Proxima 10 · OTOÑO CONTENIDO EDITORIAL ..............................................................
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CUENTOS Fantasmas, de Carlos Gardini
Ilustrado por Paula Andrade ...................................... 4 Tripas reduction, de Juan Guinot Ilustrado por Augusto Belmonte ............................... 15 Las esencias, de Claudio Biondino Ilustrado por Mauro Fernández ................................ 21
Tapa: “Four Eyes” de Max Fiumara
A través de un viwama, de Francisco del Sar
PROXIMA
Ilustrado por Gala ..................................................... 26
ISSN 1852-9127 Año 3 – Nro.10 – Junio 2011 Primera Edición
En la trinchera, de Juan Manuel Candal Ilustrado por Adrián Ruano ....................................... 46
Directora:
El corolario de igualdad negentrópica, de Mario Daniel Martín, Ilustrado por Pedro Belushi ... 58
Laura Ponce
El prisionero, de Laura Ponce
Bárbara Din
Diseño:
Ilustrado por Arturo García ........................................ 67
Logística: Martín A. Ramos
ENTREVISTA A Max Fiumara
Dirección Postal
por Laura Ponce .....................................................
Chacabuco 1269 - (1722) Merlo Buenos Aires - Argentina
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Correo y colaboraciones edicionesayarmanot@yahoo.com.ar
HISTORIETA COMPLETA Four Eyes / First look
Guión: Joe Kelly Dibujos: Max Fiumara Traducción: Natalia Haller Rotulado: Guillermo Romano .................................... 36 ONDAS FRAGUIANAS ......................................... 77 CORREO DE LECTORES ........................................... 78
http://revistaproxima.blogspot.com PROXIMA es una revista trimestral dedicada
a la difusión del género fantástico y la ciencia ficción producidos en el mundo hispanohablante. Es una publicación sin fines de lucro. Las colaboraciones no son pagas. Los autores, tanto escritores como ilustradores, mantienen los derechos sobre sus obras. Los nombres y situaciones aparecidos en los relatos son ficticios. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.
ILUSTRADORES ........................................................ 81
JUNIO 2011
Ediciones ayarmanot
EDITORIAL “Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo”, dice Roy en Blade Runner, de Ridley Scott. Su monólogo final en esa película es probablemente uno de los más recordados: “Yo he visto cosas que ustedes no creerían. Naves de ataque en llamas más allá de Orión. He visto rayos c brillar en la oscuridad, cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo... Como lágrimas en la lluvia... Es hora de morir”. En la obra de Scott, los replicantes vienen a la Tierra —y se arriesgan a ser cazados— en la desesperación por encontrar a su creador y pedirle que extienda sus vidas. Hay una especie de inocencia salvaje en esos seres. Son como chicos perdidos, capaces de una gran crueldad. Hay en ellos algo fascinante y aterrador. Son como un espejo de feria, que muestra un reflejo distorsionado, pero reflejo al fin. ¿Cuánto tiempo tenemos? La fragilidad de nuestra existencia, de nuestro bienestar, de cosas que damos por seguras, late en el borde de nuestro entendimiento, de nuestra aceptación. No es algo que negaríamos si lo analizamos racionalmente, pero no nos gusta pensar en ello. La muerte como misterio, como vértigo, como colapso ¿final?, es inabarcable, casi insondable para la imaginación y para la palabra. Es difícil decir que es lo que más nos asusta de ella. Quizás sea el miedo a comprobar cuán efímeros somos, cuán permeables al olvido. Que lo que hemos sido, con nuestra desaparición, se pierda para siempre. Quizás sea el miedo a las formas de la muerte: el deterioro, la degradación de la carne y de la mente, los procesos que la preceden. Quizás sea la angustia ante la pérdida. Abandonar a quienes amamos o ser abandonados por ellos. O simplemente el miedo a lo desconocido llevado a su quintaesencia. Sin embargo no importa cuánto se intente racionalizar ese temor, está fuera de alcance. Aparece grabado a fuego en la base misma de nuestro instinto. De algún modo nos define. Tanto es así, que a veces su incursión, la repentina toma de conciencia sobre la mortalidad —una toma de conciencia cabal, inequívoca— cambia la visión que tenemos del mundo y nuestra actitud frente a él. A veces es el inicio de un proceso en el que se reordenan prioridades, en el que la vida y el presente adquieren nuevo valor. Una especie de renacimiento. Y lo agradecemos como un regalo, como si nos hubieran otorgado la extensión que pedían los Nexus-6. Pero esa toma de conciencia, por traumática, abrumadora y reveladora que terminara siendo, fue apenas un recordatorio de algo que muy en el fondo ya sabíamos. El mundo en que vivimos a menudo nos sumerge en lo urgente apartándonos de lo importante, nos distrae con sus vanidades, y nos dejamos arrastrar indolentes por rutinas que seguimos de memoria. Y el tiempo no se detiene. Lo único que nos queda es vivir sin miedo.
Laura Ponce
FANTASMAS CARLOS GARDINI
Así tu muerte despierta en mí el deseo de la muerte, como tu vida despertaba en mí el deseo de la vida. Luis Cernuda, «El joven marino»
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La niebla cubría el pueblo fantasma. En una loma, un cartel de lata chirriaba en el viento: Fermín del Mar. Desde allí, un sendero pedregoso bajaba al pueblo. Me detuve en la loma, dejé el bolso en el suelo, me sacudí el polvo del camino. Un ómnibus destartalado me había dejado a un par de kilómetros y yo había seguido a pie, acosado por un perro bizco y gruñón que no se decidía a morderme. —Fermín del Mar —leí en voz alta. El perro ladeó la cabeza, gimoteó y se alejó por el camino de tierra. Miré las letras despintadas del cartel, el caserío recostado contra el Atlántico, los jirones de niebla, la playa ripiosa, el promontorio donde un faro derruido se perfilaba contra un sol moribundo. Por un acto de fe, había llegado a Fermín del Mar, que también era un acto de fe. Fermín del Mar no figuraba en los mapas ni en las guías. Sólo existía en los rumores. Los rumores a menudo mentían, y me habían llevado a otros pueblos costeros que tampoco figuraban en los mapas. Pero esos pueblos no tenían fantasmas. Ni siquiera tenían nombre. Me eché el bolso al hombro y bajé por el sendero pedregoso, internándome en la niebla. Al llegar abajo, me paré y cerré los ojos. Los abrí, y la niebla era un resplandor empañado. Entré en la única calle asfaltada y me crucé con un par de personas. Temía encontrar miradas hostiles, pero los fantasmas ni siquiera se dignaban mirarme. Había una pensión al final de la calle, decían los rumores, y esta vez los rumores no mentían. Atendía una mujer flaca y huesuda: un fantasma. Su sonrisa cordial era una mueca. Me informó que podía vivir allí o alquilar una casita. —Aquí está bien —dije, y saqué plata de la billetera. —Guarde la plata —dijo la mujer. —¿Sólo aceptan tarjeta? —pregunté, con más incredulidad que ironía. —Aceptamos trabajo. —No planeaba trabajar. —No se asuste. No tiene que empezar enseguida. Tiene un par de días para aclimatarse. —¿Por qué mi plata no sirve? —insistí. —Sirve. Cada tanto aceptamos contribuciones en efectivo. Por ahora, aquí tiene una lista de puestos vacantes. Sus manos ganchudas me acercaron un papel amarillento. Tendría que hacerle caso si quería ser un fantasma.
Miré la lista. Los puestos vacantes eran «Bibliotecario», «Farero» y «Ayudante de Amanda (comida casera)». Ya había vivido demasiado tiempo entre libros, así que deseché «Bibliotecario». Recordé el faro derruido y «Farero» me pareció una broma. Elegí «Ayudante de Amanda (comida casera)». Las manos ganchudas marcaron el puesto con una cruz y con mi nombre. —Buena elección —dijo la mujer. Por un pasillo de paredes blanqueadas, me llevó hasta una pieza donde había una cama, una mesita y una silla. —El baño está al fondo del pasillo —me explicó. Me quedé esperando frente a la puerta. —¿Alguna otra cosita? —preguntó la mujer. —¿No me da la llave? —En Fermín del Mar no usamos llave. —¿Cómo que no usan llave? —¿Para qué? —La mujer me guiñó el ojo—. Los fantasmas pueden atravesar las puertas. Al día siguiente me presenté en casa de Amanda. Era una mujer cuarentona, hurañamente atractiva. Usaba una cofia y un delantal manchado de harina. —¿El ayudante? —preguntó. Asentí, y ella me miró de arriba abajo. —Tenés cara de profesor —me dijo. Por timidez no le aclaré que eso era, o había sido. Sin presentarse, Amanda se enjugó las manos en el delantal y me llevó a la cocina. Señaló una pila de cacharros grasientos. —Te hubiera convenido elegir «Bibliotecario» —dijo. Mientras ella amasaba, me puse a lavar los cacharros, mirando el mar por la ventana de la cocina. No nos dijimos ni una palabra. Terminé de lavar un par de horas después. Miré hacia atrás y Amanda no estaba. Se había ido con sigilo, y con igual sigilo me había dejado un plato de comida sobre la mesa. No me animé a recorrer la casa para buscarla. Comí, tratando de no hacer ruido con los cubiertos, y me fui de la casa sin despedirme. Caminé despacio hacia la pensión. Mis pasos resonaban en la calle húmeda. Sólo se oía el gemido del viento. Nadie escuchaba radio, nadie miraba televisión. El silencio era vigorizante.
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Por la mañana volví a lo de Amanda. Me abrió la puerta sin una palabra, y yo me puse a lavar cacharros mientras ella preparaba comida. —Sos de Buenos Aires —me dijo. Ni siquiera era una pregunta, y ninguno de los dos volvió a hablar. Ese día fue una copia del anterior, y del siguiente. Trabajábamos, y después ella desaparecía. Yo comía lo que me dejaba y me iba a dormir a la pensión. Siempre estábamos al borde de una conversación que ninguno de los dos se atrevía a iniciar. Una vez me puse a tararear, sin darme cuenta. —¿Te gusta la música? —preguntó Amanda. —Me gusta —le dije—. O me gustaba. —A mí también. A veces extraño eso, la música. Iba a preguntarle qué música le gustaba, pero decidí evitar los rodeos. —¿A quién perdiste? —pregunté. Mi pregunta me sobresaltó, como si hubiera roto un vidrio. Ella dejó las zanahorias que estaba picando y me miró a los ojos. Noté que los suyos eran grises, y supe que estaban desteñidos por la pena. —Mi hija, Rita —respondió—. Sólo tenía quince años. —Agregó, lagrimeando—: La pobre quería ser modelo. —¿Tenés marido? —Estábamos separados. Él intentó usar ese pretexto, la muerte de Rita, para que lo aceptara de vuelta. No se lo permití. La muerte me atrae, como a todos los que hemos venido aquí. Pero no quiero ser una muerta en vida, esclava de sus errores. ¿Y vos a quién perdiste? —Mi mujer, Susana. —¿Qué era, o qué quería ser? —Profesora. —Ajá. ¿Y te enseñó muchas cosas? El tono burlón me fastidió, y no respondí nada. —Perdón —dijo Amanda—. No quise ser grosera. Murió de golpe, ¿verdad? Asentí. —Demasiado joven —rezongó Amanda, y siguió picando zanahorias con repentina furia—. Demasiado joven —repitió. No se interesó en la edad exacta de Susana ni en cómo había muerto. Esos detalles no tenían importancia para los fantasmas. En cambio preguntó—: ¿Era tu espíritu afín? Le estudié la mirada, y vi que lo preguntaba con toda seriedad. —Eso creo —murmuré, con un nudo en la garganta.
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—Y cada noche la volvés a perder en sueños. Sentí un latigazo en el pecho. —¿Cómo sabés todo esto? —pregunté. Amanda se encogió de hombros. —¿Te quedó familia? ¿Hijos? —preguntó. Asentí en silencio, sin hacer precisiones. —Pero ya son grandes, y ellos necesitan vivir, y vos no —dijo Amanda. —Algo así —concedí. Oí el retumbo del mar. Un sonido hermoso pero vacío. ¿Qué sentido tenía si Susana ya no podía oírlo? —Aquí nadie va a tratar de consolarte con ñoñerías —dijo Amanda—. Estás entre hermanos. —Entre hermanos —repetí. Sólo los fantasmas aguantábamos Fermín del Mar. La vida era un hotel inhóspito, y esperábamos el check-out. No nos suicidábamos (convicción religiosa, cobardía, desidia, apatía) pero día a día vivíamos en un limbo. Estábamos hartos de oír que el tiempo sanaría la herida. Sólo la eternidad sanaría la herida. Cuando llegara el sueño definitivo, el retumbo del mar sería nuestra canción de cuna. Pero nuestra austera comunidad no toleraba la vagancia ni la depresión. Alguien tenía que pintar, revocar, soldar, pescar, cocinar, curar, coser, vendar. Cada cual vivía modestamente de su trabajo, que contribuía a mantener el trabajo de otros. Una vez por semana una camioneta compraba provisiones en un pueblo cercano. El mundo externo había aprendido a respetarnos. También aceptaba nuestros productos —tallas en madera, mermeladas, conservas de pescado, barquitos en botella—, más sólidos que un dinero siempre acechado por la devaluación. No había matrimonios ni nacimientos, pero había muertes. Ese invierno alguien murió, y lo sepultamos en nuestro cementerio sin lápidas. Le pregunté a Amanda si esto no causaba problemas legales. ¿Nadie reclamaba el cuerpo ni el documento del difunto? ¿Nadie extendía un certificado de defunción? ¿Nadie disponía de sus bienes? —Hemos pedido que nos dejaran en paz. Por una módica suma, nos dejan en paz. —¿Así de simple? Amanda me acarició las mejillas. —Todos tienen miedo de los fantasmas.
Un atardecer de principios de verano nos acercamos al faro desde el mar. Amanda me enseñaba a manejar una de las lanchas con motor fuera de borda que la gente de Fermín del Mar usaba para la pesca. El mar titilaba al sol. El viento tibio era confortante: sentí que Susana, mi mujer, me abrazaba con un cuerpo inasible, y mi propio cuerpo se disolvía en chispazos de luz. —¿Qué hace el farero? —pregunté—. Cuando hay farero. —El farero cuida el faro —dijo Amanda. —Pero el faro no funciona. —No hace falta. No hay tráfico marítimo que se acerque a estas costas. —¿El miedo a los fantasmas? —bromeé. —Entre otras cosas —dijo Amanda con seriedad. —Aquí todos trabajan para todos. Es raro un trabajo que no sirve para nada. —¿Cómo sabés que no sirve? Sos nuevo aquí. —Sí, soy nuevo —admití, aunque hacía semanas que vivía en Fermín del Mar. —En un tiempo, alguien tocaba música en el faro. —¿Música? —Música. Por eso lo seguimos cuidando. Un olor nuevo llegó de mar adentro, un olor tan contradictorio y elusivo como la respuesta de Amanda: salado pero dulzón, fresco pero rancio. Noté que ella miraba nerviosamente el horizonte. —¿Qué es ese olor? —pregunté. Ella me miró con insólita felicidad. —¿Ves que sos nuevo? —dijo—. Hay muchas cosas que no entendés. Sin darme explicaciones, paró la lancha y dejó que el oleaje nos hamacara. Clavó los ojos en el horizonte y no habló más. Pensé que nuestra hermandad se había roto. Quizá yo no sirviera para ser fantasma. Quizá Fermín del Mar fuera un error. Esa noche guardé mis cosas en mi bolso, me fui de la pensión, subí la loma pedregosa de la entrada del pueblo y me paré frente al letrero chirriante. El viento del mar traía ese olor potente y ambiguo. Miré el camino de tierra a la luz de una luna porosa. Había esperado que apareciera ese perro bizco y gruñón, pero no había nada ni nadie, sólo el camino de tierra, señalando el mundo de los
vivos. Miré el mar, la niebla que cubría el pueblo fantasma, el agua brumosa, el cielo turbio. Una ráfaga me sopló en la cara ese olor contradictorio. El olor me llamaba. El mundo de los vivos me estaba prohibido. Le pegué un puñetazo al letrero, lastimándome los nudillos. Recogí el bolso y bajé de nuevo al pueblo. Al día siguiente regresé a la casa de Amanda. —Sabía que ibas a volver —dijo ella, mirándome los nudillos despellejados. —¿Cómo supiste que me había ido? —Los fantasmas sabemos todos los secretos —dijo Amanda, y se puso a cocinar.
Caminábamos hacia el faro por la playa ripiosa. Amanda estaba emocionada, crispada. No me animé a preguntarle por qué. Ella miraba el mar con insistencia. El sol era un disco mortecino en el cielo nuboso. En el horizonte, una tormenta eléctrica resquebrajaba las nubes. De pronto Amanda me aferró la cara y me besó en la boca. Sentí el impulso de abrazarla, pero la aparté bruscamente. —No puedo hacer esto —le dije. —Tenés que poder. —Vine aquí a ser un fantasma. —Precisamente. Usá el nombre de ella, si querés. —¿Ella? —Susana —dijo—. Tu espíritu afín. De nuevo usó su tono burlón, y me enfureció. La abracé con rabia. No quería besarla sino estrangularla, pero la besé con intensidad, en el cuello, los brazos, las mejillas. Quise usar el nombre de Susana, pero se me atragantó, y busqué en la piel de Amanda las sílabas de ese nombre amado. Sólo encontré ese olor penetrante que llegaba del mar. Amanda me clavó las uñas en la espalda. Por un segundo, en la arena ripiosa, bailamos un tango de sangre y dolor. Cerré los ojos, y del dolor surgió una ululación líquida: mugido, bramido, trompetazo, berrido. Abrí los ojos. La ululación llegaba del mar. Sin soltar a Amanda, miré hacia el agua. Un géiser de espuma bullía a cien metros. Una sombra aceitosa emergió de la espuma y brincó en el aire. Alas membranosas taparon el sol mor-
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tecino, batieron el oleaje con un burbujeo explosivo. Amanda se desprendió de mí, caminó hacia la orilla, se quitó las sandalias, metió los pies en el agua y se abrazó el cuerpo, meciéndose como en éxtasis. Comprendí que el beso de Amanda era sólo un rito preparatorio que no estaba destinado a mí. En mi desconcierto, me asombró sentir celos de esa cosa que emergía del agua. —Rita, Rita… —repetía Amanda. El nombre de su hija. La sombra surcaba el oleaje con majestuosa lentitud. La tormenta eléctrica se aproximaba a la costa y el reflejo de los relámpagos resbalaba en la superficie aceitosa. La sombra se detuvo, lanzó otro trompetazo y se sumergió. Amanda cayó de rodillas en la arena ripiosa. Me acerqué a ella mientras caían las primeras gotas de lluvia. —Rita —repetía ella—, Rita. —Vamos —le dije, por decir algo. Ella asintió, pero no se levantó hasta que las aguas dejaron de burbujear. Mientras la ayudaba a calzarse las sandalias, noté que una multitud se había agolpado en la playa, indiferente a los ramalazos del súbito chubasco que barría la costa. Todos sonreían en silencio, fantasmas de la felicidad. —El ángel del mar —me explicó Amanda en su casa. Ella amasaba y yo picaba verduras. Mi ayuda ya no se limitaba a lavar cacharros. —¿El ángel del mar? —pregunté. —¿No viste las alas? Viene todos los veranos. Se anuncia con su olor, y luego se oye su voz. —No me dijiste nada. ¿Por qué? —Él es nuestro secreto. Algunos sienten asco de ese olor y se van. Si se van, es porque no tienen derecho a estar acá. —¿Entonces yo estoy aprobado? Amanda ladeó la cabeza, mirándome con una especie de ternura despectiva. —Tu propia aprobación es la única que cuenta. —¿Cuánto hace que viene el ángel del mar? —Años. Desde que existe el pueblo. Desde que alguien tocaba música en el faro. Esa desconcertante alusión a la música del faro volvió a irritarme. —¿Alguna vez oíste esa música? —pregunté. —Nunca. Pero me gustaría. A veces camino por la playa para escucharla.
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Resoplé. Decidí olvidar la música. —¿Alguna vez viste al ángel del mar de cerca? Amanda me miró extrañada. —Nadie lo vio de cerca. Ni siquiera sabemos qué forma tiene. Pero sabemos que es doble. —¿Doble? —Un macho y una hembra unidos como siameses. —¿Siameses? —El ángel del mar es un animal extraño. La palabra animal me tranquilizó. —¿Es un ejemplar aberrante? —pregunté. —No, su especie es así. Cuando uno de ellos muere, el otro permanece unido, y el sobreviviente debe arrastrar su peso. Sólo en ese estado se acerca a la costa. El ángel es una criatura que arrastra el peso de su pareja muerta. —Me estás tomando el pelo —rezongué, olvidándome de lo que había visto, de lo que había oído y olido, aunque ese olor dulzón pero salobre aún entraba por la ventana. Una punzada me atravesó el pecho, y me encorvé súbitamente. Amanda me apoyó la mano en el corazón. El dolor se calmó y con cierta decepción noté que seguía vivo. —¿Ves? —dijo ella—. Él siente lo que sentimos todos. Le aparté la mano con brusquedad. Amanda me dio la espalda, aspiró el viento marino. Noté que lloraba. Me acerqué por detrás, le aferré los hombros, traté de calmarla. —Necesito entender —le dije. —¿Entendés por qué viniste aquí? —Vine aquí porque no soportaba la vida. —No. Aunque no lo supieras, viniste aquí porque él te atrajo. Este pueblo existe porque él existe. —¿Esa es tu explicación? ¿El pueblo existe porque él existe? Amanda se dio vuelta, me clavó sus ojos grises, desteñidos por la pena. —No tengo explicaciones —dijo—. Si querés, te puedo contar la historia. No atiné a responder. Un trompetazo hizo vibrar los vidrios. Amanda y yo nos acercamos a la ventana. Una tromba de espuma estallaba a poca distancia de la costa, bajo las nubes que rodaban hacia el horizonte. Sentí una conmoción en los hombros de Amanda, y sentí que esa conmoción nos unía. El trompetazo se disolvió en un mugido persis-
tente, un quejido de violín anudado con un rezongo de gaita. Nos quedamos escuchando. Por la ventana, vi gente que caminaba hacia la costa, y supe que en ese momento todos hacíamos lo mismo en Fermín del Mar. Desde la calle, desde los umbrales, desde las ventanas, desde la playa, desde el acantilado, todos mirábamos, respirábamos y escuchábamos la sinfonía de nuestro dolor. No había chicos en Fermín del Mar, pero en ese momento todos éramos chicos. Cuando la criatura calló, y la tromba se redujo a un burbujeo lejano, quedamos envueltos en un silencio profundo. El cielo se despejó de golpe. El horizonte era un gran bostezo. Amanda aflojó los hombros. —Contame la historia —le pedí. La historia era simple. El mugido del ángel del mar había atraído a los primeros pobladores de Fermín del Mar. Siendo fantasmas, no le tomaban fotos, no lo estudiaban, no sentían la tentación de transformarlo en atracción turística. Algunos se hacían preguntas, pero pronto perdían la curiosidad y aceptaban las cosas como eran. —¿Cómo sabés todo esto? —pregunté de mal modo. —Todos lo sabemos. Está en los libros. —¿Qué libros? —Tenemos nuestra biblioteca —replicó Amanda. Recordé el vetusto edificio, el vetusto letrero: Museo y biblioteca. Iba a hacer un comentario socarrón, pero otra punzada me atravesó el pecho. Amanda volvió a apoyarme la mano en el corazón. —Te dije desde el primer día que te convenía anotarte en «Bibliotecario» —dijo. Esa noche le pregunté a la mujer de la pensión si «Bibliotecario» seguía vacante. Aunque nadie más había llegado al pueblo, la mujer consultó la lista como si hubiera una cola de aspirantes. Las manos ganchudas tacharon mi nombre de «Asistente de Amanda (comida casera)» y marcaron el nuevo puesto con una cruz. —Buena elección —dijo la mujer. El museo de Fermín del Mar era una salita donde se exhibía un cráneo marrón y desdentado («Aborigen de la región»), un sulki descascarado,
un antiguo cochecito para bebé, una vitrola, un arado, parte del esqueleto de un cetáceo («Ballena encallada»), un facón oxidado, un instrumento musical exótico («Gurumur»). La biblioteca contigua consistía en donaciones misceláneas de libros en rústica, desde manuales escolares hasta una serie de Grandes Novelistas. Las tarjetas del archivo seguían un orden alfabético que a menudo se valía del nombre del autor, no del apellido. Hojas de hierba de Walt Whitman figuraba entre los libros de botánica. Examiné con escepticismo el estante que tenía el rótulo «Ángel del mar». Contenía una docena de volúmenes y un manuscrito encuadernado, titulado Diario del Tutelar. El encuadernador había incluido páginas en blanco, como si esperase que otras personas continuaran el diario, que hasta ese momento tenía un solo autor. Todas las anotaciones estaban redactadas con una caligrafía exquisita de trazos ondulantes. Soy un fantasma, decía la primera anotación. Ninguna entrada tenía fecha, como si el acto de fechar no congeniara con esa condición fantasmal. La segunda anotación decía: Pero mi música aún suena en el mundo de los vivos. Pensé en Amanda y sus alusiones a la música del faro. Miré los otros volúmenes, tesoros de una rareza que los destacaba del resto de la biblioteca. Todos estaban publicados más de cien años atrás. Ninguno estaba editado en el país. Ninguno tenía nombre de autor. Casi todos estaban en otros idiomas. Había un catálogo de criaturas marinas que oscilaba entre el tratado de zoología y el bestiario alegórico: el ángel del mar convivía con la sirena, la ballena y el celacanto. Un ensayo analizaba las melodías salvajes de los ángeles del mar y su efecto seductor en los navegantes. Otro volumen incluía una edición facsimilar de un texto medieval. Me pasé varias semanas leyendo y releyendo los libros, estudiando las ilustraciones. Los dibujos y grabados siempre eran fragmentarios. Se veían aletas de pez, alas de dragón, cabezas de serpiente marina o de cetáceo. Gran parte del cuerpo doble era un caparazón córneo y lustroso que la criatura sobreviviente arrastraba entero, aunque el mar ya hubiese devorado la carne putrefacta de su pareja. La ambigüedad de las ilustraciones reflejaba las controversias acerca de la naturaleza de los órganos o las partes del cuerpo. ¿Pico o boca alargada? ¿Escamas o caparazón? ¿Alas membranosas o
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aletas lustrosas? ¿Cola de cetáceo o de dragón? ¿Ovíparo o mamífero? ¿La hembra compartía su embarazo con el macho al que estaba ligada tan íntimamente? Los artículos más «científicos» rechazaban la idea de una criatura doble. «¿Por qué la evolución nos daría esta bestia improbable? ¿Qué ventaja tendría este engendro en lo concerniente a la supervivencia de su propia especie? —preguntaba ampulosamente un articulista—. Si hay algún enigma en el abismo pelágico, la ciencia ya arrojará su luz esclarecedora allí donde hasta ahora ha reinado la superchería.» Un compilador consignaba testimonios de pescadores, marinos, habitantes de pueblos costeros. Todos coincidían en la naturaleza doble del animal, pero el compilador describía con desdén a los testigos: «Muchos de ellos son personas toscas e incultas, la mayoría analfabetas, que repiten lo que han oído en viejas leyendas». En un giro desconcertante, concedía la posibilidad de que se tratara de un ejemplar hermafrodita. Este traspié me intrigó. El hermafroditismo podía explicar un doble juego de órganos, pero no dos cuerpos unidos. El ángel del mar poseía una lógica elusiva que enturbiaba la lógica de los presuntos expertos. Algunos estudiosos concedían la posibilidad de una especie constituida por siameses, en la que cada pareja engendraba otra pareja de siameses. El tratadista medieval no se detenía en especulaciones biológicas. «En esta criatura doble — afirmaba—, macho y hembra se aúnan en perfecta conjunción.» Citando un pasaje de Números, exclamaba con admiración: «¡Lo que Dios ha hecho!». Las descripciones eran contradictorias («lustroso pelaje», «criatura lampiña») pero las contradicciones eran irrelevantes y quizá deliberadas: el angelus maris era un emblema o alegoría viviente del amor de Cristo, que trascendía la muerte. Un místico del Medio Oriente observaba: «Su música portentosa es presencia pura». Había un volumen entero dedicado a la historia de una orden monacal caballeresca, los Tutelares del Ángel, consagrada al cuidado del ángel del mar. «La caridad nos obliga a privarnos de esa música —sostenía un miembro de la orden—. El sacrificio del ángel es nuestro sacrificio y nuestra redención.»
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El cuidado del ángel del mar consistía en sacrificar a la criatura sobreviviente cuando moría el macho o la hembra. Este sacrificio era un acto de piedad, porque acortaba el sufrimiento de una bestia noble. Era un acto de gratitud, porque reconocía la generosidad de una naturaleza que nos ofrecía ese espectáculo milagroso para nuestra edificación. Era un acto de valentía, porque el ángel que languidecía por su pareja muerta era un animal irascible y peligroso. Era un acto de fe, porque no tenía «otro propósito que el de honrar al Increado». El sacrificio se realizaba mediante un instrumento musical llamado gurumur, el mismo que yo había visto en el museo contiguo. A primera vista, el gurumur parecía un laúd alargado de tres cuerdas. En realidad, el cuerpo del instrumento contenía dos odres, y ambos absorbían el aire por un soplete y lo expulsaban por una boquilla. Cada una de las cuerdas laterales, en combinación con la del centro, imitaba el gemido del macho o de la hembra. La cuerda central controlaba la hinchazón de los odres, y un par de clavijas controlaba la abertura de los sopletes y las boquillas, graduando el volumen. La música servía para atraer al animal a la costa con una nota neutra. Para sacrificarlo, era preciso saber a qué sexo pertenecía el individuo sobreviviente. Si había sobrevivido el macho, el gurumur debía imitar el grito de la hembra, y viceversa. Al oír el grito de su pareja, el animal se serenaba, se resignaba y simplemente moría. Algunos artículos con pretensiones técnicas daban explicaciones farragosas acerca de la potencia y los alcances del sonido del instrumento, y sus efectos en el cerebro del animal. Un texto de los Tutelares decía simplemente: «Nuestra música surca la senda del espíritu, y no halla obstáculos en las alturas del cielo ni en las honduras del mar». Y enfatizaba: «La devoción por su pareja origina el padecimiento del ángel. La devoción del Tutelar le pone fin, y debe ser igualmente absoluta». Un error podía costarle la vida al Tutelar. El indolente es víctima de su desidia, decía la leyenda de una estampa donde la criatura despedazaba la embarcación del benévolo verdugo. La divisa de los Tutelares era una cruz formada por una criatura doble. La orden había nacido en una isla del Mediterráneo, antes de las Cruzadas. Con los siglos, se había expandido por Europa meridional y África del Norte. Había trascendido las fronteras de la Cristiandad y había encontrado
devotos en el Oriente medio y lejano. Había incluido musulmanes, budistas e idólatras. Sus miembros eran escasos, y guardaban el secreto de su existencia en una ambigüedad que había terminado por erosionar su organización. Muchos factores habían atentado contra la supervivencia de la orden: las rivalidades internas, las conspiraciones externas, la heterogeneidad de sus integrantes, la homogeneidad de sus integrantes, la falta de fondos, el exceso de fondos, la expansión excesiva, la expansión limitada. Un siglo tras otro, los Tutelares padecieron persecuciones. Una cruzada secreta destruía sus monasterios, bibliotecas y gurumures. La presunción de que un animal tuviera alma escandalizaba a algunos teólogos. Clérigos de varias religiones repudiaban la idea de que una congregación mística uniera a personas de distintos credos. La simbología religiosa irritaba a los pensadores racionalistas. Líderes revolucionarios del siglo dieciocho los acusaron de conspirar contra la razón en complicidad con elementos del Antiguo Régimen. Asesinos pagados por reyes, papas, duques, filósofos y sultanes los apuñalaron o envenenaron por su devoción a una criatura inocente. Leí en último término el primer libro que había hojeado, el Diario del Tutelar. La exquisita caligrafía me mareaba con sus ondulaciones. Consultando estampas de otro volumen, verifiqué que esa caligrafía formaba parte de la disciplina de los Tutelares. Cada Tutelar tenía la obligación de narrar una crónica de cada cacería. Allí debía consignar las transformaciones que había sufrido en cuerpo y alma mientras se disciplinaba para el sacrificio de la criatura, así como los detalles del sacrificio. La orden existía para cumplir el acto de piedad por el cual nos privaba de la «música portentosa» del ángel del mar, pero cada crónica debía registrar los ecos de esa música. Pensé en todas las crónicas destruidas por los enemigos de la orden, en todos los ecos silenciados. Soy un fantasma, releí. El autor del Diario se consideraba el último miembro de la orden. Huyendo de la persecución sufrida en mares lejanos, había traído sus libros y su instrumento al Atlántico Sur. Un inmigrante más, buscando nuevas esperanzas en estas tierras. En las últimas anotaciones hablaba serenamente de la cercanía de la muerte, agradecía la
belleza de la música del gurumur.
Pero mi música aún suena en el mundo de los vivos, releí, hojeando el Diario frente al faro derruido. El Diario era la crónica de una cacería inconclusa. El Tutelar había tocado su instrumento en el faro. La música había atraído a nuestro ángel del mar, pero el Tutelar había muerto antes de verlo. Los nuevos habitantes de Fermín del Mar habían guardado solemnemente el gurumur en el museo, sin mayor idea de su valor, y habían hojeado solemnemente los libros, sin profundizar demasiado en sus implicaciones. Sin darse cuenta, el fantasma había fundado un pueblo fantasma.
Al terminar el verano, el ángel del mar se sumergió y enfiló mar adentro. Tuvimos que resignarnos a la ausencia de su olor, al raquitismo de nuestra soledad. Una noche me desperté, toqué el otro lado de la cama y encontré a Susana. La miré con alivio. —Tuve un sueño espantoso —le dije—. Soñé que habías muerto. Susana sonrió. La acaricié y la abracé. La sonrisa se marchitó, y Susana se disolvió en una masa acuosa. La solté con horror y abrí los ojos. Estaba solo en la pieza de la pensión. Al día siguiente, examiné con mayor atención el instrumento del Tutelar. Me sorprendía que ninguno de los libros aludiera al origen del término gurumur. Había pensado que era la transcripción fonética de una palabra exótica. Comprendí que ese sonido era un eco rudimentario del gemido de la criatura. Si aprendía a tocar el gurumur, me adueñaría de ese gemido. La música del ángel no me abandonaría nunca. Guiándome por las estampas de los libros, ajusté un par de piezas. Después busqué lugares solitarios para practicar. En Fermín del Mar no usaban llaves, así que de noche podía entrar en el museo para llevarme el gurumur. A veces salía en la lancha que Amanda me había enseñado a manejar. Con las clavijas, ponía el volumen al mínimo y tocaba el gurumur en lugares apartados. Al principio sentí cierto consuelo. El instrumento me confortaría mientras esperaba el verano y la llegada del ángel. Después lamenté mi mezquindad. El ángel reclamaba su muerte, y no escuchába-
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mos ese reclamo porque no queríamos vivir sin su canto. Amanda vino a visitarme en la biblioteca y me trajo una tarta de regalo. Miró con curiosidad las hojas en blanco donde yo practicaba la caligrafía de los Tutelares. —¿Qué son esas letras? —preguntó. —No son meras letras —respondí. Señalé los sinuosos caracteres—. Sus ondulaciones imitan el movimiento del ángel. Amanda se encogió de hombros. Le mostré el tratado medieval, el bestiario, la historia de los Tutelares. —Ya los conozco —dijo ella. —¿Los leíste? —Alguien me contó lo que decían. —¿Alguien se molestó en leerlos? —¿Por qué me hablás en ese tono? —Ningún tono. Sólo quiero saber qué sabés. —Sé lo que sé. Y no te he mentido en nada. Abrí un par de páginas donde había ilustraciones. Las señalé. Amanda ni se dignó mirarlas. —Estos libros hablan de gente que mataba a los ángeles del mar —le dije. —¿Por qué? El ángel del mar es inofensivo. —No por crueldad, sino para aliviarle el dolor. —Es sólo un animal —dijo Amanda, pero se le empañaron los ojos—. Además, ¿quién se animaría? ¿Y cómo? —La música. La música que tocaban en el faro. Amanda me miró con escepticismo. —¿La música sirve para sacrificarlo? — preguntó. —Para atraerlo, y luego para sacrificarlo. —Entonces ya no sé si quiero escucharla. —Precisamente. El sacrificio del ángel es nuestro sacrificio. Amanda ladeó la cabeza. —Parece que has leído los libros mejor que los demás, y ahora querés enseñarnos. —No quiero enseñar nada a nadie. Pero la música del faro tenía una función. —¿A quién le importa la música del faro? — dijo Amanda, y se alejó de mí. No dio media vuelta, sino que retrocedió como si yo la espantara y no se atreviera a darme la espalda—. Espero que te guste la tarta. A solas en la biblioteca, revisé mis propias motivaciones. ¿Me impulsaban el dolor y la compasión, o sólo la arrogancia?
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Esa noche volví a internarme en el mar con el gurumur. Llevé la tarta de Amanda para cenar en la lancha. No pude terminarla, porque la música del gurumur me llenó de angustia. Aún tenía el nombre de Susana atorado en la garganta. Quizá fuera arrogancia, pensé, pero la arrogancia era mejor que la indiferencia. De madrugada arrojé las sobras de la tarta al agua. Las gaviotas se las disputaron con graznidos histéricos. Llegó el nuevo verano. Llegó el viento almizclado. Llegó el ángel del mar. Una tarde, mientras todos escuchaban los trompetazos del ángel, me encerré en el museo y me quedé mirando el gurumur, haciendo trazos caligráficos en el aire. El indolente es víctima de su desidia, pensé, evocando la estampa en que la criatura despedazaba una embarcación. Al anochecer los mugidos del ángel cesaron, y los habitantes de Fermín del Mar se recluyeron en sus casas. Tomé el gurumur y caminé hacia la costa por las calles desiertas. El calor era aplastante. Nubarrones relampagueantes cubrían el horizonte. Abordé la lancha y enfilé mar adentro. Yo había anhelado la muerte, pero ese anhelo era una abstracción. Ahora que enfrentaba un peligro real, tiritaba a pesar del calor. El ángel del mar era una bestia que podía triturarme. Agotado por la tensión, me adormilé. Desperté alarmado cuando la lancha chocó contra una superficie dura y lustrosa. Por un segundo pensé que había regresado a la costa. Pronto comprendí que había chocado contra la criatura. Las olas lamían un caparazón córneo y una superficie aceitosa. Aletas membranosas se mecían con el vaivén del agua. Vi jirones de carne marchita que colgaban de un borde del caparazón, y deduje que estaba del lado de la hembra muerta. El borde estaba adornado con tracerías que parecían representar cohortes de ángeles. Me espantó que la naturaleza se hubiera entregado a este exuberante barroquismo. Me arrepentí de mi temeridad y decidí alejarme de esa isla viviente. Retrocedí unos metros, y oí un retumbo contra el oleaje, el martilleo de un corazón enorme. Dos gemas líquidas se encendieron bajo el agua: los ojos. Apagué el motor.
Esos ojos: no podía desprenderme de su atracción magnética. Sentía vértigo, el deseo de mirarlos para siempre. Pensé que me quedaría allí toda la noche, hasta que un movimiento displicente de la criatura despedazara la embarcación. El ángel se meció con un bamboleo lánguido que hamacó peligrosamente la lancha. Una cola de cetáceo o de dragón se alzó en una explosión de espuma, como si el ángel se desperezara. El miedo me arrancó del trance. El vértigo se disipó, y sólo reparé en la tristeza infinita de esa mirada. Desenvolví el gurumur, me lo apoyé en el cuerpo. Me dejé acunar por el oleaje y el retumbo del corazón de la criatura. Me entregué a ese ritmo, cerré los ojos, erguí el cuerpo, moví las clavijas del gurumur para elevar el volumen, apoyé las manos en las cuerdas. Esperé. Cuando cesó el eco de un latido, tañí el gurumur. Con una firmeza y una precisión que me sorprendieron, toqué la nota que imitaba el grito de la hembra. Abrí los ojos. Las gemas líquidas parpadearon bajo el agua. La criatura mugió, bramó, rugió, gimió. El gemido me puso la carne de gallina. Un cuello escamoso se arqueó sobre el agua. Pensé que se desplomaría sobre mí, pero descendió suavemente. El gemido se aplacó poco a poco. En medio del nimbo de espuma, volví a ver el fulgor de los ojos. Se clavaron en mí, y el filo de esa mirada me cortó la respiración. Los ojos se cristalizaban, su resplandor se apagaba, las gemas blancas se astillaban y disolvían. Una mancha lechosa se derramó en el mar. Volví a respirar normalmente. El enorme latido, que hacía vibrar las aguas negras con su bombeo, cesaba gradualmente. Un grito estalló en el aire. —¡Susana! —oí—. ¡Susana! El grito se repetía una y otra vez, y miré alrededor sobresaltado. Sopló un viento súbito, y ese nombre amado me abrazó, y sentí a Susana dentro de mí. Por un segundo su presencia restañó mis heridas. El viento amainó y el grito se deshilachó en la brisa. El que gritaba era yo. El ángel del mar me respondió con un mugido que se redujo a un murmullo y un gorgoteo. Supe que su corazón desgarrado se había partido defi-
nitivamente cuando lanzó un líquido suspiro de alivio cuyo burbujeo impulsó la lancha hacia la negrura de la noche. La lancha giró y se zamarreó, y empuñé el timón con fuerza mientras el ángel se alejaba a la deriva. El vaivén de las olas ocultó la costa y el horizonte. Por un instante de terror no supe dónde me encontraba. Sólo veía una turbulencia oscura donde los nubarrones alternaban con aguas encrespadas. Me sentí un imbécil. Ni siquiera tenía una brújula para guiarme. —Susana —gemí, mirando el cielo. Estalló un relámpago, un dedo eléctrico que señalaba el faro con su chisporroteo. Me dirigí a la playa ripiosa. Encallé la lancha, salté a la arena. Una pequeña muchedumbre me esperaba en la playa. Todos clavaban los ojos en aquella criatura que naufragaba majestuosamente en un mar súbitamente agitado. La luz de los relámpagos barría una cara tras otra: angustia, impotencia, odio, consternación. Amanda se me acercó apretando los puños. —¿Por qué? ¿Por qué lo mataste? Respirando con dificultad, me toqué el pecho. Sentí la presencia de mi amor perdido, mi amor recobrado. —Le di la paz que él pedía —repliqué. —¿Y qué hay de nuestra paz? ¿De nuestra vida? —Nuestra vida es un tributo a la muerte. Somos fantasmas. Amanda alzó los brazos como para pegarme, pero los dejó caer y me apoyó la cabeza en el hombro. Soltó un sollozo seco, irguió la cara, me miró con ojos vidriosos. Se apartó, me acarició la mejilla con una especie de ternura rencorosa. —Sé que hiciste lo que debías —me dijo—. Sé que Rita lo querría así. —Espero que sí. Es difícil saber lo que querrían los muertos. Mi cuerpo se aflojó, y me puse a temblar espasmódicamente. Me muero, pensé, pero era sólo el efecto de la mojadura y del viento. Amanda me aferró los hombros para sostenerme. Yo quería irme de allí, pero la silenciosa muchedumbre nos cercaba. Me apoyé en Amanda, que me guió con firmeza a través de la gente. Un viejo encorvado se me acercó y masculló una protesta. Amanda siguió adelante y no me dejó replicar. El viejo la miró con furia, sorprendi-
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do de que me protegiera, y se apartó del paso. Le pedí a Amanda que se detuviera, alcé el gurumur, toqué un par de notas. Todos retrocedieron, intimidados. —Vendrán más ángeles —dije. El viejo se me acercó con expresión más blanda. Pensé que se disculparía. —¿Vendrán más? —preguntó en cambio. —¿Vendrán más? —repitieron otros. Sentí fastidio. Sólo querían volver a la situación anterior. Estaba demasiado cansado para dar explicaciones. —Pero les debemos algo a cambio de su música —intervino Amanda. —¿Por qué? —rezongó el viejo. —Porque también los fantasmas tienen honor —replicó Amanda. Caminé entre los curiosos con el gurumur en alto, apoyándome en Amanda. Quería irme de Fermín del Mar. Sólo sentía desprecio por esa gente. Nos cruzamos con la mujer que atendía la pensión. Me paré para decirle adiós, pero esa sonrisa cordial que era una mueca me dejó sin habla. A la luz de los relámpagos, miré con detenimiento la expresión ávida de los fantasmas que me rodeaban: angustia, impotencia, odio, consternación. Mis hermanos, en definitiva. ¿Quién era yo para despreciarlos? Sus debilidades eran las mías. La mujer de la pensión me clavaba los ojos, pendiente de mis palabras. Vacilé unos segundos, y al fin tomé una decisión. No me despediría del pueblo, sólo de la biblioteca, aunque alguna vez regresaría a esa salita humilde para consignar esta historia en el Diario
del Tutelar. El encuadernador había hecho bien en dejar páginas en blanco. —¿Está vacante «Farero»? —le pregunté a la mujer. Se tocó la frente como si consultara su lista de memoria. —No tengo el cuaderno conmigo, pero sí, está vacante. —Anóteme. La mujer entrelazó las manos ganchudas. —Buena elección —dijo. Amanda me estrujó la mano y me soltó. Miré sus ojos grises y desteñidos. La convulsión de un relámpago les devolvió el brillo por un instante. Me eché el gurumur al hombro y caminé hacia el faro. Allí esperaría mi muerte, o la llegada del próximo ángel del mar. Lo que viniera primero.
© Carlos Gardini
Carlos Gardini nació en Buenos Aires en 1948. En 1982 ganó el Primer Concurso del Círculo de Lectores con su cuento “Primera Línea”. Desde entonces ha publicado varios libros, tanto de cuentos como novelas, mereciendo elogios de la crítica y diversos premios, entre ellos, el Más Allá, el Ignotus y tres veces el UPC con sus novelas de ciencia ficción “Los ojos de un Dios en celo” (1996), “El Libro de las Voces” (2001) y “Belcebú en llamas” (2007). También se ha destacado como traductor de Ursula K. Le Guin, Theodore Sturgeon y Cordwainer Smith, además de Robert Graves, William Shakespeare y Henry James. Su novela Tríptico de Trinidad (Bibliopolis, 2010) ha sido calificada por la revista Locus como la mejor novela de fantasía heroíca del 2010.
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TRIPAS REDUCTION JUAN GUINOT
Homenaje al cuento “El almohadón de plumas” de Horacio Quiroga
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Ahí está otra vez esa estúpida locutora del ¡Compre Ya! Desde la pantalla apunta con los ojitos achinados, hace piquito con los labios escurridos y larga en medio de un bostezo: “Compre ya el almohadón y llévese un cobertor sin cargo”; mientras el contador que está sobre su cabeza marca que quedan cada vez menos almohadones en stock. Ya tiene las piernitas flacuchas y no para de temblar. Pero sigue parada y con ese bendito almohadón de plumas apoyado en la nuca. La tipa se viene desinflando desde el fin del Noticiero de la medianoche y, a esta hora de la mañana, es un palito que luce orgullosa la acelerada marcación de las costillas, quijada, antebrazos y pómulos. La muy guacha lo logró, en pocas horas pasó de ser una mujer pulposa a un palito. Y todo gracias a ese almohadón que quiero, pero no puedo comprar porque hace más de siete horas que la pantalla no me toma la tarjeta. ¿No me lo quiere vender? Sí, eso debe ser. Lo quiere solo para ella y parece estar dispuesta a dejar la vida porque no se lo compre. Soy capaz de meterme en la pantalla y estrujarle el cogotito de pollo para manotearle ese almohadón de plumas; total con las horas que llevo mirando el ¡Compre Ya! me merezco uno gratis. Vamos, vamos, pantallita querida, te ruego que aceptes mi tarjeta, que emitas el recibo y que el parlante del buzón de mi camarote dispare un “¡Ring! Llegó su almohadón” y ahí, comba adiposa de mis tripas, te vas a reír por última vez. Te quiero ver adefesio de panza como te tragás esa risotada fofa. —Querida, ¿vas a desayunar? —Matzy no puedo moverme, estoy ocupada. —Te lo perdés. —Es que estoy a punto de sacar algo del ¡Compre Ya!. —¿A punto? La estadística marital me dice que pasaste la noche entera frente a tu pantalla ¿Qué te tiene tan pendiente? —Prendé la tuya y vas a saber. A Matzy siempre lo engancho cuando me pongo intrigante. Mordió el anzuelo, prendió la pantalla. Lo sé porque la extática de su pantalla atrajo hebras azules de mi cabello hacia la mampara de cristal de nuestro camarote. Ya no tengo dudas de que prendió la pantalla porque una luz le dibuja un contorno luminoso por la cabeza huevoide, el cogote de fuelle, los hombros desbalanceados y la espalda rinocentácea. El aura también le brilla sobre la mano en la que lleva el cono de café. Está mirando la pantalla, pero no larga una palabra y si no me cuenta qué está
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viendo, jamás podré enterarme de su programación; una esposa nunca chusmea en la pantalla del marido. Paciencia, paciencia, ¿dónde quedó mi reserva de paciencia? esperarlo me mata, el tiempo para él es de goma. Eso sí, si llega a comprarse el almohadón lo mato. Me la veo venir que pasa la tarjeta por la pantalla y adentro del buzón de su lado del camarote aparece el almohadón. Este lo que tiene de lerdo, lo tiene de suertudo, porque Matzy donde pisa encuentra un trébol de cuatro hojas y yo si doy un paso es para enterrarme hasta la panza celulítica. No entiendo como nos juntó el destino, pero, debo reconocer, este viaje hizo milagros y todo se lo debo al canal ¡Compre
Ya! La Agencia promocionaba un viaje en crucero por el espacio para los híbridos de baja autoestima y aseguraba que al ver la tierra tan chica nos sentiríamos enormes. Completé una planilla, descargué la mitad de mi tarjeta de crédito en la pantalla, aparecieron los pasajes y, en cuestión de minutos, pasaron a buscarme. El puerto estaba lleno, había un híbrido al lado del otro, pero solo se oía el zumbido de las moscas. Cada uno en su mundo, nadie cruzaba una mirada y yo, colándome entre la multitud, me tapaba la panza grasosa con mi bolso. A las apuradas subí la escalinata, atravesé la escotilla, busqué la puerta del camarote con el número de mi boleto y, ni bien abrí la puerta, mi ánimo cambió porque cambió la atmósfera: las camas tendidas, una pantalla a estrenar, el olor a cuarto limpio y, sobre todo, porque del otro lado del cristal lo ví, tenía un cartel de “Matzy, su prometido”. Yo no lo había pedido, pero un novio caído del cielo nunca se niega en época de seca. Matzy conectó conmigo sin transferir contenidos. Se desplazó a paso de pirata pata de palo hasta llegar a la pantalla. La encendió y los pelos se me pusieron de punta. Me hice la ocupada, la que no estaba pendiente de sus movimientos y me alejé del cristal que nos separaba para ir por mi pantalla. Ejecuté el encendido y me cayó encima una repetición de La Agencia con esto de que el crucero levantaría la baja autoestima ni bien viésemos chica a la tierra, y yo antes de despegar ya estaba por la estratósfera. Sin darme vuelta, miraba a Matzy de reojo porque me intrigaba saber cómo sería nuestra vida de ahora en más. No sé, mantener con otro una conexión sin transferencia de datos, signos y números me resultó intrigante. Y esa nada que había entre nosotros (allí donde solo estaba la
mampara de cristal que separaba las camas de nuestro camarote), me enganchó. Mi garganta se lubricó, los bombeos graves interferían en mis receptores auditivos y hasta perdía la codificación de la paleta de colores y veía todo teñido de magenta. Y estaba tan embobada que le escribí en mi placa romántica:
Nos hemos elegido, sabemos que es así de simple, conectaste, te conecté. Así estamos, hoy, el punteo de los destellos del cielo infinito reflejan parpadeos ciegos, ilusiones estelares. Nuestra media luna es un recuerdo de propulsión naranja. Ahora, la inercia del crucero diluye mis miedos y viene, por fin, nuestro viaje. Ni bien terminé de escribirlo, lo releí quince veces, no sin antes bloquear el canal de transferencia de palabras. Si Matzy me leía, me cortaba los cables. Como iba a dudar de él para marido. Pasé la tarjeta por la pantalla para cubrir los gastos de boda. La Agencia homologó nuestros sistemas centrales, la pantalla confirmó mi cesión de crédito y nos casamos. Estaba de lo más emocionada y mirá lo que es este, ahí, hace todo lento, muy lento; pero si seré estúpida. Me debería quitar de la memoria esa placa romántica, me parte al medio leerme tan tontita. Pero no puedo hacerlo, se que si elimino esa placa también se irá él y todo lo que hemos construido en nuestra nueva vida dentro del crucero. —Matzy ¿lo viste? —Estoy en eso. —¿Pero lo viste? Decime algo. —Si, ya puse el ¡Compre Ya!, —¿Y? —Esperá un rato, hablamos ni bien termine con este cono de café… Así lo acepté, es un híbrido con suerte, pero es medio lelo. Tarda en aspirar el café gaseoso del conito lo que demora este crucero en pasar de una luna a otra. Me darían ganas de revisarle los circuitos para ver si tiene empastado la zona de sinapsis dentro del saco de neuronas. Por qué tarda tanto, si tomar café es una secuencia fácil de las acciones: efectuar acción de pinzas sobre la puntita del cono invertido, reclinar la cabeza, inhalar los vapores de la base del cono invertido, esperar a que los vapores de café se condensen dentro de los conductos dobles y disfrutar del goteo viscoso del café desde las fosas nasales al estómago. Es una rutina simplona, pero él lo hace como si fuese el programa de manipulación de células para injerto. —Ey, Matzy, ¿lo viste?
—Estoy en eso. “En eso”, quién me mandó con este. Y la locutora puro hueso dice que casi no quedan almohadones, que me lo voy a perder y el contador sobre su cabeza marca el número dos, solo dos almohadones, y arriba de ponerse cada vez más fina y chupada, bosteza y al sacar el bostezo, la carita se le pone más flaca todavía. Y yo, de los nervios, me aspiraría cien docenas de café con los conitos incluidos, total si tengo que reventar para terminar con mi existencia que sea por la panza. Ya sé, son los nervios y mi ansiedad lo que me hacen tener esta tripa de grasa. Pero ya probé con hacerme una desconexión parcial, el puente de algunos circuitos y nada, cada vez peor, cada vez más panzona, cada vez menos, menos que nadie. Entonces no termino de entender qué tiene la culpa si mi grasa o mis circuitos. Y ya vuelvo a esa idea que me recalienta el casquete, ¿qué fue primero el cablerío o la carne? Nadie, nadie me lo ha sabido contestar y toda la vida me quemé neuronas pensando si lo mío, digo lo de esta panza hedionda, viene por mi parte humana o por mis circuitos. Y eso me hace mierda, me tira al piso el ánimo, mi estima. Y por eso estoy en este crucero, para sentirme algo más y si, arriba, uso el último saldo de crédito de mi cuenta en ese almohadón, seré otra, una flaquita huesuda y frágil, eso que buscan los hombres. Porque ellos desean que los huesos de las muchachas los raspen, eso los excita. Pero a mí me podrán mirar, provocarme con todo tipo de propuestas, pero yo ni loca cambio a Matzy. El fin de mi panzota de grasa nada tiene que ver con él. Matzy es mi marido y con él tendremos que reconstruir mi vida o mis créditos, que es lo mismo. Porque si compro el almohadón me quedo con el número cero en la cuenta de créditos. Tal vez me de ayudita, un préstamo para comprar una nueva rutina que me permita reinsertarme en la industria. Bien, pero todo a su tiempo, primero lo primero. —¿Cómo viste lo del ¡Compre Ya!? —Lo ví. —¿Y…? —Nada nuevo. —¿Te parece? Para mí es un sistema de adelgazamiento novedoso. —¿Lo del almohadón de plumas? Ah, si, y debe ir bien la venta porque solo queda uno. —¡Uno! Y esta pantalla de porquería no me toma la tarjeta. No me lo puedo perder, tengo que sacarme esta panza grasosa. Ayudame a
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arreglar la pantalla, dame algún consejo. Matzy no te vas a dar cuenta de mi problema si seguís dándome la espalda… Pero, ese ¿fue tu buzón? Matzy, no me lo puedo creer, lo hiciste, tú buzón acaba de sonar y anunció el almohadón, al final me ganaste de mano, lo compraste. —Si. —Y lo decís tan tranquilo, no te das cuenta que tu suerte me destroza ¿Querés terminar conmigo? ¿Con nuestro matrimonio? Te lo pido por favor, poné ese almohadón en mi buzón, vos no tenés esta panza, ¿para qué lo querés? —Solo te quiero a vos. —No, no entendés. Vamos, dámelo. —Querida, dejá de pegarle al vidrio. —Voy a pegarle a la mampara de cristal hasta romperla y te voy a sacar ese bendito almohadón. —Basta de pegarle al vidrio que te vas a lastimar, mirá mi pantalla. —No, no puedo, está prohibido, además, ni me interesa, solo quiero mi almohadón. —Salí de la mampara, no quiero que te lastimes. —Matzy, soltá eso, dejá esa butaca ahí, no, ni se te ocurra, Matzy, ¡¡¡Estás loco!!!... —… Disculpá si te llené de pedacitos de vidrio, pero ¿no era lo que querías? Ahora que no está la mampara, te invito a pasar a mi lado del camarote. Llevamos muchos días casados y es hora de que compartamos este ambiente. —Matzy, estás chiflado. —Puede ser, pero hago esto porque quiero que veas algo en mi pantalla y después hablamos lo del almohadón. —¿Me lo vas a regalar? —Primero quiero que veas algo en mi pantalla y me escuches. No sé. Voy o me quedo acá. Con la cara de loco que tiene, las pupilas parecen de fuego, para mí le dio un ataque demencial. A los que son medios lentitos eso les pasa, juntan tanto que al final se reviran. Y este ya rompió la mampara, a ver si se le cruzaron los cables y me liquida, mejor le sigo la corriente. —Bienvenida a mi parte del camarote, querida esposa. Sentate sobre mi cama, no tengas vergüenza. Por favor, mirá la pantalla. —¿Qué es eso? —Otros como nosotros, híbridos de baja autoestima, en otros camarotes, recostados y disfrutando de su almohadón de plumas. —¡Los odio! ¿Ya están puro hueso! No ves por qué quiero mi almohadón... Pero, ¿cómo podés
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ver los camarotes de este crucero? —Puedo. —Si, ya me doy cuenta, pero ¿cómo lo conseguiste? —Sin mucho esfuerzo si sos El Enterrador. —Matzy, creo que no estás muy bien, ya sé que sos especial, digo, aparte de ser alguien especial para mí, sos “algo especial”, un híbrido, y no lo tomes a mal, con “capacidades diferentes”. Pero yo igual te acepto como sos, estamos casados y no estoy por hacerte un planteo de divorcio. Pero, tal vez, si asumís tu condición “especial” como yo con mi panza celulítica, podemos empezar a arreglar las cosas. Mirá, estoy segura que tenés empastada la sinapsis del saco de neuronas. Y te lo digo con amor, no te vayas a enojar, tampoco quiero que rompas todo el camarote a butacazos. Debería llamar al Capitán del crucero y pedir por un médico. —No tengo problemas en que lo hagas, pero deberías escucharme primero. Ser El Enterrador me permite saber algunas cosas que me gustaría contarte, como por ejemplo que no pudiste comprar el almohadón porque yo te bloqueé la pantalla para compras. —Ves que me querés matar, sos un manipulador y tenés un plan siniestro conmigo. —Si te calmás un poquito, vas a poder entender algo más de lo que decía aquel spot de La Agencia que te hizo meter en este crucero. Dale, por favor, mirá mi pantalla y abrí tus receptores auditivos. Como El Enterrador manejo la nave y el destino de cada uno de los pasajeros de este crucero. Los híbridos con baja autoestima fuimos creado para responder a los mensajes del consumo con total sumisión y temor: si no compramos algo creemos que vamos a morir. Y, al final, desarrollamos una peligrosidad inaceptable: si no compramos todo lo que se publicita somos capaces de matar. Eso no le sirve a nadie. Puedo nombrarte algunos de los casos policiales más resonantes del Noticiero de la medianoche para que veas qué somos peligrosos. La Agencia pensó para nuestro caso en esta máxima “Mejor que arreglar es rehacer y mejor que reparar es volver a fabricar”. Ya están listos los híbridos de segunda generación para ocupar el puesto que vos, yo y todos los pasajeros dejamos en la tierra. —Y, si esto es cierto, cuando volvamos, de ¿qué vamos a trabajar? Yo había pensado en pedirte prestado unos créditos para comprarme una nueva rutina… —No solo perdimos el trabajo, perdimos nues-
tros departamentos, pantallas, mascotas, nuestro lugar en el planeta. —No, yo no lo voy a dejar así, voy a buscar un abogado. —¿Dónde? —En la tierra, ni bien lleguemos. —No vamos a volver. —Vos no vas a volver, se te metió el delirio de “El Enterrador” y no sé… Si, si, ya sé: tenés un delirio apocalíptico. Es eso. Perdoname Matzy, pero tengo que pedir ayuda. Llamo al Capitán y pedimos un médico. —Llamá. Yo espero. —Si, quedate tranquilo, aspirá un poquito más de café, aprieto este botón y… No, no puede ser, algo anda mal. Lo ves, mi llamado aparece en tu pantalla. —Yo soy El Capitán, soy El Médico, soy El Enterrador. —¿Entonces? —Entonces te pido que vuelvas y me escuches, solo unos segundos: esta pantalla me permite ver cada camarote ¿Los ves? Son idénticos a los nuestros: dos pantallas, una mampara de cristal y dos camitas. Cada pasajero vió el ¡Compré Ya! Y ahí los tenés acostados con ese almohadón de plumas debajo de la nuca. Y pudieron comprarlo porque, por esas cosas de las manipulaciones matemáticas, todos los que subimos a este Crucero llegamos a este punto del viaje con un saldo de crédito justito para comprar un almohadón. Por si no fui claro, ya exprimidos sus dineros, el almohadón exprime lo último que queda de vida. —Matzy, tenés que pararlo, es una masacre. —No puedo pararlo, ya te dije soy El Enterrador. Mirá, en los camarotes del nivel uno están todos muertos. Di la orden y cada cama sacó unas placas de los costados y extremos, se cerraron y quedaron los capullos de metal que nunca darán mariposas. —No podés ser tan siniestro. —Es mi trabajo. Cada cama es un féretro, cada camarote es un nicho y este crucero es un cementerio. —No, sos responsable de estas muertes. —Es nuestro destino. Pagamos por anticipado esta muerte y el camino no tiene vuelta atrás, este crucero seguirá en recorrido constante por el espacio, llevando a los híbridos de baja autoestima a un descanso eterno. Y yo, como buen enterrador, me iré con mis muertos. —Estás loco.
—Hacés mal en juzgarme así. Mi tarea es como ese latiguillo de “el último que apague la luz”. Borrá la bronca de tus ojos, la suerte está echada, eligieron nuestro destino. Si al final la muerte cae tarde o temprano. Cuando nacimos teníamos fecha de vencimiento. —No me hagas pensar en como nací, no ahora, son demasiadas cosas y siempre que pienso en eso me arde el casquete. —En qué fue primero, si el cable o la carne. —¿También lo pensaste? —No lo pensé. Es el dilema de cada híbrido y ni me interesa pensarlo. —Pero ves, sos frío como el hierro, a ver si tu parte humana logra entender que todo esto es una locura. —Es mi parte humana la que entiende la realidad que acabo de pintarte y… —Y pensar que creí que eras un lelo consagrado. Al final resultaste un genocida. —No me escuchaste. —¡Sí que te escuché1 —No, no me escuchaste, soy igual que todos, es que, una vez arriba del crucero me instalaron el programa de El Enterrador. Ya te dije, soy el que va a apagar la luz, el último. Yo también me vuelvo loco por comprar y por eso compré un almohadón de plumas. —Pero, si sabés que te va a matar… —Y sé que no puedo ir contra mis impulsos de compra. —¿Entonces? —Prefiero guardar el almohadón, hacerte entender cómo están las cosas. —Pero, pudiste dejarme que lo comprara yo. —Y no dejé. —Pudiste enterrarme como a los demás. —Y no quise hacerlo. —Matzy estás loco. —En eso tenés algo de razón, estoy loco por vos. —Pero, me viste, soy una panzota de grasa. —Eso es lo que más me gusta de vos, te hubieras visto pasando por la escotilla con tu bolso apoyado sobre las tripas, sos muy graciosa. —No lo puedo creer. —Si, y al verte entrar, me hice el distraído, pero me quedé helado. —Pero, ¿hiciste todo esto para que estemos juntos? —No, caímos al mismo camarote por azar y quiero que sigamos juntos hasta el fin del universo, que será para nosotros, cuando llegue el fin
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de nuestros días. —¿Y tu almohadón? —Era el ante-último que quedaba, ahora, que espere… —¿Cómo dijiste? ¿Todavía queda uno? —Si, el tuyo. Está ahí, en tu buzón, ponételo si es lo que querés. —Obvio, si es lo que más deseo en este momento, dejame nomás que abra el buzón y después te cuento… Y, si es cierto que nos vamos a morir con esto. —Con el almohadón o con lo que sea, al final siempre morimos. —Ya lo sé, pero no sé, justo ahora que empezamos a hablar, que me decís esas cosas, me parece sin sentido morirme. —Es lo que intentaba decirte. —Sabés una cosa… —Cuidado con los vidrios rotos. —Si, ya los vi ¿Puedo sentarme en tu cama? —Por supuesto.
—Pensaba en algo que te escribí en mi placa romántica. —¿En serio? —Te va a parecer loco, pero terminaba diciendo “viene nuestro viaje, por fin, nuestro viaje”. —En eso estamos. —Si, en eso. Matzy, querés venir a la cama, no sé, tengo una sensación fea en la panza, parece que tengo un agujero negro acá… —Ya, vamos querida, ya va a pasar. —Tu pinzas me calman, sos tan dulce… Matzy… viste eso de qué fue primero, si los cables o la carne, sabés, creo que ya ni me preocupa, me doy cuenta porque lo pienso y no se me recalienta el casquete. —Querida, mi chiquita. Bienvenida a bordo y espero que, por fin, disfrutemos de lo que queda del viaje. © Juan Guinot
Juan Guinot nació en Mercedes en 1969. Lic. en Administración, Psicólogo Social, Master en Dirección de Empresas y escritor, fue locutor y redactor de guiones para radio. Ha recibido diferentes distinciones, en Argentina y España. Relatos suyos han sido publicados en revistas electrónicas y de papel e integran antologías de Brasil, Argentina y España. Forma parte del colectivo de arte La Compañía con quienes editó el libro “Timbre 2 — Velada Gallarda”. www.juanguinot.blogspot.com
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LAS ESENCIAS CLAUDIO BIONDINO
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Pero quién me habrá mandado meterme con el puente trucho del intendente, puta madre que me parió. Santiago se levantó a los tumbos, tironeando de la sábana sucia, mientras manoteaba el despertador que le estaba destrozando los tímpanos. Esquivó como pudo las botellas y el cenicero que se empecinaban en estorbarle el camino y logró llegar al baño justo antes de que lo vencieran las arcadas.
El puente más caro y más invisible de la historia, la gran puta, será de Dios. La resaca no parecía dispuesta a perdonarlo esta vez, y la cabeza le latía como un bombo.
¡Uh! ¡Tenía que llamar a Marcela! No, mejor no la llamo. Si se entera de que puedo perder también este trabajo, no le vuelvo a ver un pelo. Se preparó un café bien cargado y lo llevó hasta el escritorio. Sacudió el teclado de la computadora para limpiarle las cenizas de cigarrillo, encendió el primero de la mañana y empezó a revisar sus mails. Se le habían juntado varios, pero abrió primero el del jefe de redacción de La Voz del Ciudadano.
Mirá vos, así que el malparido de Molina se digna a darme una última oportunidad. Pero qué tipo magnánimo, che. En el mail se le daba a entender que su proyecto de investigación sobre la malversación de fondos en la construcción del puente no era oportuno. El intendente iba a postularse a gobernador, y tenía buena relación con La Voz.
No, si ya lo estoy escuchando: “Así es la vida del free-lance, Gutiérrez, a veces se acierta y a veces no, pero trate de usar el sentido común”. Claro, flor de hijo de puta, a veces la malversación es malversación, y a veces es diversificar la inversión, ¿no? El jefe de redacción era muy claro al respecto: el periódico estaba interesado en un reporte sobre las desapariciones espontáneas de ciudadanos, fenómeno que se había incrementado en los últimos meses.
Un problema social terrible, seguramente. Se habrán muerto de inanición en sus casas, mientras miraban absortos Gran Show. Si Santiago les enviaba un buen artículo sobre el tema, continuarían tomando en consideración su material. De lo contrario, quedaría fuera del Circuito.
¡El Circuito! Hace más de un año que queda un solo Grupo de Multimedios, y todavía lo llaman El Circuito. Ahora sí que les queda bien el nom-
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bre: varios medios y una sola opinión, con La Voz encabezando el coro. Eligió la mesa de siempre, junto a la ventana. Le pidió al mozo, que lo miraba con mala cara, un café doble. Para que se lo sirvieran, tuvo que asegurarle al dueño que esta semana le iba a pagar lo que debía de la anterior. Mientras tomaba el café, con las manos todavía temblando por la resaca, releyó lo que había encontrado en la Red acerca de las desapariciones espontáneas.
Qué raro que todavía no se las hayan achacado a secuestros extraterrestres, al chupacabras, o a alguna otra pelotudez. A pesar de su escepticismo, algo le había llamado la atención desde el principio: la mayoría de las denuncias provenían de los asentamientos marginales, fuera del cordón que protegía los Barrios Autónomos. Pero lo más extraño era que algunas personas negaban haber conocido a los desaparecidos, como si los hubieran olvidado. En uno de los casos, los padres de una nena que asistía a un comedor popular fueron a buscarla porque que no había vuelto a la casa. Al llegar, se encontraron con que el personal del comedor aseguraba no haberla visto jamás. Como la mayoría de los chicos sí la recordaba, se ordenó una investigación.
Mierda. Si hubiera alguna lógica, algún patrón más típico, no dudaría en pensar que la cana está detrás de todo esto. En otro caso, la desaparición de un viejo fue reportada por una asistente social. Pero la hermana, acusada de intentar quedarse con su pensión, juraba ser hija única. La investigación le dio la razón a la acusada, ya que no se encontró ninguna documentación sobre el anciano: ni partidas, ni documentos de identidad, ni recibos de pensión, nada en absoluto. La asistente social fue separada del cargo, pero su caso estaba en revisión, ya que se habían registrado varias situaciones similares.
¿Se roban también los documentos? Pero ¿qué son, ladrones de órganos? No, algo no encaja, ¿por qué hay gente que los olvida? Y capaz esto pasa también en los pueblos, pero andá a enterarte de cualquier cosa que pase en los pueblos… Mi marido empezó a dejar de verme de a poco, hasta que un día, no me vio más. Y ni siquiera hizo la denuncia, porque se olvidó de mí… Porque en los pueblos, los medios ni siquiera… ¿Eh? ¿Qué carajo fue eso?
Santiago se levantó de un salto, volcando el café. ¿De dónde me vino esa voz?… Por mí sí hicie-
ron la denuncia porque mi hijo se acuerda de mí, todavía, pero yo creo que se va a olvidar… ¡Pero… la gran puta! Corrió hacia la puerta y se llevó puesto al mozo, que terminó en el suelo. Escuchó que le gritaba que quién se creía que era, que el café se lo iba a tener que pagar, pero ya había doblado en la esquina. El sudor frío le corría por debajo del traje de segunda, pero no podía detenerse.
Juro que no toco nunca más una botella, juro que… De mí no creo que se olviden, mi familia me quiere mucho. Pero parece que del trabajo no llamaron para preguntar dónde estaba… ¡Juro que no tomo más, dije!
ció, y el mundo de Santiago se detuvo. Ya no le quedaba lugar ni siquiera para el espanto. —¿Qué le decías a la nena, borracho asqueroso? —le gritó una mujer desde la esquina—. ¡Si no te vas ahora mismo, llamo a la policía! Se alejó rápidamente, pero los gritos habían logrado devolverlo a la realidad.
¡Ella también la vio! ¡No fue una alucinación! No, puta, es peor que eso. Se tomó de otro trago el resto de la petaca. Eso lo relajó un poco, pero la tensión había sido demasiada y se dejó llevar por el deseo de acostarse en el banco y refugiarse en el sueño.
Santiago se detuvo de golpe, con una mezcla de miedo y rabia como no había conocido en su vida
Despertó sobre el césped húmedo. Abrió los ojos y era noche cerrada. Escuchó pisadas y murmullos que parecían lejanos, pero que se hicieron cada vez más nítidos. Se incorporó a medias. Varias personas caminaban entre los juegos y los areneros.
A mí no me van a volver loco, ni el trabajo, ni el vicio, ni…
¿No es un poco tarde para estar boludeando en la plaza? ¿Qué hace toda esta gente acá?
—¡A mí no me van a volver loco! —Aunque algunos se dieron vuelta al escucharlo gritar, la mayoría de la gente que pasaba apuró el paso y siguió su camino. Santiago se sintió superado por la ridiculez, pero el miedo le impedía moverse. Esperó, y después de un momento se animó a cruzar hacia la plaza. Se sentó en un banco y vio que no había quedado casi nadie: sólo una madre rezagada que se llevaba a su hijo, tras sacarlo de la hamaca de un tirón. Santiago la siguió con la mirada y no pudo menos que comprenderla, pero al volver la vista hacia delante comprobó que no todos se habían ido. Una nena lo miraba desde el banco de enfrente. —¿Y vos? —dijo Santiago, sonriendo con la mayor entereza que pudo reunir—. ¿No me tenés miedo? De pronto la nena se tornó borrosa, como si fuera una mala imagen holográfica, y un momento después volvió a verse normal. Santiago se aferró al banco con ambas manos.
Andaban sin ton ni son, como internos perdidos en un hospital psiquiátrico. Las voces comenzaban a sonar nuevamente en su cabeza.
Esto no pasa en los Barrios Autónomos, esto… pero ¿qué mierda estoy pensando? Esto es una alucinación. ¡Tiene que ser una alucinación! —A mí me dejaron acá el otro día, y no creo que vuelvan a buscarme —murmuró la nena—. Mi mamá está muy ocupada. Santiago sacó la petaca de aguardiente que llevaba en el bolsillo del saco, y se tomó la mitad de un solo trago. En ese momento la nena desapare-
Mi papá seguro se acuerda de mí, él sí que me quiere, y me va a venir a buscar… La inundación me va a llevar la casilla, la inundación me va a llevar… Qué oscuro está todo, ¿y mi marido, y los chicos, y el auto?… Santiago se esforzó por controlarse, mientras la polifonía se iba definiendo...
En la aseguradora me van a echar, en la aseguradora me van a echar, en la aseguradora… ¿Por qué no puedo encontrar la verdulería?… ¿Dónde estoy? ¿perdí el trabajo?, y bueh, ¿cómo terminó el partido?, ¿salimos campeones?… Mis hijos deben estar preocupados, mis ¿hijos?… ¿Dónde mierda puse la guita de las estampitas? Se le hacía imposible rechazarlas.
¿A cuánta gente le estará pasando lo mismo que a ellos? ¿Y lo mismo que a mí? ¡Pero no, no, esto no puede ser verdad! —Negación, amigo. —Uno de los caminantes se le acercaba lentamente—. Negar es el deporte favorito de estos tiempos, pero cuando la mierda salpica se hace difícil esquivar el bulto. Tuvo el impulso de salir corriendo, sin embargo algo en esa voz lo detuvo. El caminante se sentó frente a él. La luz de la Luna se colaba a través de su cuerpo.
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—Yo era como estos —dijo el hombre, señalando a las figuras que rondaban por la plaza—. Pero ya no estoy perdido. Lo miró por un momento, y después le ofreció un cigarrillo, que Santiago aceptó. —No esté tan ansioso por saber —advirtió—, mire que estas cosas no se asimilan así nomás. —Es peor no saber. —Salvo que uno no esté preparado para saber. Pero usted ya no niega del todo, ¿verdad? Entonces podemos intercambiar unas palabras, si le parece. —¡Por supuesto que quiero hablar! ¡Quiero saber qué está pasando! Además, esta puede ser la primera vez que haya una comunicación con… quiero decir, entre uno de ustedes y uno de nosotros… Podemos tender un puente. —Santiago logró dominar aún más su miedo y, sintiéndose casi orgulloso de sí mismo, recuperando su aplomo, le extendió la mano. —Un puente, sí —respondió el hombre y en lugar de estrecharle la mano le pasó una petaca de ginebra—. Pero no se equivoque, amigo, con lo de nosotros y ustedes. Mire que son posiciones intercambiables, ¿eh? Fíjese en esta gente que anda por acá, en la plaza. Hay de todo. Y ninguno es un fantasma como yo, sólo están perdidos. —¿Pero, usted…? —Yo soy un recuerdo. Uno muy viejo que difícilmente pueda volver a ser lo que era. Pero estos sí. Estos pueden volver del olvido en cualquier momento, y no van a venir de buen humor, se lo aseguro. Santiago le dio un buen trago a la petaca. Carraspeó. —Yo… ¿puedo ayudar en algo para que vuelvan? ¿De qué depende su regreso? —De que más gente los vaya captando, como usted, que primero los escuchó y después empezó a verlos. Las personas son como espejos unas para otras, ¿sabe? Si dejan de verse, si se niegan entre sí, van perdiéndose en el olvido en una escalada imparable. Y lo mismo al revés, cuando se vuelven a encontrar a la fuerza. Acá ya hace demasiado tiempo que reina el olvido. Manda entre los amigos, incluso entre los familiares. Ni hablar de los olvidados de siempre. Pero todo tiene un límite, ¿vio? Por eso cada vez hay más personas que escuchan, ven, recuerdan. Es porque de este lado se está acumulando demasiada gente, se está juntando presión. Santiago observó sus rasgos, borrosos en la penumbra. Parecía un tipo fuerte y débil a la vez,
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curtido por alguna pena profunda, pero que lo volvía también firme y decidido. —¿Y usted? —le preguntó—. ¿Por qué está acá? El hombre respiró profundo y se quedó un momento en silencio. Después se frotó las manos y sonrió. —¿Me pasa la ginebra, por favor? Nada como un buen trago para calentar el cuerpo en una noche fresquita como ésta. —Santiago le devolvió la petaca y el hombre tomó un par de sorbos rápidos. De pronto, pareció retomar el hilo de lo que intentaba decirle. —Mire, amigo, lo que pasa es que a la larga la gente sólo puede olvidar a medias. Para que el olvido funcione hay que elaborar la parte que queda, transformarla un poco con palabras y homenajes, volver la pena comprensible. Yo no soy más que eso, un recuerdo elaborado por otros, que vienen a ser ustedes. ¿No le dije que la cosa era intercambiable? Santiago asintió en silencio, pero en realidad no sabía qué responder. Se avergonzó al darse cuenta de que sólo podía pensar en la petaca. Quería seguir bebiendo, hasta olvidar de nuevo ese mundo insoportable que había aparecido a su alrededor. La voz del fantasma lo sacó de su estupor. —Estos —le dijo, señalando a los que caminaban—, no están perdidos del todo. Son esencias puras, heridas abiertas del presente que todavía no fueron suturadas por ningún discurso reparador. Ustedes tratan de manipularlos, negando todo primero y aceptando después la parte que les conviene. Con el tiempo, pueden quedar convertidos en algo como yo: un fantasma asimilado, clasificado y archivado con un sello en la frente. O pueden reaparecer en el mundo como un huracán. Una claridad muy suave, apenas perceptible, anunciaba la cercanía del amanecer. Santiago sintió que le temblaban las manos. Pero esta vez no era la resaca de las mañanas. Un hormigueo, leve al principio pero cada vez más fuerte, empezaba en la punta de sus dedos, se desplazaba por las manos y subía lentamente por sus brazos. Vio la petaca y los cigarrillos que el hombre guardaba en su bolsillo. Eran objetos concretos, reales, mucho más reales que sus propias manos, que ya se estaban volviendo translúcidas.
Puentes. Posiciones intercambiables. Levantó la vista y se encontró con el hombre, que se iba haciendo cada vez más sólido y opaco. Lo miraba directamente a los ojos. Con un
rostro que era igual al suyo. Quiso gritar, y sólo pudo hacer un gesto mudo. Trató de levantarse y escapar de la plaza, pero aquella voz volvió a paralizarlo. —Yo también fui periodista ¿sabe? En mi época, como en la suya, había que pagar un precio por decir la verdad. Pero era un precio mucho más alto que perder el trabajo, ¿me explico? Se levantó y se acercó a Santiago. Le palmeó el hombro con una mano ahora pesada y fuerte. —Usted dijo que quería ayudar, ¿no? Créame que esta es la única forma en que puede hacerlo, porque su temor a la verdad es demasiado fuerte. Yo ya me jugué todo una vez, y siempre estuve dispuesto a hacerlo de nuevo, pero para poder volver necesitaba de alguien que quisiera... tender un puente —sonrió. Santiago luchó con todas sus fuerzas, pero no pudo moverse ni hablar. Apenas pudo responder con una mirada enloquecida, mezcla de odio y de terror. —Sé lo que piensa —continuó el hombre que ya no tenía nada de fantasma—. Cree que soy injusto, que ya tuve mi oportunidad, que usted merece seguir siendo quien es. Pero no ha comprendido nada, amigo. Ahora yo soy usted. Somos posiciones intercambiables en este juego de olvidos y recuerdos.
Miró a Santiago y luego a través de Santiago, hacia las calles de la ciudad, como quien regresa al hogar después de un largo viaje. —Y ahora, si me disculpa, tengo que ir a escribir un artículo sobre el puente trucho y el intendente ladrón. Alguien tiene que hablar por los olvidados, ¿no le parece? Metió las manos en los bolsillos y se alejó de la plaza sin mirar atrás. Por un momento Santiago sintió que recobraba el control de su cuerpo y de su voz. Quiso ponerse de pie, gritarle que volviera, pero de pronto se vio rodeado por una oscuridad creciente. Aturdido, lo último que oyó antes de perderse fueron los pasos erráticos de las esencias que se movían a su alrededor.
© Claudio Biondino
Claudio Biondino nació en 1972 y vive en el barrio de Villa del Parque, en la ciudad de Buenos Aires. Es antropólogo y docente universitario. Varios de sus cuentos han aparecido en la Revista Axxón.
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A TRAVÉS DE un VIWAMA FRANCISCO DEL SAR
La última vez le habían dicho; “trata de que sean más grandes y basta de activar latentes en planetas que no están en la lista”. Skatavie se retorcía incómodo. La cápsula iba a mitad de camino, faltaba demasiado para aterriza y a su cuerpo no le gustaban los espacios tan pequeños.
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Los planetas de la lista eran candidatos a ser colonizados; el problema era que estaban quietos. Los planetas necesitaban de los animales para moverse. La única forma de hacer que volvieran a girar y a trasladarse por sus órbitas era materializando a las especies que los habitaban en estado latente; invisibles, escondidas en otros
planos. Para hacerlo primero había que encontrar un ejemplar real de esa misma especie. Por eso Skatavie estaba descendiendo en una cápsula. Por eso llevaba una bolsa y una armadura con contenedores con huevos (o mejor dicho, viwamas) agujereados en el centro. Skatavie abrió la escotilla y se enderezó sin poder creer que había viajado en algo tan pequeño. Hasta donde pudo ver, aquel mundo parecía un sótano inundado. Miró a través de la mirilla del viwama que sostenía con las dos manos frente a su ojo derecho. No sin esfuerzo, había cerrado el izquierdo. El agujero por el que miraba atravesaba en su camino al cráneo de una criatura a la que le debía sus facultades. Ahora estaba dedicado a leer la configuración formada por los haces de luz en su interior. Los haces de luz no se detenían. Skatavie necesitaba que lo hicieran para confirmar si podría activar los ceilis que existían en estado latente. Algo que no podía enseñarse ni ser aprendido como el resto de las cosas. Skatavie ni siquiera recordaba haber adquirido esa habilidad y sin embargo era uno de los mejores en su campo. Después de un instante, las luces y los rayos dejaron de moverse. El huevo dejó de temblar. Al fin Skatavie pudo ver. Estaba mirando a un ceili que avanzaba sobre tres enormes bolas de piel cubiertas de grumos que respiraban cada vez que el movimiento se los permitía. La piel estaba hecha de tiras que giraban sin detenerse en torno a algunos huesos y, cada tanto, un ojo que nunca alcanzaba a mirarlo. Los latentes de aquella criatura estaban en Binfas; y Binfas estaba en la lista de planetas que debían ser poblados. Skatavie abrió la valija que llevaba sobre el pecho e incrustó al huevo en la espuma que protegía a los que ya habían sido usados. Sacó uno más grande de la bolsa, el que le había servido de guía, y lo dejó sobre unas piedras a las que el huevo se parecía. Esperó. El huevo empezó a moverse. No resistió la atracción del animal, voló hacia él y se adhirió a su piel. Ya podía cerrar la valija sobre su pecho y acostarse en la cápsula que lo llevaría de regreso a su nave. No habría noticias hasta que el mensajero lo alcanzara, porque no había en aquellos vehículos ni un solo instrumento. Los viwamas no podían ser expuestos a ellos. Sólo había un botón. Skatavie lo apretó y la capsula salió impulsada de re-
greso a la nave que aún se mantenía encima de ellos. Un poco más y habría tenido que esperar a que diera una vuelta completa para poder volver a ella. Si los viajes fueran más largos no terminaría tan cansado. Hoy, cuatro especies que hasta ayer habían estado latentes en distintos mundos, habían aparecido; todas activadas por Skatavie. Mañana sería el turno de otras. En sus manos llevaba un huevo más grande que los demás. Caminaba despacio intentando sentir su peso. Era del tamaño de su cabeza y en realidad (como todos los viwamas) más parecido a una piedra que a un huevo. Las múltiples perforaciones lo diferenciaban del resto. Aún no sabía si se trataba de una malformación que debía pasarse por alto o de una rareza útil. Sólo uno de los agujeros parecía atravesar al cráneo de la criatura. La criatura dentro de un viwama común, se sabe, no nacerá y en realidad nunca empieza siquiera a desarrollarse. El cuerpo cuyo cráneo es atravesado por el centro en realidad es una forma que prepara al espacio para la aparición de una criatura que nunca termina de llegar. En el interior de un viwama hay un espacio potencial, y en él podría aparecer cualquier criatura. Al menos así piensan algunos. Skatavie cree que al perforar a un viwama, la criatura está naciendo. Cree haber encontrado la respuesta: la actual es la única forma en la que esta criatura vivirá. Con cuidado, pasó frente a la bóveda donde guardaba los viwamas usados y algunas valijas de repuesto. Ningún huevo podía usarse dos veces, y todos debían estar a una distancia mínima de los demás. Skatavie había estado achicando esta distancia hasta casi alcanzar el límite en el que la configuración de un viwama se mezclaba con la de otro. Los huevos eran la única evidencia de su trabajo, y él solía ver una y otra vez las configuraciones congeladas para siempre en el interior de cada uno. Ya había visto dos veces la del último ceili. Algún día de estos tendría que deshacerse de la mayoría para hacer lugar a los nuevos. Desearía que no fuera necesario. Pero la nave parecía estar achicándose. Dejó el viwama con múltiples perforaciones sobre un trípode que había puesto en el medio de lo que era su cuarto. En otro trípode había un viwama intacto. Los huevos seguían guiando la nave, atraídos por animales con existencias latentes en otros
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planetas. Así era como la nave de Skatavie y la del mensajero, ambas sin instrumental, conseguían acoplarse. El mensajero siempre viajaba con un animal para atraer a los viwamas más cercanos. Para Skatavie la única forma de detenerse era no teniendo huevos a bordo (algo que nunca pasaría). Meilen divisó la nave de Skatavie. Tres bolas plateadas girando una encima y alrededor de la otra. Cada tanto una cuarta forma, angulosa, se sumaba a estas tres. Meilen llevaba consigo a un giw, y era la existencia latente de esta especie en diferentes planetas lo que había atraído a la nave de Skatavie. Se deslizaron una sobre la otra hasta dar con las escotillas que las conectaran. El cuerpo flaco de Meilen le era útil en lugares como estos. También le servía tener una boca en cada brazo y cada pierna. Labios de mujer rodeados de crestas de pelos duros remojados en algo indistinguible. Su piel podía ser rosada, gris o negra, pero nunca parecía sana. Como la mayoría de sus deformidades, los ojos escondidos en su torso y alrededor de la cintura eran el resultado de haber nacido y crecido en un viaje a la velocidad de la luz. Meilen abrió la escotilla. Esperaba que Skatavie estuviera del otro lado pero no fue así. En lugar de gritar su nombre, fue a buscarlo. Después de todo, sólo había otros tres lugares en los que podía estar. Guardó la llave en un hueso hueco que asomaba de uno de sus brazos, del otro lado de su boca de labios más gruesos. —Skatavie —dijo Meilen. —¿Tan pronto? —dijo Skatavie. —Tengo muchas cosas para decirle. —¿Sabe que es esto? —preguntó Skatavie señalando al huevo que tenía más de un agujero. Meilen se encogió de hombres aunque sí lo sabía. —Me extraña que no lo sepa. —A mí me molesta que usted se haya adelantado. —Bueno, la velocidad a la que viajo no depende de mí, sino de las naves que me rodean —dijo Meilen—. Usted debe tener muchos viwamas para haberme atraído tan rápido. —No más de lo acostumbrado. —Necesito que me los dé a todos —dijo Meilen-—. Los que haya usado y los que no. —¿Ya terminamos? —dijo Skatavie— ¿Ya no quedan planetas por poblar? ¿O son para alguien que no sabe conseguirlos por su cuenta? ¿Qué
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clase de orden es esa? —Ya no los necesitará —dijo Meilen. Caminó hasta el trípode y tomó al huevo con múltiples perforaciones.— Este viwama no funciona con los animales. Meilen llevó al huevo hasta la altura de uno de sus ojos. Como en cualquier viwama, no alcanzó a ver del otro lado, si no que su vista se fijó en la configuración que en segundos se iba formando. Después se lo pasó a Skatavie. Este leyó la configuración que para entonces ya estaba petrificada en el interior del viwama. —Esta clase de viwama sirve para saber donde están los latentes de una persona —agregó Meilen con el huevo devuelta en sus manos—. Tu único latente esta en Binfas —¿Y eso que significa? —dijo Skatavie—. Nosotros no tenemos latentes. —Significa que en Binfas hay un ser que desde hace muchísimo tiempo esta esperando a que usted muera para poder materializarse en su lugar. No se parece en nada a usted. Lo único que los relaciona es que mientras usted esté vivo, su camino seguirá bloqueado. Cada uno de nosotros está bloqueando el camino de un latente que no es de ninguna especie conocida. Pero él no puede hacer nada desde donde está, sólo esperar. Skatavie seguía apoyado contra la pared curva intentando mantenerse lejos del viwama que Meilen sostenía en sus manos. —¿Vas a usarlo? —preguntó. Las esferas que formaban la nave parecían girar cada vez más rápido. —Tengo que usarlo —dijo Meilen. Para eso había ido—. Binfas es el primer planeta de la lista. Necesita a tu latente. Metió un dedo en cada agujero del huevo, lo levantó y le apuntó a Skatavie, quien enseguida cayó; primero contra la pared y después hacia adelante. Su cuerpo sin vida se dobló sobre la leve curva del piso. En Binfas, el ser que hasta recién sólo había existido en la soledad de los seres latentes, se materializó. © Francisco del Sar
Francisco del Sar nació en 1988 en New Jersey, Estados Unidos. Actualmente vive en la ciudad de Buenos Aires. Se dedica a escribir cuentos y un guión cinematográfico que espera poder filmar a fin de año. Este es el primer cuento suyo que se publica.
ESPECIAL
MAX FIUMARA 29 |
ESPECIAL
“LO IMPREVISTO ME CAE BIEN” ENTREVISTA A MAX FIUMARA Por Laura Ponce
MAX FIUMARA es argentino, nació en 1977 y vive en la ciudad de Buenos Aires. Es historietista e ilustrador y trabaja profesionalmente haciendo cómics, en su mayoría para Estados Unidos. Realizó varios números para la serie regular de Amazing Spider-man de Marvel, Infinity, inc con Peter Milligan para DC Comics, Blackgas con Warren Ellis para Avatar Press. y Outlaw Territory para Image Comics. Actualmente hace Four Eyes, una serie personal junto a Joe Kelly, el creador de Ben 10, y trabajos esporádicos para Marvel Comics. Recientemente apareció “De Amor, de Locura y de Muerte”, antología de historietas basadas en cuentos de Horacio Quiroga, publicada por Editorial Pictus. Su blog es: http://maxfiumara.blospot.com
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ESPECIAL ¿Qué te impulso a hacer historieta? Realmente no sé si algo puntual me impulsó a dibujar cómics… Desde siempre dibujo mucho; siempre me fascinó eso y los dibujos animados, mucho más que salir a jugar a la pelota, por ejemplo. En los últimos años de la secundaria ya leía algunos cómics y empecé a entender que había un trabajo de eso, que no era sólo que el universo creaba las historietas, ¡había gente que se encargaba de hacerlas, dibujarlas y escribirlas! ¡Y eso que todavía no te habías enterado de que a veces les pagan por eso! (risas) Por esa época estaba saliendo el cómic Cazador y me gustaba un poco. En algún lugar vi un anuncio de la EAH (Escuela Argentina de Historieta) en donde Lucas, el dibujante de Cazador, daba clases, y decidí intentar estudiar historieta a ver qué onda; me interesaba mucho saber cómo se hacía un cómic. Justo cuando fui a ver una clase de Lucas, él no estaba; así que los de la escuela me mostraron carpetas de los otros profesores que también daban cursos ahí. Vi los dibujos de (Leonardo) Manco y me encantaron, presencié esa clase de daba él y dije: “¡Ya está, quiero hacer esto!” Pero todavía era todo muy irreal, en ese momento no entendía que yo estaba provocando de a poco que apareciera una realidad en la que yo pudiera trabajar de esto. ¡Ya después no hubo marcha atrás! ¿Desde que empezaste a estudiar con Manco pensaste esto como una profesión? ¿Influyó que él trabajara para Marvel y DC? Influyó que Leo trabajara para Marvel, más como una especie de garantía de que sí, alguien estaba haciendo que funcionara como una profesión y que desde acá (Argentina) se podía trabajar para Marvel o DC. ¿Qué es lo que te atrae de la ciencia ficción? Me gusta la ciencia ficción porque me da lugar para jugar con cosas que no existen, romper algunas reglas, ampliar la imaginación. Me gusta trabajar con la realidad pero en el sentido de que lo que estés mirando y leyendo se sienta real, más bien vivo, que te lo creas. Sí, claro. Que lo que sientas verosímil. ¿Te documentás mucho?
Sí, busco muchas referencias para los trabajos que hago, disfruto mucho de ver fotos, leer documentos, interiorizarme con aspectos de la historia en los que tengo que trabajar. Así puedo sentir más esos universos y tener una base con que empezar a dibujar. ¿Cuál fue tu primera publicación? Creo que fue el cómic Mighty Thor número 67 de Marvel, un fill-in (un número continuado de un cómic donde el artista regular se toma un descanso y ponen a otro dibujante que haga ese número por él). Solo hice los lápices. ¿Cómo fue la sensación de verte publicado? Por un lado fue increíble, ¡ver que mi nombre estaba en la tapa de un cómic de Marvel! Pero para esa época tenía muchas presiones; por alguna razón —pensaba— había tardado mucho en conseguir ese primer trabajo y me perseguía con la idea de que a los editores no les interesaba seguir laburando conmigo. El fill-in me lo consiguió un agente, y yo no tenía nada de contacto con los editores, ni siquiera feedback, no sabía si lo que estaba haciendo estaba bien o estaba mal. Y de ese primer laburo hice sólo los lápices, y entintadores de Marvel trabajaron encima de mis lápices; se perdieron algunas cosas de mi trabajo en ese proceso. ¿Cómo surgieron tus colaboraciones para Amazing Spider-man de Marvel? Joe (Kelly) era uno de los guionistas rotativos que la escribía en ese momento, ya estábamos haciendo Four Eyes y él me recomendó. Y el trabajo gustó. Me quedé un tiempo más después que él dejó de hacerlo. Fue como entrar a las ligas mayores (risas) Antes de eso yo no sabía cómo era el tema de las deadlines, de trabajar con esos plazos. En Spiderman el nivel estaba bueno y pude equilibrar, mostrar lo que quería sin sacrificar calidad, pero lo importante es entregar a tiempo. Está bueno probarte a vos mismo que podés rendir. Además al principio yo dudaba porque allá el estilo en los comics de superhéroes es muy tradicional, se usa la forma humana más bien realista, y estar haciendo esos personajes que ya tiene una imagen, una identidad en la mente de la gente...
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ESPECIAL le entendía mucho porque habla con un acento muy cerrado pero se veía que tenía la mejor disposición, incluso me dijo de hacer algo juntos... Y a vos se te caía la baba. ¡Sí, mal! (risas) Y además saber que va a pasar, quiero decir, que realmente es posible.
¿No sabías si tu estilo iba a funcionar ahí? Claro, pero eran más que nada fantasmas míos porque Joe les había mostrado Four Eyes y en base a eso me habían contratado, así que... Y ahora está nominado a un premio en Inglaterra. Hay un montón de gente conocida, y estoy yo... ¡La cara de sorpresa que ponés! (risas) Es que me parecía algo... (parece no encontrar la palabra) ¿Imposible? Siempre me pareció un lugar que no era para mí, al que nunca iba a poder entrar. ¡Ah! “Inaccesible”. ¡Claro! Una vez me invitaron a una fiesta de DC en el sotano del Empire State y mientras estaba yendo hasta ahí, pensaba “no me van a dejar entrar, no me van a dejar entrar” (risas) Y de hecho no estaba en la lista, pero me dejaron pasar. Y después miraba el salón lleno de gente y decía: “¿Qué estoy haciendo acá?” No conocía a nadie. Entonces vi a Eduardo Risso y me fui donde estaba él. Imaginate, si lo viera acá, por ahí no iría, para no molestarlo, pero allá... Sí, claro. En esa situación... (risas) Después llegó gente que sí conocía y se alivianó. Pero toda la experiencia de la convención fue muy irreal. Conocer a otros artistas y editores, y ver que están al mismo nivel, que no se la creen. Son todos trabajadores... ¿Viste la serie“Vertigo”? Sí, por supuesto, de DC. Saca “Sandman” de Neil Gaiman, por ejemplo. Bueno, ahí publica también un tipo que me gusta mucho: Grant Morrison, y pude hablar con él. No
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¿Te cuesta permitirte disfrutar del presente? Desde chico estuve en una situación que nunca fue fácil. Siempre estaba la noción de que las cosas no eran para nosotros, una especie de resignación frente a la realidad que nos había tocado. “No lo voy a conseguir nunca, y si se da va a ser de casualidad, y después algo malo va a pasar”. Ah, un pesimismo importante... Sí, totalmente. Y el tema de cerrarme. De trabajar callado, sin mostrar mucho lo que hago. Recién ahora estoy conociendo a otros artistas de acá. ¿Sos muy crítico con tus trabajos anteriores? ¡Soy insoportable! Pienso seriamente que tengo que encontrar la manera de disfrutar de mis laburos al verlos y no odiarme, tanto de los viejos como de los actuales. Con Four Eyes logré de alguna manera que el porcentaje de las cosas que me agradan sea un poco más alto, pero me cuesta mucho reconocer que lo que hago está bueno. ¿Cómo es tu formación? (Estudios/autodidacta) Estudié historieta tres años en la Escuela Argentina de Historieta, en un curso de Leonardo Manco. Ahí entendí el proceso y el funcionamiento del cómic, la narrativa, la composición, el diseño y el lenguaje corporal de los personajes; cómo trabajar con tinta china, plumín, etc. ¡Todas cosas completamente inexistentes para mí hasta ese momento! Antes de eso, solo intenté entrar a la escuela de Bellas Artes de Quilmes pero no pasé las pruebas de ingreso. Así que lo mío también es bastante autodidacta. ¿Sentís la influencia del cine, el animé o los cómics en tus trabajos? ¡Completamente, sí a todo! Con el cine me pasó algo muy especial. Cuando era muy chico miraba Alien y me asustaba, pero algo me intrigaba; no la entendía mucho, mi cabeza todavía no estaba lista para ese tipo de imágenes. Lo mismo con
ESPECIAL trabajando en Four Eyes para Image Comics, ¡ese laburo me fascina!
Batman de Tim Burton, Blade Runner; no las terminaba de entender, algo me disgustaba; yo quería Superamigos, He-man, Thundercats; ¡todo lo demás era perturbador! ( risas) Cuando empecé a estudiar con Manco, mi enamoramiento por la oscuridad que contenían sus trabajos hizo que empezara a ver a los superhéroes con menos interés y a la oscuridad con más entusiasmo. Justo era la época en la que se estrenó en cines El Cuervo de Proyas y Brandon Lee. ¡Peliculón! Tiene una estética muy poderosa. ¡Totalmente! Leo me dijo: “andá a verla, te va a gustar”. ¡Y la peli me voló la cabeza, descubrí un universo completamente nuevo pero donde encajaban a la perfección Blade Runner y Alien! ¡El Cuervo, entre sombras, personajes cool y muy buena música me dio un mundo perfecto! Después de eso mi arte era todo negro.
Eso es lo que más me gusta de lo que he visto tuyo. Contame más de ese trabajo. Four Eyes es un cómic que creamos con Joe (Kelly), que trata de la lucha clandestina de dragones en Nueva York, en la época de la depresión, la década de 1930. La historia tiene un perfil tirando a “realista”, donde los dragones son vistos como criaturas existentes aunque poco vistas, y se los usa para peleas clandestinas donde la gente se junta y hace apuestas —como si fueran peleas de gallos o perros.
Te imagino dibujando como loco apenas volviste del cine (risas) ¡SÍ! Y me acuerdo que se notaba en muchos de mis dibujos posteriores a la peli; tanto Leo como muchas otras personas me decían: “¡Dejá de dibujar al Cuervo!” (RISAS). ¿Qué autores admirás? Autores que me inspiran… ¡millones! David Fincher, Ridley Scott, Scorsesse, Miyasaki, Frank Quitely, Sergio Toppi, Otomo, Frank Miller, Travis Charest, Ryan Sook, Joshua Middleton, John Cassaday, Paul Pope ¡Muchos, muchos! ¿En qué estás trabajando ahora? Ahora estoy con un anual para Marvel con Namor, los X-Men y Steve Rogers (Captain America) de protagonistas. Es Namor: The First Mutant Annual #1 ¡Muy lindo de dibujar! También sigo
Claro, es una aproximación como de ucronía o de universo paralelo, más que de fantasía tradicional. Sí. El protagonista de la serie es un chico, Enrico, quien vive la desgracia de que un dragón mate a su padre. Es un chico muy pobre que se sumerge en ese mundo clandestino para vengar la muerte de su padre.
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ESPECIAL ¿Cómo nació el proyecto? Joe me propuso dos proyectos para trabajar, uno era un western de trece números y otro era Four Eyes, que iba a ser una miniserie de cuatro o cinco números. Las dos opciones eran buenísimas, pero Four Eyes me atraía más artísticamente, por lo de ver a los dragones en un ámbito diferente del común y de poder diseñarlos. Creo que ya había otro artista designado para hacer Four Eyes antes de que Joe me lo propusiera, así que el proyecto ya estaba bastante avanzado en cuanto a la sinopsis y personajes, pero Joe me dio total libertad para diseñar a los personajes y a los dragones de cero, me los apropié. Y al ver los diseños que hice, Joe quedó muy contento al punto de no querer cerrar la historia en cuatro números ¡y alargarla a 20 ó 30!
da. Me contestó el mail y me preguntó en qué andaba, a ver si podíamos trabajar juntos. Por lo que me dijo, él vio en esa tarjeta algo que no había visto antes en mi trabajo, una soltura que lo atraía y le gustaba mucho. Para mí fue una alegría inmensa, ¡no lo podía creer! De ahí largamos con Four Eyes (A continuación de la entrevista publicamos la preview, por primera vez en castellano). ¿Ya habías publicado acá? Casi nada, no tuve oportunidad, intente meterme en alguna editorial acá pero no tuve suerte. Para cuando yo empecé a buscar el mercado ya estaba muerto. Publiqué en algún fanzine, pero muy poco. ¿Ubicás “Samizdat”? Sí, claro, lo sacaba Horacio Moreno. Ahí publicábamos con mi hermano (Sebastian Fiumara) en los 90. Ilustrábamos los cuentos y después publicamos un par de historietas. ¿Todavía trabajás con tu hermano? Compartimos el estudio, Antes uno dibujaba y el otro entintaba, pero ahora cada cual trabaja en lo suyo Está bueno compartir con él y poder tener una opinión... (parece dudar)
¿Cómo conociste a Kelly? Seguro ya contaste muchas veces la anécdota de la tarjeta navideña pero me gustaría que lo hicieras otra vez A él lo conocí en una convención chiquita que se hizo en Buenos Aires, creo que en el 2002. Yo conocía su trabajo y me encantaba, así que al verlo crucé unas palabras, sólo para expresarle mi admiración, con mucha vergüenza de por medio. Pero ni pensar que podría llegar a trabajar con él algún día. Ahí en la convención él vio mis trabajos. Alrededor de un año después, tras haber tenido una experiencia medio fea en DC y estar sin laburo, me desconecté de toda esa presión y locura de conseguir que mi trabajo gustara y me puse a dibujar para mí. Entre esas cosas hice un dibujo, una tarjeta de navidad para mandar por mail a amigos y ya que estaba a editores, para ver si alguno picaba. Y también se la mandé a Joe a su mail, que me había dado en una tarjeta esa vez en la convención, porque total no perdía na-
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¿Inmediata? Sí, pero además amigable (risas) Siempre fui de trabajar en casa y no controlar nada mis tiempos, si estaba despierto tenía que trabajar; pero desde que nació mi hija no me quedó otra que sacar el laburo de casa, y lo agradezco eternamente. Ahora trabajo de tal hora a tal hora y después vuelvo a casa. ¡Casi que tenés vida! (risas) ¿Cómo te modificó la llegada de Ema? Me cambió mucho la forma de pensar. Estoy aprendiendo que las cosas se dan, no se controlan (risas) Claro: “¿No quiere dormir? Bueno, no duerme”. Es mucho mejor si lo ves así. (señala la lámina que miro en una de las publicaciones suyas que me trajo, la imagen que inicia este especial) Esta la estaba dibujando el día que fuimos a ver la primera ecografía. ¿Cómo fue volver a dibujar con gusto? Sé que después de la mala experiencia que tuviste te costó volver a hacerlo.
ESPECIAL Yo había dejado de dibujar para mí. Esos tres o cuatro años que dibujé sin parar, todo era trabajo, hacer muestras y más muestras, sin saber si el agente las mandaba a los editores, si alguien las veía, si gustaban o no... Fue muy frustrante. Después estuve como seis meses sin hacer nada y fue horrible. Trabajaba en Camelot, tenía que vender comics americanos, y si bien me sirvió porque tuve que salir de mi etapa antisocial y hablar con la gente (risas), volvía a casa tarde, cansado, sin ganas de nada, y estaba muy deprimido porque no podía dibujar. Y me costó volver a sentarme sin que fuera para conseguir trabajo, era: ¿y ahora qué hago? Y fue ir viendo qué salía. Al principio era pura oscuridad. Una mancha negra, Yo te mandé algunos de esos... Sí. Se ve que hiciste catarsis a full. De a poco empezaron a tener un poco más de luz. Buscaba algo que me cerrara, que me gustara a mí. “Gladiador” es de esa época. Ahí me des-
¿Como es tu relación actual con el trabajo? Antes mi vida era esto. Pero ahora tengo a mi hija, mis prioridades cambiaron. Leí en la entrevista que le hiciste a Salvador (Sanz) que él hace publicidad, vive de eso, y la historieta es más como un hobbie. Entonces supongo que se lo toma más relajado, al no ser algo que tiene que entregar para cobrar. Estaría bueno poder tomarlo así. Dedicarle sólo el tiempo necesario. Es más saludable. Igual yo quiero encontrar el modo trabajando en este medio. Y creo que se puede. Frank Quitely, ese dibujante que te nombraba, trabaja un par de horas por día. Hace poco me enteré que Bobillo también trabajaba cuatro horas por día. Tiene que ser posible.
bloqueé y al poco tiempo salió lo de Four Eyes. Hablame de lo que hiciste para Editorial Pictus En el de Horacio Quiroga dibujé una de las historietas sobre sus cuentos. Además hice las tapas de dos títulos sobre Sherlock Holmes. Me gustó cómo quedó el trabajo. Hacen buenos libros.
¿Cómo ves tu futuro? No me imagino haciendo otra cosa, yendo a dibujar publicidad o haciendo historyboards. La narrativa de la historieta es lo que me llama la atención, es en lo que tengo ganas de experimentar. Pero igual ahora trato de ser más abierto a lo que va surgiendo. Ahora puedo decir que lo imprevisto me cae bien. Una buena síntesis. Podría ser el título de esta entrevista, ¿no? (sonríe)
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EN LA TRINCHERA JUAN MANUEL CANDAL
Para uno de mis escritores de cabecera, Pablo Dobrinin
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Chico despertó con el cielo anaranjado del amanecer. Abrió los ojos, se quedó mirando por unos minutos el mudo espectáculo mientras estiraba sus brazos y después hizo algo que no había podido hacer durante los últimos tres días: se levantó. Con dificultad, comenzando con gran entusiasmo y luego perdiendo impulso, ya parado se tomó las piernas flacas con las manos, como si no estuviese seguro de que fueran a mantenerlo estable, levantó su cabeza para mirar al horizonte, por encima de la trinchera, y finalmente se dirigió hacia Sarah. Sus pasos eran torpes, seguramente sentiría las piernas entumecidas, pero llegó al alero y ya bajo el techo de lona abrió la puertecita de Sarah. De ahí sacó una botella de agua reciclada y unas lonjas de carne de cerdo. Destapó primero el agua y bebió la mitad de la botella sin una pausa. Después tomó las tres lonjas de cerdo de una punta y levantando el brazo por encima de su cabeza, fue mordiendo y masticándolas una a una. A Chico le gustaba contar historias del Sur. Cuando no pasaba nada (y como nunca pasaba nada), las historias se repetían a diario. Antes lo escuchaban, no sin cierto hartazgo, Nick, Owen y Martínez, pero desde que los perdimos sólo me las cuenta a mí. A veces me cuenta de su infancia en Bariloche, de las heladas, los montes (cuyos nombres nunca recuerda bien), el legado de la cultura Tehuelche, la mirada despectiva del turista de Buenos Aires y cómo buena parte de la población era asentamiento de alemanes y las calles tenían nombres ingleses. El problema radicaba en que esa no era su historia: era la mía. Él había nacido en el sur, pero de los Estados Unidos. En Texas, condado de El Paso, rodeado por el Desierto de Chihuahua. Cruzando el río estaba Ciudad Juarez, bien al norte de México. Esa era su historia, pero Chico tendía a confundirlas, o incluso a veces a olvidar que ni Texas ni México existían ya. Sobre Bariloche tenemos nuestras dudas. Llevábamos años en la primera trinchera de lo que alguna vez fue Lyon, Francia, si no me equivoco. Ahora ni siquiera es una ruina, se parece más al desierto: no queda nada que se asemeje a los restos de una ciudad. Suele haber un equívoco con el tema de las trincheras. Más de uno, en realidad. Históricamente, la primera trinchera es la más retrasada de todas, a unos 800 metros del punto estratégico en el campo de batalla. Luego suele venir la segunda, a unos 400 metros y finalmente la tercera, que a 200 metros del campo
siempre es la que huele la victoria o la derrota de forma inminente. Ya para esa mañana en la que Chico volvió a levantarse, no quedaba nada de la primera ni la segunda hacía mucho tiempo. Incluso nuestro grupo había sido diezmado: Nick, Owen y Martínez habían dejado la trinchera para avanzar, sin armas, convencidos de que el enemigo sería fiel a su promesa de compasión. Por otro lado, las trincheras ya no eran lo que habían sido. Originalmente, se suponía que eran puestos de avanzada, su función era meramente temporal. Pero desde que comenzó la Gran Guerra, muchas trincheras se convirtieron en un hábitat permanente. Chico terminó su festín y se sacudió cuando le di una palmada en el hombro. —Eh, chato, me asustaste. Chico y yo compartíamos el origen mixto en un país como había sido Estados Unidos, donde incluso los negros habían logrado mayor aceptación que las comunidades latinas. Chico no era exactamente latino pero sí su padre, que había nacido en Colombia, y aunque nunca supo demasiado de aquella patria perdida, Chico había cargado con el peso de su herencia genética durante toda su vida. Al menos, hasta que vino el llamado y tuvimos que dejarlo todo para venir a defender a la Coalición. Pero así como las trincheras habían sido pensadas como un hábitat de largo aliento, ciertas comodidades se habían vuelto imprescindibles. Ahí estaba Sarah, para ratificarlo. Sarah era nuestra heladera portátil. Chico le había puesto el nombre porque decía que le recordaba a su mujer, por lo fría. También teníamos una radio. Una radio común, de largo alcance, para escuchar los noticieros y la música. Pero sabíamos que no debíamos encenderla porque hacía rato que la única transmisión que podíamos captar era la de ellos. Primero había habido un tiempo de estática pura. Y luego la transmisión se había vuelto el arma principal del enemigo. Así fue que perdimos a Nick, Owen y Martínez. Nick venía de Oklahoma. Tenía porte atlético, era el más joven en la trinchera y además era rubio y de ojos claros. Un puto rompecorazones, como le decía Chico. Tenía una novia en Tulsa, Jeannie, y su foto era un verdadero festín para los ojos. Era tan buen pibe que nos prestaba la foto a todos para que pudiéramos descargar. Owen había nacido en Vancouver, pero su familia se habían mudado a California cuando él tenía apenas seis años y poco recordaba de su ciudad na47 |
tal, a la que nunca volvió y a la que nunca ya nadie podrá volver. Owen tenía un gran resentimiento hacia su padre, se le notaba en cada cosa que hacía, no sé cómo explicarlo. En cambio, hablaba de su madre como una mujer buena y sacrificada. Era de esos tipos que dicen la mejor madre del mundo cuando hablan de su vieja, y yo nunca tuve mucha tolerancia para ese tipo de idioteces. Martínez, que era el tipo más inteligente que haya conocido yo alguna vez, también se hartaba del pedestal de palabras que Owen le construía a su madre. —Ey, Owen, esa madre tuya… ¿estás seguro que era tan santa? Owen se ofuscaba enseguida. Bajito, de ojos chiquitos y básicamente inútil para una guerra. —La mejor madre del mundo. Entonces Martínez se estiraba con los brazos detrás de la cabeza, miraba al techo si estábamos en el alero, y decía, como si estuviera filosofando: —Una de las funciones principales de cualquier padre o madre es decepcionar a los hijos. Y Owen, que nunca entendió lo que Martínez quería decir, se ponía los auriculares y dejaba de escuchar. —¿De qué otra manera vas a salir al mundo? —seguía Martínez, y podía seguir toda la noche. Martínez estudiaba Sociología en New Jersey, aunque había vivido toda su infancia en New Orleans. Sus historias sobre el Mardi Gras y los viejos bluseros que tocaban en las calles eran algunas de nuestras favoritas. Él sabía hablarte de su gente de manera que pudieras verla, como si te estuviera prestando una foto o pasando una película. Igual, nada de esto importa, porque ya ninguno de ellos está aquí. Al menos Nick tuvo el gesto de dejarnos la foto de Jeannie a Chico y a mí (aunque me parece que fue porque en cierto modo él también tenía miedo de lo que pudiera pasarles). Yo sólo desayuno café frío instantáneo con mucha azúcar. Al principio me parecía espantoso, pero ahora lo paso sin problemas. Las provisiones no se terminan gracias a la tecnología: el agua reciclada fue uno de los mejores inventos del siglo XX, aunque recién se perfeccionó a tiempo poco antes de la Gran Guerra. Y la heladera hipertérmica funcionaba bastante bien para ser que se alimentaba de energía solar y en Lyon llovía o se nublaba seguido. Porque Sarah es una | 48
heladerita pequeña, pero tiene un inmenso aparato anexado atrás, donde se almacenan las lonjas de cerdo, el micropollo y las pastas vegetales. Supuestamente, la comida podía resistir el tiempo suficiente para que ganásemos la guerra e incluso sobrevivirnos a nosotros y a la generación siguiente. El truco era sacar la noche anterior lo que uno iba a consumir al día siguiente. Lo dejabas en los térmicos del interior de la puerta de Sarah y al día siguiente tenías todo fresco y a temperatura ambiente. Sí, Sarah era nuestra Señora de la Supervivencia. A veces con Chico hablábamos de qué íbamos a hacer cuando terminara la guerra. Ambos sabíamos que la guerra no iba a terminar, o mejor dicho, que no había forma de que pudiéramos salir victoriosos a esa altura, pero por pasar el tiempo, en la quietud de un lugar que era la nada misma, hablábamos igual. Y era divertido. Chico decía que se iba a casar con Jeannie. —¿Y Sarah? —le preguntaba yo, pero él nunca respondía. Más de una vez me contó que nunca la había querido y sólo se había casado con ella porque había quedado embarazada. Es lo que corresponde hacer, acotaba, si uno es un hombre. —Pero Jeannie… —y chiflaba con ganas—. ¡Qué tetas, capitán! Yo no era capitán, así nos decíamos entre todos. En su momento era algo chistoso. —¿Le viste la carita? Esa boca no se hizo para hablar bien de su madre. —Ni empecemos, cap. Mirale los labios, carnosos, pintaditos de rojo, no como el buen Señor los hizo, sino como el buen Señor los quiso. Chico era creyente, pero se divertía muchísimo tomándole el pelo a la doctrina. A mí me divertía mucho cuando estaba medio payaso y por eso le dejaba guardar la foto a él. —Esos labios dicen “blow-job”, casi que los puedo escuchar. —Imaginate una guarra como ésta dándote la bienvenida. A mí dejame sin medallas ni banderas. Esto es lo que quiero tener encima cuando vuelva a casa. A Chico le divertía cuando yo hablaba de minas. Él prefería hablar de guarras. —Te apuesto acá y ahora, que ninguna guarra en el mundo te la chupa como Jeannie. —¿Cuánto? —La fortuna de mi familia. —Hecho.
Yo le sonreí. Era un buen tipo, Chico. Estoy seguro de que si hubiera habido forma de volver a casa, a esa casa que ya no existía, si hubiera habido forma de volver a ese tiempo antes de la guerra, pero siendo quienes éramos entonces, se habría merecido la mamada de Jeannie y todo. A veces fantaseábamos con eso. Volver, pero en el tiempo. Martínez decía que el tiempo iba en una sola dirección, siempre hacia el futuro, pero que estaba seguro de que no era la única manera de percibir el tiempo. Yo nunca le entendí un carajo cuando se ponía así de complicado, pero me gustaba imaginarme el tiempo como una avenida doble mano, algo que había escuchado de chico alguna vez, en una película probablemente, o en la televisión. Uno viaja en una dirección, pero en cualquier momento puede dar la vuelta en U y hacer parte del trecho de vuelta. No lo entiendo muy bien, es algo que me imagino, una idea que me excita y me provoca imágenes pero no la sé explicar. Se la quise contar una vez a Chico, pero él entendía menos que yo todavía. A mí me gustaba la idea de volver siendo un hombre, un hombre que había estado en la guerra, a los lugares que frecuentaba antes del llamado. Un joven partiría a defender a su país mientras un hombre regresaba de esa misma guerra. Me reemplazaría a mí mismo, más viejo y un poco arruinado por la vida en la trinchera, pero con la sabiduría que te da estar en el frente de batalla. Porque de la guerra también se aprende. Yo aprendí mucho de mí, estando con mis capitanes codo a codo, haciendo la duermevela, masturbándome en lo profundo de la noche tratando de no hacer ruido, o despertando con los gemidos ajenos y haciendo que no escuchaba nada. Y el tronar de las metrallas y las bombas. Nunca sabíamos si eran los nuestros más adelante o eran ellos. «Esperen órdenes», nos decían antes por el radio militar y nosotros esperábamos, rifle en mano, listos para tirar y muertos de miedo, a veces bajo una lluvia torrencial que convertía la trinchera en puro barro y mierda. Pero nada me había golpeado más que ver a Nick, Owen y Martínez el día que nos anunciaron que se rendirían al enemigo. —¡Estuvieron escuchando la puta radio! — gritó Chico. Los otros tres asintieron con un dejo de vergüenza. —¿Son estúpidos, qué mierda les pasa por la cabeza? —seguía, enajenado, mientras levantaba peligrosamente su fusil.
—Chico… —le decía yo, desde un costado, mirando a los dos bandos como en un duelo de western en pantalla panorámica. —Callate —me cortó firme—. ¡Callate, callate, callate! Y empezó a llorar. De repente parecía un niño al que le habían dicho que la familia se mudaba a otro estado y no volvería a ver a sus amigos. Dejó caer el rifle y Nick dio un paso adelante, pero yo me interpuse, aunque no había amenaza en su mirada. —Chico… mi capitán… —dijo Nick, mientras buscaba la foto de su novia de Tulsa. Todos estábamos asustados para entonces, porque hacía tiempo, meses ya, que no se escuchaban disparos ni bombardeos. Para ser honesto, habíamos escuchado mucho, pero nunca habíamos sido parte de un ataque. Éramos la primera trinchera, se suponía que cuando la segunda dejara de transmitir, vendrían por nosotros. Pero cuando perdimos contacto con la segunda ya no supimos más nada. Y ahí se iban los tres. El pibe Nick, más bueno que un pan. El loquito Owen, que se bancaba las burlas de toda la escuadrilla. Y Martínez, que era como un padre o un hermano mayor. El que entendía algo, o por lo menos, el que parecía entender algo. Con Chico nos quedamos, mirando como ellos tres desaparecían detrás de una nube de polvo. Eso fue ya varios meses atrás. Chico comenzó a alternar entre fiebre, delirios, debilidad hasta para levantarse y deshidratación hace unos días. No sé qué pasó. Yo estoy igual que siempre. Pero un día lo sentí quejoso, quejoso de quejidos, no de estar quejándose de algo. Le puse la mano sobre la frente y sin necesidad de uno de esos putos Termodyns (que se habían arruinado en una inundación semanas antes, porque justamente Chico había olvidado guardarlo adentro de Sarah) me di cuenta que ardía de fiebre. Le di agua reciclada y pasta de vegetales, pero de esto último apenas probó. Lo puse bajo el alero y lo tapé con una de las frazadas térmicas aunque no hiciera frío ni hubiera viento. Incluso cuando se largó la lluvia un rato después, era una lluvia cálida. ¿Y si Chico se moría? Éramos solamente dos personas en el mundo. ¿Y si me quedaba solo, qué iba a hacer? Volverme loco progresivamente, lo más probable. ¿Prender la radio? No, eso nunca, porque ya sabíamos cómo funcionaba esa trampa… pero después de todo no era un panorama mucho más desalentador que envejecer solo 49 |
en una trinchera o pegarme un tiro en la cabeza y terminar con todo.
Chico me contó esa noche, el rato que estuvo conciente, su historia en el sur, en Bariloche. Lo escuché, cada palabra, sonriendo con ese amor que se le tiene a un amigo, pero más todavía a un capitán de escuadrilla. Chico me contó mi vida otra vez. Le erró en unas cuantas partes, pero eso lo hizo más llevadero. Me dijo que tenía un octavo de sangre Tehuelche por parte de madre, cuando en realidad, siempre había sido por parte de padre. Me dijo que a veces en Bariloche había ritos de magia Tehuelche, y lo que pasó a describirme fueron las leyendas folclóricas que se contaban en ciudades como Austin y que él había oído de chico. Allí aparecían las mambos: brujas capaces de realizar rituales macabros que podían enfermar y hasta matar a un cristiano. O lo que era peor, llevarle al demonio hasta su puerta, hasta su alma: el hombre poseído se volvía un ente que vivía entre los pueblerinos (en esta versión, de Bariloche), retraído y con la mirada perdida, hasta que un día decidía volarse la cabeza, o prender fuego su casa estando adentro. Pero todo eso era parte de ese mundo que habíamos dejado atrás al alistarnos. Si alguna | 50
magia, negra o cualquier otra, existía en nuestras tierras, se había perdido para siempre. Durante el segundo día de fiebre, Chico apenas estuvo consciente cuando le llevé agua reciclada, aunque rechazó de plano la pasta (el pomito, identificado con colores pasteles, se había desteñido, y el dibujito de los vegetales nunca había sido menos atractivo). Durante el tercero, y ya no sé si fue idea mía o qué, empecé a verlo amarillento. Y sin embargo, hacia el final del día, empezó a hablar, otra vez. —Venezuela —dijo con voz débil. Yo sonreí. Venezuela era el país con el que Chico soñaba. —¿Por qué Venezuela? —le pregunté una vez, en la noche profunda, mientras buscábamos el sueño—. ¿Por qué no Colombia? —No, Venezuela —me dijo, como si la respuesta fuera obvia—. En Venezuela la gente es feliz. Sus ojos se entornaban, y cuando volvía a hablar, su cara era la imagen de la nostalgia. —En Venezuela las chicas son latinas — decía, como si hubiera descubierto algo—. Chicas latinas, guarritas, ¿viste como bailan? —¿No bailan como en Colombia? —No, Colombia ya no existe. Colombia desapareció. De los países latinos teníamos pocas noticias: la Gran Guerra no había llegado a todas las regiones, pero lo de Colombia había sido diferente. Como decían los que entendían del tema, Colombia había implosionado. —En Venezuela las guarras bailan apretado, son sensuales. La sensualidad la llevan en la piel, no es como en el sur, que quieren copiarlo, pero no es real. Las mujeres de Venezuela son las más sensuales del mundo. —Si estás tan seguro, capi, te voy a tener que acompañar —le dije, por decir algo. Pero a Chico le refulgieron los ojos. —¿De verdad? ¿De verdad vendrías conmigo, cap? —Sí, claro. Mujeres, sensualidad, belleza latina. ¿Me lo voy a perder? Rió débilmente. —Ay, capi, las aventuras que podríamos tener en Venezuela. En Venezuela no tienen ejército, ¿sabías? Iba a contestarle cuando decidió seguir.
—Después de la guerra con Estados Unidos y Ecuador, les respetaron la soberanía, pero les desmantelaron el ejército. Estuvieron como cinco o diez años ahí, y si no fuera por la Gran Guerra, todavía sería un país intervenido. Pero así fue que los venezolanos no participaron de todo esto. No tenían ejército, y ellos no mandan a sus civiles a la guerra. —Capi, dormite, yo me quedo de guardia el primer turno. —Dejame. Quiero que hablemos de Venezuela. ¿Podemos dejar la trinchera mañana mismo? Lo miré en silencio. Él sabía que era imposible. —Podríamos caminar hasta Portugal y de ahí cruzar en balsa el océano. Imaginate, llegar a un país sin ejército, y neutral. ¡Hasta podríamos ser presidentes! ¡Imaginate, con nuestra experiencia de vida! No sabía de qué hablaba Chico, su experiencia de vida era la de ser un ordenanza en una escuela estatal. Yo respondía llamadas por el Omni en el Centro de Atención al Cliente de VisionWare. No me parecía que fuéramos exactamente material presidenciable. En ningún país. —Presidentes de Venezuela —le contesté—, rodeados de latinas con buenas curvas. —Eso mismo, capitán. Eso mismo. Hubo un tiempo en que inventaba historias. Nick, Martínez y Chico eran particularmente receptivos. Owen nunca decía nada. Eran historias basadas en cosas que me habían pasado, allá cuando todavía el mundo tenía un orden más o menos pautado. La primera vez fue una noche, bajo las estrellas, después de que Martínez nos hablara de que todo esto, todo lo que estaba pasando, la Gran Guerra, tenía raíz en el siglo XX. Él hacía relaciones que ninguno de nosotros entendía, así que yo me ponía a divagar y me colgaba de algunas palabras para imaginarme un sentido, o un recuerdo o una ilusión. Esa vez Martínez estaba corrigiendo a Nick, que había dicho que el invento más importante del siglo XX había sido el transporte. Lo de siempre: que el tren, el barco, el automóvil, el avión: de repente se podía cruzar de Utah a Hong Kong en horas. Martínez no se la dejó pasar y le dijo que el invento más importante del siglo XX había sido internet. De repente se podía cruzar de Utah a Hong Kong en cuestión de segundos. Y yo les dije que el invento más importante del siglo XX había sido la velocidad. Después de todo, de eso estaban hablando. Fuera el transporte, las comu-
nicaciones, el correo, las tareas, la puerta por la que se entraba al siglo XX tenía un cartel que decía “Velocidad”. Martínez me dijo que yo solamente estaba diciendo en abstracto lo que él estaba explicando en un nivel más concreto (le faltó decir: para que Nick pueda entenderlo). Pero ahí fue que me disparé: —¿Sabés lo que decía mi novia? Nadie dijo nada. —Mi novia decía que el verdadero invento no fue la velocidad, sino la necesidad de una velocidad. Por un momento reinó el silencio, pero Martínez enseguida salió al cruce. —La velocidad nos ahorra tiempo. Si existiera la teletransportación, en este momento podríamos desmaterializarnos y aparecer en instantes en la otra punta del mundo. Esa velocidad no me la vendió nadie, y ojalá me la hubieran ofrecido. Y entonces empecé. —Antes de trabajar en VisionWare estuve un tiempo como pasante en HoloTrans. La compañía japonesa que puso planta en Connecticut. Esto fue mucho antes de que la cerraran, por lo menos un par de años antes. «En HoloTrans no fabricaban solamente discos y reproductores holográficos. Eso es como decir que Sony fabricaba equipos de música. O Samsung hacía monitores. Eran empresas que siempre estaban un paso adelante, queriendo abarcar más del mercado tecnológico. Bueno, ¿se acuerdan de las “tecnowars” que empezaron con los sistemas HD y todo eso? No me quiero desviar. A lo que voy: a mí me tenían para supervisar embalajes, ese tipo de cosas, nada muy importante, pero una vez me tocó hacer el turno noche porque Louis no podía venir, y me quedé solo en la planta hasta las 6 de la mañana del día siguiente. «Yo estaba en el segundo piso, que tenía rampa de flujo para la carga de los speedsters, pero esa noche se me ocurrió darme una vuelta por el tercer piso. El tercer piso no era como los demás, tenía acceso restringido. Estaba todo el miedo al espionaje tecnológico y demás. Y tenías que pasar por el registro de instantánea dental para poder entrar. De aburrido nomás, probé de abrir la boca y ver qué pasaba, y, nunca supe cómo ni por qué, la computadora me dio como aprobado y abrió la puerta de red. «Obviamente no me iba a perder de curiosear un poco, así que entré y ya apenas di unos pasos noté una serie de planos y blueprints que nunca había visto antes. 51 |
Lo que yo me imaginaba eran unos tubos parecidos a los baños químicos, pero seguí dando vueltas y al fondo me encontré una cantidad de reportes, fotos y finalmente, en medio de la última sala (porque los salones se sucedían semicirculares en el recorrido) un prototipo. Era como un ascensor, todo redondo, que parecía de ese metal que brilla como el aluminio pero es más pesado… no sé cómo se llama. Tenía una puerta ovalada de entrada y al lado solamente una hendidura ideotrónica, así que busqué el conector, que era como un cable antiguo de tres patas, pero cada terminal con más de cien microconductores. Lo puse en la hendidura, sabiendo que iba a abrir la puerta. «Adentro, todo parecía vidrio y detrás del vidrio, había sistemas ópticos que, al prenderse, me imagino que era lo que le daban la potencia energética al aparato. Del lado de adentro no había nada, botones, enchufes, nada. Evidentemente, el sistema requería de tres hombres: uno que desde afuera de la terminal manejara el envío, otro que fuera el viajante, y finalmente un tercero que manejara la recepción en destino. Y todo esto lo sé porque mientras estaba adentro, la puerta ovalada se cerró y no volvió a abrirse hasta la mañana siguiente, cuando mi supervisor me vino a buscar para rescindirme la pasantía. Pero primero me hizo interrogar por la gente de seguridad. Ya ni me acuerdo cuántas horas me pasé encerrado. Usaron esos sistemas de desorientación temporal que te parten los tímpanos hasta que estás dispuesto a decir que mataste a Kennedy, a Lincoln y hasta los presidentes que todavía no fueron asesinados con tal de que paren. Estaban convencidos de que yo sabía lo que buscaba y que le quería vender información a ÜberWagen, que, se decía, estaba investigando tecnologías similares. Lo peor es que me enteré más por las preguntas que me hacían que por lo poco que había deducido mirando los planos. Según dijeron a la prensa poco después, la teletransportación a distancias no mayores a 500 millas estaría disponible en 2020. Y después el gobierno los clausuró, así que ÜberWagen anunció que para 2025 iba a poder teletransportar a un ser viviente de un punto del mundo a cualquier otro. Y seguramente, más de uno en HoloTrans habrá pensado que yo tuve algo que ver. Chico fue el primero en hablar. —La puta tecnología no llegó a tiempo. Pero Martínez lo corrigió enseguida: | 52
—No fue que la tecnología se atrasara, es que nadie contaba con esto —y señaló con la cabeza hacia el Este, hacia el emplazamiento enemigo. ÜberWagen, Sony, VisionWare, Samsung, Matsushita, Macintosh... todos dinosaurios ahora. Quedaban los aparatos, como fósiles o incluso como parásitos, pero la producción estaba muerta y enterrada. A veces Chico decía que le debíamos mucho a Sarah, que seguía funcionando como el primer día, o que era un milagro que una simple radio de 21 dólares todavía funcionase a energía solar. Todo lo que aún funcionaba, se alimentaba de energía solar, porque las demás fuentes de energías ya no estaban al alcance de la mano. Nadie tenía una batería de silicio que no se hubiera agotado. Mi historia preferida, de cualquier manera, era otra. Al igual que la de HoloTrans, se basaba en algo real, aunque tenía mucho condimento. A Chico le gustaba tanto que me la hacía contar un par de veces al mes, o más. Se trataba de cómo había conocido a Sherilyn. En mis vacaciones en New York, en la época de la explosión de los Randomize Your Mind. Ahora el Festival ya no existe y algunos dicen que era más lo que se hablaba que lo que realmente ocurría. Esa era la parca teoría de Owen. Pero a mí no me lo contaron, yo lo viví. Y me refiero a la época dorada, desde el primer viernes de agosto hasta el lunes siguiente en todas las principales ciudades del mundo, y donde la gente se sentaba en las calles, en pleno asfalto, frente a proyectores holográficos de enorme potencia. Una especie de proyección en 3D de un test de manchas. Es decir, cada uno veía algo diferente en los colores y las formas, y podíamos vernos unos a otros a través de los entramados, y aunque ahora se digan otras cosas, por momentos la serenidad que sentíamos, rodeados, invadidos por la luz y el color, nos hacía retomar contacto con nuestra naturaleza más íntima. Y digo todo esto aunque Martínez, no sé por qué, se la pasara hablando de la supuesta estupidización Pero yo había llegado a la ciudad dos días antes y me pasé la primera tarde dando vueltas, conociendo, mirando los edificios preservados y viejos, supuestamente muy culturales, pero a mí me parecían una reliquia. Sí, era conciente ya entonces y mucho antes de que Martínez me diera
la lata con el tema, de que por algo habían declarado el centro de New York como Patrimonio Cultural de la Humanidad, pero a mí me aburrió y me pareció poco práctico. «La cuestión es que la primera tarde, a eso de las cinco y veinte, cinco y veinticinco, paré en una cafetería, de esas bien locales, con mantelitos y ambientación a la francesa. Me pedí el café más caro de mi vida y me puse a mirar las plantas con las que buscaban dar sensación de naturaleza un poco ridícula estando a media cuadra de la Quinta Avenida, y entonces una mujer se sentó a la mesa frente a mí. «Y no era sólo una mujer. Era la mujer. Esa que esperás toda tu vida pero nunca toca a tu puerta. Cabello largo y lacio, de un color castaño muy oscuro que casi daba negro según la luz, ojos grises grandes y penetrantes, pero con la mirada dulce y amable. Una boca perfecta, con labios pintados como le gustan acá al capitán, bien rojos, muy rojos, y carnosos, de esos que uno ni quiere pensar qué harían con uno, si es que me entienden a lo que voy. «Y recién voy nada más que por su cara. Tenía puesta una remera roja fulminante sin escote, pero donde relucían dos tetas no demasiado grandes pero bien formaditas, de esas que parecen mirarte desafiantes, como diciendo a ver si estás a la altura, duritas, potentes. Cintura perfecta, un pantalón informal pero elegante y, aunque no se dio vuelta como para que pudiera sacarme la intriga de cuán precioso sería su culo, sus piernas eran dos jamoncitos sabrosos, de esos que dan la forma justa, a los que no les sobra ni les falta nada. «Se sentó sin preguntar, y llevaba una carpeta. Me dijo que hacía las polls de la previa al Festival. Me preguntó si tenía diez minutos para hacerme el cuestionario. No le iba a decir que no. Realmente creo que a una mujer así, ni siquiera otra mujer puede decirle que no. «Y empezó. «¿Primera vez en el Randomize Your Mind? No. «¿Cuántas veces ha asistido? Esta es la segunda. «¿Por qué vale la pena volver? Porque es la puta experiencia religiosa. Me refiero a que uno realmente se encuentra a sí mismo ahí, sentado en el asfalto caliente, rodeado de miles de hombres y mujeres de todas las edades. Todos hermanos, todos iguales. «¿Permaneció randomizado los tres días? Sí.
«¿Tuvo alguno de los efectos secundarios que se le atribuyen? No. O no sé, vomité el día después de irme, pero eso puede ser por muchas razones. La comida de New York, por empezar. «Por favor, cuénteme en detalle la visión que más le haya impactado, de toda la experiencia. Bueno, el último día, la última vez, un poco antes de que baje el sol, me vi en el desierto. En el desierto mítico, el de arena y sol y sequía, no los desiertos de ahora. Y encontraba a una mujer hermosa y horrible. Tenía cuatro brazos y la piel rojiza. Sus formas no eran particularmente femeninas, y olía como a comida barata del Barrio Chino. Pero se movía con una gracia que yo nunca había visto antes. Era como si ululara con el sonido del viento, y sus movimientos fueran muy, muy lentos, pero también imposible quitarles la mirada de encima. Y entonces de los dos pares de brazos, los más bajos de cada lado comenzaban a acariciar sus piernas y su cintura, y
la tela caliente de sus pantalones de goma, y el espectáculo era tan erótico y bizarro que uno perdía toda sensación de realidad. No de la realidad de New York, sino incluso de esta otra realidad etérea. De repente, la vida no valía nada, mi vida, ni la de nadie. Nada importaba, excepto poseer a la mujer deforme, dejar que me poseyera, porque cuando te abrazaba con sus cuatro brazos y sus dos piernas, era como una araña humana que se encaramaba para siempre al cuerpo de uno y uno sabía que la muy loca podía lle53 |
gar a alimentarse de su carne, porque así sobrevivían estas mujeres, si es que eran una especie y no un caso único, pero tampoco importaba porque uno sólo quería seguir sintiendo ese calor erótico y penetrarla como Dios manda. Pero la mujer no sólo tenía dos brazos de más, sino que tenía dos huecos de menos, no sé si me entiende. Allí, entre las piernas, la piel tersa iba de lado a lado, no había nada… sólo piel. Y yo sentía mi miembro chocar contra esa carne sólida y sellada y la necesidad de poseerla era todavía mucho mayor. Cuando terminó la jornada a las 8, todavía seguía erecto. Delante de mí había una pareja joven, de 18, 20 años como mucho, y se estaban besando. Y de repente me asomé hacia ellos y con una mirada les pedí un lugar. Quería ser parte de eso, necesitaba tocar y ser tocado. Para el que nunca vivió una Randomize, esto no tiene sentido, pero si hubiera despertado y frente a mí hubiera estado una vieja o incluso un hombre, de cualquier manera lo hubiera necesitado. Por un rato. ¿He contado demasiado? «Sherilyn sonreía, entretenida. Me dijo que ella nunca había participado de uno de esos festivales, pero la empresa la contrataba para conducir esos polls. Ahí fue que me enteré de su nombre, cuando me pidió el mío para anotar en la planilla y se presentó por mera correspondencia. «Bueno, me parece que eso es todo, me dijo y por primera vez desde que había comenzado nuestro intercambio, la noté desganada. Le pregunté si le pasaba algo y me dijo que tenía que hacer 50 planillas ese día y todavía le faltaban 14. Le dije que con su simpatía, seguramente no le llevaría mucho tiempo, pero me dijo que la gente la rechazaba las más de las veces. Eso sí que no puedo creerlo, le dije, un poco en pose de galán, pero ella decía la verdad, se le notaba en la cara. Y no era para menos. Había que bancarse una belleza de esas proporciones. Lo de ella era simplemente inhumano. Si ibas por la calle y te la cruzabas, si le dabas cinco minutos de tu tiempo y te dejabas encantar por su belleza, ¿cómo podías volver a mirar a tu mujer en casa? «Bueno, le agradezco el tiempo, me dijo, mientras acomodaba las planillas y entonces le dije lo único que un hombre puede decir en un momento como ese. «No te vayas. «Sherilyn me miró, con una sonrisa curiosa, ladeando la cabeza y yo sabía el juego que iba a jugar. Era cuestión de suerte, porque mi mano era la mejor que yo podía poner sobre la mesa: le dije | 54
que me hiciera las otras 14 entrevistas. Le daría 14 historias diferentes, algunas más interesantes y detalladas, otras cortas y aburridas. Cambiaría algunos modismos. Le inventaría nombres, edades, preferencias sexuales, abusos de sustancias, lo que fuera necesario. Ella sólo tenía que darme una hora, dejarme hablar y seguirme el ritmo. Sherilyn me dijo que sí con la cabeza, y su sonrisa se dulcificó. Por un instante pensé que tenía alguna posibilidad de terminar el día con esa mujer en mis brazos. Y cuando uno tiene a una Sherilyn en sus brazos, hasta perderse el Randomize parece de lo más irrelevante. «Así que fui todas las personas que pude inventar y conté todas las visiones que se me ocurrieron, hasta que agotado, clausuramos los 14 cuestionarios. Me había llevado más tiempo del que había calculado: una hora y media. «Le pregunté si podía invitarla a cenar. Me dijo que no, sin dudar un momento, y enseguida me clavó los ojos para decirme que por supuesto que la cena la invitaba ella, que era lo menos que podía hacer. «¿Y qué es lo más que podés hacer? Le pregunté yo, aprovechando el timming de la charla, en ese momento en que es sugerente y ameno, ese minuto antes de que pase a sonar burdo o demuestre inseguridad. Pero ella, mientras me guiñaba un ojo queriendo decirme que todo era parte del juego, me respondió que lo más que podía hacer era darme una experiencia mucho más inolvidable que la visión de la mujer del desierto. Por lejos. «Cenamos y charlamos de la vida, de dónde venía yo, de Bariloche, de la Provincias Unidas del Río de La Plata, de los separatistas, del problema estatal; ella estaba muy informada, decía que había seguido mucho en los periódicos lo que había pasado con lo que alguna vez habían sido Chile y la Argentina. «A pesar de que yo era el que moría por alargar el momento, era ella la que se ocupaba de mantener viva la charla, y en un momento, ya tarde, todavía en el restaurant, comprendí que ella realmente tenía interés en mí. Y ojo, yo sé que tengo lo mío, siempre tuve facilidad para estas cosas, bueno, no soy Nick, pero… Pero lo de Sherilyn era asombroso. Apenas salimos me dijo que la llevara en taxi a dejar las planillas en el buzón de la oficina, así no se tenía que levantar temprano el día siguiente. Y después fuimos para mi hotel.
«Esa noche, fue una de las mejores noches de mi vida. El sexo con Sherilyn era cosa de otro planeta. Se movía como si todo su cuerpo hubiera sido diseñado para complacer, pero incluso esa noche, increíble y todo, no fue lo que fue la noche siguiente. Durante la tarde salió a hacer encuestas y yo a recorrer la parte baja del downtown, donde están las baratijas. Me gusta mirar, siempre me gustó. Miro todo lo que hay y todo me gustaría comprarlo, pero al final nunca termino sacando la billetera. Todo me fascina, pero me imagino que si me compro esa cosa que me gusta tanto, después ya no me va a gustar. Y antes que Martínez diga algo, ya sé lo que eso parece, pero la prueba es que con Sherilyn nunca nos separamos hasta que empezaron a llamar civiles para el alistamiento. Fueron casi dos años, vivimos catorce meses juntos y nunca dejé de saber que era especial, luminosa. Claro que le vi la celulitis y la cara ojerosa y un par de estrías en la panza, y todas esas cosas que uno no ve al principio y va conociendo cuando entra en confianza. Pero siempre la vi hermosa, de otra manera después, pero hermosa igual. «Y me la gané contestando encuestas.» A veces pienso que el momento de quiebre de Nick, Owen y Martínez, y también incluso de Chico y hasta de mí, fue cuando supimos que la segunda trinchera había sido arrasada. Hasta entonces había comunicación por radio, corta y espaciada, pero de repente, todo era estática. Ya sabíamos, por ellos, que la tercera había sucumbido un tiempo atrás, pero aunque nadie lo dijo entonces, quizás la derrota se nos vino encima como un cielo que de repente se nubla y se carga de lluvias inminentes. Owen, que no era muy amistoso (definitivamente, no era un capitán), terminó por aislarse casi por completo. Dormía la mayor parte del día y hablaba lo mínimo necesario como para subsistir en una trinchera. A mí nunca me había caído muy bien, pero una mañana, poco antes de que ellos tres se fueran para siempre, Nick me contó que Owen era un buen pibe, sólo que estaba un poco trastornado. Todos sospechábamos que en realidad era invertido, pero Nick incluso pensaba que habían abusado de él de chico. No estaba seguro de por qué había llegado a esa conclusión, no se basaba en ninguna ciencia o confesión, era una cuestión puramente intuitiva. Y creo que quizás Nick tuviera razón. Pero de lo que estoy seguro es que, de haber sido ataca-
dos (me refiero a un abordaje a la antigua, con armas y fusiles y bombardeos), Owen hubiera dado su vida por la escuadrilla. Simplemente se le veía que estaba dispuesto a morir y que la gloria de la batalla hubiera sido su mejor excusa. A mí me gusta pensar el siguiente cuento, que es como una historia paralela, como en los comics cuando te muestran el qué hubiera pasado sí… algo hubiera sido diferente en la historia de los personajes. A mí me gusta imaginar que mientras truenan las bombas y nos asaltan decenas de esos soldados de armadura refractaria, nosotros damos nuestra mejor batalla. Somos uno los cinco y codo a codo nos tiramos al suelo dentro del agujero y somos los cabrones más implacables que nadie haya visto jamás. Todos sabemos que vamos a morir porque nos superan en número y en tecnología, pero nos vamos a ir en un glorioso vuelo kamikaze. No habrá rendición, no de estos cinco capitanes. Las bombas caen alrededor todo el tiempo, por eso ni podemos escucharnos. Probablemente ya ni siquiera seamos capaces de oír, nuestro sentido auditivo se ha arruinado para siempre. Pero seguimos tirando y bajamos a varios de ellos, por todos los flancos. Los muy hijos de puta son tantos que parece que jugáramos bowling, caen y caen y siempre aparecen otros más, como si hubiera una máquina repositora de enemigos. Martínez, por supuesto, es el primero en morir. Un buen tipo, pero nunca material de guerra, por Dios. No se lo habríamos dicho, porque a su manera estaba tan convencido como cualquiera de nosotros, pero el tipo era inteligente, era un pensador. Hubiera terminado siendo profesor o algo. Pero acá las balas lo alcanzaban y lo perforaban sin piedad: su torso se sacudía mientras era acribillado y entonces por primera vez en años ya no éramos cinco, sino cuatro. El siguiente en morir hubiera sido Nick. Por joven, porque la guerra es cosa de adultos. Como el póker, si te metés a jugarlo demasiado fresco, podés pasar algunas manos, pero tarde o temprano te despluman los que saben. A Nick lo hubiera alcanzado un tiro fatal en el ojo izquierdo, destruyendo para siempre su belleza natural. Muriendo instantáneamente, desconcertado, quizás el único de nosotros que habría albergado alguna esperanza de ganar. Entonces, lo imagino a Owen en modo berserker. Ve a su amigo Nick muerto a su lado y decide que ya ha tenido suficiente. Se levanta, mientras las balas vuelan a su alrededor sin tocarlo, y 55 |
llevando la metralleta pesada, corre contra la avanzada enemiga, tirando y bajando a los cristalinos uno tras otro. Mirá atrás y no dice “cúbranme” como todos esperamos, sino “corran” y hace un gesto hacia el Este. Y eso hacemos Chico y yo: salimos de la trinchera en la dirección contraria, huyendo del enemigo, esperando que Owen los detenga todo el tiempo que sea posible. Soltamos las armas, los cascos, las mochilas de energía, todo. Queremos ser veloces. Owen sigue disparando y el muy cabrón se baja a medio ejército él sólo, de repente un gigante en Lyon, un hombre al que la humanidad le rendirá pleitesía con estatuas y ornamentos cuando la guerra termine. Nosotros seguimos corriendo hacia la lejana pradera. Los enemigos son tantos que Owen no tiene chances, por supuesto. La primera bala le da en la rodilla derecha y luego otra le destroza casi inmediatamente el hombro izquierdo. Pero Owen apenas cae arrodillado sin bajar la metralla. Sigue disparando, sigue matando cristalinos como si fuera el puto John Warmachine. Si algún desconcierto alguna vez atraviesa la mente de esos tipos, tiene que ser en un momento así, cuando un hombrecito bajo y con los músculos de una escoba, los mata como moscas y se resiste a morir. Así que cambian de estrategia hasta rodearlo como tenaza y entonces lo fusilan de ambos lados, y Owen muere con una expresión rabiosa en la cara, cayendo sobre su espalda con la metralleta en alto. En los pocos segundos, tal vez un minuto, que Owen nos ha comprado con su sacrificio, hemos corrido como si el Demonio mismo nos persiguiera. Y hemos llegado a la pradera. Allí, del otro lado, hay un falso terreno, que en realidad esconde una escotilla. Corremos la tierra y bajamos, sin cerrarla, porque sabemos que dejarla a la vista es lo mismo. Lo importante es no perder tiempo. Allí abajo hay una estación de ÜberWagen desocupada. Totalmente funcional. Chico me mira y me dice que abra el módulo de teletransportación. Sé que piensa en mandarme a mí y quedarse él. Solamente puede viajar un hombre a la vez y el otro debe enviarlo. No hay tiempo para discutir. Entro a la cabina y veo a Chico, programando todo en la máquina de despacho. A lo lejos se escucha al ejército enemigo, que se acerca. Entonces Chico me mira y me guiña un ojo. —¿Adónde voy? —llego a preguntarle, mientras veo a dos cristalinos que bajan por la escotilla torpemente. | 56
—Venezuela, capitán —grita Chico, y la compuerta se cierra. Luego escucho como lo masacran del otro lado, pero yo ya estoy a salvo. Veo que todo se ilumina alrededor y luego mi cuerpo desaparece del infierno de Lyon para nunca más volver. Esa hubiera sido una buena historia. Ahora que está levantado y recuperado, Chico está diferente. Y yo sé por qué. —Estuviste escuchando la radio. Chico asiente. Me mira con algo de pena. —No son lo que nosotros creíamos que eran. —¿Y vos te lo creés porque te lo dicen ellos? —Vení conmigo, capi. Vamos a ver qué hay del otro lado. Yo desespero. —Ya sabemos que hay del otro lado. Eso que hay del otro lado se comió a la mitad de nuestro mundo. —Eso nos dijeron en la Coalición. ¿Pero alguna vez los viste frente a frente? ¿Alguna vez te atacaron? ¿Alguna vez los viste vos, con tus propios ojos? —Las balas, las bombas a lo lejos, sino, ¿contra qué estamos peleando? —Eso mismo —dice Chico, y aunque no puedo pensarlo porque me destruiría, yo también he notado que siempre escuchamos bombas y balas que suenan iguales que las nuestras. Para ser una raza superior alienígena, parece poco probable que usen las mismas armas que nosotros. —Cap, no me dejes solo. ¿Qué hay de Venezuela? —Siempre tendremos Venezuela —me dice y guiña un ojo. Luego prepara su mochila y se dispone a partir. Entonces, tembloroso y casi sin entender lo que estoy haciendo, busco mi pistola y le meto dos tiros en la espalda. Chico cae. Sé al instante que está muerto. Finalmente, sólo quedo yo, en la trinchera, defendiendo a la Coalición del Oeste. La mañana siguiente, el cielo está oscuro y sé que lloverá otra vez. Cuando uno se queda solo, definitivamente solo, las horas parecen años. Chico murió ayer y ya siento que pasó una temporada, o que tal vez incluso nunca lo conocí. Al final me quedé con todo: con Sarah y con Jean-
nie, pero no siento hambre ni libido. La pasta vegetal no tiene gusto a nada. He pensado en suicidarme, pero vamos, no tengo el pulso para hacerlo. Así que decidí que me dedicaré a esperar. Que algo pase. Que vengan ellos. A matarme, a llevarme, a salvarme. Si es que vienen algún día. Siempre lo supe, en realidad. Todos lo sabíamos. Nunca los vimos disparar. Nunca los vimos, apenas si escuchamos las historias. Seres cristalinos, de forma humana, con armadura refractantes. Anexan las tierras simplemente ocupándolas con alguno de sus domos, e intervienen las ondas de radio y todo tipo de comunicación. Todos sabemos que en realidad, es la gente la que termina yendo hacia ellos. Por empezar, quizás nunca fue una guerra: jamás pudimos hacerles daño. Y ellos no dispararon un solo tiro.
No importa. ¿Qué importa la verdad? Estoy solo en la trinchera y hace frío. Me encargaron esta misión. Sherilyn me espera en casa, con la belleza de aquel primer día, cuando intentaba ordenar las encuestas con bastante presteza para ser que le faltaba el brazo izquierdo del codo para abajo. Ah, Sherilyn, mi desfigurado amor... Sueño con la vuelta a tu abrazo redentor. Cuando la guerra termine. Cuando logremos patearles el culo de una vez a estos putos marcianos y volvamos a casa, triunfantes, cubiertos de gloria, mentiras y medallas. © Juan Manuel Candal
Juan Manuel Candal nació en Buenos Aires en 1976. Es Licenciado en la carrera de Cine como director/guionista. En el 2009 publicó su libro de cuentos “Yo robé tu nombre”. Es editor del área de Literatura del portal Leedor.com, y co-dirige la revista literaria online Otro Cielo (www.otrocielo.com). Ha publicado cuentos en Revista Pasajes, Esto no es una revista literaria, Axxon, Revista Narrativas, La comunidad inconfesable y Otro Cielo, y sus relatos han participado en distintas antologías. El cuento que publicamos aquí pertenece a su libro inédito “Siempre tendremos Venezuela”.
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EL COROLARIO DE IGUALDAD NEGENTRÓPICA MARIO DANIEL MARTIN
"En la tierra, para el año 2100 tres especies de cetáceos habían sido declaradas inteligentes y admitidas a las Naciones Unidas. Su demanda judicial contra las antiguas naciones balleneras no había tenido sentencia firme, y de hecho, nunca la tendría. Los cetáceos disfrutaban demasiado de los laberínticos procedimientos legales como para terminarlos" Larry Niven, "En el fondo de un agujero" (1966)
Debido a los numerosos controles en la frontera, la nave llegó al helipuerto de Titán con retraso. El superintendente de protocolo con el que había estado discutiendo la estrategia a seguir se despidió de mí dándome la mano como en los viejos tiempos, y me dijo “confiamos en usted”. Corrí a la aduana y el robot-celestrion me escaneó rápidamente antes de autorizarme a entrar. —Lo esperan para zarpar, plataforma tres, espacio exterior. No me dieron escolta ni guía robótica. Casi me caí al intentar apurarme, la baja gravedad me hacía saltar demasiado si caminaba muy rápidamente, así que aminoré la marcha. Además, hacía muchísimo frío. Mi termómetro cerebral indicaba -30, y un altísimo consumo de glucosa para mantener mi cuerpo en funcionamiento. El zuespok esperaba en el vehículo, y su figura austera se distorsionaba por las ondulaciones de la atmósfera líquida en el interior, todavía en movimiento por la entrada de los otros. Obviamente, el celestrion les había avisado que yo por fin había llegado, y que podían entrar a la nave. Téc-
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nicamente deberían haber esperado que yo estuviera con ellos, pero mi demora justificaba esa comprensible negligencia en el protocolo, especialmente dado el frío de la plataforma para el espacio exterior. El zuespok había condescendido a adoptar una configuración corporal terráquea, ojos arriba de la boca, para señalar su compromiso con un proceso justo, y facilitar la comunicación. Sus grandes ojos se fijaron en mí cuando me envió la bienvenida oficial con la lista de participantes, y todos me miraron. Representando a la tierra, estaban una quimera delfín-orca, un pulpo-langosta y una rata-castor. La delegación de la coalición de los primates constaba solamente de mí, y por eso habían oxigenado el líquido a un nivel que me permitiera respirar sin aditamentos tecnológicos. Dos eristeandos jupiterianos, uno líquido de Europa y otro sólido de Calisto, completaban la representación del Sistema Solar en el comité. También, en la parte de abajo de la nave, donde estaban los controles, había tres representantes de la confederación galáctica a los que no veríamos hasta
llegar a destino. La plataforma de embarque flotante me esperaba, y me llevó a la entrada de arriba del vehículo con su característico zumbido ronroneante. Entré por la escotilla izquierda, y el reflejo físico de que iba a ahogarme cuando el líquido entró en mis pulmones me impidió saludar a todos inmediatamente. Cuando por fin pude estar más cómodo, adaptándome a respirar en esa atmósfera líquida, pude agradecerles su cortesía de invitarme. La temperatura interior era de 22 grados, y poco a poco mi aterido cuerpo se fue calentando. El zuespok inició la sesión en la lengua franca del mar, con poco acento alienígena. Según nuestros espías, era uno de los oficiales galácticos con más experiencia en las civilizaciones solares. Se recitaron los protocolos y volvió a explicarse el propósito del viaje. Yo aclaré, por pedido del gobierno hiper-sapiens de la coalición homínida, que mi participación era voluntaria, como observador, y que, a menos que lo declarara explícitamente, no implicaba ningún compromiso legal de aceptar el informe de inspección requerido por las autoridades, ni sus recomendaciones. El zuespok especificó que si cualquiera de los presentes no se sentía cómodo con los procedimientos podía expresarlo durante la inspección, pero que apenas dejáramos el Sistema Solar estábamos obligados a respetar las meta-leyes intergalácticas, las que tenían precedencia sobre cualquier ley local terrestre, acuática, marítima o de las colonias del Sistema Solar, o cualquier ley de la Vía Láctea, incluyendo las leyes especiales regionales de sus brazos. Y recalcó que él estaba a cargo de los procedimientos. Los otros tres aceptaron eso inmediatamente, y me miraron esperando mis objeciones. Yo podría haberme extendido sobre la legislación, pero consideré prudente explicar que por ahora me iba a confinar al rol de observador, y que era la coalición de compañías homínidas quién debía decir si se formularían objeciones, una vez que se compilara el informe. Sin embargo, me habían delegado poderes plenipotenciarios de representación, y podía aceptar culpabilidad y negociar reparaciones entrópicas si la inspección las garantizaba. Eso los tranquilizó un poco. Todos recibimos una copia oficial de los términos de la inspección en nuestra conciencia, la que yo reenvié inmediatamente con un pestañazo a la burocracia de la sede central de corporaciones hiper-sapiens en el asteroide Saturno 8. No había nada nuevo, solamente los nombres
definitivos de los participantes y sus respectivas afiliaciones. Me sorprendió constatar que el delfín-orca era un ministro de la coalición marítima, y que el pulpo-langosta representaba a los terráqueos no-homínidos en la corte intergaláctica de Alfa Centauro. El delfín era también uno de los jerarcas que logró convencer a los canídos de abandonar su tradicional y milenaria alianza con los homínidos en los acuerdos de la Antártica, lo que resultó en una expulsión de-facto de nuestra corporación de las reservas biológicas en la madre tierra. La rata-castor no reveló sus credenciales, solamente que representaba a los mamíferos anfibios no alineados, pero yo ya sabía, por nuestros espías, que ocupaba un alto cargo en la corporación Amazonas, uno de los grandes rivales de las corporaciones homínidas en la colonización del brazo Perseo de la Vía Láctea. De todos los miembros del comité, la rata-castor era el único misterio. No podía saberse de antemano a quién apoyaría, porque si bien eran nuestros principales competidores, sus pretensiones de expansión se verían afectadas si a nosotros nos imponían demasiadas restricciones territoriales. Los eristeandos estaban más balanceados: el de Calisto, adaptado a la vida en las rocas de hielo, era de una corporación aliada a la homínida; el de Europa, adaptado a la vida marina, un aliado de los delfines más anarquistas, los que en realidad habían instigado esta inquisición. Estuve tentado de mandarle un mensaje privado al eristeando de Calisto, para poder iniciar una conversación sobre nuestra estrategia. Pero todas las comunicaciones se hacían en el canal público, y no quise desentonar. El resto del panel era previsible. Un argonterrano, representando a los suprahomínidos intergalácticos, para dar la apariencia de que el tribunal no estaba sesgado en contra nuestra, una fistera acuática de Orión, que lo balanceaba simbólicamente, y un soteristio de Alfa Centauro, que oficiaría de secretario sin voto. Su función, al menos teóricamente, era controlar que el zuespok no se extralimitara en su rol de policía intergaláctico. Todo el procedimiento iba a seguir las convenciones protocolares de la legislación interplanetaria del Sistema Solar, y eso incluía la visita física a la zona afectada, la que era técnicamente innecesaria con la tecnología de transporte virtual de los zuespoks. Obviamente temían que nuestra corporación pudiera rechazar la visita mental como evidencia válida. En un litigio similar, ese argumento había retrasado considerablemente la de-
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manda de abuso ecológico iniciada por los delfines durante nuestra expansión a la Nébula del Cangrejo, y consecuentemente no querían correr ningún riesgo. Despegamos rápidamente, y nos acercamos a la órbita de Neptuno para ganar inercia. Los otros cuatro conversaban en la lengua franca del mar, para no excluirme. Yo miraba al exterior por la pantalla del telescopio virtual que el zuespok había habilitado frente a cada uno. Pasamos cerca de Eris, sobre el que se destacaba su luna Disnomia, nombrada en honor de la deidad de la anarquía en una de las mitologías pre-estelares de nuestra raza, lo que me hizo sonreír, pues parecía una alegoría de esta misión. Después de pasar los planetoides-almacenes del acantilado de Kuiper, la nave empezó a acelerar para abandonar la zona neutra. El zuespok nos indicó que a partir de allí estaríamos regidos por las meta-leyes galácticas, y que no podríamos conversar, pues entraríamos en el agujero de gusano tipo 4 que nos llevaría a la geodésica intergaláctica que conectaba todas las vías de acceso a los corredores relativísticos. También nos dijo que debía encapsularnos en una atmósfera particular a cada uno, para proteger nuestra integridad física cuando la nave generara gravedad negativa. Fui rodeado por una cápsula transparente, que empezó a llenarse de una especie de gelatina líquida celeste que se pegó a mi cuerpo, y pude respirar mejor, porque la atmósfera común tenía demasiado nitrógeno para mí. Un mensaje general dirigido a las conciencias individuales de todos los huéspedes informaba que la gelatina actuaba al mismo tiempo como un preservante de nuestra integridad física al alcanzar velocidades cercanas a las de la luz y como un acelerador de nuestros procesos mentales para que pudiéramos estar a tono con la distorsión espacio-temporal a lo largo del viaje. La composición química de la atmósfera cambió significativamente. Me recordaba a la de la ciudad-estado donde yo había sido creado. Hasta habían incorporado el olor agridulce de las granjas mixtas de cereales y frutas adonde fui socializado, y el olor del cloro en el agua reciclada de la piscina de baja gravedad del centro de la ciudad, adonde terminábamos el día después del arduo trabajo en la granja. Eso seguramente no era una casualidad. Nada era una casualidad en la amable manipulación psicológica de los zuespoks. Conscientes de que en los homos-homos el mejor canal hacia la memoria es el olfato, estaban llevándome deliberadamente a
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mis primeros recuerdos, a la época en donde todavía convivían las distintas especies terráqueas en las colonias espaciales entre Venus y Marte. No pude dejar de recordar a Xirios, mi mejor amigo en ese tiempo. Era un homo-delfín que había sido expulsado automáticamente después de la primera rebelión de las quimeras. Por mucho tiempo no supe nada de él, hasta que en mi tercera reencarnación fui ascendido a funcionario, y en el interrogatorio de la policía mental para confirmar mi ingreso a la compañía me enteré que Xirios había sido uno de los kamikases en el ataque terrorista a la esfera que protegía la atmósfera de la colonia un par de años después de la expulsión. Hacía por lo menos dos reencarnaciones que no pensaba en ese tiempo, y que no recordaba la solidaridad y los buenos ratos que pasé con Xirios y el dolor que me causó saber que las circunstancias lo habían convertido en uno de nuestros enemigos más acérrimos. En mi entrenamiento me habían prevenido contra las técnicas de los zuespoks, contra la sutil atmósfera de camaradería universal que creaban las razas superiores durante las negociaciones difíciles para lograr sus objetivos. Obviamente, habían hecho su investigación sobre mi pasado. Respiré hondo varias veces para que los olores se hicieran habituales, implanté un filtro cognitivo-emocional que prevendría cualquier influencia inconsciente de mis recuerdos sobre Xirios, y me concentré en la información de mis sentidos. La pantalla frente a mí se hizo mucho más nítida, y podía controlar hacia adonde apuntar el telescopio con mis ojos. Era la primera vez que viajaba por el supercorredor, al que nuestras naves no tenían acceso desde el incidente en las Nubes de Magallanes. El zuespok nos hizo notar el efecto telescópico de la parte posterior de la nave, a medida que nos acercábamos a la velocidad crucero de 0.7L y el horizonte del sector anterior se convertía en un cono de estrellas por los efectos relativísticos. Pudimos apreciar por unos cuatro o cinco minutos en todo detalle la Nebulosa de Bode, la patria de los argonterranos, pero cuando entramos en el hiperespacio, y empezamos a saltar de hiperagujero de gusano en hiperagujero de gusano, las imágenes de galaxias que nunca había visto se fueron sucediendo rápidamente. Después de una media hora más o menos, el zuespok nos indicó que saldríamos nuevamente a un agujero de gusano lento tipo 2. Ahí pudimos volver a hablar, y observamos por unos minutos la galaxia Enana de Fornax, recientemente inter-
venida por Alfa Centauro para prevenir una guerra. Intenté pedirle al zuespok más información sobre la galaxia, pero simplemente no me contestó. Las razas superiores habían censurado las noticias de esa intervención, pero nuestros espías en Orión aseguraban que las medidas tomadas contra la civilización que se expandía en esa galaxia eran muy similares a las que la confederación acuática exigía que Alfa Centauro tomara contra nuestra confederación. Querían que nos declararan ecológicamente irresponsables y nos exiliaran del contacto con civilizaciones fuera del Sistema Solar, con la excepción, claro está, del vigilante ojo de los zuespoks. Era increíble el odio que nos tenían los delfines y sus aliados acuáticos, a pesar de que, sin los genes homínidos de las primeras quimeras, nunca habrían dejado su estado primario, ni salido de los mares y ríos de la tierra. Súbitamente, volví a sentirme apenado por la muerte de Xirios. Sus técnicas de manipulación psicológica eran realmente efectivas. Reforcé el filtro, y me concentré en mis sentidos exteriores nuevamente. A medida que el vehículo reducía la velocidad tuvimos la sensación de alejarnos rápidamente de la galaxia Enana de Fornax, y concentramos nuestra atención en el horizonte de la parte anterior de la nave, que lentamente dejó de ser un cono de luz para mostrarnos un sistema planetario alrededor de una estrella unitaria anaranjada. La cápsula que me envolvía se abrió, y la gelatina se absorbió en el piso. El zuespok nos informó, sin ninguna condescendencia, que con nuestra tecnología, el viaje hubiera tomado alrededor de 4 años, aún usando la geodésica interestelar. Con tecnología de los zuespoks, tardamos lo que a mí me pareció más o menos una hora terrestre, aunque mi cronómetro cerebral indicaba tres horas cuarenta y cinco. La atmósfera líquida era en parte responsable por esa percepción, ya que aceleraba nuestro metabolismo cerebral. Pensé que algún día lograríamos decodificar su tecnología, y evitar estar confinados a secciones limitadas de dos brazos de la Vía Láctea conectados por agujeros de gusano tipo 1. Según nuestros ingenieros espaciales, lo más importante era descubrir la tecnología de la gravedad negativa, la que, a pesar de todos los esfuerzos realizados hasta ahora, evadía nuestra más tenaz investigación. Y era claro que teníamos que descubrirla por nosotros mismos, ya que, gracias a las continuas denuncias de nuestros co-terráqueos, ninguna de las razas estelares nos facilitaría el camino.
Nos acercamos al cuarto planeta del sistema, un clásico planeta de diamante, con una atmósfera amarillenta. Los otros tres planetas interiores eran de silicio, uno, el segundo, con agua líquida cubriendo toda la superficie observable desde nuestro punto de vista. Detecté que el delfín-orca le había mandado un mensaje privado al pulpolangosta. Mi primer impulso fue de protestar, pero los dejé conversar en el canal privado entre ellos. Probablemente estaban discutiendo la contaminación de los planetas puramente acuáticos bajo nuestro control en el brazo Perseo y estaban ensayando toda su retórica contra lo que ellos consideraban la minería indiscriminada de nuestra corporación. Cuando la conversación terminó, le envié un mensaje meta-protocolar al soteristio de Alfa Centauro, oficialmente el secretario de los procedimientos, preguntándole si las comunicaciones en el canal privado entraban dentro de los procedimientos oficiales del informe. Evidentemente el pedido los sorprendió, porque como ellos tenían acceso a todas las comunicaciones telepáticas, seguramente ni siquiera habían registrado que era una comunicación privada para los terráqueos. Me respondió que lo discutiríamos inmediatamente. El zuespok invitó a los miembros extrasolares a unirse a nosotros. Sugerí que íbamos a estar un poco apretados, pero no aceptaron mi insinuación de que nosotros bajáramos. No pude dejar de pensar que no nos querían mostrar los paneles para que no pudiéramos inferir sus procedimientos tecnológicos. El zuespok ensanchó la cabina cuando los tres miembros exteriores del panel se unieron a nosotros en la parte superior de la nave. Parecía magia. La habitación simplemente se expandió. Algún día tendríamos acceso a esa tecnología. El planeta adonde tuvo lugar el incidente estaba a la vista. El soteristio abrió oficialmente la sesión de inspección, y declaró que los mensajes privados no formarían parte de los procedimientos oficiales. En esto estaban condescendiendo a las leyes terráqueas, simplemente porque mi pedido no contradecía la meta-legislación intergaláctica. Eso era una ventaja muy grande para poder tomar decisiones comunes con mi aliado, el ersiteando de Calipso, sin que nuestras comunicaciones quedaran registradas en el archivo oficial. Sobre todo porque si no tenía acceso a la conexión privada con él no podía leer su pigmentación, y por lo tanto sus emociones. Los otros no protestaron. Ellos habían roto el protocolo implícito, y tenían que afrontar ahora las conse-
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cuencias. Inicié inmediatamente una conexión privada con mi aliado, quien, como yo sospechaba, estaba pigmentado de violeta, alegre por el éxito de mi maniobra.
La nave se detuvo en el límite técnico de la atmósfera del planeta. El zuespok nos informó que visitaríamos dos ciudades. La primera estaba intacta, gracias a la oportuna intervención de Alfa Centauro, y la segunda había sido afectada por la contaminación terrestre iniciada por nuestra confederación. El incidente estaba catalogado como altamente entrópico, y por lo tanto, era una seria violación de las meta-leyes en vigor. La civilización afectada tenía más o menos el mismo estatus que las civilizaciones originadas en el Sistema Solar, es decir, no calificaba para formar parte de la coalición intergaláctica de razas con altruismo negantrópico. Su tecnología equivalía a 105 años de desarrollo terráqueo, pero era, como nuestras civilizaciones, considerada ambigua. Pedí una aclaración. El zuespok nos explicó que en este planeta desarrollaron la física de la antigravedad pero no la de la energía atómica, y desarrollaron la ética biológica pero no la tecnología genética de autodestino. En cambio los hiper-homo y todas las civilizaciones derivadas desarrollaron la física atómica y la genética, pero sin altruismo negantrópico. Quise seguir averiguando más, pero la fistera acuática de Orión intervino citando
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una potencial violación de la doctrina de la no interferencia. Eso significaba, como yo sospeché inmediatamente, que el conocimiento de la tecnología de esta raza podría ser útil para nuestro desarrollo tecnológico. Mi aliado, el eristeando de Calisto, pigmentado de un esperanzado índigo, me confirmó lo que yo pensaba. Su intuición, y si en algo eran buenos los eristeandos era en la intuición, era que una alianza con esta raza sería muy útil para nuestra expansión en común. Los cuatro miembros de las razas superiores nos miraron atentamente después de este intercambio. Obviamente, desaprobaban lo que a sus ojos era una falta de altruismo entrópico o un ignorante egoísmo. Pero no dijeron nada. Entramos a la atmósfera, y el zuespok nos pidió que expresáramos nuestro agradecimiento a la civilización mónada por recibirnos en su biosfera. Nos dijo que el nombre de “mónada” había sido elegido como la traducción de su nombre a nuestro lenguaje porque ese concepto existía en la historia pre-estelar de la raza homo. Inmediatamente todos buscamos en nuestras enciclopedias mentales las referencias pertinentes, y nos enteramos que las mónadas habían sido propuestas por un tal Leibniz, un proto-científico inventor de una primitiva técnica computacional llamada cálculo matemático, para describir las entidades cognitivas en su seudo-filosofía. El concepto había sido rechazado y hasta ridiculizado en su tiempo como demasiado idealista por sostener que el mundo físico de su tiempo era el mejor de los mundos posibles. Una consecuencia filosófica del concepto era la unidad espiritual de toda la vida terrestre. No era casual esa traducción, era más bien otra arma ideológica de los zuespoks, quienes mantenían igualmente que las leyes intergalácticas eran la mejor forma de obtener el mejor universo posible, y estaban siempre predicando monótonamente la paz y la unidad de la creación. La traducción propuesta en la lengua de los eristeandos era igualmente condescendiente. Se refería a un postulado de unidad esencial entre todos los seres de metano, propuesto por un igualmente olvidado profeta pacifista de su prehistoria, asesinado por un ciclón de fanáticos belicistas en la primera guerra entre las civilizaciones de las lunas de Júpiter. El paisaje del planeta estaba compuesto fundamentalmente por líquenes amarillos de base ferrosa. Era eso lo que le daba el color amarillento a la atmósfera. Reconocí inmediatamente la configuración de ecosistema vegeto-mineral arsénica
característica de los planetas de diamante con líquenes en el brazo Perseo que estábamos colonizando. En el Sistema Solar no había planetas de diamante, ni vida basada en el arsénico, por lo que no estábamos aprovechándolos suficientemente. Esta era, además, la primera vez que, tanto el eristeando de Calisto como yo, sabíamos de una civilización avanzada originada en este tipo de planetas. Bajo la paciente mirada de las razas superiores, intercambiamos mensajes privados de esperanza, mientras los terráqueos acuáticos intercambiaban, probablemente, mensajes privados de alarma. Llegamos a un lugar donde había una serie de esferas en el aire. Era la ciudad intacta. El zuespok nos dijo que esas esferas eran las hiper-mónadas, las configuraciones superiores y al mismo tiempo las moradas de los habitantes. Una de las esferas, la más alta, se acercó a la nave, y se recitaron los protocolos. La terminología que usaba con la hiper-mónada era muy similar a la que usaban con los homínidos. En el lenguaje universal de los zuespok no había ninguna declinación metagramatical que evidenciara promesas de alianzas. Además, el lenguaje era estrictamente técnico y estaban totalmente ausentes las desinencias de la forma de cortesía que usaban con los delfines y otros terráqueos condescendientes a su mensaje de paz y mesura. Ahí deduje que el contacto de las hiper-mónadas con Alfa Centauro era muy reciente, realmente una consecuencia directa del accidente, y no era precisamente un contacto deseado. Esa era, seguramente, una raza con pretensiones de expansión acelerada, a la que se veían obligados a respetar, pero no a ayudar. Mi aliado eristeando, pigmentado de un escéptico amarillo, confirmó mis sospechas en el canal privado. En los archivos de la corte de Alfa Centauro había un expediente que temporáneamente limitaba la expansión de esta civilización fuera de sus límites regionales de influencia. El zuespok invitó a la esfera a entrar a la nave, y nuestra sala se amplió a por lo menos el triple de su tamaño. Nos presentamos uno por uno, y a mí me tocó al último. Cuando saludé a la hipermónada, me arrodillé y pedí oficialmente perdón por nuestra interferencia. El zuespok le explicó a la esfera que mi actitud corporal expresaba gran arrepentimiento. Eso sorprendió a todos, y, debo confesarlo, también a mí mismo, porque definitivamente me estaba extralimitando en mi agenda, y en realidad no sabíamos el tipo de daño causado con certeza. Pero mi intuición me decía que
era el camino a seguir. El eristeando apoyó mi movida. Había percibido verdes señales de peligro emitidas inconscientemente por el eristeando de Europa, el aliado de los delfines. Eso me animó. Pedí que nos explicaran el daño para tratar de encontrar una forma de repararlo. La esfera, con ayuda y traducción adicional del zuespok, nos explicó su estructura social. Dentro de la esfera había otras cinco esferas, las que a su vez tenían en su interior cinco esferas más. Cada una era una mónada en sí misma, pero para diferenciar las jerarquías sociales las llamaban respectivamente hiper-mónadas, super-mónadas y mónadas inferiores o propiamente dichas. Cada mónada inferior estaba compuesta a su vez de un número indeterminado, pero múltiplo de cinco, de infra-mónadas, que eran los entes que interactuaban durante la noche con el resto del planeta, pero que no tenían una conciencia individual. Inmediatamente pensé en las abejas y las hormigas, insectos pre-espaciales extinguidos en la tierra, pero que todavía se conservaban como polinizadores y recicladores biológicos en las granjas espaciales homínidas. Las infra-mónadas se alimentaban de líquenes ferrosos y otros seres que no pude clasificar fácilmente. Había unas reglas de ascenso espiritual a través de las cuales cada infra-mónada podía unirse o no con otras para formar mónadas o grupos de orden superior durante el día. Las combinaciones de infra-mónadas tenían estructura de anillo en el sentido matemático del término, y las interacciones entre mónadas estructura de grupo. No todas las combinaciones eran posibles, y las que lo eran debía seguir esas reglas socio-matemáticas para subir en la jerarquía. En el planeta había cinco ciudades, y ésta era la capital, porque tenía la única hipermónada del planeta, el ser con el que interactuábamos, que representaba el equivalente del cero en el grupo matemático de interacciones entre mónadas a nivel planetario. Pregunté qué era lo que los hacía flotar, y la respuesta fue levitación espiritual, a lo que el zuespok agregó lo que yo espera escuchar, vacío cuántico. El eristeando de Calisto, que se había pigmentado de un racional azul, me envió un mensaje privado a mi conciencia que simplemente decía “Intuición correcta. Muy interesantes como aliados potenciales”. Yo le contesté con un conciso “efectivamente”. Esto era lo que habíamos esperado por tanto tiempo, un camino independiente para dominar la técnica de la gravedad negativa. Quise preguntar más, pero hubo objeciones formales del delfín-orca y
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el pulpo-langosta, secundadas por la fistera acuática de Orión, quienes volvieron a invocar la doctrina de la no interferencia en el desarrollo tecnológico de razas excluidas del club negantrópico. El soteristio de Alfa Centauro le recordó al zuespok que eso era suficiente, y en su rol de secretario, determinó que debíamos cerrar la discusión hasta después de visitar la zona dañada. La nave siguió las instrucciones de la hipermónada, y planeó sobre un paisaje amarillo cubierto de líquenes con múltiples configuraciones ionicas. Llegamos a una zona en donde pudimos ver dos esferas en el aire y tres semi-esferas en el suelo. La estrella madre del sistema planetario se ponía en el horizonte en un ocaso verdiazul, lo que le daba a la escena un tono lúgrube. No puede estar seguro si esto era casualidad, u otra treta psicológica de los zuespoks. Alrededor de las esferas caídas había cientos de seres muertos. Esas eran las infra-mónadas afectadas. El zuespok nos explicó que su sistema circulatorio contenía hierro, mercurio y otros minerales, y que habían sido atacados por nano-robots enviados por la confederación de los homínidos. Los nano-robots no los habían reconocido como seres vivientes, y habían tomado los minerales en sus cuerpos para reproducirse y relanzarse al espacio, exterminando gran parte de la ciudad. Me pidieron una explicación oficial. Ese discurso lo tenía preparado. Expliqué que debido a que Alfa Centauro se negó a realizar una transferencia de tecnología a nuestras corporaciones para que pudiéramos viajar en túneles de gusanos superiores, nuestra única opción para expandirnos era identificar agujeros de gusanos estables tipo 1 en la geometría del espacio-tiempo. Y con ese propósito habíamos lanzado los nano-robots. Cada nano-robot llevaba todas las instrucciones para reproducirse cuando encontraba los minerales apropiados, y realizar un experimento basado en el enlazamiento cuántico de fotones. Eso permitía encontrar los agujeros de gusano. Cuando el enlazamiento cuántico entre dos fotones medía la distancia entre ellos mismos, y descubría que se ha producido un salto de la distancia de más de un año luz entre dos pares, se había encontrado un agujero de gusano tipo 1 operativo. Los fotones sobrevivientes a ambos lados del túnel enviaban un mensaje a un receptor fuera de la galaxia, ubicado en una de nuestras colonias en Sagitario, para triangular la ubicación del túnel y producir el mapa de la curvatura espacio-temporal de las entradas, y eso le permitía a nuestras naves
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deslizarse por el espacio-tiempo, a pesar de que no tuviéramos acceso a la transferencia de tecnología que nos negaban las razas superiores, en especial la posibilidad de crear gravedad negativa. Entonces volví a Leibnitz, y declaré nuevamente que los hiper-sapiens y sus aliados estábamos sinceramente arrepentidos por la pérdida de las vidas de las infra-mónadas, pero que quizás, en el esquema de todos los mundos posibles, este desastre era, aunque lamentable, positivo para nuestra futura evolución conjunta, ya que nos había permitido hacer contacto con la raza que estábamos esperando encontrar desde que nos lanzamos a las estrellas. La hiper-mónada estaba muy interesada, y quiso saber más. Le expliqué que habíamos desarrollado la fisión en frío que nos permitía alcanzar las velocidades apropiadas para navegar los túneles tipo 1, pero que no habíamos logrado combinar esa tecnología con algo que parecía ser muy natural en este planeta, el vacío cuántico, lo que nos daría acceso a túneles de gusano superiores. La hiper-mónada preguntó si estaríamos interesados en un intercambio tecnológico. Tanto yo como el eristerando de Calipso, pigmentado de un índigo claro, respondimos con un rotundo sí. El zuespok nos interrumpió, y dijo que no era ese el propósito de la misión. Le explicó a la hiper-mónada que no había un protocolo de interacción aprobado por Alfa Centauro entre nuestras razas, y que lo más importante era limitarse a encontrar una solución a esta tragedia. Las naves interestelares de Alfa Centauro habían atrapado a todos los nanorobots en esta zona para evitar que se produjeran más incidentes, pero la Comisión Intergaláctica del Control de la Entropía quería asegurarse que no enviaríamos más nano-robots a la zona. Acepté inmediatamente, a pesar de que eso iba a requerir un abultado presupuesto, porque otros nano-robots ya habían sido construidos específicamente para probar la vialibilidad de ese agujero y rediseñarlos para otros propósitos implicaba desarmarlos y reprogramarlos uno por uno. El delfín-orca hizo un largo discurso explicando que no podía confiarse en las promesas de los homínidos en general, y menos aún en la de los hiper-sapiens. Agregó que usábamos técnicas extractivas de destrucción ecológica desde nuestros orígenes pre-estelares, y dio el consabido ejemplo de la pesca de arrastre en los océanos de la madre tierra, que destruía ecosistemas enteros para obtener un magro contenido proteico. Nos acusó, como tantas veces, de haber contaminado y des-
truido la mitad del Sistema Solar, y de que habíamos arruinado muchísimos planetas acuíferos durante nuestra expansión al brazo Perseo con el propósito de extraer minerales. Evidentemente, estaba indirectamente previniendo a las minerales mónadas de que no podían confiar en nosotros.
Los otros representantes terráqueos quisieron saber más sobre el daño provocado. La hipermónada explicó que el intercambio de supermónadas entre ciudades también seguía una estructura de grupo matemático, y que la destrucción de esta ciudad había alterado su adaptabilidad al desbalancear el número de elementos simétricos en los grupos de interacciones. Querían que la coalición de razas superiores con sede en Alfa Centauro los dejara colonizar un sistema planetario vecino con un planeta de diamante similar al suyo, para recuperar la viabilidad y la diversidad genética de la raza. La fistera acuática de Orión reaccionó inmediatamente, y le recordó al zuespok que ese sistema planetario tenía dos gigantes gaseosos habitados por razas plasmáticas similares a la suya, las que temían una invasión y la contaminación entrópica de las mónadas. Una comunicación telepática rápida con eristeando me dio el visto bueno, y anuncié que como reparación tanto la corporación homínida como los eristeandos de Calisto estábamos dis-
puestos a dejar que las mónadas colonizaran dieciocho planetas de diamante casi intactos en el brazo Perseo de la Vía Láctea bajo nuestra jurisdicción. Le transmití a la hiper-mónada imágenes de los planetas y su configuración vegeto-mineral en el canal privado, y le envié una copia de los protocolos de cooperación e intercambio de tecnología complementaria que habíamos ensayado recientemente con una raza plasmática expansiva en Gliese III. La hiper-mónada reconoció que tanto el hábitat como el acuerdo eran los vehículos ideales para sus propósitos expansionistas, y aceptó inmediatamente. Todos los otros terráqueos, a excepción de la rata-castor de la corporación Amazonas, quien se abstuvo, pusieron sus objeciones formales a cualquier acuerdo. El zuespok, tratando de demorar los procedimientos, dijo que eso sería debatido en el viaje de vuelta. Pero yo les recordé que la ley interestelar de cooperación y el derecho a correr el peligro de autoinjuria eran meta-leyes universalmente aplicables a todas las civilizaciones, independientes de la clasificación de las razas involucradas. La protesta de los delfines y sus aliados no se hizo esperar. Pero entonces invoqué el Corolario de Igualdad Negantrópica, una pieza clave de las metaleyes de Alfa Centauro que todos estaban obligados a respetar. A pesar de la alarma general, el soteristio de Alfa Centauro, como secretario imparcial en los procedimientos, reticentemente reconoció mi petición como peligrosa y potencialmente precipitada, pero legalmente válida. Por primera vez en toda la inspección, intervinieron la rata-castor y el argoterrano, apoyando incondicionalmente mi demanda. El protocolo de reparación y futura cooperación con las mónadas se selló allí mismo, ignorando la reticencia y las quejas de los demás. La rata-castor aprovechó mi victoria para iniciar también el proceso de un meta-acuerdo preliminar de la corporación Amazonas con las mónadas. Tampoco ellos podían dejar pasar esta oportunidad de acceder a la gravedad negativa. El eristeando de Calisto se veía exuberantemente satisfecho, y se había pigmentado completamente de violeta. Ni siquiera tomó la precaución de usar el canal privado para felicitarme efusivamente. Mis superiores iban a estar también extremadamente satisfechos. No sólo habíamos reparado el incidente, habíamos hecho un aliado estratégico que tenía la tecnología apropiada para colonizar todas los planetas de diamante que hasta ahora habían quedado sin explotar en el
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brazo Perseo. Además, si lo que suponía era verdad, nuestra tecnología combinada con la tecnología complementaria de las mónadas sería el equivalente de saltar de los barcos de vela a los barcos de vapor en nuestra expansión a otras galaxias, ya que nos daría acceso a agujeros de gusano superiores en corto tiempo, y hasta quizás una alianza con la corporación Amazonas, para adaptar en forma conjunta la tecnología de las mónadas a nuestros cargueros interestelares, lo que, hasta este incidente, parecía impensable. Las protestas del delfín-orca y el pulpo-langosta aumentaron. Pero no podían hacer realmente nada, el zuespok cerró la sesión, y ordenó que nuestro acuerdo y el acuerdo iniciado por la ratacastor fueran registrados oficialmente en la corte intergaláctica de Alfa Centauro. Las razas superio-
res podrían tener todos los preceptos éticoentrópicos que quisieran, y desconfiar, con toda razón, de nuestros propósitos, pero debían respetar sus propias leyes. Si gracias a las esféricas mónadas lográbamos el acceso a la tecnología del vacío cuántico, nada iba a detener la ambición, la sed de aventura y el ingenio de los hiper-sapiens y sus aliados. © Mario Daniel Martín
Mario Daniel Martín es argentino y vive en Camberra; enseña español y cultura hispanoamericana en la Universidad Nacional de Australia. Además de artículos académicos, ha publicado libros de poesía, cuento y teatro. En el ámbito de la ciencia ficción, resultó finalista en el Premio Andrómeda 2008 por el relato “El último bolero en el Taj Mahal” y ha publicado cuentos en las revistas Axxón y Cosmocápsula..
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EL PRISIONERO LAURA PONCE
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Recuerdo que atravesé los puestos de control y descendí confiado hacia el tercer subsuelo, a los pabellones de confinamiento. Se hablaba mucho del detenido al que vería, se decía que era un caso especial, pero yo pasaba las semanas “entrevistando” a esos pequeños agitadores acusados de pertenecer a la resistencia, y nada de lo que constaba en el expediente de éste me hacía suponer que debiera tratarlo de modo distinto. Se mencionaba la posibilidad de que fuera un mutante sin registrar, pero me dije que seguramente podría manejarlo. En el Ministerio, si había algo que sobraba, eran medios. Pensé en la ciudad que nos rodeaba, con su arquitectura soviética de los años cincuenta, con sus moles cuadradas y grises, opacas. La Sede Ministerial se alzaba justo en medio de ellas: un edificio piramidal flamante, de paredes lisas y aspecto metálico, negro y sin ventanas, construido en tiempo record. Parecía algo caído del cielo, completamente incompatible con el entorno. Estaba allí como testimonio de la ocupación, sobresaliendo en el paisaje urbano igual que la punta de un iceberg descomunal. Oh, sí, los Nuevos Amos sabían cómo hacer sentir su presencia, aunque en realidad estuvieran muy lejos de nosotros. Dos guardias me escoltaron por el corredor. Abrieron la puerta de la celda y lo vi allí: sentado en el suelo, recostado contra la pared, con los ojos cerrados. Entré, cerraron la puerta y se retiraron. Él ni siquiera se inmutó. Le habían aplicado un campo de aislamiento, lo habían envuelto en esa radiación repelente destinada a limitar movimientos que le impedía asir objetos o tener contacto físico con otras personas; para algunos detenidos el campo era tan incapacitante que apenas podían respirar bajo sus efectos, pero él no parecía sufrir molestia alguna. Lo observé durante algunos segundos y por fin me senté en el camastro frente a él. Entonces murmuró: —Ya era hora de que vinieras. Sonreí, descolocado. Pero me tomó sólo un instante volver a enfocarme en el procedimiento. Iba a presentarme pero me detuvo con un gesto. —Descuida —dijo—. Sé quién eres y a qué se debe tu visita. Abrió los ojos y una claridad profunda y poderosa llenó la celda. Comprendí que no eran exagerados los informes sobre el efecto que él podía tener sobre la gente. Intenté ganar la delantera: | 68
—¿No le interesa recuperar su libertad? —La verdadera libertad es algo de lo que tus amos no han podido privarme—, sonrió y sus dientes centellaron a la pálida luz de la lámpara —¿cómo podrían devolvérmela? Algo en esa sonrisa disparó una alarma en mi mente. Permanecí callado durante un momento que me pareció muy largo, luchando sorprendido contra el impulso de salir corriendo de allí. Entonces noté que sus ojos —¿divertidos? ¿compasivos?— buscaban en los míos. Hubo un sutil cambio en su expresión. Me disponía a hablar nuevamente cuando él preguntó: —¿Cómo anda tu madre, Václav? ¿Qué le dijo el médico? Era bueno. Me pregunté qué sería: ¿un grado tres? ¿un grado cinco? ¿Cómo habría logrado un mutante tan poderoso escapar a la detección? —¿Qué sabe de mi madre? —pregunté intentando mantener la calma. —¿Qué sabes tú? Comenzaban a sudarme las manos. Úsalo, me dije, deja que el maldito infeliz crea que caes en
su juego. —En realidad... Con la cantidad de trabajo que hubo esta semana... Se mostró muy sorprendido: —¿No hablaste con ella? —Bueno —me desabroché el cuello de la camisa—, iba a llamarla hoy, pero surgió algo a último momento... Sin prestar demasiada atención a mis balbuceos, comenzó a decir: —Ya anocheció, pero todavía es temprano. — Ingenuamente tanteé con la mirada los muros grises y mohosos buscando alguna ventana… hasta acordarme de que estábamos en el tercer subsuelo; tampoco había relojes a la vista. Él se limitó a encogerse de hombros ante mi expresión. —El rocío estuvo cayendo hasta hace un rato —explicó—; no deben ser más de las siete. ¿Te parece bien ir a verla ahora? —Se rió de mi cara de desconcierto—: ¡No vas a decirme que estás demasiado ocupado como para ir a visitarla ahora! Estuve a punto de decir algo, pero él no me dejó dudar; atravesó el campo de aislamiento como si fuera agua, puso su mano sobre la mía y dijo: —Vamos de una vez. Sólo recuerdo un zumbido, y que mi mente se sumergió en un torbellino de colores confusos, extraños, que perdí toda noción de espacio y de
tiempo, que me quedé sin aire y tuve miedo, un miedo repentino y primordial. Fue como si de pronto no hiciera pie, pero cayera hacia arriba… Y luego estaba allí, en el porche de la casa de mi madre con él a mi lado, sonriendo y alisándose el cabello como si se preparara para una cita. En verdad era un hombre enorme, mucho más alto y corpulento de lo que yo había imaginado antes de verlo de pie. ¿O sería que recién entonces comenzaba a mostrarse como era en realidad? Sin darme tiempo de hablar —y a ciencia cierta no sé que hubiera podido decir— alzó una de sus manazas y llamó golpeando la aldaba con delicadeza. Oímos pasos apresurados y abrió la puerta mi madre. Estaba tan feliz de verme que me abrazó y besó y nos hizo pasar de inmediato. —¡Adelante, adelante! —canturreó mientras nos guiaba hacia la cocina—. Algo me decía que iba a tener visitas. Estoy preparando pishkis y tengo café recién hecho. Atravesamos el comedor en penumbras y me pareció que la casa estaba tal como la recordaba. La adiviné algo envejecida, con la pintura descuidada, pero tan llena de chucherías como antes; hasta me pareció ver multiplicadas las figuritas de porcelana, los retratos en la pared, las carpetitas bordadas. Cada paso que daba adentrándome en ella, cada paso que daba hacia la cocina tibia e iluminada, lo retrocedía en el tiempo. La cocina era el aroma de los pishkis, el sartén crepitante, las cortinas abiertas y el mantel blanco; mi madre de espaldas, batiendo: una escena de mi infancia. Él seguía sonriendo tan amistosamente que comencé a detestarlo. Nos sentamos a la mesa y, en medio de una alegre charlatanería, mi madre se desvivió por atendernos. Él seguía una a una sus palabras y hacía comentarios que a ella le encantaban. Le preguntó por sus dolencias y ella las minimizó; entonces la regañó por no cuidarse lo suficiente y ella rió con coquetería. Por fin exclamó: —¡Qué ricos están los pishkis! —¿De verdad? Por el racionamiento se consiguen cada vez menos cosas, tuve que arreglarme con lo que había en el mercado y me preocupaba que quedaran medio secos… —Nada de eso: ¡Estos son los mejores pishkis del mundo! Esa gota rebalsó el vaso. Casi le grité: —¿Qué necesidad tiene de mentir? Las palabras me salieron duras, más de lo que yo esperaba, más de lo que hubiera querido. Mi
madre me miró extrañada, ahogando un reproche, pero él me habló sin rencor ni falsa amabilidad. —Yo nunca miento. En este momento éstos son los mejores pishkis del mundo. No supe cómo contestar. —¿Nos disculpa, señora? Su hijo y yo vamos a salir un momento... Me tomó por el hombro y casi me arrastró hacia la puerta de la cocina. Una vez que estuvimos fuera, en la galería, me señaló el escalón del borde para que me sentara; luego se sentó a mi lado. El pequeño huerto estaba en sombras, las casas vecinas en silencio. Me sentí como cuando era niño y mi padre estaba a punto de reprenderme por algo que yo sabía que había hecho mal. Pero la reprimenda nunca llegó. Él parecía dolido más que enojado. —Escúchame —dijo finalmente—, sé que esto debe ser bastante extraño para ti y que no tienes ninguna razón para confiar en lo que te digo. Pero está pasando. Y puedes disfrutarlo o dedicarte a discutir conmigo. Yo trataba de ordenar mis pensamientos, pero me sentía demasiado abrumado para pensar o para tomar cualquier decisión. Me pregunté qué esperaba lograr él haciéndome pasar por todo aquello. La cabeza me daba vueltas. Todo lo que pude hacer fue alzar los ojos al cielo. Y fue como si lo viera por primera vez. La noche estrellada me pareció ajena. Inquietante. Pero increíblemente hermosa. Después de un momento dije: —Volvamos adentro. Mamá debe estar preocupada. Confieso que me costó sobrellevar la sensación de extrañeza que experimentaba. Miraba a mi madre y no podía dejar de preguntarme si ésa era realmente mi madre o si yo estaba realmente allí hablando con ella. Sin embargo, llegado un punto, me dije: Qué más da. Está pasando. Y poco a poco empecé a disfrutar de la charla, y comprendí —sorprendido, avergonzado— cuánto hacía que la llamaba sólo por compromiso. No tuve que decírselo, ella parecía darse cuenta de lo que me sucedía, parecía incluso haberme perdonado. La vi rejuvenecer tanto en un par de horas que lamenté que mi padre no estuviera con nosotros para verla. Cuando la réplica de reloj cucú anunció las once, él dijo que ya era hora de irnos y se despidió de mamá con el cariño de un hijo; me tomó del 69 |
hombro y se encaminó hacia la puerta principal. Antes de salir se volvió para recomendarle que no tomara frío y decirle que yo volvería a visitarla pronto. Una vez en el porche, me quejé del compromiso. —¿Por qué le dijo eso? —Porque vas a venir. —¿Cómo lo sabe? Me sonrió de un modo extraño, casi feroz, y no quise seguir indagando. Todavía me zumbaban los oídos debido al salto y, frotándome las sienes, me pregunté cuántas pastillas necesitaría para alejar el dolor de cabeza que estaba sintiendo. Me subía desde la base del cráneo como una especie de resonancia, igual que si me hubieran dado un recio cachiporrazo en la nuca. Entonces lo escuché decir: —Hace mucho que no ves a tu esposa, ¿no? ¿Cuánto tiempo llevan viviendo separados? Su pregunta fue como una patada en el hígado. —¿A qué viene eso? —¿Y a tu hija? ¿Cuándo fue la última vez que...? —Ella ya está grande —respondí, cortante. Buscó en mis ojos y sonrió maliciosamente. —¿De qué tienes miedo? ¿De que te pregunte cómo te ganas la vida? Otra patada en el hígado. —Yo siempre cumplí con ella y con su madre. Nunca dejé que les faltara nada —me defendí. Él rió. —Y nunca les faltó nada. De eso les diste grandes cantidades: de nada. Ausencia fue lo que más les diste. Me observó durante un instante, como evaluando si yo valía el esfuerzo. Esa mirada, a medio camino entre la compasión y el desprecio, terminó de violentarme.¿Quién era él para meterse en esos asuntos? Ya estaba listo para enfrentármele cuando apoyó su mano en mi brazo y, suavizando el tono, agregó: —Seguro todavía puedes recordar cómo eran las cosas en un principio. No ha pasado tanto tiempo. Sentí que se me ablandaba el cuerpo de un modo antinatural. Imágenes como destellos me fueron poblando la mente. En la chatura de mi memoria, algunos detalles comenzaron a cobrar relieve, como si fueran las únicas partes importantes de un tapiz enorme que reconocía con la yema de los dedos. Cada uno de esos detalles era semejante al fragmento de una imagen holográfi| 70
ca: una parte y el todo. Ella volvía a mí en el tenue brillo que tomaba su piel al hacer el amor; en el perfumado azul de las flores que tanto le gustaban; en el sabor de su café, que nunca pude igualar. Toda nuestra vida juntos estaba en la palidez jubilosa de su rostro el día de nuestra boda, en la primera canción de cuna y en el primer llanto de nuestra hija... —¿No te gustaría estar con ellas otra vez? — preguntó. No supe qué responder. Todo eso había sido durante la Reforma, antes de la ocupación. Había sucedido en otra vida. Le había sucedido a otro hombre. Estaba claro que yo había cambiado. No me agradaba pensar qué tanto. No me agradaba recordar las cosas que había hecho para sobrevivir, las cosas que todavía hacía para conservar mi posición, para mantener contentos a los Nuevos Amos. Pero comprendí que mi familia era una especie de vínculo con esa época anterior, esa época inocente y feliz en la que todavía no sabíamos lo que el mundo podía hacernos. Me escuché decir, con voz casi ajena: —Vayamos a verlas. Y él me sonrió. Volví a perderme en ese torbellino del primer salto, volví a sumergirme en la maraña de colores y sensaciones contradictorias pero ya no tuve miedo, esta vez me dejé envolver por esa calidez que me invadía y me arrastraba. Y de pronto me hallé parado a su lado, en el pasillo exterior del vigésimo piso de la torre habitacional. El viento silbaba con crudeza a nuestras espaldas. Recién entonces caí en la cuenta de que era casi medianoche y estábamos llamando a la puerta del departamento de mi ex-esposa. —¡Esto es una locura! —dije—. ¿Qué estamos haciendo? Él me miró amenazante y me impuso silencio con un gesto; ya se oían los pasos acercándose a la puerta. Alguien observó por la mirilla y, después de un instante, volvió a observar. La puerta se entreabrió, todavía sujeta con la cadenita de seguridad, y vi aparecer su cara. Qué linda estaba. —¿Václav? ¿Qué haces aquí? ¡Su voz! Casi había olvidado esa cualidad cristalina que el teléfono le robaba y que tanto había amado yo alguna vez... Intentando disimular mi turbación, balbuceé: —Bueno... En realidad, pasaba... y se me ocurrió venir para saber cómo estaban ustedes.
Me miró desconcertada. Comprendí que no había estado con ella cuando más me necesitaba, que no nos habíamos visto las caras en mucho tiempo y que ahora yo aparecía diciendo que pasé por ahí y, al ver luz, subí. Pero no hubo reproches. Quitó la cadena y abrió la puerta. Me dio la sensación de que el departamento era más pequeño de lo que yo recordaba. Me sentí sofocado entre aquellas paredes. Comprendí con amargura que el hogar que yo había abandonado ahora resentía mi presencia. Sentado en la modesta sala, no podía dejar de mirar un portarretrato antiguo que había sobre un estante, donde se alternaban tres imágenes de una misma serie —mi esposa y mi hija haciendo morisquetas y payasadas en algún sitio fuera de la ciudad—; no podía dejar de preguntarme quién habría tomado las fotografías. Ella regresó de la cocina con los vasos, excusándose porque lo único que tenía para ofrecernos era un viejo licor. Él respondió que eso estaría perfecto y, mientras la ayudaba a servir, comenzó a hacer todo lo posible por parecer el hombre más agradable del mundo. Insistía buscando conversación e intentando disolver las asperezas de nuestra mutua incomodidad, y pensé que había algo patético en aquella situación; sus esfuerzos me recordaron los del amigo aquel que nos había presentado tantos años atrás y sonreí; ella pareció estar pensando en lo mismo y sonrió también. Mencionó a los amigos que habíamos tenido en aquella época, pequeñas anécdotas. Había tanta gente de la que no habíamos vuelto a saber, tanta gente que había muerto o desaparecido; temí que hiciera preguntas y la conversación tomara ribetes espinosos, temí que mencionara a su hermano, a quien yo no había salvado, pero no lo hizo. De a poco, la charla se hizo más y más cálida. Ella se quedaba en silencio de tanto en tanto y luego reía, como si sus propios recuerdos fueran muy graciosos. Yo la miraba y sentía cómo se iba emborrachando mi corazón. Por fin, pregunté por mi hija. —Ah, ella está bien —respondió—.Se quedó en casa de una amiga. Pronto comienza su noviciado y está un poco nerviosa. —Quiso mostrarse confiada, pero algo tembló en su voz. ¿Su noviciado? ¿Entraría a un campo de entrenamiento? Sentí un súbito malestar. Conocía a los uniformados que salían de esos campos, sus cabezas rapadas, sus miradas vacías, sabía de su
obediencia ciega y de su gusto por la brutalidad. ¿Mi hija, la niña que sonreía y hacía morisquetas en esas fotos, entraría a uno de esos campos? Allí le arrebatarían todo lo que era, todo lo que hubiera podido ser. Pero qué otras opciones había en nuestra patria ocupada: estudiar era peligroso, siempre estaría bajo sospecha, y una mujer joven, una que no había recibido una gran educación, que no era rica y a la que sus padres no podían enviar al extranjero, no tenía mucho de dónde elegir. Ella crecía rápidamente y cuanto más tiempo pasara, menos posibilidades tendría de ingresar. Yo sabía que en los campos sólo aceptaban “mentes frescas”. Ella entraba en la adolescencia, estaba en la edad justa; después de los dieciocho sólo la tomarían para tareas de limpieza. Si ingresaba ahora, hasta podría hacer carrera en las nuevas Fuerzas de Seguridad. Me repetí que quizás fuera lo mejor... pero eso no aplacó la sensación de angustia que me había invadido. Sin embargo, me dije que no debía intervenir, que quién era yo para opinar o para cuestionar las decisiones que se tomaran en aquella casa, no era más que un extraño, un intruso, allí... Abatido, me pasé la mano por el rostro, y cuando alcé la vista descubrí que mi esposa me estaba mirando; había un profundo dolor en sus ojos. Recién entonces comprendí el significado del temblor que antes había detectado en su voz. Fue como si la escuchara decir: “Si mi hija tuviera un padre que cuidara de ella no tendría necesidad de entrar a un campo”. El peso de esas palabras no pronunciadas me derribó. No fue como antes, cuando la suma de sus reproches taladraba mi cerebro. Este mudo reclamo me atravesó limpiamente, como una hoja afilada. La contemplé sentada allí, algo inclinada hacia adelante, con las manos juntas sobre el regazo, tan cerca y a la vez tan lejos de mí, y la amargura me tiñó por dentro. Tuve ganas de matarla. Porque no lloraba, porque podía vivir sin mí, porque tenía el descaro de señalarme mi ausencia. Tuve ganas de levantarme y salir dando un portazo. Tuve ganas de no haber vuelto jamás. Tuve ganas de nunca haberla conocido. Pero antes de darme cuenta imploraba a sus pies: —¡Perdóname!¿Qué tengo que hacer? ¡Dime qué tengo que hacer para que me perdones! Mi reacción la tomó tan por sorpresa que casi la hice saltar de su asiento. Me sentí ridículo. Descorazonado, oculté el rostro entre las manos, 71 |
ahogándome con mi propio llanto. Pero entonces sucedió algo extraordinario: ella se inclinó hacia mí, despacio, y me acarició la cabeza. “Tranquilo, no te pongas así”, dijo su voz cristalina, “todo va a salir bien”. Y yo le creí.
Me hizo alzar la cara, secó mis lágrimas y me sonrió trémula. Luego me besó. Sentí que el cuerpo se me incendiaba. No sé que hubiera hecho si hubiésemos estado solos. Busqué y busqué en mi mente, y no pude hallar ningún motivo valedero para nuestra separación, no encontré más que pobres excusas, y siempre detrás de eso la sensación de ausencia, de ver los hechos sucediéndose como en una vida ajena. Se me hizo muy claro que de algún modo, durante la confusión de la guerra, yo me había… perdido. Había tenido esperanza, había pensado que el cambio era posible, había pensado que después de la Reforma nuestra nación finalmente tendría una oportunidad, que tanto sacrificio, tanta lucha y tanta muerte no serían en vano. Realmente había creído. Y la ocupación había matado una parte de mí. Lo que vino después — mi contratación como intérprete y luego como negociador, mi ingreso al Ministerio y las progresivas concesiones que había hecho, sintiéndome obligado a demostrar en cada acto mi eficiencia, | 72
mi lealtad, mi compromiso con el Nuevo Orden—, todo había sucedido como consecuencia de aquella primera resignación. Me había alejado cada vez más de los que me rodeaban, me había encerrado cada vez más en mí mismo. Al final no pude hacer otra cosa que mudarme a la Sede Ministerial; no toleraba las miradas de temor, suspicacia o desprecio de aquellos con los que me cruzaba en las torres habitacionales, estaba cansado de que pintaran “TRAIDOR” en nuestra puerta y temía las represalias de algunos elementos de la resistencia, pero lo que se me hacía más difícil de soportar era el silencio que se había instalado en nuestra mesa. Y ahí, hincado frente a mi esposa, como si luchara contra ese silencio que me había entumecido durante tanto tiempo, dejé salir las palabras a borbotones y se lo conté todo. Hablé y ella escuchó durante la madrugada entera, hasta que él dijo que debíamos marcharnos. Asentí mansamente y me puse de pie. Lo mismo me hubiera entregado en ese momento a cualquier tarea que se me hubiese encomendado. Mientras mi esposa nos saludaba desde la puerta, él prometía que yo llamaría pronto para salir con ellas, y yo me limitaba a sonreír. Qué más podía hacer. Sabía que haría ese llamado. Recuerdo que caminaba detrás de él, un poco aturdido todavía, cuando vi algo que apareció y desapareció entre las fachadas de los edificios de enfrente. Todavía estábamos en el pasillo exterior del vigésimo piso y retrocedí un paso y luego otro, observando, buscando el origen del destello. Y allí estaba: una pequeña ranura vertical entre las moles de las torres por la que se podía ver el sol saliendo sobre la bahía. La luz dorada me sobrecogió. Era un día seco y fresco, el aire estaba limpio y parecía que desde ahí se podía ver muy lejos. A un mundo de distancia. Pero el viaje terminó. Y un momento después estábamos en la celda una vez más. Erguí la cabeza como buscando a qué aferrarme. Él seguía sentado frente a mí y sonreía. Detrás se alzaban las paredes de la celda. Inseguro, temiendo lo que habría de venir, busqué mi reloj y confirmó lo que era de esperarse: habían pasado sólo unos minutos desde que yo había entrado. Olvidé mi trabajo, el procedimiento, lo que se supusiera que debía hacer allí. Sentí que se me revolvía el estómago, que una rabia absoluta, envenenada, se desataba en mí, sentí que llegaba a
odiarlo de un modo en el que nunca había odiado a alguien. Me lo habían advertido: “Quizás haga su numerito contigo”, pero nunca imaginé que me afectaría tan profundamente. No era la primera vez que tenía que tratar con mutantes, pero ninguno de los anteriores había resultado ser tan poderoso y siempre mis propias capacidades habían sido suficientes para bloquear su influencia. Debería haberlo sospechado. Debería haber sabido que él, con su repentino surgimiento, con sus misteriosas apariciones en público (que seguían reportando incluso después de su arresto), con el extraño efecto que sus discursos tenían en la gente, no era un activista más. ¿Qué lo había hecho salir de la clandestinidad y dejarse capturar? Me dije que no debía olvidar que los Nuevos Amos tenían un poderoso enemigo, dueño también de una tecnología fabulosa e incomprensible. ¿Serían los responsables de sus capacidades sublimadas? ¿Lo habrían enviado Ellos? Pero, ¿con qué fin? ¿De qué modo podría beneficiar a la resistencia local este encarcelamiento? Sin embargo me dije que no podía esperar a saber tales cosas, porque resultaba innegable que él era más peligroso que todos los otros agitadores juntos; me dije que los pobres estúpidos que se reunían a escucharlo, esos que llevaban meses clamando por su libertad, no eran más que víctimas de sus manejos; me dije que debíamos destruirlo, de inmediato. Sé que mientras él me observaba sin decir palabra le grité insultos que me quemaban la boca, como me quemaba el miedo, el resentimiento y el desprecio hacia mí mismo por haberle permitido manipularme a su antojo. Mis gritos atrajeron a los guardias que rápidamente abrieron la puerta. Impulsado por la revulsión, salí disparado hacia el exterior del pabellón y recorrí los pasillos más aprisa que nunca. Llegué a la Jefatura con el sudor corriéndome por debajo de la camisa. Me cedieron el paso y un momento después estuve frente al Jefe de los Pabellones de Detención. Me costó hablar, tenía la garganta seca, pero finalmente dije lo que había ido a decir. —No va a firmar. —La voz se me entrecortó y me dejé caer en la silla—. El muy desgraciado no va a firmar. No lo hará ahora ni dentro de diez años.
—Tenemos todo el tiempo del mundo... — comenzó a decir el Jefe. Negué con la cabeza. —No lo recomiendo, señor. Resulta evidente que ha sido modificado y es probable que la mayoría de los procedimientos de los que disponemos no tengan el efecto deseado en él. Sería una pérdida de tiempo y de recursos. Y cuánto más tardemos en ponerle un punto final a la situación, más crecerá su imagen entre la gente. El Jefe se miró las manos; luego miró al Oficial Político, que fumaba sentado en silencio algunos metros más allá. Lo que yo acababa de decir no parecía sorprenderlos en lo más mínimo. El Jefe movió el brazo sin prisa, alcanzó el teléfono y marcó. Intercambió algunas frases lacónicas y colgó el auricular. —El Borrado —dijo— se realizará mañana a primera hora. Yo sabía que sería así, que si no existía oportunidad de que él declarara públicamente que estaba arrepentido de sus acciones y dispuesto a reformarse, que sus actos no eran más que ilusionismo, que eran engaños planeados para promover al caos y al desorden, debía ser sometido a ese procedimiento. Y sin embargo me inquietó escuchar la sentencia. Siempre creí que había algo realmente siniestro en el Borrado, siempre creí que era una forma de muerte peor que la muerte, porque se basaba en quemar algunas zonas del neocortex, de eliminar con precisión quirúrgica ciertas secciones de la memoria. Cuando terminaba el procedimiento, el condenado todavía podía hablar y comer solo, sabía escribir y atarse los cordones, incluso recordaba su nombre y algunas cosas de su pasado, pero había perdido todo aquello que en algún momento lo había hecho ser quien fue. Salí del despacho. Me repetí que así era como debía ser, que aquello era lo mejor, que no había opción. Abrí la puerta de mi oficina sin voluntad. Sólo encendí la lámpara del escritorio. Busqué en el librero, saqué la botella semivacía y me eché sobre el diván. Miré alrededor y comprendí que llevaba demasiado tiempo allí, metido entre montañas de expedientes, haciendo el trabajo que nadie más quería hacer. Mudarme al Ministerio quizá no había sido tan buena idea. Claro que podría salir cuando quisiese... pero ¿dónde más iba a ir? 73 |
La idea del afuera se había vuelto extraña para mí, como si lo que había más allá de las paredes de la Sede Ministerial hubiera comenzado a desvanecerse apenas acepté el empleo. Las paredes grises rodeándome por completo, continuamente, fuera cual fuese el lugar en que me encontrara... Ésa era mi realidad. Intenté alejar esa imagen dándole un buen trago a la botella. Y como no se resignaba al olvido tomé otro y otro más. El dolor de cabeza se había vuelto insoportable. Busqué en mi bolsillo y saqué el frasco con pastillas. Me habían dicho: “Nunca más de dos. Nunca con alcohol”. Tomé cuatro y las empujé con un par de tragos más. Fui cayendo en un sopor pesado y doloroso. Pero a medida que mi conciencia se achicaba y me iba acurrucando en un rincón de mi mente, sentí que algo se extendía sobre todo aquel territorio que yo abandonaba. Fue como si, al irme retirando al fondo de una enorme casa, alguien me siguiera a la distancia encendiendo las luces que yo apagaba. Quise volver sobre mis pasos, enfrentarlo, pero me faltaron las fuerzas. Sentí recelo, impotencia; luego, una paulatina resignación; y al final, inexplicablemente, esperanza. Tuve sueños confusos, llenos de sensaciones contradictorios e imágenes extrañas. Soñé con una semilla que germinaba y con una enredadera incesante que llegaba a tocar todas las cosas del mundo. Me incorporé trabajosamente hasta alcanzar el teléfono. —Hable —dije. La voz pronunció mi nombre, dudando; tardé un momento en comprender que era la voz de mi esposa. Se disculpó tan dulcemente por llamar a esa hora que se me encogió el corazón. Luché por aclarar mi mente mientras la escuchaba hablar, traté con todas mis fuerzas de entender lo que me decía, pero me distraía buscando esa cualidad cristalina que tanto extrañaba en su voz... De pronto me hallé contemplando el auricular que descansaba colgado sobre el teléfono. ¿Ella me había invitado a almorzar? ¿Realmente había llamado o yo lo había soñado? No lograba estar seguro. Era como si mi cerebro hubiera sufrido un cortocircuito. Un chillido de acople me sobresaltó. —Hombre muerto caminando —dijo una voz en el sistema de altoparlantes. El modo usual de proclamar que alguien estaba siendo trasladado para un procedimiento final | 74
actuó en mí como un disparador. Me puse de pie y tomé el arma del cajón. Miré mis manos: ya no temblaban. Salí de la oficina caminando rápidamente. Me sentía envuelto por un leve estupor. Sin embargo, algo se desenrollaba y se expandía hasta llevar claridad a cada rincón de mi mente. Era como si yo fuese al mismo tiempo espectador y protagonista de una película cuyo argumento iba descubriendo sobre la marcha. No esperé el ascensor, tomé las escaleras y bajé aprisa. Cuando llegué al tercer nivel procuré tranquilizar mi respiración, abrí la puerta y caminé por el pasillo. Detrás del segundo recodo estaba una de las puertas de sección. Saludé a la cámara y pasé la identificación por el sensor. Me pregunté si en realidad alguien me estaría viendo. Probablemente todos estén pendientes del procedimiento. Y la perspectiva de no llegar a tiempo me heló la sangre. Corrí escalones abajo. Me sentía disociado de mi cuerpo. ¿Qué me proponía? ¿Qué haría al llegar a la sala de ejecución? No lo sabía. Pero tampoco dudaba. El último trayecto hacia el Recinto se me hizo interminable. Los tramos de escaleras, los pasillos y los recodos se sucedían y alternaban como en un laberinto que cambiaba de forma. Cuando me vi frente al puesto de acceso apenas podía creerlo. Agité la mano como saludo y los guardias me respondieron como tantas otras veces. Uno de ellos me cedió el paso abriendo la primera reja y, cuando esta ya se había cerrado a mi espalda, preguntó: —¿Viene al Borrado? Asentí, tratando de mantener la sonrisa; me perturbó notar en sus ojos un siniestro vacío del que nunca antes me había percatado. —Le llegó el día, ¿verdad? Lástima que el procedimiento sea privado... —comentó su compañero. Advertí que existía una especie de acuerdo tácito para no pronunciar su nombre, y percibí en el aire ese particular temor a lo desconocido que angustia a las mentes pequeñas. Era de esperarse que las Nuevas Autoridades desearan pocos espectadores. Él se había vuelto demasiado conocido, demasiado peligroso, como para ejecutarlo públicamente. Ni siquiera podían asesinarlo en silencio, para luego tirar su cuerpo al mar o enterrarlo en una fosa común en algún lugar del desierto. No. Serían más sutiles, más
perversos. Se limitarían a remover de su mente todo lo que lo definía como individuo, lo convertirían en alguien que no se recordara a sí mismo, y luego lo liberarían para que deambulara por las calles, silencioso y apático, a la vista de todos. —Sí, claro, el procedimiento es privado — concedí—. Pero yo no puedo faltar. Me observaron durante un instante. Luego, el que había hablado primero respondió: —Por supuesto. —Y sonrió con desprecio. El mismo desprecio que yo había encontrado tantas veces en aquellos que me contemplaban. Accionaron el mecanismo que abría la segunda reja y avancé. Al trasponer las grandes puertas advertí que el auditorio estaba casi vacío. Se me ocurrió que la escasez de público se debía a que el espectáculo había sido representado demasiadas veces. Entonces el enorme vidrio espejado se fue haciendo transparente y lo vi del otro lado. El técnico preparaba su equipo junto a una mesita metálica y él estaba amarrado a lo que llamaban el Sillón del Adiós. Sus ojos se encontraron con los míos, simplemente me sonrió y supe con claridad lo que debía hacer. Saqué el arma de la cintura y tiré contra los guardias que protegían la entrada a la cámara central. Tiré avanzando a grandes zancadas entre los gritos y la estúpida sorpresa de los presentes. Alguien se puso de pie, armado, vociferando; le disparé sin siquiera volverme a mirarlo, y seguí adelante. Una parte de mí vociferaba tanto como ese espectador lo había hecho, gritaba más alto que el ulular de la alarma que ya reverberaba en los muros: no podía creer lo que acababa de hacer, no podía creer la frialdad y precisión con las que estaba actuando. Empecé a creer que era posible, que si lo sacaba de allí quizás pudiéramos escapar. Conocía el protocolo de seguridad del Ministerio, sabía que los guardias del acceso no se moverían de sus puestos, que nadie entraría al Recinto hasta que llegara el Grupo de Contención; eso me daría algunos minutos de ventaja. Después de liberarlo, podría utilizar a los espectadores (algunos, importantes funcionarios del Régimen) como escudo para garantizar nuestra salida. Empecé a creer que era posible, que si lo sacaba del Ministerio quizás pudiera llevarlo con gente de la resistencia; ellos sabrían qué hacer para es-
conderlo o sacarlo del país; probablemente mi fama me precedería, ellos dudarían de mis razones y tratarían de matarme, o tratarían de matarme aunque no dudaran de mis razones, pero debía intentarlo. Sí, empecé a creer que era posible. Me había llevado sólo unos segundos cruzar la sala. Quité el seguro de la puerta, entré a la cámara y el arma del técnico me estaba esperando. Durante un instante estuvimos apuntándonos mutuamente con el brazo extendido. Recuerdo que pensé: A esta distancia, ninguno de los dos puede fallar. Debió haber pensado lo mismo, porque hizo algo que yo no esperaba. Giró y le disparó a él. Tengo que admitirlo, no puedo menos que admirar a un hombre tan comprometido con su trabajo. Los dos tiros que le puse en la cabeza no fueron suficientes para borrarle la sonrisa. Cuando jalé del gatillo, esos estampidos resonaron en un mundo que de pronto se había vaciado de sonidos. Me acerqué al sillón sin saber qué hacer. Él se miraba el pecho ensangrentado; alzó la vista y me sonrió. —¿Por qué tardaste tanto? —preguntó. —Lo siento —respondí estúpidamente, mientras liberaba una de sus manos. Me faltaba el aire. —Deja eso... Ya no tiene sentido. Tomó mi mano. Había algo en sus ojos algo diferente. Sentí otra vez el ramalazo de ese pavor instintivo que había mordido mi mente en la celda, la primera vez que lo había visto sonreír.
¿Esa había sido realmente la primera vez? Quería entender qué me ocurría, pero era como si mi cerebro hubiera vuelto a sufrir un cortocircuito.
¿Yo lo había visto antes? ¿Yo lo conocía? ¿Desde cuándo? Con temor creciente, pensé en las visitas que habíamos hecho a mi madre y a mi esposa, y en la forma en que nos habían recibido.
¿Por qué yo no había tenido que presentarlo? Tenía que ver con algo que estaba muy, muy en el fondo de mi mente. Algo que no lograba recordar.
¿Por qué no podía recordar? Al esforzarme, vino la primera punzada. Fue como si un alfiler atravesara mi ojo derecho. Junto con el dolor, vino un escalofrío. Cautelosamente, intenté recordar otra vez y apenas pude contener un grito. Supe que no se trataba de un Borrado, ni siquiera de una Supresión. Lo que yo 75 |
estaba sintiendo eran los efectos de un Cerrojo, un procedimiento por el que uno dejaba de tener acceso a ciertos elementos de su pasado. Entendí que no se trataba de que los Nuevos Amos hubieran vaciado mi memoria; no habían tenido que hacerlo; yo había renunciado a ella. Un condicionamiento como el Cerrojo sólo funciona si es implantado por propia voluntad. Se me revolvió el estómago. Sabía que yo había elegido cambiar, había elegido “ajustarme”, pero ¿hasta ese punto?
Me completaba. Me potenciaba.
¿A qué parte de mí mismo había renunciado?
Todavía temblando, retiré las manos con las que me había cubierto el rostro y alcé la cabeza. El Grupo de Contención entraba al Recinto después de volar las grandes puertas; pronto estarían en la cámara central. Mi ventaja de algunos minutos había terminado. Y entonces, de pronto, me hallé sin miedo, y comprendí que ya no había lugar para el temor en mi alma ahora fortalecida. Me puse de pie y levanté las manos. En ese momento volaba la segunda puerta y ellos me rodeaban. Por un instante, antes de que se echaran sobre mí, me di cuenta que estiraba los labios en una sonrisa, una sonrisa que seguramente los asustaba más que cualquier otra cosa.
Sólo había un modo de saberlo. Los recuerdos estaban allí, no los había perdido en realidad; esa era la particularidad de un Cerrojo. Si soportaba el dolor, podría alcanzarlos. Comprendí que no sería fácil. Nunca he sido un hombre muy fuerte, y siempre le he temido al dolor. Además, se me hacía cada vez más difícil luchar contra ese terror, contra el furioso deseo de huir que iba creciendo a medida que consideraba la posibilidad de llegar a mis recuerdos. —Yo te ayudaré —dijo él. Y apretó más mi mano. Un hilo de sangre le brotaba de la comisura. Quise retroceder pero no me soltó. Ahogado de pavor, quise preguntar por qué estaba sucediendo aquello, por qué a mí, por qué en aquel momento, pero antes que yo pudiera articular las palabras él respondió: —Porque algunos no hemos perdido la fe en ti. Y de pronto reconocí el brillo de su mirada. Fueron como chispazos en mi mente. Sensaciones que se abrían paso, emociones prefigurando recuerdos. Antes incluso de ver imágenes, antes de saber cuándo o cómo había sucedido, supe que él había sido mi amigo. Más que eso. Supe que habíamos crecido y luchado juntos. Y supe que ahora había venido a liberarme. Como si se rompiera un dique y un río desbocado, hambriento de valles, reclamara los secos cauces de mi mente, los recuerdos me inundaron con un dolor incandescente. Caí de rodillas. Pero Havel no me soltó. Y a medida que la vida se le iba yendo, a medida que su cuerpo se vaciaba de energía, yo me llenaba por dentro.
Estoy metido en un campo de aislamiento, pero para mí no significa nada. Podría atravesarlo como si fuera agua. Los escucho hablar fuera de la celda. —¿Cómo pudo pasar? ¿Cómo permitieron que ocurriera esto? —Es la primera vez que un procedimiento es revertido, señor. Sé que me propondrán un trato, que querrán confundirme, intimidarme, forzarme a negar la verdad de lo que soy, sé que amenazarán con ejecutarme, con cosas peores que la muerte. Por supuesto, esas amenazas no me preocupan en lo más mínimo. Nunca me sentí tan fuerte como ahora. No podrían hacerme daño ni aun destruyendo este cuerpo. Entonces recuerdo a aquellos a los que les disparé. Los que murieron ahora también eran culpables, como antes fui culpable yo. Nadie puede ser inocente si permanece impasible frente a la injusticia, frente a la atrocidad, frente a la ignorancia. Durante demasiado tiempo quise olvidar quién era yo y lo que podía ser, durante demasiado tiempo quise olvidar que era distinto, que podía hacer cosas que nadie más podía, durante demasiado tiempo quise olvidar que podía cambiar el mundo, o que por lo menos podía luchar para que las cosas fueran diferentes. Pero eso ha terminado. Me quitaron el reloj, pero ya no lo necesito. Inspiro profundo, y es casi como si lo hiciera por
¿A qué cosas había renunciado? No importaba. “Una memoria incompleta determina una identidad incompleta, una identidad que puede ser modelada”, el Jefe me lo repetía siempre al hablar del Supresor. Y para el caso esto era igual.
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primera vez. Un auténtico bienestar me colma por dentro. Cierro los ojos de la carne y abro los de la mente. El sol, alto en el cielo claro, me confirma que es hora de almorzar. Sé que alguien me está esperando, que otro sitio me reclama. Me digo que no debo perder el tiempo: tengo una hija que entrenar, un movimiento que organizar, toda una vida por vivir. Mientras fijo en mi determinación la imagen de ese sitio al que acudiré,
me siento como un deportista ansioso, que se prepara probando sus músculos, estirándose despacio, dejando que el deseo señale el camino. Me remuevo dentro del campo de aislamiento, como tomando envión, y salto. © Laura Ponce
Laura Ponce nació en Buenos Aires, en 1972. En el año 2005 empezó a colaborar regularmente con revistas electrónicas y de papel. Tiene en una serie de cuentos de Ciencia Ficción llamada “Relatos de la Confederación”, algunos de los cuales han aparecido en las revistas Cuásar, Axxón, Alfa Eridani, NGC 3660 y Velero 25. Desde principios del 2009 dirige Ediciones Ayarmanot, que editó la revista "SENSACIÓN!” y, actualmente, PRÓXIMA.
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Correo de lectores Estimada Laura: Después de haberte escrito hace ya varios números, quiero transmitirte mi satisfacción por el crecimiento exponencial que ha tenido PROXIMA, no sólo en la calidad de la presentación sino en el contenido. Y hablando de calidad, me dejó sorprendido este nro.9 que termino de leer. No es simplemente una buena revista del fandom, sino que supera a muchas otras revistas masivas que he leído. De este número, lo primero que leí fue el ensayo de Jorge Korzan. En mi humilde opinión, si tuviera un poco más de autobombo eclipsaría a otros gurues como Negroponte o Gates sobre lo que nos depara el futuro; espero poder leer algo más de él pronto. Después seguí leyendo la revista en orden. Me dejaron sin palabras casi todos los cuentos, con gran merito para "Ella vendrá de nuevo" de Yoss y "1957" de Alonso. Ya había leído "1953", sobre la charla del maestro Sabato con el General, parte también de su novela ucrónica, y espero algún día leerla entera. Y ahora me quedó la duda sobre cuál ha sido el mejor número de PROXIMA, puesto que anteriormente creía que era el nro.8; ahora creo que van ex-aqueo. Y hablando del nro.8, la verdad es que creo que fue otra obra maestra, realmente un excelente número. Algo que noté con el avance de los números es el hecho de que la revista ha tomado una identidad propia y, aunque sé que reconoce sus raíces, ya dejó de lado sus primeros pasos y se está haciendo de su propio nombre, un nombre de peso. Es excelente que esto sea así. Con estas palabras quedo a la espera del próximo número, un gran numero ya... el 10. Es un número con tantos significados en todas las tradiciones populares, pero más allá de esas supercherías, se siente que PROXIMA ya cumple su mayoría de edad. ÉXITOS!!! Gustavo Villada Villa Crespo
PROXIMA: Gracias, Gustavo. Esa identidad de la que hablás es algo en lo que hemos estado trabajando desde el principio, algo a lo que siempre aspiramos, y vemos con mucha alegría que poco a poco se va construyendo. Ustedes, los lectores, y este continuo feedback también son en gran media responsables del resultado :-)
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Hola, Lau: Ayer MercadoLibre me aviso que tenía siete días para calificarte y lo hice de forma positiva, obviamente. Mi recompensa fue que un rato después el cartero me trajo mi PROXIMA! Ya la tapa me sacudió. Es espectacular. Tuve tiempo apenas de darle una hojeada a la historieta. Y lo que vi me gustó mucho. Quería que te quedaras tranquila sabiendo que ya la recibí. Te haré llegar mis comentarios ni bien termine de leerla. Mientras tanto, el cariño de siempre y un abrazo grande. Julio Nervi Río Gallegos
PROXIMA: Que bueno que el correo se esté portando bien, je. Viste que linda la tapa? Romano es un artista increíble. Y además, con la nueva imprenta, toda la revista se luce mucho más. Toy contenta :-) Hola, Laura. Hace unos días fui al cine a ver “Nunca me abandones”, basada en la novela de Kazuo Ishiguro, y la relacioné de inmediato con el cuento de Teresa que salió en el nro.9, “Atuendo”. Bueno, yo no leí la novela, pero la peli me pareció impactante, la idea en general y la poesía gris, bellísima y aún así deprimente y aún así bellísima Lo que me pasó es que la vi como una imagen especular del cuento en lo emocional, cuando en el cuento lo importante no es el cuerpo sino la persona, ("el cuerpo es intercambiable, el alma no", dice algo así) en la película es justo al revés. El punto más arduo (para mí) es el momento en que la mujer de la galería de arte les dice "sólo queríamos averiguar si al menos tienen un alma, pobres criaturas". Desde cierto ángulo, el cuento de Tere parece una distopía dura e hipertecnológica, pero en realidad describe un mundo donde el paradigma pone al humano como un ser valioso, a pesar de todo. El mundo de Ishiguro, en cambio, se muestra muy tranquilo, muy provinciano, pero en realidad es la quintaescencia de la crueldad y deshumanización que vivimos a diario, sin eufemismos, hay gente y reemplazos, y lo peor es que los reemplazos ni siquiera intentan rebelarse, se entregan a su destino sólo porque para eso fueron creados. Y bien mirado, hay mucha gente
Correo de lectores así, están a nuestro alrededor, aunque no les saquen los órganos por ley, les (nos) sacan la vida de muchas maneras, y simplemente seguimos adelante. Y pase lo que pase, el ser humano nunca deja de hacerse todas esas preguntas, que si te fijás están más o menos las mismas en los dos casos, con matices. En fin, me rompió la cabeza, por partida doble. Hay bastante más para hablar, pero seguro te lo imaginás. Después contame tu opinión. Te mando un beso. Alejandro Molina Floresta
PROXIMA: Hola, Ale. Por tu recomendación conseguí la película y me pareció una impecable adaptación del libro. Muy interesante la relación que hiciste entre las dos historias, no la había notado pero tenés razón: son imágenes opuestas en algún sentido. Y sobre lo otro, lamentablemente, también tenés razón. En estos días estuve viendo un par de documentales sobre economía y globalización, sobre la forma en que la sociedad de consumo y el sistema monetarista estratifican a la sociedad, y sinceramente creo que nuestra sobrevivencia como seres humanos (con todo lo que nos define como tales) depende de que encontremos un modo más justo de convivencia. Querida Laura: Sí, leíste bien... son los comentarios atrasadísimos del número 7. Lo único bueno es que voy a tener que releer la revista entera para poder hacer comentarios, porque la leí hace como seis meses... En medio las fiestas, las vacaciones, el trabajo, en fin, la vida. Todavía no quise empezar la PROXIMA 8 ni la 9, aunque las tengo. Pero en fin, a lo nuestro Muy interesante la tapa de Salvador Sanz, con esos ojazos hipnóticos de Angella della Morte. Económica en color y figuras pero muy cuidada en los detalles dentro del casco (y no hablo sólo de la cara de la chica). Pero toda la imagen está enfocada en esos ojos. Ya que estoy hablando de Salvador Sanz voy a romper el orden habitual y pasar a comentar su historieta, justamente la del personaje de tapa. No la conocía para nada, y esto no es raro porque no ando mucho por el mundillo de las histo-
rietas. Me parece súper interesante la premisa de las almas transmigrando y la muerte cazándolas, y el uso de eso como arma. Aunque un tanto disparatada, la coloca a caballo entre la fantasía y la CF. El dibujo es muy bueno también. Lo único que le veo "en contra" es que no es unitaria, es sólo una introducción a algo que tiene que seguir. Por esto mismo también tiene cosas muy explicativas, tal vez resulta demasiado explícita en algún sentido. Pero me gusta mucho. Sigo con Salvador Sanz, ahora en la entrevista. Me encantó la frase del título y los dibujos que acompañan la entrevista, pero es como que falta una foto de él mismo. Por lo demás, la entrevista me resultó muy interesante. Veo que acentuó tu capacidad para entrarle a la gente, hay un clima de intimidad en el diálogo casi desde el primer párrafo, es muy cálido. Como siempre, no sabía ni la mitad de las cosas que hizo, sólo conocía la historieta Nocturno, que era una de las razones por las que seguía y seguía comprando una Fierro que me gustaba cada vez menos... Lamentablemente, no aguanté hasta el final. Pero volviendo a Salvador Sánz, la entrevista me gustó mucho y me pareció bien llevada, entretenida y me aportó un montón de cosas. Bueno, otro número con muchas satisfacciones, felicitaciones de nuevo por la parte que te toca, querida editora. Carlos E. Ferro Parque Chacabuco
PROXIMA: Hola, Carlos! Tus detallados comentarios siempre son bienvenidos, no importa que sean de números viejos, al fin y al cabo mucha gente los sigue releyendo o descubre la revista ahora y se interesa por números anteriores :-) No incluí tu carta completa porque la última vez me retaste por “dedicarle tanto espacio a ese Carlos Ferro de Parque Chacabuco, que desgrana de manera insolente opiniones y revisiones sobre cada pieza del número”. No sé por qué decís eso; a mí ese tal Carlos Ferro me cae muy bien :-P Hola, Laura. Terminé de leer la revista. Me encantó! Los cuentos muy interesantes y buenísima la entrevista a Kráneo. La verdad es que por este lado del mundo la historieta no tiene tanta difusión, y esta es una buena ayuda para conectar a los artistas con los fanáticos.
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Correo de lectores Lo que más me gustó fue el artículo sobre las singularidades. Te pinta una realidad que puede parecer increíble, pero de la que ya estamos formando parte, o al menos hacia la que nos estamos precipitando aceleradamente (lo cual ya no debe sorprendernos, considerando la forma vertiginosa en la que el mundo fue cambiando en las últimas décadas, en modos que al gestarse, probablemente fueron inverosímiles). Y lo mejor fue el final, que te traía de vuelta a esta realidad, y llamaba la atención sobre un punto que creo que a mucha gente se le pasa por alto. Sobre todo, quizás, a la gente más grande, que a lo largo de su vida vio trasformarse tantas cosas, y sucederse tantas crisis, que los acompaña un sentimiento de continuidad a pesar de todo. Eso hace difícil asimilar un colapso inminente, y si le sumamos los hábitos arraigados durante muchos años, se vuelve un poco más difícil cambiar las actitudes y acciones que necesitamos para salir de la ruta autodestructiva a la que pareciera que estamos yendo. Eso no significa que la gente joven sea necesariamente más consciente, sino, en todo caso, que su inconsciencia es menos justificable. Bueno, al menos es lo que me parece a mí :) Pero creo que me fui mucho por las ramas, je. En síntesis: disfruté mucho la revista. Con respecto a los números anteriores ¿podrías decirme, por favor, de cuáles te quedan ejemplares? Así elijo algunos y los compro por MercadoLibre. Por cierto, gracias por agregar la página del correo Bueno, te dejo por ahora, espero no haberte aburrido mucho con mis delirios. Saludos Belén Moretti Neuquen
PROXIMA: Hola, Belén! Qué bueno que hayas disfrutado de la revista. Creo que a todos (jóvenes y no tanto) nos cuesta abandonar la sensación de continuidad y, sobre todo, de inevitabilidad, Pero tenemos que luchar contra esa noción de “destino”, de que esta realidad o el futuro no pueden ser cambiados. Nadie dice que será fácil, pero peor es quedarse sin hacer nada :-)
muy bien, pero el que me partió la cabeza fue “1957”, de Alonso. De hecho, lo contacté por facebook para felicitarlo, Muy bien escrito! También leí la nota sobre Singularidades, que está buenísima aunque, por ignorancia, no supe distinguir qué tanto es ciencia y que tanto especulación. Igual me encantó. No leí más porque le pasé la revista a mi hermano, que es mucho más fan de la ciencia ficción (y la astronomía, y la física cuántica, etc). Cuando me la devuelva termino el informe! Aunque demás está decir que me pareció muy buena la revista: las apreciaciones sobre los cuentos, sabés que son algo más subjetivo. Lo importante es que le veo mucho nivel a la publicación. Abrazo!!! Sergio Salgueiro Villa Luro
PROXIMA: Gracias, Sergio. Me alegro que te haya gustado la revista. Después contame qué le pareció a tu hermano :-) Estimados lectores: Llegamos al nro.10. Parece increíble, ¿no? :-) Preparaba la publicidad que figura en la última página de este número, y no podía dejar de mirar las diez tapitas ahí, todas juntas, una debajo de la otra. Cada una, el recordatorio de un grupo de cuentos, de un grupo de artistas, de un momento en este proceso. Porque así es como entendemos a PROXIMA, como un proceso del que el “objeto revista” es un reflejo, un registro consecutivo. Y hay tanto por hacer todavía. Queremos aprender, compartir, difundir. Y ustedes, los lectores contribuyen con sus opiniones, críticas y sugerencias. A veces no podemos publicar todas las cartas por cuestiones de espacio, pero sepan que les agradecemos profundamente todos los comentarios que nos hacen llegar. Estos diez números son un triunfo compartido: se lo debemos a los colaboradores, escritores e ilustradores, pero también a los lectores. Laura Ponce Correo y colaboraciones:
edicionesayarmanot@yahoo.com.ar Hola, Laura Leí algunas cosas del nro.9: El primer cuento bien, aunque no me pareció brillante (algo previsible el final), luego el de la paradoja temporal
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También pueden dejarnos comentarios en el blog: revistaproxima.blogspot.com o en Facebook: facebook.com/ediciones.ayarmanot
ILUSTRADORES MAX FIUMARA es argentino, nació en 1977 y vive en la ciudad de Buenos Aires. Es historietista e ilustrador y trabaja profesionalmente haciendo cómics, en su mayoría para Estados Unidos. Actualmente hace Four Eyes, una serie personal junto a Joe Kelly, el creador de Ben 10, y trabajos esporádicos para Marvel Comics. Recientemente Editorial Pictus publicó en la argentina “De Amor, de Locura y de Muerte”, antología de historietas basadas en cuentos de Horacio Quiroga. Su blog es: http://maxfiumara.blospot.com
DERREWYN (Paula Andrade) nació en Quilmes en 1982. Es ilustradora freelance, dibujante de historietas, street artist y escritora. Le gusta crear cosas de la nada y alimentar su curiosidad. Su blog es: http://navaja-de-ockham.blogspot.com/ AUGUSTO BELMONTE nació en 1977 y vive en Belgrano. Trabaja en una librería y realiza arte callejero. Ha hecho diseño editorial e ilustraciones para libros y posters; también tiene una serie de curiosos personajes infantiles. Es un artista talentoso y versátil. http://xxxgaiaxxx.blogspot.com/
MAURO FERNANDEZ nació en Buenos Aires en 1989 y vive en el barrio de Flores. Es ilustrador e historietista. Además, estudia, pinta, hace música... Su blog es: maurofernandezilustrador.blogspot.com/
GALA (Cecilia Desiata) nació en 1978, vive en Buenos Aires. Artista plástica y recientemente historietista e ilustradora, se formó como profesora en Bellas Artes. Participó en murales callejeros como "Educación o esclavitud" sito en Paseo Garay y Colón (Bs.As.) y actualmente publica en blogs y muestras colectivas con tiras e historietas propias.
ADRIÁN RUANO nació en 1965 y vive en Avellaneda. Es historietista, ilustrador y dibujante de
humor. En nuestro número 4 publicamos “Hambre Blanca”, una historieta suya, con guión de José Nápoli. Su bolg es: http://adrianruano.blogspot.com/ PEDRO BELUSHI nació en Madrid, según él, en la Década Prodigiosa. Es dibujante de comics, guionista e ilustrador. Actualmente colabora con Axxon, BEM on Line y otras revistas de Ciencia Ficción haciendo ilustraciones para relatos y portadas, así como guiones para otros ilustradores. Participa de “Z-Time”, un cómic de zombis a través del tiempo, proyecto que reúne los talentos de profesionales de ambos lados del Atlántico. ARTURO GARCIA nació en 1980. Vive en Villa Urquiza, en la ciudad de Buenos Aires, y trabaja como repositor. Intentó diseño gráfico en la UBA, pero se decidió por la historieta. La mayoría de su formación es autodidacta, influenciada por la literatura fantástica, la pintura impresionista y las historietas de humor y aventura. FRAGA (Francisco García Aldape) nació en México en 1964. Es un talentoso ilustador, humorista gráfico e historietista. Ha publicado su trabajo en diversos medios electrónicos y de papel. Don Ramirito, Petalina, Cáctulus, Ondas Fraguianas y Cocolazos son sus Marcas Registradas. Blog: http://fragacomics.blogspot.com/
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