notA de lA AutorA Si has llegado hasta aquí probablemente sepas ya qué es esto de Peripecias estelares. Por si no lo sabes, sin embargo, te lo explicaré en un momentito para que puedas seguir leyendo sabiendo a qué te enfrentas o, por qué no, para que dejes de perder el tiempo si no es lo que andabas buscando. Peripecias estelares no es una novela. Ni siquiera una corta. Tampoco es un relato. No es sino una historia por entregas que fui tejiendo en mi blog semana a semana, siguiendo a pies juntillas las instrucciones de los lectores, que eligieron mediante una encuesta al final de cada capitulo cómo querían que continuara la cosa. Ahora, que ya estás avisado, dejo a tu elección el seguir leyendo o no. ¿Qué dices? ¿Nos vemos en el primer capítulo? Lee Peripecias estelares y muchas más cosas en Las últimas palabras, mi blog.
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01. MetAno 54, MirindA y héroes potenciAles En el año 2099 la Tierra no es ni sombra de lo que era sólo cien años atrás, lo cual ya es mucho decir porque para aquel entonces estaba ya bastante desmejorada. El punto de no retorno fue el accidente del 2096 que provocó una fuga masiva de gas metano54 en todas las centrales energéticas del planeta. Las vacas y sus gases constituían la única fuente de energía desde el agotamiento de los combustibles fósiles, así que había granjas y centrales por doquier. Los nuevos piensos ultratransgénicos utilizados para alimentar al ganado vacuno tuvieron como resultado un nuevo gas, desconocido hasta entonces, derivado del metano de toda la vida, con una potencialidad energética 54 veces superior al metano tradicional pero altamente tóxico. Los resultados de la fuga fueron fatales. La dosis, dada la abundancia de puntos de producción energética, fue letal para todos los seres del planeta. ¿Para todos? No. Para todos no. Los aquejados de neumonitis dioxidocarbonostálgica, una rara enfermedad surgida a raíz de la falta de dióxido de carbono en la atmósfera que causaba alergia al aire libre de partículas contaminantes de este tipo, estaban condenados a tomar Aeronolín, un medicamento que, pudiendo curar la enfermedad añadiendo únicamente un chorrito de Mirinda a su fórmula magistral, se limitaba a asegurar la supervivencia del paciente. La falta de ética de la industria farmacéutica, conocedora de la cura de la enfermedad, condenó a los enfermos a una dependencia absoluta de su producto y a llenarles los bolsillos hasta el día de su muerte. Ese día no llegó, sin embargo, antes del fin del mundo conocido para la especie humana y resto de especies coetáneas, puesto que el Aeronolín contaba, por puro accidente, con un componente que inmunizaba al paciente contra los efectos tóxicos de cualquier tipo de gas terrestre. Los farmacéuticos no lo contaron pero sus pacientes sí. A ellos, el metano54, plin. ¿Plin? No. Plin tampoco. El aire, por contaminado que estuviera, seguía sin contener el dióxido de carbono que les permitía seguir con vida. Los supervivientes se agruparon en pequeñas colonias y se organizaron para asegurarse el suministro de Aeronolín necesario para su supervivencia saqueando los almacenes de productos farmacéuticos. Eran plenamente conscientes, sin embargo, de que aquella solución no era más que un parche, puesto que las reservas del medicamento eran limitadas y, además, sabían que una buena parte de ellas había caído en manos de los trátor, una especie alienígena altamente agresiva que, para desgracia de nuestro reducto de supervivientes, había ganado la porra interplanetaria que se había organizado entre los habitantes del espacio exterior, consistente en aproximarse lo máximo posible al año en que el ser humano se cargaría el único planeta del que hasta entonces disponía para vivir. Los trátor acertaron de pleno. Su victoria les daba derecho a explotar el planeta como mejor les conviniera. Desde entonces la Tierra no es sino el vertedero del universo entero, gestionado por sus nuevos propietarios, que explotan a los últimos humanos haciéndolos trabajar a cambio de dosis de Aeronolín. Para cambiar esta situación un grupo de insurrectos ha decidido ir en busca de la fórmula ancestral de la Mirinda que, según la leyenda, se encuentra en algún punto del universo, a saber cuál, a buen recaudo y vigilado permanentemente por su especie opresora.
Pretenden con ello sumarla a la composición química del Aeronolín y conseguir, por fin, una cura a su enfermedad. Ahora sólo tienen un problema: todos quieren salir en misión espacial.
02. LindmAyer y lAs lenguAs muertAs en RkuAj Ulrika Lindmayer intentaba hacerse oír entre los presentes en la primera reunión de rebeldes de la que se tenía constancia en la recientemente renombrada ciudad de Rkuaj desde la invasión. Tres años llevaban ya los trátor entre los terrestres y, en todo aquel tiempo, los terrícolas apenas habían tenido tiempo de acostumbrarse a la nueva situación, puesto que los nuevos señores del planeta se habían dedicado a trasladarlos continuamente de un lugar a otro con la esperanza de evitar así alianzas entre amigos o conocidos. Esta tendencia, sin embargo, se había ido relajando y los traslados estaban cada vez más alejados en el tiempo. Hacía ya seis meses del último y los esclavos empezaban a organizárseles; o espabilaban, o los trátor iban a toparse con algún que otro amotinamiento más pronto que tarde. Los humanos, entre los cuales no tardaba en aparecer alguien dispuesto a mandar, tenían, sin embargo, una dificultad pasmosa para mantener dos cosas: la calma y el silencio, lo cual eternizaba cansinamente cualquier intento de rebelión organizada. Ulrika, que se había autoerigido como líder del asentamiento de Rkuaj, no contaba con muchas simpatías entre sus compañeros, que pasaban olímpicamente de su liderazgo, no le hacían ni puñetero caso y discutían en corrillos la mejor manera de derrotar a sus enemigos. Demasiado para su orgullo. —Schweigen! El silencio se hizo automáticamente entre los asistentes, que abandonaron sus conversaciones para lanzarle una lluvia de miradas reprobatorias: si algo no se toleraba desde mucho antes de la llegada de los trátor era la comunicación en cualquiera de las recientes lenguas muertas. La Registaro, único organismo de gobierno del planeta, decidió no dar un trato de favor a ninguna de las naciones que hasta el final de la Tercera Guerra Mundial formaban el planeta e instauró el esperanto como idioma oficial, castigando severamente el uso de cualquiera de las lenguas declaradas oficialmente extintas. Todas. Las nuevas generaciones crecieron con el nuevo idioma oficial, cosa que, no hay mal que por bien no venga, facilitó mucho las cosas a la humanidad después de la invasión y sus constantes traslados de punta a punta del mundo, pero a sus más vetustos congéneres les costaba no pasarse de vez en cuando a su lengua materna, sobre todo a la hora de cagarse en algo. Y, si algo tenía Frau Lindmayer, además de mala leche, eran muchos años a sus espaldas. —Silencio —corrigió en su mejor esperanto, no falto de acento alemán, intimidada por la multitud—. Lo echaremos a suertes. Que cada uno escriba su nombre en un papel y pase a dejarlo en este bidón. Aquella parecía la única solución posible. Todos estaban deseosos de abandonar el apestoso lugar en que se había convertido la Tierra y poco les importaba que ello supusiera jugarse el pellejo en el espacio exterior en busca de la fórmula de la dichosa Mirinda; quedarse allí tampoco suponía una garantía de supervivencia mucho mayor. Uno por uno pasaron a depositar sus esperanzas en forma de papelito autografiado en un bidón de metal. Una vez hubieron pasado todos, la expectación fue máxima. Ulrika se remangó ceremoniosamente la chaqueta e introdujo la mano en el bidón. Removió los papelitos y extrajo dos. Carraspeó y abrió el primero.
—Giuseppe Dallacosta. Un grito de júbilo surgió de alguna parte entre los presentes, aunque nadie supo determinar en un primer momento de dónde. Ulrika barrió con la mirada la estación de metro que sus opresores habían elegido como dormitorio para sus esclavos. Ni siquiera desde su privilegiada situación sobre un banco del andén pudo ubicar el origen del jolgorio del tal Giuseppe, hasta que, por fin, de entre dos torres vikingas surgió un bracito, por lo corto, regordete y peludo, que se agitaba con insistencia. —¡Yo, yo! ¡Aquí! ¡Yo! ¡Aquí! Fue abriéndose paso entre la multitud, que lo miraba sin molestarse en disimular su odio, en parte por los empujones del afortunado liliputiense y también, para qué negarlo, por pura envidia cochina. Ulrika no esperó a que el primer afortunado llegara hasta ella y leyó en voz alta el segundo nombre. —Afrodita Delaki. Esta vez no hizo falta barrer nada; una joven de la primera fila dio un paso al frente y esperó con una sonrisa en los labios y cara de profunda satisfacción a que la ceremonia, llamémosle así, siguiera su curso. Los ánimos decayeron bruscamente entre el resto de candidatos a la aventura galáctica, claro, y las miradas poco amables dirigidas a Giuseppe empezaron a convertirse en empujones y alguna que otra colleja. Por fin logró éste atravesar la primera fila y, al ver a la que iba a ser su compañera de andanzas, no pudo sino arrancarse de nuevo por exclamaciones y aspavientos de puro contento que estaba. Finalmente corrió a abrazarla justo bajo el cartel que, en letras blancas sobre fondo rojo, rezaba el nombre de la estación: Urquinaona. Aunque eso a ninguno de los presentes le dijera absolutamente nada.
03. El AtAque de lAs perAs rosAs... ¡Frup! Afrodita no tardó más de dos segundos en reaccionar, justo lo que le llevó procesar el ataque sorpresa de Giuseppe, que seguía ahí, inmovilizándola parcialmente, agarrado a su tronco como un koala. Ni de separar los brazos del cuerpo había tenido tiempo la pobre, tan rápida fue la cosa. Durante esos dos primeros segundos de perplejidad miró hacia abajo, a la altura de sus hombros, que era donde la coronilla de su dulce atacante más brillaba entre los escasos supervivientes pilosos que surcaban su superficie a aquellas alturas. En el segundo número tres se deshizo de él como quien aparta una mosca: —¡Quita! Lo dijo tan resuelta que su larga melena morena se agitó cual crin de caballo salvaje galopando al viento. Eso es por lo menos lo que debió de pensar Giuseppe, que, lejos de replicarle, se quedó inmóvil, mirándola embobado desde su metro sesenta escaso. Ella tampoco apartó sus ojos de él, puede que en previsión de un nuevo abrazo. El fin al cruce de miradas lo puso un estruendo con bastante mala pinta proveniente del pasillo que arrancaba de la otra punta del andén. Si el ruido ya no auguraba nada bueno, el ver como los compañeros más cercanos al pasillo echaban a correr hacia ellos en plena estampida solo podía confirmar sus temores; los trátor. Hacía ya mucho de la última incursión sorpresa en los aposentos de los humanos, y nunca era para nada bueno. La confusión se extendió por toda la estación. Sus compañeros corrían despavoridos perseguidos por alienígenas encolerizados. ¿Por qué? Nadie lo sabía; simplemente aparecían, se cargaban a unos cuantos y, cuando se aburrían, volvían a la superficie. A decir verdad recordaban bastante al ser humano. A las peores partes del ser humano. Tenían una mala leche hiperbólica, un egoísmo desmesurado y una falta de empatía y de consideración con el resto de los seres del universo que dejaba a Vlad el Empalador a la altura del betún. En lo físico salían claramente perdiendo: pese a tener un cuerpo bastante parecido al de los terrícolas, más grande, eso sí, tenían una cabeza muy fea, en forma de pera chata. El estar la pera al derecho, y no del revés como el cine siempre se empeñó en pintar a los marcianos, les daba un aspecto muy ridículo, aunque nadie tuviera ningunas ganas de reír al verlos. Andaban en pelotas por el mundo, eso sí, así que en algo más tenían que diferenciarse de los humanos cuando no se apreciaba agujero ni protuberancia alguna en ninguna parte de su cuerpo más allá de la boca. ¡Ah! Y eran rosas. Rosa chicle. De un rosa chicle alterado únicamente por un azul turquesa que les iba cubriendo la cabeza desde su base cuando se enfadaban, que era casi siempre, hasta teñirles la pera entera. Afrodita no reaccionó esta vez al peligro que suponía tener a sus amos correteando por allí en busca de diversión y permaneció inmóvil hasta que un bracito gordito y peludo se alargó cuanto pudo desde debajo del andén y la atrajo hacia sí. Giuseppe, claro. Le tapó la boca con la mano y le hizo señas de guardar silencio. Estuvieron allí escondidos hasta que la calma volvió a la estación. Esta vez se habían llevado a todos sus compañeros a la superficie. No sabían cuántas muertes habría que lamentar. Salieron de su escondite y encontraron la puerta de salida abierta. Comenzaron a caminar por el pasillo de la derecha hasta que, de repente, un extraño ruido les llamó la atención. Era algo así como «fru-frup».
Giuseppe se detuvo. El ruido volvió a sonar, «fru-frup». —¿Qué te pasa? —preguntó Afrodita sin demasiada paciencia. —Espera —dijo Giuseppe, y giró su cuerpecito en dirección al origen del ruido. —¡Que no tenemos tiempo! Ni puñetero caso. El sonido lo llamaba claramente como si dijera «Giuseppe… frufrup, ven aquí, Giuseppe… frup». Afrodita estaba de los nervios; no tendrían otra oportunidad tan clara para despistar a los trátor y largarse de allí pero, ¿qué podía hacer?
04. PrimAtes, melenAs y ArrumAcos El pequeño señor peludito siguió caminando hacia el origen del misterioso sonido, «frufrup», un pasito tras otro, desoyendo los insultos de la pobre Afrodita, atacada de los nervios al ver que iban a perder la única oportunidad que iban a tener para largarse de allí por culpa del tarugo con el que le había tocado salir en misión de salvamento de lo poco que quedaba de la humanidad. Sólo tenía dos opciones: ir a buscarlo de los pocos pelos que aún conservaba o dejarlo allí tirado y largarse sola. Tentada estuvo de hacer esto último pero, pobre Afrodita, por borde que fuera a veces y por dura que intentara aparentar ser, en el fondo era, muy a su pesar, una blanda de mierda. Puesto que el tarugo en cuestión parecía estar hipnotizado sin que nada en este mundo fuera capaz de distraerlo de su objetivo inmediato, caminar hacia el dichoso ruidito, cosa que sentía la imperiosa necesidad de hacer por poca lógica que tuviera, a la pobre muchacha no le quedó otra que lanzarse hacia él, agarrarlo por el brazo y, oh, sorpresa, echar a andar junto a él hacia el origen del dichoso «fru-frup». La cosa parecía venir de detrás de una puerta metálica de un color parduzco que, seguro, nada tenía que ver con el de origen. El bracito peludo de Giuseppe se alargó tímidamente hasta alcanzar el picaporte. Un giro de muñeca, un tironcito y, entre la penumbra, pudieron ver que el misterioso sonido procedía de un rincón del cuartucho que había tras la puerta. Estaba claro que allí no había máquina ni cosa parecida capaz de producir semejante ruido; cualquiera en su sano juicio habría echado a correr, puesto que encontrar un ser vivo en la Tierra era garantía de estar ante un auténtico mal bicho pero la extraña pareja no sólo no salió por piernas de allí sino que, sin haber acostumbrado siquiera sus ojos a la oscuridad de la habitación, se aventuraron a tocar a la fuente de los sonidos en un intento de saber de qué se trataba. El bicho en cuestión se movió y apareció ante ellos, justo en la franja de luz que se colaba por la abertura de la puerta. Un metro y medio aproximado de alto por otro metro de ancho, todo ello recubierto de un sedoso pelaje color azafrán. Ni muy largo ni muy corto; la medida justa para no haberme podido hacer coletas, de haber tenido manos, claro está. He dicho haberme, sí, porque el causante del «fru-frup» famoso no era otro sino yo, el mismo que os ha contado esta historia hasta este momento y el mismo que ha atraído a los dos membrillos humanos hasta mí. Puede que mi aspecto rechoncho y melenudo y mi trompa no menos peluda cayendo desde el metro veinte de mi cuerpo provoque en el prójimo ganas de abrazarme pero, creedme, soy un mal bicho. —¡Oh! —exclamó Afrodita—¡Qué mono! Admito que mono, por su referencia a los primates, seres inferiores hasta en su versión supuestamente más avanzada, no me pareció un adjetivo muy apropiado para iniciar una relación, más aún sin conocerme de nada, así que si no le arranqué el brazo de un mordisco fue únicamente porque pese a lo rudimentario de su condición de primate, algo en aquella mano suave que me acariciaba el pelito me obligó a contemplarla cual idiota mientras movía mi trompita de lado a lado. —Y qué pelo más suave —añadió el enano rechoncho mientras pasaba sus manazas
sobre mi pelazo. ¡Ah! Esto ya no. Que una macizorra como ésta me acaricie pase, por muy primate que sea, pero que este engendro simiesco me toque y se atreva a emitir juicios sobre mi cuero cabelludo sí que no, por muy favorables que estos sean. Sin que yo pueda evitarlo mi trompa se abre hasta adoptar la forma de campana tan característica de los de mi especie al mosquearse y, tras ponerse a la altura de sus ojos, muestra amenazante toditos y cada uno de los dientes que recubren sus paredes, que no son pocos. En la expresión de su cara veo claramente que me he pasado tres pueblos, así que vuelto a mi formato de bichito entrañable y le hago un arrumaco frotando mi trompa contra su brazo en plan mimoso. Casi vomito pero necesito a estos dos pardillos para conseguir lo que quiero, así que más me vale tenerlos voluntariamente de mi parte todo el tiempo posible.
05. $ustos, plAnes de fugA y oAsis de trAnquilidAd Lamentablemente, el gesto cariñoso con el primate feo, pese a llevarme al límite de la náusea parece no ser lo bastante convincente como para que a éste se le pase el susto y se relaje. Lejos de eso retrocede sin mirar y tropieza con un perno de tamaño considerable que debía de haber arrumbado en el cuartucho en el que estamos desde mucho antes de que los humanos se cuasiextinguieran. ¡Un perno! ¡Y herrumbroso! Allá voy; Giuseppe malinterpreta mis intenciones y se lanza a los brazos de Afrodita, que, demasiado asustada para rechazar el contacto con otro ser de su misma especie, lo acoge casi maternalmente. Los miro extrañado desde el mi único ojo, solitario sobre mi trompa; ¿de qué tienen tanto miedo? Reoriento mi atención hacia lo realmente importante; «fru-frup». Para adentro. Dios, ¡qué bueno estaba! Aún abrazados me siguen mirando, ya más asombrados que asustados. —Se lo ha comido —para ser una especie inferior no tienen excesivamente alterada la percepción de la realidad; sí, me lo he comido. —Sin masticar ni nada —dice Giuseppe—. Así, sin más. Aspirar y listo. ¿Para qué quiere entonces tantos dientes? Es cierto. No mastico. Tampoco me hace falta; mi estómago es una máquina de destrucción. Poco importa lo que eches en él; desaparece. Los dientes, sin embargo, para responder a la inocente pregunta de Giuseppe, sí que son necesarios, ya que no siempre lo que pretendo echarme al buche se deja; a veces hay que matarlo primero. En fin. Dejémonos de tonterías, que el tiempo apremia. Tengo tantas ganas de largarme de aquí como estos dos. Y ellos, aunque aún no lo sepan, van a colaborar voluntariamente conmigo. Me concentro en la mente de Afrodita, que parece ser la lista, y hago aparecer en ella el recuerdo de los trátor, que no deben de andar muy lejos. —Vámonos —concluye, por fin. Arrancamos a andar en la dirección que llevaban antes de encontrarme y, de repente, el calvo se detiene y me mira. —Nos sigue —dice. —No nos sigue —responde ella—. Viene con nosotros. Mi plan marcha a la perfección; ya me han incluido en sus planes y me llevarán adónde yo quiera. Giuseppe se encoge de hombros y reanuda la marcha. —¿Viene con nosotros? Pues tendremos que ponerle un nombre. Ya me lo temía porque con humanos ya se sabe; son simples y necesitan tener un nombre para cada cosa, pero, en fin, qué remedio me queda. Hace muchos años que mi especie pudo prescindir de la comunicación oral. Muchas, muchas generaciones atrás, pasamos a la telepática, mucho más sofisticada y, sobre todo, más tranquila. Nuestro planeta era una balsa de aceite, un remanso de paz, un oasis de tranquilidad en medio del caos ruidoso del frenético ir y venir de otras sociedades de nuestro mismo sistema solar, no digamos ya de los vecinos. Lo era, sí. Hasta que llegaron los trátor y nos esclavizaron a todos. Poca amenaza era para ellos nuestra trompa repleta de dientes porque, oh, desgracia, somos alérgicos a ellos. No es que nos sienten mal, no; es que son altamente tóxicos para nuestro organismo. Veneno puro. Nada que hacer porque, para colmo de males, son inmunes a nuestros poderes telepáticos. Con ellos no vale lo que he hecho con estos dos pánfilos; atraerlos mentalmente antes siquiera de que ellos me vieran es una técnica básica de
preescolar que no me habría servido para nada con uno de ellos. Los odio. Somos perfectos como guardianes; para ellos no suponemos ninguna amenaza pero el resto de especies tiene que andarse con mucho ojo con nosotros; silenciosos y mortales, los ninjas del universo. Vigilamos a sus esclavos y los llevamos de aquí para allá. Pero esto se va a acabar. El simple de Giuseppe sigue con lo suyo, buscándome un nombre apropiado. Afrodita, por lo menos, parece estar por la labor y, lejos de escuchar las tonterías de su compañero, camina sigilosamente y se asoma discretamente a todas las posibles vías de escape en busca de algún enemigo que dé al traste con sus planes de salvación de la humanidad. Por fin hace un gesto a su comparsa. Que se calle. Menos mal, pensaba que no lo haría nunca. Asoma cautelosamente la cabeza por encima del último escalón de las escaleras que llevan a la calle y, con su melena morena mecida al viento cual ser celestial, señala hacia la plaza. Una nave de aprovisionamiento descansa en medio de ella. Está abierta. Hay trátors a la vista, cierto, pero, habrá que aprovechar la oportunidad, ¿no?
06. ventAjAs de unA digestión pesAdA Afrodita sigue señalando hacia la nave abierta de par en par en medio de la plaza mientras observa, desesperada, cómo Giuseppe va murmurando por lo bajini posibles nombres para un servidor. Antes de que ella tenga tiempo de reclamar de nuevo su atención, al calvo se le ilumina la cara y, a pleno pulmón, nos hace a todos partícipes de su genial idea: —¡Frufru! —me señala insistentemente con su rechoncho dejo índice. Afrodita no se molesta ni en hacerlo callar. No hay un solo segundo que perder, con la brillante intervención de su compañero seguro que acabamos de ser descubiertos. Percibo a un trátor a escasos metros; hay que improvisar. —Fru-frup —hago de tripas corazón y aspiro algo que parece ser metálico pero que, conforme avanza hacia mi estómago, deja de parecerlo . —¡Oye, tú! —la atronadora voz del trátor que percibía en las inmediaciones resuena sobre nuestras cabezas—¡No está permitido comer en horas de trabajo! Como si tuviéramos un horario y días libres… ya puede dar el elemento gracias a su toxicidad porque si no no se libra de pasar por mi trompa dentada ni de coña. Dedico las energías resultantes de mi justificado cabreo a freír el cerebro de mis colaboradores humanos a órdenes que no tardan en acatar. —¡Por favor, compasión! —Afrodita implora clemencia arrodillada ante mí y mirando al trátor con los ojos llenos de lágrimas. —¡Eso, compasión! —ni para acatar órdenes es bueno el primate bajito, ¡qué poca sangre! Así no va a convencer a nadie. —¡A trabajar! —la respuesta del tirano no va dirigida a ellos sino a mí. Obedezco sumisamente y conduzco a mis marionetas humanas hacia la nave, como tantas otras veces he hecho con tantos otros prisioneros. —Oye, Kjuerpf — dice uno de los guardias del otro lado de la plaza—. ¿Había algún traslado programado para hoy? Mierda; no contaba con esto. —Pregúntale a Jkort; la orden será suya, que es quien ha pedido la nave —responde el tal Kjuerp, que resulta no ser otro que el que me ha mandado trabajar. —Está comiendo. —Pues tú mismo pero yo no pienso interrumpirlo. El tal Jkort debe de tener una digestión pesada y una mala leche de las mismas proporciones porque el otro se encoge de hombros y vuelve a lo suyo; mirar al infinito. Suspiramos aliviados mientras seguimos avanzando. En nuestro camino pasamos ante un grupo de compañeros supervivientes que nos miran esperanzados; allá vamos, en misión secreta sideral, en pos de la salvación de lo que queda de la especie humana y de la liberación de la de un servidor, que está ya hasta la trompa de tanto mangoneo tratoriense, o como se diga. Por fin llegamos a la nave y, una vez dentro, Afrodita se libera de mi incursión mental. —¿Por qué he hecho eso? Pregunta al universo en general, pues recorre la estancia entera con la mirada
mientras da una vuelta completa sobre sí misma con las manos en la cabeza. Ahí no he tenido yo nada que ver; la armonización motriz no es mi fuerte. Bastante me cuesta coordinar una trompa y dos patas propias como para andar jugueteando con miembros ajenos. Me parece percibir una mirada soslayada sobre un servidor, así que disimulo mi nerviosismo como mejor puedo y me dedico a aspirar desenfrenadamente todos y cada uno de los rincones de la nave. Sólo me falta una mente rebelde a bordo. ¡Qué lista es la tipa! Por suerte, la misma inteligencia que la lleva a sospechar de un menda la lleva también a priorizar entre una huida a tiempo o una muerte segura como el tal Jkort termine de comer antes de nuestro despegue. Toma posesión del cuadro de mandos, cierra la compuerta y enciende los motores. Con los nervios se le cala y nos da un susto de muerte porque por la ventana vemos al que parece ser Jkort, corriendo hacia la nave gritando como un poseso al tiempo que agita el bocadillo que lleva en la mano. Afortunadamente la cosa queda en un susto y, tras un fogonazo, salimos disparados de allí. Ahora la cuestión es: ¿hacia dónde nos dirigimos?
07. el peso de lA vejigA Al AceptAr un trAto Vemos alejarse la plaza a toda velocidad y enseguida perdemos de vista a Jkort y el resto de los trátor y al grupo de humanos supervivientes a la última incursión tratoriense en la antigua parada de metro que les sirve de hogar desde que llegaran a la ciudad. A esta última también la vemos empequeñecer rápidamente hasta pasar a confundirse con el resto del paisaje terrestre. La única referencia que nos queda para localizarla desde el aire acaba siendo la línea que separa la tierra del mar, en la que sabemos que se encuentra. El espacio a nuestro alrededor no tarda en perder su color celeste y pronto nos sumimos en una negrura que espero no sea premonitoria. Igual que un servidor, que no veía la hora de abandonar ese dichoso planeta, Giuseppe no ha apartado la nariz de la ventana desde que despegamos, aunque por diferente motivo al mío. Aquí la única que sigue con los pies en el suelo, gracias al uso figurado del lenguaje y a la gravedad artificial de la nave, es Afrodita. Para variar. —Nunca había salido de la Tierra —dice por fin el retaco—. Desde abajo no parece tan bonita. Lo dice con tal ingenuidad que siento hasta un indicio de ternura. Lo corrijo rápidamente pensando que se trata de la misma persona que me ha bautizado como Frufru y no sólo desaparece todo rastro de debilidad sentimental en mi interior sino que me siento tentado de arrancarle alguna parte de su cuerpo rechoncho de un mordisco. —¿Adónde vamos? —pregunta por fin. Está claro quién no lidera la operación; a la pobre Afrodita le ha tocado el gordo con este ejemplar como compañero. —A repostar —responde sin apartar la vista del cuadro de mandos—. Estamos en las últimas. Si las naves tratorienses tienen algún fuerte -por lo cual no son especialmente famosas-, desde luego la optimización de recursos no es uno de ellos; chupan una barbaridad. Por suerte la estación de servicio más cercana está aquí mismo y no creo que tengamos problemas para llegar. —¿Y dónde vamos a hacerlo? —vuelve a preguntar. —En Marte —responde—. Es la estación más cercana y los trátor no son bien recibidos allí; esperemos que eso nos salve de la detención porque a estas horas el universo entero debe de saber que les hemos birlado una nave y que campamos a nuestras anchas por ahí. Quizás lo mejor sea deshacernos de ella y conseguir otra más discreta. El calvo vuelve a sumirse en la contemplación del universo a través de la ventana. Afrodita sigue sumida en su tarea de dirigir la nave en modo manual y yo aprovecho para relajarme hasta llegar a nuestro destino, así que cierro el ojo y me dispongo a echar una cabezadita. —¿Falta mucho?
No sé cuánto tiempo ha pasado. Lo único que sé es que estaba en lo mejor de un sueño más que agradable y este lerdo me ha devuelto sin anestesia ni nada al mundo real. Y la visión de semejante individuo agarrándose la entrepierna con sus piernecitas flexionadas no ayuda a ponerme de mejor humor. Afrodita no parece disfrutar mucho más que un servidor de la experiencia y se limita a resoplar y mirarlo de medio lado. Los cinco minutos siguientes transcurren en silencio con el enano mirando de nuevo por la ventana, concentrado en la tarea de controlar su vejiga, y nuestra capitana en funciones apretando botones sin cesar. Tanta actividad por su parte no puede decir mas que una cosa. —Sentaos —ordena—. Vamos a aterrizar. —¡Gracias a Dios! —Giuseppe corre a sentarse junto a Afrodita. No parece haber más asientos en la nave. Me miran con cara de circunstancias; me ha tocado el aterrizaje salvaje. A mi plin, lanzo mi trompa hacia el techo y, haciendo ventosa, mi cuerpo queda en suspensión a dos palmos del suelo. Se encogen de hombros; valdrá. Aterrizamos sin contratiempos pero no veo la estación de servicio por ninguna parte, en su lugar hay un concesionario de naves usadas. El chiquitín corre a la busca de un sitio en el que poder deshacerse de sus líquidos de deshecho. Pregunta a un tipo que parece ser el encargado y se dirige tan rápido como le permiten sus piernecitas al lateral del edificio más cercano. El tipo en cuestión nos mira y se dirige hacia nosotros; su pinta no me tranquiliza. Ver que se trata de un bulala no hace sino inquietarme aún más. Camina con el típico andar de su especie, balanceándose mientras se arrastra sobre su vientre amarillo y viscoso. —Vaya, vaya —dice a modo de saludo—. ¿Qué tenemos aquí? —Buenos días —responde Afrodita, no sin ironía; ¿qué cuesta ser un poco educado? —Buenos días —sonríe con sorna—. Una nave trátor. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí? —Déjate de tonterías —a veces, la educación está de más—. Como ya sabrás, necesitamos deshacernos de ella. No tenemos dinero. ¿Qué nos das a cambio? Giuseppe vuelve del lavabo con cara de éxtasis y, al llegar, se limita a seguir la conversación con la mirada, de un interlocutor a otro. —Me va a costar mucho colocarla, ¿quién la va a querer? Nadie quiere problemas con los trátor. —¿Crees que soy idiota? —parece que Afrodita tiene muchos registros—. Por piezas te vas a sacar una pasta. El bulala ve claramente que no va a poder engañarla pero, aun así, tiene la sartén por el mango. —Os ofrezco ésa —señala una nave junto al edificio al que ha ido Giuseppe a hacer pis—. Una Limoria 348. —Una mierda, vamos. El bulala se sonríe. —Cuatro plazas y control de velocidad automático. Por lo menos cabréis todos. La amortiguación es casi nueva. —¿Tiene baño? —interviene Giuseppe. Afrodita lo vuelve a mirar de soslayo.
08. control mentAl, empujones y cArAmbolAs El bulala aprovecha que Afrodita desvía su atención hacia el enano para fijar su vista en ella. Otro que no puede evitar quedarse embobado al verla; con el retaco y conmigo ya somos tres, y todos de especies distintas. Como no aparte sus ojos de ella le arranco la cabeza de un mordisco. —¡Que si tiene baño! —el chiquitín parece haber tenido la misma reacción que un servidor, cosa que le ha salvado la vida a nuestro vendedor; un segundo más y no respondo. —Es un modelo terrestre —responde el bulala con toda la parsimonia del mundo mientras dirige su mirada a Giuseppe con la misma rapidez—. Claro que tiene baño. Sois la única especie en este sistema solar que necesita dejar constancia de su existencia en forma de bolitas de mierda. Me agito en mi sitio, incómodo. El bulala me mira. —He dicho en este sistema solar. Ya sé que es algo que se estila mucho en los mundos inferiores. ¿Será asqueroso el tipo? Como si dejar un reguero de babas allí por donde se pasa fuera algo mucho más higiénico. Mi trompa empieza a elevarse, preparándose para el ataque. Solo un gesto de Afrodita consigue impedir, otra vez, que le arranque la cabeza. A la próxima no lo salva ni ella. —Déjate de tonterías —le dice—. ¿Aceptas el trato o no? La expresión de nuestro interlocutor cambia de repente y nos muestra su mejor sonrisa. —Claro, claro —dice, acompañando con una ligera reverencia cada una de sus palabras—. Por supuesto, por supuesto. Y no solo eso: a cambio de vuestra nave os obsequiaré, ya que solo tengo disponible esta Limoria 348, nave birriosa donde las haya, con dos recargas de combustible, además de la puesta, y pases de acceso a todos los planetas de este nuestro cochambroso sistema solar, además de vales de descuento en todas las estaciones de servicio Bulpower. Mis compañeros de aventura no salen de su asombro. A mí se me escapa una sonrisa bajo mi trompa; quien ríe último ya se sabe y los bulala no son precisamente unos genios a la hora de bloquear un ataque mental de los míos. Afrodita vuelve a mirarme de reojo igual que lo hiciera cuando utilicé mis poderes con ella. Vuelvo a aspirar el suelo y me como una piedra para calmar mi ansiedad. —¡Y una bolsa de ganchitos! —Giuseppe no puede reprimirse al ver que el bulala está en pleno acceso de generosidad desatada. —Por supuesto, por supuesto —vuelve a decir éste—. Acabo de recibir un pedido completo. Lo cargaré en vuestra bodega, junto con un bidón de pernos herrumbrosos del almacén —esta última frase va dirigida a mí. El pobre bulala, aún bajo los efectos de mi incursión mental en su primitivo cerebro, corre de lado a lado de la estación acarreando combustible, pernos y ganchitos sin dejar de reverenciarnos cada vez que pasa a menos de diez metros de nuestra posición. Mi truquito no funcionará durante más de cinco minutos, así que, puestos a dar órdenes, lo induzco a aligerar, que no tenemos todo el día y ya estoy sufriendo los primeros temblores a causa del
esfuerzo. El reguero de babas que va dejando allí por donde pasa empieza a adquirir ya un color pistacho bastante chillón, señal de que él tampoco está precisamente en forma. Por fin carga el último bulto en nuestra nueva nave y nos despedimos justo a tiempo, ya a cinco metros del suelo. La expresión de su cara demuestra claramente que mi poder sobre él ha desaparecido y que, además, está cabreado como una mona. La próxima vez que se ría de otro. —¡Conduzco yo, conduzco yo! Giuseppe aparta de un empujón a Afrodita del panel de mandos y se pone a tocar botones a lo loco. Por muy terrestre que sea el modelo de nuestro nuevo vehículo, está claro que el calvo no tiene ni puñetera idea de conducirlo; como consecuencia salimos disparados dibujando preciosos tirabuzones en el cielo de Marte pero rebotando cada uno de nosotros contra todas las paredes de nuestra flamante Limoria. Tras tres carambolas con cada uno de ellos logro hacer ventosa con mi trompa sobre el cuadro de mandos y, aún en suspensión, enderezar el rumbo. Apenas recuperada la estabilidad del vehículo, Afrodita sale del armario escobero al que había ido a parar y avanza hasta el centro de la estancia. Piernas separadas y brazos en jarras. Esto pinta muy pero que muy mal, especialmente para el retaco de a bordo.
09. lA leyendA del náufrAgo De repente, y antes de que ninguno de los presentes pueda reaccionar, Afrodita se abalanza sobre Giuseppe cual serpiente al ataque y le propina una colleja que lo manda derechito bajo mis pies. Tres metros de vuelo sin motor desde su posición inicial. Paralizado, me mantengo pegado al techo sin poder evitar que una bolita de color azul metalizado acabe por asomar entre el pelo azafranado de mis extremidades y termine cediendo a la fuerza de la gravedad artificial de la nave para ir a parar sobre la calva del retaco que lloriquea bajo mis pies. Puesto que lleva pantalones desconozco si su cuerpecito humano ha respondido del mismo modo que el mío al pavor provocado por los últimos acontecimientos. Una distracción pone fin a su patético gimoteo y Giuseppe gatea bajo el puente de mandos. —¡Una canica! —exclama, el muy idiota—Qué color más bonito; el azul es mi color favorito. Y con mi terror materializado en forma de excremento esférico en el bolsillo, Giuseppe vuelve en sí mismo, feliz como un escarabajo pelotero empujando una pelota de mierda. —¿Adónde vamos? —pregunta, sentándose en el asiento del copiloto. Afrodita se muestra reticente a perdonarle tan rápidamente pero finalmente decide obviar la estupidez de su compañero. —A Saturno —su respuesta no es muy extensa ni su tono muy amigable pero no deja de ser mejor que el silencio. —¿A Saturno? —repite él—Y, ¿a qué vamos a Saturno? Suspiro de nuestra capitana. —Tú no habrás oído hablar del náufrago, ¿no? Giuseppe la mira con cara de besugo; está claro que no ha oído hablar de él. —¿De verdad no te suena ni siquiera un poquito? La leyenda del náufrago; la única persona que consiguió colarse en una nave para ir en busca de la fórmula de la Mirinda, igual que nosotros. —¿Y qué le pasó? —el chiquitín escuchaba a Afrodita como un niño escucha un cuento antes de dormir. —Que le pillaron —responde, sin apartar la vista del horizonte estelar—. Dicen que, cuando ya estaba de regreso a la Tierra, los trátor lo encontraron y lo dejaron morir en un satélite que girará por los siglos de los siglos en uno de los anillos de Saturno. Solo le dejaron el agua suficiente para que pudiera sobrevivir hasta que el hambre acabara con él. El calvo atiende boquiabierto a las explicaciones de la que, a estas alturas de la película, se ha convertido claramente en su jefa, por mucho que nadie se haya pronunciado al respecto. Continúa así durante más tiempo del razonable después de que ella termine la primera parte de su exposición. Por fin entorna los ojos; algo no le cuadra. —Pero, si está muerto—murmura—… ¿para qué lo queremos? Parece que, por lo menos, es capaz de hacer razonamientos sencillos. —Porque, según dicen, consiguió escribir la fórmula en alguna parte y se las arregló para lanzarla al espacio con la esperanza de que alguien pudiera encontrarla y liberar por fin a los nuestros. Así que, si la historia es cierta y los trátor no la han encontrado antes, la fórmula tiene que estar desde entonces dando vueltas a Saturno en alguno de sus anillos.
—Anda, ¡qué bien! Y ¿cómo vamos a encontrarla? Afrodita aparta por fin la mirada del infinito sideral para posarla sobre Giuseppe. —Ni puñetera idea —la solemnidad con la que le responde deja en un segundo plano su falta de propuestas, aunque solo sea por una vez.
10. Pip, pip, pip, piiiiiiiiiiiiiiiiip —Podemos dar vueltas sobre los anillos. A lo mejor lo encontramos —la ingenuidad de Giuseppe provoca en mí sentimientos encontrados; por una parte ternura, ya que un ser tan tonto no deja de ser una criatura indefensa en un universo tan cruel y despiadado, por otra parte no puedo evitar sentir deseos de soltarle un trompazo. —No digas tonterías —responde Afrodita—. Tardaríamos una eternidad. —Pero si la nave va muy deprisa… —Pero tendríamos que pararnos a mirar todos y cada uno de los cuerpos que giran en los anillos —replica de nuevo, ya al límite de su paciencia—. Moriríamos antes de haberlos examinado todos. —Es verdad. Tras decir esto último, el retaco se deja caer en el asiento del copiloto y comienza a jugar con su canica azul, pasándola de una mano a otra. Pasan unos cinco minutos sin que nadie diga nada y, pensando en mis cosas, me doy cuenta de que sigo adherido al techo de la nave; la situación se ha estabilizado hace rato y no puedo evitar sentirme un poco ridículo; me dejo caer. Me dedican una breve mirada y siguen a lo suyo, uno con su canica y la otra con la mirada perdida en el infinito a la espera de alguna idea brillante. —Si tuviéramos un detector de mensajes que nos llevara justo hasta éste —dice, en su línea de comentarios vacíos de toda lógica— … Detector, llévanos hasta el mensaje del náufrago —ordena a su detector imaginario, simulando tener una varita mágica o algo por el estilo— ¡Fiuuuuu! No sé qué lucecita se enciende en la cabeza de Afrodita pero, acto seguido, mira al calvo visiblemente emocionada. —¡Claro! —exclama—¡El radar! Giuseppe sonríe como un crío, a la expectativa de la conclusión de Afrodita. —¿Puede detectar los mensajes? —Claro que no —debe de estar acostumbrándose a las tonterías del retaco porque ya apenas se sulfura con sus comentarios—, pero sí puedo hacer que rastree objetos manufacturados, tienen una composición estructural muy distinta a la de cualquier cuerpo galáctico. Trastea en el panel de mandos introduciendo a saber qué tipo de instrucciones. Cuando termina se sienta y apoya los codos sobre el cuadro mirando fijamente al frente. Algo empieza a pitar a los pocos minutos y Afrodita varía el rumbo de la nave en dirección al cuerpo detectado. En apenas un minuto pasa junto a nosotros una bolsa de plástico. —¡Ajá! —exclama por fin, dando un pequeño saltito y doblando los brazos bruscamente—¡Funciona! Esto último lo dice mirándonos, triunfante. —Agarraos, que nos vamos. Salto para volver a pegarme al techo y, apenas queda mi cuerpo colgando, salimos disparados en dirección a Saturno. Será muy lista pero conduce como una loca; en tres cuartos de hora llegamos a Saturno, no diré más. Frenamos de golpe y, aun así, tenemos que volver sobre nuestros pasos porque estamos ya a medio camino de Urano. Ya más
moderados en nuestra velocidad, nos detenemos lo suficientemente alejados como para poder observar los dichosos anillos en su totalidad. Nuestra capitana active el radar y no tarda demasiado en empezar a pitar de nuevo. Gritos de júbilo y excitación; ¿habríamos encontrado ya el mensaje? Pues no. Al acercarnos a la posición del objeto detectado podemos ver que no se trataba sino de una lata de refresco. Chasco supino. El radar siguió pita que pita y nos topamos con una muñeca sucia, tuerta y despeluchada -espeluznante-, un zapato viejo y un carrito de súper -nunca se puede saber de dónde te va a salir un o de estos-. Seguimos avanzando y comprobamos que los anillos de Saturno Deben de ser, después de la Tierra, el segundo basurero espacial de nuestro sistema solar, puesto que están compuestos, básicamente, por porquería de todo tipo que ha ido quedando atrapada por la gravedad del planeta o por cualquier sustancia pegajosa que anduviera orbitando por ahí. A saber. —¡Mira! —el chiquitín llevaba ya demasido tiempo sin hablar—¡Una botella! Efectivamente, hay una botella, cosa que no me extraña lo más mínimo; no se me ocurre nada que no pueda encontrarse flotando en este mar de cochambre. Afrodita niega con la cabeza pero, instintivamente, mira hacia donde señala Giuseppe. Es una botella de cristal, sí, con su corcho y todo. La típica botella que viene de serie con toda isla desierta que se precie. De hecho, por tener tiene hasta un mensaje dentro. Nuestros cinco ojos se abren como naranjas.
11. lA importAnciA de llegAr el primero —¡La fórmula! —Giuseppe salta de alegría—¡hemos encontrado la fórmula! Pues sí; eso parece, al menos. Pero, ¿seré yo el único en percatarse del nuevo problema con que nos encontramos? Quizás no, puesto que Afrodita borra en pocos segundos esa sonrisa triunfal de su cara y la cambia por un ceño ligeramente fruncido; mi mismo pensamiento, sospecho, ronda por su cabeza, y no porque yo lo haya metido allí, que uno no tiene siempre la culpa de todo. —Y —a lo mejor el canijo es capaz de sorprenderme, después de todo, y decir algo inteligente; una duda parece haber asaltado también su simple cabecita—, ¿cómo vamos a cogerla? Mira por dónde, resulta que el calvo es capaz de sorprenderme gratamente; nunca sabe uno por dónde le van a salir los humanos. Ni siquiera nuestra capitana tiene una solución a la pregunta de Giuseppe. Vago por su mente, sin intervenir, y todo lo que alcanza a considerar es abrir la escotilla de la bodega y dar marcha atrás, intentando pescar la botella. Dos cosas la hacen descartar la idea; la primera, que marcha atrás no íbamos a ver un pimiento y lo más fácil era que se nos llenara la bodega de basura espacial y no consiguiéramos pescar la botella y, la segunda, que, pese a recoger porquería de todo tipo, si abríamos la bodega corríamos el riesgo de perder las provisiones que habíamos conseguido en Marte. Es un plan demasiado arriesgado. ¿Qué hacer? —Me meo. El retaco se levanta de su asiento con un saltito y se dirige al baño. Enseguida oímos con claridad que no estaba mintiendo; por supuesto deja la puerta abierta. Con el vaivén de la nave en punto muerto, la puerta se abre completamente, golpeando contra la pared. Afrodita mira de reojo, disgustada, y, de repente, da un respingo y la misma sonrisa triunfal de unos minutos antes vuelve a dibujarse en su cara. —¡Un traje! —exclama con la misma alegría con la que Giuseppe anunciaba el hallazgo de la fórmula— ¡un traje! Efectivamente, de la percha del interior de la puerta cuelga un traje espacial. Parece que la suerte nos sonríe. Dejamos de oír el chorrito. —¡Un traje! —repite el retaco— ¡un traje! Giuseppe se hace con su involuntario hallazgo y, nada más cogerlo, vemos que algo no acaba de ir bien del todo; el traje le arrastra, y eso que sostiene la percha en alto pero, aun así, la parte más baja de la pierna se arruga al llegar al suelo. Afrodita llega un segundo más tarde; quizás sea de su talla. Lo coge y sube la percha hasta la altura de su cuello; la parte inferior del traje queda suspendida en el aire, a media espinilla suya. Se miran. Me miran; imposible colocarme a mí la misión porque soy aún más bajo y rechoncho que el calvo, por no mencionar que no tengo brazos y que tendría que meter la trompa en una de las mangas. Ni hablar. —Tendrás que ir tú —dice Afrodita, devolviendo el traje al retaco. —Pero me va grande —se queja; en el fondo seguro que esperaba que fuera ella la que se aventurara al espacio exterior en misión espacial de rescate de la botella. —Pero yo no quepo, así que no hay más remedio.
Giuseppe se resigna a su destino aventurero y se pone el traje. Una vez cerrado lo único que vemos de su pobre ocupante es su cabezón calvo; el traje cae sobre su cuerpecito como una sábana. Sabemos que hay alguien dentro porque asoma la cabeza, nada más. Afrodita lo mira con una expresión mezcla de lástima y temor, según me parece; el futuro de la misión, y, por ende, el de la humanidad entera, está en manos de aquel individuo. Comenzamos a buscar la escafandra, sin la cual, por mucho traje que tengamos, no hay misión que valga, y la encontramos enseguida en el armario escobero. Enchufamos a Giuseppe y su traje al cordón umbilical que impedirá que se asfixie o que entre a formar parte del cúmulo de objetos disparatados que orbitan alrededor de Saturno. El conducto nos servirá también para decirle lo que tiene que hacer, lo cual reduce enormemente los riesgos de fracaso, siempre que nos haga caso, claro. En el momento de ponerle la escafandra dejamos de ver, por fin, la cara de cordero degollado con la que ha aceptado su misión espacial y con la que ha acompañado todo el proceso de acicalamiento galáctico. Lo metemos en la cámara que separa nuestra sala de la puerta exterior y, dos minutos más tarde, lo vemos aparecer frente a la ventana del puente de mandos. La botella está ahí mismo pero no es fácil moverse ahí fuera, menos aún si vas vestido con un saco que se arruga por todas partes a tu alrededor. —Ahora —dice Afrodita cuando tiene la botella al alcance de la mano—. Cógela. El pobre Giuseppe obedece pero, claro, su manita no llega al guante del traje y queda, más bien, a medio antebrazo. La botella se desplaza un poco más lejos al contacto con el traje. Lo vuelve a intentar. —Acércate más esta vez —ordena nuestra capitana—. Ahora, ¡abrázala! Esta vez sí. El cuerpecito de su ocupante debe de estar haciendo aspavientos de alegría a juzgar por la extraña forma de moverse del traje. Acto seguido, inicia el camino de regreso. —¡Lo tenemos! —exclama, nada más abrirse la puerta que separa la nave de la cámara—¡lo tenemos! La excitación y la torpeza habitual de Giuseppe, a la que se añade la causada por el traje, hace que la botella caiga al suelo, haciéndose añicos. El retaco mira a Afrodita, temeroso de una bronca, pero, en realidad, teníamos que sacar de todos modos el mensaje de la botella, ¿no? Aspiro frenéticamente el suelo de la nave y me trago todos los cristales. Los dos se encogen de hombros. Giuseppe coge el mensaje y se lo da a la jefa. —Estimados terrícolas —empieza a leer—. No me cabía la menor duda de que en algún momento ibais a intentar recuperar el mensaje del náufrago. Tarde, sin embargo. Si estáis leyendo esta nota es porque nos hemos adelantado a vosotros. La fórmula está en nuestro poder; no os canséis y volved a casa. Firmado: Jkort, Regimiento 324, escuadrón 778, Armada Trátor. Vaya. ¿El tal Jkort no es el trátor al que le birlamos la nave? El universo es un pañuelo. En cualquier caso, parece que nuestros enemigos han llegado antes que nosotros. Afrodita reacciona a la noticia con un color bermellón airado y Giuseppe con unos tristes ojos acuosos. De repente, algo se pega al otro lado de la ventana del puente de mandos.
12. lA osA, ese misterioso lugAr Nuestra atención se centra ahora en eso que ha ido a pegarse del otro lado del cristal del puente de mandos como un mosquito al parabrisas: un calcetín. Tal y como pasara con la botella, este es el que le viene a cualquiera a la mente al escuchar la palabra calcetín. Blanco, desgastado por el talón y con dos rayas bajo su boca, una roja y otra azul. Se distingue de la idea platónica de calcetín por un texto escrito sobre él en algún momento posterior a su fabricación: «Fórmula secreta: estación de servicio La Osa. Preguntar por Rogelio.» —¡La fórmula! —grita el enano—¡Esta vez sí! ¡Tenemos la fórmula! De puro contento que está, se abraza a Afrodita. Ella está también visiblemente emocionada pero ni mucho menos tanto como para devolverle el gesto. Finalmente, Giuseppe desiste. Considera por un instante la posibilidad de volcar en mí su efusividad pero con una breve mirada le quito la intención. Se contenta con acariciarme brevemente el pelito de la trompa. —La Osa —Giuseppe vuelve de repente al mundo real y mira automáticamente a Afrodita para que resuelva su duda—¿Dónde está eso? —Ni idea —confiesa ella, encogiéndose de hombros—. Probablemente no muy lejos de alguna de las osas, pero a saber de cuál. —¿Las osas? —repite el retaco—¿Qué osas? Desesperante la ignorancia de este pequeño individuo calvo; el sistema educativo terrestre debe de ser un auténtico desastre. —¿Qué osas van a ser? —se desespera nuestra capitana—La mayor y la menor. El retaco asiente para sí mismo y se da un manotazo en la calva: ¿cómo no ha caído antes? —Pero, eso está muy lejos —dice—. Por lo menos… por lo menos… —busca, sin éxito, una distancia en su vacía cabecita. —Muy lejos, Giuseppe, sí —interrumpe ella en un tono entre conciliador y maternal —. Anda, mira en la guantera, a lo mejor tenemos suerte. El calvo dirige sus cortos pasitos a la portezuela que hay bajo el cuadro de mandos, entre el asiento del copiloto y el armario escobero, la abre y mira en el interior del compartimento, del que saca una bayeta polvorienta, una caja abierta de pañuelos de papel y, finalmente, un mapa. —¡Un mapa! —grita—¡Un mapa! Empiezo a estar un poquito harto de los grititos de felicidad del memo de mi compañero. Emito un gruñido involuntario; solo él parece haberse percatado de ello pero su reacción se limita a dar un pasito hacia su derecha, alejándose medio metro de mí. Afrodita, por el contrario, parece estar esta vez tan contenta como él. Con una sonrisa en los labios toma el mapa que el canijo le tiende y ambos se vuelcan en su lectura. Pasan páginas hasta llegar a la última y Afrodita desliza su índice sobre un listado. Su suave dedo índice, supervisado en todo momento por la mirada, angelical y fogosa a la vez, de sus preciosos ojos negros que…
—¡Aquí está! El de la inoportuna exclamación que me ha arrancado violentamente de mi éxtasis no ha sido otro que el cansino del retaco, claro está. Un día llevo con él y ya se me está haciendo pesado; muy mal pinta nuestra forzosa convivencia. La Osa resulta ser una estación de servicio orbital itinerante. En qué órbita opera es todo un misterio que ninguno de los dos desvela en voz alta, aunque, al parecer, puede ser localizada según no sé qué sistema que para mis compañeros terrícolas resulta la mar de lógico. En cinco minutos partimos rumbo a la dichosa Osa con la esperanza de que el tal Rogelio -si es que aún vive o sigue allí; el calcetín parecía ser de edad avanzada- nos haga conocedores de la fórmula de marras. Giuseppe sale de la bodega de la nave con una bolsa de ganchitos. Ofrece un puñado de estos a Afrodita y, de camino al asiento del copiloto, en el que espachurra, devorando grasa naranja, saca de su bolsillo un par de tuercas y, disimuladamente, las deja caer junto a mí. Las devoro ipso facto mientras me siento culpable por no soportarlo; al final va a resultar ser majo y todo.
13. no hAy descAnso en lA vidA del fugitivo Paso cinco minutos sumido en mis pensamientos, en si habré juzgado injustamente al retaco y en los problemas que mi dichosa impulsividad me ha ocasionado ya en el pasado. Los mismos que me han convertido en Fru, el suingo errante, esclavizado por los trátor tras uno de mis irreflexivos arrebatos. Y así me va. —¿Cuánto falta? Giuseppe ha dado ya cuenta de su bolsa de ganchitos y necesita manifestarse en la plácida calma de nuestro viaje. —Si mantenemos la velocidad actual no más de un par de horas —responde Afrodita —. Neptuno está aquí mismo. —Es que tengo sueño. Afrodita le dedica una tierna mirada, casi maternal. Pobrete, de simple que es despierta el instinto protector de la madraza que sería nuestra capitana. Perfil poli malo, eso sí, pero siempre pendiente de su prole. —Pues échate una siesta; tienes tiempo. El chiquitín se frota los ojos. —Llevamos muchas horas despiertos —dice, quejicoso. La verdad es que razón no le falta. No hemos pegado ojo desde que salimos de la Tierra y a estas horas nos hemos paseado ya por medio sistema solar, hemos hecho un cambalache con la nave que birlamos a los trátor y hemos llenado la bodega de provisiones y combustible. Ha sido un día intenso, hasta a mí se me cierra el ojito. Afrodita bosteza, contagiada por el calvo, y esconde su cara entre las manos para intentar espabilarse un poco. Una capitana, aunque sólo lo sea en funciones, debe mostrar fortaleza, pero hasta alguien de su rango tiene derecho a descansar de vez en cuando. Consulta por un momento el ordenador de a bordo y por fin decide relajarse por primera vez desde el inicio de nuestra aventura. —Está bien —dice—. En piloto automático tardaremos casi cuatro horas en llegar pero, teniendo en cuenta que Tritón tardará todavía unas cinco horas más en dar la vuelta a Neptuno hasta el punto más externo de su órbita, tenemos tiempo suficiente para recuperarnos del día de hoy y hasta de desayunar antes de atracar en la estación de servicio. Giuseppe sonríe y se dirige a la parte posterior de nave, junto a la puerta del cuarto de baño. Abre las camas que, a modo de litera, cuelgan de la pared y sube la escalerilla hasta la más alta. —¡Me pido arriba! Bendita inocencia y la felicidad que provoca. El canijo me produce ternura hasta a mí. A veces, y sólo a veces, se me antoja un ser entrañable. Tonto rematado, pero entrañable al fin y al cabo. Afrodita sonríe también, pensando, probablemente, lo mismo que yo, y, finalmente, me mira. Tenemos un pequeño problema logístico: falta una cama. La veo apurada y decido pegarme al techo, al fin y al cabo en mi casa dormimos todos así; los suingos somos los murciélagos de Alfa Centauri, dormimos colgados y la fama de nuestros colmillos nos precede. Nuestra capitana sonríe aliviada, no sé si por verme cómodo o por no
tener que compartir cama conmigo. Un poco dolido por esta última sospecha intento quedarme frito. Una hora después de apagar la luz sigo despierto, meciéndome al compás de los ronquidos que, contra todo pronóstico, provienen de la cama de abajo. Mis cavilaciones nocturnas, sumadas a los molestos problemas respiratorios de Afrodita, no me permiten pegar ojo. Afortunadamente, porque mi visión periférica me hace llegar una luz roja intermitente en el panel de mandos, acompañada por un leve pitido. ¿Qué pasa ahora?
14. peligro, AdrenAlinA y ApetenciA vorAz Me dejo caer desde el techo y voy a ver qué narices significa ese pilotito rojo intermitente y por qué no deja de pitar. Se me ponen los pelos de punta; no se trata de una alerta, sino de dos. No hay más que mirar hacia adelante para ver que nos estamos metiendo en un terreno muy peligroso; aunque la predicción no mencionaba esta posibilidad, lo que parece ser una gigantesca manada de asteroides en estampida cruza el espacio sideral ante nosotros. Y lo peor no es eso, que, al fin y al cabo, tiene fácil solución, sino que, echando un vistazo a los retrovisores, se ve claramente como una nave con muy mala pinta nos viene pisando los talones. Suerte que mis preocupaciones me han mantenido despierto; una vez pego ojo no hay quien me despierte y, de no haber oído la alarma, nuestra aventura habría acabado bien prontito, abatidos por algún asteroide viajero o por una nave enemiga. Y estos dos durmiendo a pierna suelta; lo que no sé es cómo la humanidad ha llegado hasta hoy. Corrijo el rumbo de la nave para evitar el impacto de un proyectil enemigo lanzado con muy mala idea. Quizás mi maniobra no haya sido todo lo delicada que en un piloto experimentado sería deseable pero mi objetivo, además de librarnos de una muerte segura, es despertar a la tripulación de lirones que me acompaña. Nuestra capitana se incorpora rápidamente en su cama y el calvo cae al suelo desde la litera de arriba. Ella se dirige rápidamente hasta mi posición, no sé si con la intención de apartarme del cuadro de mandos de un manotazo, y, al ver el panorama, toma el mando de la nave. Le cedo mi puesto, más intimidado por la proximidad de su cuerpo que por la posibilidad de recibir un empujón. ¿Qué me está pasando? Hace demasiado que no encuentro en mi comportamiento más que leves indicios del suingo duro y temerario que no hacía más que meterse en líos por culpa de su bravura indomable -y poco reflexiva, todo sea dicho- y, por si fuera poco, solo veinticuatro horas después de conocer a estos dos seres primitivos empiezo a percibir en mi cuerpo y en mi mente sensaciones desconocidas; ¿me estaré enamorando? Sería el primero en mi especie en hacer semejante guarrada. ¿De un humano, además? ¡Qué asco! Como se enteren los míos no me van a dejar poner una patita siquiera en nuestro planeta. Eso si no me lapidan antes, claro. —¡Es una nave trátor! —exclama nuestra angelical capitana con la bravura propia de una amazona—El asqueroso del bulala de la estación de servicio les ha dado el chivatazo. ¡Agarraos! Apenas me da tiempo a pegarme al techo y salimos disparados a una velocidad totalmente insospechada para el cacharro cósmico en el que viajamos. Tan deprisa vamos que apenas nos da tiempo a variar el rumbo y casi podemos tocar los asteroides con la mano al pasar bajo ellos. Cierro el ojo a la espera de una colisión inminente pero, cinco segundos después, vuelvo a abrirlo al no notar dolor alguno en mi organismo; es más, sigo siendo consciente de mi propio ser, ergo debo de seguir vivo. Para mi sorpresa, el estruendo que pensaba oír como última percepción sensorial de este mundo viene de detrás; el acelerón ha dejado tras de nosotros tal nube de gases que los trátor se han comido la procesión supersónica de asteroides. ¡Bien por nuestra capitana!
El retaco brinca y chilla de contento pese al porrazo que se ha llevado al caer de la litera y el que ha vuelto a recibir con la aceleración de nuestra querida Limoria, nave cañón donde las haya. Afrodita celebra también nuestra salvación, si bien de una forma más comedida, tras lo cual me dirige una mirada de difícil descripción que yo interpreto como un cóctel de gratitud, reconocimiento y hasta un pelín de cariño; una bolita azul se escapa de entre el pelito azafranado de mis extremidades y comienza a botar y rodar por el suelo. Otra vez. Mis sospechas sobre mis extrañas reacciones físicas y mentales van a resultar ciertas; la emoción me ha hecho perder la dignidad y no he podido evitarlo. —¡Otra canica! —exclama Giuseppe mientras se lanza emocionado sobre ella. Por suerte no saben aún de qué se trata y mi dignidad no se ve dañada más allá de mi propia autoestima—Y cómo brilla… Guarda su trofeo junto al primero en un bolsillo y se dirige a la bodega. Sale de allí con un sobre que mete en el descompresor de alimentos. Un minuto después suena el pitido y saca de él un pollo relleno de ciruelas y orejones. —El peligro me da hambre —dice. Como tardemos mucho en encontrar la dichosa fórmula se va a poner hecho una foca porque me da a mí que ocasiones de peligro no nos van a faltar. —¿Qué es eso? —Ni idea —responde, cortando el pollo en tres y repartiéndolo en tres platos—. Me ha parecido que tenía buena pinta, sea lo que sea, aunque la verdad es que no se parece mucho a la foto del sobre. La artificialización de la vida en la Tierra durante los últimos decenios ha acabado por hacer perder a los humanos todo contacto con lo que antes fuera su hábitat natural hasta el extremo de no saber ni qué es un pollo y pensar que no se trata más que de un sabor de laboratorio. No hablemos ya de los orejones y las ciruelas. Una pena. —Hmm —dice, con un bocado en la boca, como inicio de respuesta a la pregunta de Afrodita—. Es de pollo. «Sea lo que sea», le ha faltado repetir. Ante el asombro de mis compañeros, engullo mi parte de un solo bocado y espero pacientemente a que se acaben ellos la suya, tras lo que devoro los huesos y demás restos que sus delicadas dentaduras humanas no pueden masticar. Se dejan lo mejor, para alegría de mi aparato digestivo que, pese a todo, se queda con hambre. El calvo parece percatarse de esto último y echa un par de tuercas en mi plato, gesto que agradezco sinceramente. Sólo espero, por nuestro bien, que no las esté tomando prestadas de ninguna parte de la mecánica de la nave. El incidente nos ha desvelado a todos y, además, no nos parece buena idea acostarnos con el estómago lleno, así que decidimos pasar el rato como mejor podamos con los ojos abiertos hasta llegar a la estación de servicio La Osa y buscar al tal Rogelio. Ahora bien, sabiendo que nos están buscando, ¿cuál es la mejor manera de proceder?
15. fulAres, conjuntivitis y humAnos mutAntes —Está claro que nos están buscando —dice Afrodita tras un largo silencio, con la mirada perdida—. No podemos presentarnos tal cual en La Osa. Razón no le falta, desde luego. El tal Rogelio, si sigue vivo y en La Osa, parece ser, a priori, un amigo, pero vete tú a saber. —Y ¿qué podemos hacer? —pregunta Giuseppe—¿Disfrazarnos? ¿Disfrazarse? ¿De qué? No se me ocurre la manera de camuflar su naturaleza humana sin un buen departamento de maquillaje de efectos especiales, recurso con el que no contamos en nuestra bonita Limoria. —Podríamos ser feriantes —resuelve el retaco—. Y que Fru fuera nuestro suingo amaestrado. ¿Qué sabes hacer, Fru? ¿Sabes bailar? Mi trompa comienza a elevarse y muestra sus dientes al calvo, que corre a refugiarse tras la silla de nuestra capitana. —No digas tonterías, Giuseppe —responde ella—. Están buscando a dos humanos y un suingo a bordo de una Limoria; no colaría. Tenemos que cambiar alguno de los factores. —Pues no sé —dice él, encogiéndose de hombros—. No hay humanos legales pululando por el espacio; o están en la Tierra o son fugitivos. A Afrodita se le enciende una lucecita, a juzgar por la expresión de su cara. —Tienes razón —dice—; no podemos presentarnos como humanos pero ¿quién iba a notar la diferencia entre un humano clásico y un humanoB? El canijo vuelve a botar por toda la nave de pura alegría; agitando sus bracitos y gritando «Sí, sí; humanosB». Patético, aunque reconozco que la idea de nuestra capitana no es mala. Los humanosB son fruto de una colonización humana de un planeta similar a la Tierra, (la TierraB), situado en la zona habitable de un sistema solar muy similar al de la Tierra de toda la vida. Habiéndose cargado casi todas las formas de vida de su nuevo hogar, los humanos no encontraron más impedimentos para fundar allí sus colonias, desde las que cargarse también, poquito a poco, el resto del planeta. La composición química de la atmósfera de la TierraB, sin embargo, pese a su gran parecido con la atmósfera terrestre, resultó no ser tan inocua como ésta y los colonos acabaron por sufrir, con el tiempo, una mutación genética materializada en forma de ojo en el cogote. Muy práctico para la vida diaria pero una auténtica pesadilla a la hora de dormir. Los humanosB se pasaban la vida con conjuntivitis, orzuelos y demás dolencias oculares causadas por el exceso de carga soportada durante la noche, ya que todo el peso de sus cabecitas humanas acababa descansando sobre sus visionarios cogotes. Los humanosB, a diferencia de sus antepasados, se habían aliado con el imperio trátor en un intento de conservar su libertad, sin importarles un pimiento el mal que sus socios estuvieran haciendo sobre su especie troncal. En cuestiones de ética y valores humanos no habían cambiado ni un ápice; seguían siendo los malos bichos que eran al abandonar la Tierra. Dicha alianza les permitía moverse a lo largo y ancho del universo con total libertad e, incluso, con notables ventajas sobre las demás especies. Esta libertad, sin embargo, no solía ser aprovechada para establecer relaciones comerciales interestelares ni nada parecido, sino que rara vez abandonaban su sistema solar si no era por motivos de
placer, así que solían ser siempre vistos en cruceros siderales o, como mucho, en viajes por libre, si se trataba de algún humanoB de espíritu aventurero. —Pero tendremos que dejar a Fru en la nave —dice Afrodita, dirigiéndome una mirada de circunstancias, tras la que se me acerca y se agacha hasta ponerse a mi nivel—. Si no se notaría demasiado —concluye mirándome al ojo. No hará falta decir que me derrito y no soy capaz de mover un solo músculo de mi cuerpo, hecho que me salva de alimentar la colección de canicas de Giuseppe. Afrodita no necesita, gracias a su preciosa melena, complemento alguno que oculte su nuca; el retaco, sin embargo, tiene un rollizo cogote a todas luces carente de otra cosa que no sea vello o una verruga, así que nuestra capitana anuda un fular alrededor del cuello del calvo y le recalca que no se lo quite bajo ningún concepto y que, si alguien le pregunta, tiene una conjuntivitis terrible y que lleva el ojo tapado por prescripción médica. Aterrizamos por fin en La Osa y, nada más poner un pie fuera de la nave, Giuseppe agarra la mano de Afrodita. Al fondo, alguien contempla la escena.
16. lo que dijeron lAs noticiAs Afrodita fusila al retaco con la mirada pero no se atreve a soltarle la mano; alguien podría verlos y sospechar que algo raro se traen entre manos, así que continúan caminando en dirección a la estación. Los muy membrillos no se han dado ni cuenta de que alguien los observa bajo una marquesina que tiene toda la pinta de cubrir la puerta de entrada a la casa del regente de la estación de servicio. Se me ponen los pelos como escarpias al ver que se trata de un trátor. De nada sirve que intente avisarlos usando mi trompa como instrumento de viento, emitiendo un sonido a medio camino entre el oboé y el clarinete; precioso. —Buenos días —dice una voz a sus espaldas, una vez han llegado ya a la estación y miran a través de la luna de la tienda en busca de algún ser vivo a quien dirigirse. Dan un respingo al unísono al ver de quien se trata. Afrodita hace amago de salir corriendo pero Giuseppe está petrificado por el miedo y, dado que sigue agarrado a su mano, le impide escapar. —¡Somos humanosB! —chilla éste, por fin, presa del pánico. —¡Oh! HumanosB —dice el trátor—, ¡qué sorpresa más agradable! El último que se acercó por aquí fue hace cincuenta años. Cincuenta años de Neptuno no son poco tiempo; parece que sí que es realmente extraño ver a un humanoB lejos de su planeta. —Y, díganme, ¿qué les trae por aquí? —pregunta con una sonrisa. La verdad es que la amabilidad de este individuo me escama bastante, y parece que a mis compañeros también, a juzgar por la expresión de sus caras. Me pregunto si no habrá dado aviso a sus compañeros y estará tirando de teatro mientras llegan refuerzos. —Estamos de luna de miel —responde el calvo, mostrando su mano enlazada a la de Afrodita. —¡Oh! Maravilloso, maravilloso —dice, con aparente sincera alegría—. Mis más sinceras felicitaciones; no se ven muchas cosas bonitas hoy en día. Díganme, ¿en qué les puedo ayudar? —Pues mire, es que tengo una conjuntivitis espantosa —dice Giuseppe frotándose el cogote—. ¿No tendrá alguna cosa para aliviarla? La verdad es que al retaco no se le da nada mal la interpretación. —Por supuesto, acompáñenme. Mis compañeros se miran, extrañados, y siguen al trátor sin bajar la guardia, que no se fían ni un pelo. Y hacen bien. Aprovecho que no me ven para escabullirme de la nave y acercarme a la estación; quién sabe si necesitarán que les eche un cable para escapar. —Pruebe con esto —dice, sosteniendo en su mano derecha un frasquito que acaba de tomar de una estantería tras el mostrador—; es mano de santo. Giuseppe lo coge y se lo da a Afrodita. —Toma, cariño, ¿me puedes poner un poquito? La falsa esposa de Dallacosta aparta ligeramente el fular del cuello de su supuesto marido y echa un par de gotitas donde se supone que debería tener el ojo. —Ay, qué alivio —dice finalmente, una vez que Afrodita da por finalizada su cura. —¿Mejor? —pregunta el trátor con una sonrisa un pelín más torcida que las
anteriores. —Sí, sí, muchísimo mejor —responde el calvo. —Pues es raro porque lo que le he dado es alcohol de 96º. Debería escocerle —hace una ligera pausa—. Un poquitín. Ya decía yo que este tipo no era trigo limpio; visto un trátor, vistos todos. Malos bichos donde los haya. —No veis mucho las noticias, vosotros, ¿verdad? —mis compañeros niegan—Los humanosB se extinguieron hace poco; se mataron los unos a los otros. No queda ni uno — hace otra pausa—. Fugitivos, supongo, ¿no? ¿Qué queréis? ¿No los piensa matar ni torturar ni nada? No doy crédito. —Estamos buscando a Rogelio —esta vez interviene Afrodita, por primera vez desde su llegada. —¿A Rogelio? —pregunta con desconfianza—¿Quién os envía?
17. el náufrAgo, rogelio y lA buenA suerte Mi parejita de novios impostores se mira sin atreverse a responder; a saber cuál es la respuesta correcta. Su interlocutor parece ser un ejemplar un tanto atípico dentro de su especie pero es un trátor al fin y al cabo. Un paso en falso y fin de nuestra aventura y, por ende, de los maltrechos restos de la especie humana. —Venimos de Marte —empieza a decir el canijo—… y allí, un bulala amarillo nos ha… La cabeza de pera de nuestro amigo -entre muchas comillas- comienza a adquirir ese tono azulado subiendo desde su base, tan característico de los cabreos trátor. —¡Todos los bulalas son amarillos! —grita—Y, hasta donde yo sé, ninguno conoce a Rogelio. Dicen que las mentiras tienen las patitas muy cortas. Giuseppe también; no sé si habrá sido la acumulación de factores o qué, pero les han pillado nada más abrir la boca. Y el azul comienza a llegar ya a la altura de los ojos. Malo. —¿Quién os envía? —vuelve a preguntar, con evidente escasez de paciencia. —El Náufrago —responde Afrodita con aparente inmutabilidad. Aparente, supongo, porque si tampoco le gusta esta respuesta lo tienen muy crudo para salir de aquí con vida. —¿El Náufrago en persona? —No —dice el calvo antes de que nuestra capitana pueda abrir la boca—. Un calcetín. Parece que este último dato desconcierta ligeramente a su oyente, que pone cara de no saber si le están vacilando y detiene en seco el retroceso del color azulado hacia la base de su ridícula cabeza, formando una línea recta a la altura de su boca. —Hemos encontrado un calcetín orbitando alrededor de Saturno —interviene ella—. En él decía que la fórmula secreta estaba aquí, que preguntáramos por Rogelio. El trátor los mira de reojo, invadido por la duda. Es una historia tan rocambolesca y absurda que difícilmente puede tratarse de un engaño perpetrado por una simple mente humana. —También hemos encontrado esto —dice el retaco, alargando su bracito y tendiéndole el mensaje que encontramos en la botella. —Estimados terrícolas —empieza a leer—: No me cabía la menor duda de que en algún momento ibais a intentar recuperar el mensaje del Náufrago. Tarde, sin embargo. Si estáis leyendo esta nota es porque nos hemos adelantado a vosotros. La fórmula está en nuestro poder; no os canséis y volved a casa. Firmado: Jkort, Regimiento 324, escuadrón 778, Armada Trátor. Su reacción se limita a una sonrisa torcida, con la que acaba de desaparecer el color azulado de la base de su cabeza. —Típico de Jkort —murmura para sí, tras lo cual devuelve la mirada a la pareja—. Rogelio —se presenta, alargando su mano a sus nuevos amigos—. Encantado. Rogelio recupera su amabilidad inicial con la misma brusquedad con la que desapareció al mencionar su nombre. —Por supuesto, Rogelio no es mi verdadero nombre. Podéis decir a vuestro suingo que salga —añade tras estrechar la mano a Giuseppe y Afrodita en su presentación. Doy un par de pasitos al frente y entro en la estación. A falta de mano que ofrecerle
levanto levemente mi trompa en señal de saludo. —Os están buscando por todas partes —dice, en respuesta a la cara de sorpresa de mis compañeros—: dos humanos y un suingo en una Limoria. Suerte habéis tenido de dar conmigo. No habríais durado mucho más. —Hemos derribado una nave trátor —anuncia con orgullo Giuseppe. —Ah, ¿sí? —pregunta con evidente sorna—¡Qué valientes! —sigue con el cachondeo y se ríe—Tranquilos; enviarán más. Afrodita, aunque aliviada por el inesperado devenir de los acontecimientos, sigue mirando a Rogelio con un poco de desconfianza. Algo no le cuadra. —Te estarás preguntando qué hace un trátor alejado de los suyos regentando una remota estación de servicio —dice, dirigiéndose directamente a ella, que asiente en silencio a su interpelación—. Soy un desertor —manifiesta por fin—. Un prófugo, un traidor, un despojo trátor. Me escondí aquí y finalmente me encontraron. Me dejan en paz porque ésta es una parada obligada para cualquiera que abandone el sistema solar -no sabéis los precios que tiene el combustible pasada esta estación-. Yo les doy información, a veces un poquito falsa —ríe—y ellos se limitan a pasar de vez en cuando para recordarme lo despreciable que soy, lo cual no está nada mal teniendo en cuenta que la alternativa es servir en la armada trátor o recibir el castigo habitual a mi comportamiento —se estremece al recordarlo—. Y eso que no sospechan que mis informaciones no son todo lo fiables que deberían —hace un leve pausa en su discurso mirando a Afrodita, como para asegurarse de que su explicación ha resultado satisfactoria—. Sea como sea estamos todos en peligro: vosotros porque el universo entero sabe de vuestra fuga y yo porque saben que teníais que pasar por fuerza por aquí. Ahora la cuestión es cómo salir de ésta.
18. destellos siderAles Allá, lejos, muy lejos —Pues vente con nosotros —Giuseppe habla con la misma simpleza natural de siempre, sin dar importancia a sus palabras. Esta vez las pronuncia mientras se quita el fular de Afrodita que llevaba alrededor del cuello; no se puede decir que en el límite del sistema solar haga bochorno pero, por lo visto, el pañuelo le pica. Por una vez, sin embargo, su intervención no sólo no nos mete en un lío sino que parece contar con la aprobación de nuestra capitana. —¡Sí, vente! —tanta efusividad me molesta un poco; cuando decidieron llevarme con ellos no se mostró tan entusiasmada, de hecho, dudo que hubiera tomado la misma decisión si yo no hubiera manipulado convenientemente sus pensamientos. —Pero —objeta él—, ¿adónde voy a ir yo? Ésta es mi casa, el único lugar donde me encuentro seguro desde que deserté. —¡No te preocupes, hombre! —exclama el retaco—Nosotros tampoco tenemos casa y míranos, qué contentos estamos. Comienzo a pensar que el calvo no se ha enterado todavía de que a su redonda cabezota le han puesto precio y de que su vida pende de un hilo desde que abandonamos la Tierra; realmente cree que está de vacaciones. —¿O acaso pensabas quedarte aquí solo y aburrido toda la vida? —¡Tenéis razón! —responde Rogelio tras esta última intervención—¡Me voy con vosotros! En realidad ya estaba harto de esta estación, de estar siempre solo y no poder mantener conversaciones de más de cinco minutos con los pocos clientes que llegan. Me voy a hacer la maleta, ¡no se hable más! Hala. En un momento se nos ha complicado, aún más, la cosa. Ya no tengo sólo a dos humanos simplones como compañeros de viaje; ahora tengo también a un trátor, con todo lo malo que estos tienen, que es, para colmo, además de un prófugo, indeciso y mentalmente inestable. —Pero —Afrodita parece tener una duda; a lo mejor me acabo librando todavía de aguantar a nuestra última incorporación—¿no te buscarán? Si te vienes con nosotros sabrán que nos estás ayudando. Rogelio se detiene en su camino hacia la trastienda y mira a nuestra preciosa capitana con esa media sonrisa que ya nos ha mostrado hace apenas dos minutos; diría que la cuestión no le preocupa lo más mínimo. —Abrid el garaje —dice, señalando con un movimiento de cabeza hacia la izquierda —. Id cargando mi nave con todas vuestras cosas y con todo lo que podáis meter en su bodega. Hay cajas llenas de cargas de combustible junto a la nevera de los helados. Coged tanta comida como podáis y cualquier otra cosa que se os antoje. De esta estación no van a quedar ni las migas. Y del pobre Rogelio tampoco. Ni las migas; curioso. Y, dicho esto, desaparece tras la cortina de macarrones que separa la tienda de su casa. Nos apresuramos en vaciar la bodega de nuestra querida Limoria y traspasar todo su contenido a la nave de Rogelio, que resulta ser mucho más moderna, grande, cómoda y discreta que la nuestra. El modelo más vendido del momento, con una inmejorable relación calidad-precio y unos acabados de lujo. Aplaudo su acierto y su buen
gusto y pulcritud; esta nave está como los chorros del oro. Rogelio aparece con un par de maletas y un neceser de viaje mientras luchamos por cerrar la puerta de la bodega; ¿qué lleva en esas maletas, si los trátor van siempre en pelotas? Parece adivinar mis pensamientos, puesto que se justifica torpemente y dice que sus cosas cabrán en un compartimento interior. Nos despedimos sentidamente de nuestra Limoria, a la cual le espera un triste pero espectacular final, y nos acomodamos en nuestra nueva casa. Esperamos con el motor en marcha hasta que, dos minutos después, sube Rogelio a toda prisa. Nos largamos; como no espabilemos nos pillará la onda expansiva de lo que sea que nuestro nuevo compañero haya programado para explotar y no servirá de nada nuestra huída. Cinco minutos después, cuando la Osa ha desaparecido ya de nuestra vista en la inmensidad del espacio exterior, un súbito resplandor ilumina por un segundo un diminuto punto allá, lejos, muy lejos. Vivimos el momento con la solemnidad que merece, en silencio. —Y ahora —rompe e silencio el de siempre—¿adónde vamos? Rogelio nos vuelve a obsequiar con su enigmática sonrisa. —A ver a unos amigos.
19. AtAjos pArA llegAr Al Aquí de Allí ¿A ver a unos amigos? Creía que Rogelio era una especie de marginado social, sin familia ni amistades a las que recurrir. Y resulta que no, que tiene amigos. Se pone al mando de la nave e introduce unas coordenadas de navegación. —¿Adónde vamos? —Giuseppe pregunta, asomando su nariz sobre el brazo de nuestro nuevo compañero, en un intento de averiguarlo. —A ver a unos amigos —repite con sorna sin abandonar esa sonrisa suya que, la verdad, empieza a cansarme. —¿Y viven muy lejos tus amigos? —el calvo pregunta mientras juega con la colección de canicas de su bolsillo—¿Esto tiene lavabo? —Por supuesto —responde nuestro anfitrión—. La puerta del fondo. El retaco olvida su primera pregunta y cierra la puerta del baño tras de sí. —También tiene mueble bar —el ofrecimiento es claramente para Afrodita; a mí ni me mira. Echa un par de cubitos en un vaso corto—. ¿Te apetece tomar algo? Pero bueno, ¿ni siquiera este trátor rarucho va a escapar a los encantos de nuestra capitana? —Una Mirinda —responde, sin olvidar el verdadero objetivo de nuestra misión. Rogelio suelta una carcajada. Moderada, nada estridente ni estrafalario. La duración e intensidad justas para conseguir ese efecto enigmático tan suyo. —No pierdes el tiempo, ¿eh? —vuelve a su asiento agitando suavemente el vaso, produciendo un agradable tintineo de cubitos—Mirinda, ahora mismo, no te puedo ofrecer, pero tranquila: mis amigos son el primer paso para conseguir la fórmula. ¿Un cacahuete? — le alarga un bol repleto de ellos. —¡Yo sí! Giuseppe sale del baño en el momento justo para hacerse con su botín de frutos secos. Para mi disgusto, viene a sentarse junto a mí. Me vigila de reojo y me echa las cáscaras a los pies. Me lanzo a por ellas. Humillante pero inevitable. El calvo ríe sin descanso hasta que, entre los dos, nos acabamos los cacahuetes. De repente, el paisaje exterior cambia bruscamente; parece alargarse como si fuera de chicle, distorsionando la visión a nuestro alrededor. —¿Qué está pasando? —pregunta Giuseppe mientras se agarra a mi trompa en busca de protección. —Tranquilo, hombre, que no es nada. Disfruta del viaje, que durará poco. El retaco se tranquiliza y me suelta la trompa, hecho que le salva de un ataque en defensa propia de un servidor. Se da cuenta de ello e intenta disimular, acariciándome levemente el costado. —Qué pelo más bonito —debe de pensarlo de verdad, porque se lo dice claramente a sí mismo, a un volumen al que únicamente yo puedo oírlo. —¿Un agujero de gusano? —Afrodita salta de su asiento—¿Adónde nos llevas? Rogelio se arrellana en su sillón del puente de mandos, agitando continuamente el vaso y disfrutando de las sorpresas de sus amigos terrícolas. —Aquí mismo, en realidad.
Giuseppe y Afrodita se miran sin entender por qué, entonces, habían ido a tomar un agujero de gusano, para ir aquí al lado. Yo tampoco tengo la menor idea, la verdad. —Aquí pero allí —este hombre empieza a caerme gordo, y no llevamos ni media hora en la misma nave—. Aquí pero en un universo paralelo —y levanta el vaso, como brindando por su propia inteligencia. Odioso. De repente, el paisaje a nuestro alrededor parece normalizarse. Todo es como siempre. ¿Todo? ¿Seguro?
20. pArecidos rAzonAbles —¡Anda! —el retaco exclama, asombrado, con su nariz pegada al cristal del ventanal de la nave—¡La Osa! ¿La Osa? Pues entonces parece que no es todo tan como siempre como cabría esperar; por lo menos, no como lo era desde hace apenas un rato, después de que Rogelio volara La Osa en mil pedazos, cual big bang casero. Rogelio, a todo esto, sonríe. Sonríe con una petulancia tal que parece que vaya a explotar de puro orgullo y autosuficiencia de un momento a otro. Me hago a un lado, por si acaso, y, justo en ese momento, como si él fuera capaz de leerme el pensamiento, cambia de registro y se vuelve de lo más majo. —Pues sí, Beppe —empieza a sentirse cómodo con su nueva pandilla, según parece; mientras no utilice conmigo los diminutivos, todo irá bien—, tienes toda la razón. Ahí está La Osa, aunque, cuando nos acerquemos, veréis que es un pelín diferente a La Osa que dejamos atrás hace un rato. —¿Qué quieres decir? —pregunta intrigado el chiquitín. Rogelio simplemente sonríe y acompaña a Giuseppe al panel de mandos de la nave, como quien lleva a un niño a la cabina del piloto de un avión. Los observo desde mi posición, viendo cómo Rogelio deja los mandos de la nave a Giuseppe como el que deja a un niño conducir por el aparcamiento de un centro comercial en un día festivo, con la diferencia de que nosotros avanzamos a un porrón de kilómetros por hora y La Osa, por lejana que pudiera parecer, comienza a hacerse más y más grande a medida que pasan los segundos. Al final pasamos rozándola, gracias al volantazo de Rogelio que nos salva la vida en el último instante. A nosotros y al grupo de individuos que nos hace la ola desde la estación. Incomprensiblemente; les ha ido de un pelo. Damos la vuelta en cuanto nos es posible y aterrizamos en La Osa. Esta vez, a diferencia de la anterior, no nos enfrentamos a una estación de servicio desierta sino a una pandilla de personajes, en apariencia inofensivos, que nos da la bienvenida a pie de escalerilla. Una recepción digna de un jefe de Estado, vamos. —Joder, tío —sorpresa número uno: sus dos primeras palabras, lejos de ser un clásico de las llegadas como «hola» o «bienvenidos», son un taco y un apelativo apto únicamente para interlocutores cercanos en lo personal. Sorpresa número dos: la inesperada bienvenida viene de un clon exacto de Giuseppe, con la única diferencia de llevar éste, como extra, un tercer ojo en la frente (además de los dos que el chiquitín traía ya de serie) —, ¡nos habéis peinado! —sorpresa número tres: lejos de enfadarse, la cosa parece hacerle cierta gracia, quizás debido al estrés post traumático tras haber estado a punto de perder la vida en un absurdo accidente completamente evitable. Rogelio asoma entonces por la puerta de la nave, baja la escalerilla y abraza al sujeto trinocular del cual aún desconocemos el nombre. —Perdona, Herbert —ya no lo desconocemos—pero es que no conducía yo… El tal Herbert aún no sabe, como el resto de nosotros, que se va a llevar una sorpresa mayúscula al ver una réplica exacta de sí mismo en versión tuerto. El que tampoco se debe de haber enterado todavía es el otro interesado, que sigue dentro de la nave, haciendo a
saber qué. Cuando llega, le hacemos todos el pasillo, aún con la boca abierta y, acto seguido, les seguimos fuera. Herbert y Giuseppe se miran, estupefactos, atónitos, admirados, en definitiva, de que la naturaleza, en su infinita sabiduría, hubiera sido capaz de crear dos seres prácticamente idénticos, dotando de un ejemplar de absoluta perfección a cada uno de los universos. —¡Joder, tío! —palabras de Herbert, por supuesto. Giuseppe se lanza a sus brazos llorando a lágrima viva—Tranquilo, tío —intenta tranquilizarlo mientras le da palmaditas en la espalda. —¡Primo! —solloza el calvo -el nuestro-. Herbert nos vuelve a mirar a todos. —Co-lega… —hace un gesto de incredulidad pasándose la mano por toda la calva, desde la frente hasta el cogote. Parece que hay algo más que le llama la atención pero, ¿qué?
21. ¡Herbie! ¡herbies, cAriño! —¡Herbie! —una voz femenina se hace oír desde el otro lado de la nave—¡Herbie, cariño! Una voz femenina y muy familiar que se acerca cada vez más, hasta plantarse ante todos nosotros apenas pronunciada la última vocal una Afrodita bis ataviada con shorts y una camisa sin mangas anudada sobre el ombligo. —¡Oh! —exclama ésta, por fin, parando en seco de hablar y caminar al ver una exposición de tuertos al pie de la nave. —Loretta, cariño, mira quién ha venido —Herbert la rodea con su bracito a la altura de la cintura. Rogelio rompe la fila para acercarse a abrazarla. —¡Cuánto tiempo, Rogelio! Nos tenías abandonados —pone fin a su saludo reprochándole esto último y dándole unos golpecitos de castigo en el hombro. Se ríen. —Eso se acabó, Loretta. Me mudo. Oficialmente. —¿Cómo? Pero, ¿dónde? ¿cuándo? ¿por qué? —He volado La Osa —caras de sorpresa de nuestros anfitriones—. Las cosas se pusieron feas. Nos mudamos. Con esta última frase nos señala y nos incluye, por fin, en tan emotiva escena. —¡Oh! —vuelve a decir ella—Pero, ¡oh! —camina hasta plantarse ante nosotros— ¡qué maravilla! —dice esto último dando una palmadita y dejando sus manos en esa posición, como de aplauso en standby bajo su barbilla, como guinda a una pausa durante la que nos ha repasado a todos de arriba a abajo—Pero no os quedéis aquí, por favor. Pasad — toma a Afrodita de la mano y con ello nos conduce a todos al otro lado de la nave—, Antoine está haciendo unas hamburguesas de-li-cio-sas. ¿Verdad, Antoine? El tal Antoine resulta no ser otro que la réplica trinocular del bulala al que le sacamos con métodos no del todo amistosos nuestra querida Limoria. Con delantal y pinzas de barbacoa tiene una pinta bastante más simpática. Los niños de diversas formas y colores que brincan a su alrededor acaban de despojarlo de aquel aire de peligrosidad que respiraba su versión de nuestra dimensión de origen. —Deliciosas y sanas, Loretta —cuanto más habla esta gente más me parece estar habitando una broma de mal gusto, o el sueño de un loco o, por qué no, la broma de mal gusto de un loco. El mundo al revés hecho realidad—. ¿Quiénes son nuestros amigos? Sus caras me suenan… Loretta y Antoine se mueren de risa. Debe de parecerles muy gracioso. A mí, sin embargo, hay algo que me escama bastante, y es que, entre tanto doble, me siguen faltando, por lo menos, dos. «¡Frup!» Al oír este sonido, mis sentidos se agudizan; ahí están mis temores, a punto de verse materializados en algo que, mucho me temo, no me va a gustar ni siquiera un poquito. «¡Zup!»
Chillidos de emoción y, de la nada, surge un crío que surca volando la distancia que nos separa del edificio principal de la estación. Va a parar contra lo que parece un montón de cojines. Se levanta y vuelve corriendo hasta nosotros. Al verme, se detiene en seco, ojiplático.
22. y=x+1. o no... depende, vAmos Durante un par de segundos -que se me antojan horas- el mocoso permanece inmóvil ante mi ojo. Por un instante me parece que, tal y como se ha detenido, echará de nuevo a correr. Suposición correcta, aunque sólo parcialmente; efectivamente, el crío echa a correr, pero lejos de mi esperanza, no sigue en la dirección que llevaba hasta verme, sino que se lanza contra mí con los brazos abiertos. —¡Tito, tito! Una arcada de puro asco sacude mi cuerpo peludo desde sus profundidades. Consigo, sin embargo, y no sin esfuerzo, no echar sobre mi agresor la comida del día y finalmente de mi trompa escapa un pequeño eructo apenas audible entre tanto barullo. Un mal menor. El pequeño monstruo, viendo que mi reacción no es la esperada y pensando, no del todo inacertadamente, que el motivo de mi falta de reacción visible se debe a que no entiendo a qué narices se debe su jolgorio, me agarra de la trompa y me conduce, oh, sorpresa, ante una réplica casi exacta de mí mismo. A diferencia de los demás pobladores de La Osa de esta dimensión, tiene únicamente dos ojos: el de rigor, debajo de la trompa, y otro encima de ésta. Parece que la lógica de esta mutación genética es un simple y=x+1. O, quizás, y=x-1, dependiendo de lo egocéntrico del deductor de la fórmula. Tan pronto me suelta la trompa aprovecho para recuperar el aire que mis pobres pulmones no han recibido durante el, afortunadamente, breve trayecto, y me preparo para una nueva agresión, puesto que mi clon interdimensional corre hacia mí tan rápido como sus cortas patitas le permiten. Acompaña su terrorífica carrera con un bramido aterrador surgido de su trompa en alto, cual tren de vapor. La embestida nos lleva a los dos al suelo, desde donde veo, como a cámara lenta, la boca de su trompa, con todos sus dientes, acercarse irremediablemente a mí. Comienza a succionar la parte superior de mi cuerpo y, esta vez sí, no puedo evitar que un par de tuercas salgan despedidas a la velocidad de la luz desde mi estómago y a través de mi trompa. Mi amigo se percata de ello, echa un vistazo a mi vómito y se lanza a por él. Tras zampárselo comienza a mover la trompa de lado a lado risueñamente. —¡Fru! —esta vez es Giuseppe—¡Fru! ¡Mira, tú también tienes un doble! Mi supuesto doble, en un remate de su patetismo, comienza a trotar hacia él manteniendo el alegre balanceo de su trompa y a frotarse cariñosamente contra su cuerpo. Fantástico, soy una mascota. No creo que este hecho ayude gran cosa a mejorar la consideración de mi equipo de viaje hacia mí mismo. Para colmo de males, Herbert, que ha alcanzado ya mi posición, me frota el pelo como si fuera un chucho. Gruño, claro, pero no consigo sino alargar la humillación. —¡Ay, qué carácter tiene esta cosita! —dice Loretta flexionando sus rodillas y mirándome desde sus tres ojos a mi misma altura—¡Toma! ¡Ve a buscarlo! Tira un palo y mi patético imitador corre excitado a por él. Que alguien me despierte, por favor. —Bueno —oigo decir tímidamente a Afrodita; a ver si alguien pone por fin un poco de sentido común a la situación—, en realidad estamos aquí por la fórmula.
Todas las miradas de todos esos ojos de más se vuelven hacia nuestra capitana. El silencio se hace, por primera vez, en este universo paralelo de chiflados al que hemos venido a parar. Una columna de humo emerge de una hamburguesa desatendida por un Antoine que observa la situación con sus pinzas de barbacoa en alto. Rogelio niega apenas perceptiblemente con su gran cabeza y con la mirada perdida en el suelo. Una bola de paja atraviesa la estación. Una bolita azul emerge de mi pelaje azafranado.
23. músicA épicA y pelAzo Al viento Una mujer provocó este tenso silencio en La Osa y otra es la que se decide a ponerle fin: —¡Oh! Pero, ¡oh, Herbie, cariño!, ¿lo has oído? La fórmula. ¡La fór-mu-la! Su querido Herbie lo ha oído perfectamente, como todos nosotros. —Sí, Loretta —responde por fin, con una pachorra que no hace sino añadir más intriga y tensión al asunto. Dirige sus cortos pasitos hacia Afrodita, que espera petrificada no haber metido la pata lo suficiente como para tener que salir de allí quemando motores, tal y como hemos tenido que hacer cada vez que hemos abandonado un escenario desde el mismo día que partimos de la Tierra. Cuando llega a su altura, se detiene ante ella, agarrándola por los antebrazos y, con una solemnidad digna de un momentazo de película, de esos de banda sonora épica con pelazo al viento, pone fin a la expectativa creada, mirándola fijamente a los ojos. —Por fin —dice mientras aprieta con sus manitas los brazos de nuestra capitana—. Pensábamos que no iba a llegar nunca este momento. Afrodita respira aliviada al comprobar que no sólo no ha causado ningún conflicto grave sino que, al parecer, les ha dado a esta gente la alegría de su vida. Giuseppe se decide, pasado el peligro, a salir del escondite que ha buscado tras la espalda de nuestra líder. —¿Podemos hablar de todo esto comiendo? —pregunta Antoine desde su posición— ¡Esto frío no vale nada! Esta intervención inaugura oficialmente una especie de bacanal de risas, buen rollo y mejor humor que, francamente, ni sé de dónde ha salido ni qué la ha provocado pero que, tras hacerme sentir molesto y violento en un primer momento, no puedo evitar que invada todo mi ser, desde la punta de mi trompa a la de mis pies. Me siento embarazosamente dichoso y feliz, devoro las hamburguesas vegetarianas de Antoine con una alegría inusitada en mí, más aún sabiendo que se trata de comida sana y que, como el mismo Antoine no se cansa de repetir, no han supuesto la muerte de ningún ser con conciencia de su propia existencia. ¿Puede el mundo ser más bello y harmonioso? Comida, bebida y diversión en buena compañía, buen rollo, risas, colegueo, una réplica casi exacta de mí mismo a la que rascarle la barriga y lanzarle palos… Me contagio de esta dicha desenfrenada hasta el punto de comenzar a lanzar churumbeles con mi trompa de punta a punta de la estación. No sé dé quién son y parece que a los demás tampoco les importe demasiado; los críos hacen cola a mi lado para que los catapulte hacia el montón de cojines que hay junto al edificio principal, desde donde mi clon binocular -Tito, como le llaman los mocosos- me los devuelve al banco de arena en el que juegan normalmente con sus cubos y sus palas. La vida es maravillosa. Borrachos de felicidad como estamos, nadie parece haber dado importancia al pequeño detalle de la fórmula. ¿Nadie? No, nadie no; Afrodita aprovecha la sobremesa y, removiendo su café, vuelve a poner algo de sentido común en esta locura de felicidad radical que nos impide avanzar hacia nuestro objetivo: la salvación lo poco que queda de la especie humana. —Bueno, ¿qué? ¿tenéis la fórmula o no?
24. dudAs, bAúles y mentirAs piAdosAs —Bueno —dice Herbert con un cierto aire de duda en su voz—… No. Tanto rollo con la dichosa fórmula y al final resulta que ellos tampoco la tienen. Ni la fórmula ni, al parecer, puñetera idea de dónde encontrarla, a juzgar por la expresión de su rostro. —Pero creemos que sabemos dónde podemos empezar a buscarla. Fantástico. Empezar a buscarla. Juraría que eso mismo es lo que comenzamos a hacer nada más abandonar la Tierra: empezar a buscarla. ¿Tenemos ahora que empezar otra vez? La alegría que recorría mis venas hace apenas unos instantes se disipa ante tal perspectiva. —Ha llegado el momento —anuncia con esa solemnidad un tanto ridícula con que tienen la costumbre de comunicar las decisiones en esta estación. —¡Ay, Herbie! —Loretta apenas puede contener sus lágrimas de pura emoción—Voy a por las maletas. No sé adónde piensan llevarnos pero parece que no será cosa de un rato encontrar la fórmula de marras si esta gente tiene que hacer la maleta para acompañarnos. Apenas he tenido tiempo de hacer esta reflexión cuando aparece Loretta con dos bolsas y lo que parece el baúl de la Piquer. Rectifico: nuestras réplicas trinoculares no tienen que hacer su equipaje; lo tienen preparado desde quién sabe cuándo, como si toda su vida hubiesen estado esperando este momento. —¡Por fin! —exclama al llegar a nuestra posición. Pues sí, parece que mis sospechas no son del todo desacertadas: literalmente llevan toda su vida esperando. —Antoine —dice Herbert conservando el tono de las grandes ocasiones mientras se dirige a nuestro cocinero del día. Lo toma por los hombros y lo mira fijamente a los ojos. No dicen nada más. Apenas una ligera inclinación de cabeza y queda entendida una sentida despedida. Los hombres de verdad tienen suficiente con eso; más sería innecesario y claramente debilitador. —¡Vamos, niños! —al decir esto, toda la tropa de niños mutantes se abalanza sobre él con un gran griterío de sobreexcitación. Antoine desaparece bajo esa montaña de cuerpecitos histéricos. Lo oímos reír desde las profundidades; sigue vivo. Al parecer los papeles estaban repartidos en esta aventura desde hace mucho tiempo; todos saben lo que tienen que hacer. Todos menos Tito, que trota junto a nosotros mientras nos dirigimos a nuestra nueva nave, la de nuestros amigos. La antigua, con la que aterrizamos en esta estación, pese a superar en mucho a nuestra vieja Limoria, que en paz descanse, al lado de la suya no parece sino eso: antigua. Subimos la rampa de acceso y Tito nos sigue, moviendo su trompa de puro contento. Herbie vuelve sobre sus pasos y se detiene ante él, acariciándole su pelito color azafrán mientras le dice con todo su cariño que él no puede venir. El pobre Tito deja de menear su trompa al instante y adopta una expresión de desconsuelo tal que a punto estoy de bajar a frotarme contra él. La rampa se retrae por fin mientras Tito continúa lloriqueando bajo nosotros. Qué penita, por Dios. —¡Tito, cariño! —grita Loretta junto a mí—¡Antoine te necesita! ¿Quién cuidará de los niños si tú no estás?
Estas palabras parecen provocar el efecto deseado sobre nuestro peludo desgraciado, que transforma la expresión de su cara ipso facto. —¡Eres el responsable! ¡Corre con ellos y cuídalos bien! Se aleja de nosotros como una flecha, meneando de nuevo la trompa como un loco. Tengo la impresión de que Antoine se basta y se sobra para cuidar a la chiquillería pero ¿qué daño hace una mentirijilla piadosa cuando se puede hacer tanto bien con ella? La felicidad de Tito me parece un fin más que justificado para tan inofensivos medios. Qué mono es. Y qué simple.
25. velocidAd y extrAños destinos Nos acomodamos en nuestros confortables sillones con la esperanza de que, esta vez sí, lleguemos a un sitio en el que poder avanzar un poquito siquiera en nuestra búsqueda y comenzar a seguir una pista clara que nos lleve a la dichosa fórmula. —Abrochad vuestros cinturones, colegas —dice Herbert desde el puente de mando —, ¡que nos vamos! —Yo me mareo —oigo decir a Giuseppe desde su asiento. Herbie, sin embargo, o no lo oye o no hace ni puñetero caso porque tras cinco segundos de despegue vertical de la nave salimos de allí a una velocidad que un servidor no sospechaba siquiera posible sin desintegración de la materia; increíble. Vemos pasar uno tras otro a derecha e izquierda de nuestro vehículo supersónico todos y cada uno de los planetas del Sistema Solar. En diez minutos nos plantamos en la Tierra. —Esta nave es antimareos —dice Herbert al pasar junto a Giuseppe, que sigue pegado a su sillón con cara de verdadero espanto. Efectivamente, nuestro retaco no ha tenido tiempo de sentirse indispuesto; su cuerpo estaba demasiado ocupado segregando adrenalina durante los eternos diez minutos en los que estuvo seguro de ir a morir de forma inminente. Bajamos de la nave y, nada más poner un pie en esta Tierra paralela, nos damos cuenta de que lo único que tiene en común con la otra es el nombre. Este planeta es el paraíso terrenal, un vergel en el que flores, plantas, hortalizas y árboles frutales brotan por doquier. Humanos y seres de todos los tipos y procedencias pululan por allí charlando y riendo, tomando los frutos directamente del árbol y echándoselos al buche entre risa y risa, sin frotarlos antes con la camiseta siquiera. Una locura absoluta. Los niños corren despreocupadamente si que, en apariencia, nadie los vigile ni se preocupe de ellos. Animales de todas las especies van de aquí para allá sin más, con la misma actitud del resto de habitantes del lugar. De repente, uno de los niños se aleja del grupo en dirección a unos matorrales de los que surge un tigre del tamaño de un elefante. Grandioso. La tragedia está servida y nadie parece darse cuenta de ello, allí no se mueve más que el pelo de todos los presentes y las hojas de los árboles, acunadas por la suave brisa que llega del mar, un trecho más allá. En un arrebato de locura, contagiado quizás por la tendencia suicida de este planeta, corro a salvar al mocoso aun a sabiendas de que voy a perder la vida en ello. La búsqueda, para mí, termina en un universo paralelo en el que nadie me echará de menos porque nadie sabe quién soy. Adiós. Adiós mundo cruel. Llego a los matorrales con mi ojito cerrado, tal y como he recorrido todo el trecho hasta ellos, y, después de chocar con una superficie peluda, presumiblemente la bestia, reboto y caigo de espaldas al suelo, donde me mantengo inmóvil. Quizás no haya salvado al niño y se lo haya zampado de un bocado, sin masticar siquiera, ya que no he oído siquiera un grito de la víctima, pero el susto al bicho no se lo quita nadie, aunque sea yo mismo el próximo en caer. De repente, un lengüetazo me saca de mi estado de shock, dejo de hacerme el muerto y abro el ojo: el tigre sigue lamiéndome como un perrito y los niños que antes corrían desbocados se apelotonan a mi alrededor. Al verme despierto estallan en una risa escandalosa que se va contagiando de unos a otros hasta ensordecerme. El tigre da
media vuelta y se empieza a comerse la hierba que crece alrededor de los matorrales. No doy crédito. —Pero, Fru, cariño — oigo decir a Loretta—, ¿qué haces? Los niños salen corriendo y, con la misma rapidez con que se plantaron a mi alrededor, se desperdigan por la zona. Vuelvo con mi grupo con la trompa gacha, visiblemente humillado. No sé por qué pero lo que acabo de hacer parece haber sido una estupidez. —Te has asustado, ¿eh? Loretta se dirige a mí en tono maternal y me sacude el pelo de la coronilla. —Aquí nadie hace daño a nadie. Todos viven en paz, respetándose unos a otros. Es bonito, ¿no te parece? Me parece, sí. Me parece demasiado bonito para ser cierto, y me guardo mis sospechas de algo siniestro ocultándose bajo tanta felicidad, para poder decir cuando llegue el momento que ya lo sabía. Aunque nadie me escuche y sea sólo para mí. Ya lo sabía. Mis compañeros se dirigen a un chiringuito rodeado de mesas de picnic que hay bajo un enorme árbol que da sombra a la mitad de ellas. —¿Queréis tomar algo? —pregunta el bulala que parece regentarlo, desde el otro lado de la barra—¿Un helado, una horchata, una limonada? Todos se apuntan al refrigerio y tomamos una de las mesas al sol. El dueño del bar se acerca a mí con una bolsita de celofán llena de tuercas de todo tipo. —Toma —me dice, vaciando su contenido ante mí con una gran sonrisa. Las devoro antes de que lleguen a tocar el suelo y su sonrisa se acentúa—. Pero qué brutico eres. ¿Están buenas, eh? Mis compañeros ríen al presenciar los hechos. Una sensación familiar invade mi cuerpo. Me recuerda a la vivida en la estación, durante la barbacoa vegetariana de Antoine, con los niños revoloteando a nuestro alrededor; me siento feliz. El resto de nuestra comitiva parece poseído por este mismo sentimiento; sonríen todos con tal énfasis que da hasta miedo. ¿Qué nos está pasando? —Perdona —acaba por decir Herbert, dirigiéndose al camarero.
26. chen y lA importAnciA de lA sAl —¡Perdona! —repite Herbert al ver que el camarero no le ha oído. —Perdona, no te había oído —dice al llegar a nuestra mesa. —Oye, ¿no tendrás patatas fritas, por un casual? El bulala sonríe con una cierta malicia, como si aquella fuera una pregunta trampa. —¿Patatas fritas, dices? —Patatas fritas, sí señor —Herbie parece participar del espíritu de nuestro camarero, adoptando una curiosa expresión de alegría y expectación. Se enzarzan entonces en una retahíla de frases sin sentido aparente para los demás: —Patatas fritas bulalero, las mejores del mundo entero —comienza el bulala. —Patatas fritas, patatas fritas con sal. —Con sal sólo están buenas pero para un sabor genial necesitan algo más; necesitan… —¡Una fórmula especial! Estallan en una carcajada conjunta, escandalosa como pocas había oído nunca y se abrazan como si fueran dos amigos que no se han visto en mucho tiempo. —¡Rogelio! —exclama nuestro nuevo amigo—¡Pensé que nunca llegaría este momento! —Yo también —responde Herbert—, aunque yo me llamo Herbert; Rogelio es él —y señala al verdadero. —Yo soy Chen, encantado. Y tú eres el que los ha traído hasta aquí —dice, dirigiéndose al Rogelio de verdad—… ¡Tenía tantas ganas de conocerte! —En realidad quienes nos han traído hasta ti han sido ellos —responde, refiriéndose a Herbie y Loretta— pero los que comenzaron todo esto fueron ellos. Esta vez señala a Giuseppe y Afrodita. —Y él —Giuseppe me toma de la trompa y me acerca hacia sí, incluyéndome en el grupo y haciéndome sentir emocionado. Este universo paralelo me ha convertido en un blando. Chen permanece con los brazos en jarras contemplando la curiosa pandilla formada por todos los que, en un momento u otro, entramos a formar parte de esta expedición en busca de la dichosa fórmula. —Madre mía —dice por fin meneando la cabeza, como si no fuera capaz de creer lo genial de esta extraña combinación de sujetos. Acto seguido se dirige al mostrador y cierra el chiringuito. Pone un cartel anunciando que volverá en algún momento (que no acaba de concretar) y pidiendo que, en su ausencia, se sirvan los clientes mismos. Tras esto se disculpa por las molestias y vuelve a nosotros. —¡Nos vamos! —exclama. —¿A dónde? —pregunta Afrodita. —A la Luna —responde mirando el reloj. —Anda, mira —dice Giuseppe mirando a nuestra capitana—. Ahí aún no hemos estado. —La una y media —murmura Chen—… llegaremos allí para comer. ¡Todos a bordo!
El «a bordo» de esta vez rompe la progresiva mejora de cada nuevo vehículo que hemos ido utilizando en nuestro periplo por nuestro mundo y los colindantes; es un cacharro que, a priori, no ofrece muchas garantías de llegar a destino sanos y salvos. —¡Subid, hombre, no me seáis gallinas! —ríe—Habéis llegado hasta aquí desde otro universo, ¿qué puede pasaros en un trayecto de veinte minutos? ¿Veinte minutos? ¿cómo funciona ese trasto? ¿a pedales?
27. el rAdAr delAtor y nuestro díA de suerte No llevamos ni cinco minutos de trayecto y arrastramos una cola de vehículos a nuestras espaldas que llega mucho más allá de donde alcanza la vista. La ruta TL-389 tiene un tráfico espantoso a estas horas, según dice Chen. Cierto. Y el motivo no es otro que la velocidad absurdamente lenta de nuestra tartana sideral. A los pitidos y gritos de todo tipo comienzan a unírseles los primeros objetos lanzados desde la recua de naves de todo tipo que llevamos detrás. Por suerte, antes de que empeore la cosa, unas luces intermitentes llegan a nuestra posición acompañadas de un sonido infernal de sirenas. El ocupante del monoplaza salvador nos indica que nos hagamos a un lado y paremos. —Pero bueno —espeta a Chen nada más entrar en nuestra nave—, ¿está usted loco o qué? Qué fue del clásico «buenos días» es un misterio. —Pero, agente —responde nuestro piloto con la misma pachorra con la que conducía hace un momento—, ¿qué pasa? El agente en cuestión saca un librito del bolsillo de su camisa y comienza a leer: —Artículo 24 del código de circulación: se considerará velocidad anormalmente reducida toda aquella que sea inferior a la mitad de la permitida en el tipo de vía por el que se circule. Según el radar no llegaban ustedes a un cuarto de la velocidad máxima: estaban pidiendo a gritos un accidente o, peor aún, y parece que he llegado justo a tiempo de evitarlo: un linchamiento en ruta. ¿Un día como hoy? ¿A estas horas? Pueden considerarse afortunados; dos minutos más y no lo cuentan. Un silencio difícilmente descriptible invade la nave. —No se preocupe, agente —dice por fin Rogelio—. Aligeraremos el paso. —No, Rogelio, no… Chen parece ir a decir algo más pero el poli le interrumpe. —Perdón, ¿ha dicho usted Rogelio? —Sí… —Pero, hombre, ¿cómo no lo ha dicho usted antes? —empieza a tocar botones en un cacharro que saca de otro bolsillo de su uniforme—. Aquí agente PT4448, solicito urgentemente vehículo remolcador turbo-plus en coordenadas H87K98. Apenas acaba de pronunciar la frase cuando «algo» llegado de alguna parte se detiene junto a nosotros acompañado de un chirrido ensordecedor. De él surgen dos individuos de especie desconocida que comienzan a colocar ganchos y anclajes por doquier en nuestro maltrecho carricoche espacial. Tal y como el tal PT4448 ha ordenado, la grúa de emergencia se ha plantado aquí en un pis pas. Los operarios vuelven a los mandos de su nave y, sin previo aviso, salimos disparados tras ella. En menos de dos minutos nos plantamos en nuestro destino, sueltan todos los garfios que nos han unido a ellos durante el trayecto y nos abandonan con la misma rapidez y falta de comunicación anteriores. La Luna en este universo está bastante más animada que la conocíamos en el nuestro. Parece tratarse de un complejo vacacional a juzgar por la abundancia de atracciones, piscinas y familias con niños, ataviados todos ellos con chancletas y bermudas. El espíritu
es similar al de la Tierra: seres de todo tipo viviendo en harmonía, entre risas y alegría desatada general. Chen, al contrario del resto de nosotros, parece saber adónde va y se abre paso entre la multitud derrochando gracia y simpatía hasta plantarse en un quiosco de helados y refrescos que inunda la zona de hamacas y piscina en la que se encuentra con una música pegadiza y, para qué negarlo, un tanto irritante. Sin más preámbulo que un jovial «hola» le suelta al dependiente: —¿Tiene usted naranjada?
28. lA importAnciA de lAs pArtes y... voilà! El dependiente le mira, no sin cierta suspicacia, y, tras un momento en el que parece evaluar cuál podría ser la respuesta más adecuada, responde: —¿No prefiere usted un helado? Chen sonríe de oreja a oreja y, como ya hiciera Herbert en el chiringuito de la Tierra bis, se lanza al recital desbocado de frases absurdas en una compenetración tal con el dependiente que es digna de un equipo de natación sincronizada. —¿Un helado? No, ¡qué horror! —No se exalte, por favor. —Le he pedido naranjada. —¿Naranjada de verdad? —Naranjada, con la que se brinda. —¿Con la que se brinda? Entonces, lo que usted quiere es, sin duda… —¡Una Mirinda! —curiosamente, pese a la excitación de ambos, esta última frase es exclamada en un susurro por los dos al mismo tiempo. Se repiten los abrazos y aspavientos del chiringuito terrestre. —¡Chen! —grita nuestro nuevo amigo—Llevo tanto tiempo esperando este momento… Al parecer, medio universo paralelo lleva soportando una existencia tediosa desde tiempos inmemoriales con la única esperanza de poder contribuir, en algún instante de sus vidas, a esta especie de confabulación interestelar en pro de la salvación de lo que quede de la semiextinta especie humana. A saber por qué. Mucho me temo que si conocieran mínimamente la realidad del ser humano del universo vecino no se habrían tomado tantas molestias. —¡Toma! —y, mientras dice esto, alarga el brazo y le ofrece un papel arrugado que acaba de sacar del bolsillo de su floreada camisa. Nos agolpamos todos a su alrededor, ansiosos por conocer la composición de la dichosa fórmula que nos ha hecho jugarnos el pellejo, atravesando universos y dimensiones. Cuatro partes de zumo de naranja Cinco partes de agua Una parte de nitrógeno líquido Añadir azúcar al gusto —¿Y ya está? ¿eso es todo? —pregunta Afrodita, tan atónita como el resto de nosotros, al leer la nota. —Ya está, ¿qué más quieres? —responde nuestro último contacto, un tanto ofendido. Afrodita, cuya inteligencia suprema, aunque humana, no suele pasar por alto estos pequeños matices sentimentales, suaviza el tono de su discurso. —Solo quería decir que me sorprende que no se trate de una fórmula más complicada —se disculpa—, pero muchas gracias por tu colaboración con la causa.
Como no podía ser de otro modo, el último fichaje de nuestro equipo sucumbe, igual que todos nosotros, a los encantos de nuestra capitana, y, tras escuchar sus palabras, una bobalicona sonrisa comienza a colgar de sus orejas. Que se ponga a la cola. —¿Azúcar moreno o blanquilla? —hacía ya rato que Giuseppe no abría la boca. Por lo menos su intervención ha servido, por esta vez, para borrar esa sonrisa ridícula de la cara del último aspirante al corazón de Afrodita. —Moreno, por supuesto —dice éste. Lo que no sé yo es de dónde vamos a sacar todos esos ingredientes; en la Tierra, desde mucho antes de la catastrófica fuga de metano54 a escala global, las naranjas escaseaban, no hablemos ya del azúcar y, menos aún, del moreno. Como si leyera mi mente, el dependiente se mete tras la barra y saca de la nevera una malla de naranjas y un kilo de azúcar. Moreno, claro. El agua y el nitrógeno líquido brotan de todos los grifos del universo, así que no hace falta guardarlos celosamente con centinela y contraseña. Mezcla los componentes con sumo cuidado en la batidora del chiringuito, respetando escrupulosamente las proporciones, y, con la gracia de un barman experimentado, agita el resultado del proceso en una coctelera al ritmo de la música de emerge de los altavoces. —Voilà! —dice tras terminar, dejando el cóctel salvador sobre la barra.
29. el principio del fin Hace un calor espantoso para un ser peludo como yo. Pasa fugazmente por mi mente la idea de lanzarme a la piscina pero la descarto al instante; las consecuencias de sumergir mi cuerpo serrano en agua son del todo incalculables, es algo que no ha pasado nunca. El cóctel salvador se presenta ante mí como una apetecible alternativa al baño para soportar el bochorno lunar. Lucho contra mis impulsos pero, con el sofoco resultante de las altas temperaturas, mi organismo no está en su mejor momento y mis malvados impulsos le pegan una paliza humillante; me lanzo hacia la barra y me trago el bebistrajo, con coctelera y todo. Un dramático silencio se hace a mi alrededor y se va extendiendo poco a poco al resto de la zona, como una onda expansiva de miradas mudas que expresan un amplio abanico de emociones de la sorpresa al reproche, pasando por la cólera, la ira, la indignación y cualquier otro sinónimo de éstas. La clara calma que precede a la tempestad. Por toda respuesta, eructo. Afrodita se abalanza sobre mí profiriendo todo tipo de improperios e insultos que estaría feo reproducir por escrito. Me agarra de la trompa con una fuerza del todo insospechada en un ser humano, más aún tratándose de un espécimen de sexo femenino; los primates son una caja de sorpresas, cuando piensas que ya lo sabes todo sobre ellos te salen con una de éstas y te descolocan completamente. Un alarido de una intensidad igualmente imprevisible en un individuo de mi especie se eleva más allá de los gritos de mi agresora, haciendo que estos parezcan poco más que un murmullo y extendiendo de nuevo un silencio atronador hasta mucho más allá de donde abarca la vista. En un segundo reflejo de mi aparato digestivo la coctelera deshace su camino hasta el estómago y comienza a remontar mi esófago hasta salir disparada por mi trompa a una velocidad de vértigo. Afortunadamente, mi vómito va a parar a la piscina y la cosa no tiene más consecuencias que algún otro niño expulsado del agua por las olas del pequeño maremoto provocado por el impacto de la cápsula. Giuseppe se apresura a bajar hasta el fondo de la piscina vacía y recoger el dichoso cóctel que tantos problemas nos ha costado conseguir desde que abandonamos la Tierra en busca de una salvación para la especie humana. Cosa que a mí, en el fondo, ni me va ni me viene. Herbie me pega una colleja y Loretta me lanza una mirada de reprobación, aunque sin conseguir eliminar de ella por completo esa candidez tan característica suya. Subimos a la nave en silencio y, sin mediar palabra más que para despedirnos de nuestro heroico barman, despegamos rumbo a la Tierra a una velocidad ligeramente inferior de la alcanzada por la coctelera en su vuelta de las profundidades de mi ser. En un decir Jesús llegamos a la puerta interestelar o como quiera que se llame el agujero por el que pasamos de una dimensión a otra y nos plantamos en el desmejorado planeta azul de este triste universo. Es de noche en Rkuaj y los trátor duermen ajenos a nuestra presencia. Sin más obstáculo que un par de centinelas adormilados que eliminamos sin grandes problemas conseguimos colarnos en la estación de metro de Urquinaona, donde los maltrechos supervivientes humanos descansan como buenamente pueden tras la agotadora jornada de trabajo a órdenes de su tratoriana especie opresora. Uno de ellos despierta y estalla en gritos de júbilo desatado al ver a los enviados en pos de la fórmula volver ante ellos. Los demás se le unen ipso facto, nos rodean y nos abrazan. Las arcadas se
vuelven a apoderar de mi cuerpo. Afortunadamente no me queda nada en el estómago y logro evitar a los presentes un espectáculo bochornoso. No hay tiempo que perder: añadimos a nuestra coctelera tanto Aeronolín como somos capaces de conseguir, agitamos y ya tenemos ante nosotros el brebaje que ha de salvar a la humanidad. Una larga cola se forma para dar un sorbito a la pócima; tiene que quedar para el resto de sus congéneres repartidos por las otras plantas de gestión de residuos del planeta, así que todo lo que pase de mojarse los labios es un desperdicio de potingue. Tampoco parece ser necesario más que eso, puesto que todos ellos parecen tener un aspecto mucho más saludable tras hacerlo, tras pasar una breve fase de color verdoso, eso sí. Aprovechamos la tranquilidad de la noche para hacer viajes a la Tierra bis, cargando nuestra nave hasta los topes de libertos. Me quedo con las ganas de ver la cara de los trátor al despertarse y ver que, salvo un par de guardias muertos en acto de servicio, nadie más que ellos hay en la ciudad. Hemos liberado Rkuaj, ahora sólo hay que ver si seremos capaces de hacer lo mismo con el resto de colonias humanas repartidas por la red de vertederos del planeta.
30. el fin de lA AntiguA especie humAnA Mientras los recién liberados de Rkuaj se van familiarizando con el nuevo planeta Tierra, los demás vamos haciendo viajes recopilando más y más humanos, vertedero tras vertedero. El chiringuito de Chen y sus alrededores son un hervidero de personas recién llegadas. La cara de alegre desconcierto del principio se torna en cuestión de minutos en una expresión beatífica, resultado claro de ver ante sí un mundo precioso, no sólo en lo estético sino también en lo espiritual; en este universo hay un buen chi increíble. Afortunadamente, y pese a la tendencia destructora de la especie humana, parece que su adaptación al nuevo medio no está consistiendo esta vez en arrasar toda forma de vida a su paso sino que, cosa digna de ver en una especie como la suya, se están integrando entre la población local, adoptando sus mismas pautas de comportamiento, su respeto a su entorno y su actitud ante la vida. El grupo de recién llegados se empieza a disgregar al ritmo que las nuevas relaciones entre estos y los lugareños empiezan a surgir. Los nuevos vecinos los acogen y los llevan de aquí para allá, como si se hubieran conocido de toda la vida. Pasado un rato poco queda de aquella mutación kamikaze de la evolución que conformaba el género humano. Sus integrantes se adaptan a su nuevo medio a través de una increíble metamorfosis que borra de ellos cualquier actitud propia del ser humano del universo A y en cosa de un par de horas nadie sería capaz de distinguirlos de cualquier otro habitante que llevara en la Tierra bis más de tres generaciones. Ahora sólo es cuestión de tiempo que empiecen a formarse las primeras parejas mixtas, y yo procuraré estar bien cerquita de Afrodita cuando esto suceda.