. Uno y otro lema –con la variante anotada en el primero de ellos– se hallaban en plena vigencia en Rotary Internacional cuando don Heriberto P. Coates y su puñado de colaboradores –en julio de 1918, como ya sabemos– le dieron vida a Rotary Club de Montevideo. – La Prueba Cuádruple en cambio, se oficializa cuando la Institución mundial frisaba ya las tres décadas. Por cierto es uno de los códigos de ética más populares y citados que hay en el mundo de los negocios. Como gran parte del pensamiento rotario, la Prueba Cuádruple no surge de una meditación abstracta ni de un gabinete de estudiosos encerrados en tareas doctrinarias. Nace en traje de faena –overol se decía entonces, por calco del inglés overall– como hija legítima de una angustia transmutada en luz para los caminos. En 1932 le pidieron al rotario Herbert J. Taylor que asumiera el mando de Aluminum Company, una empresa de Chicago que estaba al borde de la bancarrota. Cuenta Taylor que agobiado por las deudas y por las tensiones internas “un día trabajaba sobre mi escritorio, apoyé mi cabeza en mis manos y reflexioné unos instan-

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tes; tomé una tarjeta de papel en blanco y escribí las palabras que me fueron brotando…” “De lo que se piensa, se dice o se hace: 1º ¿Es la verdad? 2º ¿Es equitativo para todos los interesados? 3º ¿Creará buena voluntad y mejores amistades? 4º ¿Será beneficioso para todos los interesados?” Con este código de ética, creado para que todos lo aplicaran como herramienta personal y de trabajo, Taylor abordó la coyuntura empresarial desde la perspectiva anímica de los protagonistas. Le puso un valor agregado intangible en el planteo pero tangible en los resultados del cambio de actitud: sacó a flote a la compañía que gerenciaba. Expandida desde Rotary, la Prueba Cuádruple se convirtió en guía para toda clase de relaciones. Desde luego, con clientes de las más diversas empresas. Pero además, como fuente de claridades vertidas sobre tópicos profesionales y hasta familiares. Fue adoptada por Rotary Internacional en Enero 1943. En sus tres cuartos de siglo de vigencia, ha sido traducida a más de 100 idiomas. Todo rotario está fervientemente llamado a aplicarla; y, con hechos, a agradecerle a Herbert J. Taylor las preguntas rotundas y precisas a las que supo elevar su reflexión por encima de las turbulencias de su empresa. Universalizadas a partir de una experiencia particular, tienen ellas el mérito de la sencillez, que las torna accesibles sin necesidad de explicaciones especializadas. Son un condensado de buena fe y sentido común, pues implican

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valores altamente deseables que son evidentes por sí mismos. Son generales y abstractas, pero por sus contenidos son de aplicación inmediata. Su autor, Taylor, fue Presidente de Rotary Internacional entre 1954 y 1955, pero las hebras de su inspiración lo perviven. Basta un vistazo a lo que va del siglo XXI para que se nos imponga, evidente por sí misma, la certidumbre de cuánto mejorarían las relaciones internacionales, los negocios, las profesiones, el trabajo y la convivencia toda, si los Objetivos de Rotary, los lemas de Rotary y la Prueba Cuádruple de Rotary se enseñaren y se aplicaren con generalidad y precisión, de modo de sacudir las conciencias.

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La rueda, el engranaje y el motor

VI

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otary en inglés es adjetivo que significa rotativo.

Los fundadores sustantivaron el vocablo y lo adoptaron como nombre porque inicialmente las reuniones se efectuaban en lugares diferentes: propiamente, rotaban. Rotar proviene del latín rota, que significa rueda. La enciclopedia nos cuenta que la más antigua evidencia del uso de la rueda es un pictograma que dataría de 3500 AC, el cual fue hallado en Sumeria, cuna de la primera civilización, desarrollada entre los ríos Tigris y Éufrates, en lo que hoy es Irak. Es uno de los inventos fundamentales en la historia de la humanidad. Aparece en la alfarería, en el carromato, en el avión, en el juguete. Sin inventor y sin patente, cualquiera sea la función su diseño se conserva geométricamente igual a sí mismo: siempre su circunferencia es Diámetro multiplicado por Pi y siempre nos habla de equidistancia hacia el centro. Por eso, su imagen simboliza tantas

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armonías, entre ellas la conciencia del centro y la igualdad que Confucio encomiaba como manera de relacionarse entre ese centro que es cada uno de nosotros, y esa equivalencia humana que debemos construir y cultivar entre todos. Fue natural que en 1905 el primer logo rotario haya sido precisamente una rueda, instrumento de civilización por antonomasia. Y fue natural que el diseño representara a una rueda de vagón ferroviario: el ferrocarril no sólo reinaba en el transporte terrestre de la segunda mitad del siglo XIX. Además, era un símbolo cabal del progreso, que depositaba la confianza en los avances de la ciencia y la tecnología, con la esperanza –unilateral– de que ellas dos bastaran para mejorar la condición humana. La rueda de Rotary se modificó en 1906, en 1911 y en 1923. Y recién en 1924, casi dos décadas después de su fundación, la Institución consagró el logo dentado, en oro y azul, que hasta ahora es su signo distintivo en todo el mundo. En rigor, representa la corona de un engranaje, lista para transmitir fuerza diente por diente a un piñón que no aparece dibujado, pero está implícitamente presente… y puede encontrarse dentro de cada uno de nosotros. La imagen del engranaje que al rotar multiplica las fuerzas no se la recomendó a los pioneros un agente publicitario ni un estudioso de mercadotecnia. Surgió a medida que se fue imponiendo la esencia del proyecto rotario: construir desde lo individual hacia lo colectivo, darle sentido y utilidad a cada intersticio, aplicar la fuerza colateral de cada especialidad de manera que se combine

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con las otras. Y con todo ello, buscar resultados positivos hasta más allá de lo previsible. Reparemos: la rueda dentada es una imagen muy propia de la mecánica que dominaba a la visión física desde Newton hasta los primeros años del siglo XX y que se proyectaba en los prodigios de las grandes industrias. Sólo décadas después los trabajos de Russell-Whitehead, Einstein, Max Planck y De Broglie iba a instalar en la conciencia pública la unificación de materia y energía e iban a crear un mundo de realidades virtuales –con movimientos sin causa accesible para los sentidos– e iban a desarrollarse nuevas fuentes de energía y nuevas vías de transmisión de datos, todo lo cual –del electrón al megabyte– iba a generar una nueva álgebra de logos y símbolos. Pero reparemos también: ante las necesidades y las imposiciones del inmenso taller que es el mundo entero, ningún invento ha reemplazado a la rueda y el engranaje. Los símbolos de Rotary, igual que sus principios, tienen a su favor la permanencia. Y la permanencia es más grande y llega mucho más lejos que los fulgores de la moda: Rotary definió mínimos básicos desde el inicio, los maduró y estabilizó en sus primeras décadas y sigue llamando a afirmarlos desde el compromiso personal de cada uno y desde el quehacer de sus Avenidas. Su fuerza radica en la evidencia elemental de que esos principios valen, sirven y, si se aplican, mejoran sensiblemente la condición humana.

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Múltiples visiones filosóficas disputan sobre metafísica, moral, epistemología, pedagogía y lógica. Las discusiones se hacen explícitas en libros que nunca estuvieron al alcance de todos y que menos lo están en la atmósfera utilitaria e inmediatista de hoy. Pues bien. En sus mínimos básicos, Rotary condensa y les da relieve a las conclusiones comunes o similares que asientan y defienden las diferentes escuelas. Sin transitar vericuetos intelectuales, Rotary afirma verdades y valores radicales –la comprensión, la apertura de mente, el respeto por la verdad, la consideración por el semejante– que constituyen mínimos esenciales para que sobreviva el hombre. Institución fundada en principios y prácticas que no tienen misterios y en la confianza en que el desarrollo de la vida permite alcanzar armonías básicas, Rotary enseña a escuchar atentamente al prójimo, porque siente que no todo está dicho, porque los errores y los obstáculos son camino de aprendizaje y porque nunca se puede saber todo lo que puede esperarse de una apuesta sincera al bien. Su fuerza radica en el vigor y la eficacia de los mínimos esenciales que proclama. El fundamento de esos mínimos surge del análisis racional de los imperativos del convivir y de la comprobación del disloque y el daño que apareja el olvido de tales imperativos. A su vez, el vigor y la eficacia de esos mínimos dependen de que los interioricemos y universalicemos como ejes axiomáticos.

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VII

Raíces del pensamiento rotario

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a inspiración rotaria no nació del aire, por revelación o generación espontánea. Surgió como florecimiento de unas raíces éticas muy profundas, que aportaban savia desde muy lejos. Provino de largas meditaciones que desde el fondo de la historia se entremezclaron con luchas que costaron incontables mártires. Importa lo que al respecto escribió Paul Harris en 1935: “Podemos pensar en las influencias ancestrales y ambientales de Rotary. Es evidente que un movimiento que ha llegado tan lejos en el breve período de treinta años, ha de haber sido el resultado de reunir lentamente las fuerzas. No pudo haber sido la inspiración de cualquier hombre o grupo de hombres. No podría haber sido espontáneo de la misma manera que pueden ser espontáneos los terremotos o los volcanes.

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Desde este punto de vista, la vida útil de Rotary no puede medirse en años. Es de antiguo linaje. Su ascendencia incluye hombres de muchas naciones de diversos idiomas y costumbres. Para rastrearla, uno debe retroceder a través de las edades.” Sí. Tiene razón Paul Harris: para entender los orígenes del pensamiento rotario, hay que retroceder en el tiempo. Lo sabemos todos. La solidaridad –la comunidad en lo esencial, el compartir los bienes y los dolores– es un hecho de la vida de relación, incluso antes de purificarse como un ideal. La solidaridad en la vida de la polis está en Platón y Aristóteles. El bien universal que implica cada quehacer singular palpita en Buda y Confucio. El amor al prójimo es Mandamiento recibido por Moisés y sembrado por Jesús. El concepto de persona se integró con el encuentro con el otro en la filosofía escolástica. Y cuando ésta resulta cuestionada en sus cimientos, desde las entrañas de la Ilustración en el siglo XVIII renace la certidumbre de que hay valores humanos constantes. Y los defiende tanto el riguroso Kant como el panfletario Voltaire. Desde esos valores permanentes surgen imperativos que obligan en cualquier lugar y cualquier tiempo: imperativos incondicionados, cuya obediencia resulta exigible y esperable para el hombre universal. Ese humus cultural se acumuló con acento propio en América del Norte desde los albores de la colonización y siguió hallando expresiones vigorosas en tiempos de la independencia y a lo largo del siglo XIX.

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Así lo documentan innumerables jalones de la historia estadounidense, desde los tiempos de la primera Colonización.

El Pacto del Mayflower Antes de desembarcar de la nave que los traía desde Plymouth a poblar tierras yermas, los idealistas aventureros que iban a constituirse en Padres Peregrinos de la Unión acordaron respetarse recíprocamente y coparticipar en todos en los negocios públicos. Lo hicieron en una especie de edicto redactado con el lenguaje sencillo del hombre común, que tiene tanta conciencia de sí propio como del prójimo y busca reglas claras para la vida en común, sin perderse en los tecnicismos que no posee. Es así como en el Pacto del Mayflower escriben: “Habiendo emprendido para la Gloria de Dios, y el Avance de la Fe Cristiana y el Honor de nuestro Rey y Patria, una travesía para plantar la primera colonia en las Partes Norteñas de Virginia”, “hacemos por estos presentes, solemne y mutuamente en la Presencia de Dios y unos con otros, pacto y nos combinamos juntos en un Cuerpo Político Civil para nuestro orden y preservación”; y “por virtud de esto estableceremos y aprobaremos, constituiremos y formaremos justas e iguales leyes, Ordenanzas, Actas, Constituciones y Oficios, de tiempo en tiempo, según sea considerado muy propio y conveniente para el Bienestar General de la Colonia, a la cual prometemos toda la Obediencia y Sumisión debidas”. Este texto proclama una vocación institucional intuitiva, muy anterior al constitucionalismo en que los EE.UU. iban a ser, des-

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de 1776, pioneros llamados a modelar proyectos trascendentes, a influir en la Revolución Francesa de 1789 y a inspirar múltiples textos de nuestra América Latina: desde el de la Conspiración de Gual y España –Venezuela, 1796– hasta las Instrucciones del Año XIII que el Congreso de Tres Cruces presidido por José Artigas impartió a los diputados de la Banda Oriental a la Asamblea General Constituyente de 1813 de las Provincias Unidas del Río de la Plata. El Pacto del Mayflower no sólo apunta a la institucionalidad colectiva. Además, implícita pero claramente reconoce a la persona como dueña de su voluntad, responsable de su compromiso libremente pactado y, en definitiva, constructora de su destino. Consagra a la persona como institución natural, anterior a toda ley escrita, que deposita la soberanía en el consentimiento libremente otorgado en cada decisión de interés común.

Benjamín Franklin La conjunción de credos moralmente rigurosos y las exigencias inmediatas de la lucha por la vida centraron la atención de los primeros colonizadores de tierras norteamericanas en las capacidades y virtudes individuales. Por pasión religiosa, por enfrentar enfermedades, por luchar contra barreras y desgracias naturales o por ambición de construir fortuna, aquellos sembradores libres del siglo XVII se enfrentaban a cada rato a la necesidad de responder ante lo que recién 300 años después iba a llamarse “experiencia límite”.

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En ese cuadro de desafíos extremos que debían afrontarse personalmente o a lo sumo en grupos aislados, pasó a ser natural que la atención se dirigiese a exaltar y afianzar las aptitudes y las cualidades de la persona. Las nuevas generaciones de hoy se apasionan por nutrir cada curriculum vitae por exigencias de la competividad. En cambio, los conquistadores tuvieron que endurecerse

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por fuera y por dentro obedeciendo a una necesidad elemental e inaplazable: sobrevivir. En ese contexto pionero, no es extraño que haya adquirido autoridad mayor el llamamiento de Benjamín Franklin (1706-1790) a cimentar la economía personal y familiar convocando a desarrollar al máximo las potencias de la reflexión y a esmerarse en la práctica de virtudes concretas. Cuando los americanos del norte eran súbditos del rey Jorge VI de la Casa de Hanover y no tenían planes para emanciparse, Benjamín Franklin les enseñó las bases de la afirmación individual. Filósofo casi sin darse cuenta, pragmático antes que se acuñara el pragmatismo, místico y coloquial en el mismo gesto del sentir y el pensar, Benjamín Franklin fue el paradigma del autodidacta y el precursor del self made man. Dejó la escuela con 10 años de edad para trabajar con el padre y enseguida independizarse siendo apenas un adolescente. Creó mejoras para el correo. Ideó un cuentakilómetros para los carruajes. Estudiando los relámpagos como descargas eléctricas inventó el pararrayos. Cuando la presbicia se le sumó a la miopía, acuñó y popularizó los anteojos bifocales. Entretanto, fue honesto y eficiente hombre público, al punto de ser uno de los artífices de la Independencia estadounidense, por lo cual integra la nómina de los Padres Fundadores de los EEUU, junto a John Adams, Alexander Hamilton, John Jay, Thomas Jefferson, James Madison y George Washington.

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Franklin fue acaso el personaje más querido de su tiempo en su país y el único americano que alcanzó fama en Europa durante el coloniaje británico. Impresor, desde 1733 publicó anualmente lo que con humor casi mendicante llamó Poor Richard’s Almanack. En la primera entrega, lloró pobreza y hasta desconsuelo por reproches conyugales. Pero con tono coloquial y honda sabiduría –y más que sabiduría, wisdom, sagesse– derramó reflexiones y plasmó refranes que se aquerenciaron en el espíritu de los lectores, que hasta 1758 recibieron en su casa el almanaque preceptor, cuyos principales textos fueron publicados en español como “El Libro del Hombre de Bien”: un título que refleja la pasión sembradora del autor, educador y comunicador nato. Franklin aprieta en frases breves –verdaderos apotegmas– grandes verdades llamadas a constituirse en vectores de la personalidad de quien las aquilata. Ejemplos: “¿Quién es sabio? El que aprende de todos. ¿Quién es poderoso? El que gobierna sus pasiones. ¿Quién es rico? El que está feliz.”. “Por pequeños golpes cayeron grandes robles.” “Bien hecho es mejor que bien dicho.” “Es más fácil prevenir malos hábitos que romperlos.” “No hables mal de nadie, pero habla todo lo bueno que sabes de todos.” “Nunca confundas el movimiento con la acción.”

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“La diligencia es la madre de la buena suerte.” “Haber sido pobre no es una vergüenza, pero estar avergonzado de eso sí lo es.” “No temas los errores. Saborea el fracaso. Continúa avanzando.” “Una inversión en conocimiento paga el mejor interés.” “Un hoy vale dos mañanas.” “Recuerda no solo decir lo correcto en el lugar correcto, sino algo mucho más difícil, dejar de decir lo incorrecto en el momento más tentador.” “Tres pueden guardar un secreto si dos están muertos.” “Piensa en tres cosas: de dónde vienes, adónde vas y a quién debes rendir cuentas.” “Quizás la historia de los errores de la humanidad, es más valiosa e interesante que la de sus descubrimientos.” “El que es rico no necesita vivir con moderación, y el que puede vivir con moderación no necesita ser rico.” “El Sol nunca se arrepiente del bien que hace, ni nunca exige una recompensa.” “Quienes pueden renunciar a la libertad esencial para obtener un poco de seguridad temporal, no merecen ni libertad ni seguridad.” “El que cree que el dinero lo hará todo, bien puede sospecharse que hará todo por dinero.”

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“Emplea bien tu tiempo, si quieres tener tiempo libre.” “¿Amas la vida? Entonces no pierdas el tiempo, porque eso es de lo que está hecha.” “Observa a todos los hombres, y a ti mismo más que a todos.” “Las puertas de la sabiduría nunca se cierran.” “Dímelo y lo olvidaré, enséñame y puede que lo recuerde, involúcrame y aprenderé.” Repasando los textos de Paul Harris, aparece nítida la estela conceptual de Franklin no sólo en criterios de respeto y temperancia sino también en una filosofía práctica para el esfuerzo y la acción. Y sobre todo, se patentiza una línea conductora que, en sus respectivos planos, los une en una convicción fundamental: Paul Harris, en la línea de Benjamin Franklin, cree que los principios, las convicciones, el pensamiento y la reflexión modelan a las personas e influyen directamente en el destino de ellas, sus familias y sus naciones. Por eso, su oratoria y sus escritos buscan no sólo exponer o demostrar sino esencialmente convencer y mover.

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Alexis de Tocqueville Heredero de la Ilustración, cronista con vocación de pensador universal, Alexis de Tocqueville (1805-1854), tras el viaje que realizó a EE.UU. entre 1831 y 1833 publicó “La Democracia en América”, una síntesis multifacética donde capta y analiza todos los aspectos del modo de vida en ciernes. Explicando “Cómo la igualdad sugiere a los norteamericanos la idea de la perfectibilidad indefinida del hombre”, sostiene que “La igualdad sugiere a los hombres muchas ideas que no se les ocurrirían sin ella, y modifica casi todas las que tenían formadas. Tomo, por ejemplo, la idea de la perfectibilidad humana, que es una de las principales que puede concebir la inteligencia y constituye por sí sola una gran teoría filosófica”. Sustenta que “Si bien el hombre se parece en muchas cosas a los animales, hay, sin embargo, una circunstancia particular, que es la perfección, que lo distingue de ellos, porque éstos no se perfeccionan y él puede fácilmente conseguirlo. La especie humana ha reconocido desde su origen esta diferencia, y la idea de la perfectibilidad es tan antigua como el mundo, debiendo advertirse que la igualdad no es la que la ha creado, sino que ella le ha dado su nuevo carácter.” Y aclara: “Cuando los ciudadanos están clasificados según la calidad, la profesión y el nacimiento, y todos se ven forzados a seguir el camino a cuya entrada los colocó la casualidad, cada uno cree ver cerca de sí los últimos límites del poder humano y ninguno pretende luchar contra un destino inevitable.

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Los pueblos aristocráticos no niegan al hombre la facultad de perfeccionarse, pero no la juzgan indefinida. Conciben la mejora, mas no el cambio completo. Imaginan que la condición de las sociedades puede ser más ventajosa, pero no puede llegar a ser distinta. Entonces, convienen que la humanidad ha hecho grandes progresos y puede hacer algunos todavía, pero la encierran dentro de límites que no puede traspasar. A medida que las castas desaparecen, que se aproximan las clases, que, mezclándose los hombres en tropel, varían los usos, las costumbres y las leyes, que sobrevienen hechos nuevos y salen a luz verdades recientes y las opiniones antiguas desapare-

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cen, reemplazadas por otras, se presenta al espíritu la imagen de una perfección ideal y siempre fugitiva, y entonces a cada instante suceden grandes mudanzas a los ojos de cada hombre: los unos empeoran su posición y comprenden perfectamente que un pueblo o un individuo, por esclarecido que sea, no es infalible; los otros mejoran su suerte y demuestran, por consecuencia, que el hombre en general está dotado de la facultad indefinida de perfeccionarse. Sus desgracias les dan a conocer que ninguno puede lisonjearse de haber descubierto el bien absoluto, pero sus éxitos felices los animan a perseguir ese bien sin descanso. De modo que, buscando siempre, cayendo, levantándose, frecuentemente alucinado y nunca desalentado, el hombre tiende sin cesar hacia esa grandeza inmensa que percibe confusamente al fin de la carrera que la humanidad tiene por delante. Es imposible imaginar todos los hechos que provienen de esta teoría filosófica, por la cual el hombre es infinitamente susceptible de perfección” Tocqueville sostiene que un país construido sobre la igualdad, sin limitaciones por linaje, ensancha el horizonte de cada ciudadano. Apuesta a la igualdad no sólo como justicia de trato legal sino como fuente de la creatividad del pensar propio de cada uno, generando la singularidad de lo que él llama “El método filosófico de los norteamericanos”: “Creo que no hay en el mundo civilizado país donde se cuiden menos de la filosofía que en los Estados Unidos. Los norteameri-

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canos no tienen escuela filosófica propia, y se fijan tan poco en las que dividen a Europa, que apenas conocen sus nombres. Es fácil observar, sin embargo, que casi todos los habitantes de los Estados Unidos dirigen sus actividades intelectuales de la misma manera y las conducen según los mismos principios; es decir, que poseen cierto método filosófico que les es común, sin que jamás hayan cuidado de estudiar sus reglas. Escapar al espíritu de sistema, al yugo de las costumbres, de las máximas de familia, de las opiniones de clase, y hasta cierto punto de las preocupaciones nacionales; no tomar la tradición sino como un indicio y los hechos presentes como un estudio útil para obrar de otro modo distinto y mejor, buscar por sí mismo y en sí mismo la razón de las cosas y dirigirse al resultado, sin detenerse en los medios, y consultar el fondo sin mirar la forma, tales son los principales rasgos que caracterizan lo que llamaré método filosófico de los norteamericanos. Si voy más adelante y entre estos diversos caracteres busco el principal y el que puede resumir casi todos los demás, descubro que en la mayor parte de las operaciones del entendimiento, cada norteamericano recurre solamente al esfuerzo individual de su razón. Norteamérica es, pues, uno de los países del mundo en donde se estudian menos los preceptos de Descartes y en donde se siguen con más exactitud. Esto no debe sorprender: los norteamericanos no leen las obras de Descartes, porque su estado social los distrae de los estudios especulativos, y si siguen sus máximas, es porque este mismo estado social dispone naturalmente su espíritu a adoptarlas.

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En medio del movimiento continuo que impera en el seno de una sociedad democrática, el lazo que une las generaciones entre ellas se afloja o se rompe, y cada uno pierde fácilmente el rastro de las ideas de sus abuelos o se fija muy poco en ellas. Los hombres que viven en una sociedad semejante, no pueden tampoco apoyar sus creencias en las opiniones de la clase a que ellos pertenecen, porque ya no hay, por así decirlo, clases, y las que aún existen; se componen de elementos tan débiles y movedizos que el cuerpo no puede ejercer un verdadero poder sobre sus miembros. En cuanto a la acción que pueda ejercer la inteligencia de un hombre sobre la de otro, necesariamente ha de ser muy limitada en un país donde los ciudadanos, casi todos iguales, se ven tan de cerca, y no advirtiendo en ninguno de ellos las señales de una grandeza y de una superioridad incontestables, se vuelven sin cesar hacia su propia razón, como el origen más visible y más próximo de la verdad. Entonces, no sólo se destruye la confianza en tal o cual hombre, sino hasta el gusto de creer a cualquiera bajo su palabra. Cada uno se encierra dentro de sí mismo, y desde allí pretende juzgar al mundo. Esta costumbre de los norteamericanos de buscar por sí mismos las reglas del discernimiento, conduce su espíritu a otros hábitos, pues viendo que pueden resolver sin ningún auxilio las pequeñas dificultades que presenta su vida práctica, deducen fácilmente que nada hay en el mundo inexplicable, y que nada se extiende más allá de los límites de la inteligencia…. No han tenido, pues, necesidad de aprender en los libros su método filosófico, porque lo han encontrado en sí mismos.”

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Estos enfoques básicos del pensar estadounidense –admirablemente observados e intuidos por Tocqueville– son un telón de fondo, un background, del ideario que Paul Harris cultivó al darle alma a Rotary. El fundador y la Institución pasan del propósito inicial de distinguir y apoyar conductas rectas dentro del bajo contexto moral de su ciudad matriz, a una amplia conciencia propia sobre el bien ajeno y una denodada voluntad de servicio, que llama a llenar la actividad diaria individual con el sentido cabal de la siembra comunitaria. Los fundamentos de esa verdadera ampliación de la conciencia radican precisamente en la actitud que tres cuartos de siglo antes que se crease Rotary bien detectó Tocqueville en la filosofía estadounidense: las personas en busca de respuestas nuevas, sin apoyarse mecánicamente en lo que venía haciéndose y sin obsesionarse por respaldar cada idea con un antecedente o una bibliografía, abrazando como guías supremas la intuición del bien, la reflexión y la luz de las metas conscientemente elegidas.

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Ralph Waldo Emerson Emerson (1803-1882) es poeta, ensayista, conferencista y, sobre todo, filósofo principal en los Estados Unidos del siglo XIX y mentor de Abraham Lincoln. Habiendo sido pastor de la denominación unitarista, Emerson se retiró del ministerio religioso explicando “Pensé muchas veces que, para ser un buen ministro, era necesario abandonar el ministerio. En una edad alterada, veneramos las formas muertas de nuestros antepasados.” Estampará esta rebelión vitalista en el clásico frontispicio de su ensayo “Naturaleza”: “Nuestra edad es retrospectiva. Edifica los sepulcros de los padres. Escribe biografías, historias y críticas. Las generaciones anteriores contemplaron cara a cara a Dios y a la naturaleza. Nosotros, en cambio, lo hacemos a través de sus ojos. ¿Acaso no deberíamos disfrutar de una relación original con el universo? ¿Por qué no tener una poesía y una filosofía de comprensión y no de tradición, y una religión por revelación para nosotros y no sólo histórica? ¿Por qué debemos andar a tientas entre los huesos secos del pasado y hacer que las generaciones vivientes se disfracen en su armario descolorido? El sol también hoy brilla. Hay más lana y más lino en los campos. Hay nuevas tierras, nuevos hombres, nuevos pensamientos. Entonces, exijamos nuestras propias obras, nuestras propias leyes y nuestro propio culto.”

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El ideario de Emerson tiene ecos del optimismo racional y empirista de la Ilustración: “Debemos confiar en la perfección de la creación hasta el momento, como para creer que cualquier curiosidad que el orden de las cosas haya despertado en nuestras mentes, el orden de las cosas puede satisfacerla.” Pero enseguida reconoce que las respuestas que da “el orden de las cosas” no se despejan en análisis hechos de una vez y para siempre, sino que se desentrañan en los aprendizajes que va impartiendo el decurso vital. Y entonces escribe: “La condición de cada hombre es una solución jeroglífica a las preguntas que él haría. Él lo actúa como vida, antes de que lo aprecie como verdad. De manera similar, la naturaleza ya está describiendo, en sus formas y tendencias, su propio diseño. Vamos a interrogar a la gran aparición, que brilla tan pacíficamente a nuestro alrededor. Indaguemos, ¿para qué es la naturaleza?”

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Con enfoques de ese nivel, Emerson fue el creador de un trascendentalismo abierto al que llamó Nuevo Pensamiento. En la genealogía de sus ideas, hacía confluir su curiosidad científico-humanista con las enseñanzas de la filosofía clásica –era lector de Platón y Aristóteles, de Séneca y Plotino–, el cristianismo en sus diversas corrientes, el deísmo enciclopedista, el budismo y el hinduismo. Ese bagaje le permitía transitar desde un íntimo estado de reverencia ante el Misterio a un alto sentido inmediato, pragmático, con la mirada puesta en el afán concreto de cada día. Así, escribe: “La naturaleza es un lenguaje y cada nuevo hecho aprendido es una nueva palabra; pero este no es un lenguaje desarmado y muerto en un diccionario, sino un lenguaje puesto en conjunto en un sentido significativo y universal. Deseo aprender este lenguaje, no para conocer una nueva gramática, sino para poder leer el gran libro escrito en esa lengua.” Esa pasión por escrutar y desentrañar a la naturaleza se vuelca por cierto a la condición humana: “El hombre es una corriente cuya fuente está oculta. En sus experimentos siempre ha quedado, en último análisis, un residuo que no pudo resolver. Nuestro ser desciende dentro de nosotros, no sabemos de dónde. Para los eventos, en todo momento estoy obligado a reconocer un origen más elevado que el que puedo llamar mío.” Con la gravedad del predicador convencido, en el mismo ademán del pensamiento Emerson pasa de la meditación casi tierna a la admonición frontal:

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“Hay una diferencia entre unas y otras horas de vida en su autoridad y su efecto posterior. Nuestra fe viene en momentos; nuestro vicio es habitual. Sin embargo, hay una profundidad en esos breves momentos, que nos obliga a atribuirles más peso que a las demás vivencias. Por esta razón, es por siempre vano el argumento de la experiencia, que habitualmente se opone para hacer callar a quienes concebimos grandes esperanzas respecto al porvenir del hombre. Por cierto, al objetor le reconocemos cómo han sido los hechos pasados, pero él, a su vez, debe explicar cómo es que, a pesar de eso, las esperanzas se nos mantienen vivas.” Y sosteniendo que esa esperanza proviene de “una fina insinuación por la cual el alma hace su enorme reclamo”, concluye que existe una idealidad constante que es anterior a cada individuo: “La filosofía de seis mil años no ha buscado en las cámaras del alma. Siempre ha dejado, en el último análisis, un residuo que no pudo resolver. El hombre es una corriente cuya fuente está oculta. Nuestro ser desciende dentro de nosotros, no sabemos de dónde. Estoy obligado en todo momento a reconocer para los eventos un origen más elevado que el que puedo llamar mío.” Con textos como estos, Emerson proclamó formas de fe que resultan compatibles prácticamente con todas las religiones pero que también se armonizan con las múltiples concepciones no religiosas –filosóficas, psicológicas o sociológicas– que ponen el acento en la función crítica y creadora del pensamiento humano. Lo de Emerson no consistió sólo en “tolerar” la sensibilidad y el pensamiento proveniente de dogmas diversos y hasta contra-

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puestos. Fue mucho más lejos: con elementos provenientes de su cultura enciclopédica, formó una doctrina propia del Universo y del hombre. Como vimos, Paul Harris siempre reconoció la contribución de los grandes pensadores pretéritos. Pues bien, en sus discursos y sus escritos, el fundador citaba a Ralph Waldo Emerson. Más aun: en la base de las ideas que él le imprimió a Rotary estuvo presente la mirada armoniosa que Emerson proyectaba sobre lo inmediato, sobre el mundo y sobre la totalidad. Emerson no construyó una religión ni un sistema filosófico cerrado, pero, buscando siempre el ascenso respetuoso y efectivo de la condición humana, proyectó una auténtica Weltanschaauung, una verdadera cosmovisión. Pues bien. Son innumerables las páginas del fundador de Rotary que retoman la idealidad trascendental de Emerson y procuran insuflarla en la vida de la Institución y las prácticas comerciales y personales de los rotarios. Es así como enseña Paul Harris: “Con frecuencia se oyen expresiones de duda sobre la viabilidad de promulgar el espíritu de servicio como principio rector en los negocios. Frases tales como “la naturaleza humana es naturaleza humana” y “los negocios son negocios” todavía suenan auténticas para muchos. Los exponentes de doctrinas que sean menos sórdidas que esas son mirados como divagantes o hipócritas. “Dice el hombre pequeño: “Los negocios son los negocios”, una batalla donde todo vale, donde el único evangelio es “salir adelante”, sin perdonar nunca ni a amigos ni enemigos.

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“El negocio se ha considerado inmune al espíritu de cruzada. Por cierto, hay actuaciones comerciales que justifican ampliamente la valoración baja de las virtudes en ellas aplicadas. “Y, sin embargo, desde el principio de los tiempos ha habido siempre cruzados, hombres que han estado dispuestos a apostar todo por principios. “El espíritu de sacrificio existe en los corazones de los hombres de negocios, como vive en los corazones de los educadores, ministros, sacerdotes y misioneros que, desde tiempos inmemoriales, le han dado la espalda deliberadamente al camino hacia la riqueza.” En esas palabras se condensa la convicción esencial que Paul Harris infundió al rotarismo: lo mismo en la vida privada que en los negocios y en la vida pública, toda persona está llamada a sobrepasar sus propios intereses Toda persona, sí, puede y debe comprender las razones y los intereses de sus compañeros de vida, su contraparte, sus competidores y aun sus adversarios. Esa convicción esencial coincide plenamente con el llamamiento a crear constantemente que contiene la prédica de Emerson. Y además, por lo que vimos, hunde sus orígenes en el fondo de la historia de la civilización. A su vez, esa historia pasa a apreciarse como esfuerzo cultural de todos los protagonistas, que no depende tanto de la economía como de la actitud individual y colectiva, es decir, de la calidad de la inspiración, la intensidad de los énfasis, el talento y la gracia que una persona –o una empresa o un pueblo entero– quieran y

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resuelvan entregar en el marco de sus potencias, sobreponiéndose a sus debilidades. Es que, como luminosamente enseñó el poeta John Ruskin –y citó con provecho Paul Harris– “La vida sin trabajo es culpabilidad. El trabajo sin arte es brutalidad.” Ese arte, cuya ausencia hace caer en la brutalidad, tiene mucho de encuentro con el prójimo desconocido. Fernando Savater lo ilustra a propósito de Emerson precisamente, a quien siendo afamado conferenciante, “en cierta ocasión, le informaron de que en el auditorio se encontraba una mujer de condición humilde, vendedora de fruta en el mercado, que nunca dejaba de asistir a esos eventos y hasta hacía sacrificios para ir a escucharle en ciudades cercanas. Conmovido, el sabio de Concord quiso saludar a la buena señora. “Me han dicho que suele asistir a mis conferencias”, le dijo benévolo y ella repuso: “¡Oh, sí, no me pierdo ninguna!”. “Veo, señora mía, que es usted aficionada a la filosofía”. “¡No, por Dios, yo no entiendo nada de esas cosas! Todo lo que usted dice es demasiado elevado para mí”. “Pues, entonces, no veo por qué…”, comentó el desconcertado gran hombre. Y ella concluyó, gozosa: “Es que me gusta oírle porque nos habla como si todos fuésemos inteligentes”.” Esa anécdota confirma cuánta razón tuvo Johann Wolfgang Goethe cuando acuñó su clásico apotegma pedagógico: “Trata a un hombre tal como es, y seguirá siendo como es. Trátalo como puede y debe ser, y será como puede y debe ser.” Pero por eso mismo, el episodio trasciende lo circunstancial y se nos proyecta como una parábola que convoca a abrir las mentes y reflexionar,

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en vez de obturarlas y tupirlas haciéndolas impermeables a la razón y a la libertad crítica y creadora. Al fin de cuentas, es bueno tener conciencia de que hay innumerables saberes teóricos y prácticos que nos sobrepasan, pero es necesario que quienes nos los comuniquen nos llamen a comprenderlos lo más que podamos, sin aceptarlos y acatarlos como si fueran dogmas de fe.

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VIII

En qué Montevideo surgió Rotary

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o fue casual que haya sido en nuestra tierra que se plantó y fructificó la primera semilla rotaria del Hemisferio Sur. Ni fue a capricho que Rotary se expandió desde Montevideo. En los primeros lustros del siglo XX, el Uruguay no era un erial. Al contrario: ya se había constituido en campo abonado y fértil para la inquietud por fortalecer el encuentro con el prójimo, en los sentimientos colectivos, la comprensión pública y las instituciones. La vida nacional estaba dominada por enfrentamientos doctrinarios. Las polémicas, muchas veces estridentes, se reflejaban particularmente en los diarios, que dominaban el incipiente mercado de la comunicación y recogían los primeros palotes de la industria publicitaria.

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Terminada la Guerra de 1904, el país había logrado el gran pacto social de obedecer la Constitución, respetarse la libertad y robustecer la legalidad. El Uruguay tenía en la palestra pública a una pléyade de convencidos que discutían temas trascendentales. En nuestro suelo afloraban y vibraban fibras que no eran sólo nacionales sino del hombre universal. Y no eran sólo políticas o político-económicas sino también –y hasta primordialmente– culturales. En diarios, clubes y familias se debatían grandes temas del devenir humano y su organización. ¿República con religión oficial o sin ella?¿Iniciativa privada o empresas públicas? ¿Libertad de contratación o regulación del mercado de trabajo? ¿Feminismo de igualación o de compensación? ¿Poder Ejecutivo encabezado por un Presidente o por un colegiado? Tópicos de ese porte llegaban al Uruguay por reflejo de las inquietudes del Viejo Mundo, pero se aclimataban y entre nuestro humus y nuestras pasiones adquirían sesgos y énfasis propios. Si, según dijimos antes, ante el continente y el mundo pudo el Uruguay alzarse como un laboratorio filosófico, político, económico y social de experimentación, fue porque, ya desde antes de pacificarse, supo acumular un contexto cultural y expandirlo masivamente. Lo hizo desde una Escuela Pública, una Enseñanza Secundaria, una Universidad del Trabajo y una Universidad de la República laicas y gratuitas, que orgullosamente exhibían ante América resultados respetados y aplaudidos. Con ellos, se sobrepasaba a sí mismo.

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Desde el actual culto de las cifras macro, repasemos datos elementales. En 1918, el Uruguay entero tenía una población de 1:376.932 habitantes y Montevideo estaba formada por apenas 382.704 habitantes. Basta rememorar esos números para convencernos de que si nuestro Club nació pionero en el Hemisferio, no fue porque el país atrajera por su potencia económica ni porque Montevideo, capital de un país que ni siquiera llegaba a ocho habitantes por kilómetro cuadrado, fuese urbe de primera magnitud. ¡Fue porque el Uruguay tenía ese perfil singular y ese dominio sobre sí mismo que, igual en las personas que en los pueblos, es marca distintiva de señorío! Desde las calles de hoy, cuesta pensar que, en las cortas cuadras de Montevideo, en los primeros treinta años del siglo pasado transitaban, con edades distintas pero a la vez, José Batlle y Ordóñez, Luis Alberto de Herrera, Domingo Arena, Martín C. Martínez, Baltasar Brum, Emilio Frugoni y Carlos Roxlo, y se cruzaban con José Enrique Rodó, Juan Zorrilla de San Martín, Carlos Vaz Ferreira, Pedro Figari, Justino Eugenio Jiménez de Aréchaga, Antonio M. Grompone, Juan J. de Amézaga, Delmira Agustini, Carlos Reyles, Eduardo Fabini, Joaquín Torres García, Paulina Luisi, Carlos Sábat Ercasty y tantos más. Esas figuras, que descollaban en la vida pública, universitaria y artística y que formaban discípulos por su sola presencia, no se consagraron a procurar relumbrón fuera del país ni a hacer carrera internacional.

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Si lograron prestigio en el exterior, fue porque trabajaron cultivando con amor el jardín que era de todos, produciendo denodadamente en su propio pueblo con la mirada puesta en las generaciones futuras. Y con esa entrega, casi por añadidura cimentaron el prestigio internacional que, en las actividades más diversas, logró el Uruguay a punta del esfuerzo de sus prohombres sostenidos por la conciencia ciudadana. Fue en ese entramado cultural que germinó el soplo vital de Rotary. Los consejos morales y prácticos de Benjamín Franklin y de Ralph Waldo Emerson que inspiraron a Paul Harris tenían ecos de proverbios bíblicos, de preceptos aristotélicos, imperativos estoicos y esperanzas de la Ilustración. Pues bien: esos mismos ecos resonaban con acento espontáneo y genuino en el reformismo educativo que, pletóricos de fe en el porvenir nacional, acuñaban en el Uruguay los pedagogos profesionales: ya fueren laicos varelianos en las escuelas públicas o ya fueren católicos, evangélicos, espiritualistas o positivistas en los colegios privados. Esos ecos no sólo resonaban en los educadores formales. También en los instructores espontáneos e informales, pedagogos natos que, con poco libro pero visiones claras, sembraban espíritu en la mesa familiar, en la faena campesina, en el taller, en el escritorio y en la vida ciudadana, iluminada por la rotundidad de los pronunciamientos. En esa didascálica era protagonista el periodismo de prédica, que abrazaba fuertemente la misión de proponer, ilustrar y esclarecer, infundiendo valores. Renovándose como trinchera de pensadores de sucesivas generaciones, la prédica constituía la razón de

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ser y la columna vertebral de la prensa rioplatense desde la segunda mitad del siglo XIX; y lo fue hasta muy avanzado el siglo XX. En el primer número de su histórico diario, el 4 de enero de 1870, Bartolomé Mitre escribió: “La Nación será una tribuna de doctrina”. Ese lema acuñado en la Argentina pudieron proclamarlo como propio los uruguayos Juan Zorrilla de San Martín en 1878 al fundar El Bien Público para defender su fe católica, José Batlle y Ordóñez en 1886 cuando lanzó El Día como órgano librepensador y también Constancio Carlos Vigil cuando en 1919 lanzó en Buenos Aires Billiken, la revista infantil de educación popular, que elevó el nivel crítico de incontables legiones esparcidas de los Andes al Atlántico. No eran excepción. El País –que cumple un siglo en este año precisamente– y los desaparecidos La Mañana, El Diario, El Plata, El Debate, Acción, El Sol, Marcha y tantos más. Victoriosos o derrotados, recordados u olvidados, con sus rotundidades esos órganos de prensa asumieron compromisos sin eludir arideces ni esquivar incomodidades. Hasta sin decirlo coincidían en una certidumbre radical: las ideas tienen poder y deben asumir misiones con vuelo. Por eso, fincaban sus esperanzas en transmitir y discutir convicciones. Se preocupaban por enseñar a sentir y pensar, en cuya tarea ponían fe tanto los creyentes de una religión positiva como los librepensadores, incluyendo a los seguidores de las corrientes biologistas y materialistas que, proviniendo de tendencias ya insinuadas en la Ilustración, iban a sustentar las bases de visiones deterministas y condicionantes que reaparecen y perviven hoy en el Uruguay y en el mundo, tanto en doctrina como en la vida práctica.

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El país donde germinó y desde el que se esparció la siembra de Rotary estaba sostenido y atravesado por las convicciones concordantes o contrapuestas de sus nativos y sus inmigrantes –muchos de ellos sin más formación que una carga de proverbios recibidos de su lengua de origen–, que marcaban de modo indeleble la proyección de sus personalidades, cada una con sus seguidores, sus opositores y sus detractores. El paisaje espiritual del Uruguay al que llegó Rotary era una cruza heterogénea. Pedro Figari –abogado, diputado abolicionista de la pena de muerte, educador original y pintor inconfundible– transmitía una visión fecundante del espíritu por encima de limitaciones iniciales y clases sociales. Su propuesta de talleres de formar artesanos que fuesen creadores pensantes encarnó una visión uruguaya del movimiento Arts and Crafts, nacido en Gran Bretaña y expandido por Europa y Estados Unidos. José Enrique Rodó –librepensador sin exclusiones– afirmaba una idealidad apolínea, griega, donde la ética era una estética de la conducta. En sus rasgos fundamentales, fácilmente se advierten puntos de contacto con el espiritualismo trascendental de Emerson, el cual a su vez se emparentaba con corrientes inglesas, francesas y alemanas que proclamaban la soberanía del espíritu y luchaban por ampliar la sensibilidad personal y colectiva. El ideal rodoniano de “Que cada individuo humano sea, ante todo y sobre toda otra cosa, un ejemplar no mutilado de la humanidad” afirma lo universal de la criatura particular. Se contrapone a las propuestas –¡vaya si recurrentes!– de cerrar la mente por encerrarse en la pertenencia a grupos, clases o estamentos. Invita a

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coordinar las singularidades y circunstancias individuales con lo mucho que tenemos de común. Carlos Vaz Ferreira –abogado que dentro y fuera de su profesión se elevó a cumbres de la reflexión– en las aulas liceales, en la cátedra de Filosofía del Derecho y en la Cátedra de Conferencias proponía no razonar sólo por silogismos a partir de sistemas preconcebidos. Enseñaba a pensar y abordar los temas concretos mediante flexiones del pensamiento, aproximaciones sucesivas o “ideas a tener en cuenta”. Su camino era paralelo al que –vimos– había detectado Tocqueville como rasgo del discurrir estadounidense. La defensa vazferreiriana de la religiosidad más allá de las religiones organizadas o positivas y la proclamación de “las almas liberales” como antónimo plausible frente a “las almas tutoriales” estableció un vínculo ostensible de gran parte del pensamiento dominante en la época con el espíritu de apertura que Rotary recogió de la tradición filosófica occidental, especialmente anglosajona. Tampoco era novedosa para el pensamiento uruguayo la propuesta de ascensión de la persona y las naciones. Al contrario. Ya la Constitución de 1830 había definido: “Artículo 132. Los hombres son iguales ante la ley, sea preceptiva, penal, o tuitiva: no reconociéndose otra distinción entre ellos sino la de los talentos, o las virtudes.” Ese artículo se mantuvo invariado en la Constitución de 1918 –del mismo año de la fundación de nuestro Rotary–, que pese a haber revolucionado nuestro Derecho Constitucional dejó vigente

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el texto transcrito, cambiándole al artículo únicamente el número, que pasó a ser 148. Recién en 1934 la norma recibió variantes de forma y de ubicación, que la realzaron y hasta hoy rigen. Es así como la Constitución Nacional reza: “Artículo 8º. Todas las personas son iguales ante la Ley, no reconociéndose otra distinción entre ellas sino la de los talentos o las virtudes.” Al hablar de “personas” y no de “hombres” y al suprimir la referencia a la anticuada y discutible diferencia entre “ley… preceptiva, penal o tuitiva”, la Constitución puso en equilibrio el mandamiento de “igualdad ante la ley” y el mandamiento de no distinguir a las personas más que “por los talentos o las virtudes”. Y al situar esa regla inmediatamente después del art. 7 de la Constitución, que encabeza el Capítulo I de la Sección II, Derechos, Deberes y Garantías, abrió camino a las visiones doctrinarias que lo situaron en los cimientos de la República, como principio general de Derecho, y a las visiones prácticas de la familia y la economía que desde el fondo de nuestra historia han proclamado que a la persona más le vale saber que ignorar, cultivarse que abandonarse, luchar que resignarse y elevarse que descender. Todo lo cual suena a verdades de Perogrullo; pero esas verdades se extravían y sucumben si deja de revivírselas cada día como lo que son: evidencias originales, intuiciones valorativas anteriores a todo análisis. La distinción únicamente por los talentos y las virtudes es un proyecto nacional afirmado desde la primera Constitución y ro-

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bustecido por las sucesivas líneas filosóficas y políticas que en el Uruguay han hecho época. Cuando se constituyó Rotary Club de Montevideo, el contexto doctrinario del país no estaba dominado por las ciencias descriptivas de la sociedad sino por idearios que apostaban todo a la educación, la prédica y la convocatoria. Idearios que invitaban a liberarse de preconceptos acumulados y de tutelas institucionales, pero no llamaban a la anomia ni al relativismo sino que proclamaban la necesidad de concebir y engendrar, desde la libertad, normas y criterios nuevos y mejores. Desde el Uruguay, Rodó –Ariel, 1905–, Carlos Vaz Ferreira –Lógica Viva, 1910–, Héctor Miranda –Las Instrucciones del Año XIII, 1910–; desde la Argentina, José Ingenieros –El Hombre Mediocre, 1913– y desde España, Miguel de Unamuno –Del Sentimiento Trágico de la Vida, 1912– afirmaban una idealidad ascensional que, aun con acentos y fundamentos diversos, proclamaba un proyecto de hombre digno, lúcido, dueño de sí mismo, capaz de abrazar con grandeza de alma causas superiores a sus fuerzas: un proyecto homólogo del que inspiró a los gestores norteamericanos que inspiraron a Artigas en las Instrucciones del Año XIII y resonaron en la Constitución Nacional desde su primera redacción. El ideario fraterno y esperanzador que le proponía Rotary no fue ni una importación ni un injerto. En el Uruguay, era de familia consanguinea. Como tal lo recibió y desarrolló. Y en camaradería, amistad, gestión y obra, lo hizo crecer y multiplicarse.

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IX

Qué hizo y qué sembró nuestro Rotary

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otary Club de Montevideo edificó una institucionalidad singular. En Rotary Internacional nuestra Institución figura con el número 441. En el Ministerio de Educación y Cultura, está registrada como asociación civil, persona jurídica sin fines de lucro. Su vigencia a lo largo de 100 años ha enfrentado y superado múltiples pruebas que le impuso el avatar histórico. Con arreglo al paradigma internacional, creó e impulsó las cuatro Avenidas de Servicio en que se corporizan sus principales objetivos estructurales: –– Servicio en el Club, que abarca todos los temas de la vida interna; –– Servicio a Través de la Ocupación, que pone en valor la oportunidad de representar con dignidad la actividad de cada uno y resalta la responsabilidad de implementar proyectos relaciona-

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dos con orientación vocacional, capacitación profesional y promoción de elevadas normas de ética en el lugar de trabajo; –– Servicio en la Comunidad, que moviliza el esfuerzo rotario para mejorar la calidad de vida, especialmente en ayuda a la juventud, adultos mayores y disminuidos; –– Servicio Internacional, que vincula a nuestra Institución con los múltiples programas de ayuda humanitaria y actividades de Rotary que trascienden fronteras y hacen progresar la comprensión y la buena voluntad por encima de conflictos, en procura de la paz. Desde su fundación, Rotary Club de Montevideo se constituyó en un verdadero semillero de Clubes en la región. En 1919 se fundó el Rotary Club de Buenos Aires, Argentina. En 1922, el de Lima, Perú. En 1923, el de Río de Janeiro, Brasil, Rosario, Argentina. y Valparaíso, Chile. En 1924, el de Santiago de Chile. En 1925, los de La Plata, Argentina, y Sao Paulo, Brasil. A partir de entonces el crecimiento en el Uruguay y en todo el continente sudamericano fue extraordinario, tanto de ahijados directos como de instituciones creadas por el liderazgo de socios de nuestro Club. En ese contexto, consolidó especiales vínculos con los Clubes de Santiago de Chile, de Buenos Aires –con el cual se asocia para la designación del Premio Rioplatense– y con Porto Alegre –con el cual otorga el Premio Lockart-Galán.

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En 1943, al celebrar sus bodas de plata, Rotary Club de Montevideo tuvo el privilegio de constituirse en sede de la Asamblea Internacional. En 1969, con motivo de sus bodas de oro, Rotary Club de Montevideo fue anfitrión de la Tercera Conferencia Regional Sudamericana, que totalizó cerca de 2000 asistentes En 1993, en sus 75 años, fue sede de la Quinta Conferencia Regional Sudamericana, con igual éxito. Rotary Club de Montevideo ha brindado a su Distrito veintisiete Gobernadores y siempre ha sido un auxiliar firme del trabajo de la Gobernación. Y a la Junta Directiva de Rotary Internacional le dio servidores que honraron sus cargos: Donato Gaminara, Primer Vicepresidente en 1934-35; Joaquín Serratosa Cibils, Segundo Vicepresidente en 1940-41 y Presidente de Rotary Internacional en 1953-54; Rodolfo Almeida Pintos, Segundo Vicepresidente en 1952-53; Mario Peyrot, Director en 1964-65; y Aquiles Guerra, Director en 1989-91. La obra de Rotary Club de Montevideo se ha extendido siempre más allá del distrito que reglamentariamente le compete. Habiendo sido inicialmente el único Rotary Club de la República, nuestra Institución ha visto drásticamente reducido su territorio pero no por ello ha perdido el alcance nacional de su vocación de servicio. Rotary Club de Montevideo ha trabajado en el apoyo material e inmaterial a causas de interés público nacional e internacional.

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Su trabajo se ha vertido en temas tan diversos como el apoyo a hospitales y escuelas, la superación en los años 30 de la suspensión de las relaciones uruguayo-peruanas y la colaboración en 1978 para resolver el conflicto argentino-chileno del Beagle; el impulso a iniciativas como la creación de AUPI y la obtención en Canadá de donaciones para apoyar al Hospital de Tacuarembó, la organización de las becas Serratosa Cibils, el apoyo al Plan Plantemos Árboles y la colaboración al programa mundial PolioPlus movilizado por la Fundación Rotaria, gracias al cual se ha erradicado la poliomielitis. En 2014-2015, Rotary Club de Montevideo y Rotary WorldHelp donaron a la Intendencia de Tacuarembó dos camiones de Bomberos, provenientes de Canadá.

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En 2005 Rotary Club de Montevideo entregรณ al Cottolengo Don Orione un ascensor camillero, merced a un proyecto de colaboraciรณn con el Rotary Club de Oberhausen, Alemania.

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En su remodelación de los años 80, el Hospital Maciel fue apoyado por Rotary Club de Montevideo. En 2008, merced a la esfuerzos conjuntos con el Rotary Club de Calgary, Canadá, y la B´NaiB´Rith, se le proveyó un craneótomo de alta precisión, necesario para cirugía mayor. El propósito de colaboración se perpetúa.

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El apoyo a la niñez, a programas educativos y a las escuelas ha sido constante en Rotary. Es la expresión de que para nuestra Institución tiene prioridad institucional la formación integral de la persona.

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X

De la caricatura nadie está exento

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i la fe en los principios ni la nitidez del pensamiento ni la conducta ni las obras vacunan a nadie contra la caricatura. En un ademán reiterado, en un rictus insistente, en un latiguillo torpe, es fácil esquematizar, buscar relieves algebraicos y anclar trazos gruesos que muevan a risa o infieran sarcasmo a costa de cualquiera. Tampoco hay vacuna contra la maledicencia, que deforma los hechos y atribuye lo falso. En el inmortal crescendo de Rossini, lo explica Don Basilio en “Il Barbero di Siviglia”: “La calunnia è un venticello, un’auretta assai gentile che insensibile, sottile, leggermente, dolcemente incomincia a susurrar. Piano piano, terra terra, sottovoce, sibilando, va scorrendo, va scorrendo, va ronzando, va ronzando. Nell’orecchie della gente s’introduce destramente, e le teste ed i cervelli fa stordire e fa gonfiar.”

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La burla subió a las tablas en el teatro griego hace 25 siglos. La calumnia también. Desde entonces no se bajaron nunca. Siempre estuvieron de gira mundial. Rotary no iba a salvarse. En su “Historia del Rotary Club de Montevideo”, cuenta don Enrique Brussoni que durante el ejercicio 1924-1925, “se acusaba a Rotary y los rotarios de ser una secta masónica” y glosa: Es de imaginar como la buena sociedad tomaba camino hacia nuestra sede para espetarnos su ‘yo acuso’ y el deleite con que algunos aviesos de sus miembros se canjeaban las noticias sobre el presunto pecado… y es de estar seguro sobre la condenatoria actitud que se venía por parte de la Iglesia Católica..” A lo cual agregamos que la verdadera ofensa radicaba en la atribución de una identificación sectorial –masónica o la que fuere– a una Institución nacida desde una actitud abierta a todos los credos y filosofías que respeten al prójimo y promuevan el ideal de servicio. El Presidente de entonces –don Joaquín Serratosa Cibils, llamado tres lustros después a ser Presidente de Rotary Internacional– enfrentó el rumor y selló el tema con una definición que hasta hoy rige: “Los hechos y las obras de Rotary aquí y en tantos lugares del mundo dicen de su grandeza de propósitos, de su nobleza, de su ecuánime y alta ideología; y como en ninguna otra agrupación de personas, de la comprensión y la tolerancia proyectadas hacia la libertad de pensamiento, exaltación de la justicia y consolidación de la paz, todo dentro del entorno del verdadero sentid del servir social y humano. Con total independencia de

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que respeta todos los credos, Rotary responde únicamente a la esencia de sí mismo, con una neutralidad constructiva que es original y única en su vocación, que nada tiene que ver con la masonería ni ninguna otra secta o sociedad secreta.” En el tema, Rotary Club de Montevideo fue adelantado: el mismo conflicto se le planteó a Rotary Internacional hacia finales de los años 20, con repercusiones en Irlanda, España y el propio Vaticano. Lo resolvió con la misma afirmación de principios, respaldada por la apertura efectiva de Rotary a todos los credos y filosofías, documentada semanalmente en las ruedas del mundo entero. En la década del 30, Rotary Internacional recibió los ramalazos de la caricatura irónica. La deslizaron los dos escritores ingleses que eran íconos con repercusión mundial: George Bernard Shaw y Gilbert Keith Chesterton. Invitado por Rotary a pronunciar una conferencia en Edimburgo, G. B. Shaw respondió: “Puedo decir a dónde irá Rotary sin viajar a Edimburgo para averiguarlo. A almorzar.” La humorada saltó a los diarios del mundo. Rotary contestó con sus obras propias, su siembra a distancia y su creciente vigencia. Venció al sarcasmo, con hechos. Eso sí: en mesas y tribunas rotarias, el chiste hasta hoy sobrevive, acaso porque su reducción lógico-humorística nos recuerde que nunca vamos a Rotary sólo a comer. Hablando en Nueva York, G. K. Chesterton dijo que estaba de acuerdo en que “el rotarianismo… es una forma de camaradería

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grosera, común, vanagloriosa, descarada, sentimental y, en una palabra, vulgar”. Tiempo después de proferir esos dicterios, contrapuso a la ya concluida Era Victoriana lo que llamó la “esta Era Rotaria”. En realidad, le hizo un servicio a Rotary: le proveyó a Paul Harris el título de su libro de 1935, This Rotarian Age. Y allí, explicando por qué el ideal rotario hacía época, el fundador escribió: “Una de las mayores razones del éxito de Rotary y las organizaciones que lo han seguido es que vibra en los corazones de casi todos los hombres un deseo de confraternidad ética. La doctrina del servicio ofrece una plataforma para todos: para los devotos de las diversas religiones… y para quienes nunca adhirieron a ninguna.” La respuesta de Paul Harris fue verdadera en 1935 y sigue siéndolo en 2018: también hoy la vibración con el ideal de confraternidad como “doctrina del servicio” es una realidad anímica en la generalidad de todos quienes toman la vida razonablemente en serio. Está vigente por encima de las caídas y dolores que patentizan los noticieros, porque los valores valen por encima de los hechos y nos convocan como personas por encima de las encuestas. Por lo demás, la desconsideración de Chesterton hacia Rotary no parece congruente con su reconocida lucha por la permanencia de los valores y el sentido común, cuando condenó a “el filósofo moderno” que “cree que la verdad es imposible”, cuando le dio vida al Padre Brown y cuando le hizo confesar su ”secreto”. Con su inspiración práctica pero no meramente pragmática, con su inspiración dirigida a la búsqueda de la autenticidad y el

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equilibrio, Rotary es instrumento para realizar buena parte de los ideales fraternales que Chesterton defendió desde su óptica, como tantos otros desde la de ellos. No debió pasarle inadvertido al ilustre visionario de “El hombre que fue Jueves”.

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XI

¿Teoría utópica o vida práctica?

E

n los 100 años de vida que tiene Rotary Club de Montevideo, cambió el país y cambió el mundo. Cambiaron las comunicaciones generales. El encuentro persona a persona se jibariza en 160 caracteres. Las reflexiones de base que deben cimentar la infraestructura espiritual de cada uno ceden a las exigencias de una funcionalidad inmediatista. Más aun: a la cultura se le cambió el concepto. Cuando nació nuestro Club, la palabra cultura conservaba su valor semántico de origen: era hermana gemela de cultivo. Indicaba el valor superior de la lucidez, la orientación y la sabiduría. Se contraponía a la confusión, la perplejidad y la ignorancia. Convocaba a multiplicar el esfuerzo hacia lo mejor. Era la idea con que empezó el siglo XX, sintetizada por la UNESCO a mediados de la centuria:

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“La cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. A través de ella discernimos los valores y efectuamos opciones. A través de ella el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevas significaciones, y crea obras que lo trascienden.” Esas palabras pudo haberlas escrito José Enrique Rodó; y antes, cualquier pensador de la Ilustración o, más atrás aun, Pascal o Montaigne. No es extraño: ese concepto –no exento de resonancias aristotélicas y del bíblico Levántate y anda– recoge el secular valor de la cultura como inspiración y camino para convertir a cada individuo de la especie humana en esa irrepetible unidad creadora que es la persona. Y que, para que la humanidad no se extinga, deberá seguir siéndolo. Pero en las últimas décadas se instaló otra acepción. Recoge Wikipedia que por cultura se entiende “el conjunto de formas, modelos o patrones explícitos o implícitos, a través de los cuales se manifiesta una sociedad. Como tal incluye costumbres, prácticas, códigos, normas y reglas de la manera de ser, vestimenta, religión, rituales, normas de comportamiento y sistemas de creencias.” En esta acepción, la cultura pasa a ser un conjunto de datos prácticos que indican identificación con un grupo social cuyos vectores pueden ser lo mismo positivos que negativos, constructivos o desgarradores.

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Al amparo de ese concepto, con la liviana declaración de que se trata de “otra cultura”, el hábito y la pertenencia pueden explicar, justificar e imponer las groserías, los divagues, el mal gusto y las desafinaciones del alma. Con la cultura presentada por fuera de los valores, se la analiza con indiferencia –como si fuera tan solo una mera concatenación de causas y efectos en la que uno pasa a ser mero observador. Al hombre se lo explica como fruto de lo ineluctable y no se lo convoca como dueño y señor de su responsabilidad de ascenderse, desde su circunstancia personal e irrepetible, para abrazar y realizar valores universales y permanentes. La instauración de esa moda se ha visto facilitada por la fragmentación de las especialidades y por el crecimiento de la información al instante. Se llama a aprender cada vez más sobre áreas del conocimiento cada vez más recortadas. Se invita a saber cada vez más de cada vez menos. Se transita entre miríadas de libros, folletos, notas periodísticas y mensajes audiovisuales. El tiempo para la elaboración reflexiva se distrae en las relaciones públicas, la autoayuda y el entertainment. Frente a todo lo que hay para leer, oír y distraerse, el hombre que quiere afirmar su proyecto personal por cuenta y riesgo propio se siente inerme, cuando no aplastado. No le da el tiempo para absorber y digerir todo lo que lo bombardea. Y se siente solitario e incomunicado al toparse con nuevas formas de proclamada cultura que dejan de angustiarse por ideales y se convierten en motivo o pretexto para que cada grupo social se enrosque sobre sí mismo y se abroquele para librar batallas de tribus.

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Si la llamada post-modernidad dejó de identificar a la libertad con el pensamiento y bendijo el impulso sin controles de racionalidad ni medición con lo razonable; si con ello indujo a instalar como lema popular “hago lo que se me canta”; si la esperanza dejó de radicarse en la formación personal y se instaló en un equilibrio biológico o económico de los instintos y de los grupos afines, si se le llama cultura a cualquier hábito arraigado –así sea tan atroz como la mutilación de la niña en la puericia o tan paralizante como la prohibición de leer al adversario por miedo a la libertad–, es que ha decaído el interés por lo universal humano y en vastos sectores se ha eclipsado la función de sentir y pensar en la gestión de vida. Las guerras, las convulsiones y aun las costumbre diarias dan prueba de que tenía razón Alain Finkielkraut cuando tempranamente diagnosticó: “La barbarie ha terminado por apoderarse de la cultura. A la sombra de esa gran palabra, la intolerancia crece al mismo tiempo que el infantilismo. Cuando no es la identidad cultural de clase la que encierra al individuo en su pertenencia y que, bajo pena de alta traición, le niega el acceso a la duda, a la ironía, a la razón –es decir a todo lo que podría arrancarlo de la matriz colectiva–, lo seduce la industria del placer, creación de la época técnica que reduce las obras del espíritu al estado de pacotilla: por lo cual, la vida del pensamiento cede imperceptiblemente su lugar al terrible cara a cara del fanático con el zombi”. Lo que en Francia vio el filósofo hace más de 25 años, lo vive hoy el mundo. Y en nuestras latitudes lo tenemos frente a frente. Ante ese cuadro, una de las respuestas más elevadas y razonables la dan los fines y valores que abrazó Rotary un siglo atrás, cuando llamó a cada especialidad a asomarse por encima de sus

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fronteras y puso a dialogar en mesa común a hombres de pensamiento, trayecto y oficios muy diferentes, pero con destaque honorable en cada una de las actividades que les cabe desempeñar en el vasto taller de la sociedad. Al establecer la regla Dar de sí antes de pensar en sí, al proclamar que más se beneficia quien mejor sirve y al exhortarnos a someter nuestras propuestas y nuestras respuestas a la Prueba Cuádruple, Rotary proclama el mandato de construir y servir una objetividad anterior al interés propio. ¿Muy teórico? ¿Demasiado idealista? ¿Utópico? ¿Carente de practicidad cuando la paz global está minada por liderazgos incomprensibles, guerras locales, luchas de clases y enfoques darwinistas que toleran y festejan que el pez grande se coma al pez chico? Idealista sin duda, pero por eso mismo, ¡práctico hasta el límite de lo imprescindible! ¿O acaso la Prueba Cuádruple nació de la meditación de un pensador de gabinete? ¿O acaso no vimos que la diseñó la ansiedad de un rotario en ropa de fajina, espoleado en el alma al advertir que el desbarajuste de la empresa a su cargo no era sólo numérico y fincaba en la ausencia de principios firmes que había que reflotar? Llevadas hasta sus últimas consecuencias, las respuestas a las preguntas de la Prueba Cuádruple y hasta la misma pasión por formularlas construyen un proyecto de paz, justicia, orden y libertad en las relaciones humanas. Por eso, frente a lo previsible y lo imprevisible que haya de advenir desde este Centenario, continuará valiendo el proyecto de Rotary: elevar a la criatura humana –el tipo de nuestro entrañable

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Wimpi–, llamándola a no mirar sólo por el ojo de la cerradura de su profesión o su interés e invitándola a asomarse a la vida con una actitud de servicio que busque y cultive valores esenciales reflejados en quienes nos rodean. El ideario de Rotary pone énfasis en valores comunes que son mínimos. Pero antes que mínimos, son esenciales para que sobreviva el hombre más allá de definiciones políticas, sistemas económicos y cambios históricos.


XII

Los martes, todos presentes

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ncuentro semanal de los socios. Reencuentro de antiguos camaradas de la escuela, el liceo, la Facultad, el gimnasio o el trabajo. Reencuentro de cultores de un deporte, un arte o una afición. Reencuentro de afinidades que se habían extraviado. O encuentro inicial de amistades que se profundizarán en el cultivo del compañerismo. En el almuerzo o la cena común, en Rotary se conjuga y recupera el sentido originario del vocablo compañero. Como se sabe, deriva de cum panis, pan con el otro. Etimológicamente, pues, el compañerismo alude a la casi instintiva alegría que nos provoca sentarnos a dialogar en torno a la mesa en que compartimos alimentos: una alegría que, en el decurso de meses que sigilosamente llegan a sumar décadas, se transforma en fraternidad esperanzada o angustiada en torno a valores y estilos que hemos cultivado juntos.

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En ruedas estables o imprevisibles, a las mesas rotarias acudimos juntos los activos y los pasivos, los que forjan y hacen noticia –protagonistas, luchadores delanteros en el origen griego de la palabra– y los que, ya retirados, acompañan más perplejos que felices. En un mundo de telefonemas apurados, mensajes mínimos y contestadoras sin nadie humano que conteste, ¿cuánto vale cada Rotary Club, donde respondemos con nuestras caras, nuestra presencia y todo lo que de hominal tenemos? En una época que tiene tantas maneras de despersonalizarlo todo, ¿cuánto debe importar y cuánto vale un Club donde nos abrimos al diálogo antes y más allá de todo lo que nos pueda dividir, sin más límite que la buena educación? ¿Hasta qué punto merece aprecio un Club donde cada uno es él mismo y puede expresar y escuchar inquietudes sobre todos los temas de la condición humana, reforzando valores en el encuentro con los que, siendo muy diversos, son nuestros semejantes en el sentido más fuerte de la palabra? Por su congruencia con la filosofía que le dio vida desde su fundación en Chicago, Rotary realizó prácticamente el apotegma de sociología teórica que, en los mismos años iniciales del siglo XX, acuñaba entre Burdeos y París el eminente constitucionalista Léon Duguit: “El hombre es tanto más social cuanto más individual y tanto más individual cuanto más social”. Sí: al dar marcos de referencia y al generar instrumentos de servicio, Rotary institucionalizó formas de civilización llamadas a responder tanto a los

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cambios positivos como a las crisis, en bien no ya de los rotarios sino de la colectividad toda. Por eso, Rotary como rueda de encuentros y como engranaje de gestiรณn, no es una propiedad exclusiva de los socios sino un bien de cada comunidad.

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XIII

J

De los recuerdos, vida

osé no vino, está enfermo. Juan faltó, se fue de viaje. Pedro no llega, a mediodía trabaja y muchas veces viene recién a los postres.

Porque es espíritu viviente que se hace tarea y obra, Rotary hermana no sólo a los pocos compañeros que merecen aplauso por su asistencia perfecta sino también a los muchos que ni de cerca consiguen 100 % de presencia anual. Y porque es espíritu viviente y no rito formalizado, a su estela incorpora a los rotarios que por ley de la vida van partiendo para siempren, irremplazables en su unicidad personal. Cuando pasan las décadas, son legión los que nos dejaron, pero nos regresan y desfilan sus rostros, sus gestos y sus reflexiones, que se nos incorporaron de tanto sentirlas cerca en las mesas familiares de Rotary, ganándose un pedazo de perennidad destinada a durar tanto como el alma rotaria que las hospeda.

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Cada rotario tiene nombres queridos en un altar de recuerdos que palpitan con sístole intransferible. Algunos eran figuras públicas que uno conocía por los diarios antes de saludarlas en Rotary Club de Montevideo. Otros eran gente formada en funciones poco visibles, del Estado o de la actividad privada. Unos se fueron longevos. Otros, injustamente temprano. Surcan la memoria de quien esto escribe, la voz y los acentos del Dr. Rafael Addiego Bruno, Ministro de la Suprema Corte de Justicia que por dos semanas ejerció la Presidencia de la República en la transición de 1985 hacia la democracia; el Brig. Gral. Tydeo Larre Borges, pionero de la aviación civil y director de FUNSA; el Prof. Aquiles Guerra, docente que desde la literatura inglesa se especializó en la normativa de Rotary Internacional; Ricardo González Arcos, que unía al rigor lógico de la ingeniería la noble sensibilidad republicana de su tío, Luis Arcos Ferrand, catedrático de Derecho Constitucional; el Dr. Alberto Ramón Real, Maestro del Derecho Administrativo; el Dr. Carlos Salveraglio, profesor de Higiene y promotor de Plantemos Árboles; Raúl Barbero, libretista, periodista y difusor apasionado de la cultura rotaria; Camilo Fabini, médico y ex senador; Eduardo Lamboglia Deus, gerente de la ladrillera familiar; Ernesto J. Rohr, agente marítimo de ejemplar rectitud; José M. Mieres, denodado Presidente de MEVIR; Nelson Pilosof, filósofo y emprendedor a la vez; Julio César Jaureguy, abogado y editorialista de alcurnia intelectual… Integraron y sirvieron a nuestro Rotary, ciudadanos ilustres cuya memoria hoy luce en el nomenclátor callejero. Con ellos compartieron y departieron innúmeros socios que, con luz propia pero sin vigencia pública, dejaron estelas personalísimas que per-

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viven en su familia de la sangre y en su familia rotaria. Su nombre y sus fatigas se unifican hoy en los ecos del silencio eterno. Que también resuena en Rotary, porque es encuentro de personas y no de meras funcionalidades. Cada rotario conserva los matices intransferibles con que le reviven por dentro los compañeros comensales que sintió más cercanos en trabajo, luchas, padecimientos o sueños. En el ir y venir de lo vivido y en el milagro de la memoria, la lista siempre quedará incompleta. A conciencia de que es así, uno se ha permitido anotar en estas páginas su “tropa de los recuerdos” – de los cuales el jurista Juan Carlos Patrón tuvo razón cuando, como poeta, dijo que “¡pa’ llegar vienen al trote” y “pa’ dirse siempre son lerdos”. Quizás los recuerdos de los rotarios muertos sean tan “lerdos” “pa’ dirse” porque acaso su estela esté propiamente llamada a no irse nunca, a vibrar inextinguible en las ondas de ese vector de luz a distancia que es y debe ser Rotary y a mantenerse para inspiración de un vínculo que se fecunda a la vez en los sentimientos, en el mundo práctico de las intenciones y en los modos de mirar que se reencuentran sin tiempo, sellando y uniendo el devenir de las generaciones.

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XIV

Documentos de identidad rotaria

R

otary Club de Montevideo nunca fue tribuna de gobierno ni de oposición ni de partido. Se lo prohíbe su estatuto. Se lo veda su esencia.

Tampoco es una asociación de relativistas. Cada uno llega con sus convicciones. Nada le impide exponerlas y fundarlas en la rueda. Pero como Institución y como tribuna ha desarrollado un plano propio para la exposición y examen de los más diversos temas -incluso los de espinosa actualidad- donde hace posible escuchar al ajeno y aun al adversario con los oídos abiertos para bien comprender, buscar las coincidencias y delimitar las discrepancias, de modo que sirva para nuevas reflexiones y nuevas síntesis. Ese plano de exposición y examen es respetado por los más acendrados defensores de tesis polémicas, incluso por los ciudadanos con vocación por las responsabilidades de Estado. Tras el re-

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greso a la libertad y la democracia, en Rotary hablaron candidatos de todos los partidos. Todos se han atenido al formato consolidado que tiene la Institución: sustentar propuestas fundadas, desarrollar una retórica tópica y argumentativa, exaltar valores comunes, no confrontar, no desafiar. Emociona repasar la suprema sencillez con que en los últimos años han llegado los ex Presidentes Sanguinetti, Lacalle y Batlle a exponer observaciones, sintetizar explicaciones y proponer tesis. Cada uno lo hizo con el énfasis de su individualidad, pero todos se dirigieron a un auditorio al que le respetaron su policromía en el voto y su apertura en la mente. Es justicia detenernos en el Dr. Jorge Batlle. El 1º de junio de 2016, nuestro Club lo escuchó sobre “El futuro del Mercosur”, que encaró desde las raíces del comercio en tiempo del coloniaje. Hombre íntegro, expuso su dolor por la muerte en EE.UU. de su hermano Luis, a propósito del cual evocó el Uruguay de los años 30 y 40 al que llegaban músicos eximios como Vladimir Horowitz, Rudolf Serkin, Erich Kleiber y tantos. Sobre la marcha aludió a múltiples temas laterales. En tarde plomiza de lluvia, envarado por las contracturas, habló a todo viento, como si tuviera abiertas las ventanas del alma. En Montevideo, el de nuestro Rotary fue su último discurso. Sin definiciones partidarias, sin candidatura, fuera de campaña, ese mediodía Batlle dio testimonio postrero de que, aun tras una vida entera de definiciones y compromisos, es posible reflexionar sin prejuicios ni tabiques, alzándose sobre uno mismo, como vislumbraron los creadores libres que dotaron a Rotary de una filosofía.

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La capacidad deliberativa es el gozne y la garantía de la democracia. Pues bien: esa práctica del logos es una virtud que en Rotary se cultiva sin sentir. Importa y vale siempre, como herramienta para la comprensión de cada coyuntura. Y tanto más vale e importa cuando los tiempos se tornan amenazantes o se hacen amargos. En su escala de generalidad, Rotary ha procurado siempre la siembra de ideas y actitudes con sentido humano. Detengámonos en piezas que fueron prédica, son documento histórico y hoy valen como un manifiesto para lo que vendrá. Corría 1956, y a la vista de los síntomas de desazón y descreimiento que empezaban a horadar la vida republicana del Uruguay, el eminente compañero del Club que fue Eduardo J. Couture –profesor de Derecho Procesal y Maestro de filosofía de vida- clausuró la XXIX Conferencia Distrital confrontando los grises del clima público con los valores rotarios expuestos nítidamente: “Me temo que nos estemos convirtiendo en una democracia escéptica y pesimista. Abramos nuestros diarios, oigamos nuestras radios, leamos los libros que aquí se publican. Al cabo de todo ello, será cuestión de preguntarse, ¿Quién le da a los uruguayos las buenas noticias? Porque las malas las estamos leyendo en los diarios todos los días. El proceso dialéctico de tesis y antítesis que es de la esencia misma de toda democracia, lo estamos llevando a un punto que nos arroja a un pesimismo un poco amargado y entristecedor. He visto llegar la ola del pesimismo a zonas donde no creí nunca que hubiera llegado. A mi modo de ver, ese pesimismo puede ser en algunos casos justificado. Pero ocurre que la propia

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esencia de la libertad nos lleva instintivamente a pensar en el sentido contrario a la idea dominante. Los uruguayos nos estamos volviendo un poco “contras”. ¿Por qué?...Porque tenemos la voluptuosidad de la antítesis, la sensualidad de mostrar la riqueza de las ideas opuestas. Ese pesimismo nos está conduciendo a un excesivo cristicismo. Las jóvenes generaciones uruguayas se han caracterizado, a mi modo de ver, por serias manifestaciones de talento. Por profesión tengo el contacto diario con los jóvenes y cada día admiro más su inteligencia. No hay en el Uruguay crisis de inteligencia, como no creo que haya crisis de virtud. Lo que creo es que hay crisis de construcción, de sentido de responsabilidad constructiva.”… “En aquel libro maravilloso que se llama “La Vida de Don Quijote y Sancho”, Unamuno se dice, más o menos: tengamos comprensión y misericordia para el que manda, que tremenda cosa es tener que mandar… Comprensión y misericordia para el que obedece, que mucho más grave y tremendo es tener que obedecer… Comprensión para el superior, que al fin y al cabo se siente solo en la soledad de su superioridad y comprensión y misericordia para el inferior por aquella su inferioridad de que es esclavo…” “La esencia espiritual de la democracia está en juego en esto. Si en este instante en que nos separamos y cada uno toma su camino para seguir realizando su propio destino, comprendiéramos que un acrecentamiento en nuestras dosis habituales de humildad, misericordia y tolerancia hará mejor a nuestra vida, podríamos

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ser algo más felices a raíz de este encuentro; porque al fin y al cabo, la adquisición de la superioridad por las sencillas virtudes modeladoras del alma es lo que puede aproximarnos en la común pequeñez de nuestro destino.” Tras el golpe de Estado de 1973, lo que pudo decirse en todo el país quedó drásticamente limitado. Rotary, asociación no política, tenía y conservó en su membrecía a ciudadanos con diferente postura. Eso sí: dejó abierta su tribuna para que, siquiera en lenguaje genérico y opaco que se imponía, se reafirmasen los principios que eran esperanza de concordia y libertad. El Dr. Héctor Luis Odriozola, mientras era obligado a dejar su cargo de Ministro de Tribunal de Apelaciones y veía tronchada su dignísima carrera de Magistrado, desde nuestra tribuna defendió la libertad a partir de la persona. La vigencia de sus conceptos nos mueve a transcribir los discursos que pronunció el 4 de noviembre de 1975 y el 16 de febrero de 1980, este último con motivo de los 75 años de la fundación de Rotary Internacional. Cuando Odriozola los pronunció, constituyeron manifiestos. Hoy también. Por eso no los incluimos como un Anexo, porque, lejos de ser un agregado o addenda, lo que en ellos se volcó es parte vertebral y permanente de la reflexión rotaria.

Rotary y la Condición Humana “Todos los años, al asumir la alta dignidad de Presidente de Rotary Internacional, el nuevo man­datario transmite al mundo rotario un mensaje, en el que expone los lineamientos básicos de su ges­tión. Ese mensaje se encabeza por un lema, una breve frase

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que compendia lo que aquél tiene de esen­cial, poniendo el acento sobre su más importante sentido. Y puesto que Rotary no es disquisición filosófica, meditación, sino acción sobre el medio huma­no (que constituye su fuente de inspiración y su razón de ser), ese lema se transforma en divisa para la acción. Pregón que durante un año inspirará y guiará el empeño universal de Rotary en procura de un mundo mejor. El lema del Presidente de Rotary Internacional indica un derrotero, un rumbo que la comunidad rotaría habrá de seguir, depositando su confianza en la inspiración y en el recto sentido de quien ha sido elegido para señalar el camino. Fácil es imaginarse el laborioso proceso que debe llevar a un Presidente de Rotary Internacional a la elección de su lema. El mundo –nuestro mundo, de die­ciséis mil quinientos clubes y más de setecientos mil rotarios, en ciento cincuenta y un países– espera la palabra de orden, el santo y seña que orquestará los esfuerzos en una dirección determinada, mante­niendo la obra de Rotary viva, eficiente y actual. Debe ese hombre impregnarse hasta la identificación con el pensamiento y el sentimiento rotarios, interpretando con fidelidad los objetivos de la institución. Pero debe –además y sobre todo– te­ner una lúcida conciencia de los requerimientos primarios de la época en que se vive, ponderar con exactitud sus necesidades y carencias, establecer un sistema de opciones y decidirse, en fin, por aque­llo que es más necesario, más urgente y más imperioso decir.

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Cabe reconocer que en esta difícil opción, precedida seguramente por horas de reflexión honda y laboriosa, los presidentes de Rotary Internacional han sido asistidos por una cierta dosis de sabidu­ría –y, en algunas ocasiones, hasta de genio– que les ha permitido hallar la palabra justa y adecuada a la coyuntura histórica, para encauzar la actividad de Rotary hacia el punto más necesitado de la pre­sencia y la acción de los hombres-de buena voluntad. Al acceder a su elevado cargo, hace unas pocas semanas, el actual Presidente de Rotary Interna­cional, Ernesto Imbassahy de Mello, formuló su lema, que por ello pasa a ser nuestro lema, nuestra enseña, nuestra respuesta a los reclamos de la humanidad de hoy: “Dignificar al ser humano”. Frente a este mandamiento, es necesario detenerse a examinarlo en conjunto, en cónclave rotario como el que en estos momentos formamos, para apreciar todo su sentido y alcance. Sin adhesiones preestablecidas ni acatamientos disciplinados, con la amplitud e independencia de criterio que son propias de la asociación que constituimos. La primera comprobación que cabe hacer es la de que el Presidente de Rotary Internacional no se ha dejado seducir por el lenguaje tecnológico hoy tan en boga. Nada de neologismos tomados de la jerga científica, desbordados del ámbito en que son válidos, para inficionar, en alas de la moda o del mero contagio, la palabra que debe servir a la expresión del pensamiento.

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Nada tampoco de las metá­foras tomadas de los logros tecnológicos del hombre, de sus conquistas electrónicas o de sus aventuras espaciales. Y así debe ser, porque Imbassahy de Mello se propone hablarnos del hombre; y el hombre no es –por lo menos; no es principalmente– lo que él crea: ni sus satélites, ni la sofisticada maquinaría que ha concebido, ni el complejo instrumental de que se sirve (por más admirables y maravillosos que sean estos frutos de su imaginación y de su talento), sino su propio espíritu, sus ideales y sus acciones, sus goces y sus angustias, sus insomnios y sus sueños. En realidad, el Presidente de Rotary Internacional empleó, para acuñar su lema, palabras tan viejas como el hombre mismo. Dijo en su mensaje que ‘el ser humano es el centro y la medida de to­do’. S entimos su voz como el eco de la voz de Protágoras, que, en el siglo V A.C., expresó que ‘el hombre es la medida de todas las cosas’, y como el eco de las voces de toda la cohorte de pensadores que, a través de las épocas, han hecho de la persona humana principio y fin de todo sistema. Viejas palabras, entonces. Pero, ¿acaso palabras envejecidas, palabras desprovistas ya de sentido, fórmulas que el tiempo inexorable fue vaciando de todo contenido, como la cáscara vacía del fruto que alguna vez fue? ¿Verbo, acaso, que tuvo en su momento un magno sentido histórico, pero que no tiene ya vi­gencia, superado por nuevas concepciones, extraño a nuevas generaciones que manejan otros concep­tos y especulan en otras realidades? Para contestar esta interrogante es necesario examinar ese valor que el mensaje del Presidente enaltece: la dignidad humana.

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Examinarlo en su contenido, su peripecia histórica y su significación actual. Habita este planeta un ser muy particular, que es el hombre. Desnuda criatura, en un mundo hostil y rodeado de peligros, buscó el refugio de la caverna para sobrevivir. Desde aquel antro tenebroso en cuyas paredes pintó la silueta del bisonte mientras aguardaba que la furia de los elementa amainase o que las fieras dejaran de rondar, inició la ascensión que es la gran aventura de su pensamiento y que habría de llevarlo hasta el dominio de todas las fuerzas naturales, la fisión del átomo y la conquista del espacio sideral. Si esa epopeya fue posible, no fue sólo porque el hombre esté dotado de inteligencia, sino porque –a diferencia de cualquier otro ser vivo– le anima un espíritu, que es la parte indestructible de su ser. Si ese hombre fue capaz de sobrevivir a las grandes catástrofes, emergiendo de las ruinas de los terremotos, lacerado y cubierto de polvo, a esperar con impaciencia el amanecer de un nuevo día para volver a poner piedra sobre piedra; si pudo salir de la desolación de las grandes pestes que azotaron a la humanidad, cubierto de llagas, sintiendo el olor de sus propias carnes putrefactas, para volver a empezar; si, en la locura de las guerras, hundido en el barro de las trincheras, fue capaz de levantar cabeza bajo la metralla para mirar de todos modos el cielo; si pudo escapar del cráter calcinado de Hiroshima, quemado hasta el hueso pero con fe en la existencia de un mañana, fue porque ese ser físico -mente débil, pero anímicamente inmortal- no es sólo carne, nervio y sensación, sino también algo inmaterial, indefinible y misterioso, a lo que llamamos espíritu.

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El hecho de poseer un espíritu confiere al hombre dignidad, que es sentido de! propio decoro y respeto por la condición humana. La dignidad no es, por cierto, incompatible con la subordinación requerida por la organización política de la sociedad y por la organización del trabajo. Pero lo es con todo aquello que subestime la persona humana, afectando su honor, su intimidad y su libertad, que debe ser entendida no sólo el sentido físico, sino también en el espiritual. Requiere que el hombre sea respetado como ser pensante y como ser sensible, en sus ideas y sentimientos, en sus manifestaciones y abstenciones, en su trabajo y en su hogar. Todos sabemos de la multiplicidad de los criterios históricos y que la historia de la humanidad puede encararse de tantas maneras como esos criterios proponen, atendiendo a los hechos políticos, a los sociales, a los económicos o a los culturales. La historia de la humanidad puede ser concebida también como una crónica –una crónica dramática, llena de heroísmo y de pasión– de la lucha por la dignidad de la persona humana. En ese inmenso fresco, hay un largo tramo sombrío que corresponde a las antiguas civilizaciones fundadas en la esclavitud y la opresión. La dignidad humana subsistió, empero, latente, aherrojada pero no destruida, aflorando en quién sabe cuántos ignorados actos de rebeldía y de sacrificio que la historia no recogió. Las religiones ya más evolucionadas, al atribuir a todo hombre un alma, al hacerlo por eso poseedor de una dignidad espiritual, fueron su primer amparo. Fue éste el primer refugio del esclavo y del siervo, del menesteroso y del maltratado por el poder temporal, de las humildes cria­turas de la tierra.

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El cristianismo, que es la base moral de nuestra civilización occidental, dignificó al hombre de tantas maneras como le fue posible. ‘No sólo de pan vive el hombre’, dijo Jesús, aludiendo a la nece­sidad de que su espíritu sea también alimentado. Hasta el más oscuro pecador debe ser respetado en su condición de ser humano, porque ‘sólo quien estuviere libre de pecado podría arrojar la primera piedra’. Y, sobre todo, el “amaos los unos a los otros” sobreentiende la dignidad del hombre, porque sólo se puede amar lo que se respeta. Para el cristianismo, los bienaventurados no son los ricos ni los poderosos, sino los pobres de espíritu, los mansos y los que lloran, los que tienen sed de justicia, ‘que de ellos será el reino de los cielos’. La compasión que desborda de estas páginas por los pequeños seres, por los leprosos y los men­digos, los pastores y los peregrinos, es encontrada ya en los grandes libros religiosos de la Antigüedad –el Antiguo Testamento, el Talmud, el Corán– en cuyas crónicas abundan esas humildes figuras que visten pieles de cabra y calzan sandalias polvorientas, aunque en realidad encuentra voz de doctrina y se hace Verbo en los Evangelios, que proyectan una luz poderosa sobre la condición del hombre. Lue­go de esta valoración del ser humano, no puede extrañar que Pablo diga en una de sus epístolas: ‘Pues todos estamos revestidos de Cristo, y ya no hay distinción de judío ni griego, ni siervo, ni libre, ni hombre ni mujer’. Con el correr de los siglos, se advirtió que el respeto por la condición humana no puede quedar librado a la conciencia de cada individuo y al acatamiento de la conducta que las religiones prescriben. Se siente la necesidad de incorporarlo al orden jurídi-

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co, como deber impuesto a todos los miembros de la comunidad, como requisito esencial de convivencia. Es la época en que los derechos humanos ingresan al Derecho, accediendo a las propias bases constitucionales de las naciones modernas. Solemnes declaraciones que van marcando hitos sucesivos (que comienzan, quizás, con la Carta Magna, que encuentran formulación universal en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano emitida por la Revolución Francesa, y que tiene su expresión contemporánea en la Declara­ción de Derechos de las Naciones Unidas), enfatizan la obligación de todo régimen o sistema, cual­quiera fuera su signo o su forma particular de concreción, de asegurar ante todo el respeto por la per­ona humana. A esta iluminada tradición, responde toda la filosofía política de nuestro Uruguay, en sus ciento cincuenta años de vida independiente. Porque, antes aún de que fuera consagrada en sus cartas consti­tucionales, son las ideas de Artigas las que trasuntan este acendrado respeto por el ser humano. ¡Qué valoración del hombre hay en su famosa frase ‘Que los más infelices serán los más privilegia­dos’! Y en su tratamiento humanitario dé los indios cautivados en las campañas de pacificación. Y en su respeto por los vencidos en el campo de batalla. Y en su preocupación por evitar a la población ci­vil los horrores de la guerra. Y en su rechazo de la venganza, porque ‘el General Artigas no es verdu­go’. Estas ideas del Precursor, como tantas otras, pasaron a quienes le siguieron y se incorporaron al patrimonio moral de la patria, que puede enorgullecerse de su tradición humanista.

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El art. 7 de la Constitución de la República consagra el deber del Estado de proteger al ser hu­mano en su vida, seguridad y trabajo, pero también en su honor y su libertad, bienes tan preciosos co­mo aquéllos. Sucesivas disposiciones del capítulo de Derechos, Deberes y Garantías reconocen los lla­mados derechos fundamentales, cuya enumeración, dice el art. 72, no excluye los otros que son inhe­rentes a la persona humana. Declaración que hace del hombre una esencia de derecho natural y que constituye una hermosa profesión de fe humanista, que a todos nos compromete en la organización de una sociedad basada en el hombre como valor esencial. Esta rápida visión de la lucha por la dignidad del hombre podría haber culminado con la Decla­ración de Derechos formulada en San Francisco en 1945, si no fuera porque, en los treinta años trans­curridos, muchas de las esperanzas forjadas al emerger de la tremenda prueba de la guerra no han cris­talizado. Lo dice en su mensaje el Presidente de Rotary Internacional: “Las amenazas a la vida humana son más y más abrumadoras, y está en juego la humanidad en general. El ser humano se encuentra marginado”. En el mundo convulsionado de hoy, el hombre continúa siendo un ser sufriente, maltratado por motivos raciales o religiosos, secuestrado con fines de lucro o por objetivos políticos, enviado a hospitales psiquiátricos y tratado como insano por el hecho de disentir, expuesto a ser sacrificado a la om­nipotencia del Estado, a la dictadura del Partido o al proceso de la Economía. Relegado como va por ideologías totalitarias, se enfrenta a fuerzas que no ven en él más que el minúsculo y anónimo componente de la masa,

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sin otro destino que el de contribuir al incesante rodar del engranaje. Quizás los sucesos mundiales que asoman constantemente a las planas de los periódicos nos estén di­ciendo que la lucha por la dignidad humana es una empresa nunca concluida, una causa comprometida por la que es necesario seguir velando. En esta lucha –que repite una vez más la trágica oposición entre el bien y el mal– Rotary está alineado, y a nosotros los rotarios nos toca comprobar con orgullo en qué medida combate –en un frente que se despliega sobre todo el orbe– por la defensa de la condición humana. En primer lugar, Rotary es obra del hombre para el hombre, que es el objetivo de todos sus es­fuerzos. Cuando brega por mejorar las condiciones de vida de una comunidad, lo hace sin parar mientes en el régimen político o en el sistema económico bajo el cual se desarrolla. Y esto es así, porque interesa al hombre, que es la realidad viva que, por debajo de las estructuras institucionales o econó­micas, cualesquiera que ellas fueren, padece en carne propia la necesidad. En todo cuanto hace, Rotary tiene al hombre en su mira. Y ese hombre no es el hombre-ciudadano, ni el hombre-político, ni el hombre-empresario, ni el hombre-obrero, sino el hombre a secas, sin adjetivaciones ni connotaciones, porque es la condición humana lo único que a Rotary le importa. Po­dría decir, como el filósofo antiguo, que ‘nada de lo humano le es ajeno’, porque el hombre constituye su interés y servirlo es su vocación. Cuando, hojeando las revistas rotarías, vemos a Rotary levantando una escuela en Nigeria, recuperando ciegos y lisiados en la

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India, participando en un programa de salubridad en el Ecuador, becando a un estudiante guatemalteco, pensamos que, entre tantas iniciativas de fraternidad mundial movidas a lo largo de la historia, Rotary ha sido elegido por el destino para realizar el sueño de trabajar con el hombre universal, ecuménico, para llegar por sobre las diferencias de raza, de color, de religión y de lengua, a la raíz de la condición humana, que constituye el común denominador de todos los pueblos. En segundo lugar, para realizar su obra, Rotary se vale del hombre individual, agrupado simplemente en estructuras sencillas –los clubes– que no lo absorben, ni lo desdibujan, ni coartan su personalidad. Rotary es un reto personal a cada uno de los setecientos mil rotarios del mundo, que cada uno siente como dirigido a sí mismo en forma individual. Sin desdeñar, ni mucho menos, la suma de esfuerzos, ni el valor espiritual que existe en la lucha conjunta por una causa común, Rotary es un llamado a la conciencia individual, no a un sentimiento colectivo, un llamado que exige una respuesta también personal. Ningún rotario puede vanagloriarse de lo que su club hace, si él no participa, así mismo nadie puede excusarse de lo que su club no hace si él nada se esforzó por hacer. Porque cual hombre contrae con Rotary una responsabilidad personal, y porque el club rotario no es otra cosa que el ámbito propicio al que cada rotario acude para encontrar oportunidades de servir. Y esta forma de enaltecer al hombre no se da únicamente en las relaciones entre Rotary y cada rotario, sino que está implícita en todo cuanto Rotary hace y preconiza. El ideal de servicio supone una valoración del prójimo en términos de hermandad y co-

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participación, de la que toda discriminación, toda subestimación están naturalmente excluidas. Bastaría detenerse sólo un momento en cada una de las cuatro tradicionales avenidas, para comprobar cómo la filosofía humanista inspiradora del todo se refleja en los objetivos y en los medios dm acción. En el sector de las relaciones profesionales, por ejemplo, Rotary propugna la amistosa consideración de quienes son rivales en la competencia económica, pero también el aprecio por el colabora­dor en relación de dependencia. El respeto por el trabajador, otro logro que a la humanidad ha costa­do milenios de lucha, forma parte naturalmente del dogma de Rotary porque no es sino un reflejo del concepto rotario del hombre. Igual comprobación podría hacerse para todos y cada uno de los cam­pos de acción de Rotary, si la expiración del tiempo disponible no impusiera poner fin a estas palabras. Hace algunos años, nuestro club incorporó, a la declaración con cuya lectura se solemniza el in­greso de un nuevo socio, la enunciación de ciertos principios con los que nuestra Institución se consus­tancia. Así es como, en todas esas ocasiones, resuena en este recinto el compromiso de ‘exaltar la dig­nidad del hombre por el hombre mismo’. Hoy, el Presidente de Rotary Internacional ratifica ese postulado y le da proyección mundial, dándonos seguridad, no sólo de que somos fieles al auténtico pensamiento rotario, sino también de que compartimos una noble causa secular.

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En ella y por ella, Rotary está militando, con su mensaje de fraternidad, con la promoción de los valores más altos que la civilización ha logrado, con el amor que predica por el semejante, que es en el fondo amor por la criatura humana en su más descarnada, entrañable, sencilla y maravillosa condición.”

Rotary en el Mundo de Hoy “Aquel 23 de febrero de hace 75 años, el hombre del destino –y que no sabía que lo era– cerró su escritorio y se echó a andar por las inhóspitas calles de Chicago barridas por el viento invernal, para reunirse con tres de sus amigos. Comenzaba así una de las aventuras más fascinantes en el campo de las relaciones humanas: la fundación de la primera y más importante de las instituciones de servicio, que en pocos años habría de propagarse por el mundo entero, llevando a todas las latitudes un ideario propicio a florecer en todas ellas, porque está fundado en cuanto tiene de más noble y generosa la condición humana. Paul Harris –que así se llamaba aquel hombre– llegó al lugar de la cita y entró en el viejo edificio de oficinas que habría de ser la sede de aquella primera reunión. Al hacerlo, entró en la Historia. Porque la Historia de lo imperecedero sólo está hecha de actos de amor. Los que no lo son dan lugar únicamente a la crónica pasajera y estéril. Sólo lo que el amor inspira es fecundo. La fundación

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de Rotary International fue un acto de amor por el ser humano, un acto que engendró a todos los rotarios en tanto que tales: a aquellos cuatro primeros surgidos aquel día, a los cientos y miles de los años subsiguientes, a los millones que mañana serán. Contemplamos la enorme columna venida casi de los comienzos del siglo, integrada por hombres de todas las razas y religiones, que se incorporan a ella en todas las partes del orbe, y experimentamos el sentimiento gratificante de formar parte de una enorme fuerza moral, multitudinaria y universal, que pugna incansablemente por el bien. Celebrar año a año la fecha de fundación de Rotary es expresar ese sentimiento vital, exteriorizar nuestra identificación con esa causa, afirmar –todos y cada uno de nosotros– el compromiso que asumimos al ingresar a la Institución. Es también, al formular esa ratificación, esa renovación de fe, la ocasión propicia para examinar una vez más el contenido mismo de una causa en la que depositamos tantas esperanzas, comenzando con la esperanza de vivir digna y útilmente la vida. Comprobar que mantiene su actualidad y su vigencia, que sigue constituyendo una respuesta adecuada y eficaz al reto que la vida en sociedad nos plantea. A pesar de la armonía singular del sistema rotario, de su admirable coherencia, de la consecuencia guardada a través de los años a los ideales y principios que una vez se enunciaron, comprobamos con asombro que esta autocrítica rotaria, que este balance anual de realizaciones y de logros se expresa cada año mediante

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conceptos diferentes. Quienes asumen esa tarea ponen el acento, ora en el concepto mismo de servicio, ora en la idea de convertir ese concepto de servicio en norma de vida, ora en el culto de la amistad y la camaradería como estilo de la relación humana, ora en el respeto acendrado por el prójimo, ora en la tolerancia, ora en la paz. Cabe entonces preguntarse: ¿es Rotary –doctrina y acción– algo hete­rogéneo, cambiante, proteico, sometido a las circunstancias de tiempo y lugar, que hoy permite hablar de una manera, mañana de otra y luego quizás de una tercera? ¿O es Rotary siempre la misma verdad, la misma postura espiri­tual, y son las circunstancias del momento histórico las que ponen de relieve factores distintos y aplicaciones distintas de un mismo pensamiento rector? Cuando Claude Monet se propuso pintar la fachada de la catedral de Rouen, advirtió que la imponente estructura de mármol y piedra variaba su aspecto según las luces y las sombras de las distintas horas del día y de los diversos estados del tiempo. Uno es ese aspecto cuando, en los gran­diosos arcos y columnas, en las esculturas que ilustran los pilares y las arquivoltas, en el maravilloso labrado que cubre toda la piedra, juega la luz diáfana y dorada de la mañana; otro, cuando el mediodía cae sobre las superficies, ahondando las sombras y exasperando los relieves; otro, cuando el atardecer proyecta sus ocres y sus rojos, haciendo arder como una inmensa pira lo que horas antes fuera seráfico refugio de ángeles y palomas; otro, en fin, cuando la luz cernida en el nublado envuelve en

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profundos azules y grises sombríos la masa majestuosa proyectada sobre un cielo de tormenta. De este fenómeno singular deriva la serie de cuatro cuadros, todos ellos distintas versiones de un mismo modelo, que constituye la explicación más espectacular de lo que es el impresionismo. Del mismo modo, Rotary, por sobre su unidad fundamental de concepto, más allá de la coherencia de su doctrina, cambia el énfasis de su voz, el ángulo de su proyección sobre el medio social, según que las variadas nece­sidades de la comunidad humana hagan más imperioso y dramático uno u otro aspecto de su mensaje. A veces la coyuntura histórica exige formar conciencia de las necesidades materiales de la población para despertar, en torno a la satisfacción de las mismas, un sentimiento solidario; otras, es el concepto mismo de hombre –su igualdad dentro de la diversidad, su dignidad esencial– lo que, por ser violentado o desconocido, requiere ser defendido con ardor; otras, es el mismo principio de convivencia el que reclama enca­recer a los hombres una actitud de tolerancia para con las ideas y los sentimientos de los demás. Al cumplirse los 75 años de su fundación, Rotary se nos aparece fun­damentalmente como un abanderado de la paz. Su postulado básico de la comprensión mundial como medio de obtener la convivencia pacífica de pue­blos y naciones, pasa a primer plano por la fuerza de las cosas, hoy que el horizonte se oscurece y que la coexistencia descubre su íntima fragilidad.

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Rotary ha sentido la gravedad que entraña ese cambio de la situación mundial y está dando respuesta. Hace pocas semanas, el presidente James Bomar reunió a argentinos y chilenos en Montevideo, en la llamada “Conferencia de Buena Voluntad”, para reavivar la llama de la hermandad y el entendimiento entre dos pueblos a los que diferencias no esenciales estaban separando. Otras reuniones del mismo tipo, de similar inspiración, están en vías de realizarse. Advertido del peligro, Rotary ha sentido la necesidad de incentivar los esfuerzos de su cuarta avenida, pugnando por la inteligencia y la buena voluntad como segu­ros caminos hacia la paz. El momento es particular; pero, para enfrentarlo, Rotary no tiene necesidad de improvisar la respuesta: la lleva en sus alforjas. Es su vieja idea de que la conciencia de una condición común a todos los seres humanos, la acep­tación de la igualdad de todos los hombres por sobre nacionalidad, color o religión, la solidaridad moral para con el semejante que vive y que sufre del otro lado de fronteras, hacen posible la comprensión; y que ésta constituye el primer paso para el entendimiento, la buena correspondencia y la convi­vencia pacífica. En este mundo de hoy, en este año de 1980, Rotary pone en juego todos sus recursos en el empeño por preservar y asegurar la paz, porque sabe que ella es la condición necesaria para que todos los demás bienes sean alcanzados, por una Humanidad que no ceja en el empeño tenaz, la persecución denodada de la felicidad.

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Pero el concepto de paz no se limita a la exclusión de la violencia en las relaciones internacionales: hay también una paz interna, que cada pueblo necesita para que todos sus ciudadanos convivan armónicamente y para que el esfuerzo de todos sus hijos converja hacia el logro de los grandes obje­tivos que son comunes a todos. También Rotary aboga por esa paz. Lo hace, preconizando que esa comprensión y esa buena voluntad de que hablábamos rija en todas las relaciones humanas y, por consecuencia, también entre los individuos de un mismo país. Al lado de la comprensión mundial existe también –y quizás prioritariamente– una comprensión nacional. Para hacerla realidad, es indispensable que prevalezca, más allá de la diversidad de ideas y de la oposición entre ellas que es connatural a las socie­dades democráticas, un sentimiento de tolerancia. Tolerar es consentir, per­mitir, aceptar que quien piensa y siente de un modo diferente pueda integrar la misma comunidad nacional, en un mismo plano que quienes sustentan otras opiniones. Todos los países –y más aún aquellos que salen de tiempos de prueba– necesitan que, en sus hombres, surja un gran sentimiento de con­cordia nacional que, basado en esa idea generosa de tolerancia y en la no menos noble de que la patria es de todos, supere los resquemores del pasado, los antagonismos y los enfrentamientos propios de épocas de crisis.

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Hoy Rotary está diciendo esto mismo en todas partes, a escala mundial. Porque es su ideario y su destino, su misión ecuménica es predicarlo, propa­garlo y pugnar por hacerlo realidad. Y porque además es necesario que esta palabra de esperanza, de fe en un destino mejor, de confianza en que las fuerzas del bien habrán de prevalecer finalmente, llegue a los hombres sencillos y pacíficos de la tierra, haciéndoles saber que su causa es nuestra causa y sus sueños los nuestros, desde aquel ya lejano 23 de febrero, en el que la mano del destino eligió, para llevar el mensaje, a un puro de corazón.

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XV

La mujer, plenamente integrada

E

n Rotary Internacional nunca estuvo ausente la mujer. Tenuemente en sus inicios, la presencia femenina creció hasta ser hoy igualitaria.

Hay recuerdos que son clásicos en la historiografía rotaria. En 1914, participaron dos esposas de rotarios -ambas de nombre Annen la Convención de Houston. En 1921, en Toronto, Canadá, se acordó crear la Rueda Femenina que resultó pionera. En 1924, en Manchester, Gran Bretaña, con el nombre de Inner Wheel, Rueda Interna, se constituye una Comisión de Esposas de Rotarios cuyo modelo iba a inspirar a muchos grupos similares en todos los continentes. Y en 1927, en Birmingham, EE.UU., nace Rotary Anns, cuyo nombre homenajeó a las precursoras de Houston. En mayo de 1987, la Corte Suprema de EE.UU. sentenció que los Clubes rotarios no debían excluir a la mujer por razones de género. Y dos años después, el Consejo de Legislación de Rotary Internacional resolvió admitirla como socio pleno.

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En julio de 1995, ocho señoras se convierten en Gobernadoras de Distrito. En 2005, Carolyn E. Jones comienza su mandato como la primera mujer nombrada fideicomisaria de La Fundación Rotaria. En 2008, Catherine Noyer-Riveau se constituye en la primera mujer elegida para la Junta de Directores de Rotary Internacional. En 2013 se nombra la primera Vicepresidenta. Este movimiento es fuerte e irretroactivo. Eso sí: tiene ritmos diferentes, por lo cual de hecho han convivido hasta ahora Clubes exclusivamente de hombres, Clubes mixtos y Clubes compuestos únicamente por mujeres. En cuanto a Rotary Club de Montevideo, siempre ubicó a la mujer en un lugar de privilegio, incluso antes de acuñar la Rueda Interna conocida como Comisión de Esposas de Rotarios, CER. En el año 2016, nuestro Club aprobó la reforma de su estatuto. Cumplidos los trámites ante el Ministerio de Educación y Cultura, precisamente en la fecha de su Centenario le fue aprobado el nuevo texto. De aquí en más, la cooptación por actividades ha de producirse con mujeres y hombres en pie de igualdad. La rueda semanal y la vida orgánica interna de Rotary Club de Montevideo han quedado formalmente abiertas, pues, a la contribución de la sensibilidad femenina. No va a ser una novedad. Gran parte de las obras y las siembras que a lo largo de un siglo realizó nuestro Club corporizan la expresión de sentimientos y actitudes propios de lo que culturalmente se entiende por la sensibilidad femenina.

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Hoy se cuestiona si aquello que Goethe llamó das EwigWeibliche –lo eterno femenino– es una realidad psicológica o un arquetipo romántico llamado a transformarse o desaparecer; y, además, se debate las hoy llamadas cuestiones de género en términos de contraposición, a veces frontal y hasta abrupta. Parece claro que bajo los estrépitos de las polémicas sobre el tema, no debe perderse lo mucho noble que adscribimos al quehacer de la mujer. En las últimas décadas lo aporta ella a las profesiones y los oficios, mientras, en condiciones no siempre justas ni cómodas, sigue afrontando su misión maternal y su compromiso conyugal o de pareja. En perspectiva rotaria, cabe augurar que en los años venideros se cultiven visiones unitarias, donde las aptitudes, virtudes y potencias de lo humano no se identifiquen con un solo género y se sobrepongan a toda definición sexista.

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XVI

Mirada en torno y al frente

C

uando nos topamos con la información montevideana, nacional o mundial, nos abruma comprobar cómo en lo más cercano del barrio y en las más lejanas latitudes se multiplican las desgracias, las injusticias, los atropellos y las infamias. La proliferación de malas noticias se ha multiplicado exponencialmente en los 60 años largos que corrieron desde que Couture pronunció el alerta que hemos transcripto. No hace falta pasar inventario día por día. Cada uno en conciencia sabe qué y cuánto querría reformar del Uruguay de esta época. Todos sentimos la distancia que nos separa del ideal de persona, tanto el ideal voluntario que proclama la filosofía de Rotary como el que es imperativo por mandarlo la Constitución de la República. Ante ese cuadro, que no necesita desarrollos ni adjetivos, nada suena más fácil y natural que dar por definitivamente perimido el valor de las prédicas que Rotary pone en marcha, a partir de una

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filosofía que, trabajosa y sacrificadamente, se decantó a lo largo de los siglos, como bien señaló Odriozola. Vivimos una época en que las muertes violentas –debidas a guerras, a crimen organizado o a miserias culturales- ya no estremecen por el valor irremplazable de cada persona. Se estandarizan y homogeneízan en recuentos y cifras comparativas, haciendo olvidar que un número, por alto que sea, no da nunca toda la dimensión humana de la pérdida de UNA vida. En ese contexto, parecería que ya no tuvieran cabida ni esperanza las convicciones humanistas de Paul Harris ni las tradiciones nacionales con raíz artiguista en que se engarza Rotary. Sí: parecería que los hechos impusieran enterrar los propósitos de comprensión y convivencia, dar por inservibles los esfuerzos de reflexión para construir un logos común y declarar rotos los puentes conceptuales en las personas y los pueblos, sin perspectivas de reconstrucción. ¡Si los hechos son lo que son, la gran tentación es resignarse! Ahora bien. Alzarse de hombros y encerrarse en la inacción sería precisamente lo contrario de lo que, ejemplarmente, hicieron Paul Harris y su puñado de amigos cuando fundaron Rotary para defender principios, promoviendo la solidaridad humanista a contramano de la dramática realidad que los circundaba en Chicago. “Las cosas son y los valores valen” repetía sin cansarse don Antonio M. Grompone en su inolvidable aula de Filosofía del Derecho. Y agregaba: “La convivencia y el Derecho no son asuntos estadísticos. Los millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial no legitiman el homicidio que va a cometerse esta noche.”

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Ya un siglo atrás, Ruyer observaba que las ciencias empíricas le ganaban espacio a las ciencias normativas: los hechos dominaban y los valores retrocedían. 100 años después, sobreabunda el conocimiento de lo que es y la información sobre lo que va siendo da la vuelta al mundo. Hasta los más distraídos tienen toda suerte de enciclopedias al alcance de la yema de los dedos. Este hecho, absolutamente nuevo, ha venido a confirmar una verdad vieja como el mundo: el crecimiento explosivo del saber sobre lo que ES y lo que VA SIENDO no basta para generar conciencia y luz sobre lo que DEBE SER. Han crecido grupos, incluso con formación universitaria, para los cuales el DEBER SER es un silencio impenetrable, una angustia ennegrecida, un límite para los lenguajes del alma. Ello representa una amputación de la persona. Y el vigor de la persona es la base misma del Derecho, cuyas intersubjetividades constituyen el clima y el ethos de cada nación. En los tiempos que vendrán tras los primeros 100 años de nuestro Rotary, deberá ser misión principal revertir esta manera de mal vivir. Con los autores que hemos citado en este bosquejo y con todos los que aquí no cupieron –Dilthey, Husserl, Gadamer-, deberemos reconocer que las ciencias del espíritu son autónomas y que hay que restituirles su territorio para que nos devuelvan su luz normativa. Con tal fin, lo primero será no regalarnos pereza y no aceptar la caída de la sensibilidad personal, irreemplazablemente personal.

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Desgraciadamente se nos ha ido colando la creencia de que el destino público es una cuestión que debe resolverse en parte en términos técnicos, en parte por caminos económicos y en parte según establezcan las distintas especialidades. El economista da su opinión, el jurista da el marco teórico, el sociólogo aconseja, orienta, y así cada uno. Pero por encima de todas esas especialidades, por encima de lo que hayamos aprendido sobre tales o cuales temas de nuestra particular actividad, existen valores comunes que son aquellos que precisamente nos convierten en personas. Aclarando: no es lo mismo ser individuo que persona, porque individuos hay en cualquier especie zoológica y, en cambio, la persona recién aparece allí donde, enfrentada a la dificultad, el albedrío empieza a andar en procura de camino propio. Como proyecto y como mandamiento que encuentra cada vez más obstáculos, hoy la persona está amenazada. La misión con la cual nos reunimos en Rotary es, como personas, seguir creyendo que vale la pena alzarnos contra las cosas que están mal. Pero no alzarnos para reclamar que las cambie otro, sino erguirnos por dentro para reclamarnos que en algunas cosas podamos trabajar juntos, para que lo que viene en caída no siga en caída y lo que viene con perspectiva de solución pueda ser objeto del “levántate y anda” que corresponde a nuestros mejores sentimientos. José Artigas, rechazando la rendición ante los españoles enseñó: “No debemos esperar nada si no es de nosotros mismos.” “Nosotros mismos”, expresión casi bíblica, entrañó la lucidez de un vate y la precisión de un filósofo. Anticipó la sangre anímica de las definiciones de Emerson y del impulso de Rotary.

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El llamado a asumir y actuar “nosotros mismos” es un mandato artiguista y nacional. Pero trasciende las fronteras, porque tiene que ver con la condición humana. Es a partir de esa condición que Rotary se consagró a abrir caminos para la interlocución entre las especialidades y para la defensa de la persona como sensibilidad protagónica. Por lo cual, ha de ser responsabilidad humana de cada uno de nosotros hacer que si la oscuridad reina, con más vigor resplandezca la luz de Rotary. .

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Los presidentes de Cien Años

Guillermo Dawson 1918-1919

Daniel Garcia Acevedo 1919-1920

Juan V. Pastori 1921-1922

Pedro Suárez 1922-1923

Heriberto Coates 1923-1924

Joaquín Serratosa 1924-1925

Donato Gaminara 1926-1927

Arturo Ucar Blanco 1927-1928

Álvaro Saraleguy 1928-1929


Julio A. Bauza 1929-1930

Alberto Iglesias 1930-1931

Guillermo Pérez Butler 1931-1932

Joaquín J. Canabal 1932-1933

Raúl E. Baethgen 1933-34

José Pizzorno Scarone 1934-1935

Pedro Menendez Lees 1935-1936

Cayetano Carcavallo 1936-37

Juan Ángel Capra 1937-1938


César Mayo Gutiérrez 1938-1939 Ramón Varela Radio 1939-1940 Rodolfo Almeida Pintos 1940-1941

Eduardo García de Zúñiga 1941-1942 Ramón Álvarez Lista, 1942-1943

Quinto Bonomi, 1943-1944

Buenaventura Caviglia, 1944-1945 Camilo Velazco Lombardini, 1945-1946

Leon Peyrou, 1946-1947


Tydeo Larre Borges, 1947-1948 Alberto Vรกzquez Barriere, 1948-1949

Daniel Rocco, 1949-1950

Mario Peyrot, 1950-1951

Walter Baethgen, 1951-1952

Domingo Prat, 1952-1953

Emilio S. Lamaison, 1953-1954

Waldemar Quincke, 1954-1955

Washington Carcavallo, 1955-1956


Camilo Fabini, 1956-1957

A. Raúl Núñez, 1957-1958

Emilio Verdesio, 1958-1959

Blas Rossi Masella, 1959-1960

Orlando F. Colombo, 1960-1961

Guillermo Lockhart, 1961-1962

Carlos Alberto Estapé, 1962-1963 Conrado Rodríguez Dutra, 1963-1964

Enrique Brussoni, 1964-1965


Emilio Elena, 1965-1966

Héctor Luis Odriozzola, 1966-1967

Benigno Ambrois, 1971-1972

Roberto Artuccio, 1972-1973

Ricardo González Arcos, 1973-1974

Alfredo Weiss, 1974-1975

Raúl E. Barbero, 1975-1976

Federico Salveraglio, 1976-1977

César Buzio, 1977-1978


Rafael Addiego, 1978-1979

Eduardo C. Palma, 1981-1982

Julio César Jaureguy, 1984-1985

Ricardo Veirano, 1979-1980

Isaias Pesce, 1980-1981

Antonio Ruíz Mascaró, 1982-1983 Cándido Mario López, 1983-1984

Felipe Brussoni, 1985-1986

Nestor Cosentino, 1986-1987


Leonardo Guzmán, 1987-1988

Manuel Díaz Romeu, 1988-1989

Eduardo Rocca Couture, 1989-1990

Mario Nin Pomoli, 1990-1991

Jorge Maggiolo, 1991-1992

Leonardo Vertiz, 1992-1993

Guido Michelín Salomón, 1993-1994 Fernando Assunçao, 1994-1995

Helios Maderni, 1995-1996


Ariel Rodríguez Cardozo, 1996-1997

Juan Carlos Blanco, 1997-1998

Ramón Requeséns, 1998-1999

Roberto Couce, 1999-2000

Manuel Díaz Romeu, 1999-2000

Humberto Tundisi, 2000-2001

Guillermo E. de Nava, 2001-2002

Alfredo Danrée, 2002-2003

Héctor Rubio Sica, 2003-2004


Ernesto Berro Hontou, 2004-2005

Ángel Mario Scelza, 2005-2006

Julián Alonso Freiría, 2006-2007

Daniel U. Varela, 2007-2008

Mario Klisich, 2008-2009

Carlos Salveraglio, 2009-2010

Ernesto J. Argenti, 2010-2011

Carlos Pache, 2011-2012

Adolfo Petrozzelli, 2012-2013


Washington Corallo, 2013-2014

Gonzalo Dupont Abó, 2014-2015

Luis Barros, 2015-2016

Francisco J. Wins, 2016-2017

Eduardo Di Fabio, 2017-2018

Amadeo Ottati Folle, 2018-2019

“Honrar al Centenario, sembrando para el futuro”



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