Taller de lectura departamento de lengua castellana ies de pastoriza

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TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo

Vamos a leer una serie de textos narrativos, pequeños cuentos de la literatura universal, que te serán muy útiles para: -

Enriquecer tu vocabulario.

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Aprender cosas nuevas

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Divertirte

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Mejorar tu comprensión y expresión lectora

Depositaremos en el aula una lista con unos diez y ocho relatos de diferentes autores de la literatura universal. Cada alumno leerá uno y preparará una pequeña presentación con un guión previo. La profesora colgará en el corcho físico del aula y en el corcho virtual (lino.it) un ranking donde podréis votar individualmente sobre cada relato, eligiendo así los mejores como los más votados, y al final obtendremos la lista de los mejores. LISTA DE RELATOS Y AUTORES -

Lo que sucedió a un mozo que casó con una muchacha de muy mal carácter, El Conde Lucanor, Don Juan Manuel.

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El ratón, SAKI (H.H. Munro)

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El miedo, R. Mº del Valle-Inclán

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El autoestopista, Roald Dahl

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El monte de las ánimas, G. A. Bécquer

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¡Adiós, “Cordera”¡, Leopoldo Alas “Clarín”

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Una noche terrible, Antón Chejov


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La isla a mediodía, Julio Córtazar

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Giufà, Leonardo Sciacia

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La tierra de Alvargonzález, Antonio Machado

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Agosto de 2016, vendrán lluvias suaves, Ray Bradbury

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El ruiseñor y la rosa, Óscar Wilde

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El caso del difunto míster Elvesham, H.G. Wells

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La perla, Yukio Mishima

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El suceso del puente sobre el río del Búho, Ambrose Bierce

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Jules y Jim, Mario Benedetti

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Una salita cerca de la calle Edgware, Graham Greene

Cuento XXXV De lo que aconteció a un mozo que casó con una muchacha de muy mal carácter [Cuento. Texto completo.] Juan Manuel Otra vez, hablando el conde Lucanor con Patronio, su consejero, díjole así:


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-Patronio, uno de mis deudos me ha dicho que le están tratando de casar con una mujer muy rica y más noble que él, y que este casamiento le convendría mucho si no fuera porque le aseguran que es la mujer de peor carácter que hay en el mundo. Os ruego que me digáis si he de aconsejarle que se case con ella, conociendo su genio, o si habré de aconsejarle que no lo haga. -Señor conde -respondió Patronio-, si él es capaz de hacer lo que hizo un mancebo moro, aconsejadle que se case con ella; si no lo es, no se lo aconsejéis. El conde le rogó que le refiriera qué había hecho aquel moro. Patronio le dijo que en un pueblo había un hombre honrado que tenía un hijo que era muy bueno, pero que no tenía dinero para vivir como él deseaba. Por ello andaba el mancebo muy preocupado, pues tenía el querer, pero no el poder. En aquel mismo pueblo había otro vecino más importante y rico que su padre, que tenía una sola hija, que era muy contraria del mozo, pues todo lo que éste tenía de buen carácter, lo tenía ella de malo, por lo que nadie quería casarse con aquel demonio. Aquel mozo tan bueno vino un día a su padre y le dijo que bien sabía que él no era tan rico que pudiera dejarle con qué vivir decentemente, y que, pues tenía que pasar miserias o irse de allí, había pensado, con su beneplácito, buscarse algún partido con que poder salir de pobreza. El padre le respondió que le agradaría mucho que pudiera hallar algún partido que le conviniera. Entonces le dijo el mancebo que, si él quería, podría pedirle a aquel honrado vecino su hija. Cuando el padre lo oyó se asombró mucho y le preguntó que cómo se le había ocurrido una cosa así, que no había nadie que la conociera que, por pobre que fuese, se quisiera casar con ella. Pidióle el hijo, como un favor, que le tratara aquel casamiento. Tanto le rogó que, aunque el padre lo encontraba muy raro, le dijo lo haría. Fuese en seguida a ver a su vecino, que era muy amigo suyo, y le dijo lo que el mancebo le había pedido, y le rogó que, pues se atrevía a casar con su hija, accediera a ello. Cuando el otro oyó la petición le contestó diciéndole: -Por Dios, amigo, que si yo hiciera esto os haría a vos muy flaco servicio, pues vos tenéis un hijo muy bueno y yo cometería una maldad muy grande si permitiera su desgracia o su muerte, pues estoy seguro que si se casa con mi hija, ésta le matará o le hará pasar una vida mucho peor que la muerte. Y no creáis que os digo esto por desairaros, pues si os empeñáis, yo tendré mucho gusto en darla a vuestro hijo o a cualquier otro que la saque de casa. El padre del mancebo le dijo que le agradecía mucho lo que le decía y que, pues su hijo quería casarse con ella, le tomaba la palabra. Se celebró la boda y llevaron a la novia a casa del marido. Los moros tienen la costumbre de prepararles la cena a los novios, ponerles la mesa y dejarlos solos en su casa hasta el día siguiente. Así lo hicieron, pero estaban los padres y parientes de los novios con mucho miedo, temiendo que al otro día le encontrarían a él muerto o malherido. En cuanto se quedaron solos en su casa se sentaron a la mesa, mas antes que ella abriera la boca miró el novio alrededor de sí, vio un perro y le dijo muy airadamente: -¡Perro, danos agua a las manos! El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y a decirle aún con más enojo que les diese agua a las manos. El perro no lo hizo. Al ver el mancebo que no lo hacía, se levantó de la mesa muy enfadado, sacó la espada y se dirigió al perro. Cuando el perro le vio venir empezó a huir y el mozo a perseguirle, saltando ambos sobre los muebles y el


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fuego, hasta que lo alcanzó y le cortó la cabeza y las patas y lo hizo pedazos, ensangrentando toda la casa. Muy enojado y lleno de sangre se volvió a sentar y miró alrededor. Vio entonces un gato, al cual le dijo que le diese agua a las manos. Como no lo hizo, volvió a decirle: -¿Cómo, traidor, no has visto lo que hice con el perro porque no quiso obedecerme? Te aseguro que, si un poco o más conmigo porfías, lo mismo haré contigo que hice con el perro. El gato no lo hizo, pues tiene tan poca costumbre de dar agua a las manos como el perro. Viendo que no lo hacía, se levantó el mancebo, lo cogió por las patas, dio con él en la pared y lo hizo pedazos con mucha más rabia que al perro. Muy indignado y con la faz torva se volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, que le veía hacer esto, creía que estaba loco y no le decía nada. Cuando hubo mirado por todas partes vio un caballo que tenía en su casa, que era el único que poseía, y le dijo lleno de furor que les diese agua a las manos. El caballo no lo hizo. Al ver el mancebo que no lo hacía, le dijo al caballo: -¿Cómo, don caballo? ¿Pensáis que porque no tengo otro caballo os dejaré hacer lo que queráis? Desengañaos, que si por vuestra mala ventura no hacéis lo que os mando, juro a Dios que os he de dar tan mala muerte como a los otros; y no hay en el mundo nadie que a mí me desobedezca con el que yo no haga otro tanto. El caballo se quedó quieto. Cuando vio el mancebo que no le obedecía, se fue a él y le cortó la cabeza y lo hizo pedazos. Al ver la mujer que mataba el caballo, aunque no tenía otro, y que decía que lo mismo haría con todo el que le desobedeciera, comprendió que no era una broma, y le entró tanto miedo que ya no sabía si estaba muerta o viva. Bravo, furioso y ensangrentado se volvió el marido a la mesa, jurando que si hubiera en casa más caballos, hombres o mujeres que le desobedecieran, los mataría a todos. Se sentó y miró a todas partes, teniendo la espada llena de sangre entre las rodillas. Cuando hubo mirado a un lado y a otro sin ver a ninguna otra criatura viviente, volvió los ojos muy airadamente hacia su mujer y le dijo con furia, la espada en la mano: -Levántate y dame agua a las manos. La mujer, que esperaba de un momento a otro ser despedazada, se levantó muy de prisa y le dio agua a las manos. Díjole el marido: -¡Ah, cómo agradezco a Dios el que hayas hecho lo que te mandé! Si no, por el enojo que me han causado esos majaderos, hubiera hecho contigo lo mismo. Después le mandó que le diese de comer. Hízolo la mujer. Cada vez que le mandaba una cosa, lo hacía con tanto enfado y tal tono de voz que ella creía que su cabeza andaba por el suelo. Así pasaron la noche los dos, sin hablar la mujer, pero haciendo siempre lo que él mandaba. Se pusieron a dormir y, cuando ya habían dormido un rato, le dijo el mancebo: -Con la ira que tengo no he podido dormir bien esta noche; ten cuidado de que no me despierte nadie mañana y de prepararme un buen desayuno. A media mañana los padres y parientes de los dos fueron a la casa, y, al no oír a nadie, temieron que el novio estuviera muerto o herido. Viendo por entre las puertas a ella y no a él, se alarmaron más. Pero cuando la novia les vio a la puerta se les acercó silenciosamente y les dijo con mucho miedo: -Pillos, granujas, ¿qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta ni a rechistar?


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Callad, que si no, todos seremos muertos. Cuando oyeron esto se miraron de asombro. Al enterarse de cómo habían pasado la noche, estimaron en mucho al mancebo, que así había sabido, desde el principio, gobernar su casa. Desde aquel día en adelante fue la muchacha muy obediente y vivieron juntos con mucha paz. A los pocos días el suegro quiso hacer lo mismo que el yerno y mató un gallo que no obedecía. Su mujer le dijo: -La verdad, don Fulano, que te has acordado tarde, pues ya de nada te valdrá matar cien caballos; antes tendrías que haber empezado, que ahora te conozco. Vos, señor conde, si ese deudo vuestro quiere casarse con esa mujer y es capaz de hacer lo que hizo este mancebo, aconsejadle que se case, que él sabrá cómo gobernar su casa; pero si no fuere capaz de hacerlo, dejadle que sufra su pobreza sin querer salir de ella. Y aun os aconsejo que todos los que hubieran de tratar con vos les deis a entender desde el principio cómo han de portarse. El conde tuvo este consejo por bueno, obró según él y le salió muy bien. Como don Juan vio que este cuento era bueno, lo hizo escribir en este libro y compuso unos versos que dicen así: Si al principio no te muestras como eres, no podrás hacerlo cuando tú quisieres.

De H.H.Munro “Saki”, El Ratón Desde la infancia hasta ya entrada la edad madura, Theodoric Voler había sido criado por una madre solícita cuya única preocupación era mantenerlo a resguardo de lo que llamaba las crudas realidades de la vida. Al morir dejó a Theodoric en un mundo que era tan real como de costumbre y mucho más crudo de lo que él consideraba necesario. Para un hombre de su temperamento y crianza, aun un viaje por tren estaba colmado de pequeñas molestias y disonancias menores. Y al acomodarse una mañana de septiembre en un compartimento de segunda clase, fue consciente de sentimientos desapacibles y una general crispación mental.


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Había estado alojándose en una vicaría de campo cuyos residentes no se habían mostrado por cierto ni brutales ni orgiásticos, pero la supervisión doméstica había adolecido de esa flojera que invita al desastre. El carruaje que debía llevarlo a la estación no fue adecuadamente preparado, y cuando se acercó el momento de la partida, el criado que debía haberlo traído no se encontraba por ninguna parte. En ésta emergencia, Theodoric, con mudo pero muy intenso disgusto, se vio obligado a colaborar con la hija del vicario en la tarea de uncir al pony, para lo cual fue necesario andar a tientas por un mal iluminado cobertizo al que llamaban establo y que olía como tal, salvo por los trechos en los que olía a ratón. Sin llegar a temer a los ratones, Theodoric los clasificaba entre los crudos incidentes de la vida y consideraba que la Providencia, con un pequeño esfuerzo de coraje moral, podría haber reconocido desde mucho atrás que no eran indispensables y retirarlos de la circulación. Al partir el tren de la estación, la nerviosa imaginación de Theodoric lo acuso de exhalar un ligero olor a establo y posiblemente de exhibir una o dos briznas de paja en su traje, habitualmente bien cepillado. Afortunadamente la única ocupante del compartimento, una señora de la misma edad suya aproximadamente, parecía más inclinada la sueño que al escudriñamiento; el tren no debía detenerse hasta llegar a la estación terminal, lo que haría en alrededor de una hora, y el compartimento era uno de esos antiguos, sólo accesibles desde el exterior y sin comunicación ni con otro compartimento ni con corredor alguno, con lo que era posible que ningún otro compañero de viaje irrumpiera en la semiintimidad de Theodoric. Y, sin embargo, apenas había alcanzado el tren su velocidad normal, cuando advirtió a su pesar, pero sin lugar a dudas, que no se encontraba a solas con la dormida señora, ni siquiera se encontraba a solas dentro de sus propias ropas. Un movimiento cálido y estremecedor junto a su carne, delataba la inoportuna y odiada presencia, invisible pero rotunda, de un ratón que evidentemente había llegado a su presente refugio durante el episodio del pony y sus arneses. Golpecitos y sacudidas furtivas y aun furiosos pellizcos resultaron ineficaces para desalojar al intruso. Theodoric se recostó contra los cojines de su asiento y trató de concebir rápidamente un medio para acabar con esta obligada posesión compartida de sus ropas. Era impensable que durante el curso de toda una hora tuviera que permanecer en la horrible posición de un albergue para ratones errantes (su imaginación ya había doblado por lo menos el número de invasores). Por otra parte, nada menos drástico que una parcial desnudez lo libraría del torturador, y desvestirse en presencia de una dama, aun con propósito tan laudable, era algo que sólo de pensarlo le hacía arder las orejas de vergüenza. En presencia del bello sexo no había logrado nunca decidirse siquiera a la prudente exposición de unos calcetines calados. Y sin embargo... La dama en este caso, según todas la apariencias, se encontraba profundamente dormida. El ratón, por otra parte, parecía estar tratando de alcanzar algún record Guinness en velocidad de trepado. Si alguna verdad hay en la teoría de la reencarnación, concretamente en animales, este ratón, sin duda, debió haber sido en una vida previa miembro de un Club de Alpinismo. Algunas veces la ansiedad le hacía perder


TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo pie y resbalaba unos centímetros; y luego, asustado o más probablemente indignado, le daba un mordisco. Theodoric se empeñó en la empresa mas audaz de su vida. Rojo hasta alcanzar el color de los tomates y sin cesar de lanzar agónicas miradas a su compañera de viaje, aseguró con rapidez y sin ruido los extremos de su manta de viaje a ambos lados del compartimento, de modo que quedó éste dividido por una cortina transversal. En el estrecho cuarto de vestir que así había improvisado, procedió con violenta prisa a despojarse parcialmente, y al ratón totalmente, de las circundantes envolturas de telas de tweed y lana. Cuando el ratón, liberado, saltó al piso frenéticamente, la manta, que se había soltado de ambos extremos, también se vino abajo con un sordo ruido capaz de coagular la sangre en las venas, y casi simultáneamente la señora despertó y abrió los ojos. Con un movimiento casi más veloz que el del ratón, Theodoric se apoderó de la manta y rodeó su desnudo cuerpo hasta el mentón con sus amplios pliegues, y se desmoronó luego en el rincón más alejado del compartimento. La sangre le corría y le latía por las venas del cuello y la frente, mientras esperaba atontado oír la campana de alarma que, sin duda, su compañera de viaje haría sonar, al confundirle con un atacante sexual. La señora, sin embargo se contentó con mirar en silencio a tan extrañamente trajeado compañero. ¿Cuánto habría visto, se preguntaba Theodoric, y, en todo caso, qué pensaría de su presente condición? -Creo que he pescado un buen resfriado -aventuró desesperado. -Realmente lo siento -replicó ella-. Le estaba por pedir que me abriera la ventanilla. -Me figuro que es malaria -añadió con un ligero castañeteo en los dientes, provocado tanto por el miedo que sentía como por el deseo de prestar apoyo a su teoría. -Tengo algo de Brandy en el bolso, si tiene usted la bondad de alcanzármelo -dijo su compañera. -Ni por todo el oro... quiero decir, nunca tomo nada para prevenirla -le aseguró con seriedad. -Supongo que la pescó en los Trópicos. Theodoric, cuya relación con los Trópicos se limitaba a una caja de té que un tío suyo residente en Ceilán le obsequiaba anualmente, sintió que también la malaria le abandonaba. ¿Sería posible, se preguntó, ir revelando poco a poco la verdadera situación? -¿Les teme usted a los ratones? -aventuró enrojeciendo más aún, si fuera posible. -No, a no ser que se presenten en cantidades, como los que devoraron al obispo Hatto. ¿Por qué lo pregunta?


TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo -Sólo hace un instante tenía uno que me andaba por dentro de la ropa -dijo Theodoric con una voz que apenas parecía la suya-. Fue una situación sumamente incómoda. -Debió haberlo sido, si usa usted ropas ajustadas, aunque los ratones tienen ideas muy extrañas sobre la comodidad -observó ella. -Me la tuve que quitar mientras usted dormía -continuó él; luego, tragando saliva, agregó: -Al tratar de deshacerme de él llegué a... a esto. -Despojarse de un pequeño ratón con seguridad no provoca resfriados -exclamó ella con una ligereza que Theodoric juzgó abominable. Evidentemente había detectado su desdicha y estaba gozando de su confusión. Toda la sangre de su cuerpo pareció concentrarse para manifestar su rubor, y una agónica humillación, peor que mil ratones, le recorría el alma de arriba abajo. Con cada minuto que pasaba, el tren iba acercándose cada vez más a la atestada y agitada estación terminal donde docenas de ojos inquisidores reemplazarían al paralizante par que lo contemplaba desde el rincón más alejado del compartimento. Había una minúscula y desesperada oportunidad que los pocos minutos siguientes debían decidir. Su compañera de viaje podría sumirse en un bendito sueño. Pero los minutos pasaban y junto a ellos la oportunidad. La mirada furtiva que Theodoric echaba de vez en cuando a su compañera de viaje, sólo descubría una alerta vigilia. -Creo que debemos estar cerca ya -observó ella al cabo de un momento. Theodoric ya había notado con creciente terror los grupos recurrentes de pequeñas y feas viviendas que anunciaban el fin del viaje. Las palabras actuaron como señal. Como una bestia acosada que abandona el refugio y como loca se lanza en busca de una nueva y momentánea protección, arrojó a un lado su manta y luchó frenéticamente con sus desordenadas ropas. Era consciente de las tristes estaciones suburbanas que desfilaban delante de la ventanilla, de una abrumadora sensación de martilleo en la garganta y el corazón y de un silencio glacial proveniente de ese rincón del compartimento que no osaba mirar. Luego, al volver a sentarse, vestido y casi delirante, el tren fue disminuyendo la velocidad de su marcha hasta el alto final. Y la mujer habló: -¿Tendría la amabilidad de llamar a un mozo de carga para que me acompañe a un coche? Es una vergüenza molestarlo sintiéndose usted mal, pero cuando una es ciega se encuentra tan desamparada en una estación de ferrocarril....


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El miedo [Cuento. Texto completo.] Ramón del Valle Inclán Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia: -Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor... La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes. Los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios. Su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo. Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna, solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y


TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre, que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un alto ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya oscura, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los lagos... Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban. y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica llamaba: -¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán...! Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí la voz de mi madre trémula y asustada, y percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano: -Ahora veremos qué ha sido ello... Cosa del otro mundo no lo es, seguramente... ¡Aquí,Carabel! ¡Aquí, Capitán...! Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla: -¿Qué sucede, señor Granadero del Rey? Yo repuse con voz ahogada: -¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del sepulcro...! El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido Granadero del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente: -¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto temblar a un Granadero del Rey...! No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del Prior no tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El Prior se sacudió: -¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o brujas! Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce empotradas en una de las losas,


TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los labios. Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba por todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco: -Señor Granadero del Rey, no hay absolución ...¡Yo no absuelvo a los cobardes! Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!

EL AUTOSTOPISTA, Roal Dahl Tenía un coche nuevo. Era un juguete excitante, un enorme «B.M.W. 3.3. Li», lo cual significa 3.3 litros, larga distancia entre los ejes, inyección del combustible. Tenía una velocidad punta de doscientos kilómetros por hora y una aceleración tremenda. La carrocería era de color azul pálido. Los asientos eran de un azul más oscuro y estaban hechos de cuero, cuero auténtico, suave, de la mejor calidad. Las ventanillas funcionaban por medio de electricidad, igual que el tejadillo. La antena subía cuando conectaba la radio y bajaba de nuevo cuando la desconectaba. El potente motor gruñía de impaciencia cuando circulaba a poca velocidad, pero cuando sobrepasaba los noventa kilómetros por hora cesaban los gruñidos y el motor ronroneaba de placer. Un hermoso día de junio cogí el coche y me fui a Londres yo solito. En los campos estaban en plena recolección del heno y había ranúnculos a ambos lados de la carretera. Conducía tranquilamente a ciento diez por hora, cómodamente instalado en el asiento, sin más que un par de dedos apoyados en el volante para mantener la dirección. Ante mí vi a


TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo un hombre que hacía autostop. Apreté el freno de pie y detuve el coche a su lado. Siempre me detenía cuando veía algún autostopista. Sabía por experiencia cómo se sentía uno cuando se encontraba junto a una carretera rural viendo cómo los coches pasaban sin detenerse. Odiaba a los automovilistas por fingir que no me veían, especialmente los de los automóviles grandes con tres asientos desocupados. Los coches grandes y caros raramente se paraban. Siempre eran los más pequeños los que se brindaban a llevarte; o los viejos y herrumbrosos; o los que ya iban llenos de críos hasta los topes y cuyo conductor decía «Me parece que, apretándonos un poco, aún cabe otro más». El autostopista metió la cabeza por la ventanilla y preguntó: —¿Va usted a Londres, jefe? —Sí —contesté—. Suba. Subió y proseguí mi viaje. Era un hombre bajito con cara ratonil y dientes grises. Sus ojos eran negros, vivos e inteligentes, como los ojos de una rata, y tenía las orejas ligeramente puntiagudas por su parte superior. Se cubría la cabeza con una gorra de paño y llevaba una chaqueta grisácea de bolsillos enormes. La chaqueta gris, junto con los ojos vivos y las orejas puntiagudas, le hacía parecerse más que a nada a una especie de enorme rata humana. —¿A qué parte de Londres se dirige? —le pregunté. —Pienso atravesar Londres de parte a parte y salir por el otro lado — dijo—. Voy a Epsom, a las carreras. Hoy es el día del Derby. —En efecto —dije—. Ojalá fuera yo con usted. Me gusta mucho apostar a los caballos. —Yo nunca apuesto a los caballos —dijo—. Ni siquiera los miro cuando corren. Me parece una cosa estúpida. —¿Entonces por qué va? —pregunté. Al parecer, la pregunta no le gustó. Su cara pequeña y ratonil se mostró absolutamente inexpresiva y clavó los ojos en la carretera, sin decir una palabra. —Supongo que trabajará usted como encargado de las máquinas de apostar o algo parecido —dije. —Eso es aún más estúpido —contestó—. No resulta divertido encargarse de las cochinas máquinas y vender boletos a los bobos. Eso puede hacerlo cualquier imbécil. Se produjo un largo silencio. Decidí no hacerle más preguntas. Recordé que en mis días de autostopista me irritaba mucho que los automovilistas me hicieran preguntas y más preguntas. ¿Adónde va? ¿Por qué va allí? ¿A qué se dedica? ¿Está casado? ¿Tiene novia? Cómo se llama su novia ¿Qué edad tiene usted? Y así sucesivamente. Lo detestaba. —Le pido perdón —dije—. Lo que usted haga o deje de hacer no es asunto mío. Lo malo es que soy escritor y la mayoría de los escritores somos muy fisgones... —¿Escribe usted libros? —preguntó. —Sí.


TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo —Escribir libros está bien —dijo—. Es lo que yo llamo un oficio especializado. Yo también soy un trabajador especializado. La gente a la que desprecio es la que se pasa toda la vida haciendo algún trabajo rutinario, de esos para los que no se necesita ninguna especialización. ¿Entiende lo que quiero decirle? —Sí. —El secreto de la vida —dijo— es llegar a ser muy, pero que muy bueno en algo que resulte muy difícil de hacer. —Como usted —dije. —Exactamente. Como usted y como yo. —¿Qué le hace pensar que soy bueno en mi trabajo? —pregunté—. Los malos escritores abundan. —No llevaría usted un coche como éste si no hiciera bien su trabajo de escritor —contestó—. Le habrá costado un montón de dinero este cacharrito. —Desde luego no es barato. —¿Qué velocidad máxima puede alcanzar? —preguntó. —Doscientos kilómetros por hora —le dije. —Apuesto a que no. —Apuesto a que sí. —Todos los fabricantes de coches son unos embusteros —dijo—. Puede comprar el coche que más le guste y verá que no hace nada de lo que dicen los anuncios. —Este sí. —Apriete el acelerador y demuéstrelo —dijo—. Vamos, jefe, pise a fondo y veamos qué es capaz de hacer. Hay un cruce giratorio en Chalfont Saint Peter e inmediatamente después viene una sección larga y recta de carretera de doble calzada. Salimos del cruce y, al coger la citada carretera, pisé el acelerador. El cochazo dio un salto hacia adelante como si acabasen de pincharle. En cuestión de unos diez segundos alcanzamos los ciento cuarenta. —¡Espléndido! —exclamó—. ¡Magnífico! ¡Siga, siga! Apreté el acelerador hasta el fondo y lo mantuve clavado contra el suelo. —¡Ciento sesenta! —gritó—. ¡Ciento setenta!... ¡Ciento ochenta!... ¡Ciento ochenta y cinco! ¡Siga, siga! ¡No afloje! Iba por la calzada exterior y adelantamos a varios coches que parecían parados: un «Mini» verde, un «Citroën» grande color crema, un «Land-Rover» blanco, un enorme camión que llevaba un contenedor en la parte trasera, un minibús «Volkswagen» de color naranja... —¡Ciento noventa! —gritó mi pasajero, pegando botes en el asiento—. ¡Siga! ¡Adelante! ¡Alcance los doscientos siete! En aquel momento oí el alarido de una sirena de la policía. Sonaba tan fuerte que parecía estar dentro del coche. Luego apareció un motorista a nuestro lado, nos adelantó y levantó una mano para que nos detuviéramos. —¡Bendita sea mi tía! —dije—. ¡Nos han pillado!


TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo El policía debía de ir a doscientos diez cuando pasó por nuestro lado, ya que tardó mucho tiempo en aminorar la marcha. Finalmente detuvo la moto en el arcén y yo paré el coche detrás de él. —No sabía que las motos de la policía podían correr tanto —dije sin mucha convicción. —Esa sí puede —dijo mi pasajero—. Es de la misma marca que su coche. Es una «B.M.W. R90S». La moto más rápida que existe. Esa es la que utilizan hoy día. El policía se apeó de la moto y la aparcó en batería. Luego se quitó los guantes y los depositó cuidadosamente sobre el sillín de la máquina. Ya no tenía prisa. Nos tenía donde quería tenernos y lo sabía. —Esto se pone feo —dije—. No me gusta ni pizca. —No hable con él más de lo estrictamente necesario, ¿me comprende? —dijo mi compañero—. Estése quietecito y con la boca cerrada. Como un verdugo acercándose a su víctima, el policía echó a andar lentamente hacia nosotros. Era un hombre carnoso, corpulento y barrigudo y los pantalones azules le quedaban muy ceñidos a sus enormes muslos. Se había colocado las gafas sobre el casco, dejando al descubierto una cara rojiza de anchas mejillas. Seguimos sentados en el coche, como dos colegiales pillados en falta, aguardando su llegada. —Cuidado con ese hombre —susurró mi pasajero—. Tiene cara de malas pulgas. El policía se acercó a mi ventanilla y apoyó una mano carnosa en el marco. —¿A qué viene tanta prisa? —dijo. —No hay prisa alguna, agente —contesté. —Quizás lleva una mujer a punto de dar a luz en la parte trasera y corría para llegar a tiempo al hospital. ¿Se trata de eso? —No, agente. —¿O tal vez se ha incendiado su casa y corría usted a salvar a su familia, atrapada por las llamas en el piso de arriba? —su voz resultaba amenazadoramente tranquila y burlona. —Mi casa no se está quemando, agente. —En tal caso —dijo—, se ha metido usted en un buen lío, ¿no le parece? ¿Sabe usted cuál es el límite de velocidad en este país? —Ciento veinte —dije. —¿Y le importaría decirme exactamente qué velocidad llevaba hace unos momentos? Me encogí de hombros y no dije nada. Cuando volvió a hablar levantó tanto la voz que pegué un bote. —¡Ciento noventa kilómetros por hora! —chilló—. ¡Eso representa setenta kilómetros por encima del máximo permitido! Volvió la cabeza y soltó un enorme escupitajo, el cual aterrizó en el guardabarros de mi coche y empezó a bajar deslizándose por mi hermosa pintura azul. Luego volvió la cabeza de nuevo y miró severamente a mi pasajero. —¿Y usted quién es? —preguntó secamente. —Es un autostopista —dije—. Le he recogido en la carreterra.


TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo —No se lo he preguntado a usted —cortó el policía—. Se lo pregunto a él. —¿Es que he hecho algo malo? —dijo mi pasajero con voz suave y untuosa como el fijapelo. —Es más que probable —repuso el policía—. Sea como sea, es usted testigo. Me ocuparé de usted dentro de un minuto. El permiso de conducir —dijo secamente, alargando una mano. Se desabrochó el bolsillo izquierdo del pecho de la guerrera y extrajo el temido talonario de multas. Copió cuidadosamente el nombre y la dirección que constaban en el permiso y luego me lo devolvió. Dio la vuelta hasta colocarse delante del coche, leyó el número de la matrícula y lo anotó también. Luego escribió la fecha, la hora y los detalles de la infracción cometida por mí. Después arrancó el original y me lo entregó, no sin antes comprobar que toda la información constase claramente en la copia del talonario. Finalmente se guardó el talonario en el bolsillo de la guerrera y abrochó el botón. —Ahora usted —dijo a mi pasajero, dando la vuelta al coche para colocarse junto a la otra ventanilla. Del otro bolsillo de la guerrera extrajo una libretita de tapas negras—. ¿Nombre? —inquirió secamente. —Michael Fish —contestó mi pasajero. —¿Dirección? —Catorce de Windsor Lane, Luton. —Enséñeme algo que demuestre que éstos son su nombre y dirección verdaderos —dijo el policía. Mi pasajero rebuscó en sus bolsillos y finalmente sacó su propio permiso de conducir. El policía comprobó el nombre y la dirección y le devolvió el permiso. —¿Cuál es su oficio? —preguntó. —Soy portador de capachos. —¿Cómo dice? —Portador de capachos. —Haga el favor de deletrearlo. —P-O-R-T-A-D-O-R D-E C-A... —Ya basta. ¿Y se puede saber qué es un portador de capachos? —Un portador de capachos, agente, es una persona que sube el cemento por la escalera para entregárselo al albañil. Y el capacho es donde se transporta el cemento. Tiene un asa muy larga y en la parte superior hay dos trozos de madera colocados en ángulo. —De acuerdo, de acuerdo. ¿Para quién trabaja? —Para nadie. Estoy parado. El policía tomó nota de todo en la libreta de tapas negras. Luego se la guardó en el bolsillo y abrochó el botón. —Cuando vuelva al cuartelillo haré unas cuantas comprobaciones para ver si me ha dicho la verdad —dijo a mi pasajero. —¿Yo? ¿Qué mal he hecho? —preguntó el hombre con cara de rata. —No me gusta su cara, eso es todo —dijo el policía—. Y podría ser que tuviéramos una foto suya en los archivos —volvió a dar la vuelta al coche y se colocó junto a mi ventanilla—. Supongo que se dará usted cuenta de que está en serios apuros —dijo, dirigiéndose a mí.


TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo —Sí, agente. —No volverá a conducir este coche de fantasía durante una larga temporada cuando hayamos terminado con usted. Bien pensado, no volverá a conducir ningún coche durante varios años. Y se lo tiene merecido. Espero que le encierren para acabar de redondear la cosa. —¿Quiere decir en la cárcel? —pregunté, alarmado. —No le quepa duda —dijo, relamiéndose—. En chirona. Entre rejas. Junto con todos los demás delincuentes que infringen la ley. Y encima una buena multa. Nadie se alegrará de ello más que yo. Les veré a los dos en el juzgado. Ya recibirán la correspondiente citación. Se volvió de espaldas y echó a andar hacia su moto. Plegó el soporte con un pie y pasó la pierna por encima del sillín. Luego dio un puntapié al mecanismo de arranque y se perdió de vista en medio del estruendo del motor. —¡Uf! —exclamé—. Estoy listo. —Nos han atrapado —dijo mi pasajero—. Nos han atrapado con todo el equipo. —Querrá decir que me han atrapado. —Así es —dijo—. ¿Qué piensa hacer ahora, jefe? —Ir directamente a Londres y hablar con mi abogado —dije, poniendo en marcha el automóvil. —No debe creer usted lo que ha dicho sobre meterle en la cárcel — dijo mi pasajero—. No encierran a nadie en chirona sólo por saltarse el límite de velocidad. —¿Está seguro? —pregunté. —Totalmente —repuso—. Pueden quitarle el permiso e imponerle una multa morrocotuda, pero ahí acabará el asunto. Me sentí tremendamente aliviado. —A propósito —dije—. ¿Por qué le ha mentido? —¿Quién, yo? —dijo—. ¿Qué le hace pensar que le he mentido? —Le ha dicho que era portador de capachos y que estaba parado. Pero a mí me había dicho que tenía un oficio muy especializado. —Y lo tengo —dijo—. Pero no conviene contárselo todo a un poli. —¿Se puede saber a qué se dedica? —le pregunté. —Ah —dijo con expresión astuta—. Eso sería confesar, ¿no le parece? —¿Se trata de algo que le da vergüenza? —¿Vergüenza? —exclamó—. ¿Avergonzarme yo de mi oficio? ¡Me siento tan orgulloso de él como cualquier otra persona del mundo! —¿Entonces por qué no quiere decírmelo? —Desde luego, ustedes los escritores son unos fisgones, ¿eh? —dijo —. Y usted no se dará por satisfecho hasta saber exactamente cuál es la respuesta, ¿no es así? —En realidad me da lo mismo una cosa que otra —le dije, mintiendo. Me dirigió una miradita astuta y ratonil por el rabillo del ojo. —Me parece que sí le importa —dijo—. Puedo ver en su cara que se figura que tengo un oficio muy peculiar y que se muere de ganas de saber cuál es. No me gustó que leyera mis pensamientos. Permanecí silencioso, con los ojos clavados en la carretera.


TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo —Y no se equivoca —prosiguió—. Mi oficio es en verdad muy peculiar. Es el más raro de todos los oficios peculiares. Me quedé esperando que continuase. —Por esto tengo que andar con mucho cuidado según con quién hable, ¿comprende? ¿Quién me dice a mí, por ejemplo, que no es usted otro poli de paisano? —¿Tengo cara de poli? —No —dijo—. No la tiene. Y no lo es. Cualquier imbécil se daría cuenta de que no lo es. Sacó del bolsillo una lata de tabaco y un librito de papel de fumar y se puso a liar un cigarrillo. Le observé por el rabillo del ojo y vi que ejecutaba esa operación más bien difícil con una velocidad increíble. El cigarrillo quedó liado y listo para ser encendido en unos cinco segundos. Pasó la lengua por el borde del papel, lo pegó y se metió el cigarrillo entre los labios. Luego, como surgido de la nada, un encendedor apareció en su mano. Del encendedor surgió una llamita. El cigarrillo quedó encendido El encendedor desapareció. Fue una operación verdaderamente notable. —Jamás había visto liar un cigarrillo tan de prisa —dije. —Ah —dijo él, dando una larga chupada al pitillo—. De modo que se ha dado cuenta. —Claro que me he dado cuenta. Ha sido fantástico. Se reclinó en el asiento y sonrió. Le complació mucho que yo me hubiese percatado de la velocidad con que era capaz de liar un cigarrillo. —¿Quiere saber cómo puedo hacerlo tan aprisa? —preguntó. —Sí. —Es porque tengo unos dedos fantásticos. Estos dedos míos dijo, alzando ambas manos— ¡son más rápidos e inteligentes que los dedos del mejor pianista del mundo! —¿Es usted pianista? —No sea tonto —dijo—. ¿Acaso tengo cara de pianista? Eché un vistazo a sus dedos. Tenían una forma tan hermosa, eran tan finos, largos y elegantes, que no hacían juego con el resto de su persona. Se parecían más a los dedos de un cirujano del cerebro o de un relojero. —Mi oficio —prosiguió— es cien veces más difícil que tocar el piano. Cualquier mentecato puede aprender a tocar el piano. Hoy día en casi todas las casas hay algún mocoso que aprende a tocar el piano. Tengo razón, ¿no? —Más o menos —dije. —Claro que la tengo. Pero no hay una sola persona en diez millones que pueda aprender a hacer lo que yo hago. ¡Ni una en diez millones! ¿Qué le parece? —Asombroso —dije. —Y usted que lo diga. —Me parece que ya sé a qué se dedica —dije—. Hace usted juegos de manos. Es prestidigitador.


TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo —¿Yo? —dijo, bufando—. ¿Prestidigitador? ¿Acaso puede imaginarme yendo de una fiesta de críos a otra sacando conejos de un sombrero de copa? —Entonces es jugador de naipes. Hace que la gente juegue a naipes con usted y se da a sí mismo unas manos maravillosas. —¿Yo? ¿Me toma por un vil tahúr? —exclamó—. Ese es un oficio despreciable como pocos. —De acuerdo. Me rindo. Ahora llevaba el coche despacio, sin sobrepasar los sesenta kilómetros por hora, para tener la seguridad de que no volvieran a pararme. Habíamos llegado a la carretera principal de Londres a Oxford y corríamos pendiente abajo hacia Denham. De pronto mi pasajero alzó una mano y me mostró una correa de cuero negro. —¿Había visto esto anteriormente? —preguntó. La correa tenía una hebilla de latón de extraña forma. —¡Oiga! —exclamé—. Este cinturón es mío, ¿no? ¡Sí lo es! ¿De dónde lo ha sacado? Sonrió y movió suavemente el cinturón de un lado a otro. —¿De dónde cree que lo he sacado? —dijo—. De la parte superior de sus pantalones, por supuesto. Bajé la mano en busca del cinturón. No estaba. —¿Pretende decirme que me lo ha quitado mientras conducía? — pregunté, estupefacto. Asintió con la cabeza sin dejar de observarme con sus ojillos ratoniles. —Es imposible —dije—. Tendría que desabrocharme la hebilla y tirar de él para que se saliera de todas las presillas. Le habría visto hacerlo. Y aunque no le hubiese visto, lo habría notado. —Ah, pero no lo notó, ¿verdad? —dijo con expresión triunfal. Dejó caer el cinturón sobre su regazo y de pronto vi que de sus dedos colgaba un cordón de zapato color marrón—. Entonces, ¿qué me dice de esto? —exclamó, agitando el cordón. —¿Qué quiere que le diga? —dije. —¿Hay alguien aquí que haya perdido un cordón de zapato? — preguntó, sonriendo. Miré mis zapatos. A uno de ellos le faltaba el cordón. —¡Demonio! —exclamé—. ¿Cómo lo ha hecho? No le he visto agacharse en ningún momento. —No me ha visto hacer nada —dijo orgullosamente—. Ni siquiera me ha visto moverme. ¿Y sabe por qué? —Sí —dije—. Porque tiene unos dedos fantásticos. —¡Exactamente! —exclamó—. Aprende usted muy de prisa, ¿no le parece? —se echó hacia atrás y siguió dando chupadas a su cigarrillo de confección casera, expulsando un hilillo de humo contra el parabrisas. Sabía que me había impresionado mucho con sus trucos y esto le llenaba de felicidad—. No quiero llegar tarde —dijo—. ¿Qué hora es? —Tiene un reloj delante de usted —le dije.


TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo —No me fío de los relojes de los coches —dijo—. ¿Qué hora señala su reloj de pulsera? Me subí un poco la manga para consultar mi reloj. No estaba en su sitio. Miré a mi acompañante. El me devolvió la mirada y sonrió. —¡También me ha quitado el reloj! —dije. Abrió la mano y vi mi reloj en su palma. —Hermoso reloj —dijo—. De calidad superior. Otro de dieciocho quilates. Y fácil de colocar, además. Nunca resulta difícil quitarse de encima los objetos de calidad. —Me gustaría que me lo devolviese, si no le importa —dije con cierto tono de mal humor. Con mucho cuidado colocó el reloj en la cubeta de cuero que había delante de él. —No sería capaz de birlarle nada a usted, jefe —dijo—. Usted es mi compañero y me ha recogido en su coche. —Me alegra saberlo —dije. —Lo único que hago es responder a sus preguntas —prosiguió—. Usted me ha preguntado cómo me ganaba la vida y se lo estoy demostrando. —¿Qué más me ha quitado? Sonrió de nuevo y empezó a sacarse de los bolsillos un objeto tras otro, todos de mi propiedad: mi permiso de conducir, un llavero con cuatro llaves, varios billetes de una libra, unas cuantas monedas, una carta de mis editores, mi diario, un lápiz viejo, un encendedor y, al final de todo, un hermoso y antiguo anillo de zafiros con perlas perteneciente a mi esposa. Precisamente llevaba el anillo a un joyero de Londres porque le faltaba una de las perlas. —He aquí otro objeto bellísimo —dijo, acariciando el anillo con los dedos—. Si no me equivoco, es del siglo dieciocho, del reinado de Jorge III. —En efecto —dije, impresionado—. Ha dado usted en el clavo. Colocó el anillo en la bandeja de cuero con los demás objetos. —De modo que es usted carterista —dije. —No me gusta esa palabra —contestó—. Es una palabra grosera y vulgar. Los carteristas son gente basta y vulgar que sólo hacen trabajitos fáciles de aficionado. Les birlan el dinero a las ancianitas ciegas. —Entonces, ¿qué nombre da a su profesión? —¿Yo? Soy dedero. Soy dedero profesional —pronunció las palabras solemne y orgullosamente, como si me estuviese diciendo que era el presidente del Real Colegio de Cirujanos o el Arzobispo de Canterbury. —Es la primera vez que oigo esa palabra —dije—. ¿La ha inventado usted? —Claro que no la he inventado yo —replicó—. Es el nombre que se da a quienes alcanzan la cima de la profesión. Habrá oído hablar de los orfebres y los plateros, por ejemplo. Son los expertos en oro y plata. Yo soy experto con mis dedos, de modo que soy un dedero. —Debe de ser un oficio interesante. —Es maravilloso —contestó—. Es encantador.


TALLER DE LECTURA Departamento de Lengua Castellana IES de Pastoriza (Arteixo —¿Y por eso va usted a las carreras? —Las carreras son pan comido —dijo—. Lo único que hay que hacer es permanecer ojo avizor después de la carrera y observar a los afortunados que hacen cola para cobrar su dinero. Y cuando ves que alguien recibe un buen fajo de billetes, sencillamente vas tras él y se los coges. Pero no me interprete mal, jefe. Nunca les cojo nada a los perdedores. Y tampoco a los pobres. Sólo voy tras los que pueden permitírselo, los ganadores y los ricos. —Eso es muy considerado de su parte —dije—. ¿Le echan el guante muy a menudo? —¿Echarme el guante? —exclamó, poniendo cara de disgusto—. ¿Echarme el guante a mí? Eso sólo les ocurre a los carteristas. Escúcheme, podría quitarle la dentadura postiza de la boca si quisiera hacerlo y usted ni siquiera se daría cuenta. —No llevo dentadura postiza —dije. —Ya lo sé —contestó—. ¡De lo contrario se la habría quitado hace un buen rato! Le creí. Aquellos dedos delgados y largos parecían capaces de hacer cualquier cosa. Permanecimos silenciosos durante un rato. —Ese policía piensa investigarle a conciencia —dije—. ¿Eso no le preocupa ni pizca? —Nadie va a investigarme —dijo. —Por supuesto que lo harán. Escribió su nombre y dirección con mucho cuidado en su libretita negra. Mí pasajero me dedicó otra de sus sonrisitas astutas y ratoniles. —Ah —dijo—. Es verdad. Pero apuesto a que no lo tiene todo escrito en su memoria también. Aún no he conocido a ningún poli que tuviera buena memoria. Algunos ni siquiera se acuerdan de su propio nombre. —¿Qué tiene que ver la memoria con este asunto? —pregunté—. Lo tiene escrito en la libreta, ¿no es así? —Sí, jefe, así es. Pero lo malo es que ha perdido la libreta. Ha perdido las dos cosas, la libreta con mi nombre y el talonario con el suyo. Con los dedos largos y delicados de su mano derecha el hombre sostenía triunfalmente las dos cosas que había sacado de los bolsillos del policía. —Ha sido el trabajo más fácil de toda mi vida —anunció con orgullo. Estuve a punto de lanzar el coche contra una camioneta de la leche, tan grande era mi excitación. —Ese poli ya no tiene nada contra nosotros —dijo. —¡Es usted un genio! —exclamé. —No tiene nombres, ni direcciones, ni la matrícula del coche, ni nada de nada —dijo. —¡Es usted brillante! —Creo que será mejor que salga de la carretera principal cuanto antes —dijo—. Entonces podremos hacer una hoguera y quemar esto. —¡Es usted fantástico! —exclamé. —Gracias, jefe —dijo—. Siempre es agradable ver que se reconocen tus méritos.


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El monte de las ánimas [Leyenda soriana. Texto completo.]

Gustavo Adolfo Bécquer

La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria. Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche. Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas. I -Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas. -¡Tan pronto! -A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte. -¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme? -No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia. Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.


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Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia: -Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche. La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria. II Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón. Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz. Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio. Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste. -Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no


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te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío. Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios. -Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres? -No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías. El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza: -Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío? Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra. Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas. Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo: -Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico. -¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió: -¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma? -Sí. -Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo. -¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza. -No sé.... en el monte acaso. -¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas! Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda: -Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en


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batida, y nadie dirá que me ha visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde. Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores: -¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos! Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego: -Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto. -¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido. A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último. Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos. III Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho. -¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen. Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso. Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana. -Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente. Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el


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silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad. Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio. Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables. -¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos? Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento. El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso. Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror! IV Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba


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vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

¡Adiós, Cordera! [Cuento. Texto completo.]

Leopoldo Alas (Clarín)

Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera. El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped. Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio. La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado. y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca


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matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio. Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla1, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter! Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca. “El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo eso estaba tan lejos!” Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas. Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de perezosa esquila. En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a laCordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Corderarecordaría a un poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo


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destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla. Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo. En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino. En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso2 paraestrar3 el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación4 y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera: -Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí. Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan. Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella5, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra. *** Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, laCordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Corderaen casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia. “Cuidadla, es vuestro sustento”, parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el


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establo, y allá, en el Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. “Sin duda, mio pá6 la había llevado al xatu.” No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo. Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada7 mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro. No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. “No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale.” Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias. En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho. El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Amón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa. *** Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio. El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle. Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo. “¡Se iba la vieja!” -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño. “Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.”


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Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. LaCordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba suCordera. El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana laCordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho8, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y laCordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa: -Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes. Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas. Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas. -¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma! -¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno. -Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea. *** Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al praoSomonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto. De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces. -¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela. -¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla. Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo: -La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los indianos. -¡Adiós, Cordera!


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-¡Adiós, Cordera! Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones... -¡Adiós, Cordera!... -¡Adiós, Cordera!... *** Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble. Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían, Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano: -¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Pinínl ¡Pinín de mío alma!... “Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.” Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos... ¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte. -¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera! Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte. En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante: -¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

Una noche de espanto [Cuento. Texto completo.]


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Anton Chejov

Palideciendo, Iván Ivanovitch Panihidin empezó la historia con emoción: -Densa niebla cubría el pueblo, cuando, en la Noche Vieja de 1883, regresaba a casa. Pasando la velada con un amigo, nos entretuvimos en una sesión espiritualista. Las callejuelas que tenía que atravesar estaban negras y había que andar casi a tientas. Entonces vivía en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos confusos; tenía el corazón oprimido... "¡Declina tu existencia!... ¡Arrepiéntete!", había dicho el espíritu de Spinoza, que habíamos consultado. Al pedirle que me dijera algo más, no sólo repitió la misma sentencia, sino que agregó: "Esta noche". No creo en el espiritismo, pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me impresionan profundamente. No se puede prescindir ni retrasar la muerte; pero, a pesar de todo, es una idea que nuestra naturaleza repele. Entonces, al encontrarme en medio de las tinieblas, mientras la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimeramente, cuando en el contorno no se veía un ser vivo, no se oía una voz humana, mi alma estaba dominada por un terror incomprensible. Yo, hombre sin supersticiones, corría a toda prisa temiendo mirar hacia atrás. Tenía miedo de que al volver la cara, la muerte se me apareciera bajo la forma de un fantasma. Panihidin suspiró y, bebiendo un trago de agua, continuó: -Aquel miedo infundado, pero irreprimible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba oscura. El viento gemía en la chimenea; como si se quejara por quedarse fuera. Si he de creer en las palabras de Spinoza, la muerte vendrá esta noche acompañada de este gemido...¡brr!... ¡Qué horror!... Encendí un fósforo. El viento aumentó, convirtiéndose el gemido en aullido furioso; los postigos retemblaban como si alguien los golpease. "Desgraciados los que carecen de un hogar en una noche como ésta", pensé. No pude proseguir mis pensamientos. A la llama amarilla del fósforo que alumbraba el cuarto, un espectáculo inverosímil y horroroso se presentó ante mí... Fue lástima que una ráfaga de viento no alcanzara a mi fósforo; así me hubiera evitado


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ver lo que me erizó los cabellos... Grité, di un paso hacia la puerta y, loco de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos. En medio del cuarto había un ataúd. Aunque el fósforo ardió poco tiempo, el aspecto del ataúd quedó grabado en mí. Era de brocado rosa, con cruz de galón dorado sobre la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce indicaban que el difunto había sido rico; a juzgar por el tamaño y el color del ataúd, el muerto debía ser una joven de alta estatura. Sin razonar ni detenerme, salí como loco y me eché escaleras abajo. En el pasillo y en la escalera todo era oscuridad; los pies se me enredaban en el abrigo. No comprendo cómo no me caí y me rompí los huesos. En la calle, me apoyé en un farol e intenté tranquilizarme. Mi corazón latía; la garganta estaba seca. No me hubiera asombrado encontrar en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio... No me hubiera asombrado que el techo se hubiese hundido, que el piso se hubiese desplomado... Todo esto es natural y concebible. Pero, ¿cómo fue a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd caro, destinado evidentemente a una joven rica. ¿Cómo había ido a parar a la pobre morada de un empleado insignificante? ¿Estará vacío o habrá dentro un cadáver? ¿Y quién será la desgraciada que me hizo tan terrible visita? ¡Misterio! O es un milagro, o un crimen. Perdía la cabeza en conjeturas. En mi ausencia, la puerta estaba siempre cerrada, y el lugar donde escondía la llave sólo lo sabían mis mejores amigos; pero ellos no iban a meter un ataúd en mi cuarto. Se podía presumir que el fabricante lo llevase allí por equivocación; pero, en tal caso, no se hubiera ido sin cobrar el importe, o por lo menos un anticipo. Los espíritus me han profetizado la muerte. ¿Me habrán proporcionado acaso el ataúd? No creía, y sigo no creyendo, en el espiritismo; pero semejante coincidencia era capaz de desconcertar a cualquiera. Es imposible. Soy un miedoso, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa, estaba tan sugestionado que creí ver lo que no existía. ¡Claro! ¿Qué otra cosa puede ser? La lluvia me empapaba; el viento me sacudía el gorro y me arremolinaba el abrigo. Estaba chorreando... Sentía frío... No podía quedarme allí. Pero ¿adónde ir? ¿Volver a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd? No podía ni pensarlo; me hubiera vuelto loco al ver otra vez aquel ataúd, que probablemente contenía un cadáver. Decidí ir a pasar la noche a casa de un amigo. Panihidin, secándose la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió el relato: -Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que estaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la puerta y entré. Me apresuré a quitarme el abrigo mojado, lo arrojé al suelo y me dejé caer desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía más fuertemente; en la torre del Kremlin sonó el toque de las dos. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la luz no me tranquilizó. Al contrario: lo que vi me llenó de horror. Vacilé un momento y huí como loco de aquel lugar... En la habitación de mi amigo vi un ataúd... ¡De doble tamaño que el otro! El color marrón le proporcionaba un aspecto más lúgubre... ¿Por qué se encontraba allí? No cabía duda: era una alucinación... Era imposible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, adonde quiera que fuese, por todas partes llevaría conmigo la terrible visión de la última morada.


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Por lo visto, sufría una enfermedad nerviosa, a causa de la sesión espiritista y de las palabras de Spinoza. "Me vuelvo loco", pensaba, aturdido, sujetándome la cabeza. "¡Dios mío! ¿Cómo remediarlo?" Sentía vértigos... Las piernas se me doblaban; llovía a cántaros; estaba calado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo. Imposible volver a buscarlos; estaba seguro de que todo aquello era una alucinación. Y, sin embargo, el terror me aprisionaba, tenía la cara inundada de sudor frío, los pelos de punta... Me volvía loco y me arriesgaba a pillar una pulmonía. Por suerte, recordé que, en la misma calle, vivía un médico conocido mío, que precisamente había asistido también a la sesión espiritista. Me dirigí a su casa; entonces aún era soltero y habitaba en el quinto piso de una casa grande. Mis nervios hubieron de soportar todavía otra sacudida... Al subir la escalera oí un ruido atroz; alguien bajaba corriendo, cerrando violentamente las puertas y gritando con todas sus fuerzas: "¡Socorro, socorro! ¡Portero!" Momentos después veía aparecer una figura oscura que bajaba casi rodando las escaleras. -¡Pagostof! -exclamé, al reconocer a mi amigo el médico-. ¿Es usted? ¿Qué le ocurre? Pagastof, parándose, me agarró la mano convulsivamente; estaba lívido, respiraba con dificultad, le temblaba el cuerpo, los ojos se le extraviaban, desmesuradamente abiertos... -¿Es usted, Panihidin? -me preguntó con voz ronca-. ¿Es verdaderamente usted? Está usted pálido como un muerto... ¡Dios mío! ¿No es una alucinación? ¡Me da usted miedo!... -Pero, ¿qué le pasa? ¿Qué ocurre? -pregunté lívido. -¡Amigo mío! ¡Gracias a Dios que es usted realmente! ¡Qué contento estoy de verle! La maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios. Imagínese usted qué se me ha aparecido en mi cuarto al volver. ¡Un ataúd! No lo pude creer, y le pedí que lo repitiera. -¡Un ataúd, un ataúd de veras! -dijo el médico cayendo extenuado en la escalera-. No soy cobarde; pero el diablo mismo se asustaría encontrándose un ataúd en su cuarto, después de una sesión espiritista... Entonces, balbuceando y tartamudeando, conté al médico los ataúdes que había visto yo también. Por unos momentos nos quedamos mudos, mirándonos fijamente. Después para convencernos de que todo aquello no era un sueño, empezamos a pellizcarnos. -Nos duelen los pellizcos a los dos -dijo finalmente el médico-; lo cual quiere decir que no soñamos y que los ataúdes, el mío y los de usted, no son fenómenos ópticos, sino que existen realmente. ¿Qué vamos a hacer? Pasamos una hora entre conjeturas y suposiciones; estábamos helados, y, por fin, resolvimos dominar el terror y entrar en el cuarto del médico. Prevenimos al portero, que subió con nosotros. Al entrar, encendimos una vela y vimos un ataúd de brocado blanco con flores y borlas doradas. El portero se persignó devotamente. -Vamos ahora a averiguar -dijo el médico temblando- si el ataúd está vacío u ocupado. Después de mucho vacilar, el médico se acercó y, rechinando los dientes de miedo, levantó la tapa. Echamos una mirada y vimos que... el ataúd estaba vacío. No había cadáver; pero sí una carta que decía: "Querido amigo: sabrás que el negocio de mi suegro va de capa caída; tiene muchas


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deudas. Uno de estos días vendrán a embargarlo, y esto nos arruinará y deshonrará. Hemos decidido esconder lo de más valor, y como la fortuna de mi suegro consiste en ataúdes (es el de más fama en nuestro pueblo), procuramos poner a salvo los mejores. Confío en que tú, como buen amigo, me ayudarás a defender la honra y fortuna, y por ello te envío un ataúd, rogándote que lo guardes hasta que pase el peligro. Necesitamos la ayuda de amigos y conocidos. No me niegues este favor. El ataúd sólo quedará en tu casa una semana. A todos los que se consideran amigos míos les he mandado muebles como éste, contando con su nobleza y generosidad. Tu amigo, Tchelustin". Después de aquella noche, tuve que ponerme a tratamiento de mis nervios durante tres semanas. Nuestro amigo, el yerno del fabricante de ataúdes, salvó fortuna y honra. Ahora tiene una funeraria y vende panteones; pero su negocio no prospera, y por las noches, al volver a casa, temo encontrarme junto a mi cama un catafalco o un panteón.

La isla a mediodía [Cuento. Texto completo.]

Julio Cortázar

La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a la pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes, Greece», repuso la americana con un falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el steward se enderezó sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente mediodía.


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A Marini le gustó que lo hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el paisaje era menos lúgubre que en las líneas del norte y las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy poco. Sí, muéstremela la próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los circuitos turísticos. «No durará ni cinco años», le dijo la stewardess mientras bebían una copa en Roma. «Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier momento, Gengis Cook vela.» Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad. Ocho o nueve semanas después, cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre parientes o dolores; un día fue otra vez a la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva


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stewardess lo trató de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana; el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por mes, el domingo). Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso azul. Ese día las redes se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar mirando el avión. «Kalimera», pensó absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres días estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación interminable con el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer entre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios. Los muchachos rieron cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el


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aire, una habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida. Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco ácido mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación que era también un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia la orilla. El sol lo secó enseguida, bajó hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once. Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en dos. Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después, con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un motor. Cerrando los ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la


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colina, golpeándose en las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar; pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podía servir la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. «Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la isla, y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar. FIN


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