JUVENTUD COMUNISTA COLOMBIANA ESCUELA MEDIA INTERREGIONAL INTRODUCCIÓN A LA ESCUELA MEDIA: MARX Y SUS CIRCUNSTANCIAS, LAS BASES OBJETIVAS QUE SUSTENTAN EL MATERIALISMO HISTÓRICO. La realidad social define la conciencia social. Por eso Marx se preocupó desde muy joven por desarrollar una crítica radical a la situación económica, social y cultural en Alemania y posteriormente a los principales polos del desarrollo europeo. Desde su desplazamiento a París, conoció los primeros círculos de obreros organizados, profundizó en el análisis teórico del papel revolucionario que deben jugar los trabajadores, en la medida en que son ―una clase de la sociedad burguesa que no es parte de la sociedad burguesa‖1, es decir aquella clase que es explotada y marginada, por los propietarios de los medios de producción. Igualmente Marx se preocupó por criticar radicalmente las tesis de la economía liberal, descubrir el papel del trabajo enajenado y la paulatina pauperización de la clase trabajadora producto de la acumulación de capital, durante su estancia en Inglaterra, donde, junto a F. Engels, economista autodidacta, desarrollaron las líneas iniciales de la contribución a la crítica de la economía política Inglesa. Será indispensable reconocer, que la obra de Marx no es producto sencillamente de su gran ingenio, sino que está estrechamente ligada a sus circunstancias; que la grandeza de Marx no es porque haya inventado su teoría a partir de la nada, no porque haya engendrado con su fantasía una original visión de la historia, sino porque con él lo fragmentario, lo irrealizado, lo inmaduro, se ha hecho madurez, sistema, conciencia. Su conciencia personal puede convertirse en la de todos, y es ya la de muchos; por eso Marx no es sólo un científico, sino también un hombre de acción 2. TRES FUENTES Y TRES PARTES INTEGRANTES DEL MARXISMO V.I Lenin La doctrina de Marx suscita en todo el mundo civilizado la mayor hostilidad y el odio de toda la ciencia burguesa (tanto la oficial como la liberal), que ve en el marxismo algo así como una "secta perniciosa". Y no puede esperarse otra actitud, pues en una sociedad que tiene como base la lucha de clases no puede existir una ciencia social "imparcial". De uno u otro modo, toda la ciencia oficial y liberal defiende la esclavitud asalariada, mientras que el marxismo ha declarado una guerra implacable a esa esclavitud. Esperar que la ciencia sea imparcial en una sociedad de esclavitud asalariada, sería la misma absurda ingenuidad que esperar imparcialidad por parte de los fabricantes en lo que se refiere al problema de si deben aumentarse los salarios de los obreros disminuyendo los beneficios del capital.
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Marx C. Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Gramsci Antonio, Nuestro Marx, en antología. Siglo XXI editores, quinta edición. México 1980. Págs. 36, 37. 2
Pero hay más. La historia de la filosofía y la historia de la ciencia social muestran con diáfana claridad que en el marxismo nada hay que se parezca al "sectarismo", en el sentido de que sea una doctrina fanática, petrificada, surgida al margen de la vía principal que ha seguido el desarrollo de la civilización mundial. Por el contrario, lo genial en Marx es, precisamente, que dio respuesta a los problemas que el pensamiento de avanzada de la humanidad había planteado ya. Su doctrina surgió como la continuación directa e inmediata de las doctrinas de los más grandes representantes de la filosofía, la economía política y el socialismo. La doctrina de Marx es omnipotente porque es verdadera. Es completa y armónica, y brinda a los hombres una concepción integral del mundo, intransigente con toda superstición, con toda reacción y con toda defensa de la opresión burguesa. El marxismo es el heredero legítimo de lo mejor que la humanidad creó en el siglo XIX: la filosofía alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés. Nos detendremos brevemente en estas tres fuentes del marxismo, que constituyen, a la vez, sus partes integrantes. I La filosofía del marxismo es el materialismo. A lo largo de toda la historia moderna de Europa, y en especial en Francia a fines del siglo XVIII, donde se desarrolló la batalla decisiva contra toda la escoria medieval, contra el feudalismo en las instituciones y en las ideas, el materialismo se mostró como la única filosofía consecuente, fiel a todo lo que enseñan las ciencias naturales, hostil a la superstición, a la mojigata hipocresía, etc. Por eso, los enemigos de la democracia empeñaron todos sus esfuerzos para tratar de "refutar", minar, difamar el materialismo y salieron en defensa de las diversas formas del idealismo filosófico, que se reduce siempre, de una u otra forma, a la defensa o al apoyo de la religión. Marx y Engels defendieron del modo más enérgico el materialismo filosófico y explicaron reiteradas veces el profundo error que significaba toda desviación de esa base. En las obras de Engels Ludwig Feuerbach y Anti-D&uumlhring, que -- al igual que el Manifiesto Comunista -- son los libros de cabecera de todo obrero con conciencia de clase, es donde aparecen expuestas con mayor claridad y detalle sus opiniones. Pero Marx no se detuvo en el materialismo del siglo XVIII, sino que desarrolló la filosofía llevándola a un nivel superior. La enriqueció con los logros de la filosofía clásica alemana, en especial con el sistema de Hegel, el que, a su vez, había conducido al materialismo de Feuerbach. El principal de estos logros es la dialéctica, es decir, la doctrina del desarrollo en su forma más completa, profunda y libre de unilateralidad, la doctrina acerca de lo relativo del conocimiento humano, que nos da un reflejo de la materia en perpetuo desarrollo. Los novísimos descubrimientos de las ciencias naturales - el radio, los electrones, la trasformación de los elementos -- son una admirable confirmación del materialismo dialéctico de Marx, quiéranlo o no las doctrinas de los filósofos burgueses, y sus "nuevos" retornos al viejo y decadente idealismo.
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Marx profundizó y desarrolló totalmente el materialismo filosófico, e hizo extensivo el conocimiento de la naturaleza al conocimiento de la sociedad humana. El materialismo histórico de Marx es una enorme conquista del pensamiento científico. Al caos y la arbitrariedad que imperan hasta entonces en los puntos de vista sobre historia y política, sucedió una teoría científica asombrosamente completa y armónica, que muestra cómo, en virtud del desarrollo de las fuerzas productivas, de un sistema de vida social surge otro más elevado; cómo del feudalismo, por ejemplo, nace el capitalismo.
El capital, creado por el trabajo del obrero, oprime al obrero, arruina a los pequeños propietarios y crea un ejército de desocupados. En la industria, el triunfo de la gran producción se advierte en seguida, pero también en la agricultura se observa ese mismo fenómeno, donde la superioridad de la gran agricultura capitalista es acrecentada, aumenta el empleo de maquinaria, y la economía campesina, atrapada por el capital monetario, languidece y se arruina bajo el peso de su técnica atrasada. En la agricultura la decadencia de la pequeña producción asume otras formas, pero es un hecho indiscutible.
Así como el conocimiento del hombre refleja la naturaleza (es decir, la materia en desarrollo), que existe independientemente de él, así el conocimiento social del hombre (es decir, las diversas concepciones y doctrinas filosóficas, religiosas, políticas, etc.), refleja el régimen económico de la sociedad. Las instituciones políticas son la superestructura que se alza sobre la base económica. Así vemos, por ejemplo, que las diversas formas políticas de los Estados europeos modernos sirven para reforzar la dominación de la burguesía sobre el proletariado.
Al azotar la pequeña producción, el capital lleva al aumento de la productividad del trabajo y a la creación de una situación de monopolio para los consorcios de los grandes capitalistas. La misma producción va adquiriendo cada vez más un carácter social -- cientos de miles y millones de obreros ligados entre sí en un organismo económico sistemático --, mientras que un puñado de capitalistas se apropia del producto de este trabajo colectivo. Se intensifican la anarquía de la producción, las crisis, la carrera desesperada en busca de mercados, y se vuelve más insegura la vida de las masas de la población.
La filosofía de Marx es un materialismo filosófico acabado, que ha proporcionado a la humanidad, y sobre todo a la clase obrera, la poderosa arma del saber.
Al aumentar la dependencia de los obreros hacia el capital, el sistema capitalista crea la gran fuerza del trabajo conjunto.
II Después de haber comprendido que el régimen económico es la base sobre la cual se erige la superestructura política, Marx se entregó sobre todo al estudio atento de ese sistema económico. La obra principal de Marx, El Capital, está con sagrada al estudio del régimen económico de la sociedad moderna, es decir, la capitalista.
Marx sigue el desarrollo del capitalismo desde los primeros gérmenes de la economía mercantil, desde el simple trueque, hasta sus formas más elevadas, hasta la gran producción.
La economía política clásica anterior a Marx surgió en Inglaterra, el país capitalista más desarrollado. Adam Smith y David Ricardo, en sus investigaciones del régimen económico, sentaron las bases de la teoría del valor por el trabajo Marx prosiguió su obra; demostró estrictamente esa teoría y la desarrolló consecuentemente; mostró que el valor de toda mercancía está determinado por la cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario invertido en su producción.
El capitalismo ha triunfado en el mundo entero, pero este triunfo no es más que el preludio del triunfo del trabajo sobre el capital.
Allí donde los economistas burgueses veían relaciones entre objetos (cambio de una mercancía por otra), Marx descubrió relaciones entre personas. El cambio de mercancías expresa el vínculo establecido a través del mercado entre los productores aislados. El dinero, al unir indisolublemente en un todo único la vida económica íntegra de los productores aislados, significa que este vínculo se hace cada vez más estrecho. El capital significa un desarrollo ulterior de este vínculo: la fuerza de trabajo del hombre se trasforma en mercancía. El obrero asalariado vende su fuerza de trabajo al propietario de la tierra, de las fábricas, de los instrumentos de trabajo. El obrero emplea una parte de la jornada de trabajo en cubrir el costo de su sustento y el de su familia (salario); durante la otra parte de la jornada trabaja gratis, creando para el capitalista la plusvalía, fuente de las ganancias, fuente de la riqueza de la clase capitalista. La teoría de la plusvalía es la piedra angular de la teoría económica de Marx.
Y la experiencia de todos los países capitalistas, viejos y nuevos, demuestra claramente, año tras año, a un número cada vez mayor de obreros, la veracidad de esta doctrina de Marx.
III Cuando fue derrocado el feudalismo y surgió en el mundo la "libre" sociedad capitalista, en seguida se puso de manifiesto que esa libertad representaba un nuevo sistema de opresión y explotación del pueblo trabajador. Como reflejo de esa opresión y como protesta contra ella, aparecieron inmediatamente diversas doctrinas socialistas. Sin embargo, el socialismo primitivo era un socialismo utópico. Criticaba la sociedad capitalista, la condenaba, la maldecía, soñaba con su destrucción, imaginaba un régimen superior, y se esforzaba por hacer que los ricos se convencieran de la inmoralidad de la explotación. Pero el socialismo utópico no podía indicar una solución real. No podía explicar la verdadera naturaleza de la esclavitud asalariada bajo el capitalismo, no podía descubrir las leyes del desarrollo capitalista, ni señalar qué fuerza social está en condiciones de convertirse en creadora de una nueva sociedad.
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Entretanto, las tormentosas revoluciones que en toda Europa, y especialmente en Francia, acompañaron la caída del feudalismo, de la servidumbre, revelaban en forma cada vez más palpable que la base de todo desarrollo y su fuerza motriz era la lucha de clases.
consecuencia y a la vez ruptura con el sistema filosófico clásico alemán. Por tanto, el estudio de esta ruptura nos permitirá profundizar en el reconocimiento de las líneas gruesas de la filosofía marxista.
Ni una sola victoria de la libertad política sobre la clase feudal se logró sin una desesperada resistencia. Ni un solo país capitalista se formó sobre una base más o menos libre o democrática, sin una lucha a muerte entre las diversas clases de la sociedad capitalista.
RESPUESTA A LA PREGUNTA ¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN? – Inmanuel Kant
El genio de Marx consiste en haber sido el primero en deducir de ello la conclusión que enseña la historia del mundo y en aplicar consecuentemente esas lecciones. La conclusión a que llegó es la doctrina de la lucha de clases. Los hombres han sido siempre, en política, víctimas necias del engaño ajeno y propio, y lo seguirán siendo mientras no aprendan a descubrir detrás de todas las frases, declaraciones y promesas morales, religiosas, políticas y sociales, los intereses de una u otra clase. Los que abogan por reformas y mejoras se verán siempre burlados por los defensores de lo viejo mientras no comprendan que toda institución vieja, por bárbara y podrida que parezca, se sostiene por la fuerza de determinadas clases dominantes. Y para vencer la resistencia de esas clases, sólo hay un medio: encontrar en la misma sociedad que nos rodea, las fuerzas que pueden -- y, por su situación social, deben -- constituir la fuerza capaz de barrer lo viejo y crear lo nuevo, y educar y organizar a esas fuerzas para la lucha. Sólo el materialismo filosófico de Marx señaló al proletariado la salida de la esclavitud espiritual en que se han consumido hasta hoy todas las clases oprimidas. Sólo la teoría económica de Marx explicó la situación real del proíetariado en el régimen general del capitalismo. En el mundo entero, desde Norteamérica hasta el Japón y desde Suecia hasta el Africa del Sur, se multiplican organizaciones independientes del proletariado. Este se instruye y educa al librar su lucha de clase, se despoja de los prejuicios de la sociedad burguesa, está adquiriendo una cohesión cada vez mayor y aprendiendo a medir el alcance de sus éxitos, templa sus fuerzas y crece irresistiblemente. CRÍTICA A LA FILOSOFÍA CLÁSICA ALEMANA. LA RUPTURA DE MARX CON EL IDEALISMO Y EL MATERIALISMO CONTEMPLATIVO. Desarrollar las tres fuentes y las tres partes integrantes del Marxismo, exige conocer como punto de referencia, las bases que sustentan la filosofía clásica alemana. Hacer un breve esbozo de los elementos que constituyeron el sistema hegeliano como estructura de pensamiento en Alemania, hasta mediados del Siglo XIX, su posterior ruptura, gracias a los avances de Feuerbach, así como reconocer los importantes avances del proceso de la ilustración alemana, hacen parte de las necesidades de nuestra escuela media. En este ciclo pretendemos hacer una referencia a los desarrollos del movimiento de la ilustración en Alemania, desde Kant y sus fuentes hasta el sistema Hegeliano. El materialismo histórico es
La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración. La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mí puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia. Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso. Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de
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alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento. Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración. Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas—cuidadosamente examinadas y bien intencionadas— acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función —en tanto conductor de la Iglesia—como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se
sometería con plena convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez. Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los defectos de la actual institución. Mientras tanto —hasta que la intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así— mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran
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necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación. Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo dictamen intelectual —con lo cual se prestaría al reproche ―Caesar non est supra grammaticos‖— o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos. Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o ―el siglo de Federico‖. Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos —sin perjuicio de sus deberes profesionales— pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición. He puesto el punto principal de la ilustración —es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable— en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos. Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un mayor grado de
libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más que una máquina. LUDWIG FEUERBACH Y EL FIN DE LA FILOSOFIA CLASICA ALEMANA – F. Engels CAPITULO I Este libro [1] nos retrotrae a un período que, separado de nosotros en el tiempo por una generación, es a pesar de ello tan extraño para los alemanes de hoy, como si desde entonces hubiera pasado un siglo entero. Y sin embargo, este período fue el de la preparación de Alemania para la revolución de 1848; y cuanto ha sucedido de entonces acá en nuestro país, no es más que una continuación de 1848, la ejecución del testamento de la revolución. Lo mismo que en Francia en el siglo XVIII, en la Alemania del siglo XIX la revolución filosófica fue el preludio del derrumbamiento político. Pero ¡cuán distintas la una de la otra! Los franceses, en lucha franca con toda la ciencia oficial, con la Iglesia, e incluso no pocas veces con el Estado; sus obras, impresas al otro lado de la frontera, en Holanda o en Inglaterra, y además, los autores, con harta frecuencia, dando con sus huesos en la Bastilla. En cambio los alemanes, profesores en cuyas manos ponía el Estado la educación de la juventud; sus obras, libros de texto consagrados; y el sistema que coronaba todo el proceso de desarrollo, el sistema de Hegel, ¡elevado incluso, en cierto grado, al rango de filosofía oficial del Estado monárquico prusiano! ¿Era posible que detrás de estos profesores, detrás de sus palabras pedantescamente oscuras, detrás de sus tiradas largas y aburridas, se escondiese la revolución? Pues, ¿no eran precisamente los hombres a quienes entonces se consideraba como los representantes de la revolución, los liberales, los enemigos más encarnizados de esta filosofía que embrollaba las cabezas? Sin embargo, lo que no alcanzaron a ver ni el gobierno ni los liberales, lo vio ya en 1833, por lo menos un hombre; cierto es que este hombre se llamaba Enrique Heine [2]. Pongamos un ejemplo. No ha habido tesis filosófica sobre la que más haya pesado la gratitud de gobiernos miopes y la cólera de liberales, no menos cortos de vista, como sobre la famosa tesis de Hegel: «Todo lo real es racional, y todo lo racional es real» [3]. ¿No era esto, palpablemente, la canonización de todo lo existente, la bendición filosófica dada al despotismo, al Estado policiaco, a la justicia de gabinete, a la censura? Así lo creía, en efecto, Federico Guillermo III; así lo creían sus súbditos. Pero, para Hegel, no todo lo que existe, ni mucho menos, es real por el solo hecho de existir. En su doctrina, el atributo de la realidad sólo corresponde a lo que, además de existir, es necesario. «la realidad, al desplegarse, se revela como necesidad»; por eso Hegel no reconoce, ni mucho menos, como real, por el solo hecho de dictarse, una medida cualquiera de gobierno: él mismo pone el ejemplo «de cierto sistema tributario». Pero todo lo necesario se acredita también, en última instancia, como racional. Por tanto, aplicada al Estado prusiano de aquel entonces, la tesis hegeliana sólo puede interpretarse así: este Estado es racional, ajustado a la razón, en la medida en que es necesario; si, no obstante eso, nos parece malo, y, a pesar de serlo, sigue existiendo, esta maldad del
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gobierno tiene su justificación y su explicación en la maldad de sus súbditos. Los prusianos de aquella época tenían el gobierno que se merecían. Ahora bien; según Hegel, la realidad no es, ni mucho menos, un atributo inherente a una situación social o política dada en todas las circunstancias y en todos los tiempos. Al contrario. La república romana era real, pero el imperio romano que la desplazó lo era también. En 1789, la monarquía francesa se había hecho tan irreal, es decir, tan despojada de toda necesidad, tan irracional, que hubo de ser barrida por la gran Revolución, de la que Hegel hablaba siempre con el mayor entusiasmo. Como vemos, aquí lo irreal era la monarquía y lo real la revolución. Y así, en el curso del desarrollo, todo lo que un día fue real se torna irreal, pierde su necesidad, su razón de ser, su carácter racional, y el puesto de lo real que agoniza es ocupado por una realidad nueva y vital; pacíficamente, si lo caduco es lo bastante razonable para resignarse a desaparecer sin lucha; por la fuerza, si se rebela contra esta necesidad. De este modo, la tesis de Hegel se torna, por la propia dialéctica hegeliana, en su reverso: todo lo que es real, dentro de los dominios de la historia humana, se convierte con el tiempo en irracional; lo es ya, de consiguiente, por su destino, lleva en sí de antemano el germen de lo irracional; y todo lo que es racional en la cabeza del hombre se halla destinado a ser un día real, por mucho que hoy choque todavía con la aparente realidad existente. La tesis de que todo lo real es racional se resuelve, siguiendo todas las reglas del método discursivo hegeliano, en esta otra: todo lo que existe merece perecer. Y en esto precisamente estribaba la verdadera significación y el carácter revolucionario de la filosofía hegeliana (a la que habremos de limitarnos aquí, como remate de todo el movimiento filosófico iniciado con Kant): en que daba al traste para siempre con el carácter definitivo de todos los resultados del pensamiento y de la acción del hombre. En Hegel, la verdad que trataba de conocer la filosofía no era ya una colección de tesis dogmáticas fijas que, una vez encontradas, sólo haya que aprenderse de memoria; ahora, la verdad residía en el proceso mismo del conocer, en la larga trayectoria histórica de la ciencia, que, desde las etapas inferiores, se remonta a fases cada vez más altas de conocimiento, pero sin llegar jamás, por el descubrimiento de una llamada verdad absoluta, a un punto en que ya no pueda seguir avanzando, en que sólo le reste cruzarse de brazos y sentarse a admirar la verdad absoluta conquistada. Y lo mismo que en el terreno de la filosofía, en los demás campos del conocimiento y en el de la actuación práctica. La historia, al igual que el conocimiento, no puede encontrar jamás su remate definitivo en un estado ideal perfecto de la humanidad; una sociedad perfecta, un «Estado» perfecto, son cosas que sólo pueden existir en la imaginación; por el contrario: todos los estadios históricos que se suceden no son más que otras tantas fases transitorias en el proceso infinito de desarrollo de la sociedad humana, desde lo inferior a lo superior. Todas las fases son necesarias, y por tanto, legítimas para la época y para las condiciones que las engendran; pero todas caducan y pierden su razón de ser, al surgir condiciones nuevas y superiores, que van madurando poco a poco en su propio seno; tienen que ceder el paso a otra fase más alta, a la que también le llegará, en su día, la hora de caducar y perecer. Del mismo modo que la burguesía, por medio de la gran industria, la libre concurrencia y el mercado mundial, acaba prácticamente con todas las instituciones estables, consagradas por una venerable antigüedad, esta filosofía dialéctica acaba con todas las ideas de una verdad absoluta y definitiva y de estados absolutos de la humanidad, congruentes con aquélla. Ante esta filosofía, no existe nada definitivo, absoluto, consagrado; en todo pone de relieve lo que tiene de perecedero, y no deja en pie más que el proceso ininterrumpido del devenir y del perecer, un ascenso sin fin de lo inferior a lo superior, cuyo mero reflejo en el cerebro pensante es esta misma filosofía. Cierto es que tiene también un lado conservador, en cuanto que reconoce la legitimidad de
determinadas fases sociales y de conocimiento, para su época y bajo sus circunstancias; pero nada más. El conservadurismo de este modo de concebir es relativo; su carácter revolucionario es absoluto, es lo único absoluto que deja en pie. No necesitamos detenernos aquí a indagar si este modo de concebir concuerda totalmente con el estado actual de las Ciencias Naturales, que pronostican a la existencia de la misma Tierra un fin posible y a su habitabilidad un fin casi seguro; es decir, que asignan a la historia humana no sólo una vertiente ascendente, sino también otra descendente. En todo caso, nos encontramos todavía bastante lejos de la cúspide desde la que empieza a declinar la historia de la sociedad, y no podemos exigir tampoco a la filosofía hegeliana que se ocupase de un problema que las Ciencias Naturales de su época no habían puesto aún a la orden del día. Lo que sí tenemos que decir es que en Hegel no aparece desarrollada con tanta nitidez la anterior argumentación. Es una consecuencia necesaria de su método, pero el autor no llegó nunca a deducirla con esta claridad. Por la sencilla razón de que Hegel veíase coaccionado por la necesidad de construir un sistema, y un sistema filosófico tiene que tener siempre, según las exigencias tradicionales, su remate en un tipo cualquiera de verdad absoluta. Por tanto, aunque Hegel, sobre todo en su "Lógica", insiste en que esta verdad absoluta no es más que el mismo proceso lógico (y, respectivamente, histórico), vese obligado a poner un fin a este proceso, ya que necesariamente tenía que llegar a un fin, cualquiera que fuere, con su sistema. En la "Lógica" puede tomar de nuevo este fin como punto de arranque, puesto que aquí el punto final, la idea absoluta —que lo único que tiene de absoluto es que no sabe decirnos absolutamente nada acerca de ella— se «enajena», es decir, se transforma en la naturaleza, para recobrar más tarde su ser en el espíritu, o sea en el pensamiento y en la historia. Pero, al final de toda la filosofía no hay más que un camino para producir semejante trueque del fin en el comienzo: decir que el término de la historia es el momento en que la humanidad cobra conciencia de esta misma idea absoluta y proclama que esta conciencia de la idea absoluta se logra en la filosofía hegeliana. Mas, con ello, se erige en verdad absoluta todo el contenido dogmático del sistema de Hegel, en contradicción con su método dialéctico, que destruye todo lo dogmático; con ello, el lado revolucionario de esta filosofía queda asfixiado bajo el peso de su lado conservador hipertrofiado. Y lo que decimos del conocimiento filosófico, es aplicable también a la práctica histórica. La humanidad, que en la persona de Hegel fue capaz de llegar a descubrir la idea absoluta, tiene que hallarse también en condiciones de poder implantar prácticamente en la realidad esta idea absoluta. Los postulados políticos prácticos que la idea absoluta plantea a sus contemporáneos no deben ser, por tanto, demasiado exigentes. Y así, al final de la "Filosofía del Derecho" nos encontramos con que la idea absoluta había de realizarse en aquella monarquía por estamentos que Federico Guillermo III prometiera a sus súbditos tan tenazmente y tan en vano; es decir, en una dominación indirecta limitada y moderada de las clases poseedoras, adaptada a las condiciones pequeño burguesas de la Alemania de aquella época; demostrándosenos además, por vía especulativa, la necesidad de la aristocracia. Como se ve, ya las necesidades internas del sistema alcanzan a explicar la deducción de una conclusión política extremadamente tímida, por medio de un método discursivo absolutamente revolucionario. Claro está que la forma específica de esta conclusión proviene del hecho de que Hegel era un alemán, que, al igual que su contemporáneo Goethe, enseñaba siempre la oreja del filisteo. Tanto Goethe como Hegel eran, cada cual en su campo, verdaderos Júpiter olímpicos, pero nunca llegaron a desprenderse por entero de lo que tenían de filisteos alemanes.
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Mas todo esto no impedía al sistema hegeliano abarcar un campo incomparablemente mayor que cualquiera de los que le habían precedido, y desplegar dentro de este campo una riqueza de pensamiento que todavía hoy causa asombro. Fenomenología del espíritu (que podríamos calificar de paralelo de la embriología y de la paleontología del espíritu: el desarrollo de la conciencia individual a través de sus diversas etapas, concebido como la reproducción abreviada de las fases que recorre históricamente la conciencia del hombre), Lógica, Filosofía de la naturaleza, Filosofía del espíritu, esta última investigada a su vez en sus diversas subcategorías históricas: Filosofía de la Historia, del Derecho, de la Religión, Historia de la Filosofía, Estética, etc.; en todos estos variados campos históricos trabajó Hegel por descubrir y poner de relieve el hilo de engarce del desarrollo; y como no era solamente un genio creador, sino que poseía además una erudición enciclopédica, sus investigaciones hacen época en todos ellos. Huelga decir que las exigencias del «sistema» le obligan, con harta frecuencia, a recurrir a estas construcciones forzadas que todavía hacen poner el grito en el cielo a los pigmeos que le combaten. Pero estas construcciones no son más que el marco y el andamiaje de su obra; si no nos detenemos ante ellas más de lo necesario y nos adentramos bien en el gigantesco edificio, descubrimos incontables tesoros que han conservado hasta hoy día todo su valor. El «sistema» es, cabalmente, lo efímero en todos los filósofos, y lo es precisamente porque brota de una necesidad imperecedera del espíritu humano: la necesidad de superar todas las contradicciones. Pero superadas todas las contradicciones de una vez y para siempre, hemos llegado a la llamada verdad absoluta, la historia del mundo se ha terminado, y, sin embargo, tiene que seguir existiendo, aunque ya no tenga nada que hacer, lo que representa, como se ve, una nueva e insoluble contradicción. Tan pronto como descubrimos —y en fin de cuentas, nadie nos ha ayudado más que Hegel a descubrirlo— que planteada así la tarea de la filosofía, no significa otra cosa que pretender que un solo filósofo nos dé lo que sólo puede darnos la humanidad entera en su trayectoria de progreso; tan pronto como descubrimos esto, se acaba toda filosofía, en el sentido tradicional de esta palabra. La «verdad absoluta», imposible de alcanzar por este camino e inasequible para un solo individuo, ya no interesa, y lo que se persigue son las verdades relativas, asequibles por el camino de las ciencias positivas y de la generalización de sus resultados mediante el pensamiento dialéctico. Con Hegel termina, en general, la filosofía; de un lado, porque en su sistema se resume del modo más grandioso toda la trayectoria filosófica; y, de otra parte, porque este filósofo nos traza, aunque sea inconscientemente, el camino para salir de este laberinto de los sistemas hacia el conocimiento positivo y real del mundo. Fácil es comprender cuán enorme tenía que ser la resonancia de este sistema hegeliano en una atmósfera como la de Alemania, teñida de filosofía. Fue una carrera triunfal que duró décadas enteras y que no terminó, ni mucho menos, con la muerte de Hegel. Lejos de ello, fue precisamente en los años de 1830 a 1840 cuando la «hegeliada» alcanzó la cumbre de su imperio exclusivo, llegando a contagiar más o menos hasta a sus mismos adversarios; fue durante esta época cuando las ideas de Hegel penetraron en mayor abundancia, consciente o inconscientemente, en las más diversas ciencias, y también, como fermento, en la literatura popular y en la prensa diaria, de las que se nutre ideológicamente la vulgar «conciencia culta». Pero este triunfo en toda la línea no era más que el preludio de una lucha intestina. Como hemos visto, la doctrina de Hegel, tomada en conjunto, dejaba abundante margen para que en ella se albergasen las más diversas ideas prácticas de partido; y en la Alemania teórica de aquel entonces, había sobre todo dos cosas que tenían una importancia práctica: la religión y la política. Quien hiciese hincapié en el sistema de Hegel, podía ser bastante conservador en ambos terrenos; quien considerase como lo primordial el método dialéctico, podía figurar, tanto en el aspecto religioso
como en el aspecto político, en la extrema oposición. Personalmente, Hegel parecía más bien inclinarse, en conjunto —pese a las explosiones de cólera revolucionaria bastante frecuentes en sus obras—, del lado conservador; no en vano su sistema le había costado harto más «duro trabajo discursivo» que su método. Hacia fines de la década del treinta, la escisión de la escuela hegeliana fue haciéndose cada vez más patente. El ala izquierda, los llamados jóvenes hegelianos, en su lucha contra los ortodoxos pietistas y los reaccionarios feudales, iban echando por la borda, trozo a trozo, aquella postura filosófico-elegante de retraimiento ante los problemas candentes del día, que hasta allí había valido a sus doctrinas la tolerancia y la protección del Estado. En 1840, cuando la beatería ortodoxa y la reacción feudal-absolutista subieron al trono con Federico Guillermo IV, ya no había más remedio que tomar abiertamente partido. La lucha seguía dirimiéndose con armas filosóficas, pero ya no se luchaba por objetivos filosóficos abstractos; ahora, tratábase ya, directamente, de acabar con la religión heredada y con el Estado existente. Aunque en los "Deutsche Jahrbücher" [4] los objetivos finales de carácter práctico se vistiesen todavía preferentemente con ropaje filosófico, en la "Rheinische Zeitung" [5] de 1842 la escuela de los jóvenes hegelianos se presentaba ya abiertamente como la filosofía de la burguesía radical ascendente, y sólo empleaba la capa filosófica para engañar a la censura. Pero, en aquellos tiempos, la política era una materia espinosa; por eso los tiros principales se dirigían contra la religión; si bien es cierto que esa lucha era también, indirectamente, sobre todo desde 1840, una batalla política. El primer impulso lo había dado Strauss, en 1835, con su "Vida de Jesús". Contra la teoría de la formación de los mitos evangélicos, desarrollada en ese libro, se alzó más tarde Bruno Bauer, demostrando que una serie de relatos del Evangelio habían sido fabricados por sus mismos autores. Esta polémica se riñó bajo el disfraz filosófico de una lucha de la «autoconciencia» contra la «sustancia»; la cuestión de si las leyendas evangélicas de los milagros habían nacido de los mitos creados de un modo espontáneo y por la tradición en el seno de la comunidad religiosa o habían sido sencillamente fabricados por los evangelistas, se hinchó hasta convertirse en el problema de si la potencia decisiva que marca el rumbo de la historia universal es la «sustancia» o la «autoconciencia»; hasta que, por último, vino Stirner, el profeta del anarquismo moderno —Bakunin ha tomado muchísimo de él— y coronó la «conciencia» soberana con su «Único» soberano [6]. No queremos detenernos a examinar este aspecto del proceso de descomposición de la escuela hegeliana. Más importante para nosotros es saber esto: que la masa de los jóvenes hegelianos más decididos hubieron de recular, obligados por la necesidad práctica de luchar contra la religión positiva, hasta el materialismo anglo francés. Y al llegar aquí, se vieron envueltos en un conflicto con su sistema de escuela. Mientras que para el materialismo lo único real es la naturaleza, en el sistema hegeliano ésta representa tan sólo la «enajenación» de la idea absoluta, algo así como una degradación de la idea; en todo caso, aquí el pensar y su producto discursivo, la idea, son lo primario, y la naturaleza lo derivado, lo que en general sólo por condescendencia de la idea puede existir. Y alrededor de esta contradicción se daban vueltas y más vueltas, bien o mal, como se podía. Fue entonces cuando apareció "La esencia del cristianismo" (1841) de Feuerbach. Esta obra pulverizó de golpe la contradicción, restaurando de nuevo en el trono, sin más ambages, el materialismo. La naturaleza existe independientemente de toda filosofía; es la base sobre la que crecieron y se desarrollaron los hombres, que son también, de suyo, productos naturales; fuera de la naturaleza y de los hombres, no existe nada, y los seres superiores que nuestra imaginación religiosa ha forjado no son más que otros tantos reflejos fantásticos de nuestro propio ser. El maleficio quedaba roto; el «sistema» saltaba hecho añicos y se le daba de lado. Y la contradicción, como sólo tenía una
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existencia imaginaria, quedaba resuelta. Sólo habiendo vivido la acción liberadora de este libro, podría uno formarse una idea de ello. El entusiasmo fue general: al punto todos nos convertimos en feuerbachianos. Con qué entusiasmo saludó Marx la nueva idea y hasta qué punto se dejó influir por ella —pese a todas sus reservas críticas—, puede verse leyendo "La Sagrada Familia". Hasta los mismos defectos del libro contribuyeron a su éxito momentáneo. El estilo ameno, a ratos incluso ampuloso, le aseguró a la obra un mayor público y era desde luego un alivio, después de tantos y tantos años de hegelismo abstracto y abstruso. Otro tanto puede decirse de la exaltación exagerada del amor, disculpable, pero no justificable, después de tanta y tan insoportable soberanía del «pensar duro». Pero no debemos olvidar que estos dos flacos de Feuerbach fueron precisamente los que sirvieron de asidero a aquel «verdadero socialismo» que desde 1844 empezó a extenderse por la Alemania «culta» como una plaga, y que sustituía el conocimiento científico por la frase literaria, la emancipación del proletariado mediante la transformación económica de la producción por la liberación de la humanidad por medio del «amor»; en una palabra, que se perdía en esa repugnante literatura y en esa exacerbación amorosa cuyo prototipo era el señor Karl Grün. Otra cosa que tampoco hay que olvidar es que la escuela hegeliana se había deshecho, pero la filosofía de Hegel no había sido críticamente superada. Strauss y Bauer habían tomado cada uno un aspecto de ella, y lo enfrentaban polémicamente con el otro. Feuerbach rompió el sistema y lo echó sencillamente a un lado. Pero para liquidar una filosofía no basta, pura y simplemente, con proclamar que es falsa. Y una obra tan gigantesca como era la filosofía hegeliana, que había ejercido una influencia tan enorme sobre el desarrollo espiritual de la nación, no se eliminaba por el solo hecho de hacer caso omiso de ella. Había que «suprimirla» en el sentido que ella misma emplea, es decir, destruir críticamente su forma, pero salvando el nuevo contenido logrado por ella. Cómo se hizo esto, lo diremos más adelante. Mientras tanto, vino la revolución de 1848 y echó a un lado toda la filosofía, con el mismo desembarazo con que Feuerbach había echado a un lado a su Hegel. Y con ello, pasó también a segundo plano el propio Feuerbach. CAPITULO II El gran problema cardinal de toda la filosofía, especialmente de la moderna, es el problema de la relación entre el pensar y el ser. Desde los tiempos remotísimos, en que el hombre, sumido todavía en la mayor ignorancia acerca de la estructura de su organismo y excitado por las imágenes de los sueños [7], dio en creer que sus pensamientos y sus sensaciones no eran funciones [364] de su cuerpo, sino de un alma especial, que moraba en ese cuerpo y lo abandonaba al morir; desde aquellos tiempos, el hombre tuvo forzosamente que reflexionar acerca de las relaciones de esta alma con el mundo exterior. Si el alma se separaba del cuerpo al morir éste y sobrevivía, no había razón para asignarle a ella una muerte propia; así surgió la idea de la inmortalidad del alma, idea que en aquella fase de desarrollo no se concebía, ni mucho menos, como un consuelo, sino como una fatalidad ineluctable, y no pocas veces, cual entre los griegos, como un infortunio verdadero. No fue la necesidad religiosa del consuelo, sino la perplejidad, basada en una ignorancia generalizada, de no saber qué hacer con el alma —cuya existencia se había admitido— después de morir el cuerpo, lo que condujo, con carácter general, a la aburrida fábula de la inmortalidad personal. Por caminos muy semejantes, mediante la personificación de los poderes naturales, surgieron también los primeros dioses, que luego, al irse desarrollando la religión, fueron tomando un aspecto cada vez más ultramundano, hasta que, por último, por un proceso natural de abstracción, casi diríamos de
destilación, que se produce en el transcurso del progreso espiritual, de los muchos dioses, más o menos limitados y que se limitaban mutuamente los unos a los otros, brotó en las cabezas de los hombres la idea de un Dios único y exclusivo, propio de las religiones monoteístas. El problema de la relación entre el pensar y el ser, entre el espíritu y la naturaleza, problema supremo de toda la filosofía, tiene pues, sus raíces, al igual que toda religión, en las ideas limitadas e ignorantes del estado de salvajismo. Pero no pudo plantearse con toda nitidez, ni pudo adquirir su plena significación hasta que la humanidad europea despertó del prolongado letargo de la Edad Media cristiana. El problema de la relación entre el pensar y el ser, problema que, por lo demás, tuvo también gran importancia en la escolástica de la Edad Media; el problema de saber qué es lo primario, si el espíritu o la naturaleza, este problema revestía, frente a la Iglesia, la forma agudizada siguiente: ¿el mundo fue creado por Dios, o existe desde toda una eternidad?. Los filósofos se dividían en dos grandes campos, según la contestación que diesen a esta pregunta. Los que afirmaban el carácter primario del espíritu frente a la naturaleza, y por tanto admitían, en última instancia, una creación del mundo bajo una u otra forma (y en muchos filósofos, por ejemplo en Hegel, la génesis es bastante más embrollada e imposible que en la religión cristiana), formaban en el campo del idealismo. Los otros, los que reputaban la naturaleza como lo primario, figuran en las diversas escuelas del materialismo. Las expresiones idealismo y materialismo no tuvieron, en un principio, otro significado, ni aquí las emplearemos nunca con otro sentido. Más adelante veremos la confusión que se origina cuando se le atribuye otra acepción. Pero el problema de la relación entre el pensar y el ser encierra, además, otro aspecto, a saber: ¿qué relación guardan nuestros pensamientos acerca del mundo que nos rodea con este mismo mundo? ¿Es nuestro pensamiento capaz de conocer el mundo real; podemos nosotros, en nuestras ideas y conceptos acerca del mundo real, formarnos una imagen refleja exacta de la realidad? En el lenguaje filosófico, esta pregunta se conoce con el nombre de problema de la identidad entre el pensar y el ser y es contestada afirmativamente por la gran mayoría de los filósofos. En Hegel, por ejemplo, la contestación afirmativa cae de su propio peso, pues, según esta filosofía, lo que el hombre conoce del mundo real es precisamente el contenido discursivo de éste, aquello que hace del mundo una realización gradual de la idea absoluta, la cual ha existido en alguna parte desde toda una eternidad, independientemente del mundo y antes de él; y fácil es comprender que el pensamiento pueda conocer un contenido que es ya, de antemano, un contenido discursivo. Asimismo se comprende, sin necesidad de más explicaciones que lo que aquí se trata de demostrar, se contiene ya tácitamente en la premisa. Pero esto no impide a Hegel, ni mucho menos, sacar de su prueba de la identidad del pensar y el ser otra conclusión; que su filosofía por ser exacta para su pensar, es también la única exacta, y que la identidad del pensar y el ser ha de comprobarla la humanidad, transplantando inmediatamente su filosofía del terreno teórico al terreno práctico, es decir, transformando todo el universo con sujeción a los principios hegelianos. Es ésta una ilusión que Hegel comparte con casi todos los filósofos. Pero, al lado de éstos, hay otra serie de filósofos que niegan la posibilidad de conocer el mundo, o por lo menos de conocerlo de un modo completo. Entre ellos tenemos, de los modernos, a Hume y a Kant, que han desempeñado un papel considerable en el desarrollo de la filosofía. Los argumentos decisivos en refutación de este punto de vista han sido aportados ya por Hegel, en la medida en que podía hacerse desde una posición idealista; lo que Feuerbach añade de materialista, tiene más de ingenioso que de profundo. La refutación más contundente de estas extravagancias, como de todas las demás extravagancias filosóficas, es la práctica, o sea, el experimento y la industria. Si podemos demostrar la exactitud de nuestro modo de concebir un proceso natural reproduciéndolo
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nosotros mismos, creándolo como resultado de sus mismas condiciones, y si, además, lo ponemos al servicio de nuestros propios fines, damos al traste con la «cosa en sí» inaprensible de Kant. Las sustancias químicas producidas en el mundo vegetal y animal siguieron siendo «cosas en sí» inaprensibles hasta que la química orgánica comenzó a producirlas unas tras otras; con ello, la «cosa en sí» se convirtió en una cosa para nosotros, como por ejemplo, la materia colorante de la rubia, la alizarina, que hoy ya no extraemos de la raíz de aquella planta, sino que obtenemos del alquitrán de hulla, procedimiento mucho más barato y más sencillo. El sistema de Copérnico fue durante trescientos años una hipótesis, por la que se podía apostar cien, mil, diez mil contra uno, pero, a pesar de todo, una hipótesis; hasta que Leverrier, con los datos tomados de este sistema, no sólo demostró que debía existir necesariamente un planeta desconocido hasta entonces, sino que, además, determinó el lugar en que este planeta tenía que encontrarse en el firmamento, y cuando después Galle descubrió efectivamente este planeta [8], el sistema de Copérnico quedó demostrado. Si, a pesar de ello los neokantianos pretenden resucitar en Alemania la concepción de Kant y los agnósticos quieren hacer lo mismo con la concepción de Hume en Inglaterra (donde no había llegado nunca a morir del todo), estos intentos, hoy, cuando aquellas doctrinas han sido refutadas en la teoría y en la práctica desde hace tiempo, representan científicamente un retroceso, y prácticamente no son más que una manera vergonzante de aceptar el materialismo por debajo de cuerda y renegar de él públicamente. Ahora bien, durante este largo período, desde Descartes hasta Hegel y desde Hobbes hasta Feuerbach, los filósofos no avanzaban impulsados solamente, como ellos creían, por la fuerza del pensamiento puro. Al contrario. Lo que en la realidad les impulsaba eran, precisamente, los progresos formidables y cada vez más raudos de las Ciencias Naturales y de la industria. En los filósofos materialistas, esta influencia aflora a la superficie, pero también los sistemas idealistas fueron llenándose más y más de contenido materialista y se esforzaron por conciliar panteísticamente la antítesis entre el espíritu y la materia; hasta que, por último, el sistema de Hegel ya no representaba por su método y su contenido más que un materialismo que aparecía invertido de una manera idealista. Se explica, pues, que Starcke, para caracterizar a Feuerbach, empiece investigando su posición ante este problema cardinal de la relación entre el pensar y el ser. Después de una breve introducción, en la que se expone, empleando sin necesidad un lenguaje filosófico pesado, el punto de vista de los filósofos anteriores, especialmente a partir de Kant, y en la que Hegel pierde mucho por detenerse el autor con exceso de formalismo en algunos pasajes sueltos de sus obras, sigue un estudio minucioso sobre la trayectoria de la propia «metafísica» feuerbachiana, tal como se desprende de la serie de obras de este filósofo relacionadas con el problema que nos ocupa. Este estudio está hecho de modo cuidadoso y es bastante claro, aunque aparece recargado, como todo el libro, con un lastre de expresiones y giros filosóficos no siempre inevitables, ni mucho menos, y que resultan tanto más molestos cuanto menos se atiene el autor a la terminología de una misma escuela o a la del propio Feuerbach y cuanto más mezcla y baraja términos tomados de las más diversas escuelas, sobre todo de esas corrientes que ahora hacen estragos y que se adornan con el nombre de filosóficas. La trayectoria de Feuerbach es la de un hegeliano —no del todo ortodoxo, ciertamente— que marcha hacia el materialismo; trayectoria que, al llegar a una determinada fase, supone una ruptura total con el sistema idealista de su predecesor. Por fin le gana con fuerza irresistible la convicción de que la existencia de la «idea absoluta» anterior al mundo, que preconiza Hegel, la «preexistencia de las categorías lógicas» antes que hubiese un mundo, no es más que un residuo fantástico de la fe en un creador ultramundano; de que el mundo material y perceptible por los sentidos, del que formamos
parte también los hombres, es lo único real y de que nuestra conciencia y nuestro pensamiento, por muy transcendentes que parezcan, son el producto de un órgano material, físico: el cerebro. La materia no es un producto del espíritu, y el espíritu mismo no es más que el producto supremo de la materia. Esto es, naturalmente materialismo puro. Al llegar aquí, Feuerbach se atasca. No acierta a sobreponerse al prejuicio rutinario, filosófico, no contra la cosa, sino contra el nombre de materialismo. Dice: «El materialismo es, para mí, el cimiento sobre el que descansa el edificio del ser y del saber del hombre; pero no es para mí lo que es para el fisiólogo, para el naturalista en sentido estricto, por ejemplo, para Moleschott, lo que forzosamente tiene que ser, además, desde su punto de vista y su profesión: el edificio mismo. Retrospectivamente, estoy en un todo de acuerdo con los materialistas, pero no lo estoy mirando hacia adelante». Aquí Feuerbach confunde el materialismo, que es una concepción general del mundo basada en una interpretación determinada de las relaciones entre el espíritu y la materia, con la forma concreta que esta concepción del mundo revistió en una determinada fase histórica, a saber: en el siglo XVIII. Más aún, lo confunde con la forma achatada, vulgarizada, en que el materialismo del siglo XVIII perdura todavía hoy en las cabezas de naturalistas y médicos y como era pregonado en la década del 50 por los predicadores de feria Büchner, Vogt, y Moleschott. Pero, al igual que el idealismo, el materialismo recorre una serie de fases en su desarrollo. Cada descubrimiento trascendental, operado incluso en el campo de las Ciencias Naturales, le obliga a cambiar de forma; y desde que el método materialista se aplica también a la historia, se abre ante él un camino nuevo de desarrollo. El materialismo del siglo pasado era predominantemente mecánico, porque por aquel entonces la mecánica, y además sólo la de los cuerpos sólidos —celestes y terrestres—, en una palabra, la mecánica de la gravedad, era, de todas las Ciencias Naturales, la única que había llegado en cierto modo a un punto de remate. La química sólo existía bajo una forma incipiente, flogística. La biología estaba todavía en mantillas; los organismos vegetales y animales sólo se habían investigado muy a bulto y se explicaban por medio de causas puramente mecánicas; para los materialistas del siglo XVIII, el hombre era lo que para Descartes el animal: una máquina. Esta aplicación exclusiva del rasero de la mecánica a fenómenos de naturaleza química y orgánica en los que, aunque rigen las leyes mecánicas, éstas pasan a segundo plano ante otras superiores a ellas, constituía una de las limitaciones específicas, pero inevitables en su época, del materialismo clásico francés. La segunda limitación específica de este materialismo consistía en su incapacidad para concebir el mundo como un proceso, como una materia sujeta a desarrollo histórico. Esto correspondía al estado de las Ciencias Naturales por aquel entonces y al modo metafísico, es decir, antidialéctico, de filosofar que con él se relacionaba. Sabíase que la naturaleza se hallaba sujeta a perenne movimiento. Pero, según las ideas dominantes en aquella época, este movimiento giraba no menos perennemente en un sentido circular, razón por la cual no se movía nunca de sitio, engendraba siempre los mismos resultados. Por aquel entonces, esta idea era inevitable. La teoría kantiana acerca de la formación del sistema solar acababa de formularse y se la consideraba todavía como una mera curiosidad. La historia del desarrollo de la Tierra, la geología, era aún totalmente desconocida y todavía no podía establecerse científicamente la idea de que los seres animados que hoy viven en la naturaleza son el resultado de un largo desarrollo, que va desde lo simple a lo complejo. La concepción antihistórica de la naturaleza era por tanto, inevitable. Esta concepción no se les puede echar en cara a los filósofos del siglo XVIII tanto menos por cuanto aparece también en Hegel. En éste, la naturaleza,
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como mera «enajenación» de la idea, no es susceptible de desarrollo en el tiempo, pudiendo sólo desplegar su variedad en el espacio, por cuya razón exhibe conjunta y simultáneamente todas las fases del desarrollo que guarda en su seno y se halla condenada a la repetición perpetua de los mismos procesos. Y este contrasentido de una evolución en el espacio, pero al margen del tiempo —factor fundamental de toda evolución—, se lo cuelga Hegel a la naturaleza precisamente en el momento en que se habían formado la Geología, la Embriología, la Fisiología vegetal y animal y la Química orgánica, y cuando por todas partes surgían, sobre la base de estas nuevas ciencias, atisbos geniales (por ejemplo, los de Goethe y Lamarck) de la que más tarde había de ser teoría de la evolución. Pero el sistema lo exigía así y, en gracia a él, el método tenía que hacerse traición a sí mismo. Esta concepción antihistórica imperaba también en el campo de la historia. Aquí, la lucha contra los vestigios de la Edad Media tenía cautivas todas las miradas. La Edad Media era considerada como una simple interrupción de la historia por un estado milenario de barbarie general; los grandes progresos de la Edad Media, la expansión del campo cultural europeo, las grandes naciones de fuerte vitalidad que habían ido formándose unas junto a otras durante este período y, finalmente, los enormes progresos técnicos de los siglos XIV y XV: nada de esto se veía. Este criterio hacia imposible, naturalmente, penetrar con una visión racional en a gran concatenación histórica, y así la historia se utilizaba, a lo sumo, como una colección de ejemplos e ilustraciones para uso de filósofos. Los vulgarizadores, que durante la década del 50 pregonaban el materialismo en Alemania, no salieron, ni mucho menos, del marco de la ciencia de sus maestros. A ellos, todos los progresos que habían hecho desde entonces las Ciencias Naturales sólo les servían como nuevos argumentos contra la existencia de un creador del mundo: y no eran ellos, ciertamente, los más llamados para seguir desarrollando la teoría. Y el idealismo, que había agotado ya toda su sapiencia y estaba herido de muerte por la revolución de 1848, podía morir, al menos, con la satisfacción de que, por el momento, la decadencia del materialismo era todavía mayor. Feuerbach tenía indiscutiblemente razón cuando se negaba a hacerse responsable de ese materialismo: pero a lo que no tenía derecho era a confundir la teoría de los predicadores de feria con el materialismo en general. Sin embargo, hay que tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, en tiempos de Feuerbach las Ciencias Naturales se hallaban todavía de lleno dentro de aquel intenso estado de fermentación que no llegó a su clarificación ni a una conclusión relativa hasta los últimos quince años: se había aportado nueva materia de conocimientos en proporciones hasta entonces insólitas, pero hasta hace muy poco no se logró enlazar y articular, ni por tanto poner un orden en este caos de descubrimientos que se sucedían atropelladamente. Cierto es que Feuerbach pudo asistir todavía en vida a los tres descubrimientos decisivos: el de la célula, el de la transformación de la energía y el de la teoría de la evolución, que lleva el nombre de Darwin. Pero, ¿cómo un filósofo solitario podía, en el retiro del campo, seguir los progresos de la ciencia tan de cerca, que le fuese dado apreciar la importancia de descubrimientos que los mismos naturalistas discutían aún, por aquel entonces, o no sabían explotar suficientemente? Aquí, la culpa hay que echársela única y exclusivamente a las lamentables condiciones en que se desenvolvía Alemania, en virtud de las cuales las cátedras de filosofía eran monopolizadas por pedantes eclécticos aficionados a sutilezas, mientras que un Feuerbach, que estaba cien codos por encima de ellos, se aldeanizaba y se avinagraba en un pueblucho. No le hagamos, pues, a él responsable de que no se pusiese a su alcance la concepción histórica de la naturaleza, concepción que ahora ya es factible y que supera toda la unilateralidad del materialismo francés. En segundo lugar, Feuerbach tiene toda la razón cuando dice que el materialismo puramente naturalista es «el cimiento sobre el que descansa el edificio del saber humano, pero no el edificio mismo».
En efecto, el hombre no vive solamente en la naturaleza, sino que vive también en la sociedad humana, y ésta posee igualmente su historia evolutiva y su ciencia, ni más ni menos que la naturaleza. Tratábase, pues, de poner en armonía con la base materialista, reconstruyéndola sobre ella, la ciencia de la sociedad; es decir, el conjunto de las llamadas ciencias históricas y filosóficas. Pero esto no le fue dado a Feuerbach hacerlo. En este campo, pese al «cimiento», no llegó a desprenderse de las ataduras idealistas tradicionales, y él mismo lo reconoce con estas palabras: «Retrospectivamente, estoy en un todo de acuerdo con los materialistas, pero no lo estoy mirando hacia adelante». Pero el que aquí, en el campo social, no marchaba «hacia adelante», no se remontaba sobre sus posiciones de 1840 ó 1844, era el propio Feuerbach; y siempre, principalmente, por el aislamiento en que vivía, que le obligaba —a un filósofo como él, mejor dotado que ningún otro para la vida social— a extraer las ideas de su cabeza solitaria, en vez de producirlas por el contacto amistoso y el choque hostil con otros hombres de su calibre. Hasta qué punto seguía siendo idealista en este campo, lo veremos en detalle más adelante. Aquí, diremos únicamente que Starcke va a buscar el idealismo de Feuerbach a mal sitio. «Feuerbach es idealista, cree en el progreso de la humanidad» (pág. 19). «No obstante, la base, el cimiento de todo edificio sigue siendo el idealismo. El realismo no es, para nosotros, más que una salvaguardia contra los caminos falsos, mientras seguimos detrás de nuestras corrientes ideales. ¿Acaso la compasión, el amor y la pasión por la verdad y la justicia no son fuerzas ideales?» (pág. VIII). En primer lugar, aquí el idealismo no significa más que la persecución de fines ideales. Y éstos guardan, a lo sumo, relación necesaria con el idealismo kantiano y su «imperativo categórico»; pero el propio Kant llamó a su filosofía «idealismo trascendental», no porque, ni mucho menos, girase también en torno a ideales éticos, sino por razones muy distintas, como Starcke recordará. La creencia supersticiosa de que el idealismo filosófico gira en torno a la fe en ideales éticos, es decir sociales, nació al margen de la filosofía, en la mente del filisteo alemán que se aprende de memoria en las poesías de Schiller las migajas de cultura filosófica que necesita. Nadie ha criticado con más dureza el impotente «imperativo categórico» de Kant —impotente, porque pide lo imposible, y por tanto no llega a traducirse en nada real—, nadie se ha burlado con mayor crueldad de ese fanatismo de filisteo por ideales irrealizables, a que ha servido de vehículo Schiller, como (véase, por ejemplo, la "Fenomenología"), precisamente, Hegel, el idealista consumado. En segundo lugar, no se puede en modo alguno evitar que todo cuanto mueve al hombre tenga que pasar necesariamente por su cabeza: hasta el comer y el beber, procesos que comienzan con la sensación de hambre y sed, sentida por la cabeza, y terminan con la sensación de satisfacción, sentida también con la cabeza. Las impresiones que el mundo exterior produce sobre el hombre se expresan en su cabeza, se reflejan en ella bajo la forma de sentimientos, de pensamientos, de impulsos, de actos de voluntad; en una palabra, de «corrientes ideales», convirtiéndose en «factores ideales» bajo esta forma. Y si el hecho de que un hombre se deje llevar por estas «corrientes ideales» y permita que los «factores ideales» influyan en él, si este hecho le convierte en idealista, todo hombre de desarrollo relativamente normal será un idealista innato y ¿de dónde van a salir, entonces, los materialistas?. En tercer lugar, la convicción de que la humanidad, al menos actualmente, se mueve a grandes rasgos en un sentido progresivo, no tiene nada que ver con la antítesis de materialismo e idealismo. Los materialistas franceses abrigaban esta convicción hasta un grado casi fanático, no menos que los deístas [9] Voltaire y Rosseau, llegando por ella, no pocas veces, a los mayores sacrificios personales. Si alguien ha consagrado toda su vida a la «pasión por la verdad y la justicia» — tomando la frase en el buen sentido— ha sido, por ejemplo, Diderot. Por tanto, cuando Starcke
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clasifica todo esto como idealismo, con ello sólo demuestra que la palabra materialismo y toda la antítesis entre ambas posiciones perdió para él todo sentido. El hecho es que Starcke hace aquí una concesión imperdonable —aunque tal vez inconsciente— a ese tradicional prejuicio de filisteo, establecido por largos años de calumnias clericales, contra el nombre de materialismo. El filisteo entiende por materialismo el comer y el beber sin tasa, la codicia, el placer de la carne, la vida regalona, el ansia de dinero, la avaricia, el afán de lucro y las estafas bursátiles; en una palabra, todos esos vicios infames a los que él rinde un culto secreto; y por idealismo, la fe en la virtud, en el amor al prójimo y, en general, en un «mundo mejor», de la que baladronea ante los demás y en la que él mismo sólo cree, a lo sumo, mientras atraviesa por ese estado de desazón o de bancarrota que sigue a sus excesos «materialistas» habituales, acompañándose con su canción favorita: «¿Qué es el hombre? Mitad bestia, mitad ángel». Por lo demás, Starcke se impone grandes esfuerzos para defender a Feuerbach contra los ataques y los dogmas de los auxiliares de cátedra que hoy alborotan en Alemania con el nombre de filósofos. Indudablemente, para quienes se interesen por estos epígonos de la filosofía clásica alemana, la defensa era importante; al propio Starcke pudo parecerle necesaria. Pero nosotros haremos gracia de ella al lector. CAPITULO III Donde el verdadero idealismo de Feuerbach se pone de manifiesto, es en su filosofía de la religión y en su ética. Feuerbach no pretende, en modo alguno, acabar con la religión; lo que él quiere es perfeccionarla. La filosofía misma debe disolverse en la religión. «Los períodos de la humanidad sólo se distinguen unos de otros por los cambios religiosos. Un movimiento histórico únicamente adquiere profundidad cuando va dirigido al corazón del hombre. El corazón no es una forma de la religión, como si ésta se albergase también en él; es la esencia de la religión» (citado por Starcke, pág. 168). La religión es, para Feuerbach, la relación sentimental, la relación cordial de hombre a hombre, que hasta ahora buscaba su verdad en un reflejo fantástico de la realidad —por la mediación de uno o muchos dioses, reflejos fantásticos de las cualidades humanas— y ahora la encuentra, directamente, sin intermediario, en el amor entre el Yo y el Tú. Por donde, en Feuerbach, el amor sexual acaba siendo una de las formas supremas, si no la forma culminante, en que se practica su nueva religión. Ahora bien; las relaciones de sentimientos entre seres humanos, y muy en particular entre los dos sexos, han existido desde que existe el hombre. El amor sexual, especialmente, ha experimentado durante los últimos 800 años un desarrollo y ha conquistado una posición que durante todo este tiempo le convirtieron en el eje alrededor del cual tenía que girar obligatoriamente toda la poesía. Las religiones positivas existentes se han venido limitando a dar su altísima bendición a la reglamentación del amor sexual por el Estado, es decir, a la legislación matrimonial, y podrían desaparecer mañana mismo en bloque sin que la práctica del amor y de la amistad se alterase en lo más mínimo. En efecto, desde 1793 hasta 1798, Francia vivió de hecho sin religión cristiana, hasta el punto de que el propio Napoleón, para restaurarla, no dejó de tropezar con resistencias y dificultades; y, sin embargo, durante este intervalo nadie sintió la necesidad de buscarle un sustitutivo en el sentido feuerbachiano. El idealismo de Feuerbach estriba aquí en que para él las relaciones de unos seres humanos con otros, basadas en la mutua afección, como el amor sexual, la amistad, la compasión, el sacrificio, etc., no son pura y sencillamente lo que son de suyo, sin retrotraerlas en el recuerdo a una religión particular, que también para él forma parte del pasado, sino que adquieren su plena significación
cuando aparecen consagradas con el nombre de religión. Para él, lo primordial, no es que estas relaciones puramente humanas existan, sino que se las considere como la nueva, como la verdadera religión. Sólo cobran plena legitimidad cuando ostentan el sello religioso. La palabra religión viene de «religare» y significa, originariamente, unión. Por tanto, toda unión de dos seres humanos es una religión. Estos malabarismos etimológicos son el último recurso de la filosofía idealista. Se pretende que valga, no lo que las palabras significan con arreglo al desarrollo histórico de su empleo real, sino lo que deberían denotar por su origen. Y, de este modo, se glorifican como una «religión» el amor entre los dos sexos y las uniones sexuales, pura y exclusivamente para que no desaparezca del lenguaje la palabra religión, tan cara para el recuerdo idealista. Del mismo modo, exactamente, hablaban en la década del 40 los reformistas parisinos de la tendencia de Luís Blanc, que no pudiendo tampoco representarse un hombre sin religión más que como un monstruo, nos decían: «Donc, l'athéisme c'est votre religion!»[10] Cuando Feuerbach se empeña en encontrar la verdadera religión a base de una interpretación sustancialmente materialista de la naturaleza, es como si se empeñase en concebir la química moderna como la verdadera alquimia. Si la religión puede existir sin su Dios, la alquimia puede prescindir también de su piedra filosofal. Por lo demás, entre la religión y la alquimia media una relación muy estrecha. La piedra filosofal encierra muchas propiedades de las que se atribuyen a Dios, y los alquimistas egipcios y griegos de los dos primeros siglos de nuestra era tuvieron también arte y parte en la formación de la doctrina cristiana, como lo han demostrado los datos suministrados por Kopp y Berthelot. La afirmación de Feuerbach de que los «períodos de la humanidad sólo se distinguen unos de otros por los cambios religiosos» es absolutamente falsa. Los grandes virajes históricos sólo han ido acompañados de cambios religiosos en lo que se refiere a las tres religiones universales que han existido hasta hoy: el budismo, el cristianismo y el islamismo. Las antiguas religiones tribales y nacionales nacidas espontáneamente no tenían un carácter proselitista y perdían toda su fuerza de resistencia en cuanto desaparecía la independencia de las tribus y de los pueblos que las profesaban; respecto a los germanos, bastó incluso para ello el simple contacto con el imperio romano en decadencia y con la religión universal del cristianismo, que este imperio acababa de abrazar y que tan bien cuadraba a sus condiciones económicas, políticas y espirituales. Sólo es en estas religiones universales, creadas más o menos artificialmente, sobre todo en el cristianismo y en el islamismo, donde pueden verse los movimientos históricos con un sello religioso; e incluso dentro del campo del cristianismo este sello religioso, tratándose de revoluciones de un alcance verdaderamente universal, se circunscribía a las primeras fases de la lucha de emancipación de la burguesía, desde el siglo XIII hasta el siglo XVII, y no se explica, como quiere Feuerbach, por el corazón del hombre y su necesidad de religión, sino por toda la historia medieval anterior, que no conocía más formas ideológicas que la de la religión y la teología. Pero en el siglo XVIII, cuando la burguesía fue ya lo bastante fuerte para tener también una ideología propia, acomodada a su posición de clase, hizo su grande y definitiva revolución, la revolución francesa, bajo la bandera exclusiva de ideas jurídicas y políticas, sin preocuparse de la religión más que en la medida en que le estorbaba; pero no se le ocurrió poner una nueva religión en lugar de la antigua; sabido es cómo Roberspierre fracasó en este empeño [11]. La posibilidad de experimentar sentimientos puramente humanos en nuestras relaciones con otros hombres se halla ya hoy bastante mermada por la sociedad erigida sobre los antagonismos y la dominación de clase en la que nos vemos obligados a movernos; no hay ninguna razón para que nosotros mismos la mermemos todavía más, divinizando esos sentimientos hasta hacer de ellos una religión. Y la comprensión de las grandes luchas históricas de clase se halla ya suficientemente
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enturbiada por los historiadores al uso, sobre todo en Alemania, para que acabemos nosotros de hacerla completamente imposible transformando esta historia de luchas en un simple apéndice de la historia eclesiástica. Ya esto sólo demuestra cuánto nos hemos alejado hoy de Feuerbach. Sus «pasajes más hermosos», festejando esta nueva religión del amor, hoy son ya ilegibles. La única religión que Feuerbah investiga seriamente es el cristianismo, la religión universal del Occidente, basada en el monoteísmo. Feuerbach demuestra que el Dios de los cristianos no es más que el reflejo imaginativo, la imagen refleja del hombre. Pero este Dios es, a su vez, el producto de un largo proceso de abstracción, la quintaesencia concentrada de los muchos dioses tribales y nacionales que existían antes de él. Congruentemente, el hombre, cuya imagen refleja es aquel Dios, no es tampoco un hombre real, sino que es también la quintaesencia de muchos hombres reales, el hombre abstracto, y por tanto, una imagen mental también. Este Feuerbach que predica en cada página el imperio de los sentidos, la sumersión en lo concreto, en la realidad, se convierte, tan pronto como tiene que hablarnos de otras relaciones entre los hombres que no sean las simples relaciones sexuales, en un pensador completamente abstracto. Para él, estas relaciones sólo tienen un aspecto: el de la moral. Y aquí vuelve a sorprendernos la pobreza asombrosa de Feuerbach, comparado con Hegel. En éste, la ética o teoría de la moral es la filosofía del Derecho y abarca: 1) el Derecho abstracto; 2) la moralidad; 3) la Ética, moral práctica, que, a su vez, engloba la familia, la sociedad civil y el Estado. Aquí, todo lo que tiene de idealista la forma, lo tiene de realista el contenido. Juntamente a la moral se engloba todo el campo del Derecho, de la Economía, de la Política. En Feuerbach, es al revés. Por la forma, Feuerbach es realista, arranca del hombre; pero, como no nos dice ni una palabra acerca del mundo en que vive, este hombre sigue siendo el mismo hombre abstracto que llevaba la batuta en la filosofía de la religión. Este hombre no ha nacido de vientre de mujer, sino que ha salido, como la mariposa de la crisálida, del Dios de las religiones monoteístas, y por tanto no vive en un mundo real, históricamente creado e históricamente determinado; entra en contacto con otros hombres, es cierto, pero éstos son tan abstractos como él. En la filosofía de la religión, existían todavía hombres y mujeres; en la ética, desaparece hasta esta última diferencia. Es cierto que en Feuerbach nos encontramos, muy de tarde en tarde, con afirmaciones como éstas:«En un palacio se piensa de otro modo que en una cabaña»; «el que no tiene nada en el cuerpo, porque se muere de hambre y de miseria, no puede tener tampoco nada para la moral en la cabeza, en el espíritu, ni en el corazón»; «la política debe ser nuestra religión», etc. Pero con estas afirmaciones no sabe llegar a ninguna conclusión; son, en él, simples frases, y hasta el propio Starcke se ve obligado a confesar que la política era, para Feuerbach, una frontera infranqueable y«la teoría de la sociedad, la Sociología, terra incógnita». La misma vulgaridad denota, si se le compara con Hegel en el modo como trata la contradicción entre el bien y el mal. «Cuando se dice —escribe Hegel— que el hombre es bueno por naturaleza, se cree decir algo muy grande; pero se olvida que se dice algo mucho más grande cuando se afirma que el hombre es malo por naturaleza». En Hegel, la maldad es la forma en que toma cuerpo la fuerza propulsora del desarrollo histórico. Y en este criterio se encierra un doble sentido, puesto que, de una parte, todo nuevo progreso representa necesariamente un ultraje contra algo santificado, una rebelión contra las viejas condiciones, agonizantes, pero consagradas por la costumbre; y, por otra parte, desde la aparición de los antagonismos de clase, son precisamente las malas pasiones de los hombres, la codicia y la ambición de mando, las que sirven de palanca del progreso histórico, de lo que, por ejemplo, es una sola prueba continuada la historia del feudalismo y de la burguesía. Pero a Feuerbach no se le pasa por las mientes investigar el papel histórico de la maldad moral. La historia es para él un campo
desagradable y descorazonador. Hasta su fórmula: «El hombre que brotó originariamente de la naturaleza era, puramente, un ser natural, y no un hombre. El hombre es un producto del hombre, de la cultura, de la historia»; hasta esta fórmula es, en sus manos, completamente estéril. Con estas premisas, lo que Feuerbach pueda decirnos acerca de la moral tiene que ser, por fuerza, extremadamente pobre. El anhelo de dicha es innato al hombre y debe constituir, por tanto, la base de toda moral. Pero este anhelo de dicha sufre dos enmiendas. La primera es la que le imponen las consecuencias naturales de nuestros actos: detrás de la embriaguez, viene la desazón, y detrás de los excesos habituales, la enfermedad. La segunda se deriva de sus consecuencias sociales: si no respetamos el mismo anhelo de dicha de los demás estos se defenderán y perturbarán, a su vez, el nuestro. De donde se sigue que, para dar satisfacción a este anhelo, debemos estas en condiciones de calcular bien las consecuencias de nuestros actos y, además, reconocer la igualdad de derecho de los otros a satisfacer el mismo anhelo. La limitación racional de la propia persona en cuanto a uno mismo, y amor —¡siempre el amor!— en nuestras relaciones para con los otros, son, por tanto, las reglas fundamentales de la moral feuerbachiana, de las que se derivan todas las demás. Para cubrir la pobreza y la vulgaridad de estas tesis, no bastan ni las ingeniosísimas consideraciones de Feuerbach, ni los calurosos elogios de Starcke. El anhelo de dicha muy rara vez lo satisface el hombre —y nunca en provecho propio ni de otros— ocupándose de sí mismo. Tiene que ponerse en relación con el mundo exterior, encontrar medios para satisfacer aquel anhelo: alimento, un individuo del otro sexo, libros, conversación, debates, una actividad, objetos que consumir y que elaborar. O la moral feuerbachiana da por supuesto que todo hombre dispone de estos medios y objetos de satisfacción, o bien le da consejos excelentes, pero inaplicables, y no vale, por tanto, ni una perra chica para quienes carezcan de aquellos recursos. El propio Feuerbach lo declara lisa y llanamente: «En un palacio se piensa de otro modo que en una cabaña; el que no tiene nada en el cuerpo, porque se muere de hambre y de miseria, no puede tener tampoco nada para la moral en la cabeza, en el espíritu ni en el corazón». ¿Acaso acontece algo mejor con la igualdad de derechos de los demás en cuanto a su anhelo de dicha? Feuerbach presenta este postulado con carácter absoluto, como valedero para todos los tiempos y todas las circunstancias, Pero, ¿desde cuándo rige? ¿Es que en la antigüedad se hablaba siquiera de reconocer la igualdad de derechos en cuanto al anhelo de dicha entre el amo y el esclavo, o en la Edad Media entre el barón y el siervo de la gleba? ¿No se sacrificaba a la clase dominante, sin miramiento alguno y «por imperio de la ley», el anhelo de dicha de la clase oprimida? —Sí, pero aquello era inmoral; hoy, en cambio, la igualdad de derechos está reconocida y sancionada—. Lo está sobre el papel, desde y a causa de que la burguesía, en su lucha contra el feudalismo y por desarrollar la producción capitalista, se vio obligada a abolir todos los privilegios de casta, es decir, los privilegios personales, proclamando primero la igualdad de los derechos privados y luego, poco a poco, la de los derechos públicos, la igualdad jurídica de todos los hombres. Pero el anhelo de dicha no se alimenta más que una parte mínima de derechos ideales; lo que más reclama son medios materiales, y en este terreno la producción capitalista se cuida de que la inmensa mayoría de los hombres equiparados en derechos sólo obtengan la dosis estrictamente necesaria para malvivir; es decir, apenas si respeta el principio de la igualdad de derechos en cuanto al anhelo de dicha de la mayoría —si es que lo hace— mejor que el régimen de la esclavitud o el de la servidumbre de la gleba. ¿Acaso es más consoladora la realidad, en lo que se refiere a los medios espirituales de dicha, a los medios de educación? ¿No es un personaje mítico hasta el célebre «maestro de escuela de Sadowa»? [12]?.
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Más aún. Según la teoría feuerbachiana de la moral, la Bolsa es el templo supremo de la moralidad... siempre que se especule con acierto. Si mi anhelo de dicha me lleva a la Bolsa y, una vez allí, sé medir tan certeramente las consecuencias de mis actos, que éstos sólo me acarrean ventajas y ningún perjuicio, es decir, que salgo siempre ganancioso, habré cumplido el precepto feuerbachiano. Y con ello, no lesiono tampoco el anhelo de dicha del otro, tan legítimo como el mío, pues el otro se ha dirigido a la Bolsa tan voluntariamente como yo, y, al cerrar conmigo el negocio de especulación, obedecía a su anhelo de dicha, ni más ni menos que yo al mío. Y si pierde su dinero, ello demuestra que su acción era inmoral por haber calculado mal sus consecuencias, y, al castigarle como se merece, puedo incluso darme un puñetazo en el pecho, orgullosamente, como un moderno Radamanto [13]. En la Bolsa impera también el amor, en cuanto que éste es algo más que una frase puramente sentimental, pues aquí cada cual encuentra en el otro la satisfacción de su anhelo de dicha, que es precisamente lo que el amor persigue y en lo que se traduce prácticamente. Por tanto, si juego en la Bolsa, calculando bien las consecuencias de mis operaciones, es decir, con fortuna, obro ajustándome a los postulados más severos de la moral feuerbachiana, y encima me hago rico. Dicho en otros términos, la moral de Feuerbach está cortada a la medida de la actual sociedad capitalista, aunque su autor no lo quisiese ni lo sospechase. ¡Pero el amor! Sí, el amor es, en Feuerbach, el hada maravillosa que ayuda a vencer siempre y en todas partes las dificultades de la vida práctica; y esto, en una sociedad dividida en clases, con intereses diametralmente opuestos. Con esto, desaparece de su filosofía hasta el último residuo de su carácter revolucionario, y volvemos a la vieja canción: amaos los unos a los otros, abrazaos sin distinción de sexos ni de posición social. ¡Es el sueño de la reconciliación universal! Resumiendo. A la teoría moral de Feuerbach le pasa lo que a todas sus predecesoras. Está calculada para todos los tiempos, todos los pueblos y todas las circunstancias; razón por la cual no es aplicable nunca ni en parte alguna, resultando tan impotente frente a la realidad como el imperativo categórico de Kant. La verdad es que cada clase y hasta cada profesión tiene su moral propia, que viola siempre que puede hacerlo impunemente, y el amor, que tiene por misión hermanarlo todo, se manifiesta en forma de guerras, de litigios, de procesos, escándalos domésticos, divorcios y en la explotación máxima de los unos por los otros. Pero, ¿cómo fue posible que el impulso gigantesco dado por Feuerbach resultase tan infecundo en él mismo? Sencillamente, porque Feuerbach no logra encontrar la salida del reino de las abstracciones, odiado mortalmente por él, hacia la realidad viva. Se aferra desesperadamente a la naturaleza y al hombre; pero en sus labios, la naturaleza y el hombre siguen siendo meras palabras. Ni acerca de la naturaleza real, ni acerca del hombre real, sabe decirnos nada concreto. Para pasar del hombre abstracto de Feuerbach a los hombres reales y vivientes, no hay más que un camino: verlos actuar en la historia. Pero Feuerbach se resistía contra esto; por eso el año 1848, que no logró comprender, no representó para él más que la ruptura definitiva con el mundo real, el retiro a la soledad. Y la culpa de esto vuelven a tenerla, principalmente, las condiciones de Alemania que le dejaron decaer miserablemente. Pero el paso que Feuerbach no dio, había que darlo; había que sustituir el culto del hombre abstracto, médula de la nueva religión feuerbachiana, por la ciencia del hombre real y de su desenvolvimiento histórico. Este desarrollo de las posiciones feuerbachianas, superando a Feuerbach, fue iniciado por Marx en 1845, con "La Sagrada Familia". CAPITULO IV
Strauss, Baur, Stirner, Feuerbach, eran todos, en la medida que se mantenían dentro del terreno filosófico, retoños de la filosofía hegeliana. Después de su "Vida de Jesús" y de su "Dogmática", Strauss sólo cultiva ya una especie de amena literatura filosófica e histórico-eclesiástica, a lo Renán; Bauer sólo aportó algo en el campo de la historia de los orígenes del cristianismo, pero en este terreno sus investigaciones tienen importancia; Stirner siguió siendo una curiosidad, aun después que Bakunin lo amalgamó con Proudhon y bautizó este acoplamiento con el nombre de «anarquismo». Feuerbach era el único que tenía importancia como filósofo. Pero la filosofía, esa supuesta ciencia de las ciencias que parece flotar sobre todas las demás ciencias específicas y las resume y sintetiza, no sólo siguió siendo para él un límite infranqueable, algo sagrado e intangible, sino que, además, como filósofo, Feuerbach se quedó a mitad de camino, por abajo era materialista y por arriba idealista; no liquidó críticamente con Hegel, sino que se limitó a echarlo a un lado como inservible, mientras que, frente a la riqueza enciclopédica del sistema hegeliano, no supo aportar nada positivo, más que una ampulosa religión del amor y una moral pobre e impotente. Pero de la descomposición de la escuela hegeliana brotó además otra corriente, la única que ha dado verdaderos frutos, y esta corriente va asociada primordialmente al nombre de Marx [14]. También esta corriente se separó de filosofía hegeliana replegándose sobre las posiciones materialistas. Es decir, decidiéndose a concebir el mundo real —la naturaleza y la historia— tal como se presenta a cualquiera que lo mire sin quimeras idealistas preconcebidas; decidiéndose a sacrificar implacablemente todas las quimeras idealistas que no concordasen con los hechos, enfocados en su propia concatenación y no en una concatenación imaginaria. Y esto, y sólo esto, es lo que se llama materialismo. Sólo que aquí se tomaba realmente en serio, por vez primera, la concepción materialista del mundo y se la aplicaba consecuentemente —a lo menos, en sus rasgos fundamentales— a todos los campos posibles del saber. Esta corriente no se contentaba con dar de lado a Hegel; por el contrario, se agarraba a su lado revolucionario, al método dialéctico, tal como lo dejamos descrito más arriba. Pero, bajo su forma hegeliana este método era inservible. En Hegel, la dialéctica es el autodesarrollo del concepto. El concepto absoluto no sólo existe desde toda una eternidad —sin que sepamos dónde—, sino que es, además, la verdadera alma viva de todo el mundo existente. El concepto absoluto se desarrolla hasta llegar a ser lo que es, a través de todas las etapas preliminares que se estudian por extenso en la "Lógica" y que se contienen todas en dicho concepto; luego, se «enajena» al convertirse en la naturaleza, donde, sin la conciencia de sí, disfrazado de necesidad natural, atraviesa por un nuevo desarrollo, hasta que, por último, recobra en el hombre la conciencia de sí mismo; en la historia, esta conciencia vuelve a elaborarse a partir de su estado tosco y primitivo, hasta que por fin el concepto absoluto recobra de nuevo su completa personalidad en la filosofía hegeliana. Como vemos en Hegel, el desarrollo dialéctico que se revela en la naturaleza y en la historia, es decir, la concatenación causal del progreso que va de lo inferior a lo superior, y que se impone a través de todos los zigzags y retrocesos momentáneos, no es más que un cliché del automovimiento del concepto; automovimiento que existe y se desarrolla desde toda una eternidad, no se sabe dónde, pero desde luego con independencia de todo cerebro humano pensante. Esta inversión ideológica era la que había que eliminar. Nosotros retornamos a las posiciones materialistas y volvimos a ver en los conceptos de nuestro cerebro las imágenes de los objetos reales, en vez de considerar a éstos como imágenes de tal o cual fase del concepto absoluto. Con esto, la dialéctica quedaba reducida a la ciencia de las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo exterior como el del pensamiento humano: dos series de leyes idénticas en cuanto a la esencia, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano puede aplicarlas
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conscientemente, mientras que en la naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades. Pero, con esto, la propia dialéctica del concepto se convertía simplemente en el reflejo consciente del movimiento dialéctico del mundo real, lo que equivalía a poner la dialéctica hegeliana cabeza abajo; o mejor dicho, a invertir la dialéctica, que estaba cabeza abajo, poniéndola de pie. Y, cosa notable, esta dialéctica materialista, que era desde hacía varios años nuestro mejor instrumento de trabajo y nuestra arma más afilada, no fue descubierta solamente por nosotros, sino también, independientemente de nosotros y hasta independientemente del propio Hegel, por un obrero alemán: Joseph Dietzgen [15]. Con esto volvía a ponerse en pie el lado revolucionario de la filosofía hegeliana y se limpiaba al mismo tiempo de la costra idealista que en Hegel impedía su consecuente aplicación. La gran idea cardinal de que el mundo no puede concebirse como un conjunto de objetos terminados, sino como un conjunto de procesos, en el que las cosas que parecen estables, al igual que sus reflejos mentales en nuestras cabezas, los conceptos, pasan por una serie ininterrumpida de cambios, por un proceso de génesis y caducidad, a través de los cuales, pese a todo su aparente carácter fortuito y a todos los retrocesos momentáneos, se acaba imponiendo siempre una trayectoria progresiva; esta gran idea cardinal se halla ya tan arraigada, sobre todo desde Hegel, en la conciencia habitual, que expuesta así, en términos generales, apenas encuentra oposición. Pero una cosa es reconocerla de palabra y otra cosa es aplicarla a la realidad concreta, en todos los campos sometidos a investigación. Si en nuestras investigaciones nos colocamos siempre en este punto de vista, daremos al traste de una vez para siempre con el postulado de soluciones definitivas y verdades eternas; tendremos en todo momento la conciencia de que todos los resultados que obtengamos serán forzosamente limitados y se hallarán condicionados por las circunstancias en las cuales los obtenemos; pero ya no nos infundirán respeto esas antítesis irreductibles para la vieja metafísica todavía en boga: de lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo idéntico y lo distinto, lo necesario y lo fortuito; sabemos que estas antítesis sólo tienen un valor relativo, que lo que hoy reputamos como verdadero encierra también un lado falso, ahora oculto, pero que saldrá a la luz más tarde, del mismo modo que lo que ahora reconocemos como falso guarda su lado verdadero, gracias al cual fue acatado como verdadero anteriormente; que lo que se afirma necesario se compone de toda una serie de meras casualidades y que lo que se cree fortuito no es más que la forma detrás de la cual se esconde la necesidad, y así sucesivamente. El viejo método de investigación y de pensamiento que Hegel llama «metafísico» método que se ocupaba preferentemente de la investigación de los objetos como algo hecho y fijo, y cuyos residuos embrollan todavía con bastante fuerza las cabezas, tenía en su tiempo una gran razón histórica de ser. Había que investigar las cosas antes de poder investigar los procesos. Había que saber lo que era tal o cual objeto, antes de pulsar los cambios que en él se operaban. Y así acontecía en las Ciencias Naturales. La vieja metafísica que enfocaba los objetos como cosas fijas e inmutables, nació de una ciencia de la naturaleza que investigaba las cosas muertas y las vivas como objetos fijos e inmutables. Cuando estas investigaciones estaban ya tan avanzadas que era posible realizar el progreso decisivo consistente en pasar a la investigación sistemática de los cambios experimentados por aquellos objetos en la naturaleza misma, sonó también en el campo filosófico la hora final de la vieja metafísica. En efecto, si hasta fines del siglo pasado las Ciencias Naturales fueron predominantemente ciencias colectoras, ciencias de objetos hechos, en nuestro siglo son ya ciencias esencialmente
ordenadoras, ciencias que estudian los procesos, el origen y el desarrollo de estos objetos y la concatenación que hace de estos procesos naturales un gran todo. La fisiología, que investiga los fenómenos del organismo vegetal y animal, la embriología, que estudia el desarrollo de un organismo desde su germen hasta su formación completa, la geología, que sigue la formación gradual de la corteza terrestre, son, todas ellas, hijas de nuestro siglo. Pero, hay sobre todo tres grandes descubrimientos, que han dado un impulso gigantesco a nuestros conocimientos acerca de la concatenación de los procesos naturales: el primero es el descubrimiento de la célula, como unidad de cuya multiplicación y diferenciación se desarrolla todo el cuerpo del vegetal y del animal, de tal modo que no sólo se ha podido establecer que el desarrollo y el crecimiento de todos los organismos superiores son fenómenos sujetos a una sola ley general, sino que, además, la capacidad de variación de la célula, nos señala el camino por el que los organismos pueden cambiar de especie, y por tanto, recorrer una trayectoria superior a la individual. El segundo es la transformación de la energía, gracias al cual todas las llamadas fuerzas que actúan en primer lugar en la naturaleza inorgánica —la fuerza mecánica y su complemento, la llamada energía potencial, el calor, las radiaciones (la luz y el calor radiado), la electricidad, el magnetismo, la energía química— se han acreditado como otras tantas formas de manifestarse el movimiento universal, formas que, en determinadas proporciones de cantidad, se truecan las unas en las otras, por donde la cantidad de una fuerza que desaparece es sustituida por una determinada cantidad de otra que aparece, y todo el movimiento de la naturaleza se reduce a este proceso incesante de transformación de unas formas en otras. Finalmente, el tercero es la prueba, desarrollada primeramente por Darwin de un modo completo, de que los productos orgánicos de la naturaleza que hoy existen en torno nuestro, incluyendo los hombres, son el resultado de un largo proceso de evolución, que arranca de unos cuantos gérmenes primitivamente unicelulares, los cuales, a su vez, proceden del protoplasma o albúmina formada por vía química. Gracias a estos tres grandes descubrimientos, y a los demás progresos formidables de las Ciencias Naturales, estamos hoy en condiciones de poder demostrar no sólo la trabazón entre los fenómenos de la naturaleza dentro de un campo determinado, sino también, a grandes rasgos, la existente entre los distintos campos, presentando así un cuadro de conjunto de la concatenación de la naturaleza bajo una forma bastante sistemática, por medio de los hechos suministrados por las mismas Ciencias Naturales empíricas. El darnos esta visión de conjunto era la misión que corría antes a cargo de la llamada filosofía de la naturaleza. Para poder hacerlo, ésta no tenía más remedio que suplantar las concatenaciones reales, que aún no se habían descubierto, por otras ideales, imaginarias, sustituyendo los hechos ignorados por figuraciones, llenando las verdaderas lagunas por medio de la imaginación. Con este método llegó a ciertas ideas geniales y presintió algunos de los descubrimientos posteriores. Pero también cometió, como no podía por menos, absurdos de mucha monta. Hoy, cuando los resultados de las investigaciones naturales sólo necesitan enfocarse dialécticamente, es decir, en su propia concatenación, para llegar a un «sistema de la naturaleza» suficiente para nuestro tiempo, cuando el carácter dialéctico de esta concatenación se impone, incluso contra su voluntad, a las cabezas metafísicamente educadas de los naturalistas; hoy, la filosofía de la naturaleza ha quedado definitivamente liquidada. Cualquier intento de resucitarla no sería solamente superfluo: significaría un retroceso. Y lo que decimos de la naturaleza, concebida aquí también como un proceso de desarrollo histórico, es aplicable igualmente a la historia de la sociedad en todas sus ramas y, en general, a todas las
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ciencias que se ocupan de cosas humanas (y divinas). También la filosofía de la historia, del derecho, de la religión, etc., consistía en sustituir la trabazón real acusada en los hechos mismos por otra inventada por la cabeza del filósofo, y la historia era concebida, en conjunto y en sus diversas partes, como la realización gradual de ciertas ideas, que eran siempre, naturalmente, las ideas favoritas del propio filósofo. Según esto, la historia laboraba inconscientemente, pero bajo el imperio de la necesidad, hacia una meta ideal fijada de antemano, como, por ejemplo, en Hegel, hacia la realización de su idea absoluta, y la tendencia ineluctable hacia esta idea absoluta formaba la trabazón interna de los acontecimientos históricos. Es decir, que la trabazón real de los hechos, todavía ignorada, se suplantaba por una nueva providencia misteriosa, inconsciente o que llega poco a poco a la conciencia. Aquí, al igual que en el campo de la naturaleza, había que acabar con estas concatenaciones inventadas y artificiales, descubriendo las reales y verdaderas; misión ésta que, en última instancia, suponía descubrir las leyes generales del movimiento que se imponen como dominantes en la historia de la sociedad humana. Ahora bien, la historia del desarrollo de la sociedad difiere sustancialmente, en un punto, de la historia del desarrollo de la naturaleza. En ésta —si prescindimos de la reacción ejercida a su vez por los hombres sobre la naturaleza—, los factores que actúan los unos sobre los otros y en cuyo juego mutuo se impone la ley general, son todos agentes inconscientes y ciegos. De cuanto acontece en la naturaleza —lo mismo los innumerables fenómenos aparentemente fortuitos que afloran a la superficie, que los resultados finales por los cuales se comprueba que esas aparentes casualidades se rigen por su lógica interna—, nada acontece por obra de la voluntad, con arreglo a un fin consciente. En cambio, en la historia de la sociedad, los agentes son todos hombres dotados de conciencia, que actúan movidos por la reflexión o la pasión, persiguiendo determinados fines; aquí, nada acaece sin una intención consciente, sin un fin deseado. Pero esta distinción, por muy importante que ella sea para la investigación histórica, sobre todo la de épocas y acontecimientos aislados, no altera para nada el hecho de que el curso de la historia se rige por leyes generales de carácter interno. También aquí reina, en la superficie y en conjunto, pese a los fines conscientemente deseados de los individuos, un aparente azar; rara vez acaece lo que se desea, y en la mayoría de los casos los muchos fines perseguidos se entrecruzan unos con otros y se contradicen, cuando no son de suyo irrealizables o insuficientes los medios de que se dispone para llevarlos a cabo. Las colisiones entre las innumerables voluntades y actos individuales crean en el campo de la historia un estado de cosas muy análogo al que impera en la naturaleza inconsciente. Los fines que se persiguen con los actos son obra de la voluntad, pero los resultados que en la realidad se derivan de ellos no lo son, y aun cuando parezcan ajustarse de momento al fin perseguido, a la postre encierran consecuencias muy distintas a las apetecidas. Por eso, en conjunto, los acontecimientos históricos también parecen estar presididos por el azar. Pero allí donde en la superficie de las cosas parece reinar la casualidad, ésta se halla siempre gobernada por leyes internas ocultas, y de lo que se trata es de descubrir estas leyes. Los hombres hacen su historia, cualesquiera que sean los rumbos de ésta, al perseguir cada cual sus fines propios con la conciencia y la voluntad de lo que hacen; y la resultante de estas numerosas voluntades, proyectadas en diversas direcciones, y de su múltiple influencia sobre el mundo exterior, es precisamente la historia. Importa, pues, también lo que quieran los muchos individuos. La voluntad está movida por la pasión o por la reflexión. Pero los resortes que, a su vez, mueven directamente a éstas, son muy diversos. Unas veces, son objetos exteriores; otras veces, motivos ideales: ambición, «pasión por la verdad y la justicia», odio personal, y también manías individuales de todo género. Pero, por una parte, ya veíamos que las muchas voluntades individuales
que actúan en la historia producen casi siempre resultados muy distintos de los perseguidos —a veces, incluso contrarios—, y, por tanto, sus móviles tienen una importancia puramente secundaria en cuanto al resultado total. Por otra parte, hay que preguntarse qué fuerzas propulsoras actúan, a su vez, detrás de esos móviles, qué causas históricas son las que en las cabezas de los hombres se transforman en estos móviles. Esta pregunta no se la había hecho jamás el antiguo materialismo. Por esto su interpretación de la historia, cuando la tiene, es esencialmente pragmática; lo enjuicia todo con arreglo a los móviles de los actos; clasifica a los hombres que actúan en la historia en buenos y en malos, y luego comprueba, que, por regla general, los buenos son los engañados, y los malos los vencedores. De donde se sigue, para el viejo materialismo, que el estudio de la historia no arroja enseñanzas muy edificantes, y, para nosotros, que en el campo histórico este viejo materialismo se hace traición a sí mismo, puesto que acepta como últimas causas los móviles ideales que allí actúan, en vez de indagar detrás de ellos, cuáles son los móviles de esos móviles. La inconsecuencia no estriba precisamente en admitir móviles ideales, sino en no remontarse, partiendo de ellos, hasta sus causas determinantes. En cambio, la filosofía de la historia, principalmente la representada por Hegel, reconoce que los móviles ostensibles y aun los móviles reales y efectivos de los hombres que actúan en la historia no son, ni mucho menos, las últimas causas de los acontecimientos históricos, sino que detrás de ellos están otras fuerzas determinantes, que hay que investigar lo que ocurre es que no va a buscar estas fuerzas a la misma historia, sino que las importa de fuera, de la ideología filosófica. En vez de explicar la historia de antigua Grecia por su propia concatenación interna, Hegel afirma, por ejemplo, sencillamente, que esta historia no es más que la elaboración de las «formas de la bella individualidad», la realización de la «obra de arte» como tal. Con este motivo, dice muchas cosas hermosas y profundas acerca de los antiguos griegos, pero esto no es obstáculo para que hoy no nos demos por satisfechos con semejante explicación, que no es más que una frase. Por tanto, si se quiere investigar las fuerzas motrices que —consciente o inconscientemente, y con harta frecuencia inconscientemente— están detrás de estos móviles por los que actúan los hombres en la historia y que constituyen los verdaderos resortes supremos de la historia, no habría que fijarse tanto en los móviles de hombres aislados, por muy relevantes que ellos sean, como en aquellos que mueven a grandes masas, a pueblos en bloque, y, dentro de cada pueblo, a clases enteras; y no momentáneamente, en explosiones rápidas, como fugaces hogueras, sino en acciones continuadas que se traducen en grandes cambios históricos. Indagar las causas determinantes de sus jefes —los llamados grandes hombres— como móviles conscientes, de un modo claro o confuso, en forma directa o bajo un ropaje ideológico e incluso divinizado: he aquí el único camino que puede llevarnos a descubrir las leyes por las que se rige la historia en conjunto, al igual que la de los distintos períodos y países. Todo lo que mueve a los hombres tiene que pasar necesariamente por sus cabezas; pero la forma que adopte dentro de ellas depende en mucho de las circunstancias. Los obreros no se han reconciliado, ni mucho menos, con el maquinismo capitalista, aunque ya no hagan pedazos las máquinas, como todavía en 1848 hicieran en el Rin. Pero mientras que en todos los períodos anteriores la investigación de estas causas propulsoras de la historia era punto menos que imposible —por lo compleja y velada que era la trabazón de aquellas causas con sus efectos—, en la actualidad, esta trabazón está ya lo suficientemente simplificada para que el enigma pueda descifrarse. Desde la implantación de la gran industria, es decir, por lo menos, desde la paz europea de 1815, ya para nadie en Inglaterra era un secreto que allí la lucha política giraba toda en torno a las pretensiones de dominación de dos clases: la aristocracia terrateniente (landed aristocracy) y la burguesía (middle class). En Francia, se hizo
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patente este mismo hecho con el retorno de los Borbones; los historiadores del período de la Restauración [16], desde Thierry hasta Guizot, Mignet y Thiers, lo proclaman constantemente como el hecho, que da la clave para entender la historia de Francia desde la Edad Media. Y desde 1830, en ambos países se reconoce como tercer beligerante, en la lucha por el Poder, a la clase obrera, al proletariado. Las condiciones se habían simplificado hasta tal punto, que había que cerrar intencionadamente los ojos para no ver en la lucha de estas tres grandes clases y en el choque de sus intereses la fuerza propulsora de la historia moderna, por lo menos en los dos países más avanzados. Pero, ¿cómo habían nacido estas clases? Si, a primera vista, todavía era posible asignar a la gran propiedad del suelo, en otro tiempo feudal, un origen basado —a primera vista al menos— en causas políticas, en una usurpación violenta, para la burguesía y el proletariado ya no servía esta explicación. Era claro y palpable que los orígenes y el desarrollo de estas dos grandes clases residían en causas puramente económicas. Y no menos evidente era que en las luchas entre los grandes terratenientes y la burguesía, lo mismo que en la lucha de la burguesía con el proletariado, se ventilaban, en primer término, intereses económicos, debiendo el Poder político servir de mero instrumento para su realización. Tanto la burguesía como el proletariado debían su nacimiento al cambio introducido en las condiciones económicas, o más concretamente, en el modo de producción. El tránsito del artesanado gremial a la manufactura, primero, y luego de ésta a la gran industria, basada en la aplicación del vapor y de las máquinas, fue lo que hizo que se desarrollasen estas dos clases. Al llegar a una determinada fase de desarrollo, las nuevas fuerzas productivas puestas en marcha por la burguesía —principalmente, la división del trabajo y la reunión de muchos obreros parciales en una manufactura total— y las condiciones y necesidades de intercambio desarrolladas por ellas hiciéronse incompatibles con el régimen de producción existente, heredado de la historia y consagrado por la ley, es decir, con los privilegios gremiales y con los innumerables privilegios de otro género, personales y locales (que eran otras tantas trabas para los estamentos no privilegiados), propios de la sociedad feudal. Las fuerzas productivas representadas por la burguesía se rebelaron contra el régimen de producción representado por los terratenientes feudales y los maestros de los gremios; el resultado es conocido: las trabas feudales fueron rotas, en Inglaterra poco a poco, en Francia de golpe; en Alemania todavía no se han acabado de romper. Pero, del mismo modo que la manufactura, al llegar a una determinada fase de desarrollo, chocó con el régimen feudal de producción, hoy la gran industria choca ya con el régimen burgués de producción, que ha venido a sustituir a aquél. Encadenada por ese orden imperante, cohibida por los estrechos cauces del modo capitalista de producción, hoy la gran industria crea, de una parte, una proletarización cada vez mayor de las grandes masas del pueblo, y de otra parte, una masa creciente de productos que no encuentran salida. Superproducción y miseria de las masas —dos fenómenos, cada uno de los cuales es, a su vez, causa del otro— he aquí la absurda contradicción en que desemboca la gran industria y que reclama imperiosamente la liberación de las fuerzas productivas, mediante un cambio del modo de producción. En la historia moderna, al menos, queda demostrado, por lo tanto, que todas las luchas políticas son luchas de clases y que todas las luchas de emancipación de clases, pese a su inevitable forma política, pues toda lucha de clases es una lucha política, giran, en último término, en torno a la emancipación económica. Por consiguiente, aquí por lo menos, el Estado, el régimen político, es el elemento subalterno, y la sociedad civil, el reino de las relaciones económicas, lo principal. La idea
tradicional, a la que también Hegel rindió culto, veía en el Estado el elemento determinante, y en la sociedad civil el elemento condicionado por aquél. Y las apariencias hacen creerlo así. Del mismo modo que todos los impulsos que rigen la conducta del hombre individual tienen que pasar por su cabeza, convertirse en móviles de su voluntad, para hacerle obrar, todas las necesidades de la sociedad civil —cualquiera que sea la clase que la gobierne en aquel momento— tienen que pasar por la voluntad del Estado, para cobrar vigencia general en forma de leyes. Pero éste es el aspecto formal del problema, que de suyo se comprende; lo que interesa conocer es el contenido de esta voluntad puramente formal —sea la del individuo o la del Estado— y saber de dónde proviene este contenido y por qué es eso precisamente lo que se quiere, y no otra cosa. Si nos detenemos a indagar esto, veremos que en la historia moderna la voluntad del Estado obedece, en general, a las necesidades variables de la sociedad civil, a la supremacía de tal o cual clase, y, en última instancia, al desarrollo de las fuerzas productivas y de las condiciones de intercambio. Y si aún en una época como la moderna, con sus gigantescos medios de producción y de comunicaciones, el Estado no es un campo independiente, con un desarrollo propio, sino que su existencia y su desarrollo se explican, en última instancia, por las condiciones económicas de vida de la sociedad, con tanta mayor razón tenía que ocurrir esto en todas las épocas anteriores, en que la producción de la vida material de los hombres no se llevaba a cabo con recursos tan abundantes y en que, por tanto, la necesidad de esta producción debía ejercer un imperio mucho más considerable todavía entre los hombres. Si aún hoy, en los tiempos de la gran industria y de los ferrocarriles, el Estado no es, en general, más que el reflejo en forma sintética de las necesidades económicas de la clase que gobierna la producción, mucho más tuvo que serlo en aquella época, en que una generación de hombre tenía que invertir una parte mucho mayor de su vida en la satisfacción de sus necesidades materiales, y, por consiguiente, dependía de éstas mucho más de lo que hoy nosotros. Las investigaciones históricas de épocas anteriores, cuando se detienen seriamente en este aspecto, confirman más que sobradamente esta conclusión; aquí, no podemos pararnos, naturalmente, a tratar de esto. Si el Estado y el Derecho público se hallan gobernados por las relaciones económicas, también lo estará, como es lógico, el Derecho privado, ya que éste se limita, en sustancia, a sancionar las relaciones económicas existentes entre los individuos y que bajo las circunstancias dadas, son las normales. La forma que esto reviste puede variar considerablemente. Puede ocurrir, como ocurre en Inglaterra, a tono con todo el desarrollo nacional de aquel país, que se conserven en gran parte las formas del antiguo Derecho feudal, infundiéndoles un contenido burgués, y hasta asignando directamente un significado burgués al nombre feudal. Pero puede tomarse también como base, como se hizo en continente europeo, el primer Derecho universal de una sociedad productora de mercancías, el Derecho romano, con su formulación insuperablemente precisa de todas las relaciones jurídicas esenciales que pueden existir entre los simples poseedores de mercancías (comprador y vendedor, acreedor y deudor, contratos, obligaciones, etc.). Para honra y provecho de una sociedad que es todavía pequeño-burguesa y semi-feudal, puede reducirse este Derecho, sencillamente por la práctica judicial, a su propio nivel (Derecho general alemán), o bien, con ayuda de unos juristas supuestamente ilustrados y moralizantes, su puede recopilar en un Código propio, ajustado al nivel de esa sociedad; Código que, en estas condiciones, no tendrá más remedio que ser también malo desde el punto de vista jurídico (Código nacional prusiano); y cabe también que, después de una gran revolución burguesa, se elabore y promulgue, a base de ese mismo Derecho romano, un Código de la sociedad burguesa tan clásico como el "Código civil" [17] francés. Por tanto,
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aunque el Derecho civil se limita a expresar en forma jurídica las condiciones económicas de vida de la sociedad, puede hacerlo bien o mal, según los casos. En el Estado toma cuerpo ante nosotros el primer poder ideológico sobre los hombres. La sociedad se crea un órgano para la defensa de sus intereses comunes frente a los ataques de dentro y de fuera. Este órgano es el Poder del Estado. Pero, apenas creado, este órgano se independiza de la sociedad, tanto más cuanto más se va convirtiendo en órgano de una determinada clase y más directamente impone el dominio de esta clase. La lucha de la clase oprimida contra la clase dominante asume forzosamente el carácter de una lucha política, de una lucha dirigida, en primer término, contra la dominación política de esta clase; la conciencia de la relación que guarda esta lucha política con su base económica se oscurece y puede llegar a desaparecer por completo. Si no ocurre así por entero entre los propios beligerantes, ocurre casi siempre entre los historiadores. De las antiguas fuentes sobre las luchas planteadas en el seno de la república romana, sólo Apiano nos dice claramente cuál era el pleito que allí se ventilaba en última instancia: el de la propiedad del suelo. Pero el Estado, una vez que se erige en poder independiente frente a la sociedad, crea rápidamente una nueva ideología. En los políticos profesionales, en los teóricos del Derecho público y en los juristas que cultivan el Derecho privado, la conciencia de la relación con los hechos económicos desaparece totalmente. Como, en cada caso concreto, los hechos económicos tienen que revestir la forma de motivos jurídicos para ser sancionados en forma de ley y como para ello hay que tener en cuenta también, como es lógico, todo el sistema jurídico vigente, se pretende que la forma jurídica lo sea todo, y el contenido económico nada. El Derecho público y el Derecho privado se consideran como dos campos independientes, con su desarrollo histórico propio, campos que permiten y exigen por sí mismos una construcción sistemática, mediante la extirpación consecuente de todas las contradicciones internas. Las ideologías aún más elevadas, es decir, las que se alejan todavía más de la base material, de la base económica, adoptan la forma de filosofía y de religión. Aquí, la concatenación de las ideas con sus condiciones materiales de existencia aparece cada vez más embrollada, cada vez más oscurecida por la interposición de eslabones intermedios. Pero, no obstante, existe. Todo el período del Renacimiento, desde mediados del siglo XV, fue en esencia un producto de las ciudades y por tanto de la burguesía, y lo mismo cabe decir de la filosofía, desde entonces renaciente; su contenido no era, en sustancia, más que la expresión filosófica de las ideas correspondientes al proceso de desarrollo de la pequeña y mediana burguesía hacia la gran burguesía. Esto se ve con bastante claridad en los ingleses y franceses del siglo pasado, muchos de los cuales tenían tanto de economistas como de filósofos, y también hemos podido comprobarlo más arriba en la escuela hegeliana. Detengámonos, sin embargo, un momento en la religión, por ser éste el campo que más alejado y más desligado parece estar de la vida material. La religión nació, en una época muy primitiva, de las ideas confusas, selváticas, que los hombres se formaban acerca de su propia naturaleza y de la naturaleza exterior que los rodeaba. Pero toda ideología, una vez que surge, se desarrolla en conexión con el material de ideas dado, desarrollándolo y transformándolo a su vez; de otro modo no sería una ideología, es decir, una labor sobre ideas concebidas como entidades con propia sustantividad, con un desarrollo independiente, y sometidas tan sólo a sus leyes propias. Estos hombres ignoran forzosamente que las condiciones materiales de la vida del hombre, en cuya cabeza se desarrolla este proceso ideológico, son las que determinan, en última instancia, la marcha de tal proceso, pues si no lo ignorasen, se habría acabado toda la ideología. Por tanto, estas representaciones religiosas primitivas, comunes casi siempre a todo un grupo de pueblos afines, se desarrollan, al
deshacerse el grupo, de un modo peculiar en cada pueblo, según las condiciones de vida que le son dadas; y este proceso ha sido puesto de manifiesto en detalle por la mitología comparada en una serie de grupos de pueblos, principalmente en el grupo ario (el llamado grupo indo-europeo). Los dioses, moldeados de este modo en cada pueblo, eran dioses nacionales, cuyo reino no pasaba de las fronteras del territorio que estaban llamados a proteger, ya que del otro lado había otros dioses indiscutibles que llevaban la batuta. Estos dioses sólo podían seguir viviendo en la mente de los hombres mientras existiese su nación, y morían al mismo tiempo que ella. Este ocaso de las antiguas nacionalidades lo trajo el Imperio romano mundial, y no vamos a estudiar aquí las condiciones económicas que determinaron el origen de éste. Caducaron los viejos dioses nacionales, e incluso los romanos, que habían sido cortados simplemente por el patrón de los reducidos horizontes de la ciudad de Roma; la necesidad de complementar el imperio mundial con una religión mundial se revela con claridad en los esfuerzos que se hacían por levantar altares e imponer acatamiento, en Roma, junto a los dioses propios, a todos los dioses extranjeros un poco respetables. Pero una nueva religión mundial no se fabrica así, por decreto imperial. La nueva religión mundial, el cristianismo, había ido naciendo calladamente, mientras tanto, de una mezcla de la teología oriental universalizada, sobre todo de la judía, y de la filosofía griega vulgarizada, principalmente de la estoica. Qué aspecto presentaba en sus orígenes esta religión, es lo que hay que investigar pacientemente, pues su faz oficial, tal como nos la transmite la tradición sólo es la que se ha presentado como religión del Estado, después de adaptada para este fin por el Concilio de Nicea [18]. Pero el simple hecho de que ya a los 250 años de existencia se la erigiese en religión del Estado demuestra que era la religión que cuadraba a las circunstancias de los tiempos. En la Edad Media, a medida que el feudalismo se desarrollaba, el cristianismo asumía la forma de una religión adecuada a este régimen, con su correspondiente jerarquía feudal. Y al aparecer la burguesía, se desarrolló frente al catolicismo feudal la herejía protestante, que tuvo sus orígenes en el Sur de Francia, con los albigenses [19], coincidiendo con el apogeo de las ciudades de aquella región. La Edad Media anexionó a la teología, convirtió en apéndices suyos, todas las demás formas ideológicas: la filosofía, la política, la jurisprudencia. Con ello, obligaba a todo movimiento social y político a revestir una forma teológica; a los espíritus de las masas, cebados exclusivamente con religión, no había más remedio que presentarles sus propios intereses vestidos con ropaje religioso, si se quería levantar una gran tormenta. Y como la burguesía, que crea en las ciudades desde el primer momento un apéndice de plebeyos desposeídos, jornaleros y servidores de todo género, que no pertenecían a ningún estamento social reconocido y que eran los precursores del proletariado moderno, también la herejía protestante se desdobla muy pronto en un ala burguesa-moderada y en otra plebeya-revolucionaria, execrada por los mismos herejes burgueses. La imposibilidad de exterminar la herejía protestante correspondía a la invencibilidad de la burguesía en ascenso. Cuando esta burguesía era ya lo bastante fuerte, su lucha con la nobleza feudal, que hasta entonces había tenido carácter predominantemente local, comenzó a tomar proporciones nacionales. La primera acción de gran envergadura se desarrolló en Alemania: fue la llamada Reforma. La burguesía no era lo suficientemente fuerte ni estaba lo suficientemente desarrollada, para poder unir bajo su bandera a los demás estamentos rebeldes: los plebeyos de las ciudades, la nobleza baja rural y los campesinos. Primero fue derrotada la nobleza; los campesinos se alzaron en una insurrección que marca el punto culminante de todo este movimiento revolucionario; las ciudades los dejaron solos, y la revolución fue estrangulada por los ejércitos de los príncipes feudales, que se aprovecharon de este modo de todas las ventajas de la victoria. A partir de este momento, Alemania
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desaparece por tres siglos del concierto de las naciones que intervienen con propia personalidad en la historia. Pero, al lado del alemán Lutero estaba el francés Calvino, quien, con una nitidez auténticamente francesa, hizo pasar a primer plano el carácter burgués de la Reforma y republicanizó y democratizó la Iglesia. Mientras que la Reforma luterana se estancaba en Alemania y arruinaba a este país, la Reforma calvinista servía de bandera a los republicanos de Ginebra, de Holanda, de Escocia, emancipaba a Holanda de España y del Imperio alemán [20] y suministraba el ropaje ideológico para el segundo acto de la revolución burguesa, que se desarrolló en Inglaterra. Aquí, el calvinismo se acreditó como el auténtico disfraz religioso de los intereses de la burguesía de aquella época, razón por la cual no logró tampoco su pleno reconocimiento cuando, en 1689, la evolución se cerró con el pacto de una parte de la nobleza con los burgueses [21]. La Iglesia oficial anglicana fue restaurada de nuevo, pero no bajo su forma anterior, como una especie de catolicismo, con el rey por Papa, sino fuertemente calvinizada. La antigua Iglesia del Estado había festejado el alegre domingo católico, combatiendo el aburrido domingo calvinista; la nueva, aburguesada, volvió a introducir éste, que todavía hoy adorna a Inglaterra. En Francia, la minoría calvinista fue reprimida, catolizada o expulsada en 1685; pero, ¿de qué sirvió esto? Ya por entonces estaba en plena actividad el librepensador Pierre Bayle, y en 1694 nacía Voltaire. Las medidas de violencia de Luís XIV no sirvieron más que para facilitar a la burguesía francesa la posibilidad de hacer su revolución bajo formas irreligiosas y exclusivamente políticas, las únicas que cuadran a la burguesía avanzada. En las Asambleas nacionales ya no se sentaban protestantes, sino librepensadores. Con esto, el cristianismo entraba en su última fase. Ya no podía servir de ropaje ideológico para envolver las aspiraciones de una clase progresiva cualquiera; se fue convirtiendo, cada vez más, en patrimonio privativo de las clases dominantes, quienes lo emplean como mero instrumento de gobierno para tener a raya a las clases inferiores. Y cada una de las distintas clases utiliza para este fin su propia y congruente religión: los terratenientes aristocráticos, el jesuitismo católico o la ortodoxia protestante; los burgueses liberales y radicales, el racionalismo; siendo indiferente, para estos efectos, que los señores crean o no, ellos mismos, en sus respectivas religiones. Vemos pues, que la religión, una vez creada, contiene siempre una materia tradicional, ya que la tradición es, en todos los campos ideológicos, una gran fuerza conservadora. Pero los cambios que se producen en esta materia brotan de las relaciones de clase, y por tanto de las relaciones económicas de los hombres que efectúan estos cambios. Y aquí, basta con lo que queda apuntado. Las anteriores consideraciones no pretenden ser más que un bosquejo general de la interpretación marxista de la historia; a lo sumo, unos cuantos ejemplos para ilustrarla. La prueba ha de suministrarse a la luz de la misma historia, y creemos poder afirmar que esta prueba ha sido ya suministrada suficientemente en otras obras. Pero esta interpretación pone fin a la filosofía en el campo de la historia, exactamente lo mismo que la concepción dialéctica de la naturaleza hace la filosofía de la naturaleza tan innecesaria como imposible. Ahora, ya no se trata de sacar de la cabeza las concatenaciones de las cosas, sino de descubrirlas en los mismos hechos. A la filosofía desahuciada de la naturaleza y de la historia no le queda más refugio que el reino del pensamiento puro, en lo que aún queda en pie de él: la teoría de las leyes del mismo proceso de pensar, la lógica y la dialéctica. Con la revolución de 1848, la Alemania «culta» rompió con la teoría y abrazó el camino de la práctica. La pequeña industria y la manufactura, basadas en el trabajo manual, cedieron el puesto a una auténtica gran industria; Alemania volvió a comparecer en el mercado mundial; el nuevo imperio pequeño-alemán [22] acabó, por lo menos, con los males más agudos que la profusión de pequeños
Estados, los restos del feudalismo y el régimen burocrático ponían como otros tantos obstáculos en este camino de progreso. Pero, en la medida en que la especulación abandonaba el cuarto de estudio del filósofo para levantar su templo en la Bolsa, la Alemania culta perdía aquel gran sentido teórico que había hecho famosa a Alemania durante la época de su mayor humillación política: el interés para la investigación puramente científica, sin atender a que los resultados obtenidos fuesen o no aplicables prácticamente y atentasen o no contra las ordenanzas de la policía. [395] Cierto es que las Ciencias Naturales oficiales de Alemania, sobre todo en el campo de las investigaciones específicas, se mantuvieron a la altura de los tiempos, pero ya la revista norteamericana "Science" observaba con razón que los progresos decisivos realizados en el campo de las grandes concatenaciones entre los hechos aislados, su generali zación en forma de leyes, tienen hoy por sede principal a Inglaterra y no, como antes, a Alemania. Y en el campo de las ciencias históricas, incluyendo la filosofía, con la filosofía clásica ha desaparecido de raíz aquel antiguo espíritu teórico indomable, viniendo a ocupar su puesto un vacuo eclecticismo y una angustiosa preocupación por la carrera y los ingresos, rayana en el más vulgar arribismo. Los representantes oficiales de esta ciencia se han convertido en los ideólogos descarados de la burguesía y del Estado existente; y esto, en un momento en que ambos son francamente hostiles a la clase obrera. Sólo en clase obrera perdura sin decaer el sentido teórico alemán. Aquí, no hay nada que lo desarraigue; aquí, no hay margen para preocupaciones de arribismo, de lucro, de protección dispensada de lo alto; por el contrario, cuanto más audaces e intrépidos son los avances de la ciencia, mejor se armonizan con los intereses y las aspiraciones de los obreros. La nueva tendencia, que ha descubierto en la historia de la evolución del trabajo la clave para comprender toda la historia de la sociedad, se dirigió preferentemente, desde el primer momento, a la clase obrera y encontró en ella la acogida que ni buscaba ni esperaba en la ciencia oficial. El movimiento obrero de Alemania es el heredero de la filosofía clásica alemana. NOTAS 1. "Ludwig Feuerbach", por el doctor en Filosofía C. N. Starcke. Ed. de Ferd. Encke, Stuttgart, 1885. 2. 187 En 1833-1834, Heine publicó sus obras "Escuela romántica" y "Contribución a la historia de la religión y de la filosofía en Alemania", en las que defendía la idea de que la revolución filosófica en Alemania, cuya etapa final era entonces la filosofía de Hegel, era el prólogo de la inminente revolución democrática en el país. 3. 188 Véase Hegel, "Filosofía del Derecho. Prefacio". 4. 189 "Deutsche Jabrbücher für Wissenschaft und Kunst" («Anales Alemanes de Ciencia y Arte»): revista literario-filosófica de los jóvenes hegelianos; se publicó con ese nombre en Leipzig desde julio de 1841 hasta enero de 1843. 5. 46 Rheinisehe Zeitung für Politik, Handel und Gewerbe («Periódico del Rin para cuestiones de política, comercio e industria»): diario que se publicó en Colonia del 1 de enero de 1842 al 31 de marzo de 1843. En abril de 1842, Marx comenzó a colaborar en él, y en octubre del mismo año pasó a ser uno de sus redactores; Engels colaboraba también en el periódico. 6. 190 Trátase del libro de M. Stirner "Der Einzige und sein Eigenthum" («El único y su propiedad»), publicado en 1845 en Leipzig.
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Todavía hoy está generalizada entre los salvajes y entre los pueblos del estadio inferior de la barbarie la creencia de que las figuras humanas que se aparecen en sueños son almas que abandonan temporalmente sus cuerpos; y, por lo mismo, el hombre de carne y hueso se hace responsable por los actos que su imagen aparecida en sueños comete contra el que sueña. Así lo comprobó, por ejemplo, Jm Thurn en 1848, entre los indios de la Guayana. 191 Se refiere al planeta Neptuno, descubierto en 1846 por el astrónomo alemán J. Galle. 76 Deísmo: doctrina filosófico-religiosa que reconoce a Dios como causa primera racional impersonal del mundo, pero niega su intervención en la vida de la naturaleza y la sociedad. "¡Por tanto, el ateísmo es vuestra religión!" (N. de la Edit.). Se alude al intento de Robespierre de implantar la religión del «ser supremo». (N. de la Edit.). Expresión extendida en la publicística burguesa alemana después de la victoria de los prusianos en Sadowa (véase la nota 241), que encerraba la idea de que la victoria de Prusia había sido condicionada por las ventajas del sistema prusiano de instrucción pública. Según un mito griego, Radamanto fue nombrado juez de los infiernos, por su espíritu justiciero. (N. de la Edit.). Permítaseme aquí un pequeño comentario personal. Últimamente, se ha aludido con insistencia a mi participación en esta teoría; no puedo, pues, por menos de decir aquí algunas palabras para poner en claro este punto. Que antes y durante los cuarenta años de mi colaboración con Marx tuve una cierta parte independiente en la fundamentación, y sobre todo en la elaboración de la teoría, es cosa que ni yo mismo puedo negar. Pero la parte más considerable de las principales ideas directrices, particularmente en el terreno económico e histórico, y en especial su formulación nítida y definitiva, corresponden a Marx. Lo que yo aporté —si se exceptúa, todo lo más, dos o tres ramas especiales— pudo haberlo aportado también Marx aun sin mí. En cambio, yo no hubiera conseguido jamás lo que Marx alcanzó. Marx tenía más talla, veía más lejos, atalayaba más y con mayor rapidez que todos nosotros juntos. Marx era un genio; nosotros, los demás, a lo sumo, hombres de talento. Sin él la teoría no sería hoy, ni con mucho, lo que es. Por eso ostenta legítimamente su nombre. Véase "Das Wessen der menschlichen Kopfarbeit, von einem Handarbeiter", Hamburg, Meissner ("La naturaleza del trabajo intelectual del hombre, expuesta por un obrero manual", ed. Meissner, Hamburgo). Restauración: período del segundo reinado de los Borbones en Francia en 1814-1830. Aquí y en adelante, Engels no entiende por "Código de Napoleón" únicamente el "Code civil" (Código civil) de Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado por los cinco códigos (civil, civilprocesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804 a 1810. Dichos códigos fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental y Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor en la provincia del Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815. Concilio de Nicea: el primer concilio ecuménico de los obispos de la Iglesia cristiana del Imperio romano, convocado en el año 325 por el emperador Constantino I en la ciudad de Nicea (Asia Menor). El concilio determinó el símbolo de la fe obligatorio para todos los cristianos. Albigenses (de la ciudad de Albi): miembros de una secta religiosa difundida en los siglos XII-XIII en las ciudades del Sur de Francia y del Norte de Italia. Se pronunciaban contra las suntuosas ceremonias católicas y la jerarquía eclesiástica y expresaban en forma religiosa la protesta de la población artesana y comercial de las ciudades contra el feudalismo.
20. En el período de 1477 a 1555, Holanda formaba parte del Sacro Imperio Romano Germánico (véase la nota 178), viéndose después de la división de éste bajo la dominación de España. Hacia fines de la revolución burguesa del siglo XVI, Holanda se liberó de la dominación española y se constituyó en república burguesa independiente. 21. Se alude a la «revolución gloriosa» en Inglaterra. 22. Término con que se designaba el imperio alemán (sin Austria) fundado en 1871 bajo la hegemonía de Prusia (N. de la Edit.) CONTRIBUCIÓN A LA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA INGLESA. MARX Y LA TESIS DE LA PLUSVALÍA, COMO BASE DE LA ACUMULACIÓN CAPITALISTA Para entender la crítica radical de Marx a la economía liberal inglesa es necesario reconocer los elementos que hacen parte de dicha construcción teórica. Un breve recorrido por la historia de la formación de la economía clásica inglesa, permitirá una mayor comprensión de los elementos del marxismo que trascienden el liberalismo económico y sustentan el socialismo como nueva forma de producción histórico-social. La Escuela Media intentará ubicar los puntos de referencia que transcienden la teoría económica de Marx y Engels por encima de las teorías de la economía liberal, desde el reconocimiento del trabajo enajenado, la ley del valor, la teoría de la plusvalía, entre otros.
EL NACIMIENTO DE LA ECONOMÍA POLÍTICA- Maurice Dobb La economía política tuvo su cuna en esos cambios sociales, económicos e ideológicos, que marcaron la transición de la Europa Occidental hacia la nueva era burguesa. En Francia y Alemania los restos del feudalismo estaban a punto de desaparecer. El centro de gravedad en lo económico y en lo político se desplazaba en favor del advenedizo "tercer estado". En Inglaterra la burguesía se había consolidado mucho antes, y el Estado burgués, que perseguía una política comercial, se había establecido dos a tres siglos antes, Inglaterra tuvo entonces sus escritores económicos -Thomas Mun, Locke y Sír WÍlliam Petty-, los cuales se preocuparon más por cuestiones particulares de política estatal que por crear un sistema teórico. Hacia fines del siglo xviií apareció una nueva sección de la clase burguesa: una clase de capitalistas industriales cuyos intereses estaban en contra del sistema vigente establecido por los intereses agrarios y comerciales de la aristocracia conservadora del siglo xvii. Fue en Francia, más que en Inglaterra, en, donde el concepto unificado de una sociedad económica apareció por primera vez como el objeto de la Economía Política. Los fisiócratas franceses del siglo xviii bosquejaron los perfiles que Ádam Smith fue llenando en su investigación sobre La riqueza de las naciones y que Ricardo desarrolló en so análisis de la distribución de la riqueza. Tanto Francia como Inglaterra vieron entonces aparecer abundantes fermentos de nuevas ―ideas‖ formuladas en el lenguaje de las ciencias naturales, que desde Bacon y Descartes ganaban cada vez más seguro terreno. Frente al antiguo orden autoritario, con sus impuestos, códigos "y sanciones, se levantaba el concepto de un "orden natural", cuya mano sólo se veía cuando el hombre,
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rotas sus yugos, volvía a la libertad, y de cuyas sanciones disponía la voluntad popular. En oposición al "derecho divino" autoritario se levantaba el "derecho natural" del individuo, Fue en este cuadro en el que se desarrolló el concepto de una sociedad económica. Esta sociedad económica estaba todavía en germen y se modelaba dentro de los límites de un sistema de sanciones y de prohibiciones que al principio fomentó, pero que después detuvo su, futuro desarrollo como una entidad independiente. De aquí que, en contra de las orientaciones autoritarias del mercantilismo —que sostenía que un sistema comercial sólo existía como tal en virtud de una reglamentación minuciosa del Estado y que, faltándole tal control, caería en el caos—, la Economía Política ofrecía la concepción de un orden económico regido por una "ley natural" que ―marcharía sola‖ si se la dejaba sola y que daría los mejores resultados si la "ley natural" pudiera operar libremente y sin estorbos. El individuo tenía un "derecho natural" de buscar su propio interés personal porque, al hacerlo así, ayudado por aquella "mano invisible", fomentaba el bien común. Descubrir y enunciar esta "ley natural" fue el papel de la Economía Política; y el consejo que ofreció al soberano no fue cómo reglamentar, sino cómo dejar de reglamentar los negocios económicos a fin de fomentar la mayor riqueza de la nación. Y mientras los fisiócratas forjaban la frase lássez-faire, laissez-aller (dejad hacer, dejad pasar), los economistas ingleses seguían a Adam Smith explicando esa imponente simetría de las armonías económicas que acabaría por nacer si no era ahogada o estrangulada por una contranatural atención obstétrica. De modo que la Economía Política tuvo su origen y derivó su fuerza como una franca apologética del ―individualismo capitalista‖. Un orden económico regido por una ―ley natural'' debe tener un principio unificador. Por más complejos y aparentemente arbitrarios que sean los fenómenos económicos tienen que ser explicables en términos de generalizaciones que puedan formar entre sí un todo lógico y coherente. La ciencia no se limita a clasificar todo según un arreglo arbitrario de casilleros, o a ponerlo todo en un conveniente sistema de tarjetas, por más que esto sea un recurso preliminar necesario. Su objeto final es reducir el laberinto de las diferencias cualitativas que percibe el ojo a un común denominador único. Los fisiócratas fueron los primeros que concibieron con precisión el orden económico como análogo a un organismo natural; y la analogía dominante que se ocurría era que la sociedad económica era un sistema, de la circulación de la riqueza. ¿Cuál era en fisiología de ese proceso? El sistema económica era a la sociedad humana lo que el cuerpo era a la personalidad humana: la base física para el desarrollo de funciones mas elevadas, y era condición del progreso social que el sistema económico fuera capaz de producir al Estado y a la clase gobernante el mayor excedente posible con el que el desarrollo del Estado y de la a cultura pudiera realizarse. El Famoso Tablean economique de Quesnay estaba hecho para mostrar que, del rendimiento anual, una parte iba por intercambio a reponer lo que se había consumido durante el ciclo anterior; otra parte no necesitaba volver al sistema económico para recomenzar un ciclo de producción y circulación, sino que quedaba como un excedente, surplus o produit net; y el trabajo se juzgaba "productivo" en tanto que podía crear un excedente. Lo que consumían el comercio y las manufacturas era lo que necesitaban para alimentar sus actividades. La industria cambiaba los productos que no utilizaba por la producción agrícola que requería su demanda de materias primas y la subsistencia de sus obrero; La industria por este acto de intercambio no hacía más que dar equivalente por un equivalente recibido, y no producía, por lo mismo ningún excedente.
Mirabeau decía: ―Le doy un pedazo de paño a un sastre: no será nunca capaz de aumentarlo de modo de hacer de él una casaca para él y otra para mí.'' La agricultura, por su parte, cambia parte de sus productos por las manufacturas que necesita para el sostenimiento de la agricultura y de la población agrícola, tales como implementos y vestidos. Pero lo que cambia por manufacturas más lo que usa para su subsistencia y simiente, no agota el total del producido por la tierra:una tercera parte va a clasé terrateniente en forma de renta, sin obtener, en cambio, ningún equivalente. Esta parte era exedente esencial o produit net del sistema economico y la agricultura era la única que producía dicho excedente. El progreso consistía en el continuo incremento de este produit net. Esta ideas han sido malentendidas tan frecuentemente por Ios últimos economistas, que, en general, solo asignan a los fisiócratas un lugar modesto en los cuadros de la economía política. Los libros de texto acostumbran, pasarlos de largo reprendiéndolos por haber cometido la tontería de afirmar que sólo la agricultura era "productiva", sin darse cuenta de la definición esencial de los "productivo" como creador de excedente o produit net, y escapándoseles también toda la significación de la distribución del excedente, producto bruto y costo como el concepto unificador de la economía política. Al descubrir ese excedente sólo en la agricultura, los fisiócratas no afirmaban nada tan tonto como sostienen sus calumniadores: se trataba de un concepto que nació de la sociedad económica anterior a la Revolución Francesa y que era apropiado a ella, pues entonces estaban todavía en su infancia las manufacturas de carácter ―capitalista‖, y la renta de la tierra era la base esencial de los ingresos de clase gobernante. En la historia de las ―ideas‖ ese concepto representa una interesante filosofía de transición entre la antigua y la nueva era. En cuanto a su forma parece descansar sobre la sociedad aristocrática del pasado por su insistencia en la importancia de la agricultura y de la renta de la tierra. Cierto es que no contiene ninguna profecía respecto al industrialismo del siglo xix ni respecto a las necesidades y funciones de una nueva clase burguesa» ¿Y qué fundamento había para tener esas ideas en la Francia del siglo xviii Pero su empeño tácito en favor de la desaparición de las restricciones feudales al desarrollo agrícola y a la inmersión de capitales en los trabajos del campesino su insistencia en la libertad de comercio y en la renta de la tierra como base apropiada para la tributación; un concepto de un orden económico ''natural'" que 'funcionaría', solo, sin la ayuda de un control de la autoridad, tienen una significación revolucionaria. En el campo de las ideas económicas fueron como el Juan Bautista de la próxima revolución burguesa, así como Voltaire y Rousseau representan igual papel en el campo de las idea» políticas. Adam Smith (1723 -1790), influido grandemente por los fisiócratas, se preocupó mucho más en escribir un comentario sobre cuestiones económicas específicas y en proponer una tesis práctica que en establecer una unidad de concepto. En esto seguía plenamente la tradición del empirismo inglés. Al mismo tiempo, su exposición era más comprensiva en el campo de las soluciones prácticas que consideró más completa en sus detalles, y en defensa de la nueva filosofía burguesa de líbertad económica mucho más precisa. Su investigación sobre la causa de la riqueza de las naciones prosélito variadas y sólidas generalizaciones empíricas respecto a la división del trabajo y a la acumulación del capital, una vigorosa crítica del mercantilismo y un profundo análisis de los efectos de las diversas formas de tributación. En cuanto a temperamento difería de los fisiócratas y a todas luces de Quesnay. Su empirismo tenía aún toques de atomismo. Estaba siempre bien dispuesto a ser ecléctico cuando la oportunidad parecía exigirlo. El único punto doctrinal de consideración en que difería de los fisiócratas era en la afirmación de éstos de que sólo la agricultura era ―productiva‖. Pero, fiel a su
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temperamento, dejó ahí el asunto y no prosiguió el desarrollo del concepto de un produit net en las manufacturas. Por otra parte, Ricardo (1772-1823), cuyo temperamento esencialmente continental era en muchos aspectos la antítesis del de Adam Smith estaba más dentro de la tradición directa de los fisiócratas (en su manera de ver y en sus métodos, más que en sus conclusiones). Se preocupó por establecer un principio unitario que sirviera para interpretar todos los fenómenos principales del sistema económico. Se preocupó particularmente, como los fisiócratas por el problema de la distribución de la riqueza. En su exposición, el produit net o renta adquirió precisamente el aspecto de una extorsión a las clases trabajadoras en beneficio de la clase pasiva de terratenientes. Éste fue un importante cambio de perspectiva. En su teoría del beneficio presentó virtualmente una segunda especie de produit net, inferencia que Marx no tardó en desarrollar-: el produit net de la manufactura. Pero esta especie tenía características propias aunque perteneciera a un género igual y más amplio. Según consideraba los ingresos de la burguesía -clase formada por acumuladores de capital industrial y pioneros del desarrollo industrial- su incremento constituia un conveniente elemento de progreso, mientras que la renta, que alimentaba a una aristocracia pasiva y reaccionaria, era una carga para el progreso. Ricardo fue por excelencia el profeta económico de la burguesía industrial. LA TEORÍA DEL VALOR El análisis fisiociático descansaba francamente sobre la distinción entre el excedente y el costo, y sobre la noción de equivalencia. En el proceso de circulación de Quesnay se daba por supuesta la equivalencia real que se establecía en el mercado al cambiar una mercancía por otra. Pero tal equivalencia del mercado no era una cosa estable: el paño no conservaba un valor invariable en términos de trigo, sino que cambiaba de un año a otro y aun acaso de una a otra semana* ¿Cuál era el secreto de tales cambios? ¿Había alguna base de equivalencia fundamental, ―natural‖, que el valor del mercado no podía siempre expresar de un modo adecuado? ¿Era, racional que el trigo se vendiera por encima de su valor y el paño por abajo del suyo? Si así era ¿no habría un oculto excedente escondido en la operación de intercambio? Tales consideraciones condujeron dilectamente a buscar una teoría del valor, y ésta vino a ser el interés supremo y la estructura esencial de la Economía Política clásica. Preocupados con las ideas de ―ley natural‖, los economistas políticos llegaron a concebir un ―valor natural‖ o principio de equivalencia económica, que no era necesariamente sinónimo de los ―valores del mercado‖ realmente alcanzados y que sólo se alcanzaría plenamente en si en el mercado prevaleciera un ―orden natural‖ como el sistema individualista ideal del laissez faire. Y como tal valor era un principio de ―ley natural‖, tendría en sí por necesidad algo esencialmente propio, justo y armonioso. Así como la ciencia natural trataba de propiedades tales como la ―longitud‖ y el ―peso‖, parecía que la ciencia económica debia poder descansar sobre el hecho básico del ―valor‖. Comúnmente se distinguía entre el "valor intrínseco‖ y el "valor extrínseco‖ o valor real de cambio. Petty (1623-1687) utilizó la interesante distinción entre ―baratura natural, que depende de las pocas o muchas manos necesarias para producir lo indispensable (así el trigo es más barato cuando un hombre lo produce para diez que cuando lo produce para seis)‖, y "baratura política, que depende de que sean pocos en cualquier comercio los intermediarios oficiosos y en exceso sobre lo que sea necesario‖. Mucha energía se ha gastado después en demostrar que los economistas clasicos se confundían al hablar de medida de
valor", por la que a veces entendían la "causa del valor‖ y a veces el patrón de medida (trigo, trabajo u oro) que servía para expresar el valor. Es probable que los economistas clásicos no hayan analizado muy a fondo su concepto: es fácil Confundir en las palabras, y, por lo tanto, en el pensamiento, la longitud o extensión espacial con las medidas convencionales metro, decámetro y kilómetro. Sin embargo, esta confusión no importaba mucho para su razonamiento, y la crítica olvida cuál era la esencia de su punto de vista. La cosa, la cantidad que constituía el ―valor intrínseco‖, en cuanto podía ser una abstracción aparte, constituía también ipso facto una medida invariable del ―'valor‖, lo mismo que un kilogramo constituye un peso y medida a la vez. Pero la confusión de que sí se puede acusar ciertamente a los primeros economistas fue la confusión entre costo y valor. Era francamente una tentación el identificar ambos: la distinción entre producto bruto y producto neto descansaba en el concepto de un costo que consistía de lo que era "necesario" para mantener en movimiento el sistema productivo: el alimento indispensable de la máquina económica, ambos: la distinción entre producto bruto y producto neto. En cada ciclo de producción cierta cantidad va al sistema económico: cimientes, mantenimiento de los obreros, etc. En el curso de un ciclo de producción se produce bastante para reemplazar el costo original o gasto más algo en añadidura: el produit net. Mientras este proceso es concebido en términos de una sola mercancía compuesta -trigo- como sucedía con Sir Wiliam Petty y en cierto modo con los fisiócratas, el concepto era era fácil. El costo real de una cosa consistía en el gasto necesario de trigo para financiar su producción, y era una consecuencia razonable suponer que esto constituía el "valor natural" de la mercancía 3. Pero tan pronto como, además del trigo, incluimos otras mercancías en la subsistencia ―necesaria", cae por tierra la simplicidad de la explicación y nos vemos envueltos en el problema circular de estoblecer primero la equivalencia de las diversas mercancías (digamos: trigo, carne y paño) qué constituyen el costo. Para resolver esta dificultad se buscó entonces una transición entre el trigo necesario para alimentar a los trabajadores y el trabajo real como constitucón del "costo" fundamental y base del "vaIor natural". El trabajo fue esencialmente la acción creadora de toda producción, el sine qua non para transformar lo que ofrecía la naturaleza en lo que el hombre necesita en realidad. El "costo real" para una humanidad que se ganaba su vida trabajando consistía en la cantidad de trabajo que era necesario invertir; y pareció "natural" que las diversas mercancías fueran estimadas o valuadas en proporción al trabajo que requería su producción. Pero la idea primitiva del costo como "subsistencia" no dejaba de sembrar, confusión. Desde el punto de vista de un patrón y de la clase de los empresarios en general, el "costo" consistía en último análisis en el gasto para la subsistencia de los trabajadores -condición necesaria de la producción. Lo que los trabajadores, con su esfuerzo, devolvían al patrón en demasía era lo que representaba para la clase de los empresarios el producto neto del sistema: la fuente del beneficio sobre el capital. Marx fue el primero en señalar esta confusión cuando acusó a Ricardo de confundir el trabajo como base del valor (el gasto cuantitativo y real de esfuerzo) con los salarios pagados a los trabajadores (el valor de su fuerza de trabajo).4
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Debo esta interpretación de la doctrina clásica y algunas otras ideas que siguen, al señor P. Srafía, 4 La frecuente afirmación de que Marx era un hombre de lecturas y juicios precipitados, que basaba sus teorías en una ó dos ideas mal comprendidas de Ricaicardo, es completamente 21
Cuando Ricardo quiso mostrar que en un ''orden natural" de las mercancías tendían a intercambiarse a sus equivalentes de trabajo, lo hizo en el supuesto de que la competencia tendería a establecer un nivel único de salario (para la misma calidad de trabajo) y un nivel único de beneficio a través de las diversas líneas de producción. Puesto que la cantidad relativa de salarios gastada, digamos, para producir un metro de paño y una arroba de trigo, seria proporcional al trabajo empleado, y puesto que las ganancias, siendo el mismo monto sobre el gasto de capital en ambos casos, serían proporcionales al gasto en salarios, se seguía que los valores relativos (salarios más beneficio) del trigo y del pago serian proporcionales al trabajo invertido en la producción de ambos. En suma el argumento equivalía a identificar el costo en dinero con el costo real: los precios del mercado serian proporcionales al costo en dinero (salaríos), y los costos en dinero proporcionales al trabajo invertido. Esta coincidencia del valor normal del mercado con el valor en trabajo era válida mientras el capital fijo representado en maquinaria y edificios, guardara la misma relación con el capital empleado en salarios en todas las industrias. Pero esto evidentemente no era así: en la agricultura o en la fabricación de relojes la relación del trabajo respecto a la maquinaria será relativamente alta y en la producción de fierro o de algodón relativamente baja. Ricardo citaba esto como una ―excepción": en su primera edición como una excepción de menor importancia qué no invalidaba su principio general, y en su tercera edición la aceptaba ya como una modificación mas seria de la teoría. Y era en realidad una modificación seria. Porque, según el alcance de las variaciones de la relación entre la maquinaría y el trabajo, las mercancías se intercambiarán realmente en el mercado, no en proporción al trabajo invertido para producirla» (incluyendo el trabajo acumulado que representa la maquinaría), sino «alguna» a un valor mas alto y otras a uno más bajo. En los casos en que una cantidad relativamente considerable está inmovilizada en edificio» y plantas, la necesidad de que este capital obtenga un tipo normal de beneficio (pues de otro modo podría emigrar a otra parte) exigirá que estas mercancías se cambien a un valor más alto por mercancías producidas con menos maquinaria. La coincidencia entre el valor de trabajo y el valor del mercado cae por tierra: si el trabajo constituye el "costo real" fundamental, entonces la equivalencia que el mercado expresa no es esta equivalencia más fundamental, sino que mas bien los valores del mercado son iguales a los salarios mas el tanto normal de ganancias sobre el capital empleado.
RICARDO Y LA RENTA DE LA TIERRA
¿ Y La renta de la tierra? ¿ y la renta de la tierra existe porque los productos agrícolas se intercambian en el mercado a valores más altos, relativamente a su equivalencia de trabajo, que las
contraria a los echos. Basta leer el detallado y penetrante analisis de los fisiócratas, Smith, Ricardo y algunos otros economistas. Historia critica de la Plusvalia, Publicada por el Fondo de Cultura Económica.
manofacturas? ¿Existe porque los valores agrícolas son iguales no sólo a los salarios másun tanto normal de utilidad sobre el capital empleado, sino a salarios más ganancia y también más renta? En otras palabras, aparecía la renta porque del intercambio del mercado entre la agricultura y la industria hacía que la primera diera menos del equivalente de lo que recibía en cambio? Ricardo contestó claramente ―no‖ a esta pregunta utilizando un ingenioso expediente analítico. ¿Como iba él a admitir la inconsistencia de un orden ―natural‖ que producía equivalentes de intercambio ―contranaturales‖. Pero la respuesta obedecía completamente a la sutileza del expediente: no era independiente de él. Este expediente era el concepto de lo diferencial, tan grato desde entonces al corazón del economista. La renta existía debido a las diferencias en la fertilidad de los diversos suelos. Conforme aumentaba del mercado del trigo una vez que estaban ya labrados los suelos más fértiles, el cultivo se extendía a los suelos inferiores en donde el gasto de trabajo necesario para producir una arroba de trigo era mayor que en las tierras mejores. El valor del trigo era fijado por el trabajo invertido al margen del cultivo, es decir, bajo las condiciones naturales favorables. Pero como el precio del trigo en el marcado se nivelaba al costo en las tierras inferiores, el trigo cultivado en las tierras mejores, en las que el costo por arroba era menor, producia un excedente. Esto constituía la renta económica y tocaba al Terrateniente, de un modo directo si era a la vez propietario y agricultor, indirectamente a través de la competencia de los agricultores por los mejores suelos, si el propietario arrendaba su tierra* la renta resultaba así un producto de la liberalidad de la naturaleza que la dase terrateniente podía anexar como atributo de su derecho de propiedad, Y como el progreso de la sociedad aumentaba el valor dado a estas escasas cualidades de la naturaleza, había que reabrir a tierras cada vez menos fértiles con lo que el margen de cultivo se ampliaba y la renta tendía a subir. Con el desarrollo del industrialismo los salarios tienden a permanecer en o cerca del nivel de subsistencia (debido a la ley de la población y a la competencia de los trabajadores por el empleo), el tipo de utilidad (con la acumulación progresiva del capital, la caída de los precios y ia elevación del costo de la producción agrícola) tendería a caer y al mismo tiempo y las rentas tenderían a elevarse. La exclusión de la renta del problema del valor del mercado --excluida como elemento determinante de los precios por el fallo, que ha sembrado tanta confusión, de que "la renta no entra en el costo de producción'-- era completamente formal. Era un engaño en su estructura analítica, era un engaño en su definición, la más sencilla de las tautologías y nada más. Si el precio se igualaba al costo en el margen, entonces la renta no tenía nada que ver con él por la simple razón de que la renta no aparecía en el margen. Pero seguía siendo verdad que si se hablaba del costo medio de la producción de productos agrícolas, la renta aparecía porque era menor la cantidad de equivalentes del costo de la agricultura en el intercambio del mercado por un costo equivalente dado producido por la manufactura. En otras palabras, la renta aparecía porque el precio del trigo se elevaba por encima del costo medio de la producción del trigo. Pero había que decir en favor de la tautología ricardiana lo siguiente: la razón de la elevación de este precio agrícola era la limitación de los recursos naturales y no la obra mudable de las instituciones o de las restricciones hechas por el hombre.
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El terrateniente, en su papel de dueño de propiedades naturales limitadas, era un agente pasivo y no deliberado de dicho proceso, y la aparición de la renta estaba de acuerdo con el ―orden natural" de relaciones de intercambios o de valores: no lo violaba.
categoría de un excedente. El costo real que era igual á trabajo más abstinencia. El costo nominal' y el precio eran iguales a salario más beneficio. Por lo tanto, los valores del mercado coincidían con el costo real. El dilema de Ricardo parecía resuelto. Pero la solución no era solución.
Pero a Ricardo preocupaban menos las características cualitativas de la renta y el beneficio que Ion factores que las hacían variar y que la insistencia en el antagonismo de clases que existía en ello». Y en esto fue claramente un defensor del nuevo orden industrial. Su teoría de la renta como un excedente obtenida a expensas de las clases industriales y como una carga sobre sus ingresos, fue una artillería pesada teórica contra los intereses de los terratenientes y contra la legislación, como las ―Leyes de Granos" {Corn Laws) que, al aumentar la renta, reducían los beneficios.
Una vez que fue abandonada la concepción unitaria del costo real, la posibilidad de usarla como un concepto de equivalencia entre mercancías necesariamente se vino abajo: resulta ya ocioso investigar si las cosas se cambiaban o no en el mercado sobre, la base de dichos equivalentes. Teníamos ahora dos seudo cantidades disímiles -"trabajo" y "abstinencia"- cualitativamente diferentes. ¿Cómo igualarlas para formar una cantidad única: el costo real? ¿Se iba a igualar una hora de trabajo con la abstinencia del goce de $ 10.00 en una hora, un día, una semana o un año? El "costo real" subsistió nada más como un expediente de catalogación para abarcar dos categorías disímiles que sólo podían igualarse en términos de dinero, es decir, en términos de sus valores de mercado, que dependían ellos mismos, por supuesto, del valor que en el mercado tenia el dinero. Si las primeras reflejaban a este último ¿cómo podían basarse en él? ¿Qué sentido tenían las investigaciones sobre la identidad de ambos? Quizá una psicología hedonista, que explica la conducta humana como movida por previsiones de placer y dolor, podría llegar a una solución reduciendo ambos -"abstinencia" y "trabajo"- a los términos de una sola cantidad: "dolor". Pero esta solución, aunque fue sugerida, nunca llegó a definirse con claridad. Si lo hubiera sido es probable que el concepto de sacrificio hubiera tenido que ser despojado en gran parte del sentido que generalmente se le da. De cualquier modo, es muy discutible que tal solución fuera aceptada en la actualidad. Así las cosas, Senior encontró una dificultad enorme, en mi opinión insuperable, para fijar les límites de su concepto de la abstinencia, ¿Había "sacrificio" o "costo real" implícito en el préstamo de bienes que habían sido heredados, así como en el préstamo de bienes que habían sido acumulados de nuestras propias rentas? Si así era, ¿qué diferencia había entre el préstamo de una fábrica o de un ferrocarril y el préstamo de una parcela? Si no era así -según opinaba Sénior-- ¿por qué un limite tan arbitrario para las virtudes del sacrificio? En tanto que costo real significara "sacrificio" parecía no haber solución: no podemos sacrificar sino lo que tenemos, y el sacrificio resulta sencillamente una "función" de las oportunidades que te presenten, varía según esas mismas oportunidades y no constituye de ningún modo nada fundamental. La búsqueda de una teoría del valor fue ya nada más una búsqueda empírica -una compilación de las diversas causas inmediatas de las variaciones en el precio del mercado-- que no podía proporcionar ningún juicio respecto a la adecuación "natural", propiedad, conveniencia u otras condiciones del sistema de equivalentes de cambio que establecía el mercado. Pero había más: una vez que desapareció un sistema adecuado de costo real, no hubo ya base para ninguna distinción fundamental entre producto bruto y producto neto, y el concepto de excedente no tuvo ya ningún sentido aplicable.
Fue el economista burgués por excelencia porque presentó, más clara y plenamente que nadie antes de él, el "orden económico natural" como una unidad conceptual, y de progreso como consistiendo esencialmente en el proceso de industrialización capitalista. Con él llegó al cénit la Economía Política burguesa. Sus continuadores inmediatos apenas hicieron otra cosa que repetir y desarrollar sus ideas. John Stuart Mill (1806-1873), con todas sus cualidades indiscutibles, fue en el fondo una inteligencia cauta y sin originalidad, que representó el papel de un cuidadoso editor, comentarista e intérprete de la Economía Política, más que el de un inventor de nuevas ideas. DESPUÉS DE RICARDO La característica más importante de la Economía Política clásica posterior a Ricardo ha sido generalmente considerada como un señalado progreso. Vino indudablemente como un intento para salvar el impasse al que había llegado Ricardo en su empeño de identificar los valores del mercado con el costo real. Dentro de una perspectiva correcta creo que esto debe verse como un síntoma de decadencia, pues significaba de hecho abandonar la parte más fundamental del problema que sostenía investigación fisiocrática, y pasarse hada el empirismo y el eclecticismo. La solución intentada no era en realidad una solución: no hacía más que esquivar el problema. Consistió en abandonar virtualmente la concepción de costo real objetivo. El ―costo real‖ se conservó de nombre, pero varió su contenido, con lo que fue bastante para cambiar y destruir su significación esencial. Fue Adam Smith el primero que importó la frase ''afán y pena" al problema del costo real; pero cuando se refería al trabajo como base del valor, parecía que lo tomaba con más frecuencia en su sentido original y objetivo de gasto material y concreto de energía humana que en ningun sentido subjetivo y psicológico. Con los sucesores e intérpretes de Ricardo la concepción de costo real descansó ya franca y plenamente sobre una base subjetiva. Mc Cullock había definido el "valor real" como dependiente de "la cantidad de trabajo necesario‖; pero al mismo tiempo parece haber definido el "afán y pena" de Smith como medidas por "el sacrificio" de aquellos que lo realizan (el trabajo). Y después de él el ―costo real‖ se volvió dramáticamente algo psicológico -una aversión o mental--. Dado este cambio de contenido, el siguiente paso fue lógicamente la "abstinencia" de Sénior (la renuncia a consumir en el presente para ahorrar e invertir), como una segunda categoría del costo real; la "abstinencia" daba la "explicación‖ del beneficio y no clasificaba ya a éste dentrq de la
SALARIO, PRECIO Y GANANCIA- Carlos Marx ¡Ciudadanos! Antes de entrar en el tema, permitidme hacer algunas observaciones preliminares. En el continente reina ahora una verdadera epidemia de huelgas y se alza un clamor general pidiendo aumento de salarios. El problema ha de plantearse en nuestro Congreso. Vosotros, como dirigentes de la Asociación Internacional, debéis tener un criterio firme ante este problema fundamental. Por eso,
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me he creído en el deber de tratar a fondo la cuestión, aun a trueque de someter vuestra paciencia a una dura prueba. Debo hacer otra observación previa con respecto al ciudadano Weston. Este ciudadano, creyendo actuar en interés de la clase obrera, ha desarrollado ante vosotros, y además ha defendido públicamente, opiniones que él sabe son profundamente impopulares entre la clase obrera. Esta prueba de valentía moral debe merecer el alto aprecio de todos nosotros. Espero que, a pesar del tono nada halagüeño de mi conferencia, el ciudadano Weston verá al final de ella que coincido con la acertada idea que, a mi modo de ver, sirve de base a sus tesis, las cuales sin embargo, en su forma actual, no puedo por menos de juzgar como teóricamente falsas y prácticamente peligrosas. Con esto paso directamente a la cuestión que nos ocupa. I. PRODUCCION Y SALARIOS El argumento del ciudadano Weston se basa, en realidad, en dos premisas: 1) que el volumen de la producción nacional es una cosa fija, una cantidad o magnitud constante, como dirían los matemáticos; 2) que la suma de los salarios reales, es decir, salarios medidos por la cantidad de mercancías que puede ser comprada con ellos, es también una suma fija, una magnitud constante. Pues bien, su primer aserto es evidentemente erróneo. Veréis que el valor y el volumen de la producción aumentan de año en año, que las fuerzas productivas del trabajo nacional crecen y que la cantidad de dinero necesaria para poner en circulación esta producción creciente varía sin cesar. Lo que es cierto al final de cada año y respecto a distintos años comparados entre sí, lo es también respecto a cada día medio del año. El volumen o la magnitud de la producción nacional varía continuamente. No es una magnitud constante, sino variable, y no tiene más remedio que serlo, aun prescindiendo de las fluctuaciones de la población, por los continuos cambios que se operan en la acumulación de capital y en las fuerzas productivas del trabajo. Es completamente cierto que si hoy se implantase un aumento en el tipo general de salario, este aumento, por sí solo, cualesquiera que fuesen sus resultados ulteriores, no haría cambiar inmediatamente el volumen de la producción. En un principio tendría que arrancar del estado de cosas existente. Y si la producción nacional, antes de la subida de salarios, era variable y no fija, lo seguiría siendo también después de la subida. Pero, admitamos que el volumen de la producción nacional fuese constante y no variable. Aun en este caso, lo que nuestro amigo Weston cree una conclusión lógica, seguiría siendo una afirmación gratuita. Si tomo un determinado número, digamos 8, los límites absolutos de esta cifra no impiden que varíen los límites relativos de sus componentes. Supongamos que la ganancia fuese igual a 6 y los salarios igual a 2: los salarios podrían aumentar hasta 6 y la ganancia descender hasta 2, pero la cifra total seguiría siendo 8. Así, pues, el volumen fijo de la producción no llegará jamás a probar la suma fija de los salarios. ¿Cómo prueba, pues, nuestro amigo Weston esa fijeza? Sencillamente, afirmándola. Pero, aunque diésemos por buena su afirmación, ésta tendría efecto en los dos sentidos, y él sólo quiere que valga en uno. Si el volumen de los salarios representa una magnitud constante, no se podrá aumentar ni disminuir. Por tanto, si los obreros obran neciamente cuando arrancan un aumento temporal de salarios, no menos neciamente obrarían los capitalistas al imponer una rebaja transitoria de jornales. Nuestro amigo Weston no niega que, en ciertas circunstancias, los obreros pueden arrancar un aumento de salarios; pero, como según él la suma de salarios es fija por ley natural, este aumento provocará necesariamente una reacción. El sabe también, por otra parte, que los capitalistas pueden imponer una rebaja de salarios, y la verdad es que lo intentan continuamente. Según el principio de la constancia de los salarios, en este caso debería seguir una reacción,
exactamente lo mismo que en el caso anterior. Por tanto, los obreros obrarían acertadamente reaccionando contra las re bajas de los salarios o los intentos de ellas. Obrarían, por tanto, acertadamente al arrancar aumentos de salarios, pues toda reacción contra una rebaja de salarios es una acción por su aumento. Por consiguiente, según el principio de la estabilidad de los salarios, que sostiene el mismo ciudadano Weston, los obreros deben, en ciertas circunstancias, unirse y luchar por el aumento de sus jornales. Si él niega esta conclusión, tendría que renunciar a la premisa de la cual se deduce. No debe decir que el volumen de los salarios es una cantidad constante, sino que, aunque no puede ni debe aumentar, puede y debe disminuir siempre que al capital le plazca rebajarlo. Si al capitalista le place alimentaros con patatas en vez de daros carne, y con avena en vez de trigo, debéis aceptar su voluntad como una ley de la Economía Política y someteros a ella. Si en un país, por ejemplo en los Estados Unidos, los tipos de salarios son más altos que en otro, por ejemplo en Inglaterra, debéis explicaros esta diferencia como una diferencia entre la voluntad del capitalista norteamericano y la del capitalista inglés; método éste que, ciertamente, simplificaría mucho, no ya el estudio de los fenómenos económicos, sino el de todos los demás fenómenos. Pero, aun así, habría que preguntarse: ¿por qué la voluntad del capitalista norteamericano difiere de la del capitalista inglés? Y, para poder contestar a esta pregunta, no tendríamos más remedio que traspasar los dominios de la voluntad. Un cura podría decirme que Dios en Francia quiere una cosa y en Inglaterra otra. Y si le apremio a que me explique esa doble voluntad, podría tener el descaro de contestarme que está en los designios de Dios tener una voluntad en Francia y otra distinta en Inglaterra Pero, seguramente, nuestro amigo Weston nunca convertirá en argumento esta negación completa de todo raciocinio. Indudablemente, la voluntad del capitalista consiste en embolsarse lo más que pueda. Y lo que hay que hacer no es discurrir acerca de lo que quiere, sino investigar su poder, los límites de este poder y el carácter de estos límites. II. PRODUCCION, SALARIOS, GANANCIAS La conferencia que nos ha dado el ciudadano Weston podría haberse comprimido hasta caber en una cáscara de nuez. Toda su argumentación se redujo a lo siguiente: si la clase obrera obliga a la clase capitalista a pagarle, en forma de salario en dinero, cinco chelines en vez de cuatro, el capitalista le devolverá en forma de mercancías el valor de cuatro chelines en vez del valor de cinco. La clase obrera tendrá que pagar ahora cinco chelines por lo que antes de la subida de salarios le costaba cuatro. ¿Y por qué ocurre esto? ¿Por qué el capitalista sólo entrega el valor de cuatro chelines por cinco chelines? Porque la suma de los salarios es fija. Peto, ¿por qué se cifra precisamente en cuatro chelines de valor en mercancías? ¿Por qué no se cifra en tres o en dos, o en otra suma cualquiera? Si el límite de la suma de los salarios está fijado por una ley económica, independiente tanto de la voluntad del capitalista como de la del obrero, lo primero que hubiera debido hacer el ciudadano Weston, era exponer y demostrar esta ley. Hubiera debido demostrar, además, que la suma de salarios que se abona realmente en cada momento dado coincide siempre exactamente con la suma necesaria de los salarios, sin desviarse jamás de ella. En cambio, si el límite dado de la suma de salarios depende de la simple voluntad del capitalista o de los límites de su codicia, trátase de un límite arbitrario, que no encierra nada de necesario, que puede variar por voluntad del capitalista y que puede también, por tanto, hacerse variar contra su voluntad.
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El ciudadano Weston ilustró su teoría diciéndonos que si una sopera contiene una determinada cantidad de sopa, destinada a determinado número de personas, la cantidad de sopa no aumentará porque aumente el tamaño de las cucharas. Me permitirá que encuentre este ejemplo poco sustancioso. Me recuerda en cierto modo el apólogo de que se valió Menenio Agripa. Cuando los plebeyos romanos se pusieron en huelga contra los patricios, el patricio Agripa les contó que el estómago patricio alimentaba a los miembros plebeyos del cuerpo político. Lo que no consiguió Agripa fue demostrar que se alimenten los miembros de un hombre llenando el estómago de otro. El ciudadano Weston, a su vez, se olvida de que la sopera de que comen los obreros contiene todo el producto del trabajo nacional y que lo que les impide sacar de ella una ración mayor no es la pequeñez de la sopera ni la escasez de su contenido, sino sencillamente el reducido tamaño de sus cucharas. ¿Qué artimaña permite al capitalista devolver un valor de cuatro chelines por cinco? La subida de los precios de las mercancías que vende. Ahora bien; la subida de los precios o, dicho en términos más generales, las variaciones de los precios de las mercancías, y los precios mismos de éstas, ¿dependen acaso de la simple voluntad del capitalista o, por el contrario, tienen que darse ciertas circunstancias para que prevalezca esa voluntad? Si no ocurriese esto último, las alzas y bajas, las oscilaciones incesantes de los precios del mercado serían un enigma indescifrable. Si admitimos que no se ha operado en absoluto ningún cambio, ni en las fuerzas productivas del trabajo, ni en el volumen del capital y trabajo invertidos, ni en el valor del dinero en que se expresa el valor de los productos, sino que cambia tan sólo el tipo de salarios, ¿cómo puede esta alza de salarios influir en los precios de las mercanáas? Solamente influyendo en la proporción existente entre la oferta y la demanda de ellas. Es absolutamente cierto que la clase obrera, considerada en conjunto, invierte y tiene forzosamente que invertir sus ingresos en artículos de primera necesidad. Una subida general del tipo de salarios determinaría, por tanto, un aumento en la demanda de estos artículos de primera necesidad y provocaría, con ello, un aumento de sus precios en el mercado. Los capitalistas que producen estos artículos de primera necesidad, se resarcirían del aumento de salarios con el alza de los precios de sus mercancías. Pero, ¿qué ocurriría con los demás capitalistas, que no producen artículos de primera necesidad? Y no creáis que éstos son pocos. Si tenéis en cuenta que dos terceras partes de la producción nacional son consumidas por una quinta parte de la población -- un diputado de la Cámara de los Comunes afirmó hace poco que estos consumidores formaban sólo la séptima parte de la población --, podréis imaginaros qué parte tan enorme de la producción nacional se destina a artículos de lujo o se cambia por ellos y qué cantidad tan inmensa de artículos de primera necesidad se derrocha en lacayos, caballos, gatos, etc., derroche que, según nos enseña la experiencia, llega siempre a ser limitado considerablemente al aumentar los precios de los artículos de primera necesidad. Pues bien, ¿cuál sería la situación de estos capitalistas que no producen artículos de primera necesidad? Estos capitalistas no podrían resarcirse de la baja de su cuota de ganancia, efecto de una subida general de salarios, elevando los precios de sus mercancías, puesto que la demanda de éstas no aumentaría Sus ingresos disminuirían, y de estos ingresos mermados tendrían que pagar más por la misma cantidad de artículos de primera necesidad que subieron de precio. Pero la cosa no pararía aquí. Como sus ingresos habrían disminuído, ya no podrían gastar tanto en artículos de lujo, con lo cual descendería también la demanda mutua de sus respectivas mercancías. Y, a consecuencia de esta disminución de la demanda, bajarían los precios de sus mercancías. Por tanto, en estas ramas industriales, la cuota de ganancia no sólo descendería en simple proporción al aumento general del
tipo de los salarios, sino que este descenso sería proporcionado a la acción conjunta de la subida general de salarios, del aumento de precios de los artículos de primera necesidad y de la baja de precios de los artículos de lujo. ¿Cuál sería la consecuencia de esta diversidad en cuanto a las cuotas de ganancia de los capitales colocados en las diferentes ramas de la industria? La misma consecuencia que se produce siempre que, por la razón que sea, se dan diferencias en las cuotas medias de ganancia de las diversas ramas de producción. El capital y el trabajo se desplazarían de las ramas menos rentables a las más rentables; y este proceso de desplazamiento duraría hasta que la oferta de una rama industrial aumentase proporcionalmente a la mayor demanda y en las demás ramas industriales disminuyese conforme a la menor demanda. Una vez operado este cambio, la cuota general de ganancia volvería a nivelarse en las diferentes ramas de la industria. Como todo aquel trastorno obedecía en un principio a un simple cambio en cuanto a la relación entre la oferta y la demanda de diversas mercancías, al cesar la causa cesarían también los efectos, y los precios volverían a su antiguo nivel y recobrarían su antiguo equilibrio. La baja de la cuota de ganancia por efecto de los aumentos de salarios, en vez de limitarse a unas cuantas ramas industriales, se generalizaria. Según el supuesto de que partimos, no se introduciría ningún cambio ni en las fuerzas productivas del trabajo ni en el volumen global de la producción, sino que aquel volumen de producción dado se limitaría a cambiar de forma. Ahora, estaría representada por artículos de primera necesidad una parte mayor del volumen de producción y sería menor la parte integrada por los artículos de lujo, o, lo que es lo mismo, disminuiría la parte destinada a cambiarse por mercancías de lujo importadas del extranjero y consumida en esta forma; o lo que también resulta lo mismo, una parte mayor de la producción nacional se cambiaría por artículos de primera necesidad importados, en vez de cambiarse por artículos de lujo. Por tanto, después de trastornar temporalmente los precios del mercado, la subida general del tipo de salarios sólo conduciría a una baja general de la cuota de ganancia, sin introducir ningún cambio permanente en los precios de las mercancías. Y si se me dice que en la anterior argumentación doy por supuesto que todo el incremento de los salarios se invierte en artículos de primera necesidad, replicaré que parto del supuesto más favorable para el punto de vista del ciudadano Weston. Si el incremento de los salarios se invirtiese en objetos que antes no entraban en el consumo los obreros, no sería necesario pararse a demostrar que su poder adquisitivo había experimentado un aumento real. Pero, como no es más que la consecuencia de la subida de los salarios, este aumento del poder adquisitivo del obrero tiene que corresponder exactamente a la disminución del poder adquisitivo de los capitalistas. Es decir, que la demanda global de mercancías no aumentaría, sino que cambiarían los elementos integrantes de esta demanda. El aumento de la demanda de un lado se compensaría con la disminución de la demanda de otro lado. Por este camino, como la demanda global permanece invariable, no se operaría ningún cambio en los precios de las mercancías. Os veis, por tanto, situados ante un dilema. Una de dos: o el incremento de los salarios se invierte por igual en todos los artículos de consumo, en cuyo caso la expansión de la demanda por parte de la clase obrera tiene que compensarse con la contracción de la demanda por parte de la clase capitalista; o el incremento de los salarios sólo se invierte en determinados artículos cuyos precios en el mercado aumentarán temporalmente: en este caso, el alza y la baja respectiva de la cuota de ganancia en unas y otras ramas industriales provocarán un cambio en cuanto a la distribución del capital y el trabajo, entre tanto la oferta se acople en una rama a la mayor demanda y en otras a la demanda menor.
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En el primer supuesto, no se producirá ningún cambio en los precios de las mercancías. En el segundo supuesto, tras algunas oscilaciones de los precios del mercado, los valores de cambio de las mercancías descenderán a su nivel primitivo. En ambos casos, la subida general del tipo de salarios sólo conducirá, en fin de cuentas, a una baja general de la cuota de ganancia. Para espolear vuestra imaginación, el ciudadano Weston os invitaba a pensar en las dificultades que acarearía en Inglaterra un alza general de los jornales de los obreros agrícolas, de nueve a dieciocho chelines. ¡Pensad, exclamaba, en el enorme aumento de la demanda de artículos de primera necesidad que eso supondría y, en su consecuencia, la subida espantosa de los precios a que daría lugarl Pues bien, todos sabéis que los jornales medios de los obreros agrícolas en Norteamérica son más del doble que los de los obreros agrícolas en Inglaterra, a pesar de que allí los precios de los productos agrícolas son más bajos que aquí, a pesar de que en los Estados Unidos reinan las mismas relaciones generales entre el capital y el trabajo que en Inglaterra y a pesar de que el volumen anual de la producción norteamericana es mucho más reducido que el de la inglesa. ¿Por qué, pues, nuestro amigo echa esta campana a rebato? Sencillamente, para desplazar el verdadero problema ante nosotros. Un aumento repentino de salarios de nueve a dieciocho chelines, representaría una subida repentina del 100 por 100. Ahora bien, aquí no discutimos en absoluto si en Inglaterra podría elevarse de pronto el tipo general de salario en un 100 por 100. No nos interesa para nada la cuantía del aumento, que en cada caso concreto depende de las circunstancias y tiene que adaptarse a ellas. Lo único que nos interesa es investigar en qué efectos se traduciría un alza general del tipo de salarios, aunque no exceda del uno por ciento. Dejando a un lado esta alza fantástica del 100 por 100 del amigo Weston, voy a encaminar vuestra atención hacia el aumento efectivo de salarios operado en la Gran Bretaña desde 1849 hasta 1859. Todos conocéis la ley de las diez horas, o mejor dicho, de las diez horas y media, promulgada en 1848. Fue uno de los mayores cambios económicos que hemos presenciado. Representaba un aumento súbito y obligatorio de salarios, no ya en algunas industrias locales, sino en las ramas industriales que van a la cabeza, y por medio de las cuales Inglaterra domina los mercados del mundo. Era una subida de salarios que se operaba en circunstancias excepcionalmente desfavorables. El doctor Ure, el profesor Senior y todos los demás portavoces oficiales de la burguesía en el campo de la Economía demostraron -- con razones mucho más sólidas que nuestro amigo Weston, debo decir -que aquello era tocar a muerto por la industria inglesa. Demostraron que no se trataba de un aumento de salarios puro y simple, sino de un aumento de salarios provocado por la disminución de la cantidad de trabajo invertido y basado en ella. Afirmaban que la duodécima hora, que se quería arrebatar al capitalista, era precisamente la única en que éste obtenía su ganancia. Amenazaron con el descenso de la acumulación, la subida de los precios, la pérdida de mercados, el decrecimiento de la producción, la reacción consiguiente sobre los salarios y, por último, la ruina. En realidad, sostenían que las leyes del máximo[2] de Maximiliano Robespierre eran, comparadas con aquello, una pequeñez; y en cierto sentido tenían razón. ¿Y cuál fue, en realidad, el resultado? Que los salarios en dinero de los obreros fabriles aumentaron a pesar de haberse reducido la jornada de trabajo, que creció considerablemente el número de obreros fabriles ocupados, que bajaron constantemente los precios de sus productos, que se desarrollaron maravillosamente las fuerzas productivas de su trabajo y se dilataron en proporciones inauditas y cada vez mayores los mercados para sus artículos.
Yo mismo pude escuchar en Manchester, en 1860, en una asamblea convocada por la Sociedad para el Fomento de la Ciencia, cómo el señor Newman confesaba que él, el doctor Ure, Senior y todos los demás representantes oficiales de la ciencia económica se habían equivocado, mientras que el instinto del pueblo había sabido ver certeramente. Cito aquí a W. Newman[3] y no al profesor Francis Newman, porque aquél ocupa en la ciencia económica una posición preeminente como colaborador y editor de la Historie de los Precios [4], de Mr. Thomas Tooke, esta obra magnífica, que estudia la historia de los precios desde 1793 hasta 1856. Si la idea fija de nuestro amigo Weston acerca del volumen fijo de los salarios, de un volumen de producción fijo, de un grado fijo de fuerzas productivas del trabajo, de una voluntad fija y permanente de los capitalistas y todo lo demás fijo y definitivo en Weston fuesen exactos, el profesor Senior habría acertado con sus sombrías predicciones, y en cambio se habría equivocado Roberto Owen, que ya en 1816 proclamaba una limitación general de la jornada de trabajo como el primer paso preparatorio para la emancipación de la clase obrera[5], implantándola él mismo por su cuenta y riesgo en su fábrica textil de New Lanark, frente al prejuicio generalizado. En la misma época en que se implantaba la ley de las diez horas y se producía el subsiguiente aumento de los salarios, tuvo lugar en la Gran Bretaña, por razones que no cabe exponer aquí, una subida general de los jornales de los obreros agrícolas. Aunque no es necesario para mi objeto inmediato, haré unas indicaciones previas para no induciros a error. Si una persona percibe dos chelines de salario a la semana y éste se le sube a cuatro chelines, el tipo de salario habrá aumentado en el 100 por 100. Esto, expresado como aumento del tipo de salario, parecería algo maravilloso, aunque en realidad la cuantía efectiva del salario, o sea cuatro chelines a la semana, siga siendo un mísero salario de hambre. Por tanto, no debéis dejaros fascinar por los altisonantes tantos por ciento en el tipo de salario, sino preguntar siempre cuál era la cuantía primitiva del jornal. Además, comprenderéis que si hay diez obreros que ganan cada uno dos chelines a la semana, cinco obreros que ganan cinco chelines cada uno y otros cinco que ganan once, entre los veinte ganarán cien chelines o cinco libras esterlinas a la semana. Si luego la suma global de estos salarios semanales aumenta, digamos en un 20 por 100, arrojará una subida de cinco libras a seis. Fijándonos en el promedio, podríamos decir que, el tipo general de salarios ha aumentado en un 20 por 100, aunque en realidad los salarios de los diez obreros no varíen y los salarios de uno de los dos grupos de cinco obreros sólo aumenten de cinco chelines a seis por persona, aumentando la suma de salarios del otro grupo de cinco obreros de cincuenta y cinco a setenta. Aquí, la mitad de los obreros no mejoraría absolutamente en nada de situación, la cuarta parte experimentaría un alivio insignificante, y sólo la cuarta parte restante obtendría una mejora efectiva. Pero, calculando la media, la suma global de salarios de estos veinte obreros aumentaría en un 20 por 100, y en lo que se refiere al capital global para el que trabajan y los precios de las mercancías que producen, sería exactamente lo mismo que si todos participasen por igual en la subida media de los salarios. En el caso de los obreros agrícolas, como el nivel de los salarios abonados en los distintos condados de Inglaterra y Escocia difiere considerablemente, el aumento les afectó de un modo muy desigual. Finalmente, durante la época en que tuvo lugar aquella subida de salarios se manifestaron también influencias que la contrarrestaban, tales como los nuevos impuestos que trajo consigo la guerra rusa, la demolición extensiva de las viviendas de los obreros agrícolas[6], etc.
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Después de tantos prolegómenos, paso a consignar que de 1849 a 1859 el tipo medio de salarios de los obreros del campo en la Gran Bretaña experimentó un aumento de alrededor del cuarenta por ciento. Podría aduciros copiosos detalles en apoyo de mi afirmación, pero para el objeto que se persigue creo que bastará con remitiros a la concienzuda y crítica conferencia que el difunto Mr. John C. Morton dio en 1860, en la Sociedad de las Artes de Londres sobre Las fuerzas aplicadas en la agricultura [7]. El señor Morton expone los datos estadísticos sacados de las cuentas y otros documentos auténticos de unos cien agricultores, en doce condados de Escocia y treinta y cinco de Inglaterra. Según el punto de vista de nuestro amigo Weston, y considerando además el alza simultánea operada en los salarios de los obreros fabriles, durante los años 1849-1859, los precios de los productos agrícolas hubieran debido experimentar un aumento enorme. Pero, ¿qué aconteció, en realidad? A pesar de la guerra rusa y de las malas cosechas que se dieron consecutivamente de los años 1854 a 1856, los precios medios del trigo, que es el principal producto agrícola de Inglaterra, bajaron de unas tres libras esterlinas por quarter, a que se había cotizado durante los años de 1838 a 1848, hasta unas dos libras y diez chelines el quarter, a que se cotizó de 1849 a 1859. Esto representa una baja del precio del trigo de más del 16 por loo, con un alza media simultánea del 40 por 100 en los jornales de los obreros agrícolas. Durante la misma época, si comparamos el final con el comienzo, es decir, el año 1859 con el de 1849, la cifra del pauperismo oficial desciende de 934.419 a 860.470, lo que supone una diferencia de 73.949 pobres; reconozco que es una disminución muy pequeña, que además vuelve a desaparecer en los años siguientes; pero es, con todo, una disminución. Se nos podría decir que, a consecuencia de la derogación de las leyes cerealistas[8], la importación de cereal extranjero durante el período de 1849 a 1859 aumentó en más de dos veces, comparada con la de 1838 a 1848. Y ¿qué se infiere de esto? Desde el punto de vista del ciudadano Weston, hubiera debido suponerse que esta enorme demanda repentina y sin cesar creciente sobre los mercados extranjeros había hecho subir hasta un nivel espantoso los precios de los productos agrícolas, puesto que los efectos de la creciente demanda son los mismos cuando procede de fuera que cuando proviene de dentro. Pero, ¿qué ocurrió, en realidad? Si se exceptúa algunos años de malas cosechas, vemos que en Francia se quejan constantemente, durante todo este tiempo, de la ruinosa baja del precio del trigo; los norteamericanos veíanse constantemente obligados a quemar el sobrante de su producción, y Rusia, si hemos de creer al señor Urquhart, atizó la guerra civil en los Estados Unidos porque sus exportaciones agrícolas estaban paralizadas por la competencia yanqui en los mercados de Europa. Reducido a su forma abstracta, el argumento del ciudadano Weston se traduciría en lo siguiente: todo aumento de la demanda se opera siempre sobre la base de un volumen dado de producción. Por tanto, no puede hacer aumentar nunca la oferta de ¿os artículos apetecidos, sino solamente hacer subir su precio en dinero. Ahora bien, la más común observación demuestra que, en algunos casos, el aumento de la demanda no altera para nada los precios de las mercancías, y que en otros casos provoca un alza pasajera de los precios del mercado, a la que sigue un aumento de la oferta, seguido a su vez por la baja de los precios hasta su nivel primitivo, y en muchos casos por debajo de él. El que el aumento de la demanda obedezca al alza de los salarios o a otra causa cualquiera, no altera para nada los términos del problema. Desde el punto de vista del ciudadano Weston, tan difícil resulta explicarse el fenómeno general como el que se revela bajo las circunstancias excepcionales de una subida de salarios. Por tanto, su argumento no ha demostrado nada en cuanto al objeto que nos
ocupa. Sólo pone de manifiesto su perplejidad ante las leyes por virtud de las cuales una mayor demanda provoca una mayor oferta y no un alza definitiva de los precios del mercado. III. SALARIOS Y DINERO Al segundo día de debate, nuestro amigo Weston vistió su vieja afirmación con nuevas formas. Dijo: al producirse un alza general de los salarios en dinero, se necesitará más dinero contante para abonar los mismos salarios. Siendo la cantidad de dinero circulante una cantidad fija, ¿cómo vais a poder pagar, con esa suma fija de dinero circulante, una suma mayor de salarios en dinero? En un principio, la dificultad surgía de que, aunque subiese el salario en dinero del obrero, la cantidad de mercancías que le estaba asignada era fija; ahora, surge del aumento de los salarios en dinero, a pesar de existir un volumen fijo de mercancías. Y, naturalmente, si rechazáis su dogma originario, desaparecerán también los perjuicios concomitantes. Voy a demostraros, sin embargo, que este problema del dinero circulante no tiene nada absolutamente que ver con el tema que nos ocupa. En vuestro país, el mecanismo de pagos está mucho más perfeccionado que cn ningún otro país de Europa. Gracias a la extensión y concentración del sistema bancario, se necesita mucho menos dinero circulante para poner en circulación la misma cantidad de valores y realizar el mismo o mayor número de operaciones. En lo que respecta, por ejemplo, a los salarios, el obrero fabril inglés entrega semanalmente su salario al tendero, que lo envía todas las semanas al banquero; éste lo devuelve semanalmente al fabricante, quien vuelve a pagarlo a sus obreros, y así sucesivamente. Gracias a este mecanismo, el salario anual de un obrero, que ascienda, supongamos, a cincuenta y dos libras esterlinas, puede pagarse con un solo soberano que recorra todas las semanas el mismo ciclo. Incluso en Inglaterra, este mecanismo de pagos no es tan perfecto como en Escocia, y no en todas partes presenta la misma perfección; por eso vemos que, por ejemplo, en algunas comarcas agrícolas se necesita, si las comparamos con las comarcas fabriles, mucho más dinero circulante para poner en circulación un volumen más pequeño de valores. Si cruzáis el Canal, veréis que los salarios en dinero son mucho más bajos que en Inglaterra, a pesar de lo cual en Alemania, en Italia, en Suiza y en Francia éstos se ponen en circulación mediante una cantidad mucho mayor de dinero circulante. El mismo soberano no va a parar tan rápidamente a manos del banquero, ni retorna con tanta prontitud al capitalista industrial; por eso, en lugar del soberano necesario para poner en circulación cincuenta y dos libras esterlinas al año, para abonar un salario anual que ascienda a la suma de veinticinco libras se necesitan tal vez tres soberanos. De este modo, comparando los países del continente con Inglaterra, veréis en seguida que salarios en dinero bajos pueden exigir, para su circulación, cantidades mucho mayores de dinero circulante que los salarios altos, y que esto no es, en realidad, más que un problema puramente técnico, que nada tiene que ver con el tema que nos ocupa. Según los mejores cálculos que conozco, los ingresos anuales de la clase obrera de este país pueden cifrarse en unos 250 millones de libras esterlinas. Esta enorme suma se pone en circulación mediante unos tres millones de libras. Supongamos que se produzca una subida de salarios del 50 por loo. En vez de tres millones, se necesitarían cuatro millones y medio en dinero circulante. Como una parte considerable de los gastos diarios del obrero se cubre con plata y cobre, es decir, con simples signos monetarios, cuyo valor en relación al oro se fija arbitrariamente por la ley, al igual que el valor del papel moneda no canjeable, resulta que esa subida del 50 por 100 en los salarios en dinero supondría, en el peor de los casos, el aumentar la circulación, digamos, en un millón de soberanos. Se lanzaría a la circulación un millón, que ahora está reposando en los sótanos del Banco de Inglaterra o
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en las cajas de la Banca privada, en forma de lingotes o de moneda acuñada. E incluso podría ahorrarse, y se ahorraría efectivamente, el gasto insignificante que supondría la acuñación suplementaria o el adicional desgaste de ese millón, si la necesidad de aumentar el dinero puesto en circulación produjese algún rozamiento. Todos sabéis que el dinero circulante de este país se divide en dos grandes ramas. Una parte, consistente en billetes de banco de las más diversas clases, se emplea en las transacciones entre comerciantes, y también en las transacciones entre comerciantes y consumidores, para saldar los pagos más importantes; otra parte de los medios de circulación, la moneda de metal, circula en el comercio al por menor. Aunque distintas, estas dos dases de medios de circulación se mezclan y combinan mutuamente. Así, las monedas de oro circulan, en una buena proporción, incluso en pagos importantes, para cubrir las cantidades fraccionarias inferiores a cinco libras. Pues bien: si mañana se emitiesen billetes de cuatro libras, de tres o de dos, el oro que llena estos canales de circulación, saldría en seguida de ellos y afluiría a aquellos canales en que fuese necesario para atender a la subida de los jornales en dinero. Por este procedimiento, podría abastecerse el millón adicional exigido por la subida de los salarios en un 50 por 100, sin añadir ni un solo soberano. Y el mismo resultado se conseguiría, sin emitir ni un billete de banco adicional, con sólo aumentar la circulación de letras de cambio, como ocurrió durante mucho tiempo en el condado de Lancaster. Si una subida general del tipo de salarios, por ejemplo del 100 por 100, como el ciudadano Weston supone respecto a los salarios de los obreros del campo, provocase una gran alza en los precios de los artículos de primera necesidad y exigiese, según sus conceptos, una suma adicional de medios de pago, que no podría conseguirse, una baja general de salarios debería producir el mismo resultado y en idéntica proporción, aunque en sentido inverso. Pues bien, todos sabéis que los años 1858 a 1860 fueron los años más prósperos para la industria algodonera y que sobre todo el año de 1860 ocupa a este respecto un lugar único en los anales del comercio; este año fue también de gran florecimiento para las otras ramas industriales. En 1860, los salarios de los obreros del algodón y de los demás obreros relacionados con esta industria fueron más altos que nunca hasta entonces. Pero vino la crisis norteamericana, y todos estos salarios viéronse reducidos de pronto a la cuarta parte, aproximadamente, de su suma anterior. En sentido inverso, esto habría supuesto una subida del 300 por 100. Cuando los salarios suben de cinco chelines a veinte, decimos que experimentan una subida del 300 por 100; Si bajan de veinte chelines a cinco, decimos que descienden el 75 por 100, pero la cuantía de la subida en un caso y de la baja en el otro es la misma, a saber: 15 chelines. Sobrevino, pues, un cambio repentino en el tipo de los salarios, como jamás se había conocido anteriormente, y el cambio afectó a un número de obreros que, si no incluimos tan sólo a los que trabajaban directamente en la industria algodonera, sino también a los que dependían indirectamente de esta industria, excedía en una mitad al número de los obreros agrícolas. ¿Acaso bajó el precio del trigo? Al contrario, subió de 47 chelines y 8 peniques por quarter, que había sido el precio medio en los tres años de 1858 a 1860, a 55 chelines y 10 peniques el quarter, según la media anual de los tres años de 1861 a 1863, Por lo que se refiere a los medios de pago, durante el año 1861 se acuñaron en la Casa de la Moneda 8.673.232 libras esterlinas, contra 3.378.102 libras que se habían acuñado en 1860; es decir, que en 1861 se acuñaron 5.295.130 libras esterlinas más que en 1860, Es cierto que el volumen de circulación de billetes de banco en 1861 arrojó 1.319.000 Iibras menos que el de 1860, Descontemos esto y aun quedará para el año 1861, comparado con el anterior año de prosperidad, 1860, un superávit de medios de circulación por valor de 3.976.130 libras, casi cuatro millones de libras esterlinas; en cambio, la reserva de oro del Banco de
Inglaterra durante este período de tiempo disminuyó, no en la misma proporción exactamente pero en una proporción aproximada. Comparad ahora el año 1862 con el año 1842. Prescindiendo del enorme aumento del valor y del volumen de las mercancías en circulación, el capital desembolsado solamente para cubrir las operaciones regulares de acciones, empréstitos, etc., de valores de los ferrocarriles, asciende, en Inglaterra y Gales, durante el año 1862, a la suma de 320.000.000 de libras esterlinas, cifra que en 1842 habría parecido fabulosa. Y, sin embargo, las sumas globales de los medios de circulación fueron casi iguales en los años 1862 y 1842; y, en términos generales, advertiréis, frente a un enorme aumento de valor no sólo de las mercancías, sino también en general de las operaciones en dinero, una tendencia a la disminución progresiva de los medios de pago. Desde el punto de vista de nuestro amigo Weston, esto es un enigma indescifrable. Si hubiese ahondado algo más en el asunto, habría visto que, prescindiendo de los salarios y suponiendo que éstos permanezcan invariables, el valor y el volumen de las mercancías puestas en circulación, y, en general, la cuantía de las operaciones en dinero concertadas, varían diariamente que la cuantía de billetes de banco emitidos varía diariamente; que la cuantía de los pagos que se efectúan sin ayuda de dinero, por medio de letras de cambio, cheques, créditos sentados en los libros, las clearing houses, varía diariamente; que en la medida en que se necesita acudir al verdadero dinero en metálico, la proporción entre las monedas que circulan y las monedas y los lingotes guardados en reserva o atesorados en los sótanos de los Bancos, varía diariamente; que la suma del oro absorbido por la circulación nacional y enviado al extranjero para los fines de la circulación internacional, varía diariamente. Habría visto que su dogma de un volumen fijo de los medios de pago es un tremendo error, incompatible con la realidad de todos los días. Se habría informado de las leyes que permiten a los medios de pago adaptarse a condiciones que varían tan constantemente, en vez de convertir su falsa concepción acerca de las leyes de la circulación monetaria en un argumento contra la subida de los salarios. IV. OFERTA Y DEMANDA Nuestro amigo Weston hace suyo el proverbio latino de repetitio est mater studiorum, que quiere decir: la repetición es la madre del estudio, razón por la cual nos repite su dogma inicial bajo la nueva forma de que la reducción de los medios de pago operada por la subida de los salarios determinaría una disminución del capital, etcétera. Después de haber tratado de sus extravagancias acerca de los medios de pago, considero de todo punto inútil detenerme a examinar las consecuencias imaginarias que él cree emanan de su imaginaria conmoción de los medios de pago. Paso, pues, inmediatamente a reducir a su expresión teórica más simple su dogma, que es siempre uno y el mismo, aunque lo repita bajo tantas formas diversas. Una sola observación pondrá de manifiesto la ausencia de sentido crítico con que trata su tema. Se declara contrario a la subida de salarios o a los salarios altos que resultarían a consecuencia de esta subida. Ahora bien, le pregunto yo: ¿qué son salarios altos y qué salarios bajos? ¿Por qué, por ejemplo, cinco chelines semanales se considera como salario bajo y veinte chelines a la semana se reputa salario alto? Si un salario de cinco es bajo en comparación con uno de veinte, el de veinte será todavía más bajo en comparación con uno de doscientos. Si alguien diese una conferencia sobre el termómetro y se pusiese a declamar sobre grados altos y grados bajos, no enseñaría nada a nadie. Lo primero que tendría que explicar es cómo se encuentra el punto de congelación y el punto de ebullición y cómo estos dos puntos determinantes obedecen a leyes naturales y no a la fantasía de los vendedores o de los fabricantes de termómetros.
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Pues bien, por lo que se refiere a los salarios y las ganancias, el ciudadano Weston no sólo no ha sabido deducir de leyes económicas esos puntos determinantes, sino que no ha sentido siquiera la necesidad de indagarlos. Se contenta con admitir las expresiones vulgares y corrientes de bajo y alto, como si estos términos tuviesen alguna significación fija, a pesar de que salta a la vista que los salarios sólo pueden calificarse de altos o de bajos comparándolos con alguna norma que nos permita medir su magnitud. El ciudadano Weston no podrá decirme por qué se paga una determinada suma de dinero por una determinada cantidad de trabajo. Si me contestase que esto lo regula la ley de la oferta y la demanda, le pediría ante todo que me dijese por qué ley se regulan, a su vez, la demanda y la oferta. Y esta contestación le pondría inmediatamente fuera de combate. Las relaciones entre la oferta y la demanda de trabajo se hallan sujetas a constantes fluctuaciones, y con ellas fluctúan los precios del trabajo en el mercado. Si la demanda excede de la oferta, suben los salarios; si la oferta rebasa a la demanda, los salarios bajan, aunque en tales circunstancias pueda ser necesario comprobar el verdadero estado de la demanda y la oferta, v. gr., por medio de una huelga o por otro procedimiento cualquiera. Pero si tomáis la oferta y la demanda como ley reguladora de los salarios, sería tan pueril como inútil clamar contra las subidas de salarios, puesto que, con arreglo a la ley suprema que invocáis, las subidas periódicas de los salarios son tan necesarias y tan legítimas como sus bajas periódicas. Y si no consideráis la oferta y la demanda como ley reguladora de los salarios, entonces repito mi pregunta anterior: ¿por qué se da una determinada suma de dinero por una determinada cantidad de trabajo? Pero enfoquemos la cosa desde un punto de vista más amplio: os equivocaríais de medio a medio, si creyerais que el valor del trabajo o de cualquier otra mercancía se determina, en último término, por la oferta y la demanda. La oferta y la demanda no regulan más que las oscilaciones pasajeras de los precios en el mercado. Os explicarán por qué el precio de un artículo en el mercado sube por encima de su valor o cae por debajo de él, pero no os explicarán jamás este valor en sí. Supongamos que la oferta y la demanda se equilibren o se cubran mutuamente, como dicen los economistas. En el mismo instante en que estas dos fuerzas contrarias se nivelan, se paralizan mutuamente y dejan de actuar en uno u otro sentido. En el instante mismo en que la oferta y la demanda se equilibran y dejan, por tanto, de actuar, el precio de una mercancía en el mercado coincide con su valor real, con el precio normal en torno al cual oscilan sus precios en el mercado. Por tanto, si queremos investigar el carácter de este valor, no tenemos que preocuparnos de los efectos transitorios que la oferta y la demanda ejercen sobre los precios del mercado. Y otro tanto cabría decir de los salarios y de los precios de todas las demás mercancías. V. SALARIOS Y PRECIOS Reducidos a su expresión teórica más simple, todos los argumentos de nuestro amigo se traducen en un solo y único dogma: "Los precios de las mercancías se determinan o regulan por los salarios ". Frente a este anticuado y desacreditado error, podría invocar el testimonio de la observación práctica. Podría deciros que los obreros fabriles, los mineros, los trabajadores de los astilleros y otros obreros ingleses, cuyo trabajo está relativamente bien pagado, baten a todas las demás naciones por la baratura de sus productos, mientras que el jornalero agrícola inglés, por ejemplo, cuyo trabajo está relativamente mal pagado, es batido por casi todas las demás naciones, a consecuencia de la carestía de sus productos.
Comparando unos artículos con otros dentro del mismo país y las mercancías de distintos países entre sí, podría demostrar que, si se prescinde de algunas excepciones más aparentes que reales, por término medio, el trabajo bien retribuido produce mercancías baratas y el trabajo mal pagado mercancías caras. Esto no demostraría, naturaímente, que el elevado precio del trabaio, en unos casos, y en otros su precio bajo sean las causas respectivas d~e estos efectos diametralmente opuestos, pero sí serviría para probar, en todo caso, que los precios de las mercancías no se determinan por los precios del trabajo. Sin embargo, es de todo punto superfluo, para nosotros, aplicar este método empírico. Podría, tal vez, negarse que el ciudadano Weston haya sostenido el dogma de que "los precios de las mercancías se determinan o regulan por los salarios ". Y el hecho es que jamás lo ha formulado. Dijo, por el contrario, que la ganancia y la renta del suelo son también partes integrantes de los precios de las mercancías, puesto que de éstos tienen que ser pagados no sólo los salarios de los obreros, sino también las ganancias del capitalista y las rentas del terrateniente. Pero, ¿cómo se forman los precios, según su modo de ver? Se forman, en primer término, por los salarios. Luego, se añade al precio un tanto por ciento adicional a beneficio del capitalista y otro tanto por ciento adicional a beneficio del terrateniente. Supongamos que los salarios abonados por el trabajo invertido en la producción de una mercancía ascienden a diez. Si la cuota de ganancia fuese del 100 por 100, el capitalista añadiría a los salarios desembolsados diez, y si la cuota de renta fuese también del 100 por 100 sobre los salarios, habría que añadir diez más, con lo cual el precio total de la mercancía se cifraría en treinta. Pero semejante determinación del precio significaría simplemente que éste se determina por los salarios Si éstos, en nuestro ejemplo anterior, ascendiesen a veinte, el precio de la mercancía ascendería a sesenta, y así sucesivamente. He aquí por qué todos los escritores anticuados de Economía Política que sentaban la tesis de que los salarios regulan los precios, intentaban probarla presentando la ganancia y la renta del suelo como simples porcentajes adicionales sobre los salarios. Ninguno de ellos era capaz, naturalmente, de reducir los límites de estos recargos porcentuales a una ley económica. Parecían creer, por el contrario, que las ganancias se fijaban por la tradición, la costumbre, la voluntad del capitalista o por cualquier otro método igualmente arbitrario e inexplicable. Cuando dicen que las ganancias se determinan por la competencia entre los capitalistas, no dicen absolutamente nada. Esta competencia, indudablemente, nivela las distintas cuotas de ganancia de las diversas industrias, o sea, las reduce a un nivel medio, pero jamás puede determinar este nivel mismo o la cuota general de ganancia. ¿Qué queremos decir, cuando afirmamos que los precios de las mercancías se determinan por los salarios? Como el salario no es más que una manera de denominar el precio del trabajo, al decir esto, decimos que los precios de las mercancías se regulan por el precio del trabajo. Y como "precio" es valor de cambio -- y cuando hablo del valor, me refiero siempre al valor de cambio --, valor de cambio expresado en dinero, aquella afirmación equivale a esta otra: "el valor de las mercancías se determina por el valor del trabajo ", o, lo que es lo mismo: "el valor del trabajo es la medida general de valor ". Pero, ¿cómo se determina, a su vez, "el valor del trabajo "? Al llegar aquí, nos encontramos en un punto muerto. Siempre y cuando, claro está, que intentemos razonar lógicamente. Pero los defensores de esta teoría no sienten grandes escrúpulos en materia de lógica. Tomemos, por ejempío, a nuestro amigo Weston. Primero nos decía que los saíarios regulaban los precios de las mercancías y que, por tanto, éstos tenían que subir cuando subían los salarios. Luego, virando en redondo, nos demostraba que una subida de salarios no serviría de nada, porque habrán subido también los precios de las mercancías y porque los salarios se medían en realidad por los
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precios de las mercancías con ellos compradas. Así pues, empezamos por la afirmación de que el valor del trabajo determina el valor de la mercancía, y terminamos afirmando que el valor de la mercancía determina el valor del trabajo. De este modo, no hacemos más que movernos en el más vicioso de los círculos sin llegar a ninguna conclusión. Salta a la vista, en general, que, tomando el valor de una mercancía, por ejemplo el trabajo, el trigo u otra mercancía cualquiera, como medida y regulador general del valor, no hacemos más que desplazar la dificultad, puesto que determinamos un valor por otro que, a su vez, necesita ser determinado. Expresado en su forma más abstracta, el dogma de que "los salarios determinan los precios de las mercancias" viene a decir que "el valor se determina por el valor", y esta tautología sólo demuestra que, en realidad, no sabemos nada del valor. Si admitiésemos semejante premisa, toda discusión acerca de las leyes generales de la Economía Política se convertiría en pura cháchara. Por eso hay que reconocer a Ricardo el gran mérito de haber destruido hasta en sus cimientos, con su obra "Principios de Economía Política ", publicada en 1817, el viejo error, tan difundido y gas tado, de que "los salarios determinan los precios",[9] error que habían rechazado Adam Smith y sus predecesores franceses en la parte verdaderamente científica de sus investigaciones, y que, sin embargo, reprodujeron en sus capítulos más exotéricos y vulgarizantes. VI. VALOR Y TRABAJO ¡Ciudadanos! He llegado al punto en que tengo que entrar en el verdadero desarroílo del tema. No puedo asegurar que haya de hacerlo de un modo muy satisfactorio, pues ello me obligaría a recorrer todo el campo de la Economía Política. Habré de limitarme, como dicen los franceses, a effleurer la question, a tocar tan sólo los aspectos fundamentales del problema. La primera cuestión que tenemos que plantear es ésta: ¿Qué es el valor de una mercancía? ¿Cómo se determina? A primera vista, parece como si el valor de una mercancía fuese algo completamente relativo, que no puede determinarse sin considerar una mercancía en relación con todas las demás. Y, en efecto, cuando hablamos del valor, del valor de cambio de una mercancía, entendemos las cantidades proporcionales en que se cambia por todas las demás mercancías. Pero esto nos lleva a preguntarnos: ¿cómo se regulan las proporciones en que se cambian unas mercancías por otras? Sabemos por experiencia que estas proporciones varían hasta el infinito. Si tomamos una sola mercancía, trigo por ejemplo, veremos que un quarter de trigo se cambia por otras mercancías en una serie casi infinita de proporciones. Y, sin embargo, como su valor es siempre el mismo, ya se exprese en seda, en oro o en otra mercancía cualquiera, este valor tiene que ser forzosamente algo distinto e independiente de esas diversas proporciones en gue se cambia por otros artículos. Tiene que ser posible expresar en una forma muy distinta estas diversas ecuaciones entre diversas mercancías. Además, cuando digo que un quarter de trigo se cambia por hierro en una determinada proporción o que el valor de un quarter de trigo se expresa en una determinada cantidad de hierro, digo que el valor del trigo y su equivalente en hierro son iguales a una tercera cosa que no es ni trigo ni hierro, ya que doy por supuesto que expresan la misma magnitud en dos formas distintas. Por tanto, cada uno de estos dos objetos, lo mismo el trigo que el hierro, debe poder reducirse de por sí, independientemente del otro, a aquella tercera cosa, que es la medida común de ambos. Para aclarar este punto, recurriré a un ejemplo geométrico muy sencillo. Cuando comparamos el área de varios triángulos de las más diversas formas y magnitudes, o cuando comparamos triángulos con rectángulos o con otra figura rectilínea cualquiera, ¿cómo procedemos? Reducimos el
área de cualquier triángulo a una expresión completamente distinta de su forma visible. Y como, por la naturaleza del triángulo, sabemos que su área es igual a la mitad del producto de su base por su altura, esto nos permite comparar entre sí los diversos valores de toda clase de triángulos y de todas las figuras rectilíneas, puesto que todas ellas pueden dividirse en un cierto número de triángulos. El mismo procedimiento tenemos que seguir en cuanto a los valores de las mercancías. Tenemos que poder reducirlos todos a una expresión común, distinguiéndolos solamente por la proporción en que contienen esta medida igual. Como los valores de cambio de las mercancías no son más que funciones sociales de las mismas y no tienen nada que ver con sus propiedades naturales, lo primero que tenemos que preguntarnos es esto: ¿cuál es la sustancia social común a todas las mercancías? Es el trabajo. Para producir una mercancía hay que invertir en ella o incorporar a ella una determinada cantidad de trabajo. Y no simplemente trabajo, sino trabajo social. El que produce un objeto para su uso personal y directo, para consumirlo él mismo, crea un producto, pero no una mercancía. Como productor que se man tiene a sí mismo no tiene nada que ver con la sociedad. Pero, para producir una mercancía, no sólo tiene que crear un artículo que satisfaga alguna necesidad social, sino que su mismo trabajo ha de representar una parte integrante de la suma global de trabajo invertido por la sociedad. Ha de hallarse supeditado a la división del trabajo dentro de la sociedad. No es nada sin los demás sectores del trabajo, y, a su vez, tiene que integrarlos. Cuando consideramos las mercancías como valores, las consideramos exclusivamente bajo el solo aspecto de trabajo social realizado, plasmado, o si queréis, cristalizado. Así consideradas, sólo pueden distinguirse las unas de las otras en cuanto representan cantidades mayores o menores de trabajo; así, por ejemplo, en un pañuelo de seda puede encerrarse una cantidad mayor de trabajo que en un ladrillo. Pero, ¿cómo se miden las cantidades de trabajo? Por el tiempo que dura el trabajo, midiendo éste por horas, por días, etcétera. Naturalmente, para aplicar esta medida, todas las clases de trabajo se reducen a trabajo medio o simple, como a su unidad de medida. Llegamos, por tanto, a esta conclusión Una mercancía tiene un valor por ser cristalización de un trabajo social. La magnitud de su valor o su valor relativo depende de la mayor o menor cantidad de sustancia social que encierra; es decir, de la cantidad relativa de trabajo necesaria para su producción. Por tanto, los valores relativos de las mercancías se determinan por las correspondientes cantidades o sumas de trabajo invertidas, realizadas, plasmadas en ellas. Las cantidades correspondientes de mercancías que pueden ser producidas en el mismo tiempo de trabajo, son iguales. O, dicho de otro modo: el valor de una mercancía guarda con el valor de otra mercancía la misma proporción que la cantidad de trabajo plasmada en una guarda con la cantidad de trabajo plasmada en la otra. Sospecho que muchos de vosotros preguntaréis: ¿es que existe una diferencia tan grande, o alguna, la que sea, entre la determinación de los valores de las mercancías a base de los salarios y su determinación por las cantidades relativas de trabajo necesarias para su producción? Pero no debéis perder de vista que la retribución del trabajo y la cantidad de trabajo son cosas completamente distintas. Supongamos, por ejemplo, que en un quarter de trigo y en una onza de oro se plasman cantidades iguales de trabajo. Me valgo de este ejemplo porque fue empleado ya por Benjamín Franklin en su primer ensayo, publicado en 1729 y titulado A Modest Inquiry into the Nature and Necessity of a Paper Currency (Una modesta investigación sobre la naturaleza y la necesidad del papel moneda)[10]. En este libro, Franklin fue uno de los primeros en hallar la verdadera naturaleza del valor.
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Así pues, hemos supuesto que un quarter de trigo y una onza de oro son valores iguales o equivalentes, por ser cristalización de cantidades iguales de trabajo medio, de tantos días o tantas semanas de trabajo plasmado en cada una de ellas ¿Acaso, para determinar los valores relativos del oro y del trigo del modo que lo hacemos, nos referimos para nada a los salarios que perciben los obreros agrícolas y los mineros? No, ni en lo más mínimo. Dejamos completamente sin determinar cómo se paga el trabajo diario o semanal de estos obreros, ni siquiera decimos si aquí se emplea o no trabajo asalariado. Aun suponiendo que sí, los salarios han podido ser muy desiguales. Puede ocurrir que el obrero cuyo trabajo se plasma en el quarter de trigo sólo perciba por él dos bushels, mientras que el obrero que trabaja en la mina puede haber percibido por su trabajo la mitad de la onza de oro. O, suponiendo que sus salarios sean iguales, pueden diferir en las más diversas proporciones de los valores de las mercancías por ellos creadas. Pueden representar la mitad, la tercera parte, la cuarta parte, la quinta parte u otra fracción cualquiera de aquel quarter de trigo o de aquella onza de oro. Naturalmente, sus salarios no pueden rebasar los valores de las mercancías por ellos producidas, no pueden ser mayores que éstos, pero sí pueden ser inferiores en todos los grados imaginables. Sus salarios se hallarán limitados por los valores de los productos, pero los valores de sus productos no se hallarán limitados por los salarios. Y, sobre todo, aquellos valores, los valores relativos del trigo y del oro, por ejemplo, se fijarán sin atender para nada al valor del trabajo invertido en ellos, es decir, sin atender para nada a los salarios. La determinación de los valores de las mercancías por las cantidades relativas de trabajo plasmado en ellas difiere, como se ve, radicalmente del método tautológico de la determinación de los valores de las mercancías por el valor del trabajo, o sea por los salarios. Sin embargo, en el curso de nuestra investigación tendremos ocasión de aclarar más todavía este punto. Para calcular el valor de cambio de una mercancía, tenemos que añadir a la cantidad de trabajo últimamente invertido en ella la que se encerró antes en las materias primas con que se elabora la mercancía y el trabajo incorporado a las herramientas, maquinaria y edificios empleados en la producción de dicha mercancía. Por ejemplo, el valor de una determinada cantidad de hilo de algodón es la cristalización de la cantidad de trabajo que se incorpora al algodón durante el proceso del hilado y, además, de la cantidad de trabajo plasmado anteriormente en el mismo algodón, de la cantidad de trabajo que se encierra en el carbón, el aceite y otras materias auxiliares empleadas, y de la cantidad de trabajo materializado en la máquina de vapor, los husos, el edificio de la fábrica, etc. Los instrumentos de producción propiamente dichos, tales como herramientas, maquinaria y edificios, se utilizan constantemente, durante un período de tiempo más o menos largo, en procesos reiterados de producción. Si se consumiesen de una vez, como ocurre con las materias primas, se transferiría inmediatamente todo su valor a la mercancía que ayudan a producir. Pero como un huso, por ejemplo, sólo se desgasta paulatinamente, se calcula un promedio, tomando por base su duración media y su desgaste medio durante determinado tiempo, v. gr., un día. De este modo, calculamos qué parte del valor del huso pasa al hilo fabricado durante un día y qué parte, por tanto, corresponde, dentro de la suma global de trabajo que se encierra, v. gr., en una libra de hilo, a la cantidad de trabajo plasmada anteriormente en el huso. Para el objeto que perseguimos, no es necesario detenerse más en este punto. Podría pensarse que, si el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo que se invierte en su producción, cuanto más perezoso o más torpe sea un operario más valor encerrará la mercancía producida por él, puesto que el tiempo de trabajo necesario para producirla será mayor. Pero el que tal piensa incurre en un lamentable error. Recordaréis que yo empleaba la expresión "trabajo social ", y en esta denominación de "social " se encierran muchas cosas. Cuando decimos que
el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo encerrado o cristalizado en ella, tenemos presente la cantidad de trabajo necesario para producir esa mercancía en un estado social dado y bajo determinadas condiciones sociales medias de producción, con una intensidad media social dada y con una destreza media en el trabajo que se invierte. Cuando en Inglaterra el telar de vapor empezó a competir con el telar manual, para convertir una determinada cantidad de hilo en una yarda de lienzo o de paño bastaba con la mitad del tiempo de trabajo que antes se invertía. Ahora, el pobre tejedor manual tenía que trabajar diecisiete o dieciocho horas diarias, en vez de las nueve o diez que trabajaba antes. No obstante, el producto de sus veinte horas de trabajo sólo representaba diez horas de trabajo social, es decir, diez horas de trabajo socialmente necesario para convertir una determinada cantidad de hilo en artículos textiles. Por tanto, su producto de veinte horas no tenía más valor que el que antes elaboraba en diez. Por consiguiente, si la cantidad de trabajo socialmente necesario materializado en las mercancías es lo que determina el valor de cambio de éstas, al crecer la cantidad de trabajo requerido para producir una mercancía aumenta forzosamente su valor, y viceversa, al disminuir aquélla, baja ésta. Si las respectivas cantidades de trabajo necesario para producir las mercancías respectivas permaneciesen constantes, serían también constantes sus valores relativos. Pero no sucede así. La cantidad de trabajo necesario para producir una mercancía cambia constantemente, al cambiar las fuerzas productivas del trabajo aplicado. Cuanto mayores son las fuerzas productivas del trabajo, más productos se elaboran en un tiempo de trabajo dado; y cuanto menores son, menos se produce en el mismo tiempo. Si, por ejemplo, al crecer la población se hiciese necesario cultivar terrenos menos fértiles, habría que invertir una cantidad mayor de trabajo para obtener la misma producción, y esto haría subir el valor de los productos agrícolas. De otra parte, si con los modernos medios de producción, un solo hilador convierte en hilo, durante una jornada, muchos miles de veces la cantidad de algodón que él podría haber hilado durante el mismo tiempo con el torno de hilar, es evidente que cada libra de algodón absorberá miles de veces menos trabajo de hilado que antes, y, por consiguiente, el valor que el proceso de hilado incorpora a cada libra de algodón será miles de veces menor. Y en la misma proporción bajará el valor del hilo. Prescindiendo de las diferencias que se dan en las energias naturales y en la destreza adquirida para el trabajo entre los distintos pueblos, las fuerzas productivas del trabajo dependerán,principalmente: 1. De las condiciones naturales del trabajo: fertilidad del suelo, riqueza de los yacimientos mineros, etc. 2. Del perfeccionamiento progresivo de las fuerzas sociales del trabajo por efecto de la producción en gran escala, de la concentración del capital, de la combinación del trabajo, de la división del trabajo, la maquinaria, los métodos perfeccionados de trabajo, la aplicación de la fuerza química y de otras fuerzas naturales, la reducción del tiempo y del espacio gracias a los medios de comunicación y de transporte, y todos los demás inventos mediante los cuales la ciencia obliga a las fuerzas naturales a ponerse al servicio del trabajo y se desarrolla el carácter social o cooperativo de éste. Cuanto mayores son las fuerzas productivas del trabajo, menos trabajo se invierte en una cantidad dada de productos y, por tanto, menor es el valor de estos productos. Y cuanto menores son las fuerzas productivas del trabajo, más trabajo se emplea en la misma cantidad de productos, y, por tanto, mayor es el valor de cada uno de ellos. Podemos, pues, establecer como ley general lo siguiente:
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Los valores de las mercancías están en razón directa al tiempo de trabajo invertido en su producción y en razón inversa a las fuerzas productivas del trabajo empleado. Como hasta aquí sólo hemos hablado del valor, añadiré también algunas palabras acerca del precio, que es una forma peculiar que reviste el valor, De por sí, el precio no es otra cosa que la expresión en dinero del valor. Los valores de todas las mercancías de este país, por ejemplo, se expresan en precios oro, mientras que en el continente se expresan principalmente en precios plata. El valor del oro o de la plata se determina, como el de cualquier mercancía, por la cantidad de trabajo necesario para su extracción. Cambiáis una cierta suma de vuestros productos nacionales, en la que se cristaliza una determinada cantidad de vuestro trabajo nacional, por los productos de los países productores de oro y plata, en los que se cristaliza una determinada cantidad de su trabajo. Es así, por el cambio precisamente, cómo aprendéis a expresar en oro y plata los valores de todas las mercancías, es decir, las cantidades de trabajo empleadas en su producción. Si ahondáis más en la expresión en dinero del valor, o lo que es lo mismo, en la conversión del valor en precio, veréis que se trata de un proceso por medio del cual dais a los valores de todas las mercancías una forma independiente y homogénea, o mediante el cual los expresáis como cantidades de igual trabajo social. En la medida en que sólo es la expresión en dinero del valor, el precio fue llamado, por Adam Smith, precio natural, y por los fisiócratas franceses, prix nécessaire. ¿Qué relación guardan, pues, el valor y los precios del mercado, o los precios naturales y los precios del mercado? Todos sabéis que el precio del mercado es el mismo para todas las mercancías de la misma clase, por mucho que varíen las condiciones de producción de los productores individuales. Los precios del mercado no hacen más que expresar la cantidad media de trabajo social que, bajo condiciones medias de producción, es necesaria para abastecer el mercado con una determinada cantidad de cierto artículo. Se calculan con arreglo a la cantidad global de una mercancía de determinada clase. Hasta aquí, el precio de una mercancía en el mercado coincide con su valor. De otra parte, las oscilaciones de los precios del mercado, que unas veces exceden del valor o precio natural y otras veces quedan por debajo de él, dependen de las fluctuaciones de la oferta y la demanda. Los precios del mercado se desvían constantemente de los valores, pero, como dice Adam Smith: El precio natural . . . es el precio central, hacia el que gravitan constantemente los precios de todas las mercancías. Diversas circunstancias accidentales pueden hacer que estos precios excedan a veces considerablemente de aquél, y otras veces desciendan un poco por debajo de él. Pero, cualesquiera que sean los obstáculos que les impiden detenerse en este centro de reposo y estabilidad, tienden continuamente hacia él.[11] Ahora no puedo examinar más detenidamente este asunto. Baste decir que si la oferta y la demanda se equilibran, los precios de las mercancías en el mercado corresponderán a sus precios naturales, es decir, a sus valores, los cuales se determinan por las respectivas cantidades de trabajo necesario para su producción. Pero la oferta y la demanda tienen que tender siempre a equilibrarse, aunque sólo lo hagan compensando una fluctuación con otra, un alza con una baja, y viceversa. Si en vez de fijaros solamente en las fluctuaciones diarias, analizáis el movimiento de los precios del mercado durante períodos de tiempo más largos, como lo ha hecho, por ejemplo, Mr. Tooke en su Historia de los Precios, descubriréis que las fluctuaciones de los precios en el mercado, sus desviaciones de los valores, sus alzas y bajas, se paralizan y se compensan unas con otras, de tal modo que, si prescindimos de la influencia que ejercen los monopolios y algunas otras modificaciones que aquí
tengo que pasar por alto, todas las clases de mercancías se venden, por término medio, por sus respectivos valores o precios naturales. Los períodos de tiempo medios durante los cuales se compensan entre sí las fluctuaciones de los precios en el mercado difieren según las distintas clases de mercancías, porque en unas es más fácil que en otras adaptar la oferta a la demanda. Por tanto, si en términos generales y abrazando períodos de tiempo relativamente largos, todas las clases de mercancías se venden por sus respectivos valores, es un absurdo suponer que la ganancia -- no en casos aislados, sino la ganancia constante y normal de las distintas industrias -brote de un recargo de los precios de las mercancías o del hecho de que se las venda por un precio que exceda de su valor. Lo absurdo de esta idea se evidencia con sólo generalizarla. Lo que uno ganase constantemente como vendedor, tendría que perderlo continuamente como comprador. No sirve de nada decir que hay gentes que son compradores sin ser vendedores, o consumidores sin ser productores. Lo que éstos pagasen al productor tendrían que recibirlo antes gratis de él. Si una persona toma vuestro dinero y luego os lo devuelve comprándoos vuestras mercancías, nunca os haréis ricos, por muy caras que se las vendáis. Esta clase de negocios podrá reducir una pérdida, pero jamás contribuir a obtener una ganancia. Por tanto, para explicar el carácter general de la ganancia no tendréis más remedio que partir del teorema de que las mercancías se venden, por término medio, por sus verdaderos valores y que las ganancias se obtienen vendiendo las mercancías por su valor, es decir, en proporción a la cantidad de trabajo materializado en ellas. Si no conseguís explicar la ganancia sobre esta base, no conseguiréis explicarla de ningún modo. Esto parece una paradoja y algo que choca con lo que observamos todos los días. También es paradójico el hecho de que la Tierra gire alrededor del Sol y de que el agua esté formada por dos gases muy inflamables. Las verdades científicas son siempre paradójicas, si se las mide por el rasero de la experiencia cotidiana, que sólo percibe la apariencia engañosa de las cosas. VII. LA FUERZA DE TRABAJO Después de analizar, en la medida en que podíamos hacerlo en un examen tan rápido, la naturaleza del valor, del valor de una mercancía cualquiera, hemos de encaminar nuestra atención al peculiar valor del trabajo. Y aquí, nuevamente tengo que provocar vuestro asombro con otra aparente paradoja. Todos vosotros estáis convencidos de que lo que vendéis todos los días es vuestro trabajo; de que, por tanto, el trabajo tiene un precio, y de que, puesto que el precio de una mercancía no es más que la expresión en dinero de su valor, tiene que existir, sin duda, algo que sea el valor del trabajo. Y, sin embargo, no existe tal cosa como valor del trabajo, en el sentido corriente de la palabra. Hemos visto que la cantidad de trabajo necesario cristalizado en una mercancía constituye su valor. Aplicando ahora este concepto del valor, ¿cómo podríamos determinar el valor de una jornada de trabajo de diez horas, por ejemplo? ¿Cuánto trabajo se encierra en esta jornada? Diez horas de trabajo. Si dijésemos que el valor de una jornada de trabajo de diez horas equivale a diez horas de trabajo, o a la cantidad de trabajo contenido en aquélla, haríamos una afirmación tautológica, y además sin sentido. Naturalmente, después de haber desentrañado el sentido verdadero pero oculto de la expresión "valor del trabajo ", estaremos en condiciones de explicar esta aplicación irracional y aparentemente imposibíe del valor, del mismo modo que estamos en condiciones de explicar los movimientos aparentes o meramente percibidos de los cuerpos celestes, después de conocer sus movimientos reales.
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Lo que el obrero vende no es directamente su trabajo, sino su fuerza de trabajo, cediendo temporalmente al capitalista el derecho a disponer de ella. Tan es así, que no sé si las leyes inglesas, pero sí, desde luego, algunas leyes continentales, fijan el máximo de tiempo por el que una persona puede vender su fuerza de trabajo Si se le permitiese venderla sin limitación de tiempo, tendríamos inmediatamente restablecida la esclavitud. Semejante venta, si comprendiese, por ejemplo, toda la vida del obrero, le convertiría inmediatamente en esclavo perpetuo de su patrono. Tomás Hobbes, uno de los más viejos economistas y de los filósofos más originales de Inglaterra, vio ya, en su Leviathan, instintivamente, este punto, que todos sus sucesores han pasado por alto. Dice Hobbes: "Lo que un hombre vale o en lo que se estima es, como en las demás cosas, su precio, es decir, lo que se daría por el uso de su fuerza. "[12] Partiendo de esta base, podemos determinar el valor del trabajo, como el de cualquier otra mercancía. Pero, antes de hacerlo, cabe preguntar: ¿de dónde proviene ese fenómeno extraño de que en el mercado nos encontramos con un grupo de compradores que poseen tierras, maquinaria, materias primas y medios de vida. cosas todas que, fuera de la tierra virgen, son otros tantos productos del trabajo, y de otro lado, un grupo de vendedores que no tienen nada que vender más que su fuerza de trabajo, sus brazos laboriosos y sus cerebros? ¿Cómo se explica que uno de los grupos compre constantemente para obtener una ganancia y enriquecerse, mientras que el otro grupo vende constantemente para ganar el sustento de su vida? La investigación de este problema sería la investigación de aquello que los economistas denominan "acumulación previa u originaria ", pero que debería llamarse, expropiación originaria. Y veríamos entonces que esta llamada acumulación originaria no es sino una serie de procesos históricos que acabaron destruyendo la unidad originaria que existía entre el hombre trabajador y sus medios de trabajo. Sin embargo, esta investigación cae fuera de la órbita de nuestro tema actual. Una vez consumada la separación entre el trabajador y los medios de trabajo, este estado de cosas se mantendrá y se reproducirá sobre una escala cada vez más alta, hasta que una nueva y radical revolución del modo de producción lo eche por tierra y restaure la primitiva unidad bajo una forma histórica nueva. ¿Qué es, pues, el valor de la fuerza de trabajo? Al igual que el de toda otra mercancía, este valor se determina por la cantidad de trabajo necesaria para su producción. La fuerza de trabajo de un hombre existe, pura y exclusivamente, en su individualidad viva. Para poder desarrollarse y sostenerse, un hombre tiene que consumir una determinada cantidad de artículos de primera necesidad. Pero el hombre, al igual que la máquina, se desgasta y tiene que ser reemplazado por otro. Además de la cantidad de artículos de primera necesidad requeridos para su propio sustento, el hombre necesita otra cantidad para criar determinado número de hijos, llamados a reemplazarle a él en el mercado de trabajo y a perpetuar la raza obrera. Además, es preciso dedicar otra suma de valores al desarrollo de su fuerza de trabajo y a la adquisición de una cierta destreza. Para nuestro objeto, basta con que nos fijemos en un trabajo medio, cuyos gastos de educación y perfeccionamiento son magnitudes insignificantes. Debo, sin embargo, aprovechar esta ocasión para hacer constar que, del mismo modo que el coste de producción de fuerzas de trabajo de distinta calidad es distinto, tienen que serlo también los valores de la fuerza de trabajo aplicada en los distintos oficios. Por tanto, el clamor por la igualdad de salarios descansa en un error, es un deseo absurdo, que jamás llegará a realizarse. Es un brote de ese falso y superficial radicalismo que admite las
premisas y pretende rehuir las conclusiones. Sobre la base del sistema del salario, el valor de la fuerza de trabajo se fija lo mismo que el de otra mercancía cualquiera; y como distintas clases de fuerza de trabajo tienen distintos valores o exigen distintas cantidades de trabajo para su producción, tienen que tener distintos precios en el mercado de trabajo. Pedir une retribución igual, o simplemente una retribución equitativa, sobre la base del sistema del salariado, es lo mismo que pedir libertad sobre la base de un sistema esclavista. Lo que pudierais reputar justo o equitativo, no hace al caso. El problema está en saber qué es lo necesario e inevitable dentro de un sistema dado de producción. Según lo que dejamos expuesto, el valor de la fuerza de trabajo se determina por el valor de los artículos de primera necesidad exigidos para producir, desarrollar, mantener y perpetuar la fuerza de trabajo. VIII. LA PRODUCCION DE LA PLUSVALIA Supongamos ahora que el promedio de los artículos de primera necesidad imprescindibles diariamente al obrero requiera, para su producción, seis horas de trabajo medio. Supongamos, además, que estas seis horas de trabajo medio se materialicen en una cantidad de oro equivalente a tres chelines. En estas condiciones, los tres chelines serían el precio o la expresión en dinero del valor diario de la fuerza de trabajo de este hombre. Si trabajase seis horas, produciría diariamente un valor que bastaría para comprar la cantidad media de sus artículos diarios de primera necesidad o para mantenerse como obrero. Pero nuestro hombre es un obrero asalariado. Por tanto, tiene que vender su fuerza de trabajo a un capitalista. Si la vende por tres chelines diarios o por dieciocho chelines semanales, la vende por su valor. Supongamos que se trata de un hilador. Si trabaja seis horas al dia, incorporará al algodón diariamente un valor de tres chelines. Este valor diariamente incorporado por él representaria un equivalente exacto del salario o precio de su fuerza de trabajo que se le abona diariamente. Pero en este caso no afluiría al capitalista ninguna plusvalía o plusproducto. Aqui es donde tropezamos con la verdadera dificultad. Al comprar la fuerza de trabajo del obrero y pagarla por su valor, el capitalista adquiere, como cualquier otro comprador, el derecho a consumir o usar la mercancia comprada. La fuerza de trabajo de un hombre se consume o se usa poniéndole a trabajar, ni más ni menos que una máquina se consume o se usa haciéndola funcionar. Por tanto, el capitalista, al pagar el valor diario o semanal de la fuerza de trabajo del obrero, adquiere el derecho a servirse de ella o a hacerla trabajar durante todo el día o toda la semana. La jornada de trabajo o la semana de trabajo tienen, naturalmente, ciertos limites, pero sobre esto volveremos en detalle más adelante. Por el momento, quiero llamar vuestra atención hacia un punto decisivo. El valor de la fuerza de trabajo se determina por la cantidad de trabajo necesario para su conservación o reproducción, pero el uso de esta fuerza de trabajo no encuentra más límite que la energía activa y la fuerza física del obrero. El valor diario o semanal de la fuerza de trabajo y el ejercicio diario o semanal de esta misma fuerza de trabajo son dos cosas completamente distintas, tan distintas como el pienso que consume un caballo y el tiempo que puede llevar sobre sus lomos al jinete. La cantidad de trabajo que sirve de límite al valor de la fuerza de trabajo del obrero no limita, ni mucho menos, la cantidad de trabajo que su fuerza de trabajo puede ejecutar. Tomemos el ejemplo de nuestro hilador. Veíamos que, para reponer diariamente su fuerza de trabajo, este hilador necesitaba reproducir diariamente un valor de tres chelines, lo que hacia con su trabajo diario de seis horas. Pero esto no le quita la capacidad de trabajar diez o doce horas, y aún
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más, diariamente. Y el capitalista, al pagar el valor diario o semanal de la fuerza de trabajo del hilador, adquiere el derecho a usarla durante todo el día o toda la semana. Le hará trabajar, por tanto, supongamos, doce horas diarias. Es decir, que sobre y por encima de las seis horas necesarias para reponer su salario, o el valor de su fuerza de trabajo, tendrá que trabajar otras seis horas, que llamaré horas de plustrabajo, y este plustrabajo se traducirá en una plusvalía y en un plusproducto. Si, por ejemplo, nuestro hilador, con su trabajo diario de seis horas, añadia al algodón un valor de tres chelines, valor que constituye un equivalente exacto de su salario, en doce horas incorporará al algodón un valor de seis chelines y producirá el correspondiente superávit de hilo. Y, como ha vendido su fuerza de trabajo al capitalista, todo el valor, o sea, todo el producto creado por él pertenece al capitalista, que es el dueño pro tempore de su fuerza de trabajo. Por tanto, adelantando tres chelines, el capitalista realizará el valor de seis, pues mediante el adelanto de un valor en el que hay cristalizadas seis horas de trabajo, recibirá a cambio un valor en el que hay cristalizadas doce horas de trabajo. Al repetir diariamente esta operación, el capitalista adelantará diariamente tres chelines y se embolsará cada día seis, la mitad de los cuales volverá a invertir en pagar nuevos salarios, mientras que la otra mitad forma la plusvalía, por la que el capitalista no abona ningún equivalente. Este tipo de intercambio entre el capital y el trabajo es el que sirve de base a la producción capitalista o al sistema del asalariado, y tiene incesantemente que conducir a la reproducción del obrero como obrero y del capitalista como capitalista. La cuota de plusvalía dependerá, si las demás circunstancias permanecen invariables, de la proporción existente entre la parte de la jornada de trabajo necesaria para reproducir el valor de la fuerza de trabajo y el plustiempo o plustrabajo destinado al capitalista. Dependerá, por tanto, de la proporción en que la jornada de trabajo se prolongue más allá del tiempo durante el cual el obrero, con su trabajo, se limita a reproducir el valor de su fuerza de trabajo o a reponer su salario. IX. EL VALOR DEL TRABAJO Ahora tenemos que volver a la expresión de "valor o precio del trabajo". Hemos visto que, en realidad, este valor no es más que el de la fuerza de trabajo medido por los valores de las mercancías necesarias para su manutención. Pero, como el obrero sólo cobra su salario después de realizar su trabajo y como, además, sabe que lo que entrega realmente al capitalista es su trabajo, necesariamente se imagina que el valor o precio de su fuerza de trabajo es el precio o valor de su trabajo mismo. Si el precio de su fuerza de trabajo son tres chelines, en los que se materializan seis horas de trabajo, y si trabaja doce horas, forzosamente considera esos tres chelines como el valor o precio de doce horas de trabajo, aunque estas doce horas de trabajo representan un valor de seis chelines. De aquí se desprenden dos conclusiones: Primera. El valor o precio de la fuerza de trabajo reviste la apariencia del precio o valor del trabajo mismo, aunque en rigor las expresiones de valor y precio del trabajo carecen de sentido. Segunda. Aunque sólo se paga una parte del trabajo diario del obrero, mientras que la otra parte queda sin retribuir, y aunque este trabajo no retribuido o plustrabajo es precisamente el fondo del que sale la plusvalía o ganancia, parece como si todo el trabajo fuese trabajo retribuido. Esta apariencia engañosa distingue al trabajo asalariado de las otras formas históricas del trabajo. Dentro del sistema de trabajo asalariado, hasta el trabajo no retribuido parece trabajo pagado. Por el contrario, en el trabajo de los esclavos parece trabajo no retribuido hasta la parte del trabajo que se paga. Naturalmente, para poder trabajar, el esclavo tiene que vivir, y una parte de su jornada de trabajo sirve para reponer el valor de su propio sustento. Pero, como entre él y su amo no ha mediado trato alguno ni se celebra entre ellos ningún acto de compra y venta, parece como si el esclavo entregase todo su trabajo gratis.
Fijémonos por otra parte en el campesino siervo, tal como existía, casi podríamos decir hasta ayer mismo, en todo el oriente de Europa. Este campesino trabajaba, por ejemplo, tres días para él mismo en la tierra de su propiedad o en la que le había sido asignada, y los tres días siguientes los destinaba a trabajar obligatoriamente'y gratis en la finca de su señor. Como vemos, aquí las dos partes del trabajo, la pagada y la no retribuida, aparecían separadas visiblemente, en el tiempo y en el espacio, y nuestros liberales rebosaban indignación moral ante la idea absurda de que se obligase a un hombre a trabajar de balde. Pero, en realidad, tanto da que una persona trabaje tres días de la semana para sí, en su propia tierra, y otros tres días gratis en la finca de su señor, como que trabaje todos los días, en la fábrica o en el taller, seis horas para sí y seis para su patrono; aunque en este caso la parte del trabajo pagado y la del trabajo no retribuido aparezcan inseparablemente confundidas, y el carácter de toda la transacción se disfrace completamente con la interposición de un contrato y el pago abonado al final de la semana En el primer caso el trabajo no retribuido parece entregado voluntariamente y, en el otro, arrancado por la fuerza. Tal es toda la diferencia. Siempre que emplee las palabras "valor del trabajo ", las emplearé como término popular para indicar el "valor de la fuerza de trabajo ". X. SE OBTIENE GANANCIA VENDIENDO UNA MERCANCIA POR SU VALOR Supongamos que una hora media de trabajo se materialice en un valor de seis peniques, o doce horas medias de trabajo en un valor de seis chelines. Supongamos, asimismo, que el valor del trabajo represente tres chelines o el producto de seis horas de trabajo. Si en las materias primas, maquinaria, etc., que se consumen para producir una determinada mercancía, se materializan veinticuatro horas medias de trabajo, su valor ascenderá a doce chelines. Si, además, el obrero empleado por el capitalista añade a estos medios de producción doce horas de trabajo, estas doce horas se materializan en un valor adicional de seis chelines. Por tanto, el valor total del producto se elevará a treinta y seis horas de trabajo materializado, equivalente a dieciocho chelines. Pero, como el valor del trabajo o el salario abonado al obrero sólo representa tres chelines, resultará que el capitalista no abona ningún equivalente por las seis horas de plustrabajo rendidas por el obrero y materializadas en el valor de la mercancía. Por tanto, vendiendo esta mercancía por su valor, por dieciocho chelines, el capitalista obtendrá un valor de tres chelines, sin desembolsar ningún equivalente a cambio de él. Estos tres chelines representarán la plusvalía o ganancia que el capitalista se embolsa. Es decir, que el capitalista no obtendrá la ganancia de tres chelines por vender su mercancía a un precio que exceda de su valor, sino vendiéndola por su valor real. El valor de una mercancía se determina por la cantidad total de trabajo que encierra. Pero una parte de esta cantidad de trabajo se materializa en un valor por el que se abonó un equivalente en forma de salarios; otra parte se materializa en un valor por el que no se pagó ningún equivalente. Una parte del trabajo encerrado en la mercancía es trabajo retribuido; otra parte, trabajo no retribuido. Por tanto, cuando el capitalista vende la mercancía por su valor, es decir, como cristalización de la cantidad total de trabajo invertido en ella, tiene necesariamente que venderla con ganancia. Vende no sólo lo que le ha costado un equivalente, sino también lo que no le ha costado nada, aunque haya costado el trabajo de su obrero. Lo que la mercancía le cuesta al capitalista y lo que en realidad cuesta, son cosas distintas. Repito, pues, que las ganancias normales y medias se obtienen vendiendo mercancías no por encima de su verdadero valor sino a su verdadero valor.
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XI. LAS DIVERSAS PARTES EN QUE SE DIVIDE LA PLUSVALIA La plusvalia, o sea aquella parte del valor total de la mercancía en que se materializa el plustrabajo o trabajo no retribuido del obrero, es lo que yo llamo ganancia. Esta ganancia no se la embolsa en su totalidad el empresario capitalista. El monopolio del suelo permite al terrateniente embolsarse una parte de esta plusvalía bajo el nombre de renta del suelo, lo mismo si el suelo se utiliza para fines agrícolas que si se destina a construir edificios, ferrocarriles o a otro fin productivo cualquiera. Por otra parte, el hecho de que la posesión de los medios de trabajo permita al empresario ca pitalista producir una plusvalía o, lo que viene a ser lo mismo, apropiarse una determinada cantidad de trabajo no retribuido, permite al propietario de los medios de trabajo, que los presta total o parcialmente al empresario capitalista, en una palabra, permite al capitalista que presta el dinero, reivindicar para sí mismo otra parte de esta plusvalía, bajo el nombre de interés, con lo que al empresario capitalista, como tal, sólo le queda la llamada ganancia industrial o comercial. Con arreglo a qué leyes se opera esta división del importe total de la plusvalía entre las tres categorías de gentes mencionadas, es una cuestión que cae bastante lejos de nuestro tema. Pero, de lo que dejamos expuesto, se desprende, por lo menos, lo siguiente: La renta del suelo, el interés y la ganancia industrial no son más que otros tantos nombres diversos para expresar las diversas partes de la plusvalía de una mercancía o del trabajo no retribuido que en ella se materializa, y brotan todas por igual de esta fuente y sólo de ella. No provienen del suelo como tal, ni del capital de por sí; mas el suelo y el capital permiten a sus poseedores obtener su parte correspondiente en la plusvalía que el empresario capitalista estruja al obrero. Para el mismo obrero, la cuestión de si esta plusvalía, fruto de su plustrabajo o trabajo no retribuido, se la embolsa exclusivamente el empresario capitalista o éste se ve obligado a ceder a otros una parte de ella bajo el nombre de renta del suelo o interés, sólo tiene una importancia secundaria. Supongamos que el empresario capitalista maneje solamente su capital propio y sea su propio terrateniente; en este caso, toda la plusvalía irá a parar a su bolsillo. Es el empresario capitalista quien extrae directamente al obrero esta plusvalía, cualquiera que sea la parte que, en último término, pueda reservarse para sí mismo. Por eso, esta relación entre el empresario capitalista y el obrero asalariado es la piedra angular de todo el sistema del salariado y de todo el régimen actual de producción. Por consiguiente, no tenian razón algunos de los ciudadanos que intervinieron en nuestro debate, cuando intentaban empequeñecer las cosas y presentar esta relación fundamental entre el empresario capitalista y el obrero como una cuestión secundaria, aunque, por otra parte, si tenian razón al afirmar que, en ciertas circunstancias, una subida de los precios puede afectar de un modo muy desigual al empresario capitalista, al terrateniente, al capitalista que facilita el dinero y, si queréis, al recaudador de contribuciones. De lo dicho se desprende, además, otra consecuencia. La parte del valor de la mercancia que representa solamente el valor de las materias primas y de las máquinas, en una palabra, el valor de los medios de producción consumidos, no arroja ningún ingreso, sino que sólo repone el capital. Pero, aun fuera de esto, es falso que la otra parte del valor de la mercancia, la que proporciona ingresos o puede desembolsarse en forma de salarios, ganancias, renta del suelo e intereses, esté formada por el valor de los salarios, el valor de la renta del suelo, el valor de la ganancia, etc. Por el momento, dejaremos a un lado los salarios y sólo trataremos de la ganancia industrial, los intereses y la renta del suelo. Acabamos de ver que la plusvalía que se encierra en la mercancia o aquella parte del valor de ésta en que se materializa el trabajo no retribuido, se descompone, a su vez, en varias partes, que llevan tres nombres distintos. Pero afirmar que su valor se
halla integrado o formado por la suma de los valores independientes de estas tres partes integrantes, seria decir todo lo contrario de la verdad. Si una hora de trabajo se materializa en un valor de seis peniques, y si la jornada de trabajo del obrero es de doce horas, y la mitad de este tiempo es trabajo no retribuido, este plustrabajo añadirá a la mercancia una plusvalía de tres chelines; es decir, un valor por el que no se ha pagado equivalente alguno. Esta plusvalía de tres chelines representa todo el fondo que el empresario capitalista puede repartir, en la proporción que sea, con el terrateniente y el que le presta el dinero. El valor de estos tres chelines forma el límite del valor que pueden repartirse entre sí. Pero no es el empresario capitalista el que añade al valor de la mercanía un valor arbitrario para su ganancia, añadiéndose luego otro valor para el terrateniente, etc., etc., por donde la suma de estos valores arbitrariamente fijados representaría el valor total. Veis, por tanto, la falacia de la idea corriente que confunde la descomposición de un valor dado en tres partes con la formación de aquel valor mediante la suma de tres valores independientes, convirtiendo de este modo en una magnitud arbitraria el valor total, del que salen la renta del suelo, la ganancia y el interés. Supongamos que la ganancia total obtenida por el capitalista sea de 100 libras esterlinas. Esta suma considerada como magnitud absoluta, la denominamos volumen de ganancia. Pero si calculamos la proporción que guardan estas 100 libras esterlinas con el capital desembolsado, a esta magnitud relativa la llamamos cuota de ganancia. Es evidente que esta cuota de ganancia puede expresarse bajo dos formas. Supongamos que el capital desembolsado en salarios son 100 libras. Si la plusvalía creada arroja también 100 libras -- lo cual nos demostraría que la mitad de la jornada de tra bajo del obrero está formada por trabajo no retribuido --, y si midiésemos esta ganancia por el valor del capital desem bolsado en salarios, diríamos que la cuota de ganancía era del 100 por 100, ya que el valor desembolsado sería cien y el valor producido doscientos. Por otra parte, si tomásemos en consideración no sólo el capital desembolsado en salarios, sino todo el capital desembolsado, por ejemplo, 500 libras esterlinas, de las cuales 400 representan el valor de las materias primas, maquinaria, etc., diríamos que la cuota de ganancia sólo asciende al 20 por 100, ya que la ganancia de cien libras no sería más que la quinta parte del capital total desembolsado. El primer modo de expresar la cuota de ganancia es el único que nos revela la proporción real entre el trabajo pa gado y el no retribuido, el grado real de la exploitation (permitidme el empleo de esta palabra francesa) del trabajo. El otro modo de expresar es el usual y es, en efecto, apropiado para ciertos fines. En todo caso, es muy cómoda para ocultar el grado en que el capitalista estruja al obrero trabajo gratuito. En lo que todavía me resta por exponer, emplearé la palabra ganancia para expresar toda la masa de plusvalía estrujada por el capitalista, sin atender para nada a la división de esta plusvalía entre las diversas partes interesadas, y cuando emplee el término de cuota de ganancia mediré siempre la ganancia por el valor del capital desembolsado en salarios. XII. RELACION GENERAL ENTRE GANANCIAS, SALARIOS Y PRECIOS Si del valor de una mercancía descontamos la parte destinada a reponer el de las materias primas y otros medios de producción empleados, es decir, si descontamos el valor que representa el trabajo pretérito encerrado en ella, el valor restante se reducirá a la cantidad de trabajo añadida por el obrero últimamente empleado. Si este obrero trabaja doce horas diarias, y doce horas de trabajo
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medio cristalizan en una suma de oro igual a seis chelines, este valor adicional de seis chelines será el único valor creado por su trabajo. Este valor dado, determinado por su tiempo de trabajo, es el único fondo del que tanto él como el capitalista tienen que sacar su respectiva parte o dividendo, el único valor que ha de dividirse en salarios y ganancias. Es evidente que este valor mismo no variará aunque varíe la proporción en que pueda dividirse entre ambas partes interesadas. Y la cosa tampoco cambiará si, en vez de un obrero aislado, ponemos a toda la población obrera, y en vez de una sola jornada de trabajo, doce millones de jornadas de trabajo, por ejemplo. Como el capitalista y el obrero sólo pueden repartirse este valor, que es limitado, es decir, el valor medido por el trabajo total del obrero, cuanto más perciba el uno menos obtendrá el otro, y viceversa. Partiendo de una cantidad dada, una de sus partes aumentará siempre en la misma proporción en que la otra disminuye. Si los salarios cambian, cambiarán, en sentido opuesto, las ganancias. Si los salarios bajan, subirán las ganancias; y si aquéllos suben, bajarán éstas. Si el obrero, arrancando de nuestzo supuesto anterior, cobra tres chelines, equivalentes a la mitad del valor creado por él, o si la totalidad de su jornada de trabajo consiste en la mitad de trabajo pagado y la otra mitad de trabajo no retribuido, la cuota de ganancia será del 100 por 100, ya que el capitalista obtendrá también tres chelines. Si el obrero sólo cobra dos chelines, o sólo trabaja para sí la tercera parte de la jornada total, el capitalista obtendrá cuatro chelines, y la cuota de ganancia será del 200 por 100. Si el obrero cobra cuatro chelines, el capitalista sólo recibirá dos, y la cuota de ganancia descenderá al 50 por 100. Pero todas estas variaciones no influyen en el valor de la mercancía. Por tanto, una subida general de salarios determinaría una disminución de la cuota general de ganancia; pero no haría cambiar los valores. Sin embargo, aunque los valores de las mercancías, que han de regular en última instancia sus precios en el mercado, se hallan determinados exclusivamente por la cantidad total de trabajo plasmado en ellos y no por la división de esta cantidad en trabajo pagado y trabajo no retribuido, de aquí no se deduce, ni mucho menos, que los valores de las mercancías sueltas o lotes de mercancías fabricadas, por ejemplo, en doce horas, sean siempre los mismos. El número o la masa de las mercanúas fabricadas en un determinado tiempo de trabajo o mediante una determinada cantidad de éste, depende de la fuerza productiva del trabajo empleado, y no de su extensión en el tiempo o duración. Con un determinado grado de fuerza productiva del trabajo de hilado, por ejemplo, podrán producirse, en una jornada de trabajo de doce horas, doce libras de hilo; con un grado más bajo de fuerza productiva, se producirán solamente dos. Por tanto, si las doce horas de trabajo medio se materializan en un valor de seis chelines, en el primer caso las doce libras de hilo costarían seis chelines, lo mismo que costarían, en el segundo caso, las dos libras. Es decir, que en el primer caso una libra de hilo saldrá por seis peniques, y en el segundo caso por tres chelines. Esta diferencia de precio obedecería a la diferencia existente entre las fuerzas productivas del trabajo empleado. Con la mayor fuerza productiva, una hora de trabajo se materializaría en una libra de hilo, mientras que con la fuerza productiva menor, en una libra de hilo se materializarían seis horas de trabajo. En el primer caso, el precio de una libra de hilo no excedería de seis peniques, aunque los salarios fueran relativamente altos y la cuota de ganancia baja. En el segundo caso, ascendería a tres chelines, aun con salarios bajos y una cuota de ganancia elevada. Y ocurriría así, porque el precio de la
libra de hilo se determina por el total del trabajo que encierra en ella y no por la proporción en que este total se divide en trabajo pagado y trabajo no retribuido. El hecho apuntado antes por mí de que un trabajo bien pagado puede producir mercancías baratas y un trabajo mal pagado puede producir mercancías caras, pierde, con esto, su apariencia paradójica. Este hecho no es más que la expresión de la ley general de que el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo invertido en ella y de que la cantidad de trabajo invertido depende enteramente de la fuerza productiva del trabajo empleado, variando por tanto al variar la productividad del trabajo. XIII. CASOS PRINCIPALES DE LUCHA POR LA SUBIDA DE SALARIOS O CONTRA SU REDUCCION Examinemos ahora seriamente los casos principales en que se procura la subida de los salarios o se opone una resistencia a su reducción. 1. Hemos visto que el valor de la fuerza de trabajo, o para decirlo en términos más populares, el valor del trabajo, está determinado por el valor de los artículos de primera necesidad o por la cantidad de trabajo necesaria para su producción. Por consiguiente, si en un determinado país el valor de los artículos de primera necesidad que por término medio consume diariamente un obrero representa seis horas de trabajo, expresadas en tres chelines, este obrero tendrá que trabajar diariamente seis horas para producir el equivalente de su sustento diario. Si su jornada de trabajo es de doce horas, el capitalista le pagará el valor de su trabajo abonándole tres chelines. La mitad de la jornada de trabajo será trabajo no retribuido, y por tanto, la cuota de ganancia arrojará el 100 por 100. Pero supongamos ahora que a consecuencia de una disminución de la productividad del trabajo, hace falta más trabajo para producir, digamos, la misma cantidad de productos agrícolas que antes, con lo cual el precio de la cantidad media de artículos de primera necesidad requeridos diariamente subirá de tres chelines a cuatro. En este caso, el valor del trabajo aumentaría en una tercera parte, o sea, en el 33 1/3 por 100. Para producir el equivalente del sustento diario del obrero, dentro del nivel de vida anterior, serían necesarias ocho horas de la jornada de trabajo. Por tanto, el plustrabajo bajaría de seis horas a cuatro, y la cuota de ganancia se reduciría del 100 al 50 por 100. El obrero que, en estas condiciones, pidiese un aumento de salario, se limitaría a exigir que se le abonase el valor incrementado de su trabajo, como cualquier otro vendedor de una mercancía, que cuando aumenta el coste de producción de ésta, procura que se le pague el incremento del valor. Y si los salarios no suben, o no suben en la proporción suficiente para compensar la subida en el valor de los artículos de primera necesidad, el precio del trabajo descenderá por debajo del valor del trabajo, y el nivel de vida del obrero empeorará. Pero también puede operarse un cambio en sentido contrario. Al elevarse la productividad del trabajo, puede ocurrir que la misma cantidad de artículos de primera necesidad consumidos por término medio en un día baje de tres a dos chelines, o que, en vez de seis horas de la jornada de trabajo, basten cuatro para reproducir el equivalente del valor de los artículos de primera necesidad consumidos en un día Esto permitirá al obrero comprar por dos chelines exactamente los mismos artículos de primera necesidad que antes le costaban tres. En realidad, disminuiría el valor del trabajo ; pero este valor mermado dispondría de la misma cantidad de mercancías que antes. Así, la ganancia subiría de tres a cuatro chelines y la cuota de ganancia del 100 al 200 por 100. Y, aunque el nivel de vida absoluto del obrero seguiría siendo el mismo, su salario relativo, y por tanto su posición social relativa, comparada con la del capitalista,
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habrían bajado. Oponiéndose a esta rebaja de su salario relativo, el obrero no haría más que luchar por obtener una parte en las fuerzas productivas incrementadas de su propio trabajo y mantener su antigua posición relativa en la escala social. Así, después de la derogación de las leyes cerealistas, y violando flagrantemente las promesas solemnísimas que habían hecho en su campaña de propaganda contra aquellas leyes, los amos de las fábricas inglesas rebajaron los salarios, por regla general, en un 10 por 100. Al principio, la oposición de los obreros fue frustrada; pero más tarde se pudo recobrar el 10 por 100 perdido, a consecuencia de circunstancias que no puedo detenerme a examinar aquí. 2. Los valores de los artículos de primera necesidad y por consiguiente, el valor del trabajo pueden permanecer invariables y, sin embargo, el precio en dinero de aquéllos puede sufrir una alteración, porque se opere un cambio previo en el valor del dinero. Con el descubrimiento de yacimientos más abundantes etc., dos onzas de oro, por ejemplo, no costarían más trabajo del que antes exigía la producción de una onza. En este caso, el valor del oro descendería a la mitad, 0 al 50 por 100. Y como, a consecuencia de esto, los valores de todas las demás mercancías se expresarían en el doble de su precio en dinero anterior, esto se haría extensivo también al valor del trabajo. Las doce horas de trabajo que antes se expresaban en seis chelines, ahora se expresarían en doce. Por tanto, si el salario del obrero siguiese siendo de tres chelines, en vez de subir a seis, resultaría que el precio en dinero de su trabajo sólo correspondería a la mitad del valor de su trabajo, y su nivel de vida empeoraría espantosamente. Y lo mismo ocurriría en un grado mayor o menor si su salario subiese, pero no proporcionalmente a la baja del valor del oro. En este caso, no se habría operado el menor cambio, ni en las fuerzas productivas del trabajo, ni en la of erta y la demanda, ni en los valores. Nada habría cambiado menos el nombre en dinero de estos valores. Decir que en este caso el obrero no debe luchar por una subida proporcional de su salario, equivale a pedirle que se resigne a que se le pague su trabajo en nombres y no en cosas. Toda la historia del pasado demuestra que, siempre que se produce tal depreciación del dinero, los capitalistas se apresuran a aprovechar esta coyuntura para defraudar a los obreros. Una numerosa escuela de economistas asegura que, como consecuencia de los nuevos descubrimientos de tierras auríferas, de la mejor explotación de las minas de plata y del abaratamiento en el suministro de mercurio, ha vuelto a bajar el valor de los metales preciosos. Esto explicaria los intentos generales y simultáneos que se hacen en el continente por conseguir una subida de salarios. 1. Hasta aquí hemos partido del supuesto de que la jornada de trabajo tiene limites dados. Pero, en realidad, la jornada de trabajo no tiene, por sí misma, límites constantes. El capital tiende constantemente a dilatarla hasta el máximo de su duración físicamente posible, ya que en la misma proporción aumenta el plustrabajo y, por tanto, la ganancia que de él se deriva. Cuanto más consiga el capital alargar la jornada de trabajo, mayor será la cantidad de trabajo ajeno que se apropiará. Durante el siglo XVII, y todavía durante los dos primeros tercios del XVIII, la jornada normal de trabajo, en toda Inglaterra, era de diez horas. Durante la guerra antijacobina,[13] que fue, en realidad, una guerra de los barones ingleses contra las masas trabajadoras de Inglaterra, el capital celebró sus días orgiásticos y prolongó la jornada de diez horas, a doce, a catorce, a dieciocho. Malthus, que no puede infundir precisamente sospechas de tierno sentimentalismo, declaró en un folleto, publicado hacia el año 1815,[14] que la vida de la nación sería amenazada en sus raíces, si las cosas seguían como hasta allí. Algunos años antes de introducirse con carácter general las máquinas de nueva invención,
hacia 1765, vio la luz en Inglaterra un folleto titulado An Essay on Trade [15] ("Un ensayo sobre la industria"). El anónimo autor de este folleto, enemigo jurado de las clases trabajadoras, declama acerca de la necesidad de extender los límites de la jornada de trabajo. Entre otras cosas, propone crear, a este objeto, casas de trabajo, que, como él mismo dice, habrían de ser "casas de terror " ¿Y cuál es la duración de la jornada de trabajo que propone para estas "casas de terror"? Doce horas, precisamente la jornada que en 1832 los capitalistas, los economistas y los ministros declaraban no sólo como vigente en realidad, sino además, como el tiempo de trabajo necesario para los niños menores de doce años.[16] Al vender su fuetza de trabajo, como no tiene más remedio que hacer dentro del sistema actual, el obrero cede al capitalista el derecho a usar esta fuerza, pero dentro de ciertos límites razonables. Vende su fuerza de trabajo para conservarla, salvo su natural desgaste, pero no para destruirla. Y como la vende por su valor diario o semanal, se sobreentiende que en un día o en una semana no ha de someterse su fuerza de trabajo a un uso o desgaste de dos días o dos semanas. Tomemos una máquina con un valor de mil libras esterlinas. Si se agota en diez años, añadirá anualmente cien libras al valor de las mercancías que ayuda a producir. Si se agota en cinco años, el valor añadido por ella será de doscientas libras anuales; es decir, que el valor de su desgaste anual está en razón inversa al tiempo en que se agota. Pero esto distingue entre el obrero y la máquina. La máquina no se agota exactamente en la misma proporción en que se usa. En cambio, el hombre se agota en una proporción mucho mayor de la que podría suponerse a base del simple aumento numérico de trabajo. Al esforzarse por reducir la jornada de trabajo a su antigua duración razonable, o, allí donde no pueden arrancar una fijación legal de la jornada normal de trabajo, por contrarrestar el trabajo excesivo mediante una subida de salarios -- subida no sólo en proporción con el tiempo adicional que se les estruja, sino en una proporción mayor --, los obreros no hacen más que cumplir con un deber para consigo mismos y para con su raza. Ellos únicamente ponen límites a las usurpaciones tiránicas del capital. El tiempo es el espacio en que se desarrolla el hombre. El hombre que no dispone de ningún tiempo libre, cuya vida, prescindiendo de las interrupciones puramente físicas del sueño, las comidas, etc., está toda ella absorbida por su trabajo para el capitalista, es menos que una bestia de carga. Físicamente destrozado y espiritualmente embrutecido, es una simple máquina para producir riqueza ajena. Y, sin embargo, toda la historia de la moderna industria demuestra que el capital, si no se le pone un freno, laborará siempre, implacablemente y sin miramientos, por reducir a toda la clase obrera a este nivel de la más baja degradación. El capitalista, alargando la jornada de trabajo, puede abonar salarios más altos y disminuir, sin embargo, el valor del trabajo, si la subida de los salarios no se corresponde con la mayor cantidad de trabajo estrujado y con el más rápido agotamiento de la fuerza de trabajo que lleva consigo. Y esto puede ocurrir también de otro modo. Vuestros estadísticos burgueses os dirán, por ejemplo, que los salarios medios de las familias que trabajan en las fábricas de Lancaster han subido. Pero olvidan que en vez del trabajo del hombre, la cabeza de familia, su mujer y tal vez tres o cuatro hijos se ven lanzados ahora bajo las ruedas del carro de Yaggernat[17] del capital, y que la subida de los salarios totales no corresponde a la del plustrabajo total arrancado a la familia. Aun dentro de una jornada de trabajo con límites fijos, como hoy rige en todas las industrias sujetas a la legislación fabril, puede ser necesaria una subida de salarios, aunque sólo sea para mantenerse el antiguo nivel del valor del trabajo. Mediante el aumento de la intensidad del trabajo
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puede hacerse que un hombre gaste en una hora tanta fuerza vital como antes en dos. En las industrias sometidas a la legislación fabril, esto se ha hecho en realidad, hasta cierto punto, acelerando la marcha de las máquinas y aumentando el número de máquinas que ha de atender un solo individuo. Si el aumento de la intensidad del trabajo o de la cantidad de trabajo consumida en una hora guarda alguna proporción adecuada con la disminución de la jornada, saldrá todavía ganando el obrero. Si se rebasa este límite, perderá por un lado lo que gane por otro, y diez horas de trabajo le quebrantarán tanto como antes doce. Al contrarrestar esta tendencia del capital mediante la lucha por el alza de los salarios, en la medida correspondiente a la creciente intensidad del trabajo, el obrero no hace más que oponerse a la depreciación de su trabajo y a la degeneración de su raza. 2. Todos sabéis que, por razones que no hay para qué exponer aquí, la producción capitalista se mueve a través de determinados ciclos periódicos. Pasa por fases de calma, de animación creciente, de prosperidad, de superproducción, de crisis y de estancamiento. Los precios de las mercancías en el mercado y la cuota de ganancia en éste siguen a estas fases, y unas veces descienden por debajo de su nivel medio y otras veces lo rebasan. Si os fijáis en todo el ciclo, veréis que unas desviaciones de los precios del mercado son compensadas por otras y que, sacando la media del ciclo, los precios de las mercancías en el mercado se regulan por sus valores. Pues bien; durante las fases de baja de los precios en el mercado y durante las fases de crisis y estancamiento, el obrero, si es que no se ve arrojado a la calle, puede estar seguro de ver rebajado su salario. Para que no le defrauden, el obrero debe forcejear con el capitalista, incluso en las fases de baja de los precios en el mercado, para establecer en qué medida se hace necesario rebajar los jornales. Y si, durante la fase de prosperidad, en que el capitalista obtiene ganancias extraordinarias, el obrero no batallase por conseguir que se le suba el salario, no percibiría siquiera, sacando la media de todo el ciclo industrial, su salario medio, o sea el valor de su trabajo. Sería el colmo de la locura exigir que el obrero, cuyo salario se ve forzosamente afectado por las fases adversas del ciclo, renunciase a verse compensado durante las fases prósperas. Generalmente, los valores de todas las mercancías se realizan exclusivamente por medio de la compensación que se opera entre los precios constantemente variables del mercado, sometidos a las fluctuaciones constantes de la oferta y la demanda. Dentro del sistema actual, el trabajo es solamente una mercancía como otra cualquiera. Tiene, por tanto, que experimentar las mismas fluctuaciones, para obtener el precio medio que corresponde a su valor. Sería un absurdo considerarlo, por una parte, como una mercancía, y querer exceptuarlo, por otra, de las leyes que regulan los precios de las mercancías. El esclavo obtiene una cantidad constante y fija de medios para su sustento; el obrero asalariado no. Este debe intentar conseguir en unos casos una subida de salarios, aunque sólo sea para compensar su baja en otros casos. Si se resignase a acatar la voluntad, los dictados del capitalista, como una ley económica permanente, compartiría toda la miseria del esclavo, sin compartir, en cambio, la seguridad de éste. 3. En todos los casos que he examinado, que son el 99 por 100, habéis visto que la lucha por la subida de salarios sigue siempre a cambios anteriores y es el resultado necesario de los cambios previos operados en el volumen de producción, las fuerzas productivas del trabajo, el valor de éste, el valor del dinero, la extensión o intensidad del trabajo arrancado, las fluctuaciones de los precios del mercado, que dependen de las fluctuaciones de la oferta y la demanda y se producen con arreglo a las diversas fases del ciclo industrial; en una palabra, es la reacción de los obreros contra la acción anterior del capital.
Si enfocásemos la lucha por la subida de salarios independientemente de todas estas circunstancias, tomando en cuenta solamente los cambios operados en los salarios y pasando por alto los demás cambios a que aquéllos obedecen, arrancaríamos de una premisa falsa para llegar a conclusiones falsas. XIV. LA LUCHA ENTRE EL CAPITAL Y EL TRABAJO, Y SUS RESULTADOS 1. Después de demostrar que la resistencia periódica que los obreros oponen a la rebaja de sus salarios y sus intentos periódicos por conseguir una subida de salarios, son fenómenos inseparables del sistema del trabajo asalariado y responden precisamente al hecho de que el trabajo se halla equiparado a las mercancías y, por tanto, sometido a las leyes que regulan el movimiento general de los precios; habiendo demostrado, asimismo, que una subida general de salarios se traduciría en la disminución de la cuota general de ganancia, pero sin afectar a los precios medios de las mercancías, ni a sus valores, surge ahora por fin el problema de saber hasta qué punto, en la lucha incesante entre el capital y el trabajo, tiene éste perspectivas de éxito. Podría contestar con una generalización, diciendo que el precio del trabajo en el mercado, al igual que el de las demás mercancías, tiene que adaptarse, con el transcurso del tiempo, a su valor ; que, por tanto, pese a todas sus alzas y bajas y a todo lo que el obrero puede hacer, éste acabará obteniendo solamente, por término medio, el valor de su trabajo que se reduce al valor de su fuerza de trabajo; la cual, a su vez, se halla determinada por el valor de los medios de sustento necesarios para su manutención y reproducción, valor que está regulado en último término por la cantidad de trabajo necesaria para producirlos. Pero hay ciertos rasgos peculiares que distinguen el valor de la fuerza de trabajo o el valor del trabajo de los valores de todas las demás mercancías. El valor de la fuerza de trabajo está formado por dos elementos, uno de los cuales es puramente físico, mientras que el otro tiene un carácter histórico o social. Su límite mínimo está determinado por el elemento físico ; es decir, que para poder mantenerse y reproducirse, para poder perpetuar su existencia física, la clase obrera tiene que obtener los artículos de primera necesidad absolutamente indispensables para vivir y multiplicarse. El valor de estos medios de sustento indispensables constituye, pues, el límite mínimo del valor del trabajo. Por otra parte, la extensión de la jornada de trabajo tiene también sus límites extremos, aunque sean muy elásticos. Su límite máximo lo traza la fuerza física del obrero. Si el agotamiento diario de sus energías vitales rebasa un cierto grado, no podrá desplegarlas de nuevo día tras día. Pero, como dije, este límite es muy elástico. Una sucesión rápida de generaciones raquíticas y de vida corta abastecería el mercado de trabajo exactamente lo mismo que una serie de generaciones vigorosas y de vida larga. Además de este elemento puramente físico, en la determinación del valor del trabajo entra el nivel de vida tradicional en cada país. No se trata solamente de la vida física, sino de la satisfacción de ciertas necesidades, que brotan de las condiciones sociales en que viven y se educan los hombres. El nivel de vida inglés podría descender hasta el grado del irlandés, y el nivel de vida de un campesino alemán hasta el de un campesino livonio. La importancia del papel que a este respecto desempeñan la tradición histórica y la costumbre social, puede verse en el libro de Mr. Thornton sobre la Superpoblación [18], donde se demuestra que en distintas regiones agrícolas de Inglaterra los jornales medios siguen todavía hoy siendo distintos, según las condiciones más o menos favorables en que esas regiones se redimieron de la servidumbre.
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Este elemento histórico o social que entra en el valor del trabajo puede dilatarse o contraerse, e incluso extinguirse del todo, de tal modo que sólo quede en pie el límite físico. Durante la guerra antijacobina -- que, como solía decir el incorregible beneficiario de impuestos y prebendas, el viejo George Rose, se emprendió para que los descreídos france ses no destruyeran los consuelos de nuestra santa religión --, los honorables hacendados ingleses, a los que tratamos con tanta suavidad en una de nuestras sesiones anteriores, redujeron los jornales de los obreros del campo hasta por debajo de aquel mínimo estrictamente físico, completando la diferencia indispensable para asegurar la perpetuación física de la raza, mediante las Leyes de Pobres.[19] Era un método glorioso para convertir al obrero asalariado en esclavo, y al orgulloso yeoman de Shakespeare en indigente. Si comparáis los salarios o valores del trabajo normales en distintos países y en distintas épocas históricas dentro del mismo país, veréis que el valor del trabajo no es, por sí mismo, una magnitud constante, sino variable, aun suponiendo que los valores de las demás mercancías permanezcan fijos. Una comparación similar demostraría que no varían solamente las cuotas de ganancia en el mercado, sino también sus cuotas medias. Por lo que se refiere a la ganancia, no existe ninguna ley que le trace un mínimo. No puede decirse cuál es el límite extremo de su baja. ¿Y por qué no podemos fijar este límite? Porque si podemos fijar el salario mínimo, no podemos, en cambio, fijar el salario máximo. Lo único que podemos decir es que, dados los límites de la jornada de trabajo, el máximo de ganancia corresponde al mínimo físico del salario, y que, partiendo de salarios dados, el máximo de ganancia corresponde a la prolongación de la jornada de trabajo, en la medida en que sea compatible con las fuerzas físicas del obrero. Por tanto, el máximo de ganancia se halla limitado por el mínimo físico del salario y por el máximo físico de la jornada de trabajo. Es evidente que, entre los dos límites de esta cuota de ganancia máxima, cabe una escala inmensa de variantes. La determinación de su grado efectivo se dirime exclusivamente por la lucha incesante entre el capital y el trabajo; el capitalista pugna constantemente por reducir los salarios a su mínimo físico y prolongar la jornada de trabajo hasta su máximo físico, mientras que el obrero presiona constantemente en el sentido contrario. El problema se reduce, por tanto, al problema de las fuerzas respectivas de los contendientes. 2. Por lo que atañe a la limitación de la jornada de trabajo, lo mismo en Inglaterra que en los demás países, nunca se ha reglamentado sino por ingerencia legislativa. Sin la constante presión de los obreros desde fuera, la ley jamás habría intervenido. En todo caso, este resultado no podía alcanzarse mediante convenios privados entre los obreros y los capitalistas. Esta necesidad de una acción política general es precisamente la que demuestra que, en el terreno puramente económico de lucha, el capital es la parte más fuerte. En cuanto a los límites del valor del trabajo, su fijación efectiva depende siempre de la oferta y la demanda, refiriéndome a la demanda de trabajo por parte del capital y a la oferta de trabajo por los obreros. En los países coloniales, la ley de la oferta y la demanda favorece a los obreros. De aquí el nivel relativamente alto de los salarios en los Estados Unidos. En estos países, haga lo que haga el capital, no puede evítar que el mercado de trabajo esté constantemente desabastecido por la constante transformación de los obreros asalariados en labradores independientes, con fuentes propias de subsistencia. Para gran parte de la población norteamericana, la posición de obrero asalariado no es más que una estación de tránsito, que está segura de abandonar al cabo de un tiempo más o menos largo.[20] Para remediar este estado colonial de cosas, el paternal gobierno británico ha adoptado hace algún tiempo la llamada moderna teoría de la colonización, que consiste en fijar a los terrenos
coloniales un precio artificialmente alto, para, de este modo, impedir la transformación demasiado rápida del obrero asalariado en labrador independiente. Pero, pasemos ahora a los viejos países civilizados, en que el capital domina todo el proceso de producción. Fijémonos, por ejemplo, en la subida de los jornales de los obreros agrícolas en Inglaterra, de 1849 a 1859. ¿Cuáles fueron sus consecuencias? Los agricultores no pudieron subir el valor del trigo, como les habría aconsejado nuestro amigo Weston, ni siquiera su precio en el mercado. Por el contrario, tuvieron que resignarse a verlo bajar. Pero, durante estos once años, introdujeron máquinas de todas clases y aplicaron métodos más científicos, transformaron una parte de las tierras de labor en pastizales, aumentaron la extensión de sus granjas, y con ella la escala de la producción; y de este modo, haciendo disminuir por estos y por otros medios la demanda de trabajo gracias al aumento de sus fuerzas productivas, volvieron a crear una superpoblación relativa en el campo. Tal es el método general con que opera el capital en los países poblados de antiguo, para reaccionar, más rápida o más lentamente, contra las subidas de salarios. Ricardo ha observado acertadamente que la máquina está en continua competencia con el trabajo, y con harta frecuencia sólo puede introducirse cuando el precio del trabajo sube hasta cierto límite;[21] pero la aplicación de maquinaria no es más que uno de los muchos métodos empleados para aumentar las fuerzas productivas del trabajo. Este mismo proceso de desarrollo, que deja relativamente sobrante el trabajo simple, simplifica por otra parte el trabajo calificado, y por tanto, lo deprecia. La misma ley se impone, además, bajo otra forma. Con el desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo, se acelera la acumulación del capital, aun en el caso de que el tipo de salarios sea relativamente alto. De aquí podría inferirse, como lo hizo Adam Smith, en cuyos tiempos la industria moderna estaba aún en su infancia, que la acumulación acelerada del capital tiene que inclinar la balanza a favor del obrero, por cuanto asegura una demanda creciente de su trabajo. Situándose en el mismo punto de vista, muchos autores contemporáneos se asombran de que, a pesar de haber crecido en los últimos veinte años el capital inglés mucho más rápidamente que la población inglesa, los salarios no hayan experimentado un aumento mayor. Pero es que, simultáneamente con la acumulación progresiva, se opera un cambio progresivo en cuanto a la composición del capital. La parte del capital global formada por capital fijo: maquinaria, materias primas, medios de producción de todo género, crece con mayor rapidez que la parte destinada a salarios, o sea a comprar trabajo. Esta ley ha sido puesta de manifiesto, bajo una forma más o menos precisa, por Mr. Barton, Ricardo, Sismondi, el profesor Richard Jones, el profesor Ramsay, Cherbuliez y otros. Si la proporción entre estos dos elementos del capital era originariamente de 1 : 1, al desarrollarse la industria será de 5 : 1, y así sucesivamente. Si de un capital global de 600 se desembolsan 300 para instrumentos, materias primas, etc., y 300 para salarios, para que pueda absorber a 600 obreros en vez de 300, basta con doblar el capital global. Pero, si de un capital de 600 se invierten 500 en maquinaria, materiales, etc., y solamente 100 en salarios, para poder colocar a 600 obreros en vez de 300, este capital tiene que aumentar de 600 a 3.600. Por tanto, al desarrollarse la industria, la demanda de trabajo no avanza con el mismo ritmo que la acumulación del capital. Aumentará, pero aumentará en una proporción constantemente decreciente, comparándola con el incremento del capital. Estas pocas indicaciones bastarán para poner de relieve que el propio desarrollo de la moderna industria contribuye por fuerza a inclinar la balanza cada vez más en favor del capitalista y
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en contra del obrero, y que, como consecuencia de esto, la tendencia general de la producción capitalista no es a elevar el nivel medio de los salarios, sino, por el contrario, a hacerlo bajar, o sea, a empujar más o menos el valor del trabajo a su límite mínimo. Siendo tal la tendencia de las cosas en este sistema, ¿quiere esto decir que la clase obrera deba renunciar a defenderse contra las usurpaciones del capital y cejar en sus esfuerzos para aprovechar todas las posibilidades que se le ofrezcan para mejorar temporalmente su situación? Si lo hiciese, veríase degradada en una masa uniforme de hombres desgraciados y quebrantados, sin salvación posible. Creo haber demostrado que las luchas de la clase obrera por el nivel de los salarios son episodios inseparables de todo el sistema del trabajo asalariado, que en el 99 por 100 de los casos sus esfuerzos por elevar los salarios no son más que esfuerzos dirigidos a mantener en pie el valor dado del trabajo, y que la necesidad de forcejar con el capitalista acerca de su precio va unida a la situación del obrero, que le obliga a venderse a sí mismo como una mercancía. Si en sus conflictos diarios con el capital cediesen cobardemente, se descalificarían sin duda para emprender movimientos de mayor envergadura. Al mismo tiempo, y aun prescindiendo por completo del esclavizamiento general que entraña el sistema del trabajo asalariado, la clase obrera no debe exagerar a sus propios ojos el resultado final de estas luchas diarias. No debe olvidar que lucha contra los efectos, pero no contra las causas de estos efectos; que lo que hace es contener el movimiento descendente, pero no cambiar su dirección; que aplica paliativos, pero no cura la enfermedad. No debe, por tanto, entregarse por entero a esta inevitable lucha guerrillera, continuamente provocada por los abusos incesantes del capital o por las fluctuaciones del mercado. Debe comprender que el sistema actual, aun con todas las miserias que vuelca sobre ella, engendra simultáneamente las condiciones materiales y las formas sociales necesarias para la reconstrucción económica de la sociedad. En vez del lema conservador de "¡Un salario justo por una jornada de trabajo justa!", deberá inscribir en su bandera esta consigna revolucionaria: "¡Abolición del sistema del trabajo asalariado!" Después de esta exposición larguísima y me temo que fatigosa, que he considerado indispensable para esclarecer un poco nuestro tema principal, voy a concluir, proponiendo la siguiente resolución: 1. Una subida general de los tipos de salarios acarrearía una baja de la cuota general de ganancia, pero no afectaría, en términos generales, a los precios de las mercancías. 2. La tendencia general de la producción capitalista no es a elevar el promedio standard del salario, sino a reducirlo. 3. Las tradeuniones trabajan bien como centros de resistencia contra las usurpaciones del capital. Fracasan, en algunos casos, por usar poco inteligentemente su fuerza. Pero, en general, fracasan por limitarse a una guerra de guerrillas contra los efectos del sistema existente, en vez de esforzarse, al mismo tiempo, por cambiarlo, en vez de emplear sus fuerzas organizadas como palanca para la emancipación final de la clase obrera; es decir, para la abolición definitiva del sistema del trabajo asalariado. NOTAS [1] Esta obra es el texto de un discurso de Carlos Marx en inglés en las sesiones del Consejo General de la Primera Internacional celebradas el 20 y el 27 de junio de 1865. Este discurso se originó de las palabras pronunciadas por John Weston, miembro del Consejo General, el 2 y el 23 de mayo. Weston trató de comprobar con sus palabras que una elevación general en el nivel de salarios no les traería
provecho a los obreros y que, por tanto, las tradeuniones tenían un efecto "perjudicial". El manuscrito de Marx de este discurso se ha conservado. El discurso fue primero publicado en Londres en 1898 por la hija de Marx, Eleanor Aveling bajo el título de Valor, precio y ganancia, con un prefacio de Edward Aveling. En el manuscrito, las observaciones preliminares y los primeros seis capítulos no llevaban títulos, y fueron añadidos por Edward Aveling. El título empleado en la presente edición es el comúnmente aceptado. [2]Las leyes del máximo fueron promulgadas por la Convención Jacobina el 4 de mayo, el 11 y el 29 de septiembre de 1793 y el 20 de marzo de 1794, durante la Revolución Francesa. Estas leyes fijaban los límites máximos de los precios de las mercancías y los de los salarios. [3]En septiembre de 1861 (1860 en el manuscrito de Marx), la Asociación Británica para el Fomento de la Ciencia celebró su XXXI reunión anual en Manchester, a la cual asistió Marx, entonces huésped de Engels en la ciudad. W. Newmarch, presidente de la sección económica de la asociación, también hizo uso de la palabra en la reunión, pero por un error cometido al correr de la pluma, Marx le citó con el nombre de Newman. Presidiendo la reunión de la sección, Newmarch pronunció un discurso titulado "Sobre qué extensión resuenan los principios de tribulación incorporados en la legislación del Reino Unido". (Véase Report of the Thirty-first Meeting of the British Association for the Advancement of Science, Held at Manchester in September 1861, Londres, 862, pág. 230). [4]Se refiere a la obra en seis volúmenes del economista británico Thomas Tooke sobre la historia de la industria, el comercio y las finanzas. Se publicaron separadamente bajo los siguientes títulos: A History of Prices, and of the State of the Circulation, from 1793 to 1837, Vol. I-II, Londres, 1838; A History of Prices, and of the State of the Circulation, in 1838 and 1839, Londres, 1840; A History of Prices, and of the State of Circulation, from 1839 to 1847 inclusive, Londres, 1848; y T. Tooke y W. Newmarch, A History of Prices, and of the State of the Circulation, during the Nine Years 1848-1856, Vol. V-VI, Londres, 1857. [5]Véase Robert Owen, Observations on the Effect of the Manufacturing System, Londres, 1817, pág. 76. Este libro apareció por primera vez en 1815. [6]La demolición extensiva de las viviendas de los obreros agrícolas tuvo lugar a mediados del siglo XIX en Inglaterra, debido al febril desarrollo de la industria capitalista y a la introducción del modo de producción capitalista en la agricultura cuando había un "relativo exceso de populación" en el campo. La demolicion extensiva de las viviendas se aceleró por el hecho de que la cantidad de la contribución para socorrer a los pobres pagada por un terrateniente dependia principalmente del número de los indigentes que vivían en su tierra. Así, los terratenientes demolieron deliberadamente esas viviendas que no necesitaban y en cambio podían ser usadas como refugios por la población "excesiva". (Para detalles, véase Carlos Marx, El Capital, t. I, cáp. XXIII-5-e, pág. 616, La Habana, 1965.) [7]La Sociedad de las Artes establecida en Londres en 1754, fue una institución educacional y filantrópica burguesa. La conferencia sobre Las fuerzas aplicadas en la agricultura fue dictada por John Chalmers Morton, hijo de John Morton, que murió en 1864. [8]Las leyes cerealistas de la Gran Bretaña, que tenían por objeto limitar o prohibir la importación de cereales, fueron introducidas en provecho de los grandes terratenientes. La abrogación de dichas leyes por el parlamento británico en junio de 1846 significaba una victoria para la burguesía industrial que había luchado contra ellas bajo la consigna de libre comercio. [9]Véase David Ricardo, On the Principles of Political Economy, and Taxation, Londres, 1821, pág. 26. La primera edición apareció en Londres en 1817. [10]Benjamín Franklin, The Works, Vol. II, Boston, 1836. El ensayo referido en el texto apareció en
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1729. [11]Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Edimbourg, 1814 Vol. I, pág. 93. [12]Thomas Hobbes, "Leviathan: or, the Matter, Form, and Power of a Commonwealth, Ecclesiastical and Civil", The English Works, Londres, 1839, Vol. III, pág. 76. pág. 78 [13]Se refiere a las guerras libradas por Inglaterra desde 1793 a 1815 contra Francia durante el período de la Revolución burguesa de Francia a fines del siglo XVIII. Durante estas guerras el gobierno británico estableció un régimen de terror contra el pueblo trabajador. Durante este período, en particular, se reprimieron varias insurrecciones populares y se promulgaron leyes prohibiendo las asociaciones obreras. [14]C. Marx hace alusion al folleto de Thomas Malthus titulado An Inquiry into the Nature and Progress of Rent, and the Principles by which it is regulated, Londres, 1815. [15]Se refiere al folleto, An Essay on Trade and Commerce: containing Observations on Taxes, publicado anónimamente en Londres en 1770. Se ha atribuido a J. Cunningham. [16]Se refiere al debate en el parlamento británico en febrero y marzo de 1832, acerca de la Ley de diez horas sobre el trabajo de los niños y adolescentes, propuesta en 1831. [17]Yaggernat es una encarnación del dios hindú Vishnu. El culto a Yaggernat, caracterizado por pomposas ceremonias y fanatismo religioso, solía manifestarse en el autotormento y la inmolación suicida. Durante las fiestas tradicionales en honor de Yaggernat, la imagen de Vishnú-Yaggernat se transportaba en un enorme carro a cuyo paso muchos creyentes se arrojaban encontrando la muerte bajo sus ruedas. [18]W. T. Thornton, Over-population and Its Remedy, Londres, 1846. [19]Según las Leyes de Pobres, originalmente establecidas en Inglaterra en el siglo XVI, cada parroquia recaudaba una cuota a sus vecinos para la beneficencia. Aquellos que no podían mantenerse o mantener a su familia acudían en busca de su auxilio. [20] Véase el capitulo XXV del tomo I de El Capital, La Habana, 1965, pág. 701, nota 1: "Aquí, nos referimos a las verdaderas colonias, a territorios virgenes colonizados por inmigrantes libres. Los Estados Unidos son todavía, económicamente hablando, un país colonial de Europa. Por lo demás, también entran en este concepto aquellas antiguas plantaciones en que la abolición de la esclavitud ha venido a transformar de raiz la situación." Desde que en todas las colonias la tierra se ha convertido en propiedad privada, han quedado también cerradas las posibilidades para transformar a los obreros asalariados en productores independientes. [21]David Ricardo, On the Principles of Political Economy, and Taxation, Londres, 1821, pág. 479 DEL SOCIALISMO UTOPICO AL SOCIALISMO CIENTÍFICO F. Engels PROLOGO A LA EDICION INGLESA DE 1892 El pequeño trabajo que tiene delante el lector, formaba parte, en sus orígenes, de una obra mayor. Hacia 1875, el Dr. E. Dühring, privat-docent en la Universidad de Berlín, anunció de pronto y con bastante estrépito su conversión al socialismo y presentó al público alemán, no sólo una teoría socialista detalladamente elaborada, sino también un plan práctico completo para la reorganización de la sociedad. Se abalanzó, naturalmente, sobre sus predecesores, honrando particularmente a Marx, sobre quien derramó las copas llenas de su ira.
Esto ocurría por los tiempos en que las dos secciones del Partido Socialista Alemán —los eisenachianos y los lassalleanos— acababan de fusionarse, adquiriendo éste así, no sólo un inmenso incremento de fuerza, sino algo que importaba todavía más: la posibilidad de desplegar toda esta fuerza contra el enemigo común. El Partido Socialista Alemán se iba convirtiendo rápidamente en una potencia. Pero, para convertirlo en una potencia, la condición primordial era no poner en peligro la unidad recién conquistada. Y el Dr. Dühring se aprestaba públicamente a formar en torno a su persona una secta, el núcleo de un partido futuro aparte. No había, pues, más remedio que recoger el guante que se nos lanzaba y dar la batalla, por muy poco agradable que ello nos fuese. Por cierto, la cosa, aunque no muy difícil, había de ser, evidentemente, harto pesada. Es bien sabido que nosotros, los alemanes, tenemos una terrible y poderosa Gründlichkeit, un cavilar profundo o una caviladora profundidad, como se le quiera llamar. En cuanto uno de nosotros expone algo que reputa una nueva doctrina, lo primero que hace es elaborarla en forma de un sistema universal. Tiene que demostrar que lo mismo los primeros principios de la lógica que las leyes fundamentales del Universo, no han existido desde toda una eternidad con otro designio que el de llevar, al fin y a la postre, hasta esta teoría recién descubierta, que viene a coronar todo lo existente. En este respecto, el Dr. Dühring estaba cortado en absoluto por el patrón nacional. Nada menos que un "Sistema completo de la Filosofía" —filosofía intelectual, moral, natural y de la Historia—, un "Sistema completo de Economía Política y de Socialismo" y, finalmente, una "Historia crítica de la Economía Política" —tres gordos volúmenes en octavo, pesados por fuera y por dentro, tres cuerpos de ejército de argumentos, movilizados contra todos los filósofos y economistas precedentes en general y contra Marx en particular—; en realidad, un intento de completa <<subversión de la ciencia>>. Tuve que vérmelas con todo eso; tuve que tratar todos los temas posibles, desde las ideas sobre el tiempo y el espacio hasta el bimetalismo, desde la eternidad de la materia y el movimiento hasta la naturaleza perecedera de las ideas morales; desde la selección natural de Darwin hasta la educación de la juventud en una sociedad futura. Cierto es que la sistemática universalidad de mi contrincante me brindaba ocasión para desarrollar frente a él, en una forma más coherente de lo que hasta entonces se había hecho, las ideas mantenidas por Marx y por mí acerca de tan grande variedad de materias. Y ésta fue la razón principal que me movió a acometer esta tarea, por lo demás tan ingrata. Mi réplica vio la luz, primero, en una serie de artículos publicados en el "Vorw‖rts" de Leipzig, órgano central del Partido Socialista, y, más tarde, en forma de libro, con el título de "Herrn Eugen Dührings Umw‖lzung der Wissenschaft" ["La subversión de la ciencia por el señor E. Dühring"], del que en 1886 se publicó en Zurich una segunda edición. A instancias de mi amigo Paul Lafargue, actual representante de Lille en la Cámara de los diputados de Francia, arreglé tres capítulos de este libro para un folleto, que él tradujo y publicó en 1880 con el título de "Socialisme utopique et socialisme scientifique". De este texto francés se hicieron una versión polaca y otra española. En 1883 nuestros amigos de Alemania publicaron el folleto en su idioma original. Desde entonces, se han publicado, a base del texto alemán, traducciones al italiano, al ruso, al danés, al holandés y al rumano. Es decir, que, contando la actual edición inglesa, este folleto se halla difundido en diez lenguas. No sé de ninguna otra publicación socialista, incluyendo nuestro Manifiesto Comunista de 1848 y "El Capital" de Marx, que haya sido traducida tantas veces. En Alemania se han hecho cuatro ediciones, con una tirada total de unos veinte mil ejemplares. El apéndice "La Marca" fue escrito con el propósito de difundir entre el Partido Socialista Alemán algunas nociones elementales respecto a la historia y al desarrollo de la propiedad rural en Alemania. En aquel entonces era tanto más necesario cuanto que la incorporación de los obreros
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urbanos al partido estaba en vía de concluirse y se planteaba la tarea de ocuparse de las masas de obreros agrícolas y de los campesinos. Este apéndice fue incluido en la edición, teniendo en cuenta la circunstancia de que las formas primitivas de posesión de la tierra, comunes a todas las tribus teutónicas, así como la historia de su decadencia, son menos conocidas todavía en Inglaterra que en Alemania. He dejado el texto en su forma original, sin aludir a la hipótesis recientemente expuesta por Maxim Kovalevski, según la cual al reparto de las tierras de cultivo y de pastoreo entre los miembros de la Marca precedió el cultivo en común de estas tierras por una gran comunidad familiar patriarcal, que abarcó a varias generaciones (de ejemplo puede servir la zádruga de los sudeslavos, que aún existe hoy día). Luego, cuando la comunidad creció y se hizo demasiado numerosa para administrar en común la economía, tuvo lugar el reparto de la tierra. Es probable que Kovalevski tenga razón, pero el asunto se encuentra aún sub judice. Los términos de Economía empleados en este trabajo coinciden, en tanto que son nuevos, con los de la edición inglesa de "El Capital" de Marx. Designamos como <<producción mercantil>> aquella fase económica en que los objetos no se producen solamente para el uso del productor, sino también para los fines del cambio, es decir, como mercancías, y no como valores de uso. Esta fase va desde los albores de la producción para el cambio hasta los tipos presentes; pero sólo alcanza su pleno desarrollo bajo la producción capitalista, es decir, bajo las condiciones en que el capitalista, propietario de los medios de producción, emplea, a cambio de un salario, a obreros, a hombres despojados de todo medio de producción, salvo su propia fuerza de trabajo, y se embolsa el excedente del precio de venta de los productos sobre su coste de producción. Dividimos la historia de la producción industrial desde la Edad Media en tres períodos: 1) industria artesana, pequeños maestros artesanos con unos cuantos oficiales y aprendices, en que cada obrero elabora el artículo completo; 2) manufactura, en que se congrega en un amplio establecimiento un número más considerable de obreros, elaborándose el artículo completo con arreglo al principio de la división del trabajo, donde cada obrero sólo ejecuta una operación parcial, de tal modo que el producto está acabado sólo cuando ha pasado sucesivamente por las manos de todos; 3) moderna industria, en que el producto se fabrica mediante la máquina movida por la fuerza motriz y el trabajo del obrero se limita a vigilar y rectificarlas operaciones del mecanismo. Sé muy bien que el contenido de este libro indignará a gran parte del público británico. Pero si nosotros, los continentales, hubiésemos guardado la menor consideración a los prejuicios de la <<respetabilidad>> británica, es decir, del filisteísmo británico habríamos salido todavía peor parados de lo que hemos salido. Esta obra defiende lo que nosotros llamamos el <<materialismo histórico>>, y en los oídos de la inmensa mayoría de los lectores británicos la palabra materialismo es una palabra muy malsonante. <<Agnosticismo>> aún podría pasar, pero materialismo es de todo punto inadmisible. Y sin embargo, la patria primitiva de todo el materialismo moderno, a partir del siglo XVII, es Inglaterra. <<El materialismo es hijo nativo de la Gran Bretaña. Ya el escolástico británico Duns Escoto se preguntaba si la materia no podría pensar. <<Para realizar este milagro, iba a refugiarse en la omnipotencia divina, es decir, obligaba a la propia teología a predicar el materialismo. Duns Escoto era, además, nominalista. El nominalismo aparece
como elemento primordial en los materialistas ingleses y es, en general, la expresión primera del materialismo. <<El verdadero padre del materialismo inglés es Bacón. Para él, las ciencias naturales son la verdadera ciencia, y la física experimental, la parte más importante de las ciencias naturales. Anaxágoras con sus homolomerias y Demócrito con sus átomos son las autoridades que cita con frecuencia. Según su teoría, los sentidos son infalibles y constituyen la fuente de todos los conocimientos. Toda ciencia se basa en la experiencia y consiste en aplicar un método racional de investigación a lo dado por los sentidos. La inducción, el análisis, la comparación, la observación, la experimentación son las condiciones fundamentales de este método racional. Entre las propiedades inherentes a la materia, la primera y más importante es el movimiento, concebido no sólo como movimiento mecánico y matemático, sino más aún como impulso, como espíritu vital, como tensión, como <<Qual>> —para emplear la expresión de Jakob Böhme— de la materia. <<Las formas primitivas de la última son fuerzas sustanciales vivas, individualizantes, a ella inherentes, las fuerzas que producen las diferencias específicas. <<En Bacón, como su primer creador, el materialismo guarda todavía de un modo ingenuo los gérmenes de un desarrollo multilateral. La materia sonríe con un destello poéticamente sensorial a todo el hombre. En cambio, la doctrina aforística es todavía de por sí un hervidero de inconsecuencias teológicas. <<En su desarrollo ulterior, el materialismo se hace unilateral. Hobbes sistematiza el materialismo de Bacón. La sensoriedad pierde su brillo y se convierte en la sensoriedad abstracta del geómetra. El movimiento físico se sacrifica al movimiento mecánico o matemático, la geometría es proclamada como la ciencia fundamental. El materialismo se hace misántropo. Para poder dar la batalla en su propio terreno al espíritu misantrópico y descarnado, el materialismo se ve obligado también a flagelar su carne y convertirse en asceta. Se presenta como una entidad intelectual, pero desarrolla también la lógica despiadada del intelecto. <<Si los sentidos suministran al hombre todos los conocimientos —argumenta Hobbes partiendo de Bacón—, los conceptos, las ideas, las representaciones mentales, etc., no son más que fantasmas del mundo físico, más o menos despojado de su forma sensorial. La ciencia no puede hacer más que dar nombres a estos fantasmas. Un nombre puede ponérsele a varios fantasmas. Puede incluso haber nombres de nombres. Pero sería una contradicción querer, de una parte, buscar el origen de todas las ideas en el mundo de los sentidos, y, de otra parte, afirmar que una palabra es algo más que una palabra, que además de los seres siempre individuales que nos representamos, existen seres universales. Una sustancia incorpórea es el mismo contrasentido que un cuerpo incorpóreo. Cuerpo, ser, sustancia, es una y la misma idea real. No se puede separar el pensamiento de la materia que piensa. Es ella el sujeto de todos los cambios. La palabra <<infinito>> carece de sentido, si no es como expresión de la capacidad de nuestro espíritu para añadir sin fin. Como sólo lo material es perceptible, susceptible de ser sabido, nada se sabe de la existencia de Dios. Sólo mi propia existencia es segura. Toda pasión humana es movimiento mecánico que termina o empieza. Los objetos de los impulsos son el bien. El hombre se halla sujeto a las mismas leyes que la naturaleza. El poder y la libertad son cosas idénticas.
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<<Hobbes sistematizó a Bacón, pero sin aportar nuevas pruebas en favor de su principio fundamental: el de que los conocimientos y las ideas tienen su origen en el mundo de los sentidos. <<Locke, en su obra "Essay on the Human understanding" [Ensayo sobre el entendimiento humano], fundamenta el principio de Bacony Hobbes. <<Del mismo modo que Hobbes destruyó los prejuicios teísticos del materialismo baconiano, Collins, Dodwell, Coward, Hartley, Priestley, etc., derribaron la última barrera teológica del sensualismo de Locke. El deísmo no es, por lo menos para los materialistas, más que un modo cómodo y fácil de deshacerse de la religión>>. Así se expresaba Carlos Marx hablando de los orígenes británicos del materialismo moderno. Y si a los ingleses de hoy día no les hace mucha gracia este homenaje que Marx rinde a sus antepasados, lo sentimos por ellos. Pero es innegable, a pesar de todo, que Bacón, Hobbes y Locke fueron los padres de aquella brillante escuela de materialistas franceses que, pese a todas las derrotas que los alemanes y los ingleses infligieron por mar y por tierra a Francia, hicieron del siglo XVIII un siglo eminentemente francés; y esto, mucho antes de aquella revolución francesa que coronó el final del siglo y cuyos resultados todavía hoy nos estamos esforzando nosotros por aclimatar en Inglaterra y en Alemania. No puede negarse. Si a mediados del siglo un extranjero culto se instalaba en Inglaterra, lo que más le sorprendía era la beatería y la estupidez religiosa —así tenía que considerarla él— de la <<respetable>> clase media inglesa. Por aquel entonces, todos nosotros éramos materialistas, o, por lo menos, librepensadores muy avanzados, y nos parecía inconcebible que casi todos los hombres cultos de Inglaterra creyesen en una serie de milagros imposibles, y que hasta geólogos como Buckland y Mantell tergiversasen los hechos de su ciencia, para no dar demasiado en la cara a los mitos del Génesis; inconcebible que, para encontrar a gente que se atreviese a servirse de su inteligencia en materias religiosas, hubiese que ir a los sectores no ilustrados, a las <<hordas de los que no se lavan>>, como en aquel entonces se decía, a los obreros, y principalmente a los socialistas owenianos. Pero, de entonces acá, Inglaterra se ha <<civilizado>>. La Exposición de 1851 fue el toque a muerte por el exclusivismo insular inglés. Inglaterra fue, poco a poco, internacionalizándose en cuanto a la comida y la bebida, en las costumbres y en las ideas, hasta el punto de que ya desearía yo que ciertas costumbres inglesas encontrasen en el continente una acogida tan general como la que han encontrado otros usos continentales en Inglaterra. Lo que puede asegurarse es que la difusión del aceite para ensalada (que antes de 1851 sólo conocía la aristocracia) fue acompañada de una fatal difusión del escepticismo continental en materias religiosas, habiéndose llegado hasta el extremo de que el agnosticismo, aunque no se considere todavía tan elegante como la Iglesia anglicana oficial, está no obstante, en lo que a la respetabilidad se refiere, casi a la misma altura que la secta baptista y ocupa, desde luego, un rango mucho más alto que el Ejército de Salvación. No puedo por menos de pensar que para muchos que deploran y maldicen con toda su alma estos progresos del descreimiento será un consuelo saber que estas ideas flamantes no son de origen extranjero, no circulan con la marca de <<Made in Germany>>, fabricado en Alemania, como tantos otros artículos de uso diario, sino que tienen, por el contrario, un añejo y venerable origen inglés y que sus autores británicos de hace doscientos años iban bastante más allá que sus descendientes de hoy día.
En efecto, ¿qué es el agnosticismo si no un materialismo vergonzante? La concepción agnóstica de la naturaleza es enteramente materialista. Todo el mundo natural está regido por leyes y excluye en absoluto toda influencia exterior. Pero nosotros, añade cautamente el agnóstico, no estamos en condiciones de poder probar o refutar la existencia de un ser supremo fuera del mundo por nosotros conocido. Esta reserva podía tener su razón de ser en la época en que Laplace, como Napoleón le preguntase por qué en la Mécanique Céleste del gran astrónomo no se mencionaba siquiera al creador del mundo, contestó con estas palabras orgullosas: <<Je n'avais pas besoin de cette hypothËse>>. Pero hoy nuestra idea del universo en su desarrollo no deja el menor lugar ni para un creador ni para un regente del universo; y si quisiéramos admitir la existencia de un ser supremo puesto al margen de todo el mundo existente, incurriríamos en una contradicción lógica, y además, me parece, inferiríamos una ofensa inmerecida a los sentimientos de la gente religiosa. Nuestro agnóstico reconoce también que todos nuestros conocimientos descansan en las comunicaciones que recibimos por medio de nuestros sentidos. Pero, ¿cómo sabemos —añade— si nuestros sentidos nos transmiten realmente una imagen exacta de los objetos que percibimos a través de ellos? Y a continuación nos dice que cuando habla de las cosas o de sus propiedades, no se refiere, en realidad, a estas cosas ni a sus propiedades, acerca de las cuales no puede saber nada de cierto, sino solamente a las impresiones que dejan en sus sentidos. Es, ciertamente, un modo de concebir que parece difícil rebatir por vía de simple argumentación. Pero los hombres, antes de argumentar, habían actuado. <<Im Anfang war die That>>. Y la acción humana había resuelto la dificultad mucho antes de que las cavilaciones humanas la inventasen. The proof of the pudding is in the eating. Desde el momento en que aplicamos estas cosas, con arreglo a las cualidades que percibimos en ellas, a nuestro propio uso, sometemos las percepciones de nuestros sentidos a una prueba infalible en cuanto a su exactitud o falsedad. Si estas percepciones fuesen falsas, lo sería también nuestro juicio acerca de la posibilidad de emplear la cosa de que se trata, y nuestro intento de emplearla tendría que fracasar forzosamente. Pero si conseguimos el fin perseguido, si encontramos que la cosa corresponde a la idea que nos formábamos de ella, que nos da lo que de ella esperábamos al emplearla, tendremos la prueba positiva de que, dentro de estos límites, nuestras percepciones acerca de esta cosa y de sus propiedades coinciden con la realidad existente fuera de nosotros. En cambio, si nos encontramos con que hemos dado un golpe en falso, no tardamos generalmente mucho tiempo en descubrir las causas de nuestro error; llegamos a la conclusión de que la percepción en que se basaba nuestra acción era incompleta y superficial, o se hallaba enlazada con los resultados de otras percepciones de un modo no justificado por la realidad de las cosas; es decir, habíamos realizado lo que denominamos un razonamiento defectuoso. Mientras adiestremos y empleemos bien nuestros sentidos y ajustemos nuestro modo de proceder a los límites que trazan las observaciones bien hechas y bien utilizadas, veremos que los resultados de nuestros actos suministran la prueba de la conformidad de nuestras percepciones con la naturaleza objetiva de las cosas percibidas. Ni en un solo caso, según la experiencia que poseemos hasta hoy, nos hemos visto obligados a llegar a la conclusión de que las percepciones sensoriales científicamente controladas originan en nuestro cerebro ideas del mundo exterior que difieren por su naturaleza de la realidad, o de que entre el mundo exterior y las percepciones que nuestros sentidos nos transmiten de él media una incompatibilidad innata.
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Pero, al llegar aquí, se presenta el agnóstico neokantiano y nos dice: Sí, podremos tal vez percibir exactamente las propiedades de una cosa, pero nunca aprehender la cosa en sí por medio de ningún proceso sensorial o discursivo. Esta <<cosa en sí>> cae más allá de nuestras posibilidades de conocimiento. A esto, ya hace mucho tiempo, que ha contestado Hegel: desde el momento en que conocemos todas las propiedades de una cosa, conocemos también la cosa misma; sólo queda en pie el hecho de que esta cosa existe fuera de nosotros, y en cuanto nuestros sentidos nos suministraron este hecho, hemos aprehendido hasta el último residuo de la cosa en sí, la famosa e incognoscible Ding an sich de Kant. Hoy, sólo podemos añadir a eso que, en tiempos de Kant, el conocimiento que se tenía de las cosas naturales era lo bastante fragmentario para poder sospechar detrás de cada una de ellas una misteriosa <<cosa en sí>>. Pero, de entonces acá, estas cosas inaprehensibles han sido aprehendidas, analizadas y, más todavía, reproducidas una tras otra por los gigantescos progresos de la ciencia. Y, desde el momento en que podemos producir una cosa, no hay razón ninguna para considerarla incognoscible. Para la química de la primera mitad de nuestro siglo, las sustancias orgánicas eran cosas misteriosas. Hoy, aprendemos ya a fabricarlas una tras otra, a base de los elementos químicos y sin ayuda de procesos orgánicos. La química moderna nos dice que tan pronto como se conoce la constitución química de cualquier cuerpo, este cuerpo puede integrarse a partir de sus elementos. Hoy, estamos todavía lejos de conocer exactamente la constitución de las sustancias orgánicas superiores, los cuerpos albuminoides, pero no hay absolutamente ninguna razón para que no adquiramos, aunque sea dentro de varios siglos, este conocimiento y con ayuda de él podamos fabricar albúmina artificial. Y cuando lo consigamos, habremos conseguido también producir la vida orgánica, pues la vida, desde sus formas más bajas hasta las más altas, no es más que la modalidad normal de existencia de los cuerpos albuminoides. Pero, después de hechas estas reservas formales, nuestro agnóstico habla y obra en un todo como el materialista empedernido, que en el fondo es. Podrá decir: a juzgar por lo que nosotros sabemos, la materia y el movimiento o, como ahora se dice, la energía, no pueden crearse ni destruirse, pero no tenemos pruebas de que ambas no hayan sido creadas en algún tiempo remoto y desconocido. Y, si intentáis volver contra él esta confesión en un caso dado, os llamará al orden a toda prisa y os mandará callar. Si in abstracto reconoce la posibilidad del espiritualismo, in concreto no quiere saber nada de él. Os dirá: por lo que sabemos y podemos saber, no existe creador ni regente del Universo; en lo que a nosotros respecta, la materia y la energía son tan increables como indestructibles; para nosotros, el pensamiento es una forma de la energía, una función del cerebro. Todo lo que nosotros sabemos nos lleva a la conclusión de que el mundo material se halla regido por leyes inmutables, etcétera, etcétera. Por tanto, en la medida en que es un hombre de ciencia, en la medida en que sabe algo, el agnóstico es materialista; fuera de los confines de su ciencia, en los campos que no domina, traduce su ignorancia al griego, y la llama agnosticismo. En todo caso, lo que sí puede asegurarse es que, aunque yo fuese agnóstico, no podría dar a la concepción de la historia esbozada en este librito el nombre de <<agnosticismo histórico>>. Las gentes de sentimientos religiosos se reirían de mí, los agnósticos me preguntarían, indignados, si quería burlarme de ellos. Así pues, confío en que la <<respetabilidad>> británica, que en alemán se llama filisteísmo, no se enfadará demasiado porque emplee en inglés, como en tantos otros idiomas, el nombre de <<materialismo histórico>> para designar esa concepción de los derroteros de la historia universal que ve la causa final y la fuerza propulsora decisiva de todos los acontecimientos históricos importantes en el desarrollo económico de la sociedad, en las transformaciones del modo de
producción y de cambio, en la consiguiente división de la sociedad en distintas clases y en las luchas de estas clases entre sí. Se me guardará, tal vez, esta consideración, sobre todo si demuestro que el materialismo histórico puede incluso ser útil para la respetabilidad británica. Ya he aludido al hecho de que, hace cuarenta o cincuenta años, el extranjero culto que se instalaba a vivir en Inglaterra se veía desagradablemente sorprendido por lo que necesariamente tenía que considerar como beatería y mojigatería de la respetable clase media inglesa. Ahora demostraré que la respetable clase media inglesa de aquel tiempo no era, sin embargo, tan estúpida como el extranjero inteligente se figuraba. Sus tendencias religiosas tenían su explicación. Cuando Europa salió del medioevo, la clase media en ascenso de las ciudades era su elemento revolucionario. La posición reconocida, que se había conquistado dentro del régimen feudal de la Edad Media, era ya demasiado estrecha para su fuerza de expansión. El libre desarrollo de esta clase media, la burguesía, no era ya compatible con el sistema feudal; éste tenía forzosamente que derrumbarse. Pero el gran centro internacional del feudalismo era la Iglesia católica romana. Ella unía a toda Europa Occidental feudalizada, pese a todas sus guerras intestinas, en una gran unidad política, contrapuesta tanto al mundo cismático griego como al mundo mahometano. Rodeó a las instituciones feudales del halo de la consagración divina. También ella había levantado su jerarquía según el modelo feudal, y era, en fin de cuentas, el mayor de todos los señores feudales, pues poseía, por lo menos, la tercera parte de toda la propiedad territorial del mundo católico. Antes de poder dar en cada país y en diversos terrenos la batalla al feudalismo secular había que destruir esta organización central sagrada. Paso a paso, con el auge de la burguesía, iba produciéndose el gran resurgimiento de la ciencia. Volvían a cultivarse la astronomía, la mecánica, la física, la anatomía, la fisiología. La burguesía necesitaba, para el desarrollo de su producción industrial, una ciencia que investigase las propiedades de los cuerpos físicos y el funcionamiento de las fuerzas naturales. Pero, hasta entonces la ciencia no había sido más que la servidora humilde de la Iglesia, a la que no se le consentía traspasar las fronteras establecidas por la fe; en una palabra, había sido cualquier cosa menos una ciencia. Ahora, la ciencia se rebelaba contra la Iglesia; la burguesía necesitaba a la ciencia y se lanzó con ella a la rebelión. Aquí no he tocado más que dos de los puntos en que la burguesía en ascenso tenía necesariamente que chocar con la religión establecida; pero esto bastará para probar: primero, que la clase más directamente interesada en la lucha contra el poder de la Iglesia católica era precisamente la burguesía y, segundo, que por aquel entonces toda lucha contra el feudalismo tenía que vestirse con un ropaje religioso y dirigirse en primera instancia contra la Iglesia. Pero el grito de guerra lanzado por las universidades y los hombres de negocios de las ciudades, tenía inevitablemente que encontrar, como en efecto encontró, una fuerte resonancia entre las masas del campo, entre los campesinos, que en todas partes estaban empeñados en una dura lucha contra sus señores feudales eclesiásticos y seculares, lucha en la que se ventilaba su existencia. La gran campaña de la burguesía europea contra el feudalismo culminó en tres grandes batallas decisivas. La primera fue la que llamamos la Reforma protestante alemana. Al grito de rebelión de Lutero contra la Iglesia, respondieron dos insurrecciones políticas; primero, la de la nobleza baja, acaudillada por Franz von Sickingen, en 1523, y luego la gran guerra campesina, en 1525. Ambas fueron aplastadas, a causa, principalmente, de la falta de decisión del partido más interesado en la
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lucha: la burguesía de las ciudades: falta de decisión cuyas causas no podemos investigar aquí. Desde este instante, la lucha degeneró en una reyerta entre los príncipes locales y el poder central del emperador, trayendo como consecuencia el borrar a Alemania por doscientos años del concierto de las naciones políticamente activas de Europa. Cierto es que la Reforma luterana condujo a una nueva religión; aquella precisamente que necesitaba la monarquía absoluta. Apenas abrazaron el luteranismo, los campesinos del noreste de Alemania se vieron degradados de hombres libres a siervos de la gleba. Pero, donde Lutero falló, triunfó Calvino. El dogma calvinista cuadraba a los más intrépidos burgueses de la época. Su doctrina de la predestinación era la expresión religiosa del hecho de que en el mundo comercial, en el mundo de la competencia, el éxito o la bancarrota no depende de la actividad o de la aptitud del individuo, sino de circunstancias independientes de él. <<Así que no es del que quiere ni del que corre, sino de la misericordia>> de fuerzas económicas superiores, pero desconocidas. Y esto era más verdad que nunca en una época de revolución económica, en que todos los viejos centros y caminos comerciales eran desplazados por otros nuevos, en que se abría al mundo América y la India y en que vacilaban y se venían abajo hasta los artículos económicos de fe más sagrados: los valores del oro y de la plata. Además, el régimen de la Iglesia calvinista era absolutamente democrático y republicano: ¿cómo podían los reinos de este mundo seguir siendo súbditos de los reyes, de los obispos y de los señores feudales donde el reino de Dios se había republicanizado? Si el luteranismo alemán se convirtió en un instrumento sumiso en manos de los pequeños príncipes alemanes, el calvinismo fundó una república en Holanda y fuertes partidos republicanos en Inglaterra y, sobre todo, en Escocia. En el calvinismo encontró acabada su teoría de lucha la segunda gran insurrección de la burguesía. Esta insurrección se produjo en Inglaterra. La puso en marcha la burguesía de las ciudades, pero fueron los campesinos medios (la yeomanry) de los distritos rurales los que arrancaron el triunfo. Cosa singular: en las tres grandes revoluciones burguesas son los campesinos los que suministran las tropas de combate, y ellos también, precisamente, la clase, que, después de alcanzar el triunfo, sale arruinada infaliblemente por las consecuencias económicas de este triunfo. Cien años después de Cromwell, la yeomanry de Inglaterra casi había desaparecido. En todo caso, sin la intervención de esta yeomanry y del elemento plebeyo de las ciudades, la burguesía nunca hubiera podido conducir la lucha hasta su final victorioso ni llevado al cadalso a Carlos I. Para que la burguesía se embolsase aunque sólo fueran los frutos del triunfo que estaban bien maduros, fue necesario llevar la revolución bastante más allá de su meta: exactamente como habría de ocurrir en Francia en 1793 y en Alemania en 1848. Parece ser ésta, en efecto, una de las leyes que presiden el desarrollo de la sociedad burguesa. Después de este exceso de actividad revolucionaria, siguió la inevitable reacción que, a su vez, rebasó también el punto en que debía haberse mantenido. Tras una serie de vacilaciones, consiguió fijarse, por fin, el nuevo centro de gravedad, que se convirtió, a su vez, en nuevo punto de arranque. El período grandioso de la historia inglesa, al que los filisteos dan el nombre de <<la gran rebelión>>, y las luchas que le siguieron, alcanzan su remate en el episodio relativamente insignificante de 1689, que los historiadores liberales señalan con el nombre de la <<gloriosa revolución>>. El nuevo punto de partida fue una transacción entre la burguesía en ascenso y los antiguos grandes terratenientes feudales. Estos, aunque entonces como hoy se les conociese por el nombre de aristocracia estaban ya desde hacía largo tiempo en vías de convertirse en lo que Luís Felipe había de ser mucho después en Francia: en los primeros burgueses de la nación.
Para suerte de Inglaterra, los antiguos barones feudales se habían destrozado unos a otros en las guerras de las Dos Rosas. Sus sucesores, aunque descendientes en su mayoría de las mismas antiguas familias, procedían ya de líneas colaterales tan alejadas, que formaban una corporación completamente nueva; sus costumbres y tendencias tenían mucho más de burguesas que de feudales; conocían perfectamente el valor del dinero, y se aplicaron en seguida a aumentar las rentas de sus tierras, arrojando de ellas a cientos de pequeños arrendatarios y sustituyéndolos por rebaños de ovejas. Enrique VIII creó una masa de nuevos landlords burgueses, regalando y dilapidando los bienes de la Iglesia; y a idénticos resultados condujeron las confiscaciones de grandes propiedades territoriales, que se prosiguieron sin interrupción hasta fines del siglo XVII, para entregarlas luego a individuos semi o enteramente advenedizos. De aquí que la <<aristocracia>> inglesa, desde Enrique VII, lejos de oponerse al desarrollo de la producción industrial procurase sacar indirectamente provecho de ella. Además, una parte de los grandes terratenientes se mostró dispuesta en todo momento, por móviles económicos o políticos a colaborar con los caudillos de la burguesía industrial y financiera. La transacción de 1689 no fue, pues, difícil de conseguir. Los trofeos políticos —los cargos, las sinecuras, los grandes sueldos— les fueron respetados a las familias de la aristocracia rural, a condición de que defendiesen cumplidamente los intereses económicos de la clase media financiera, industrial y mercantil. Y estos intereses económicos eran ya, por aquel entonces, bastante poderosos; eran ellos los que trazaban en último término los rumbos de la política nacional. Podría haber rencillas acerca de los detalles, pero la oligarquía aristocrática sabía demasiado bien cuán inseparablemente unida se hallaba su propia prosperidad económica a la de la burguesía industrial y comercial. A partir de este momento, la burguesía se convirtió en parte integrante, modesta pero reconocida, de las clases dominantes de Inglaterra. Compartía con todas ellas el interés de mantener sojuzgada a la gran masa trabajadora del pueblo. El comerciante o fabricante mismo ocupaba, frente a su dependiente, a sus obreros o a sus criados, la posición del amo, o la posición de su <<superior natural>>, como se decía hasta hace muy poco en Inglaterra. Tenía que estrujarles la mayor cantidad y la mejor calidad de trabajo posible; para conseguirlo, había de educarlos en una conveniente sumisión. Personalmente, era un hombre religioso; su religión le había suministrado la bandera bajo la cual combatió al rey y a los señores; muy pronto, había descubierto también los recursos que esta religión le ofrecía para trabajar los espíritus de sus inferiores naturales y hacerlos sumisos a las órdenes de los amos, que los designios inescrutables de Dios les habían puesto. En una palabra, el burgués inglés participaba ahora en la empresa de sojuzgar a los <<estamentos inferiores>>, a la gran masa productora de la nación, y uno de los medios que se empleaba para ello era la influencia de la religión. Pero a esto venía a añadirse una nueva circunstancia, que reforzaba las inclinaciones religiosas de la burguesía: la aparición del materialismo en Inglaterra. Esta nueva doctrina no sólo hería los píos sentimientos de la clase media, sino que, además, se anunciaba como una filosofía destinada solamente a los sabios y hombres cultos del gran mundo; al contrario de la religión, buena para la gran masa no ilustrada, incluyendo a la burguesía. Con Hobbes, esta doctrina pisó la escena como defensora de las prerrogativas y de la omnipotencia reales e invitó a la monarquía absoluta a atar corto a aquel puer robustus sed mailitiosus que era el pueblo. También en los continuadores de Hobbes, en Bolingbroke, en Shaftesbury, etc., la nueva forma deística del materialismo seguía siendo una doctrina aristocrática, esotérica y odiada, por tanto, de la burguesía, no sólo por ser una herejía religiosa, sino también por sus conexiones políticas antiburguesas. Por eso, frente al materialismo y al deísmo de la aristocracia,
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las sectas protestantes, que habían suministrado la bandera y los hombres para luchar contra los Estuardos, eran precisamente las que daban el contingente principal de las fuerzas de la clase media progresiva y las que todavía hoy forman la médula del <<gran partido liberal>>. Entretanto, el materialismo pasó de Inglaterra a Francia donde se encontró con una segunda escuela materialista de filósofos, que habían surgido del cartesianismo, y con la que se refundió. También en Francia seguía siendo al principio una doctrina exclusivamente aristocrática. Pero su carácter revolucionario no tardó en revelarse. Los materialistas franceses no limitaban su crítica simplemente a las materias religiosas, sino que la hacían extensiva a todas las tradiciones científicas y a todas las instituciones políticas de su tiempo; para demostrar la posibilidad de aplicación universal de su teoría, siguieron el camino más corto: la aplicaron audazmente a todos los objetos del saber en la "Encyclopédie", la obra gigantesca que les valió el nombre de <<enciclopedistas>>. De este modo, el materialismo, bajo una u otra forma —como materialismo declarado o como deísmo—, se convirtió en el credo de toda la juventud culta de Francia; hasta tal punto, que durante la Gran Revolución la teoría creada por los realistas ingleses sirvió de bandera teórica a los republicanos y terroristas franceses, y de ella salió el texto de la "Declaración de los Derechos del Hombre". La Gran Revolución francesa fue la tercera insurrección de la burguesía, pero la primera que se despojó totalmente del manto religioso, dando la batalla en el campo político abierto. Y fue también la primera que llevó realmente la batalla hasta la destrucción de uno de los dos combatientes, la aristocracia, y el triunfo completo del otro, la burguesía. En Inglaterra, la continuidad ininterrumpida de las instituciones prerrevolucionarias y postrrevolucionarias y la transacción sellada entre los grandes terratenientes y los capitalistas, encontraban su expresión en la continuidad de los precedentes judiciales, así como en la respetuosa conservación de las formas legales del feudalismo. En Francia la revolución rompió plenamente con las tradiciones del pasado, barrió los últimos vestigios del feudalismo y creó, con el Code civil, una adaptación magistral a las relaciones capitalistas modernas del antiguo Derecho romano, de aquella expresión casi perfecta de las relaciones jurídicas derivadas de la fase económica que Marx llama la <<producción de mercancías>>; tan magistral, que este Código francés revolucionario sirve todavía hoy en todos los países —sin exceptuar a Inglaterra— de modelo para las reformas del derecho de propiedad. Pero, no por ello debemos perder de vista una cosa. Aunque el Derecho inglés continúa expresando las relaciones económicas de la sociedad capitalista en un lenguaje feudal bárbaro, que guarda con la cosa expresada la misma relación que la ortografía con la fonética inglesa —<<vous écrivez Londres et vous prononcez Constantinople>>, , decía un francés—, este Derecho inglés es el único que ha mantenido indemne a través de los siglos y que ha transplantado a Norteamérica y a las colonias la mejor parte de aquella libertad personal, aquella autonomía local y aquella salvaguardia contra toda injerencia, fuera de la de los tribunales; en una palabra, aquellas antiguas libertades germánicas que en el continente se habían perdido bajo el régimen de la monarquía absoluta y que hasta ahora no han vuelto a recobrarse íntegramente en ninguna parte. Pero volvamos a nuestro burgués británico. La revolución francesa le brindó una magnífica ocasión para arruinar, con ayuda de las monarquías continentales, el comercio marítimo francés, anexionarse las colonias francesas y reprimir las últimas pretensiones francesas de hacerle la competencia por mar. Fue ésta una de las razones de que la combatiese. La segunda razón era que los métodos de esta revolución le hacían muy poca gracia. No ya su <<execrable>> terrorismo, sino también su intento de implantar el régimen burgués hasta en sus últimas consecuencias. ¿Qué iba a hacer en el mundo el burgués británico sin su aristocracia, que le imbuía maneras (¡y qué maneras!) e
inventaba para él modas, que le suministraba la oficialidad para el ejército, salvaguardia del orden dentro del país, y para la marina, conquistadora de nuevos dominios coloniales y de nuevos mercados en el exterior? Cierto es que también había dentro de la burguesía una minoría progresiva, formada por gentes cuyos intereses no habían salido tan bien parados en la transacción, esta minoría, integrada por la clase media de posición más modesta, simpatizaba con la revolución, pero era impotente en el parlamento. Por tanto, cuanto más se convertía el materialismo en el credo de la revolución francesa, tanto más se aferraba el piadoso burgués británico a su religión. ¿Acaso la época del terror en París no había demostrado lo que ocurre, cuando el pueblo pierde la religión? Conforme se extendía el materialismo de Francia a los países vecinos y recibía el refuerzo de otras corrientes teóricas afines, principalmente el de la filosofía alemana; conforme en el continente ser materialista y librepensador era, en realidad, una cualidad indispensable para ser persona culta, más tenazmente se afirmaba la clase media inglesa en sus diversas confesiones religiosas. Por mucho que variasen las unas de las otras, todas eran confesiones decididamente religiosas, cristianas. Mientras que la revolución aseguraba el triunfo político de la burguesía en Francia, en Inglaterra Watt, Arkwright, Cartwright y otros iniciaron una revolución industrial, que desplazó completamente el centro de gravedad del poder económico. Ahora, la burguesía enriquecíase mucho más aprisa que la aristocracia terrateniente. Y, dentro de la burguesía misma, la aristocracia financiera, los banqueros, etc., iban pasando cada vez más a segundo plano ante los fabricantes. La transacción de 1689, aun con las enmiendas que habían ido introduciéndose poco a poco a favor de la burguesía, ya no correspondía a la posición recíproca de las dos partes interesadas. Había cambiado también el carácter de éstas: la burguesía de 1830 difería mucho de la del siglo anterior. El poder político que aún conservaba la aristocracia y que se ponía en acción contra las pretensiones de la nueva burguesía industrial, hízose incompatible con los nuevos intereses económicos. Planteábase la necesidad de renovar la lucha contra la aristocracia; y esta lucha sólo podía terminar con el triunfo del nuevo poder económico. Bajo el impulso de la revolución francesa de 1830, se impuso en primer término, pese a todas las resistencias, la ley de reforma electoral. Esto dio a la burguesía una posición fuerte y reconocida en el parlamento. Luego, vino la derogación de las leyes cerealistas, que instauró de una vez para siempre el predominio de la burguesía, y sobre todo de su parte más activa, los fabricantes, sobre la aristocracia de la tierra. Fue éste el mayor triunfo de la burguesía, pero fue también el último conseguido en su propio y exclusivo interés. Todos sus triunfos posteriores hubo de compartirlos con un nuevo poder social, aliado suyo en un principio, pero luego rival de ella. La revolución industrial había creado una clase de grandes fabricantes capitalistas, pero había creado también otra, mucho más numerosa, de obreros fabriles. Esta clase crecía constantemente en número, a medida que la revolución industrial se iba adueñando de una rama industrial tras otra. Y con su número, crecía también su fuerza, que se demostró ya en 1824, cuando obligó al parlamento a derogar a regañadientes las leyes contra la libertad de coalición. Durante la campaña de agitación por la reforma electoral, los obreros formaban el ala radical del partido de la reforma; y cuando la ley de 1832 los privó del derecho de sufragio, sintetizaron sus reivindicaciones en la Carta del Pueblo (People's Charter) y se constituyeron, en oposición al gran partido burgués que combatía las leyes cerealistas, en un partido independiente, el partido cartista, que fue el primer partido obrero de nuestro tiempo. A continuación, vinieron las revoluciones continentales de febrero y marzo de 1848, en las que los obreros desempeñaron un papel tan importante y en las que plantearon, por lo menos en
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París, reivindicaciones que eran resueltamente inadmisibles, desde el punto de vista de la sociedad capitalista. Y luego sobrevino la reacción general. Primero, la derrota de los cartistas del 10 de abril de 1848; después, el aplastamiento de la insurrección obrera de París, en junio del mismo año; más tarde, los descalabros de 1849 en Italia, Hungría y el Sur de Alemania; y por último, el triunfo de Luís Bonaparte sobre París, el 2 de diciembre de 1851. Con esto, habíase conseguido ahuyentar, por lo menos durante algún tiempo, el espantajo de las reivindicaciones obreras, pero ¡a qué costa! Por tanto, si el burgués británico estaba ya antes convencido de la necesidad de mantener en el pueblo vil el espíritu religioso, ¡con cuánta mayor razón tenía que sentir esa necesidad, después de todas estas experiencias! Por eso, sin hacer el menor caso de las risotadas de burla de sus colegas continentales, continuaba año tras año gastando miles y decenas de miles en la evangelización de los estamentos inferiores. No contento con su propia maquinaria religiosa, se dirigió al Hermano Jonathan, el más grande organizador de negocios religiosos por aquel entonces, e importó de los Estados Unidos el revivalismo, a Moody y Sankey, etc.; y, por último, aceptó incluso hasta la ayuda peligrosa del Ejército de Salvación, que viene a restaurar los recursos de propaganda del cristianismo primitivo, que se dirige a los pobres como a los elegidos, combatiendo al capitalismo a su manera religiosa y atizando así un elemento de lucha de clases del cristianismo primitivo, que un buen día puede llegar a ser molesto para las gentes ricas que hoy suministran de su bolsillo el dinero para esta propaganda. Parece ser una ley del desarrollo histórico el que la burguesía no pueda detentar en ningún país de Europa el poder político —al menos, durante largo tiempo—, de la misma manera exclusiva con que pudo hacerlo la aristocracia feudal durante la Edad Media. Hasta en Francia, donde se extirpó tan de raíz el feudalismo, la burguesía, como clase global, sólo ejerce todo el poder durante breves períodos de tiempo. Bajo Luís Felipe (1830-1848), sólo gobernaba una pequeña parte de la burguesía, pues otra parte mucho más considerable quedaba excluida del sufragio por el elevado censo de fortuna que se exigía para poder votar. Bajo la segunda República (1848-1851), gobernó toda la burguesía, pero sólo durante tres años; su incapacidad abrió el camino al Segundo Imperio. Sólo ahora, bajo la tercera República, vemos a la burguesía en bloque empuñar el timón por espacio de veinte años, pero en eso revela ya gratos síntomas de decadencia. Hasta ahora, una dominación de la burguesía mantenida durante largos años sólo ha sido posible en países como Norteamérica, que nunca conocieron el feudalismo y donde la sociedad se ha construido desde el primer momento sobre una base burguesa. Pero hasta en Francia y en Norteamérica llaman ya a la puerta con recios golpes los sucesores de la burguesía: los obreros. En Inglaterra, la burguesía no ha ejercido jamás el poder indiviso. Hasta el triunfo de 1832 dejó a la aristocracia en el disfrute casi exclusivo de todos los altos cargos públicos. Yo no acertaba a explicarme la sumisión con que la clase media rica se resignaba a tolerar esto, hasta que un día el gran fabricante liberal Mr. W. A. Forster, en un discurso, suplicó a los jóvenes de Bradford que aprendiesen francés si querían hacer carrera, contando a este propósito el triste papel que había hecho él cuando, siendo ministro, se vio metido de pronto en una sociedad en que el francés era, por lo menos, tan necesario como el inglés. En efecto, los burgueses ingleses de aquel entonces eran, quien más quien menos, unos nuevos ricos sin cultura, que tenían que ceder a la aristocracia, quisieran o no, todos aquellos altos puestos del gobierno que exigían otras dotes que la limitación y la fatuidad insulares, salpimentadas por la astucia para los negocios. Todavía hoy los debates inacabables de la prensa sobre la middle-
class-education revelan que la clase media inglesa no se considera aún bastante buena para recibir la mejor educación y busca algo más modesto. Por eso, aun después de la derogación de las leyes cerealistas, se consideró como algo muy natural que los que habían arrancado el triunfo, los Cobden, los Bright, los Forster, etcétera, quedasen privados de toda participación en el gobierno oficial, hasta que por último, veinte años después, una nueva ley de Reforma les abrió las puertas del ministerio. Hasta hoy día está la burguesía inglesa tan profundamente penetrada de un sentimiento de inferioridad social, que sostiene a costa suya y del pueblo una casta decorativa de zánganos que tienen por oficio representar dignamente a la nación en todos los actos solemnes y se considera honradísima cuando se encuentra a un burgués cualquiera reconocido como digno de ingresar en esta corporación selecta y privilegiada, que al fin y al cabo ha sido fabricada por la misma burguesía. Así pues, la clase media industrial y comercial no había conseguido aún arrojar por completo del poder político a la aristocracia terrateniente, cuando se presentó en escena el nuevo rival: la clase obrera. La reacción que se produjo después del movimiento cartista y las revoluciones continentales, unida a la expansión sin precedentes de la industria inglesa desde 1848 a 1866 (expansión que suele atribuirse sólo al librecambio, pero que se debió en mucha mayor parte a la extensión gigantesca de los ferrocarriles, los transatlánticos y los medios de comunicación en general) volvió a poner a los obreros bajo la dependencia de los liberales, cuya ala radical formaban, como en los tiempos anteriores al cartismo. Pero, poco a poco, las exigencias obreras en cuanto al sufragio universal fueron haciéndose irresistibles. Mientras los <<whigs>>, los caudillos de los liberales, temblaban de miedo, Disraeli demostraba su superioridad; supo aprovechar el momento propicio para los <<tories>> introduciendo en los distritos electorales urbanos el régimen electoral del household suffrage y, en relación con éste, una nueva distribución de los distritos electorales. A esto, siguió poco después el ballot, luego, en 1884, el household suffrage hízose extensivo a todos los distritos, incluso a los de condado, y se introdujo una nueva distribución de las circunscripciones electorales, que las nivelaba hasta cierto punto. Todas estas reformas aumentaron de tal modo la fuerza de la clase obrera en las elecciones, que ésta representaba ya a la mayoría de los electores en 150 a 200 distritos. ¡Pero no hay mejor escuela de respeto a la tradición que el sistema parlamentario! Si la clase media mira con devoción y veneración al grupo que lord John Manners llama bromeando <<nuestra vieja nobleza>>, la masa de los obreros miraba en aquel tiempo con respeto y acatamiento a la que entonces se llamaba <<la clase mejor>>, la burguesía. En realidad, el obrero británico de hace quince años era ese obrero modelo cuya consideración respetuosa por la posición de su patrono y cuya timidez y humildad al plantear sus propias reivindicaciones ponían un poco de bálsamo en las heridas que a nuestros socialistas alemanes de cátedra les inferían las incorregibles tendencias comunistas y revolucionarias de los obreros de su país. Sin embargo, los burgueses ingleses, como buenos hombres de negocios, veían más allá que los profesores alemanes. Sólo de mala gana habían compartido el poder con los obreros. Durante el período cartista, habían tenido ocasión de aprender de lo que era capaz el pueblo, ese puer robustus sed malitiosus. Desde entonces, habían tenido que aceptar y ver convertida en ley nacional la mayor parte de la Carta del Pueblo. Ahora más que nunca, era importante tener al pueblo a raya mediante recursos morales; y el recurso moral primero y más importante con que se podía influenciar a las masas seguía siendo la religión. De aquí la mayoría de puestos otorgados a curas en los organismos escolares y de aquí que la burguesía se imponga a sí misma cada vez más tributos para sostener toda clase de revivalismos, desde el ritualismo hasta el Ejército de Salvación.
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Y entonces llegó el triunfo del respetable filisteísmo británico sobre la libertad de pensamiento y la indiferencia en materias religiosas del burgués continental. Los obreros de Francia y Alemania se volvieron rebeldes. Estaban totalmente contaminados de socialismo, y además, por razones muy fuertes, no se preocupaban gran cosa de la legalidad de los medios empleados para conquistar el poder. Aquí, el puer robustus se había vuelto realmente cada día más malitiosus. Y al burgués francés y alemán no le quedaba más recurso que renunciar tácitamente a seguir siendo librepensador, como esos guapos mozos que cuando se ven acometidos irremediablemente por el mareo, dejan caer el cigarro humeante con que fantocheaban a bordo. Los burlones fueron adoptando uno tras otro, exteriormente, una actitud devota y empezaron a hablar con respeto de la Iglesia, de sus dogmas y ritos, llegando incluso, cuando no había más remedio, a compartir estos últimos. Los burgueses franceses se negaban a comer carne los viernes y los burgueses alemanes se aguantaban, sudando en sus reclinatorios, interminables sermones protestantes. Habían llegado con su materialismo a una situación embarazosa. Die Religion muss dem Volk erhalten werden (<<¡Hay que conservar la religión para el pueblo!>>); era el último y único recurso para salvar a la sociedad de su ruina total. Para desgracia suya, no se dieron cuenta de esto hasta que habían hecho todo lo humanamente posible para derrumbar para siempre la religión. Había llegado, pues, el momento en que el burgués británico podía reírse, a su vez, de ellos y gritarles: <<¡Ah, necios, eso ya podía habérselo dicho yo hace doscientos años!>>
del East End de Londres, y todos nosotros ya hemos visto qué magnífico empuje han dado, a su vez, a la clase obrera estas nuevas fuerzas. Y si el ritmo del movimiento no es aconsonantado a la impaciencia de unos u otros, no deben olvidar que es precisamente la clase obrera la que mantiene vivos los mejores rasgos del carácter nacional inglés y que en Inglaterra, cuando se da un paso hacia adelante, ya no se pierde jamás. Si los hijos de los viejos cartistas no dieron de sí, por los motivos indicados, todo lo que de ellos se podía esperar, parece que los nietos van a ser dignos de sus abuelos. Pero, el triunfo de la clase obrera europea no depende solamente de Inglaterra. Este triunfo sólo puede asegurarse mediante la cooperación, por lo menos, de Inglaterra, Francia y Alemania. En estos dos últimos países, el movimiento obrero le lleva un buen trecho de delantera al de Inglaterra. En Alemania, se halla incluso a una distancia ya mesurable del triunfo. Los progresos obtenidos aquí desde hace veinticinco años, no tienen precedente. El movimiento obrero alemán avanza con velocidad acelerada. Y si la burguesía alemana ha dado pruebas de su carencia lamentable de capacidad política, de disciplina, de bravura, de energía y de perseverancia, la clase obrera de Alemania ha demostrado que posee en grado abundante todas estas cualidades. Hace ya casi cuatrocientos años que Alemania fue el punto de arranque del primer gran alzamiento de la clase media de Europa; tal como están hoy las cosas, ¿es descabellado pensar que Alemania vaya a ser también el escenario del primer gran triunfo del proletariado europeo?. 20 de abril de 1892, F. Engels
Sin embargo, me temo mucho que ni la estupidez religiosa del burgués británico ni la conversión post festum del burgués continental, consigan poner un dique a la creciente marea proletaria. La tradición es una gran fuerza de freno; es la vis inertiae de la historia. Pero es una fuerza meramente pasiva; por eso tiene necesariamente que sucumbir. De aquí que tampoco la religión pueda servir a la larga de muralla protectora de la sociedad capitalista. Si nuestras ideas jurídicas, filosóficas y religiosas no son más que los brotes más próximos o más remotos de las condiciones económicas imperantes en una sociedad dada, a la larga estas ideas no pueden mantenerse cuando han cambiado completamente aquellas condiciones. Una de dos: o creemos en una revelación sobrenatural, o tenemos que reconocer que no hay dogma religioso capaz de apuntalar una sociedad que se derrumba. Y la verdad es que también en Inglaterra comienzan otra vez los obreros a moverse. Indudablemente, el obrero inglés está atado por una serie de tradiciones. Tradiciones burguesas, como la tan extendida creencia de que no pueden existir más que dos partidos, el conservador y el liberal, y de que la clase obrera tiene que valerse del gran partido liberal para laborar por su emancipación. Y tradiciones obreras, heredadas de los tiempos de sus primeros tanteos de actuación independiente, como la eliminación, en numerosas y antiguas tradeuniones, de todos aquellos obreros que no han tenido un determinado tiempo reglamentario de aprendizaje; lo que significa, en rigor, que cada una de estas uniones se crea sus propios esquiroles. Pero, a pesar de todo esto y mucho más, la clase obrera inglesa avanza, como el mismo profesor Brentano se ha visto obligado a comunicar, con harto dolor, a sus hermanos, los socialistas de cátedra. Avanza, como todo en Inglaterra, con paso lento y mesurado, vacilante aquí, y allí mediante tanteos, a veces estériles; avanza a trechos, con una desconfianza excesivamente prudente hacia el nombre de Socialismo, pero asimilándose poco a poco la esencia. Avanza, y su avance va comunicándose a una capa obrera tras otra. Ahora, ha sacudido el letargo de los obreros no calificados
I El socialismo moderno es, en primer término, por su contenido, fruto del reflejo en la inteligencia, por un lado, de los antagonismos de clase que imperan en la moderna sociedad entre poseedores y desposeídos, capitalistas y obreros asalariados, y, por otro lado, de la anarquía que reina en la producción. Pero, por su forma teórica, el socialismo empieza presentándose como una continuación, más desarrollada y más consecuente, de los principios proclamados por los grandes ilustradores franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el socialismo, aunque tuviese sus raíces en los hechos materiales económicos, hubo de empalmar, al nacer, con las ideas existentes. Los grandes hombres que en Francia ilustraron las cabezas para la revolución que había de desencadenarse, adoptaron ya una actitud resueltamente revolucionaria. No reconocían autoridad exterior de ningún género. La religión, la concepción de la naturaleza, la sociedad, el orden estatal: todo lo sometían a la crítica más despiadada; cuanto existía había de justificar los títulos de su existencia ante el fuero de la razón o renunciar a seguir existiendo. A todo se aplicaba como rasero único la razón pensante. Era la época en que, según Hegel, <<el mundo giraba sobre la cabeza>>, primero, en el sentido de que la cabeza humana y los principios establecidos por su especulación reclamaban el derecho a ser acatados como base de todos los actos humanos y de toda relación social, y luego también, en el sentido más amplio de que la realidad que no se ajustaba a estas conclusiones se veía subvertida de hecho desde los cimientos hasta el remate. Todas las formas anteriores de sociedad y de Estado, todas las ideas tradicionales, fueron arrinconadas en el desván como irracionales; hasta allí, el mundo se había dejado gobernar por puros prejuicios; todo el pasado no merecía más que conmiseración y desprecio. Sólo ahora había apuntado la aurora, el reino de la razón; en adelante, la superstición, la injusticia, el privilegio y la opresión serían desplazados por la
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verdad eterna, por la eterna justicia, por la igualdad basada en la naturaleza y por los derechos inalienables del hombre. Hoy sabemos ya que ese reino de la razón no era más que el reino idealizado de la burguesía, que la justicia eterna vino a tomar cuerpo en la justicia burguesa; que la igualdad se redujo a la igualdad burguesa ante la ley; que como uno de los derechos más esenciales del hombre se proclamó la propiedad burguesa; y que el Estado de la razón, el <<contrato social>> de Rousseau pisó y solamente podía pisar el terreno de la realidad, convertido en república democrática burguesa. Los grandes pensadores del siglo XVIII, como todos sus predecesores, no podían romper las fronteras que su propia época les trazaba. Pero, junto al antagonismo entre la nobleza feudal y la burguesía, que se erigía en representante de todo el resto de la sociedad, manteníase en pie el antagonismo general entre explotadores y explotados, entre ricos holgazanes y pobres que trabajaban. Y este hecho era precisamente el que permitía a los representantes de la burguesía arrogarse la representación, no de una clase determinada, sino de toda la humanidad doliente. Más aún. Desde el momento mismo en que nació, la burguesía llevaba en sus entrañas a su propia antítesis, pues los capitalistas no pueden existir sin obreros asalariados, y en la misma proporción en que los maestros de los gremios medievales se convertían en burgueses modernos, los oficiales y los jornaleros no agremiados transformábanse en proletarios. Y, si, en términos generales, la burguesía podía arrogarse el derecho a representar, en sus luchas contra la nobleza, además de sus intereses, los de las diferentes clases trabajadoras de la época, al lado de todo gran movimiento burgués que se desataba estallaban movimientos independientes de aquella clase que era el precedente más o menos desarrollado del proletariado moderno. Tal fue en la época de la Reforma y de las guerras campesinas en Alemania la tendencia de los anabaptistas y de Tomás Münzer; en la Gran Revolución inglesa, los <<levellers>>, y en la Gran Revolución francesa, Babeuf. Y estas sublevaciones revolucionarias de una clase incipiente son acompañadas, a la vez, por las correspondientes manifestaciones teóricas: en los siglos XVI y XVII aparecen las descripciones utópicas de un régimen ideal de la sociedad; en el siglo XVIII, teorías directamente comunistas ya, como las de Morelly y Mably. La reivindicación de la igualdad no se limitaba a los derechos políticos, sino que se extendía a las condiciones sociales de vida de cada individuo; ya no se trataba de abolir tan sólo los privilegios de clase, sino de destruir las propias diferencias de clase. Un comunismo ascético, a lo espartano, que prohibía todos los goces de la vida: tal fue la primera forma de manifestarse de la nueva doctrina. Más tarde, vinieron los tres grandes utopistas: Saint-Simon, en quien la tendencia burguesa sigue afirmándose todavía, hasta cierto punto, junto a la tendencia proletaria; Fourier y Owen, quien, en el país donde la producción capitalista estaba más desarrollada y bajo la impresión de los antagonismos engendrados por ella, expuso en forma sistemática una serie de medidas encaminadas a abolir las diferencias de clase, en relación directa con el materialismo francés. Rasgo común a los tres es el no actuar como representantes de los intereses del proletariado, que entretanto había surgido como un producto de la propia historia. Al igual que los ilustradores franceses, no se proponen emancipar primeramente a una clase determinada, sino, de golpe, a toda la humanidad. Y lo mismo que ellos, pretenden instaurar el reino de la razón y de la justicia eterna. Pero entre su reino y el de los ilustradores franceses media un abismo. También el mundo burgués, instaurado según los principios de éstos, es irracional e injusto y merece, por tanto, ser arrinconado entre los trastos inservibles, ni más ni menos que el feudalismo y las formas sociales que le
precedieron. Si hasta ahora la verdadera razón y la verdadera justicia no han gobernado el mundo, es, sencillamente, porque nadie ha sabido penetrar debidamente en ellas. Faltaba el hombre genial que ahora se alza ante la humanidad con la verdad, al fin, descubierta. El que ese hombre haya aparecido ahora, y no antes, el que la verdad haya sido, al fin, descubierta ahora y no antes, no es, según ellos, un acontecimiento inevitable, impuesto por la concatenación del desarrollo histórico, sino porque el puro azar lo quiere así. Hubiera podido aparecer quinientos años antes ahorrando con ello a la humanidad quinientos años de errores, de luchas y de sufrimientos. Hemos visto cómo los filósofos franceses del siglo XVIII, los precursores de la revolución, apelaban a la razón como único juez de todo lo existente. Se pretendía instaurar un Estado racional, una sociedad ajustada a la razón, y cuanto contradecía a la razón eterna debía ser desechado sin piedad. Y hemos visto también que, en realidad, esa razón eterna no era más que el sentido común idealizado del hombre del estado llano que, precisamente por aquel entonces, se estaba convirtiendo en burgués. Por eso cuando la revolución francesa puso en obra esta sociedad racional y este Estado racional, resultó que las nuevas instituciones, por más racionales que fuesen en comparación con las antiguas, distaban bastante de la razón absoluta. El Estado racional había quebrado completamente. El contrato social de Rousseau venía a tomar cuerpo en la época del terror, y la burguesía, perdida la fe en su propia habilidad política, fue a refugiarse, primero, en la corrupción del Directorio y, por último, bajo la égida del despotismo napoleónico. La prometida paz eterna se había trocado en una interminable guerra de conquistas. Tampoco corrió mejor suerte la sociedad de la razón. El antagonismo entre pobres y ricos, lejos de disolverse en el bienestar general, habíase agudizado al desaparecer los privilegios de los gremios y otros, que tendían un puente sobre él, y los establecimientos eclesiásticos de beneficencia, que lo atenuaban. La <<libertad de la propiedad>> de las trabas feudales, que ahora se convertía en realidad, resultaba ser, para el pequeño burgués y el pequeño campesino, la libertad de vender a esos mismos señores poderosos su pequeña propiedad, agobiada por la arrolladora competencia del gran capital y de la gran propiedad terrateniente; con lo que se convertía en la <<libertad>> del pequeño burgués y del pequeño campesino de toda propiedad. El auge de la industria sobre bases capitalistas convirtió la pobreza y la miseria de las masas trabajadoras en condición de vida de la sociedad. El pago al contado fue convirtiéndose, cada vez en mayor grado, según la expresión de Carlyle, en el único eslabón que enlazaba a la sociedad. La estadística criminal crecía de año en año. Los vicios feudales, que hasta entonces se exhibían impúdicamente a la luz del día, no desaparecieron, pero se recataron, por el momento, un poco al fondo de la escena; en cambio, florecían exuberantemente los vicios burgueses, ocultos hasta allí bajo la superficie. El comercio fue degenerando cada vez más en estafa. La <<fraternidad>> de la divisa revolucionaria tomó cuerpo en las deslealtades y en la envidia de la lucha de competencia. La opresión violenta cedió el puesto a la corrupción, y la espada, como principal palanca del poder social, fue sustituida por el dinero. El derecho de pernada pasó del señor feudal al fabricante burgués. La prostitución se desarrolló en proporciones hasta entonces inauditas. El matrimonio mismo siguió siendo lo que ya era: la forma reconocida por la ley, el manto oficial con que se cubría la prostitución, complementado además por una gran abundancia de adulterios. En una palabra, comparadas con las brillantes promesas de los ilustradores, las instituciones sociales y políticas instauradas por el <<triunfo de la razón>> resultaron ser unas tristes y
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decepcionantes caricaturas. Sólo faltaban los hombres que pusieron de relieve el desengaño y que surgieron en los primeros años del siglo XIX. En 1802, vieron la luz las "Cartas ginebrinas" de SaintSimon; en 1808, publicó Fourier su primera obra, aunque las bases de su teoría databan ya de 1799; el 1 de enero de 1800, Roberto Owen se hizo cargo de la dirección de la empresa de New Lanark. Sin embargo, por aquel entonces, el modo capitalista de producción, y con él el antagonismo entre la burguesía y el proletariado, se habían desarrollado todavía muy poco. La gran industria, que en Inglaterra acababa de nacer, era todavía desconocida en Francia. Y sólo la gran industria desarrolla, de una parte, los conflictos que transforman en una necesidad imperiosa la subversión del modo de producción y la eliminación de su carácter capitalista —conflictos que estallan no sólo entre las clases engendradas por esa gran industria, sino también entre las fuerzas productivas y las formas de cambio por ella creadas— y, de otra parte, desarrolla también en estas gigantescas fuerzas productivas los medios para resolver estos conflictos. Si bien, hacia 1800, los conflictos que brotaban del nuevo orden social apenas empezaban a desarrollarse, estaban mucho menos desarrollados, naturalmente, los medios que habían de conducir a su solución. Si las masas desposeídas de París lograron adueñarse por un momento del poder durante el régimen del terror y con ello llevar al triunfo a la revolución burguesa, incluso en contra de la burguesía, fue sólo para demostrar hasta qué punto era imposible mantener por mucho tiempo este poder en las condiciones de la época. El proletariado, que apenas empezaba a destacarse en el seno de estas masas desposeídas, como tronco de una clase nueva, totalmente incapaz todavía para desarrollar una acción política propia, no representaba más que un estamento oprimido, agobiado por toda clase de sufrimientos, incapaz de valerse por sí mismo. La ayuda, en el mejor de los casos, tenía que venirle de fuera, de lo alto. Esta situación histórica informa también las doctrinas de los fundadores del socialismo. Sus teorías incipientes no hacen más que reflejar el estado incipiente de la producción capitalista, la incipiente condición de clase. Se pretendía sacar de la cabeza la solución de los problemas sociales, latente todavía en las condiciones económicas poco desarrolladas de la época. La sociedad no encerraba más que males, que la razón pensante era la llamada a remediar. Tratábase por eso de descubrir un sistema nuevo y más perfecto de orden social, para implantarlo en la sociedad desde fuera, por medio de la propaganda, y a ser posible, con el ejemplo, mediante experimentos que sirviesen de modelo. Estos nuevos sistemas sociales nacían condenados a moverse en el reino de la utopía; cuanto más detallados y minuciosos fueran, mas tenían que degenerar en puras fantasías. Sentado esto, no tenemos por qué detenernos ni un momento más en este aspecto, incorporado ya definitivamente al pasado. Dejemos que los traperos literarios revuelvan solemnemente en estas fantasías, que hoy parecen mover a risa, para poner de relieve, sobre el fondo de ese <<cúmulo de dislates>>, la superioridad de su razonamiento sereno. Nosotros, en cambio, nos admiramos de los geniales gérmenes de ideas y de las ideas geniales que brotan por todas partes bajo esa envoltura de fantasía y que los filisteos son incapaces de ver. Saint-Simon era hijo de la Gran Revolución francesa, que estalló cuando él no contaba aún treinta años. La revolución fue el triunfo del tercer estado, es decir, de la gran masa activa de la nación, a cuyo cargo corrían la producción y el comercio, sobre los estamentos hasta entonces ociosos y privilegiados de la sociedad: la nobleza y el clero. Pero pronto se vio que el triunfo del tercer estado no era más que el triunfo de una parte muy pequeña de él, la conquista del poder político por el sector socialmente privilegiado de esa clase: la burguesía poseyente. Esta burguesía, además, se desarrollaba rápidamente ya en el proceso de la revolución, especulando con las tierras confiscadas y luego
vendidas de la aristocracia y de la Iglesia, y estafando a la nación por medio de los suministros al ejército. Fue precisamente el gobierno de estos estafadores el que, bajo el Directorio, llevó a Francia y a la revolución al borde de la ruina, dando con ello a Napoleón el pretexto para su golpe de Estado. Por eso, en la idea de Saint-Simon, el antagonismo entre el tercer estado y los estamentos privilegiados de la sociedad tomó la forma de un antagonismo entre <<obreros>> y <<ociosos>>. Los <<ociosos>> eran no sólo los antiguos privilegiados, sino todos aquellos que vivían de sus rentas, sin intervenir en la producción ni en el comercio. En el concepto de <<trabajadores>> no entraban solamente los obreros asalariados, sino también los fabricantes, los comerciantes y los banqueros. Que los ociosos habían perdido la capacidad para dirigir espiritualmente y gobernar políticamente, era un hecho evidente, que la revolución había sellado con carácter definitivo. Y, para Saint-Simon, las experiencias de la época del terror habían demostrado, a su vez, que los descamisados no poseían tampoco esa capacidad. Entonces, ¿quiénes habían de dirigir y gobernar? Según Saint-Simon, la ciencia y la industria unidas por un nuevo lazo religioso, un <<nuevo cristianismo>>, forzosamente místico y rigurosamente jerárquico, llamado a restaurar la unidad de las ideas religiosas, rota desde la Reforma. Pero la ciencia eran los sabios académicos; y la industria eran, en primer término, los burgueses activos, los fabricantes, los comerciantes, los banqueros. Y aunque estos burgueses habían de transformarse en una especie de funcionarios públicos, de hombres de confianza de toda la sociedad, siempre conservarían frente a los obreros una posición autoritaria y económicamente privilegiada. Los banqueros serían en primer término los llamados a regular toda la producción social por medio de una reglamentación del crédito. Ese modo de concebir correspondía perfectamente a una época en que la gran industria, y con ella el antagonismo entre la burguesía y el proletariado, apenas comenzaba a despuntar en Francia. Pero Saint-Simon insiste muy especialmente en esto: lo que a él le preocupa siempre y en primer término es la suerte de <<la clase más numerosa y más pobre>> de la sociedad (<<la classe la plus nombreuse et la plus pauvre>>). Saint-Simon sienta ya, en sus "Cartas ginebrinas", la tesis de que <<todos los hombres deben trabajar>>. En la misma obra, se expresa ya la idea de que el reinado del terror era el gobierno de las masas desposeídas. <<Ved —les grita— lo que aconteció en Francia, cuando vuestros camaradas subieron al poder, ellos provocaron el hambre>>. Pero el concebir la revolución francesa como una lucha de clases, y no sólo entre la nobleza y la burguesía, sino entre la nobleza, la burguesía y los desposeídos, era, para el año 1802, un descubrimiento verdaderamente genial. En 1816, Saint-Simon declara que la política es la ciencia de la producción y predice ya la total absorción de la política por la Economía. Y si aquí no hace más que aparecer en germen la idea de que la situación económica es la base de las instituciones políticas, proclama ya claramente la transformación del gobierno político sobre los hombres en una administración de las cosas y en la dirección de los procesos de la producción, que no es sino la idea de la <<abolición del Estado>>, que tanto estrépito levanta últimamente. Y, alzándose al mismo plano de superioridad sobre sus contemporáneos, declara, en 1814, inmediatamente después de la entrada de las tropas coligadas en
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París, y reitera en 1815, durante la guerra de los Cien Días, que la alianza de Francia con Inglaterra y, en segundo término, la de estos países con Alemania es la única garantía del desarrollo próspero y la paz en Europa. Para predicar a los franceses de 1815 una alianza con los vencedores de Waterloo, hacía falta tanta valentía como capacidad para ver a lo lejos en la historia. Lo que en Saint-Simon es una amplitud genial de conceptos que le permite contener ya, en germen, casi todas las ideas no estrictamente económicas de los socialistas posteriores, en Fourier es la crítica ingeniosa auténticamente francesa, pero no por ello menos profunda, de las condiciones sociales existentes. Fourier coge por la palabra a la burguesía, a sus encendidos profetas de antes y a sus interesados aduladores de después de la revolución. Pone al desnudo despiadadamente la miseria material y moral del mundo burgués, y la compara con las promesas fascinadoras de los viejos ilustradores, con su imagen de una sociedad en la que sólo reinaría la razón, de una civilización que haría felices a todos los hombres y de una ilimitada perfectibilidad humana. Desenmascara las brillantes frases de los ideólogos burgueses de la época, demuestra cómo a esas frases altisonantes responde, por todas partes, la más mísera de las realidades y vuelca sobre este ruidoso fiasco de la fraseología su sátira mordaz. Fourier no es sólo un crítico; su espíritu siempre jovial hace de él un satírico, uno de los más grandes satíricos de todos los tiempos. La especulación criminal desatada con el reflujo de la ola revolucionaria y el espíritu mezquino del comercio francés en aquellos años, aparecen pintados en sus obras con trazo magistral y deleitoso. Pero todavía es más magistral en él la crítica de la forma burguesa de las relaciones entre los sexos y de la posición de la mujer en la sociedad burguesa. El es el primero que proclama que el grado de emancipación de la mujer en una sociedad es la medida de la emancipación general. Sin embargo, donde más descuella Fourier es en su modo de concebir la historia de la sociedad. Fourier divide toda la historia anterior en cuatro fases o etapas de desarrollo: el salvajismo, el patriarcado, la barbarie y la civilización, fase esta última que coincide con lo que llamamos hoy sociedad burguesa, es decir, con el régimen social implantado desde el siglo XVI, y demuestra que el <<orden civilizado eleva a una forma compleja, ambigua, equívoca e hipócrita todos aquellos vicios que la barbarie practicaba en medio de la mayor sencillez>>. Para él, la civilización se mueve en un <<círculo vicioso>>, en un ciclo de contradicciones, que está reproduciendo constantemente sin acertar a superarlas, consiguiendo de continuo lo contrario precisamente de lo que quiere o pretexta querer conseguir. Y así nos encontramos, por ejemplo, con que <<en la civilización la pobreza brota de la misma abundancia>>. Como se ve, Fourier maneja la dialéctica con la misma maestría que su contemporáneo Hegel. Frente a los que se llenan la boca hablando de la ilimitada capacidad humana de perfección, pone de relieve, con igual dialéctica, que toda fase histórica tiene su vertiente ascensional, más también su ladera descendente, y proyecta esta concepción sobre el futuro de toda la humanidad. Y así como Kant introduce en la ciencia de la naturaleza la idea del acabamiento futuro de la Tierra, Fourier introduce en su estudio de la historia la idea del acabamiento futuro de la humanidad. Mientras el huracán de la revolución barría el suelo de Francia, en Inglaterra se desarrollaba un proceso revolucionario, más tranquilo, pero no por ello menos poderoso. El vapor y las máquinasherramienta convirtieron la manufactura en la gran industria moderna, revolucionando con ello todos los fundamentos de la sociedad burguesa. El ritmo adormilado del desarrollo del período de la manufactura se convirtió en un verdadero período de lucha y embate de la producción. Con una velocidad cada vez más acelerada, iba produciéndose la división de la sociedad en grandes capitalistas
y proletarios desposeídos, y entre ellos, en lugar del antiguo estado llano estable, llevaba una existencia insegura una masa inestable de artesanos y pequeños comerciantes, la parte más fluctuante de la población. El nuevo modo de producción sólo empezaba a remontarse por su vertiente ascensional; era todavía el modo de producción normal, regular, el único posible, en aquellas circunstancias. Y, sin embargo, ya entonces originó toda una serie de graves calamidades sociales: hacinamiento en los barrios más sórdidos de las grandes ciudades de una población desarraigada de su suelo; disolución de todos los lazos tradicionales de la costumbre, de la sumisión patriarcal y de la familia; prolongación abusiva del trabajo, que sobre todo en las mujeres y en los niños tomaba proporciones aterradoras; desmoralización en masa de la clase trabajadora, lanzada de súbito a condiciones de vida totalmente nuevas: del campo a la ciudad, de la agricultura a la industria, de una situación estable a otra constantemente variable e insegura. En estas circunstancias, se alza como reformador un fabricante de veintinueve años, un hombre cuyo candor casi infantil rayaba en lo sublime y que era, a la par, un dirigente innato de hombres como pocos. Roberto Owen habíase asimilado las enseñanzas de los ilustradores materialistas del siglo XVIII, según las cuales el carácter del hombre es, de una parte, el producto de su organización innata, y de otra, el fruto de las circunstancias que rodean al hombre durante su vida, y principalmente durante el período de su desarrollo. La mayoría de los hombres de su clase no veían en la revolución industrial más que caos y confusión, una ocasión propicia para pescar en río revuelto y enriquecerse aprisa. Owen vio en ella el terreno adecuado para poner en práctica su tesis favorita, introduciendo orden en el caos. Ya en Manchester, dirigiendo una fábrica de más de quinientos obreros, había intentado, no sin éxito, aplicar prácticamente su teoría. Desde 1800 a 1829 encauzó en este sentido, aunque con mucha mayor libertad de iniciativa y con un éxito que le valió fama europea, la gran fábrica de hilados de algodón de New Lanark, en Escocia, de la que era socio y gerente. Una población que fue creciendo paulatinamente hasta 2.500 almas, reclutada al principio entre los elementos más heterogéneos, la mayoría de ellos muy desmoralizados, convirtíose en sus manos en una colonia modelo, en la que no se conocía la embriaguez, la policía, los jueces de paz, los procesos, los asilos para pobres, ni la beneficencia pública. Para ello, le bastó sólo con colocar a sus obreros en condiciones más humanas de vida, consagrando un cuidado especial a la educación de su descendencia. Owen fue el creador de las escuelas de párvulos, que funcionaron por vez primera en New Lanark. Los niños eran enviados a la escuela desde los dos años, y se encontraban tan a gusto en ella, que con dificultad se les podía llevar a su casa. Mientras que en las fábricas de sus competidores los obreros trabajaban hasta trece y catorce horas diarias, en New Lanark la jornada de trabajo era de diez horas y media. Cuando una crisis algodonera obligó a cerrar la fábrica durante cuatro meses, los obreros de New Lanark, que quedaron sin trabajo, siguieron cobrando íntegros sus jornales. Y, con todo, la empresa había incrementado hasta el doble su valor y rendido a sus propietarios hasta el último día, abundantes ganancias. Sin embargo, Owen no estaba satisfecho con lo conseguido. La existencia que había procurado a sus obreros distaba todavía mucho de ser, a sus ojos, una existencia digna de un ser humano <<Aquellos hombres eran mis esclavos>> —decía. Las circunstancias relativamente favorables, en que les había colocado, estaban todavía muy lejos de permitirles desarrollar racionalmente y en todos sus aspectos el carácter y la inteligencia, y mucho menos desenvolver libremente sus energías.
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<<Y, sin embargo, la parte productora de aquella población de 2.500 almas daba a la sociedad una suma de riqueza real que apenas medio siglo antes hubiera requerido el trabajo de 600.000 hombres juntos. Yo me preguntaba: ¿a dónde va a parar la diferencia entre la riqueza consumida por estas 2.500 personas y la que hubieran tenido que consumir las 600.000?>> La contestación era clara: esa diferencia se invertía en abonar a los propietarios de la empresa el cinco por ciento de interés sobre el capital de instalación, a lo que venían a sumarse más de 300.000 libras esterlinas de ganancia. Y el caso de New Lanark era, sólo que en proporciones mayores, el de todas las fábricas de Inglaterra. <<Sin esta nueva fuente de riqueza creada por las máquinas, hubiera sido imposible llevar adelante las guerras libradas para derribar a Napoleón y mantener en pie los principios de la sociedad aristocrática. Y, sin embargo, este nuevo poder era obra de la clase obrera>>. A ella debían pertenecer también, por tanto, sus frutos. Las nuevas y gigantescas fuerzas productivas, que hasta allí sólo habían servido para que se enriqueciesen unos cuantos y para la esclavización de las masas, echaban, según Owen, las bases para una reconstrucción social y estaban llamadas a trabajar solamente, como propiedad colectiva de todos, para el bienestar colectivo. Fue así, por este camino puramente práctico, como fruto, por decirlo así, de los cálculos de un hombre de negocios, como surgió el comunismo oweniano, que conservó en todo momento este carácter práctico. Así, en 1823, Owen propone un sistema de colonias comunistas para combatir la miseria reinante en Irlanda y presenta, en apoyo de su propuesta, un presupuesto completo de gastos de establecimiento, desembolsos anuales e ingresos probables. Y así también en sus planes definitivos de la sociedad del porvenir, los detalles técnicos están calculados con un dominio tal de la materia, incluyendo hasta diseños, dibujos de frente y a vista de pájaro, que, una vez aceptado el método oweniano de reforma de la sociedad, poco sería lo que podría objetar ni aun el técnico experto, contra los pormenores de su organización. El avance hacia el comunismo constituye el momento crucial en la vida de Owen. Mientras se había limitado a actuar sólo como filántropo, no había cosechado más que riquezas, aplausos, honra y fama. Era el hombre más popular de Europa. No sólo los hombres de su clase y posición social, sino también los gobernantes y los príncipes le escuchaban y lo aprobaban. Pero, en cuanto hizo públicas sus teorías comunistas, se volvió la hoja. Eran principalmente tres grandes obstáculos los que, según él, se alzaban en el camino de la reforma social: la propiedad privada, la religión y la forma vigente del matrimonio. Y no ignoraba a lo que se exponía atacándolos: la proscripción de toda la sociedad oficial y la pérdida de su posición social. Pero esta consideración no le contuvo en sus ataques despiadados contra aquellas instituciones, y ocurrió lo que él preveía. Desterrado de la sociedad oficial, ignorado completamente por la prensa, arruinado por sus fracasados experimentos comunistas en América, a los que sacrificó toda su fortuna, se dirigió a la clase obrera, en el seno de la cual actuó todavía durante treinta años. Todos los movimientos sociales, todos los progresos reales registrados en Inglaterra en interés de la clase trabajadora, van asociados al nombre de Owen. Así, en 1819, después de cinco años de grandes esfuerzos, consiguió que fuese votada la primera ley limitando el trabajo de la mujer y del niño en las fábricas. El fue también quien presidió el
primer congreso en que las tradeuniones de toda Inglaterra se fusionaron en una gran organización sindical única. Y fue también él quien creó, como medidas de transición, para que la sociedad pudiera organizarse de manera íntegramente comunista, de una parte las cooperativas de consumo y de producción —que han servido por lo menos para demostrar prácticamente que el comerciante y el fabricante no son indispensables—, y de otra parte, los bazares obreros, establecimientos de intercambio de los productos del trabajo por medio de bonos de trabajo y cuya unidad era la hora de trabajo rendido; estos establecimientos tenían necesariamente que fracasar, pero anticiparon a los Bancos proudhonianos de intercambio, diferenciándose de ellos solamente en que no pretendían ser la panacea universal para todos los males sociales, sino pura y simplemente un primer paso dado hacia una transformación mucho más radical de la sociedad. Los conceptos de los utopistas han dominado durante mucho tiempo las ideas socialistas del siglo XIX, y en parte aún las siguen dominando hoy. Les rendían culto, hasta hace muy poco tiempo, todos los socialistas franceses e ingleses, y a ellos se debe también el incipiente comunismo alemán, incluyendo a Weitling. El socialismo es, para todos ellos, la expresión de la verdad absoluta, de la razón y de la justicia, y basta con descubrirlo para que por su propia virtud conquiste el mundo. Y, como la verdad absoluta no está sujeta a condiciones de espacio ni de tiempo, ni al desarrollo histórico de la humanidad, sólo el azar puede decidir cuándo y dónde este descubrimiento ha de revelarse. Añádase a esto que la verdad absoluta, la razón y la justicia varían con los fundadores de cada escuela: y, como el carácter específico de la verdad absoluta, de la razón y la justicia está condicionado, a su vez, en cada uno de ellos, por la inteligencia subjetiva, las condiciones de vida, el estado de cultura y la disciplina mental, resulta que en este conflicto de verdades absolutas no cabe más solución que éstas se vayan puliendo las unas a las otras. Y, así, era inevitable que surgiese una especie de socialismo ecléctico y mediocre, como el que, en efecto, sigue imperando todavía en las cabezas de la mayor parte de los obreros socialistas de Francia e Inglaterra; una mescolanza extraordinariamente abigarrada y llena de matices, compuesta de los desahogos críticos, las doctrinas económicas y las imágenes sociales del porvenir menos discutibles de los diversos fundadores de sectas, mezcolanza tanto más fácil de componer cuanto más los ingredientes individuales habían ido perdiendo, en el torrente de la discusión, sus contornos perfilados y agudos, como los guijarros lamidos por la corriente de un río. Para convertir el socialismo en una ciencia, era indispensable, ante todo, situarlo en el terreno de la realidad. II Entretanto, junto a la filosofía francesa del siglo XVIII, y tras ella, había surgido la moderna filosofía alemana, a la que vino a poner remate Hegel. El principal mérito de esta filosofía es la restitución de la dialéctica, como forma suprema del pensamiento. Los antiguos filósofos griegos eran todos dialécticos innatos, espontáneos, y la cabeza más universal de todos ellos, Aristóteles, había llegado ya a estudiar las formas más sustanciales del pensar dialéctico. En cambio, la nueva filosofía, aún teniendo algún que otro brillante mantenedor de la dialéctica (como, por ejemplo, Descartes y Spinoza), había ido cayendo cada vez más, influida principalmente por los ingleses, en la llamada manera metafísica de pensar, que también dominó casi totalmente entre los franceses del siglo XVIII, a lo menos en sus obras especialmente filosóficas. Fuera del campo estrictamente filosófico, también ellos habían creado obras maestras de dialéctica; como testimonio de ello basta citar "El sobrino de Rameau", de Diderot, y el "Discurso sobre el origen
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y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres" de Rousseau. Resumiremos aquí, concisamente, los rasgos más esenciales de ambos métodos discursivos. Cuando nos paramos a pensar sobre la naturaleza, sobre la historia humana, o sobre nuestra propia actividad espiritual, nos encontramos de primera intención con la imagen de una trama infinita de concatenaciones y mutuas influencias, en la que nada permanece en lo que era, ni cómo y dónde era, sino que todo se mueve y cambia, nace y perece. Vemos, pues, ante todo, la imagen de conjunto, en la que los detalles pasan todavía más o menos a segundo plano; nos fijamos más en el movimiento, en las transiciones, en la concatenación, que en lo que se mueve, cambia y se concatena. Esta concepción del mundo, primitiva, ingenua, pero esencialmente justa, es la de los antiguos filósofos griegos, y aparece expresada claramente por vez primera en Heráclito: todo es y no es, pues todo fluye, todo se halla sujeto a un proceso constante de transformación, de incesante nacimiento y caducidad. Pero esta concepción, por exactamente que refleje el carácter general del cuadro que nos ofrecen los fenómenos, no basta para explicar los elementos aislados que forman ese cuadro total; sin conocerlos, la imagen general no adquirirá tampoco un sentido claro. Para penetrar en estos detalles tenemos que desgajarlos de su entronque histórico o natural e investigarlos por separado, cada uno de por sí, en su carácter, causas y efectos especiales, etc. Tal es la misión primordial de las ciencias naturales y de la historia, ramas de investigación que los griegos clásicos situaban, por razones muy justificadas, en un plano puramente secundario, pues primeramente debían dedicarse a acumular los materiales científicos necesarios. Mientras no se reúne una cierta cantidad de materiales naturales e históricos, no puede acometerse el examen crítico, la comparación y, congruentemente, la división en clases, órdenes y especies. Por eso, los rudimentos de las ciencias naturales exactas no fueron desarrollados hasta llegar a los griegos del período alejandrino, y más tarde, en la Edad Media, por los árabes; la auténtica ciencia de la naturaleza sólo data de la segunda mitad del siglo XV, y, a partir de entonces, no ha hecho más que progresar constantemente con ritmo acelerado. El análisis de la naturaleza en sus diferentes partes, la clasificación de los diversos procesos y objetos naturales en determinadas categorías, la investigación interna de los cuerpos orgánicos según su diversa estructura anatómica, fueron otras tantas condiciones fundamentales a que obedecieron los progresos gigantescos realizados durante los últimos cuatrocientos años en el conocimiento científico de la naturaleza. Pero este método de investigación nos ha legado, a la par, el hábito de enfocar las cosas y los procesos de la naturaleza aisladamente, sustraídos a la concatenación del gran todo; por tanto, no en su dinámica, sino enfocados estáticamente; no como sustancialmente variables, sino como consistencias fijas; no en su vida, sino en su muerte. Por eso este método de observación, al transplantarse, con Bacón y Locke, de las ciencias naturales a la filosofía, provocó la estrechez específica característica de estos últimos siglos: el método metafísico de pensamiento. Para el metafísico, las cosas y sus imágenes en el pensamiento, los conceptos, son objetos de investigación aislados, fijos, rígidos, enfocados uno tras otro, cada cual de por sí, como algo dado y perenne. Piensa sólo en antítesis sin mediatividad posible; para él, una de dos: sí, sí; no, no; porque lo que va más allá de esto, de mal procede. Para él, una cosa existe o no existe; un objeto no puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto. Lo positivo y lo negativo se excluyen en absoluto. La causa y el efecto revisten asimismo a sus ojos, la forma de una rígida antítesis. A primera vista, este método discursivo nos parece extraordinariamente razonable, porque es el del llamado sentido común. Pero el mismo sentido común, personaje muy respetable de puertas adentro, entre las cuatro paredes de su casa, vive peripecias verdaderamente maravillosas en cuanto
se aventura por los anchos campos de la investigación; y el método metafísico de pensar, por muy justificado y hasta por necesario que sea en muchas zonas del pensamiento, más o menos extensas según la naturaleza del objeto de que se trate, tropieza siempre, tarde o temprano, con una barrera franqueada, la cual se torna en un método unilateral, limitado, abstracto, y se pierde en insolubles contradicciones, pues, absorbido por los objetos concretos, no alcanza a ver su concatenación; preocupado con su existencia, no para mientes en su génesis ni en su caducidad; concentrado en su estatismo, no advierte su dinámica; obsesionado por los árboles, no alcanza a ver el bosque. En la realidad de cada día sabemos, por ejemplo, y podemos decir con toda certeza si un animal existe o no; pero, investigando la cosa con más detención, nos damos cuenta de que a veces el problema se complica considerablemente, como lo saben muy bien los juristas, que tanto y tan en vano se han atormentado por descubrir un límite racional a partir del cual deba la muerte del niño en el claustro materno considerarse como un asesinato; ni es fácil tampoco determinar con fijeza el momento de la muerte, toda vez que la fisiología ha demostrado que la muerte no es un fenómeno repentino, instantáneo, sino un proceso muy largo. Del mismo modo, todo ser orgánico es, en todo instante, él mismo y otro; en todo instante va asimilando materias absorbidas del exterior y eliminando otras de su seno; en todo instante, en su organismo mueren unas células y nacen otras; y, en el transcurso de un período más o menos largo, la materia de que está formado se renueva totalmente, y nuevos átomos de materia vienen a ocupar el lugar de los antiguos, por donde todo ser orgánico es, al mismo tiempo, el que es y otro distinto. Asimismo, nos encontramos, observando las cosas detenidamente, con que los dos polos de una antítesis, el positivo y el negativo, son tan inseparables como antitéticos el uno del otro y que, pese a todo su antagonismo, se penetran recíprocamente; y vemos que la causa y el efecto son representaciones que sólo rigen como tales en su aplicación al caso concreto, pero, que, examinando el caso concreto en su concatenación con la imagen total del Universo, se juntan y se diluyen en la idea de una trama universal de acciones y reacciones, en que las causas y los efectos cambian constantemente de sitio y en que lo que ahora o aquí es efecto, adquiere luego o allí carácter de causa y viceversa. Ninguno de estos fenómenos y métodos discursivos encaja en el cuadro de las especulaciones metafísicas. En cambio, para la dialéctica, que enfoca las cosas y sus imágenes conceptuales sustancialmente en sus conexiones, en su concatenación, en su dinámica, en su proceso de génesis y caducidad, fenómenos como los expuestos no son más que otras tantas confirmaciones de su modo genuino de proceder. La naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y las modernas ciencias naturales nos brindan para esta prueba un acervo de datos extraordinariamente copiosos y enriquecidos con cada día que pasa, demostrando con ello que la naturaleza se mueve, en última instancia, por los cauces dialécticos y no por los carriles metafísicos, que no se mueve en la eterna monotonía de un ciclo constantemente repetido, sino que recorre una verdadera historia. Aquí hay que citar en primer término a Darwin, quien, con su prueba de que toda la naturaleza orgánica existente, plantas y animales, y entre ellos, como es lógico, el hombre, es producto de un proceso de desarrollo que dura millones de años, ha asestado a la concepción metafísica de la naturaleza el más rudo golpe. Pero, hasta hoy, los naturalistas que han sabido pensar dialécticamente pueden contarse con los dedos, y este conflicto entre los resultados descubiertos y el método discursivo tradicional pone al desnudo la ilimitada confusión que reina hoy en las ciencias naturales teóricas y que constituye la desesperación de maestros y discípulos, de autores y lectores. Sólo siguiendo la senda dialéctica, no perdiendo jamás de vista las innumerables acciones y reacciones generales del devenir y del perecer, de los cambios de avance y de retroceso, llegamos a
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una concepción exacta del Universo, de su desarrollo y del desarrollo de la humanidad, así como de la imagen proyectada por ese desarrollo en las cabezas de los hombres. Y éste fue, en efecto, el sentido en que empezó a trabajar, desde el primer momento, la moderna filosofía alemana. Kant comenzó su carrera de filósofo disolviendo el sistema solar estable de Newton y su duración eterna —después de recibido el famoso primer impulso— en un proceso histórico: en el nacimiento del Sol y de todos los planetas a partir de una masa nebulosa en rotación. De aquí, dedujo ya la conclusión de que este origen implicaba también, necesariamente, la muerte futura del sistema solar. Medio siglo después, su teoría fue confirmada matemáticamente por Laplace, y, al cabo de otro medio siglo, el espectroscopio ha venido a demostrar la existencia en el espacio de esas masas ígneas de gas, en diferente grado de condensación. La filosofía alemana moderna encontró su remate en el sistema de Hegel, en el que por vez primera —y ése es su gran mérito— se concibe todo el mundo de la naturaleza, de la historia y del espíritu como un proceso, es decir, en constante movimiento, cambio, transformación y desarrollo y se intenta además poner de relieve la íntima conexión que preside este proceso de movimiento y desarrollo. Contemplada desde este punto de vista, la historia de la humanidad no aparecía ya como un caos árido de violencias absurdas, igualmente condenables todas ante el fuero de la razón filosófica hoy ya madura, y buenas para ser olvidadas cuanto antes, sino como el proceso de desarrollo de la propia humanidad, que al pensamiento incumbía ahora seguir en sus etapas graduales y a través de todos los extravíos, y demostrar la existencia de leyes internas que guían todo aquello que a primera vista pudiera creerse obra del ciego azar. No importa que el sistema de Hegel no resolviese el problema que se planteaba. Su mérito, que sentó época, consistió en haberlo planteado. Porque se trata de un problema que ningún hombre solo puede resolver. Y aunque Hegel era, con Saint-Simon, la cabeza más universal de su tiempo, su horizonte hallábase circunscrito, en primer lugar, por la limitación inevitable de sus propios conocimientos, y, en segundo lugar, por los conocimientos y concepciones de su época, limitados también en extensión y profundidad. A esto hay que añadir una tercera circunstancia, Hegel era idealista; es decir, que para él las ideas de su cabeza no eran imágenes más o menos abstractas de los objetos y fenómenos de la realidad, sino que estas cosas y su desarrollo se le antojaban, por el contrario, proyecciones realizadas de la <<Idea>>, que ya existía no se sabe cómo, antes de que existiese el mundo. Así, todo quedaba cabeza abajo, y se volvía completamente del revés la concatenación real del Universo. Y por exactas y aún geniales que fuesen no pocas de las conexiones concretas concebidas por Hegel, era inevitable, por las razones a que acabamos de aludir, que muchos de sus detalles tuviesen un carácter amañado artificioso, construido; falso, en una palabra. El sistema de Hegel fue un aborto gigantesco, pero el último de su género. En efecto, seguía adoleciendo de una contradicción íntima incurable; pues, mientras de una parte arrancaba como supuesto esencial de la concepción histórica, según la cual la historia humana es un proceso de desarrollo que no puede, por su naturaleza, encontrar remate intelectual en el descubrimiento de eso que llaman verdad absoluta, de la otra se nos presenta precisamente como suma y compendio de esa verdad absoluta. Un sistema universal y definitivamente plasmado del conocimiento de la naturaleza y de la historia, es incompatible con las leyes fundamentales del pensamiento dialéctico; lo cual no excluye,
sino que, lejos de ello, implica que el conocimiento sistemático del mundo exterior en su totalidad pueda progresar gigantescamente de generación en generación. La conciencia de la total inversión en que incurría el idealismo alemán, llevó necesariamente al materialismo; pero, adviértase bien, no a aquel materialismo puramente metafísico y exclusivamente mecánico del siglo XVIII. En oposición a la simple repulsa, ingenuamente revolucionaria, de toda la historia anterior, el materialismo moderno ve en la historia el proceso de desarrollo de la humanidad, cuyas leyes dinámicas es misión suya descubrir. Contrariamente a la idea de la naturaleza que imperaba en los franceses del siglo XVIII, al igual que en Hegel, y en la que ésta se concebía como un todo permanente e invariable, que se movía dentro de ciclos cortos, con cuerpos celestes eternos, tal y como se los representaba Newton, y con especies invariables de seres orgánicos, como enseñara Linneo, el materialismo moderno resume y compendia los nuevos progresos de las ciencias naturales, según los cuales la naturaleza tiene también su historia en el tiempo, y los mundos, así como las especies orgánicas que en condiciones propicias los habitan, nacen y mueren, y los ciclos, en el grado en que son admisibles, revisten dimensiones infinitamente más grandiosas. Tanto en uno como en otro caso, el materialismo moderno es sustancialmente dialéctico y no necesita ya de una filosofía que se halla por encima de las demás ciencias. Desde el momento en que cada ciencia tiene que rendir cuentas de la posición que ocupa en el cuadro universal de las cosas y del conocimiento de éstas, no hay ya margen para una ciencia especialmente consagrada a estudiar las concatenaciones universales. Todo lo que queda en pie de la anterior filosofía, con existencia propia, es la teoría del pensar y de sus leyes: la lógica formal y la dialéctica. Lo demás se disuelve en la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia. Sin embargo, mientras que esta revolución en la concepción de la naturaleza sólo había podido imponerse en la medida en que la investigación suministraba a la ciencia los materiales positivos correspondientes, hacía ya mucho tiempo que se habían revelado ciertos hechos históricos que imprimieron un viraje decisivo al modo de enfocar la historia. En 1831, estalla en Lyon la primera insurrección obrera, y de 1838 a 1842 alcanza su apogeo el primer movimiento obrero nacional: el de los cartistas ingleses. La lucha de clases entre el proletariado y la burguesía pasó a ocupar el primer plano de la historia de los países europeos más avanzados, al mismo ritmo con que se desarrollaba en ellos, por una parte, la gran industria, y por otra, la dominación política recién conquistada de la burguesía. L os hechos venían a dar un mentís cada vez más rotundo a las doctrinas económicas burguesas de la identidad de intereses entre el capital y el trabajo y de la armonía universal y el bienestar general de las naciones, como fruto de la libre concurrencia. No había manera de pasar por alto estos hechos, ni era tampoco posible ignorar el socialismo francés e inglés, expresión teórica suya, por muy imperfecta que fuese. Pero la vieja concepción idealista de la historia, que aún no había sido desplazada, no conocía luchas de clases basadas en intereses materiales, ni conocía intereses materiales de ningún género; para ella, la producción, al igual que todas las relaciones económicas, sólo existía accesoriamente, como un elemento secundario dentro de la <<historia cultural>>. Los nuevos hechos obligaron a someter toda la historia anterior a nuevas investigaciones, entonces se vio que, con excepción del estado primitivo, toda la historia anterior había sido la historia de las luchas de clases, y que estas clases sociales pugnantes entre sí eran en todas las épocas fruto de las relaciones de producción y de cambio, es decir, de las relaciones económicas de su época: que la estructura económica de la sociedad en cada época de la historia constituye, por tanto, la base real
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cuyas propiedades explican en última instancia, toda la superestructura integrada por las instituciones jurídicas y políticas, así como por la ideología religiosa, filosófica, etc., de cada período histórico. Hegel había liberado a la concepción de la historia de la metafísica, la había hecho dialéctica; pero su interpretación de la historia era esencialmente idealista. Ahora, el idealismo quedaba desahuciado de su último reducto, de la concepción de la historia, sustituyéndolo una concepción materialista de la historia, con lo que se abría el camino para explicar la conciencia del hombre por su existencia, y no ésta por su conciencia, que hasta entonces era lo tradicional. De este modo el socialismo no aparecía ya como el descubrimiento casual de tal o cual intelecto de genio, sino como el producto necesario de la lucha entre dos clases formadas históricamente: el proletariado y la burguesía. Su misión ya no era elaborar un sistema lo más perfecto posible de sociedad, sino investigar el proceso histórico económico del que forzosamente tenían que brotar estas clases y su conflicto, descubriendo los medios para la solución de éste en la situación económica así creada. Pero el socialismo tradicional era incompatible con esta nueva concepción materialista de la historia, ni más ni menos que la concepción de la naturaleza del materialismo francés no podía avenirse con la dialéctica y las nuevas ciencias naturales. En efecto, el socialismo anterior criticaba el modo capitalista de producción existente y sus consecuencias, pero no acertaba a explicarlo, ni podía, por tanto, destruirlo ideológicamente, no se le alcanzaba más que repudiarlo, lisa y llanamente, como malo. Cuanto más violentamente clamaba contra la explotación de la clase obrera, inseparable de este modo de producción, menos estaba en condiciones de indicar claramente en qué consistía y cómo nacía esta explotación. Mas de lo que se trataba era, por una parte, exponer ese modo capitalista de producción en sus conexiones históricas y como necesario para una determinada época de la historia, demostrando con ello también la necesidad de su caída, y, por otra parte, poner al desnudo su carácter interno, oculto todavía. Este se puso de manifiesto con el descubrimiento de la plusvalía. Descubrimiento que vino a revelar que el régimen capitalista de producción y la explotación del obrero, que de él se deriva, tenían por forma fundamental la apropiación de trabajo no retribuido; que el capitalista, aun cuando compra la fuerza de trabajo de su obrero por todo su valor, por todo el valor que representa como mercancía en el mercado, saca siempre de ella más valor que lo que le paga y que esta plusvalía es, en última instancia, la suma de valor de donde proviene la masa cada vez mayor del capital acumulada en manos de las clases poseedoras. El proceso de la producción capitalista y el de la producción de capital quedaban explicados. Estos dos grandes descubrimientos: la concepción materialista de la historia y la revelación del secreto de la producción capitalista, mediante la plusvalía, se los debemos a Marx. Gracias a ellos, el socialismo se convierte en una ciencia, que sólo nos queda por desarrollar en todos sus detalles y concatenaciones.
revoluciones políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres ni en la idea que ellos se forjen de la verdad eterna ni de la eterna justicia, sino en las transformaciones operadas en el modo de producción y de cambio; han de buscarse no en la filosofía, sino en la economía de la época de que se trata. Cuando nace en los hombres la conciencia de que las instituciones sociales vigentes son irracionales e injustas, de que la razón se ha tornado en sinrazón y la bendición en plaga, esto no es mas que un indicio de que en los métodos de producción y en las formas de cambio se han producido calladamente transformaciones con las que ya no concuerda el orden social, cortado por el patrón de condiciones económicas anteriores. Con ello queda que en las nuevas relaciones de producción han de contenerse ya —más o menos desarrollados— los medios necesarios para poner término a los males descubiertos. Y esos medios no han de sacarse de la cabeza de nadie, sino que es la cabeza la que tiene que descubrirlos en los hechos materiales de la producción, tal y como los ofrece la realidad. ¿Cuál es, en este aspecto, la posición del socialismo moderno? El orden social vigente —verdad reconocida hoy por casi todo el mundo— es obra de la clase dominante de los tiempos modernos de la burguesía. El modo de producción propio de la burguesía, al que desde Marx se da el nombre de modo capitalista de producción, era incompatible con los privilegios locales y de los estamentos, como lo era con los vínculos interpersonales del orden feudal. La burguesía echó por tierra el orden feudal y levantó sobre sus ruinas el régimen de la sociedad burguesa, el imperio de la libre concurrencia, de la libertad de domicilio, de la igualdad de derechos de los poseedores de las mercancías y tantas otras maravillas burguesas más. Ahora ya podía desarrollarse libremente el modo capitalista de producción. Y al venir el vapor y la nueva producción maquinizada y transformar la antigua manufactura en gran industria, las fuerzas productivas creadas y puestas en movimiento bajo el mando de la burguesía se desarrollaron con una velocidad inaudita y en proporciones desconocidas hasta entonces. Pero, del mismo modo que en su tiempo la manufactura y la artesanía, que seguía desarrollándose bajo su influencia, chocaron con las trabas feudales de los gremios, hoy la gran industria, al llegar a un nivel de desarrollo más alto, no cabe ya dentro del estrecho marco en que la tiene cohibida el modo capitalista de producción. Las nuevas fuerzas productivas desbordan ya la forma burguesa en que son explotadas, y este conflicto entre las fuerzas productivas y el modo de producción no es precisamente un conflicto planteado en las cabezas de los hombres, algo así como el conflicto entre el pecado original del hombre y la justicia divina, sino que existe en la realidad, objetivamente, fuera de nosotros, independientemente de la voluntad o de la actividad de los mismos hombres que lo han provocado. El socialismo moderno no es más que el reflejo de este conflicto material en la mente, su proyección ideal en las cabezas, empezando por las de la clase que sufre directamente sus consecuencias: la clase obrera.
III La concepción materialista de la historia parte de la tesis de que la producción, y tras ella el cambio de sus productos, es la base de todo orden social; de que en todas las sociedades que desfilan por la historia, la distribución de los productos, y junto a ella la división social de los hombres en clases o estamentos, es determinada por lo que la sociedad produce y cómo lo produce y por el modo de cambiar sus productos. Según eso, las últimas causas de todos los cambios sociales y de todas las
¿En qué consiste este conflicto? Antes de sobrevenir la producción capitalista, es decir, en la Edad Media, regía con carácter general la pequeña producción, basada en la propiedad privada del trabajador sobre sus medios de producción: en el campo, la agricultura corría a cargo de pequeños labradores, libres o siervos; en las ciudades, la industria estaba en manos de los artesanos. Los medios de trabajo —la tierra, los aperos
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de labranza, el taller, las herramientas— eran medios de trabajo individual, destinados tan sólo al uso individual y, por tanto, forzosamente, mezquinos, diminutos, limitados. Pero esto mismo hacía que perteneciesen, por lo general, al propio productor. El papel histórico del modo capitalista de producción y de su portadora, la burguesía, consistió precisamente en concentrar y desarrollar estos dispersos y mezquinos medios de producción, transformándolos en las potentes palancas de la producción de los tiempos actuales. Este proceso, que viene desarrollando la burguesía desde el siglo XV y que pasa históricamente por las tres etapas de la cooperación simple, la manufactura y la gran industria, aparece minuciosamente expuesto par Marx en la sección cuarta de "El Capital". Pero la burguesía, como asimismo queda demostrado en dicha obra, no podía convertir esos primitivos medios de producción en poderosas fuerzas productivas sin convertirlas de medios individuales de producción en medios sociales, sólo manejables por una colectividad de hombres. La rueca, el telar manual, el martillo del herrero fueron sustituidos por la máquina de hilar, por el telar mecánico, por el martillo movido a vapor; el taller individual cedió el puesto a la fábrica, que impone la cooperación de cientos y miles de obreros. Y, con los medios de producción, se transformó la producción misma, dejando de ser una cadena de actos individuales para convertirse en una cadena de actos sociales, y los productos individuales, en productos sociales. El hilo, las telas, los artículos de metal que ahora salían de la fábrica eran producto del trabajo colectivo de un gran número de obreros, por cuyas manos tenía que pasar sucesivamente para su elaboración. Ya nadie podía decir: esto lo he hecho yo, este producto es mío. Pero allí donde la producción tiene por forma cardinal esa división social del trabajo creada paulatinamente, por impulso elemental, sin sujeción a plan alguno, la producción imprime a los productos la forma de mercancía, cuyo intercambio, compra y venta, permite a los distintos productores individuales satisfacer sus diversas necesidades. Y esto era lo que acontecía en la Edad Media. El campesino, por ejemplo, vendía al artesano los productos de la tierra, comprándole a cambio los artículos elaborados en su taller. En esta sociedad de productores individuales, de productores de mercancías, vino a introducirse más tarde el nuevo modo de producción. En medio de aquella división espontánea del trabajo sin plan ni sistema, que imperaba en el seno de toda la sociedad, el nuevo modo de producción implantó la división planificada del trabajo dentro de cada fábrica: al lado de la producción individual, surgió la producción social. Los productos de ambas se vendían en el mismo mercado, y por lo tanto, a precios aproximadamente iguales. Pero la organización planificada podía más que la división espontánea del trabajo; las fábricas en que el trabajo estaba organizado socialmente elaboraban productos más baratos que los pequeños productores individuales. La producción individual fue sucumbiendo poco a poco en todos los campos, y la producción social revolucionó todo el antiguo modo de producción. Sin embargo, este carácter revolucionario suyo pasaba desapercibido; tan desapercibido, que, por el contrario, se implantaba con la única y exclusiva finalidad de aumentar y fomentar la producción de mercancías. Nació directamente ligada a ciertos resortes de producción e intercambio de mercancías que ya venían funcionando: el capital comercial, la industria artesana y el trabajo asalariado. Y ya que surgía como una nueva forma de producción de mercancías, mantuviéronse en pleno vigor bajo ella las formas de apropiación de la producción de mercancías.
En la producción de mercancías, tal como se había desarrollado en la Edad Media, no podía surgir el problema de a quién debían pertenecer los productos del trabajo. El productor individual los creaba, por lo común, con materias primas de su propiedad, producidas no pocas veces por él mismo, con sus propios medios de trabajo y elaborados con su propio trabajo manual o el de su familia. No necesitaba, por tanto, apropiárselos, pues ya eran suyos por el mero hecho de producirlos. La propiedad de los productos basábase, pues, en el trabajo personal. Y aún en aquellos casos en que se empleaba la ayuda ajena, ésta era, por lo común, cosa accesoria y recibía frecuentemente, además del salario, otra compensación: el aprendiz y el oficial de los gremios no trabajaban tanto por el salario y la comida como para aprender y llegar a ser algún día maestros. Pero sobreviene la concentración de los medios de producción en grandes talleres y manufacturas, su transformación en medios de producción realmente sociales. No obstante, estos medios de producción y sus productos sociales eran considerados como si siguiesen siendo lo que eran antes: medios de producción y productos individuales. Y si hasta aquí el propietario de los medios de trabajo se había apropiado de los productos, porque eran, generalmente, productos suyos y la ayuda ajena constituía una excepción, ahora el propietario de los medios de trabajo seguía apropiándose el producto, aunque éste ya no era un producto suyo, sino fruto exclusivo del trabajo ajeno. De este modo, los productos, creados ahora socialmente, no pasaban a ser propiedad de aquellos que habían puesto realmente en marcha los medios de producción y que eran sus verdaderos creadores, sino del capitalista. Los medios de producción y la producción se habían convertido esencialmente en factores sociales. Y, sin embargo, veíanse sometidos a una forma de apropiación que presupone la producción privada individual, es decir, aquella en que cada cual es dueño de su propio producto y, como tal, acude con él al mercado. El modo de producción se ve sujeto a esta forma de apropiación, a pesar de que destruye el supuesto sobre que descansa. En esta contradicción, que imprime al nuevo modo de producción su carácter capitalista, se encierra, en germen, todo el conflicto de los tiempos actuales. Y cuanto más el nuevo modo de producción se impone e impera en todos los campos fundamentales de la producción y en todos los países económicamente importantes, desplazando a la producción individual, salvo vestigios insignificantes, mayor es la evidencia con que se revela la incompatibilidad entre la producción social y la apropiación capitalista. Los primeros capitalistas se encontraron ya, como queda dicho, con la forma del trabajo asalariado. Pero como excepción, como ocupación secundaria, auxiliar, como punto de transición. El labrador que salía de vez en cuando a ganar un jornal, tenía sus dos fanegas de tierra propia, de las que, en caso extremo, podía vivir. Las ordenanzas gremiales velaban por que los oficiales de hoy se convirtiesen mañana en maestros. Pero, tan pronto como los medios de producción adquirieron un carácter social y se concentraron en manos de los capitalistas, las cosas cambiaron. Los medios de producción y los productos del pequeño productor individual fueron depreciándose cada vez más, hasta que a este pequeño productor no le quedó otro recurso que colocarse a ganar un jornal pagado por el capitalista. El trabajo asalariado, que antes era excepción y ocupación auxiliar se convirtió en regla y forma fundamental de toda la producción, y la que antes era ocupación accesoria se convierte ahora en ocupación exclusiva del obrero. El obrero asalariado temporal se convirtió en asalariado para toda la vida. Además, la muchedumbre de estos asalariados de por vida se ve gigantescamente engrosada por el derrumbe simultáneo del orden feudal, por la disolución de las mesnadas de los señores feudales, la expulsión
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de los campesinos de sus fincas, etc. Se ha realizado el completo divorcio entre los medios de producción concentrados en manos de los capitalistas, de un lado, y de otro, los productores que no poseían más que su propia fuerza de trabajo. La contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista se manifiesta como antagonismo entre el proletariado y la burguesía. Hemos visto que el modo de producción capitalista vino a introducirse en una sociedad de productores de mercancías, de productores individuales, cuyo vínculo social era el cambio de sus productos. Pero toda sociedad basada en la producción de mercancías presenta la particularidad de que en ella los productores pierden el mando sobre sus propias relaciones sociales. Cada cual produce por su cuenta, con los medios de producción de que acierta a disponer, y para las necesidades de su intercambio privado. Nadie sabe qué cantidad de artículos de la misma clase que los suyos se lanza al mercado, ni cuántos necesita éste; nadie sabe si su producto individual responde a una demanda efectiva, ni si podrá cubrir los gastos, ni siquiera, en general, si podrá venderlo. La anarquía impera en la producción social. Pero la producción de mercancías tiene, como toda forma de producción, sus leyes características, específicas e inseparables de la misma; y estas leyes se abren paso a pesar de la anarquía, en la misma anarquía y a través de ella. Toman cuerpo en la única forma de ligazón social que subsiste: en el cambio, y se imponen a los productores individuales bajo la forma de las leyes imperativas de la competencia. En un principio, por tanto, estos productores las ignoran, y es necesario que una larga experiencia las vaya revelando poco a poco. Se imponen, pues, sin los productores y aún en contra de ellos, como leyes naturales ciegas que presiden esta forma de producción. El producto impera sobre el productor. En la sociedad medieval, y sobre todo en los primeros siglos de ella, la producción estaba destinada principalmente al consumo propio, a satisfacer sólo las necesidades del productor y de su familia. Y allí donde, como acontecía en el campo, subsistían relaciones personales de vasallaje, contribuía también a satisfacer las necesidades del señor feudal. No se producía, pues, intercambio alguno, ni los productos revestían, por lo tanto, el carácter de mercancías. La familia del labrador producía casi todos los objetos que necesitaba: aperos, ropas y víveres. Sólo empezó a producir mercancías cuando consiguió crear un remanente de productos, después de cubrir sus necesidades propias y los tributos en especie que había de pagar al señor feudal; este remanente, lanzado al intercambio social, al mercado, para su venta, se convirtió en mercancía. Los artesanos de las ciudades, por cierto, tuvieron que producir para el mercado ya desde el primer momento. Pero también obtenían ellos mismos la mayor parte de los productos que necesitaban para su consumo; tenían sus huertos y sus pequeños campos, apacentaban su ganado en los bosques comunales, que además les suministraban la madera y la leña; sus mujeres hilaban el lino y la lana, etc. La producción para el cambio, la producción de mercancías, estaba en sus comienzos. Por eso el intercambio era limitado, el mercado reducido, el modo de producción estable. Frente al exterior imperaba el exclusivismo local; en el interior, la asociación local: la marca en el campo, los gremios en las ciudades. Pero al extenderse la producción de mercancías y, sobre todo, al aparecer el modo capitalista de producción, las leyes de producción de mercancías, que hasta aquí apenas habían dado señales de vida, entran en funciones de una manera franca y potente. Las antiguas asociaciones empiezan a perder fuerza, las antiguas fronteras locales se vienen a tierra, los productores se convierten más y más en productores de mercancías independientes y aislados. La anarquía de la producción social sale a la luz y se agudiza cada vez más.
Pero el instrumento principal con el que el modo capitalista de producción fomenta esta anarquía en la producción social es precisamente lo inverso de la anarquía: la creciente organización de la producción con carácter social, dentro de cada establecimiento de producción. Con este resorte, pone fin a la vieja estabilidad pacífica. Allí donde se implanta en una rama industrial, no tolera a su lado ninguno de los viejos métodos. Donde se adueña de la industria artesana, la destruye y aniquila. El terreno del trabajo se convierte en un campo de batalla. Los grandes descubrimientos geográficos y las empresas de colonización que les siguen, multiplican los mercados y aceleran el proceso de transformación del taller del artesano en manufactura. Y la lucha no estalla solamente entre los productores locales aislados; las contiendas locales van cobrando volumen nacional, y surgen las guerras comerciales de los siglos XVII y XVIII. Hasta que, por fin, la gran industria y la implantación del mercado mundial dan carácter universal a la lucha, a la par que le imprimen una inaudita violencia. Lo mismo entre los capitalistas individuales que entre industrias y países enteros, la posesión de las condiciones —naturales o artificialmente creadas— de la producción, decide la lucha por la existencia. El que sucumbe es arrollado sin piedad. Es la lucha darvinista por la existencia individual, transplantada, con redoblada furia, de la naturaleza a la sociedad. Las condiciones naturales de vida de la bestia se convierten en el punto culminante del desarrollo humano. La contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista se manifiesta ahora como antagonismo entre la organización de la producción dentro de cada fábrica y la anarquía de la producción en el seno de toda la sociedad. El modo capitalista de producción se mueve en estas dos formas de manifestación de la contradicción inherente a él por sus mismos orígenes, describiendo sin apelación aquel <<círculo vicioso>> que ya puso de manifiesto Fourier. Pero lo que Fourier, en su época, no podía ver todavía era que este círculo va reduciéndose gradualmente, que el movimiento se desarrolla más bien en espiral y tiene que llegar necesariamente a su fin, como el movimiento de los planetas, chocando con el centro. Es la fuerza propulsora de la anarquía social de la producción la que convierte a la inmensa mayoría de los hombres, cada vez más marcadamente, en proletarios, y estas masas proletarias serán, a su vez, las que, por último, pondrán fin a la anarquía de la producción. Es la fuerza propulsora de la anarquía social de la producción la que convierte la capacidad infinita de perfeccionamiento de las máquinas de la gran industria en un precepto imperativo, que obliga a todo capitalista industrial a mejorar continuamente su maquinaria, so pena de perecer. Pero mejorar la maquinaria equivale a hacer superflua una masa de trabajo humano. Y así como la implantación y el aumento cuantitativo de la maquinaria trajeron consigo el desplazamiento de millones de obreros manuales por un número reducido de obreros mecánicos, su perfeccionamiento determina la eliminación de un número cada vez mayor de obreros de las máquinas, y, en última instancia, la creación de una masa de obreros disponibles que sobrepuja la necesidad media de ocupación del capital, de un verdadero ejército industrial de reserva, como yo hube de llamarlo ya en 1845, de un ejército de trabajadores disponibles para los tiempos en que la industria trabaja a todo vapor y que luego, en las crisis que sobrevienen necesariamente después de esos períodos, se ve lanzado a la calle, constituyendo en todo momento un grillete atado a los pies de la clase trabajadora en su lucha por la existencia contra el capital y un regulador para mantener los salarios en el nivel bajo que corresponde a las necesidades del capitalismo.
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Así pues, la maquinaria, para decirlo con Marx, se ha convertido en el arma más poderosa del capital contra la clase obrera, en un medio de trabajo que arranca constantemente los medios de vida de manos del obrero, ocurriendo que el producto mismo del obrero se convierte en el instrumento de su esclavización. De este modo, la economía en los medios de trabajo lleva consigo, desde el primer momento, el más despiadado despilfarro de la fuerza de trabajo y un despojo contra las condiciones normales de la función misma del trabajo. Y la maquinaria, el recurso más poderoso que ha podido crearse para acortar la jornada de trabajo, se trueca en el recurso más infalible para convertir la vida entera del obrero y de su familia en una gran jornada de trabajo disponible para la valorización del capital; así ocurre que el exceso de trabajo de unos es la condición determinante de la carencia de trabajo de otros, y que la gran industria, lanzándose por el mundo entero, en carrera desenfrenada, a la conquista de nuevos consumidores, reduce en su propia casa el consumo de las masas a un mínimo de hambre y mina con ello su propio mercado interior. <<La ley que mantiene constantemente el exceso relativo de población o ejército industrial de reserva en equilibrio con el volumen y la energía de la acumulación del capital, ata al obrero al capital con ligaduras más fuertes que las cuñas con que Hefestos clavó a Prometeo a la roca. Esto origina que a la acumulación del capital corresponda una acumulación igual de miseria. La acumulación de la riqueza en uno de los polos determina en el polo contrario, en el polo de la clase que produce su propio producto como capital, una acumulación igual de miseria, de tormentos de trabajo, de esclavitud, de ignorancia, de embrutecimiento y de degradación moral>>. (Marx, "El Capital", t. I, cap. XXIII.) Y esperar del modo capitalista de producción otra distribución de los productos sería como esperar que los dos electrodos de una batería, mientras estén conectados con ésta, no descompongan el agua ni liberen oxígeno en el polo positivo e hidrógeno en el negativo. Hemos visto que la capacidad de perfeccionamiento de la maquinaria moderna, llevada a su límite máximo, se convierte, gracias a la anarquía de la producción dentro de la sociedad, en un precepto imperativo que obliga a los capitalistas industriales, cada cual de por sí, a mejorar incesantemente su maquinaria, a hacer siempre más potente su fuerza de producción. No menos imperativo es el precepto en que se convierte para él la mera posibilidad efectiva de dilatar su órbita de producción. La enorme fuerza de expansión de la gran industria, a cuyo lado la de los gases es un juego de chicos, se revela hoy ante nuestros ojos como una necesidad cualitativa y cuantitativa de expansión, que se burla de cuantos obstáculos encuentra a su paso. Estos obstáculos son los que le oponen el consumo, la salida, los mercados de que necesitan los productos de la gran industria. Pero la capacidad extensiva e intensiva de expansión de los mercados, obedece, por su parte, a leyes muy distintas y que actúan de un modo mucho menos enérgico. La expansión de los mercados no puede desarrollarse al mismo ritmo que la de la producción. La colisión se hace inevitable, y como no puede dar ninguna solución mientras no haga saltar el propio modo de producción capitalista, esa colisión se hace periódica. La producción capitalista engendra un nuevo <<círculo vicioso>>. En efecto, desde 1825, año en que estalla la primera crisis general, no pasan diez años seguidos sin que todo el mundo industrial y comercial, la producción y el intercambio de todos los pueblos civilizados y de su séquito de países más o menos bárbaros, se salga de quicio. El comercio se paraliza, los mercados están sobresaturados de mercancías, los productos se estancan en los almacenes abarrotados, sin encontrar salida; el dinero contante se hace invisible; el crédito desaparece; las
fábricas paran; las masas obreras carecen de medios de vida precisamente por haberlos producido en exceso, las bancarrotas y las liquidaciones se suceden unas a otras. El estancamiento dura años enteros, las fuerzas productivas y los productos se derrochan y destruyen en masa, hasta que, por fin, las masas de mercancías acumuladas, más o menos depreciadas, encuentran salida, y la producción y el cambio van reanimándose poco a poco. Paulatinamente, la marcha se acelera, el paso de andadura se convierte en trote, el trote industrial, en galope y, por último, en carrera desenfrenada, en un steeple-chase de la industria, el comercio, el crédito y la especulación, para terminar finalmente, después de los saltos más arriesgados, en la fosa de un crac. Y así, una vez y otra. Cinco veces se ha venido repitiendo la misma historia desde el año 1825, y en estos momentos (1877) estamos viviéndola por sexta vez. Y el carácter de estas crisis es tan nítido y tan acusado, que Fourier las abarcaba todas cuando describía la primera, diciendo que era una crise pléthorique, una crisis nacida de la superabundancia. En las crisis estalla en explosiones violentas la contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista. La circulación de mercancías queda, por el momento, paralizada. El medio de circulación, el dinero, se convierte en un obstáculo para la circulación; todas las leyes de la producción y circulación de mercancías se vuelven del revés. El conflicto económico alcanza su punto de apogeo: el modo de producción se rebela contra el modo de cambio. El hecho de que la organización social de la producción dentro de las fábricas se haya desarrollado hasta llegar a un punto en que se ha hecho inconciliable con la anarquía —coexistente con ella y por encima de ella— de la producción en la sociedad, es un hecho que se les revela tangiblemente a los propios capitalistas, por la concentración violenta de los capitales, producida durante las crisis a costa de la ruina de muchos grandes y, sobre todo, pequeños capitalistas. Todo el mecanismo del modo capitalista de producción falla, agobiado por las fuerzas productivas que él mismo ha engendrado. Ya no acierta a transformar en capital esta masa de medios de producción, que permanecen inactivos, y por esto precisamente debe permanecer también inactivo el ejército industrial de reserva. Medios de producción, medios de vida, obreros disponibles: todos los elementos de la producción y de la riqueza general existen con exceso. Pero <<la superabundancia se convierte en fuente de miseria y de penuria>> (Fourier), ya que es ella, precisamente, la que impide la transformación de los medios de producción y de vida en capital, pues en la sociedad capitalista, los medios de producción no pueden ponerse en movimiento más que convirtiéndose previamente en capital, en medio de explotación de la fuerza humana de trabajo. Esta imprescindible calidad de capital de los medios de producción y de vida se alza como un espectro entre ellos y la clase obrera. Esta calidad es la que impide que se engranen la palanca material y la palanca personal de la producción; es la que no permite a los medios de producción funcionar ni a los obreros trabajar y vivir. De una parte, el modo capitalista de producción revela, pues, su propia incapacidad para seguir rigiendo sus fuerzas productivas. De otra parte, estas fuerzas productivas acucian con intensidad cada vez mayor a que se elimine la contradicción, a que se las redima de su condición de capital, a que se reconozca de hecho su carácter de fuerzas productivas sociales. Es esta rebelión de las fuerzas de producción cada vez más imponentes, contra su calidad de capital, esta necesidad cada vez más imperiosa de que se reconozca su carácter social, la que obliga a la propia clase capitalista a tratarlas cada vez más abiertamente como fuerzas productivas sociales, en el grado en que ello es posible dentro de las relaciones capitalistas. Lo mismo los períodos de alta presión industrial, con su desmedida expansión del crédito, que el crac mismo, con el
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desmoronamiento de grandes empresas capitalistas, impulsan esa forma de socialización de grandes masas de medios de producción con que nos encontramos en las diversas categorías de sociedades anónimas. Algunos de estos medios de producción y de comunicación son ya de por sí tan gigantescos, que excluyen, como ocurre con los ferrocarriles, toda otra forma de explotación capitalista. Al llegar a una determinada fase de desarrollo, ya no basta tampoco esta forma; los grandes productores nacionales de una rama industrial se unen para formar un trust, una agrupación encaminada a regular la producción; determinan la cantidad total que ha de producirse, se la reparten entre ellos e imponen de este modo un precio de venta fijado de antemano. Pero, como estos trusts se desmoronan al sobrevenir la primera racha mala en los negocios, empujan con ello a una socialización todavía más concentrada; toda la rama industrial se convierte en una sola gran sociedad anónima, y la competencia interior cede el puesto al monopolio interior de esta única sociedad; así sucedió ya en 1890 con la producción inglesa de álcalis, que en la actualidad, después de fusionarse todas las cuarenta y ocho grandes fábricas del país, es explotada por una sola sociedad con dirección única y un capital de 120 millones de marcos. En los trusts, la libre concurrencia se trueca en monopolio y la producción sin plan de la sociedad capitalista capitula ante la producción planeada y organizada de la futura sociedad socialista a punto de sobrevenir. Claro está que, por el momento, en provecho y beneficio de los capitalistas. Pero aquí la explotación se hace tan patente, que tiene forzosamente que derrumbarse. Ningún pueblo toleraría una producción dirigida por los trusts, una explotación tan descarada de la colectividad por una pequeña cuadrilla de cortadores de cupones. De un modo o de otro, con o sin trusts, el representante oficial de la sociedad capitalista, el Estado, tiene que acabar haciéndose cargo del mando de la producción. La necesidad a que responde esta transformación de ciertas empresas en propiedad del Estado empieza manifestándose en las grandes empresas de transportes y comunicaciones, tales como el correo, el telégrafo y los ferrocarriles. A la par que las crisis revelan la incapacidad de la burguesía para seguir rigiendo las fuerzas productivas modernas, la transformación de las grandes empresas de producción y transporte en sociedades anónimas, trusts y en propiedad del Estado demuestra que la burguesía no es ya indispensable para el desempeño de estas funciones. Hoy, las funciones sociales del capitalista corren todas a cargo de empleados a sueldo, y toda la actividad social de aquél se reduce a cobrar sus rentas, cortar sus cupones y jugar en la Bolsa, donde los capitalistas de toda clase se arrebatan unos a otros sus capitales. Y si antes el modo capitalista de producción desplazaba a los obreros, ahora desplaza también a los capitalistas, arrinconándolos, igual que a los obreros, entre la población sobrante; aunque por ahora todavía no en el ejército industrial de reserva. Pero las fuerzas productivas no pierden su condición de capital al convertirse en propiedad de las sociedades anónimas y de los trusts o en propiedad del Estado. Por lo que a las sociedades anónimas y a los trusts se refiere, es palpablemente claro. Por su parte, el Estado moderno no es tampoco más que una organización creada por la sociedad burguesa para defender las condiciones exteriores generales del modo capitalista de producción contra los atentados, tanto de los obreros como de los capitalistas individuales. El Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista, es el Estado de los capitalistas, el capitalista colectivo ideal. Y cuantas más fuerzas productivas asuma en propiedad, tanto más se convertirá en capitalista colectivo y tanta mayor cantidad de ciudadanos
explotará. Los obreros siguen siendo obreros asalariados, proletarios. La relación capitalista, lejos de abolirse con estas medidas, se agudiza, llega al extremo, a la cúspide. Más, al llegar a la cúspide, se derrumba. La propiedad del Estado sobre las fuerzas productivas no es solución del conflicto, pero alberga ya en su seno el medio formal, el resorte para llegar a la solución. Esta solución sólo puede estar en reconocer de un modo efectivo el carácter social de las fuerzas productivas modernas y por lo tanto en armonizar el modo de producción, de apropiación y de cambio con el carácter social de los medios de producción. Para esto, no hay más que un camino: que la sociedad, abiertamente y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas, que ya no admite otra dirección que la suya. Haciéndolo así, el carácter social de los medios de producción y de los productos, que hoy se vuelve contra los mismos productores, rompiendo periódicamente los cauces del modo de producción y de cambio, y que sólo puede imponerse con una fuerza y eficacia tan destructoras como el impulso ciego de las leyes naturales, será puesto en vigor con plena conciencia por los productores y se convertirá, de causa constante de perturbaciones y de cataclismos periódicos, en la palanca más poderosa de la producción misma. Las fuerzas activas de la sociedad obran, mientras no las conocemos y contamos con ellas, exactamente lo mismo que las fuerzas de la naturaleza: de un modo ciego, violento, destructor. Pero, una vez conocidas, tan pronto como se ha sabido comprender su acción, su tendencia y sus efectos, en nuestras manos está el supeditarlas cada vez más de lleno a nuestra voluntad y alcanzar por medio de ellas los fines propuestos. Tal es lo que ocurre, muy señaladamente, con las gigantescas fuerzas modernas de producción. Mientras nos resistamos obstinadamente a comprender su naturaleza y su carácter —y a esta comprensión se oponen el modo capitalista de producción y sus defensores—, estas fuerzas actuarán a pesar de nosotros, contra nosotros, y nos dominarán, como hemos puesto bien de relieve. En cambio, tan pronto como penetremos en su naturaleza, esas fuerzas, puestas en manos de los productores asociados, se convertirán, de tiranos demoníacos, en sumisas servidoras. Es la misma diferencia que hay entre el poder destructor de la electricidad en los rayos de la tormenta y la electricidad sujeta en el telégrafo y en el arco voltaico; la diferencia que hay entre el incendio y el fuego puesto al servicio del hombre. El día en que las fuerzas productivas de la sociedad moderna se sometan al régimen congruente con su naturaleza, por fin conocida, la anarquía social de la producción dejará el puesto a una reglamentación colectiva y organizada de la producción acorde con las necesidades de la sociedad y de cada individuo. Y el régimen capitalista de apropiación, en que el producto esclaviza primero a quien lo crea y luego a quien se lo apropia, será sustituido por el régimen de apropiación del producto que el carácter de los modernos medios de producción está reclamando: de una parte, apropiación directamente social, como medio para mantener y ampliar la producción; de otra parte, apropiación directamente individual, como medio de vida y de disfrute. El modo capitalista de producción, al convertir más y más en proletarios a la inmensa mayoría de los individuos de cada país, crea la fuerza que, si no quiere perecer, está obligada a hacer esa revolución. Y, al forzar cada vez más la conversión en propiedad del Estado de los grandes medios socializados de producción, señala ya por sí mismo el camino por el que esa revolución ha de producirse. El proletariado toma en sus manos el poder del Estado y comienza por convertir los medios de producción en propiedad del Estado. Pero con este mismo acto se destruye a sí mismo como proletariado, y destruye toda diferencia y todo antagonismo de clases, y con ello mismo, el Estado
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como tal. La sociedad, que se había movido hasta el presente entre antagonismos de clase, ha necesitado del Estado, o sea, de una organización de la correspondiente clase explotadora para mantener las condiciones exteriores de producción, y, por tanto, particularmente, para mantener por la fuerza a la clase explotada en las condiciones de opresión (la esclavitud, la servidumbre o el vasallaje y el trabajo asalariado), determinadas por el modo de producción existente. El Estado era el representante oficial de toda la sociedad, su síntesis en un cuerpo social visible; pero lo era sólo como Estado de la clase que en su época representaba a toda la sociedad: en la antigüedad era el Estado de los ciudadanos esclavistas; en la Edad Media el de la nobleza feudal; en nuestros tiempos es el de la burguesía. Cuando el Estado se convierta finalmente en representante efectivo de toda la sociedad será por sí mismo superfluo. Cuando ya no exista ninguna clase social a la que haya que mantener sometida; cuando desaparezcan, junto con la dominación de clase, junto con la lucha por la existencia individual, engendrada por la actual anarquía de la producción, los choques y los excesos resultantes de esto, no habrá ya nada que reprimir ni hará falta, por tanto, esa fuerza especial de represión que es el Estado. El primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como representante de toda la sociedad: la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad, es a la par su último acto independiente como Estado. La intervención de la autoridad del Estado en las relaciones sociales se hará superflua en un campo tras otro de la vida social y cesará por sí misma. El gobierno sobre las personas es sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción. El Estado no es <<abolido>>; se extingue. Partiendo de esto es como hay que juzgar el valor de esa frase del <<Estado popular libre>> en lo que toca a su justificación provisional como consigna de agitación y en lo que se refiere a su falta de fundamento científico. Partiendo de esto es también como debe ser considerada la reivindicación de los llamados anarquistas de que el Estado sea abolido de la noche a la mañana. Desde que ha aparecido en la palestra de la historia el modo de producción capitalista ha habido individuos y sectas enteras ante quienes se ha proyectado más o menos vagamente, como ideal futuro, la apropiación de todos los medios de producción por la sociedad. Más, para que esto fuese realizable, para que se convirtiese en una necesidad histórica, era menester que antes se diesen las condiciones efectivas para su realización. Para que este progreso, como todos los progresos sociales, sea viable, no basta con que la razón comprenda que la existencia de las clases es incompatible con los dictados de la justicia, de la igualdad, etc.; no basta con la mera voluntad de abolir estas clases, sino que son necesarias determinadas condiciones económicas nuevas. La división de la sociedad en una clase explotadora y otra explotada, una clase dominante y otra oprimida, era una consecuencia necesaria del anterior desarrollo incipiente de la producción. Mientras el trabajo global de la sociedad sólo rinde lo estrictamente indispensable para cubrir las necesidades más elementales de todos; mientras, por lo tanto, el trabajo absorbe todo el tiempo o casi todo el tiempo de la inmensa mayoría de los miembros de la sociedad, ésta se divide, necesariamente, en clases. Junto a la gran mayoría constreñida a no hacer más que llevar la carga del trabajo, se forma una clase eximida del trabajo directamente productivo y a cuyo cargo corren los asuntos generales de la sociedad: la dirección de los trabajos, los negocios públicos, la justicia, las ciencias, las artes, etc. Es, pues, la ley de la división del trabajo la que sirve de base a la división de la sociedad en clases.
Lo cual no impide que esta división de la sociedad en clases se lleve a cabo por la violencia y el despojo, la astucia y el engaño; ni quiere decir que la clase dominante, una vez entronizada, se abstenga de consolidar su poderío a costa de la clase trabajadora, convirtiendo su papel social de dirección en una mayor explotación de las masas. Vemos, pues, que la división de la sociedad en clases tiene su razón histórica de ser, pero sólo dentro de determinados límites de tiempo bajo determinadas condiciones sociales. Era condicionada por la insuficiencia de la producción, y será barrida cuando se desarrollen plenamente las modernas fuerzas productivas. En efecto, la abolición de las clases sociales presupone un grado histórico de desarrollo tal, que la existencia, no ya de esta o de aquella clase dominante concreta, sino de una clase dominante cualquiera que ella sea y, por tanto, de las mismas diferencias de clase, representa un anacronismo. Presupone, por consiguiente, un grado culminante en el desarrollo de la producción, en el que la apropiación de los medios de producción y de los productos y, por tanto, del poder político, del monopolio de la cultura y de la dirección espiritual por una determinada clase de la sociedad, no sólo se hayan hecho superfluos, sino que además constituyan económica, política e intelectualmente una barrera levantada ante el progreso. Pues bien; a este punto ya se ha llegado. Hoy, la bancarrota política e intelectual de la burguesía ya apenas es un secreto ni para ella misma, y su bancarrota económica es un fenómeno que se repite periódicamente de diez en diez años. En cada una de estas crisis, la sociedad se asfixia, ahogada por la masa de sus propias fuerzas productivas y de sus productos, a los que no puede aprovechar, y se enfrenta, impotente, con la absurda contradicción de que sus productores no tengan qué consumir, por falta precisamente de consumidores. La fuerza expansiva de los medios de producción rompe las ligaduras con que los sujeta el modo capitalista de producción. Esta liberación de los medios de producción es lo único que puede permitir el desarrollo ininterrumpido y cada vez más rápido de las fuerzas productivas, y con ello, el crecimiento prácticamente ilimitado de la producción. Más no es esto solo. La apropiación social de los medios de producción no sólo arrolla los obstáculos artificiales que hoy se le oponen a la producción, sino que acaba también con el derroche y la asolación de fuerzas productivas y de productos, que es una de las consecuencias inevitables de la producción actual y que alcanza su punto de apogeo en las crisis. Además, al acabar con el necio derroche de lujo de las clases dominantes y de sus representantes políticos, pone en circulación para la colectividad toda una masa de medios de producción y de productos. Por vez primera, se da ahora, y se da de un modo efectivo, la posibilidad de asegurar a todos los miembros de la sociedad, por medio de un sistema de producción social, una existencia que, además de satisfacer plenamente y cada día con mayor holgura sus necesidades materiales, les garantiza el libre y completo desarrollo y ejercicio de sus capacidades físicas y espirituales. Al posesionarse la sociedad de los medios de producción, cesa la producción de mercancías, y con ella el imperio del producto sobre los productores. La anarquía reinante en el seno de la producción social deja el puesto a una organización armónica, proporcional y consciente. Cesa la lucha por la existencia individual y con ello, en cierto sentido, el hombre sale definitivamente del reino animal y se sobrepone a las condiciones animales de existencia, para someterse a condiciones de vida verdaderamente humanas. Las condiciones de vida que rodean al hombre y que hasta ahora le dominaban, se colocan, a partir de este instante, bajo su dominio y su control, y el hombre, al convertirse en dueño y señor de sus propias relaciones sociales, se convierte por primera vez en señor consciente y efectivo de la
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naturaleza. Las leyes de su propia actividad social, que hasta ahora se alzaban frente al hombre como leyes naturales, como poderes extraños que lo sometían a su imperio, son aplicadas ahora por él con pleno conocimiento de causa y, por tanto, sometidas a su poderío. La propia existencia social del hombre, que hasta aquí se le enfrentaba como algo impuesto por la naturaleza y la historia, es a partir de ahora obra libre suya. Los poderes objetivos y extraños que hasta ahora venían imperando en la historia se colocan bajo el control del hombre mismo. Sólo desde entonces, éste comienza a trazarse su historia con plena conciencia de lo que hace. Y, sólo desde entonces, las causas sociales puestas en acción por él, comienzan a producir predominantemente y cada vez en mayor medida los efectos apetecidos. Es el salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad. Resumamos brevemente, para terminar, nuestra trayectoria de desarrollo: I.- Sociedad medieval: Pequeña producción individual. Medios de producción adaptados al uso individual, y, por tanto, primitivos, torpes, mezquinos, de eficacia mínima. Producción para el consumo inmediato, ya del propio productor, ya de su señor feudal. Sólo en los casos en que queda un remanente de productos, después de cubrir ese consumo, se ofrece en venta y se lanza al intercambio. Por tanto, la producción de mercancías está aún en sus albores, pero encierra ya, en germen, la anarquía de la producción social. II.- Revolución capitalista: Transformación de la industria, iniciada por medio de la cooperación simple y de la manufactura. Concentración de los medios de producción, hasta entonces dispersos, en grandes talleres, con lo que se convierten de medios de producción del individuo en medios de producción sociales, metamorfosis que no afecta, en general, a la forma del cambio. Quedan en pie las viejas formas de apropiación. Aparece el capitalista: en su calidad de propietario de los medios de producción, se apropia también de los productos y los convierte en mercancías. La producción se transforma en un acto social; el cambio y, con él, la apropiación siguen siendo actos individuales: el producto social es apropiado por el capitalista individual. Contradicción fundamental, de la que se derivan todas las contradicciones en que se mueve la sociedad actual y que pone de manifiesto claramente la gran industria. A. El productor se separa de los medios de producción. El obrero se ve condenado a ser asalariado de por vida. Antítesis de burguesía y proletariado. B. Relieve creciente y eficacia acentuada de las leyes que presiden la producción de mercancías. Competencia desenfrenada. Contradicción entre la organización social dentro de cada fábrica y la anarquía social en la producción total. C. De una parte, perfeccionamiento de la maquinaria, que la competencia convierte en imperativo para cada fabricante y que equivale a un desplazamiento cada vez mayor de obreros: ejército industrial de reserva. De otra parte, extensión ilimitada de la producción, que la competencia impone también como norma coactiva a todos los fabricantes. Por ambos lados, un desarrollo inaudito de las fuerzas productivas, exceso de la oferta sobre la demanda, superproducción, abarrotamiento de los mercados, crisis cada diez años, círculo vicioso: superabundancia, aquí de medios de producción y de productos, y allá de obreros sin trabajo y sin medios de vida. Pero estas dos palancas de la producción y del bienestar social no pueden combinarse porque la forma capitalista de la producción impide a las fuerzas productivas actuar y a los productos circular, a no ser que se conviertan previamente en capital, que es lo que precisamente les veda su propia
superabundancia. La contradicción se exalta hasta convertirse en contrasentido: el modo de producción se rebela contra la forma de cambio. La burguesía se muestra incapaz para seguir rigiendo sus propias fuerzas sociales productivas. D. Reconocimiento parcial del carácter social de las fuerzas productivas, arrancado a los propios capitalistas. Apropiación de los grandes organismos de producción y de transporte, primero por sociedades anónimas, luego por trusts, y más tarde por el Estado. La burguesía se revela como una clase superflua; todas sus funciones sociales son ejecutadas ahora por empleados a sueldo. III.- Revolución proletaria, solución de las contradicciones: el proletariado toma el poder político, y, por medio de él, convierte en propiedad pública los medios sociales de producción, que se le escapan de las manos a la burguesía. Con este acto, redime los medios de producción de la condición de capital que hasta allí tenían y da a su carácter social plena libertad para imponerse. A partir de ahora es ya posible una producción social con arreglo a un plan trazado de antemano. El desarrollo de la producción convierte en un anacronismo la subsistencia de diversas clases sociales. A medida que desaparece la anarquía de la producción social languidece también la autoridad política del Estado. Los hombres, dueños por fin de su propia existencia social, se convierten en dueños de la naturaleza, en dueños de sí mismos, en hombres libres. La realización de este acto que redimirá al mundo es la misión histórica del proletariado moderno. Y el socialismo científico, expresión teórica del movimiento proletario, es el llamado a investigar las condiciones históricas y, con ello, la naturaleza misma de este acto, infundiendo de este modo a la clase llamada a hacer esta revolución, a la clase hoy oprimida, la conciencia de las condiciones y de la naturaleza de su propia acción. LAS EXPERIENCIAS SOCIALISTAS DEL SIGLO XX Y LA VIGENCIA DEL PROYECTO REVOLUCIONARIO. Para los comunistas, el estudio dialéctico de las distintas experiencias que han significado un gran paso en la formación y la acumulación del movimiento revolucionario mundial, es un capítulo obligado ante las actuales circunstancias del debate político. La experiencia de la revolución soviética, marcó un hito que definió el qué hacer de toda la lucha política, económica y cultural del siglo XX, hasta los momentos de su fenecimiento. Sin embargo, a pesar de las vicisitudes sufridas por la experiencia, es necesario reivindicar, que la propuesta del socialismo sigue vigente, en la medida que no constituye un mero acto voluntarista, sino que es la salida más consecuente y radical ante las actuales realidades del modo de producción capitalista. ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE EL ASUNTO ―MARX HOY‖ A PROPÓSITO DE LA RECEPCIÓN DE SU PENSAMIENTO EN LA DESAPARECIDA UNIÓN SOVIÉTICA Rubén jaramillo vélez En primer lugar, quisiera reiterar algo sobre lo cual he insistido repetidas veces: se trata de pensar a Marx, es decir, también, de pensar en primer lugar lo que Marx pensó, y luego, de pensar a través de Marx, de pensar con Marx, no de repetir mecánicamente su pensamiento. Por ello, antes que
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hablar de ―Marxismo hoy‖ resulta necesario hablar de ―Marx hoy‖. No sólo porque existen, en efecto, diferencias entre ―Marx‖ y ―Marxismo‖, por las diferentes interpretaciones a su pensamiento, sino específicamente en nuestro caso porque, dada la precariedad de nuestra cultura filosófica y, por tanto, de nuestra actividad crítica, con frecuencia se olvidan los criterios y se pasa por alto la referencia principal, derivándose a lo que ya por su condición de ―ismo‖ debe ser problematizado. Hablar de ―Marx hoy‖ podría tener el mismo sentido y se ubica en el mismo nivel que hablar de ―Aristóteles hoy‖. Marx es un clásico del espíritu y del pensamiento humano como lo es Aristóteles. Si quisiéramos mencionar por su nombre a los diez intelectuales que han resultado ser absolutamente determinantes en el destino y la memoria del ser humano genérico contemplados desde hoy, entre estos diez nombres tendría que figurar el de Marx. Deberíamos comenzar con Platón y Aristóteles. En la modernidad deberíamos proseguir con Descartes y Newton; con Kant y Hegel, con Marx, con Charles Darwin, con Sigmund Freud. Octavio Paz escribió en alguna ocasión –aunque en su caso seguramente tan sólo sería por hacer una frase– que todos éramos ―de alguna manera marxistas‖. Es decir, que el espíritu contemporáneo efectivamente está impregnado por lo que pensó y escribió Carlos Marx. Ahora bien, específicamente en este respecto, tenemos que rea-lizar un esfuerzo muy particular al enfrentarnos al asunto ―Marx hoy‖. Lo primero que debemos preguntarnos es si lo que se hizo en su nombre correspondía –o no– a su pensamiento. Y con ello nos estamos refiriendo a la revolución del siglo XX, o a las revoluciones del siglo XX que se hicieron invocando el nombre de Marx. Basta pensar en la concepción del Estado. La concepción que tenía Marx del Estado se movía en dirección a su desaparición. Marx consideraba un antagonismo entre la sociedad y el Estado, y pensaba que una vez que la sociedad se liberara éste desaparecería, porque los miembros de la sociedad serían capaces de autoregular su convivencia sin necesidad de recurrir a él. No quisiera considerar ahora este problema en sí, porque debo decir que muy seguramente no estoy por completo de acuerdo con Marx en este respecto. Lo que quiero señalar, en primer lugar, es precisamente de qué manera, por razones ancestrales de la historia y la sociedad rusas, en el desarrollo del marxismo allí, y específicamente del ―marxismo leninismo‖, como ya se lo puede constatar en un escrito fundamental de Lenin: El Estado y la revolución, éste adquiere una gran importancia. Como dice Oskar Negt –uno de los más importantes sociólogos marxistas de la República Federal de Alemania, ordinario de la Universidad de Hannover– en la Unión Soviética el Estado se convirtió en la ―sustancia omnipresente de la sociedad‖. Esta deformación llegó a su pleno desarrollo durante la dictadura de Stalin, durante el régimen totalitario de Stalin. Por ello, también, uno de los problemas que por ineludible honestidad intelectual se debe plantear cualquier estudioso de la obra de Marx y de la herencia de su pensamiento, ha de ser el indagar en qué medida en las formulaciones del propio Lenin, a partir de su escrito de 1903 (el Qué hacer, que incide en la división del partido socialdemócrata ruso) se estaban introduciendo los gérmenes que condujeron a ese desarrollo. Debemos recordar de qué manera, a partir de ese año y hasta el diecisiete, otro revolucionario ruso, que ingresaría al partido bolchevique en medio de las dos revoluciones de ese año, León Trotsky, afirmaba ya, poco después de aparecer el panfleto de Lenin, que la fórmula jacobina de tal escrito podría conducir a que la dirección de la sociedad y del país ya no recayera en la clase trabajadora, ni en el partido, ni en el comité central, sino en las manos del secretario general del partido, convertido en dictador. Eso fue lo que desafortunadamente sucedió. Otro punto que me parece debe ser considerado expresamente: Marx era un heredero del pensamiento de la Ilustración. Si bien fue un crítico de la Ilustración, fue también su heredero: el
pensamiento de Marx es un pensamiento abierto a la experiencia. Marx fue un pensador radical, no un dogmático. No existe en Marx, en ninguna parte de su obra, una invitación a cerrar dogmáticamente el pensamiento. Desafortunadamente, ya en el año veinticuatro, tras la muerte de Lenin, se consolidó en la incipiente Unión Soviética, en medio del fragor de la construcción heroica – hay que decirlo– de la nueva sociedad, tras los esfuerzos de la guerra civil, un cuerpo de doctrina cerrado y dogmático, el ―marxismo-leninismo‖. De la misma manera que se produjo la beatificación de Lenin. Hay que recordar que la propia compañera de Lenin, la camarada Krupskaya, protestó cuando se erigió en 1927 el mausoleo para guardar embalsamado el cadáver del revolucionario: le decía a Stalin que el mismo Lenin no hubiera estado de acuerdo con este tipo de homenaje, ciertamente vinculado en la mentalidad rusa a los cultos atávicos de los antepasados. Contamos con el testimonio de nuestro gran poeta, César Vallejo, de su viaje a la Unión Soviética a comienzos de la década del treinta, que constataba la presencia en la cultura cotidiana de los proletarios rusos de esos vínculos a la Rusia ancestral, de ese tipo de costumbres asiáticas aún vigentes en el pueblo ruso. Mientras el pensamiento de Marx es un pensamiento abierto a la experiencia, dispuesto a la corrección, producto de la experiencia; mientras Marx era un intelectual de una extraordinaria honestidad, que de continuo buscaba documentar sus asertos (quienes han frecuentado su obra lo saben), al cerrarse y comprimirse su pensamiento en un cuerpo de doctrina, se produjo con esa fórmula –o con esa serie de fórmulas– un sistema en el cual las leyes de la naturaleza simultáneamente se transformaron en ―modelos ontológicos‖ (O. Negt) para las leyes sociales. Desafortunadamente, fue el propio camarada de Marx, Federico Engels, quien dio el primer paso en esta dirección con su Anti-Dühring, que se convirtió en el primer ―manual‖ para la enseñanza de la doctrina de Marx por la época de la segunda internacional. Fue a través de un discípulo de Engels –más que de Marx–, Jorge Plejanov, que se inició en Rusia el estudio de la obra de Marx. Pero ello tuvo sus consecuencias. La ―concepción monista de la historia‖, la lectura que hizo Plejanov de la doctrina de Marx bajo el influjo de Engels, acentuó esa confusión entre las leyes de la naturaleza y las que rigen el proceso social, conduciendo, como dice Lucio Coletti, a una verdadera ―metafísica de la materia‖. Tal confusión –literalmente– no existe en Marx. Y no debe olvidarse, por otra parte, que uno de los más importantes teóricos de la segunda internacional, el austriaco Karl Kautsky, también compartía la falsa interpretación engelsiana del pensamiento de Marx. El pensamiento de Marx es esencialmente crítico; su obra es fundamentalmente crítica. No se encuentran en Marx ―fórmulas‖, ni mucho menos recetas para construir esa sociedad liberada y final de la humanidad en que pensaba. Marx fue fundamentalmente un pensador crítico, un intelectual; incluso su vinculación a las actividades revolucionarias en Europa fueron de índole teórica. Es cierto que estuvo en las barricadas de Colonia en el cuarenta y ocho, poco antes de fundar la Neue Rheinische Zeitung-Organ der Demokratie, pero a partir de entonces su vinculación a la causa revolucionaria de los trabajadores se ubicó en esa dimensión. Como dice Hans Magnus Enzensberger en un bello poema en su homenaje, él no ve en su mano ninguna metralleta. Lo que tuvo siempre Marx en su mano fue un lápiz, o un libro, o un cigarro. Marx era un individuo embargado por completo por el estudio, poseído por una extraordinaria curiosidad intelectual que le llevó, por ejemplo, ya muy viejo, a aprender la lengua rusa para estar en condiciones de estudiar en el original la problemática agraria de Rusia e investigar si, en efecto (como lo querían su admiradora rusa Vera Sasulich, y los intelectuales populistas que habían introducido su pensamiento allí) sería posible en Rusia una especie de socialismo agrario a partir de la Obchina o del Mir, la ancestral aldea comunal rusa.
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Lo que sucedió en los años veinte, con el surgimiento en la Unión Soviética de esa doctrina cerrada del ―marxismo-leninismo‖, fue la transformación de un pensamiento fundamentalmente crítico en una ideología afirmativa, dogmática, que un Theodor Adorno no vacila en calificar de ―religión secular de Estado‖. Ahora bien, para comprender por qué este pensamiento tan rico, tan lleno de matices, en el cual encontramos el eco de grandes desarrollos de la cultura de Occidente (como magistralmente lo explicaba Lenin en un folleto de divulgación para los obreros rusos, Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo: el idealismo alemán, que a su vez es un resultado secular de la reforma protestante; el socialismo utópico francés, cuyos orígenes se remontan a las herejías cátaras o albigenses, a las profecías del místico calabrés Joaquín de Fiore a finales del siglo XII; y la economía política inglesa, esa ciencia que se sistematiza con Adam Smith y de la cual tanto aprendió Marx), se viera reducido a la condición de una escolástica dogmática y estéril, será necesario remitirse a y considerar expresamente las características del país en el cual en octubre de 1917 triunfó una revolución que invocaba el nombre de Marx. Tenemos que recordar el concepto de un marxista de los años veinte que estuvo muy vinculado a la primera etapa de la que luego se llamaría la ―Escuela de Frankfort‖: Carlos Augusto Wittfogel, quien, en un libro que se tradujo al español con el título La sociedad hidráulica, planteaba el problema relativo a la estructura de la dominación en la antigua China y acudía al concepto de ―despotismo oriental‖. Hablaba de ―sociedad hidráulica‖, porque allí el control ancestral sobre las aguas resultaba fundamental para quienes detentaban el poder, pero en el concepto de ―despotismo oriental‖ encontramos también un eco de la célebre afirmación de Hegel en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal: que en el Oriente sólo había uno que era libre, el déspota, porque los otros estaban sometidos, eran siervos, y como en su opinión toda la historia de Occidente ha sido el desarrollo de la libertad y la individuación, el Oriente aparece paradigmáticamente como la tierra de la sumisión, del despotismo. Pues bien, este concepto de ―despotismo oriental‖ no se pudo utilizar en la época de Stalin y, entre otras cosas, tampoco se publicó por entonces en la famosa Marx-Engels Gesamtausgabe (la primera edición de las Obras completas de los clásicos dirigida por David Riazanov, un eminente erudito marxista que, al entrar en contradicción con Stalin, terminaría sus días en un campo de Siberia, como tantos otros) un ensayo muy importante de Marx: La historia de la diplomacia secreta en el siglo XVIII, precisamente porque en este trabajo, redactado en inglés en la biblioteca del Museo Británico, Marx introducía tal noción y explicaba la alianza de la oligarquía inglesa con los zares. Por tanto, lo que en primer lugar debe ser considerado es el caso de Rusia, las peculiaridades de la formación social rusa. Se debe recordar el atraso que, en opinión de León Trotsky –en un ensayo de 1906: Resultados y Perspectivas, que Isaac Deutscher considera el ―Manifiesto Comunista del Siglo XX‖, lo que me resulta un poco exagerado– aparece como su característica fundamental. El atraso. Porque en Rusia las ciudades no se formaron, como en Occidente, a través de ese desarrollo tan peculiar que un Max Weber ha estudiado con tanta detención, el desarrollo propio de una clase –la burguesía– como un desarrollo global, integral, sino que fueron básicamente fundaciones militares, fortalezas dependientes del Estado. En síntesis, Rusia no vivió etapas definitivas en la configuración de la sociedad europea occidental. Por la época en que se estaban formando las ciudades europeas, esas pujantes ciudades mercantiles flamencas y toscanas, por la época del ascenso de esa ciudad a la que Alfred von Martín llamara la ―capital burguesa de la historia‖: Florencia, por esa misma época Rusia se encontraba sometida al dominio de la horda mongólica. Los primeros zares no fueron más que administradores tributarios de la horda, tenían la función de recoger entre los boyardos, la nobleza rusa, el tributo que
debían pagarle anualmente. Por la época en que se produce en Europa el Renacimiento, el resultado final de aquella ―revolución burguesa en el mundo feudal‖ –como intituló José Luís Romero su gran libro– Rusia era un país sometido. Ernst Bloch resume las carencias en la historia de Rusia recordando que no conoció la escolástica tardía: no conoció el ―nominalismo‖, la ―vía moderna‖, como se le llamó entonces, en el siglo XIV, el movimiento intelectual precursor de la filosofía de la subjetividad y que a través de Guillermo de Ockam influye decisivamente en Lutero, en ese redescubrimiento de la subjetividad que se produce con Lutero. Rusia no conoció la escolástica tardía y tampoco el Humanismo del Renacimiento. Lo que hubo en Rusia de Renacimiento, cuando lo hubo, se limitó a algunas obras por encargo de algunos arquitectos venecianos o florentinos que se trasladaron allí. Pero, no se produjo en Rusia un desarrollo global que se hubiera manifestado en una cultura integral, como la que impregnó las zonas más desarrolladas de Europa occidental, la Toscana, Flandes, las ciudades alemanas a finales del siglo XV. Tampoco conoció Rusia la Reforma, algo que me interesa subrayar particularmente, porque nos permite pensar también en una carencia de nuestra propia cultura: España no conoció la Reforma, los ―alumbrados‖ de Sevilla, Casidoro de Reina (el traductor de la Biblia), tuvieron que huir de España porque de lo contrario hubieran sido llevados a la hoguera. Rusia no conoció el nominalismo, no conoció el Humanismo del Renacimiento, no conoció la Reforma. Tampoco conoció la Ilustración, y si bien es cierto que ya Pedro el Grande (que a comienzos del siglo XVIII como príncipe heredero había viajado como incógnito a los astilleros de Holanda) introdujo las matemáticas y los nuevos aportes de la ciencia europea, y que Catalina la Grande se carteaba con los intelectuales franceses y adquirió la biblioteca de Diderot pagándole por anticipado el sueldo correspondiente a su condición de bibliotecario vitalicio, la Ilustración no alcanzó allí a encarnar en un movimiento influyente: el propio Diderot se dio cuenta bien pronto, cuando se trasladó a Rusia, que no era tenido en cuenta. En este respecto vale la pena recordar que cuando se comenzó a publicar en Rusia la Enciclopedia, durante la segunda mitad del siglo XVIII, su edición se suspendió en la letra k, porque las clases señoriales de Rusia se percataron de su carácter subversivo: en efecto, en la confrontación con la barbarie medieval rusa era una obra subversiva. Ya en Francia lo era, pero cuando, a partir del año 1751 comenzó a publicarse, durante unos quince años, contó con el apoyo de Madame de Pompadour, la favorita del Rey Luís XV: esa era la diferencia. Y finalmente, Rusia no conoció, además de la Ilustración, la revolución burguesa: Rusia no tuvo revolución burguesa. En 1825, con el levantamiento de los ―decembristas‖, se inicia la historia de la revolución rusa. Se trataba de oficiales del ejército y miembros cultos de la nobleza que habían conocido a partir de 1812, en la ofensiva contra Napoleón, la Europa central (habían permanecido con sus tropas de ocupación tres años en París tras la derrota del emperador) y que al regresar a su país tomaron conciencia del atraso y la necesidad de reformas, por lo cual conspiraron contra el régimen autocrático de Nicolás I, quien aplastó el movimiento. Sin embargo, su hijo, Alejandro II, se vio en la necesidad, tras la derrota en la guerra de Crimea (1856), de introducir reformas inherentes a la adecuación del Estado y el país al desarrollo del capitalismo, la más importante de las cuales fue la supresión de la servidumbre. Y a partir de entonces nos encontramos con ese desarrollo tan peculiar y apasionante del populismo ruso, de los movimientos terroristas y, finalmente, apenas durante la última década del siglo XIX, de las primeras organizaciones marxistas. Pero no hubo revolución burguesa en Rusia, el pueblo ruso no conoció ni experimentó una noción que para las naciones de
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Occidente constituía ya, entonces, una premisa de su actividad práctica, mercantil, cultural, públicopolítica: la noción de Estado de Derecho. Que las personas vivan en tal situación, con las garantías del Estado de Derecho y con la conciencia de lo que ello significa, es algo bien decisivo. Y la inmensa mayoría de los rusos no podían ser sujetos de derecho antes de 1861: no eran ―personas‖ sino siervos de la gleba, pertenecían a las fincas. Antes de ese año los campesinos rusos eran llamados ―almas‖, como en la gran novela de Gogol, Las almas muertas. Se vendían con las fincas, y éstas se heredaban conjuntamente con sus siervos. Si nosotros pensamos en todo ello y lo consideramos desde la perspectiva de la filosofía moderna, debemos decir que la experiencia de la subjetividad es una experiencia social. Un país en el que no existe la noción del Derecho, en el que no se respeta al individuo humano como tal, y en el que no opera socialmente la noción de persona, no puede hacer una experiencia global, orgánica, de la subjetividad. Y ello explica también por qué cuando se leyó a Marx en Rusia a través de la obra de Jorge Plejanov (un intelectual muy respetable por lo demás, y cuyos aportes tampoco se pueden considerar completamente deleznables), se hubiera llegado a una versión tan rudimentaria del pensamiento de Marx –un pensamiento que resulta de y resume toda la tradición de Occidente– eso que Coletti llama con tanto acierto una ―metafísica de la materia‖. Porque detrás de esa recepción no habían tenido lugar experiencias genéricas globales como las del nominalismo, el Humanismo renacentista, la Reforma, la Ilustración, la revolución burguesa, el liberalismo. Y en ese país tan atrasado, en el cual la ciencia, el conocimiento, estaban restringidos a círculos muy estrechos, y apenas comenzaron a desarrollarse un poco más en el período de reformas patrocinado por el zar Alejandro II, se produjo, a partir de los años setenta del siglo pasado, un vertiginoso desarrollo industrial y capitalista. Las cifras que registran el crecimiento económico en Rusia en la última década del siglo son parangonables a las de los Estados Unidos de Norteamérica por esa misma época, pero con una gran diferencia: la industrialización en Rusia era en buena medida ―importada‖. Durante la gestión de un político desarrollista: el conde de Witte, que manejó la política económica en los años noventa hasta la crisis de 1903-1904, que desemboca, además, en la primera revolución rusa tras la derrota en la guerra contra el Japón, el ritmo de crecimiento de la economía rusa, el aumento de lo que llamamos hoy ―producto nacional bruto‖, fue tan acelerado como en los Estados Unidos, precisamente el país sin pasado feudal, en el cual la sociedad burguesa y el capitalismo pudieron desarrollarse plenamente. Aunque, desde luego, debemos tener en cuenta que en los índices se refleja el atraso anterior, puesto que un país que inició su revolución industrial en forma tan intempestiva, casi a partir de cero, podría mostrar muy rápidamente altas tasa de desarrollo. A finales del siglo comenzó a predominar en Rusia el modo de producción capitalista, aunque en una forma muy peculiar. Basta con dar un ejemplo: en las refinerías de petróleo de Bakú, cerca del mar negro, propiedad de la familia Nobel (concretamente de un hermano del ingeniero Alfred Nobel, el creador del famoso premio), se utilizaba la misma tecnología extractiva que empleaba la empresa de John D. Rockefeller en los Estados Unidos por la misma época; pero el petróleo se transportaba en camellos y en odres de cuero, tal y como se había transportado la miel en la Edad Media. Porque el país no se había desarrollado orgánicamente hacia el modo de producción capitalista, sino de una manera desigual; por lo cual se produjo muy rápidamente en Rusia una notable concentración de trabajadores, superior en promedio a la de Europa occidental. Con la excepción de empresas tan grandes como lo eran en Alemania las grandes acerías de Krupp en Hessen, por ejemplo, las otras
fábricas alemanas no reunían en promedio los nueve mil obreros que ya trabajaban a principios de este siglo en las grandes acerías Putiloff de San Petersburgo. Y fue allí precisamente donde se formó el primer soviet en 1905, el primer consejo de obreros del ciclo revolucionario. Ya entonces trabajaban allí más de nueve mil obreros, una cifra parangonable con la de concentraciones fabriles de Europa occidental y los Estados Unidos de Norteamérica. Sin embargo, la clase de los trabajadores industriales, la clase en que había pensado Marx como agente del proyecto revolucionario que debería conducir al comunismo, seguía siendo minoritaria: en 1917 Rusia podía tener unos 130 millones de habitantes, de los cuales escasamente de tres a cinco eran propiamente trabajadores industriales. La gran mayoría de la población la constituían los campesinos, atrasados, premodernos. Por eso también se entiende que en los años veinte la clase trabajadora rusa fuera la menos eficiente del mundo. A pesar del élan revolucionario, que impulsaba a muchos sacrificios –como se verá luego en el movimiento estajanovista– se cometían demasiados errores, se estropeaban con frecuencia las máquinas, porque quienes las operaban eran obreros muy recientes, campesinos que comenzaban a proletarizarse o pertenecían apenas a una segunda o tercera generación de proletarios. Por ello no se deben olvidar los hechos; esta condición vertiginosa del desarrollo del capitalismo en Rusia tiene que ser considerada para comprender las peculiaridades de su revolución. Lenin lo sabía, porque era un político muy realista, y por ello lo recordaría en la víspera de su llegada a Rusia, en un breve discurso que pronunciara en la estación del ferrocarril de Zürich, cuando acudió a tomar el vagón que el alto mando del ejército alemán había puesto a su disposición, con la idea de que al llegar a Rusia derrocara el gobierno provisional y firmara luego la paz con Alemania, de manera que el alto mando pudiera desplazar un millón de hombres al frente occidental para que, siguiendo el diseño estratégico del conde Schliefen, tomaran a París y, de esta manera, ganaran la guerra. A finales del mes de marzo de 1917, cuando ya el proceso de la revolución rusa llevaba varias semanas en su desarrollo, al despedirse de los obreros suizos y de los dirigentes que lo acompañaron a tomar el tren que lo llevaría a la estación de Finlandia en Petrogrado, Lenin celebraba en primer lugar que al proletariado ruso ―le correspondiese el gran honor de comenzar una serie de revoluciones engendradas por una necesidad objetiva de la guerra imperialista‖. Porque creía que la revolución rusa terminaría siendo en realidad la primera chispa de un incendio general en Europa. Y Lenin no pensaba entonces que en Rusia se cumplieran las premisas para llevar a cabo una revolución socialista. Pero, consideraba que los obreros de Europa occidental y que los gobiernos revolucionarios instalados en Berlín, en Bruselas y en París, por ejemplo, podrían acudir en ayuda del proletariado ruso: ...Sabemos muy bien que el proletariado ruso es menos organizado y consciente que los obreros de otros países... pero las condiciones históricas... han hecho del proletariado ruso por cierto tiempo, muy corto tal vez, el jalador de los puestos de avanzada del proletariado revolucionario del mundo entero... Rusia es un país poblado de campesinos, uno de los más atrasados de Europa, el socialismo no puede vencer directamente desde ahora en él. Pero el carácter agrícola del país, con enormes posesiones rurales conservadas por los latifundistas, puede dar, como lo prueba la experiencia de 1905, gran envergadura a la revolución democrático-burguesa y hacer de nuestra revolución el prólogo de la revolución socialista mundial, una etapa de esta revolución... En Rusia el socialismo no puede vencer solo e inmediatamente..., el proletariado ruso no puede, por sus solas fuerzas, llevar a su fin victoriosamente la revolución socialista. Pero puede dar a la revolución rusa tal amplitud que ésta engendre las mejores condiciones para la revolución socialista y sea, en cierto
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sentido, el principio. El proletariado ruso puede acomodar las circunstancias para que su más fiel, seguro y principal colaborador, el proletariado socialista de Europa y Norteamérica, entre en las batallas decisivas..., las condiciones objetivas de la guerra imperialista son una garantía de que la revolución no se limitará a la primera etapa de la revolución rusa, que la revolución no se limitará a Rusia. El ciclo revolucionario que inauguró la revolución rusa duró efectivamente sólo dos o tres años. Ella tuvo efectos inmediatos en Europa, por ejemplo en la abdicación de las dinastías de origen feudal y la proclamación de la República en Viena y Berlín. El 9 de noviembre de 1918, un año después del triunfo de los bolcheviques en San Petersburgo, el emperador Guillermo de Hohenzollern abandonó Alemania; dos meses más tarde se fundó la República de Weimar. Pero la revolución radical por la que luchaban los dirigentes de la Liga Espartaco, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, fracasó. Con su asesinato el 15 de enero de 1919 se inicia el proceso de la contrarrevolución, que conduce al año subsiguiente al primer intento de putsch, dirigido por el burócrata Kapp: ya por entonces un cabo desmovilizado, Adolf Hitler, se desempeña como espía del ejército en el Munich revolucionario que ha conocido un efímero episodio de gobierno popular. El hecho es que a comienzos de los años veinte la revolución rusa se vio aislada y la estrategia coyuntural de Lenin, que había formulado al llegar a la estación de Finlandia en Petrogrado con las célebres ―Tesis de Abril‖ (en las que afirmaba que la revolución ya había consumado la etapa democrático-burguesa y debía pasar a la fase socialista) perdió su base: la revolución en Europa occidental y particularmente en Alemania. Por ello tuvo que dar Lenin un viraje decisivo tras el levantamiento de Kronstadt. Porque los propios trabajadores y marinos de la ciudadela militar que guarda a Petrogrado, que habían jugado un papel protagónico en el levantamiento de octubre, se alzaron contra la dictadura de Lenin invocando el principio que éste había sostenido en abril: que había que entregarle todo el poder a los soviets. Y Lenin se vio obligado a dar un viraje de 180 grados y reintroducir, con la Nueva Política Económica (NEP), una forma de capitalismo que luego se estabilizó como ―capitalismo de estado‖. Porque en las ciudades rusas se estaba padeciendo hambre y el déficit de abastecimientos condujo a la rehabilitación de instituciones de origen campesino y tradicional como los artels, los talleres de las aldeas, que proveyeron de productos manufacturados, como por ejemplo calzado, a los habitantes de las ciudades. En medio de esta crisis de subsistencias, ya en el año de 1921, en el que se produce tal viraje, los revolucionarios rusos tienen que aceptar su aislamiento y se comienza a debatir en la incipiente Unión Soviética si el socialismo, tal y como lo habían proclamado los clásicos, habría de ser necesariamente un sistema internacional que englobara a gran cantidad de países, o si era posible construir el socialismo en un solo país, como sostenían algunos, entre ellos José Stalin, quien alegaba que tratándose de un país tan grande y que albergaba una tal cantidad de reservas y riquezas, de minerales, de bienes agropecuarios, esto era factible. Por lo demás, la actitud de Stalin reflejaba su realismo, porque, evidentemente, la coyuntura revolucionaria centro-europea, que había pasado por momentos fulgurantes en Berlín, en Viena, en Budapest, ya había concluido, dando paso más bien al proceso contrarrevolucionario. Y con ello debemos tematizar ahora lo relativo al ascenso de Stalin. Cuando Lenin fue víctima del atentado que finalmente le costaría la vida, empezó a pensar en la posibilidad de su muerte y durante su convalecencia se planteó el problema de su sucesión. Alcanzó a formular la idea de que era necesario separar a Stalin de la dirección del partido. Según documentos que sólo se dieron a conocer tras la lectura del ―Informe Secreto‖ de Nikita S. Kruschev al vigésimo
congreso del partido comunista de la Unión Soviética en 1956 –como los ―diarios‖ de la secretarias de Lenin–, éste desconfiaba de Stalin. En una de sus últimas cartas, que terminó siendo su testamento, decía que Stalin, convertido en el secretario general del partido, había concentrado un poder enorme en sus manos y que él ―no estaba en condiciones de asegurar que pudiera manejar ese poder con suficiente cautela‖. Pero, además, expresamente en una posdata dictada el 4 de enero de 1923 –su último año de vida– decía: ―Stalin es demasiado rudo y este defecto, muy admisible en las relaciones entre nosotros los comunistas, se hace inadmisible en el cargo de secretario general, por lo cual propongo que encuentren la manera de deponer a Stalin de su cargo y encuentren a otro hombre que difiera de Stalin y lo supere en un punto, es decir, que sea más tolerante, más leal, más amable, más considerado con sus camaradas, menos caprichoso‖. Esto lo escribía Lenin a comienzos de su último año de vida y antes de anunciar a Stalin –quien había insultado a su compañera– que de no pedirle excusas en forma expresa a ésta, debería considerar terminada su relación personal con él. A la muerte de Lenin se desencadena la pugna entre los diferentes sectores del partido y Stalin se las arregla para enfrentar a quienes considera sus rivales. Con mucha astucia se alía primero con la llamada ―derecha‖ del partido: Bujarin, Zinoviev y Kamenev; y luego con la izquierda, para finalmente aislarla y apropiarse de su programa. En el año 1927 logra que se decrete el exilio de Trotsky a AlmaAta en la Mongolia Soviética y luego a la isla de Prinkipo en las cercanías de Constantinopla: años más tarde terminará asesinado por un sicario a su servicio en México Distrito Federal, tras la invasión del ejército alemán a la Unión Soviética. De manera que aproximadamente diez años después del triunfo de la revolución de octubre, se estabiliza en la Unión Soviética una dictadura unipersonal en la que el pensamiento de Marx, reducido a una colección de fórmulas rudimentarias sistematizadas de manera dogmática, se convirtió en un instrumento de legitimación de un proyecto desarrollista de gran envergadura. Si se consideran las cifras, el primer plan quinquenal, iniciado en 1929 y que se cumplió antes de los cinco años, sentó las bases de la industrialización vertiginosa de la Unión Soviética. No podemos desconocer que, sin los planes quinquenales, ese país se hubiera convertido en una inmensa colonia alemana. Fue la industria siderúrgica y fueron las fábricas de armamentos que produjeron los aviones Iluschin y los tanques T34, por ejemplo, las que incidieron decisivamente en el viraje de la segunda guerra mundial a partir de la batalla de Stalingrado y salvaron, no sólo a Europa sino al mundo entero, de lo que hubiese sido realmente una satrapía sin precedentes. Aunque tengamos que decir que, en la aplicación de sus métodos terroristas, la dictadura de Stalin nada tenía que envidiarle a la de Hitler. A partir del año 1929, entonces, con la política desarrollista de industrialización acelerada, con la liquidación de los campesinos acomodados (―Kulaken‖) y el control despótico sobre los obreros y el pueblo ruso, se estabilizó el régimen estaliniano. Desde el punto de vista teórico y teniendo en cuenta el destino del pensamiento de Marx, debemos recordar no sólo los primeros productos de la ―filosofía‖ oficial, caracterizados por una impresionante indigencia conceptual, sino sobre todo el famoso ―capítulo teórico‖ elaborado por Stalin para la Historia del Partido Comunista Bolchevique de la URSS redactado por un comité de escritores al servicio del dictador. Y por eso podemos hoy, precisamente, ya liberados de esa religión secular de que hablara Adorno, preguntarnos por el sentido del pensamiento original de Marx. Me parece que la crisis contemporánea desborda ya esa connotación que se nos hizo evidente a mediados de la década anterior, y que la disolución de la Unión Soviética corroboró. Es la crisis del así llamado ―socialismo realmente existente‖, como se lo comenzó a denominar a partir de la interesante obra de Rudolf Bahro: La Alternativa.
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Pero se trata también de una crisis más profunda. Es el final de una época histórica vinculada al ascenso de la burguesía, a la universalización de la historia, a su planetarización. Resulta sintomático que ahora, por ejemplo, nos encontremos en la moda de la ―posmodernidad‖, en algunos casos para eludir un planteamiento serio acerca del proyecto inconcluso de la ilustración y de la modernidad misma, en un intento de pensar supuestamente más allá de Marx y en realidad más acá, una solución bastante fácil por lo demás. Para comprender el destino de la herencia del pensamiento marxiano en la URSS debemos, entonces, resumir lo esencial. En primer lugar, no se produce en la concepción global de la realidad, de la sociedad y del hombre esa burda metodología de reducción mecanicista, que obedece en el fondo a una lógica aristotélica: si A luego B, características del marxismo-leninismo soviético. Tampoco proviene de Marx esa concepción del predominio de la materia, en el sentido de aquella ―metafísica de la materia‖ a que se refiere Coletti para calificar el pensamiento de Plejanov, el cual en este punto influirá en el marxismo ruso. Es necesario, además, desglosar el pensamiento de Marx del de Engels allí donde son evidentes las diferencias. Es lo que ha hecho, por ejemplo, el filósofo colombiano Juan Mora Rubio, catedrático de la Universidad Autónoma de México desde hace más de veinte años, en un ensayo muy afortunado que lleva por título Marx y Engels, sus diferencias con Hegel, en el que prueba cómo, en efecto, el pensamiento de Engels diverge del de Marx en un punto fundamental, y que fue el viejo Engels –el patriarca de la segunda internacional– quien sentó las premisas de lo que luego se convertiría en un dogma del marxismo soviético, la idea de una ―dialéctica de la naturaleza‖, que permitía fundir en una sola concepción las leyes que rigen los procesos naturales y aquellas que explican el proceso social e histórico: eso no corresponde de ningún modo a lo que pensó originalmente Marx. En segundo lugar, en relación con la problemática del Estado y la sociedad, hay que recordar que Marx no sólo era un heredero de la Ilustración sino del historicismo (inherente a ella y que se funda un poco con Voltaire). Por ello afirmaba, y en esto le seguía Engels, que ninguna formación social e histórica desaparece sin haberse desarrollado plenamente. Por ello debemos preguntarnos, con toda honestidad y sin tomar partido de antemano, si la polémica que se dio a comienzos del siglo entre bolcheviques y mencheviques, en relación con el carácter de la revolución rusa, estaba plenamente justificada. Durante mucho tiempo, por el fragor pasional del proceso revolucionario, la palabra ―menchevique‖ fue considerada un término casi insultante. Pero hoy en día, por ejemplo, los estudiosos de la problemática agraria consultan frecuentemente a un teórico menchevique, Chayanov, porque encuentran en sus obras propuestas y análisis muy serios. En ese sentido, se debe pensar si la revolución bolchevique ―forzó‖ a Marx. Ya un importante ―marxista-occidental‖ –para utilizar la categoría acuñada por Merleau-Ponty y retomada recientemente por Perry Anderson– decía que la revolución rusa había sido una ―revolución contra El Capital‖: ni más ni menos que Antonio Gramsci. Fue una revolución contra El Capital, porque se produjo en un país en el cual la clase trabajadora no había llegado a convertirse en la predominante y más representativa de la sociedad. Porque Rusia era un país predominantemente campesino, por lo cual las primeras elecciones para la Asamblea Constituyente, que tuvieron lugar unos meses después del asalto al palacio de invierno, no las ganaron los bolcheviques sino los ―eseristas‖, el partido socialrevolucionario, fundado en 1900 y heredero de la tradición populista que ya había consumido el esfuerzo de tres generaciones de revolucionarios rusos, en respuesta a lo cual Lenin ordenó cerrar la Asamblea Constituyente e instauró la dictadura unipartidista, de la misma manera que liquidó a los
anarquistas rusos. Es una historia que amerita ser recordada, porque la revolución rusa tiene muchas raíces y los bolcheviques, hay que decirlo, las quisieron ignorar para gobernar despóticamente en una situación de emergencia, de guerra civil, que desafortunadamente se estabilizó, convirtiéndose en la forma regular de gobierno. Pensando el asunto comparativamente, el caso resulta muy similar a lo que aconteció con la dictadura de los jacobinos durante la revolución francesa: me atrevería a sugerir que Lenin –o el estilo leninista– fue un Robespierre que duró setenta años (mientras el episodio terrorista de la revolución francesa se sostiene a partir del diez de agosto de 1792 hasta la caída de Robespierre y sus amigos en el otoño del 94). Naturalmente, en medio de la lucha revolucionaria se toman medidas de emergencia y resulta muy cómodo para un intelectual durante una conferencia criticar a quienes en medio de la batalla asumen la responsabilidad por tales medidas. Sin embargo, no podemos renunciar a la crítica y aceptar que ella tiene su propio ámbito y posibilidad para juzgar el asunto. Por tanto, debemos considerar de qué manera a través del leninismo se produjo una deformación ―voluntarista‖ del pensamiento original de Marx. Se trata del voluntarismo jacobino, blanquista, que criticaría ya en 1918 una gran teórica y revolucionaria marxista, Rosa Luxemburgo, en un folleto elaborado en la cárcel de Breslau por entonces: La Revolución Rusa. Cuestionaba allí el estilo voluntarista de Lenin y criticaba que los bolcheviques hubiesen acabado con la libertad de prensa, que caracterizó hasta octubre la primera etapa de la revolución. El propio Lenin había dicho al llegar a Rusia en abril que en ese momento éste era ―el país más libre del mundo‖, porque las energías populares que el triunfo de la revolución de febrero habían desencadenado se manifestaban en toda clase de panfletos y periódicos que desaparecieron tras el asalto al palacio de Invierno y la formación del gobierno de Lenin. Para terminar, desearía leerles una extensa cita de este escrito, porque me parece que las palabras de Rosa difícilmente pueden ser remplazadas por otras: Lenin dice que el estado burgués es un instrumento de opresión de la clase trabajadora, el estado socialista de opresión a la burguesía. En cierta medida, dice, es solamente el Estado capitalista puesto cabeza abajo. Esta concepción simplista deja de lado el punto esencial. El gobierno de la clase burguesa no necesita del entrenamiento y la educación política de toda la masa del pueblo, por lo menos no más allá de determinados límites estrechos. Pero para la dictadura proletaria ese es el elemento vital, el aire sin el cual no puede existir. Entonces cita a Trotsky, para criticarlo a renglón seguido: ―Gracias a la lucha abierta y directa por el poder –escribe Trotsky– las masas trabajadoras acumulan en un tiempo brevísimo una gran experiencia política, y en su desarrollo político trepan rápidamente un peldaño tras otro‖. A lo cual comenta Rosa: Aquí Trotsky se refuta a sí mismo y a sus amigos. Justamente porque es así, bloquearon la fuente de la experiencia política y de éste desarrollo ascendente al suprimir la vida pública. O de otro modo tendremos que convencernos de que la experiencia y el desarrollo eran necesarios hasta la toma del poder por los bolcheviques, y después, alcanzada la cima, se volvieron superfluos (El discurso de Lenin: ¡Rusia ya está ganada para el socialismo!).
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¡En realidad lo que es cierto es lo opuesto! Las tareas gigantescas que los bolcheviques asumieron con coraje y determinación exigen el más intenso entrenamiento político y acumulación de experiencias de las masas. La libertad sólo para los que apoyan al gobierno, sólo para los miembros de un partido (por numeroso que éste sea) no es libertad en absoluto. La libertad es siempre la libertad para el que piensa de manera diferente. No a causa de ningún concepto fanático de la justicia, sino porque todo lo que es instructivo, totalizador y purificante en la libertad política depende de ésta característica esencial, y su efectividad desaparece tan pronto como la libertad se convierte en un privilegio especial.
caminos. Sólo la vida sin obstáculos, efervescente, lleva a miles de formas nuevas e improvisaciones, saca a la luz la fuerza creadora, corrige por su cuenta todos los intentos equivocados. La vida pública de los países con libertad limitada está tan golpeada por la pobreza, es tan miserable, tan rígida, tan estéril, precisamente porque, al excluirse la democracia, se cierran las fuentes vivas de toda riqueza y progresos espirituales (una prueba: el año 1905 y los meses de febrero a octubre de 1917). Allí era de carácter político; lo mismo se aplica a la vida económica y social. Toda la masa del pueblo debe participar. De otra manera, el socialismo será decretado desde unos cuantos escritorios oficiales por una docena de intelectuales.
Vale la pena recordar de qué manera uno de los primeros acontecimientos de lo que luego se convertiría en una verdadera revolución en la República Democrática Alemana en 1989 fue la manifestación del 15 de enero de ese año, conmemorativa del asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. En esa ocasión más de cien manifestantes fueron arrestados por portar carteles con la frase de Rosa que hemos citado: ―Libertad es siempre Libertad para el que piensa de manera diferente‖. El texto continuaba:
El control público es absolutamente necesario. De otra manera el intercambio de experiencias no sale del círculo cerrado de los burócratas del nuevo régimen. La corrupción se torna inevitable (palabras de Lenin, boletín No. 29). La vida socialista exige una completa transformación espiritual de las masas degradadas por siglos de dominio de la clase burguesa. Los instintos sociales en lugar de los egoístas, la iniciativa de las masas en lugar de la inercia, el idealismo que supera todo sufrimiento, etc. Nadie lo sabe mejor, lo describe de manera más penetrante, lo repite más firmemente que Lenin. Pero está completamente equivocado en los medios que utiliza. Los decretos, la fuerza dictatorial del supervisor de fabrica, los castigos draconianos, el dominio por el terror, todas estas cosas son sólo paliativos. El único camino al renacimiento pasa por la escuela misma de la vida pública, por la democracia y opinión pública más ilimitadas y amplias. Es el terror lo que desmoraliza. Cuando se elimine todo esto, ¿qué quedará realmente?
Los mismos bolcheviques no se atreverán a negar, con la mano en el corazón, que ellos tienen que tantear paso a paso el terreno, probar, experimentar, tentar ora un camino, ora otro, y que muchas de sus medidas no son precisamente inapreciables perlas de sabiduría. Así deberá ocurrir y así ocurrirá cuando lleguemos hasta el punto en que han llegado ellos, aunque en todos lados no se presenten las mismas circunstancias difíciles. Bajo la teoría de la dictadura de Lenin-Trotsky subyace el supuesto tácito de que en la transformación socialista hay una formula prefabricada, guardada ya completa en el bolsillo del partido revolucionario, que sólo requiere ser enérgicamente aplicada en la práctica. Por desgracia –o tal vez por suerte– ésta no es la situación. Lejos de ser una suma de recetas prefabricadas que sólo exigen ser aplicadas, la realización práctica del socialismo como sistema económico, social y jurídico, yace totalmente oculta en las nieblas del futuro. En nuestro programa no tenemos más que unos cuantos mojones que señalan la dirección general en la que tenemos que buscar las medidas necesarias y las señales son principalmente de carácter negativo. Así, sabemos más o menos qué eliminar en el momento de la partida, para dejar libre el camino a una economía socialista. Pero cuando se trata del carácter de las miles de medidas concretas, prácticas, grandes y pequeñas, necesarias para introducir los principios socialistas en la economía, las leyes y todas las relaciones sociales, no hay programa ni manual de ningún partido socialista que brinde la clave. Esto no es una carencia, sino precisamente lo que hace al socialismo científico superior a todas sus variaciones utópicas. El sistema social socialista sólo deberá ser y sólo puede ser un producto histórico, surgido de sus propias experiencias, en el curso de su concreción, como resultado del desarrollo de la historia viva, la que (al igual que la naturaleza orgánica de la que, en última instancia, forma parte) tiene el saludable hábito de producir siempre, junto con la necesidad social real, los medios de satisfacerla, junto con el objetivo simultáneamente la solución. Sin embargo, si tal es el caso, es evidente que no se puede decretar el socialismo, por su misma naturaleza, ni introducirlo por un ucase. Exige como requisito una cantidad de medidas de fuerza (contra la propiedad etc.). Lo negativo, la destrucción, puede decretarse: lo constructivo, lo positivo, no. Territorio nuevo. Miles de problemas. Sólo la experiencia puede corregir y abrir nuevos
En lugar de los organismos representativos surgidos de elecciones populares generales, Lenin y Trotsky implantaron los soviets como única representación verdadera de las masas trabajadoras. Pero con la represión de la vida política en el conjunto del país, la vida de los soviets también se deteriorará cada vez más. Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad de prensa y de reunión, sin una lucha libre de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que sólo queda la burocracia como elemento activo. Gradualmente se adormece la vida pública, dirigen y gobiernan unas pocas docenas de dirigentes partidarios de energía inagotable y experiencia ilimitada. Entre ellos, en realidad dirigen sólo una docena de cabezas pensantes y de vez en cuando se invita a una élite de la clase obrera a reuniones donde deben aplaudir los discursos de los dirigentes y aprobar por unanimidad las mociones propuestas – en el fondo, entonces una camarilla–, una dictadura, por cierto, no la dictadura del proletariado sino la de un grupo de políticos, es decir una dictadura en el sentido burgués, en el sentido de los gobiernos jacobinos (la postergación del congreso de los soviets de períodos de tres meses a períodos de seis meses). Sí, podemos ir aún más lejos, esas condiciones deben causar inevitablemente una brutalización de la vida pública: intentos de asesinato, caza de rehenes, etc. (Discursos sobre la disciplina y la corrupción). Es esto lo que he llamado la rutinización de la lógica jacobina, el hecho de que una circunstancia coyuntural, de que unas medidas de emergencia que naturalmente los revolucionarios se ven obligados a tomar bajo la presión de los acontecimientos –porque la revolución, como decía Engels, no es un baile de gala, es un proceso muy dramático– luego se estabilizan, se consolidan, y dan lugar al sistema totalitario.
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Por ello y para terminar, volviendo al principio, repito que el pensamiento de Marx fue esencialmente crítico. No es un dogma, un cuerpo cerrado de doctrina y, como decía Karl Korsch, uno de los inspiradores del así llamado ―marxismo occidental‖, al marxismo se le debe aplicar el marxismo, el pensamiento de Marx debe ser pensado con sus categorías y debe ser considerado como una obra en marcha. Porque el marxismo no termina con Marx sino que se encuentra en pleno desarrollo, como lo muestra la obra de Perry Anderson –Consideraciones sobre el Marxismo Occidental–, que señala las diferentes generaciones del mismo, desde Marx y Engels, pasando por la segunda generación, de Kautsky, Labriola, Plejanov; la tercera generación, de Lenin, Trotsky, Mehring, Rosa Luxemburgo; y luego las que le siguen: la de Gramsci, Lukács, Korsch; Horkheimer, Marcuse, Adorno, hasta llegar a la actualidad. Sólo una experiencia no dogmática de este pensamiento tan rico y de sus raíces en Kant y Hegel, en Adam Smith y David Ricardo, en Saint-Simon y Proudhon, puede realmente dar cuenta de lo que pensaba Marx. Éste es entonces el punto con el que quisiera redondear esta intervención. EL PROYECTO COMUNISTA ANTE LA SOCIALDEMOCRACIA Y LA DERECHA POPULISTA.
ARREMETIDA
DE
LA
SOCIALISMO O NEODESARROLLISMO. Claudio Katz La convocatoria a construir el socialismo del siglo XXI que formuló Chávez ha replanteado los debates sobre caminos, tiempos y alianzas para forjar una sociedad no capitalista. Esta discusión reaparece cuándo el grueso del progresismo se había acostumbrado a omitir cualquier referencia al socialismo. La recuperación de la credibilidad popular en este proyecto no es aún visible, pero la meta emancipatoria se debate nuevamente en las organizaciones populares que buscan un norte estratégico para la lucha de los oprimidos. ¿Cuál es el significado actual de un planteo socialista? Cinco Motivaciones América Latina se ha convertido en un escenario privilegiado para esta reconsideración por varias razones. En primer lugar, la región es el principal foco de resistencia internacional al imperialismo y al neoliberalismo. Varias sublevaciones populares condujeron en los últimos años a la caída de presidentes neoliberales (Bolivia, Ecuador y Argentina) y afianzaron una contundente presencia de los movimientos sociales. En un cuadro de luchas -que incluye reveses o represión (Perú, Colombia) y también reflujo o decepción (Brasil, Uruguay)- nuevos contingentes se han sumado a la protesta popular. Estos sectores aportan un renovado basamento juvenil (Chile) y modalidades muy combativas de autoorganización (Comuna de Oaxaca en México). El socialismo ofrece un propósito estratégico para estas acciones y podría transformarse en un tema de renovada reflexión. En segundo término, el socialismo comienza a lograr cierta presencia callejera en Venezuela. Esta difusión confirma una proximidad ideológica del proceso bolivariano con la izquierda que estuvo ausente en otras experiencias nacionalistas. En la época de la Unión Soviética, algunos mandatarios del Tercer Mundo adoptaban la identidad socialista con fines geopolíticos (contrarrestar las presiones norteamericanas) o económicos (obtener subvenciones del gigante ruso). Como este interés ha desaparecido, el rescate actual del proyecto tiene connotaciones más genuinas.
El resurgimiento del socialismo se comprueba también en Bolivia en los planteos de varios funcionarios y está presente en Cuba, al cabo de 45 años de embargos, sabotajes y agresiones imperialistas. Si el desmoronamiento que arrasó a la URSS y a Europa Oriental se hubiera extendido a la isla, nadie postularía actualmente un horizonte anticapitalista para América Latina. El impacto político de esa regresión hubiera sido devastador. El socialismo constituye, en tercer lugar, una bandera retomada por la oposición de izquierda a los presidentes socio-liberales, que abandonaron cualquier alusión al tema para congraciarse con los capitalistas. Bachelet, Lula y Tabaré Vázquez desecharon todas las referencias al socialismo en sus discursos, renunciaron a introducir reformas sociales y se han ubicado en un terreno opuesto a las mayorías populares. Bachelet ni recuerda el nombre de su partido cuándo preside la Concertación que recicla el modelo neoliberal. Lula se ha olvidado de su coqueteo juvenil con el socialismo para privilegiar a los banqueros y Tabaré repite este mismo patrón, cuándo tantea los acuerdos de libre comercio con Estados Unidos. En los tres países el socialismo es un estandarte contra esta deserción, que reaparece en un marco regional muy distinto al predominante en los años 90. La etapa de uniformidad derechista ha concluido y los personajes más emblemáticos del neoliberalismo extremo salieron de la escena. El militarismo golpista ha perdido viabilidad y a través de la movilización se han conquistado grandes espacios democráticos Por eso los mandatarios conservadores coexisten con presidentes de centroizquierda y con gobiernos nacionalistas radicales. En América Latina se insinúa, en cuarto lugar, un cambio de contexto económico que favorece el debate de alternativas populares. En varios sectores de las clases dominantes tiende a despuntar un giro neo-desarrollista en desmedro de la ortodoxia neoliberal, luego de un traumático período de concurrencia extra-regional, desnacionalización del aparato productivo y pérdida de competitividad internacional. El viraje en curso es ―neo‖ y no plenamente desarrollista porque preserva la restricción monetaria, el ajuste fiscal, la prioridad exportadora y la concentración del ingreso. Solo apunta a incrementar los subsidios estatales a la industria para revertir las consecuencias del libre-comercio extremo. La vulnerabilidad financiera de la región y la atadura a un patrón de crecimiento muy dependiente de los precios de las materias primas induce a ensayar este cambio. Pero este giro afecta a todos los dogmas económicos que dominaron en la década pasada y abre grietas para contraponer alternativas socialistas al modelo neo-desarrollista. En América Latina se verifica, en quinto lugar, una generalizada tendencia a concebir programas nacionales en términos regionales. Esta actitud predomina también entre las organizaciones populares que perciben la necesidad de evaluar sus reivindicaciones a escala zonal. Este nuevo espíritu permite encarar el debate sobre el ALCA, el MERCOSUR y el ALBA con reformulaciones regionalistas del socialismo. Los tres proyectos de integración en danza incluyen propósitos estratégicos de relanzamiento del neoliberalismo (ALCA), regulación del capitalismo regional (MERCOSUR) y gestación de formas de cooperación solidaria compatibles con el socialismo (ALBA). El contexto latinoamericano actual incita, por lo tanto, a retomar los programas anticapitalistas en varios terrenos. Pero estas orientaciones se plasman en estrategias diferentes. Una vía posible implicaría desenvolver la lucha popular, alentar reformas sociales y radicalizar las transformaciones propiciadas por los gobiernos nacionalistas. Este curso exigiría desenmascarar las duplicidades de los mandatarios de centroizquierda, cuestionar el proyecto neo-desarrollista y fomentar el ALBA como un eslabón hacia la integración regional pos-capitalista. Hemos expuesto algunos lineamientos de esta opción en un texto reciente .
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Otro rumbo plantea una secuencia diferente. Auspicia preceder la construcción del socialismo por un largo un período capitalista previo. Promueve desarrollar esta fase con políticas proteccionistas, a fin de mejorar la capacidad competitiva de la zona. Por eso observa con simpatía el actual giro neo-desarrollista, alienta el MERCOSUR y avala la expansión de una clase empresaria regional. Convoca a forjar un frente entre los movimientos sociales y los gobiernos de centroizquierda (Bloque Regional de Poder Popular) e imagina al socialismo como un estadio posterior al nuevo de capitalismo regulado . El Problema del Comienzo En ningún aspecto del debate está en juego la instauración plena del socialismo. Solo se discute el debut de este proyecto. Construir una sociedad de igualdad, justicia y bienestar sería una ardua y prolongada tarea histórica, que requeriría eliminar progresivamente las normas de la competencia, la explotación y el beneficio. No es una meta a realizar en poco tiempo. Especialmente en las regiones periféricas como América Latina, este proceso presupondría la maduración de ciertas premisas económicas que permitan mejorar cualitativamente el nivel de vida de la población. Estos logros se desarrollarían junto a la expansión de la propiedad pública y la consolidación de la auto-administración popular. Como esta evolución exigiría varias generaciones, el debate inmediato está únicamente referido a la posibilidad de iniciar este proceso. Comenzar la erección del socialismo implicaría sustituir la preeminencia de un régimen sujeto a las reglas del beneficio por otro regulado por la satisfacción de las necesidades sociales. Desde el momento que un modelo económico y político -guiado por la voluntad mayoritaria de la poblaciónasuma estas características, empezaría a regir una forma embrionaria de socialismo . Este debut es la condición para cualquier avance posterior. Una sociedad post-capitalista no emergerá nunca, si el giro socialista no se concreta en algún momento del presente. Los opresivos mecanismos de la ganancia y la concurrencia deben quedar drásticamente neutralizados, para que una nueva forma de civilización humana comience a despuntar. El punto de partida de esta transición socialista sería completamente opuesto a la gestación de un modelo neo-desarrollista. Ambas perspectivas son radicalmente contrarias y no pueden conciliarse, ni desenvolverse en forma simultánea. La competencia por el beneficio impide la gestación paulatina de islotes colectivistas al interior del capitalismo, ya que la concurrencia distorsiona a mediano plazo todas las modalidades cooperativas de estos emprendimientos. Los dos proyectos de sociedad tampoco podrían convivir pacíficamente entre sí, hasta que uno demostrara mayor eficiencia y aprobación general. Solo erradicando el capitalismo podrán abrirse las puertas hacia una emancipación social. La gran pregunta es si en América Latina puede comenzar a desenvolver este cambio. ¿Etapa o Proceso? La tesis pro-desarrollista responde negativamente al interrogante clave del período actual. Estima que en la región ―no existen condiciones para una sociedad socialista‖ . Pero no aclara si estas insuficiencias se verifican en el plano económico, tecnológico, cultural o educativo. ¿Qué le falta exactamente a la zona para inaugurar una transformación anticapitalista? América Latina ocupa un lugar periférico en la estructura global del capitalismo, pero cuenta con sólidos recursos para comenzar un proceso socialista. Estos cimientos son comprobables en
distintos terrenos: tierras fértiles, yacimientos minerales, cuencas hídricas, riquezas energéticas, basamentos industriales. El gran problema de la zona es el desaprovechamiento de estas potencialidades. Las formas retrógradas de acumulación que impuso la inserción dependiente en el mercado mundial han deformado históricamente el desarrollo regional. No hay carencia de ahorro local, sino exceso de transferencias hacia las economías centrales. El retraso agrario, la baja productividad industrial, la estrechez del poder adquisitivo han sido efectos de esta depredación imperialista. El principal drama latinoamericano no es la pobreza, sino la escandalosa desigualdad social, que el capitalismo recrea en todos los países. La hipótesis de la inmadurez económica está desmentida por la coyuntura actual, que ha creado un gran dilema en torno a quién se beneficiará del crecimiento en curso. Los neo-desarrollistas buscan canalizar esta mejora a favor de los industriales y los neoliberales tratan de preservar las ventajas de los bancos. En oposición a ambas opciones, los socialistas deberían propugnar una redistribución radical de la riqueza, que mejore inmediatamente el nivel de vida de los oprimidos y erradique la primacía de la rentabilidad. Los recursos están disponibles. Hay un amplio margen para instrumentar programas populares y no solo condiciones para implementar cursos capitalistas. Es cierto que el marco objetivo que rodea a los distintos países es muy desigual. Las ventajas que acumulan las economías medianas no son compartidas por las naciones más pequeñas y empobrecidas. La situación de Venezuela difiere de Bolivia y Brasil no carga con las restricciones que agobian a Nicaragua. Pero ha perdido vigencia la evaluación de un cambio socialista en términos exclusivamente nacionales. Si las clases dominantes conciben sus estrategias a nivel zonal, también cabe imaginar un proyecto popular a escala regional. Los opresores diagraman su horizonte en función de la tasa de beneficio y los socialistas podrían formular su opción en términos de cooperación y complementariedad económica. Este es el sentido de contraponer el ALBA con el ALCA o el MERCOSUR. No existe ninguna limitación objetiva para desenvolver este curso igualitarista. Es un error suponer que la región deberá atravesar por las mismas etapas del desarrollo que recorrieron los países centrales. La historia siempre ha transitado por senderos inesperados, que mixturan diversas temporalidades. América Latina se desenvolvió con un patrón discordante de crecimiento desigual y combinado, que tiende a determinar también los desenlaces socialistas. ¿Quién Pagará los Costos? La tesis que propone preceder el socialismo por un modelo capitalista se asemeja a la ―teoría de la revolución por etapas‖. Esta concepción –que tuvo muchos adherentes en la izquierdapostulaba ―erradicar los resabios feudales‖ de Latinoamérica antes de iniciar cualquier transformación socialista. Para lograr esta primera meta proponía recurrir al auxilio de las burguesías nacionales de cada país. La nueva versión introduce un matiz regionalista en el mismo enfoque. No se limita a fomentar los grupos capitalistas nacionales, sino que convoca a forjar un empresariado zonal. El primer esquema no prosperó durante todo el siglo XX y existen grandes limitaciones para materializar su complemento zonal en la actualidad.
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Una burguesía sudamericana sería efectivamente más fuerte que las balcanizadas fracciones que la precedieron, pero enfrentaría también una competencia más ardua. En vez de rivalizar solo con las corporaciones norteamericanas, inglesas o francesas debería también lidiar con bloques imperialistas regionalizados y contrincantes financieros globalizados. Quiénes apuestan a la revitalización del capitalismo latinoamericano suponen que en las próximas décadas prevalecerá un contexto internacional multipolar. Sólo en este marco podrían florecer procesos de acumulación perdurables en las regiones periféricas. Este presupuesto considera, además, que América Latina será un protagonista ganador en ese escenario. ¿Pero quiénes serán entonces los perdedores? ¿Las grandes potencias imperialistas? ¿Otras zonas dependientes? Los estrategas del capitalismo regionalista eluden las respuestas. No auguran -como los neoliberales- una prosperidad generalizada, ni tampoco presagian un derrame de beneficios compartidos por todo el planeta. Simplemente avizoran grandes éxitos para el capitalismo latinoamericano en un marco global indefinido. Este enfoque da por sentado que las clases dominantes sudamericanas abandonaran sus antecedentes centrífugo y trabajarán en común bajo la disciplina del MERCOSUR. De hecho, supone que se repetirá un curso semejante al seguido por la unificación europea, a pesar de la evidente disparidad que existe entre ambas regiones. La desnacionalización que predomina en la economía latinoamericana tampoco es vista como un gran obstáculo para la formación del empresariado regional. Ni siquiera la intensa asociación que mantiene cada grupo capitalista local con sus socios foráneos es percibida como un impedimento para el neo-desarrollismo regional. En realidad, la concreción de este proyecto no es totalmente imposible, pero es altamente improbable. El capitalismo contemporáneo está suscitando ciertas sorpresas (China), pero el ascenso conjunto y exitoso de un bloque periférico latinoamericano es muy poco factible. Las especulaciones sobre esta posibilidad pueden ser infinitas, pero las víctimas y beneficiarios de este proceso están a la vista. Cualquier desenvolvimiento capitalista será costeado por las mayorías populares porque los banqueros e industriales exigirían ganancias superiores a la media internacional para embarcarse en esa iniciativa. Como los explotados u oprimidos cargarían con todas las pérdidas, los socialistas bregamos por un modelo anticapitalista. En cualquiera de sus variantes el MERCOSUR neo-desarrollista sería un proyecto incompatible con reformas sociales significativas y con mejoras perdurables del nivel de vida de la población. Se sostendría en una concurrencia por el beneficio que implicaría atropellos contra los trabajadores. Estas agresiones podrían ser atemperadas durante cierto período, pero resurgirían con más brutalidad en la etapa subsiguiente. Ninguna regulación estatal permitiría contrarrestar indefinidamente las presiones ofensivas del capital. Esta certeza debería conducir a todos los socialistas a preocuparse menos por la factibilidad de uno u otro modelo burgués y a prestar más atención a las oportunidades de un curso anticapitalista. Al posponer indefinidamente este rumbo, los teóricos favorables al MERCOSUR neodesarrollista no ofrecen ningún indicio del socialismo. Presagian la erección de un empresariado regional, sin aportar ninguna sugerencia sobre el inicio del proyecto emancipatorio durante el siglo XXI. El esquema pro-desarrollista es concebido con criterios gradualistas, etapas preestablecidas y estrictas conexiones entre la madurez de las fuerzas productivas y las transformaciones sociales. Por eso abre muchos espacios para hablar del capitalismo y deja poco lugar para sugerir algo concreto sobre el socialismo.
La Tesis del Enemigo Principal El auspicio de un modelo neo-desarrollista se traduce en el sostén al eje político centroizquierdista que en Sudamérica lideran Lula y Kirchner. Sus promotores estiman que estos gobiernos representan al industrialismo contra la especulación financiera y al progresismo contra la derecha oligárquica. Observan el proyecto socialista como una etapa ulterior a la derrota de la reacción y conciben a esta victoria como una condición insoslayable del socialismo del siglo XXI . ¿Pero es tan contundente la división entre neo-desarrollistas y neoliberales? ¿No existen innumerables vínculos entre los industriales y los financistas? Las conexiones entre ambos sectores han sido muy estudiadas y sorprende su omisión, a la hora de apostar a un choque entre los dos grupos. La amalgama es tan fuerte, que un líder natural del pelotón neo-desarrollista como Lula ha mostrado –hasta ahora- mayor afinidad con el capital financiero, que con los sectores industriales. Pero incluso aceptando un escenario de fuerte oposición entre ambas fracciones capitalistas cabe otra pregunta: ¿En qué medida el apoyo a los neo-desarrollistas aproximaría a los oprimidos a su meta socialista? Se podría argumentar que el modelo industrialista creará empleo, mejorará los salarios y fortalecerá la lucha de los trabajadores por su propio proyecto. Pero si el capitalismo fuera capaz de asegurar estos resultados, la batalla por el socialismo no tendría mucho sentido. Bajo el régimen actual, las ganancias de los poderosos nunca se difunden hacia el conjunto de la sociedad. Solo generan más competencia por la explotación y tormentosas crisis, que se descargan sobre los oprimidos. Otra justificación del sostén neo-desarrollista podría destacar los efectos positivos de este curso sobre la correlación de fuerzas que opone a los trabajadores con los capitalistas. Pero si los explotados apuntalan un proyecto que no les pertenece pierden capacidad de acción. Jamás podrían mejorar sus posiciones trabajando a favor del sistema que los oprime. Por ese camino conspiran contra sus propios intereses. La carencia de agenda propia es el principal obstáculo que afrontan los oprimidos para luchar por el socialismo. La política pro-desarrollista acentúa esta falta de autonomía, al subordinar las reivindicaciones de los asalariados a las necesidades de los capitalistas. En lugar de aumentar la confianza de las masas en su propia acción, esta orientación refuerza las expectativas en el paternalismo burgués. Algunos teóricos igualmente afirman que el sostén al neo-desarrollismo será transitorio. ¿Pero que lapso se le concede a ese período? ¿Varios años o varias décadas? Un modelo industrialista no madura en poco tiempo. Para lograr cierto desenvolvimiento necesita transitar por una larga etapa de acumulación a costa de los explotados. Durante esa fase el modelo solo se estabilizaría si los capitalistas avizoran un horizonte de ganancias que los induzca a invertir. Y esta predisposición -en el contexto competitivo internacional- exigiría un grado de disciplina laboral incompatible con cualquier perspectiva anticapitalista. El socialismo solo avanzará por el camino opuesto de acciones reivindicativas y conquistas sociales que tiendan a desbordar el marco capitalista. Y esta batalla solo será exitosa si los oprimidos asimilan ideas revolucionarias a partir de una crítica radical al sistema actual. Los elogios a la opción neo-desarrollistas van a contramano de esta maduración política. El Sentido de las Alianzas.
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Quiénes observan el futuro económico regional en función del choque entre neo-desarrollistas y neoliberales tienden a considerar que las únicas alternativas políticas posibles se limitan a la centroizquierda y la centroderecha . Pero del seguimiento de este conflicto no surge ninguna pista para el socialismo d el siglo XXI. En un tablero dominado por la disputa entre Lula, Kirchner o Tabaré con sus contendientes derechistas, no hay resquicio para imaginar qué sendero podría recorrer un proceso anticapitalista. Este bloqueo es aún mayor, si ubica a Chávez y a Morales dentro del mismo bloque centroizquierdista y se le asigna a la izquierda el silencioso rol de acompañar a esta alianza. Esta estrategia presupone que las organizaciones populares y los gobiernos de centroizquierda tienden a converger naturalmente, como si los intereses de las clases dominantes y los movimientos sociales fueran espontáneamente coincidentes. Este empalme exigirá en realidad un arduo trabajo de ablandamiento previo de todas las reivindicaciones mayoritarias. Los frentes destinados a sostener modelos capitalistas presentan otro problema: tienden invariablemente a girar hacia la derecha. Sus promotores siempre registran la aparición de algún nuevo enemigo oligárquico, cuya derrota requiere mayores concesiones al establishment. Este corrimiento también obliga a revestir de virtudes progresistas a muchos sectores que anteriormente eran identificados con la reacción. Las propuestas de aproximar nuevos aliados al MERCOSUR para reforzar la batalla contra el ALCA es un ejemplo típico de esta política. A veces incluso el ―subimperialismo español‖ es visto como candidato a participar de esta coalición . Por este camino pierden relevancia todos los cuestionamientos al saqueo que realiza Repsol y se entierran en pocos segundos las denuncias acumuladas durante años. La estrategia de alianzas crecientes contra la oligarquía conduce a preservar el status quo. Es el sendero que empujó a Lula, Tabaré y Bachelet hacia el social-liberalismo y es el curso que actualmente tiende a recorrer Daniel Ortega. El nuevo presidente de Nicaragua ya no guarda ningún parecido con su viejo origen revolucionario. Avala las privatizaciones, defiende la supervisión del FMI y acepta la continuidad del tratado de libre comercio con Estados Unidos (Cafta) . Sobre estos pilares no puede erigirse ningún Bloque de Poder Regional que contribuya al socialismo. El social-liberalismo y la centroizquierda no sólo impiden este avance, sino que también obstruyen las tendencias antiimperialistas y las reformas sociales que promueven los gobiernos nacionalistas radicales. Un gran objetivo de los conservadores del MERCOSUR es justamente diluir el ALBA. El neo-desarrollismo es el programa de Petrobrás para preservar la expoliación del gas en el Altiplano. Es también la plataforma del convenio comercial con Israel que Kirchner promovió mientras Chávez denunciaba las matanzas de los palestinos. Un modelo capitalista regional exige atemperar todos los conflictos con el imperialismo para crear un clima favorable a los negocios en la región. Por eso en Venezuela y Bolivia se localizan las grandes disyuntivas del momento. Las Encrucijadas de Venezuela Desde la derrota propinada hace cuatro años a los golpistas, Venezuela se ha convertido en un terreno fértil para desenvolver un proceso socialista. La derecha ha sufrido varios reveses electorales y quedó debilitada. Ensayó algunos contragolpes (intentos secesionistas, provocaciones armadas, campañas internacionales), pero carece de un plan viable para desplazar a Chávez. Este triunfo popular se ha proyectado a escala internacional en la sucesión de irreverencias que debió aceptar Bush en el frente diplomático (ONU, No Alineados), petrolero (OPEP), geopolítico (Irán, Medio Oriente, provisión de armamento ruso) y económico (acuerdos con China). Estados Unidos necesita el abastecimiento petrolero de Venezuela y no puede embarcarse en otra aventura
bélica, mientras afronte el desastre de Irak. La figura de Chávez se ha potenciado y por eso muchos analistas evalúan el ajedrez electoral de la región, en función de los aliados que logra o pierde el presidente venezolano. El dilema socialismo versus neo-desarrollismo se procesa en este país por medio de una disputa entre tendencias a la radicalización y al congelamiento del proceso bolivariano. Es el conflicto que han afrontado otros procesos nacionalistas y que tuvo un desemboque positivo en la revolución cubana y desenlaces regresivos en muchos otros casos. Este choque en Venezuela opone a los partidarios de profundizar las reformas sociales con los defensores del orden capitalista. La población percibe este enfrentamiento como un conflicto entre el liderazgo progresista de Chávez y las presiones de los grupos más conservadores de la burocracia estatal. Profundizar el proceso bolivariano implicaría complementar las mejoras sociales (reducción de la pobreza, aumento del consumo popular, gasto en misiones) con una estrategia de utilización productiva de la renta petrolera. Esta política debería tender a expandir la industrialización, crear empleo productivo y multiplicar las cooperativas. Por esta vía se lograría erradicar la atrofia que padece una economía muy dependiente de las importaciones y muy corroída por los subsidios que capturan las clases dominantes. La perspectiva socialista exigiría anular estas subvenciones, transformar las relaciones de propiedad (especialmente en el campo) y generalizar formas de cogestión obrera ya ensayadas en compañías estatales (Alcasa) y empresas recuperadas (Invepal). El programa neo-desarrollista apunta hacia la dirección opuesta. Tiende puentes con los grupos capitalistas que se aproximan al gobierno para desenvolver negocios lucrativos (grupos Mendoza y Polar) y promueve un nuevo empresariado, que ya emerge entre ciertos grupos del chavismo. Si este curso se afianza, tenderán a profundizarse los desequilibrios que ha creado la administración de una floreciente coyuntura, sin estrategias de transformación radical (aumento de las importaciones, rebrote de la inflación, ausencia de inversiones privadas, consumismo sin correlato productivo). En esta perspectiva se inscriben proyectos tan cuestionables como el gasoducto, controvertidos contratos petroleros (empresas mixtas, apertura al capital extranjero) y el malgasto de los recursos públicos en cancelaciones de la deuda externa que favorecen a los grandes bancos. En Venezuela chocan los proyectos neo-desarrollistas de la burguesía con una perspectiva socialista que debería sostenerse en la movilización. Esta presencia popular se ha reforzado en los últimos años con el surgimiento de una nueva base militante en los organismos juveniles, femeninos, campesinos y cooperativas. El intenso proceso de afiliación a una nueva central sindical (UNT) con gran incidencia de la izquierda es un aspecto central de este progreso . Cuánto mayor sea la autonomía y solidez organizativa que logren los movimientos populares, más peso tendrán los sujetos que podrían protagonizar un avance hacia el socialismo. Las Disyuntivas en Bolivia Con un formato diferente las mismas encrucijadas que se observan en Venezuela están presentes en Bolivia. También aquí el socialismo del siglo XXI ha irrumpido como meta en los debates del movimiento popular . Varias insurrecciones (2000, 2003 y 2005) tumbaron en el Altiplano a los mandatarios neoliberales con demandas muy radicales en el plano político (asamblea constituyente), económico (nacionalización de los hidrocarburos) y social (inmediatas mejoras para todos los oprimidos).
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El triunfo de Morales representa una severa derrota para la derecha, que busca revertir este retroceso auspiciando diversas conspiraciones (sabotajes a la Asamblea Constituyente, paros patronales en Oriente, amenazas de secesión en Santa Cruz, campañas de la Iglesia). Las elites presionan también dentro del gobierno para neutralizar los proyectos reformistas. En este gabinete conviven empresarios conservadores, intelectuales de clase media y dirigentes de los movimientos sociales. El gobierno del MAS no cuenta con una estructura política preparada para lidiar con la presencia popular en la calle y los complots derechistas, en un país caracterizado por conflictos muy acelerados y violentos. Hasta ahora Morales implementa políticas contradictorias y emite mensajes de moderación y radicalización . La antinomia entre neo-desarrollismo y socialismo está condicionada por el balance de fuerzas entre la derecha y las masas. Algunos centroizquierdistas desconfían del carácter persistente de las demandas sociales, sin registrar que el futuro del proyecto popular depende de esta capacidad de los maestros, mineros y pobladores para hacer valer sus reclamos. Los oprimidos que han esperado cinco siglos para vivir dignamente, no quieren aguardar ni un minuto más y esta decisión alimenta la lucha por el socialismo. La disputa social en juego también depende del perfil que asuma la nacionalización de los hidrocarburos. Si el estado se apropia del 70% de la renta petrolera, el fisco acumularía recursos suficientes (67.000 millones del dólares en las próximas dos décadas) para erradicar la miseria (el 67% de la población no cubre las necesidades básicas). Solo por la aplicación de las leyes que elevan los impuestos y las regalías, el estado recibirá inmediatamente el triple de lo recaudado en los últimos años. La nacionalización ha servido para reconquistar la renta petrolera que embolsaban las compañías multinacionales, pero al precio de convalidar la presencia de estas empresas en el país . Hasta ahora solo ha concluido el primer round de una larga batalla que definirá el monto de los recursos. Pero más importante aún será la asignación de estos fondos. En un contexto económico favorable –y exactamente inverso al endeudamiento e hiperinflación que carcomió a Siles Suazo en los años 80- el nuevo excedente puede servir para ensayar un modelo neo-desarrollista o para solventar las mejoras populares. El sendero capitalista exigiría canalizar la renta hacia la consolidación del latifundio de la soja, la privatización de los yacimientos de metales y la ortodoxia monetarista. Un rumbo socialista sostendría la reforma agraria, los aumentos de salarios, la re-nacionalización de la minería y un proceso de industrialización sin subsidios al capital. Como en el resto de la región, estas dos opciones son antagónicas. El Impacto Sobre Cuba La estabilización de modelos capitalistas en América Latina o un giro hacia la izquierda incidirían directamente sobre el futuro de Cuba. Hasta ahora la revolución ha desmentido todos los pronósticos fatalistas que auguraban su desplome. Frente a un inédito colapso económico y una agobiante presión imperialista, la población cubana sostuvo al régimen. Este antecedente debería moderar a los analistas que tanto especulan sobre la forma que asumirá la restauración cuando fallezca Fidel. La doble identidad nacional y socialista que sostiene a la revolución (orgullo antiimperialista y defensa del igualitarismo) es un enigma incomprensible para quiénes celebran (o se resignan) a la regresión capitalista . La convocatoria venezolana a construir el socialismo del siglo XXI ofrece una alternativa frente a este retroceso, en un marco muy distinto a los años 90. Durante ese período Cuba afrontó incontables conspiraciones (planes de la CIA para asesinar a Fidel), en un clima de aislamiento
regional y hostigamiento neoliberal. En cambio en la actualidad, Bush está aislado, la derecha perdió varios gobiernos y la diplomacia cubana recuperó influencia. La autoridad de Fidel y la memoria del Che están presentes en los movimientos sociales de la región y la solidaridad bolivariana ha permitido atenuar muchas dificultades de la isla. Se ha estabilizado el crecimiento y los padecimientos energéticos decrecieron con los ingresos del turismo, las nuevas exportaciones y los convenios con China. Existe también la posibilidad de comenzar a utilizar productivamente las ventajas de calificación que detenta la población cubana. Pero el país afronta un momento crucial porque -según reconoció Fidel en un importante discurso de noviembre del 2005- la revolución puede auto-destruirse. Frente a esta amenaza hay rumbos que facilitarían la renovación del socialismo y caminos que conducirían al retroceso capitalista. El contexto latinoamericano contribuiría a uno u otro desenlace. Si en América Latina se afirman los modelos neo-desarrollistas la presión capitalista persistirá aunque se afloje el bloqueo. El dinero ya no buscará penetrar en la isla por medios militares, sino a través de los grandes negocios. La revolución ha debido coexistir en los últimos años con las desigualdades sociales creadas por las remesas y la implantación de un enclave dolarizado. Los neodesarrollistas del MERCOSUR buscarán reforzar está fractura y promoverán a todos los aspirantes a conformar la nueva burguesía de la isla. La resistencia social, el crecimiento de la izquierda y el despunte del socialismo en América Latina operarían en la dirección opuesta. Cuba no puede, ni debe, aislarse. El búnker norcoreano es la peor opción y es por eso necesario recurrir a disposiciones mercantiles y asociaciones con inversores que serían desechadas en otras circunstancias. Pero conviene explicitar cuál es el camino posible de la restauración. Este curso no anida tanto en los pequeños mercados, el comercio informal y el trabajo independiente, como en las conexiones internacionales de las elites interesadas en comandar un modelo social-demócrata (concertado con Europa) o un esquema autoritario (afín al precedente chino). El neo-desarrollismo latinoamericano es un socio potencial de ambas alternativas. Una etapa de acumulación empresaria regional también influiría sobre dos problemas recientemente subrayados por varios líderes de la revolución: el consumismo y la corrupción. Cuánto más solidez presente el vecindario capitalista, mayor será la presión disolvente de los principios de solidaridad colectivista que se promueven en Cuba. En lugar de facilitar la adopción de un patrón de consumo consensuado colectivamente –en función del nivel de recursos y carencias- se estimularía un individualismo devastador. La corrupción es un problema más grave porque conviene recordar el antecedente de la URSS y Europa Oriental. Allí los grupos restauradores se nutrieron del maltrato, el robo y la depredación de los recursos del Estado. La desidia frente a la propiedad pública suele reflejar que un sector de la población visualiza a esos recursos como bienes ajenos y esta actitud no se supera sólo con exhortaciones, especialmente si coexiste con signos de apatía entre la juventud. El único antídoto efectivo es la participación popular, en un sistema político crecientemente democratizado. Conciliar la defensa de la revolución con debates más abiertos, alineamientos políticos más diferenciados, libertades sindicales y medios de comunicación modernizados es la gran asignatura pendiente para una renovación del socialismo en Cuba. El neo-desarrollismo latinoamericano es un manifiesto enemigo de esta evolución. Dos Tradiciones Todos los partidarios del socialismo del siglo XXI subrayan acertadamente que la liberación latinoamericana no será una copia de esquemas ensayados en otras latitudes. Destacan que la batalla
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por una sociedad igualitaria converge en la zona con tradiciones antiimperialistas propias. Una línea histórica de nacionalismo radical -que se expresó en Martí, Zapata o Sandino- comparte los cimientos del proyecto emancipatorio con varias corrientes del marxismo. Este legado conjunto conforma un cuerpo de tradiciones muy distante del nacionalismo conservador en el terreno patriótico y muy alejado del librecambismo socialdemócrata (que inauguró Juan B Justo) en el plano socialista El nacionalismo antiimperialista es opuesto al chauvinismo militarista y la izquierda radical es la antítesis del social-liberalismo de la Tercera Vía. Este empalme de dos pilares del socialismo se manifiesta en Latinoamérica en un caudal de símbolos (rechazo a los yanquis), figuras (el Che) y realidades (la revolución cubana), que ejercen gran influencia sobre las nuevas generaciones. Por esta razón el proyecto emancipatorio ha sido retratado como una síntesis de varias trayectorias regionales . Esta amalgama también incluye la rehabilitación de la cultura andina y la reivindicación de tradiciones indigenistas que fueron silenciadas durante siglos de opresión étnica y cultural. El socialismo del siglo XXI es una fórmula universal con fundamentos zonales. Propicia una mixtura que retoma el enriquecimiento y la diversificación del programa comunista. Un ideal surgido a mitad del siglo XIX en Europa Occidental asumió otro significado durante su intento de materialización en Rusia, Asia o Europa Oriental. Esta asimilación regional también determinó las singularidades intelectuales que ha presentado el marxismo en Oriente y Occidente . Reconocer esta variedad es importante para superar la visión simplificada de muchos críticos de la izquierda latinoamericana, que observan a este sector como un conglomerado corroído por el conflicto entre positivas tendencias autóctonas y negativas influencias europeizantes. Esta caracterización omite que todas las vertientes son tributarias de mixturas locales y extranjeras. Las fuentes extra-regionales no son patrimonio exclusivo de los teóricos de la izquierda más influidos por concepciones foráneas. También los pensadores que desenvolvieron una teoría del socialismo nacional (o regional) –como Jorge Abelardo Ramos- se inspiraron en tesis concebidas en Europa y aplicadas en Asia o Estados Unidos. Postularon que la nación (o la zona) constituye una entidad prioritaria de la vida social, más gravitante que las clases y los antagonismos sociales. El único aspecto latinoamericano de esta visión es el ámbito geográfico reivindicado. Aborda todos los problemas con los mismos presupuestos esgrimidos por los teóricos nacionalistas de otros rincones del planeta. Su universalismo solo difiere del postulado por los internacionalistas por el tipo de síntesis que propone entre fundamentos nacionales y extranjeros de la lucha popular. Esta divergencia presenta incontables matices y no define por sí misma ninguna divisoria de aguas significativa en el plano político. Lo que determina, en cambio, una separación contundente en la izquierda latinoamericana es el grado de consecuencia en la lucha por el socialismo. La mayor o menor afinidad con el pensamiento europeo es un problema secundario, en comparación a la propuesta de recrear o superar la opresión capitalista. Lo que distingue la herencia de Jorge Abelardo Ramos del legado de teóricos marxistas como Mella o Mariategui es la defensa y crítica respectiva de una etapa capitalista anticipatoria del socialismo. Esta polémica es el aspecto esencial del debate contemporáneo. El primer pensador buscó próceres desarrollistas entre las burguesías locales y los segundos apostaron a la acción socialista de las masas. Ambos caminos reaparecen en el siglo XXI como dos opciones políticas contrapuestas . La tradición de Mariategui y Mella es particularmente contrapuesta a la herencia de Haya de la Torre. Los socialistas que introdujeron el marxismo en Perú y Cuba promovían una estrategia socialista ininterrumpida, mientras que el fundador del APRA auspiciaba la unificación capitalista de la región, como peldaño insoslayable hacia cualquier futuro igualitario . El debate en curso del
socialismo como un proceso anticapitalista o como una etapa posterior del MERCOSUR actualiza esa vieja controversia. Dos Actitudes Postular que el socialismo puede ser iniciado en un período contemporáneo conduce a defender sin ocultamientos la identidad socialista. Favorecer en cambio una etapa neo-desarrollista induce al titubeo en la lucha contra el capitalismo. Para transitar por un camino en común con los industriales y los financistas hay que adoptar un comportamiento moderado, demostrar responsabilidad frente a los inversores y colocar todas las intenciones socialistas en un disimulado segundo plano. El proyecto del socialismo del siglo XXI plantea también serios problemas a los teóricos que gustan estudiar los desequilibrios del capitalismo, sin preocuparse por avizorar algún camino hacia otra sociedad. El socialismo es un tema molesto para quiénes interpretan el mundo sin buscar cambiarlo, porque plantea problemas que sacuden su contemplativa mirada del universo circundante. La ausencia de proyectos socialistas en la izquierda es mucho más nociva que cualquier desacierto en los diagnósticos del capitalismo contemporáneo. Por eso resulta indispensable retomar el uso del término socialismo, sin prevenciones, ni sustituciones. Este concepto no es un vago sinónimo de ―lo social‖. Alude concretamente a un sistema emancipado de la explotación y no a genéricos inconvenientes de cualquier agregación humana. No bastan las difusas referencias al ―postcapitalismo‖ para esclarecer cómo debería construirse una sociedad futura. Hay que exponer programas alternativos. Algunos analistas estiman que el socialismo no puede difundirse luego del colapso sufrido por la URSS. Consideran que la noción cayó en desuso y perdió prestigio. Pero el repentino resurgimiento del concepto en Latinoamérica debería inducirlos a reconsiderar el réquiem que ya han pronunciado. Muchos términos sufrieron un manoseo semejante al padecido por el socialismo. La democracia ha soportado por ejemplo distorsiones equivalentes. Fue el estandarte de los peores atropellos imperialistas durante el último siglo y esta deformación no indujo a su reemplazo por ninguna otra palabra. Nadie ha postulado otro término para definir la soberanía popular, ya que para denotar ciertos fenómenos hay nociones irreemplazables. La vigencia del socialismo debe ser evaluada con cierta perspectiva histórica porque que ha estado sometida a un vaivén semejante al sufrido por la democracia. La invención contemporánea de este último ideal se produjo en 1789, pero el principio de igualdad política solo conquistó autoridad en el curso de un largo período posterior. Al cabo de este tiempo fue aceptado como principio superador de las jerarquías medievales, que en el pasado eran identificadas con la propia existencia humana. Con la invención del socialismo ocurrirá algo parecido. El debut de 1917 quedará como un gran precedente de la gesta humana por alcanzar la igualdad social y liberar al individuo de las cadenas del mercado. El comienzo del siglo XXI permite empezar a plasmar ambos objetivos. Buenos Aires, 28-11-06
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LA TEORIA DEL ESTADO EN EL MARCO DE LA LUCHA ESTRATEGICA
SOBRE EL ESTADO V. I. Lenin Conferencia pronunciada el 11 de julio de 1919
en
la
Universidad
Sverdlov*
Camaradas, el tema de la charla de hoy, de acuerdo con el plan trazado por ustedes que me ha sido comunicado, es el Estado. Ignoro hasta qué punto están ustedes al tanto de este tema. Si no me equivoco, sus cursos acaban de iniciarse, y por primera vez abordarán sistemáticamente este tema. De ser así, puede muy bien ocurrir que en la primera conferencia sobre este tema tan difícil yo no consiga que mi exposición sea suficientemente clara y comprensible para muchos de mis oyentes. En tal caso, les ruego que no se preocupen, porque el problema del Estado es uno de los más complicados y difíciles, tal vez aquel en el que más confusión sembraron los eruditos, escritores y filósofos burgueses. No cabe esperar, por lo tanto, que se pueda llegar a una comprensión profunda del tema con una breve charla, en una sola sesión. Después de la primera charla sobre este tema, deberán tomar nota de los pasajes que no hayan entendido o que no les resulten claros, para volver sobre ellos dos, tres y cuatro veces, a fin de que más tarde se pueda completar y aclarar lo que no hayan entendido, tanto mediante la lectura como mediante diversas charlas y conferencias. Espero que podremos volver a reunirnos y que podremos entonces intercambiar opiniones sobre todos los puntos complementarios y ver qué es lo que ha quedado más oscuro. Espero tambien, que ademas de las charlas y conferencias dedicarán algún tiempo a leer, por lo menos, algunas de las obras más importantes de Marx y Engels. No cabe duda de que estas obras, las más importantes, han de encontrarse en la lista de libros recomendados y en los manuales que están disponibles en la biblioteca de ustedes para los estudiantes, de la escuela del Soviet y del partido; y aunque, una vez más, algunos de ustedes se sientan al principio, desanimados por la dificultad de la exposición, vuelvo a advertirles que no deben preocuparse por ello; lo que no resulta claro a la primera lectura, será claro a la segunda lectura, o cuando posteriormente enfoquen el problema desde otro ángulo algo diferente. Porque, lo repito una vez más, el problema es tan complejo y ha sido tan embrollado por los eruditos y escritores burgueses, que quien desee estudiarlo seriamente y llegar a dominarlo por cuenta propia, debe abordarlo varias veces, volver sobre él una y otra vez y considerarlo desde varios angulos, para poder llegar a una comprensión clara y definida de él. Porque es un problema tan fundamental, tan básico en toda política y porque, no sólo en tiempos tan turbulentos y revolucionarios como los que vivimos, sino incluso en los más pacíficos, se encontrarán con él todos los días en cualquier periódico, a propósito de cualquier asunto económico o político, será tanto más fácil volver sobre él. Todos los días, por uno u otro motivo, volverán ustedes a la pregunta: ¿que es el Estado, cuál es su naturaleza, cuál es su significación y cuál es la actitud de nuestro partido, el partido que lucha por el derrocamiento del capitalismo, el partido comunista, cuál es su actitud hacia el Estado? Y lo más importante es que, como resultado de las lecturas que realicen, como resultado de las charlas y conferencias que escuchen sobre el Estado, adquirirán la capacidad de enfocar este problema por sí mismos, ya que se enfrentarán con él en los más diversos motivos, en
relación con las cuestiones más triviales, en los contextos más inesperados, y en discusiones y debates con adversarios. Y sólo cuando aprendan a orientarse por sí mismos en este problema sólo entonces podrán considerarse lo bastante firmes en sus convicciones y capaces para defenderlas con éxito contra cualquiera y en cualquier momento. Luego de estas breves consideraciones, pasaré a tratar el problema en sí: qué es el Estado, cómo surgió y fundamentalmente, cuál debe ser la actitud hacia el Estado del partido de la clase obrera, que lucha por el total derrocamiento del capitalismo, el partido de los comunistas. Ya he dicho que difícilmente se encontrará otro problema en que deliberada e inconcientemente, hayan sembrado tanta confusion los representantes de la ciencia, la filosofía, la jurisprudencia, la economiá política y el periodismo burgueses como en el problema del Estado. Todavía hoy es confundido muy a menudo con problemas religiosos; no sólo por los representantes de doctrinas religiosas (es completamente natural esperarlo de ellos), sino incluso personas que se consideran libres de prejuicios religiosos confunden muy a menudo la cuestión especifica del Estado con problemas religiosos y tratan de elaborar una doctrina -- con frecuencia muy compleja, con un enfoque y una argumentación ideológicos y filosóficos -- que pretende que el Estado es algo divino, algo sobrenatural, cierta fuerza, en virtud de la cual ha vivido la humanidad, que confiere, o puede conferir a los hombres, o que contiene en sí algo que no es propio del hombre, sino que le es dado de fuera: una fuerza de origen divino. Y hay que decir que esta doctrina está tan estrechamente vinculada a los intereses de las clases explotadoras -- de los terratenientes y los capitalistas --, sirve tan bien sus intereses, impregnó tan profundamente todas las costumbres, las concepciones, la ciencia de los señores representantes de la burguesía, que se encontrarán ustedes con vestigios de ella a cada paso, incluso en la concepción del Estado que tienen los mencheviques y eseristas, quienes rechazan indignados la idea de que se hallan bajo el influjo de prejuicios religiosos y están convencidos de que pueden considerar el Estado con serenidad. Este problema ha sido tan embrollado y complicado porque afecta más que cualquier otro (cediendo lugar a este respecto solo a los fundamentos de la ciencia económica) los intereses de las clases dominantes. La teoría del Estado sirve para justificar los privilegios sociales, la existencia de la explotación, la existencia del capitalismo, razón por la cual sería el mayor de los errores esperar imparcialidad en este problema, abordarlo en la creencia de que quienes pretenden ser cientificos puedan brindarles a ustedes una concepción puramente cientifica del asunto. Cuando se hayan familiarizado con el problema del Estado, con la doctrina del Estado y con la teoría del Estado, y lo hayan profundizado suficientemente, descubrirán siempre la lucha entre clases diferentes, una lucha que se refleja o se expresa en un conflicto entre concepciones sobre el Estado, en la apreciación del papel y de la significación del Estado. Para abordar este problema del modo más cientifico, hay que echar, por lo menos, una rápida mirada a la historia del Estado, a su surgimiento y evolución. Lo más seguro, cuando se trata de un problema de ciencia social, y lo más necesario para adquirir realmente el hábito de enfocar este problema en forma correcta, sin perdernos en un cumulo de detalles o en la inmensa variedad de opiniones contradictorias; lo más importante para abordar el problema cientificamente, es no olvidar el nexo histórico fundamental, analizar cada problema desde el punto de vista de cómo surgió en la historia el fenómeno dado y cuáles fueron las principales etapas de su desarrollo y, desde el punto de vista de su desarrollo, examinar en qué se ha convertido hoy. Espero que al estudiar este problema del Estado se familia rizarán con la obra de Engels El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Se trata de una de las obras fundamentales del socialismo moderno, cada una de cuyas frases puede aceptarse con plena confianza, en la seguridad
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de que no ha sido escrita al azar, sino que se basa en una abundante documentación histórica y política. Sin duda, no todas las partes de esta obra están expuestas en forma igualmente accesible y comprensible; algunas de ellas suponen un lector que ya posea ciertos conocimientos de historia y de economía. Pero vuelvo a repetirles que no deben preocuparse si al leer esta obra no la entienden inmediatamente. Esto le sucede a casi todo el mundo. Pero releyéndola más tarde, cuando estén interesados en el problema, lograrán entenderla en su mayor parte, si no en su totalidad. Cito este libro de Engels porque en el se hace un enfoque correcto del problema en el sentido mencionado. Comienza con un esbozo histórico de los orígenes del Estado. Para tratar debidamente este problema, lo mismo que cualquier otro -- por ejemplo el de los orígenes del capitalismo, la explotación del hombre por el hombre, el del socialismo, cómo surgió el socialismo, qué condiciones lo engendraron --, cualquiera de estos problemas sólo puede ser enfocado con seguridad y confianza si se echa una mirada a la historia de su desarrollo en conjunto. En relación con este problema hay que tener presente, ante todo, que no siempre existió el Estado. Hubo un tiempo en que no había Estado. Este aparece en el lugar y momento en que surge la división de la sociedad en clases, cuando aparecen los explotadores y los explotados. Antes de que surgiera la primera forma de explotación del hombre por el hombre, la primera forma de la división en clases -- propietarios de esdavos y esclavos --, existiá la familia patriarcal o, como a veces se la llama, la familia del clan (clan: gens; en ese entonces vivían juntas las personas de un mismo linaje u origen). En la vida de muchos pueblos primitivos subsisten huellas muy definidas de aquellos tiempos primitivos, y si se toma cualquier obra sobre la cultura primitiva, se tropezará con descripciones, indicaciones y reminiscencias más o menos precisas del hecho de que hubo una época más o menos similar a un comunismo primitivo, en la que aún no existiá la división de la sociedad en esclavistas y esclavos. En esa época no existiá el Estado, no había ningón aparato especial para el empleo sistemático de la fuerza y el sometimiento del pueblo por la fuerza. Ese aparato es lo que se llama Estado. En la sociedad primitiva, cuando la gente vivía en pequeños grupos familiares y aún se hallaba en las etapas más bajas del desarrollo, en condiciones cercanas al salvajismo -- época separada por varios miles de años de la moderna sociedad humana civilizada --, no se observan aún indicios de la existencia del Estado. Nos encontramos con el predominio de la costumbre, la autoridad, el respeto, el poder de que gozaban los ancianos del clan; nos encontramos con que a veces este poder era reconocido a las mujeres -- la posición de las mujeres, entonces, no se parecía a la de opresión y falta de dere chos de las mujeres de hoy --, pero en ninguna parte encontramos una categoría especial de individuos diferenciados que gobiernen a los otros y que, en aras y con el fin de gobernar, dispongan sistemática y permanentemente de cierto aparato de coerción, de un aparato de violencia, tal como el que representan actualmente, como todos saben, los grupos especiales de hombres armados, las cárceles y demás medios para someter por la fuerza la voluntad de otros, todo lo que constituye la esencia del Estado. Si dejamos de lado las llamadas doctrinas religiosas, las sutilezas, los argumentos filosóficos y las diversas opiniones erigidas por los eruditos burgueses, y procuramos llegar a la verdadera esencia del asunto, veremos que el Estado es en realidad un aparato de gobierno, separado de la sociedad humana. Cuando aparece un grupo especial de hombres de esta clase, dedicados exclusivamente a gobernar y que para gobernar necesitan de un aparato especial de coerción para someter la voluntad de otros por la fuerza -- cárceles, grupos especiales de hombres, ejércitos, etc. --, es cuando aparece el Estado.
Pero hubo un tiempo en que no existiá el Estado, en que los vínculos generales, la sociedad misma, la disciplina y organización del trabajo se mantenian por la fuerza de la costumbre y la tradición, por la autoridad y el respeto de que gozaban los ancianos del clan o las mujeres -- quienes en aquellos tiempos, no sólo gozaban de una posición social igual a la de los hombres, sino que, no pocas veces, gozaban incluso de una posición social superior --, y en que no había una categoría especial de personas que se especializaban en gobernar. La historia demuestra que el Estado, como aparato especial para la coerción de los hombres, surge solamente donde y cuando aparece la división de la sociedad en clases, o sea, la división en grupos de personas, algunas de las cuales se apropian permanentemente del trabajo ajeno, donde unos explotan a otros. Y esta división de la sociedad en clases, a través de la historia, es lo que debemos tener siempre presente con toda claridad, como un hecho fundamental. El desarrollo de todas las sociedades humanas a lo largo de miles de años, en todos los países sin excepción, nos revela una sujeción general a leyes, una regularidad y consecuencia; de modo que tenemos, primero, una sociedad sin clases, la sociedad originaria, patriarcal, primitiva, en la que no existían aristócratas; luego una sociedad basada en la esclavitud, una sociedad esclavista. Toda la Europa moderna y civilizada pasó por esa etapa: la esclavitud reinó soberana hace dos mil años. Por esa etapa pasó también la gran mayoría de los pueblos de otros lugares del mundo. Todavía hoy se conservan rastros de la esclavitud entre los pueblos menos desarrollados; en Africa, por ejemplo, persiste todavía en la actualidad la institucion de la esclavitud. La división en propietarios de esclavos y esclavos fue la primera división de clases importante. El primer grupo no sólo poseía todos los medios de producción -- la tierra y las herramientas, por muy primitivas que fueran en aquellos tiempos --, sino que poseía también los hombres. Este grupo era conocido como el de los propietarios de esclavos, mientras que los que trabajaban y suministraban trabajo a otros eran conocidos como esclavos. Esta forma fue seguida en la historia por otra: el feudalismo. En la gran mayoría de los países, la esclavitud, en el curso de su desarrollo, evolucionó hacia la servidumbre. La división fundamental de la sociedad era: los terratenientes propietarios de siervos, y los campesinos siervos. Cambió la forma de las relaciones entre los hombres. Los poseedores de esclavos con sideraban a los esclavos como su propiedad; la ley confirmaba este concepto y consideraba al esclavo como un objeto que pertenecía íntegramente al propietario de esclavos. Por lo que se refiere al campesino siervo, subsistía la opresión de clase y la dependencia, pero no se consideraba que los campesinos fueran un objeto de propiedad del terrateniente propietario de siervos; éste sólo teniía derecho a apropiarse de su trabajo, a obligarlos a ejecutar ciertos servicios. En la practica, como todos ustedes saben, la servidumbre, sobre todo en Rusia, donde subsistío durante más tiempo y revistío las formas más brutales, no se diferenciaba en nada de la esclavitud. Más tarde, con el desarrollo del comercio, la aparición del mercado mundial y el desarrollo de la circulación monetaria, dentro de la sociedad feudal surgió una nueva clase, la clase capitalista. De la mercancía, el intercambio de mercancías y la aparición del poder del dinero, surgió el poder del capital. Durante el siglo XVIII, o mejor dicho desde fines del siglo XVIII y durante el siglo XIX, estallaron revoluciones en todo el mundo. El feudalismo fue abolido en todos los países de Europa Occidental. Rusia fue el último país donde ocurrió esto. En 1861 se produjo también en Rusia un cambio radical; como consecuencia de ello, una forma de sociedad fue remplazada por otra: el feudalismo fue remplazado por el capitalismo, bajo el cual siguió existiendo la división en clases, así como diversas huellas y supervivencias del régimen de ser vidumbre, pero fundamentalmente la división en clases asumió una forma diferente.
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Los dueños del capital, los dueños de la tierra y los dueños de las fábricas constituían y siguen constituyendo, en todos los países capitalistas, una insignificante minoria de la población, que gobierna totalmente el trabajo de todo el pueblo, y, por consiguiente, gobierna, oprime y explota a toda la masa de trabajadores, la mayoría de los cuales son proletarios, trabajadores asalariados, que se ganan la vida en el proceso de producción, sólo vendiendo su mano de obra, su fuerza de trabajo. Con el paso al capitalismo, los campesinos, que habían sido divididos y oprimidos bajo el feudalismo, se convirtieron, en parte (la mayoría) en proletarios, y en parte (la minoría) en campesinos ricos, quienes a su vez contrataron trabajadores y constituyeron la burguesia rural. Este hecho fundamental -- el paso de la sociedad, de las formas primitivas de esclavitud al feudalismo, y por último al capitalismo -- es el que deben ustedes tener siempre presente, ya que sólo recordando este hecho fundamental, encuadrando todas las doctrinas políticas en este marco fundamental, estarán en condiciones de valorar debidamente esas doctrinas y comprender qué se proponen. Pues cada uno de estos grandes periodos de la historia de la humanidad -- el esclavista, el feudal y el capitalista -- abarca decenas y centenares de siglos, y presenta una cantidad tal de formas políticas, una variedad tal de doctrinas políticas, opiniones y revoluciones, que sólo podremos llegar a comprender esta enorme diversidad y esta inmensa variedad -- especialmente en relación con las doctrinas políticas, filosóficas y otras de los eruditos y políticos burgueses --, si sabemos aferrarnos firmemente, como a un hilo orientador fundamental, a esta división de la sociedad en clases, a esos cambios de las formas de la dominación de clases, y si analizamos, desde este punto de vista, todos los problemas sociales -- económicos, políticos, espirituales, religiosos, etc. Si ustedes consideran el Estado desde el punto de vista de esta división fundamental, verán que antes de la división de la sociedad en clases, como ya lo he dicho, no existía ningún Estado. Pero cuando surge y se afianza la división de la sociedad en clases, cuando surge la sociedad de clases, también surge y se afianza el Estado. La historia de la humanidad conoce decenas y cientos de paises que han pasado o están pasando en la actualidad por la esclavitud, el feudalismo y el capitalismo. En cada uno de ellos, pese a los enormes cambios históricos que han tenido lugar, pese a todas las vicisitudes políticas y a todas las revoluciones relacionadas con este desarrollo de la humanidad y con la transición de la esclavitud al capitalismo, pasando por el feudalismo, y hasta llegar a la actual lucha mundial contra el capitalismo, ustedes percibirán siempre el surgimiento del Estado. Este ha sido siempre determinado aparato al margen de la sociedad y consistente en un grupo de personas dedicadas exclusiva o casi exclusivamente o principalmente a gobernar. Los hombres se dividen en gobernados y en especialistas en gobernar, que se colocan por encima de la sociedad y son llamados gobernantes, representantes del Estado. Este aparato, este grupo de personas que gobiernan a otros, se apodera siempre de ciertos medios de coerción, de violencia física, ya sea que esta violencia sobre los hombres se exprese en la maza primitiva o en tipos más perfeccionados de armas, en la época de la esclavitud, o en las armas de fuego inventadas en la Edad Media o, por último, en las armas modernas, que en el siglo XX son verdaderas maravillas de la técnica y se basan íntegramente en los últimos lo gros de la tecnología moderna. Los métodos de violencia cambiaron, pero dondequiera existió un Estado, existió en cada sociedad, un grupo de personas que gobernaban, mandaban, dominaban, y que, para conservar su poder, disponían de un aparato de coerción física, de un aparato de violencia, con las armas que correspondían al nivel técnico de la época dada. Y sólo examinando estos fenómenos generales, preguntándonos por qué no existió ningún Estado cuando no había clases, cuando no había explotadores y explotados, y por que apareció cuando
aparecieron las clases; sólo así encontraremos una respuesta definida a la pregunta de cuál es la esencia y la significación del Estado. El Estado es una máquina para mantener la dominación de una clase sobre otra. Cuando no existían clases en la sociedad, cuando, antes de la época de la esclavitud, los hombres trabajaban en condiciones primitivas de mayor igualdad, en condiciones en que la productividad del trabajo era todavía muy baja y cuando el hombre primitivo apenas podía conseguir con dificultad los medios indispensables para la existencia más tosca y primitiva, entonces no surgió, ni podía surgir, un grupo especial de hombres separados especialmente para gobernar y dominar al resto de la sociedad. Sólo cuando apareció la primera forma de la división de la sociedad en clases, cuando apareció la esclavitud, cuando una clase determinada de hombres, al concentrarse en las formas más rudimentarias del trabajo agrícola, pudo producir cierto excedente, y cuando este excedente no resultó absolutamente necesario para la más mísera existencia del esclavo y pasó a manos del propietario de esclavos, cuando de este modo quedó asegurada la existencia de la clase de los propietarios de esclavos, entonces, para que ésta pudiera afianzarse era necesario que apareciera un Estado. Y apareció el Estado esclavista, un aparato que dio poder a los propietarios de esclavos y les permitió gobernar a los esclavos. La sociedad y el Estado eran entonces mucho más reducidos que en la actualidad, poseían medios de comunicación incomparablemente más rudimentarios; no existían entonces los modernos medios de comunicación. Las montañas, los ríos y los mares eran obstáculos incomparablemente mayores que hoy, y el Estado se formó dentro de límites geográficos mucho más estrechos. Un aparato estatal técnicamente débil servía a un Estado confinado dentro de límites relativamente estrechos y con una esfera de acción limitada. Pero, de cualquier modo, existía un aparato que obligaba a los esclavos a permanecer en la esclavitud, que mantenía a una parte de la sociedad sojuzgada y oprimida por la otra. Es imposible obligar a la mayor parte de la sociedad a trabajar en forma sistemática para la otra parte de la sociedad sin un aparato permanente de coerción. Mientras no existieron clases, no hubo un aparato de este tipo. Cuando aparecieron las clases, siempre y en todas partes, a medida que la división crecía y se consolidaba, aparecía también una institución especial: el Estado. Las formas de Estado eran en extremo variadas. Ya durante el período de la esclavitud encontramos diversas formas de Estado en los países más adelantados, más cultos y civilizados de la época, por ejemplo en la antigua Grecia y en la antigua Roma, que se basaban integramente en la esclavitud. Ya había surgido en aquel tiempo una diferencia entre monarquía y república, entre aristocracia y democracia. La monarquía es el poder de una sola persona, la república es la ausencia de autoridades no elegidas; la aristocracia es el poder de una minoría relativamente pequeña, la democracia el poder del pueblo (democracia en griego, significa literalmente poder del pueblo). Todas estas diferencias sur gieron en la época de la esclavitud. A pesar de estas diferencias, el Estado de la epoca esclavista era un Estado esclavista, ya se tratara de una monarquía o de una república, aristocrática o democrática. En todos los cursos de historia de la antigüedad, al escuchar la conferencia sobre este tema, les hablarán de la lucha librada entre los Estados monárquicos y los republicanos. Pero el hecho fundamental es que los esclavos no eran considerados seres humanos; no sólo no se los consideraba ciudadanos, sino que ni siquiera se los consideraba seres humanos. El derecho romano los consideraba como bienes. La ley sobre el homicidio, para no mencionar otras leyes de protección de la persona, no amparaba a los esclavos. Defendia sólo a los propietarios de esclavos, los únicos que eran reconocidos como ciudadanos con plenos derechos. Lo mismo daba que gobernara una monarquía o una república: tanto una como otra eran una república de los propietarios de esclavos o una
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monarquia de los propietarios de esclavos. Estos gozaban de todos los derechos, mientras que los esclavos, ante la ley, eran bienes; y contra el esclavo no sólo podía perpetrarse cualquier tipo de violencia, sino que incluso matar a un esclavo no era considerado delito. Las repúblicas esclavistas diferían en su organización interna: había repúblicas aristocráticas y repúblicas democráticas. En la república aristocrática participaba en las elecciones un reducido número de privilegiados; en la republica democrática participaban todos, pero siempre todos los propietarios de esclavos, todos, menos los esclavos. Debe tenerse en cuenta este hecho fundamental, pues arroja más luz que ningún otro sobre el problema del Estado, y pone claramente de manifiesto la naturaleza del Estado. El Estado es una máquina para que una clase reprima a otra, una máquina para el sometimiento a una clase de otras clases, subordinadas. Esta máquina puede presentar diversas formas. El Estado esclavista podía ser una monarquía, una república aristocrática e incluso una república democrática. En realidad, las formas de gobierno variaban extraordinariamente, pero su esencia era siempre la misma: los esclavos no gozaban de ningún derecho y seguian siendo una clase oprimida; no se los consideraba seres humanos. Nos encontramos con lo mismo en el Estado feudal. El cambio en la forma de explotación trasformó el Estado esclavista en Estado feudal. Esto tuvo una enorme importancia. En la sociedad esclavista, el esclavo no gozaba de ningún derecho y no era considerado un ser humano; en la sociedad feudal, el campesino se hallaba sujeto a la tierra. El principal rasgo de la servidumbre era que a los campesinos (y en aquel tiempo los campesinos constituían la mayoría, pues la población urbana era todavía muy poco desarrollada) se los consideraba sujetos a la tierra: de ahí se deriva este concepto mismo -- la servidumbre. El campesino podía trabajar cierto número de días para si mismo en la parcela que le asignaba el señor feudal; los demás días el campesino siervo trabajaba para su señor. Subsistía la esencia de la sociedad de clases: la sociedad se basaba en la explotación de clase. Sólo los propietarios de la tierra gozaban de plenos derechos; los campesinos no tenían ningún derecho. En la práctica su situación no difería mucho de la situación de los esclavos en el Estado esclavista. Sin embargo, se había abierto un camino más amplio para su emancipación, para la emancipación de los campesinos, ya que el campesino siervo no era considerado propiedad directa del señor feudal. Podía trabajar una parte de su tiempo en su propia parcela; podía, por así decirlo, ser, hasta cierto punto, dueño de sí mismo; y al ampliarse las posibilidades de desarrollo del intercambio y de las relaciones comerciales, el sistema feudal se fue desintegrando progresivamente y se fueron ampliando progresivamente las posibilidades de emancipación del campesinado. La sociedad feudal fue siempre más compleja que la sociedad esclavista. Había un importante factor de desarrollo del comercio y la industria, cosa que, incluso en esa época, condujo al capitalismo. El feudalismo predominaba en la Edad Media. Y también aquí diferían las formas del Estado; también aquí encontramos la monarquía y la república, aunque esta última se manifestaba mucho más débilmente. Pero siempre se consideraba al señor feudal como el único gobernante. Los campesinos siervos ca recían totalmente de derechos políticos. Ni bajo la esclavitud ni bajo el feudalismo podía una reducida minoría de personas dominar a la enorme mayoría sin recurrir a la coerción. La historia está llena de constantes intentos de las clases oprimidas por librarse de la opresión. La historia de la esclavitud nos habla de guerras de emancipación de los esclavos que duraron décadas enteras. El nombre de "espartaquistas", entre parentesis, que han adoptado ahora los comunistas alemanes -- el único partido aleman que realmente lucha contra el yugo del capitalismo --, lo adoptaron debido a que Espartaco fue el héroe
más destacado de una de las más grandes sublevaciones de esclavos que tuvo lugar hace unos dos mil años. Durante varios años el Imperio romano, que parecía omnipotente y que se apoyaba por entero en la esclavitud, sufrió los golpes y sacudidas de un extenso levantamiento de esclavos, armados y agrupados en un vasto ejército, bajo la dirección de Espartaco. Al fin y al cabo fueron derrotados, capturados y torturados por los propietarios de esclavos. Guerras civiles como éstas jalonan toda la historia de la sociedad de clases. Lo que acabo de señalar es un ejemplo de la más importante de estas guerras civiles en la época de la esclavitud. Del mismo modo, toda la época del feudalismo se halla jalonada por constantes sublevaciones de los campesinos. En Alemania, por ejemplo, en la Edad Media, la lucha entre las dos clases -- terratenientes y siervos -- asumió amplias proporciones y se trasformó en una guerra civil de los campesinos contra los terratenientes. Todos ustedes conocen ejemplos similares de constantes levantamientos de los campesinos contra los terratenientes feudales en Rusia. Para mantener su dominación y asegurar su poder, los señores feudales necesitaban de un aparato con el cual pudiesen sojuzgar a una enorme cantidad de personas y someterlas a ciertas leyes y normas; y todas esas leyes, en lo fundamental, se reducían a una sola cosa: el mantenimiento del poder de los señores feudales sobre los campesinos siervos. Tal era el Estado feudal, que en Rusia, por ejemplo, o en los países asiáticos muy atrasados (en los que aún impera el feudalismo) difería en su forma: era una república o una monarquía. Cuando el Estado era una monarquía se reconocía el poder de un individuo; cuando era una república, en uno u otro grado se reconocía la participación de representantes electos de la sociedad terrateniente; esto sucedía en la sociedad feudal. La sociedad feudal representaba una división en clases en la que la inmensa mayoría -- los campesinos siervos -estaba totalmente sometida a una insignificante minoría, a los terratenientes, dueños de la tierra. El desarrollo del comercio, el desarrollo del intercambio de mercancías, condujeron a la formación de una nueva clase, la de los capitalistas. El capital se conformo como tal al final de la Edad Media, cuando, después del descubrimiento de América, el comercio mundial adquirío un desarrollo enorme, cuando aumentó la cantidad de metales preciosos, cuando la plata y el oro se convirtieron en medios de cambio, cuando la circulación monetaria permitió a ciertos individuos acumular enormes riquezas. La plata y el oro fueron reconocidos como riqueza en todo el mundo. Declinó el poder económico de la clase terrateniente y creció el poder de la nueva clase, los representantes del capital. La sociedad se reorganizó de tal modo, que todos los ciudadanos parecían ser iguales, desapareció la vieja división en propietarios de esclavos y esclavos, y todos los individuos fueron considerados iguales ante la ley, independientemente del capital que poseyeran -- propietarios de tierras o pobres hombres sin más propiedad que su fuerza de trabajo, todos eran iguales ante la ley. La ley protege a todos por igual; protege la propiedad de los que la tienen, contra los ataques de las masas que, al no poseer ninguna propiedad, al no poseer más que su fuerza de trabajo, se empobrecen y arruinan poco a poco y se convierten en proletarios. Tal es la sociedad capitalista. No puedo detenerme a analizarlo en detalle. Ya volverán ustedes a ello cuando estudien el programa del partido: tendrán entonces una descripción de la sociedad capitalista. Esta sociedad fue avanzando contra la servidumbre, contra el viejo régimen feudal, bajo la consigna de la libertad. Pero era la libertad para los propietarios. Y cuando se desintegró el feudalismo, cosa que ocurrío a fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX -- en Rusia ocurrió más tarde que en otros países, en 1861 --, el Estado feudal fue desplazado por el Estado capitalista, que proclama como consigna la libertad para todo el pueblo, que afirma que expresa la voluntad de todo el pueblo y niega ser un Estado de clase. Y en este punto se entabló una lucha entre los socialistas, que bregan por la libertad de todo el pueblo, y
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el Estado capitalista, lucha que condujo hoy a la creación de la República Socialista Soviética y que se está extendiendo al mundo entero. Para comprender la lucha iniciada contra el capital mundial, para entender la esencia del Estado capitalista, debemos recordar que cuando ascendió el Estado capitalista contra el Estado feudal, entró en la lucha bajo la consigna de la libertad. La abolición del feudalismo significó la libertad para los representantes del Estado capitalista y sirvió a sus fines, puesto que la servidumbre se derrumbaba y los campesinos tenían la posibilidad de poseer en plena propiedad la tierra adquirida por ellos mediante un rescate o, en parte por el pago de un tributo; esto no interesaba al Estado; protegía la propiedad sin importarle su origen, pues el Estado se basaba en la propiedad privada. En todos los Estados civilizados modernos los campesinos se convirtieron en propietarios privados. Incluso cuando el terrateniente cedía parte de sus tierras a los campesinos, el Fstado protegía la propiedad privada, resarciendo al terrateniente con una indemnización, permitiéndole obtener dinero por la tierra. El Estado, por así decirlo, declaraba que ampararía totalmente la propiedad privada y le otorgaba toda clase de apoyo y protección. El Estado reconocía los derechos de propiedad de todo comerciante, fabricante e industrial. Y esta sociedad, basada en la propiedad privada, en el poder del capital, en la sujeción total de los obreros desposeidos y las masas trabajadoras del campesinado proclamaba que su régimen se basaba en la libertad. Al luchar contra el feudalismo, proclamó la libertad de propiedad y se sentía especialmente orgullosa de que el Estado hubiese dejado de ser, supuestamente, un Estado de clase. Con todo, el Estado seguía siendo una máquina que ayudaba a los capitalistas a mantener sometidos a los campesinos pobres y a la clase obrera, aunque en su apariencia exterior fuese libre. Proclamaba el sufragio universal y, por intermedio de sus defensores, predicadores, eruditos y filosófos, que no era un Estado de clase. Incluso ahora, cuando las repúblicas socialistas soviéticas han comenzado a combatir el Estado, nos acusan de ser violadores de la libertad y de erigir un Estado basado en la coerción, en la represión de unos por otros, mientras que ellos representan un Estado de todo el pueblo, un Estado democrático. Y este problema, el problema del Estado, es ahora, cuando ha comenzado la revolución socialista mundial y cuando la revolución triunfa en algunos países, cuando la lucha contra el capital mundial se ha agudizado en extremo, un problema que ha adquirido la mayor importancia y puede decirse que se ha convertido en el problema más candente, en el foco de todos los problemas políticos y de todas las polémicas políticas del presente. Cualquiera sea el partido que tomemos en Rusia o en cualquiera de los países más civilizados, vemos que casi todas las polémicas, discrepancias y opiniones políticas giran ahora en torno de la concepcion del Estado. ¿Es el Estado, en un país capitalista, en una república democrática -especialmente en repúblicas como Suiza o Norteamérica --, en las repúblicas democráticas más libres, la expresión de la voluntad popular, la resultante de la decisión general del pueblo, la expresión de la voluntad nacional, etc., o el Estado es una máquina que permite a los capitalistas de esos países conservar su poder sobre la clase obrera y el campesinado? Este es el problema fundamental en torno del cual giran todas las polémicas políticas en el mundo entero. ¿Qué se dice sobre el bolchevismo? La prensa burguesa lanza denuestos contra los bolcheviques. No encontrarán un solo periódico que no repita la acusación en boga de que los bolcheviques violan la soberanía del pueblo. Si nuestros mencheviques y eseristas, en su simpleza de espiritu (y quizá no sea simpleza, o quiza sea esa simpleza de la que dice el proverbio que es peor que la ruindad) piensan que han inventado y descubierto la acusación de que los bolcheviques han violado la libertad y la soberanía del pueblo, se equivocan en la forma más ridicula. Hoy, todos los periodicos más ricos de los países más
ricos, que gastan decenas de millones en su difusión y diseminan mentiras burguesas y la política imperialista en decenas de millones de ejemplares, todos esos periódicos repiten esos argumentos y acusaciones fundamentales contra el bolchevismo, a saber: que Norteamérica, Inglaterra y Suiza son Estados avanzados, basados en la soberanía del pueblo, mientras que la república bolchevique es un Estado de bandidos en el que no se conoce la libertad y que los bolcheviques son violadores de la idea de la soberanía del pueblo e incluso llegaron al extremo de disolver la Asamblea Constituyente. Estas terribles acusaciones contra los bolcheviques se repiten en todo el mundo. Estas acusaciones nos conducen directamente a la pregunta: ¿que es el Estado? Para comprender estas acusaciones, para poder estudiarlas y adoptar hacia ellas una actitud plenamente conciente, y no examinarlas basándose en rumores, sino en una firme opinión propia, debemos tener una clara idea de lo que es el Estado. Tenemos ante nosotros Estados capitalistas de todo tipo y todas las teorías que en su defensa se elaboraron antes de la guerra. Para responder correctamente a la pregunta, debemos examinar con un enfoque crítico todas estas teorías y concepciones. Ya les he aconsejado que recurran al libro de Engels El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. En él se dice que todo Estado en el que existe la propiedad privada de la tierra y los medios de producción, en el que domina el capital, por democrático que sea, es un Estado capitalista, una máquina en manos de los capitalistas para el sojuzgamiento de la clase obrera y los campesinos pobres. Y el sufragio universal, la Asamblea Constituyente o el Parlamento son meramente una forma, una especie de pagaré, que no cambia la esencia del asunto. Las formas de dominación del Estado pueden variar: el capital manifiesta su poder de un modo donde existe una forma y de otro donde existe otra forma, pero el poder está siempre, esencialmente, en manos del capital, ya sea que exista o no el voto restringido u otros derechos, ya sea que se trate de una república democrática o no; en realidad, cuanto más democrática es, más burda y cinica es la dominación del capitalismo. Una de las repúblicas más democráticas del mundo es Estados Unidos de Norteamérica, y sin embargo, en ninguna parte (y quienes hayan estado allí después de 1905 probablemente lo saben) es tan crudo y tan abiertamente corrompido como en Norteamérica el poder del capital, el poder de un puñado de multimillonarios sobre toda la sociedad. El capital, una vez que existe, domina la sociedad entera, y ninguna república democrática, ningún derecho electoral pueden cambiar la esencia del asunto. La república democrática y el sufragio universal representaron un enorme progreso comparado con el feudalismo: permitieron al proletariado lograr su actual unidad y solidaridad y formar esas filas compactas y disciplinadas que libran una lucha sistemática contra el capital. No existió nada ni siquiera parecido a esto entre los campesinos siervos y ni que hablar ya entre los esclavos. Los esclavos, como sabemos se sublevaron, se amotinaron e iniciaron guerras civiles, pero no podian llegar a crear una mayoría consciente y partidos que dirigieran la lucha; no podían comprender claramente cuáles eran sus objetivos, e incluso en los momentos más revolucionarios de la historia fueron siempre peones en manos de las clases dominantes. La república burguesa, el Parlamento, el sufragio universal, todo ello constituye un inmenso progreso desde el punto de vista del desarrollo mundial de la sociedad. La humanidad avanzó hacia el capitalismo y fue el capitalismo solamente, lo que, gracias a la cultura urbana, permitió a la clase oprimida de los proletarios adquirir conciencia de si misma y crear el movimiento obrero mundial, los millones de obreros organizados en partidos en el mundo entero; los partidos socialistas que dirigen concientemente la lucha de las masas. Sin parlamentarismo, sin un sistema electoral, habría sido imposible este desarrollo de la clase obrera.
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Es por ello que todas estas cosas adquirieron una importancia tan grande a los ojos de las grandes masas del pueblo. Es por ello que parece tan dificil un cambio radical. No son sólo los hipócritas concientes, los sabios y los curas quienes sostienen y defienden la mentira burguesa de que el Estado es libre y que tiene por misión defender los intereses de todos; lo mismo hacen muchisimas personas atadas sinceramente a los viejos prejuicios y que no pueden entender la transición de la sociedad antigua, capitalista, al socialismo. Y no sólo las personas que dependen directamente de la burguesia, no sólo quienes vi ven bajo el yugo del capital o sobornados por el capital (hay gran cantidad de cientificos, artistas, sacerdotes, etc., de todo tipo al servicio del capital), sino incluso personas simplemente influidas por el prejuicio de la libertad burguesa, se han movilizado contra el bolchevismo en el mundo entero, porque cuando fue fundada la República Soviética rechazó estas mentiras burguesas y declaró abiertamente: ustedes dicen que su Estado es libre, cuando en realidad, mientras exista la propiedad privada, el Estado de ustedes, aunque sea una república democrática, no es más que una máquina en manos de los capitalistas para reprimir a los obreros, y mientras más libre es el Estado, con mayor claridad se manifiesta esto. Ejemplos de ello nos los brindan Suiza en Europa, y Estados Unidos en América. En ninguna parte domina el capital en forma tan cínica e implacable y en ninguna parte su dominación es tan ostensible como en estos países, a pesar de tratarse de repúblicas democráticas, por muy bellamente que se las pin te y por mucho que en ellas se hable de democracia del trabajo y de igualdad de todos los ciudadanos. El hecho es que en Suiza y en Norteamérica domina el capital, y cualquier intento de los obreros por lograr la menor mejora efectiva de su situación, provoca inmediatamente la guerra civil. En estos países hay pocos soldados, un ejército regular pequeño -Suiza cuenta con una milicia y todos los ciudadanos suizos tienen un fusil en su casa, mientras que en Estados Unidos, hasta hace poco, no existía un ejército regular --, de modo que cuando estalla una huelga, la burguesia se arma, contrata soldados y reprime la huelga; en ninguna parte la represión del movimiento obrero es tan cruel y feroz como en Suiza y en Estados Unidos, y en ninguna parte se manifiesta con tanta fuerza como en estos países la influencia del capital sobre el Parlamento. La fuerza del capital lo es todo, la Bolsa es todo, mientras que el Parla mento y las elecciones no son más que muñecos, marionetas. . . Pero los obreros van abriendo cada vez más los ojos y la idea del poder soviético va extendiéndose cada vez más. Sobre todo después de la sangrienta matanza por la que acabamos de pasar. La clase obrera advierte cada vez más la necesidad de luchar implacablemente contra los capitalistas. Cualquiera sea la forma con que se encubra una república, por democrática que sea, si es una república burguesa, si conserva la propiedad privada de la tierra, de las fábricas, si el capital privado mantiene a toda la socicdad en la esclavitud asalariada, es decir, si la república no lleva a la práctica lo que se proclama en el programa de nuestro partido y en la Constitución soviética, entonces ese Estado es una máquina para que unos repriman a otros. Y debemos poner esta máquina en manos de la clase que habrá de derrocar el poder del capital. Debemos rechazar todos los viejos prejuicios acerca de que el Estado significa la igualdad universal; pues esto es un fraude: mientras exista explotación no podrá existir igualdad. El terrateniente no puede ser igual al obrero, ni el hombre hambriento igual al saciado. La máquina, llamada Estado, y ante la que los hombres se inclinaban con supersticiosa veneración, porque creian en el viejo cuento de que significa el Poder de todo el pueblo, el proletariado la rechaza y afirma: es una mentira burguesa. Nosotros hemos arrancado a los capitalistas esta máquina y nos hemos apoderado de ella. Utilizaremos esa máquina, o garrote, para liquidar toda explotación; y cuando toda posibilidad de explotación haya desaparecido del mundo, cuando ya no haya propietarios
de tierras ni propietarios de fábricas, y cuando no exista ya una situación en la que unos estan saciados mientras otros padecen hambre, sólo cuando haya desaparecido por completo la posibilidad de esto, relegaremos esta máquina a la basura. Entonces no existir á Estado ni explotación. Tal es el punto de vista de nuestro partido comunista. Espero que volveremos a este tema en futuras conferencias, volveremos a él una y otra vez. Nota [*] La Universidad Comunista I. M. Sverdlov se fundó sobre la base de unos cursillos de agitadores e instructores, organizados en 1918, adjuntos al Comité Ejecutivo Central de toda Rusia. Más tarde los cursillos fueron reorganizados en Escuela de Trabajos de los Soviets. Después de la resolución, adoptada por el VIII Congreso del PC(b) de Rusia, de organizar una escuela superior adjunta al CC para preparar cuadros del Partido, la Escuela se transformó en Escuela Central de Trabajos de los Soviets y del Partido; en el segundo semestre de 1919 por decision del Buró de Organización del CC del PC(b) de Rusia, Ia Escuela recibió el nombre de Universidad Comunista I. M. Sverdlov. Lenin dio en ella dos conferencias acerca del Estado. El texto de la segunda, pronunciada el 29 de agosto de 1919, no se ha conservado. PODER POLÍTICO Y CLASES SOCIALES EN EL ESTADO CAPITALISTA EL ESTADO CAPITALISTA CAPITULO: EL PROBLEMA En adelante se poseen suficientes elementos para emprender el examen del Estado capitalista. El rasgo distintivo fundamental, a este respecto, parece en efecto consistir en que no hay determinación de sujetos, fijos en ese Estado como "individuos", "ciudadanos", "personas políticas", en cuanto agentes de la producción, cosa que no ocurría en los otros tipos de Estado. Este, Estado de clase simultáneamente presenta de específico que el dominio político de clase está ausente constantemente de sus instituciones. Este Estado se presenta I como un Estado-popular-de-clase. Sus instituciones están organizadas en torno de los principios de la libertad y la igualdad de los "individuos" o "personas políticas". La legitimidad de este Estado no se funda ya sobre la voluntad divina implícita en el principio monárquico, f\no sobre el conjunto de los individuos-ciudadanos formalmente libres e iguales, sobre la soberanía popular la responsabilidad laica del Estado ante el pueblo. El "pueblo" es erigido en principio de determinación del Estado, no en cuanto está compuesto de agentes de la producción distribuidos en clases sociales, sino como nasa de individuos-ciudadanos, cuyo modo de participación en una comunidad política nacional se manifiesta en el sufragio universal, expresión de la "voluntad general". El sistema jurídico moderno, distinto de reglamentación feudal fundada en los privilegios, existe un carácter "normativo", expresado en un conjunto de leyes sistematizadas partiendo de los principios libertad e igualdad: es el reino de la "ley". La igualdad y la libertad de los individuos-ciudadanos residen en su relación con las leyes abstractas y formales,que se considera que enuncian la voluntad general dentro de un "Estado de derecho". El Estado capitalista moderno se presenta, pues, como encarnación del interés general de toda la sociedad, como materialización de la voluntad del "cuerpo político" que sería la "nación". Estas características fundamentales del Estado capitalista no pueden ser reducidas a lo ideológico: se refieren al nivel regional del M.P.C. que es la instancia jurídico-política del Estado, constituida por instituciones como la representación parlamentaria, las libertades políticas, el
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sufragio universal, la soberanía popular. No es que lo ideológico no desempeñe ahí un capital, pero es un papel mucho más complejo y no puede, en ningún caso, identificarse con el funcionamiento de las estructuras del Estado capitalista. La cuestión de los principios de explicación del Estado capitalista planteó numerosos problemas a la ciencia marxista del Estado. Están centrados en torno del tema ¿Cuáles son las características reales de lo económico que implican el Estado capitalista? En toda la de las respuestas dadas puede descubrirse con gran frecuencia, a través de las variantes, una invariante referencia al concepto de "sociedad civil" y a su separación del Estado. Y esto, sea que no se admita ruptura entre las obras de juventud y las obras madurez de Marx: tal es el caso, por ejemplo, Lefébvre, de Rubel, de Marcuse, en suma de la tendencia historicista típica; o sea que se sitúe la ruptura al nivel de la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, y este es el caso de la corriente marxista italiana de G. della Volpe, de Umberto Cerroni, de M. Rossi. La invariante de las respuestas consiste en esto; la aparición en lo económico del m.p.c, y aúnen las relaciones capitalistas de producción, de los agentes de la producción como individuos. ¿No había insistido Marx, en efecto, y más particularmente en las Grundrisse..., sobre la aparición de los individuos-agentes de la producción —individuos desnudos— como característica real tanto del productor directo, "trabajador libre", como del no productor propietario, en resumen como forma particular de los dos elementos que, con los medios de producción, entran en combinación en esas relaciones que son las relaciones de producción? Esta individualización de los agentes de la producción, percibida precisamente como característica real de las relaciones capitalistas de producción, constituiría el sustrato de las estructuras estatales modernas: el conjunto de esos individuos-agentes constituiría la sociedad civil, es decir, en cierto modo, lo económico en las relaciones sociales. La separación de la sociedad civil y del Estado indicaría así el papel de una superestructura propiamente política respecto de esos individuos económicos, sujetos de la sociedad intercambista y competitiva. Pero ese concepto de sociedad civil, tomado a Hegel y a la teoría política del siglo xviii, remite muy exactamente al "mundo de las necesidades" e implica ese correlato de la problemática historicista que es la perspectiva antropológica del "individuo concreto" y del "hombre genérico" concebidos como sujetos de lo económico. El examen que de ahí se desprende del Estado moderno, iniciado partiendo del problema de la separación de la sociedad civil y del Estado, está calcado sobre el esquema de la enajenación y aun sobre el esquema de una relación del sujeto (individuos concretos) con su esencia objetiva (el Estado). Sin detenernos en la crítica de esta concepción, contentémonos con observar que conduce a consecuencias muy graves que terminan en la imposibilidad de un examen del Estado capitalista. a) Impide la comprensión de la relación del Estado y de la lucha de clases. En efecto, por una parte, concebidos originariamente los agentes de la producción como individuos-sujetos y no como soportes de estructuras, es imposible constituir partiendo de ellos las clases sociales; por otra parte, puesto originariamente el Estado en relación con esos individuos-agentes económicos, es imposible ponerlo en relación con las clases y la lucha de clases. b) Acaba por enmascarar toda una serie de problemas reales planteados por el Estado capitalista, ocultándolos bajo la problemática ideológica de la separación de la sociedad civil y del Estado: se hace imposible, principalmente, pensar la autonomía específica, en el m.p.c, de lo económico y de lo político, los efectos de lo ideológico sobre esas instancias, la incidencia de esa relación entre estructuras sobre el campo de la lucha de clases, etc.
Tratemos de establecer la originalidad de las relaciona del Estado capitalista con las estructuras de las relaciones de producción, por una parte, y con el campo de la lucha de clases, por otra. I.
EL ESTADO CAPITALISTA Y LAS RELACIONES DE PRODUCCIÓN
En el primer caso, examinemos lo que Marx entiende en las Grundrisse. . ., y más particularmente en el capitulo Formas que preceden a la producción capitalista5, por "individuo desnudo" como supuesto previo teórico [Voraussetzung] y como condición histórica [historische Bedingung] del M.P.C. No es inútil señalar, previamente, que al contra« de una concepción historicista, ese "individuo desnudo" visto como condición histórica del m.p.c, no indica pal Marx la historia de la génesis de ese modo, sino la genealogía de algunos de sus elementos. Es, en efecto, necesario discriminar entre prehistoria y estructura de un modo de producción, puesto que existen diferentes procesos efectivos de constitución de los elementos, pero que, una vez obtenidos éstos, de su combinación resulta siempre la misma estructura. a. ¿Qué significa, según Marx, la aparición del "individuo desnudo" [nacktes Individuum] como condición histórica del m.p.c, expresión que se empareja, en el texto de las Grundrisse..., a propósito del productor directo, con el de "trabajador libre" [freie Arbeiter]? Está claro que esa expresión no significa de ningún modo la aparición efectiva, en la realidad histórica, de agentes de producción en cuanto individuos, en el sentido literal de la palabra. Está empleada de manera descriptiva, para indicar la disolución de cierta relación de estructuras, de la del modo de producción feudal. Éste es, en este caso, abusivamente visto por Marx hasta en El capital, y en oposición con el m.p.c, como caracterizado por una mezcla de sus instancias, mezcla adosada a una concepción propiamente mítica de su relación "orgánica". Sabido es lo que hay que pensar de esa representación que Marx tenía del modo de producción feudal.6 Lo que nos importa es que el "individuo desnudo" y el "trabajador libre" no son aquí más que simples palabras, que describen muy exactamente la liberación de los agentes de la producción de los "lazos de dependencia personal" [persönliche Herrschafts— und Knechtschafts— Verhältnisse] —aun "naturales" [Naturwüchsige Gesellschaft]— feudales, concebidos como trabas económico-políticas "mixtas" del proceso de producción. La disolución de las estructuras feudales es vista descriptivamente como desnudez de los agentes de la producción, lo que no es más que una manera de señalar una transformación estructural percibiéndola, de manera totalmente descriptiva, en sus efectos. La frase "individuo desnudo" como condición histórica no indica, pues, de ningún modo, que en la realidad surjan agentes, anteriormente integrados "orgánicamente" en unidades, como individuos atomizados, que después se habrían insertado en las combinaciones de las relaciones capitalistas de producción, o que después y progresivamente habrían constituido clases sociales.7 5
1. A estos respectos, véase Grundrisse zur Kritik der politischen Ökonomie, en la ed. Rowohlt, 1966, pp. 40 ss, 47ss, 65 ss, 127 ss, más particularmente 132, 138, 150, 154, 157, 167. 6 Véase a este respecto, así como acerca de lo que sigue, la Introducción. 7
Eso es, sin embargo, efectivamente lo que dice Marx en las Grundrisse, a propósito de la "masa" de los "trabajadores libres" que se constituyen progresivamente en clase: ha visto en el capítulo sobre las clases sociales lo que hay que pensar de esto.
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Dicha frase indica que ciertas relaciones se desintegran [sich auflösen], lo que en sus efectos aparece como una "desnudez" y una "liberación", y aun como una "individualización" [Vereinzelung] de los agentes. b. Sin embargo, la expresión "individuo desnudo" esta empleada también en el sentido de supuesto previo teórico del M.P.C. Aquí comprende, de manera también totalmente descriptiva, una realidad muy diferente y sin embargo, muy precisa. Significa, a la vez en 1 Formas que preceden... y en El capital, la relación di apropiación real, característica teórica del M.P.C.: esta especificada por la separación del productor directo de sus condiciones "naturales" de trabajo. Es precisamente esa separación del productor directo de los m dios de producción, que interviene en la etapa historia de la gran industria y señala el comienzo de la reproducción ampliada del M.P.C, la que es captada aquí descriptivamente como "desnudez" de los agentes de producción. No es mi propósito entrar en las razones de esa fluctuación de la terminología de Marx. Lo que importa aquí ver claramente es que la frase "individuo desnudo", en el segundo sentido, que comprende los supuestos previos teóricos del m.p.c, no indica de ningún modo la aparición real de agentes de producción como individuos. En efecto, es sabido pertinentemente que lo que realmente comprende aquí esa frase, la separación del productor directo de sus medios de producción, tiene resultados completamente diferentes. Conduce precisamente a la colectivización del proceso de trabajo, es decir, al trabajador en cuanto órgano de un mecanismo colectivo de producción, lo que Marx define como socialización de las fuerzas productivas, mientras que, del lado de los propietarios de los medios de producción, conduce al proceso de concentración del capital. Por lo tanto, no puede admitirse de ningún modo, en la problemática marxista científica, esa famosa existencia real de "individuos"-sujetos, que es en definitiva el fundamento de la problemática de la "sociedad civil" y de su separación del Estado. Por el contrario, considerando el Estado capitalista como instancia regional del M.P.C, y por lo tanto en sus relaciones complejas con las relaciones de producción, puede establecerse su autonomía específica en relación con lo económico. Es indudable, por lo demás, que, para la escuela marxista italiana, el esquema ideológico de la separación de la sociedad civil y del Estado abarcó abusivamente el problema real de la autonomía respectiva, en el M.P.C, de las estructuras políticas y económicas. Esa autonomía específica de lo político y de lo económico del M.P.C. -descriptivamente opuesta por Marx a una pretendida "mezcla" de las instancias del modo de producción feudal— se refiere finalmente a la separación del productor directo de sus medios de producción; se refiere a la combinación propia de la relación de apropiación real y de la relación de propiedad, donde reside, según Marx, el "secreto" de la constitución de las superestructuras. La separación del productor directo y de los medios de producción en la combinación que regula y distribuye los lugares específicos de lo económico y de lo político, y que señala los limites de la intervención de una de las estructuras regionales en la otra, no tiene estrictamente nada ya que ver con la aparición real, en las relaciones de producción, de los agentes en cuanto "individuos". Muy por el contrario, descubre a esos agentes como soportes de las estructuras y abre así el camino para un examen científico de la relación del Estado y del campo de la lucha de clases. Si se considera así la función que revistió, para la teoría marxista del Estado, el concepto de sociedad civil, se ve claramente que, en el mejor de los casos, fue negativa o descriptiva. La sociedad civil constituyó una nación que indica, negativamente, la autonomía específica de lo político, pero de
ningún modo un concepto que pueda comprender la estructura de lo económico, las relaciones de producción. Además, la superestructura jurídico-política del Estado capitalista está en relación con la estructura de las relaciones de producción: esto se hace claro en cuanto nos referimos al derecho capitalista. La separación de Productor directo de los medios de producción se refleja allí por la fijación institucionalizada de los agentes de la producción en cuantos sujetos jurídicos, es decir, individuos-personas políticos. Esto es tan cierto de transacción particular que constituye el contrato de trabajo, la compra y la venta de la fuerza de trabajo como de la relación de propiedad jurídica formal de los medios de producción o de las relaciones institucionalizadas publicas-políticas. Esto quiere decir que los agentes de la producción no aparecen de hecho en cuanto "individuos" más que en esas relaciones superestructurales que son las relaciones jurídicas. Es de esas relaciones jurídicas y no de las relaciones de producción en sentido estricto de donde dependen el contrato trabajo y la propiedad formal de los medios de producción. Que esta aparición del "individuo" en el nivel de la realidad jurídica se deba a la separación del productor directo de sus medios de producción no significa, pues, que dicha separación engendre "individuos-agentes de producción" en las relaciones mismas de producción. Muy por el contrario, lo que se tratará de explicar es cómo esa separación, que engendra en lo económico la concentración del capital y la socialización del proceso del trabajo, instaura simultáneamente en el nivel jurídicopolítico a los agentes de la producción como "individuos-sujetos" políticos y jurídicos, despojados de su determinación económica y, por lo tanto, de su pertenencia a una clase. Apenas es necesario insistir aquí en el hecho de que a esa situación particular de la instancia jurídico-política corresponde una ideología jurídica y política, que depende de la instancia ideológica. Esa ideología jurídico-política detenta un lugar predominante en la ideología predominante de ese modo de producción, ocupando el lugar análogo de la ideología religiosa en la ideología predominante del modo de producción feudal. Aquí, la separación del productor directo de sus medios de producción se expresa, en el discurso ideológico, en formas por lo demás extraordinariamente complejas de personalismo individualista, en la instauración de los agentes en "sujetos". Ahora bien, si la separación del productor directo y de los medios de producción en la relación de apropiación real —proceso de trabajo—, separación que produce la autonomía específica de lo político y de lo económico, determina la instauración de los agentes en "sujetos" jurídico-políticos, es porque imprime al proceso de trabajo una estructura determinada. Eso es lo que Marx muestra en sus estudios sobre la mercancía y sobre la ley del valor: ".. .[si los] objetos útiles adoptan la forma de mercancías es, pura y simplemente, porque son productos de trabajos privados independientes los unos de los Otros".8 Se trata aquí, propiamente hablando, de un modo de articulación objetiva de los procesos de trabajo en el que la dependencia real de los productores, introducida por la socialización del trabajo —trabajo social—, está disimulada: en ciertos límites objetivos, esos trabajos son ejecutados independientemente unos de otros —trabajos privados—, es decir, sin que los productores tengan que organizar previamente su cooperación. Es entonces cuando domina la ley del valor. Esta pareja "dependencia/independencia" de los productores —y no de los "propietarios privados"— en la relación de apropiación real, pareja que comprende la separación de los "productores" y de los medios 8
El capital, t. i, p. 38. A este respecto, Ch. Bettelheim: Ir contenu du calcul économique social, curso inédito que el lector tuvo a bien comunicarme.
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de producción, indica, pues, que la dependencia de los productores señala los límites necesarios de la independencia relativa de los procesos de trabajo. No puedo insistir más aquí sobre esta cuestión fundamental. Hay que señalar, sin embargo, que: a] Se trata de una estructura objetiva del proceso d trabajo. Tal estructura determina por una parte la relación de propiedad de la combinación económica y, por lo mismo, la contradicción específica de lo económico del M.P.C. entre socialización de las fuerzas p ductivas y propiedad privada de los medios de producción; determina, pues, por otra parte, la instaurado de los agentes —trabajos independientes— en sujetos en la superestructura juridico-política. b] Los agentes aparecen aquí no como "sujetos-in dividuos", sino como soportes de una estructura del proceso de trabajo, es decir, en cuanto agente-productor, que mantienen relaciones determinadas con los medios de trabajo. Esa estructura del proceso de trabajo es sobredeterminada por lo político-jurídico: por su reflejo en lo juridico-politico y por la intervención de esto último en lo económico, conduce a toda una serie de efectos superdeterminados en las relaciones sociales, en el campo de la lucha de clases. II.
EL ESTADO CAPITALISTA Y LA LUCHA DE CLASES
La dilucidación de los principios de explicación del Estado capitalista está lejos de haberse agotado. La relación de las estructuras políticas y de las relaciones de producción se abre, en efecto, sobre el problema de la relación del Estado y del campo de la lucha de clases. La autonomía específica de las estructuras políticas y económicas del M.P.C. se refleja, en el campó de la lucha de clases, es decir, en el dominio de las relaciones sociales, en la autonomización de las relaciones sociales económicas y de las relaciones sociales políticas, o sea en la autonomización, subrayada por Marx, Engels, Lenin y Gramsci, de la lucha económica y de la lucha propiamente política de clase. Prescindiendo provisionalmente de lo ideológico, la relación del Estado con el campo de la lucha de clases puede considerarse, pues, en la relación del Estado con la lucha económica de clases por una parte, y con la lucha política de clases por otra. Ahora bien, si se examina, para comenzar, la lucha económica de clases, las relaciones sociales económicas del m.p.c, se comprueba una característica fundamental y original que en adelante definiré como "efecto de aislamiento". Consiste en lo que las estructuras jurídicas e ideológicas —determinadas en última instancia por la estructura del proceso de trabajo— instauran, en su nivel, a los agentes de la producción distribuidos en las clases sociales en "sujetos" jurídicos y económicos, y tienen como efecto, sobre la lucha económica de clases, ocultar, de manera particular, a los agentes sus relaciones como relación de clase. Las relaciones sociales económicas son efectivamente vividas por los soportes al modo de un fraccionamiento y de Una atomización específicos. Los clásicos del marxismo lo han designado con frecuencia oponiendo la lucha económica "individual", "local", "aislada", etc., a la lucha política, que tiende a presentar un carácter de unidad, y aun de unidad de clase. Ese aislamiento es, así, el efecto sobre las relaciones sociales económicas, 1] de lo jurídico, 2] de la ideología jurídico-política, 3] de lo ideológico en general. Ese efecto de aislamiento es terriblemente real: tiene un nombre, la competencia entre los obreros asalariados y entre los capitalistas propietarios privados. En realidad es una concepción ideológica de las relaciones capitalistas de producción, que las concibe como relaciones intercambistas, en el mercado, de individuos-agentes de la producción. Pero la competencia, lejos de designar la estructura de las re»
lociones capitalistas de producción, consiste precisamente en el efecto de lo jurídico y de lo ideológico sobre las relaciones sociales económicas. No por eso es menos cierto que ese efecto de aislamiento es de una importancia capital, principalmente porque oculta a los agentes de la producción, en lucha económica, sus relaciones de clase. No cabe duda por lo demás, en que ésta es una de las razones las cuales Marx localiza constantemente la constitución de las clases —del M.P.C.— en cuanto tales, en el nivel de la lucha política de clases: no es que "individuos-agentes de la producción" se constituyan en clases solo en la lucha política. Sabido es, principalmente por et tercer libro de El capital, que los agentes de la producción, ya en la transacción del contrato de trabajo del primer libro, están distribuidos en clases sociales. La lucha económica no es vivida como lucha de clases por razón de los efectos de lo jurídico y de lo ideología sobre las relaciones sociales económicas, sobre la lucha, económica. Por lo demás, este "efecto de aislamiento" sobre las relaciones sociales económicas no se manifiesta simplemente en el nivel de cada agente de la producción aun como efecto de "individualización" de dichos agentes. Se manifiesta en toda una serie de relaciones que va, por ejemplo, de las relaciones de obrero asalariado a capitalista propietario privado, de obrero asalariado a obrero asalariado y de capitalista privado a capitalista privado, hasta las de obrero de una fábrica, de una rama de la industria o de una localidad a los otros, de capitalistas de una rama de la industria y de una fracción del capital a los otros. Este efecto de aislamiento que se designa con la palabra competencia abarca todo el conjunto de las relaciones sociales económicas. Por otro lado, puede descubrirse un aislamiento en el interior de las relaciones sociales económicas en ciertas clases de una formación capitalista, que dependen de otros modos de producción que coexisten en aquella formación. Tal es el caso de los campesinos parcelarios. Hay que observar, sin embargo, que en su caso el aislamiento nace de sus condiciones de vida económica, a saber, precisamente de su no-separación de los medios de producción, mientras que en el caso de los propietarios capitalistas y de los obreros asalariados el aislamiento es un efecto de lo jurídico y de lo ideológico. Sin embargo, ese "efecto de aislamiento" específico del M.P.C. impregna también, de manera sobredeterminante, a las clases de los modos de producción no predominantes de una formación capitalista, añadiéndose, en su relación con el Estado capitalista, al aislamiento propio de sus condiciones de vida económica. Que esas características de la lucha económica del M.P.C. sean efectos de lo jurídico y de lo ideológico, quizá nada lo indica mejor que el hecho siguiente: cuando Marx designa con una palabra ese aislamiento de la lucha económica, oponiéndolo a la lucha propiamente .política, emplea con frecuencia la palabra privado, oponiéndolo al de público, el cual comprende el campo de la lucha política. Esta distinción de lo privado y de lo público procede de lo político-jurídico, en cuanto se oponen los agentes instaurados en individuos-sujetos jurídicos y políticos (privado) a las instituciones políticas "representativas" de la unidad de esos sujetos (público). El hecho de que Marx aplique la categoría de privado para designar el aislamiento de la lucha económica, no significa, pues, de ningún modo, una distinción entre los individuos-sujetos económicos (privado) y lo político, sino que indica el aislamiento de toda la serie de relaciones sociales económicas como efecto de lo jurídico y de lo ideológico. En este sentido deben entenderse estas observaciones: "Como quiera que sea, no podría alcanzarse ese fin [la limitación de la jomada de trabajo] por un arreglo privado entre obreros y capitalistas. La necesidad misma de una acción política general demuestra que en su acción
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puramente económica el capital es el más fuerte";9 "Esa derrota arrojó al proletariado al último plano de la escena revolucionaria. . . Se lanza... a un movimiento en el que renuncia a transformar el mundo viejo con la. ayuda de los grandes medios que le son propios, sino que busca, muy por el contrario, realizar su liberación... de manera privada, en los límites restringidos de su» condiciones de existencia, y, por consiguiente, fracasa inevitablemente".10 A propósito de la clase burguesa: "La lucha por la defensa de sus intereses públicos, de sus propios intereses de clase, de su poder político, no hacía más que indisponerla e importunarla comió estorbo para sus asuntos privados"; "esa burguesía que, a cada instante, sacrificaba su propio interés general de clase, su interés político, a sus intereses particulares y privados más estrechos, más sucios...".11 Estas observaciones son importantes para situar exactamente la relación del Estado capitalista con Ja lucha económica de clases. Repetimos que esa relación no delimita la relación de las estructuras del Estado capitalista y de las relaciones de producción, en cuanto esta última relación señala los límites de la relación del Estado y del campo de la lucha de clases. El. Estado capitalista está de hecho en relación con las relaciones sociales económicas tal como se presentan et su aislamiento, efecto de lo ideológico y de lo jurídica. Y esto en la medida en que las relaciones sociales económicas consisten en prácticas de clase, y aun en acción efectiva inmediata sobredeterminada de los agentes ¿«tribuidos en clases sociales en lo económico: esta práctica no es de ningún modo "pura", sino siempre sobredeterminada en su realidad concreta. El Estado capitalista es, pues, determinado por su función respecto de la lucha económica de clases, tal como se presenta por razón del efecto de aislamiento indicado anteriormente. Así, ese Estado se presenta constantemente como la unidad propiamente política de una lucha económica que manifiesta, en su naturaleza, ese aislamiento. Se da por representante del "interés general" de intereses económicos competidores y divergentes que ocultan a los agentes, tal como éstos los viven, su carácter de clase. Por vía de consecuencia directa, y por el sesgo de todo un funcionamiento complejo de lo ideológico, el Estado capitalista oculta sistemáticamente, en el nivel de sus instituciones políticas, su carácter político de clase: se trata, en el sentido más auténtico, de un Estado popular-nacional-de-clase. Este Estado se presenta como la encarnación de la voluntad popular del pueblo-nación. El pueblo-nación está institucional-mente fijado como conjunto de "ciudadanos", de "individuos", cuya unidad representa el Estado capitalista, y tiene precisamente como sustrato real el efecto de aislamiento que manifiestan las relaciones sociales económicas del M.P.C. Ahora bien, es cierto que, en esa función del Estado respecto de la lucha económica de clases, interviene toda una serie de operaciones propiamente ideológicas: no habría, sin embargo, en ningún caso que reducir las estructuras de ese Estado, ateniéndose a su función respecto de las relaciones sociales económicas, a lo ideológico. Dichas estructuras dan lugar a instituciones reales, que forman parte de la instancia regional del Estado. Lo ideológico interviene aquí a la vez por su efecto propio de aislamiento sobre las relaciones sociales económicas, y en el funcionamiento concreto del 9
Estatutos de la Primera Internacional. Véase también las Resoluciones del Primer Congreso de la Primera Internacional, §,relativas a los sindicatos, y además el conjunta de los textos de Marx concernientes a la lucha sindical. 10 Le 18 Brumaire, Éd. Sociales, pp. 20-21. 11 Op. cit., pp. 88 s.
Estado con relación a ese efecto. Tal intervención de ningún modo puede reducir instituciones tan reales como la representación parlamentaria, la soberanía popular, el sufragio universal, etc. La superestructura jurídico-política del Estado tiene, pues, aquí una doble función, que puede dilucidarse precisamente aquí partiendo de estas observaciones. 1] Más particularmente bajo su aspecto de sistema jurídico normativo, de realidad jurídica, instaurando a los agentes de la producción distribuidos en clases en sujetos-políticos, dicha superestructura tiene como efecto el aislamiento en las relaciones sociales económicas. 2] En su relación con las relaciones sociales económicas, que manifiestan ese efecto de aislamiento, tienen por función representar la unidad de relaciones aisladas instituidas en el cuerpo político que es el pueblo-nación. Lo que quiere decir, en otras palabras, que Estado representa la unidad de un aislamiento que es en gran parte —pues lo ideológico desempeña esto un gran papel— su propio efecto. Doble función —de aislar y de representar la unidad— que se refleja en contradicciones internas en las estructuras Estado. Éstas revisten la forma de existencia de condiciones entre lo privado y lo público, entre los individuos-personas políticos y las instituciones representativas de la unidad del pueblo-nación, y aun en el derecho privado y el derecho público, entre las libertades políticas y el interés general, etc. Sin embargo, mi propósito no será principalmente analizar la organización de esas estructuras estatales tiendo de las relaciones de producción ni dilucidar contradicciones internas, lo que dependería principalmente de profundizar la relación señalada entre el tema jurídico y la estructura del proceso de trabajo: eso será sobre todo captarlas en su función respecto del campo de la lucha de clases. Lo que equivale aquí a considerar, en cierto modo, su efecto de aislamiento sobre las relaciones sociales económicas como dado, para dilucidar el papel propiamente político del Estado respecto de él y, por lo tanto, respecto de la lucha política de clases. La relación del Estado capitalista con las relaciones sociales económicas, es decir, con la lucha económica de clases, ofrece tal importancia que Marx se creyó obligado a subrayarla. Sin embargo, emplea con frecuencia términos ya descriptivos—como el de sociedad— ya procedentes de su problemática de la juventud —como el de sociedad civil—, lo que indujo a las interpretaciones erróneas señaladas. En efecto, en sus obras políticas, ya en Le 18 Brumaire, Marx emplea el término "sociedad" (que en otras partes indica globalmente las relaciones sociales, el campo de las relaciones de clase) para designar las relaciones sociales económicas, la lucha económica de clases, manifestación del efecto de aislamiento. A veces llegará a emplear de nuevo la frase ''sociedad civil", reanudando, en apariencia, la problemática de la separación de la sociedad civil y del Estado: "En vez de que la sociedad misma se haya dado un nuevo contenido, es sólo el Estado el que parece haber vuelto a su forma primitiva. . ."; 12 "el bigote y el uniforme, festejados periódicamente como la sabiduría suprema de la sociedad, ¿no tenía que acabar por ver que valía más . . . librar completamente a la sociedad civil de la preocupación de gobernarse a sí misma?"; 13 "se advierte inmediatamente que en un país como Francia, . . . donde el Estado encierra, controla, reglamenta, vigila y tiene en tutela a la sociedad civil.. ., la Asamblea Nacional al perder el derecho de disponer de los puestos ministeriales, perdía igualmente toda influencia real si. . . no permitía finalmente a la sociedad civil y a la opinión pública crear sus propios órganos. . "cada interés común se desprendió inmediatamente de la 12 13
Le 18 Brumaire, Éd. Sociales, p. 16. Op. cit., p. 27.
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sociedad y se opuso a ella a título de interés superior, general, sustraído a la iniciativa de los individuos de la sociedad, transformado en objeto de la actividad gubernamental... No fue hasta el segundo Bonaparte cuando el Estado parece haberse hecho completamente independiente. . ."; 'pero la parodia del imperialismo era necesaria para librar a la masa de la nación francesa del peso de la tradición y destacar en toda su pureza el antagonismo existente entre el Estado y la Sociedad". Nos detenemos en estas citas; podrían aportarse muchas más tomadas de Las luchas de clases en Francia, de La guerra civil en Francia, de la Critica del Programa de Gotha, etcétera. Si nos referimos a las observaciones precedentes, se ve claramente, por una parte, que esos estudios de Marx no son simples ecos, reminiscencias vacías de una antigua problemática, y por otra parte que no se refieren tampoco al esquema de la separación de la sociedad civil y del Estado. Comprenden en realidad un problema nuevo, pero en términos tomados a una antigua problemática, en cuyo marco comprendían un problema diferente. Aquí, el "antagonismo", la "separación" o la "independencia" del Estado y de la sociedad civil — sociedad— designan muy exactamente esto: la autonomía específica del Estado capitalista y de las relacionen de producción en el m.p.c. se refleja, en el campo de la lucha de clases, en una autonomía de la lucha económica y de la lucha política de clases; esto se expresa por el efecto de aislamiento sobre las relaciones sociales económicas, revistiendo el Estado respecto de ellas una autonomía específica por cuanto se presenta como representante de la unidad del pueblo-nación, cuerpo político fundado sobre el aislamiento de las relaciones sociales económicas. Sólo olvidando el cambio de la problemática en la obra de Marx y con un juego de palabras puede interpretarse esta autonomía de las estructuras y de las prácticas en el Marx de la madurez como una separación de la sociedad civil y del Estado. Ése es sobre todo el caso para la escuela marxista italiana, cuyos títulos habría que reconocer abiertamente: procediendo, detrás de Galvano della Volpe, a un esfuerzo de dilucidación del pensamiento de Marx, en obras importantes que tratan principalmente de los problemas de la ciencia política marxista, dicha escuela tuvo una función crítica importante. Rebatió de manera radical la concepción vulgarizada del Estado como simple útil o instrumento de la clase dominante-sujeto. Esa escuela planteó también sin duda problemas originales que se refieren, de hecho, a la cuestión de la autonomía específica de las estructuras y de las prácticas de clase n el M.P.C. Sin embargo, sitúa la novedad de Marx en ilación con Hegel (en las obras concernientes a la teoría hegeliana del Estado) en la crítica de la invariable especulación-empirismo que caracteriza a la problemática de Hegel. Pero esa crítica no es en realidad otra cosa que la simple reanudación por Marx de la critica hecha por Feuerbach de Hegel. Además, esa escuela oculta los problemas que plantea el tema de la separación de la sociedad civil y del Estado, lo que conduce a toda una serie de resultados erróneos, sobre los cuales tendrá que volverse a propósito de problemas concretos. La importancia de estas observaciones concierne, por lo demás, igualmente a la relación del Estado capitalista con la lucha política de clases. El efecto de aislamiento en la lucha económica tiene incidencias sobre el funcionamiento específico de la lucha política de clases en una formación capitalista. Una de las características de esa lucha, relativamente autonomizada de la lucha económica, consiste, efectivamente, en el hecho, constantemente subrayado por los clásicos del marxismo, de que tiende a constituir la unidad de clase partiendo del aislamiento de la lucha económica. Esto tiene una importancia particular en la relación de la práctica-lucha-política de las clases dominantes y del Estado capitalista en la medida en que tal práctica está especificada el hecho de que tiene como objetivo la conservación ese Estado y tiende, a través de él, a la conservación de las relaciones sociales existentes. Así, esa práctica política de las clases, dominantes deberá, no solamente constituir la unidad de la clase o de las clases partiendo del aislamiento de su lucha económica, sino
también por todo un funcionamiento político-ideológico particular, constituir sus intereses propiamente políticos como representantes del Interés general del pueblo-nación. Esto se hace necesario por razón de las estructuras particulares del Estado capitalista, en su relación con la lucha económica de clases, y posible precisamente por razón del aislamiento de la lucha económica de las clases dominantes. Por el análisis de todo ese funcionamiento complicado puede establecerse ya la relación de ese Estado nacional-popular-de-clase y de las clases políticamente dominantes en una formación capitalista. III. SOBRE EL CONCEPTO DE HEGEMONIA En ese contexto preciso emplearé el concepto de hegemonía: este concepto tiene por campo la lucha política de clases en una formación capitalista, y comprende, más particularmente, las prácticas políticas de las clases dominantes en esas formaciones. Podrá decirse, pues, al localizar la relación del Estado capitalista y de las clases políticamente dominantes, que ese Estado es un Estado con dirección hegemónica de clase. Fue Gramsci quien expuso este concepto. Es cierto, por una parte, que en él queda en el estado práctico y, por otra parte, que, presentando en él un campo de aplicación muy vasto, es demasiado vago. Es preciso, [pues, aportar aquí previamente toda una serie de aclaraciones y de restricciones. Dada la relación particular de Gramsci con la problemática leninista, siempre creyó haber encontrado ese concepto en Lenin, más particularmente en sus textos relativos a la organización ideológica de la clase obrera y su papel de dirección en la lucha política de las clases dominadas. En realidad, se trata de un concepto nuevo que puede explicar algunas prácticas políticas de las clases dominantes en las formaciones capitalistas desarrolladas. Igualmente en ese caso lo emplea Gramsci, aunque ampliándolo abusivamente de manera que comprenda las estructuras del Estado capitalista. No obstante, sus estudios a ese respecto, si se limita con rigor el campo de aplicación y de constitución del concepto de hegemonía, son muy interesantes: tienen por objeto la situación concreta de esas formaciones, aplicando los principios sacados a luz por Lenin al estudiar un objeto concreto diferente: la. situación en Rusia. Esos estudios de Gramsci plantean, sin embargo, un problema capital, en la medida en que su pensamiento es vigorosamente influido por el historicismo de Croce y de Labriola. 14 El problema es aquí muy vasto para entrar a fondo en el debate. Me contento con indicar que puede localizarse en Gramsci una ruptura clara entre sus obras de juventud —entre otras los artículos del Ordine Nuovo, hasta llegar a II materialismo storico e la filosofía di Benedetto Croce—, de factura típicamente historicista, y sus obras de madurez sobre teoría política, los Quaderni di carcere —entre ellos Machiaveli, etc.—, en los que precisamente se elabora el concepto, de hegemonía. 15 Esa ruptura, que se hace clara mediante una interpretación sintomática de los textos en la que se ve aparecer la problemática leninista de Gramsci fue, por lo demás, ocultado por interpretaciones que tentaron descubrir las relaciones teóricas de Gramsci y de Lenin: con la mayor frecuencia fueron
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Sobre el "historicismo" de Gramsci véase Althuser Para leer El capital Véase en este sentido L. Paggi: "Studi e interpretazioni recenti di Gramsci", en Critica Marxista, mayo-junio di' 1966, pp. 151 ss. 15
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interpretaciones historicistas.16 Sin embargo, aun en las obras de madurez de Gramsci siguen siendo numerosas las secuelas del historicismo. Además, a una primera lectura de sus obras, el concepto de hegemonía parece indicar una situación histórica en la que el dominio de clase no se reduce al simple dominio por la fuerza y la violencia, sino que implica una función de dirección y una función ideológica particular, por medio de las cuales la relación dominantes-dominados se funda en un "consentimiento activo" de las clases dominadas. 17 Concepción bastante vaga y que, a primera vista, parece emparentada con la de la conciencia de clase-concepción del mundo, de Lukács, situada a su vez en la problemàtica hegeliana del sujeto. Esa problemática, trasplantada al marxismo, conduce a la concepción de la clase-sujeto de la historia, principio genético totalizador, por el sesgo de la conciencia de clase que reviste aquí el papel del concepto hegeliano, de las instancias de una formación social. En este contexto, es la "ideología-conciencia-concepción del mundo" de la clase sujeto de la historia, de la clase hegemónica, la que sirve de base a la unidad de una formación, en la medida en que determina la adhesión de las clases dominadas en un sistema determinado de dominio.18 Así, pues, es interesante advertir que Gramsci, en ese empleo del concepto de hegemonía oculta precisamente los problemas reales que analiza bajo el tema de la separación de la sociedad civil y del Estado. Esos problemas, que implican en realidad la autonomía específica de las instancias del M.P.C. y el efecto de aislamiento en lo económico, son enmascarados. Dicha "separación" ¡está adosada en Gramsci, como lo estuvo, por lo demás, en el joven Marx, a la concepción de relaciones feudales caracterizadas por una "mezcla" de las instancias: esto tiene lugar por medio del tema gramsciano de lo "económico-corporativo". El concepto de hegemonía lo emplea también Gramsci para distinguir la formación social capitalista de la formación feudal "económico-corporativa". 19Lo económico-corporativo designa principalmente las relaciones sociales feudales caracterizadas por una estrecha imbricación de lo político y de lo económico, "política injertada en la economía", nos dice Gramsci. En el marco de la transición del feudalismo al capitalismo, en los diversos estados del Renacimiento italiano, se sitúan los estudios de Gramsci relativos al Estado moderno "nacionalpopular". Ese marco le permite analizar la función hegemónica de unidad del Estado moderno, función referida a la "atomización" de la sociedad civil, sustrato del pueblo-nación. Lo que impresiona a Gramsci en Maquiavelo no es simplemente el hecho de que haya sido uno de los primeros teóricos de la práctica política, sino sobre todo que entrevio esa función de unidad que reviste el Estado moderno respecto de las "masas populares", consideradas aquí como producto de la disolución de las
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Entre otros, Togliatti: "Il Leninismo nel pensiero e nell'azione di A. Gramsci" y "Gramsci e il leninismo", en Stui Gramsciani, Roma, 1958, o también M. Spinella y su mtrodr ción a A. Gramsci, Elementi di politica, Roma, 1964, sin ha de la interpretación historicista típica de Gramsci por J. fTexier: A. Gramsci, Seghers, 1967. 17 Note sul Machiavelli e lo Stato moderno, op. cit., Einaudi, pp. 87 ss., 125. 18
Por otro lado, este concepto de hegemonía fue igualmente utilizado por Gramsci en el dominio de la práctica politica de las clases dominadas, más particularmente de la clase labrera: volveremos sobre esto. 19
Entre otros, Lettres de prison, Éd. Soc, pp. 212 ss; Gli intellettuali e l'organisazione della cultura, Einaudi, pp, 8 ss.
relaciones feudales. Esto es particularmente claro cuando Gramsci estudia el fracaso, al principio, de las tentativas de formación de ese Estado en Italia: "La razón por la cual fracasaron sucesivamente las tentativas para la creación de una voluntad nacional-popular hay que buscarla en la existencia de grupos determinados (caracteres y funciones de comunas de la Edad Media). .. La posición que nace de ahí determina una situación interior que puede llamarse "económico-corporativa", es decir, políticamente la peor de las formas de sociedad feudal..." 20 La expresión "económico-corporativo" tiene, sin embargo, en Gramsci un segundo sentido. No indica solamente las relaciones "mixtas", económicas y políticas, de la formación feudal, sino también "lo económico", distinto de lo político, de las formaciones capitalistas. Fluctuación significativa de terminología que, precisamente, puede comprenderse partiendo de las influencias historicistas que empañan a veces los estudios de Gramsci. El carácter común que encuentra Gramsci en las relaciones económico-corporativas "mixtas" de las formaciones feudales, y las relaciones "económicas", distintas de las relaciones políticas, de las formaciones capitalistas, es que ambas se distinguen de las relaciones "propiamente políticas" de las formaciones capitalistas. Así, se ven claramente las secuelas del historicismo en los estudios de Gramsci. Se puede, no obstante, ensayar su depuración. Podrá verse que los problemas reales que dichas secuelas plantean no se refieren de ningún modo a una separación cualquiera del Estado capitalista y de la sociedad civil, decretada atomizada por cuanto se la considera resultado de la disolución de relaciones feudales mixtas u orgánicas. Esos problemas reales se refieren a la autonomía específica de las instancias del m.p.c, al efecto de aislamiento en las relaciones sociales económicas de ese modo, y a la relación del Estado y de las prácticas políticas de las clases dominantes con ese aislamiento. Ahora bien, el concepto de hegemonía, que se aplicará Únicamente a las prácticas políticas de las clases dominantes —-y no al Estado— de una formación capitalista, reviste dos sentidos. 1] Indica la constitución de los intereses políticos de ¡titas clases en su relación con el Estado capitalista, como representantes del "interés general" del cuerpo político He es el "pueblo-nación" y que tiene como sustrato el efecto de aislamiento en lo económico. Este primer sentido está, por ejemplo, implícito en la siguiente cita de Gramsci, que ahora debe considerarse teniendo en cuenta las observaciones anteriores: "Un tercer momento es aquel en que se adquiere conciencia de que sus propios intereses corporativos, en su desenvolvimiento actual y futuro, rebasan los límites de la corporación, de un grupo puramente económico, y pueden y deben convertirse en los intereses de otros grupos subordinados. Es la etapa en que las ideologías que germinaron anteriormente se convierten en 'partidos', se miden y entran en lucha hasta el momento en que sólo una de ellas o una combinación tiende a triunfar, a imponerse, a propagarse por toda el área social, determinando... así la unidad intelectual y moral, plateando todos los problemas alrededor de los cuales se intensifica la lucha no en el plano corporativo, sino en un plano 'universal', y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre los grupos subordinados. Es cierto que se concibe el Estado como el organismo propio de un grupo, destinado a crear condiciones favorables a una mayor ampliación del grupo mismo; pero ese desarrollo y la expansión se conciben y presentan como la fuerza motriz de una expansión universal, de un desarrollo de todas las energías 'nacionales', es decir, que el grupo dominante está concretamente coordinado con los intereses generales de los grupos subordinados y que la vida del Estado se concibe como una 20
Il Risorgimento. . ., Einaudi, pp. 35 ss y passim.
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formación continua y una continua superación de equilibrios inestables (en los limítes de la ley) entre los intereses del grupo fundamental y los de los grupos subordinados, equilibrios en los que vencen los intereses del grupo dominante, pero sólo hasta cierto punto, es decir, no hasta un mezquino interés económico-corporativo".21 2] El concepto de hegemonía reviste asimismo otro sentido, que en realidad no indica Gramsci. Se verá, en efecto, que el Estado capitalista y las características especiales de la lucha de clases en una formación capitalista hacen posible el funcionamiento de un "bloque en el poder", compuesto de varias clases o fracciones políticamente dominantes. Entre esas clases y fracciones dominantes, una de ellas detenta un papel predominante particular, que puede ser caracterizado como papel hegemónico. En este segundo sentido, el concepto de hegemonía comprende el dominio particular de una de las clases o fracciones dominantes respecto de las otras clases o fracciones dominantes de una formación social capitalista. El concepto de hegemonía permite precisamente descifrar la relación entre esas dos características del tipo de dominio político de clase que presentan las formaciones capitalistas. La clase hegemónica es la que concentra en sí, en el nivel político, la doble función de representar el interés general del pueblo-nación y de detentar un dominio específico entre las clases y fracciones dominantes: y esto, en su relación particular con el Estado capitalista. LA TACTICA, LA ESTRATEGIA Y LAS VIAS DE LA REVOLUCION
Conflicto armado, reforma y revolución- Alvaro Vásquez del Real El tema de este intercambio sugiere sobre todo una reflexión acerca del contenido y de los objetivos de la lucha del movimiento armado colombiano, la cual lleva por dentro el análisis de la viabilidad de la lucha armada misma. A la vez, ambos aspectos están incorporados en un universo más general, como es el de la validez de la propia lucha revolucionaria. Por supuesto que esto no tiene nada de original ni de novedoso. El debate sobre estos tres temas en conflicto viene encendiéndose y adquiriendo fuerza sostenida, muy particularmente desde la crisis del socialismo europeo y la conformación de una nueva relación de fuerzas en el escenario internacional, con la consiguiente transnacio¬nalización del capitalismo contemporáneo. Núcleos muy destacados de analistas descalifican cualquier eventual utilización de las formas armadas de lucha, para realizar las transformaciones revolucionarias. Aferrados a consideraciones muy particulares sobre los cambios que se han producido en los últimos tiempos en el mundo y en la composición de las sociedades contemporáneas concluyen, en un alarde de creación de nuevos fundamentalismos, no sólo en la obsolescencia absoluta de la lucha armada popular sino también en la preclusión de los objetivos revolucionarios. En 21
Machiavelli. ..pp. 40 ss.
ciertos medios se identifica a la nueva izquierda democrática con estas posiciones. Muy pegada al canto de tales formulaciones teóricas, consideradas parte del arsenal de la modernización, están las aseveraciones sobre la inviabilidad de soluciones revolucionarias en el orden nacional o aun regional en la actual etapa, caracterizada por la globaliza-ción impulsada por los grandes centros del poder económico y político, cuando se desvalorizan aceleradamente doctrinas, como las de la soberanía de los pueblos o las autonomías nacionales, que caracterizaron etapas anteriores del capitalismo. Lo que dice el Manifiesto Cuando se conmemoran los 150 años del Manifiesto Comunista, es bueno reflexionar sobre algunas de sus afirmaciones en relación con estos enfoques. Es obvio que la idea de revolución penetra todo el Manifiesto, puesto que su principal sentido es precisamente justificar y argumentar la necesidad de sustitución del sistema capitalista por el socialismo y el comunismo. La secuencia de este mecanismo es la brillante sustentación de los hechos y las razones que hacen necesario el proceso revolucionario. Lo que es trascendente aquí, más que el relato, es la idea de que el capitalismo, por su propio desarrollo interno y cualquiera que sea su devenir histórico, engendra los elementos de su sustitución como sistema transitorio. Lo que debe averiguarse es si los cambios del período actual hacen inútil o desechable esta idea. Claro que hay montones de estudios, for-mulaciones y planes que derivan hacia a una tal conclusión. Sin embargo, tomando en cuenta las realidades del mundo en que vivimos, no parece posible llegar a la tesis inmovilista de la perpetuación del sistema. Los componentes básicos del análisis del Manifiesto, más allá de los detalles que los acompañan, permanecen vigentes. Aún más, son más relevantes y explosivos que en la mitad del siglo pasado. El tamaño de las contradicciones y los antagonismos que entonces se hacían presentes, se han hecho mucho más monstruosos. Nuevos contrastes y nuevas presentaciones de éstos emergen de la profundidad del subsuelo que sustenta el sistema. Resolver estas contradicciones que es el tema de los cambios revolucionarios- es la única opción histórica. Y resolverlas significasubvertir el orden imperial y crear las bases de una nueva forma de sociedad. Revolución y poder La idea de revolución está unida en el Manifiesto a la conquista del poder político del Estado. "El proletariado debe en primer lugar, conquistar el poder político", señala el texto clásico, y agrega que "el primer paso de la revolución obrera es la elevación del proletariado a clase dominante". 86
Esta dependencia dialéctica de revolución y poder es desarticulada en la teoría y en la práctica de posiciones conocidas: los que reclamándose del socialismo asumen el poder, no para la transformación social sino para recomponer al capitalismo -como lo sabemos en la práctica centenaria de la socialdemocracia y aquellos que predican el socialismo, pero que prescinden de la necesidad del poder para realizarlo. Un poder sin revolución y una revolución sin poder, he aquí las formas extrañas de eludir el compromiso social. El Manifiesto prevé con gran lucidez la mundialización del capitalismo. Y en relación con ésta desarrolla la concepción de que "el aislamiento nacional y los antagonismos entre los pueblos desaparecen día en día... El dominio del proletariado los hace desaparecer más de prisa todavía". La diferencia cualitativa entre estos conceptos de Marx y Engels y aquellos que pretenden que los cambios revolucionarios nacionales son extraños a la época actual, es abismal. El marxismo liga los procesos de internacionañzación a la lucha revolucionaria, al ejercicio del poder proletario en la escala de cada país. Por eso el texto de 1848 señala que "la lucha del proletariado contra la burguesía es primeramente una lucha nacional. Es natural que el proletariado de cada país deba acabar, en primer lugar, con su propia burguesía... elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación; todavía es nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués".22 El profundo sentido de este texto contempla el doble movimiento de la internacionalización y del cambio revolucionario en un único proceso, al revés de quienes trazan barreras a las aspiraciones de liberación, con pretexto en los nuevos fenómenos de la mundialización. Revolución y lucha armada En el Manifiesto no se prevén otras formas de alcanzar los objetivos liberadores distintos de la acción armada, para romper la resistencia de las clases dominantes. "Sus objetivos (del proletariado) sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente" (misma cita). Esta formulación se desprende del análisis del carácter de la clase dominante y de su resistencia a renunciar a los privilegios. Pero, como puede haber múltiples actitudes de los detentadores del poder, esa conclusión no puede considerarse absoluta. Recordemos que Marx, en su conocido discurso de La Haya, en septiembre de 1872, insistió en que "hay que tener en cuenta las instituciones, las costumbres y las tradiciones de los diferentes países; nosotros no negamos que existen países en los que los trabajadores pueden llegar a sus objetivos por medios pacíficos", pero agregando
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Obras Escogidas de Marx y Engels, Tomo I, Editorial Progreso, 1973, pp. 121 y 127.
inmediatamente que "en la mayoría de los países del continente (Europa) será la fuerza la que deberá servir de palanca de nuestras revoluciones".23 A lo cual habría que agregar que el tipo de los desenlaces revolu-cionarios, según la agudeza de la lucha, depende también de dos factores decisivos: las peculiaridades del carácter de la clase dirigente y las formas de su ofensiva en respuesta a las demandas populares. La acción armada en Colombia Tratando de explicarnos la aparición y la persistencia de las formas armadas de lucha en Colombia, debemos partir de que la lucha guerrillera en el país surge sobre el terreno de una historia larga de movilizaciones de las masas campesinas, a partir del amplio movimiento agrario de la década del 30. Lo nuevo fue la incorporación que hizo el poder, desde la época del 50, de diversas formas de violencia masiva y sistemática, que, de una manera o de otra, con más o menos intensidad, se ha venido reproduciendo hasta nuestros días. Es bueno recordar que fueron los dirigentes liberales los que iniciaron una respuesta armada a las dictaduras conservadoras. Por eso las primeras manifestaciones de la resistencia armada fueron el resultado de la alianza de grupos liberales y revolucionarios. La llamada "conferencia de Boyacá" de 1952 estuvo compuesta por dirigentes guerrilleros de ambas tendencias. El punto de bifurcación en este proceso fue la diferenciación y consecuente división entre "limpios" y "comunes" en el sur del Tolima, cuando los dirigentes liberales respaldaron el golpe militar de Rojas Pinilla. Por una paradoja de la historia, la derrota de los núcleos revolucionarios en este episodio, y su abandono de las posiciones territoriales, dieron lugar a la configuración de un perfil de los destacamentos guerrilleros como focos revolucionarios. La conciliación burguesa con la reacción permitió relievar la posición del ala izquierda. Esa crisis no sólo desnudó la cobardía política de los dirigentes liberales, sino que aceleró la toma de conciencia de quienes buscaban una salida desde posiciones consecuentes. Por eso el primer rasgo y el más significativo de la lucha armada colombiana, es que aparece sobre el terreno de la lucha de masas, como una prolongación y cualificación natural de ésta, con un contenido y una organización de partida que le permite arraigarse en lo más profundo de las querencias populares. No fue el resultado de un plan político previo. No fue la formulación estratégica de un partido. La resistencia armada a la ofensiva violenta de la reacción fue el ambiente en que se aclimató, en su primera etapa, este proceso peculiar.
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Ibíd., Tomo II, p. 312.
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Pero, luego se transformó, de una fuerza de resistencia en una opción de cambio estructural. Algo parecido a la conversión de frentes antifascistas en coaliciones de gobierno en varios países, durante la segunda guerra mundial. Una visión general de este contradictorio discurrir nos permite formarnos el criterio de que, más que un desenlace de una situación revolucionaria, se trata de la formación y consolidación de un movimiento, que en su desarrollo utiliza formas armadas como parte de su lógica de lucha. Lo que sugiere inmediatamente la idea de proceso, antes que de tomas de decisión al final de situaciones de conflicto. Las plataformas guerrilleras Este curso, en el cual la génesis y el desarrollo de la lucha hace parte de la movilización popular, determina la creación de sus proyeciones programáticas, lo cual nos lleva a su contenido. Lo podríamos, en gracia de simplificación, recoger en tres documentos principales: el programa agrario de Marquetalia, de julio de 1964, la carta abierta del 25 de marzo de 1992 dirigida por la coordinadora guerrillera al Congreso Nacional, y la plataforma aprobada por la 8- conferencia de las Farc del 3 de abril de 1993. Ya en el programa agrario de 1964 la guerrilla rebasa las ex-gencias campesinas para afirmar con fuerza: "Nosotros somos revolucionarios que luchamos por un cambio de régimen... Luchamos por el establecimiento de un régimen político democrático que garantice la paz con justicia social, el respeto por los derechos humanos y un desarrollo económico con bienestar para todos quienes vivimos en Colombia". En esta fijación de posiciones, se plantean con claridad exigencias que van más allá de las preocupaciones agrarias, en un momento en que acababa de ser roto el cerco militar sobre Marquetalia. El pronunciamiento sintetiza el difícil trasegar del período anterior, con sus columnas de marcha, la migración obligada de la población y la actividad de las organizaciones de resistencia. En la carta abierta al Parlamento, al iniciarse la negociación de Tlaxcala, se sintetizan las propuestas que se habían examinado en Caracas. El significado de este documento está en la visión general, tanto de los aspectos económicos como de la defensa de los recursos naturales, el papel de un Estado democrático, la reforma agraria y los elementos inmediatos para abrir paso a la posibilidad de un acuerdo hacia la apertura democrática del país. Como ilustración de la carta al Parlamento, la coordinadora presentó en Tlaxcala el 17 de marzo de 1992 el programa económico, en el cual se fijan posiciones de una gran actualidad sobre temas como la globalización, el modelo neoliberal, las privatizaciones, la prioridad de los sectores estratégicos, el papel de los organismos financieros internacionales y del capital privado extranjero, etc.
Hay que destacar aquí el criterio de la estrecha relación entre los cambios políticos y la estructura social, donde se enjuicia el carácter de monopolio del poder económico y político "de una pequeña minoría oligárquica", y se "reafirma la convicción de que la existencia de una democracia plena en Colombia supone una remoción previa de estos privilegios, y una reforma estructural que elimine la concentración de capital en tierras, medios financieros, comunicaciones, industria y comercio". Es la consideración de que, sin modificar las bases de la riqueza capitalista, no podrá forjarse una verdadera democracia. La Declaración de las Farc en 1993 coloca, a diferencia de otros documentos de la guerrilla, como punto de partida, la necesidad de un nuevo poder, de "un gobierno de reconstrucción y reconciliación nacional", con un contenido "pluralista, patriótico y democrático". E incluye temas como el cambio radical del papel del Ejército, su tamaño y su financiación, así como la participación popular en las decisiones del orden nacional y regional, la visión de una nueva política internacional, y un modelo económico diferente. Democracia y revolución El conjunto de estas posiciones conforma una doctrina de profundos cambios democráticos, para lograr transformaciones sociales y políticas a partir de una reestructuración del poder del Estado en su composición social, dentro del cual la clase trabajadora y la alianza democrática jueguen un papel protagonice esencial. Pero, el carácter de movimiento en desarrollo, que ha ido extendiéndose al conjunto del país, ha estado señalado por un proceso de confor-mación de objetivos que se desenvuelven a partir de exigencias puntuales. Este proceso y la estructura peculiar del movimiento armado colombiano, que actúa ahora prácticamente en todo el país, a diferencia de otras experiencias que concentran los destacamentos guerrilleros en determinadas regiones, ha ido imponiendo un estilo que está estrechamente ligado con los problemas cotidianos de las clases subalternas. El programa guerrillero no ofrece el socialismo como salida inmediata, sino una alternativa basada en la construcción de un Estado democrático de base popular, que contribuya a forjar una relación nueva entre el sistema y las mayorías nacionales, contraria a la que maneja la oligarquía financiera y el capital transnacional con un carácter cerrado, cuyo método es el autoritarismo y la coacción. En ese supuesto, la erradicación de la violencia y el terror está determinada por el cambio mismo del poder y el establecimiento de las nuevas relaciones políticas. Esta perspectiva está lejos de las variantes que manejan sectores de los llamados gremios y del gobierno, que entienden las demandas guerrilleras como una especie de pliego de peticiones, sin ninguna alteración del sistema de poder. En el amplio espectro de los que hoy promueven el diálogo hay una franja de posiciones cuyo común denominador es el mantenimiento de la estructura del poder actual, cuya permanencia es el principal obstáculo a la renovación política. No se ha llegado aún al punto de formar un consenso sobre el hecho 88
de que tal tipo de conformación histórica de la clase gobernante, como estructura de dominación, es responsable de la desarticulación de las instituciones y del deterioro que sufre continuamente la hegemonía estatal, tanto al interior del bloque de poder, como fuera de éste. Algunos de los más audaces del núcleo de los que predican la paz avanzan las perspectivas de concesiones del poder en el orden local y expresan su acuerdo con la influencia guerrillera en esta escala. Desde luego, el grado de las soluciones concretas dependerá de la relación de fuerzas entre movimiento popular -y no únicamente de la guerrilla- y el actual Estado. Las soluciones que señala el programa guerrillero y, sobre todo, las que van indicando los procesos de organización y lucha de los diversos núcleos populares, no podrán considerarse sólo a la luz del accionar armado sino en el horizonte más amplio de la unidad, la decisión y la movilización organizada de las fuerzas revolucionarias. Al margen de este comentario sobre el programa guerrillero, hay que asimilar la lección de los grupos armados que pactaron el abandono de su actividad. Ahora, cuando puede hacerse un examen en perspectiva de estas experiencias, es claro que su principal falla radicó en la carencia de un programa definido, en su falta de precisión y claridad de los objetivos a corto y largo plazo, lo que demuestra que no es suficiente el accionar audaz, el uso en gran escala de la publicidad, la sustitución de unos principios por la ejecución de actos espectaculares. Más que una derrota militar o política, estos grupos sufrieron una profunda crisis de identidad, lo que ha permitido su rápida cooptación por el establecimiento. Reformas y revolución Los procesos de reforma también juegan un papel: lo principal es el sentido de esas reformas y la forma de su aprovechamiento, en su relación con la lucha de masas, armada o no. Su importancia se mide por la contribución a la tarea de acumulación de las fuerzas sociales y políticas, y a la cohesión del sujeto histórico de los cambios. Dentro de este cuadro es que debe ubicarse el alcance de la aspiración a una solución política del conflicto armado. El aprovechamiento de una coyuntura favorable para la negociación significa un cierto grado de acceso a la modificación de las relaciones actuales, que puede ser francamente positiva para encuadrarla en una vía democrática del proyecto político. Aquí se debe tener en cuenta la regla leninista de la flexibilidad, y la oportunidad de los giros en las formas de librar la pugna política, de acuerdo con las situaciones y sus modificaciones. Porque la esencia de la confrontación no está en las formas que adquiera ésta, sino en los objetivos que se persiguen, en los que es posible alcanzar en cada momento para avanzar hacia los más elevados. La experiencia colombiana tiene diversos ejemplos de cómo aprovechar los cambios de las condiciones, cómo acercarse a ellos o cómo modificarlos según las circunstancias. Aprendiendo de las ventajas y fracasos de estas
experiencias y, sobre todo, incorporándolas dentro de una visión de conjunto y de largo plazo, lo prioritario es avanzar en las tareas que confrontan los revolucionarios colombianos en la actual etapa. EL MÉTODO DE MARX Y LENIN EN LA DETERMINACIÓN DE LAS VÍAS DE LA REVOLUCIÓN- Rodney Arismendi "El problema fundamental de la revolución. . . es el problema del poder". V. I. Lenin: "A propósito de las consignas", Ed Car-tago, O. C, T. XXV, p. 178. 1. Principios elementales de la revolución socialista Según la teoría de Marx y Engels, el pasaje de una formación social a otra —en las sociedades divididas en clases sociales antagónicas— sólo puede ocurrir por una revolución social. Cuando las clases explotadas —indica Engels— no son capaces de derribar el régimen opresor caduco, puede advenir un período de larga descomposición social (caso de la esclavitud y del pasaje al feudalismo). Marx y Engels develan la contradicción fundamental del régimen capitalista. Por un lado, la producción se concentra y se socializa; por otro, la propiedad privada de los instrumentos y medios de producción se acentúa al extremo. En el plano social, el antagonismo se expresa en aguda lucha entre el proletariado y la burguesía modernos, las clases fundamentales del capitalismo. Pugna irreconciliable, generada y dina-mizada por las leyes objetivas de la evolución social capitalista, que concluirá ineluctablemente en la revolución socialista. La misión histórica de la clase obrera emerge naturalmente de las leyes objetivas del desarrollo social, de la dialéctica interna del proceso capitalista. 24 Vinculado a las formas más modernas de la producción, a la gran industria, el proletariado es la sola clase en crecimiento numérico permanente y en curso también constante de concentración. Por su condición de asalariado, nada tiene que perder a no ser las cadenas de la esclavitud capitalista y tiene por delante un mundo a conquistar. La clase obrera, al liberarse emancipa conjuntamente a todas las otras clases o capas sociales oprimidas por el capitalismo.25 En esencia, la revolución socialista es la acción de la clase obrera —al frente de todos los explotados y oprimidos, del pueblo— que derriba el poder de los capitalistas, instaura un nuevo poder, la dictadura del proletariado, y pasa a propiedad común o social los medios fundamentales de producción. Estos actos que significan la eliminación de las bases económicas de la opresión de clase y de las causas de la existencia de clases sociales antagónicas, abren paso a la edificación del comunismo cuya fase primera es la sociedad socialista. Esta revolución es hoy el epicentro de las transformaciones gigantescas que definen nuestra época. Han pasado 50 años desde Octubre de 1917, se ha formado un sistema socialista mundial de estados, el ideario de Marx y Lenin gravita ' en todas las revoluciones de este tiempo e influye sobre el conjunto del movimiento intelectual.
24 25
C. Marx y F. Engels, "Manifiesto del Partido Comunista", Ed. en lenguas Extrangeras. C. Marx y F. Engels, "Manifiesto del Partido Comunista", Ed. cit
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La insurgencia anticolonialista de cientos de millones de hombres, la lucha democrática en general, los desplazamientos sociales y protestas que brotan de la tierra nutricia de la crisis general del sistema capitalista, se insertan de una u otra manera en la corriente troncal de la revolución socialista. El triunfo internacional del socialismo no ha transformado en tarca práctica de las generaciones actuales. En ocurrencia de este sismo social asistimos a una fabulosa revolución técnico-científica. Sus logros parecen anticipar las posibilidades infinitas abiertas ante el mundo comunista del futuro. Sin embargo, ante nosotros, en lo inmediato, se perfila, por ser definitorio, el tiempo de las duras batallas. La historia acelera su paso y la ciencia eclipsa el milagro; pero las verdades básicas del marxismo-leninismo jalonan hoy como antes, y con más brillo que antes, el camino revolucionario. Y entre ellas, destacan su vigencia las tesis ya afirmadas en el Manifiesto Comunista acerca de la elevación del proletariado a clase dominante y acerca del carácter del cambio revolucionario socialista. La vida ha verificado —con nitidez sin parangón en la historia de las ideas— las previsiones científicas en que se apoya la estructura del Manifiesto y que le otorgan esa aérea solidez que tanto impresiona en las columnatas helénicas. Allí, Marx y Engels anticipan dos conceptos que ellos mismos desarrollarán más tarde, después de vivir la experiencia revolucionaria europea de 1848 a la Comuna de París. Creemos obligatorio partir de estos conceptos al emprender una aproximación, que aspira a ser marxista, al trajinado tema de "las vías". —el primero, se refiere al carácter del nuevo poder que deberá instaurar el proletariado 26; la referida experiencia europea les permitirá completar su teoría del estado y de la dictadura del proletariado, y el estudio de las relaciones entre ésta y la revolución; —el segundo se refiere a las relaciones entre las vías de la revolución y la estructura del aparato estatal; al estudiar las modificaciones experimentadas por la maquinaria del estado burgués a lo largo del siglo XIX, Marx y Engels develan definitivamente el cogollo teórico de toda la cuestión. En el Manifiesto27, estas tesis apenas si 'se enuncian; se advierte que todavía son la semilla y no el árbol crecido y cargado de frutos. Lenin subraya que en el primer concepto —la elevación del proletariado a clase dominante— se perfila una de las "ideas más notables e importantes" del marxismo en relación al estado, la tesis acerca de la dictadura del proletariado.28 Posteriormente, en varias de sus obras principales, Marx y Engels mencionarán a menudo a la dictadura del proletariado, calificando así el contenido del estado del período de transición entre el capitalismo y el comunismo. Marx subraya, inclusive, en la famosa y divulgada Carta a Wcydemeyer 29, que esta idea —inseparable de la tesis acerca de la misión histórica universal del proletariado moderno— es lo distintivo en su doctrina.
Por representar una definición de alcance programático, conviene transcribir la conocida cita de Marx de la "Crítica al Programa de Gotha"30: "Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado". Como recuerda Lenin, sólo después de la Comuna, Marx y Engels apelan a esta calificación para nombrar el estado a surgir de la revolución socialista. Sin embargo, el concepto está implícito en su obra anterior. En particular, las tesis acerca de las relaciones entre la revolución y el estado fueron acuñando en el lapso de 1848-1851. Pues si bien en el Manifiesto y "Miseria de la Filosofía" 31, el estado aparece como una expresión de la lucha de clases, más concretamente, como un aparato de dominio de una clase por otra, y esta idea se completa con la de la necesaria revolución violenta del proletariado, no sería exacto afirmar que la teoría marxista del estado nace acabada y perfecta, con todas sus armas, como Minerva de la cabeza de Júpiter, para usar una metáfora grata a los clásicos. El período que transcurre desde el Manifiesto hasta "El origen de la familia, la propiedad privada y el estado" (1884) y el "Anti-Dühring" (1878), es un tiempo de perfeccionamiento creador del marxismo en todos los órdenes. En estas últimas obras, Engels expone totalmente redondeada esa doctrina; allí estudia históricamente la génesis y el desarrollo del estado y prevé-su extinción en la fase superior de la sociedad comunista.
26
esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía de estas. Lo quo yo he aportado do nuevo ha sido demostrar: 1) que ln existencia de las clases sólo va unldn a determinadas fases históricas del desarrollo de la producción; 2) .que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta minina dictadura no es de por si más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases..." C. Marx y F. Engels, Obras Escogidas, T. II, p. 481). 30 C. Marx y F. Engels, Obras Escogidas, T. II, p, 25. 31 También en "La ideología alemana" Marx- y Engels aluden con frecuencia a la naturaleza del estado. (Ediciones Pueblos Unidos, p. 65-72).
"Como ya hemos visto más arriba, el primer paso do la revolución obrera ts la transformación" (literalmente: elevación) "del proletariado en clase dominante, la conquista de la democracia" 27 "Al esbozar las fases más generales del desarrollo del proletariado, hemos seguido el curso de la guerra civil más o menos oculta que se desarrolla en el seno de la sociedad existente, hasta el momento en que se transforma en una revolución abierta, y el proletariado, derrocando por la violencia a la burguesía, implanta su dominación..." 28 V. I. Lenin, O. C., "El Estado y la Revolución", T. XXV, p. 396. 29 "...Por lo que a mí se refiere, no me cabe el mérito do haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de
2.
Un "resumen de la experiencia que ilumina la concepción filosófica..."
Faena tan fértil exige, para ser llevada a cabo, una experiencia radical. Sólo ella podrá poner a prueba todas las hipótesis; someter la deducción lógica a la crítica superadora de la práctica. La Europa tempestuosa de 1848-51 será escenario y protagonista de esta experimentación. En ella Marx y Engels sazonarán ideas que serán completadas luego por la aurora espléndida del París insurrecto de 1871. Las principales aportaciones a la teoría del estado en relación cotí la revolución y sus vías, germinan sobre este suelo roturado por las magnas convulsiones sociales del siglo diecinueve. Se explica que Lenin retenga nuestra atención en el movimiento de las ideas marxistes referentes al tema, en el trecho de 1848 al 52. Del estudio que cumplen entonces Marx y Engels, como historiadores, sociólogos, economistas y políticos revolucionarios, Lenin extrae el oro puro de la teoría, la guía metodológica para esclarecer en todos sus aspectos las relaciones entre el estado y la revolución. "...Si el estado es un producto del carácter irre conciliable de-las contradicciones de clase, si es una tuerza que está par encima de la sociedad y que "se divorcia más y más de la sociedad", resulta evidente que laliberación de la clase oprimida es
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imposible, no sólo sin una revolución violenta, sino también sin la destrucción del aparato del poder estatal..."32 Lenin nos lleva de la mano a través del estudio creador de Marx. Nos muestra el laboratorio del sabio. Allí el experimento que arde en las retortas de la revolución europea fructifica (en las nuevas síntesis teóricas. Le sirve de guía una larga cita de Marx sobre las modificaciones ocurridas en ese tiempo en la estructura del estado burgués. Es un fragmento del "18 Brumario de Luis Bonaparte".33 Marx describe cómo el estado burgués moderno se forma plenamente en el período que viene del ocaso del feudalismo hasta la Francia burguesa, lo moldean los golpes de la lucha de clases a través de las revoluciones y crisis político-institucionales de Europa. Aquí aparece dcfinidamente configurada la máquina estatal burguesa (lo que es propiamente el estado según el marxismo)34, con sus instituciones principales, la burocracia y el ejército que se irán afianzando e hipertrofian-do al extremo. "Este poder ejecutivo, con su inmensa organización burocrática y militar, con su compleja y artificiosa máquina de estado. . . este organismo parasitario. . . surgió en la época de la monarquía absoluta. .." —escribe Marx—. "La primera revolución francesa desarrolló la centralización pero al mismo tiempo amplió el volumen, las atribuciones y el número de los servidores del poder del. gobierno". Napoleón perfeccionó esta máquina... las monarquías subsiguientes prosiguieron la obra; la república parlamentaria acentuó la centralización del poder y de los resortes represivos, para luchar contra la nueva revolución que se gesta en las entrañas de la sociedad burguesa. Como consecuencia de este análisis, Marx formula una conclusión que Lenin pondrá de relieve por su alcance teórico y estratégico para la revolución proletaria; en ella ?c conjugan como partes de un todo, la teoría acerca del estado de la dictadura del proletariado y el método para determinar cuál será la vía fundamental de la revolución socialista: "Todas las revoluciones perfeccionaban esta máquina en vez de destrozarla" 35 Lenin agrega este comentario, que no admite una doble interpretación: "Esta conclusión es lo principal, es lo fundamental en la teoría del marxismo acerca del estado36 (El subrayado es mío. - R. A.). Marx forjó estas tesis a salvo de todo doctrinarismo, de toda implicación dogmática. Lenin hace de ello hincapié: "Fiel a su filosofía del materialismo dialéctico" Marx parte de la historia concreta de todo ese período: ¿cómo surgió históricamente la máquina del estado burgués, qué modificaciones sufrió y a qué "tareas" se aboca el proletariado frente a ese aparato estatal "Aqui, como siempre —dice Lenin— la doctrina de Marx es un resumen de la experiencia iluminado por una profunda concepción filosófica del mundo y por un rico conocimiento de la historia"37. Consciente de que éste es el método de Marx, Lenin formula una pregunta de carácter fundamental: la respuesta traza la frontera entre lo peculiar y exclusivo propio de la Francia de entonces, y aquello que debe ser generalizado, es decir, que adquiere valor teórico y que, por lo tanto, debemos considerar un supuesto metodológico para todo análisis. 32
V. 1. Lenin, o. C., "El Hitado y la Revolución", T. XXV, p. 382. 33
34
V. I. Lenin, O. C., "El Estado y la Revolución", T. XXV, p. 399.
Conviene releer el apándice dedicado a Vsnderve'.de de "La revolución proletaria y el renegado Kautsky" de Lenin, O. C., T. XXVIII, pp. 227-290. 35 V. I. Lenin, O. C., T. XXV, p. 399. 36 V. I, Lenin, O. C., T. XXV, pp. 399-400. 37 Ibidem, p. 4 0 0 .
"...¿es justo —dice— generalizar la experiencia, las observaciones y las conclusiones de Marx, trasplantándolas más allá de los límites de la historia de Francia en los tres años que van de 1848 a 1855?"38 ¡Léase bien!: "generalizar la experiencia", o sea, elevarla a tesis general, asignarle carácter teórico, virtud de guía metodológica! Dicho de otro modo: no será posible en el futuro responder desde el punto de vista marxista al interrogante acerca de las vías fundamentales o probables de la revolución, sin detenerse a analizar el papel que la máquina burocrático-militar del estado desempeña, aunque ésta no sea la única incógnita a despejar y la historia pueda ofrecernos una variante o alternativa imprevisible, es decir, excepcional. Lenin responde afirmativamente al interrogante que él mismo cargó hasta la boca de pólvora teórica. En todos "los países adelantados" a fines ¿el siglo XIX y comienzos del XX, se repite el proceso de "perfeccionamiento y vigorización", de fortalecimiento y concentración del poder ejecutivo, de su aparato burocrático-militar. Subrayo la expresión jurídieo-ins-tituciona] —poder ejecutivo-— que Mane y Lenin usan para indicar por dónde cruza el eje do la definición marxista del estado cu su nexo con lu revolución. Engels también subraya este papel central del poder ejecutivo en el estado burgués, en sus comentarios críticos al Programa de Erfurt, como lo veremos más adelante. Estos rasgos caracterizan la "evolución moderna de los estados capitalistas en general". Francia ofrecía, pues, una prefiguración del estado burgués con todos los atributos represivos que lo definen y que se fueron formando tanto en los países donde el estado asume la forma monárquica como en aquellos de república parlamentaria. La nitidez de las confrontaciones de clase que por entonces distinguen a Francia39, anticipan esta imagen del estado burgués contemporáneo, que luego, en la fase imperialista, adquirirá un carácter monstruoso, hasta las proyecciones extremas que Lenin no llegó a conocer: la máquina hitlerista o el estado de hipertrofiado militarismo de los EE. UU., reflejo en cierto modo peculiar, del capitalismo monopolista de estado. En última instancia, la porción fundamental, de naturaleza polémica de "El Estado y la Revolución", se ahinca en restablecer la doctrina marxista del estado y en demostrar que el estado burgués contemporáneo obliga a la revolución proletaria a destruir la máquina burocrático-militar40, sólo posible "en regla general", por una "revolución violenta" e instaurar la dictadura del proletariado. "...la doctrina de Marx y Engels sobre el carácter inevitable de la revolución violenta se refiere al estado burgués. Este no puede sustituirse por el estado proletario (por la dictadura del proletariado)
38
Ibidem, p. 4 0 3 .
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"Francia es el país en el que las luchas históricas de clase se han lUvado siempre a su término 'decisivo más que en ningún otro sitio y donde, por tanto, las formas políticas sucesivas dentro de las que se han movido estas luchas de clase y en las que han encontrado su expresión los resultados de las mismas, adquieren también los contornos más acusados. Centro del feudalismo en la Edad Media y pafs modelo de la monarquía unitaria estamental desde el Renacimiento, Francia pulverizó al feu-dalirmo en la gran revolución e instauró la dominación pura de la burguesía bajo una forma clásica como ningún otro país de Europa. También la lucha del proletariado revolucionario contra la burguesía dominante reviste aquí una forma violtnta, desconocida en otras partes". C. Marx y P. Engels, Obras Escogidas, Prólogo de Engels al XVIII Brumario de Luis Bonaparte, T. I, pp. 97-98. 40 Lenin recuerda que Marx y Engels —en el prólogo del 24 de junio de 1872— creen necesario introducir "esta única corrección" en el Manifiesto. V. I. .Lenin, O. C., T. XXV, p. 408. Ver también la carta de Marx a Kugelmann del 12 de abril de 1871
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mediante la "extinción", sino solo, como regla general, mediante la revolución violenta"41 (El subrayado es mío. - R. A.). 3.
Una reqla general de toda verdadera revolución popular Lenin se refiere no exclusivamente a la revolución proletaria, sino también a toda revolución popular. ¿Iba acaso a olvidar "Dos tácticas. . ." y tantos otros de sus trábajos? Con su característica profundidad de análisis y el servicio de un estilo crítico y lógico admirables, Lenin subraya este otro concepto, que se relaciona también con nuestra exposición: la demolición de la máquina burocrático-militar del estado "es condición previa de toda verdadera revolución popular" 42 Nos interesan tanto la puntualización como los ejemplos que moviliza: a) esta tesis marxista rige para toda revolución protagonizada por el vendaval de las masas. Algunos de los ejemplos actuales de revoluciones políticas que han aparejado la formación cíe ciertos estados nacionales independientes en Asia y África ocurrieron por vía pacífica, pero no fueron verdaderamente populares. Y entre sus desgracias presentes quizá sea la peor no haber demolido la vieja maquinaria represiva heredada pnrcialmente del período colonial; b) la participación de las grandes masas del pueblo estampa su impronta en el curso revolucionario, barre "a la plebeya" los mayores obstaculo, y al destruir el aparato administrativo y represivo de las clases dominantes, lleva la revolución al umbral de las fases superiores del desarrollo social. En esos casos, la independencia política y los cambios sociales se entrelazan obligatoriamente. Lenin recuerda que esto no ocurrió en las revoluciones burguesas portuguesa y turca sglo XIX, no fueron verdaderamente populares. 4.
Se trata de la forma más probable del tránsito revolucionario Adviértase que en la primera de las citas, Lenin escribe "sólo como regla general, mediante la revolución violenta". Es decir, no niega que en ciertos casos particulares, el proceso puede ocurrir de otro modo. El mismo ha estado viviendo la posibilidad del desarrollo pacífico de la revolución socialista en Rusia —simultáneo o casi de la elaboración de la obra que vamos glosando. Y, aunque en los últimos tiempos se tropieza con ensayistas, historiadores y políticos, apresurados por presentarnos un Lenin que, al parecer, de febrero a octubre de 1917, estuvo barajando posibilidades ambivalentes acerca de las vías de la revolución socialista rusa, "El Estado y la Revolución" muestra otra cosa. Va precedido por dos prólogos—uno de agosto de 1917, otro de diciembre de 1918. Lenin no se siente obligado a efectuar en ellos aclaraciones o a debilitar la exposición rotunda de éste, su pensamiento angular. Es cierto que Lenin previene en otro trabajo posterior 43, que Marx "rao se ataba las manos. . . en lo que respecta a las formas, procedimientos y modos de la revolución". Toda revolución promueve siempre una "cantidad inmensa de nuevos problemas", entre ellos: cómo se modificará "la coyuntura", y con qué "frecuencia y fuerza" puede cambiar ésta "en la marcha de la revolución". Tampoco él "se ata las manos" ya que escribe "por regla general"; empero, Lenin parte de una previsión acerca de la vía de la revolución, definida en función del análisis de factores objetivos, en
particular la capacidad de las clases dominantes para enfrentar, por la violencia de la máquina burocrático-militar, el acceso al poder de la clase obrera y el pueblo. Lenin lo concreta así, como ya lo recordáramos: "...Engels plantea teóricamente el mismo problema qu« cada gran revolución plantea ante nosotros prácticamente, de un modo palpable, y, además, sobre un plano de acción de masas: el problema de la relación entre los destacamentos «especiales» de hombres armados y la «organización armada espontánea de la población»" 44(El subrayado es mío. - R. A.). En última instancia, en esta cita se encierra una de *« indicaciones metodológicas más importantes acerca de las vía de la revolución. Lenin sabe que la vía armada de la revolución (la revolución violenta, como Marx, Engels y él escriben y repiten para no identificar plenamente esta categoría con otra: medios y formas de lucha) no es un principio teórico de carácter general, sino la forma principal en que se llevará a cabo el tránsito revolucionario. Y que esta forma corresponde a las condiciones histórico-sociales concretas generadas por el capitalismo —en particular la agudeza de la lucha de clases— en una época determinada y en un país o una zona dada del mundo. Y si bien los principios generales teóricos del marxismo no son artículos de fe, ni categorías apriorísticas a las que la realidad deberá someterse, un genio teórico como Lenin no dejaría pasar sin comentario la revelación de un conflicto cutre la teoría y el proceso real. Tanto más si él actúa como protagonista del drama. Se trata, pues, de la solución de un prncipio concreto, a definir a la luz del análisis histórico, social y político según la metodología del marxismo; ni un pricipio gencral teórico ni una mera variación táctica. Y lenin advierte de inmediato, en abril de 1917, la posibilidad de desarrollo pacifico de la revolución socialista rusa, a pesar de la "regla general" que contemporáneamente cita en "El Estado y la Revolución". Ante el ler. Congreso de los Soviets, en junio de 1917, Lenin comenta este acontecimiento en frase que cabe retener: "Habéis pasado por los años de 1905 y 1317, sabe!.; que las revoluciones lio se hacen de encargo, que en loa demás países las revoluciones han seguido siempre el duro y sangriento camino de la insurrección, y que en Rusia no existe un solo grupo, no existe una sola clase que pueda oponerse ni poder de los soviets. En Rusia, por condiciones excepcionales, puede desarrollarse pacíficamente esa revolución" 45 (Los subrayados son míos. -R. A.). Este fragmento es muy ilustrativo. Primero, Lenin no olvida ante la nueva circunstancia, el criterio normativo (la revolución violenta es la "regla general"; en "La revolución proletaria y el renegado Kautsky", la llamará "una ley histórica" de las revoluciones) ; segundo, al comprobar la posibilidad pacífica de la revolución rusa descarta una vez más que la vía armada sea un principio general teórico —"una piedra angular" del marxismo—; es el camino fundamental, el más probable, del desarrollo de la revolución socialista contemporánea, derivado de la evolución del capitalismo y de la estructura político-institucional de su estado ("en Rusia no existe un solo grupo, no existe una sola clase que pueda oponerse al poder de los soviets"). El método de Lenin, como el de Marx, enfrenta tanto las formulaciones actuales de los epígonos de Mao Tse-tung que erigen la vía armada en
41
V. I. Lenin, O. O., T. XXV, p. 3 9 3 .
42 43
Ibidem, p. 409. V. I. Lrnin, O. C., "Sobre el infantilismo de izquierda . . ." T. XXVII, p. 336.
44 45
V. I. Lenin, O, O., T. XXV, p. 3 8 4 .
Ibidem, p. 17.
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principio teórico general, como las de quienes achican el tema de las vías hasta el tamaño de virajes inmediatos de la táctica. Cuando analicemos en numeral aparte, las razones que llevan al gran líder bolchevique a sostener la aparición de una posibilidad pacífica de la revolución socialista rusa, en marzo-abril de 1917, se comprobará ostensiblemente esta continuidad metodológica. 5. La estructura burocrático-militar del estado y época histórica: las más mportantes referencias metodológicas Lenin recuerda las opiniones de Marx y Engels acerca de una posible vía pacífica de la revolución en Inglaterra y EE. U U. a cierta altura del siglo XIX. Admite tales juicios como propios de ese tiempo. No los niega en principio, los examina históricamente. Y de esta compulsa sale vigorizado el sentido creador del método marxista; se evidencia una vez más su esencia ajena a todo doctrinarismo. No procede a congelar citas, sino que lleva a cabo el análisis histórico, social y político de cada una de las situaciones concretas; localiza la singularidad de cada período y establece las diferencias, en primer término entre la época del capitalismo ascensional y la del imperialismo. Claro está: Lenin no concibe lo concreto, como el relativista, el escéptico o el positivista de cualquier matiz, que, disfrazados de marxistas, nos declaran con solemnidad —¡y en nombre de la dialéctica!— la imposibilidad de prever concretamente las vías de una revolución si no es en dependencia de las correlaciones de fuerzas políticas más inmediatas y siempre clausurando lo concreto entre erizadas murallas de aislacionismo nacional. Por el contrario, el método histórico-materialista le permite a Lenin pronosticar el curso más probable de los acontecimientos; nada menos que formular, en esa época, una "regla general", una "ley histórica" del tránsito revolucionario. Marx y Engels —estudia Lenin— consideraban que la revolución socialista europea ocurriría, en general, por medio de las armas. Sin embargo, en su oración de Amsterdam —y en otras oportunidades— Marx admite que Inglaterra y EE.UU. podrían eer quizá las excepciones46.
46
Recordemos las opi ni ones ele Marx y Engels que Lenta analiza en su porfiada l udi a Ideológica con los revisionistas europeos y mai dcflnldamente con Kautsky. Dice Marx:
¿En qué se basaban Marx y Engcls para estimar de un modo tan peculiar la situación de estos países? Lenin responde específicamente a esta pregunta en "El Estado y la Revolución" 47y en "La revolución proletaria y el renegado Kautsky" 48. En estas dos obras las respuestas involucran dos tipos cíe cuestiones de una importancia metodológica general: —una, referente a las modificaciones de la estructura del estado burgués, a la que hemos prestado tanta atención; —otra, acerca de la influencia de los factores propios de una época histórica. Ambas cuestiones se interconectan; se concatenan y condicionan entre sí. En cuanto a la primera, Lenin escribe: "¿Había entre 1870 y 1880 algo que hiciera de Inglaterra o de Norteamérica una excepción en el sentido que examinamos? Para toda persona un poco familiarizada con las exigencias de la ciencia en el terreno de los problemas históricos, es evidente que esta pregunta es necesario plantearla. No hacerlo significa falsificar la ciencia, jugar a los sofismas. . . la dictadura revolucionaria del proletariado es la violencia contra Ja burguesía; esta violencia se hace particularmente necesaria, según lo han explicado con todo detalle y muchas veces Marx y Engels (en especial en La guerra civil en Francia y en el prólogo a dicha obra), por la existencia del militarismo y cíe la burocracia. ¡Precisamente, estas instituciones en Inglaterra y en Norteamérica y en el octavo decenio del siglo XIX, cuando Marx hizo su observación, no existían! (Aunque ahora existen tanto en Inglaterra como en Norteamérica)"49. Lenin expone con otras palabras el mismo concepto en "El Estado y la Revolución". Finaliza con una frase digna de la mayor atención: "Hoy también en Inglaterra y en Norteamérica es «condición previa de toda verdadera revolución popular» el romper, el destruir la «máquina estatal exilíente» (que allí ha alcanzado, en lo* años de 1914 a 1917, la perfección «europea», la perfección común al imperialismo)"50. (Subrayado de Lenin: "romper", "destruir"'; los demás son míos. R. A.). Las últimas palabras aluden directamente al estado de la época del imperialismo, es decir, nos sumergen directamente en la segunda cuestión: la gravitación de las tendencias fundamentales de una época histórica cuando se trata de estimar la vía probable de la revolución. Empleamos el concepto de época histórica según la acepción que le da Lenin 51.
"El obrero debe, con el tiempo, tomar el poder político en sus manos a fin de luitaurar una nueva organización del trabajo;
deberá derrocar ¡a vieja política, que respalda las instituciones anticuadas, si no quiere, como les ocurrió a los primeros cristianos, que despreciaban y rechazaban la política, privarse para siempre de su reino en la tierra. Pero jamás liemos afirmado que en todas partes hay que tratar de lograr este objetivo recurriendo a medios idénticos. Sabemos que hay que tener en cuenta las instituciones, las costumbres y las tradiciones de los distintos países; y no negamos que existan países como Norteamérica, Inglaterra y, si conociera mejor vuestras instituciones, posiblemente añadiría Holanda, en los que los obreros pueden conseguir su meta por el camino pacífico. Sin embargo, incluso siendo asi, debemos reconocer también que en la mayoría de los países del continente, el resorte de nuestra revolución deberá ser la fuerza; habrá que recurrir por cierto tiempo precisamente al empleo de la fuerza para instaurar definitivanitint ? la dominación del trabajo". (Carlos Marx, "Acerca del Congreso de La Haya"). "En Inglaterra, por ejemplo, la clase obrera tiene el camino abierto para mostrar su poderío político. JLa insurrección sería una rnttt allí donde la agitación pacífica puede conducir hacia el objetivo por uiu? vía rná.s rápida y'i»sá,s segur;;. En Francia, la multitud de leyes represivas y el antagonismo mortal entre las clases hacen, como se ve, inevitable el desenlace violento de la lucha social" (Apuntes de la entrevista de C. Marx con un corresponsal del periódico "The World"). De Engels: "Holanda, además de Inglaterra y Suiza, es el ánico país de Europa Occidental que en los siglos XVI-XVIII no era una monarquía absoluta, merced a lo cual posee ciertas ventajas, como ¿on, en particular, lo? restos de administración autónoma local y provincial sin auténtica burocracia al estilo francés o prusiano. Esto es una gran ventaja para el progreso del carácter nacional, como también para el desarrollo
sucesivo; realizando relativamente pocos cambios, el pueblo trabajador podría instaurar aquí una autoadministración libre, que debe ser nuestro mejor instrumento en la transformación del modo de producción. Nada de éso hay en Alemania ni en Francia, donde habrá que crearlo" (Curta de Engels a F. Domela-Xieuwnhuis del 4 de febrero de 1186). 47
V. I. Lenin, O. C., T. XXV, pp. 409 en adelante. V. I. Lenin, O. C., T. XXVIII, pp. 236-237. 49 V. I. Lenin, O. C., T. XXVIII, p. 236. 48
50
V. I.51Lenin, O. C., "El Estado y la Revolución", tomo .XXV, p. 409. " . . . E l método de Marx consiste, ante todo, en tomar en cuenta el contenido objetivo del prootso histórico en un momento dado y en una situación dada, a fin de comprender, en primer lugar, cuál es la clase cuyo movimiento es la principal fuerza motriz del progreso posible en esa situación dada". "No cabe duda que vivimos en el límite de dos épocas, y los acontecimientos históricos de enorme importancia que se desarro-. lian ante nuestros ojos sólo pueden ser comprendidos si se analizan, en primer lugar, .las condiciones objetivas del tránsito de una época a otra. Se trata de grandes épocas históricas; en toda época hay y habrá movimientos parciales, particulares, dirigidos tanto hacía adelante como hacia atrás; hay y habrá desviaciones con respecto al tipo medio y al ritmo medio del movimiento. No podemos saber con qué rapidez y con qué éxito se desarrollarán los diferentes movimientos históricos de una época dada. Pero sí podemos saber y sabemos cuál es la clase que se encuentra en el centro de tal o cual
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"El «historiador» Kautsky falsifica la historia con tal cinismo, que «olvida» lo fundamental: el capitalismo premonopolista —cuyo apogeo corresponde precisamente al octavo decenio del siglo pasado—, en virtud de sus rasgos económicos esenciales, que en Inglaterra y en Norteamérica se manifestaban de un modo particularmente típico, se distinguía por un apego relativamente mayor a la paz y a la libertad. En cambio, el imperialismo, es decir, el capitalismo monopolista, que sólo llegó a su plena madurez en el siglo XX, se distingue, teniendo en cuenta sus rasgos económicos esenciales, por un apego mínimo a la paz y a la libertad, por un desarrollo máximo del militarismo en todas partes. «No advertir» esto, hablando de lo típico o probable de una revolución pacífica o violenta», es rebajarse al nivel del más adocenado lacayo de la burguesía" 52(Salvo la palabra económicos, los demás subrayados son míos. - R. A.) Lenin subraya todas las veces la palabra económicos con la finalidad evidente de destacar que no es un mero episodio, un hecho o una serie de hechos atípleos, sino una tendencia condicionada por la base económica —el capital monopolista— que se refleja en toda la superestructura política y, en particular, acentúa los rasgos burocráticos y represivos del estado burgués. ¡Hasta qué límite se podría proyectar el argumento de Lenin en estos días! ¡Hasta dónde el auge del capitalismo monopolista de estado, hasta dónde el "complejo militar-industrial" de los EE. UU. y la política agresiva del imperialismo de dimensión mundial, doblada en lo interno por engranajes policíacos que dejan a los Bonaparte al nivel de los niños de pecho, nos otorgan material para la continuación del análisis de Marx y Lenin! Pero no nos alejemos de nuestra tarea, bastante más modesta: intentamos fijar los contornos del método marxista-Icninista, delimitar dentro de qué perímetro obligatorio deberá manejarse toda previsión científica —ni oportunista, ni subtetivista— de las vías de la revolución. Para ese fin ya localizamos dos líneas de referencia principales: —debemos situar concretamente nuestro análisis en la época historica, captar sus tendencias fundamentales y la manifestación de estas en el cuadro internacional y nacional; —debemos caracterizar el aparato estatal —su configuración burocrática y represiva—, es decir, las posibilidades potenciales —armadas o no— de acceso al poder de las masas revolucionarias que encabezará la clase obrera. En fin, a esta altura, conviene también una precisión terminológica. En todas las ocasiones citadas, Marx y Lenin se sirven de las expresiones "violenta" o "pacífica" al referirse a la revolución socialista, como indicación del uso probable o no de la lucha armada insurreccional. Lenin habla de la revolución violenta como regla general. E increpa a Kautsky: "«No advertir» esto (el desarrollo del militarismo en la época imperialista) hablando de lo típico o de lo probable que es una revolución pacífica o violenta, es rebajarse al nivel del más adocenado lacayo de la burguesía". Y Marx, al considerar las excepciones de Inglaterra, EE. UU. y quizá Holanda, en el siglo XIX, escribe que allí "los obreros pueden conseguir su nieta por el camino pacífico' ("Acerca del Congreso de La Haya"). "En Inglaterra, por ejemplo, la clase obrera tiene el camino abierto para mostrar su poderío político. época y determina su contenido fundamental, la tendencia principal de su desarrollo, las particularidades esenciales de su situación histórica, etc. Sólo sobre esta base, es decir, tomando en cuenta los rasgos distintivos fundamentales de las diversas épocas (no de algunos episodios particulares de la historia d« diversos países) podemos trazar correctamente nues tra táctica. Y sólo el conocimiento de los rasgos fundamentales do una época dada servirá de base para considerar las particularidades más detalladas de tal o cual país" (V. I. Lenin, O. C.. "Bajo una bandera ajena", T. XXI, pp. 139 y 141). 52
La insurrección sería una locura allí donde la agitación pacífica puede conducir hacia el objetivo por una vía más rápida y más segura". (Apuntes de una entrevista de Marx para "The World"). Es decir, las categorías de vía violenta o vía pacífica fueron empleadas por los clásicos en estas oportunidades, para indicar la presencia o no de la insurrección armada —de una u otra forma— en la realización del cambio revolucionario socialista. Marx y Engels —y mucho más Lenin, obligado a combatir duramente el revisionismo socialdemócrata y su renegación de la revolución armada— usaron estos términos en infinidad de oportunidades en su acepción obvia y común. Sería empero una simplificación del concepto marxista de violencia revolucionaria si lo redujéramos a las formas de la lucha armada. Cuando Marx habla que los obreros ingleses podrán iza alcanzar su meta "por el camino pacífico", no está reneldo de su propia tesis acerca de la necesaria "expropiación los expropiadores" y de la ínevitabilidad del período de transición, caracterizado por la instauración de la dictadura del proletariado, o sea del ejercicio de formas de la violencia revolucionaria. Dicho de otro modo: la revolución socialista supone siempre echar a las viejas clases del poder, derribar el régimen capitalista y pasar a edificar las bases de la nueva sociedad. Y esto reclama siempre el ejercicio de la violencia revolucionaria, hayan o no arribado al poder, el proletariado y el pueblo, a través de una insurrección armada. Y las "formas", "intensidad" y duración de la violencia revolucionaria dependerá de las circunstancias históricas concretas, de la capacidad de resistencia de las clases explotadoras desplazadas, de la agudeza de la lucha de clases. De todos estos factores, los de mayor importancia condicionaclora son la estructura del aparato estatal y la situación internacional, considerada ésta no sólo en el marco de las correlaciones de fuerzas de una época histórica sino también en el cuadro más inmediato determinado por su enclave geográfico. En síntesis, la lucha armada insurreccional es la forma más probable de la violencia revolucionaria para la conquista del poder, pero según Marx y Lenin ésta será siempre necesaria para la victoria del socialismo. Aunque la violencia no sea el único o principal rasgo de la dictadura del proletariado; la organización de un régimen social superior, basado en la movilización y educación de las grandes masas, es tarea principal del estado del proletariado. Solamente cabe agregar una reflexión: este uso, a veces indiscriminado de los términos, ha servido para polémicas actuales no siempre ceñidas y honestas. Los dirigentes chinos eliminan, por ejemplo, los aspectos políticos, o de coerción economica, de la violencia revolucionaria para consustanciarla con la lucha armada, en evidente vulgarización del marxismo-leninismo. Otros, por el contrario, edulcoran la concepción Marx y Lenin de la revolución socialista transformándola casi en una empresa evangélica; quieren convertir el marxismo-leninismo en algo "respetable", de un rancio sabor socialdemocrata. 6.
La "vía pacífica" en la crítica de Engels al programa de Erfurt Como evocamos opiniones de Marx acerca de la relativa y excepcional probabilidad de la vía pacífica en ciertos estados i capitalistas de la segunda mitad del siglo XIX, cabe recordar que Engels maneja todavía esa posibilidad en 1891 53, para oaíses de amplias libertades democráticas, a condición de que 'el partido del proletariado pudiera llevar tras de sí a la ma-kroría de la población.
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V. I. Lenin. O.C, "La revolución proletaria y el renegado de Kaustky", T. XXVIII, p. 237.
Lenin destaca que en la Crítica al Programa de Erfurt, Ingels ya anticipa "la apreciación teórica del capitalismo moderno, es decir, del Imperialismo, a saber: que el capitalismo se bonvíerte en un capitalismo monopolista". (V. I. Lenta. O. C., "El Estado y la Revolución", T. XXV, p. 436).
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Lenin hace notar que Engels, en esta Oportunidad, moviliza el "tema en un plano especulativo54, como posibilidad lógica más que como posibilidad real — diríamos nosotros. La "Crítica al Programa de Erfurt"55— teatro de este lálisis engelsiano — fue redactada contra el oportunismo so-bialdemócrata, si bien, aunque esto impresione como paradoja. los oportunistas muchas veces procuraron amañar los razona-[lientos de Engels para ponerlos al servicio de la tesis de la integración pacífica del capitalismo en el socialismo". La expresión figura en algunas de las traducciones fragmentarias de la "Crítica al Programa de Erfurt" ("Es posible imaginarse la integración pacífica de la vieja sociedad en la lueva en países donde la representación popular concentra en tus manos todo el poder..."). (En la edición francesa que manejarnos — ver págs. 139-140 de este trabajo — la frase está redactada en otros términos) . El revisionismo se apoderó en su ¡tiempo de este giro literario — la "integración pacífica" para extraer de su infeliz ambigüedad, toda una fundamentacion del refonnismo socialdemócrata, muy alejada, por cierto, de la inflexible postulación del cambio revolucionario defendido ásperamente por Engels hasta el día de su muerte. La crítica de Engels —grávida de interés teórico y político— abarca no sólo ciertas tesis acerca de cómo "concebir" o "imaginarse" en algún caso la "vía pacífica"; subraya especialmente el interés del proletariado en el régimen político republicano-democrático, y examina las relaciones entre las formas políticas del estado burgués y el pasaje al socialismo, la dictadura del proletariado. En la carta a Kautsky del 29 de junio de 1891, Engels explica el propósito de la Critica con una mención bien jugosa al tema de las vías: ". . .me ha parecido que ¡o más importante era exponer las faltas, en parte evitables y en parte inevitables, del programa político, puesto que he encontrado ahí la ocasión de golpear sobre el apacible oportunismo... y sobre el «pasaje» sin engorros del viejo fango a la sociedad socialista" (et sur la "passage" sans fagon [das frisch-fromm — fró'hlichfreie "Hineinwaschen"] du vieux gachis "a la soelété socialiste") (gachis puede traducir- í se, también: atolladero. • R. A.)56. Como se ve, la obra fue escrita contra aquellos que por temor a la legislación antisocialista de Alemania, ofrecían una| visión idílica del tránsito al socialismo. Engels aborda el tema tanto desde el punto dt vista tác-j tico (cómo manejarse para no ofrecer el Partido en bandeja los golpes de. la reacción), cuanto desde el ángulo teórico (et tránsito al socialismo supone siempre un cambio revolucionario violento, de la vieja sociedad, pero éste, será seguramente más agudo en un régimen político semiabsolutista). Conviene reproducir el fragmento de Engels, pese a su dimenaión, ya que está escasamente difundido en español, como ocurre con toda la Crítica. . . "Por temor a una renovación de la ley contra los socialistas o su recuerdan algunas opiniones emitidas prematuramente del tiempo en que esta ley estaba en vigor, o se quiere que el Partido reconozca ahora Que el orden legal actual de Alemania es suficiente para realizar todas sus reivindicaciones por vía pacífica. Se hace creer a sí mismo y al Partido, que la "sociedad actual al
desarrollarse pasa poco a poco al socialismo", sin preguntarse si por ahí ella no está obligada a salirse de su vieja constitución social, de hacer saltar esa vieja envoltura con tanta violencia como el cangrejo revienta la suya; como si en Alemania, no hubiera por otra parte que romper las trabas clrl orden político aún semiabsolutista y además por encima de todo, terriblemente embrollado"57 En este texto, tan sugerente para la indagación, Engels distingue por lo menos, uno a uno, los siguientes enunciados: —es absurdo adecuar la definición de la vía de la revolución —de enormes proyecciones en la perspectiva estratégica y en la preparación del proletariado y el partido— a las imposiciones de un orden legal determinado. Las preocupaciones de naturaleza táctica que dimanan de no querer exponer estúpidamente al Partido al rigor represivo, no explican y menos justifican, que se tergiverse hasta los bordes de un oportunismo abyecto, el planteamiento tcórico-político del problema de "las vías"; —es absolutamente falso postular que la sociedad actual vaya pasando o pueda pasar poco a poco al socialismo; la vieja envoltura social (la "constitución social" escribe Engels) 58, deberá reventar violentamente para que puedan nacer las inéditas relaciones socialistas de producción, base de la nueva formación económico-social; —es falso y ridículo plantearse el cambio de las relaciones de producción sin enfocar la mutación de las superestructuras políticas, tanto más bajo el imperio de instituciones que son reaccionarias, incluso desde el punto de vista de las formas democráticas y parlamentarias del estado burgués. Estas puntualizaciones en buena parte reiteran conceptosfundamentales del materialismo histórico; pero cabe advertirí relieve que da Engels a la caracterización, de las formas del estado burgués. Volveremos a considerar este asunto con más amplitud cuando examinemos los errores tácticos del infantilismo izquierdista. . . Por ahora, corresponde subrayar que Engels incluye el estudio de las formas que asume el estadoburgués en un país determinado, como ingrediente obligatorio en la elaboración de toda hipótesis relativa a las "vías" de la revolución. Dicho de otro modo, como un término a incluir entre los datos, insoslayables que permiten el planteamiento concreto del problema. Como Marx en "El 18 Brumario. . .", Engels se detienes en el aspecto jurídico, en las relaciones entre los poderes del estado burgués, ostentando una vez más la repulsa de las simplificaciones, repulsa que es consustancial del método marxista. En dos o tres frases, desnuda la estructura del estado imperial alemán. Muestra la configuración de las instituciones pruso-germanas que restringen y cercenan las expresiones de la • representatividad popular. Denuncia la Constitución del Reich desde el punto de vista de la limitación "de los derechos reconocidos al pueblo y a. sus representantes"59. El gobierno posee todo "el poder efectivo y las Cámaras no tienen siquiera el
57 54
V. I. Lenin, O. C., "El Estado y la Revolución", T. ÍXV, pp. 437-438. Critique du projet de Programme Socialdémocrate de 1891. En "Critiques des Programmes de Gotha et d'Erfurt", Ed. lociales, París. Véase el "Apéndice documental" en las pp. 145 y u. [Eatando en prensa este trabajo ha llegado a nuestras manos lina recientísima edición en español. Por razones de espacio nos imposible comentarla 55
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F. Engels, Ob. cit., p. 77. Las expresiones en alemán se conservan en la tr a d u c c ió n francesa q u e estamos usando.
P. 58Engels, Ob. cit., p. 85 Para entender mejor el pensamiento de Marx y Engels. conviene precisar la acepción que éstos asignan a ciertas categorías, "constitución social" por ejemplo. En la Carta de Marx a Annenkov (28/12/1846) se lee: "A un determinado nivel de desarrollo de las facultades productivas de los hombres, corresponde una determinada forma de comercio o de consumo. A determinadas fases de desarrollo de la producción, del comercio, del consumo, corresponden determinadas formas de constitución social, una determinada organización de la familia, d> ios estamentos o de las clases; en una palabra, una determinada sociedad civil. A una determinada sociedad civil corresponde un determinado Estado político, que no es más que la expresión oficial de la sociedad civil". (El subrayado es mío. - R. A.). (C. Marx y F. Engels, Obras Escogidas, T. II, ]). 446).
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F. Engels Op cit, p. 85
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derecho de rechazar los impuestos"60. Esa Constitución en los momentos de conflicto ha demostrado que "el gobierno podía hacer lo que quería" 61 . . .El Reichstag (parlamento) ha sido llamado por Liebknccht "la hoja de parra del absolutismo"62'. Hablar de vía pacífica —dice Engels— cuando se está sometido a un régimen político de tal naturaleza, es absurdo; peor todavía: es quitarle la hoja de parra al absolutismo y -cubrir su desnudez con el propio cuerpo63. ¡Qué no diría ese lengua afilada del viejo Engels, si oyera perorar sobre la vía pacífica en tierras que sólo conocen por norma jurídica el sable y la porra de sangrientas tiranías! O si a sus manos llegaran especulaciones de ese tipo, manejadas desde países en los que el esquema del constitucionalismo burgués, la teoría de los tres poderes que un día formulara Montesquieu, se objetiva en caballería, artillería e infantería -—para repetir la añeja frase— ¡y eso, si nos dejamos en el tintero a la aeronáutica64. Engels inclusive llega a más en su valoración de las forlas institucionales del estado burgués — es decir, de la exten-iión y profundidad del democratismo político y de su otra tara, la posibilidad de ganar a la mayoría del pueblo— como [m factor para estimar la vía probable de la revolución. ¡Y hace en 1891, con casi medio siglo de marxismo maduro, cuando el mismo Engels está enzarzado en la guerra sin cuartel, que librara hasta el último aliento, contra el oportunismo! "Se puede concebir que la vieja sociedad podrá evolucionar pacíficamente hacia la nueva, en los países donde la representación popular concentra en ella todo el poder, donde según la constitución, se puede hacer lo que se quiera ("ce qu'ont veut"), desde el momento que se tiene detrás de sí la mayoría de la nación; en Repúblicas democráticas como Francia y América, en las monarquías como Inglaterra, donde la redención (ráchat) inminente de la dinastía es debatida todos los días en la prensa, y donde esta dinastía es impotente contra te voluntad del pueblo"65 En "El Estado y la Revolución", Lenin comenta la Critica del Programa de Erfurt, asignándole una significación teórica muy espacial. No so la puede pasar por alto —dice— en "un análisis de la teoría del marxismo sobre el estado, pues este trabajo se consagra de modo especial a criticar precisamente Jas concepciones oportunistas de la socialdemocracia en cuanto a la organización del estado"66. Lenin no se detiene en el becho de que Engels, en octubre de 1891 —cuando ya el capitalismo tramonta a su etapa imperialista— todavía mantenga entre los ejemplos de posible (evolución socialista "pacífica", a Inglaterra y EE.UU., y no sólo eso ¡que incorpore a Francia a estos ejemplos!
60 61
Al parecer, Lenin pondera esta opinión de Engels, principalmente como subrayado del valor de las libertades republicanas para la estimación teórica —mejor todavía especulativa— de la posibilidad de vía pacífica. Y lo hace con el propósito de contraponerla al absurdo de tal admisión en un país monárquico, sin derechos ni libertades democráticas, como Alemania. " Engels destaca. . . como completamente absurdos Ion sueños acerca de una «vía pacífica», precisamente por no existir en Alemania ni república ni libertades. Engels es lo bastante cauto para no atarse las manos. Reconore que en paises con republicas o con una libertad muy grande «cabe imaginarsese» (¡solamente «imaginarse»!) un desarrollo pacifico hacia el socialismo, pero en Alemania. . . 67 Si bien Lenin no se detiene en las opiniones de Engels acerca de las características formales del estado burgués, como factor particular a tener en cuenta en el análisis de la vía revolucionaria más probable, eso sí, proyecta tal opinión a magnitudes más vastas y multilaterales: las conexiones dialécticas entre la democracia burguesa y la democracia proletaria, entre la república democrática' y la dictadura del proletariado. Engels escribe que "nuestro partido y la clase obrera sólo pueden llegar al poder bajo la forma política de la república democrática. Esta es, incluso, la forma específica para la dictadura del proletariado, como lo ha puesto ya de relieve la gran revolución francesa" 68. El comentario de Lenin, redactado en el fragor de la revolución rusa, ya apuntada la proa hacia el octubre insurreccional, es de un valor teórico y metodológico muy grande. Recalca: Engels "en una forma especialmente plástica" repite aquí. . . "la idea fundamental que va como un hilo de engarce a través de todas las obras de Marx"69, (Los subrayados son míos. - R. A.). ". . .la de que la república democrática constituye el accesomás próximo a la dictadura del proletariado, puesesta una república, que no suprime, ni mucho menos, la dominación del capital ni, por consiguiente, la opresión de las masas ni la lucha de clases, lleva inevitablemente a un ensanchamiento, a un despliegue, a una patentización y a una agudización tales de esta lucha, que, una vez que surge la posibilidad de satisfacer los intereses vitales (le las masas oprimidas, esta posibilidad se realiza, ineludible y exclusivamente, en la dictadura del proletariado, en la dirección de. estas masas por el proletariado" 70(Los subrayados son míos. - E. A.). La II Internacional olvidó esa "idea fundamental" —dice Lenin— como lo evidenció la conducta política de los mencheviques durante el revolucionario año 17. . Y Lenin agrega más adelante: "Engels no sólo no revela indiferencia ante la cuestión de las formas del estado: al contrario, se esfuerza por analizar con escrupulosidad extraordinaria precisamente las formas de transición para determinar en cada caso con arreglo a las
Ibidem , p,85. Ibidem , p,85. 67
64Ibídem, p. 8 8 .
En aras de la precisión de conceptos cabe advertir q u e en la traducción en español de las Obras Completas de Lenin ("E! Kstado y la Revolución", T. XXV, pp. 437-438, Ed. Cartago), en la cita de Engels q u e recuerda Lenin, dice "imaginarse" y no "concebir" como en el texto francés de q u e nos hemos servido. ("L'on peut concevoir que le vieille société pourra evoluer paclfi-(|i:ement. . . " ) (p. 8 6 ) . Aunque el verbo imaginar parece más rotundo que concebir, es ostensible que Engels le da un sentido especulativo a este último. Sin embargo, sería erróneo debilitar i-l subrayado de Engels al democratismo político, que también Lenin destaca.
65
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62
Ibídem, p. 8 5 .
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"Una tal política sólo puede arrastrar a la larga al jbartido a una vía falsa. Se ponen en priimr plano cuestiones políticas generales, abstractas, y se ocultan las cuestiones concretas 'más apremiantes, las q.ue a los primeros acontecimientos importantes, a la primera crisis política, vienen por sí mismas a incluirse en el orden del día. ¿Qué puede resultar de ello, sino que, súbitamente, en el momento decisivo, el Partido será tomado desprevenido y que en los puestos decisivos reinará la confusión y lu ausencia de unidad ya que estas cuestiones no fueron nunca discutidas?" (P. Engels, Ob. cit., p. 8 6 ) . (El subrayado es mió. R. A.)
Ibidem, p. 86 66 V.I. Lenin, O.C, “El Estado y la Revolución” T. XXV, p. 435.
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70
F. Engels, ob. cit., p. 87 . V. T. Lenin, O. C., T. XXV, p. 4 38. V. I. Lenin, O.C., T. XXV, pp. 4 3 8 - 4 3 9 .
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particularidades históricas concretas, qué clase de tránsito —de qué y hacia qué-— presupone ¡a forma dada", (Lenin subraya "de qué y hacia qué)71. Estas opiniones de Engels y Lenin, aunque traspasan en mucho el asunto "de las vías", no dejan de involucrarlo: para advertirnos contra toda anteojera metafísica que oscurezca las "particularidades históricas concretas", los "tránsitos de qué y hacia qué", "las formas de transición" del estado, pero también para golpear a los que olvidan, al estilo de los mencheviques, ¿os puntos de referencia que nos obligan a tener en cuenta el método marxista,- en este caso la conformación institucional del estado burgués. Por ello, resultaba absurdo, más aun, miserablemente oportunista, el plantearse transformaciones radicales en los marcos del régimen político pruso-germano de entonces; o dar la impresión de que era posible lograr por vía pacifica reivindicaciones democráticas y socialistas bajo las instituciones del ornado absolutismo imperial 72. En sintesis:Engels considera una ilusión descomunal que se hable de vía pacífica, en un país de gobierno "fuerte"-peor aún si es tiránico— de parlamento recortado y encogida "representatividad popular". Y no sólo en la estimación del tránsito al socialismo; también al referirse a la conquista o recuperación de las libertades, clásicamente tipificadas en la democracia burguesa. Engels atribuye importancia —para la definición de las vías-— a las posibilidades, aun de índole teórica, de conquistar a la mayoría de la población, que otorga' abstractamente una democracia burguesa no retaceada. Pero—como lo recalca Lenin— cuando se trata de la revolución socialista —es decir, de poner en tela de juicio la existencia del régimen capitalista de producción—, tales posibilidades se estrechan, y la burguesía niega en la práctica la doctrina política que ella, históricamente, diera a luz. Pecaríamos de rudimentarismo político si menospreciáramos las formas del estado burgués, consideradas no sólo desde un punto de vista táctico, sino también para estimar las vías más probables de la revolución. Por un lado, Engels acentúa la importancia que tienen las posibilidades de acción democrática para el proletariado y su partido, por otro, hiere, sin endulzar el filo ni embotar la punta, a los que pretenden "arreglar" el planteamiento del problema de las vías, según las imposiciones de las leyes represivas. Hablar de vía, pacífica —"y aun sin necesidad"— bajo un régimen político absolutista, despótico, aunque esté recubierto por ciertas formalidades, por ejemplo, un parlamento recortado, es "quitarle su hoja de parra al absolutismo y cubrir su desnudez con el propio cuerpo''. ¡Pareciera que Engels escribe para nuestra América Latina con sus tiranías consuetudinarias, con países que han estado "junto a la libertad sólo el día de su entierro", valga la reflexión amarga del joven Marx acerca de su patria alemana! ¡Y' donde el imperialismo aconseja la escenificación de parlamentos a dedo, elecciones trucadas y atributos jurídicos que adornen al sable y al big stick, hojas de parra para la hediondez gorila y para el contralor yanqui, económico, policial y militar! En fin, Engels, tan duro con los oportunistas, no paga tributo al verbalismo, ni se saltea toda posibilidad de acción legal, de utilización de cada resquicio o recoveco institucional para, contribuir a organizar y educar al proletariado. Por esta razón, no critica que el programa de Erfurt deje de plantear abiertamente la tarea de derribar el absolutismo, o la previsible vía armada de la revolución democrática alemana. Y así como dispara sin miramientos contra quienes intentan transfigurar necesidades tácticas —por ejemplo, la defensa de la "legalidad del partido-- en textos programáticos 71
acerca de la vía pacífica, Engels propone una redacción que en su generalidad —primaria y vagamente correcta— evite que el Partido se exponga, regalado, a los golpes del enemigo. ". . .parece legalmente imposible de plantear directamente en el programa, la reivindicación de la República" —escribía, "...sin embargo, se puede todavía, en rigor, esquivar la cuestión de la República. Pero lo que en mi opinión, debería y podría figurar en el programa, es la reivindicación fie la concentración de todo el poder polítiro en las manos de la representación del pueblo. Y esto bastaría, entre tanto, sí no se puede ir más lejos"73 (". . . cependant, on peut encoré a le rigiKr esqniver la question de la République. Maís ce qui, a nion avis, devrait et pourrait figurer au programme, c'est la reivindication de la constitution de tout le pouvoir politique dans les mains de la reprósentation du peuple. Et felá sufíirait, en attendent, si l'on ne peut pas aller plus loin"). La crítica de Engels ni se inclina obsequiosa ante el extremismo, ni subestima irresponsablemente como algunos verbalistas de este tiempo, las ventajas revolucionarias de la actuación legal del partido, que no se debe confundir con abdicación de principios o práctica oportunista; pero tampoco admite que las directrices de la estrategia y el trazado, a partir del análisis históricamente concreto, de las vías principales de la revolución, se definan según los límites — variablemente elástico» de país en país— de las disposiciones legales, o de las ordenanzas borroneadas por un esbirro policial o un politicastro encaramado accidentalmente en éste o aquel Ministerio del Interior. 7. La geografía, un factor que puede incidir en casos particu'ares en la estimación de las vías de la revolución A esta altura y moviéndonos dentro de las enjutas líneas del esquema, podríamos declarar agotados los aspectos generales de nuestra indagación. Es en ellos, fundamentalmente en ellos, que Lenin ahinca las puntas de su atención polémica, tanto en 'El Estado y la Revolución" como en "La revolución proletaria y el renegado Kautsky''. Y en ellos clava los mojones de referencia cuando procede a examinar teórica y tácticamente las variaciones de cauce de la revolución socialista rusa —de abril a julio y de julio a noviembre— en los dos períodos más característicos. Sin embargo Lenin previo situaciones particulares en que» el principio general (ninguna clase dominante entrega voluntariamente el poder) estuviera encuadrado (en un país o región) por factores externos de tal magnitud, que la capacídad dé violencia de las clases explotadoras se redujera y debilitara en mucho. Lenin menciona la singularidad de un país pequeño próximo a un país grande que realizó la revolución socialista. No excluye la posibilidad de la llamada vía pacifica en un país tal, donde la geografía —y la historia: triunfo del proletariado en el país grande de la vecindad— incidan, factor foráneo poderoso, en la correlación interna de fuerzas. Adviértase, empero, que éste es un caso particular del juego, en circunstancias peculiares, de los factores generales (conformación de la máquina burocrático-militar de las clases dominantes y las tendencias fundamentales de la época histórica). , Lenin planteó teóricamente este caso en "Sobre la caricatura del marxismo y el cconomismo imperialista"74:
Ibidem, p. 438
72
"El hecho de que ni siquiera sea permitido en Alemania un programa de partido abiertamente republicano, prueba cuan formidable es la ilusión de que se podrá, por una vía buenamente pacifica, organizar en ella la Republica, y no solamente la República, todavía más, la sociedad comunista". (F. "Engels, ob. cit., p. 87).
73 74
F. Engcls, Ob. clt., pp. 57-58. V. I. Lenin, O. C, T. XXIII, pp. 66-67.
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"La cuestión sobre la dictadura del proletariado tiene tanta importancia, que quien la niega o la reconoce solo de palabra no puede ser miembro del Partido Social demócrata. Pero no se puodo negar que en casos particulares, como excepción, en algun pais pequeño, después que un país vecino grande haya realizado la revolución socialista, sea factible la traslación pacífica del poder por parte de la burguesía, si esta llega a convencerse de lo desesperado de su resistencia y prefiere conservar íntegra la cabeza. Pero es más probable, naturalmente, que también en los países pequeños el socialismo no se realice sin una guerra civil; por ello, el único programa para la socialdemocracia internacionalista debe ser el reconocimiento de tal guerra, a pesar de que en nuestro ideal no haya lugar para la violencia sobre la gente" (Lenin subraya; "factible", "no"). (Adviértase que Lenin, en esta oportunidad habla de "programa"). Es evidente el sostén metodológico de este juicio. Se redujo la perspectiva de las clases dominantes de uso exitoso del aparato estatal. Si recurre a la guerra civil es más <pie probable la pérdida de la propia cabeza. Pero aun así, parece problemático que la revolución pueda saltearse el requisito de la destrucción d» ese aparato, salvo que condiciones político-sociales muy peculiares —y difíciles de concebir— lo hubieran debilitado hasta una situación análoga a la que Marx verificara en la Inglaterra del siglo XIX. Y además —para emplear una terminología actual— si las potencias imperialistas no estuvieran en condiciones de exportar la contrarrevolución, y de transformar el país pequeño en base de agresión contra el socialismo triunfante en el país mayor. . . 75 La posibilidad se concreta en la Finlandia posterior a la revolución de febrero de 1917, En Fiulandia se reunían enton*-ees las condiciones de un país de desarrollo capitalista elevado y de tradiciones institucionales democráticas burguesas, a pesar de la gravitación zarista. La caída de la autocracia, el entrelazamiento del proceso de independencia y de la revolución popular, el peso del proletariado finés, engrandecían la oportancia de la vecindad geográfica de la gran nación rusa, iluminada por el resplandor revolucionario. En la tercera "Carta desde lejos" 76, Lenin plantea el problema de Finlandia en estos términos: "No nos olvidemos tampoco de que muy cerca de Petersburgo se encuentra uno de los países más avanzados, un país republicano de verdad, Finlandia, que desde 1905 a 1917, al calor de las batallas revolucionarias de Rusia ha desarrollado en medio de una paz relativa su democracia y ha conquistado para el socialismo a la mayoría de su población. El proletariado de Rusia asegurará a la República finlandesa una libertad completa, incluida la libertad de separación..." "...ya precisamente por ello, se ganará la coníianza de los obreros finlandeses y su ayuda fraterna a la causa del proletariado de toda Rusia. . ." ". . .los obreros finlandeses son mejores organizadores, nos ayudarán en este aspecto impulsando a su manera la instauración de la república socialista. Las victorias revolucionarias en la propia Rusia —los éxitos de la organización pacífica en Finlandia, obtenidos al calor de estas victorias—, el paso de los obreros rusos a !as tareas revolucionarias de organización en una nueva escala —la conquista del poder por el proletariado y las
capas pobres de la población—, el fomento y el desarrollo de la revolución socialista en Occidente: tal es la vía que nos ha de conducir a la paz y al socialismo". No debemos olvidar lo ocurrido posteriormente. Los bolcheviques aseguraron la independencia de Finlandia. La intervención imperialista frustró el curso revolucionario. El imperialismo y las clases dominantes montaron un aparato policíaco-militar —dirigido por el fascista Mannerheim—, aplastaron, en orgía sangrienta, la revolución socialista y transformaron el avanzado país nórdico en un puntal fortificado del cerco a la revolución socialista. Y aún hoy —despues de la derrota nazi— si bien Finlandia es un país de gobierno democrático-burgués y partidario de la convivencia pacífica con la URSS, permanece como un estado capitalista. Lenin volvió posteriormente a la experiencia de Finlandia en su trabajo "Las elecciones y la dictadura del proletariado"77. Es éste un artículo de gran interés teórico y táctico. En él, Lenin define de un modo dinámico qué entiende por 'onquista de la mayoría de la población en referencia al problema del poder. Los demócratas pequeñoburgueses —dice Lenin— hablan así: "Lo primero es que, manteniéndose en pie la propiedad trivada, es decir, manteniéndose el poder y el yugo del capital, a mayoría de la población manifieste en pro del partido y el proletariado; sólo entonces podrá y deberá aquélla tomar el poder". Y les responde: "Lo primero es que el proletariado evolucionario derroque a la burguesía, abata el yugo del capital y destruya el aparato estatal burgués; entonces el proletariado victorioso podrá ganarse rápidamente la simpatía y apoyo de la mayoría de las masas trabajadoras no proletarias-, satisfaciendo sus necesidades a costa de los explotadores. Así hablamos nosotros. Lo contrario sería una rara excepción en la historia (y aun dándose esa excepción, la burguesía podría recurrir a la guerra civil, como lo demostró el ejemplo de Finlandia)"78. (Los subrayados son míos. - R. A.). 8. La estimación del conjunto de las correlaciones de fuerza El tema daría para mucho más si evocáramos el ejemplo i un país como Austria, que salió de la segunda guerra mun-al con sus clases dominantes bastante comprometidas y la áquiua estatal en pedazos, aun más con la presencia de tropas bviéticas en su capital y que, sin embargo, aún hoy sigue siendo un estado capitalista. Y si este ejemplo — como el de Finlandia — configuran la prueba, el testimonio irrefutable de que la revolución no se exporta, también es una demostración de la importancia de la correlación de las fuerzas internas de clase para cualquier cambio revolucionario, en estos casos, medida primordialmen-te por el ánimo del proletariado y las grandes masas. Federico Engels nos legó una célebre advertencia: el proletariado triunfante no puede imponer a otro pueblo su felicidad sin comprometer su propio destino. Es posible que hayan gravitado adicionalmente otross factores —por ejemplo, necesidades estratégicas de la coalición antinazi—, pero parece evidente que ni en Austria ni en Finlandia, hubo condiciones subjetivas para el tránsito hacia, el socialismo, a pesar de una situación idealmente favorable como la creada por la bancarrota de los aparatos represivos, rodajes de la maquinaria fascista hecha trizas por el ejército soviético. No olvidamos que la presencia en Austria de tropas norteamericanas, disminuye relativamente la magnitud del hecho. Pero, aun así, parece que en los dos
75
Lenin examina otra situación: que en las principales potencias capitalistas hubiera triunfado el socialismo y, en consecuencia, la vía pacífica aparezca como posibilidad en un país pe-flueflo. ("Notas de un publicista", T. XXX, pp. 335-336. 77
76
V. I. Lcnln, O. C., T. XXIII, pp. 331-332.
78
V, I. Lenin, O. C., T. XXX, p. 24 9 V, I. Lenin, O. C., T. XXX, p. 26 9
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países citados se dieron entonces casos clásicos de posible "desarrollo pacífico" de. la revolución socialista. Cabe pensar, pues, con el gran maestro Perogrullo, que incluso en las condiciones ideales (o sea históricamente típicas desde el punto de vista objetivo: destrucción de la máquina estatal represiva) es menester que los hombres de las clases revolucionarias, que el pueblo encabezado por la clase obrera y su organización de vanguardia, sean capaces de llevar a cabo la revolución socialista. Y aquí estamos llegando al último aspecto de nuestra reseña. Marx y Lenin resumen en una norma metodológica su manera de abordar los problemas de las vías, medios y formas de lucha, de toda revolución: sólo la estimación concreta de la correlación de fuerzas en pugna permitirá decir la última palabra acerca del desarrollo también concreto de un proceso revolucionario. 9.
¿Marxismo o empirismo? Este perfil sirve de guía en todos los momentos79 de la estrategia, y, muy particularmente, de la táctica. O sea, es Inválido tanto para concretar la hipótesis general referente a la vía más probable de la revolución (que es un aspecto de la línea estratégica general, la que debe comprender todos los problemas de la perspectiva revolucionaria en una fase o etapa dada), como para fijar esta cuestión en términos de acción inmediata (momento, hora y formas de la conquista del poder) , cuanto para comprobar que nos hallamos en un período de acumulación de fuerzas durante un lapso de la lucha de clases y liberadora-nacional. ¿Cómo inferir de esta manera de abordar los problemas del proceso revolucionario, una conclusión destinada a confinar toda definición de la "vía" al cuadro estricto de la "situación revolucionaria", o todavía más, al momento del posible asalto exitoso al poder? De aquí a la tergiversación del método marxista-leninista hay sólo un paso. Marx, Engels y Lenin hablan de la revolución violenta|—cuando usan tal terminología como equivalente a la conquista del poder por vía armada— asimilándola a una ley histórica del tránsito al socialismo no sólo en la Europa tempestuosa de la "primera época"80(1848-71), sino también en la época de desarrollo pacífico siguiente a la derrota de la Comuna de París, o sea en un período de lenta acumulación de fuerzas, y por otra parte jamás se les ocurrió confundir el problema de las vías con los medios tan amplios de acción legal usados por el Partido Socialdemócrata Alemán 81. Lenin hace lo mismo antes de 190582y luego de 1905-7, en el período de reflujo revolucionario 83 o coincidiendo con sus A título de recapitulación La revolución socialista comienza obligatoriamente por el neto de derribar a las clases dominantes burguesas e instaurar la dictadura del proletariado, el estado correspondiente al pe-r iodo
de transición del capitalismo al comunismo. Para ello ilrberá destrozar la vieja máquina burocráticomilitar del estado y edificar otra nueva, apta para la defensa del nuevo orden y para la organización económica, política y administrativa de la naciente sociedad en construcción, el socialismo. El contenido del proceso revolucionario que lleva al poder a la clase obrera aliada a los campesinos y al frente ilr todo el pueblo, será siempre éste. Sin embargo, este contenido puede adoptar diversas formas. Esta diversidad —como la historia nos lo ha ido probando— puede ser consecuencia de las particularidades de un país o grupo de países, como de las circunstancias transcurridas por la revolución. Ya en los últimos años del siglo XIX, el joven Lenin escribía en "Nuestro programa" que la teoría de Marx "no es algo «acabado e intangible», «por el contrario» no ha hecho sino colocar las piedras angulares de la ciencia que los socialistas deben impulsar en todos los sentidos siempre que no quieran quedar rezagados en la vida". Y agregaba: "Creemos que para los socialistas rusos es particularmente necesario impulsar independientemente la teoría de Marx, porque esta teoría cía solamente los principios directivos generales, que se aplican en particular/a Inglaterra, de un modo distinto que a Francia; a Francia, de un modo distinto que a Alemania; a Alemania de un modo distinto que a Rusia" 84 El conjunto de problemas que se plantean y se deben resolver, como resultado de la fusión de esos "principios directivos generales" con las particularidades de un país dado, se llama a veces la vía al socialismo del referido lugar. En esta acepción, la categoría vía al socialismo abarca el conjunto de los objetivos programáticos, estratégicos y tácticos que un partido marxista-leninista prevé como desarrollo probable de la revolución en un determinado país o grupo de países. Es decir, en buena parte es el desarrollo independiente del marxismo, reclamado y practicado por Lenin en su inmensa patria. Caben, pues, en la concepción de la vía al socialismo de un país o una región determinada —cuando usamos los términos en este sentido tan amplio— distintos núcleos o bloques de problemas que se diferencian como temas, particularmente, en el plano de la teoría, de la estrategia o la táctica, pero que están unidos y correlacionados por el contenido común del proceso histórico-social. el tránsito del capitalismo al socialismo85. Por ejemplo, puede diferir el proceso de advenimiento de la dictadura del proletariado (ya una revolución democrática que deviene socialista, ya una revolución socialista lisa y llana, o una revolución independentista en un país colonial que emprende vías no capitalistas de desarrollo, etc.) ; puede ser distinta la conformación institucional de la dictadura del proletariado (soviets, estados
11.
79
"El marxismo exige de nosotros que tengamos en cuenta con la mayor precisión y comprobemos con toda objetividad la correlación de clanes y las peculiaridades concretas de cada momento histórico. Nosotros, los bolcheviques, siempre nos hemos esforzado por ser fieles a este principio, Incondiclonalmente obligatorio si se quiere dar un fundamento científico a la política". (V. I. Lenin, O. C., "Cartas sobre tactica", T. XXIV, p. 3 4 ) . 80
V. I. Lenin, O. C., "Bajo una bandera ajena", T. XXI. |jp. 133-153
81
82 83
V. I. Lenin, O. C., "Dos Mundos", T. XVI, p. 298 en leíante.
V. I. Lenin, O. C., "Dos tácticas", ejemplo ya analizado. V. I. Lenin, O. C., "Apreciaciones de la revolución rusa" y oíros trabajos, T. XV, pp. 42-59.
84
V. I. Lenin, O. C., "Nuestro programa", T. IV, p 1>. 209-210.
85
"Esas leyes generales son: la dirección de las masas trabajadoras por la clase obrera, cuyo núcleo es el partido marxistaleninista, en la realización de la revolución proletaria en u n a u otra forma y en e1 estableci miento de una u otra forma de la d i c t a d u r a del proletariado; la alianza de la clase obrera con la masa fundamental de los campesinos y con las demás capas trabajadoras; la abolición de la propiedad capitalista y el establecimiento de la propiedad social sobre los medios fundamentales de producción; la paulatina transformación socialista de la agricultura; el desarrollo planificado de la economía nacional orientado a la edificación del socialismo y del comunismo y a .a elevación del nive1. de vida de los trabajadores; la revolución socialista en el terreno de la ideología y de la cultura y la creación de una nutrida intelectualidad fiel a la clase obrera, al pueblo trabajador y a la causa del socialismo; la supresión del yugo nacional y el establecimiento de la igualdad y de una amistad íraterna entre los pueblos; la defensa de las conquistas del socialismo frente a los atentados de los enemigos del exterior y del interior; la solidaridad de la clase obrera de cada país con la clase obrera de los demás países, o sea, el internacionalismo proletario" ("Declaración de la Conferencia de representantes de los Partidos Comunistas y Obreros de 1957", revista "Estudios", N° 8, p. 91).
99
democrático-populares; etc.)86, así como otros aspectos relacionados con éste: la amplitud del democratismo político, la pluralidad o no de partidos, etc. En fin, puede variar la forma de realización de la revolución (producto de un levantamiento armado, de una guerra civil prolongada o de una modificación tan radical de la córrelación de las fuerzas de clase que habilite el "acceso pacífico" al poder). Desde el punto de vista teórico, estos tres tipos —por lo menos— de cuestiones correlacionadas se pueden discriminar perfectamente; pero en la vida, en el ocurrir práctico de las revoluciones, ellos integran en general una sola trama. Conviene prevenir, sin embargo, acerca de algunas confusiones. Por ejemplo, algunos publicistas entreveran todos estos aspectos. Y llevan a confundir la acepción vía al socialismo en su latitud más vasta —empleada para referir la singularidad de un posible proceso histórico nacional (en. cuanto a las formas institucionales, a la pluralidad o no de partidos, a la mayor o menor extensión del democratismo político, a la continuidad y renovación de tradiciones arraigadas en el pueblo, a los métodos de relación del proletariado con sus aliados, en particular con la intelectualidad, etc.) con el uso de -esta expresión para referirse a la forma de tomar el poder, que es el tema que indagamos en este capítulo. Es cierto que la forma de hacer la revolución influye en general —y puede marcar profundamente y hasta predeterminar— las formas de la dictadura del proletariado, del nuevo poder revolucionario. Y ciertos aspectos tales como la amplitud del democratismo político, se correlacionan —por lo menos momentáneamente— con la agudeza de la lucha de clases y su más alta expresión política, la conquista del poder, y con los métodos necesarios, para la expropiación de las viejas clases explotadoras y la defensa del orden socialista87. Y en este sentido, y desde un punto de vista teórico general, se pueden incluir los aspectos diversos en un solo conjunto complejo y multilateral. Con este alcance, nosotros podríamos decir que la estructura de tesis que se ensamblan armónicamente en "Dos tácticas. . ." fue la vía al socialismo trazada por Lenin y los bolcheviques según las condiciones particulares de Rusia y de todo el imperio zarista. Como lo hemos reiterado con insistencia, allí se abarcan en un solo complejo desde el carácter de la revolución v sus fuerzas motrices hasta la necesidad de organizar la insurrección armada y de participar los bolcheviques en el gobierno provisional. Pero si no se debe admitir la absorción de las diversidades que abarca en su unidad, este cañamazo de problemas conexos, tampoco se puede admitir el otro extremo: definir todos los aspectos programáticos, estratégicos y tácticos. . . mientras se evita deliberadamente la previsión de la forma más probable de hacer la revolución. Ello no condice con la conducta leninista; tanto en el planteamiento total como en la formulación más limitada (en la acepción de vía armada o no, etc.), Lenin incluye siempre esta previsión; y no la remite, por cierto, hasta el momento en que hubiera 86 Lenin, al referirse a la dictadura democrática de los obreros y campesinos escribió: "...esta «fórmula» prevé solamente una correlación de clases y no la institución política concreta que realiza esta correlación". (V. I. Lenin, O. C., "Cartas sobre táctica", T. XXIV, p. 35). La expresión vale también para la dictadura del proletariado.
madurado una "situación revolucionaria concreta". Es que Lenin no parte para ello primordialmente de los factores circunstanciales, aunque en su tiempo deberá tenerlos rigurosamente en cuenta — recordemos el trecho abril-julio de 1917— sino de un análisis de mayor permanencia: la estructures de la máquina del estado burgués, las formas concretas de las instituciones políticas (despóticas, semiabsolutistas, democráticas burguesas, etc.), la gravitación de la situación internacional y de las tendencias generales de una época histórica, etc. Esta posición de Lenin corresponde rigurosamente al enfoque clásico de Marx y Engels. Lenin considera que la revolución socialista, en la época imperialista, seguirá por "regla general" el camino de la "revolución violenta". Los casos referidos por Marx y Engels de posible tránsito pacífico —Inglaterra y EE. UU. en el siglo XIX— dejaban de ser excepción y entraban ya en la norma. También allí la hipertrofia de la máquina burocrático-militar —el militarismo enlazado al capitalismo monopolista de estado 88y acuñado por las guerras de rapiña y agresión colonial— era lo característico. Y en el marco de la situación revolucionaria de tipo general creada objetivamente en Europa por la guerra imperialista, los partidos debían prepararse y preparar al proletariado para la guerra civil revolucionaria. No sabemos si esta guerrao la siguiente traerán la revolución —escribe Lenin89 —; pero la previsión de la vía (la guerra civil) y la necesidad de la preparación de los partidos para tan difícil circunstancia, se reiteran casi como un estribillo en sus brillantes textos polémicos. Es que sin esa perspectiva se arriesgaba infectar» de oportunismo las demás manifestaciones y formas de lucha; del movimiento obrero. El oportunismo que Lenin destroza con espadas del mejor temple teórico, no es la tesis de un debate académico, es un obstáculo a la revolución. No es sólo un turbio miraje teórico, es una renuncia objetiva a la revolución, a su práctica arrasa-dora del viejo mundo y fundadora del nuevo poder. Lenin aplasta y ridiculiza a la vez, las ilusiones acerca de una vía pacífica nacidas de la creencia en la "integración" pacífica del capitalismo al socialismo y acerca de la no destrucción, por la revolución socialista, de la máquina represiva del estado burgués. Lo hace teórica y tácticamente: la burguesía —con su aparato represivo hipertrofiado— jamás entregará voluntariamente el poder. No se parará en resultados electorales ni en trabas jurídicas y morales cuando estén en tela de juicio sus sórdidos intereses de clase. Sin embargo —lo hemos visto— luego de la revolución de febrero, Lenin percibe que se ha creado la posibilidad real —entonces "excepcional" y extremadamente "rara"— de la revolución socialista sin nueva insurrección armada y quizá evitando la guerra civil posterior. Lenin llama entonces a la conquista del poder "sin el duro y sangriento camino de la insurrección". Un comentarista superficial puede creer que los hechos tozudos habían negado la previsión de una "revolución violenta" efectuada por el gran revolucionario. O por lo menos, que debió remitir la definición de este aspecto hasta los días de aproximación de la crisis revolucionaria, o hasta la crisis misma, lía hemos visto que no es así: la posibilidad pacífica fue creada por el impacto de la guerra 88
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Recordemos que Lenin, en "La revolución proletaria y el renegado Kautsky", escribe: "Acerca de la institución del dnrecho al sufragio no "líe-dicho una palabra. Y ahora hay que tiflrmar quo este problema es un asunto especifico nacional, y no un problema general de la dictadura del proletariado. Es un problema q u e hay que enfocar con un estudio de condiciones peculiares do la revolución rusa, con un estudio de su camino especial de desarrollo. . . " "Seria un error asegurar por anticipado que las próximas revoluciones proletarias de Europa, todas o la mayor parte de ellas originaran necesariamente una restricción del derecho de voto para la b u r g u e s í a . . . " (V. I. Lenin, O. C., T. XXVIII, p. 253).
89
Ver V. I. Lenin, u. C., "Programa militar de la revolución proletaria", T. XXIII, pp. 75 en adelante. V. I. T/onin, O. C., "El socialismo y la guerra" o "La bancarrota de la II Internacional", T. XXI.
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imperialista y de la revolución democrática de febrero, dos hechos no propiamente pacíficos. Como diría Lenin cierta vez: el fusil en el hombro del obrero es la garantía de la democracia. Y no entenderíamos nada de todo esto —ni en el plano teórico ni en el político— si repitiéramos —entre himnos a la flexibilidad táctica de los bolcheviques— que éstos se habían preparado para todas las vías. Para Lenin, la revolución no tenía un desarrollo previsible "pacífico o no pacífico", frente al cual, según se dieran las cosas, el partido —siempre que estuviera alerta— podía cambiar de táctica como de caballo. Y no principalmente por analogía con el refrán criollo que aconseja no cambiar de caballo a mitad del río, ya que Lenin demostró que un partido preparado adecuadamente puede enfrentar las mayores astucias de la historia, cambiar su caballo insurreccional por otro "pacífico" y luego volver a cabalgar sobre el primero. Sinembargo, hemos dicho que desviaríamos la atención del verdadero cogollo del asunto si creyéramos que la clave, en este caso, reside principalmente en destacar la capacidad táctica del partido de pasar de una a otra situación con la variación correspondiente de formas y medios de lucha. Sería una estimación puramente táctica del gran problema teórico, estratégico y táctico de las vías de la revolución; y peor que eso aun, desde otro ángulo, es una desestimación del método utilizado por Marx, Engels y Lenin para prever las mencionadas vías. Y ello conduce objetivamente a rebajar el papel de la vanguardia, ya que en su carácter de tal, la previsión de la perspectiva del poder es una de sus misiones primordiales. Esta perspectiva involucra —como es lógico— la vía más probable de la revolución. Pueda haber conveniencia o no de un planteamiento explícito de la lucha armada en tal o cual texto programático; poro es insoslayable tener una definición clara y práctica sobre asta gran cuestión. Y mucho más, desde luego, en épocas de grandes transformaciones revolucionarias como la nuestra. Y como lo hemos repetido muchas veces, en la determinación de la posibilidad de las vías armadas o no de la revolución, Lenin partía —como Marx y Engels— de un conjunto de factores objetivos: a) las condiciones históricas generales (epoca del capitalismo ascensional, época del imperialismo, etc.); b) de las condiciones históricas concretas de un país o grupo de países (antes que nada de la estructura del aparato estatal y del cuadro político de vigencia o no de las libertades democráticas); c) de la ubicación geográfica (posibilidad de un desarrollo revolucionario sin obligatoriedad de una guerra civil en un país pequeño próximo a un gran país socialista en un caso así la perspectiva de la exportación de la contra ¡revolución y de resistencia de las viejas clases se limita) d) siempre de la correlación concreta de las fuerzas político sociales de clase de un país o un grupo de países. El conjunto de estos factores (y en lo particular, de. otros: sería estúpido cerrar una lista) otorgan la guía metodológica para pronosticar el probable desarrollo revolucionario, inclusive la posibilidad real, estratégica —tal hace Lenin en "Dos tácticas. .."— de la vía para la toma del poder. Y esto no contradice —como la previsión leninista no fuo contradicha por las variaciones del año 1917— la posible modificación de circunstancias en la eclosión gigantesca que es una revolución. Por lo mismo nadie puede asegurar que las vías previstas —a través o no de la lucha armada— nunca serán modificadas por la vida, en el cuadro de una situación propiamente revolucionaría. Es decir, nadie puede fijar esta vía de una vez para siempre, ya que puede presentarse históricamente la posibilidad de un tránsito revolucionario pacífico y, ulteriormente, éste puede frustrarse. Y viceversa, una insurrección armada puede adquirir, en condiciones propicias, un carácter relativamente
"pacífico" —es decir, con un margen reducido de pérdidas y sacrificios— y luego, por la interven ción extranjera, o una situación internacional negativa, transformarse en larga y cruenta guerra civil. Las mismas formas de la lucha armada o pacífica para la toma del poder, pueden variar como lo prueba toda la historia contemporánea. Y así como la lucha armada no poseo una sola forma (inaurrección armuda en una ciudad o varían, guerra do guerrillas, aguda lucha Je clases combinada con una autodefensa armada del pueblo que se ahonda hasta la guerra civil, etc.), la vía pacífica tampoco se ciñe a una gol» forma (por ejemplo, a una victoria electoral con la utilización del parlamento para facilitar el tránsito revolucionario; puede poseer muchas otras formas) y, claro está, no puede estar en ninguna circunstancia, subordinada a cualquier aritmética electoral de "la mitad más uno". El desarrollo histórico —ni las revoluciones que lo aceleran— no se asemeja a un montón de casualidades, o de hechos imprevisibles. Por ello, las coordenadas metodológicas a que se remiten Marx y Lenin para prever la vía de la revolución no están situadas sólo en lo más inmediato y contingente; permiten la previsión estratégica. De lo contrario, el partido de vanguardia de la clase obrera descendería teóricamente hasta un empirismo sin horizonte, a la función de espejo de una práctica histórica que sólo puede reflejar con rezago. En vez de vanguardia, el partido revolucionario de la clase obrera se relegaría a una defensiva estratégica permanente, a la reacción tardía frente a problemas que una realidad-compleja, difícil y abigarrada, siempre poco propicia a tuostrarse sin velos, le estaría promoviendo, en un eterno curso ile azares, imprevisibles. Y como todos sabemos, el materialismo histórico dice lo contrario. Su mérito científico consiste en pronosticar la línea principal del acaecer social para actuar sobre ella, otorga capacidades teóricas y metodológicas para inteligir el giro de los acontecimientos e intervenir en su formación. ¿Cuántas veces en la vulgarización o en la polémica se ha comparado iil maixismo-leninismo con una brújula? O como diría Lenin —repitiendo a Engels— el marxismo i-a un guía para la acción. Y el Partido se eleva a la expresión más alta —práctico— del proceso historico-social contemporáneo, a condición de ser factor indispensable, formador, del quehacer revolucionario socialista. De aprender de la revolución y de saberle enseñar a ésta.
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