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De la máquina que sueña En agradecimiento al doctor Juan José Leñero
Agradezco la fina lectura y profundas observaciones de Helena Maldonado Goti, María Vázquez Valdez y Fernando Azcárate
“…sugerencia: imaginarnos el instrumento del que se valen las operaciones del alma como si fueran un microscopio compuesto, un aparato fotográfico, o algo semejante…” (S. Freud 1900 Amorrortu V p.529)
La fotografía, en su constante búsqueda por fabricar imagen, negativos, obra, diapositivas, instantáneas temporales, metáforas escópicas, poesía, sabe —como buen oficio que es—, que lo real hay que saberlo ver, saberlo mirar; sabe, hace prueba con lo escópico para poder manipular esa luz que queda en algún lugar de la cámara oscura. Un enigma cotidiano —¿qué fue de esa luz? Otro enigma subrepticio que requiere de reflexión —¿qué es saber? Un enigma que pasa por supuesto —¿qué es mirar? Un último enigma eterno —¿qué es eso de ser? ¿cuánto se puede dilucidar de cada uno?
I Cámara Cámara, además de ser un significante escrito sobre este papel — marquemos que lo escrito no es igual a lo significante, como explica Lacan en el 73, “no es de su misma calaña”— es una expresión mexicana que vectoriza lo simbólico hacia un asentimiento, una afirmación, un consentimiento. La palabra cámara parece cumplir con la función de vectorizar lo simbólico hacia un espacio en lo real, asignando —a veces— una herramienta que le es sumamente útil a aquel ser humano que se autodesigna —vectorizándose— como fotógrafo. Muy aparte de las cámaras de torturas y de las cámaras de gases — que ya pasan del quehacer torturante al de la extinción, o mejor dicho: mueren de verdad, de a de veras, en verdad—, las cámaras fotográficas civilizan, culturizan, actualizan, subliman la cámara espolvoreada del rifle, anulando la herramienta del asesino; distanciando la navaja del homínido, retiran el proyectil y en su lugar colocan un listón oscuro compuesto de haluros de plata sobre un delgado plástico, o en su defecto —necesaria modernidad—, un sensor óptico digital. Por lo tanto, en vez de destrozarle el cráneo a un inocente elefante, lo capturan en una imagen, que para algunos homínidos superiores supone que el alma del elefante quede atrapada en esa instantánea; para lo cual recita santo remedio el Yatiri —Aymara equivalente al chamán—, recetando que repitamos el nombre de aquella alma tres veces, y, así su Ajayu —alma Aymara— retornaría a su cuerpecito. Lo cual jamás ocurre —repitamos las veces que repitamos el nombre del ser amado— cuando es asesinado.
“…No se trata de sustos…” (Juan Rulfo, Diles que no me maten)
Otra cultura más que sabe que el cuerpo no es el ser La cámara de la cámara fotográfica (valga la redundancia, tan necesaria para la función metafórica) hace de túnel para la traslación de fotones, los cuales, habiéndose gestado un millón de años dentro del sol, y viajado ocho minutos desde su superficie, cobrando color en la travesía dentro de nuestra atmósfera, son organizados para cruzar el lente y así ser proyectados en un menor espacio; lanzados hacia el fondo de la cámara, se posan suavemente y a mucha velocidad uno tras otro, hasta dejar un elemento (haluro de plata) quemado, tostado, activado y por lo tanto diferente; mutado, transformado, cambiado, otro; y si lo sabemos leer, quizá codificado. Los fotones se descargan en la reacción química y destilan algo de calor excipiente; sus restos yacen a manera de huella en el negativo, transformándose en una secuencia de cadenas químicas nuevas; imbricados con la nueva lógica de los haluros. Esta codificación formará, impresionará, imprimirá una primera transformación —del elemento fotón al elemento químico activado, mutando el haluro fotoactivo— manchando el listón, mancha conocida como negativo.
¿Por qué se le nombra negativo? Porque permitirá un positivo, una positivización, un positivado. Si lo recordamos, el negativo se imprimía sobre una superficie transparente, la cual una vez revelada y estabilizada —para que la luz no active más haluros— se nos mostraba manchada —mancha que sólo un ojo profesional podía ver en positivo sin necesidad de imprimirlo—; manchas que, una vez estabilizadas, eran sometidas nuevamente a una luz, permitiendo una nueva proyección.
Esos fotones cruzan las transparencias del negativo y a su vez van a posarse sobre una hoja de papel —también recubierta por haluros—, y nuevamente éstos se activan, queman, codifican y son estabilizados para que la imagen que queda —perceptible para el ojo de algunos animales— no se siga cociendo. Este proceso de mutación se inventa hace algunos miles de años, representando algo con un pincel y algo de barro con colorante natural; representaciones plasmadas mediante una herramienta sobre algún lienzo de piedra. La tubería bautizada como cámara hoy busca imprimir sobre papel en vez de cueva. Es importante marcar, que la imagen nunca estuvo en el papel, se codificó gracias al ordenamiento anterior —en el negativo— de la serie finita de cadenas químicas que ahora se adhieren a un lienzo de celulosa; moléculas que a su vez permiten que ciertas ondas de luz queden fuera, y al quedar fuera, el ojo las puede visualizar, captar y proyectar, e incluso, transcribir en la conciencia de cada Sujeto.
Aterricemos esto: en convención social, o por sentido común, decimos que esta casa tiene una fachada amarilla, pero la fachada de esta casa no es amarilla sino la imagen que percibimos. ¿O la que miramos?
Precisemos: la vibración atómica de cualquier cuerpo permite que algunas ondas electromagnéticas a su alrededor lo penetren, así como nuestra atmósfera nos permite ver un cielo azul; pero algunas de estas luces no pueden penetrarlo, porque algunos cuerpos vibran diferente. Por lo tanto, esos sectores del espectro lumínico quedan fuera, esos fotones que llegan de nuestra estrella quedan fuera del cuerpo; en el caso de la casa, el amarillo queda fuera de la fachada; por eso la luz que queda fuera de los objetos puede movilizar los haluros del negativo generando una primera imagen, la cual será
reproyectada para representarse como segunda imagen en el positivado. Esta foto, a su vez, no podrá contener, alojar o atrapar, ciertos fotones que el ojo podrá captar; las ondas movilizarán los conos y bastones, los cuales generarán una señal que cruzará por el nervio óptico. Fijémonos que la señal es una transformación representante del proceso de los conos y bastones; una segunda codificación de lo que esos conos y bastones pudieron reproducir de esa luz. En ese momento, ese tiempo, no queda luz, sino oscuridad; esas señales eléctricas o signos de percepción evocan huellas mnémicas, o de memoria, ¿cómo?, en el Proyecto de psicología para neurólogos (1895) Freud deja una pista con el concepto de “barrera de contacto”, ya que el camino neuronal se repite en tanto la señal tenga la misma intensidad y cambia de dirección cuando se hace más fuerte o nueva; eso en algún lugar se integra y se alucina. Aquí el proceso se complica porque esa información, esas señales, al evocar huellas mnémicas, teóricamente fabrican la alucinación consciente, el lugar donde las fotos se proyectan, donde vemos el color, donde lo imaginamos, donde alucinamos nuestro universo.
Es importante marcar este hecho que suponemos que ocurrió, porque puede ser que la información que queda entre el químico y la conciencia del sujeto sufran del mismo modo transformaciones que hagan nuevas codificaciones y por lo tanto equivalencias en lo análogo.
Maravilloso.
Este detalle paradójico, de equivalencias en discursos analógicos, se puede pensar cuando nos encontramos con la imagen de cualquier
foto que colocamos en conciencia, y así mismo cerramos los ojos y hacemos el esfuerzo de visualizarla una vez más, se puede deducir que nuevamente aparecen representaciones: esas representaciones son otras cosas, no son la cosa, no son la foto; es decir, la foto que vemos no es la foto que sostenemos, siendo nueva debe suponer algún cambio con respecto a las anteriores.
En este modelo todavía no incluimos el descubrimiento freudiano de lo inconsciente.
¿Cómo se da esa proyección?, ¿qué es ver aquel color?, ¿qué es imaginarlo?, ¿qué es una alucinación conciente? Son preguntas que todavía no tienen respuesta, pero nos parece veraz pensar que hay algo que está en la alucinación haciendo el papel de aquello que religiosamente creemos que está en el afuera, y además que este fenómeno puede ser visto por alguien, alguien que es yo. Si ese yo puede ver el fenómeno, adquiere conciencia, si no lo puede ver, y podrá ser recordado, es preconsciente. La fachada es de todos los colores menos el amarillo —un detalle que cualquier fotógrafo conoce—, lo que nos lleva a concluir que el universo es más parecido a lo que se percibe en un negativo que en su positivado. Aquellas huellas de memoria representan al color que activó nuestras retinas, pero no son conciencia, esa información tiene otros atributos; la conciencia de ese color que venimos persiguiendo, el espacio yoico del mismo, integra sus sentidos, y articula ese color a la historia particular de cada sujeto. Un detalle respetado por el psicoanálisis cuando habla de la posición singular de cada sujeto, y cuando rechaza cualquier tipo de metalenguaje, generalización u esperanto.
Hace algo de tiempo —en este caso medido por la traslación de vuestros ojos sobre estas letras—, o unos párrafos atrás, se ha hecho mención a una problemática: el código y la codificación, que analógicamente al lenguaje buscan representar en otro medio una cosa de otro ámbito, de otro campo, ¿de otro tiempo?, y se comportan como representantes, se hacen otro idioma. La letra —respetando, acatando una serie de formas y posiciones permitidas por su lógica y por sus pueblos— seguida por otra letra, puede construir una palabra, puede representar la escritura de una palabra, que a su vez puede sonar de tal o cual manera, y a su vez mirarse o evocar alguna de las tantas posibles conciencias. Esto nos da la pauta de varios niveles de existencia de un mismo significante, de una misma instantánea, de un mismo instante. La letra no es igual a su sucesión, tampoco es igual a su sonido —éstos se diferencian entre sí— y además representa. A nivel memoria y a nivel conciencia también son diferentes, todos por ser analógicos, todos por pertenecer a diferentes campos, códigos y tiempos. ¿cómo se sabe del tiempo? debe haber algo que nos recuerda que este transcurre entre cada pensamiento. ¿El yo se ve reflejado y marca el tiempo? ¿algo inconsciente fabrica el tiempo?
II Campo Este espacio es extenso y logra ser confuso, nos supone varias problemáticas —a menos que tengamos presente el mecanismo metafórico de la palabra—; en el ejemplo de la fotografía se trabaja con insectos y átomos, bacterias, tejidos benignos o malignos; hay fotógrafos de estrellas y no necesariamente de rock, de guerras y demostraciones de paz; otros fotógrafos se designan ser de objeto y toman fotos de grifos, ladrillos, tostadoras, espoilers, telas —que, sospechosamente, rara vez colocan un hombre desnudo en el ikebana objetual—, lo cual no es lo que captura un fotógrafo de moda, que fotografía a un ser humano ya sea en movimiento o estático, con una prenda de vestir —a veces vistiéndolo—. Otros son fotógrafos de obra, y no le sacan fotos a la obra negra de un proceso arquitectónico, sino instantáneas muy finas de la obra de éste o de aquel artista. Hay fotógrafos que captan luces imperceptibles para el ojo humano; los rayos X, los rayos gama: para ver el fondo de radiación del universo o el comportamiento de una costilla rota. Todo esto nos permite concluir que el lenguaje es paradójico; en tanto nombra, no abastece lo que nombra, por lo que se repite, confunde, y es de otro orden, de otra materia a aquello nombrado. La palabra es de otra calaña, la letra de otra, la alucinación conciente de otra.
El campo se diferencia superficialmente en la problemática lingüística de salir de campo o salir al campo, lo cual confunde, pero ya en la práctica muestra algunas minucias; el visitar una locación obliga a una decisión donde el antojo de nuestro fotógrafo tendrá que decidir y desplazarse, dándose un conocimiento previo del lugar, el profesional revisa diferentes mapas, literaturas, que le den una descripción de sus distancias, de su terreno, de su clima, de sus colores y temperaturas, de su anualidad y sus habitantes; la
velocidad con la que estos seres se mueven y las formas de vida que proponen; lo cual antoja al fotógrafo hacia un afán de toma de decisiones; probablemente porque no puede lograr satisfacerlo todo y de repente le nace abordar —a su manera— el campo. Campo que nada más existe en su conciencia, campo que cada uno de nosotros compartimos en fe de que el campo que otro mira sea el mismo que mi Yo mira.
¿Antojo o voluntad?
Me pregunto si este antojo es generado por el encuentro y desencuentro de ideas que surgen al pensar diferentes posibilidades de camino, pero, ¿si nada más es un proceso de tesis y antítesis, no seríamos una especie de autómata?, ¿de robot?, ¿buscando la mejor opción?
Un programa de ajedrez mueve después de revisar la estadística de juegos que tiene en memoria, entonces si mueve a C2 (sé dos), es que la estadística de juegos que tiene en su banco de datos le hace saber que esa es la mejor jugada que conoce; por lo tanto podemos pensar que los humanos, cual programa de ajedrez, buscamos resolver el enigma de lo que se nos antoja. ¿mediante un algoritmo que busca ganar por ganar?
Pues no, los inventos humanos del amor, la compasión, el perdón, la codicia, la conmiseración, el auto sabotaje, —para mencionar algunos— plantean sorpresas a esa justificación robóticaimperialista.
Los ideales que juegan al yo nos hablan de conciencia que, con referente a la posibilidad de nada, predican cada saber, cada instante yoico como un objeto resultante de la complejidad de posibles marcos de determinación de valor: no-dependencia, bien, mal, amo, esclavo, alto, bajo, noble, innoble, águila, serpiente, autenticidad, león, burro, camello, perro, sanguijuela, síntesis apolínea, prótesis cristiana, antítesis dionisíaca, verdaderos y falsos, amor y muerte. Hecho que critica duramente a aquellos estudios psicológicos que jamás revisan a Kant, Sade, Hegel, Nietzsche, Lacan. Estas maneras de enmarcar y valuar la actividad posible de la conciencia, de hacerse conciente de las temáticas que se nos presentan, de adquirir conciencia de nuestros actos, de hacer objeto lo subjetivo, de que lo subjetivo sea respetado entre los pensantes, de que la mente humana tenga derechos y deje de ser desechable, es el espacio que corresponde a la memoria conciente, al Yo; pero el psicoanálisis descubre otro espacio.
Un día nuestro fotógrafo se trepa al helicóptero y decide entrar al paraje elegido, conlleva una ignorancia que lo anonadará múltiples veces, y lo más sorprendente es que este fenómeno se repite cada vez que entra, y si ya no quiere entrar, otro entrará, y la virginidad del espacio seguirá emanando desconocimiento. Esa convivencia con el campo le hace mirar cosas que nadie más miró; pero, por razones temporales, climáticas, de alturas y bajuras —tanto terrenales como mentales—, angulaturas, curvaturas lenticulares, y demás posibilidades con su supuesta cuatridimensionalidad corporal, la cámara que carga reptará pintando nuevas locaciones en viejas localidades.
Nuevas miradas en un mismo universo, lo cual no sólo habla de ese cuerpo humano, de su proceder corporal, de su bailar en su espacio, de su tiempo, de su da-sein, de su existencia y quehacer con su cuerpo en espacio y tiempo; incorporando su Yo. ¿Acaso un fotógrafo no puede decir que esa foto le significa tanto, o cuánto?, ¿acaso un fotógrafo no se queda con tal o cual instantánea?, ¿acaso el fotógrafo no se arrepiente de no haber cargado su herramienta tal día?, ¿acaso cuando repite yo soy fotógrafo, no emite una falacia? ¿Se podrá pensar que el campo de la fotografía contiene a la herramienta y al universo? O ¿es necesario articularle el discurso del fotógrafo?
Para el psicoanálisis, el lenguaje es campo.
¿Qué es ser fotógrafo? La altura, profundidad, ancho y tiempo del fotógrafo visitan las cuatro dimensiones del campo, pero pocos prestan atención al detalle de que ese cuerpo visitante —ese ser humano— transporta un ser, y un quehacer persona, singular, y además ese ser carne, cuerpo; ha transformado esas dimensiones del afuera, en lo que se llama las dimensiones psíquicas o lo que ese ser llama, bautiza, designa, vectoriza como su Yo. La herramienta y el campo, en la fotografía, parecieran confundirse en la función de elección o antojo del ser del fotógrafo; su Yo, su antojo, juega una carta primordial.
Lo que se mira suplanta lo que se ve.
La conciencia o alucinación conciente ha reproducido analógicamente al universo, el universo es Yo, Yo es universo, Yo es todo.
Yo se niega, yo sabe de la nada.
¿Por qué se pensaba que era nada?, ¿por qué el espacio del Yo antes del siglo XVIII no tenía lugar? Quizá por ser una suplantación muy convincente del todo –una representación “perfecta” — aquello que niega el todo, el todo fuera del yo. “El ser es la pura indeterminación y el puro vacío. En él no puede intuirse nada, si es que aquí cabe hablar de intuición; o bien, es solamente este puro intuir vacío. No hay en él nada que pueda pensarse; o bien, es simplemente este pensar vacío” (F. Hegel. Lógica, Libro 1, sec.1, cap. 1, A)
Perfecto espejo, fata morgana, miraginaire. Al adquirir cuerpo, espacio, registro, lugar, el Yo, lo conciente, necesita de la función de la nada —función de extrema negación, ya que nada nunca es todo, nada nunca es algo— para poder contrastar todas las imágenes, memorias, historias; para concluir, decirse, que eso que siente, por lo que decide, lo que mira, lo que admira, es Yo. Fenomenología del espíritu. Retomemos; el paraje es infinito, su fenomenología es mayor a la temporalidad humana, y más aún a la percepción corporal, por lo tanto, el fotógrafo puede entrar novato, nuevamente, en novedad, infinidad de veces.
Lo que permite que cambie de locación es una demanda de novedad, porque él ya no le encuentra sentido, deja de hacérsele antojo al Yo del fotógrafo, —según Hegel y su fenomenología del espíritu— prefiere cambiar su Yo por un No-Yo, es decir, hacer otra cosa, nacer nuevamente, otra conciencia; pero; también puede hacer que la locación cambie, sin moverse de locación, causando novedad, nuevamente demandando novedad; todo es otra cosa, todo es mutable, todo puede ser mirado desde otro lugar. Por lo tanto podemos concluir que el posicionamiento yoico del humano influye directamente en el resultado de su creación artística. ¿Cómo? Siendo cada paraje infinito para cada humanidad, el desarrollo de ideas y de propuestas para fotografiar —o simbolizar ese instante— se hace inmenso, inconmensurable, y da de comer a tantos fotógrafos.
A pesar del intercambio de disparos y recepciones fotónicas de lo real, codificaciones en químicos o dígitos, queda sin explicar la voluntad del fotógrafo, porque si el fotógrafo elige, existe un nuevo conjunto de variables que son ajenas al universo y a la destreza del manejo de la herramienta. Suponiendo que la metáfora de sus miradas ha sido lograda —si no, la foto se guarda en un baúl del olvido. En el transcurso del quehacer diario, donde el comer, respirar y recrearse se le hacen también necesarios, el fotógrafo elabora un discurso, una manera de escribir con esa imaginería que va coleccionando su cámara oscura, imaginería que nada más puede sostenerse si hay un desfase en la transformación, un salto de idioma en cada traducción, una transliteración en cada interpretación, un bautizo en cada nombramiento.
A la foto 981 del negativo 29f —que por lo que podemos percibir parece ser un grupo de niños sonriendo ante la cámara, parados detrás de unas rejas que probablemente dan a la sala de un comedor mediano— el fotógrafo la bautiza como Ségüera. El día de la exposición se le pregunta por qué la denominó así, y nos responde: “Si a la niñez se la educa con las rejas del sistema, solamente se fabrican ciegos”; y ahí le preguntan por la transformación de la palabra ceguera en el título de la obra, y responde que “algún güero presidencial, a menudo se comporta ciego, por ejemplo: acaparando vastas riquezas provenientes de la corrupción y de la polución, la familia butch oprime al planeta entero” “¿butch o bush?” pregunta la periodista, “Da igual” responde el fotógrafo.
Lo real al traducirse fabrica otro real; la imagen en lo natural es vista, mirada, pero a su vez transformada; no es la misma ante el haluro de plata, el papel baritado, o el sensor digital: que en referencia a una escala de colores escribe en código binario los colores que está captando, y tampoco se queda quieta ante la percepción humana, y menos ante la historia particular de cada humano, ante la metáfora que ésta le permite dibujar a cada humano. Las traducciones implican un cambio, más aún las interpretaciones. Mirar la foto es una cosa, entenderla otra; lo mirado cambia físicamente al ser escrito por el cuerpo, pero también al pertenecerle a algún momento de su historia, de su tiempo, de su caminar, de sus ensoñaciones, de su posibilidad de muerte, de su diario sonreír. Cambia al interpretarla. ¿Qué cámara oscura se articula? ¿Dónde yacen los trazos de presentes congelados en la viviente eternidad de un registro? En el registro posible del ojo del fotógrafo que mira y siente el impulso de
hacer una foto nueva, una nueva foto, una novedad en el estilo, un camino, y así morir en su obra, en su cámara oscura. La cámara oscura del silencio generado por el entendimiento de la imposibilidad de la perfecta transcripción, en el sueño de la sonrisa del bien-morir, donde lo que no puede ser simbolizado queda como enigma para el siguiente investigador formado en la histórica fila de los fotógrafos terrestres.
¿No se hace extraño que existan fotógrafos ciegos?
Toda formación se hace en el campo; un neurólogo se enfrenta a las neuronas y aprende a ver, su Yo reviste lo desconocido, creyendo adueñárselo; y así como el fotógrafo aborda su universo, y en tren de metaforizar su mirada busca disparar su obturador para reproducir instantes de tiempo que entrega a los haluros de plata, el neurólogo encuentra qué hacer con las neuronas, y en 1895 descubre que la investigación neuronal no da cuenta del universo psíquico; y a su vez, vislumbra un espacio nuevo, un espacio que fabrica a su antojo toda conciencia, un espacio encargado de crear la alucinación conciente, lo inconsciente.
“…aquí sucede algo con particular frecuencia, que se ‘recuerde’ algo que nunca pudo ser ‘olvidado’, porque en ningún tiempo se lo advirtió, nunca fue conciente; además para el decurso psíquico no parece tener importancia alguna que uno de esos ‘nexos’ fuera conciente y luego se olvidara, o no hubiera llegado nunca a la conciencia…” (S. Freud “Recordar, repetir y reelaborar” 1914 p. 151 Amorrortu XII)
Enigmático el doctor Freud.
Nuestro fotógrafo ejemplar tiene un espacio de recuerdo, de memorias, que fue investigado, estudiado y concluido como la fenomenología del espíritu, pero hacia finales del siglo XIX un señor en Viena, después de varios acercamientos —y toneladas de lecturas—, lleno de sospecha se percató de que ese espacio de memoria no era suficiente, el modelo era insuficiente, falaz, equivocado, ineficiente, porque existe información reprimida, información que no aparece en la conciencia del fotógrafo ejemplar, pero que a su vez nunca fue conocida ni recordada por su conciencia y, por ser olvidada de esta manera, provoca efectos a nivel conciencia. Esas barreras de contacto dieron paso a la represión, una manera selectiva de manipular información. ¿selección de qué? ¿de quién? Esas luces —infraroja, visible, ultravioleta, sonora, gama— que quedan para ser recogidas por la herramienta, nos hacen olvidar que pueblan una oscuridad, una oscuridad que dicen tiene mayor actividad cuando existe menor cantidad de materia, una oscuridad ahora compuesta por materia oscura y energía negra, que a su vez no responde a ningún tipo de espectro lumínico conocido —por fin, un límite para la física—, oscuridad que me recuerda el silencio donde se posa el discurso, silencio que ordena cada uno de esos significantes emitidos por la conciencia, permitidos por el inconciente. Cuando el yo, la conciencia, hacían de dueños del universo, se pensaba poder hablar, dialogar con ese yo y así lograr cambios significativos, por eso este planeta tiende a la fe de la enfermedad mental, de la campana de Gauss, de lo normal, de lo que da sentido
grupal, del sentido común; pero cuando el generador de lo conciente, de aquel Yo, es Otro y además es inconsciente, cae esa fe: a uno solo le queda escuchar y leer con las orejas, lectura que fabricará cambios en la dictadura electroconvulsiva o las chaquetas químicomentales, destrozando de raíz los opiáceos discursos sectarios del convencimiento grupal. El descubrimiento del inconsciente se da a finales del siglo XIX. Transcurrido un siglo en que el Yo no abastece la cuestión del ser, demasiados años que Freud nos pide que lo destruyamos para poder escuchar el deseo del sujeto; la suplantación del universo es dura de roer; ya han pasado eones y se sigue pensando y luego existiendo.
Él fotógrafo es inconsciente, ¿y su ser?
¿Quiénes ejercen? ¿quiénes escuchan?
La escucha interpretante, ávida de saber y llena de respuestas, nos preocupa; preocupa porque es la creadora de símiles, prejuicios y elementos de divergencia al discurso del paciente, del futuro analista, del que quiere saber de su ser y de su sonreír en esta posibilidad de existencia. La imposibilidad de significar la verdad, nos deja con un abismo de ignorancia a respetar. Ignorancia que otorga escucha al psicoanálisis. Claro que cuando campanita rige, la podredumbre de lo dictatorial ensarta el lenguaje del paciente y lo anuda en algo ajeno, suplantación, a lo cual Freud llamó sugestión, y verificó mil veces que no sirve en absoluto, más aún lo desecha como un elemento teórico práctico antiético y coercitivo, que nada más hace perder el tiempo y el dinero al paciente.
En una de las tantas lecturas de nuestra creación, vemos que los filósofos ya contenían la reflexión del alma, del espíritu, y por lo tanto de cualquier psi, o abordaje de la problemática del espacio mental; lo cual tiene algo de verdad y mucho de ficción. Según la tecnología de pensamiento de cada filósofo vemos que van cercando la posibilidad del Yo como un espacio mental en el cual se da el proceso del pensar, resultando en varios ensayos acerca de la posibilidad de existencia; la cual a manera de muletilla reduccionista se ejemplifica con el “pienso luego existo” de Descartes. Siglos después llega el doctor Lacan e insiste en Freud, por lo tanto en aquello de la cosa freudiana y así mismo en la problemática de la representación Kantiana, imprimiendo que lo real es imposible.
Las cuatro dimensiones de lo real son transcritas, siempre; la realidad es la realidad del aparato psíquico.
¿Y si las cuatro dimensiones del campo fueran las mismas del cuerpo?, ¿y aparte de ellas existiera un yo, desde el cual el sujeto simule tener conciencia de sus actos?, ¿y además tuviera un mecanismo que separe las toneladas de recuerdos que no necesita que estén presentes en conciencia? ¿y hubiera un mecanismo que no permitiera introducir en esta memoria cierta información prohibida? Y, por último, ¿se descubriera que el espacio que comanda este mecanismo es el depósito de todo lo que ocurre a nivel percepción-conciencia? Nos queda un cambio de dirección absoluto, porque si fabrica conciencia a antojo para poder representarse, representar ser, con un utensilio llamado conciencia, y además transporta la ineficacia del lenguaje para poder decir, hablar, comunicar, transmitir, ¿no es un imposible el sentido común?, ¿las pruebas proyectivas?, ¿la generalización?, ¿la dictadura del pensamiento?, ¿la enfermedad mental?
El fotógrafo piensa donde no es y es donde no piensa Para el fotógrafo existen dos espacios, él y todo lo demás, para el psicoanálisis lo inconsciente y todo lo demás; mostrando la conciencia, el yo y el cuerpo del sujeto como entes ajenos al sujeto y así mismo necesarios de significar. Un invento freudiano, un espacio descubierto que causa realidad, razón por la cual no tiene que ver con el de la filosofía o el de la neurología, menos aún con la caja negra de las pseudo-ciencias comportametalistas. Uno es habitado por Otra cadena de significantes, palabras que permiten o no el cambio introspectivo. Razón por la cual miles de terapeutas de angustia se regocijan en la muletilla del “pero, es que funciona”. ¿Funcionó? o mejor dicho, hubo algún tipo de movimiento, porque lo inconsciente lo permitió, pero no hubo cambio, sino sugestión, suplantación, nueva sintomatología, repetición, falsa novedad —drogado uno emite el mismo delirio— las terapias de angustia, el placebo de las pseudociencias del placebo, la redundancia de sustituir con lo mismo. “sigo algo triste, ¿aumento mi dosis doctor?”
La locura ilumina; y con atención la oscuridad se hace escuchar. Por esta razón el psicoanalista necesita caminar su propio análisis, para en cuerpo vivir cómo se lee sin juzgar, cómo florece un discurso para que se genere una obra y no una repetición de la bien consentida angustia. Biendice del amor, ninguna reverencia a la angustia.
Compilamos una gama de comportamientos de color que en su lógica nos dan indicios de manifestaciones del tiempo y del espacio del universo mirado. Si vemos las luces del final del universo, calculamos su creación y por lo tanto su edad, mapeamos un aproximado de cuantas galaxias hay, además vemos que sigue en expansión, y que esa expansión por un extraño componente se acelera. Si vemos la luz de una estrella podemos deducir cuántos planetas giran a su alrededor, cuanto pesan esos planetas, y capaz su composición, además de saber cuando morirá esa estrella, e inferir que morirá cuando su centro se torne en hierro, razón por la cual pensamos que el hierro nos llegó cuando ya existían estrellas; también llegamos a saber que al principio todo era un encuentro entre antimateria y materia, que de ahí vino el hidrógeno y menos de un segundo después el helio, y todo porque en la luz hay huellas que nos hacen concluir algo del cómo se fabricó.
Todo lo que el humano concluye es interpretación. Dialecto
Siendo estos espacios incluidos en el lenguaje y el saber, ¿no serán leídos con la historia de cada sujeto?, ¿con lo que puede cada sujeto?, ¿no generaremos efectos sobre sus lógicas?, ¿sobre sus resultados? Si fuera así, el encuentro comparativo combativo entre saberes es un quehacer obligatorio, constante e interminable, porque la verdad no existe.
Propio dialéctico La conciencia conlleva información que le es ajena, que nos lleva a pensar la existencia de un espacio que no le compete, sino que la fabrica, y si escuchamos la palabra conciente ¿podremos escuchar el porqué Lacan formaliza que el inconsciente está estructurado como
un lenguaje? Y si aquello inconsciente emana la luz de la conciencia, ¿tejerá lo que se mira? ¿o lo que se mira ya está ahí y nada más lo modifica a antojo? ¿emanará el comportamiento de ésta sobre el cuerpo y el resto del universo circundante? El abordaje que hace Freud y Lacan a la lógica de lo imaginario, a la problemática de la palabra, de su representación conversiva sobre el cuerpo y capaz de aquel plus psicosomático, nos lleva a pensar que lo inconsciente baña el cuerpo de palabras y de escrituras, lo atraviesa con sus efectos, que alcanzan cualquier herramienta, forjando la diferencia entre mirar y ver, permitiendo la existencia de la voluntad, la intención o el antojo, el buscar, la interpretación, y así ficcionar lo real, el tiempo de cada sujeto. Lacan nos regala un camino teórico que termina mostrando o dando a luz una investigación antifilosófica, que busca articular este descubrimiento a la ontología pensada por la filosofía, dejando el claro en el bosque donde el psicoanálisis podrá residir. Caminando con Freud y saldando algunas de sus deudas teóricas, engrosando el modelo y cambiando algunos lugares, creando y sosteniendo la complejidad y por supuesto generando espacios genuinos. Lacan nos abandonó hace treinta años con un bagaje teórico asombroso de profundidad agotante, por la responsabilidad que implica la ética de lo real respecto al paciente y al psicoanálisis mismo . Las escuelas elaboran la teoría ajustándose a los ideales del psicoanálisis, o en caso común ajustándose a terapias de angustia; nunca forman —eso se hace en diván—, pero mantienen vivo el tatami donde, sin descuidar lo sublativo, la teoría debe ser destruida; abriendo los ojos a las sorpresas impensables, impredecibles, respetando la pérdida en la transformación en lo analógico ya que cada vez que se pronuncia a Freud algo se pierde. Uno debe ser cuidadoso con sus inventos, para así transmitir lo que se puede, capaz hacer algún aporte a los grandes teóricos, pero eso
si: dejando en claro cual es el discurso que no pertenece al común denominador, a la repetición de la angustia, para que los que duelen, para los que buscan dar fin a aquello que los suplanta y martiriza, obtengan palabra. Estas lógicas tienen que ver con la escucha de un analizante y de un analizado, de un novato en el diván, o un finalizante; la oreja lee, y si lee, lee porque puede escuchar —sin interpretar— como director de orquesta entre tanta cadena significante evocada por un discurso, puede des-cifrar lo escrito en ese cuerpo, en ese campo, permitiendo la escucha de aquel deseante, y en esa selva de luces audibles puede dejar flotando ideas conceptuales, po-éticas para que el analizante busque, y en ese plus recuerde, fabrique, para bien-morir en un regocijo de existencia deseada. El diván entrena la oreja, la lectura, el deseo, el lecho de muerte; permite que uno sea capaz de cargar lo que a uno le corresponde. Así un psicoanalista no se enferma de los nervios del otro.
…y entonces tropieza choca con el sueño. Se percata de que el cerebro es una maquina de soñar… (J.Lacan clase del 12 de enero de 1955)…
Javier Eduardo Guachalla Velasco
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