PSICOTERAPIA POLÍTICAMENTE REFLEXIVA: hacia una técnica contextualizada
COLECCIÓN INDAGA
Manuel Llorens
PSICOTERAPIA POLÍTICAMENTE REFLEXIVA: hacia una técnica contextualizada
La Colección Indaga reúne estudios y trabajos de investigación en diversas disciplinas del conocimiento.
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada Manuel Llorens
© 2013 EDITORIAL EQUINOCCIO Todas las obras publicadas bajo nuestro sello han sido sometidas a un proceso de arbitraje. Coordinación editorial
Mariana Libertad Suárez Coordinación de producción
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Nelson González Diseño gráfico y diagramación
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Switt Print Tiraje 500 ejemplares Fotografía de la portada
Luis Chacín, Sin título, 2010 Hecho el depósito de ley
Depósito legal lf24420131501965 ISBN 978-980-237Valle de Sartenejas, Baruta, estado Miranda. Apartado postal 89000, Caracas 1080-A, Venezuela. Teléfono: (0212) 9063162, fax 9063164 equinoccio@usb.ve Reservados todos los derechos RIF. G-20000063-5
Índice
AGRADECIMIENTOS
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INTRODUCCIÓN
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CAPÍTULO I Para una psicoterapia políticamente reflexiva
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CAPÍTULO II Ciencia y política: la tradición moderna
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CAPÍTULO III El deseo de libertad como síntoma: abusos psicoterapéuticos
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CAPÍTULO IV Psicoterapia con víctimas y sobrevivientes de violencia
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CAPÍTULO V Fundamentos posmodernos para una psicoterapia políticamente reflexiva
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CAPÍTULO VI Herramientas psicoterapéuticas
195
CAPÍTULO VII Ejemplos clínicos
251
7
CAPĂ?TULO VIII Psicoterapia, polĂtica e intimidad (hacer consciente lo inconsciente y visible lo invisible)
287
Referencias
297
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There are certain technical words within every academic discipline that soon become stereotypes and ������������� clichés. Mod� ern psychology has a word that is probably used more than any other word in modern psychology. It is the word “maladjusted.” This word is the ringing cry to modern child psychology. Certainly, we all want to avoid the mal� adjusted life. In order to have real adjustment within our personalities, we all want the well-adjusted life in order to avoid neurosis, schizophrenic personalities. But I say to you, my friends, as I move to my conclu� sion, there are certain things in our nation and in the world to which I am proud to be maladjusted and to which I hope all men of good-will will be maladjusted until the good societies realize. I say very honestly that I never intend to become adjusted to segregation and discrimination. I nev� er intend to become adjusted to religious bigotry. I never intend to adjust myself to economic conditions that will take necessities from the many to give luxuries to the few. I never intend to adjust myself to the madness of militarism, to self-defeating effects of physical violence. Martin Luther King, Discurso en Western Michigan University, 1963 El mundo público y el mundo privado están entrelazados de manera inseparable. Las tiranías y servidumbres de uno son las tiranías y servidumbres del otro. Virginia Woolf, Three Guineas No hace falta decir que una cultura que deja insatisfecho a un núcleo tan considerable de sus partícipes y lo inci� ta a la rebelión no puede durar mucho tiempo, ni tampoco lo merece. Sigmund Freud, El porvenir de una ilusión
a Deltry Musso
AGRADECIMIENTOS
En primer lugar, quisiera agradecer a las personas que han tenido la generosidad de compartir conmigo sus vidas en el transcurso de nuestros encuentros psicoterapéuticos. Pocas actividades pueden igualar el aprendizaje que ofrece compartir de cerca día a día las maravillas, los retos y los temores de la vida, como lo hace la psicoterapia. Probablemente pocas actividades nos acercan tanto a las posibilidades innumerables del vivir. La escucha que uno va paulatinamente aprendiendo a hacer como psicoterapeuta, el silencio que uno va aprendiendo a ofrecer es, en gran medida, una reverencia, una forma de respeto. Esa escucha y ese silencio es, a su manera, también un gesto de agradecimiento a las personas que me han permitido explorar la vida en conjunto. Sus nombres reales se han omitido, pero espero que la fuerza de sus vivencias y sus voces se escuchen a pesar del enramado de las voces académicas que las acompañan. Estas experiencias nutren todo este trabajo, algunas en particular han sido utilizadas aquí como ejemplo. Mi más sentido agradecimiento a todas las personas que me han permitido acompañarlas en sus procesos personales. En segundo lugar, no basta sentarse en silencio para escuchar. Las discusiones y supervisiones con profesores y colegas han sido invalorables para darme cuenta de algunos de mis puntos ciegos y también para iluminar nuevas posibilidades. Quiero agradecer especialmente a Pedro Rodríguez, Carolina Izquiel, 13
Geraldine Morillo, Juan Carlos Romero, María Alejandra Corredor, María del Valle Westinner, Alejandra Sapene, John Souto, Susana Medina, Teresa Machado, Maruja Fernández, Alicia Leisse y Luis Pulgar, así como a todos los colegas del Parque Social Padre Manuel Aguirre, S.J., con quienes he podido discutir estos temas a través de los años. Agradezco también a Claudia Cos, Ana Herrera, Fernando Rísquez y Marta Llorens, quienes han sido indispensables en mi formación psicoterapéutica. Los equipos humanos de Plafam y Profam, el Instituto de Psicología de la Universidad Central de Venezuela y Psicólogos en Acción, así como la Sociedad Psicoanalítica de Caracas, el grupo de estudio de Alicia Leisse y Proyección a la Comunidad de la UCAB han sido otros de los escenarios que me han permitido intercambiar y explorar estos temas. Con ellos estoy endeudado. Le agradezco a Antonio Márquez la ayuda en la corrección del texto. Tuve la oportunidad de discutir muchos de los contenidos y algunos de los casos con Linda Young y los compañeros del Understanding Trauma Course del Tavistock Institute en Londres, a los cuales también agradezco. Especial mención a Ian Parker, del Discourse Unit de Manchester Metropolitan University, quien aportó su entusiasmo y su mirada crítica a estas reflexiones. Así como a Dan Goodley, a Erica Burman y Carolyn Kagan, quienes colaboraron con sus comentarios. Maritza Montero, una referencia continua, ha sido generosa colaborando con la corrección de este texto y me ha alentado a continuar explorando estos temas. La Fundación Alban de la Comisión Europea ofreció los fondos para mi estadía en Inglaterra, lo cual hizo posible ampliar las investigaciones aquí ofrecidas. Le he escuchado decir al exrector Luis Ugalde: “una universidad exitosa en una sociedad fracasada, es una universidad fracasada”. Los años de crisis política y social se han vivido intensamente en la Universidad Católica Andrés Bello. Ha sido un 14
privilegio poder pertenecer a una institución que ha emergido como fuente de resistencia en tiempos de injusticia y ha sido un regalo tener un lugar donde las visiones críticas son aceptadas. Principalmente debo a mis estudiantes la disposición a discutir estas ideas, pero aun más valiosa ha sido la inspiración que a través de sus luchas me han dado para seguir creyendo en la fuerza de ciudadanos activos tratando de construir sociedades más justas en medio de la adversidad. Algunas de las reflexiones presentadas fueron esbozadas inicialmente en los artículos “Buscando conversación: nuevas maneras de construir conversaciones terapéuticas en nuestras comunidades”, “Hacia una psicoterapia clínica comunitaria” y “el lugar de la política y los derechos humanos en la psicología clínica” publicados en la Revista Venezolana de Psicología Clí� nica Comunitaria. Agradezco la oportunidad de utilizar algo de ese material. Asimismo a las revistas Psychotherapy and Politics International y American Journal of Community Psychology en donde están publicados los artículos: “Psychotherapy, Political Resistance and Intimacy” (2009) y “The Search for a Politically Reflective Clinical-Community Approach” (2009). Finalmente, quisiera agradecer a mi hermano Miguel Llorens, cuyas lúcidas observaciones una y otra vez alimentan mi pensar, y a Carla DeSantis, quien ha sido mi escucha y muy querida compañera durante este recorrido.
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INTRODUCCIÓN
Desde los debates dentro del seno mismo de la comunidad psicoanalítica, que incluyeron discusiones tanto sobre el aporte de la psicoterapia a la sociedad hasta la supervivencia misma del psicoanálisis ante la opresión nazi, pasando por el uso del pensamiento clínico para intentar comprender los procesos políticos en los escritos de la Escuela de Frankfurt, los esfuerzos para sostener espacios libres de opresión bajo regímenes dictatoriales en Latinoamérica o Europa oriental, y el uso deliberado de la práctica clínica para callar, etiquetar y hasta torturar a opositores políticos en tantas latitudes, o de la psicología para intentar aplacar consciencias y posturas críticas, llegando hasta la polémica actual sobre la presencia de psicólogos durante la aplicación de técnicas de tortura a los interrogados por las fuerzas de Estado norteamericanas en Guantánamo, los dilemas de las condiciones sociales y políticas sobre la psicoterapia, han sido amplios y controversiales a lo largo de la historia. Sin embargo, cuando me formé como psicólogo y luego cuando me especialicé como psicólogo clínico, en ningún momento apareció la reflexión histórica de nuestro oficio, ni el estudio de los condicionamientos sociales sobre las personas y la interacción psicoterapéutica. Como si las circunstancias específicas del pensamiento y la práctica psicoterapéutica hubiesen sido cuidadosamente filtradas para intentar mostrar un discurso “puro”, abstracto, libre de las peculiaridades y presiones de los contextos particulares. 17
La presencia de silencios significativos en la historia de nuestro oficio es doblemente curiosa y problemática si partimos del principio de que la psicoterapia es una actividad que pretende abrir espacio para que aquello que ha sido silenciado, callado, reprimido, pueda recuperarse, examinarse, volverse a enunciar. La recuperación histórica del origen de nuestro oficio, esa “arqueología del silencio”, como la llamó Foucault (1967), nos ha ido mostrando cómo la psicoterapia es tanto o más susceptible a la represión, a olvidarse de su propia historia, como lo son algunas de las personas que recurren a ella para buscar alivio. Las razones por las cuales un oficio dedicado a la reelaboración de las historias personales tiende a olvidar su propia historia es motivo de reflexión en sí mismo. El repaso por algunas de las circunstancias y dilemas que presentaron los contextos específicos que moldearon el pensamiento de los psicoterapeutas nos protege del dogmatismo tan frecuente en la formación, que desea elevar propuestas contextuales a verdades absolutas y sugerencias técnicas a ritual. Quizás permita también regresar a nuestros propios contextos particulares, reexaminarlos o hasta escucharlos por primera vez. Mi formación clínica comenzó a confrontarse con su ausencia de historia, entre otras cosas, gracias a la obra del psicólogo social Ignacio Martín-Baró (1986). Su llamado a pensar en una psicología relevante para Latinoamérica que pudiese atender a las dificultades de nuestros países y no contentarse con importar soluciones, se unió a mi trabajo clínico que una y otra vez se encontraba con personas que acudían a consulta con situaciones como pobreza, violencia social y la polarización política que han marcado a Venezuela en las últimas décadas. Dilemas que mi formación clínica no estaba preparada para atender y cuya discusión en supervisiones y grupos de clínicos demasiado a menudo invitaba a poner de lado para atender a los conflictos 18
intrapsíquicos. Una y otra vez encontraba que los retos propuestos por nuestras circunstancias históricas eran evitados e inevitablemente así, silenciados. Este trabajo es un intento por comenzar a andar por algunos de los senderos dibujados por la obra de Martín-Baró en el terreno de la psicoterapia. Es un esfuerzo por reexaminar algo de la historia de nuestra disciplina y la manera en que ha intentado lidiar con los dilemas políticos de sus consultantes. Asimismo, intenta describir algunas de las herramientas que considero útiles para traducir la comprensión que surge de una psicoterapia contextualizada en acción, así como los dilemas éticos y prácticos que tales acciones plantean. En el primer capítulo describiré algo de las circunstancias y retos que ha planteado practicar la psicoterapia en Venezuela en tiempos de crisis económica y aguda confrontación política. En el segundo, el lugar de la psicoterapia dentro del desarrollo de la ciencia moderna y algunas de las consecuencias de surgir bajo esta bandera. Especialmente tomando como ejemplos algo de la historia del psicoanálisis y los orígenes de la psicometría surgida del pensamiento de Galton. En el tercer capítulo regresaré a la literatura histórica examinando algunos de los abusos que la práctica clínica ha tolerado y en algunos casos protagonizado, al convertirse en herramienta de gobiernos autoritarios, describiendo algunas muestras de esto en la Venezuela actual. En el cuarto capítulo presentaré algunas de las preguntas y giros que la práctica psicoterapéutica se ha visto obligada a hacer al enfrentarse con los casos de violencia tanto social como doméstica. Los basamentos metateóricos, así como las herramientas técnicas para desarrollar una psicoterapia que no escurra el bulto a las problemáticas sociales y políticas, sino que pueda abordar tanto las dificultades que pueda producir en la vida de las personas que atendemos como los retos que plantea para la relación 19
asimétrica entre el terapeuta y aquel que busca ayuda, se desarrollarán entonces en los capítulos cinco y seis. En el capítulo siete examinaré algunos ejemplos clínicos y en el capítulo final se discutirá algunas de las posibilidades que tal revisión pueda abrir para consolidar el lugar que la psicoterapia, en sus momentos más elevados ha tenido, como resistencia para enfrentar las situaciones de opresión, injusticia y abuso de poder que, lamentablemente, siguen siendo una de las fuentes más frecuentes de sufrimiento en nuestro mundo. Lo presentado aquí es el producto de años de trabajo en el desarrollo de una perspectiva psicoterapéutica que pueda abordar los problemas más urgentes de nuestro contexto social: tanto las graves tensiones políticas como la gran masa de consultantes que lidian diariamente con pobreza y violencia en sus vidas. Es la búsqueda de una práctica no montada sobre escenarios artificiales y unas técnicas convertidas en fetiche, moldeadas sobre la fantasía de unas condiciones que ni siquiera existieron originalmente en las latitudes en que fueron concebidas. Se ha nutrido del trabajo realizado como psicólogo clínico en el ámbito privado como el que realizo en el centro comunitario llamado Unidad de Psicología Padre Luis Azagra, S.J. del Parque Social que atiende a las comunidades del suroeste de Caracas y en el Programa de Especialización en Psicología Clínica Comunitaria de la Universidad Católica Andrés Bello. Sin embargo, el texto es apenas un primer esfuerzo por sistematizar una perspectiva; como toda actividad psicológica, cobra sentido solo a través de la conversación y el debate que pueda surgir a partir de él.
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CAPÍTULO I
Para una psicoterapia políticamente reflexiva
El contexto para el desarrollo de una psicoterapia políticamente reflexiva
Era la tarde del 6 de diciembre del año 2002: estaba en mi consultorio, muchos consultantes habían faltado a su cita. Eran días difíciles de cierre de un año difícil para toda Venezuela. El lunes de esa misma semana, la Confederación de Trabajadores de Venezuela, junto a Fedecámaras1 y la oposición política al gobierno de Hugo Chávez habían convocado a un paro nacional. Las opiniones sobre la pertinencia del paro eran encontradas, aun dentro de las personas que se consideraban de la oposición. En todo caso, las noticias del paro cívico impactaban a todo el país e inevitablemente ingresaban al espacio psicoterapéutico. Si cerraba la consulta esos días, algunas de las personas que atendía y que se identificaban con el Gobierno, no solo iban a tener que lidiar con la suspensión repentina del proceso, sino además iban a considerarlo como una acción política de mi parte que seguramente iba a entrar dentro del balance delicado 1 Federación de Cámaras y Asociaciones de Comercio y Producción de Venezuela. 21
Para una psicoterapia políticamente reflexiva
de una relación psicoterapéutica. Simultáneamente, algunas de las personas identificadas con la oposición política iban a sentir lo inverso, que compartía con ellos su posición política, pertenecíamos a un mismo nosotros. El no cerrar la consulta tenía la misma cantidad de implicaciones para la relación con mis consultantes. El no cerrar podía ser interpretado por los opositores como un acto de desafío al llamado al paro y quizás una muestra de deslealtad. Al mismo tiempo que los que se asumían “chavistas” lo podrían vivir como un gesto de apoyo a la causa del Gobierno. Un gesto sencillo como ir o no a terapia, abrir o no el consultorio, se había transformado inevitablemente, para todos los psicólogos y psiquiatras del país, en un acto de pronunciamiento político, lo quisieran o no. En todo caso, había decidido continuar atendiendo consulta esos días. Tenía meses intentando desmarcarme de la aguda polarización que había tomado al país. Sentía rechazo por el aumento de rigidez del pensamiento colectivo que nos embargaba y que comenzaba a dividir a todo en un “nosotros” y un “ellos”, eliminando muchos matices y posibilidades. Me consideraba participante activo en la oposición al gobierno chavista y, al mismo tiempo, crítico de muchas de las posturas y estrategias de la oposición. A tres cuadras de mi consultorio, una de las plazas que había recorrido miles de veces durante mi infancia y adolescencia se había convertido en un lugar de reunión y símbolo de las fuerzas de oposición que venían creciendo. Una serie de militares que alzaron protestas en contra del Gobierno habían acampado en la plaza Altamira desde hacía unos meses alegando su derecho a opinar políticamente y a manifestar su “desobediencia civil”, elementos introducidos por la Constitución Nacional que el Gobierno había reescrito al comienzo de su gestión. El protagonismo de militares en una protesta contra el Gobierno no me generaba 22
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
demasiada simpatía. Mientras observaba con escepticismo, unos amigos me llamaron desde la plaza y me insistieron en que me acercara a acompañar la protesta. No me dio tiempo de meditar sobre si quería y debía ir o no. En eso apareció un hombre armado que abrió fuego contra los manifestantes. Las cámaras de televisión capturaron el terrible episodio y pudimos atestiguar cómo un hombre comenzó a subir desde una de las esquinas de la plaza disparando ciegamente sobre la masa, asesinando a cuatro personas e hiriendo a una veintena más. La escena fue escalofriante. El horror nos había invadido una vez más. Este y otros eventos durante la semana hicieron que la confrontación nacional escalara. Por un lado, se multiplicaron las expresiones de solidaridad con todos aquellos que manifestaban en contra del Gobierno y que en ya varias ocasiones habían tenido que enfrentar la violencia caótica y desmedida de los cuerpos de seguridad del Estado, lo que a su vez se complicó con el caso del pistolero de Altamira, que irrumpió en una manifestación disparando y asesinando a varios manifestantes. Por el otro, los simpatizantes del movimiento que representa Chávez cerraron filas, desconfiando de un movimiento civil, organizado alrededor de un centenar de militares de alto rango y un paro nacional convocado por la central obrera unida con la máxima organización de empresarios del país. Todo esto generó aún más la impresión de un país dividido en dos bandos. El paro cívico propuesto por los trabajadores de la empresa petrolera del Estado aumentó, parando la producción de la fuente económica del país. Por más de un mes vivimos una situación de crisis política y económica aguda que amenazó seriamente al Gobierno y que nos dejó sin gasolina y sin muchos productos de consumo diario. Las confrontaciones políticas entre los bandos iban incrementando cada vez más el tono. En la universidad en que laboro como profesor comenzaron las discusiones sobre la 23
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posición que debíamos tomar frente a los hechos. En una asamblea general con estudiantes, profesores, empleados, obreros se decidió por mayoría suspender las actividades. La interpretación política del cierre de la universidad también fue discutida acaloradamente. La universidad dirige un centro comunitario que ofrece servicios médicos, psicológicos, educativos y legales a las poblaciones de bajos recursos vecinas a la universidad. Se acordó que este centro, que es donde estoy yo ubicado dentro de la institución, debía continuar funcionando para prestar ayuda en medio de la crisis nacional. A pesar de la primera impresión, este libro no pretende hacer un recuento histórico de los eventos políticos en Venezuela. Lo que se pretende es mostrar cómo la crisis política inundó el espacio psicoterapéutico con preguntas, dilemas y cambios. Pretende subrayar la manera en que estos eventos evidenciaron claramente cómo la actividad psicoterapéutica se realiza en un contexto histórico y político, aun cuando la psicología ha querido tradicionalmente obviar este hecho. Pretende, además, mostrar algunas de las respuestas que la psicoterapia se ha hecho a lo largo de la historia con respecto a los distintos cuestionamientos políticos que el contexto social ha planteado y organizar algunas de las reflexiones de cómo, desde Venezuela, algunos profesionales han intentado encontrar caminos para enfrentar y lidiar con estos dilemas. El esfuerzo por articular una aproximación psicoterapéutica capaz de afrontar las dificultades culturales, económicas y políticas de nuestro contexto específico, es anterior a la agudización de la crisis en el año 2002. Desde mediados de los años noventa un grupo de psicólogos de la Universidad Católica Andrés Bello en Caracas veníamos reuniéndonos, formándonos, investigando, debatiendo sobre cuáles eran las vías para desarrollar una psicoterapia que pudiese tener algún impacto sobre los problemas 24
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sociales graves que nuestro país ha venido atravesando. Para ese entonces, la propuesta era vista por la comunidad psicológica con distancia, quizás con cierta condescendencia. La psicología clínica y la psiquiatría practicada en el país se fundamentaba (y lo sigue haciendo en gran medida) en los modelos teóricos tradicionales importados de Estados Unidos y Europa. La revisión o replanteamiento de alguna de las piezas clásicas de funcionamiento del trabajo clínico (como por ejemplo la revisión del modelo médico o el uso del concepto de “neutralidad” terapéutica que revisaremos más adelante) era visto con mucho recelo. Sin embargo, varias circunstancias favorecieron la posibilidad de dar unos primeros pasos en este sentido. La psicología social venezolana tenía ya años planteándose preguntas esenciales sobre las concepciones paradigmáticas y metodológicas sobre las cuales se podía desarrollar un conocimiento pertinente para nuestro contexto (Montero y Montenegro, 2006; Montero y Varas-Díaz, 2007). Algunas de sus respuestas comenzaban a circular más allá de los estrechos pasillos de la academia y a despertar interés en los psicólogos clínicos, curiosos sobre cómo expandir nuestra capacidad de ayuda. Simultáneamente, en los años ochenta hubo un incremento rápido de Organizaciones No Gubernamentales (ONG) en el país, que comenzaron a atender y colocar en la agenda nacional distintas situaciones de abuso de los derechos humanos y civiles que eran poco atendidas por el Estado. Esto supuso la visibilización de circunstancias como la de los niños y niñas que habitan las calles de Caracas (Llorens, Alvarado, Hernández, Jaramillo, Romero y Souto, 2005), las distintas expresiones de violencia familiar, como el abuso sexual infantil y la violencia basada en género, así como las crecientes cifras de pobreza y violencia en el país (Briceño León, 2005). Estas iniciativas abrieron espacios para que numerosos psicólogos clínicos comenzaran a tener experiencias de atención 25
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fuera de los cánones hospitalarios. Aquí se abrieron espacios que obligaron y facilitaron repensar nuestras teorías y nuestras prácticas. Nuestro país había pasado en unos diez años de ser considerado un país latinoamericano privilegiado por la opulencia que proveía las rentas petroleras y la estabilidad de nuestro hilo constitucional a sufrir un alza continua y desmedida de la pobreza y criminalidad, así como episodios dramáticos de protesta social, saqueos, golpes de Estado y crímenes políticos. La pobreza nos obligó a atender las necesidades de comunidades que por mucho tiempo habían sido olímpicamente desatendidas. A comienzos de la década de los noventa, algunos miembros de la Escuela de Psicología de la universidad comenzaron a desarrollar iniciativas de atención psicoterapéutica en zonas marginales de Caracas. En el año de 1998 estas iniciativas cobraron cuerpo en forma de un postgrado que organizamos para preparar a especialistas en Psicología Clínica Comunitaria, desde donde hemos podido ir pensando, discutiendo y desarrollando las ideas que se presentan a lo largo de este trabajo. A partir del año 2002, sin embargo, la relación entre la psicoterapia y la política dejó de ser un tema accesorio, interés de algunos clínicos con interés o ‘deformación’ social, convirtiéndose en un tema ineludible. Así por ejemplo, en el año 2003 la Sociedad Psicoanalítica de Caracas dedicó su VIII Encuentro Anual, al tema de la psicoterapia en medio de la crisis política (Sociedad Psicoanalítica de Caracas, 2003). Eventos como este han sido sumamente enriquecedores y han permitido, entre otras cosas, evidenciar las preguntas que los terapeutas se hacen en tiempos de convulsión política. Una de las discusiones que me pareció ilustrativa fue la controversia que surgió sobre si un psicoanalista podía o no asistir a las marchas y manifestaciones políticas. Muchos defendieron la posición de que el analista es a la vez ciudadano y por ende tiene tanto el derecho como la 26
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obligación de manifestar su opinión. Sin embargo, también surgieron múltiples dudas sobre cómo manejar la relación con la persona analizada con quien podía coincidir durante alguna de esas marchas multitudinarias, o que se harían preguntas de contenido político cuando el analista suspendía las consultas de un día de semana para participar en alguna de estas manifestaciones. Más de un analista expresó que la obligación del rol exigía abstenerse de cualquier pronunciamiento público de sus preferencias políticas. Cada vez más, hasta los consultorios privados, comenzaron a estar repletos de personas que, de una manera u otra, habían sido afectadas por las circunstancias políticas: personas despedidas por haber participado en el paro nacional, personas de una u otra posición que han sido perseguidas en sus puestos de trabajo por manifestar posiciones contrarias a la tendencia política de la mayoría que trabaja en esa institución (Goncalves, Gutiérrez y Rodríguez, 2009), rupturas familiares graves por enfrentamientos ideológicos, personas con síntomas postraumáticos provenientes de las agresiones vividas durante las marchas y los enfrentamientos callejeros, familiares de personas asesinadas durante las manifestaciones, refugiados de Colombia que vinieron a Venezuela buscando un resguardo que se desdibujó, todo tipo de angustias e incertidumbres sobre el futuro del país y un largo etcétera. Finalmente, es indispensable mencionar el caso de Franklin Brito, quien falleció estando recluido a la fuerza en el Hospital Militar luego de que su huelga de hambre frente a las oficinas de la Organización de Estados Americanos fuese interrumpida por policías metropolitanos que se lo llevaron a la fuerza para “resguardar” su salud y la fiscal general declaró sobre la “incapacitación mental” de esta persona que venía haciendo una protesta pacífica por sus derechos económicos. El intento de utilizar el lenguaje, los procedimientos y los 27
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centros psiquiátricos como un arma para acallar la disidencia se ha hecho presente de manera lamentable con este caso. Como he repetido en otros momentos, no es que los psicoterapeutas comenzamos a pensar sobre las relaciones de nuestro oficio con los procesos políticos, sino que la política derrumbó la puerta del consultorio y se instaló. No hay manera de esquivar las preguntas que nos hace. Sin embargo, estas preguntas no son nuevas, aun cuando así lo parecen en las discusiones que se ha venido realizando. No es la primera vez que la psicología, y específicamente la psicoterapia, se ha enfrentado a crisis políticas agudas que han puesto en duda las pretensiones “apolíticas” del área. En el camino hemos olvidado que la expansión nazi prohibió y quemó los libros de Freud pretendiendo desarrollar un psicoanálisis no judío, presionó a muchos analistas a que expulsaran a su clientela judía de sus consultorios y a Freud a dejar a su querida Viena para expatriarse en Londres. El exilio de los psicoanalistas de Berlín y Viena contribuyó a que los intereses políticos que muchos de ellos profesaban se encubrieran para evitar persecución política en sus nuevos países de residencia, especialmente aquellos que emigraron a los Estados Unidos (Jacoby, 1983). La Guerra Civil Española, como veremos, no dejó de imprimir sus marcas en la psiquiatría de la época. La psicoterapia sufrió de graves modificaciones por los movimientos revolucionarios de la Unión Soviética y China utilizándose como herramienta de represión política. En Argentina, como veremos también, la dictadura militar impactó el ejercicio del psicoanálisis y, en algunos episodios vergonzosos, se ha utilizado los conocimientos del oficio para torturar y someter. A pesar de lo dramático de muchos de estos eventos dentro de la historia de la disciplina, los psicoterapeutas sufrimos, como escribe la psiquiatra especializada en trauma Judith Herman (1997), de “amnesia episódica” con 28
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respecto a estos eventos. Como disciplina estamos inclinados a olvidar, dejar pasar por debajo de la mesa las adaptaciones idiosincrásicas que las fuerzas del poder en ocasiones han impuesto al ejercicio de nuestra labor. Mi opinión es que esta amnesia, como en el caso de la persona traumatizada, dificulta la elaboración y prepara el terreno de la repetición ciega y compulsiva de procesos poco adaptativos. Pero dejemos de lado la metáfora clínica por un momento, no sería razonable pensar que el trauma explica la insistencia apolítica de la mayoría de los clínicos del mundo. Más bien, creo que se cimenta en las creencias profundas sobre las cuales fue desarrollado nuestro oficio. Las bases paradigmáticas de la modernidad sobre las cuales construimos nuestras teorías y los lineamientos de nuestro trabajo. Esas bases, que intentaremos revisar, son las que nos predisponen a una “neutralidad” y un posicionamiento “apolítico” que solo cuando se tropieza de frente con las preguntas ineludibles de la distribución de poder dentro de una sociedad, se muestran como dogmáticas y limitativas. No se está proponiendo entonces una “psicoterapia política”, porque considero que esta sería una expresión tautológica. Toda acción que afecta a la sociedad, tanto en su ámbito público como en el privado, tiene un enlace con la distribución de poder de la misma, es decir, es inherentemente una acción política. No podría serlo de otra manera. Sin importar que el oficiante lo crea así o no, sus acciones están entretejidas con la vida de la sociedad que se extiende fuera de los dominios de su consultorio. Lo que se pretende es favorecer el desarrollo de una psicoterapia que pueda ser reflexiva de esos aspectos políticos que inevitablemente están enlazados con el ejercicio de nuestro trabajo. Herramientas para evidenciar y revisar nuestro posicionamiento, nuestra utilización del poder que la relación terapéutica nos otorga y la articulación de este trabajo, en el escenario de las relaciones cara a cara, con el contexto más amplio de la sociedad. 29
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El medio nos interroga La misma ubicación geográfica de donde se desarrolla la consulta psicoterapéutica juega un peso en el tipo de práctica que se va a llevar a cabo. En el caso nuestro, la Universidad Católica Andrés Bello está ubicada al suroeste de Caracas. Somos vecinos de varias barriadas grandes predominantemente pobres que crecen hacia los picos de las montañas, formando lo que se denominan “los cerros”, etiqueta que no solo hace alusión a las colinas, sino a los sectores empobrecidos de la ciudad. Tres de esos barrios, Antímano, La Vega y Caricuao, albergan aproximadamente medio millón de habitantes entre ellos (INE, 2001). Asimismo, existen vecindarios clase media y clase media baja cercanos. El trabajo psicoterapéutico se comenzó a desarrollar en unas pequeñas oficinas cedidas por una escuela de la comunidad de Antímano, allí se organizó una consulta externa donde los estudiantes de quinto año de la licenciatura desarrollaban sus prácticas clínicas. Tuvimos la suerte de en pocos años ocupar los espacios del Parque Social Padre Manuel Aguirre, S.J., un centro comunitario construido por la universidad que alberga también un ambulatorio médico, una consulta jurídica, además de los proyectos de proyección a la comunidad y de la Escuela de Educación. Desde ese centro hemos podido continuar con la consulta externa, así como articular una serie de proyectos insertados más directamente en las comunidades con que trabajamos, así como desarrollar las prácticas clínicas del programa de Especialización en Psicología Clínica Comunitaria2. Nuestra consulta prontamente comenzó a poblarse con las consecuencias de la pobreza, la exclusión social, la carencia de 2 Ver: www.ucab.edu.ve/ucabnuevo/index.php 30
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una red institucional, la violencia intrafamiliar, la discriminación, la desigualdad y la escasez de acceso a recursos legales, médicos y educativos. Sin embargo, nuestros lenguajes teóricos y técnicos seguían hablando de “trastornos adaptativos”, “síndrome de estrés postraumático”, “masoquismo”, “compulsión a la repetición”, “psicopatía”, “resistencia”, etc. Estos lenguajes poco hacían para mitigar la sensación de que algunas realidades con que tenían que lidiar las personas que atendíamos eran desconocidas y abrumadoras, así como los sentimientos de frustración que frecuentemente las acompañaban. Recuerdo especialmente la supervisión de una joven psicóloga clínica que recién comenzaba a organizar una extensión de nuestra unidad aún más adentrada en el barrio La Vega. Se reunió conmigo a la semana de comenzar el trabajo y me expresaba la fuerte impresión que le habían dejado las primeras consultas. Me contaba cómo, antes de comenzar el trabajo, había pensado que las cosas con que iba a tener que lidiar y que más la asustaban tenían probablemente que ver con violencia dentro del hogar. Sin embargo, en la primera semana se había encontrado con algo inesperado, con que no había contado en absoluto: “Los problemas más duros, que nunca esperé ver en la consulta, tienen que ver con hambre”. Relató una primera sesión con una joven veinteañera, profundamente deprimida y desesperada, que contaba que tenía varios días sin comer porque el poco dinero que había podido recabar esos días lo había tenido que dar para alimentar a sus hermanitos y primos que vivían con ella. Antes de comenzar la sesión, una de las enfermeras que trabajaba en el centro, en gesto de amistad, le había llevado un café a la psicóloga. “Cuando me comenzó a contar eso tan terrible, no pude tomarme el café. Durante toda la sesión veía el café enfriándose sobre el escritorio y me parecía absurdo que ni me lo iba a tomar yo, ni se lo iba a ofrecer a la muchacha para que ella se lo toma31
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ra.” Ella sabía que ofrecerle un café a la joven hambrienta era un gesto escasamente terapéutico, que no resolvía el problema de fondo y solo servía para calmar el desespero de la terapeuta por un instante. Pero al mismo tiempo, sentía que tomarse el café mientras escuchaba a la consultante penar por hambre parecía, por lo menos, poco empático. Este intercambio sirve para subrayar cómo el trabajo con personas en contextos de injusticia y pobreza ilumina áreas de la relación terapéutica que, de otra manera, muy bien podrían pasar desapercibidos. Nos devuelve preguntas y abre dilemas que en otros escenarios son menos probables. La primera consulta de mi joven colega le había generado una serie de interrogantes: ¿cuál es la prioridad del psicoterapeuta bajo estas condiciones? ¿Cuál es la acción más terapéutica que se pueda ofrecer tanto en el corto como en el largo plazo? ¿Hasta dónde llegan mis responsabilidades? ¿Cuándo estoy siendo terapéutico y cuándo estoy perdiendo mi lugar como psicólogo y con eso, mis posibilidades de ofrecer una verdadera ayuda? ¿Existe la posibilidad de una ayuda desde la reflexión en un lugar inundado de necesidades urgentes y, si la respuesta es afirmativa, cómo hago para abrir espacio para eso? ¿Cómo influyen las diferencias de mi posición social y las del consultante en la relación terapéutica y cómo hacemos para hablar de eso? ¿Cómo hago para hacerme todas estas preguntas sin desesperarme y sentir que la realidad rebasa las posibilidades de la psicología para comprender escenarios radicalmente distintos? Este tipo de experiencias nos han obligado a repensarnos. A detenernos largamente y revisar las preconcepciones sobre las que descansan nuestros modelos teóricos y nuestro accionar, así como intentar aprovechar la inmensa riqueza del legado que nos ha brindado la psicología, pero cuestionándola (¿reinventándola?) para que nos acompañe en escenarios novedosos. 32
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
Pobreza, violencia y poder dentro del consultorio Durante mi pasantía por el Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario de Caracas, mientras me formaba como psicólogo clínico, tuvimos la oportunidad de escuchar a uno de los coordinadores regionales de organización de políticas en salud mental del Ministerio de Salud para ese entonces. Era 1998, Chávez aún no había ganado las elecciones que lo llevarían a la presidencia, pero la crisis social y económica ya era, por supuesto, evidente. La exposición de este funcionario presentó las altas cifras de pobreza y desempleo que inevitablemente iban a seguir estando ese año, intentando compartir de manera transparente la zozobra contagiosa que esta realidad nos impregnaba. Pero lo verdaderamente desconcertante de la conversación fue que, al final, este vocero de las políticas públicas en salud mental colocaba como recomendaciones para los psiquiatras que aumentaran la administración de antidepresivos y ansiolíticos para así “ayudar” a la población a lidiar con estos males. Lo asombroso de la anécdota es que, más allá de estar hablando con un funcionario simplista y fastidioso, a nadie le generó demasiado estupor la propuesta. La impresión reinante era: “la psiquiatría y la psicología clínica nada pueden hacer con respecto a los problemas más amplios como la pobreza, de manera que no nos queda más que escuchar de brazos cruzados y regresar lo más rápido posible al mundo nuestro de los afectos, la intimidad, lo ‘intrapsíquico’”. Al mismo tiempo, la conversación evidencia una de las operaciones típicas del razonamiento psicoterapéutico fundado en la modernidad, que termina buscando clasificaciones y enfermedades ante algunos de los dilemas complejos de lo humano y luego intenta dirigir estos “trastornos” a especialistas que deberían “resolverlos”, sin mayor reflexión sobre las prácticas de
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poder que se entrecruzan con estos argumentos. Esto, en muchas ocasiones, como se ha dicho repetidas veces, termina dejando a la persona que tuvo que vivir circunstancias opresivas aún más desprotegida y etiquetada como “el problema”. Por una operación veloz del pensamiento, el problema deja rápidamente de ser la pobreza y pasa a ser los trastornos depresivos y ansiosos. Siempre cabe la pregunta de si trabajamos en psicoterapia y construimos espacios privados para abrirles lugar a los mundos íntimos de las personas con que trabajamos o si más bien nos atrincheramos para poder escapar de un mundo con demasiadas aristas y complejidades como para ser abordado por nuestros modelos de pensamiento. La psicología clínica y la psiquiatría recibieron, hacia finales del siglo pasado, una serie de críticas relacionadas con sus dificultades para adaptar sus concepciones y prácticas a los múltiples contextos sociales donde ellas operan (Beltrán, 2001; Cowen, 1983; Espin, 1993; Layton, Hollander y Gutwill, 2006; Pakman, 1997; Parker, 2007, Pérez, 1998; Sarason, 1981). Tanto la enorme omisión que han hecho de algunos temas sociales urgentes como la incapacidad para incluir las dimensiones políticas de las problemáticas atendidas en la comprensión y los consecuentes riesgos de culpabilizar, estigmatizar y dejar aún más vulnerables a las poblaciones que sufren de entrada por su condición social han sido una preocupación. Los autores Anthony, Cohen y Kennard (1990) escriben: Muchas personas con dificultades psiquiátricas no quieren los servicios que el sistema provee porque los encuentran poco atractivos, inapropiados y discriminatorios. Los grandes porcentajes de abandono no se deben a carencias de los clientes sino a carencias de los servicios. De tal manera que los planificadores de estos servicios deben chequear constantemente si los servicios creados son consistentes con la filosofía y los valores de un sistema de salud basado en la comunidad (p. 1.250). 34
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
El intento de adaptar a las personas a nuestras visiones de mundo y nuestros modelos de atención y no viceversa reaparece una y otra vez en el trabajo psicoterapéutico con personas en situaciones de pobreza. Uno de los ejemplos más graciosos se lo escuché al psicoanalista peruano Rodríguez Rabanal (1991, 1995), quien escribió una serie de trabajos basados sobre sus experiencias intentando abrir un centro de atención psicoanalítica en comunidades pobres en Lima. En una conferencia dictada en Caracas en 1996, compartió algunas de las dificultades: Nosotros construimos dos ambientes, pero la mayoría de los pacientes adultos se negaban a visitarnos en ese lugar y nos pedían que las sesiones se llevaran a cabo en sus casas, por temor a ser estigmatizados como enfermos mentales. La sesión era muy complicada pues cuando algún terapeuta atiende en un consultorio y el paciente no viene, en fin, se pone a leer, hace lo que sea. Nosotros éramos los que buscábamos a los pobladores. Y cuando los pobres pobladores del asentamiento, ya no digo pobres por pobreza material, sino porque nos tenían que soportar a nosotros, cuando los pobladores se sentían urgidos a huir ¡tenían que escaparse de su casa! Entonces nosotros decíamos “El candadazo” porque llegábamos y encontrábamos un candado en la puerta de la casa a la hora de la cita y eso ocurría permanentemente.
Enfrentados a contextos económicos, culturales y políticos distintos, los marcos de comprensión y aplicación de nuestros modelos psicoterapéuticos comienzan a desdibujarse, lo que genera sorpresas como la que relata Rodríguez Rabanal. Todos aquellos que hemos sentido alguna vez eso que desde la perspectiva tradicional llamamos “resistencia”, podemos suponer la zozobra de los pobladores que se veían en el dilema de “huir” de unos profesionales bien intencionados que se dirigían, intentando una pirueta técnica, con diligencia psicoanalítica, a los hogares de los “pacientes”. Los profesionales, a su vez, confrontados con realidades que desafían sus marcos habituales de compren35
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sión, a menudo insisten en su visión de mundo. En palabras de la psicóloga clínica Espín (1993), describiendo las reacciones de profesionales tratando de trabajar en contextos culturales distintos a los suyos: “Los estudiantes en formación no lograban trabajar con personas que no ‘creían’ en la terapia y cuyos valores y experiencias de vida no coincidían con las suyas” (p. 409). O en las palabras de Cowen (1983): Ya que los servicios de salud mental fueron desarrollados en una tradición predominantemente blanca y de clase media, éstos venían empaquetados con las decoraciones de esa tradición, lo cual incluía sesiones preprogramadas, fijas, de cincuenta minutos que se conducían en oficinas atendidas por personal educado. Desafortunadamente, ya que estas condiciones eran poco naturales para la mayoría de la sociedad, desanimaban a muchas personas de la posible atención antes de que esos servicios pudiesen realmente actuar (p. 637).
A pesar de que esas críticas han sido resonantes y han provenido de lugares muy diversos, la psicología académica todavía se muestra en su gran mayoría resistente a incluir las variables sociales, culturales y políticas en la comprensión de las problemáticas emocionales. Aún más lejana se encuentra de articular respuestas efectivas y sensibles a estos elementos. Dos ejemplos claros de esto han sido lo curiosamente novedoso que sigue resultando hablar de temas como la violencia y la pobreza en los programas de formación de especialistas, los congresos y las publicaciones científicas (Carr y Sloan, 2003; Harper, 1991), aun cuando existen sobradas razones y evidencias del peso de estas problemáticas en la producción de malestar y como obstáculos para el desarrollo óptimo (Evans, 2004). Layton, Hollander y Gutwill (2006) recopilan una serie de trabajos de psicoanalistas sobre sus experiencias al abordar temas políticos y de clase social en la consulta. En el libro dis-
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tintos terapeutas relatan casos en que temas políticos como el 11 de septiembre y la guerra contra Irak aparecen en los contenidos de las conversaciones con sus pacientes, lo que evidencia que las circunstancias venezolanas no son únicas y que en todos lados estos dilemas están presentes en el día a día de la consulta. En el capítulo del analista junguiano Samuels, que ha explorado este tema en varios escritos (1993, 2001, 2006) reporta los resultados de una encuesta que envió a 621 terapeutas de siete países distintos en la que preguntaba sobre la presencia y manejo de los temas políticos. En el levantamiento de datos encontró que el 56% de los terapeutas reportaron discutir temas políticos en la consulta con las personas que atienden. Samuels añade que en las respuestas abiertas que tenía la encuesta los terapeutas manifestaron “una lucha considerable para explicar cómo hacían para manejar estos temas” (p. 13, 2006). En otros capítulos del libro de Layton, Hollander y Gutwill se desarrollan distintas viñetas clínicas en que se plantea temas políticos y de desigualdad social entre el terapeuta y la persona atendida. A través de estos reportes se evidencia mucha ansiedad en los terapeutas sobre si deben o no abordar estos temas y sobre todo cómo responder a las demandas directas de las personas atendidas a entrar en una conversación sobre posiciones políticas y económicas (Layton, 2006; Gutwill y Hollander, 2006). En los distintos trabajos, sumamente reveladores, las autoras describen estos temas como “el último tabú del psicoanálisis”. Se registra con claridad las angustias que los y las terapeutas reportan para abordar estos temas y las dificultades para articular desde las propuestas teóricas el peso de estos elementos en la relación de ayuda. Hillman (2009), quien tiene un amplísimo recorrido como teórico y profesor de psicoterapia, se pregunta en un artículo por qué solo recientemente se dio cuenta de que durante su larga experiencia seleccionando, supervisando y dándole cla37
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ses a futuros psicoterapeutas ha habido oportunidad de indagar sobre las creencias religiosas, el nivel económico, la historia familiar, el trabajo, las raíces étnicas, las emociones, los ideales, los recuerdos de los futuros practicantes, pero no de sus historias y convicciones políticas. Tal omisión le resulta notable y digna de ser analizada. La omisión de estos temas y el llamado a comenzar a incluirlos es aún más dramático en nuestros países latinoamericanos en que grandes porciones de la población padecen situaciones crónicas de pobreza material y violencia. Muchas de las grandes problemáticas sociales que nos aquejan destacan por su ausencia en las teorías y los manuales clínicos. Lo relativamente poco que ha tenido que decir y ofrecer esta disciplina a estas problemáticas ha sido objeto de crítica por algunos autores. El especialista Cowen escribe: El campo de la salud mental no ha respondido a un rango de problemas sociales destructivos como el racismo, la violencia urbana, las adicciones, los motines carcelarios y la delincuencia. Ya sea que esto se deba a una falta de interés, a tecnología inadecuada o a la separación activa de estos problemas de la definición que hacen los profesionales de la salud mental de su campo de estudio, el hecho está en que este campo ha contribuido muy poco a su resolución (1983, p. 637).
Sin embargo, la evidencia empírica ha ido acumulándose, mostrando el peso etiológico que algunas de estas problemáticas tienen en el desarrollo de trastornos psicológicos (Evans, 2004). El área de la violencia dentro del hogar es probablemente el mejor ejemplo de esto. En primera instancia, la constante omisión del peso del maltrato infantil en la comprensión de los síntomas tratados en la psicoterapia ha sido señalado por numerosos especialistas como un fenómeno a revisar. El psicoanalista Bowlby lo ha expresado en los siguientes términos:
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Considero que como psicoanalistas y psicoterapeutas hemos sido asombrosamente lentos en reconocer el predominio y las trascendentales consecuencias de la conducta violenta entre miembros de una familia y sobre todo de la violencia de los padres. Es un tema que ha brillado por su ausencia en la literatura analítica y en los programas de especialización. Sin embargo, en la actualidad existen pruebas suficientes no solo de que es mucho más corriente de lo que hemos supuesto hasta ahora, sino de que es causa importante de una serie de síndromes psiquiátricos angustiosos y desconcertantes. Además, dado que la violencia engendra violencia, la violencia en las familias tiende a perpetuarse de una generación a otra (...) Desde que Freud hizo su famoso –y desde mi punto de vista, desastroso– cambio de opinión, en 1897, cuando decidió que las seducciones infantiles que había considerado etiológicamente importantes no eran más que el producto de la imaginación de sus pacientes, ha quedado totalmente pasado de moda atribuir la psicopatología a las experiencias de la vida real (1989, pp. 94-95).
Los especialistas en el área se han dado a la tarea, durante ya aproximadamente treinta años, de estudiar las posibles asociaciones entre las vivencias de maltrato y los síntomas de malestar emocional. Estos estudios han logrado comenzar a contrarrestar la creencia comúnmente sostenida de que experiencias como el abuso sexual infantil, o no es dañino o no es un factor etiológico central (Myers, 1992). Una enorme cantidad de estudios, tanta que ha sido descrita como una “avalancha de investigaciones” (Salter, 1995), ha encontrado la relación entre el maltrato infantil y el desarrollo de depresión, ansiedad, trastornos disociativos, trastornos de personalidad, trastornos alimentarios, tendencia a la revictimización, problemas sexuales, problemas en las relaciones interpersonales, trastornos de estrés postraumático, así como su lugar central en el desarrollo de algunos cuadros como el los trastornos disociativos de la personalidad (Andrews, Brewin, Rose y Kirk, 2000; Briere, 1992; Busby, Glenn, Steggell y Adamson, 1993; Dubner y Motta, 1999; Kernberg, 2001; Stone, 1989). 39
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En segundo lugar, los autores que trabajan en el área de la violencia han sostenido que la omisión de este elemento en el abordaje clínico no solo desatiende a esos factores perturbadores, sino que, además, su silencio ante las dimensiones culturales y de distribución de poder en que se encuentran inmersas las relaciones humanas contribuye a su perpetuación. La incapacidad para registrar las situaciones de violencia no solo dificultan el manejo de sus consecuencias, sino que impide que la situación de violencia sea detenida y por ende deja a la víctima en una posición desventajosa y vulnerable (Herman, 1997; Moltz, 1992). “Lo único que el victimario les pide a los testigos es que no hagan nada”, escribe la especialista Judith Herman, y en el párrafo siguiente añade: Para evitar ser imputados por sus crímenes, los perpetradores hacen todo en su poder para promover el olvido. El secreto y el silencio son la primera línea de defensa del victimario. Si no puede silenciarla absolutamente, intenta asegurar que nadie la escuche (...) Mientras más poderoso el victimario, mayor su prerrogativa de nombrar y definir la realidad y la mayor probabilidad de lograr que su argumento prevalezca. Los argumentos del victimario demuestran ser irresistibles cuando el testigo los enfrenta solo. Sin un ambiente social de apoyo, los testigos suelen sucumbir a la tentación de mirar en otra dirección (1997, p. 8).
El psiquiatra especialista en trabajo con sobrevivientes de violencia política y violencia intrafamiliar, Barudy (2000), es aún más contundente cuando afirma: La existencia de verdugos y de víctimas no explica por sí sola la existencia de la violencia organizada; se requieren los terceros, los otros (...) Los terceros, los que participan del proceso del maltrato infantil son los demás miembros de la familia, así como los miembros del entorno social, incapaces de brindar protección a las víctimas puesto que, para ellos, el hecho que un padre o una madre torture, descuide o abuse sexualmente a sus hijos es parte de una violencia impensable o, simplemente no quieren 40
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comprometerse por temor o para evitarse problemas o, lo que es peor, por complicidad y/o concordancia ideológica con los perpetradores. Entre estos terceros co-productores del maltrato existen todavía muchos médicos, psicólogos, profesores, magistrados, asistentes sociales, etc. que minimizan o niegan la existencia de los malos tratos y/o no son capaces de establecer la relación entre los signos de sufrimiento y los trastornos conductuales de niños y niñas con posibilidad que sean víctimas de la violencia de los adultos que los cuidan. Algunos profesionales son a menudo prisioneros de sus modelos teóricos y sus roles, y necesitan ser ayudados a sensibilizarse de la existencia de este drama (p. 24).
En otras palabras, el descuido a las variables contextuales en la comprensión contribuye a silenciar, a no nombrar problemas de poblaciones en situaciones de desventaja, como lo son los niños y niñas en los hogares violentos, que la cultura dominante mantiene invisibilizados. Un discurso clínico, desarrollado dentro del mismo proceso histórico, ciego a los parámetros culturales que le subyacen, tiende con demasiada facilidad a proponer sus “verdades” en perfecta concordancia con y consolidando los prejuicios sociales de su colectividad (Burman, 2000; Pérez, 1998). El movimiento feminista ha sido precursor en la reflexión de este punto, mostrando cómo en numerosos contextos la mirada patriarcal tiñe las discusiones “objetivas y científicas”, ubicando, detrás de una lógica desigual culturalmente sostenida, la patología del lado de las características asociadas a la feminidad y a la salud a las que se atribuyen a lo masculino. El desarrollo de argumentos como la envidia del pene por Freud y la protesta masculina por Adler, son solo dos ejemplos históricos gruesos del uso de consideraciones machistas en la identificación de la “psicopatología”. Así pues, aquel que ha vivido en situaciones de desventaja y opresión, corre el riesgo de ser etiquetado como enfermo y dirigido a los centros de tratamiento para ser “recuperado”. El uso 41
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del discurso médico, que intenta delimitar “patologías” con origen dentro del sujeto, oscurece la identificación de los elementos políticos que crean las condiciones para la producción del malestar en una primera instancia. Además, al colocar el problema dentro del individuo, le asignan al individuo toda la responsabilidad de su “mejoría”, sin considerar intervenciones para mejorar las condiciones que produjeron el problema. Considero que el terapeuta de familia Michael White es de los autores más claros al mostrar este riesgo del lenguaje clínico tradicional. Él afirma: Son esos discursos los que nos permiten ignorar hasta qué punto los problemas de la gente tienen que ver con las estructuras de inequidad de nuestra cultura, incluyendo a las que involucran género, raza, etnicidad, clase social, status económico, etc. Naturalmente, si podemos ver en las dificultades de la gente el resultado de cierta aberración y no el producto de nuestras maneras de pensar y vivir, podremos asimismo eludir la confrontación con nuestra complicidad en el mantenimiento de esas formas de vivir y de pensar (2002, p. 120).
Waldgrave (1990), proveniente de Nueva Zelandia, escribe cómo los terapeutas pueden ser utilizados en su ingenuidad por el Estado para limpiar la imagen de las consecuencias de las políticas gubernamentales. Él continúa diciendo: Hacer felices a las personas en situaciones de pobreza al tratar sus problemáticas clínicas sin hacer referencia a los contextos políticos y económicos asegura que las personas se identifiquen a sí mismas como el problema, dejando así al Estado libre de culpa. Es asombroso como este tipo de terapia todavía puede ser considerado por muchas personas como una actividad que no es política (1990, p. 26).
Es importante subrayar cómo este discurso dominante no está nada más en las teorías psicológicas, sino que está en el discurso cotidiano y en las mismas personas que acuden a nuestra consulta. En nuestro centro comunitario encontramos a menudo que las 42
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personas sienten vergüenza de algunas dificultades que han padecido. Convencidos también de que su sufrimiento es responsabilidad y culpa de ellos o ellas. Ciegos ante los enormes esfuerzos que para ellos mismos ha representado desarrollar pautas idiosincrásicas de sobrevivencia para resistir el abuso que enfrentan diariamente dentro de sus hogares. O sintiéndose despreciados por no alcanzar las expectativas de logro y educación que exige la misma sociedad que no ofreció las oportunidades para acceder a ella. Michael White hace la misma observación con relación a las personas con trastornos psicóticos con que trabaja: Muchas personas con diagnósticos psiquiátricos terminan por perder la exigua cuota de reconocimiento moral que se otorga en nuestras comunidades a los otros. Además casi siempre lo pasan muy mal porque sienten que no “están a la altura” que “no lo logran”. Y como si todo eso no fuera suficientemente estresante, también sufren una gran presión por querer construir su vida según lo que especifican los patrones de salud y normalidad aceptados (2002, p. 144).
La lógica de la exclusión social, como la que produce la pobreza, es especialmente desmoralizadora, ya que comienza no proveyendo los recursos para el desarrollo pleno y luego remata señalando al excluido por “ser un perdedor”, por no alcanzar las expectativas culturales dominantes. La tendencia de los países latinoamericanos de importar sin digestión los modelos teóricos y prácticos desarrollados en otros países con frecuencia conduce a aplicaciones forzadas. Estas aplicaciones no negociadas con las comunidades con frecuencia terminan tropezándose con un sentimiento de futilidad compartido tanto en los terapeutas como en los recipientes de esa escucha y pareciéndose a la expresión que utiliza el terapeuta Tom Strong para ilustrar este enredo: “déjame ayudarte a subir al árbol para que no te ahogues, le dijo el mono al pez”.
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CAPÍTULO II
Ciencia y política: la tradición moderna Cuánta suerte tiene usted por poder estar sumergida en su trabajo sin tener que enterarse de todas estas cosas horribles que ocurren en el mundo... La gente teme que las extravagancias nacionalistas alemanas puedan ex� tenderse a nuestro pequeño país. Hasta me previnieron que huyera ya mismo a Suiza o Francia. Esto es absurdo; no creo que exista algún peligro... Carta de Freud a Marie Bonaparte (1933)
Ciencia y política Históricamente, las situaciones de confrontación social aguda han dejado en estupor no solo a la psicología, sino a la ciencia en general. Los grandes físicos del siglo pasado se llevaron las manos a la cabeza horrorizados con el uso que los gobernantes hicieron de sus desarrollos. Robert Oppenheimer es quizás el personaje más dramático de la historia de la ciencia y la política. El físico, director del proyecto que desarrolló la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial, escribió en 1947 en los Estados Unidos:
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Los físicos nos vimos presos de un íntimo sentimiento de responsabilidad por haber propuesto, apoyado y, por último, contribuido en gran medida a la fabricación de armas atómicas. Tampoco podemos olvidar hasta qué punto estas armas, tal como fueron utilizadas en la práctica, contribuyeron a agudizar la crueldad inhumana y los terribles males de la guerra moderna. En un sentido despiadado, que ni la vulgaridad, ni el humor, ni la retórica pueden llegar a paliar, los físicos conocieron el pecado y esta es una experiencia que no puede olvidarse (p. 222).
El Gobierno norteamericano luego le retiró toda la confianza al científico, prohibiéndole el acceso a la información de estos proyectos considerados altamente secretos. En medio de estas discusiones un senador del Gobierno de Estados Unidos curiosamente afirmó que los políticos nunca debieron haberles permitido a los científicos conocer los secretos de la bomba atómica (Gardner, 1986). Del otro lado de la cortina de hierro Andrei Sakharov, el físico más importante de la Unión Soviética durante la Guerra Fría, renunció a la comodidad de su vida académica para convertirse en uno de los opositores políticos más renombrados contra el escalamiento de la carrera nuclear y el régimen soviético, por lo cual fue perseguido y encarcelado. Años después de retirarse de sus desarrollos investigativos patrocinados por el Gobierno y relacionados con la energía nuclear escribió reflexionando sobre ese proceso: “Esa fue, quizás, la lección más terrible de toda mi vida. Que uno no se puede sentar en dos sillas al mismo tiempo” (c.p. Lizhi, 1999). Vale la pena recordar también al escritor argentino Ernesto Sábato, quien comenzó su adultez como una promesa latinoamericana de la investigación en física pura, reclutado para trabajar en el Laboratorio Curie de París y luego en el Massachusetts Institute of Technology de Boston. Hasta que la Segunda Guerra Mundial le precipitó una crisis vocacional que lo llevó a aban46
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donar la física y a escribir algunos de los ensayos más lúcidos sobre la relación entre la ciencia y la política. En 1951 publicó Hombres y engranajes, donde registra una serie de reflexiones sobre la ciencia que siguen vigentes. Registra ese momento de desilusión con un proyecto que había prometido dar solución a todos los problemas de la tierra. La decepción permitió reconocer que la ciencia no garantizaba el futuro y que más bien hacía más necesaria acompañarla de una reflexión ética y política. La ciencia moderna se ha tropezado una y otra vez con lo político, en una relación muchas veces incómoda y compleja, como claramente queda evidenciado en sus comienzos con la persecución que sufrió Galileo a manos de la Inquisición. Algunas de las interrogantes que los profesionales de la salud mental nos estamos haciendo ahora tienen que ver con esta relación incómoda y compleja, en la cual preguntamos: ¿qué lugar debemos ocupar nosotros los profesionales al servicio de lo psicológico? La modernidad concibió la ciencia como un conocimiento apolítico, objetivo, alejado de las discusiones mundanas del poder, capaz de trascenderlas para acercarse a verdades universales, puras, no contaminadas por los intereses personales o colectivos. En palabras de la psicóloga clínica e investigadora: El “conocimiento científico” tenía que desligarse de cualquier sospecha de activismo político. La ciencia se ubicó en la cima del ideal moderno, representando el lugar donde el hombre podía desarrollar al máximo la razón. La ciencia moderna se concibió como un cuerpo de conocimientos objetivo, universal, independiente de los vaivenes humanos. La actividad científica sustituyó la actividad religiosa como guardián de las verdades y las leyes universales. En ella el hombre podía crecer autónomamente sin intermediación de dioses y pensamiento mágico. El hombre ideal del mundo moderno pasó a ser el científico. La tecnología, asimismo, prometía vencer todos los flagelos huma47
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nos como las enfermedades, la guerra y la desigualdad. Con ella la posibilidad de dominar a la naturaleza y lograr de una vez por todas el progreso y la consolidación de un mundo mejor, pasó a ser una aspiración común. La ciencia moderna le ofreció al hombre del siglo xix y comienzos del siglo xx muchas razones para ser optimista.
El caso de Freud Sigmund Freud encarna los ideales de la modernidad. Cruzado por discursos diversos, algunos de los cuales permitieron abrir puertas que luego servirían para trascender el mismo discurso moderno, sin embargo, reiteró su adhesión al proyecto de la ciencia moderna. En “El porvenir de una ilusión”, intenta explicar las raíces del pensamiento mágico y religioso, a la vez que ofrece a la ciencia como opción para la humanidad. Utiliza inclusive la metáfora religiosa escribiendo sobre “Nuestro dios Logos” (1927/1983, p. 2991) y afirma con convicción: “No, nuestra ciencia no es una ilusión. En cambio, sí lo sería creer que podemos obtener en otra parte cualquiera lo que ella no nos pueda dar” (p. 2992). Bien sabido es que el psicoanálisis ha sido duramente criticado por la ciencia positivista y filósofos de la ciencia como Popper y Bunge (Bunge, 1985; García de la Hoz, 2000), pero, por supuesto, esto no significa que Freud no haya aspirado al desarrollo de una ciencia exacta. Las lecturas hermenéuticas actuales son nuestras, no pertenecen al proyecto científico de la época de Freud, él escribe de manera muy explícita: “En realidad el psicoanálisis es un método de investigación, un instrumento imparcial, como por ejemplo, el cálculo infinitesimal” (1927/1983, p. 2981). 48
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La cuantificación, el fisicalismo, el mecanicismo pertenecen asimismo al ideario moderno de comienzos de siglo. Regresando al ideal moderno, el conocimiento científico apuntaba así al descubrimiento de verdades universales, a la obtención de la explicación más exacta de una realidad única, externa al sujeto y susceptible de ser observada de manera objetiva. Concebido el conocimiento de esta manera, se hacía plausible la posibilidad de un acercamiento cada vez mayor a la verdad, indiscutible y libre de perspectivas personales. Concebida la ciencia de esta manera el científico podía tomar distancia del mundo, acceder a un lugar de observación del mundo privilegiado, lejano de las creencias y los puntos de vista, confiado de estar haciendo una contribución al progreso y al bienestar futuro de la humanidad. El psicoanalista español Coderch (2001), en su revisión de las bases epistemológicas de Freud, subraya cómo el psicoanálisis se concibió como uno de los instrumentos para dominar la naturaleza, a través de la razón. La insistencia de Freud en la neutralidad, la abstinencia, el anonimato y la objetividad van todas en este sentido. Son estas esperanzas en la ciencia las que se estrellaron estrepitosamente contra la historia del siglo xx. A partir de las guerras mundiales comienza a surgir el desaliento en los escritos de muchos pensadores. Las dudas sobre la bondad y la universalidad indiscutible de la ciencia comienzan a colarse a través del optimismo original. En el mismo Freud podemos encontrar algunos textos conmovedores, en que el pensador se muestra sacudido por el estallido de la sinrazón justo en el momento en que se esperaba el mayor esplendor de la razón. En 1915 escribe un texto llamado, “Lo perecedero”, en que se refiere al comienzo de la Primera Guerra Mundial: La plática con el poeta tuvo lugar durante el verano que precedió a la guerra. Un año después se desencadenó ésta y robó al mundo todas sus
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bellezas. No solo aniquiló el primor de los paisajes que recorrió y las obras de arte que rozó en su camino, sino que también quebró nuestro orgullo por los progresos logrados en la cultura, nuestro respeto ante tantos pensadores y artistas, las esperanzas que habíamos puesto en una superación definitiva de las diferencias que separan a pueblos y razas entre sí (...) Nos quitó tanto de lo que amábamos y nos mostró la caducidad de mucho de lo que creíamos estable (1915/1983, p. 219).
Pero además de la decepción de Freud y sus contemporáneos sobre el progreso definitivo a través de la ciencias, que no llegó, la guerra y la confrontación colectiva dejaron en muchas ocasiones a los pensadores perplejos y atados de manos. Durante la Segunda Guerra Mundial, Albert Einstein intentó reunir los recursos intelectuales más desarrollados de la época para conseguir respuestas a los desafíos que evidenciaba el enfrentamiento bélico. Intercambió cartas con Freud, a quien le pidió que le contestara a la pregunta ¿por qué la guerra? Freud, como se sabe, accedió, escribiendo: Como usted lo ve, no se consigue hacer avanzar mucho las cosas con querer consultar a teóricos extraños al mundo, cuando se trata de tareas prácticas y urgentes. Más vale esforzarse, en cada caso particular, para afrontar el peligro con los medios que se tienen a mano (1934/1983, p. 256).
Freud ofrece un ejemplo claro de las dificultades del pensamiento moderno para abordar los acontecimientos políticos y la velocidad de la historia. Si bien intentó ofrecer explicaciones a fenómenos históricos a través del psicoanálisis en textos clásicos como el “Tótem” y “Tabú” (1913/1983), “El porvenir de una ilusión” (1927/1983) y el “Malestar en la cultura” (1929/1983) consideró poco la influencia de la ubicación social y política del analista en el proceso de cura que estaba intentando y fue ambivalente ante los temas políticos (Frosh, 2007). Destaca de manera notoria lo cauto que fue expresando su posición con res-
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pecto al auge nazi y los crecientes abusos y horrores a los que él, como judío, tuvo que someterse y atestiguar. En una carta escrita hacia el final de su vida, aparece una muestra de su parecer sobre el lugar de su opinión en estos acontecimientos históricos. En respuesta a la petición de un artículo de una revista inglesa para la confección de un número especial sobre el antisemitismo Freud contestó: Llegué a Viena cuando tenía cuatro años, proveniente de una pequeña ciudad de Moravia. Después de setenta y ocho años de asiduo trabajo, hube de dejar mi hogar, vi disuelta la sociedad científica que había fundado, nuestras instituciones destruidas, nuestra editora ocupada por los invasores, los libros que había publicado confiscados o reducidos a pulpa, mis hijos expulsados de sus ocupaciones. ¿No piensa usted que debería reservar las columnas de su número especial para las manifestaciones de los no judíos menos afectados personalmente que yo? (1938/1983, p. 3426).
Además de traslucir brevemente la desgraciada violencia que tuvo que enfrentar él y su familia, también pareciera manifestar que alguien no afectado debería estar en una mejor posición para opinar que alguien que sí lo fue. Esto no puede menos que llamar la atención, pero al mismo tiempo ayuda a comprender cómo un movimiento desarrollado como crítica social y para colaborar con el bienestar, haya observado en silencio el desmantelamiento de las instituciones psicoanalíticas a través de la expansión nazi. Son conocidas las expresiones de Ana Freud sobre el deseo de expulsar a Wilhelm Reich de las filas psicoanalíticas, en gran parte por la peligrosa politización que él recomendaba para el psicoanálisis en momentos en que convenía ser más cauto (Frosh, 2007). En esa misma línea el instituto principal de estudios de psicoanálisis de Alemania calló la ocurrencia de sinsentidos como la prohibición de la mención del nombre de Freud y de “conceptos judíos” como el “Complejo
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de Edipo”, a pesar de que la eufemísticamente llamada “Sección A”, era constituida por analistas freudianos y, mucho más grave, la expulsión de todos los colegas judíos (Totton, 2000). En entrevistas realizadas años después a analistas alemanes que atravesaron esta época, el investigador Totton reporta que estos analistas creían haber continuado funcionando como psicoanalistas durante la época de Hitler, muy a pesar de las enormes contradicciones de sus prácticas. No expresaban dudas de funcionar como psicoanalistas a pesar de que, por ejemplo, la ley exigía que tuviesen que saludar a sus analizados con el saludo nazi, hecho que lograron evadir argumentando que en el arreglo terapéutico habitual las comunicaciones personales no son permitidas. Curiosa maniobra para evitar la imposición arbitraria y continuar intentando sostenerse como una actividad ajena al devenir político, en que el rechazo a la posición fascista es solapado con un argumento técnico. Los profesionales que ejercen las distintas aproximaciones terapéuticas han realizado maniobras parecidas una y otra vez, como se intentará mostrar a lo largo de este libro, para esquivar los dilemas políticos con que la historia ha confrontado sus creencias teóricas y técnicas. Sin embargo, voces de distintas disciplinas comenzaron a repensar la posición ajena e inocente de la ciencia moderna. Uno de los textos precursores y claves proviene del pensamiento de Bertrand Russell, matemático, filósofo, teórico de la ciencia y premio Nobel de Literatura en 1950, quien pudo entrever algunos de los dilemas que le aguardaban al proyecto científico en su trabajo Ícaro o el futuro de la ciencia: Suelen pensar los humanos que el progreso científico tiene necesariamente que ser una bendición para la humanidad, pero mucho me temo que se trate de otra confortable ilusión del siglo xix que nuestra época, bastante más realista, debería descartar. Sirve la ciencia para que los go52
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bernantes lleven a cabo sus propósitos de manera más completa y cabal. Si esos propósitos fueran buenos, se obtendría algún beneficio, pero si fueran perversos, estaríamos ante una amenaza (...). Por lo tanto, de momento, la ciencia es dañina por cuanto sirve para aumentar el poder de los gobernantes. La ciencia no reemplaza a la virtud; para una buena vida es tan necesario el corazón como la cabeza (Russell 1925/1997, p. 53).
II Por supuesto que Freud no estuvo solo en la defensa de una psicología alineada con los valores de la ciencia moderna. Los investigadores positivistas más bien verán luego a Freud como un ejemplo sumamente impuro de ese ideal. Freud, ubicado en la bisagra entre el siglo xix y el siglo xx, representará un ejemplar único de la integración del pensamiento romántico de la época precedente y el moderno (Gergen, 1991). Su pensamiento resulta tan poblado de Darwin como de Goethe. Sus esfuerzos por traducir a términos físicos y biológicos sus indagaciones sobre los contenidos privilegiados por la sensibilidad romántica (como las pasiones y los sueños) harán de sus escritos una combinación controvertida, ubicada a medio camino entre la literatura y la ciencia del siglo xx. La adjudicación del Premio Goethe en 1930 a los escritos de Freud le subraya ya en vida la discusión sobre el valor principalmente literario o científico (desde la mirada positivista) que representa su obra. Sir Francis Galton (1822-1911) es otra figura clave en la historia de la psicología científica. Primo lejano de Charles Darwin, intentará tomar la teoría de la evolución y transformar sus postulados en una propuesta tecnológica para la sociedad inglesa. Apasionado defensor de la cuantificación en la ciencia, se dedicaría en su laboratorio a medir e investigar sobre una multitud de características humanas tanto físicas como psicológicas. Desarrollaría medidas para intentar evaluar variables 53
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tan distintas como la genialidad, la pesadez de los oradores y la capacidad auditiva (Pervin, 1996). Sería precursor tanto de la psicometría como de varios de los estadísticos con que se trabaja actualmente para analizar datos como el coeficiente de correlación. Pero sus intenciones trascendían la simple curiosidad descriptiva. Siguiendo una lógica darwiniana y persiguiendo la idea de que la inteligencia estaba fundamentada sobre la herencia, planteó la “eugenesia”, propuesta tecnológica para seleccionar sistemáticamente a los más aptos y así asegurar, según estas creencias, el desarrollo óptimo de la sociedad. La eugenesia se unirá a los prejuicios de su época para armar a los defensores de la idea de que existen “razas superiores” e “inferiores” de “respaldo” científico. El eminente paleontólogo, Stephen Jay Gould, realizó una extensa investigación en la que documentó la utilización del discurso científico del siglo xix para la argumentación racista. Mostró cómo el tránsito de los estudios de craneometría a la medición de la inteligencia en el siglo xx se monta sobre las concepciones culturales que servían para sostener distintas versiones de discriminación. En la introducción escribe: Los deterministas han invocado a menudo el tradicional prestigio de la ciencia como conocimiento objetivo, a salvo de cualquier tipo de corrupción social y política. Se pintan a sí mismos como los portadores de la cruel verdad, y a sus oponentes como personas sentimentales, ideólogos y soñadores. Al defender sus tesis de que los negros constituían una especie aparte, Louis Agassiz (1850, p. 111) escribió: “Los naturalistas tienen derecho a considerar las cuestiones derivadas de las relaciones físicas de los hombres como cuestiones meramente científicas y a investigarlas sin tomar en cuenta la política ni la religión”. Cuando Carl C. Brigham (1923) propuso la exclusión de los inmigrantes del sur y del este de Europa que habían alcanzado valores muy bajos en unos tests que supuestamente medían la inteligencia innata, afirmó: “Desde luego,
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las medidas que han de adoptarse para preservar o incrementar nuestra actual capacidad intelectual deben estar dictadas por la ciencia y no por razones de conveniencia política”. Por su parte Cyril Burt, invocando datos falsos recogidos por la inexistente señorita Conway, se quejaba de que las dudas acerca de la base genética del CI “parecen fundadas más en los ideales sociales o en las preferencias subjetivas de los críticos que en cualquier examen directo de las pruebas favorables a la concepción opuesta” (en Conway, 1959, p.15) (1981/1996, p. 42).
La eugenesia prontamente se planteó como ideal la elaboración de programas sociales amplios que pudieran seleccionar adecuadamente a aquellas personas mejor dotadas física y psicológicamente para facilitarles la procreación (eugenesia positiva) y para impedir la reproducción del extremo inferior (eugenesia negativa). Al suponer la existencia de pruebas empíricas que pudieran demostrar la superioridad intrínseca de algún grupo humano, los debates sobre las supuestas diferencias biológicas se multiplicaron. Numerosos investigadores afirmaron que no había dudas sobre la superioridad del hombre europeo sobre el africano, el hombre blanco sobre el negro, el hombre sobre la mujer y entre los mismos europeos entre sí, como Gratiolet, quien afirmaba que el cerebro alemán pesaba en promedio cien gramos más que el cerebro francés. Hitler utilizó los escritos del director del Instituto de Antropología, Herencia humana y eugenesia, Kaiser Wilhelm, llamado coincidencialmente Eugenio Fischer, para argumentar a favor de la “limpieza étnica” en su manifiesto “Mein Kampf”. El proyecto eugenésico también fue utilizado por psiquiatras de renombre, para elaborar planes de “intervención” en los campos de concentración franquistas durante la Guerra Civil Española, como detallaremos en el capítulo siguiente. En su libro, Gould muestra cómo la idea de las diferencias entre las razas y los sexos era ampliamente compartida por la 55
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Ilustración y cómo a partir de estas ideas se reclutaron los proyectos científicos que sirvieron para sostener esos prejuicios. Maniobras que se aprovecharon del lugar privilegiado de la opinión de los científicos para, utilizando las palabras de Condorcet, “convertir a la naturaleza misma en cómplice del crimen de la desigualdad política” (c.p. Gould, 1981/1996, p. 43). Las citas que hace Gould de científicos reconocidos en su época demuestran tal magnitud de estereotipos sociales que la lectura desde nuestra época asombra. Así por ejemplo, uno de los investigadores del equipo de Paul Broca escribió: En las razas más inteligentes, como sucede entre los parisienses, hay gran cantidad de mujeres cuyo cerebro presenta un tamaño más parecido al del gorila que al del hombre, que está más desarrollado. Esta inferioridad es tan obvia que nadie puede dudar ni un momento de ella; solo tiene sentido discutir el grado de la misma. Todos los psicólogos que han estudiado la inteligencia de la mujer, así como los poetas y novelistas, reconocen hoy que la mujer representa la forma más baja de la evolución humana, y que está más cerca del niño y del salvaje que del hombre adulto y civilizado. Se destaca por su veleidad, inconstancia, carencia de ideas y de lógica, así como por su incapacidad para razonar. Sin duda, hay algunas mujeres destacadas, muy superiores al hombre medio, pero son tan excepcionales como la aparición de cualquier monstruosidad, como un gorila de dos cabezas, por ejemplo; por tanto, podemos dejarlas totalmente de lado. (1879, pp. 60-61; c.p. Gould, 1981/1996, p. 120).
Aun cuando las nefastas consecuencias históricas hacia donde condujeron las ideas de superioridad racial han hecho prácticamente imposible que algún autor continúe posicionándose como un promotor de la eugenesia, sus raíces se continúan vislumbrando en los escritos de psicólogos contemporáneos de la teoría de los rasgos. Uno de los personajes controversiales ha sido el infatigable investigador Raymond Cattell (1905-1998). Creador de numerosas pruebas de medición de rasgos psicoló56
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gicos ampliamente utilizados como el 16PF (Cuestionario de Personalidad de los 16 Factores), publicó varios libros en que proponía la aplicación política de su ideario científico. En una visión que denominó “Beyondism” publicado en 1973, propuso un plan mundial que incluía recomendaciones como: “1. [El desarrollo de] una base democrática para evaluar los deseos, pero una maquinaria tecnocrática para satisfacerlos y administrarlos por especialistas; 2. Un ministerio de la evolución que dirija el cambio desde arriba.” (1973, p. 4) Hacia el final de su vida y luego de recibir un reconocimiento de la American Psychological Association por sus contribuciones vitalicias, continuó la polémica sobre el racismo subyacente de su teorización, a lo cual contestó: El mundo actual es sumamente distinto de aquél de los años 20 y 30 en que yo crecí. El empleo, la vivienda y el sistema legal estaban repletos de ideas y prácticas racistas. Las afirmaciones que hice en los años 20 pertenecen al Zeitgeist de esos tiempos y reflejan las ideas de H.G. Wells, George Bernard Shaw, Beatrice y Stanley Webb, así como los estadísticos eminentes como Ronald Fisher y Karl Pearson. Los eventos de la década siguiente tuvieron un impacto significativo en mis ideas sobre el racismo, la eugenesia, la guerra y el mundo. Aún creo en una eugenesia voluntaria como una medida para contribuir a la evolución de la raza humana. Por ejemplo, creo que a las personas reflexivas y preocupadas se les debería estimular a tener más hijos (independientemente de su raza) (...) (1997).
La psicología buscó una y otra vez concebirse a sí misma y presentarse ante los demás como ajena a los debates políticos, al mismo tiempo que tomaba posición. La misma redacción de la historia de nuestra disciplina ha sido complaciente en dibujar un boceto conveniente que calce coherentemente con esta visión. Parker (2007) subraya un ejemplo muy iluminador al destacar cómo los textos de historia de la psicología, comenzando por el 57
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clásico de Boring (1929), utilizaron la figura de Wilhelm Wundt para localizar el origen científico de la psicología moderna. Lo que estos recuentos dejan fuera es que, además de los numerosos estudios experimentales sobre percepción, este investigador también fue un teórico prolífico sobre procesos sociales escribiendo diez volúmenes de su Volkerpsychologie o “psicología cultural“. “Boring”, en palabras de Parker, “tejió un linaje sin rupturas entre Wundt y la psicología moderna y esto implicó que muchas de las especulaciones de Wundt sobre lo social tuvieron que ser filtradas” (p. 19). Las críticas a la ciencia moderna entonces han apuntado a las preconcepciones ingenuas sobre política y ética que los científicos han sostenido sobre su actividad. Su pureza moral ha sido puesta en duda. La siguiente cita resume esto con claridad: Se piensa que la mente científica y el método científico aseguran la neutralidad y objetividad de la indagación científica y sobre los pronunciamientos de la ciencia. Lo único que los científicos tienen que hacer es mantenerse al margen de los movimientos políticos y sociales que pudieran distorsionar su objetividad (...) Sin embargo, la ciencia no ha sido neutral. Repetidas veces en el curso de la historia, las afirmaciones de los científicos han sido utilizadas para racionalizar, justificar y naturalizar ideologías dominantes y el statu quo. Esclavitud, colonialismo, capitalismo laissez faire, comunismo, patriarcados, sexismo y racismo han sido apoyados todos, en algún momento u otro por el trabajo de científicos, un patrón que persiste en el presente (...) Realmente los científicos no están más protegidos de la influencia política y cultural que cualquier otro ciudadano. Cubriendo sus actividades científicas con el nombre de neutralidad, objetividad y desapego, los científicos aumentan la importancia percibida de sus opiniones y se absuelven de responsabilidad social de las aplicaciones de su trabajo y dejan sus mentes (inconscientemente) abiertas a cualquier asunción política o cultural (Namenwirth, 1986, p. 29; c.p. Guba y Lincoln 1990, p.127).
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Hasta a los más lúcidos y entusiastas defensores de la ciencia positiva no les ha quedado más que reconocer la imposibilidad de un cuerpo de conocimientos neutrales provenientes de una visión pura. Mario Bunge, uno de los filósofos de la ciencia más importantes actualmente y estudioso de las bases epistemológicas de la psicología, ha intentado lidiar con una nueva manera de desarrollar unas ciencias humanas influidas por distintas fuerzas sociales, a la vez que intenta sostener la posibilidad de una investigación objetiva. En 1996 publica Ética, ciencia y téc� nica, abriéndose al debate sobre los valores de la ciencia moderna. En el prólogo escribe: Nuestro tema es de rigurosa actualidad. En casi todo el mundo la juventud cuestiona la moralidad de la ciencia y, en menor medida, el carácter acientífico de los códigos morales vigentes. Algunos critican la alianza de la ciencia con el establishment. Otros llegan a culpar a la ciencia misma de la guerra, de la desocupación, del enajenamiento y del deterioro de la naturaleza. Y todos se quejan de que el hombre haya puesto los pies en la Luna sin antes haber arreglado su propia casa. En suma, ya no se da por descontado que la ciencia sea buena ni se admite que la moral dominante sea sabia (...) (1996, p. 7).
Más adelante continúa: El hombre culto de nuestro tiempo ya no puede creer que la verdad provenga del bien y menos aún, de un Bien con mayúscula, abstracto e inasible, por el contrario, comprende que la verdad es valiosa en sí misma y en conjunción con ciertos desiderata, puede contribuir a producir otros bienes o, por el contrario a destruirlos. El hombre moderno, y en primerísimo lugar, el científico sabe que no puede colocarse más allá del bien y del mal, porque el bien y el mal son de factura humana. El hecho de que el técnico pueda utilizar los resultados científicos para bien o para mal no muestra que la actividad científica y la conducta moral sean independientes. solo muestra que son complementarias y que podemos encanallarnos y/o embrutecernos lo suficiente para
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poner la verdad, que es un bien, al servicio de individuos o de grupos cuyos desiderata son incompatibles con el bienestar, la cultura, la paz, la libertad, el autogobierno y el progreso de la mayoría. (1996, pp. 42-43).
Las concepciones actuales de la ciencia indudablemente entonces han evolucionado. Ni siquiera los defensores de una ciencia positivista, anclada en los valores tradicionales, argumentan ya sin recelo sobre los beneficios indudables ni la superioridad moral incuestionable del proyecto científico. Sin embargo, esto no significa que la polémica esté cerrada. La discusión sigue vigente entre pensadores que consideran que la ciencia, siendo una empresa humana, está irremediablemente situada dentro de un contexto social y político por un lado, y por el otro aquellos que, reconociendo la influencia de las fuerzas sociales, consideran que no siempre sucede así y que hay que continuar esforzándose por la construcción de una ciencia objetiva, libre de estos condicionamientos. Como representante del primer grupo podemos citar el artículo de la psicóloga Sarason, quien hace una crítica de la psicología clínica desde su surgimiento como disciplina a partir del modelo médico, lo cual ha contribuido a la consolidación de concepciones que aíslan el problema humano de sus contextos. Ella escribe: La sustancia de la psicología no puede ser independiente del orden social. No es que no debería ser independiente, es que no puede serlo. Pero la psicología americana nunca se ha sentido cómoda investigando sobre la naturaleza y las consecuencias del orden social. ¡Dejemos que las otras ciencias sociales lidien con esos asuntos! (...) ésta (la psicología) opera desde la premisa de que aquello que es bueno para la medicina es bueno para la sociedad; y tiene una ausencia casi total de la consciencia histórica necesaria para sentir la humildad ante el hecho de que, como individuos y colectividades, somos inevitablemente prisioneros de un lugar y un tiempo (...) y que, para trascender ese tiempo y ese espacio, aunque sea solo un poco, se necesita poner en palabras
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lo que nuestro proceso de socialización, porque fue tan efectivo, hizo innecesario nombrar (1981, p. 830).
Otro ejemplo de que la controversia continúa dentro de la psicología se expresó a través de varios artículos publicados en 1999 y 2000 en la revista American Psychologist, en que distintos autores debatieron sobre la posibilidad o no de construir una psicología “libre de valores” (Kendler, 1999, 2000, 2004; Sheldon, Schmuck y Kasser, 2000; Brewer, 20001).
La influencia de estos dilemas en el mundo de la psicoterapia
Aun cuando algunos de los representantes más destacados del pensamiento científico positivista hayan dado un giro para intentar un replanteamiento más mesurado y situado de la empresa científica, muchas de las creencias tradicionales siguen inevitablemente atrincheradas dentro de las prácticas de producción de conocimiento y desarrollo tecnológico derivadas. La psicoterapia, heredera, en algunos casos más directamente que en otros, de las elaboraciones de los estudiosos de la conducta humana, está llena de intentos por sostener la imagen de un profesional que detenta una verdad neutral, capaz de 1 Así por ejemplo Kendler escribe: “Aun cuando es fácil juntar los hechos
con los valores, admito que es difícil mantenerlos separados. Un deseo honesto de diseñar, ejecutar e interpretar un proyecto de investigación de manera consistente con la objetividad científica va a permitir sin embargo avanzar hacia esa meta deseada.” (1999, p. 832). Mientras que Sheldon, Schmuck y Kasser lo refutan escribiendo: “Los problemas con la visión positivista fueron discutidos en detalle por Howard (1985), siendo el no reconocimiento del inevitable sustrato valorativo, el problema más importante. Los ‘hechos’ empíricos pueden apoyar muchas posiciones teóricas distintas y siempre dependen de la teoría y por ende de los valores.” (2000, p. 1152) 61
Ciencia y política: la tradición moderna
ofrecer una evaluación objetiva, no influida por factores políticos, económicos y culturales. El psicoterapeuta inglés Nick Totton (2000) realizó un registro especialmente lúcido sobre las pretensiones apolíticas del pensamiento psicoterapéutico, así como de las teorías psicoterapéuticas que sí han abordado explícitamente su impacto en el mundo de las relaciones de poder. Él afirma que la representación que la mayoría de los terapeutas hacen de sí mismos es la de un “psico-tecnólogo” ajeno a las fuerzas políticas de su tiempo. Para ejemplificar este tipo de razonamientos cita numerosos artículos como en el fragmento siguiente: Phyllis Greenacre afirma claramente la visión psicoanalítica tradicional sobre la participación de los terapeutas en política: La necesidad de evitar la violación del campo transferencial a través del establecimiento de otros canales de relación con el paciente demanda del analista un alto grado de restricción y sacrificio. Demanda, entre otras cosas, del sacrificio por parte del analista de su participación pública y conspicua en todas las “causas” sociales y políticas a las cuales de otra manera hubiese podido prestar su nombre y su tiempo. (Greenacre, 1954) Esta visión depende, sin embargo, de la idea de que lo “político” y lo “personal” puede ser demarcado de manera clara. Encarna un sentido de lo que es la política y lo que es un individuo que de alguna manera puede separarse de ella, que en el fondo es profundamente conservador (2000, p. 57).
El psicoterapeuta de familia Marcelo Pakman sigue los esfuerzos de la práctica terapéutica por ser considerada por la sociedad como una actividad enmarcada dentro de la aplicación científica y las consecuencias para la reflexión política que esto ha conllevado. Hace una serie de observaciones muy agudas de las razones por las cuales los terapeutas han intentado desmarcarse de cualquier lazo con las complejidades de la subjetividad y la práctica social (1995). 62
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
En 1997 continúa desarrollando los efectos que el esfuerzo de los psicoterapeutas por concebirse como apolíticos trae a la práctica diaria: Permítanme reseñar algunas de las estrategias que los psicoterapeutas aplican en forma regular (...) Una de ellas es insensibilizarse ante la dimensión política de la opresión, subiendo el umbral perceptivo frente al sufrimiento causado por esa opresión y reduciéndose a sí mismos a “sólo hacer su trabajo” o “hacer solo lo que tengo que hacer”. Es un modo de defender su identidad profesional tal como la define un entrenamiento a menudo disociado del contexto socioeconómico y cultural en el cual trabajan cotidianamente. El recurso a esta solución se amplifica cuando el entrenamiento del psicoterapeuta ha puesto énfasis principal en teorías psicológicas centradas en el “mundo interno”, compatibles –o aparentemente compatibles– con verse a sí mismos o comportarse como intérpretes de determinantes causales, o cualquier otro enfoque cuyos supuestos básicos tiendan a pasar por alto la interacción social como componente fundamental de los fenómenos mentales (...) Otra estrategia, que da un paso más allá que la anterior, consiste en limitarse a sí mismos en términos de técnica, convirtiéndose en “especialistas” en un área de intervención aun más estrecha, ya sea hacer tests, evaluar familias disfuncionales, funcionar como pieza secundaria del sistema tribunalicio o en el circuito del bienestar social. En este caso se busca la comodidad en un papel definido por otras instituciones, racionalizado como subespecialidad y apoyado por programas de entrenamiento, a su vez ciegos ante los parámetros contextuales (p. 252).
El terapeuta formado en esta tradición lucha así con los temas políticos y sociales que entran en el consultorio y que lo ubican irremediablemente en algún lugar de la red de relaciones dentro de la sociedad a la que pertenece a través de una serie inescapable de atributos que tienen pesos distintos en la distribución de poder (género, clase social, origen étnico, religión, etc.). 63
Ciencia y política: la tradición moderna
El artículo del psicoanalista brasileño Kemper (1992) ilustra con claridad esto. Comienza relatando que uno de sus analizandos fue asesinado. La tragedia perturbó al analista al punto de hacerle cuestionar algunas premisas psicoanalíticas. Se preguntó sobre la banalidad de discusiones como del análisis terminable e interminable cuando la “violencia social y la criminalidad irrumpieron en el marco y el contrato psicoanalítico destruyendo a éstos de manera irrevocable e irrecuperable” (p. 130). Tal irrupción condujo a revisar material crítico sobre el psicoanálisis y a plantear numerosas quejas sobre el estado de su país. Sin embargo, al final llega a la nada novedosa conclusión de que el psicoanálisis es inevitablemente una práctica restringida a la élite, ya que la interferencia de elementos económicos en personas más necesitadas y otros elementos de la realidad interrumpen el marco analítico al punto de hacerlo imposible. Kemper se contenta con sentenciar que el psicoanálisis solo es practicable en condiciones en que los medios mínimos son ofrecidos al individuo, donde este no sea un “lujo inaccesible”. Recomienda al analista no perder su posición de neutralidad y contentarse con ayudar a los pacientes que sí tienen acceso al análisis, ya que desde allí podrá lograr que algunos sujetos estén más libres de síntomas neuróticos y adquieran una nueva visión de la realidad y la sociedad. El artículo de Kemper refleja con claridad algunos de los obstáculos que mantienen al pensamiento psicoanalítico atrapado dentro de sus consultorios clase-media a pesar de las continuas exigencias y preguntas que proponen las circunstancias sociales en Latinoamérica. Su dogmatismo teórico y técnico lo lleva a regresar una y otra vez a una dicotomía entre la subjetividad y el mundo “externo”, a prescripciones técnicas de neutralidad que recomiendan mantener fuera de la conversación material crítico sobre la realidad social y, por ende, llegar a con64
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clusiones prejuiciadas sobre la analizabilidad de poblaciones de bajos recursos y a atrincherarse con sus pocos pacientes que mágicamente supone estar ayudando a cuestionar una realidad social que se empeñan en dejar fuera de sus análisis. Gutwill y Hollander (2006) escriben sobre varias sesiones en que el tema político apareció en la consulta, las reflexiones de ambas son a la vez honestas y útiles. En el siguiente caso escriben sobre una mujer en consulta que acababa de sabotear una huelga y la inhibición que tal hecho produjo en la analista que se privó de explorar aún más el tema y considerar sus implicaciones éticas: Creo que mi decisión de callar fue una actuación mía en respuesta a la ansiedad que me generaron los deseos trasgresores y su inhibición. Estaba agitada, pero quería ser la “buena” terapeuta y obedecer la regla psicoanalítica: no politices al paciente, no lo coerciones, no hables de política. Mary acababa de cruzar la línea de los huelguistas y yo no me atrevía a cruzar la línea psicoanalítica (2006, p. 99).
El ejemplo ilustra claramente las implicaciones que tiene la regla psicoanalítica y su influencia en la disposición emocional del terapeuta. Junto a las ideas citadas previamente de Greenacre vemos cómo la construcción ideal del profesional psicoanalítico moderno lo deja poco preparado para enfrentar los dilemas políticos y sociales de su contexto y los de sus consultantes. La idea de que la psicoterapia, como la ciencia, está inevitablemente atravesada por la distribución del poder dentro de la sociedad, así como que la relación terapéutica va ser inevitablemente influenciada por las creencias asociadas a clase social, raza y género, sigue siendo vista con desconfianza por la mayoría de sus practicantes. Los ideales de neutralidad, objetividad, posicionamiento apolítico y universalidad siguen siendo creencias que ocupan un terreno firme dentro del imaginario profesional. 65
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Sin embargo, hay expresiones variadas que han comenzado a plantearse estos dilemas y a explorar respuestas novedosas. En América Latina, tanto la psicología social como el trabajo con víctimas de violencia tanto intrafamiliar como política han producido revisiones del pensamiento terapéutico. Un evento realizado por la Sociedad Chilena de Psicología Clínica (2000) titulado “Violencia en la Cultura” refleja las reflexiones que el trabajo en esta área ha traído al ejercicio psicoterapéutico, es una de las tantas muestras de cómo la atención a las problemáticas colectivas que generan muchos de los malestares que luego van a consulta problematiza y renueva la práctica psicoterapéutica (Arón y Barudy, 2000). En los Estados Unidos y el Reino Unido el trabajo de varios psicoterapeutas también ha venido interrogando a la psicoterapia. En el libro Psicoanálisis, clase social y política (2006), que recopila trabajos de catorce terapeutas de orientación dinámica, las compiladoras escriben en la introducción: Nuestra entrada al tema es como psicoanalistas interesadas en cómo los eventos sociales entran al marco clínico cada vez con más frecuencia y cómo entran a la relación transferencial/contratransferencial. Todos los autores del libro han tenido un interés especial en lo que consideramos el último tabú en el campo psicoanalítico: específicamente, cómo teorizar la relación compleja entre psicoanálisis, clase social y política y el manejo de sus manifestaciones en el escenario clínico. Los profesionales de la salud mental están siendo retados cada vez más a considerar el lugar de la clase social y la política en la vida consciente e inconsciente. Preguntas aun más significativas están siendo planteadas en los casos en que encontramos una aparente indiferencia por parte del paciente o del terapeuta acerca del problemático ambiente social y político. (Layton, Hollander y Gutwill, 2006, p. 1).
Creo que los psicólogos sociales, ligados naturalmente al contexto histórico y social, han dejado las semillas con las cua66
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les los clínicos podemos comenzar a repensar nuestro oficio. Ignacio Martín-Baró, psicólogo social, quien durante la guerra civil de El Salvador de los años ochenta intentó utilizar la psicología para comprender así cómo influir directamente en las barbaridades de la confrontación armada, emplazó a los psicólogos latinoamericanos a revisar nuestros basamentos teóricos. Su lucidez y valentía han dejado un legado insustituible para que la psicología pueda reflexionar sobre sus tomas de posición ante los acontecimientos históricos. Asimismo, lo convirtieron en un personaje incómodo para el Gobierno salvadoreño, que en 1989 lo asesinó a través de sus fuerzas de seguridad del Estado, junto a otros compañeros jesuitas. En uno de sus trabajos preguntaba: ¿Cuál ha sido y cuál es el aporte de la psicología al desarrollo integral de los pueblos latinoamericanos? Pienso que, salvadas algunas excepciones muy honrosas, la psicología y los psicólogos latinoamericanos hemos permanecido al margen de los grandes movimientos e inquietudes de nuestros pueblos. Y lo grave es que la marginalidad de la praxis no puede atribuirse a un conformismo gremial de los psicólogos o a una insensibilidad frente a los sufrimientos de las mayorías sino más probablemente a una impotencia intrínseca al propio quehacer psicológico (2002, p. 73).
A pesar de que la gran mayoría de la actividad psicoterapéutica está aferrada a los valores de la ciencia moderna, veremos más adelante cómo también es cierto que ha surgido una oleada de psicólogos y psiquiatras que han comenzado a desafiar estas prácticas descontextualizadas y presuntamente apolíticas proponiendo alternativas situadas y reflexivas, que intentan dar respuestas a preguntas como las que se hace Martín-Baró en la cita anterior y a la que le hizo Einstein a Freud, cuando le preguntaba ansiosamente: “¿Por qué la guerra?”.
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CAPÍTULO III
El deseo de libertad como síntoma: abusos psicoterapéuticos
A veces pareciera como si las disciplinas clínicas no hubiesen atravesado guerras o dictaduras y, en ocasiones, ellas mismas hayan sido objeto de persecución política por ser consideradas amenazantes para algún poder de turno. Herman nos recuerda que la psicoterapia enfrenta las mismas presiones que están presentes en toda la sociedad y que abrir espacios de atención y escucha, en ocasiones puede ser una actividad peligrosa. Pero, además de esto, argumenta con maestría los paralelos entre las situaciones de abuso ocurridas en escenarios de la vida privada, como en el caso de la violencia familiar y las situaciones de abuso en el escenario público, como en el caso de la violencia política. En ambos casos, los abusadores recurren a estrategias similares, entre las cuales están tratar de negar el acceso a personas que puedan dejar testimonio de los abusos, cuestionar la credibilidad de aquellos que registran esos testimonios y utilizar el poder para evitar la comunicación de los hallazgos clínicos (Herman, 1997). Parker (2007) va más allá señalando que la psicología no solo ha servido para colocarle etiquetas de patología al disentir 69
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de los discursos dominantes, sino que frecuentemente reduce todo proceso político a razonamientos psicológicos, mostrando sospecha ante cualquier expresión de conducta colectiva que parezca amenazante para el statu quo. En sus expresiones más graves la psiquiatría y la psicología clínica han sido cómplices y agentes del abuso de poder, siendo utilizadas como unas de las herramientas para desacreditar a las víctimas de abuso y reprimir los reclamos de justicia. El oficio psicoterapéutico ha vivido tanto la persecución y sometimiento ejercido por regímenes políticos abusivos como la corrupción lamentable de sus objetivos para convertirse en herramienta de tortura y represión. A continuación se discuten algunos ejemplos que no pretenden ser una lista completa, sino una ilustración de los extremos hasta dónde puede llegar el poder a distorsionar la práctica clínica.
China En China quizás es donde ha ocurrido de manera más explícita que el deseo de libertad ha sido convertido, a través de la jerigonza política, en psicopatología como método de control. En los regímenes guiados por una ideología totalitaria que aseguran haber encontrado las últimas verdades de la existencia humana y las respuestas a todos los problemas, el malestar, la crítica y el desacuerdo son definidos frecuentemente como locura. Un texto de psiquiatría forense por ejemplo, publicado en 1983 (Liu Anqiu, c.p. Munro, 2002), afirma que: Bajo la influencia dominante del pensamiento patológico y otros síntomas de enfermedad psicológica, los enfermos mentales pueden participar en conductas que sabotean la dictadura proletaria y el estado socialista. En
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términos de su forma y sus consecuencias, estos son actos que constituyen crímenes contrarrevolucionarios. Los estados patológicos más frecuentes que involucran conductas contrarrevolucionarias realizadas por enfermos mentales son los delirios de grandeza y los de persecución (p. 90).
Más adelante sigue el texto: Estas personas llevan a cabo actividades contrarrevolucionarias de manera flagrante sin ninguna señal de escrúpulo o duda. De manera pública y desafiante, él o ella entregará panfletos a plena luz del día y dará discursos en la calle principal o en las esquinas. Por supuesto, algunos enfermos mentales actuarán de manera más encubierta, pero una vez capturados admitirán la conducta de manera franca y sin reserva (p. 91).
Desde los inicios de la Revolución china todas las disciplinas, incluyendo la psicología, fueron revisadas y supervisadas. En un texto que analiza los cambios de la psicología en China desde 1949 hasta 1966, los autores (Chin y Chin, 1969) detallan cómo todas las disciplinas tuvieron que someterse a una revisión marxista-leninista y al pensamiento de Mao Tse-Tung. La sujeción del pensamiento psicológico a los “límites de lo ideológicamente correcto” (ibíd.) fue paulatino, llegando a su pico durante la Revolución Cultural a partir de 1966. Sin embargo, ya previamente algunos autores propusieron transformaciones como, por ejemplo, que los textos de psicología general debían seguir el siguiente esquema: La primera parte debía mostrar que el interés específico de la psicología era el estudio de la formación y el desarrollo de los trabajadores comunistas, utilizando para ello la diferenciación de los procesos de la consciencia socialista. El método de estudio debería ser el materialismo histórico y el análisis de clase, presentados desde el punto de vista de los obreros. La realidad social, especialmente el trabajo productivo, forma y desarrolla la organización psicológica del hombre y le proporciona el conocimiento, la tecnología, el poder de la voluntad y la conciencia (...) Las características especiales del trabajador comunista calificado se describieron 71
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en detalle y se propusieron como modelo para todos los ciudadanos de la nueva China: es un hombre patriótico, decidido, capaz de pensar, de hablar, de actuar, tanto calificado como to-mien shou (que puede hacer cualquier cosa), que siente el amor al partido y al trabajo, tiene respeto y confianza en sí mismo, es sociable y posee optimismo revolucionario y finalmente, tiene una visión proletaria e internacionalista (Chin y Chin, 1969, p. 48).
Asimismo, las clasificaciones psicopatológicas fueron sometidas a la lógica comunista, lo que creó categorías psiquiátricas que permitieron patologizar aquellas actitudes y conductas contrarias a los ideales propuestos del “nuevo ciudadano comunista”. La primera muestra curiosa de este fenómeno se observa en el incremento significativo de los diagnósticos de neurastenia. En un estudio realizado en 1959 se reporta que el 60% de los pacientes atendidos por consulta externa estaban diagnosticados como neurasténicos. El 86,7% de estos pacientes eran trabajadores que desempeñaban labores intelectuales, lo cual no estaba bien visto bajo el régimen comunista chino. Los textos explicativos de esta “patología” explicaban que: el trabajo intelectual causaba la “tensión del sistema nervioso cerebroespinal”. Esto no ocurría a causa del “demasiado trabajo intelectual”, sino por el “poco trabajo manual”. Como cura, gran cantidad de trabajadores intelectuales fueron rebajados a trabajar como trabajadores manuales y se apreció posteriormente mejoría en su condición (Chin y Chin, 1969, p. 74).
Los tratamientos propuestos combinaron el uso de psicofármacos, con trabajo grupal y arengas políticas. En palabras de los autores: “El optimismo personal, considerado como el elemento central de la cura, se ligó al optimismo revolucionario y a la tarea de la construcción socialistas. Los avances nacionales se exaltaron para elevar el fervor revolucionario individual” (p. 77). Hay registros de persecución política explícita a través del abuso de la psiquiatría. Chen Lining, quien fue considerado disi-
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dente político entre 1960 y 1966, y luego, con el cambio político que representó la Revolución Cultural, pasó al poder, reportó su clasificación como enfermo mental y su sometimiento a tortura a través de métodos supuestamente terapéuticos: Durante mi persecución política en el Hospital Mental Provincial de Hunana, fui sometido a numerosos interrogatorios, a terapia electro-convulsiva más de cuarenta veces y a shocks insulínicos un total de veintinueve veces, además de recibir enromes cantidades de chloropromazine. Me trataron como un objeto experimental y todo fue una disimulada forma de tortura física. Fue terriblemente doloroso (...) (c.p. Munro, 2002, p. 67).
Luego de más de quince años del control ideológico de la psicología, la situación empeoró dramáticamente con el comienzo de la Revolución Cultural. Entre 1966 y 1970 se cerraron todas las universidades. Durante esos años los profesores universitarios fueron enviados a instituciones especiales para su reeducación y, según palabras de Rubén Ardila, quien prologa en libro de Chin y Chin: “En 1970 regresaron a su trabajo anterior, convencidos de las ventajas del nuevo régimen universitario” (1969, p. 12). Muchos psiquiatras fueron sacados asimismo de sus puestos hospitalarios, etiquetados en su mayoría como “autoridades académicas burguesas” y enviados al campo a realizar labores manuales para “aprender de los campesinos”. La literatura clínica fue reducida a doctrina política y muchos de los pacientes psiquiátricos para 1966 fueron reevaluados y pasados a la categoría de “lunáticos políticos”, por lo cual fueron llevados a juicio y obligados a “confesar” que eran simuladores y culpables de crímenes “contrarrevolucionarios”. La mayoría de estos pacientes fueron luego encarcelados o ejecutados. Estadísticas oficiales para la época reportan que hasta el 73% del total de pacientes atendidos por hospitales de Shangái entre 1970 y 1971 73
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eran considerados “casos políticos”. Reportes oficiales de la misma China registran estos descomunales excesos que rebajaron la psiquiatría y psicología clínica durante diez años (Munro, 2002). Otro testimonio de un preso político registrado por una organización de derechos humanos occidental afirma: Verano de 1969. Después de ser arrestado como contrarrevolucionario, fui interrogado tres veces. No quise aceptar ningún cargo por un crimen que no había cometido ni quise dar nombres de ninguna otra persona que haya cometido ningún crimen. Así que me enviaron a Jiangwan Número 5 (en Shangai). Este lugar era conocido como el “Instituto para el Diagnóstico de los Trastornos Mentales”, el escenario de las experiencias más terroríficas que viví durante mis dieciséis años de encarcelamiento... Las personas que enviaban a este instituto generalmente eran aquellos que habían cometidos los crímenes contrarrevolucionarios más graves como el gritar consignas anti-Mao en público. Para evitar ser sentenciados a muerte, estas personas simulaban ser mentalmente anormales gritando tonterías, para ser entonces golpeados y drogados cruelmente. Se les permitía salir de sus jaulas a recibir aire una vez al día (...) Cada vez que aparecían los guardianes les decía que yo no padecía ningún trastorno mental y que quería hablar con ellos sobre mis problemas fuera de este instituto. Generalmente, las demás personas insistían en su locura para poder recibir una sentencia reducida. Así, que como yo insistía sobriamente que era normal, ellos creían con más seguridad que yo estaba loco (Munro, 2002, p. 77).
Las barbaridades orwellianas de la Revolución Cultural volvieron a absurdos más cotidianos a partir de la década de los años ochenta; sin embargo, la contaminación de la psiquiatría y la psicología ha persistido. A mitad de la década de los ochenta fueron creados los Ankang, o los institutos de “Paz y Salud”. Estos nuevos centros de atención para los “enfermos mentales” reciben a las personas que son detenidas por la policía y luego enviadas para recibir custodia psiquiátrica. Una enciclopedia de
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trabajo policial citada por Munro (2002), que señala las categorías de las personas que son detenidas, ofrece una muestra: Los primeros son conocidos popularmente como los “maníacos románticos”, quienes deambulan por las calles, le quitan comida y bebida a los demás, se exhiben desnudos, están descuidados y sucios y tienen por lo mismo, un efecto adverso sobre el decoro social. Los segundos son los conocidos popularmente como los “maníacos políticos” quienes gritan consignas reaccionarias, escriben cartas y carteles reaccionarios, dan discursos en contra del gobierno en público y expresan sus opiniones sobre asuntos domésticos e internacionales importantes.
La enciclopedia continúa: El arresto de personas con enfermedades mentales es especialmente importante durante los grandes festivales públicos en que los invitados extranjeros vienen a visitar y deben ser reforzados en estos momentos (Munro, 2002, p. 121).
Este tipo de razonamientos curiosos que intentan distinguir “clínicamente” entre un “verdadero” disidente político, que por ley china debe ser encarcelado, y un “enfermo mental” que requiere “tratamiento” han poblado el ejercicio clínico durante más de cincuenta años. Han llevado asimismo a considerar que “la razón por la cual la mayoría de los pacientes se enferman mentalmente está relacionada con la lucha de clases y el factor causal fundamental en la mayoría de los casos es que aun retienen una visión del mundo burguesa” (Análisis y Encuesta de 250 casos de enfermedad mental, 1972; c.p. Munro, 2002, p. 204). Estos mismos textos afirman sin lugar a dudas que la cura estriba en la eliminación de las ideas de propiedad privada y la implantación de ideas de propiedad pública. Informes recientes de organizaciones de derechos humanos internacionales señalan cómo en 1996 se incrementó el uso de sesiones de adoctrinamiento político para el tratamiento de enfermedades mentales que exhortaban a los pacientes a curarse 75
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a sí mismos estudiando las obras de Mao y adoptando una visión política “proletaria” (Munro, 2002). Este registro histórico apareció en el escenario psiquiátrico internacional apenas en 1999, cuando varios especialistas internacionales denunciaron la hospitalización de activistas religiosos pertenecientes al movimiento del Falun Gong. Miembros de esta organización que practica una versión de tradiciones místicas chinas han reportado la reclusión de más de trescientos de sus compañeros. Esta “ola de hospitalizaciones” surgió luego de que el Falun Gong realizara una vigilia silenciosa en Pekín a la que asistieron más de diez mil personas y que representaba la manifestación pública más grande desde los sucesos de la plaza Tiananmen en 1989. Entre las personas que fueron detenidas por la policía antes de ser enviadas a las clínicas se encontraban profesores universitarios, funcionarios gubernamentales, campesinos, amas de casa y un juez, lo que creó una ola de controversia en el mundo psiquiátrico (Lee, 2001; Lyons, 2001; Lyons y Munro, 2002). Tres de ellos han muerto presuntamente como consecuencia directa de los malos tratos recibidos en las instituciones de “salud mental”. Un reporte sobre la extensión y severidad de las violaciones de los derechos humanos contra los miembros del Falun Gong (2000) enumera una lista de testimonios de personas que han sido maltratadas en nombre de su recuperación. El estado lamentable de las profesiones que atienden a la salud mental en China persiste en la actualidad (Liu, 2003).
Rusia / Unión Soviética La relación de la psiquiatría y en específico el psicoanálisis con la Unión Soviética fue compleja y tuvo varios capítulos, como se relata de manera detallada en el valioso libro de Miller, Freud 76
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y los bolcheviques (2005). Los primeros contactos de Rusia con la obra de Freud fueron entusiastas. El ruso es la primera lengua a la que se traduce La interpretación de los sueños (1904/1983) y un psiquiatra, Nikolai Osipov, fue un dedicado seguidor de Freud con quien intercambió cartas. Para 1910 ya existía una pequeña comunidad de freudianos en Rusia, momento en el cual Osipov viaja a Viena a visitar a Freud. Pero quizás el lazo más significativo de Rusia y la obra freudiana se estableció de otra manera. En 1910 un paciente aristócrata ruso, tratado inicialmente por el célebre psiquiatra Bekhterev, viaja a Europa acompañado por Leonid Drosnés, fundador en 1911 de una sociedad psicoanalítica en Moscú (Angelini, 2008), para ser tratado. Pasaría luego a la historia del psicoanálisis con el sobrenombre con que Freud publica el caso para proteger su identidad: “El Hombre de los Lobos” (1914/1983). La Revolución bolchevique cambiaría el curso del temprano desarrollo psicoanalítico. Inicialmente abierta al psicoanálisis se tornaría paulatinamente crítica hasta prohibir su difusión y práctica. Osipov decidió emigrar temiendo la antipatía de la nueva ideología a su práctica. Pero aun después de la guerra continuó un grupo de entusiastas y en 1922 se consolidó una Sociedad Psicoanalítica afiliada a la International Psychoanalitic Society con quince miembros. Inclusive lograron ganar algunas indulgencias con el Gobierno, por lo que pudieron publicar trabajos con la Casa Editorial Estatal y abrir una escuela para niños con financiamiento del Estado. En 1921 se inauguró la Escuela Psicoanalítica de Moscú, con treinta niños, con explícita inspiración freudiana y atendida por Vera Schmidt y Sabrina Spielrein. En 1922 se fundó el Instituto Estatal de Psicoanálisis, vinculado a la Universidad de Moscú, que ofrecía formación especializada. Asimismo, en Kazan, lejos de Moscú, un joven psicólogo, luego célebre neuropsicólogo, Alejandro Luria, fundó también una 77
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Sociedad Psicoanalítica. Sin embargo, ya para 1923 los altos círculos gubernamentales comenzaron a poner en duda las prácticas psicoanalíticas. En ese año fueron realizados varios debates en torno a la escuela y se le recomendó “estudiar los orígenes sociales del desarrollo del niño y los problemas de las clases sociales” (Miller, 2005, p. 116). En el resto de la psicología académica la purga intelectual también había comenzado. Este mismo año se destituyó al director y fundador del Instituto de Psicología de Moscú. La necesidad de cimentar cualquier reflexión psicológica en el materialismo histórico ya comenzaba a ser proclamada por numerosos profesionales. Según Miller, al psicoanálisis le sucedió lo mismo que ocurría en otras áreas del pensamiento: Sabotear un área de potencial poder competitivo (tanto si se trataba de una institución, de un individuo o de un conjunto de ideas), deslegitimarlo y luego incorporar esa área en su beneficio, se fue haciendo cada vez más común para el gobierno. El psicoanálisis estaba experimentando una de las tempranas olas de ese asalto, que más tarde engolfaría a otras profesiones (p. 140).
Ante estas presiones la mayoría de los profesionales intentaron seguir con lo suyo y evitar los dilemas políticos. Esto, sin embargo, no resultó una estrategia efectiva al final. El mismo Lenin comenzó a pronunciarse en contra de las ideas de Freud, atacándolas con la fiereza moralista con que la nueva ideología comenzó a perseguir cualquier desviación de la más convencional de las miradas. Según las memorias de Klara Zetkin, Lenin dijo: Desconfío de aquellos que están siempre contemplando cuestiones sexuales, como el santo indio su ombligo. Me parece que estas nutritivas teorías sexuales que son principalmente hipotéticas, y a menudo hipótesis bastante arbitrarias, surgen de la necesidad personal de justificar la anormalidad personal e hipertrofia en la vida sexual (...) Por más libre y revolucionaria que sea la conducta, es todavía bastante burguesa. Es, principalmente, un hobby de los intelectuales y de los sectores cercanos 78
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a ellos. No hay lugar para éste en el Partido, en el proletariado luchador y con conciencia de clase (Zetkin, 1929, p. 145, c.p. Miller, 2005).
Simultáneamente Trostky tuvo una opinión mucho más abierta y curiosa hacia el psicoanálisis (escribió “Sería demasiado simple y tosco declarar al psicoanálisis incompatible con el marxismo y darle la espalda”2). Lo cual al comienzo permitió proteger a estos profesionales, pero luego con la persecución de Trotsky no hizo sino dejarlos aún más expuestos ante el poder. La represión más brutal no llegaría sino en la década de los treinta y permitió todavía alguna anécdota curiosa más de la historia del psicoanálisis. Lev Vigotski y Valentin Voloshinov (cuyo nombre se considera un seudónimo de Mikhail Bakhtin) mostraron interés en el psicoanálisis y publicaron artículos relacionados con la teoría (Angelini, 2008). Wilhelm Reich visitó Moscú en 1929 durante dos meses. Sus observaciones del país luego resultaron controversiales y simplistas molestando no solo a los psicoanalistas extranjeros sino a los mismos círculos psiquiátricos moscovitas. Unos lo criticaron por velar la persecución a la que estaban siendo sometidos, los otros por sobreestimar la importancia de la actividad psicoanalítica en el país. En 1930 tuvo lugar el primer congreso sobre la conducta humana de la unión y se proclamó la adhesión a los principios del materialismo dialéctico (Jiménez, 1994). A partir de esta fecha fueron perseguidos no solo los freudianos, sino todas las expresiones de la psicología académica que no comulgaran estrictamente con el marxismo. Pavlov fue atacado por mecanicista. Ya en 1927 había renunciado a su cátedra de Fisiología por la imposición de miembros del partido a la Academia de las Ciencias y la expulsión de algunos colaboradores intelectuales de él. Aunque mantuvo una relación tensa con 2 c.p. Miller, 2005, p. 148. 79
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el poder, fue tolerado y recibió financiamiento hasta su muerte en 1936. Sin embargo, es fuertemente criticado y no es sino hasta 1950 cuando es restituido por razones políticas como un héroe intelectual del país. Aquel que antes había sido perseguido fue rescatado como emblema. El mismo Vigotski, que fue quizás el único en desarrollar una teoría coherente derivada del materialismo, también fue condenado y solo reconsiderado a la muerte de Stalin. En los años treinta comenzó a producirse legislaciones que regulaban la vida privada, el matrimonio, el divorcio y el aborto. Se persiguió la prostitución, la homosexualidad y se acordó hacer mayor vigilancia moral. Zalkind utilizó de manera torcida las ideas freudianas para proponer la necesidad de la estricta vigilancia sexual de los ciudadanos, publicando unos “Doce Mandamientos”, que entre otras cosas afirmaban que el sexo entre distintas clases sociales era un tipo de perversión sexual: “Sentirse sexualmente atraído hacia un ser que pertenece a una clase diferente, hostil y moralmente ajena a la propia es tan perverso como sentir atracción sexual por un cocodrilo o por un orangután” (Zalkind, p. 160, c.p. Miller, 2005). Pero el mismo Zalkind fue luego perseguido por utilizar de base el psicoanálisis. En 1930, Stoliar publica El materialismo dialéctico y los mecanicistas, en el que denuncia a los propulsores del psicoanálisis. En palabras de Miller, representó “una clásica cacería de brujas de la era de Stalin” (2005). Otros estudiosos coinciden en que el desarrollo de la psiquiatría y la psicología no fue afectado inmediatamente después de la Revolución bolchevique de 1917 (Korolenko y Kensin, 2002; Spencer, 2000). Fue Stalin quien prohibió el psicoanálisis a partir de 1936, considerándolo una ideología moralmente depravada, que estimulaba el individualismo, la búsqueda del placer, el erotismo y la ideología burguesa. Las obras de Freud, 80
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Adler y Jung fueron destruidas (Totton, 2000). Inclusive, una cita directa de un escrito de Stalin expresaba que la idea de un inconsciente era considerada peligrosa para la sociedad por referirse a un terreno de lo humano que se escapa del control consciente. El fragmento es un verdadero clásico de las angustias del poder que desea ser omnisciente: No hay nada en el ser humano que no pueda ser verbalizado. La idea de que existe alguna información que no pueda ser verbalizada es igual a la duda de que la influencia del poder sobre la gente es omnipotente. Lo que las personas esconden de sí mismas lo esconden de la sociedad. No hay nada en la sociedad soviética que no sea expresado en palabras. No hay pensamientos desnudos. No existe nada que no esté en las palabras. El inconsciente no existe porque no está disponible para el control consciente. Todas las cosas importantes están bajo el control de la consciencia, lo cual significa que están bajo el control del poder de la sociedad (Stalin, 1949; c.p. Korolenko y Kensin, 2002).
El texto de Stalin reduce la descripción de los procesos psicológicos a lo que se ajuste al razonamiento de la doctrina política. Si el dogma político soviético dictamina que toda la sociedad está bajo el control del poder, entonces no puede existir el fenómeno del inconsciente. En la misma línea de ideas, la posibilidad de que existan trastornos emocionales en un sistema supuestamente perfecto es contradictorio. Por lo tanto, los trastornos mentales deberían ser mucho menos frecuentes en el “paraíso” soviético que en los países occidentales. Esto llevó a que numerosos textos psiquiátricos afirmaran la inexistencia de adicciones a drogas y alcoholismo en la Unión Soviética. En los pocos casos que la literatura oficial reconocía la existencia de alcoholismo, esta se le atribuía a restos de mentalidad capitalista que se colaban dentro del socialismo (Korolenko y Kensin, 2002). Las teorías sobre las etiologías psicológicas de los trastornos fueron prohibidas y la psiquiatría se redujo a expli81
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caciones biologicistas. Asimismo, muchos psiquiatras fueron considerados peligrosos y enviados a ser reeducados. Simultáneamente comenzaron a surgir razonamientos idiosincrásicos para explicar conductas disidentes. Por un lado, el desinterés en las políticas del partido y el Estado fue visto como indicador de psicopatología y, por el otro, la utilización de las teorías de Marx y Engels para argumentar críticas contra el Gobierno fueron catalogadas como casos de “intoxicación filosófica”, de origen patológico. Se registró una serie de etiquetas para describir distintas variaciones de pensamientos disidentes entre los cuales está “las ideas paranoides delirantes de reforma”, “la adaptación pobre al medio social” y “la sobreestimación de la propia personalidad”, para aquellos que consideraban que podían producir cambios en la sociedad (Bloch y Reddaway, 1984; Totton, 2000). Entre 1949 y 1965 el matemático y poeta Alexander Volpin fue hospitalizado no menos de cinco veces por sus posiciones políticas; su última hospitalización forzada ocurrió a consecuencia de haber solicitado una visa para visitar los Estados Unidos. Este último hecho suscitó la primera protesta masiva en el país contra estas prácticas a través de la petición realizada por noventa y nueve de sus colegas. Sin embargo, Miller (2005) afirma que fue en los años setenta cuando el Gobierno soviético utilizó más sistemáticamente la psiquiatría como herramienta de represión política. La aparición de algunos espacios de disidencia en el régimen de Khruschev y la condena a la época stalinista juntó circunstancias para que la persecución se disimulara a través de la ciencia. Como en China, la situación fue empeorando paulatinamente. Los diagnósticos psiquiátricos comenzaron a ser utilizados expresamente para perseguir la conducta disidente. El psiquiatra y miembro del Partido Comunista A. Snezhnevsky propuso el término de “Esquizofrenia de flujo lento” o 82
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“Esquizofrenia perezosa” que permitió utilizar una categoría amplia y difusa para etiquetar una larga lista de opositores políticos. Entre los signos y síntomas incluidos en el “trastorno” se incluyó: la euforia, hiperactividad, optimismo, irritabilidad, la conducta explosiva, sensibilidad, infantilidad, emociones inadecuadas, reacciones histéricas, disociaciones, obsesividad, estados fóbicos y terquedad. El uso del diagnóstico de “esquizofrenia de flujo lento” es citado por varios autores como la etiqueta más usada para perseguir a los disidentes (Block y Reddaway, 1984). Su definición imprecisa, afirma Spencer (2000): “le daba una discrecionalidad casi absoluta al psiquiatra” (p. 360). Según otros autores (Korolenko y Kensin, 2002): “Gracias al criterio diagnóstico de ‘esquizofrenia de flujo lento’ prácticamente a cualquier conducta que no coincidiera con los patrones socialmente aprobados podría atribuírsele un significado psicopatológico” (p. 59). Spencer concluye que miles de vidas fueron afectadas por el diagnóstico errado de esquizofrenia que los mantuvo en los registros psiquiátricos durante años y los excluyó de trabajos y licencias estatales como las de manejo. La revisión hecha por Bloch y Reddaway (1984) concluyó que las personas sometidas a estos abusos eran, en su mayoría, activistas a favor de los derechos humanos, junto con nacionalistas, posibles emigrantes y defensores de sus creencias religiosas. Asimismo, concluyeron que solo un grupo pequeño de psiquiatras participó directamente en estos abusos, probablemente por razones ideológicas (una cuarta parte del programa de estudio de los médicos en la Unión Soviética incluía estudios sobre temas políticos) y como estrategia para ascender y mantenerse en las jerarquías médicas controladas por el Estado. La gran mayoría, sin embargo, participó indirectamente manteniendo el silencio y ejecutando las órdenes de hospitalización forzada y medicación aun cuando podían manifestarle al paciente no estar de acuer83
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do con la decisión. Algunos disidentes luego reportaron (Block y Reddaway, 1984) que estos médicos se excusaban con ellos diciéndoles que así era mejor para los dos (al paciente porque era supuestamente preferible a ser hecho preso y para el médico porque le evitaba llevarles la contraria a las autoridades). En 1971 el disidente político Vladimir Bukovsky denunció la utilización de la psiquiatría para perseguir políticamente a los opositores ante la Asociación Mundial de Psiquiatría. Esta asociación decidió no suspender a la Unión Soviética alegando que solo lograrían aislarla más de lo que estaba. Bukovsky pasó los próximos siete años de su vida preso y luego fue exiliado (Block y Reddaway, 1984). La encarcelación continua de presos políticos en instituciones psiquiátricas llevó a que la delegación británica de la Asociación Psiquiátrica Mundial comenzara una campaña de protesta que llegó hasta el congreso de la asociación en Honolulu, que condenó estos abusos en 1977. Estas denuncias paulatinamente iniciaron una revisión mundial de la mala utilización de la psiquiatría como herramienta de represión política. No fue sino hasta 1989 cuando los delegados soviéticos a la Asociación Mundial reconocieron el abuso sistemático de la psiquiatría que sucedió en su país. Estas discusiones influyeron de manera significativa en la redacción de la Declaración de Honolulu y la Declaración de Madrid, que delinearon una guía de estándares éticos para el ejercicio de la psiquiatría mundial (Munro, 2002). Resultan útiles las observaciones de las consecuencias de estas prácticas políticas sobre la psiquiatría resumidas por Korolenko y Kensin (2002). Ellos afirman que la psiquiatría soviética se caracterizó por: 1) aislarla de otras especialidades, sobre todo la psicología y la sociología; 2) aislarla de los desarrollos de otros países; 3) tener una ausencia de controles sobre los servicios psiquiátricos; 4) disminuir el conocimiento en la pobla84
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ción de los problemas psiquiátricos; 5) el uso de la terminología psiquiátrica en los medios de comunicación social para humillar y ofender a los opositores políticos; 6) un uso excesivo de diagnósticos psiquiátricos; 7) limitación de los derechos de los pacientes mentales y 8) la explotación laboral de los pacientes psiquiátricos bajo la consigna de “terapia ocupacional”. En 1992, la directora Tatyana Dmitriyeva, del instituto psiquiátrico Serbsky, reconoció públicamente el papel que jugó este hospital en la persecución política. Estas declaraciones aparecieron ligadas con el espíritu de la época de reconciliación. Bukovsky, quien había hecho las denuncias en 1971 y que había sido diagnosticado como “psicópata” por los médicos oficiales, regresó entonces para el hospital como un gesto de cierre personal y social. Este relato de abusos debería concluir aquí, sin embargo, el legado del autoritarismo es a veces tan fuerte como el de la lucha por los derechos humanos. Luego del ascenso de Putin al poder en el 2000, Dmitriyeva, quien actualmente es miembro del partido de gobierno, se retractó de sus afirmaciones de 1992 alegando que los reportes de abusos habían sido enormemente exagerados. Recientemente, en agosto de 2007 comenzó a circular por los periódicos del mundo (BBC News, Russian London Newspaper, Chicago Tribune, La Nación de Argentina) la noticia de que la periodista y disidente política Larissa Arap fue internada a la fuerza en una clínica psiquiátrica luego de publicar un artículo en un periódico opositor ligado al movimiento de Garry Kasparov en que denunciaba una situación de abuso sexual en un internado de menores. A su salida de la hospitalización forzada el 20 de agosto afirmó que había sido detenida y drogada sin su consentimiento3. 3 Ver artículo en la página: http://www.rferl.org/featuresarticle/2007/08/242 81020-1473-4e6c-96b1-c2c0161a39de.html 85
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Hungría, Polonia y Checoslovaquia Aunque más difícil de conseguir, algunas referencias sobre países del bloque soviético de Europa oriental también reportan restricciones importantes para investigar, discutir y practicar psicoterapia durante los años de control soviético (Ajkay y Sipos, 2000; Kokoszka y Sitarz, 2000; Šebek, 1996). Hungría tiene una historia interesante que prela a la ocupación rusa, liderizada por la presencia de Sándor Ferenczi. Miembro del Círculo Psicoanalítico de Freud, contribuyó a fortalecer la presencia de este pensamiento en Budapest, inaugurando la primera escuela de psicoanálisis fuera de Viena en 1913. La breve República Soviética de Hungría abrió aún más las puertas al psicoanálisis en 1918. A Ferenczi se le ofreció, luego de años de rechazo por la comunidad médica, un puesto en la Universidad de Budapest. Sin embargo, el llamado terror blanco que pronto derrocó al Gobierno lo expulsó, luego de solo ciento treinta y tres días, de la Asociación Médica de Hungría y lo relegó a él y demás judíos de las universidades. La labor de Ferenczi, no obstante, dejó una herencia que luego ha servido de semilla para los esfuerzos de colegas posteriores. Asimismo, la asociación psicoanalítica continuó funcionando inclusive en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que sus reuniones eran vigiladas estrictamente por la policía política (Vikár, 1996). Solo la invasión nazi en 1944 prohibió las reuniones y varios de los analistas judíos fueron perseguidos, enviados a campos de concentración o asesinados ipso facto. Al finalizar la guerra, la asociación volvió a juntarse pero en 1949, ahora el partido comunista prohibió el psicoanálisis en Hungría y su persecución se mantuvo hasta 1956: Durante los años de la dictadura la psicología fue considerada una ideología peligrosa. En las universidades la enseñanza de la psicología fue rele-
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gada. Bajo el comunismo se promovió la idea de que no había necesidad para la exploración científica de la psique humana, ni para la psicoterapia, ya que en la sociedad comunista en desarrollo los humanos eran considerados como libres de todo problema” (Ajkay y Sipos, 2000, p. 85).
Solo en 1963 comienza el estudio formal de la psicología clínica gracias en gran parte a los esfuerzos de Ferenc Mérei, quien dedicó su vida al estudio y transmisión de la psicoterapia. En 1975 la Asociación Internacional del Psicoanálisis (IPA) aprobó como miembros a varios analistas húngaros y en 1989 la asociación volvió a ser un miembro acreditado de la IPA. En un artículo sumamente interesante un analista húngaro, Harmatta (1992), detalla las dificultades de su trabajo bajo la vigilancia del Estado. Describe una pequeña comunidad de analistas que, en sus palabras, pudieron sostener la única práctica psicoanalítica permitida en los países comunistas de Europa oriental. Comenta cómo la práctica era tolerada pero continuamente atacada. Aquellos que decidían acercarse al trabajo analítico corrían el riesgo de ser tachados y restringidos en sus posibilidades de ascender en otros ámbitos médicos. Pero, al mismo tiempo, las actividades de estos analistas permitieron forjar un “exilio interno” donde muchos intelectuales acudían para construir espacios libres del discurso dominante. El autor relata que tenían el privilegio excepcional de tener acceso a revistas especializadas del exterior, atender pacientes y hasta “descolgar el teléfono durante las sesiones” (p. 136). Esto generó también una serie de peculiaridades de la alianza terapéutica, ya que, en parte, las personas acudían a consulta para escapar del control social y a menudo continuaban asistiendo a pesar de tener mejorías considerables, dado que la relación analítica continuaba siendo un lugar percibido como libre por los consultantes y los terapeutas. También comenta Harmatta que los temas políticos eran el tabú principal y que la mayoría de las personas, tanto analistas como consultantes, vivieron disociando las dimensiones 87
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políticas de sus vidas. Fenómeno que sucedía aun dentro de la consulta. Finalmente, comenta sobre sus reacciones cuando una de las personas que acudía a su consulta le comentó que había sido interrogado por el director médico de la clínica para investigarlo a él como analista, solicitándole un reporte escrito detallando la terapia. Este gesto evidentemente intimidatorio revivió tanto para el cliente como para el analista las angustias de estar siendo vigilados por las fuerzas del Estado. El analista escribe: Cuando escuché al paciente, me sentí tanto tenso como aliviado al mismo tiempo. Me sorprendió la sensación de alivio. La sensación sombría, sin embargo que había tenido de estar siendo observado secretamente había desaparecido. Ahora sabía que estaba siendo vigilado (p. 135).
Harmatta comenta cómo decidió no presentar ningún reclamo por este hecho. Años después le sorprendería lo natural que había sido la decisión de mantenerse callado, sabiendo que reclamar iba a ser tomado como un desafío a la autoridad vigilante y corría el riesgo de ser despedido. Decidió callar y continuar trabajando lo más inconspicuo posible. Las angustias movilizadas en este ejemplo ayudan a pensar en las exigencias idiosincrásicas que aparecen en la relación terapéutica bajo circunstancias de persecución política. En Polonia la persecución nazi y comunista fue similar, pero más cruenta. Los autores Kokoszka y Sitarz (2000) añaden que durante la Segunda Guerra Mundial 180 de los 270 psiquiatras registrados murieron y luego el psicoanálisis fue prohibido con la llegada del régimen comunista. Una herencia de retraso e impedimento para pensar, investigar y trabajar en el área también se reporta en este caso. En Checoslovaquia Šebek (1996) comenta algunas de las dificultades de la práctica clandestina que ejerció él y una comunidad de psicoanalistas bajo el régimen comunista. Él comenta que el psicoanálisis no era bien visto y la práctica privada estaba 88
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prohibida, por lo cual se desarrolló una comunidad encubierta de practicantes. Reporta cómo los analistas trabajando bajo estas circunstancias sufrían de angustias que en ocasiones complicaban el trabajo terapéutico. Por ello tomaban medidas preventivas como establecer una red de referencias clandestina y escoger con mucho cuidado las personas que aceptaban como clientes, evitando, según su recomendación, aquellas personas con tendencias a la actuación impulsiva que podrían poner en riesgo el tratamiento y al tratante. Reporta de un caso en que un paciente denunció ante las autoridades gubernamentales a su analista. Fuera de este caso el temor a ser denunciado aparecía a menudo en las relaciones de trabajo y se entrelazaban con las vicisitudes de la relación transferencial. Asimismo, subraya que la práctica del psicoanálisis bajo la dictadura soviética tuvo correlatos similares a los reportados por algunos analistas argentinos, especialmente con respecto a estados de confusión producidos por el temor. Una de las tareas más difíciles que destaca Šebek fue la de dilucidar los marcos éticos bajo los cuales sostener la posición analítica. En sus reflexiones utiliza las formulaciones de Winnicott sobre el falso self para comprender algunos de los mecanismos adaptativos que sus compatriotas utilizaban frecuentemente para preservar un espacio privado de pensamiento protegido de las regulaciones e imposiciones gubernamentales. Su experiencia y sus reflexiones lo llevaron a subrayar la importancia del establecimiento de un lugar seguro como prioridad para entrar en el trabajo terapéutico.
Alemania La experiencia nazi fue extrema en muchas versiones del horror y la práctica clínica no fue una excepción. Tanto el psicoanálisis 89
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como la práctica psiquiátrica en general se vieron trastocadas por la llegada de Hitler al poder. Siendo Freud judío, la historia del psicoanálisis fue directamente influida por los acontecimientos. Luego del ascenso al poder de Hitler en 1933 se emprendió el programa para “nazificar” toda la cultura. El Berlin Institute, que había funcionado como pionero en la provisión de psicoanálisis gratuito a las poblaciones más necesitadas, fue puesto bajo el mando de un activista político de derecha extrema llamado Mathias Göring, primo de Herman Göring, ministro de Hitler (Danto, 2005). El instituto había servido como sede para el desarrollo del psicoanálisis gracias a la participación de analistas como Otto Fenichel, Wilhelm Reich, Melanie Klein, Karen Horney, Franz Alexander, Helen Deutsch y Ernst Simmel. Como se mencionó anteriormente, este instituto entró en un proceso de “nivelación”, prohibió la obra de Freud y los conceptos “judíos” como el Complejo de Edipo. Simmel fue arrestado y luego puesto en libertad. Los libros de Freud y Adler fueron quemados. Se reporta que el autor comentó con ironía: “¡Qué progresos hacemos! En la Edad Media me hubieran quemado a mí, hoy se conforman con quemar mis libros” (Freud, Freud y Grunbrich, 1998). Algunos autores que han registrado la evolución de estos eventos en la psicoterapia han señalado cómo el grupo de psicoanalistas freudianos del instituto cambiaron el nombre de su grupo a la discreta “Sección A” y han escrito que: Tanto los analistas como los analizados vivían el miedo potencial del otro. Los pacientes con frecuencia tenían miedo de que sus analistas traicionaran la confianza que les habían otorgado. Los psicoanalistas constantemente estaban preocupados de ser denunciados por sus paciente (s..). Es difícil concebir la continuación de un psicoanálisis bajo este encuadre que se ha descrito. (Chrzanowski, 1975; c.p. Totton, 2000, p. 102).
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La psicoanalista Marie Langer (Griffiths, 2006), quien militaba en la izquierda en Viena durante el ascenso del Tercer Reich, sufrió en persona las dificultades padecidas en la práctica psicoterapéutica y nos legó un conmovedor testimonio a través de su vida. Ella relata que en Alemania, 1934: (...) habían arrestado a un analista, cuando un paciente que actuaba en la oposición fue detenido por la Gestapo a la entrada de su consultorio. Enteradas, se reunieron las autoridades de la Wiener Veriningung y decidieron que, para preservar el análisis, la sociedad psicoanalítica y sus integrantes, se prohibía a los analistas ejercer cualquier actividad política ilegal y atender personas que estuviesen en esta situación. Esta medida colocó a los integrantes de la Vereiningung en un grave conflicto de lealtad, no solamente frente a su ideología política, siempre que la tuviesen, sino frente a su ética profesional. Quedaron en la práctica tres callejones sin salida frente al paciente que militaba en la ilegalidad: interrumpir su tratamiento, prohibirle seguir con su actividad, o aceptar, en una alianza no explicitada, que prosiguiera con ella, sin hablar mucho de la cuestión. Estimo a mi analista didáctico que se decidió por la última opción; se lo agradezco, y le agradezco también que poco después diésemos por finalizado, amistosamente, mi análisis (Langer, 1972, p. 260).
La situación de Langer en el instituto de formación en Viena muestra los desgarramientos a los que fue sometida la actividad psicoterapéutica, las persecuciones de la libertad de pensamiento. Su actividad política continuó siendo clandestina, pero en 1936 es arrestada por trabajar “a favor de la paz”. Según su propio relato, una amiga comenta el episodio en su análisis y Langer es amonestada “paternalmente” por los didactas de la institución: “Yo había entendido que se tenía que elegir entre psicoanálisis y revolución social” (1972, p. 260). Este episodio contribuye a que la analista emigre a España y luego a Argentina, donde le seguiremos la pista un poco más adelante. 91
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No olvidemos la participación de Jung en la Alemania nazi. En 1933 fue nombrado vicepresidente del Consejo Médico General de Psicoterapia por el presidente Göring (Samuels, 1993; Danto, 2005). Asimismo, fue editor de la revista de este consejo, Zentralblatt für Psychotherapie und ihre Grenzgebie� te, que publicó trabajos explícitamente antisemitas y pronazis, entre los cuales se invitaba a todos los médicos a estudiar el Mein Kampf. Él mismo publicó artículos como “El ario” en que afirmó que el inconsciente alemán tiene más potencial que el inconsciente judío. Jung hace críticas explícitas a Freud por intentar reducir la comprensión del pueblo alemán a conceptos que según él, y refiriéndose a las motivaciones sexuales planteadas por Freud, solo corresponden al pueblo judío (Masson, 1997; Samuels, 1993). La psicología practicada en las universidades fue afectada tempranamente por el ascenso al poder de Hitler. El historiador Mandler (2002) registra cómo el congreso de la Sociedad Alemana para la Psicología fue pospuesto de abril de 1933 a octubre luego de la elección de Hitler como canciller en enero. En esos meses la sociedad sufrió varios cambios importantes, principalmente a través de la renuncia de varios académicos que rechazaron la prohibición de asistir al congreso dictada contra los miembros judíos. Luego de estas exclusiones el congreso no tuvo reparos en cambiar el tema central originalmente escogido como el inconsciente a la experiencia alemana actual. Las conferencias centrales, relata Mandler, hicieron numerosas referencias al nuevo gobierno alabando, entre otras cosas, al “gran psicólogo Adolf Hitler”. Algunos psicólogos de jerarquía mostraron resistencia, el de mayor renombre quizás fue Wolfgang Köhler, fundador de la psicología de la gestalt. Ante la exigencia de realizar el saludo ritual de “Heil Hitler” antes de cada clase, el profesor adoptó como opción decirles a sus estudiantes 92
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después de cada saludo que ese acto era una exigencia de su puesto, pero que de ninguna manera expresaba su acuerdo con las ideas que representaba. Luchó por evitar el despido de sus colegas judíos, entre los cuales estaba el legendario Kurt Lewin, y aun cuando introdujo su renuncia, que fue rechazada en 1933, logra finalmente su renuncia a la universidad en 1935. Pero el registro más dramático está en el seno de la práctica psiquiátrica. El nazismo convirtió esta, para usar la frase de Danto (2005), en la peor pesadilla de un paranoide. Recordemos una vez más cómo las ideas de la eugenesia fundamentaron mucha de la ideología del Holocausto. En su meticulosa revisión histórica, Strous (2006) detalla el lugar central que ocupó la psiquiatría alemana en la gestación de los asesinatos en masa. Las primeras expresiones de abuso aparecieron mucho antes de la Segunda Guerra Mundial. Al comienzo del régimen nazi el psiquiatra Ernst Rudin fue elegido presidente de la Federación Internacional de Eugenesia y la Sociedad para la Higiene Racial en Alemania. Él ordenó la esterilización masiva de las personas que sufrían de trastornos psiquiátricos y hereditarios. Se esterilizó entre 300.000 y 400.000 personas, de las cuales se calcula que un 60% eran pacientes psiquiátricos. Luego surgió el proceso T4, que comenzó a implementar la “eutanasia” masiva para pacientes mentales. A través de este programa, mucho antes de la guerra, 70.273 pacientes psiquiátricos fueron asesinados en nombre de la higiene racial. El número exacto fue levantado por Strous gracias a los archivos médicos que fueron clasificados cuidadosamente por los médicos que participaron en estos procesos, lo que reveló que no representaron asesinatos clandestinos, sino la expresión de una genuina creencia en estar haciendo un bien para la sociedad. Algunos psiquiatras escribieron defendiendo y justificando estos asesinatos. El Dr. Alfred Hoche publicó el libro El Permiso para destruir vida 93
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inmerecida en 1920, en que escribió: “El derecho a vivir debe ser ganado y justificado, no asumido dogmáticamente” (p. 33, c.p. Strous, 2006). Este texto fue ampliamente citado por los médicos en la época nazi. Entre los pacientes exterminados hubo una gran cantidad de niños y niñas con problemas del desarrollo. Uno de los métodos implementados fue dejarlos morir de hambre, que fue preferido en muchos casos por ser el método menos costoso y más sencillo. Es importante señalar cómo estas atrocidades no pueden ser atribuidas simplemente a la acción delirante de unos pocos sujetos con poder. El asesinato de más de setenta mil pacientes requirió necesariamente de la complicidad ideológica o la inercia pasiva de numerosos centros hospitalarios y operarios de salud. Así pues, Strous registra algunas pocas muestras de resistencia a tales medidas mostradas por algunos profesionales, decisiones de no cooperar y cartas de protesta dirigidas a los líderes políticos. Reclamos que fueron desatendidos aunque no se registran castigos para los médicos que las formularon. El último de los registros del horror de esa época lo protagonizó el psiquiatra Irmfried Eberl, el único médico que recibió la triste distinción de ser director de uno de los campos de exterminio del Holocausto. Dirigió Treblinka desde su apertura en 1942 y los registros revelan cómo supervisó directamente las cámaras de gas, utilizando su bata blanca en sus paseos antes de abrir el gas sobre los prisioneros, para intentar calmar a las futuras víctimas gracias a la “presencia médica” (Strous, 2006).
España En España hallamos otro de los casos de abuso psiquiátrico más notorio. Esa notoriedad consiste en que la autoría intelectual de 94
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estos abusos surgió de un psiquiatra de reputación mundial como lo fue Antonio Vallejo Nájera. Profesor de Psiquiatría de la Universidad de Madrid después de la Guerra Civil Española y autor de varios textos clínicos de referencia como el Tratado de psiquiatría (1944), condujo una serie de “investigaciones” en los campos de concentración franquistas con los prisioneros de guerra. Durante la guerra civil Vallejo-Nájera fue el director de los servicios psiquiátricos del ejército de Franco y realizó una serie de trabajos en el campo de concentración en San Pedro de Cárdena. Las condiciones del campo han sido descritas como infrahumanas y como un abreboca a lo que luego serían los campos de concentración nazis de Dachau y Buchenwald (Bandrés y Llavona, 1997). Autoproclamado pensador de las corrientes eugenésicas, sostenía que las posiciones políticas de inspiración marxista y las ideas contrarias a la religión católica tenían un asidero en características psicológicas constitucionales. Durante los años de la guerra publicó dos tratados sobre la eugenesia titulados: Eugenesia de la hispanidad y regeneración de la raza (1936) y Eugamia (1938). Propuso que los individuos de la sociedad española fuesen clasificados en castas, según el grado de calidad moral que la persona demostró durante la guerra. En el campo de San Pedro de Cárdena trabajó junto a investigadores alemanes intentando describir las características de los enemigos políticos. El trabajo partía de las hipótesis de la alta incidencia de debilidad mental y psicopatía antisocial en los “fanáticos políticos democráticos-comunistas” (Vallejo Nájera, 1938, c.p. Bandrés y Llavona, 1997). Los prisioneros fueron sometidos a una larga lista de mediciones y pruebas psicológicas que se detalla en el trabajo Biopsiquismo del fanatismo marxista. La evaluación de los prisioneros provenientes de la brigada internacional Abraham Lincoln llevó a Vallejo a concluir que se trataba de personas sin espiritualidad, con historias de fracaso personal, 95
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alcoholismo, ideas suicidas y vida sexual licenciosa. En ningún lado considera la situación de estar apresados en un campo de concentración como un factor explicativo de algunos hallazgos como por ejemplo la ideación suicida. También se publicó un reporte de una soldado española evaluada titulado: Psiquismo del fanatismo marxista. investigaciones psicológicas en marxis� tas femeninos delincuentes. Algunas de la citas seleccionadas por Bandrés y Llavona, (1997) muestran claramente la utilización de jerga psicológica para justificar una larga lista de prejuicios y estereotipos, en que se argumenta sobre la debilidad psíquica esencial de las mujeres en general, equiparándolas al funcionamiento de los animales y los niños. Sobre la base de estas ideas Vallejo-Nájera propuso programas para la “transformación del fanático marxista” que incluyó ponerlos a marchar, cantar canciones a favor de Franco y cursos de religión de seis semanas que los prisioneros constantemente reprobaban, lo que obligaba a los profesores a repetir una y otra vez su aplicación. Asimismo, testimonios recopilados recientemente han denunciado la separación de los hijos e hijas de los prisioneros, que luego fueron entregados a familias profranquistas, otra de las medidas tomadas a partir de los postulados de VallejoNájera (Vinyes, 2002; Tremlett, 2002). Este psiquiatra utilizó de manera flagrante su oficio para perseguir a sus enemigos políticos y realizar actos inhumanos en nombre de la ciencia. Gónzalez Duro (2008) hizo una reconstrucción histórica amplia de la acción psiquiátrica durante y después de la Guerra Civil Española, en ella destaca cómo la persecución franquista contribuyó a detener los tímidos avances que había tenido la psiquiatría republicana hacia la modernización del área y también cómo contribuyó a censurar las ideas políticas contrarias una vez terminada la guerra.
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Estados Unidos En la década de los cincuenta, la CIA comenzó un proyecto denominado MK-ULTRA, que destinaría miles de dólares a investigar técnicas de control mental. El proyecto fue dirigido durante veintidós años por un “científico” llamado Sydney Gottlieb y por un eminente psiquiatra, de nombre Ewen Cameron. Cameron llegó a ser el presidente de la American Psychiatric Association y la Canadian Psychiatric Association, así como profesor de la prestigiosa Universidad de McGill. Muchas de las investigaciones fueron llevadas a cabo en el hospital psiquiátrico de Montreal, el Alan Memorial Institute. Años después los testimonios de algunas personas “tratadas” por Cameron y la muerte en circunstancias extrañas de uno de los colaboradores destapó una larga lista de prácticas crueles y de torturas ensayadas con enfermos mentales. Gottlieb llevó a cabo exploraciones con distintas técnicas de lavado cerebral con dinero del Estado en lugares tan prestigiosos como los hospitales Mount Sinai, la Universidad de Columbia de Nueva York, y la Universidad de Chicago. En estos lugares se efectuaron estudios con LSD, cocaína y mezcalina. Por su lado, Cameron exploró estrategias extravagantes de entrevista (como soplarle aire constantemente a los ojos de los pacientes, colocarles grabaciones que repitieran de manera incesante los relatos de los episodios dolorosos de sus vidas), electroshock, medicación, uso de LSD para desorientar a los pacientes, provocar lagunas de memoria e intentar implantar ideas. En los años ochenta una serie de demandas civiles hicieron pública la difusión de las prácticas inhumanas que se llevó a cabo en pacientes que se habían puesto en las manos de Cameron (Thomas, 2001). En la crónica que hace Thomas del desarrollo del proyecto MK-ULTRA, el autor escribe: 97
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Gottlieb vivió hasta alcanzar los ochenta años, veintidós de los cuales transcurrieron en total oscuridad. Fue el jefe de la Technical Services Branch de la Central Intelligence Agency, la sección de servicios técnicos de la CIA, departamento que en su época recibía el cariñoso apelativo de “sección de pócimas y trucos sucios”. En realidad, Gottlieb financió y organizó un sistema sin precedentes de torturas, realizadas por médicos, que se mantuvo bajo máximo secreto durante todos los años que trabajó en la Agencia. Para ello reunió un equipo de médicos con ideas afines, respaldados a su vez por médicos eminentes ajenos a la CIA que prestaron sus nombres y sus pacientes para una serie de experimentos monstruosos. A cambio, Gottlieb los recompensaba con considerables sumas de dinero procedentes de fondos gubernamentales reservados que solo él controlaba (p. 16). (...)Muchas de las víctimas de Gottlieb murieron, otras se volvieron locas y muchas otras sufrieron daños psicológicos irreparables. Los experimentos que llevó a cabo o que ordenó realizar a otros supusieron una burla y una perversión de la ética médica. Tanto él como los demás, en lugar de curar infligieron malos tratos por una idea compartida: que lo hacían para proteger a Estados Unidos del comunismo –en última instancia al mundo libre–, y esta creencia reemplazó todo juicio moral. Sin duda, también se deba a ellos algo de la “banalización del mal”, expresión empleada para describir los actos médicos del nazismo. Tal vez lo que los hacía más terribles era que tanto Sydney Gottlieb como sus colegas no vieron nunca nada malo en sus actos. Muchos de ellos eran abnegados padres de familia y estaban convencidos de que llevaban a cabo una tarea divina (p. 22).
Más recientemente la psicología norteamericana ha vuelto a verse afectada por enredos militares. A pesar de que las asociaciones Psiquiátrica y Médica norteamericanas han prohibido a sus miembros participar en los interrogatorios militares en la prisión de Guantánamo para enemigos militares, la Asociación Americana de Psicología (APA) no lo ha hecho. En el 2002 los psicólogos estuvieron presentes cuando prisioneros de Afganis-
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tán comenzaron a llegar a la base y luego formaron parte de los “Behavioral Science Consultation Teams”4 cuyas funciones eran aconsejar al ejército sobre cómo construir rapport con los prisioneros. Sin embargo, los reportes que han salido han confirmado que algunas de las “técnicas” empleadas han incluido “desnudar al prisionero, inyectarle fluidos intravenosos para obligarlos a orinarse encima, ejercitarlos hasta que estén exhaustos, hacerlo dar vueltas en el piso haciendo trucos como si fueran perros” (Levine, 2007), “golpizas, temperaturas extremas, violaciones encubiertas como requisas corporales y desnudez” (Gray y Zielinski, 2006). También surgieron denuncias de que muchos de los psicólogos de Guantánamo provenían del programa SERE (acrónimo en inglés de Survival, Evasion, Resistance, Escape) del ejército norteamericano diseñado para entrenar a los soldados a resistir a la tortura. Muchas de las técnicas ensayadas en el entrenamiento de los soldados norteamericanos luego fueron, según las denuncias, utilizadas contra los prisioneros de Guantánamo. A raíz de las denuncias se hizo una investigación en el 2005 organizada por el presidente de la APA Ronald Levant y Gerald Koolcher, quien también había sido presidente de la asociación y, entre otras cosas, editor de la revista Behavior and Ethics. El grupo de investigadores que conformaron estuvo viciado desde el inicio al incluir, en un grupo de diez profesionales, a seis que provenían del ejército, algunos de los cuales eran expertos en técnicas de lavado cerebral y técnicas de interrogación, y el mismo coronel que supuestamente introdujo las técnicas de SERE a Guantánamo. “Un chiste de Monty Python” llamó el profesor Steven Miles, quien les ha hecho seguimiento a estos eventos y al grupo de “investigadores”. El informe final ha sido ampliamente criticado por grupos de derechos humanos y la prensa por su vaguedad y la incapacidad de tomar posición 4 Equipos de Consultoría de las Ciencias Conductuales. 99
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sobre los actos de tortura que se han reportado. A partir de estas discusiones se produjo una nueva visita a la base, esta vez por parte del presidente de la APA junto al presidente de la Asociación Psiquiátrica Americana, quienes viajaron en octubre de 2005 como invitados del Pentágono. La asociación psiquiátrica de nuevo se mostró crítica y prohibió explícitamente a sus miembros participar en cualquiera de los equipos de interrogación, mientras que el presidente de la APA se mostró complaciente declarando que era “una buena oportunidad de proveer nuestra experticia y guía para ver cómo los psicólogos pueden jugar un papel apropiado y ético en las investigaciones de seguridad nacional” (c.p. Levine, 2007). Asimismo, en 2006 declaró en una conferencia sobre ética en el siglo xxi y en la conferencia anual de la APA en Nueva Orleáns que “el dictamen ‘no dañarás’ ha evolucionado ha ‘has el menor daño posible’” (c.p. Levine, 2007).
Argentina Algunas reseñas han permitido conocer algunos de los efectos de las dictaduras sufridas por Argentina en la actividad psicoterapéutica. La persecución política infectó las relaciones psicoterapéuticas e invadió los consultorios. Varios autores (Puget, 1987; Totton, 2000) relatan cómo se cerraron procesos analíticos en que los pacientes estaban participando en actividades políticas clandestinas en un momento en que las desapariciones llevadas a cabo por la Junta Militar eran rampantes. Puget describe cómo el miedo y el pánico se filtraba en las relaciones analíticas promoviendo pactos corruptos entre los analistas y los analizados que, por ejemplo, acordaban tácitamente no referirse a los temas del contexto político y social. Los dilemas propuestos al atravesar numerosas convulsiones políticas que afectaron a todos los argentinos aparecen 100
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en algunos textos. Aquí nos encontramos de nuevo con Marie Langer, quien se había mencionado al relatar la situación de la Alemania nazi. Emigrada a Argentina se convierte en pionera del movimiento psicoanalítico de este país. Sus intereses políticos y las convulsiones que vivió en su nuevo país de residencia la volvieron a colocar en el lugar de tener que interrogar a su práctica y a sus colegas psicoanalistas. Abogó a favor del pronunciamiento de la Asociación Psicoanalítica Argentina durante el “Cordobazo” y criticó a las instituciones psicoanalíticas por insistir en una posición alejada de los acontecimientos sociales: Si a toda pretensión de crítica y cambio se la reduce a “resistencia”, el análisis se vuelve efectivamente cómplice del establishment, adaptativo en el peor sentido de la palabra y constituye una racionalización por parte del analista de su anclaje en el pasado y de su apego a las ventajas que el orden establecido le ofrece (...) (...) “aislarse y prescindir del proceso histórico social, lejos de constituir una actitud neutral (del analista) es un modo activo de tomar posición” y “en un país en crisis social y frente a episodios de conmoción nacional, debe ser abordado en la sesión –a veces como punto de urgencia– el destino del objeto común, además de tratar los hechos externos en los planos transferenciales y de relación de los objetos internos”. La omisión del hecho social se genera o se mantiene por complicidad inconsciente del paciente y del analista, como resultado de las resistencias y contrarresistencias de ambos (1972, p. 265).
Critica asimismo la reducción de toda explicación de los eventos sociales a variables intrapsíquicas afirmando: “la interpretación psicoanalítica puede complementar nuestra comprensión sociológica y política, pero pierde sentido si la emitimos aisladamente” (p. 20). Como Totton, advierte sobre la tendencia del psicoanálisis a interpretar toda reflexión sobre la realidad política como una modalidad de resistencia y a todo activismo como una modalidad de acting-out. 101
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Otra psicoanalista argentina, Hollander (2006), concluye siguiendo los estudios de Staub (1993) sobre las dinámicas que favorecen la aparición de violencia a gran escala, que los psicoanalistas, como grandes sectores de la población fueron reducidos al lugar del testigo silente a pesar de que la práctica terapéutica fue “profundamente afectada por el estado de terror” (p. 157). Asimismo, concuerda en que la idea de neutralidad contribuyó al silencio de los analistas ante los abusos graves que se estaban cometiendo: Esta postura pública existió a pesar del hecho de que los psicoanalistas y otros profesionales de la salud mental fueron específicamente victimizados por la dictadura militar. Fueron considerados como receptores de los secretos de los pacientes y por ende una fuente importante de información potencial sobre la oposición “subversiva” al orden social. En este clima general de intimidación, muchos psicoanalistas, como la ciudadanía en general, se retiraron a una vida social y profesional aislada. Apoyaron el liderazgo de las asociaciones psicoanalíticas que se resistieron a tomar posiciones públicas críticas contra las violaciones graves de los Derechos Humanos perpetradas por el Estado. Esto fue justificado sobre la base de la “neutralidad profesional”. Se argumentó que el psicoanálisis era una tarea científica, una profesión cuyo estudio y tratamiento de la realidad psíquica necesitaba estar separada de las actividades y presiones sociales y políticas (p. 157).
Puget (1987) también registra el impacto de la dictadura en las relaciones psicoterapéuticas. Afirma que la negación fue la respuesta más frecuente, especialmente para aquellos no afectados de manera directa. También hace una reflexión interesante sobre las distintas maneras en que los individuos se adaptaron, el impacto en las relaciones de pareja y en los grupos. En los grupos de psicoterapia documenta cómo los miembros más directamente involucrados con la oposición a menudo eran silenciados o aislados por el resto de los miembros, preocupa102
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dos por ser “contaminados” o expuestos a riesgo por contacto. En sus palabras: La práctica del psicoanálisis en un período de conmoción social causado por terrorismo de Estado genera ciertas dificultades. Por ende propongo la hipótesis: de que eliminamos ciertas representaciones relacionadas con la realidad social de nuestro campo perceptual, lo que nos llevó a malinterpretar material asociado a este tipo de representaciones. En algunos casos esto fue porque nos declaramos impotentes o “sin teoría” para conceptualizarlo. En otros casos, el fracaso estaba más directamente ligado a miedo e irracionalidad. En otras palabras dejamos este material a un lado usando cierto tipo de racionalización que justificó nuestro fracaso, como excusa (p. 29).
Jacques Derrida dictó una conferencia sobre los abusos de derechos humanos cometidos durante la última dictadura argentina y la timidez de los círculos analíticos para denunciar los usos y abusos del psicoanálisis para tales propósitos. Habló refiriéndose al boletín 144 de la Asociación Internacional de Psicoanálisis (IPA) y las declaraciones emanadas del trigésimo primer congreso de la IPA celebrado en Nueva York. Esas declaraciones de la asociación habían pretendido tomar posición ante los claros abusos de derechos humanos que estaban sucediendo en Argentina y la relación que en ocasiones tuvieron con la práctica analítica. En la declaración la asociación expresa su oposición al “uso de métodos psicoterapéuticos o psiquiátricos para privar a los individuos de su libertad legítima; a la imposición de tratamientos psiquiátricos o psicoterapéuticos basados en criterios políticos y la interrupción de la confidencialidad profesional con propósitos políticos” (c.p. Derrida, 1981). Sin embargo, el filósofo critica la declaración por tímida y vaga, una declaración que evita nombrar directamente a Argentina. Nombrar”, dice, “puede ser una responsabilidad histórica y política ineludible, una vez redactado un comunicado. Esta es una responsabili-
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dad que la IPA ha evadido en un momento particularmente grave de su historia. Si el psicoanálisis quisiera en verdad enterarse de lo que está sucediendo en Latinoamérica, medirse a sí misma sobre la base de lo que los asuntos allá muestran, responder a lo que amenaza, limita, define, desfigura o expone, entonces será necesario colocar algunos nombres. Este es mi primer requerimiento de mi apelación: llamar aquello que tiene nombre por su nombre (p. 89).
Además, según su opinión, el enunciado no añade nada a lo que cualquier otra organización de salud mental pudiera decir sobre el problema. Pero va más allá de la crítica puntual de este documento, señalando que quizás sea sintomático de la relación del psicoanálisis con la política. Comenta: Mientras menos se integren los discursos éticos-políticos y los psicoanalíticos, más fácil será que éstos sean apropiados por algunos aparatos de Estado para que las agencias políticas o policiales manipulen a la esfera psicoanalítica, para que el poder del psicoanálisis sea abusado, etc. Las implicaciones de este hecho cardinal, aun cuando se solapan, son de tres tipos. El primer tipo tiene que ver con la neutralización del reino ético y político, una absoluta disociación de la esfera psicoanalítica de la esfera del ciudadano o sujeto moral en su vida privada o pública. ¿Cómo negar que esta fractura corre a través de nuestra experiencia entera, a veces apenas claramente visible, a veces menos, pero afectando todos nuestros juicios todos los días a cada instante; y esto independientemente de si somos analistas o no analistas interesados en el psicoanálisis? Esta disociación increíble es una de las características más monstruosas del homo psychoanaliticus de nuestro tiempo (...) El segundo tipo de implicación se refiere al retroceso a posiciones éticaspolíticas cuya neutralidad solo es comparable con su aparente irreprochabilidad (...) (p. 77).
Critica también al psicoanálisis por no aportar sus herramientas a pensar y discutir sobre las problemáticas colectivas que no solo afectan la convivencia, sino a menudo, como en el caso de Argentina, involucran directamente su ejercicio. 104
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Totton (2000) cita un trabajo de Jiménez (1989) sobre dificultades parecidas que surgieron al trabajar como analista bajo la dictadura de Pinochet. Este autor habla en ocasiones de la realidad sociopolítica como un peso contratransferencial y sus esfuerzos por tratar de tomar distancia de los eventos históricos para crear espacio para el análisis. Kernberg hace afirmaciones parecidas (1998) cuando menciona de pasada los debates que surgieron en las sociedades psicoanalíticas chilenas durante el gobierno de Allende. Sin embargo, los acontecimientos políticos no han dejado de “invadir” la tranquilidad no solo de Argentina, sino de Latinoamérica. Más recientemente la psicoanalista Silvia Bleichmar (2001) escribió un pequeño libro titulado Dolor país, exhortando a todos los profesionales, en especial los académicos, a tomar posturas políticas activas. Refiriéndose a las universidades y luego de años como docente en Argentina y España critica la tendencia a dirigirse cada vez más a la formación de técnicos y no de intelectuales críticos.
Uruguay Cajigas Segredo (2002) menciona en su artículo sobre Uruguay que, durante la dictadura de 1973 a 1984, a pesar de que un grupo de psicólogos estuvieron comprometidos luchando en contra del Gobierno, otros fueron colaboradores. El golpe militar trajo la clausura de la Universidad de la República, así como la quema y prohibición de libros y revistas. Profesores universitarios fueron despedidos por ser considerados una amenaza para el Gobierno y las universidades privadas fueron impulsadas para enfatizar una formación tecnocrática que sustituyera una universidad más involucrada con la sociedad. Una vez reabierta la Escuela de Psicología, la enseñanza basada en 105
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psicoanálisis fue prohibida por ser considerada subversiva y el conductismo fue impuesto. Citando los reportes de la Cruz Roja y artículos de Wechsler, Cajigas Segredo reporta cómo la psicología fue implementada sistemáticamente en las prisiones uruguayas para buscar nuevas maneras de intimidar y herir a los prisioneros políticos. Se reporta que una de las cárceles cínicamente llamada Libertad fue expresamente diseñada junto a psicólogos para aumentar el malestar de los reos. Testimonios de prisioneros confirman cómo fueron recibidos por psicólogos a su entrada a la prisión y luego sometidos a abusos usando las mismas conversaciones grabadas con los profesionales. Asimismo, la cárcel eliminó cualquier forma de privacidad, los prisioneros eran llamados por números o insultos y nunca por sus nombres, se prohibía que nadie los tocara, ni siquiera los familiares durante las visitas, se prohibía recostarse o sentarse en cualquier momento que no fuera el de dormir haciendo así que todos los prisioneros tuviesen que pasar el día de pie. Las visitas de la familia eran estrictamente vigiladas prohibiendo cualquier intercambio afectuoso. Si esto ocurría el prisionero era condenado a meses de reclusión en una celda disciplinaria y sus visitas, suspendidas. El uso experimental de drogas psicotrópicas en los detenidos también es reportado.
Brasil Villela (2001) escribe, en un artículo que revisa la complicidad de las instituciones psicoanalíticas con las dictaduras de los años sesenta y setenta en su país, que la entrada de estos regímenes no amenazó la práctica analítica. En cambio, sostiene que el psicoanálisis se había convertido en una profesión bien 106
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remunerada y prestigiosa que atendía a las élites. Quizás estas circunstancias hayan contribuido a la insólita sucesión de eventos que ocurrieron en torno a las denuncias realizadas acerca de un analista acusado de pertenecer a los escuadrones de tortura de la policía política. Villela hace el recuento de los hechos públicos, anotando como primera referencia un artículo publicado en 1973 por Marie Langer en la revista Cuestionamos, que reveló que el doctor Amílcar Lobo trabajaba con el ejército en los equipos cuya tarea era sacar información de los prisioneros políticos. Lobo era un candidato de la Sociedad Psicoanalítica de Río de Janeiro, según se supo después, que operaba en la llamada Casa de la Muerte en Petrópolis con el sobrenombre de Carneiro. Pero para colmo era paciente analítico del presidente de la Sociedad, el Dr. Cabernite. El artículo de Langer inició una larga serie de investigaciones que luego no llegaron a nada. Cabernite negó las acusaciones y en vez de investigar el caso, se comenzó a acosar a la analista de quien se sospechó que fue la que comenzó las denuncias. El presidente de la Sociedad Psicoanalítica recurrió inclusive a grafólogos del Estado para confirmar si la letra de la Dra. Vianna era la misma que había escrito notas a Langer (Vianna, 1994, c.p. Villela, 2001). La IPA aparentemente aceptó la tesis de que habían sido denuncias infundadas con la intención de atacar a la institución psicoanalítica y no hizo más alusión al caso. Sin embargo, cuando la censura cesa en Brasil a comienzos de los ochenta, las denuncias de prisioneros que reconocieron a Lobo como parte de los equipos de tortura comenzaron a proliferar. No es sino hasta 1995 cuando la IPA discute las investigaciones que confirmaron la participación del analista en estos aparatos de represión, sin llegar a una sanción. El mismo Lobo concede entrevistas a la prensa en que reconoce su participación en estas actividades, pero se excusa diciendo que su trabajo con107
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sistía más bien en mantener a los prisioneros con vida, por lo cual, según su interpretación, era médicamente ético (Villela, 2001). Estos hechos van más allá del silencio conformista que calla ante las atrocidades cometidas por un Estado abusivo, y colocan a una asociación psicoterapéutica como cómplice directa de la violación de los derechos humanos. Eventos como estos son los que nos hacen preguntarnos sobre cuáles son las creencias y prácticas que tan a menudo contribuyen a mantener el silencio en profesionales cuya tarea expresa es trabajar en contra de la represión y el olvido.
Cuba En 1979 el American Psychologist publicó un artículo de la directora del grupo nacional de psicología del Ministerio de la Salud cubano. El escrito surgió luego de una visita realizada ese mismo año por psicólogos de la American Psychological Association a la isla (García, 1979). El artículo intenta delinear las características de la psicología cubana para ese momento y muestra un retrato interesante tanto por lo que expone como por lo que encubre. La autora, quien es presentada como una de las primeras psicólogas graduadas por la Universidad de La Habana luego de la revolución, detalla la creación de las primeras escuelas de psicología en el país en 1962 y el desarrollo de las actividades profesionales a través del Estado: 40% de los 700 psicólogos reportados para ese entonces trabajaban para el Ministerio de la Salud. Las orientaciones teóricas son difíciles de entrever, la autora solo escribe que las “psicoterapias occidentales (incluyendo aquellas basadas en el psicoanálisis, las teorías sistémicas y conductistas) están siendo analizadas desde la perspectiva marxista-leninista para diseñar técnicas de inter108
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vención mejor adaptadas a las condiciones cubanas y su nueva ideología” (p. 1092). A pesar de que esa llamada “nueva” ideología tenía ya veinte años en el poder, los resultados teóricos de esos análisis no son mencionados. Lo que sí se señala de muchas maneras es la poca cantidad de problemas psicológicos que la autora considera que hay en el país. Algunos problemas conductuales “que generalmente no son severos” (p. 1093) en la infancia son mencionados, junto a los “excepcionales” casos de delincuencia, abuso infantil y autismo (lo cual es una lista de por sí curiosa). La autora es enfática escribiendo que “los problemas de drogas son inexistentes” (p. 1093). Las técnicas utilizadas también son difíciles de entrever, aunque menciona el uso de la “modificación de ideas, valores, actitudes y conductas” (p. 1092), que suena fuertemente a ideologización, y menciona que la “terapia deportiva” es utilizada a menudo con jóvenes que necesitan desarrollar habilidades de trabajo en equipo o confianza en sí mismos. El artículo no incluye ni una sola referencia de libros o investigaciones que sirvan para sostener las afirmaciones presentadas y los casos de utilización de la psiquiatría y la psicología para perseguir a disidentes políticos resaltan por su absoluta ausencia. En 1991 Vladimir Bukovsky, el psiquiatra soviético que había denunciado los abusos de la psiquiatría soviética, introduce un libro que documenta los abusos cometidos en Cuba, estableciendo algunas comparaciones. Si bien encuentra el uso de las mismas estrategias para perseguir y torturar a los disidentes políticos a través de las instalaciones psiquiátricas que antes había hallado en la Unión Soviética, señala como diferencia la velocidad con que la psiquiatría cubana involucionó a tales extremos, así como la desfachatez con que se realizaron. No parecen haber requerido inventar diagnósticos elaborados. En algunos casos de tortura realizadas en los hospitales psi109
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quiátricos cubanos, algunos detenidos ni siquiera recibieron un diagnóstico clínico (Bukovsky, 1991). El proceso de denuncia en Cuba ha sido más difícil aún, ya que este país se retiró de la Asociación Mundial de Psiquiatría en 1983, como muestra de solidaridad con la Unión Soviética en respuesta a las denuncias de abuso que estaban siendo investigadas. La investigación de Brown y Lago (1991) recopila los informes de ONG como Aministía Internacional y Human Rights Watch, así como los testimonios de treinta cubanos que han denunciado las torturas recibidas en centros psiquiátricos luego de ser detenidos por razones políticas. El centro denunciado es el Hospital Psiquiátrico de La Habana, específicamente las salas Cabó-Serviá y Castellanos. Los entrevistados reportan haber sido detenidos por razones políticas, haber sido trasladados a estos lugares sin explicación y sin recibir noticias del tiempo que estarían privados de libertad. Encarcelados y hacinados con pacientes psicóticos y criminales donde no intervenía ninguna autoridad, por lo cual se reportan violaciones y golpizas constantes tanto a manos de otros pacientes como de algunos de los enfermeros, el uso de terapia electro-convulsiva sin anestesia y sin preparativos para evitar fracturas u otras lesiones, uso de psicofármacos que mantenían a los prisioneros sedados y desorientados, así como pisos cubiertos de excrementos y basura que nadie limpiaba. Durante las visitas que Amnistía Internacional intentó hacer para investigar estas denuncias, se les permitió visitar la Sala Cabó-Serviá, pero se negó la existencia de la Sala Castellanos a pesar de las numerosas denuncias reportadas por personas cuyos archivos en el hospital psiquiátrico fueron confirmados. Amnistía Internacional señaló que llamaba la atención la pobreza y el estado de las salas psiquiátricas que visitaron en comparación con el resto de las instalaciones de ese hospital que eran nuevas y cuidadas (Amnesty International, 1988). 110
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Entre los casos investigados y entrevistados por Brown y Lago está el de Robert Bahamonde, educador y agrónomo de la Universidad de La Habana, quien participó en la Comisión Cubana de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional y el Partido Pro Derechos Humanos de Cuba. Su activismo político en Cuba como crítico le ha merecido numerosas encarcelaciones, la primera en 1971 luego de escribirle a Fidel Castro una carta en la que sugería el uso de incentivos materiales para mejorar la producción de la finca en que trabajaba. En varias ocasiones lo han “hospitalizado” en la sala psiquiátrica antes mencionada. Otro de los casos reseñados es el del psiquiatra Samuel Martínez Lara, quien se graduó en Cuba, pero realizó un postgrado en Salud Mental Comunitaria en la Universidad de Berkley en California. En 1982, el jefe de Seguridad del Estado en el hospital en que trabajaba (el Hospital Calixto García) le pidió que le mostrara la historia médica de uno de sus pacientes. Cuando Martínez se negó a romper con la confidencialidad de su paciente fue arrestado y acusado de ser reclutado por la CIA durante su estadía en California. En 1987 comenzó una publicación clandestina y fue cofundador del Partido Pro Derechos Humanos de Cuba. En 1989 fue arrestado y condenado con el cargo de ser “una persona peligrosa para la sociedad socialista” y por “desprecio a Fidel Castro”. Fue condenado a libertad condicional hasta el año siguiente cuando fue arrestado de nuevo y transferido al Hospital Psiquiátrico de La Habana; durante su juicio dos psiquiatras testificaron diciendo que lo habían diagnosticado como “un psicópata con trastorno de su personalidad (sic)”. En junio de 1991 fue expulsado de Cuba. José Luis Delgado tenía dieciséis años cuando intentó buscar asilo político en la Embajada de Colombia en Cuba. Fue arrestado y enviado al hospital psiquiátrico donde se lo amenazó con violaciones y golpizas, fue sometido a numerosas sesiones de terapia 111
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electro-convulsiva sin anestesia ni preparativos, así como psicofármacos; luego fue convicto y enviado a prisión por seis años. Al salir de la cárcel le dio una entrevista a un periodista de Reuters, transmitiendo su experiencia y la de otros prisioneros políticos que conoció mientras estaba detenido. Fue arrestado de nuevo y sometido a una celda solitaria conocida como el “rectángulo de la muerte” durante dieciocho meses. En abril de 1989 logró finalmente escapar de la isla (Brown y Lago, 1991). Es sumamente difícil acceder a reportes sistemáticos del estado de la psicología en Cuba, sin embargo, entre las publicaciones encontramos un volumen especial de la revista inglesa Free Associations (1989) dedicada a la ya mencionada Marie Langer. En los artículos que permiten reconstruir algo de la interesantísima carrera de esta psicoanalista, encontramos los relatos de las visitas que realizó a Cuba en los ochenta antes de fallecer. Puget relata cómo en 1985 durante un encuentro de intelectuales en La Habana, Fidel Castro le ordenó a su ministro de Salud Pública ponerse en contacto con Langer para poder “introducir el psicoanálisis oficialmente a Cuba, ‘quiero un poco de eso aquí’” (p. 41). La anécdota revela la ausencia del psicoanálisis antes de esa fecha, pero quizás aún más revelador es lo personalista y arbitrario del mecanismo de entrada. No fue por vía de intercambio académico, técnico, por investigaciones de profesionales cubanos, no, sino por la opinión y capricho particular de Castro. También destaca la investigación de Rossiter, WalshBowers y Prilleltensky (2002), quienes lograron conversar con veintiocho trabajadores en salud mental cubanos como parte de un estudio comparativo entre los esquemas éticos subyacentes a la profesión en Cuba y Canadá. Si bien el foco del trabajo es una reflexión sobre el peso del contexto histórico en la construcción de la ética de la disciplina y una demostración de las varia112
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ciones importantes que puede tener una concepción ética de un contexto al otro, se hacen evidentes algunas de las condiciones de trabajo de los psicólogos en Cuba. El artículo en general intenta simpatizar con la situación cubana, alabando en varios momentos la concepción colectiva del trabajo y los reportes de los profesionales que atan su labor a la situación global de la isla usando frases bastante repetidas de retórica comunista cubana (por ejemplo: “somos una sociedad enraizada en una ideología marxista-leninista (...) también la preparación político/ideológica del pueblo que nos dan desde el nacimiento, creo que eso nos ayuda a promover estos valores”, [2002, p. 542]. Sin embargo, la estricta vigilancia de los profesionales y el miedo se hace evidente. Los autores reconocen que las entrevistas estaban afectadas porque “el diálogo abierto estaba truncado por la presión a adaptarse” (p. 545). Así como: Había algunos indicios de que los juicios de adhesión a los valores de la revolución estaban relacionados con las jerarquías de los puestos (ejemplo: los jefes y supervisores) de manera que la percepción de estar en riesgo si hablaban de manera abierta aumentaba (...) De hecho constantemente nos dábamos cuenta de la posibilidad de poner a nuestros entrevistados en peligro al invitarlos a ser abiertos (2002, p. 545).
El artículo, además de hacer un registro contemporáneo de la vigilancia estricta a la que están sometidos los profesionales de la salud mental en Cuba, es una muestra llamativa de las percepciones contradictorias de los estudiosos que desearían encontrar en Cuba una opción a los sistemas capitalistas. Los autores se excusan en varios momentos por “no ser pobres” como sus colegas cubanos y reconocen que quizás sus hallazgos están un poco “romantizados” (p. 548). Lo que sí no hacen es denunciar con la misma vehemencia que hacen en otros contextos el abuso que la política hace del ejercicio psicológico. 113
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Sudáfrica Un trabajo que intenta documentar la evolución de las perspectivas críticas de la psicología en Sudáfrica (Painter, Terre Blanche y Henderson, 2006) también permite ver una porción de las colusiones de los psicólogos con las prácticas discriminatorias del Apartheid en ese país. La cita con que inician el trabajo es en sí misma reveladora mostrando cómo el ejercicio “técnico” de los psicólogos que creen solo estar ejerciendo sus funciones, es claramente opresivo para aquellos cuyos derechos están siendo cercenados. Es una cita de un poeta sudafricano llamado Breyten Breytenbach, que pasó siete años preso por oponerse al régimen. Él escribe: Él me hizo responder una gama entera de exámenes anticuados, las manchas de Rorschach y varios exámenes de Cociente Intelectual. Por supuesto, jamás me informaron de sus deducciones. Yo era la rata experimental. Los practicantes pervertidos de su ciencia espuria de la psicología no tienen como prioridad ayudar a los prisioneros que los necesitan. Son simplemente lacayos del sistema. Su tarea es claramente ser el componente psicológico de una estrategia general para desbalancear y desorientar al prisionero político (1984, p. 90, c.p. Painter, Blanche y Henderson, 2006).
Aunque el objetivo principal de ese artículo no es denunciar estas prácticas, sino delinear el desarrollo de la psicología crítica, ellos muestran cómo los psicólogos en algunos casos colaboraron activamente con el Apartheid ofreciendo sus “hallazgos” sobre la inferioridad intelectual de la raza negra y en otras ocasiones se mantuvieron “neutrales” ante los actos de discriminación y desigualdad que observaban, sirviendo como un actor más en los sistemas de opresión. Más que ser racistas, sostienen estos autores, los psicólogos evitaron sistemáticamente el tema de la raza, adoptando en cambio un modelo médico que les permitió ser cómplices silentes de tan trágica historia de abusos. 114
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Venezuela Si bien mi país ha logrado evitar en las últimas décadas dictaduras cruentas y Estados totalitarios como las que han tenido que vivir algunos de los países mencionados, estamos actualmente atravesando el incremento de injerencia del Estado en todos los terrenos de la sociedad y señales de atropello a la actividad clínica han aparecido con claridad. Tampoco podemos afirmar que solo con la llegada al poder del proyecto autodenominado “Revolución bolivariana” es que ha habido intentos de injerencia que han afectado el trabajo psicoterapéutico. El psicoanalista Serapio Marcano (1987) escribió un importante texto en el que relata las enormes presiones y obstáculos gubernamentales con las que se encontró al conducir un proceso de replanteamiento de un hospital psiquiátrico en la década de los setenta. El escrito detalla el intento de transformar la atención clínica tradicional a una más orientada y en relación con la comunidad que atendía. Paralelo a una época de confrontación política entre el Gobierno electo democráticamente y facciones clandestinas de orientación socialista, el esfuerzo por hacer más horizontales las estructuras del hospital fue interpretado como un movimiento amenazante y se tropezó con la desconfianza de los administradores de la política oficial en salud. Estos comenzaron a torpedear los intentos de reforma institucional e impusieron un director de Docencia con ideas más tradicionales. Asimismo, el autor reporta el uso de las amenazas, la coerción, la grabación secreta de conversaciones del personal, la sustitución de las personas que venían estando encargadas del hospital por otras personas menos calificadas, el etiquetamiento de la propuesta comunitaria como un intento de adoctrinamiento político encubierto, la suspensión de toda la actividad del hospital y, finalmente, el despido de varios profesionales. 115
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Este tipo de circunstancias de persecución y acoso laboral se ha multiplicado a partir del año 1999, con la subida al poder del presidente Hugo Chávez. En estos años, ha habido un escalamiento de la confrontación de varios sectores de la sociedad, una dolorosa polarización de las posiciones políticas y la multiplicación de escenarios de abuso de poder para intentar controlar e imponer una visión. Se ha recurrido a todas las herramientas posibles para imponer un proyecto ideológico sobre otro y la psicología también ha sido reclutada para esto. Un ejemplo que me ha resultado útil para evidenciar claramente el uso de la psicología para manipular el debate a favor de un lado, salió en la sección de salud de un diario de circulación nacional durante los días en que la población salió a protestar luego de la colocación de un nuevo obstáculo más por parte del Gobierno para impedir la solicitud de un referendo nacional que evaluara la gestión del presidente. El artículo titulado “Presos de la ira” enumeraba las consecuencias dañinas de la rabia para la salud y en una sección de recomendaciones titulada: “Limpiarse del odio”, utilizaba las declaraciones de varios profesionales reconocidos que ingenuamente prestaban su voz para recomendarle a la población que utilizara técnicas de relajación, hablarse a sí mismo para evitar ofuscarse, etc. La periodista, claramente identificada con el Gobierno, pues es una de las figuras más visibles en el canal de televisión estatal, logró hábilmente colar un artículo en la sección de salud que en resumen le recomendaba a la población que no se molestara, que la ira era mala, que no debía protestar, que el problema no era político, sino de salud (Davies, 20045). Otro ejemplo ha sido el uso del diagnóstico psiquiátrico para intentar desacreditar al oponente. De lado y lado de la confrontación se ha intentado reducir el problema político a un problema 5 Más sobre el artículo en el capítulo 7. 116
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psiquiátrico. Si bien las variables individuales de los distintos protagonistas tienen un peso, difícilmente los graves dilemas que la población ha venido debatiendo pueden reducirse a lo intrapsíquico. La descalificación que hacen los sectores de clases económicas altas hacia los grupos que vienen reclamando más justicia social, tildándolos de “resentidos”, es un intento de psicologizar un problema económico, político y social. Detrás de una calificación psicológica se esconden las estructuras de poder e inequidad y se descalifican los legítimos reclamos de una redistribución justa. El Gobierno, que en mi opinión ha sido en gran parte responsable de que el debate se desviara en estas direcciones (Montero, 2002), no ha cesado en el mal uso de la psicología para intentar avanzar en sus propósitos, también recurriendo al lenguaje diagnóstico para intentar descalificar a sus críticos. Uno de los casos más insólitos con que me he topado en esta revisión del abuso de la clínica es el planteamiento de quien fue ministro de Salud del gobierno de Chávez de un nuevo diagnóstico psiquiátrico que tituló: “disociación psicótica” (Ruiz Iriarte, 2003). Este “descubrimiento” de Erik Rodríguez (2005), médico sanitarista, fue planteado luego de las movilizaciones masivas del año 2002. Ante las manifestaciones en protesta por las medidas del Gobierno, este funcionario público afirmó que se debieron estrictamente a la manipulación de los medios de comunicación social. Que la población estaba sufriendo de “disociación psicótica”. Veamos algo del planteamiento: Es así como se planteó crear la categoría disociación psicótica para definir este comportamiento de sectores de la clase media por el efecto de los medios de comunicación, especialmente los televisivos crearon una ideología antichavista. Fue a partir de estos elementos que se llega a definir esta categoría sociológica llamada disociación psicótica, que refleja uno o varios componentes de las tres categorías médicas (disociación, psicosis, trastornos de comportamiento perturbador) (p. 39). 117
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Pero no le bastó con intentar desoír la protesta de millones de ciudadanos con el uso impreciso de dos términos psiquiátricos que en la clínica no van juntos, además de asignar como antecedente principal de una perturbación psiquiátrica la pertenencia a una clase social, sino que se atrevió a publicar una serie de documentos a través del Ministerio de Comunicación e Información donde desarrolló la tesis de su invento. Los documentos son insólitos, por la utilización de jerga científica en un contexto que escasamente esconde sus intentos manipulativos. En la exposición que he hecho de estos conceptos en contextos internacionales no ha dejado de provocar una mezcla de risa con indignación. El principal documento, de cincuenta y ocho páginas, titulado La disociación psicótica: arma ideológica de la contrarrevo� lución venezolana, no solo fue publicada con fondos del Estado, sino masivamente distribuido, convirtiéndose en jerga común. En él, además de presentar consideraciones sobre los dueños y usos de los medios de comunicación en el país, desarrolla en el segundo apartado la elaboración del concepto. Escribe Rodríguez: Es cierto que no estamos ante una disociación, una psicosis, o un trastorno de comportamiento perturbador como tal, pero entendemos que la sintomatología que caracteriza a estas entidades o psicopatologías sirve para definir o construir la categoría con la cual definiremos la conducta de algunas personas que manifestaban un comportamiento inusualmente violento e irreflexivo a partir del año 2002. Para intentar aproximarnos a la identificación de esta conducta colectiva se define como disociación psicótica, debido a que se observaban algunos componentes de esta trilogía psicopatológica (disociación, psicosis y trastornos de comportamiento perturbador). A partir de la definición de este comportamiento colectivo, se procedió a observar y analizar cuál era el elemento inductor fundamental para que esta entidad estuviese afectando a un importante sector de venezolanos, funda-
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mentalmente a la clase media. Todos los estudios transdisciplinarios coinciden en que los medios de comunicación social privados, sobre todo la televisión, son el agente inoculador. Una investigación posterior reveló que los inoculados o transfundidos resultaron ser aquéllos que habían estado más influenciados por la estrategia publicitaria consumista que difunde estos medios. El término disociación psicótica no aparece como tal en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-IV), pero partimos estableciendo que algunas identidades psicológicas como la disociación, la psicosis, los trastornos de comportamiento perturbador (trastorno negativista desafiante y el trastorno disocial) constituían componentes de referencia psicológicos de la denominada disociación psicótica (p. 34).
Parece innecesario enumerar las críticas que puede hacerse a este fragmento redactado con una prosopopeya que intenta darle aires de ciencia, pero que hace agua por todas las esquinas, basta con notar que “todos los estudios transdisciplinarios” al que alude el fragmento no están citados en ninguna parte del documento y desconocemos de su existencia. Preguntémonos simplemente qué tipo de diseños investigativos tendría que hacerse para de alguna manera precisar que los “medios de comunicación privados” puedan “transfundir”(?) un nuevo sufrimiento psiquiátrico que combina una semejanza con la psicosis, trastornos de comportamiento perturbado y la disociación al mismo tiempo. Pero el uso de este término fue solo un elemento de una campaña realizada por el Gobierno para recurrir a la psiquiatría para adelantar sus propósitos. En diciembre de 2002, comenzando la ola de protestas surgidas a partir de la convocatoria a un paro nacional, fui invitado por el psiquiatra Jorge Rodríguez a participar en una reunión en las oficinas de la Organización Panamericana de la Salud junto a una serie de profesionales de la salud mental que representaban distintas 119
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instituciones públicas y privadas que atendían a la población caraqueña. La invitación había sido realizada por el Ministerio de Salud con la consigna de juntar a distintos profesionales con miras a pensar en posibles medidas de prevención para evitar una situación de violencia descontrolada. Asistí con cierta reserva pero comprometido a aportar los recursos personales e institucionales necesarios si la propuesta era razonable. En la reunión me encontré con distintos profesionales de centros de atención psicológica de Caracas entre los cuales estaba el director del postgrado de Psicología Clínica de la Universidad Central de Venezuela, Martín Villalobos, otros profesores universitarios, como Esther Chacón y Miguel Ángel De Lima. Si bien la consigna inicial fue invitarnos a presentar nuestras impresiones generales sobre la situación de tensión en el país, pronto las preguntas comenzaron a enfocarse en un solo aspecto, nuestra opinión sobre si se podía afirmar que la televisión era la causa principal de las tensiones y de si estaba causando malestar en los niños y niñas. La insistencia en que nos pronunciáramos categóricamente hizo evidente la agenda oculta de la reunión y, unido al documento mencionado anteriormente, hacen ver que hubo una propuesta sistemática de parte del Gobierno para intentar utilizar la salud mental como un arma para perseguir a los medios de comunicación social. Ante el lamentable panorama de una reunión con el potencial de construir lazos de colaboración entre los distintos sectores de la salud mental transformada en intento de tergiversación para perseguir a los enemigos, nos paramos y nos fuimos. De más está comentar que el psiquiatra Jorge Rodríguez curiosamente pasó luego a presidir el Consejo Nacional Electoral que condujo las elecciones que ratificaron a Chávez en el poder en 2006 y aún más curiosamente pasó de allí a ser el vicepresidente de ese mismo Gobierno. 120
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Además, en el área de la salud en general, las instituciones públicas han desplegado una serie de medidas coercitivas que han amenazado sin lugar a dudas las bondades del espacio psicoterapéutico. La salud se ha convertido en uno de los campos más debatidos por los distintos actores políticos. Lo cual no es malo en sí mismo; la salud en Venezuela no solo debe ser sometida a revisión, sino que está íntimamente relacionada con los modelos y contextos políticos. La crítica hecha no tiene que ver con su enlazamiento con posiciones políticas que merecen y deben ser debatidas, sino con el abuso antiético que pone la búsqueda de poder por delante de la atención a las necesidades de la población (Hernández, 2003). En hospitales públicos con postgrados clínicos hemos sabido por reporte de los estudiantes de presiones explícitas para evitar conversaciones en contra del Gobierno con las personas atendidas. Es difícil imaginar qué tipo de psicoterapia puede realizarse en estas condiciones persecutorias ni qué tipo de formación se puede ofrecer. Profesionales de la salud han sido presionados para que renuncien por tener opiniones contrarias al Gobierno, numerosas variedades de acoso han sido registradas en las entidades estatales que persiguen a las personas que opinan distinto (Liberman, 2007; Núñez, 2003; Goncalves y Gutiérrez, 2005). Quizás el ejemplo más público y claro fueron las declaraciones del Ministro de Salud, Roger Capella. Luego de que la oposición realizara, junto con el Consejo Nacional Electoral, un proceso de recaudación de firmas a nivel nacional para convocar un referéndum para proponer la revocación del mandato del presidente en el año 2004, el ministro declaró a los periodistas que todo el personal médico que hubiese firmado en contra del gobierno de Chávez podía ser considerado como un conspirador y un terrorista, y que debía ser despedido de su cargo. La declaración no sorprendió, ya que estas prácticas de intimidación y de despidos por motivación 121
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política se habían venido reportando durante ya varios años, pero al mismo tiempo, no había habido una confesión explícita de un funcionario de tan alto grado, que admitiera que la expresión de desacuerdo con el Gobierno iba a ser perseguida y castigada (diario El Nacional, 27 de marzo y 16 de abril de 2004). Sin embargo, desde ese entonces las presiones públicas a empleados han continuado y han incrementado el tono de violencia, como las nefastas declaraciones del ministro de Energía y Petróleo, capturadas en video, quien declaró en una reunión con el personal de Pdvsa: “Nuestra junta directiva se indigna cuando nosotros nos encontramos con gente ni-ni, que haya gente light. No señor, aquí al que se le olvide que estamos en medio de una revolución se lo vamos a recordar a carajazos” (Reyes, 2006). Finalmente, a finales de 2009 estalló otro caso grotesco del uso del lenguaje, los procedimientos y las instalaciones psiquiátricas para callar la protesta. El biólogo y productor agrario Franklin Brito venía realizando protestas desde el año 2003 luego de que parte de sus tierras fueran confiscadas por el Instituto Nacional de Tierras al otorgarles cartas de propiedad a los vecinos. En el año 2007 Brito ganó su pleito ante el Tribunal Supremo de Justicia, que dictaminó que se le devolvieran sus tierras y se anularan los títulos otorgados a terceros. Sin embargo, el restablecimiento de los documentos de propiedad a Brito no se hizo formalmente y en más de una ocasión él ha denunciado ofrecimientos de dinero y chantajes para que se calle, por lo cual ha llevado a cabo varias huelgas de hambre que le han dado atención pública a su caso. En diciembre de 2009 se encontraba en huelga de hambre ante las oficinas de la Organización de Estados Americanos cuando un contingente de la Policía Metropolitana lo trasladó a la fuerza al Hospital Militar aduciendo una orden de amparo de un tribunal para resguardar su salud. Es decir, el Gobierno argumentó estar preservando la vida de 122
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Franklin Brito. En el Hospital Militar fue evaluado repetidas veces, sin consentimiento del “paciente” ni de su familia, por psiquiatras del servicio de psiquiatría, los cuales reportaron no encontrar ningún trastorno mental en él. Sin embargo, la fiscal general de la República declaró públicamente que Brito está “incapacitado mentalmente” y tiene “conductas no ajustadas a la normalidad” (Agencia Bolivariana de Noticias, 2010). Bajo el pretexto de “ayuda médica” Brito permaneció recluido en este hospital. Recluido porque no tuvo permiso para salir, porque las visitas estuvieron limitadas y porque hubo miembros de la Guardia Nacional apostados en la entrada de su sala. Asimismo Brito y su familia, con quienes he conversado, rechazaron la “hospitalización” y, ya que el Servicio de Psiquiatría ejerció cierta resistencia al negarse a recibirlo en su sala, lo tuvieron en una cama de un servicio de oftalmología. Para más exabrupto, una vez que recuperó su peso y se estabilizó fisiológicamente, el director del hospital solicitó darlo de alta y el tribunal que supuestamente estaba velando por su salud negó la solicitud. Franklin Brito, tras ocho meses de permanecer incomunicado en el Hospital Militar, falleció el 30 de agosto de 2010. El Colegio de Psicólogos del Estado Miranda denunció en un comunicado el mal uso de la psicología en este caso y el grupo de organizaciones de la psicología, psiquiatría y ciencias sociales denominado Psicólogos en Acción realizó foros y ayudado a organizar protestas frente al Hospital Militar. Sin embargo, el único logro es que se aceptara que médicos de la Cruz Roja entraran a monitorear el caso. El caso ha evidenciado la disposición del Gobierno a utilizar la excusa psiquiátrica para intentar descalificar a las personas críticas y para controlar la disidencia. Es preocupante no solo el grueso abuso de los derechos políticos de Franklin Brito, sino también el silencio cómplice de muchos médicos del Hos123
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pital Militar. He hablado con algunos de ellos que dicen “no querer saber nada del caso” y lavarse las manos asumiendo que la reclusión de una persona en una de las salas es un acto exclusivo del Gobierno que no les atañe a ellos.
Sostener la psicoterapia Quizás el doloroso listado de circunstancias en que la clínica psicológica ha sido utilizada como herramienta de represión y abuso, así como aquellas en que esta ha sido blanco de la persecución, ayude a hacer visibles los riesgos de una práctica clínica deformada para servir a proyectos políticos autoritarios y no a aliviar el sufrimiento humano. Quizás también ayude a ampliar la discusión sobre los riesgos que entraña el desarrollo de un oficio ajeno y ciego a las circunstancias sociales y políticas que lo rodean. En primer lugar, lo creo riesgoso, porque tiende a simplificar las condiciones de vida de las personas atendidas, descuidando situaciones sociales que requieren acciones que van más allá de la escucha tradicional. Pero en segundo lugar, es riesgoso porque desprotege a nuestro oficio, nos prepara muy poco para responder a los dilemas que nos seguirán haciendo los acontecimientos políticos de nuestro entorno. Esa falta de preparación nos hace presa fácil de las manipulaciones y abusos del autoritarismo y, cuando eso sucede, traicionamos nuestro compromiso principal que es con la intimidad y el sufrimiento de las personas concretas con que trabajamos. Aquellos que hemos tenido el honor de trabajar con personas que han enfrentado los abusos del poder, ya sea en su ámbito privado como en el terreno político, sabemos del potencial reparador de ofrecer un lugar seguro en que se pueden explorar y experimentar de nuevo los sentimientos de terror, indefensión, 124
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indignación, frustración que produce este tipo de circunstancias. Asimismo, conocemos el potencial liberador que produce el tener, aunque sea solo un pequeño lugar del mundo que recoge el testimonio de la lucha y permite a la persona reafirmar su lugar en el mundo. El espacio psicoterapéutico le da existencia a las verdades íntimas que en ocasiones las fuerzas de turno no están dispuestas a escuchar ni reconocer. Por ello su potencial es liberador, no solo para la vida privada de las personas, sino que también sirve de envase para recoger el potencial político de la voz antes callada. Una y otra vez se ha visto cómo la construcción de un lugar íntimo pero compartido en que las voces reprimidas por los proyectos autoritarios mantienen un lugar de resonancia, es un proyecto para sostener la libertad individual y también para sostener la esperanza de libertad de la colectiva. La construcción del espacio terapéutico tiene el potencial de validar la experiencia silenciada, de atestiguar las luchas que de otra manera pasan desapercibidas. Ofrece contención y fortaleza al que ha tenido que sobrevivir a la opresión. Quizás junto al listado de horrores que se reporta en este capítulo, deberíamos escribir uno que contraponga la enorme cantidad de esfuerzos que han hecho los psiquiatras y psicólogos clínicos del mundo para ofrecer un lugar protegido y una escucha a personas perseguidas, torturadas, oprimidas. No hay por qué sorprenderse que los gobiernos que buscan imponer una única manera de ver el mundo y que buscan controlar todos los ámbitos de la vida privada, miren con recelo nuestro oficio. El esfuerzo por sostener la psicoterapia en tiempos de crisis no es solo un esfuerzo de supervivencia profesional, sino también el esfuerzo por defender la libertad, por abrir espacios de reflexión en tiempos convulsionados, por proteger el valor de la intimidad. 125
El deseo de libertad como síntoma: abusos psicoterapéuticos
En la novela 1984, en que George Orwell retrata su fantasía de un mundo futuro sujetado por el mando totalitario, la historia nace a partir de un par de hechos fortuitos. Un funcionario público de bajo perfil, empleado del Ministerio de la Verdad, descubre que la cámara colocada en su apartamento, con la cual vigilaban todas sus acciones, como sucede con todos sus compatriotas en este horror totalitario, fue mal colocada, dejando una pequeña esquina donde se puede sentar sin ser visto. Este descubrimiento lo impulsa al atrevimiento de comprarse un cuaderno, un lápiz y comenzar a escribir un diario personal, todo lo cual le produce una sensación imprecisa de amenaza y de culpa, como si estuviese traicionando algo al abrir ese espacio íntimo. El día anterior a la compra y durante una manifestación obligatoria a favor del gobierno del Gran Hermano, el mismo funcionario se había tropezado con la mirada de un compañero de trabajo en un instante en que pensó descubrir en aquel un pensamiento de rechazo a la imposición ideológica que vivían. El narrador relata: “Era como si sus dos mentes se hubieran abierto y los pensamientos hubieran volado de la una a la otra a través de los ojos. ‘Estoy contigo’, parecía estarle diciendo O’Brien. ‘Sé en qué estás pensando. Conozco tu asco, tu odio, tu disgusto. Pero no te preocupes; ¡estoy contigo!’”. Estos dos gestos mínimos, una esquina fuera de la mirada controladora del poder y un instante de resonancia humana con otro que compartía el desencanto, fueron suficientes para disparar en Winston Smith la capacidad de dar un paso al costado, de tomar distancia, de abrirse a la revisión del mundo como se lo habían vendido y la búsqueda de un mundo más personal. A veces solo se necesita eso, un rincón mínimo para la intimidad y la libertad personal, un instante de acompañamiento humano y reflexión para abrirle la puerta a la transformación. Aquí se encuentra la amenaza potencial que el espacio psicoterapéutico ejerce contra el autoritarismo. 126
CAPÍTULO IV
Psicoterapia con víctimas y sobrevivientes de violencia ¿Pero puede oírse todo, imaginarse todo? ¿Podrá ha� cerse alguna vez? ¿Tendrán la paciencia, la pasión, la compasión, el rigor necesarios? La duda me asalta des� de este primer momento, este primer encuentro con unos hombres de antes, de fuera –procedentes de la vida–, viendo la mirada espantada, desconfiada... Jorge Semprún, La escritura o la vida
Resistencias de la psicología La psicología ha tenido desde los comienzos, y sigue teniendo, dificultades para escuchar los testimonios de las víctimas de violencia. Históricamente los clínicos que han documentado los efectos de la violencia en las vidas de las personas que atienden, han encontrado resistencias en sus colegas y el resto de la sociedad. La dificultad que ha tenido la psicología para reconocer y atender la ocurrencia de situaciones de abuso sexual infantil es un ejemplo clásico. Basta recordar que en las primeras teorizaciones de Freud sobre los síntomas que presentaban las pacientes, que luego 127
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aparecerían en su “Estudio sobre la histeria”, la hipótesis fundamental era que estas mujeres habían experimentado situaciones de abuso sexual en el seno de sus hogares. La facilidad con que muchos clínicos aún descartan las hipótesis de abuso sexual hace que valga la pena volver a citar a Freud, que escribió en “La herencia y la etiología de las neurosis” (1896): Así, pues, la etiología específica de la histeria está constituida por una experiencia de pasividad sexual anterior a la pubertad. Añadiremos sin dilación algunos hechos detallados y algunos comentarios al resultado enunciado para evitar la desconfianza que sabemos han de despertar nuestras afirmaciones. Hemos podido practicar el psicoanálisis completo de trece casos de histeria, tres de los cuales eran verdaderas combinaciones de la histeria con la neurosis obsesiva (y no histeria con obsesiones). En ninguno de ellos faltaba el suceso antes descrito, hallándose representado por un atentado brutal cometido por una persona adulta o por una seducción menos rápida y menos repulsiva pero conducente al mismo fin. De los trece casos, se trataba en siete de relaciones entre sujetos infantiles; esto es, de relaciones sexuales entre una niña y un niño algo mayor que ella, casi siempre su hermano, víctima a su vez de una seducción anterior. Estas relaciones habían continuado algunas veces durante años enteros, hasta la pubertad de los pequeños culpables, repitiendo siempre el niño con su pareja, sin innovación alguna, las mismas prácticas de que antes había él sido objeto por parte de una criada o una institutriz, y que a causa de este origen eran muchas veces de naturaleza repugnante... La fecha de la experiencia precoz era variable. En dos casos comenzaba la serie a los dos años del sujeto. Pero la edad más frecuente era entre los cuatro y los cinco años... El suceso sexual precoz deja una huella imperecedera en la historia del caso, apareciendo representado en ella por una multitud de síntomas y de rasgos particulares que no admiten otra explicación, siendo exigido de un modo perentorio por el encadenamiento sutil, pero sólido, de la estructura intrínseca de la neurosis. Por último, cuando no se penetra hasta dicho suceso, falla el efecto terapéutico del análisis (pp. 282-283).
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En los historiales clínicos de estudios sobre la histeria aparecen relatos de las pacientes que claramente remiten a situaciones de acoso y abuso sexual. Quizás el más evidente es el de Catalina, una joven que Freud conoce en medio de unas vacaciones en la montaña. Allí se dedica a escuchar el relato de cómo el tío: (...) persiguió con fines sexuales a mi interlocutora, cuando esta tenía apenas catorce años. Así, un día de invierno bajaron juntos al valle y pernoctaron en una posada. El tío permaneció en el comedor hasta muy tarde, bebiendo y jugando a las cartas. En cambio, ella se retiró temprano a la habitación destinada a ambos en el primer piso. Cuando su tío subió a la alcoba no había ella conciliado aun por completo el sueño y le sintió entrar. Luego se quedó dormida, pero de repente se despertó y “sintió su cuerpo junto a ella”. Asustada se levantó y le reprochó aquella extraña conducta: “¿Qué hace usted, tío? ¿Por qué no se queda usted en su cama?” El tío intentó convencerla: “¡Calla tonta! No sabes tú lo bueno que es eso” (...) A continuación me contó Catalina otros sucesos de épocas posteriores, entre ellos una nueva agresión sexual de que la hizo objeto su tío un día que se hallaba borracho (1895/1974, p. 104).
Así aparecen varios reportes que apuntan mucho más a vivencias de amenaza y angustia por parte de las mujeres estudiadas y abuso de poder por parte de los cuidadores, que de una fantasía erótica construida por la fantasía histérica. El pudor y angustia que provocan estos relatos en Freud también se puede entrever en algunas ocasiones. Por ejemplo, en una de las notas añadidas como apéndice en 1924, Freud escribe con respecto al mismo caso de Catalina: (...) después de tantos años me atrevo a abandonar la discreción observada entonces, dejando establecido que Catalina no era la sobrina, sino la hija de la huésped, o sea, que había caído enferma bajo la influencia de las seducciones sexuales por el propio padre (p. 136, ibíd.).
Lo sorprendente y controversial del hallazgo de la presencia de tantas historias de abuso sexual en la vida de las mujeres 129
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contribuyó en gran medida a que Freud desechara esta hipótesis. En los meses posteriores a la publicación de los “Estudios sobre la histeria”, Freud comienza a mostrar un giro teórico que lo llevaría a cambiar la hipótesis de abuso sexual por las presuntas fantasías inconscientes de las pacientes que expresaban deseos reprimidos. Las investigaciones posteriores demostraron cuán difícil fue para Freud toparse con estas observaciones al comienzo de sus incursiones por el mundo del inconsciente y cómo se debatió por meses con respecto al tema del abuso sexual. Al final Freud abandonó la idea en medio de su preocupación, por lo que implicaría que experiencias sexuales tempranas con los cuidadores fueran ciertas. En las cartas de Freud a Fliess se evidencia esta preocupación (1897). La oscilación entre la preocupación por el tema y la tendencia a considerar inverosímiles las pruebas de la extensión del fenómeno se ha repetido en los cien años posteriores. Sirva otro ejemplo del mundo del psicoanálisis para ilustrar lo que temo aún ocurre diariamente en muchos consultorios psicoterapéuticos. En la década de los setenta, un psicoanalista interesado en estudiar la obra freudiana se dio a la tarea de editar una edición con el epistolario completo entre Freud y Fliess. Durante su investigación realizada en los Archivos Freud, del cual llegó a ser director, notó que las cartas omitidas en las ediciones anteriores de esta correspondencia (editadas por Ana Freud), posterior a septiembre de 1897, trataban sobre la hipótesis freudiana de abuso sexual infantil. Asimismo, fueron omitidas todas las referencias a una de las pacientes, llamada Emma Eckstein, que apuntaba fuertemente a considerar tal hipótesis. La presentación pública de estos hallazgos en congresos psicoanalíticos fue recibida con rechazo. El historiador y psicoanalista, sin embargo, insistió y publicó sus conclusiones en el New York Times, lo que condujo a su expulsión de los Archivos Freud. Según 130
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reporta el autor, Ana Freud le comentó que la presentación de estas ideas simplemente generaba confusión (Masson, 1984). Casi cien años después de que Freud obvió la posibilidad de que sus pacientes habían sido traumatizados por sus cuidadores, la comunidad psicoanalítica volvió a responder de la misma manera, prefiriendo anteponer la teoría a los hallazgos y a las voces de las personas que estaban atendiendo. Alice Miller, psicoterapeuta formada psicoanalíticamente, ha reseñado extensamente múltiples casos en que los analistas dejan de lado indicios claros de situaciones de abuso sexual en su trabajo terapéutico. Ella señala cómo la negación por parte de los terapeutas, por el impacto emocional que produce el incesto, se une con las creencias ideológicas sostenidas para hacer invisibles múltiples historias de abuso en las personas que buscan tratamiento (1984/1991). Lo cual solo trae de nuevo una controversia que ha estado en el psicoanálisis desde el comienzo y que Ferenczi planteó en 1932, durante el XII Congreso Internacional de Psicoanálisis, con su trabajo ya clásico titulado “La confusión de las lenguas”, donde les reclama a sus colegas haber descuidado por tanto tiempo los “factores traumáticos en la patogénesis de las neurosis” (p. 156). Los pocos clínicos que continuaron a lo largo del siglo xx insistiendo en la importancia de atender a los eventos traumáticos externos para tener una comprensión más completa y contextualizada fueron repetidas veces relegados al margen del debate científico (Herman, 1997; Kahn, 1996; Masson, 1984; Miller, 1997). La resistencia a reconocer la presencia de situaciones de violencia contra la infancia no solo ocurrió en la psiquiatría y la psicología. En el campo médico no es sino hasta 1962 cuando un pediatra comienza a señalar que ciertas lesiones encontradas en su consulta no eran producto de accidentes sino de maltrato 131
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físico infantil. Al publicar un artículo en ese año en que describió el “síndrome del niño golpeado”, se encontró con un fuerte rechazo a sus ideas en el gremio médico (Wiehe, 1998). Interesa mostrar estas anécdotas para ilustrar las dificultades que la psicología ha tenido para cargar con el peso que trae el reconocimiento de la extensión y gravedad de situaciones de abuso. En ocasiones la impresión que generan estos relatos es tan terrible que los que escuchan prefieren suponer que no son posibles. Interesa subrayar este punto porque considero que este mismo fenómeno continúa sucediendo en la intervención clínica actual. A pesar de los avances en el área y a pesar de que quizás somos de los profesionales más sensibilizados en torno al tema, frecuentemente se suele obviar el peso de situaciones de violencia intrafamiliar en la comprensión de las dificultades de los pacientes que tratamos. La especialista Salter (1995) recopila una serie de textos que a lo largo del siglo xx afirmaron que el abuso sexual o no era lesivo para las víctimas o hasta era potencialmente benéfico. Ella considera que la teoría psicoanalítica, con su énfasis intrapsíquico, ha tendido a desestimar el peso de las experiencias traumáticas externas en la producción de síntomas clínicos. Otros psicoanalistas han opinado igual (Bowlby, 1989), en Argentina una psicoanalista contemporánea, Giberti, afirma: (...) aludí al silencio alrededor de la obra de Masson por parte de los académicos psicoanalistas y docentes que tienen a su cargo la enseñanza de las teorías psicoanalíticas; omisión o desconocimiento que mantiene en la penumbra la discusión acerca de la responsabilidad de Freud al avanzar en los territorios de las fantasías como germen de psicopatologías, eludiendo mencionar su conocimiento de hechos no fantaseados. (...) Es el mismo mecanismo [refiriéndose a la negación] que actualmente practican aquellos psicoanalistas que dudan acerca de la presencia sistemática de la violencia de diversa índole contra niños y niñas. Par-
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ticularmente quienes insisten en proponer como alternativa princeps la fantasía incestuada por parte de la niña, desconociendo la epidemiología (Giberti, 2002).
Con el tiempo sabemos también lo difícil que resulta escuchar los relatos de aquellos que han padecido situaciones de persecución y abuso. Por un lado, las experiencias de desamparo extrema nos conmueven y desafían algunas creencias y sensaciones básicas. Así por ejemplo, las personas que trabajan con víctimas de violencia frecuentemente comienzan a sentirse más vulnerables, empiezan a sentirse invadidos por los relatos de miedo y terror. Al mismo tiempo, pueden sentirse frustradas por la impotencia de no poder resolver de manera inmediata algunas situaciones de opresión o no tolerar con paciencia el tiempo lento con que se van resolviendo los síntomas que padecen las personas que sobrevivieron esos eventos. Otra reacción muy importante es el cuestionamiento general que este tipo de trabajo le hace al profesional sobre las creencias de la bondad humana. Los relatos de abuso en ocasiones desafían la capacidad del terapeuta de imaginar que algunas experiencias extremas puedan ser posibles. Esto lleva en ocasiones a minimizar o disociar algunos de estos relatos. No es extraño que un terapeuta reporte que no logra recordar algunos elementos importantes de la situación traumática que fue develada en una sesión reciente o que empiece a dudar de la verosimilitud de los hechos, a pesar de contar con las pruebas clínicas que sostienen claramente su ocurrencia. En ocasiones inclusive se llega a proyectar los sentimientos de impotencia, miedo y desamparo que genera el relato y se comienza a culpar a la víctima por no haber hecho suficiente, o por haber “provocado” el hecho, terminando una vez más la víctima sufriendo el ostracismo de tener que cargar con una experiencia que nadie quiere reconocer.
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Estas experiencias que suceden en el mundo cercano de la relación terapéutica suceden de la misma manera en toda la sociedad. Los países lidian con el dilema de escuchar las voces de las víctimas de atrocidades humanas y sostener la memoria de los horrores de la historia, por un lado, y la tendencia a buscar callar y olvidar eventos dolorosos y vergonzosos, tratando de minimizar sus dimensiones. Herman (1997) nos cuenta algunos de los dilemas de los veteranos de guerra en los Estados Unidos, que una vez finalizada la guerra, se vuelven incómodos para la sociedad. Las voces que han denunciado los horrores de la historia se han encontrado con la presión del resto de la sociedad de olvidar esas experiencias y pasar la página. Elie Wiesel, en su ponencia “Elogio de la Memoria” (2002) dictada durante un foro dedicado al tema de la memoria y la historia, recordaba cómo luego de regresar de los campos de concentración, las personas le decían: “Mire, trate de olvidar, es mejor. Se sentirá mejor. Es una pesadilla. Es mejor dar vuelta a la página”. Luego continúa diciendo: “El olvido era, pues, un consejo pedagógico y terapéutico para los jóvenes, para aquellos jóvenes que se habían vuelto viejos; para los viejos, que en realidad no eran tan viejos...” (p. 223). De la misma manera nuestras sociedades latinoamericanas han tenido enormes dificultades para asumir los resultados de las comisiones de la verdad que han registrado la lista de atrocidades cometidas por regímenes dictatoriales como los de Argentina y Chile (Sábato, 1998). Herman argumenta que el estudio del trauma psicológico ha llegado a instalarse dentro de la psicología no gracias a los esfuerzos de los profesionales del área, sino gracias a los movimientos políticos que pusieron estos temas sobre el tapete. Ella recuerda cómo tres de los momentos en que se ha atendido el llamado de las víctimas han sido momentos en que un elemento político favoreció esta toma de consciencia. El primer momento 134
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fue cuando Charcot, en París, quería demostrar que las afecciones histéricas de las mujeres de la clínica Salpetriere no eran afecciones espirituales cuya cura era religiosa. La lucha de poderes entre la Iglesia y la ciencia fue el contexto que facilitó que se hicieran los primeros registros científicos de trauma y abuso sexual infantil. El segundo momento fue posterior a las Guerras Mundiales, donde las huellas del combate obligaron a los psiquiatras y psicólogos a repensar algunas de sus teorías. Como por ejemplo Freud, que influido por la Primera Guerra Mundial comenzó a hablar por primera vez de la pulsión de muerte en su libro Más allá del principio del placer (1919/1983). El tercer momento, escribe Herman, ocurre gracias al movimiento feminista. En los años setenta del siglo pasado este movimiento comenzó a organizar a las mujeres en grupos que discutían sobre sus vivencias personales. En estos grupos se hizo evidente lo extenso que era la situación de abuso y violencia intrafamiliar que muchas de estas mujeres habían vivido. Esto impulsó una serie de investigaciones epidemiológicas que confirmaron la enorme cantidad de mujeres que reportaban haber sido víctimas de violaciones y abuso sexual infantil. Herman muestra también una serie de estudiosos que registraron el tema, pero que luego fueron relegados al olvido, siendo el caso más relevante quizás el de Pierre Janet. Ella escribe que: Los avances en este campo ocurren solo cuando están apoyados por un movimiento político lo suficientemente poderoso como para legitimar una alianza entre los investigadores y los pacientes y para hacerle contrapeso a los procesos sociales comunes que buscan el silencio y la negación. Sin estos movimientos políticos fuertes a favor de los derechos humanos, el proceso activo de registrar el testimonio de las víctimas inevitablemente se convierte en el proceso activo de olvidar. La represión, disociación y la negación son tanto de la consciencia social como de la individual (p. 9).
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Jorge Semprún, escritor español que fue detenido en el campo de concentración nazi de Buchenwald durante la Segunda Guerra Mundial, logró casi cincuenta años después registrar parte de sus vivencias en el campo en un libro titulado: La escri� tura o la vida. En él detalla los años posteriores y las estrategias que utilizó para evitar el sufrimiento causado por el recuerdo de los numerosos traumas y duelos que padeció bajo cautiverio. El libro es un conmovedor registro de un hombre luchando entre su deseo de no tener que regresar más nunca a los recuerdos de esos años y la necesidad de expresarlos para intentar liberarse de ellos. Paralelo a su propia lucha describe la mirada de aquellos que saben de su pasado traumático y lidian con sus propias dificultades para escuchar tanto horror. Desde el primer momento en que es liberado se topa con la mirada mitad compasiva, mitad aterrorizada de los demás. En medio de su lucha personal por confrontarse con la verdad de su historia, Semprún interroga a la humanidad, que en paralelo lucha con sus propias dificultades para tolerar el testimonio del horror. Sus interrogaciones son especialmente relevantes para aquellos que nos dedicamos a hacer psicoterapia. ¿Podremos efectivamente un día escucharlo? ¿Tendremos la paciencia, la pasión, la compasión y el rigor necesario?
Visibilización de la violencia familiar Es entonces a partir de la década de los años setenta cuando comienza a expandirse y consolidarse el estudio de la frecuencia y efectos de la violencia familiar. El movimiento feminista organizó una gran cantidad de grupos de reunión en el que las mujeres se reunían a examinar sus vidas y a organizar respuestas conjuntas para luchar a favor de sus derechos. Dentro de 136
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estos grupos se sorprendieron al encontrar la gran cantidad de mujeres que venían cargando con historias silenciadas de violencia dentro de sus hogares. El movimiento feminista comenzó a retar al público general a reconocer la presencia y extensión de situaciones de violación, maltrato físico, abuso sexual infantil en la sociedad. Fueron organizadas varias actividades públicas con la finalidad de hacer más visible la existencia de esta violencia soterrada. Así por ejemplo, en 1976 se organizó un Tribunal Internacional para juzgar crímenes contra las mujeres en Bruselas. En Estados Unidos el movimiento impulsó reformas judiciales. Varias mujeres investigadoras se dieron a la tarea de incluir la academia en estos esfuerzos. Las primeras grandes investigaciones epidemiológicas de violencia familiar fueron llevadas a cabo en estos años (Horowitz, 1999). La psiquiatra Salter (1995) muestra cómo en los últimos treinta años ha habido un incremento continuo de investigaciones en el área. Aun cuando la literatura clínica tenía años registrando los signos y síntomas relacionados con la exposición a eventos traumáticos, como por ejemplo lo había hecho Freud con respecto a la “neurosis de guerra” y las feministas con respecto al “síndrome traumático de la violación”, no fue sino en 1980 cuando se propone el diagnóstico de trastorno de estrés postraumático (TEPT) y se incorpora en el manual DSM-III. La creación de este diagnóstico influyó de manera significativa en el incremento exponencial de investigaciones relacionadas con el trauma. Así pues, a partir de 1980 se multiplicaron las investigaciones sobre prevalencia, factores de riesgo, factores protectores, evolución, correlatos biológicos, comorbilidad y efectividad de los tratamientos del trastorno de estrés postraumático. Investigaciones clásicas lograron, por ejemplo, precisar altos índices vitalicios del trastorno (entre 47% y 50%) en prisioneros de guerra y sobrevivientes de campos de concentración (Yehuda y McFarlane, 1999). 137
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Actualmente, numerosos investigadores han planteado que el diagnóstico de TEPT es útil para detectar la presencia de los efectos de exposición a una situación traumática puntual, como por ejemplo un desastre natural o un accidente automovilístico, pero que no es tan preciso para registrar los efectos de la exposición a situaciones crónicas de victimización. Los efectos del trauma sostenido, como el vivido en situaciones de combate bélico, sometimiento a una red de explotación sexual o maltrato infantil, son mucho más amplios y complejos que los encontrados luego de la vivencia de una situación traumática aguda. Por ello, actualmente se argumenta a favor de la creación de una nueva entidad diagnóstica que algunos autores han denominado “estrés postraumático complejo” o “trauma tipo II” (Herman 1997; Terr, 1991). Junto a la ola de investigaciones sobre el TEPT, continuaron también las investigaciones sobre distintas situaciones de abuso en el ámbito privado. Al final de los años setenta y comienzos de los ochenta fueron hechos varios trabajos sobre la prevalencia de historias de abuso sexual infantil en población adulta (Haugaard, 2000). Estos estudios consiguieron cifras alarmantes que ayudaron a aumentar la sensibilización de la población norteamericana con respecto al tema. Las estadísticas del Centro Nacional de Investigación Sobre la Prevención de Abuso Infantil reflejan cómo ha aumentado la sensibilidad al tema desde los años setenta hasta el presente. Estas estadísticas que recopilan los reportes de abuso recogidos por los cincuenta estados norteamericanos muestran que en 1976 eran reportados 10,1 casos de abuso por cada 1.000 habitantes, cifra que ha ido subiendo sistemáticamente hasta 1996 en que se reporta 47 casos por cada 1.000 habitantes (Wiehe, 1998). En una investigación nacional de victimización infanto-juvenil realizada en los Estados Unidos, en una muestra de 2.000 jóvenes de entre 138
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diez y dieciséis años, un 15,3% de las niñas y un 5,9% de los niños reportaron algún tipo de asalto sexual, para un promedio de 10,5% entre ambos sexos o un total de 197 jóvenes. De esos 197 jóvenes, solo 64% le comunicó el evento a alguna otra persona. El 48% de la muestra reportó que las situaciones de abuso fueron repetidas (Boney-McCoy y Finkelhor, 1995). En otros países como España, se reporta que las primeras investigaciones sobre la incidencia del problema son hechas hacia finales de los años ochenta (Costa, Morales y Juste, 1997). Haciendo la acotación de que esas investigaciones también solo mostraban “la punta del iceberg”, reportan cifras de un 1,5% de víctimas de abuso sexual en la población menor de edad. La investigación empírica no solo evidenció la alta prevalencia de situaciones de violencia familiar en la sociedad, sino que además confirmó los efectos nocivos de estas experiencias. Así por ejemplo, con respecto al abuso sexual, los investigadores han recopilado una vastísima serie de observaciones sistemáticas que permiten comprender los efectos sobre el funcionamiento psicológico. Aunque sorprendentemente la literatura de comienzos del siglo xx tendía a afirmar que el abuso sexual infantil no tenía consecuencias emocionales para la víctima (Bender y Blau, 1937; Weiss, Rogers, Darwin y Dutton, 1955; c.p. Salter, 1995), se ha confirmado la relación entre historias de abuso sexual y una gama amplísima de diagnósticos psiquiátricos como los trastornos disociativos, trastornos de ansiedad, trastornos por estrés postraumático, trastornos afectivos, trastornos alimenticios, trastornos por abuso de sustancias, trastornos de personalidad limítrofe e histriónicos, episodios psicóticos y trastornos psicosomáticos (Andrews, Brewin, Rose y Kirk, 2000; Briere, 1992; Busby, Glenn, Steggell y Adamson, 1993; Dubner y Motta, 1999; Kernberg, 2001; Pérez de Antelo, 2002, Stone, 1989). Herman afirma que con frecuencia los 139
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adultos sobrevivientes de este tipo de historias pueden pasar desapercibidos durante largos períodos, manteniéndose la disociación de los recuerdos traumáticos, pero algún evento activador como una pérdida o enfermedad importante puede precipitar una crisis que “sintomáticamente puede parecerse a cualquiera de las categorías de diagnóstico psiquiátrico” (1997, p. 114). Estudios con población psiquiátrica han encontrado que 57% de la población atendida reporta haber sido víctima de abuso sexual o físico infantil (Brown y Anderson, 1991). Estos mismos autores compararon los diagnósticos psiquiátricos con la presencia de abuso físico y sexual en las historias de pacientes y encontraron que el 40% de su muestra de 96 pacientes con historias de abuso sexual tenían diagnósticos de trastorno de personalidad, el 29% por trastornos adaptativos, el 17% trastorno por abuso de alcohol y 11% trastornos por abuso de alguna otra sustancia, además de porcentajes menores que recibieron diagnósticos de depresión mayor, distimia, trastorno por ansiedad generalizada, trastorno por estrés postraumático, trastorno alimentario, esquizofrenia y trastornos sexuales. La investigación con trastornos por abuso de sustancias ha encontrado consistentemente un porcentaje significativamente más alto de historias de abuso en este tipo de pacientes que en el resto de la población. Así por ejemplo, una investigación amplia con muestreo aleatorio realizada en Los Ángeles encontró que de los hombres abusados sexualmente de pequeños, el 45% tenían diagnósticos de abuso o dependencia a sustancias ilegales, comparado con 8% del grupo control. Asimismo, 14% de las mujeres abusadas tenían ese mismo diagnóstico y 21% por abuso de alcohol comparado con 3% y 4% para el grupo control (Salter, 1995). Por otro lado, el trastorno de identidad disociada es otro diagnóstico importante en que se ha demostrado que entre el 83% y 95% de los casos las personas que sufren 140
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de trastornos de identidad disociada (o personalidad múltiple) son víctimas de historias de abuso sexual grave (Herman, 1997; Kluft, 1991; Putnam, 1986, c.p. Putnam, 1989). Si se analiza la literatura científica, no desde los diagnósticos a que se asocia el abuso infantil sino desde los síntomas, encontramos, por ejemplo, que sistemáticamente las personas abusadas presentan más síntomas depresivos y ansiosos que la población general, además de un comienzo a una edad más temprana (BoneyMcCoy y Finkelhor, 1995; Lizardi, Klein, Crosby, Riso, Anderson y Donaldson, 1995) Asimismo, se ha encontrado tasas mucho más altas (50%) de conductas de automutilación (Salter, 1995). Las investigaciones que reportan los efectos del abuso en los niños, niñas y adolescentes han encontrado el evento traumático asociado a problemas de relación interpersonal, depresión, ideación y conducta suicida, ansiedad, problemas sexuales, experiencias disociativas, menor autoestima, estrés postraumático, menor competencia social, mayor agresividad, desconfianza, anestesia emocional, ira y conducta sexual inapropiada para la edad, conducta antisocial, embarazo, promiscuidad y tendencia a vivir experiencias de revictimización (Braun, 1989; Cheperon, J., 1994; Cosentino, Meyer-Bahlburg, Alpert, Weinberg, Gaines, 1995; Duarte y Cortés, 2000; Kendall-Tackett, Williams y Finkelhor, 1993; Niehoff, 1999; Sanders y Giolas, 1991; Saywitz, Mannarino, Berliner y Cohen, 2000; Stone, 1989; Terr, 1990 y 1991). Un punto a destacar es el de la revictimización. Se ha encontrado de manera repetida que víctimas de maltrato infantil tienen más porcentaje de estar en relaciones adultas que las pueden revictimizar. Se ha encontrado que las víctimas de abuso sexual infantil tienen una probabilidad incrementada de ser violadas en la adultez, así como tienen una probabilidad mucho más alta de dedicarse a la prostitución (Van der Kolk, 1989). Estudios han encontrado que hasta un 41% de niños y niñas abusados sexual141
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mente tienen conductas autolesivas como golpearse la cabeza, morderse, quemarse y cortarse. Finalmente, la literatura reporta que un alto porcentaje de delincuentes con acciones destructivas hacia los demás tenían historias de abuso sexual infantil. Así por ejemplo, un estudio de catorce jóvenes homicidas condenados a muerte en los Estados Unidos mostró que doce de ellos habían sido abusados brutalmente y cinco habían sido sodomizados por parientes (Van der Kolk, 1989).
Lo personal es político, replanteamientos Los hallazgos citados en el apartado anterior contribuyen a vislumbrar algunas de las preguntas que el trabajo con víctimas de violencia le hace a la clínica tradicional. En primer lugar, el énfasis que ha vuelto a tener el pensamiento sobre el trauma en la clínica en general, y el psicoanálisis en particular, vuelve a colocar sobre el tapete el peso de condiciones externas en la etiología del malestar (Kemper, 1992). Asimismo, los malestares y sufrimientos que surgen a raíz del abuso son consecuencia directa de los daños infligidos por otros. La relación opresiva en que un abusador se aprovecha de un lugar de poder para someter al otro es un elemento clave en los efectos en el desarrollo que genera este tipo de trauma. Por ende, la comprensión etiológica de los síntomas y su posterior tratamiento tiene que responder a los efectos de la situación de desamparo. Esto hace que la reflexión de la distribución de poder dentro de las relaciones humanas entre a ser un factor central en la comprensión e intervención clínica. Es decir, coloca lo político en el centro de las consideraciones clínicas. En primer lugar, las investigaciones sobre trauma, como se vio en la sección anterior, evidenciaron ampliamente la existen142
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cia de muchos más casos de violencia intrafamiliar de lo que los especialistas habían querido reconocer. En segundo lugar, ilustraron de manera contundente su peso en la producción de síntomas y malestar. Debajo de muchos cuadros clínicos, aparecieron historias de violencia que habían pasado desapercibidas y desatendidas. La violencia no había sido considerada como un tema relevante dentro de la formación clínica tradicional. Ahora se ha visto como un tema urgente. Una vez en el escenario, la consideración del peso etiológico de las relaciones violentas comienza a interrogar las concepciones tradicionales de la clínica en más de un sentido. Quizás el punto más importante es que las teorías principales surgieron a partir de la tradición médica y por ende la búsqueda de la raíz de los trastornos suele dirigirse a factores internos: predisposiciones constitucionales, factores en el desarrollo, desarreglos neurobiológicos, etc. Si bien los elementos ambientales nunca han sido descartados, su análisis ha sido en el ámbito individual. Así por ejemplo, en la teoría freudiana la neurosis de guerra surge luego de que una vivencia externa dispara conflictos más tempranos que remiten a la constitución psíquica previa del individuo. Con este tipo de razonamientos el peso de la guerra es en alguna medida minimizada y la mirada se dirige a aspectos constitucionales, individuales. La tradición médica se hermana aquí con el impacto emocional que genera trabajar con víctimas de circunstancias violentas. El sufrimiento que albergan veteranos de guerra, refugiados, perseguidos políticos, víctimas de violación, de abuso sexual o de maltrato suele ser tan agudo y crónico, los relatos de las vivencias traumáticas pueden llegar a ser tan espantosas que se vuelven amenazantes para aquellos que intentan escuchar estas historias. Se ha descrito cómo las personas bien intencionadas que saben de estos eventos a menudo utilizan la “hipótesis 143
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del mundo justo” para intentar defenderse de la angustia que le genera la posibilidad de que puedan ocurrir eventos horrorosos. Esta hipótesis del mundo justo, descrita por los psicólogos sociales como la presunción defensiva de que las consecuencias en el mundo están distribuidas de manera equitativa y justa, hace a menudo que las personas les pregunten a las víctimas: “¿Y qué habrás hecho tú para provocar ese tipo de violencia?”. Es difícil para aquel que no ha vivido experiencias extremas tolerar la posibilidad de que en ocasiones la crueldad puede ser dirigida a personas inocentes (Bar-On, 1999). Este tipo de razonamientos de nuevo saca la mirada de los elementos contextuales que provocaron la violencia y la dirigen hacia la víctima, responsabilizando a esta por los hechos sufridos. Michael White (1995), psicoterapeuta de familia, hace una crítica aguda al uso de teorías que atribuyen a causas internas el origen de la victimización y lo aplica al trabajo con mujeres víctimas de violencia en el hogar. Él escribe: Toda esta psicologización de la experiencia personal y todos estos análisis formales son profundamente conservadores. Invariablemente, patologizan las vidas de las personas que han sido sometidas al abuso y, al hacerlo, desvían la atención de los aspectos políticos de la situación... Las interpretaciones patologizantes alientan a las mujeres a hacerse responsables del abuso que los hombres perpetran. Estas interpretaciones alientan a las mujeres a continuar con relaciones en las cuales están siendo sometidas a violencia por los hombres. Las interpretaciones de esta clase están al servicio del mantenimiento del status quo (p. 97).
El trabajo con víctimas de violencia, en cambio, comenzó a dirigir la mirada a otros factores contextuales más amplios que venían siendo descuidados. Así por ejemplo, las condiciones sociales de desigualdad, las creencias culturales que colocan a algunos subgrupos en desventaja, las distintas maneras de ejercer el poder, comienzan a aparecer como factores importantes a 144
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
tomar en cuenta para comprender las dinámicas de las relaciones abusivas. De nuevo, el movimiento feminista ha tenido un papel clave en la revisión de estas comprensiones. La reflexión de las condiciones generales de desigualdad que han afectado la vida de las mujeres en la mayoría de las sociedades contemporáneas guió la discusión hacia los factores históricos, políticos y sociales que han contribuido a esa subyugación. En el marco de la violencia doméstica, se comenzó a ver que el abuso no se explica por la presencia de un hombre sádico y una mujer masoquista. La cantidad de situaciones de violencia en el hogar no parecían confirmarlo y el análisis detallado de cada uno de los casos lo descartó. Más bien otras variables, como el machismo y la organización patriarcal, empezaron a evidenciar su peso en la construcción de relaciones íntimas desiguales desde un primer momento y propicias para la aparición de estrategias de dominio en la que la violencia es solo una de ellas. La ilustración más aguda del giro del pensamiento clínico en esta dirección se la escuché a la especialista costarricense en violencia basada en género, Cecilia Claramundt. Durante un congreso en Ciudad de México un psiquiatra, asistente a uno de los talleres, emplazó a Cecilia argumentando que en su experiencia psicoterapéutica todas las mujeres que estaban en relaciones violentas tenían un sustrato masoquista que las hacía continuar en la relación. Cecilia le contestó diciendo que si en verdad la alta prevalencia en la sociedad mexicana de situaciones de violencia intrafamiliar se debía exclusivamente a la presencia de factores intrapsíquicos como el masoquismo de las mujeres, entonces parecía lógico suponer que las circunstancias de las culturas indígenas americanas que por cientos de años fueron sometidas a relaciones de abuso, esclavitud y violencia ante el dominio español, también se debía poder explicar por la pre145
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sencia de cantidades enormes de masoquismo en estas etnias. La reacción a este argumento ilustra con claridad que si obviamos los factores históricos, económicos, culturales y de distribución del poder dentro de las sociedades y en cambio enfatizamos factores psicológicos individuales, corremos el riesgo de simplemente etiquetar a aquellas personas que viven situaciones de opresión. La clínica de la violencia intenta incorporar las dimensiones sociales en la comprensión y luego tratamiento de estos casos. Las teorías sistémicas de terapia familiar, aun cuando incorporan una mirada contextual, también han sido criticadas en su manejo de las situaciones del incesto y la violencia dentro del hogar. La lógica sistémica que ubica en todos los miembros la responsabilidad de las dinámicas, oscurece el diferencial de poder y las estrategias de control, sometimiento y secreto que utilizan los agresores. La responsabilidad del victimario queda aquí difuminada entre la comprensión de la disfuncionalidad familiar (Briceño, 2005). Para la mayoría de los autores que trabajan en el área, la consideración de la organización patriarcal, las creencias de las expectativas de cada género, los efectos de la pobreza son factores esenciales a tomar en cuenta para poder ayudar (Jukes, 1999). La inclusión del análisis de la distribución del poder en las relaciones de la persona que estamos atendiendo en psicoterapia, introduce el elemento político en las consideraciones clínicas y permite que nuestra mirada trascienda los modelos exclusivamente intrapsíquicos. No implica el abandono de las consideraciones sobre la personalidad, el desarrollo, los conflictos particulares de la persona atendida, sino más bien permite enlazar estas dimensiones con su ubicación en las relaciones sociales. Nos permite ver cómo, si atendemos a alguien que está sufriendo una situación de opresión (pongamos como ejemplo la 146
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
esclavitud), podemos ayudarla a aliviar los síntomas de malestar, pero se hace transparente que una labor de ayuda que pretenda consolidar el bienestar y el crecimiento de esa persona no puede dejar de ver que mientras continúe la situación de esclavitud, el sufrimiento va a continuar de una manera u otra. Una crítica que va aún más allá dirá que atender solo la dimensión individual de esta persona, contribuirá a naturalizar la condición de esclavitud, a hacerla pasar desapercibida, a invisibilizar los condicionamientos sociales que están produciendo malestar, a hacer que el individuo tenga que cargar solo con la responsabilidad de mejorarse de los síntomas causados por fuerzas que no están a su alcance inmediato. Michael White ha incorporado la influencia de Foucault en su práctica terapéutica. Se sabe que fue Foucault quien estudió las prácticas de poder que están solapadas en las relaciones sociales cara a cara y en instituciones como la médica White (1993) escribe: Foucault nos expuso las operaciones de poder que se llevan a cabo a nivel micro y en la periferia de la sociedad: en las clínicas, prisiones, familias, etc. Según él, es en estas localidades que las prácticas de poder son perfeccionadas; es gracias a ellas que las prácticas de poder pueden lograr sus efectos globales. Y argumentó, que es en estos lugares particulares en que las prácticas de poder se hacen más evidentes... Así pues, argumentó que los esfuerzos para transformar las relaciones de poder en una sociedad deben atender estas prácticas de poder en el nivel local –en el nivel de las prácticas sociales cotidianas automáticas que pasan desapercibidas (p. 50).
White toma esta invitación y la trata de incorporar a su práctica terapéutica. Pero más allá de la incorporación explícita de White, veamos la transformación que han implicado estas consideraciones para todo el trabajo clínico con víctimas de violencia. 147
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En primer lugar, la comprensión del peso etiológico de la violencia en muchos de los cuadros clínicos que buscan ayuda ha llevado a incorporar a la exploración sistemática de la presencia de violencia en la vida de los consultantes dentro de la evaluación clínica de rutina. Aun cuando muchos especialistas todavía se resisten a preguntar directamente sobre la presencia de episodios de abuso sexual o violencia comunitaria o familiar en las vidas de las personas que atienden, se ha hecho mucho más común hacer estas preguntas en muchos de los cuadros que tienden a presentar altos índices de violencia en sus historias como los trastornos disociativos graves, los trastornos alimentarios, la farmacodependencia y el alcoholismo, los trastornos limítrofes e histriónicos de la personalidad, trastornos de control impulsivo, trastornos oposicionistas-desafiantes, los trastornos antisociales de la personalidad y cualquier cuadro que presenta conductas impulsivas autodestructivas, como por ejemplo la automutilación. Algunas investigaciones han demostrado cómo la exploración de la presencia de violencia en la vida de las personas en una primera entrevista clínica aumenta de manera significativa el reporte de vivencias traumáticas de los consultantes. En una investigación realizada en Venezuela, la inclusión de cuatro preguntas que exploraban sistemáticamente la violencia, durante las entrevistas de triaje de mujeres que asistían a consulta externa subió el número de detecciones de situaciones de violencia a 38%, comparada con solo 7% cuando la detección se dejaba a criterio de cada profesional (Guedes, Stevens, Helzner y Medina, 2002). Asimismo, sabemos que si no se les pregunta directamente a las personas que asisten a la consulta por estos eventos, muchos no lo traerán espontáneamente, a pesar de que luego expresen que tenían deseos de hablar de esos episodios. Las experiencias de abuso y maltrato a menudo son tan vergonzosas para aquellos que la padecieron y las relaciones 148
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abusivas de poder a la que estuvieron sometidas marcaron tanto el silencio, que aun en una consulta psicoterapéutica no la traerán a la exploración a menos que se abra espacio para hacerlo. Pero además de la exploración, el trabajo con la violencia ha permitido desarrollar y ampliar nuestra capacidad de realizar intervenciones en crisis y resolver situaciones agudas de riesgo. Existen ya numerosos protocolos que guían la toma de decisión de intervención en crisis cuando detectamos que alguien está siendo objeto de maltrato y abuso en el presente. Así como la atención al riesgo suicida ha permitido el desarrollo de estrategias sencillas pero contundentes para disminuir su probabilidad de ocurrencia y ganar tiempo para poder atender el sufrimiento de la persona, se han desarrollado más recientemente estrategias para ayudar a disminuir el riesgo de lesión grave o muerte en el caso de niños, niñas o adultos que están atravesando situaciones de violencia extrema en sus vidas domésticas. El propósito de este escrito, por supuesto, no es presentar las herramientas clínicas para evaluar el nivel de riesgo y para intervenir en la crisis, sino mostrar cómo estas operaciones evidencian una evolución de nuestra área que ha incorporado algunos replanteamientos de la clínica de la violencia al repertorio básico de cualquier clínico, independientemente de su postura. Los protocolos de atención en crisis en situaciones de violencia responden a una noción básica, que es que si nos encontramos ante una persona que está atravesando una batalla campal, la función clínica no es interpretarle los síntomas, ni favorecer el insight de sus características personales que hayan o no podido contribuir a terminar en una situación vulnerable, sino que la función clínica es realizar aquellas acciones que ayuden a sacar a esa persona de la batalla lo antes posible. Esto nos conduce a uno de los puntos centrales y quizás más controversiales que introduce el trabajo con víctimas de 149
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violencia, que tiene que ver con la toma de posición. Cuando un terapeuta evalúa que hay una situación de riesgo considerable y toma medidas concretas para intentar disminuir ese riesgo, el terapeuta está tomando posición con respecto al fenómeno de la violencia. En otras palabras, no está siendo neutral, no se está quedando al margen, dejando que los actores involucrados en la situación decidan exclusivamente por ellos, mientras el terapeuta escucha atentamente y ofrece un espacio de elaboración. No, el terapeuta está incluyendo su voz dentro de la discusión, está ofreciendo su perspectiva y en ocasiones, sus acciones directas, para intentar detener la situación de abuso. Esto es visto como problemático por muchos terapeutas. Cuando la situación implica riesgo suicida, no hay mucha controversia, se toman posiciones concretas con respecto a la preservación de la vida1. Sin embargo, cuando la situación es de violencia, siempre hay un victimario involucrado y las acciones del terapeuta conducen de alguna manera a influir en la relación. Nada más utilizar el rótulo de víctima genera toda una lectura de la interacción. Es una palabra ciertamente problemática, podría ser entendida como una interpretación que debilita, que hace ver a la persona como pasiva (a diferencia de otras como sobreviviente, por ejemplo). Sin embargo, la palabra “víctima” también enfatiza la distribución de poder en la lectura del fenómeno, implica que hay una parte de la relación que tiene menos poder y está más desamparada ante las acciones de otro más poderoso. Hay terapeutas que temen sentir que están emitiendo juicios y, mucho más, tomando posición ante situaciones. 1 Aunque sabemos que aún esta situación tiene múltiples dilemas y controversias éticas, que son más complejas que lo que la práctica habitual de atención a estas emergencias devela. Como por ejemplo, los dilemas con respecto al suicidio asistido médicamente han sido puestos sobre el tapete. 150
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Los clínicos que trabajan en el área de violencia han venido sosteniendo que no hay manera de no jugar un papel dentro de las relaciones de poder de las vidas con las personas que trabajamos. Aun el ejercicio pasivo, que intenta no tomar posición ante las circunstancias relacionales de las personas que acuden a consulta, influye en el devenir de esas relaciones y tienen un peso en la distribución de poder. Cuando hay una situación desnivelada el silencio del terapeuta contribuye a mantener inalterado ese desbalance y por ende apoya los fines del victimario. El terapeuta pasa a ser uno más de los testigos silentes. Si además medica o interpreta las supuestas causas que contribuyen al lugar en que se encuentra la víctima, entonces la explicación del desnivel pasa a ser atribuido también a aquel que la está padeciendo. El silencio de los médicos, maestros, psicólogos, trabajadores sociales, que han pasado por las vidas de los niños, niñas y adultos que están sometidos a situaciones de opresión, ha sido considerada como una de las causas principales para el mantenimiento de las situaciones de violencia intrafamiliar. El opresor busca silenciar los actos brutales del abuso, para ello seduce, promete, amenaza y chantajea a la víctima. El secreto se convierte en una de las herramientas principales que utiliza el victimario para mantener su control. Si el profesional que tiene la oportunidad de develar la situación de violencia se mantiene en una postura “neutral” y no devela lo que está ocurriendo, contribuye de esta forma a consolidar el silencio y a dejar a la víctima aislada de las instituciones sociales que pudieran ofrecer apoyo. El psiquiatra chileno Jorge Barudy, quien ha trabajado extensamente con víctimas de violencia política y de violencia familiar, escribe: La existencia de verdugos y víctimas no explica por sí sola la existencia de la violencia organizada; se requieren los terceros, los otros. Estos son
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los cómplices directos nacionales y/o transnacionales así como los cómplices indirectos, los que por miedo o comodidad apoyan a los verdugos y a sus instigadores... (...) Los terceros, que participan del proceso del maltrato infantil son los demás miembros de la familia, así como los miembros del entorno social, incapaces de brindar protección a las víctimas puesto que, para ellos, el hecho que un padre o una madre torture, descuide o abuse sexualmente a sus hijos es parte de una violencia impensable o, simplemente, no quieren comprometerse por temor o para evitarse problemas o, lo que es peor, por complicidad y/o concordancia ideológica con los perpetradores. Entre estos terceros co-productores del maltrato existen todavía muchos médicos, psicólogos, profesores, magistrados, asistentes sociales, etc., que minimizan o niegan la existencia de los malos tratos y/o no son capaces de establecer la relación entre los signos de sufrimiento y los trastornos conductuales de niños y niñas con la posibilidad que sean víctimas de la violencia de los adultos que los cuidan. Algunos profesionales son a menudo prisioneros de sus modelos teóricos y sus roles, y necesitan ser ayudados a sensibilizarse a la existencia de este drama. Para otros es mucho más difícil acceder al reconocimiento de este drama porque protegen una imagen idealizada de los padres y la familia, o simplemente subordinan su reflexión ética a sistemas de creencias autoritarias, patriarcales y/o adultistas (2000, p. 24).
Es aquí también donde la influencia de la modernidad en el origen de nuestra ciencia se hace evidente. Los ideales apolíticos y objetivos de la ciencia de comienzos de siglo xx empujaron a pensadores como Freud a mantenerse en silencio con respecto a atrocidades como el holocausto. Pensaban que sus posturas pertenecían exclusivamente al ámbito privado y que nada tenían que ver con el ejercicio de su oficio. Que podían desligar, separar las consideraciones sociales, económicas y políticas de su práctica. Nunca se plantearon que su silencio, en sí mismo, representaba un acto político. Que no había manera de escapar de la historia y los dilemas sociales. Este tipo de razonamientos, 152
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como hemos visto ya, han sido una y otra vez perjudiciales para las personas sometidas al horror de la persecución política, la guerra, las redes de explotación sexual y la opresión del maltrato dentro del hogar. Finalmente, la introducción de las consideraciones en torno a la distribución de poder en la vida de las personas atendidas ha abierto también la puerta para tomar en cuenta las dinámicas del poder en la relación terapéutica. La relación terapéutica de nuevo coloca al consultante en una situación de menos poder ante un profesional que ofrece una experticia y una palabra socialmente validada, con un contrato de relación construido sobre las bases de los términos que propone el profesional. Esto se vuelve un reto cuando trabajamos con personas que han sido abusadas y maltratadas. La persona que ha vivido situaciones de maltrato infantil estuvo sometida a adultos que supuestamente ocupaban el lugar del cuidador y que se aprovecharon de esa posición para cometer los abusos. Esas figuras tempranas, con frecuencia también ofrecieron en algunas ocasiones afecto, consuelo y apoyo, por lo que son figuras de apego complejas y confusas para las personas que sobreviven a la victimización. El establecimiento de una relación terapéutica con un profesional que promete ofrecer un lugar privado, contenedor, protegido para poder conversar sobre los afectos más íntimos, somete al consultante de nuevo al riesgo de volver a ver su confianza traicionada, o de tener que lidiar con la ambivalencia de una parte que ansía una relación de apoyo protectora y otra que le aterroriza volver a ser abusado por personas que debían ofrecer protección. Efectivamente, la relación terapéutica vuelve a colocar a la persona que solicita ayuda en una situación potencialmente peligrosa. Lamentablemente, los psicoterapeutas no están exentos de poder ser abusadores (Masson, 1997). Tan es así que investigaciones empíricas han confirmado que las personas abu153
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sadas sexualmente en su infancia tienen un riesgo incrementado de ser revictimizados por sus psicoterapeutas. Un investigador encontró que de una muestra de noventa y nueve sobrevivientes de abuso sexual infantil, veintisiete habían sido luego abusados por sus terapeutas, lo que coincide con otra investigación que encontró un 30% de sobrevivientes de abuso sexual revictimizados (Gil, 1988 y Young 1983, c.p. Salter, 1995). La literatura clínica ha advertido clásicamente sobre las dificultades y los riesgos que entraña el lugar de poder que ocupa el terapeuta. Sabemos que Freud se percató tempranamente sobre la posibilidad de sugestionar e influir sobre los juicios de la persona tratada, aprovechándose de la confianza y el afecto que esta deposita en el médico tratante. Freud discutió abiertamente los dilemas surgidos entre la tarea de intentar cuidar a la persona que acudía a su ayuda y la de respetar su libertad de elección e intentó darle una respuesta sensible. Así por ejemplo en “Los caminos de la terapia psicoanalítica” (1919) escribe: Por nuestra parte, rehusamos decididamente adueñarnos del paciente que se pone en nuestras manos y estructurar su destino, imponerle nuestros ideales y formarle, con orgullo creador, a nuestra imagen y semejanza. Mi opinión continúa siendo hoy contraria a semejante conducta, que, además de transgredir los límites de la actuación médica, carece de toda utilidad para la obtención de nuestro fin terapéutico. Personalmente he podido auxiliar con toda eficacia a sujetos con los que no me unía comunidad alguna de raza, educación, posición social o principios, sin perturbar para nada su idiosincrasia. De todos modos, al desarrollarse la discusión antes citada, experimenté la impresión de que el analista que llevaba la voz de nuestro grupo –creo que era E. Jones– procedía con demasiada intransigencia. No podemos evitar encargarnos también de pacientes completamente inermes ante la vida, en cuyo tratamiento habremos de agregar al influjo analítico una influencia educadora, y también con los demás surgirán alguna vez ocasiones en las que nos veremos obligados a actuar como consejeros y educadores. Pero en estos 154
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casos habremos de actuar siempre con máxima prudencia, tendiendo a desarrollar y robustecer la personalidad del paciente en lugar de imponerle las directrices de la nuestra propia (p. 2460).
Este texto sigue siendo lúcido con respecto al tema del poder del terapeuta, además de que muestra a un investigador intentando ser cuidadoso y respetuoso de las diferencias de las personas que acuden a su consulta. Quizás muestra cierta ingenuidad moderna al suponer que el origen étnico, educativo y social de las personas con que trabajó no influyó para nada en la relación de ayuda, y que si bien su trato era deliberadamente respetuoso hacia las diferencias, sin duda incluyeron el sello inevitable de provenir de un hombre, intelectual, europeo, admirador de la Ilustración y de origen judío, que muy bien pudo haber tenido alguna influencia en la vida, las idiosincrasias ajenas y la relación psicoterapéutica. Otros autores han subrayado los aspectos problemáticos del lugar de poder del terapeuta. Las tácticas de poder de Jesucristo de Jay Haley (1969) y Poder y destructividad en psicoterapia de Adolf Guggenbhül Craig (1974), son dos de los textos clásicos más brillantes sobre el tema. Ambos demuestran, a su manera, que ni la regla de abstinencia, ni las mejores intenciones del terapeuta, bastan para asegurar que la relación evite la manipulación y la imposición de la visión de la realidad que sostiene la teoría del especialista. El trabajo con sobrevivientes de situaciones de abuso vuelve a colocar en el estrado el tema del poder del terapeuta. Problematiza el lugar de este, ilumina algunos aspectos sutiles de la relación de ayuda. Algunos autores han logrado ilustrar agudamente cómo el poder se transmite e impone la mayoría de las veces a través de gestos culturalmente casi imperceptibles (Hirigoyen, 1999). El uso del silencio, la distribución de los muebles
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en la oficina, el tono de la comunicación, las argumentaciones que recurren a fuentes validadas, los títulos en la pared, el atuendo del profesional, tienen también una influencia en el desarrollo de la relación de ayuda. Sandor Ferenczi escribió en 1933: La situación analítica, esa fría reserva, la hipocresía profesional y la antipatía hacia el paciente que se disimula tras ella, y que el paciente siente en todos sus miembros, no difieren esencialmente del estado de cosas que, en otro tiempo, es decir, en la infancia, le hicieron enfermar. El silencio del psicoanalista es como un eco de la negativa de comunicación por parte del perverso y trae consigo una victimización secundaria (p. 159).
Si suponemos que las consecuencias que carga la persona que ha sido víctima de relaciones violentas en su vida íntima, además de provenir del maltrato explícito, provienen de haber estado sometida a las exigencias y directrices de otro más poderoso que utilizó estrategias de poder para mantener el control de la relación, entonces se hace evidente que la relación terapéutica, si va a brindar ayuda, debe servir a la persona para construir relaciones donde no se niegue o minimice las diferencias, sino que se las pueda reconocer y elaborar, en las cuales pueda defender su cuota de participación, colocar libremente los límites que desea y lograr negociar los aspectos significativos de ese intercambio. La psicoterapia debería ser un camino hacia la independencia, la confianza y la autonomía para personas que han sido sometidas a relación de control arbitrario y, en ocasiones, totalitario. Herman (1997) escribe: Ninguna intervención que le reste poder al sobreviviente puede posiblemente colaborar con su recuperación, sin importar qué tanto parece hacerse en función del bienestar inmediato de la persona (p. 133).
El terapeuta que trabaja con la violencia entonces no intenta evadir el tema del poder que le confiere su lugar como especialista. No intenta actuar como si pudiese evitar esa cuota de 156
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poder y administrarla “neutralmente”. Más bien reconoce esa cuota de poder e intenta hacerla lo más transparente posible para la persona que está atendiendo, invitándola activamente a opinar y a negociar todos los aspectos que puedan ser significativos para el otro2. Swartz (2005), quien ha estudiado la influencia de las diferencias de poder de la sociedad en la relación psicoterapéutica en un país con un pasado traumático como los es Sudáfrica, acota que a menudo los restos traumáticos de esas diferencias de poder se captan en lo no-dicho, lo silenciado. Para ilustrar con un ejemplo bien concreto, la distancia entre las sillas en que se sientan el terapeuta y el consultante puede ser negociada. Un terapeuta atento a la desconfianza y miedo que tiene una persona con una historia traumática proveniente de una relación de explotación puede preguntarle si prefiere dejar la puerta del consultorio abierta mientras conversan y si la distancia física entre las sillas es suficiente para sentirse cómodo. Fíjense cómo el terapeuta atento no solo atiende y registra la posible incomodidad en la postura física y los gestos de la persona que asiste a consulta, sino que activamente la invita a hablar sobre los aspectos formales de la relación de ayuda y está abierto a la negociación de los aspectos que pueden ser importantes para el consultante. Esto ayuda a la persona a ir 2 En palabras de Michael White (1995): “En el contexto de la terapia hay una relación de poder que no puede ser suprimida, independientemente del nivel de compromiso que podamos tener con las prácticas igualitarias. Si bien son muchas las etapas que podemos recorrer para hacer más igualitaria la interacción terapéutica, si creemos que podemos arribar a un punto en el que podemos interactuar con las personas que buscan nuestra ayuda de una manera que está totalmente fuera de toda relación de poder, entonces transitamos terreno peligroso. Esa creencia nos permitirá eludir las responsabilidades éticas y morales que nosotros tenemos hacia esas personas que buscan nuestra ayuda pero que ellas no tienen hacia nosotros. Y no creo que debamos permitirnos perder de vista todo eso. Hacerlo serviría para abrir la posibilidad del abuso y la explotación de las personas que buscan nuestra ayuda” (p. 170). 157
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desarrollando la noción de que puede tener algún control sobre las relaciones humanas, además de comunicarle de entrada que el especialista está abierto a escuchar y negociar el trabajo que se va a realizar. El terapeuta que trabaja con personas que han tenido que enfrentar violencia trata de mantenerse consciente del poder que le otorga la relación e intenta hacer un uso consciente y reflexivo del mismo, mientras intenta activamente de negociarlo con el otro. La inclusión de este elemento en la relación terapéutica busca no solo construir cuidadosamente un espacio de confianza en que la persona traumatizada pueda establecer una relación con alguien que le permita explorar su mundo interno, sino que simultáneamente apunta a generar el efecto (¿podremos llamarlo en el funcionamiento político?) de invitar a la persona a expresar sus impresiones, sus necesidades y sus límites en las relaciones humanas. Algunos autores van aún más lejos. Herman (1997) opina que no existe la posibilidad de desarrollar una atención clínica efectiva si no se entrelaza con movimientos políticos que busquen atender las situaciones de desigualdad en la sociedad que contribuyen a producir estos escenarios. Solo en conexión con un movimiento político global que defienda los derechos humanos, afirma Herman, podremos sostener la posibilidad de testimoniar eventos inefables. Esta posición es herencia del movimiento feminista y es defendida por numerosos terapeutas. En Venezuela conozco de un centro que ha intentado desarrollarse por esta vía. La Unidad de Atención a Víctimas de Violencia Basada en Género de la ONG Plafam ha construido un centro de consulta externa para mujeres que están atravesando situaciones de violencia en sus hogares y paralelamente ha desarrollado actividades de participación política que incluyen la asesoría legal a víctimas de violencia, el cabildeo en la Asamblea Nacional a favor de la creación de leyes que amparen a las 158
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mujeres, colaboración en la discusión, redacción de esas leyes y protestas públicas ante eventos nacionales que atentan contra los derechos de las mujeres. Una de las expresiones más originales de iniciativas que conjugan la acción terapéutica con la organización política surgió de la colaboración de un psiquiatra, Marius Romme, y una de sus pacientes, Patsy Hage (Romme y Escher, 2000). Ellos fundaron un movimiento llamado “Escuchando Voces” que organiza a pacientes diagnosticados con esquizofrenia en grupos de trabajo para retomar el control de sus vidas. El movimiento ha buscado repensar las atribuciones que la sociedad y las instituciones de salud mental le adjudican a la esquizofrenia y cómo estas con frecuencia asumen la cronicidad e imposibilidad de recuperación de las personas que la sufren. Sobre la base de numerosas investigaciones han retado las comprensiones tradicionales de la experiencia alucinatoria y han construido una red internacional de apoyo. Lo hacen a través de grupos de autoayuda en que los pacientes discuten, sin presencia de ningún profesional, cómo ha hecho cada uno para lidiar y tratar de continuar con sus vidas a pesar de estar sufriendo de síntomas psicóticos. Asimismo, estos grupos buscan construir redes de apoyo con recursos comunitarios (especialistas, hospitales, fuentes de trabajo, centros educativos) que multipliquen la cantidad de personas sensibilizadas al problema y dispuestas a ofrecer apoyo para ofrecer oportunidades de desarrollar a las personas que padecen estos síntomas. Este movimiento ha recibido cierto reconocimiento formal: la Universidad Metropolitana de Manchester ha organizado algunos encuentros de “Escuchadores de Voces” y profesionales (Totton, 2000). Estas iniciativas buscan, además de ofrecer alivio a los malestares emocionales, proporcionar vías para la construcción de autonomía y autodeterminación. A su vez, transforman el lugar 159
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del terapeuta, de aquel que, en un extremo se limita a aliviar síntomas y atender los conflictos individuales, sin consciencia de los determinantes contextuales relacionados, de aquel que, por otro lado, busca favorecer la construcción de comunidades que puedan repensar, reconstruir e influir en esos determinantes. Estos últimos ejemplos muestran ya instancias en que la psicoterapia se ha unido al activismo político. Eso no significa que yo crea que una psicoterapia tiene que llegar a este tipo de actividades para ser políticamente reflexiva y políticamente eficaz. Estas actividades son una posibilidad que valdrá la pena observar, estudiar y debatir sobre sus consecuencias. Sin embargo, mucho se puede hacer en paralelo, para entrelazar el desarrollo personal con el desarrollo del contexto social y político desde el más íntimo de los escenarios psicoterapéuticos, adoptando una visión reflexiva que tome en cuenta estos elementos.
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CAPÍTULO V
Fundamentos posmodernos para una psicoterapia políticamente reflexiva
En el capítulo II vimos cómo la psicoterapia, siendo un desarrollo tecnológico proveniente de la psiquiatría y la psicología, heredó las creencias, ideales y fundamentos del pensamiento moderno. Cada una de las distintas versiones de psicoterapia importan las concepciones del ser humano y las concepciones epistemológicas de las teorías que las sustentan. Aun cuando ha habido numerosos esfuerzos por iluminar y discutir estas concepciones subyacentes de las distintas corrientes psicoterapéuticas (García de la Hoz, 2000; Kelly, 1966; Klimovsky, 1986; Rychlak, 1981), no es frecuente que la formación clínica se detenga a examinar y discutir estos fundamentos desde los que parte la práctica. Esa desatención oscurece las creencias asumidas por el profesional y dificultan la adopción de una mirada crítica. Es curioso cómo la psicoterapia, que en muchos sentidos puede ser considerada como una actividad centrada en la reflexión, que busca propiciar intercambios que les permitan a las personas regresar a sí mismas y comprender tanto intelectual como afectivamente sus reacciones, preferencias, deseos, conflictos, temores, 161
Fundamentos posmodernos para una psicoterapia políticamente reflexiva
etc., tenga a menudo tantas dificultades para verse a sí misma, para reflexionar sobre sus propios fundamentos. A menudo los psicoterapeutas, en la medida en que van adoptando una perspectiva teórica, van teniendo mayores dificultades para ver los fundamentos (ontológicos, epistemológicos, metodológicos, éticos y políticos), pasando estos mayormente desapercibidos. En un artículo esclarecedor sobre la relación de la filosofía de la ciencia con la psicoterapia, el autor Alvin Mahrer afirma: Mi objetivo es defender la tesis de que, en el campo de la teoría, práctica e investigación psicoterapéutica, las creencias fundacionales han estado y continúan estando esencialmente escondidas, no especificadas, no explicadas, bajo camuflaje y por ende, inmunizadas contra el estudio cuidadoso, el análisis, el examen, el escrutinio, la explicación, el reto constructivo, la posibilidad de mejorarlas, cambiarlas y desarrollarlas. (2000, p. 1118).
Más aún el autor afirma que estas creencias con frecuencia son “contrabandeadas” en la terminología y las prácticas clínicas. Asimismo, propone algunas preguntas para ayudar a que cada practicante haga visibles y examine su propia serie de creencias desde las cuales trabaja. A su vez, el psicoterapeuta y filósofo de la ciencia, Joseph Rychlack (1981, 2000), ha realizado una revisión extensa de las distintas teorías de la personalidad y psicoterapia, analizando los fundamentos epistemológicos desde los cuales cada una de las distintas tradiciones parte para organizar su discurso. Como herramienta conceptual que permite ilustrar las diferencias entre las aproximaciones de tradición positivista y las de tradición fenomenológica, propone lo que él denomina el “modelo lockeano” y el “modelo kanteano” de indagación. Algunas de sus ideas nutren la discusión siguiente. Por otro lado, la estudiosa de distintas aproximaciones psicoterapéuticas Harlene Anderson (1997) propone que las premisas de todas las teorías psicoterapéuticas pueden ser estudiadas dividiéndolas en tres grandes categorías: de la posición del terapeuta, 162
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del proceso psicoterapéutico y del sistema psicoterapéutico. En la primera categoría se analizan: ¿Cuál considera la teoría que es el rol del terapeuta? ¿Su intención? ¿Su responsabilidad? ¿En qué consiste su experticia? ¿Cómo se describe y conceptualiza su relación con el consultante? En la segunda categoría se analiza lo que ocurre en el proceso terapéutico: ¿Cuáles son los objetivos de la relación? ¿Cómo se entiende el proceso de cambio? ¿Qué necesita ocurrir para asegurar que ocurra el cambio? ¿Cuándo ha ocurrido suficiente cambio? ¿Cómo se traslada lo que ocurre en el consultorio a la vida de la persona? ¿Qué tipo de preguntas son consideradas relevantes en la conversación? En la última categoría Anderson examina quién o qué es considerado el foco del tratamiento y cómo se define la membresía a la relación psicoterapéutica. Allí se hace preguntas como: ¿El tratamiento es al individuo o a su familia? ¿El sistema familiar incluye a otros? ¿Cuál es la relación del consultante y el terapeuta con los contextos externos a la terapia? ¿Se incluye o no al terapeuta en el foco del cambio? La psicoterapia, nacida del pensamiento moderno, ofreció un marco para responder a estas preguntas. Como se mencionó anteriormente, el terapeuta desde la perspectiva moderna tiende a ser visto como un observador objetivo, que logra aplicar las verdades provenientes de la ciencia y “descubrir” lo que está sucediendo en el paciente. Esta labor de descubrimiento se expresa claramente a través de la famosa metáfora de Freud que asimilaba la labor del psicoanalista a la del arqueólogo. Aquí el analista es un observador sistemático y perspicaz, que sobre la base de los indicios fácticos que recopila, logra reconstruir una imagen de lo que existió. Es decir, hace un descubrimiento de objetos “reales” que existen en el “mundo psíquico”1. Esta concepción 1 Léase Construcciones en el análisis (1937): “Su trabajo de construcción o, si se prefiere, de reconstrucción, se parece mucho a una excavación arqueológica de una casa o de un antiguo edificio que han sido destruidos y enterrados. Los 163
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de la ciencia, que considera que la realidad es única, tiene una existencia independiente del observador que puede describirla objetivamente y se expresa explícitamente en los escritos de Freud, como por ejemplo en las “Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis” (1933): dos procesos son en realidad idénticos, excepto que el psicoanalista trabaja en mejores condiciones y dispone de más material en cuanto que no trata con algo destruido, sino con algo que todavía se halla vivo, y tal vez también por otra razón. Pero así como el arqueólogo construye las paredes del edificio a partir de los cimientos que han permanecido, determina el número y la situación de las columnas a partir de las depresiones en el suelo y reconstruye las decoraciones y pinturas murales partiendo de los restos encontrados en las ruinas, lo mismo hace el psicoanalista cuando deduce sus conclusiones de los fragmentos de recuerdos, de las asociaciones y de la conducta del sujeto. Los dos tienen un derecho innegable a reconstruir, con métodos de suplementación y combinación, los restos que sobreviven. También los dos están sujetos a comunes dificultades y fuentes de error. Uno de los problemas más arduos que se presenta al arqueólogo es la determinación de la antigüedad de sus hallazgos; y si un objeto aparece en algún nivel o si ha sido llevado a él por algún trastorno posterior. Es fácil imaginar las dudas correspondientes que surgen en el caso de las construcciones psicoanalíticas. Como hemos dicho, el psicoanalista trabaja en condiciones más favorables que el arqueólogo, puesto que dispone de un material que no tiene comparación con el de las excavaciones; por ejemplo, de la repetición de reacciones que datan de la infancia y todo lo que está indicado por la transferencia en conexión con estas repeticiones. Pero además ha de tenerse en cuenta que el excavador trata con objetos destruidos de los que se han perdido grandes e importantes fragmentos, por violencias mecánicas, por el fuego y por el pillaje. Ningún esfuerzo los descubrirá ni los podrá unir con los restos que sobreviven. El único camino que queda es el de reconstrucción, que por esta razón con frecuencia solo puede alcanzar un cierto grado de probabilidad. Pero ocurre algo diferente con el objeto psíquico cuya temprana historia intenta recuperar el psicoanalista. Aquí corrientemente nos encontramos en una situación que en la arqueología solo se presenta en raras circunstancias, como las de Pompeya o las de la tumba de Tutankhamón. Todo lo esencial está conservado; incluso las cosas que parecen completamente olvidadas están presentes de alguna manera y en alguna parte y han quedado meramente enterradas y hechas inaccesibles al sujeto. Realmente, como sabemos, puede dudarse de si cualquier estructura psíquica puede ser víctima de una total destrucción. solo depende de la técnica psicoanalítica el que tengamos el éxito de llevar completamente a la luz lo que se halla oculto.” 164
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El pensamiento científico (...) se esfuerza en mantener alejados los factores individuales y las influencias afectivas; examina severamente la garantía de las percepciones sensoriales en las que basa sus conclusiones; se procura nuevas percepciones imposibles de lograr con los medios cotidianos, y aísla las condiciones de estas nuevas experiencias en experimentos intencionadamente variados. Su aspiración es alcanzar la coincidencia con la realidad; esto es, con aquello que existe fuera e independientemente de nosotros y que, según nos lo ha mostrado la experiencia, es decisivo para el cumplimiento o el fraca� so de nuestros deseos. A esta coincidencia con el mundo exterior real es a lo que llamamos verdad2. (1933/1983, p. 3198)
La concepción de realidad y de verdad que Freud propone en estas líneas está claramente enmarcada en la tradición positivista. Aun cuando podamos dudar seriamente de que haya luego logrado desarrollar una propuesta verdaderamente positivista, no queda mucha duda de que esa era su intención científica. El analista entonces no debe estar influenciado por sus orígenes étnicos, socioeconómicos ni políticos. Debe poder trascender la mirada de su género, sus concepciones religiosas y sus preferencias valorativas. El concebir en estos términos la perspectiva del psicoterapeuta conduce lógicamente a suponer que este tiene una mirada privilegiada, más objetiva, más certera, sobre el mundo psíquico de la persona en tratamiento. En reuniones clínicas he escuchado en distintos momentos (con desconcierto) a analistas intentar calmar las angustias de los psicoterapeutas principiantes diciéndoles que no se preocupen, porque al fin y al cabo ellos saben más de lo que ocurre en el inconsciente del paciente que el mismo paciente, al fin y al cabo, “¡ustedes son los especialistas!”. Stephen Mitchell (1993), psicoanalista norteamericano, ilustra esta manera de pensar: 2 Cursivas son mías. 165
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Como Charles Brenner (1987, p. 169) uno de los defensores contemporáneos más aguerridos de la teoría clásica escribió: “Obviamente la persona que tiene la mejor oportunidad de comprender los conflictos del paciente de manera correcta es el analista del paciente.” (¡No lo es el paciente!) El analista así concebido le entrega estas verdades al paciente y éste, si es capaz de considerarlas de manera abierta y sin resistencia, es transformado por ellas... (p. 41)
Pero estas certidumbres sobre las Verdades descubiertas a través de la psicoterapia se han visto problematizadas por varios desarrollos. La posibilidad de un psicoanálisis anclado en el positivismo ha sido ampliamente revisada. En primer lugar, la multiplicidad de teorías alternativas que permiten enfocar y leer los datos clínicos de tantas maneras distintas obligan a dudar sobre la “veracidad” de los hallazgos del terapeuta. En segundo lugar, la investigación empírica tradicional no ha llevado a la defensa incuestionable de una aproximación teórica, aun cuando ha sido inmensamente útil como insumo para repensar una serie de hipótesis de trabajo. En tercer lugar, la revisión de los fundamentos de la ciencia moderna ha impactado de lleno a la teorización psicoterapéutica y ha guiado a numerosos teóricos a incorporarse a lo que Geertz (1973) denominó “el giro interpretativo”, de las ciencias humanas (Bruner, 1990). En el psicoanálisis esto ha sido expresado por autores como Schafer (1992), que expresa que la concepción freudiana tradicional de una realidad externa al observador, capaz de ser conocida en su esencia, es ingenua y que la teorización psicoanalítica parece más bien mostrar que solo podemos acceder a distintas “versiones” de la realidad. En esta concepción de ciencia, en palabras de Mitchell (1993): “La realidad siempre está mediada por la narración” (p. 58). Sin embargo, muchas de las creencias iniciales han quedado sembradas en el discurso psicológico. Una de las expresiones más claras de la concepción moderna de la ciencia en el psicoa166
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nálisis es la insistencia en una posición “neutral” del analista como regla técnica fundamental3. La definición de la neutralidad de uno de los textos clásicos (Diccionario de psicoanálisis, Laplanche y Pontalis, 1994) muestra la incorporación de este ideal científico del siglo xix a la construcción de esta disciplina. Estos autores escriben: El analista debe ser neutral en cuanto a los valores religiosos, morales y sociales, es decir, no dirigir la cura en función de un ideal cualquiera4 y abstenerse de todo consejo; neutral con respecto a las manifestaciones transferenciales, lo que habitualmente se expresa por la fórmula “no entrar en el juego del paciente”; por último, neutral en cuanto al discurso del analizado, es decir, no conceder a priori una importancia preferente, en virtud de prejuicios teóricos, a un determinado fragmento o a un determinado tipo de significaciones (p. 256).
Esta “neutralidad” con frecuencia lleva a aconsejar al analista a no tomar posición ante dilemas éticos, políticos y sociales en la vida de los consultantes. Solo recientemente se ha comenzado a considerar que intentar la “neutralidad” es, como vimos en el capítulo anterior, un factor de riesgo para las personas que acuden a consulta en situaciones de victimización y, en segundo lugar, una quimera, ya que todo lo que hace o deja de hacer el analista está inevitablemente atravesado por su posición teórica, social y personal. Posiciones psicoanalíticas que no se animan a repensar 3 Ver Coderch: “Freud y los científicos de su tiempo intentaban eliminar el factor subjetivo en las investigaciones, y se afanaban por encontrar leyes universales que lo explicaran todo de una manera objetiva, es decir, de una manera en que la perspectiva particular de cada persona no interviniera para nada. La insistencia de Freud en la neutralidad, abstinencia, anonimato, objetividad, etc., del analista era una forma de subrayar esta rígida separación entre el observador y aquello que es observado.” (2001, p. 33). 4 Cursivas son mías. 167
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la aspiración a la neutralidad, como lo es el caso de Kernberg (1998, 2004) por lo menos han reconocido que ante conflictos políticos la posición neutral parece ser insostenible. Según la opinión de este último autor y basado en las observaciones que hizo en Chile en los años setenta ante los intensos debates políticos en la época de Allende y luego Pinochet, la neutralidad se fundamenta en la suposición de que el analista y la persona que acude a consulta comparten el mismo marco ideológico. Ese supuesto acuerdo de Kernberg a menudo es más bien la cuidadosa evitación de los conflictos políticos que a veces se hace más fácil oscurecer, pero que en algunos momentos históricos se hacen tan evidentes que no hay manera de evitar. La posición “neutral” podría ser peligrosa, porque frecuentemente deriva en una posición conservadora que se alía con el estado actual de las cosas, no favorece la aparición de miradas críticas y alternativas a las condiciones imperantes, por ende, favorece más a aquellos que detentan los lugares de mayor poder5. A Frosh (2007), quien critica inicialmente cómo la neutralidad puede fácilmente “convertirse en un tipo de no emisión de juicios que automáticamente y hasta silenciosamente apoya a las ideologías dominantes” (p. 29), sin embargo, le preocupa que la transformación de la actitud neutral pueda convertirse en el activismo inocente que hace al practicante inscribirse en causas que cree distinguir fácilmente como las correctas y que llevan al adoctrinamiento. Por lo cual intenta resolver los dilemas políticos reinsertando la neutralidad como el deber “político de 5 Ante este peligro Kernberg (2004) recomienda que se preserve la “neutralidad”, pero que al mismo tiempo se procure una actitud “no-convencional”. Qué cosas incluye o no esa “no-convencionalidad”: desde la perspectiva de Kernberg queda vagamente definido. Además, no parece registrar que la “no-convencionalidad” es claramente una sugerencia moral que difícilmente pasa por “neutral”. Pareciera querer defender una posición “neutral” conservadora y una “no-convencional” crítica al mismo tiempo. El problema aparece justo en el lugar donde el autor cree haberlo resuelto. 168
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evitar distorsiones ideológicas y ver al mundo con claridad y no tener miedo de hablar sobre lo que puede ser visto, particularmente con respecto a la justicia y la injusticia, la verdad y su supresión” (p. 35). Pero esa “evitación de distorsiones ideológicas” o “claridad” en palabras de Frosh o “coincidencia ideológica” de la que parte Kernberg parece pasar rápidamente por encima una cantidad de elementos sociales bastante más complejos de jerarquías de poder y posicionamientos dentro de la estructura social. La claridad que recomienda Frosh parece inocente desde la misma perspectiva psicoanalítica e imposible de imaginar desde la perspectiva posmoderna en que el conocimiento viene inevitablemente desde una perspectiva. ¿Cómo asegura el analista que está observando desde una posición que le permite distinguir con “claridad” evitando “distorsiones ideológicas”? La psicología, como se ha dicho, suele dirigir nuestra mirada hacia la ubicación de los problemas dentro del individuo y por ende su resolución, en la cura o readaptación. En una cita que hace Totton (2000) de Ann Kearney se expresa esto de la siguiente forma: Yo sugiero que los asesores, como todo el mundo, son seres políticos con ideologías políticas (...) las cuales tienen consecuencias directas o indirectas en sus clientes (...) El asesoramiento psicológico está informado por una serie de valores políticos y creencias que son parte de la ideología política dominante de la sociedad en la cual ese asesoramiento es practicado (Kearney, 1996).
Ella describe su asombro (...) mientras leo o escucho a lo que claramente representa visiones políticas enmarcadas como formas no políticas. Cuando intentamos ser políticamente neutrales (...) terminamos siendo conservadores (en el sentido de que no cuestionamos el statu quo) (p. 139).
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Refiriéndonos al diálogo terapéutico individual, el terapeuta, ya sea quedándose en silencio o interviniendo, influye en la dirección de la conversación, subrayando y desestimando ciertos temas y contenidos. En palabras del psicoanalista Coderch, inspirado en una revisión posmoderna del psicoanálisis: (...) cada interpretación del analista dirige la atención del paciente en una dirección precisa, dirección siempre enlazada con la personalidad del analista y con las teorías con las que trabaja, y desanima la prosecución de otras direcciones y caminos que también serían posibles. Indudablemente el analista, al interpretar, invita al paciente a ver las cosas –la situación de su mente, las relaciones entre ambos, etc.– de una manera determinada por más que al mismo tiempo intente respetar en lo posible su libertad, y esto no puede ser considerado como neutralidad. Frente a la comunicación del analizado, como frente a cualquier fenómeno, siempre son posibles diversas interpretaciones, y el hecho de elegir una entre ellas también va en contra de nuestra neutralidad, por más que nos empeñemos en ella (2001, p. 185).
Asimismo, afirma: “Perseguir la neutralidad en las relaciones humanas es perseguir un espejismo.” (p. 182). A estas observaciones añaden Gergen y Warhus (2003) las consideraciones de la imposibilidad de la neutralidad de cualquier intervención humana: Desde el punto de vista modernista-empírico la terapia no debería funcionar como foro político, ideológico o ético. El buen terapeuta, como el buen médico, debe observar atentamente lo que sucede, reflexionar cuidadosamente sobre lo que ha observado y no hacer juicios de valor. Sin embargo, esta posición de neutralidad con respecto a los valores ha sido criticada durante años. Szasz (1970), Laing (1967) y otros participantes del movimiento antipsiquiátrico nos han creado consciencia sobre cómo algunos terapeutas bien intencionados pueden contribuir a la opresión. Conjuntamente con Foucault (1979), quien critica los efectos disciplinarios de ciertas prácticas terapéuticas, analistas recientes han atacado
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la manera en que ciertas terapias y categorías diagnósticas promueven el sexismo, el racismo, el individualismo, la opresión de clases, etc. (Cushman, 1990; Hare-Mustin, 1994; James y MacKinnon, 1990). Desde el punto de vista construccionista, una posición de neutralidad también tiene consecuencias éticas y políticas (MacKinnon y Miller, 1987; Taggart, 1985). El trabajo terapéutico necesariamente implica una forma de activismo político y social, se reconozca o no. Y cualquier acto dentro de una sociedad crea su futuro, para bien o para mal (2003, p. 23).
Marie Langer, quien se planteó estos dilemas políticos al atravesar la Segunda Guerra Mundial y la dictadura en Argentina, llegó a la misma conclusión escribiendo: ¿Y la neutralidad del analista? Ya no creemos en ella, como tiempo atrás dejamos de creer en el “analista espejo”(...) Ellos entienden que aislarse y prescindir del proceso histórico social, lejos de constituir una actitud neutral (del analista) es un modo activo de tomar posición (1972, p. 265).
Sin embargo, ha existido desde sus comienzos una tensión dentro de la práctica psicoterapéutica entre las premisas positivistas que sustentaban las principales aspiraciones científicas y una actividad que obliga a los participantes a participar en el mundo de la subjetividad y la interpretación. La psicoterapia ofreció la oportunidad de comenzar a escuchar con detalle y paciencia el mundo íntimo de la vida cotidiana. Freud abrió la posibilidad de pensarnos de manera novedosa, de registrar durante años las vidas privadas de las mujeres que atendió y la proliferación de la psicoterapia legitimó la indagación del mundo subjetivo. La incomodidad de una técnica que aspira al reconocimiento de la tradición científica moderna y un oficio insertado dentro de la subjetividad, sometido a un intercambio interpretativo generó incomodidad en muchos de los teóricos principales. Freud está claramente cruzado por una búsqueda heredada del romanticismo (y que se evidencia en sus influencias literarias, como
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Goethe) de las profundidades y las esencias del alma humana, y una formación médica positivista que aspiraba al progreso a través del descubrimiento de las leyes universales de la naturaleza. Las revisiones críticas del positivismo comenzaron a abrir espacio para repensar estos dilemas, especialmente con la introducción del pensamiento fenomenológico y existencialista en la teorización clínica (May, Angel y Ellenberger, 1967; Zumbalawe, 1996). Sin embargo, hasta en los psicólogos que propusieron aproximaciones fenomenológicas continuó observándose la tensión. Asimismo, la investigación científica académica conservó una distancia crítica de la práctica psicoterapéutica, frecuentemente evaluándola como poco científica, demasiado subjetiva, demasiado influida por múltiples circunstancias locales, para lograr extraer conclusiones objetivas. El terapeuta de familia Marcelo Pakman escribe: El terapeuta viciado por el pecado original de ser un actor social comprometido a responder a demandas de sus “clientes”, trató con frecuencia de emular al investigador en su aspiración por acceder a esa posición de “objetividad”, que por tanto tiempo fuera la garantía del rigor científico. A pesar de ese intento de emulación, el mundo de la “investigación académica” suele mirar con desconfianza a ese fiel seguidor (en sus intenciones) de los supuestos teóricos objetivistas que llegaba, sin embargo, al laboratorio, manchado con el barro, la sangre y el fuego de la trinchera clínica. La investigación pertenecía al mundo académico, más objetivo e impersonal de las ciencias básicas: la intervención, pese a sus aspiraciones objetivistas, al campo encarnado, más subjetivo y personal de la práctica social (1995, p. 360).
Las premisas ontológicas y epistemológicas del positivismo siguen ocupando un lugar central en muchos de los esfuerzos investigativos que se realiza actualmente en la psicoterapia. Más aún el paquete de creencias fundacionales que proveen al ejercicio científico siguen colándose en los razonamientos clínicos 172
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de terapeutas que no se han tomado el tiempo para identificar las premisas filosóficas desde las cuales ejercen su oficio. Sin embargo, las revisiones posmodernas del pensamiento científico han ido abriendo el camino para proponer fundamentos alternativos que permiten construir versiones distintas de los objetivos y estrategias del quehacer psicoterapéutico. Paulatinamente, a lo largo del siglo xx, numerosos pensadores comenzaron a entender al psicoanálisis y otras expresiones del pensamiento psicoterapéutico como un oficio anclado en el lenguaje y por ende una corriente (o numerosas corrientes) dedicada a la construcción de versiones interpretativas de la realidad. Este giro implicó, por un lado, comenzar a concebir las teorías no como un mapa que logra una correspondencia fotográfica con la realidad, sino como una serie de herramientas simbólicas y metafóricas que sirven para darle sentido a la experiencia. Por el otro, se legitimó la posibilidad de contar con versiones interpretativas alternativas de la realidad, cada una con sus ventajas y desventajas, así como sus focos preferidos de aplicación. Concebir las teorías desde esta nueva perspectiva ha implicado una serie de cambios importantes en la manera de entender nuestro lugar como terapeuta, así como la naturaleza de la relación psicoterapéutica y el cambio. El analista pasó de ser concebido metafóricamente como un arqueólogo a comenzar a ser caracterizado frecuentemente como un traductor. La relación pasó de la de un experto indagador que hurga como Sherlock Holmes entre las asociaciones libres dejadas en la escena del crimen, a ser un hábil conversador que facilita, a través de un diálogo construido entre las dos partes, la construcción de nuevas perspectivas de reflexión. Estas nuevas perspectivas o narraciones no “descubren” las verdaderas causas de la dinámica de la personalidad, sino que ofrecen herramientas para explorar con 173
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más libertad el pasado, tienden puentes desde el lenguaje para reaprehender vivencias que no habían podido ser integradas y construir opciones de vida menos constreñidas y más autónomas. En palabras de uno de los revisionistas más lúcidos de las aproximaciones modernas a la teorización psicoterapéutica, Kenneth Gergen (1992), escribe: Examinemos, por último, las implicaciones terapéuticas del posmodernismo. Las prácticas terapéuticas tradicionales, regidas por el romanticismo y el modernismo, situaban al terapeuta en el papel del experto que evalúa el estado de la mente del individuo, discrimina sus represiones, conflictos, falsas ideas o aberraciones cognitivas, y corrige tales fallos a través de la terapia. Con el posmodernismo, no solo corre peligro la pericia del terapeuta para tratar la enfermedad mental, sino que pierde credibilidad la propia realidad de un “paciente” cuya mente debería ser “conocida y modificada”. El individuo es considerado, más bien, como participante en múltiples relaciones, y su “problema” solo es un problema a raíz de la forma en que es construido en algunas de ellas. El desafío para el terapeuta es facilitar la reinterpretación del sistema de significados en el cual se sitúa ese “problema”. Debe entablar un diálogo activo con los que sustentan la definición del problema, no en calidad de clarividente, sino como copartícipe en la construcción de nuevas realidades (p. 314).
Gergen propone igualmente que la revisión posmoderna, además, implica la disolución de la visión moderna del sí-mismo. Concepto central en muchas de las miradas clínicas, el siglo xx produjo montones de textos y prácticas para “conocerse a sí-mismo”, “descubrirse”, “ser más auténtico”. Toda esta manera de comprendernos implica la mayoría de las veces la creencia de una esencia básica de nuestro ser que espera ser, finalmente, encontrada. La visión posmoderna, que, como hemos visto, propone el acceso a múltiples versiones de la realidad, diluye por lo tanto la posibilidad de tener acceso a una lectura definitiva de quiénes somos y propone en cambio que lo que podemos 174
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hacer es tener acceso a múltiples relecturas e interpretaciones de nuestras vidas. Interpretaciones que se construyen a través de las relaciones interpersonales, con distintos espacios culturales y distintas consecuencias. El psicoanalista inglés, Adam Phillips (2000) lo expresa de esta manera: La alternativa (a la visión moderna) es la extrañamente plausible posibilidad de que no existe un texto original, un sí-mismo esencial; sino que solo existe una serie innumerable de traducciones de traducciones, versiones preferidas de nosotros mismos, pero no versiones verdaderas. De manera que no necesitamos intentar acercarnos a nuestro yo verdadero –o tratar de ser cada vez más auténticos– sino más bien estar disponibles para ser retraducidos cuando sufrimos y deseamos. Y que necesitamos no solo sufrir las redescripciones que los demás hacen de nosotros, sino que también podemos disfrutar algunas de ellas, y estar interesados en el hecho de que eso es lo que hacemos los unos con los otros... No hay ningún yo original, privilegiado, verdadero con el cual contrastar las traducciones; pero sí me puedes preguntar qué pienso yo de la descripción que me estás ofreciendo de mí mismo. No tengo, sin embargo, el texto original frente a mí para revisar tus (o mis) descripciones. Soy como un territorio sin mapa; o un territorio que está siempre siendo cartografiado a través de distintas impresiones (p. 144).
Como se puede ver, la concepción del ser humano ha sufrido una modificación importante desde esta perspectiva. Ahora comienza a verse al hombre como una persona insertada en una red de relaciones, co-construida a través del diálogo, de las múltiples interpretaciones que le ofrece su espacio cultural. De la mano con lo anterior va el hecho de que el acceso a la realidad ahora es concebido como mediado inevitablemente por la teoría, de manera que esta se nos presenta múltiple y construida. La relación entre el terapeuta y el que busca su ayuda empieza a desplazarse de una relación entre un experto conocedor y un 175
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objeto a ser conocido, hacia el establecimiento de un encuentro entre dos perspectivas, una desarrollada a través del estudio sistemático de las teorías existentes y la práctica profesional, y la otra a través de la vivencia personal y el grupo cultural de donde proviene. El proceso interpretativo comienza a transformarse en diálogo y co-construcción. Llegar a la Verdad Última comienza a aparecer como fantasía. El crítico literario Steiner nos aclara: Lo que todos los grupos deben recordar es esto: los juegos del significado no pueden ser ganados. Ninguna pieza de trascendencia, seguridad, espera al jugador más hábil e inspirado (...) Las Tablas de la Ley, que Moisés rompió en un momento de lucidez deconstruccionista, no pueden ser juntadas de nuevo (1984, p. 127).
George Kelly es quizás el pionero principal en la incorporación de revisiones epistemológicas en las teorías de la personalidad y la psicología clínica6. Con una formación académica variada entre las que destaca sus estudios de matemática y teatro, desarrolló sus ideas relativamente en aislamiento. Esta combinación le permitió desarrollar una mirada original sobre los problemas de la personalidad y la clínica. En su libro Teoría de la personalidad (1966) esbozó no solo una aproximación novedosa a ese tema, sino que además incluyó toda una revisión epistemológica. Habiendo revisado las aproximaciones psicoanalíticas, conductistas y humanistas a la psicología, estableció la analogía con las transformaciones que venían sucediendo en las ciencias duras. Consideró que, usando la geometría como ejemplo, se puede proponer teorías contrarias (como en el caso de la geometría euclideana y no euclideana) que, sin embargo, sirven alternativamente para atender a distintos ámbitos de los fenómenos estudiados. 6 Larsen y Buss (2005) consideran que Kelly: “se adelantó a su tiempo. Fue posmoderno antes de que el posmodernismo se hiciera popular.” (p. 388). 176
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Esa revisión lo llevó a postular el “Alternativismo constructivo”, una propuesta epistemológica que invita no a una aproximación ecléctica en la cual se mezclan distintas aproximaciones, sino más bien a una aproximación alternativa. Se puede observar un mismo fenómeno utilizando como apoyo ciertas premisas que en consecuencias ofrecen una lectura del objeto de estudio, pero luego se puede adoptar otra serie de premisas y obtener así una lectura alternativa. Cada teoría ofrece una ventana desde la cual podemos obtener una perspectiva del fenómeno humano. No puedo pararme en dos ventanas a la vez, pero sí lo puedo hacer alternativamente. En palabras de Kelly: Partimos de la base de que siempre hay posibilidad de escoger construcciones alternativas, al tratar con el mundo. Nadie necesita quedarse clavado en un rincón; nadie necesita quedar completamente apartado por culpa de las circunstancias; nadie necesita ser víctima de su propia biografía. A esta posición filosófica la llamamos alternativismo constructivo (p. 29).
Otra de las áreas clínicas que propulsó estas revisiones fue el área de la psicoterapia de familia. La oportunidad de trabajar simultáneamente con distintos relatos que ofrecen versiones y perspectivas distintas a una realidad compartida, subrayó la existencia de construcciones alternativas de un mismo hecho. El terapeuta, enfrentado a un grupo humano con interpretaciones diversas, no puede ya aspirar a la construcción de una versión última y definitiva de la problemática, sino más bien conseguir la manera de convivir con distintas visiones. Se hace evidente que es ingenuo pensar que una psicoterapia familiar puede concluir con el descubrimiento del “verdadero” relato de lo que sucede en el grupo. En cambio, la psicoterapia puede ayudar a ese grupo humano a “aceptar la responsabilidad epistemológica de la existencia de significados múltiples y abrirse más a la flexibilización del sistema de construcción de significados y de conducta” (Niemeyer, 1993, p. 228). 177
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La revisión crítica de la concepciones de género, lo que se consideraba la “naturaleza” de lo femenino y lo masculino, contribuyó a estas mismas revisiones. Cuestionando la existencia de una sexualidad “natural” y proponiendo, en cambio, la existencia de diversas construcciones culturalmente ancladas de lo que es ser hombre o ser mujer. Lo mismo sucedió con los diagnósticos psiquiátricos. También se comenzó a comprender las etiquetas diagnósticas no como enfermedades, entidades reales, externas, directamente asequibles a través de nuestras herramientas de observación, sino más bien como construcciones sociales, influidas por una visión de lo que se considera una buena vida y una vida desviada o trastornada. Así por ejemplo, un grupo de psicoanalistas propuso en los años ochenta al “trastorno de personalidad masoquista” como una entidad diagnóstica a ser incluida en el DSM (Diagnostic and Statistical Manual for Mental Disorders). Esta propuesta se topó con una serie de críticas de los grupos feministas que argumentaron que era una etiqueta que iba a volver a oscurecer los componentes culturales, sociales y políticos responsables por la existencia de los desequilibrios de poder en las relaciones de pareja e iba a volver a colocar la responsabilidad de la victimización en los hombros de las mujeres. Un debate extenso siguió, llegando al acuerdo de cambiarle el nombre por trastorno de personalidad de autode� rrota, estableciendo como criterio de exclusión que el diagnóstico no puede colocarse cuando los hallazgos clínicos aparecen bajo una situación de abuso físico, sexual o psicológico y colocando el diagnóstico en el apéndice como una etiqueta aún bajo estudio (Fiester, 1995; Herman, 1997; Widiger, 1995). En esta misma línea, el psicoanalista Adam Phillips (2000) hace una crítica lúcida tanto de los conceptos de normalidad como de desarrollo, argumentando que en ambos subyace una creencia en la existencia de una esencia natural de lo humano desde la cual 178
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podemos evaluar sin ambigüedad lo adecuado y lo desviado, lo normal y lo anormal. En sus palabras, el concepto de “patología implica la convicción de que existe una Edición Estándar” (p. 206) y propone como sustituto a los conceptos de patología el de “mundos preferidos”. Haciendo una clara alusión a la posibilidad de construcciones de versiones alternativas de lo que es normal y anormal dentro de la conducta humana. Así la psicoterapia comienza a hacerse eco del giro interpretativo que venía apareciendo en las ciencias humanas. Harlene Anderson (1997) caracteriza las modificaciones que sufre la concepción de la psicoterapia, a través de la incorporación de una mirada posmoderna. Menciona, entre otras, el cambio de una visión del terapeuta como un conocedor que está seguro de lo que él o ella sabe a uno que no conoce y considera al conocimiento como un proceso en desarrollo; de un terapeuta que opera desde un conocimiento privado y privilegiado a uno que es público, comparte y reflexiona sobre sus presunciones; de un terapeuta que es un conocedor experto sobre cómo deberían vivir las vidas las personas a uno que es experto en la construcción de espacios de diálogos reflexivos; de una relación psicoterapéutica entre un experto y alguien que no lo es a la de una relación de colaboración; de un sistema de individuos, parejas o familias a un sistema de individuos relacionados a través del lenguaje; una psicoterapia que cree en la existencia de un sí-mismo esencial a la de una terapia que considera que las personas poseen sí-mismos relacionales, múltiples, construidos lingüísticamente. Obsérvese cómo Schafer expresa las mismas ideas dentro de una línea psicoanalítica de exploración, en este resumen reseñado por Coderch (2001): Leary (1994) resume los rasgos posmodernos en la obra de Schafer de la siguiente manera: 1) el psicoanálisis se ocupa primordialmente del lenguaje y
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de sus equivalentes; 2) la experiencia subjetiva, la realidad objetiva y los selfs son construcciones efectuadas a través del lenguaje; 3) las narraciones cotidianas, de aquello que acaece cada día, podrían explicarse con otras palabras y no representan sucesos reales del mundo; 4) la noción de un self unitario queda desplazada por la noción de que hablamos de narraciones útiles en torno a múltiples selfs, en cuanto a conducir nuestros asuntos (p. 54).
Lo que el analista hace, en cierto sentido, cambia sutilmente, y en otro, lo hace de manera radical. Por un lado, el psicoterapeuta continúa, como desde la perspectiva moderna, leyendo, interpretando desde sus teorías el material que la persona que acude a su consulta trae. Pero, por el otro, ya no es un observador neutro que tiene la posibilidad de llegar a la interpretación “verdadera”, sino que ofrece su perspectiva, buscando a través de esta abrir espacio para nuevas reflexiones, nuevas maneras de sentir y enfrentar la vida. Mitchell (1993) escribe: La naturaleza de la relación analítica y del proceso analítico cambia profundamente cuando uno define su tarea como un colaborador en el desarrollo de una narración personal en vez de un científico que está descubriendo hechos (p. 75).
A su vez Phillips (2000) afirma: Existe una gran diferencia entre un analista que le dice a su así llamado paciente lo que su sueño significa y otro que comunica lo que el sueño le hizo pensar a él (p. 146).
Aportes para una psicoterapia capaz de abordar lo político
¿Cómo se enlazan estas revisiones con nuestro tema central? ¿Qué avenidas nos ofrece esta revisión metateórica a la articulación de herramientas psicoterapéuticas para el campo de lo político? 180
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
En primer lugar, la revisión posmoderna tiene la bondad de restarle peso al pomposo aparato científico. Sin dejar de admirar las herramientas de pensamiento y observación que nos ha legado, podemos, sin embargo, apreciarla ahora sin adoración. Podemos elaborar la idealización moderna del aparato científico y utilizarla con precaución y con una visión crítica, sometiendo sus hallazgos a debate en cada uno de los contextos en que se pretende aplicarlos. La revisión posmoderna ha contribuido en general a restarle peso a la gravedad de los grandes relatos de la modernidad. Las teorías políticas que prometían predecir las leyes de la historia y que condujeron al asesinato sistemático sobre la base de teorías “científicas”, son miradas ahora con un ojo más escéptico. Esto, de por sí, ya tiene un efecto político, bajando a la ciencia del pedestal e insertándola de nuevo en un diálogo social que obliga al debate y a la duda. En palabras del psicoterapeuta de familia Pocock: Algunos emperadores romanos tenían esclavos cuyo trabajo era susurrarles ocasionalmente al oído “no eres un dios”, en un intento –a veces inútil– de evitar que la autoridad absoluta de su rol los enloqueciera. Nosotros necesitamos la crítica que representa la posmodernidad para que cumpla la misma función ante nuestras tendencias omnipotentes y omniscientes (1995, p. 154).
Esta mirada precavida del discurso científico se traslada asimismo al consultorio. La lectura del terapeuta debe, desde esta perspectiva, ser tomada con cuidado, como una perspectiva, no como la última palabra. Como no es la última palabra, entonces permite entrar en diálogo, permite invitar a la otra persona a participar en la construcción conjunta de las nuevas perspectivas. Se busca encontrar un terreno común, una “fusión de horizontes”. Esto implica entonces también el intentar restarle autoridad a la voz del terapeuta. Si bien el terapeuta sigue ejer181
Fundamentos posmodernos para una psicoterapia políticamente reflexiva
ciendo un lugar privilegiado y favorecido en términos de control y poder de la relación, este poder ahora es más consciente y se intenta someter al diálogo y a la negociación. El terapeuta se ve obligado a revisar sus interpretaciones, no solo para ver si calzan coherentemente con las teorías desde donde surgen y cuán influidas están o no por su contratransferencia, sino también para reflexionar sobre los condicionamientos sociales y políticos que influyen en ella. El terapeuta posmoderno se enfrenta con la disolución de la ansiada neutralidad y se “sitúa” asumiendo no solo su biografía y sus conflictos personales imbricados inevitablemente con su ejercicio, sino también su ubicación contextual (económica, política, social). Los psicólogos clínicos Efran y Libretto (1997) escriben: Si hay un “mensaje” para los psicoterapeutas en la filosofía constructivista, es que la pasividad y la neutralidad son autoengaños que solo sirven para obscurecer las pautas de influencia (Efran y Clarfield, 1992). Los profesionales constructivistas están obligados a dar a conocer sus preferencias (al menos para sí mismos) y a asumir plena responsabilidad por los actos resultantes (p. 71).
Asumir la influencia inevitable de estos elementos no le hace la vida más fácil, sino más difícil. Ahora se ve obligado a reflexionar continuamente sobre sus presunciones y a buscar perspectivas alternativas que lo ayuden a revisar estas dimensiones. El terapeuta posmoderno sostiene que la relación psicoterapéutica implica un ejercicio de poder y por ende debe ser atendida en las consideraciones del trabajo conjunto. En palabras de Totton (2000): Yo sugiero que en vez de intentar desesperanzadamente eliminar los conflictos de poder de la relación terapéutica, los coloquemos en todo el centro: destaquemos la lucha entre el terapeuta y el cliente sobre la definición de la realidad, para desnudarla a nuestras miradas y así convertirlo
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Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
en uno de los temas centrales del trabajo. Esto es solo una manera de trabajar la transferencia y la contratransferencia. Significa que, enfrentados con demandas conflictivas, hacemos lo que mejor se puede hacer con eso en tales situaciones: negociamos. Esta negociación de las realidades (en que “negociación” también implica atravesar terrenos peligrosos y difíciles), diría yo que constituye una práctica viable y auténticamente psico-política (p. 147).
Desde el psicoanálisis, Coderch (2001), y asumiendo explícitamente una perspectiva posmoderna, también insiste en la negociación de la relación terapéutica: Creo que todo lo que he venido diciendo nos introduce, insensiblemente, en el despliegue de la negociación en el diálogo analítico. La mutualidad de reconocimiento da lugar a que la relación paciente-analista sea una relación negociada. Es bien evidente que es negociada en los aspectos externos del setting: el espacio, los días, las horas y en la responsabilidad económica. Y también es negociada la metodología general de las entrevistas, en el sentido, más formal, de que se espera que el paciente exprese con total libertad aquello que observa en su mente y aquello que desea comunicar. Y también se espera que el analista intentará dar un sentido a la comunicación del paciente y promover la comprensión de aquello que tiene lugar en la mente de este (...) Entre lo que se negocia en un proceso analítico se halla, por ejemplo... el clima emocional: ¿la relación será afectiva y cálida?; ¿fría y distante?; ¿de tipo modelo médico o pedagógico?; ¿autoritaria o tolerante?; ¿este clima se desenvolverá con una actitud pasiva por parte del paciente?; o, por el contrario, ¿será el analista quien soportará pasivamente la agresividad del analizado?; ¿predominará la reciprocidad y la colaboración, o bien cada uno de los dos intentará imponer sus puntos de vista? Todas estas posibilidades se van negociando sin interrupción desde el primer contacto entre paciente y terapeuta (p. 243).
La posición del terapeuta se ha transformado. Esta perspectiva exige que el terapeuta sea más reflexivo, menos autoritario, más capaz de negociar los parámetros de la relación y 183
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de los significados construidos y finalmente, más transparente. Muchos han llamado a esto una posición de colaboración (Anderson, 1997; Gergen y Warhus, 2003; Strong, 2003). Esto no elimina los aportes del terapeuta, no lo hace igual a cualquier otro compañero de colaboración, lo que sí deja de ser es el experto de cuál es el significado último de los contenidos trabajados7. Su experticia, en cambio, reside en la capacidad de abrir un espacio reflexivo, de preguntar de una manera que facilite la exploración, de escuchar con la misma sintonía emocional que tradicionalmente se ha pedido, pero quizás con más tolerancia a la ambigüedad de los significados y de tener la capacidad de ofrecer perspectivas que provoquen (siguiendo a Phillips), más que interpretaciones que informen. Gergen (2003) escribe: Esto no significa que el terapeuta carece de habilidades valiosísimas que aporta a la relación; significa que estas habilidades no se deben a que sea un experto en los relatos explicativos y descriptivos que hace de la terapia. Su habilidad radica más bien en saber cómo y no en saber qué (...), en su fluidez dentro de la relación, en su capacidad de colaborar en la creación de nuevos futuros (p. 22).
Jerome Bruner (1990) propone que esta manera de hacer psicología implica una aproximación democrática en la concepción del poder que le otorga su oficio. Esto significa que el psicólogo está dispuesto a mantener una mente abierta a distintas perspectivas, la capacidad para negociar los significados tomando en cuenta esas visiones distintas, sin perder el compromiso con las posiciones personales. Exige que nos hagamos conscientes de cómo llegamos a saber lo que sabemos y lo más consciente posible sobre los valores que nos llevan a construir 7 Adam Phillips (2000) critica la imposición de interpretaciones escribiendo: “Redescribir a alguien sin necesidad de consultar la confirmación de nuestra redescripción, o sin importarnos su respuesta, es claramente una estrategia de control, si no una estrategia abierta de autoritarismo” (p. 140). 184
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nuestras perspectivas. Finalmente, esto nos exige ser responsables y expuestos auditables por lo que sabemos. De nuevo, no implica la búsqueda de una relación sin un diferencial de poder, sino la construcción de vías para reflexionar ese diferencial y someterlo a evaluación. Michael White (1995) cita a Foucault para ilustrar este punto: Yo no creo que pueda haber una sociedad sin relaciones de poder, si se las entiende como medios por los cuales los individuos tratan de conducir, de determinar el comportamiento de los otros. El problema no es tratar de disolverlas en la utopía de una comunicación perfectamente transparente, sino darse a uno mismo las reglas de la ley, las técnicas del manejo y también la ética, el ethos, la prácticas del yo, lo que permitiría que estos juegos de poder fueran jugados con un mínimo de dominación (1988; c.p. White, p. 179).
En el prólogo que Lynn Hoffman escribe para el texto sobre una aproximación posmoderna a la psicoterapia de Harlene Anderson (1997), esta autora escribe: Una voz terapéutica que retiene su impulso a controlar, que evita la imposición de una comprensión superior y permite que emerjan soluciones mutuamente construidas me parece una práctica de naturaleza altamente política. Tal voz asume que solo puede contribuir al fortalecimiento de los demás traicionando su propia identidad profesional –es decir, “cediendo poder” (p. xv).
En varias expresiones anteriores se ha colado no solo la disminución del énfasis moderno en el saber, sino el descubrimiento de las bondades del no saber. Ante una realidad (psicológica) que permite varias lecturas y relecturas, tenemos la posibilidad de encontrar valor en la indefinición y la duda. El lenguaje moderno, adepto a colocar etiquetas y nombrar la realidad, se queda en ocasiones satisfecho con ofrecer el nombre técnico para un padecimiento, como si se hubiese “descubierto” algo con solo nombrarlo. En el enfoque posmoderno, se ve ahora con 185
Fundamentos posmodernos para una psicoterapia políticamente reflexiva
cierto escepticismo estos descubrimientos, que en ocasiones se parecen más a bautismos de fe. Desde la postura posmoderna se toma con cuidado las posiciones que aseguran tener la verdad última y que tienen dificultades para plantearse alternativas. Se prefiere maneras de conversar que permitan considerar perspectivas múltiples. De nuevo, en palabras de Phillips (2000): “Palabras que nos inspiren porque se resisten a convertirse en fetiche, porque no se han convertido en propaganda” (p. 27)8. Este mismo autor retoma el uso que el psicoanalista Bion hace del pensamiento del poeta, John Keats, al considerar que el analista, como el poeta debe desarrollar la “capacidad negativa”, es decir, la capacidad de estar en la incertidumbre, el misterio, la duda, sin la necesidad de salir corriendo a buscar los hechos, las teorías y la razón; la capacidad de esperar. Esta espera es necesaria para dar espacio al proceso paulatino de construcción de una visión novedosa y compartida. O mejor remitámonos a 8 La siguiente cita de George Kelly ilustra algunas de las intuiciones adelantadas que se acercan mucho a las propuestas constructivistas y construccionistas sociales actuales: “Las etiquetas del lenguaje, por ejemplo, una vez que se las ha colocado en los constructos, tienden a reducir o estrechar su utilización. Las matemáticas son un sistema particular de lenguaje que parecen tener el mayor efecto de exactitud. Por supuesto, se supone que las matemáticas son lógicas, también, pero este es otro asunto. La exactitud reductiva puede ser o no puede ser una cosa buena. Lo mismo puede ser el lenguaje. Ciertamente hay momentos en psicoterapia en los que los convencionalismos del lenguaje se entrecruzan con los esfuerzos del paciente y hay otros momentos en los que establecen justamente la base que necesita para ampliar su exploración de lo desconocido. Pero también existe un constructo impreciso. La incoherencia de los sueños que uno intenta recordar por la mañana es un buen ejemplo. El lenguaje puede jugar un buen papel en tales sueños pero normalmente no consigue hacer un constructo exacto (...) Un constructo exacto tiende a ser frágil, y se mantiene firme o es echado por tierra por el resultado de las predicciones que invoca. Es imposible casi comprobar un constructo impreciso, o para expresarlo mejor, un constructo utilizado con imprecisión. En un sentido amplio parece aplicarse a casi todo –o a casi nada– de lo que ocurre (...) El ciclo de la creatividad que imaginamos es el que utiliza a la vez la exactitud y la imprecisión de una forma coordinada” (1987, p. 49). 186
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Cortázar, que en su búsqueda constante de renovar la literatura nos recuerda que “a veces ayuda darle muchos nombres a una entrevisión, por lo menos se evita que la noción se cierre y se acartone” (1963, p. 404). En ocasiones el cierre de una noción ayuda a brindar seguridad y un marco de referencia, pero en otros casos el cierre implica la imposición de una palabra última y el final definitivo de la conversación. En la misma línea Mitchell (1993) escribe: Mientras las generaciones anteriores de psicoanalistas se enorgullecían de saber y de tener la valentía de conocer, la generación actual de autores psicoanalíticos tienden cada vez más a subrayar el valor de no saber y del coraje que requiere. Un coro creciente de voces de tradiciones psicoanalíticas muy distintas enfatizan la complejidad enorme y la ambigüedad fundamental de la experiencia (p. 42).
Una posición de no saber no significa desechar el conocimiento psicológico que hemos recopilado a lo largo de los años. Más bien se refiere al rechazo de las visiones totalizadoras, a evitar activamente la imposición de nuestras interpretaciones, a la colonización teórica9. Una de las propuestas posmodernas para mantener vivo el lenguaje y evitar su fetichización es la búsqueda activa de incorporación de distintos discursos, la ruptura premeditada de los círculos cerrados de profesionales, para evitar que se enquisten las perspectivas y los lenguajes, para favorecer la continua aparición de perspectivas divergentes que promuevan la revisión de la mirada. Esto se traduce en la práctica en la incorporación activa de personas con distintos orígenes culturales, distintas formaciones en los equipos de trabajo, como por ejemplo, equipos con psicólogos sociales, clínicos, psiquiatras, médicos con otras especializaciones, abogados, trabajadores sociales; el 9 Anderson (1997) explica: “No saber, como Jacques Derrida (1978) dice, ‘no significa que no sabemos nada, sino que estamos más allá del conocimiento absoluto’” (p. 137). 187
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trabajo entre psicólogos con distintas orientaciones teóricas y la incorporación activa de las personas que atendemos y de las comunidades con que trabajamos en la discusión de casos, planificación del trabajo, revisión de las políticas institucionales, evaluación de la calidad del servicio, etc. A su vez, el terapeuta Strong (2000), tomando prestada la noción de fronteras de Jean-François Lyotard, propone que el terapeuta debe buscar activamente colocarse en las fronteras de distintos discursos, es decir, en aquel lugar donde “el terreno conversacional no le pertenece a nadie” (p. 166). Las reuniones clínicas son un buen ejemplo. Generalmente, en su formato tradicional, se las realiza entre profesionales de una misma corriente de pensamiento, donde hay acuerdos tácitos en ciertas perspectivas asumidas y con frecuencia la jerarquía que existe dentro de esa estructura organizacional invita a que ciertas interpretaciones tengan más peso y funjan de última palabra con que se suele cerrar estos intercambios. El encuentro posmoderno invita a construir lugares en que los profesionales tienen obligatoriamente que negociar sus interpretaciones. Incorporar a las personas que atendemos en estas conversaciones siempre es una buena manera de abrirse a nuevas perspectivas, de brindar la oportunidad que otros nos observen en nuestro proceso de construcción de interpretaciones y también compartan su opinión. De manera creciente se vienen incorporando los usuarios de los servicios de salud mental y atención comunitaria en las conversaciones de los profesionales. Esta tendencia apunta a la incorporación de la perspectiva local, a la apertura al cuestionamiento y negociación de la autoridad de los profesionales y, finalmente, a fomentar la transparencia de las intervenciones. Los miembros de una comunidad pueden sospechar acerca de la agenda política oculta de los profesionales que se acercan a trabajar en esos espacios. Abrir algunas reuniones a miem188
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bros de la comunidad ayuda a que se hagan ellos mismos una idea de nuestras intenciones y, simultáneamente, sirve para que nos señalen algunos prejuicios o simplismos que son difícilmente reconocibles para nosotros mismos. Dentro de esta búsqueda de transparencia, el desarrollo llevado a cabo por Tom Andersen en el área de la terapia familiar es pionero. Él propuso el “equipo de reflexión” en el que los profesionales, después de observar una sesión de terapia familiar detrás de una cámara de gessel, intercambian lugares con la familia, para que esta pueda ahora observar a los profesionales conversando y pensando en torno a lo que observaron durante la sesión. Esta intervención, típicamente posmoderna, no invierte el lugar de poder del terapeuta, pero sí lo hace más público, más transparente, lo somete al debate y le muestra a la familia cómo dentro de un equipo surgen varias lecturas y perspectivas de la problemática familiar. Aquellos que han participado en este tipo de grupos pueden atestiguar la potencia que este tipo de intervención tiene para posibilitar un trabajo con múltiples interpretaciones simultáneas y construir una alianza entre los profesionales y la familia en un trabajo conjunto. Andersen (1996) describe los razonamientos a través de los cuales planteó este arreglo terapéutico: (...) empezamos a preguntarnos por qué nos separábamos de la familia durante las pausas en las sesiones. ¿Por qué les escondemos nuestras deliberaciones? ¿No podríamos, acaso, permanecer con ellos y permitir que vieran y oyeran lo que nosotros hacíamos y cómo trabajábamos nosotros sobre el tema? Tal vez si les dábamos acceso a nuestro proceso les resultaría más fácil encontrar sus propias respuestas. Al principio no nos atrevíamos a “hacer públicas” nuestras deliberaciones porque pensábamos que el lenguaje que usábamos contendría muchas ‘malas palabras’. Bien podría suceder, por ejemplo, que un miembro del equipo dijera: “¡Me alegro de no pertenecer a una familia con una madre tan charlata-
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na!”; o bien “¿Cómo será estar casada con un hombre tan obstinado?”. Pensábamos que era inevitable que en nuestras conversaciones aparecieran expresiones de ese tipo, y que aparecerían en presencia de la familia. Sin embargo, y a pesar de todas nuestras aprensiones, un día de marzo de 1985 pusimos en práctica la idea. Ese día, un equipo que había seguido la conversación desde atrás del espejo de una sola dirección, les propuso a las personas que participaban de la conversación terapéutica (una familia y un entrevistador) que escucharan nuestra conversación. Dijimos que hablaríamos sobre lo que habíamos pensado mientras escuchábamos la conversación que acababa de tener lugar. Mis temores resultaron injustificados: las “malas palabras” no aparecieron, y nosotros no tuvimos que esforzarnos para evitarlas (pp. 80-81).
Algunas propuestas de la investigación cualitativa también apuntan a la búsqueda de la transparencia y la negociación de las interpretaciones (McLeod, 2001). Muchas de estas propuestas de investigación incluyen rutinariamente un proceso continuo de devolución y de revisión de las interpretaciones construidas con las personas investigadas que, desde esta perspectiva, dejan de ser llamadas “sujetos de investigación” y pasan a ser denominadas “participantes” o “colaboradores”. Muchos investigadores inclusive han venido entrenando a estos participantes en técnicas de investigación para convertirlos en miembros activos del proceso. Es un buen ejemplo de la búsqueda de estrategias para incluir las perspectivas locales en la producción del conocimiento, el énfasis en el desarrollo de mayor transparencia y la apertura a voces críticas externas que permitan generar diálogos reflexivos (Etherington, 2000). En Venezuela el psicólogo social Alejandro Moreno (1998, 2002) es pionero en la producción de investigaciones cogestionadas, a través de su Centro de Investigación Popular, que ha formado personas en comunidades de bajos recursos para desarrollar una comprensión de la familia popular venezolana y la construcción de género en nuestro contexto. Sus publicaciones 190
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típicamente incluyen varios coautores, miembros a su vez de las comunidades estudiadas. Esta nueva manera de concebir el lugar del terapeuta permite la incorporación de los aspectos sociales y políticos que influyen en la vida de la persona atendida, desde la reflexión misma de la relación terapéutica. Así pues, el terapeuta no solo abre espacio para hablar sobre los condicionamientos contextuales que influyen en la vida de la persona, sino además la invita a hablar sobre cómo influyen en la relación de trabajo, temas como las diferencias de género, de origen étnico, de clase social, de contextos culturales y educativos. Hemos encontrado, en nuestro trabajo con poblaciones económicamente desfavorecidas en Caracas que las personas que acuden a nuestra consulta no van a traer de manera espontánea las tensiones, dudas, curiosidades o conflictos que produce asistir a consulta con un terapeuta que perciben (ya sea o no así) de un estrato socioeconómico distinto. Asimismo, para los terapeutas suele resultar especialmente difícil hablar sobre las diferencias sociales, económicas y étnicas que perciben tener con las personas que atienden. Algunos autores inclusive han analizado las tendencias clasistas del pensamiento psicoterapéutico (Altman, 1995; Blackwell, 2002; Cowen, 1983; Pilgrim, 1997; Smith, 2005). Muchas veces la dificultad de hablar sobre estos temas tiene que ver con la dificultad para imaginar qué puede aportar el diálogo terapéutico a algunos dilemas no resueltos de nuestra sociedad como la pobreza, la discriminación, la desigualdad y la exclusión (Kemper, 1992). Pero también tiene que ver tanto con el temor a exponer algún prejuicio que se arrastra como con el temor a tocar un tema que incluye a ambos. A menudo sucede que, si bien en la historia de la persona atendida existen marcas claras de los efectos de la discriminación y la injusticia en su día a día, tanto esta como 191
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el terapeuta hacen como si esos elementos no estuvieran presentes en el consultorio, como si fuesen dilemas que solo existen de manera etérea en el afuera y no en los miedos y angustias de las dos personas que están intentando construir una alianza de trabajo. Trabajar desde la perspectiva posmoderna implica saber que las alianzas deben ser forjadas y no asumidas, y que ese forjamiento va a ser trabajoso, aunque potencialmente liberador para todos los miembros del proceso psicoterapéutico. Swartz (2005) plantea que una psicoterapia liberadora requiere de un terapeuta capaz de escuchar y explorar los silencios producidos por las diferencias históricas de poder, un terapeuta capaz de “desaprender el privilegio clínico”. De nuevo entonces el problema no es eliminar el desequilibrio natural en la distribución de poder que existe en la relación de ayuda y en las diferencias sociales, sino construir vías para negociarlo, someterlo a revisión, abrir espacio para su evaluación conjunta. Se ha examinado entonces algunas de las creencias provenientes de la modernidad que influyen en las respuestas que tradicionalmente les hemos dado a las preguntas de cuál es el lugar del terapeuta, cómo comprendemos el proceso de cambio y cómo entendemos el sistema terapéutico. Luego se han subrayado algunas modificaciones centrales que la visión posmoderna ha propuesto, como lo es la sustracción de peso al discurso terapéutico omnisapiente, el desarrollo de espacio para tolerar la incertidumbre, la existencia simultánea de perspectivas e interpretaciones alternativas posibles, la ubicación del tema del poder como un elemento central a trabajar en la relación psicoterapéutica, así como el desarrollo de estrategias para hacerlo más transparente y abrirlo a la reflexión crítica y a la negociación. Hasta aquí no se han inscrito estas modificaciones en ninguna corriente metateórica particular, aun cuando se ha men192
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
cionado el “alternativismo constructivo” propuesto por Kelly. Cerremos entonces delimitando un poco más la perspectiva que engloba de manera más coherente estas revisiones. Considero que estas transformaciones se comprenden mejor desde lo que Gergen (2000) ha denominado “construccionismo social” y utilizo sus propias palabras para definirlo: Podemos ver al construccionismo social como una variedad de diálogos centrados en la génesis social de lo que entendemos como conocimiento, razón y virtud, por un lado y por el otro, la variedad enorme de prácticas sociales que han nacido o han sido sostenidas por estos discursos. En su momento más crítico, el construccionismo social es una manera de suspender o colocar entre paréntesis cualquier pronunciamiento sobre lo que es real, razonable o correcto. Es su momento más creativo, el construccionismo ofrece una orientación hacia la creación de nuevos futuros y un ímpetu a la transformación social (p. 131).
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CAPÍTULO VI
Herramientas psicoterapéuticas A menos que logremos convertir la crítica en construcción e ideas para la creación de nuevas prácticas, la distancia entre el discurso y la acción continuará creciendo, de� jando atrás la huella de practicantes doblemente descon� tentos; descontentos por un lado con el modelo médico y descontentos con aproximaciones críticas que no logran sugerir alternativas convincentes para la práctica. Isaac Prilleltensky (2007, p. 105).
Buscando conversación La Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) queda en el suroeste de Caracas y es vecina de dos barriadas grandes (Antímano y La Vega) y un vecindario clase media bastante amplio (Montalbán). Antímano es una barriada heterogénea que queda justo al frente de la universidad. Como la mayoría de las barriadas de Caracas, esta está en la ladera de una montaña, de manera que desde lejos se pueden ver las dimensiones del barrio. Entre Antímano y la UCAB está el río Guaire, que se cruza por una pasarela. La UCAB a su vez es una universidad privada
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Herramientas psicoterapéuticas
y la mayoría de su población es de clase media o clase media alta. Hace unos años se construyó un nuevo edificio de salones. Escuché a uno de los directivos de la universidad, el padre Luis Azagra S.J. contar cómo al revisar varios proyectos arquitectónicos para construir el edificio, la mayoría de las propuestas diseñaban el edificio de manera que sus ventanas no dieran a Antímano, disimulando el panorama de pobreza de nuestra ciudad. Azagra contaba la anécdota para subrayar las dificultades que tenemos los venezolanos, especialmente los sectores de las clases pudientes, para encarar nuestra realidad, lo que la universidad buscaba era todo lo contrario, unos edificios cuya vista mostrara el panorama de la ciudad con la pobreza material incluida. A comienzos de los años noventa, varios psicólogos se dieron a la tarea de comenzar a construir una unidad de psicología para Antímano. Esta permitiría realizar las prácticas clínicas de los estudiantes y al mismo tiempo ofrecer un servicio a una población muy carente de servicios de salud. Al comienzo del proyecto hubo muchos detractores, psicólogos que afirmaban que los sectores pobres no iban a psicoterapia, que “no tenían esa cultura”. Estas anécdotas ilustran tanto el desconocimiento que los profesionales venezolanos tenemos de nuestra propia población, así como el deseo deliberado que busca sacar de la vista y la consciencia los dramáticos problemas sociales que enfrentamos. Pensar que los profesionales que se están formando tienen este tipo de dificultades es indudablemente preocupante si es que pensamos que la formación universitaria puede contribuir a la solución de los problemas de nuestros países. Esto coincide con observaciones que se han realizado sobre la psicología en otras latitudes que argumentan que la disciplina, insertada en el ámbito profesional, se atrinchera con facilidad en su mundo, evitando 196
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atender, considerar, tomar consciencia de los temas sociales más amplios y trabajando más para la consolidación del statu quo que para la transformación social (Pakman, 1997; Parker, 2008). Smith (2005) en los Estados Unidos y Harper (1991, 2005) en el Reino Unido coinciden al señalar la condición de disciplina profesional como una de las limitaciones constantes para atender problemas ligados a la pobreza. Instalada en su condición de clase-media y sus convenciones culturales, Smith relata cómo su práctica funcionaba con fluidez. Pero fuera de esos escenarios a menudo sentía incomodidad y dificultad para ser efectiva. Pero para intentar ser justo con la universidad y el importante legado que nos dejó Azagra, es bueno destacar que el edificio nuevo finalmente fue construido de cara a Antímano y se fundó una unidad de atención psicológica que tiene más de diez años creciendo y que ha servido de cuna para desarrollar muchas de las investigaciones y reflexiones que expongo en este libro. Las expresiones frecuentes de simplismo, desidia e indiferencia que existen en nuestra sociedad no nos pueden hacer perder de vista que al mismo tiempo hay grupos nutridos de personas reflexivas y comprometidas con la resolución civilizada de nuestros dilemas. Quizás la función de las universidades podrá ser la de potenciar y hacer resonar estas voces. En todo caso, el desarrollo de la unidad de psicología fue desde un principio una experiencia emocionante y retadora, que nos ofreció la oportunidad y, al mismo tiempo, nos obligó a repensarnos. Algunos terapeutas sintieron desconcierto, otros desaliento, intentando ofrecer ayuda desde los modelos teóricos tradicionales de nuestra formación. Así, por ejemplo, una colega expresaba en una investigación que hicimos para registrar nuestra relación con la comunidad:
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Herramientas psicoterapéuticas
Es posible que como en este contexto hay tanta necesidad de cosas básicas, tú siempre estás montado sobre lo urgente, sobre la crisis y tienes muy poco espacio para trabajar cuestiones más profundas (...) Yo siento que los pacientes acá te generan un monto importantísimo de frustración, tú los resultados no necesariamente lo ves tan rápido como cuando la gente come (Meneses, Pérez, Rodríguez y Westinner, 2001, p. 24).
De esta cita me llama especialmente la atención la expresión “más profundas”. ¿A qué se refiere con más profundas? ¿Qué es, desde su perspectiva, más profundo que el hambre que ella parece estar encontrando? Sospecho que está evaluando el proceso psicoterapéutico desde los lentes de su formación y su origen social, buscando conversar y trabajar sobre temas a los que ella les da mayor valor al clasificarlos como “más profundos”. Las diferencias sociales, educativas, económicas presentaron entonces, desde un comienzo, un reto, así como las necesidades materiales muchas veces urgentes que están directamente relacionadas con muchos de los padecimientos emocionales que atendemos en la consulta. Necesitábamos desarrollar herramientas nuevas para pensar, comprender e intervenir, para adaptar y aprovechar los aportes de la psicología. Algunas ideas acompañaron desde el principio este proceso. En primer lugar, los psicólogos clínicos estuvimos hermanados con los psicólogos sociales. La psicología social en Venezuela ha tenido un crecimiento destacado y ha sido pionera en pensar de manera contextualizada. En especial hemos sido acompañados por las ideas y la pasión de Maritza Montero (2003, 2004), quien aportó la mirada comunitaria a un programa de especialización que arrancamos en 1998 para Psicólogos Clínicos Comunitarios (Campagnaro, 1999). En segundo lugar, se construyó una unidad de atención psicológica que añadía, desde el inicio, a la intervención, la actividad investigativa y docente. Esto ha ayudado a desarrollar una práctica reflexiva. 198
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Desarrollo de las herramientas psicoterapéuticas En una ocasión, unos psicoanalistas que visitaron nuestro centro, preguntándose cómo intentábamos desarrollar una psicoterapia vinculada con el trabajo comunitario, concluyeron, por sí mismos, que nosotros debíamos llamarnos “Clínicos y Comunitarios”, como intentando separar los dos términos y suponiendo que los clínicos hacíamos el trabajo que siempre han realizado los clínicos y que lo nuevo era que en un mismo espacio convivíamos con psicólogos sociales que desarrollaban proyectos en la comunidad. Esa no es para nada la manera en que hemos venido entendiendo nuestra actividad. Más bien consideramos que los clínicos realizamos trabajo clínico comunitario ahí mismo, dentro del consultorio, en los espacios conocidos, pero transformados de la psicoterapia. En la apreciación de nuestros colegas aparecía de nuevo la tendencia a separar lo social de lo individual, lo personal de lo político, intentando relegar estos asuntos a distintos ámbitos. La incomodidad reportada por la investigación realizada con una muestra internacional de psicoterapeutas para lidiar con los temas políticos que aparecían en las conversaciones terapéuticas (Samuels, 1993) se repite una y otra vez en esta manera de concebir el trabajo. Las herramientas psicoterapéuticas propuestas siguen todas la línea de la propuesta de Totton (2000) que propone “reinsertar la psicoterapia en su contexto histórico, ubicándolo en el contexto político del que tan cuidadosamente ha intentando separarse” (p. 12). En este capítulo intentaré ilustrar algunas de las herramientas que se han derivado de los fundamentos posmodernos discutidos en el capítulo anterior, así como la traducción concreta de nuestra aproximación al mundo de la intervención psi-
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coterapéutica. Debo insistir de nuevo que estas herramientas no pretenden sustituir el bagaje técnico que las distintas aproximaciones psicoterapéuticas han ido desarrollando, sino complementarlas. Asimismo, aun cuando hay un esfuerzo por traducir nuestra perspectiva de trabajo a ejemplos muy concretos, creo que la mirada, la concepción del mundo y del conocimiento con que se trabaja es la pieza fundamental para organizar una aproximación psicoterapéutica capaz de atender y lidiar con los dilemas políticos y sociales que aparecen dentro del consultorio.
Utilizando comprensiones contextualizadas El primer reto ha sido encontrar una herramienta que nos permita atender el malestar reportado por las personas que atendemos, que no aísle a este de los elementos contextuales que, en ocasiones, lo causan directamente, y en todos los casos, ejercen alguna influencia. Lo que coincide con el analista Samuels, quien plantea que debemos atender el material político no solo en términos de simbolismo, proceso intrapsíquico y transferencia (1993). Este reto implicó la búsqueda de un marco que nos permitiera abordar los elementos contextuales sin borrar nuestro interés en lo individual, personal, íntimo. Desde un comienzo la siguiente cita del psicólogo social Martín-Baró (1984/1993) sirvió de guía: Es importante subrayar que no pretendemos simplificar un problema tan complejo como el de la salud mental negando su enraizamiento personal y, por evitar un reduccionismo individual, incurrir en un reduccionismo social. En última instancia, siempre tenemos que responder a la pregunta de por qué éste sí y aquél no. Pero queremos enfatizar lo iluminador que resulta cambiar la óptica y ver la salud o el trastorno mental no desde dentro afuera, sino de afuera dentro; no como la emanación de un
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funcionamiento individual interno, sino como la materialización en una persona o grupo del carácter humanizador o alienante de un entramado de relaciones históricas (p. 28).
Como se propuso en el capítulo anterior, el alternativismo constructivo parece brindarnos la oportunidad de comprender nuestra aproximación al fenómeno humano como condicionado por la perspectiva, como parcial, como situada y al mismo tiempo como una de varias alternativas. De manera que nos permite pasar de una mirada individual que se nutre de la comprensión de la biografía personal, los vínculos afectivos más significativos, los estilos de regulación afectiva, las motivaciones, los conflictos principales y las maneras de defenderse de ellos, a una mirada que incluye al contexto social. A la propuesta de las construcciones alternativas plausibles para tratar con el mundo, Kelly añade que cada una de ellas tiene un ámbito y un foco. El ámbito se refiere al trozo de mundo que una teoría abarca con utilidad y el foco son puntos de aplicación particulares y especialmente desarrollados. Teniendo estas ideas como opción de trabajo se propone que en el espacio psicoterapéutico el psicólogo puede nutrirse de perspectivas teóricas alternativas que le permiten enfocar ya sea la dimensión íntima e interpersonal de una problemática en un momento, y las dimensiones sociales y políticas en otro, consciente de estar siempre haciendo una lectura, una nueva narración interpretativa posible y nunca la enunciación definitiva, absoluta de la verdad de la persona atendida. Por supuesto, aun cuando no ha habido suficiente atención a los condicionamientos sociales en la práctica clínica (Sarason, 1981), sí ha habido una lista nutrida de psicólogos y psiquiatras que han logrado observar con agudeza no solo las dinámicas individuales, sino también su imbricación con las condiciones sociales
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más amplias. En la literatura mundial son ampliamente conocidas las obras como las de Erich Fromm (1980), Wilhelm Reich (1942/1983) y Rollo May (quien en el trabajo Fuentes de la vio� lencia, de 1974, presenta un análisis especialmente lúcido sobre los efectos de la pobreza en las dinámicas individuales). Aquí en Venezuela la situación es parecida; si bien son pocos los clínicos que se han dado a la tarea de reflexionar sobre la influencia de las condiciones sociales en la producción de malestar, tenemos una gran deuda con las enseñanzas de José Luis Vethencourt (2002) y David Ephraim (1999, 2001). Ephraim ha sido pionero en la adaptación de pruebas psicológicas como el Rorschach y el Test de Apercepción Temática en la población venezolana, y su trabajo con el antropólogo George De Vos lo ayudó a desarrollar una mirada especialmente sensible a las diferencias culturales en el trabajo psicoterapéutico. Así pues que, utilizando como recurso de pensamiento el alternativismo constructivo, lo primero que hacemos es incluir una lectura contextual en la descripción de los padecimientos con que trabajamos, así como de la comprensión del intercambio psicoterapéutico. Martín-Baró (1984/1993) ofrece un ejemplo muy claro de las modificaciones que nos imprime una lectura contextual de nuestras etiquetas diagnósticas: Las primeras veces que entré en contacto con grupos de campesinos desplazados por la guerra sentí que mucho de su proceder mostraba trazas de delirio paranoide: estaban constantemente alertas, multiplicaban las instancias de vigilancia, no se fiaban de nadie desconocido, sospechaban de todos cuantos se acercaran a ellos, escrutaban los gestos y las palabras en busca de posibles peligros. Y sin embargo, conocidas las circunstancias por las que habían pasado, los peligros reales que aun les acechaban, así como su indefensión e impotencia para enfrentar cualquier tipo de ataque, uno llegaba pronto a comprender que su comportamiento de hiperdesconfianza y alerta no constituía un delirio persecutorio fruto de sus
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ansiedades, sino el planteamiento más realista posible dada su situación vital (p. 28).
El analista grupal Blackwell (2005), en su revisión del trabajo con víctimas de tortura y refugiados, coincide con el planteamiento anterior, añadiendo que las problemáticas que estas personas traen a consulta hacen evidente lo imperativo que es abordar los temas políticos y de abuso de derechos humanos que están entrelazados con el sufrimiento. Las personas cuyas vidas han sido constreñidas y dañadas por los regímenes políticos, guerras, tortura u otras formas de violencia política, no se ven a sí mismos fácilmente como enfermos. Etiquetarlos de esa manera en vez de decir que han sufrido por la opresión política puede aumentar su sufrimiento. Ya que el contexto principal de la tortura y la violencia organizada es político, la medicalización en este contexto conlleva a la despolitización, que en el mejor de los casos es problemático y en el peor de los casos, claramente represivo. Para aquéllos que no aceptan la etiqueta de enfermedad, su recuperación puede estar en desventaja porque desde este lenguaje se hace más difícil atender al contexto político de su sufrimiento y la intencionalidad política que lo produjo. Las aproximaciones psicoterapéuticas que siguen este modelo de diagnóstico y tratamiento y piensan en términos de evaluar las necesidades de los clientes en vez de negociar con ellos lo que ellos desean, son igualmente problemáticas (p. 315).
Blackwell va más allá al considerar que toda psicoterapia está situada en un contexto político, a pesar de que en otros casos esto sea menos evidente. Asimismo, piensa que si consideramos que la psicoterapia políticamente reflexiva se aplica solo en estos casos extremos, corremos el riesgo de construir una nueva dicotomía entre la psicoterapia no-política y la psicoterapia política, dejando así intacto el modelo médico. Veamos ahora un ejemplo extraído de un diálogo psicoterapéutico. Una mujer de 47 años acude a la consulta externa de 203
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la unidad de psiquiatría de un hospital público del oeste de la ciudad de Caracas referida por el Servicio de Gastroenterología por presentar llanto fácil, ansiedad, insomnio, tristeza y la idea de que tiene un cáncer a pesar de que los doctores, luego de varias evaluaciones, han dicho lo contrario. Esta mujer presenta una gastritis crónica que le genera malestar y por la cual no siente que recibe suficiente atención por parte de los médicos o de su familia. En las primeras entrevistas, que la psicólogo clínico tratante trae a una discusión de casos, se considera el diagnóstico de un Trastorno Depresivo Mayor y se deja interrogada la posibilidad de un cuadro hipocondríaco. La psicóloga, que está haciendo sus pasantías de postgrado en el hospital, transcribe las primeras sesiones de evaluación. En las primeras dos sesiones la consultante habla de una visita reciente que hizo al pueblo donde nació, a partir del cual recrudecieron los síntomas y se agudiza su queja por la falta de atención que percibe de los doctores, su esposo y sus hijos. La tercera sesión comienza así: A: Me siento muy mal (llora). El fin de semana salieron todos y me dejaron sola. Psicóloga: Cuéntame, ¿qué hacen ustedes los fines de semana? A: Bueno, mis hijos salen todo el día, yo no les puedo decir que se queden conmigo, ya están grandes. Psicóloga: ¿Y tu esposo? A: Él sale todos los fines de semana a jugar caballo1... Él necesita divertirse y yo no le puedo decir que se quede, yo me siento mal y ¿a dónde voy a salir?
La psicóloga continúa preguntando sobre la situación familiar hasta llegar al tema del comienzo de su relación de pareja: Psicóloga: Cuéntame un poco de tu infancia y cómo lo conociste a él. A: Mis padres vivían en el campo y me han tenido trabajando toda la 1 Es decir, apostar en carreras de caballos. 204
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vida, desde que tengo más o menos seis o siete años. Psicóloga: ¿Cómo eras tú de pequeña? A: Desde pequeña siempre fui muy llorona, cuando tenía trece años me escapé de la casa y me fui a vivir con mi hermana mayor. Psicóloga: ¿Por qué te fuiste de tu casa? A: Porque mi mamá me quería casar con un señor mucho más mayor que yo, me había visto, yo le gustaba y le dijo a mi mamá que se quería casar conmigo, pero a mí no me gustaba por lo que decidí escaparme, con la ayuda de mi hermano mayor. Psicóloga: ¿Y qué pasó después? A: Mi madre se puso muy brava, luego se le pasó y a los catorce meses regresé a mi casa, estuve allí algunos meses y me regresé a casa de mi hermana, prefería estar con ella. ... Psicóloga: ¿Cuándo conoces a tu esposo? A: Lo conozco en Rubio. Psicóloga: ¿Él fue tu primer novio? A: No... (cara de pena, baja la cabeza y le cuesta mucho contarme, lo hace lentamente, mientras yo espero). A los quince años tuve mi primer novio... A mi hermana no le gustaba porque era moreno. Psicóloga: ¿Qué pasó? A: Terminamos porque lo vi en su carro con una muchacha. Y luego conocí a mi esposo. Psicóloga: ¿Cómo lo conociste? A: En el pueblo, yo tenía diecisiete años, mi hermana tampoco quería a mi esposo, yo salía escondida con él porque a mi hermana no le gustaba, nos casamos a los diecisiete años. Psicóloga: ¿Por qué se casaron tan jóvenes? A: ... (muestra mucha vergüenza) Me casé porque estaba embarazada (tono de voz muy bajo). Psicóloga: ¿Y qué hicieron? A: Le expliqué a mi esposo que no le podía decir nada a mi hermana porque me iba a mandar a casa de mi mamá y que allí me iban a matar, entonces mi esposo habló con su mamá, le explicó todo y ella le dijo que me llevara a su casa... Mi madre conoció a mis hijos cuando el segundo 205
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tenía dos años, no me habló hasta ese momento, mi padre era más comprensivo y mi hermana me visitaba a veces... Luego tuvimos que irnos a Caracas porque mi suegra le dijo a mi esposo que le había conseguido trabajo en Caracas y que allí le iba a ir mejor. Mi esposo me dijo que nos teníamos que ir, pero yo no quería. Psicóloga: ¿Por qué? A: Luché mucho por mi casa pero no la pude disfrutar porque nos teníamos que ir a Caracas, yo estaba trabajando y él también y ya teníamos construida nuestra casa y entonces mi suegra lo llama. Psicóloga: ¿No había otra opción? A: No, yo estaba casada, con dos hijos y no podía hacer nada, no me iba a quedar sola sin esposo. Tuve que irme. Cuando llegamos yo sabía que no había ningún trabajo para mi esposo, pasaban las semanas y él no conseguía trabajo, así que tuve que ponerme a trabajar como camarera en el Hospital, luego hice el curso de Enfermería por un año y comencé a trabajar como enfermera, primero haciendo unas suplencias y luego como fija. Mi esposo duró nueve meses sin trabajar, en el 81 me dieron el cargo a mí y a él en el Hospital.
A partir de estos intercambios iniciales se construye, en la reunión clínica, algunas hipótesis de desarrollo y funcionamiento psicológico que intentan explicar algunos de los síntomas. Las interpretaciones que surgen en la discusión del caso, provenientes de las teorías dinámicas, plantean líneas posibles de indagación relacionadas con las dificultades en torno a las demandas de afecto tempranas no resueltas, el manejo inadecuado de la agresión y la formación de síntomas que permiten canalizar esa demanda, quizás castigar a los cuidadores siempre insuficientes impotentizándolos, quizás castigarse a sí misma culposamente por sus deseos tanto sexuales como agresivos insatisfechos y prohibidos. Estas líneas de razonamiento y argumentación lucen consistentes con la historia que la persona nos trae, así como útiles para ofrecer, a través de la relación terapéutica, una compren206
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sión y reorganización de estos enredos afectivos. Su exploración seguramente podría abrir una avenida para que esta mujer reordene su experiencia, retome en un ambiente más contenedor las emociones ligadas a estas vivencias y comprenda mejor algo de su malestar. Sin embargo, de nuevo corren el riesgo de oscurecer los elementos de género y pobreza que están intrínsecamente atados a la vida de esta mujer. Así como las hipótesis dinámicas pueden abrir las puertas a exploraciones esclarecedoras y empáticas sobre la manera en que esta mujer se vincula afectivamente y cómo maneja su mundo emotivo, la reflexión sobre sus concepciones de qué es ser mujer, las creencias que giran sobre sus obligaciones y sus derechos, así como las fuentes de donde obtuvo las bases para hacer esas construcciones pueden abrir puertas alternativas. Entre otras, la posibilidad de visibilizar las tremendas restricciones a su libertad (para escoger sus parejas, su vida sexual, el lugar de residencia) y autonomía que ha implicado para ella ser mujer. Su historia está repleta de situaciones de injusticia, de imposición arbitraria de criterios ajenos a ella que están cargadas de prejuicios raciales, sexistas y sociales. Es importante destacar cómo estas creencias no responden nada más a una dinámica familiar, sino que se fortalecen con las creencias compartidas socialmente sobre lo que debe o no debe hacer una mujer, tanto así que A no las cuestiona, más bien las interioriza como verdades que le hacen sentir vergüenza ante su interlocutora. Creencias asumidas sin posibilidad de protesta que han contribuido a generarle un sufrimiento inefable e invisible que la mantienen atada. Como escribe Waldgrave: (...) nos dimos cuenta que los problemas que estas familias traían a nuestra consulta, no eran solo los síntomas de la disfunción familiar, sino los síntomas de temas estructurales más amplios como la pobreza, el patriarcado y el racismo (1990, p. 5). 207
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Y también considera que: Esto no implica sugerir que un tipo de terapia es más importante que la otra. Sino que esta aproximación complementa los enfoques modernos de terapia con información y métodos que generalmente se considera fuera de los parámetros de la práctica clínica. Ellos incluyen los datos sociales, de género, culturales y políticos que vengan al caso (p. 11).
El caso anterior no proviene de una víctima de tortura o una persona exiliada. Su sufrimiento no parece abiertamente ligado a lo político y, sin embargo, observamos con facilidad cómo las distintas relaciones de poder en que ha estado insertada su vida también son cruciales para comprender de manera completa sus vivencias. Las creencias de género que esta mujer ha padecido e interiorizado contribuyen a la visión devaluada y culposa que ella tiene de sí misma. Encontramos con gran frecuencia que personas que provienen de situaciones de privación se sienten apenadas y culpables por las dificultades que arrastran, utilizando los mismos discursos sexistas y clasistas que las han colocado en lugares de vulnerabilidad, para evaluarse. La valoración que A hace de sí misma, de rebelde, impura, defectuosa, impide que pueda apreciar la valentía que implica irse de su casa a los trece años para defender su deseo de escoger y el esfuerzo que ha implicado trabajar tanto como enfermera como ama de casa para sacar su familia adelante. ¿Con qué herramientas cuenta el diálogo psicoterapéutico para ayudar a A a tomar distancia crítica de los discursos que la han sujetado y colocado en lugares de desventaja, para así tener la oportunidad de reexaminar su vida desde esta perspectiva y quizás ofrecer resistencia a estas imposiciones? Continuemos explorándolas.
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Desnaturalización Al conversar con la joven psicóloga sobre su intercambio con A le pregunté qué sintió cuando le contó que no pudo disfrutar su casa porque se tuvo que venir a Caracas con su esposo. Se lo pregunté porque me llamó la atención la intervención que ella hace: “¿No había otra opción?”. Parecía que desde la perspectiva de la psicóloga sonaba insólito que la hayan obligado a renunciar a todas las cosas por las cuales había luchado sin poder negociar con su esposo ese cambio de residencia. La vida de la psicóloga, como una mujer proveniente de un sector económicamente más pudiente y con un nivel de profesionalización elevado, está enmarcada probablemente con mayores expectativas de autonomía y espacios de decisión como mujer. Sin embargo, desde la perspectiva de A la decisión era clara, no había ninguna opción: “No, yo estaba casada, con dos hijos, no podía hacer nada, no me iba a quedar sola sin esposo”. La obligatoriedad de irse a Caracas con su esposo seguramente parte de la concepción de lo que es ser mujer y lo que es ser una mujer casada. En nuestro país, ser esposa y ser madre generalmente confiere una serie de responsabilidades incuestionables, que pueden incluir, como en este caso, el tener que seguir sin dudar las decisiones del esposo. Se observa claramente cómo el hombre tiene mayor prerrogativa para decidir sobre el destino de la pareja. Lo importante es que para A eso también es así, aun cuando le genere sufrimiento, aun cuando le parezca injusto, es incuestionable, es lo natural. Al mismo tiempo, para la terapeuta, que ha tenido la oportunidad de desarrollarse educativa, económica y profesionalmente, así como otras posibilidades de ser una mujer reconocida, resultan asombrosas unas presiones sociales tan limitativas.
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La naturalización, escribe Montero (2004), es el: Proceso mediante el cual ciertos fenómenos y pautas de comportamientos son considerados como el modo de ser de las cosas en el mundo, como parte esencial de la naturaleza de la sociedad. Es responsable del mantenimiento y facilitación de circunstancias propias de la vida cotidiana y también de la aceptación de aspectos negativos que pueden hacer difícil, cuando no insoportable la vida de las personas (p. 292).
Debo al profesor Yurman (2005) una cita de Jorge Luis Borges que creo evidencia con claridad los mecanismos de la naturalización. Este escribe en “La secta del Fénix”: “La prueba de que el Corán es árabe es que no menciona el camello”. Aquello que ha adquirido el carácter de ser esencial, deja de ser registrado, pasa desapercibido. Lo natural no se destaca en el relato, porque simplemente es así. En el caso de A y su comunidad cultural, se ha naturalizado una serie de maneras de ser mujer, que, aun cuando le hacen la vida insoportable, son innombrables, invisibles y, por ende, incuestionables. Cuando comenzamos a examinar todas estas asunciones como construcciones sociales, abrimos el paso para reexaminarlas, para tomar distancia, para verlas como resultados históricos, para poder concebir la construcción de alternativas. Es lo que Montero, desde la psicología comunitaria, ha denominado la “desnaturalización”: Examen crítico de aquellas nociones, creencias y procedimientos que sostienen los modos de hacer y de comprender en la vida cotidiana, de tal manera que lo naturalizado sea desprovisto de su naturalidad mostrando su carácter construido. Consiste en problematizar el carácter esencial y natural adjudicando a ciertos hechos o relaciones, revelando sus contradicciones, así como su vinculación con intereses sociales o políticos (p. 287).
En nuestro trabajo constantemente hacemos intervenciones que buscan desnaturalizar una serie de pautas de interacción vividas como dolorosas, pero cuyos sustentos, sin embargo, pasan 210
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desapercibidos. Es el caso de la violencia dentro del hogar. En el trabajo con padres y madres que maltratan a sus hijos, con frecuencia hay una porción de estos que reportan que hubiesen deseado tener la información de cómo encontrar opciones al castigo físico, porque hasta ese momento, y basado en sus propias experiencias infantiles, pegarles a los hijos era algo natural e inevitable. Esta desnaturalización se parece a lo que el psicoterapeuta de familia Michael White (1993) denomina deconstrucción. Tomando la noción del trabajo de Derrida, White escribe: Según mi definición, más bien imprecisa, la deconstrucción tiene que ver con procedimientos que subvierten las realidades y prácticas asumidas como ciertas: las así llamadas “verdades” que están disociadas de las condiciones y los contextos que las produjeron; esas maneras descontextualizadas de hablar que esconden sus prejuicios y distorsiones; y esas prácticas familiares de identidad y de relación que subyugan las vidas de las personas. Muchos de los métodos de deconstrucción hacen que se vuelvan extrañas estas realidades y prácticas cotidianas asumidas como ciertas al objetivizarlas. En este sentido los métodos de deconstrucción son métodos que vuelven “exótico lo doméstico”.
La práctica psicoterapéutica siempre ha vuelto “exótico lo doméstico” cuando una persona que entra en consulta se comienza a preguntar cosas que antes eran consideradas naturales o esenciales: “es que yo soy así”. En el lenguaje clínico tradicional con frecuencia se escucha expresiones como “hacer que la persona se pregunte sobre el síntoma, volver egodistónico al síntoma”, etc. Me gusta también la invitación que hace Richard Rorty: Cualquier cosa que la filosofía pueda hacer para liberar un poco nuestra imaginación redunda en un bien político, ya que cuando más libre es la imaginación del presente, más posible resulta que las prácticas sociales futuras sean diferentes de las prácticas pasadas (2003, p. 259). 211
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Las preguntas hacen más complejas las verdades asumidas de entrada. El solo hecho de preguntar ya hace pensar que cierta conducta, idea y sentimiento no sea algo dado, inevitable, sino que quizás hay distintas opciones posibles. Al trasladar estas preguntas al ámbito histórico, contextual, se abren aún más avenidas para repreguntarse y replantearse ciertas actitudes. Ante la afirmación de A de que era inevitable su mudanza a Caracas, la pregunta de la terapeuta de “¿no había ninguna otra opción?” abre un primer espacio de reconsideración. Otras como: ¿qué te hubiesen dicho si hubieses escogido distinto? ¿Quién te lo hubiese dicho? ¿Por qué? ¿Qué de la crianza de esas personas le harían pensar de esa manera? ¿Conoces alguna mujer que haya escogido algo contrario en situaciones distintas? ¿Y si tú hubieses sido el hombre en la relación, hubiese habido opciones distintas? ¿Por qué?; podrían también abrir un poco de espacio para comenzar a desnaturalizar algunas pautas del rol de género que en A pasan sin ser cuestionadas. No solo están las mujeres subyugadas por roles estereotipados de género que limitan las opciones de vida. En nuestro trabajo también encontramos muchos hombres sujetados por maneras de entender la masculinidad que terminan empobreciendo sus vidas y sus relaciones. En particular con hombres que viven en situaciones de pobreza, con frecuencia se viven confrontados con expectativas que valoran la masculinidad sobre la base del logro económico y estatus profesional, así como los marcadores materiales de éxito. Las dificultades ambientales como la falta de recursos económicos y de acceso a la educación, complican el acceso a estos símbolos de estatus. La pobreza y desempleo, que a menudo resultan como consecuencia de estas limitaciones, son internalizadas e interpretadas por los hombres como reflejo de una falla personal, son símbolos de fracaso. Veamos a continuación una sesión de psicoterapia de familia en que el 212
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
padre, que trabaja de noche cuidando un estacionamiento, no regresa a menudo a su hogar, tanto por el peligro que representa regresar de madrugada a su barrio como por la vergüenza que le produce tener que regresar muchas veces sin dinero que llevar a la casa. Es interesante que no manifiesta rabia por tener que someterse a la inseguridad que implica vivir en su barrio, ni por cobrar un sueldo que no alcanza para mantener a su familia, sino que más bien siente vergüenza y esa vergüenza además contribuye a su alejamiento. Siente que no está siendo buen padre por no tener dinero y, en consecuencia, abandona. Casi como si no fuese digno de ocupar el lugar del padre si no trae suficiente dinero a la casa. Veamos: Mi: La semana pasada que no subí era por eso, yo no tengo real2, entonces, como le dije, me da cosa decirle que no tengo. V: ¿Por qué? Mi: Así yo quede sin nada a mí me gusta llevar algo. V: Es decir, prefiere no verlos antes que afrontar esa situación de que le pidan y usted tenga que decir que no y todo eso. Mi: Exacto, que me digan necesito pasaje y yo no tengo, no me gusta, pues. (sesión de familia, 21/11/01).
Para este hombre termina siendo sorprendente escuchar que sus hijos reclaman su presencia, aun cuando venga sin dinero. Asimismo, le sorprende escuchar del terapeuta que quizás hay otras cosas que pueden ser valiosas de su paternidad que trascienden las limitaciones materiales. El comenzar a plantearse opciones y luego comenzar a preguntarse sobre qué insumos ha construido esta noción de la masculinidad y la paternidad, es un primer ejercicio de desnaturalización. Igualmente es un ejercicio político, en el sentido de que favorece comenzar a 2 Real: dinero. 213
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reflexionar sobre las pautas que designan qué es lo qué está bien y que no en la sociedad, sobre qué valores están construidas estas pautas, a qué distribución particular de poder responden, qué influencias han contribuido a asumir esas construcciones, de dónde se extrajo estas creencias.
Visibilización La desnaturalización va de la mano de una herramienta heredada de las corrientes feministas que es la visibilización (Burin y Meler, 2000; Espin, 1993; Hague y Mullender, 2005; Skinner, Hester y Malos, 2005). A menudo se expresa cómo hacer visible las circunstancias estructurales que han pasado desapercibidas, o cómo el proceso de darle voz a sectores que han estado silenciados o registrar el testimonio de estos grupos. La actividad psicoterapéutica y el activismo en defensa de los derechos de los ciudadanos tienen un amplio lugar de encuentro que ha ofrecido y continúa ofreciendo el potencial de desarrollar intercambios mutuamente fortalecedores. El relato y registro de historias individuales es central en ambas iniciativas. La psicoterapia tiene el potencial de ofrecer un foro para las historias privadas que no solo la represión psicológica sino la social han obligado al silencio. La intimidad puede ser un escenario privilegiado de resistencia. Las historias compartidas en la psicoterapia ofrecen material para, siguiendo a las investigadoras en Derechos Humanos, Schafer y Smith (2004), registrar el testimonio de los abusos, retar los relatos dominantes de los opresores a través de las experiencias de los protagonistas, hacer un llamado a la comunidad más amplia a reaccionar, obligar a ver la humanidad de aquellos que han sido deshumanizados, transmitir empatía o indignación, ayudar a forjar redes de apoyo, construir esperanza, ofrecer evidencia e información, movilizar la prensa y la acción colectiva. 214
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Ya se mencionó en el capítulo IV cómo el trabajo con personas sometidas a situaciones opresivas requiere del esfuerzo de abrir una brecha para que estas situaciones puedan ser reconocidas, registradas y transmitidas. Las fuerzas que producen el abuso se sostienen en el control y el poder que detentan en la relación. Ese poder se utiliza para callar a las víctimas, para enmascarar y negar los abusos. El daño que ejerce el abusador, tanto en la esfera política como en la doméstica, no es reconocido, o si no, es minimizado y racionalizado. Sandor Ferenczi no fue solo pionero al subrayar el peso del abuso sexual en la producción de muchos de los malestares que atendía en su consulta, sino además fue quizás el primer clínico que logró identificar que la situación abusiva no solo genera malestar por la violencia sexual en sí misma, sino también por la posterior negación a que se enfrenta el niño o niña abusada. En su artículo “La confusión de las lenguas” (1933/1994) el psicoanalista explicó cómo además del abuso de confianza que implica que el adulto use para su propia satisfacción sexual una relación que el niño o la niña requiere como fuente de afecto, es doblemente problemático el hecho de que luego “el perpetrador actúa como si nada hubiese sucedido y se consuela pensando: ‘Sólo es un niño, no sabe nada, se olvidará de todo’” (p. 163). Esta negación somete al abusado a una realidad confusa que alterna las situaciones de abuso con la vida familiar “normal” en que se hace como si nada hubiese sucedido. El trabajo clínico ha confirmado que una de las características más frecuentes de todos aquellos que cometen algún tipo de maltrato dentro de sus hogares es la negación y uno de los factores de riesgo que contribuye a mantener la situación de abuso es el secreto y el aislamiento de la víctima. El especialista Jukes (1999) escribe:
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(...) la literatura disponible me advirtió que los hombres abusivos tendían a ser negadores. No podía, sin embargo, haber imaginado con cuánta intensidad sostienen esta negación, ni la creatividad que utilizan para defender su posición. La mayoría de los abusadores comparten una serie de características. La más importante por largo rato es que no aceptan ninguna responsabilidad por su conducta, aun cuando, paradójicamente, comparten una necesidad profunda de comprenderla. Ellos, en su mayoría, además suelen estar profundamente confundidos con respecto a si esa conducta es efectivamente incorrecta y oscilan entre explicaciones en que culpan a las víctimas y minimizan su equivocación, y explicaciones en que maximizan lo erróneo de esas conductas y buscan explicaciones que le echan la culpa al alcohol, las drogas o a la enfermedad (p. 48).
El que vive en situaciones de opresión y abuso, está diariamente expuesto a situaciones de malestar que además pasan desapercibidas para los que viven alrededor. Cuando la situación se ha “naturalizado”, esta se ha vuelto invisible, innombrable. El dolor que produce la situación pasa desapercibido y no es reconocido por los demás. Esto añade aislamiento al sufrimiento de la situación de abuso. En palabras de los psicólogos Hardy y Laszloffy (2002): Una cosa es perder algo que es importante para ti, pero es mucho peor cuando nadie en tu universo reconoce que has perdido algo. El no reconocer la pérdida del otro es negar la humanidad de esa persona (p. 11).
Por ende, una de las primeras acciones indispensable para comenzar a detener las situaciones de abuso es nombrar, identificar, hacer visible lo que viene sucediendo (Hirigoyen, 1999). El visibilizar estas situaciones de desbalance de poder y abuso cumple una función política y terapéutica. Política porque permite comenzar a cuestionar el desbalance de la relación, ayuda a que se elimine el secreto y puedan intervenir otras personas e instituciones que ayudan a poner los límites que han sido vulnerados. La visibilización permite que se rompa el control que 216
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tiene el abusador de la relación, ayuda a que la víctima se relacione con otras redes sociales, con otras personas que pueden tomar acción para detener la situación de abuso. Terapéuticamente sirve para reducir el aislamiento y para que la percepción de la realidad se reestablezca. Al nombrar el abuso, la víctima no vive ya en una realidad disociada, en la que por un lado es abusada y por el otro tiene que convivir con el abusador como si no estuviera pasando nada. Al nombrar el abuso se validan los sentimientos de miedo, rabia, dolor, confusión que suscita la situación de abuso. Esto es central para que la víctima deje de internalizar la culpa y vergüenza de la situación que está padeciendo. Le ayuda a ver el manejo de poder dentro de la relación familiar y cómo su posición la ha colocado en un lugar de vulnerabilidad. Tanto la investigación empírica como la experiencia clínica han evidenciado que el solo acto de preguntar directamente si ha habido violencia en la vida de la persona atendida, en la entrevista inicial de diagnóstico, es una estrategia potente de visibilización (Guedes, Stevens, Helzner y Medina, 2002). En ocasiones los terapeutas opinan que los temas de violencia van a aparecer eventualmente en la consulta y que no es necesario preguntarlo directamente. Las personas que trabajamos en esta área opinamos que así como es importante evaluar en las primeras sesiones si existe algún tipo de riesgo suicida, asimismo es indispensable preguntar por la posible presencia de experiencias de violencia, ya que igualmente constituye una de las principales emergencias psiquiátricas. A menudo encontramos que las personas no comentan experiencias de abuso sexual o violencia doméstica a menos que el profesional las invite a hablar sobre el tema, ya que sienten vergüenza y dudan sobre cuán receptiva va a ser la persona que las está atendiendo. Así por ejemplo, el siguiente extracto proviene de una entrevista inicial con la 217
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madre de una niña de nueve años que fue abusada reiteradas veces por sus primos de quince y doce años. En esta conversación se pretendía conocer la situación de abuso, la dinámica familiar y el funcionamiento general de la niña, como paso previo al inicio de una psicoterapia de familia. A pesar de hablar extensamente sobre el abuso ocurrido a su hija, no fue sino hasta el final cuando se dio el siguiente intercambio: Terapeuta: Quería revisar una última cosa que puede ser importante. ¿Ha habido otras experiencias de abuso sexual en la familia? M: (se pone muy seria) Bueno, a mí me parece que es importante decirlo. Creo que si vamos a estar aquí trabajando con esto es importante que se sepa. Yo, cuando tenía once años, fui abusada por mi hermano mayor que me llevaba ocho años. Él no vivía con nosotros pero venía de visita y una vez, cuando tenía once años, él abusó de mí. Y fue completo, no como a K. Él me penetró... yo me sentí muy mal y quería decírselo a mi mamá, pero no lo hice porque tuve mucho miedo de que no me fuera a creer así que le escribí una carta. No se la entregué, pero más tarde una hermana mía la leyó y me preguntó y me volví a sentir muy asustada y le dije que yo lo había inventado (Peñalba y Llorens, 2005, p. 118).
En este intercambio se observa la duda de M a hablar sobre el tema y cómo solo se atreve a hacerlo una vez que le pregunto directamente. Al mismo tiempo contó que tenía mucho tiempo queriendo hablar sobre ese episodio pero que nunca lo había hecho. Esta conversación se trasladó a la consulta con toda la familia y todos, incluyendo a los familiares, nos asombramos al conocer que otros cuatro miembros de la familia extendida (los dos primos que abusaron de la niña, la hermana de M y el esposo de la hermana) habían vivido experiencias de abuso sexual en su infancia. En total seis miembros de la familia lo habían sufrido sin jamás haber hablado entre ellos de esas experiencias dolorosas. Si bien nos impactó la cantidad de familiares afectados por esta situación, sabemos que es frecuente que muchas familias 218
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carguen en silencio múltiples experiencias de victimización no elaboradas. Pero la visibilización no se refiere nada más a hacer públicas las situaciones de maltrato, sino también en hacer visibles las pautas de relación asentadas en la cultura que contribuyen a mantener desniveles en las relaciones humanas. Uno de los ejemplos clásicos, que logra hacerlo con genialidad es el ensayo de la escritora inglesa Virgina Woolf, titulado “Una habitación propia” (1928/1997). Invitada a dar una conferencia sobre las mujeres y la literatura, Woolf logra sorprender a su audiencia dando una maravillosa panorámica de la cantidad de vivencias diarias de privación de libertad y prejuicio a que estaban expuestas las mujeres de su época. Entre otras, relata cómo, en aras de preparar la charla, se acercó a la biblioteca central de Cambridge, donde le impidieron entrar a revisar los libros por ser mujer. Luego se dirigió al British Museum, donde sí pudo tener acceso a los libros y comenzó a revisar aquellos en que el tema central era la mujer. Relata su sorpresa al encontrar que había miles de libros escritos por hombres sobre el tema de las mujeres, pero ninguno escrito por alguna mujer. Asimismo, hace un listado de la cantidad de prejuicios inscritos en estos libros entre los cuales estaban los ensayos sobre el sentido moral más débil, el menor tamaño cerebral, la inferioridad mental, moral y física, su mayor amor a los niños, su vanidad y las discusiones entre varios catedráticos sobre si las mujeres tenían o no alma. Continúa en su paseo, pensando en las causas de esos juicios peyorativos (en otros casos idealizados) sobre la condición femenina y va haciendo un ejercicio contundente de observación y de visibilización: Los profesores –hacía con todos ellos un solo paquete– estaban furiosos. Pero ¿por qué?, me pregunté después de devolver los libros. ¿Por qué?, repetí en pie bajo la columnata, entre las palomas y las canoas prehistóricas. ¿Por qué están tan furiosos? Y hacién219
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dome esta pregunta me fui despacio en busca de un sitio donde almorzar. ¿Cuál es la verdadera naturaleza de lo que llamo de momento cólera? Tenía allí un rompecabezas que tardaría en resolver el rato que tardan en servirle a uno en un pequeño restaurante de las cercanías del British Museum. El cliente anterior había dejado en una silla la edición del mediodía del periódico de la noche y, mientras esperaba que me sirvieran, me puse a leer distraídamente los titulares. Un renglón de letras muy grandes iba de una punta a otra de página. Alguien había alcanzado una puntuación muy alta en Sudáfrica. Titulares menores anunciaban que Sir Austen Chamberlain se hallaba en Ginebra. Se había encontrado en una bodega un hacha de cortar carne con cabello humano pegado. El juez X... había comentado en el Tribunal de Divorcios la desvergüenza de las Mujeres. Desparramadas por el periódico había otras noticias. Habían descendido a una actriz de cine desde lo alto de un pico de California y la habían suspendido en el aire. Iba a haber niebla. Ni el más fugaz visitante de este planeta que cogiera el periódico, pensé, podría dejar de ver, aun con este testimonio desperdigado, que Inglaterra se hallaba bajo un patriarcado3. Nadie en sus cinco sentidos podría dejar de detectar la dominación del profesor. Suyos eran el poder, el dinero y la influencia. Era el propietario del periódico y su director, y su subdirector. Era el ministro de Asuntos Exteriores y el juez. Era el jugador de críquet; era el propietario de los caballos de carreras y de los yates. Era el director de la compañía que paga el doscientos por ciento a sus accionistas. Dejaba millones a sociedades caritativas y colegios que él mismo dirigía. Era él quien suspendía en el aire a la actriz de cine. Él decidiría si el cabello pegado al hacha era humana; él absolvería o condenaría al asesino, él le colgaría o le dejaría en libertad. Exceptuando la niebla, parecía controlarlo todo. Y, sin embargo, estaba furioso (pp. 54-55).
Pero no son solo las mujeres las que se encuentran sujetadas por pautas de relación estereotipadas. En ocasiones también 3 Cursivas son mías. 220
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tenemos que ayudar a los hombres a reflexionar sobre las expectativas de género que les atrapan en sus malestares y les dejan pocas opciones creativas para construir sus vidas. La prohibición a la expresión afectiva y a las necesidades de dependencia emocional a menudo son temas centrales en el trabajo psicoterapéutico con hombres, que requieren de una exploración detallada de las figuras de referencias tempranas, así como las fuentes culturales de donde extrajeron el material para la construcción de ideales masculinos que en ocasiones limitan y empobrecen su vida emocional. El humor a menudo es un recurso muy útil para ayudar a visibilizar y confrontar algunos de estos estereotipos. En una consulta surgió la canción tradicional cubana de Ñico Saquito que dice: “María Cristina me quiere gobernar, y yo le sigo le sigo la corriente. Porque no quiero que diga la gente que María Cristina me quiere gobernar”. A través de la canción un consultante pudo sonreír recordando la letra que evidencia a un hombre que no sufre porque María Cristina lo quiera gobernar, sino porque teme lo que eso puede significar para los observadores. Detenernos en variadas expresiones culturales nos ofrece material para hacer visibles las preconcepciones de género. En uno de sus maravillosos ensayos, Vaclav Havel (1987/1991) cuenta de un amigo encarcelado por razones políticas en la vieja Checoslovaquia sometida al control soviético, que venía sufriendo de un asma terrible por las condiciones de su arresto. Intentando apoyar al amigo se dirigieron a un periódico norteamericano, que les contestó que solo podían escribir algo en caso de que el amigo muriera. Havel continúa diciendo que todo su país (en ese momento) sufría de asma, de un padecimiento crónico pero poco dramático como para llamar la atención de la comunidad internacional: “No merecemos atención puesto que carecemos de historia y de muerte. Tenemos solo asma. 221
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¿Y quién se divertiría escuchando nuestra tos estereotipada? La verdad es que no se puede escribir continuamente sobre alguien que respira con dificultad” (p. 178). Su ensayo es un hermoso alegato a favor de la búsqueda de formas nuevas para registrar el padecimiento asfixiante de falta de libertad que tuvieron que sufrir bajo el régimen totalitario. Su ensayo es un alegato a favor y un ejercicio literario de visibilización.
Validación Muy cercana a la visibilización, aparece la validación como un complemento indispensable. Una vez nombradas e identificadas las circunstancias sociales y culturales que producen malestar, generalmente aparecen las emociones concomitantes. Aparecen las expresiones de indignación, ira, resentimiento que estas vivencias crónicas fueron gestando. Este tránsito suele ser un reto para la psicoterapia. A menudo nos sentimos abrumados por la magnitud de estas emociones, a tal punto que podemos sentir deseo de volver a callar los reclamos o de cambiar el tema. La especialista en los efectos del trauma prolongado en la población infantil, Lenore Terr (1991), considera que la ira es una de las consecuencias cardinales. Ira que se expresará en el ambiente o contra sí mismo y en ocasiones se transforma en pasividad extrema. Ella advierte: “La ira de un niño(a) repetidamente abusado no debe ser nunca subestimada” (p. 76). El poder tolerar y abrir espacio para esos sentimientos contribuye a validar y comprender una serie de experiencias, que por la situación de amenaza, amedrentamiento o atropello, estaban disociadas y generaban confusión en la persona sometida. Pero esto es aún más difícil cuando nosotros, como terapeutas, podemos ocupar simbólicamente el lugar de aquellos que contribuyeron con el abuso o con el silencio. Ya sea porque le 222
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recordamos al niño abusado a otros adultos que afirmaron estar preocupados pero no hicieron nada, o por ser otro hombre cuyas intenciones pueden generar dudas a la mujer que ha sido golpeada, o por ser blanco en una sociedad racista, o un profesional clase media en un país en que la lucha social se ha agudizado. Todos estos dilemas reaparecen en la consulta, no solo como una reedición transferencial que traslada el pasado a la pantalla en blanco que es el analista, sino también con los marcadores inevitables de sexo, educación, raza, clase social que están presentes en el consultorio. Poder tolerar y validar como terapeuta los sentimientos de miedo, desconfianza, ira, resentimiento, etc., que surgieron a partir de vivencias de opresión, la existencia de operaciones políticas y sociales que fueron opresivas y que en ocasiones pueden poner a prueba el vínculo terapéutico es una parte esencial del trabajo (Kagee y Naidoo, 2004). El psicoterapeuta Ken Hardy (2006) es especialmente lúcido en el manejo de las diferencias raciales y de clase social que pueden surgir en el consultorio. Veamos el relato de la siguiente consulta que él está supervisando: Valerie, la terapeuta que conduce la sesión, es una mujer blanca de unos treinta años, una de mis supervisadas. Como Malik es afro-americano y se viste con el uniforme de su generación, me preocupa que Valerie vaya a sentirse amenazada. Mientras cierra la puerta, ya puedo percibir cómo su incomodidad contagia al salón. A pesar de ser una terapeuta habilidosa veo a Valerie claramente más dubitativa y resguardada de lo que jamás la había visto. Más tarde negó que le tuviera miedo a Malik y añadió que nunca se sentía cómoda trabajando con adolescentes. Cuando lo conversamos un poco más, ella comentó que temía admitir que, tenerle miedo a un joven afro-americano de catorce años que no había hecho nada, podía significar que ella era racista. Este es un problema que enfrentan muchos de mis colegas blancos y supervisados con que trabajo: ¿cuándo es justificado este miedo y cuándo es una expresión nociva de racismo?
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Malik describe su infelicidad en la escuela, diciéndole a la terapeuta: “No se puede confiar en ‘El Hombre’” y “Ellos están tratando de joderte”. Él habla en código, trayendo el tema que está más presente en su mente, sin embargo, Valerie se resiste a explorarlo. Ella continúa preguntándole cosas generales sobre su vida, ignorando sus repetidas alusiones al racismo. En cierto momento, Malik hace una referencia al juicio de O. J. Simpson: “Yo crecí escuchando que hay dos cosas que no se hacen”, le dice a Valerie, “no te metes con el dinero del ‘Hombre’” y no te metes con las mujeres del “Hombre”. Luego de confirmar que Malik se está refiriendo a las personas blancas, Valerie le contesta cautelosamente: “Sí, supongo que algunas personas tienen dificultades para aceptar parejas interraciales”. Malik de pronto se pone muy alerta y le pregunta: “¿Y qué piensas tú?”. Sorprendida, ella contesta: “Lo que yo piense no es importante. Las personas piensan cosas distintas.” Pero Malik insiste: “No, yo te lo estoy preguntando a ti, ¿qué crees tú? Cuando Valerie le dice que nunca ha pensado en eso Malik vuelve a insistir. “Es probable que no me gustaría que una hija o un hijo salieran con alguien negro”, le contesta finalmente. “Pero no es por lo que tú piensas, es porque la vida es muy difícil, siendo las cosas como son con este tema”. “Me alegra que lo hayas dicho”, le responde Malik, viéndola a los ojos, sentándose más derecho y subiendo la voz “porque eso es lo que sienten ustedes los blancos. solo que no quieren ser honestos sobre el tema, así que yo tengo que andar por allí sintiéndome como si yo fuera un maldito loco” (Hardy, 2006, p. 121).
Es un extracto elocuente sobre los retos enormes que implica hablar sobre los temas de diferencias raciales, étnicas y socioeconómicas en la consulta. Ilustra cómo el evadir el tema no evita que atraviese de manera esencial la relación terapéutica. También muestra la respuesta de Malik que es de enorme importancia. Él percibe que en su entorno existen prejuicios que, sin embargo, los blancos de su país no están dispuestos a reconocer, por lo que tiene que someterse al doble mensaje de ser discriminado y la confusión que genera el que nadie lo reconozca de manera abierta. Eso lo hace “andar por 224
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allí sintiéndose como si fuera un maldito loco”. La visibilización y la validación de las emociones generadas por la exclusión, permiten la reorganización de esa vivencia y proveen alivio. La aguda confrontación social y política que ha atravesado Venezuela en estos años ha servido para agudizar la mirada con respecto a muchos de estos dilemas. Así por ejemplo, a comienzos del año 2004 una porción significativa de la población reaccionó airadamente a una nueva demora del Gobierno en reconocer la recolección de más de dos millones de firmas reunidas por la ciudadanía para someter al presidente a un referéndum para rechazar o aprobar su gestión, como lo establece la Constitución de este país. Ante el listado de obstáculos que el Gobierno colocaba antes de reconocer el derecho de los ciudadanos y el retraso de más de un año del proceso, irrumpió en el país una ola de protestas callejeras, que trancaron las vías de tránsito, se enfrentaron a las fuerzas represivas del Estado y no pocas veces pasaron de la rabia y la indignación a la violencia. En el capítulo tres se mencionó ya un artículo publicado en esos días por una periodista, del canal del Estado y abiertamente identificada con el Gobierno, llamado “Limpiarse del odio” (Davies, 2004). El artículo estaba repleto de consideraciones médicas sobre los riesgos de una ira prolongada y recomendaciones psicológicas para el control de la rabia, entre los cuales no podían faltar las técnicas de relajación. El artículo parecía un sarcasmo. Sin embargo, en él los especialistas entrevistados no estaban identificados con el Gobierno y contestaron con la mayor sinceridad desde una visión de un “especialista” en problemáticas emocionales, absolutamente ciegos a la interpretación contextual de la ira colectiva de la que estaban hablando. El mensaje se leía como: “No proteste, no grite, no se indigne, no enfrente a las arbitrariedades del poder. Eso puede ser peligroso para su salud. Relájese, vaya mejor a terapia, revísese. El 225
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que está mal es usted”. Este tipo de lógica, que por fin desde la vivencia propia permitió que muchos psicólogos y psiquiatras pudiesen identificar los riesgos de un discurso que oscurece las variables contextuales y políticos del malestar, es con demasiada frecuencia el que utilizamos cuando atendemos a personas que han sido sometidas a vivencias sistemáticas de violencia, opresión, exclusión en sus familias y comunidades. Las “técnicas de control de la rabia” a menudo caen en las trampas de la lectura descontextualizada. Desde mi perspectiva, el objetivo principal de la terapia no es eliminar la rabia, ni la ira, aun cuando para muchas personas la terapia va a ayudar a mitigarlas. Pero el objetivo final es proporcionar alivio al sufrimiento y ayudar a la persona a apropiarse de nuevo de su vida, de manera que esté más preparada para escoger su camino y enfrentar sus retos. En situaciones de opresión crónica, la rabia puede ser una fuente necesaria para ese camino. Hay una diferencia significativa entre la ira y la violencia. A la violencia le ponemos freno, buscamos los mecanismos para detenerla. Pero podemos validar la ira en el consultorio al mismo tiempo que protegemos a la persona atendida para que esta no se transforme en violencia. Al final encuentro mucho más útil validar la ira de las personas sometidas a abuso y luego pedirles que vayamos construyendo opciones para hacer algo con esa ira, distintas a la violencia autodestructiva, que engancharme en técnicas disuasivas que no resuelven el malestar.
Problematización Como se puede ver, las estrategias mencionadas están íntimamente entrelazadas. Después de hacer visibles las preconcepciones que a veces aprisionan la vida y haber validado los sentimientos de estas circunstancias, intentamos profundizar el espacio para la reflexión utilizando la problematización. Mon226
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tero (2006) toma el concepto de la pedagogía de Freire (1970). Tomamos el concepto de problematización de la psicología comunitaria. Montero (2004) la define como: Proceso de análisis crítico de las circunstancias de vida y del rol que en ellas desempeña la persona, que cuestiona las explicaciones y las consideraciones habituales acerca de esas circunstancias (p. 293).
La problematización busca generar un proceso en el cual: (...) las respuestas trilladas, las explicaciones habituales, los lugares comunes dejen de cumplir la función de proveedores de respuestas adocenadas y produzcan una movilización en la consciencia ante la falta de sustentación de las explicaciones manidas y la comprensión de la contradicción o de la ausencia de fundamentación (Montero, 2006, p. 230).
La explicación que Montero da de la problematización tiene múltiples analogías con el proceso psicoterapéutico reflexivo. Ella subraya que para que se dé es indispensable la relación. Además, añade que requiere de las siguientes condiciones: capacidad de escucha, capacidad de diálogo, apertura a la duda, énfasis en un intercambio bilateral que no viene con nociones preconcebidas, capacidad reflexiva, respeto, capacidad crítica, enfoque en circunstancias reales concretas, énfasis en la transformación y capacidad de tolerar y trabajar con el silencio (2006). La problematización abre espacio para resistir a las recetas para la buena vida, los slogans simplificadores y ayudar a las personas a identificar las fuentes de sus concepciones valorativas, la variedad de discursos que las constituyen y para pensar de nuevo (o por primera vez) si esas concepciones les facilitan o les dificultan continuar desarrollando sus vidas. Quizás sea importante remarcar que no es esta una visión amoral, sino todo lo contrario, que reconoce el peso del marco valorativo en las vidas de las personas, pero que al mismo tiempo ayuda a 227
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comprender que este marco ni es homogéneo, ni absoluto, ni inevitable. El psicoterapeuta de familia White (1995) me resulta especialmente lúcido formulando preguntas que ayudan a problematizar las explicaciones habituales que en ocasiones pueden constreñir la vida. Él invita a ubicar las atribuciones explicativas habituales y luego a hacer preguntas como: ¿cómo te reclutaron para que defendieras esa opinión? ¿En qué círculos se sostienen con más fuerza estas opiniones? ¿Todas las personas pertenecientes a esos círculos concuerdan con esta opinión? ¿Qué crees que sucedería si tú discreparas en su presencia? ¿Qué tipo de presión crees que experimentarías para que te sometieras o te retractaras? ¿Y qué consecuencias piensas que tendrías que afrontar si no quisieras hacerlo? Como se puede ver, estas preguntas ayudan a encontrar las fuentes concretas de los juicios que la persona utiliza para interpretar su vida, así como los mecanismos de poder con que se defienden. Asimismo, al preguntar si todos en esos círculos concuerdan con esta opinión se abre el espacio para pensar que hay otras alternativas y explorar las situaciones en que algunas personas logran defender estas opciones. A menudo es útil contrastar distintos marcos de referencia y pedirle a la persona que examine qué ventajas y desventajas tiene cada uno de ellos. De esta manera no se condena ni exalta ninguna de las opciones, sino que se examina las consecuencias a las que nos somete concebir la vida de una manera u otra. La exploración detenida del lenguaje cotidiano nos ha resultado útil para la tarea de visibilizar y luego problematizar algunas concepciones culturales. Así por ejemplo, en el trabajo con jóvenes violentos y de prevención de la violencia escolar (Llorens y Morillo, 2007) a menudo utilizamos las palabras de la jerga para construir conversaciones problematizadoras. A par228
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tir de los noventa comenzó a aparecer la palabra “cartelúo” en el lenguaje juvenil para designar aquello considerado valioso, atractivo. Al investigar sobre los orígenes de esa palabra encontramos que proviene de la subcultura de los carteles de tráfico de droga en el cual un hombre “con cartel” es aquel considerado más peligroso, el que tiene más asesinatos a su nombre (Duque y Muñoz, 1995). Al detenernos en estas palabras e invitar a los jóvenes a que investiguen sobre sus orígenes y significados para luego ponderar sobre sus implicaciones, abrimos espacio para hablar sobre los valores atribuidos a la peligrosidad y la violencia, a preguntarnos por qué ha venido a valorarse tanto estos aspectos, de dónde provienen estas concepciones, en qué circunstancias utilizan esa palabra y en qué contextos escogen alguna alternativa, qué ventajas y limitaciones ofrece, así como abrir la mirada a pensar cómo en ocasiones importamos concepciones de vida que entran camufladas pero van construyendo un marco particular, con sus ideales y sus prohibiciones. Así por ejemplo, un joven de una de las barriadas pobres de Caracas, que había sido criado por una madre sustituta, estaba estudiando el primer año de bachillerato cuando su hermano de crianza mayor fue asesinado en una disputa entre bandas. El hecho fue devastador para su madre, quien entró en una profunda depresión y él comenzó a presentar problemas de conducta en el aula. Al hablar con él me contó que estaba molesto con una de sus maestras que le había dicho “inepto”. A partir de allí había comenzado a mostrarse rebelde y desafiante en clase. Indagando un poco más nos contó la historia del asesinato hace unos meses de su hermano. Nos dijo que estaba muy preocupado por su mamá y que tenía enormes deseos de vengarse. La acumulación de pérdidas e injusticias en la vida de este joven habían llegado a un punto de quiebre. Abandonado por sus padres biológicos había construido una sensación mínima de pertenencia y apego 229
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a la familia que lo recibió con la cual sentía una deuda, al mismo tiempo que unido por un puente frágil. Asimismo, el joven había logrado desarrollar algo de sentido de valía y propósito a través de su avance escolar. Tenía un buen lazo con su hermano de crianza, quien lo animaba a continuar los estudios y evitar “los malos pasos” de la delincuencia que el mayor no había logrado evitar, sin embargo, el asesinato de ese hermano había desatado los sentimientos acumulados de pérdida y todo un enredo de precarias identificaciones. El comentario de la maestra solo había servido para atizar su furia y dudar aún más de la posibilidad de realmente ser capaz de construir una vida a través de la educación y no de la delincuencia. La identificación con el hermano muerto, en medio del duelo, complicaba el escenario. Además de todas las tareas emocionales complejas que este joven enfrentaba, tenía que hacerlo en medio de un marco cultural que a menudo opina que para ser hombre hay que aprender a defenderse, a volverse peligroso y, sobre todo, a vengar la muerte del hermano. En nuestras conversaciones lidiaba con los fuertes sentimientos de odio y, los deseos de venganza. Además de ofrecer espacio para ventilar y contener esta tormenta emocional el trabajo incluyó el esfuerzo de detenerse a pensar en las opciones que su vida parecía estarle ofreciendo, para tener tiempo de ponderarlas. El legado del hermano mayor servía de bisagra que en ocasiones parecía abrir el camino a las bandas y las armas, y en otros, a través de las palabras que recordaba, le servían de estímulo para quedarse en la escuela. La pregunta que a menudo le hacía yo en las sesiones que tuvimos era: ¿qué crees que tu hermano hubiese querido que hicieras? ¿Cómo será la mejor manera de honrar su recuerdo? A través del hermano pudimos explorar las distintas series de expectativas culturales que pesaban sobre sus jóvenes hombros y el delicado dilema existencial en que se hallaba. Este joven, como muchos otros 230
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de nuestras ciudades, se hacía preguntas sobre la violencia de su comunidad, lograba ubicar que las presiones a responder a cualquier desafío y enfrentamiento podían tener la ventaja de comunicar una imagen de hombre peligroso y de que no estaba dispuesto a someterse a la imposición arbitraria de algún otro joven abusivo. La valentía y el arrojo no son cosas malas en sí. Pero al mismo tiempo podía entrever que esta lógica del enfrentamiento lo insertaba a la larga en una espiral de violencia de la cual luego era difícil sustraerse. White (1995) invita también a explorar lo que él denomina “acontecimientos excepcionales”, ocasiones en que los sucesos no cuadraron con las interpretaciones habitualmente asignadas. La exploración de estas excepciones ayuda a problematizar las explicaciones automáticas y a pensar en opciones interpretativas alternativas. A su vez, Marcelo Pakman (1997) invita a comprender la psicoterapia como una práctica social crítica, a ayudar a examinar con las personas el peso de los discursos políticos que subyacen a los distintos ideales personales. El trabajo que realiza con jóvenes latinoamericanos que viven en los Estados Unidos es ilustrativo de situaciones análogas a las nuestras. Él se pregunta sobre el hecho de que muchos jóvenes con conductas desviadas parecen defender con ahínco los mismos valores que contribuyen a excluirlos y menospreciarlos. Así encontramos a menudo, en jóvenes con carencias graves, una gran avidez por obtener los objetos materiales que representan los marcadores de éxito, que precisamente fortalecen los prejuicios en su contra: Cuando estamos en condiciones de entablar conversaciones reflexivas con jóvenes como él y hablamos acerca de su visión de las expectativas de la “sociedad blanca” respecto de ellos, a menudo se sorprenden del hecho de que podrían estar perfectamente de acuerdo con el prejuicio acerca de ellos y de hecho reforzándolo, en lugar de ser los rebeldes que creen que son (p. 260). 231
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Ubicación del terapeuta Quizás el elemento más controversial de todo lo que se viene planteando tiene que ver con la propuesta de que el terapeuta está inevitablemente situado política, histórica, social y éticamente, y que estos elementos influyen en la relación terapéutica, estemos o no dispuestos a incluir nuestro bagaje cultural en el diálogo terapéutico. La revisión posmoderna invita a reflexionar sobre las influencias sociales de todas las herramientas teóricas y técnicas para así poder flexibilizarlas, someterlas a la crítica continua y a un diálogo más amplio. Por ende, invita al terapeuta a ubicar cuáles son los orígenes de su sistema teórico y su práctica. Asimismo, lo invita u obliga a someter esas prácticas a una revisión crítica constante y a someterse a la retroalimentación de las personas con que trabaja. En el capítulo anterior mencionamos ya el desarrollo de los grupos reflexivos de Andersen como uno de los ejemplos de la implementación de actividades que permiten esto. El eje fundamental de la ubicación del terapeuta es, creo que en cualquiera de los sistemas teóricos, el posicionamiento ético. Incluso en aquellos terapeutas que defienden el concepto de neutralidad, se trasluce que este mismo tiene un basamento ético. Dicho de otra manera, se puede entender la neutralidad como un intento de respetar la libertad de elección y pensamiento de las personas con que trabajan, como una actitud de aceptación profunda de que la otra persona se tiene que hacer cargo de las decisiones de su vida, lo que nosotros haríamos o nos parecería conveniente en el mejor de los casos no es relevante, y en el peor de los casos implica el intento de reclutar al otro a nuestro propio sistema ético. Pero, como se ha mencionado, muchos autores han argumentado que esta posición no es éticamente neutral, es en sí 232
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misma un punto de vista. Ni siquiera es políticamente neutral, porque lleva a decisiones sobre cómo administro el poder que me confiere la relación terapéutica. Lo político y lo ético no es algo externo a las relaciones humanas que tomo o dejo, las atraviesa a todas. La formación terapéutica recela de las discusiones éticas porque nuestra reflexión personal nos ha hecho ver con qué facilidad estas degeneran en posiciones moralistas que constriñen la vida. Prilleltensky (1997) ha señalado que la psicología tradicional tiende a evitar conversaciones sobre posicionamientos éticos y morales por miedo a caer en posiciones dogmáticas, fanáticas y autoritarias. El filósofo y psicoanalista Guyomard (1999) hace un recorrido lúcido por la ética en el psicoanálisis e ilustra con claridad cómo Freud, influido por el pensamiento científico de comienzos del siglo xx, intenta distanciarse del tema. En una carta de Freud a un pastor, llamado Pfister, que acababa de publicar un texto titulado “¿Qué le ofrece el psicoanálisis al educador?”, escribe: “Para ser franco... la ética me es ajena, y usted es pastor de almas. Yo no me rompo demasiado la cabeza con el tema del bien y el mal...” (c.p. Guyomard, p. 129). Freud coloca la ética del lado de las instancias represoras y por ende es altamente sospechosa de ser siempre opresiva. Tanto Freud en particular como la psicología en general han contribuido a la revisión de muchas creencias culturales moralistas que tanto han limitado las posibilidades creativas y expresivas de las personas. No es extraño que temamos que el posicionamiento ético pueda conducir a dogmas terapéuticos y a nuevas versiones de encarcelamiento. El terapeuta reflexivo evita convertir su práctica en imposición y adoctrinamiento, en una nueva manera de robarle libertad a la persona que consulta. Esto sin duda constituye siempre un riesgo. Sin embargo, evitar el adoctrinamiento no 233
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significa que no se esté operando con una ética. En palabras de Guyomard (1999): Si el analista no es un director de consciencia, si no impone su juicio más que en la naturaleza “económica” del conflicto psíquico y del juego de las pulsiones, es al paciente a quien le corresponde elegir. Las razones de la negativa a elegir en lugar del paciente también derivan de una ética (p. 126).
Asimismo, rehuirle al tema, decir que el tema es ajeno, no resuelve el problema, sino que deja los fundamentos éticos con que se está operando sin ser examinados. Siguiendo a Prilleltensky (1997): Las consecuencias de operar sin una serie lúcida de principios guías pueden resultar graves. Muchas creencias asumidas y prácticas inscritas en nuestra mentalidad profesional pueden conducir a excesos en el abuso del poder. Estas incluyen cosas como creer que sabemos qué es lo mejor para el cliente, minimizar la autonomía del cliente al excluirlos del proceso de toma de decisión, estigmatización de individuos con etiquetas orientadas al déficit, definir los problemas solo en términos intra-psíquicos y dejar de considerar las injusticias sociales. La mayoría de estas prácticas dudosas no son perpetradas por actores descaradamente inmorales. Sino más bien son prácticas de rutina que aparecen sin ser revisadas en los escenarios privados y públicos. Aun cuando una explicación clara de nuestros valores, creencias y prácticas no nos garantiza una mejoría de los servicios, es un paso importante para evaluar el impacto de nuestras prácticas sobre los clientes, estudiantes y el público en general (p. 518).
La opción que se presenta para intentar contrarrestar este riesgo es someter nuestro pensamiento y práctica al diálogo, ponerlo afuera, en discusión. El mismo autor, en línea con los argumentos que se han venido presentando a lo largo del libro, propone que a todo terapeuta se le exija: 1) hacer explícito, articular cuál es su visión sobre lo que representa individual y colectivamente una buena vida; 2) formular las acciones a través de las cuales esas visiones toman cuerpo. El psicoanalista Phillips (2000) lo expo234
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ne de una manera análoga cuando considera útil interrogar cada teoría psicoanalítica y a los terapeutas preguntándoles: ¿cómo sería el mundo resultante si pudieras atender y curar a todas las personas? Intentar identificar y explorar los ideales que subyacen a cada visión de la humanidad para poder someterlos a revisión. Lacan, dentro del psicoanálisis, ofrece una variante a esta discusión. Su formulación contrasta con la posición moderna de Freud sobre la ética. En ella reconoce que inevitablemente toda acción humana implica una ética. A esta disertación dedica uno de sus seminarios, “La ética en el psicoanálisis” (1988). Allí Lacan busca una medida, un valor que le permita orientar el juicio (Guyomard, 1999). Concluye que esa medida es: el deseo. La medida del deseo consiste en la “búsqueda de la verdad del sujeto” (Lander, 2004, p. 397). Esa verdad del sujeto corresponde al descubrimiento y atrevimiento a actuar según el dictamen de sus deseos íntimos. Ante las acciones humanas desde el psicoanálisis, considera Lacan, debemos preguntarnos: “¿Has actuado en conformidad con el deseo que te habita?” (1988, p. 362). Desde esta perspectiva el analista es ético en la medida en que no contamina el deseo del analizado con el suyo propio, no ofrece respuestas, en cierto sentido, no se presenta como un experto que tiene “verdades” sobre el mundo íntimo de la persona con quien trabaja, sino que contribuye a hacer preguntas para que este siga buscando su propia verdad. Esta visión baja al analista un poco del escalón de la experticia científica omnisapiente. Sin embargo, sigue siendo circular, en el sentido de que pretende no estar influyendo al analizado con ningún sistema ético previo y parece claro que el valor alrededor del cual se está construyendo la relación es el de libertad individual. Veamos un ejemplo: el psicoanalista venezolano Rómulo Lander escribe en un libro extraordinariamente claro y preciso llamado Experiencia subjetiva y lógica del otro (2004): 235
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No actuar en conformidad con el deseo, es pasar a la impostura. Es actuar en conformidad con la exigencia familiar y social. Es como dice Lacan “la traición a sí mismo”. Aquí la ética del Psicoanálisis, toca la ética del Psicoanalista, ya que este podría estar fuera de una posición ética, si hace alianza “inconsciente” con las demandas y valores “familiares y sociales” de su analizando (p. 397).
Este fragmento termina afirmando que existe una verdad más elevada, que es la verdad del deseo del sujeto. Asimismo, la exigencia familiar y social es, como en Freud, el enemigo que conduce a la “impostura”. Desde el punto de vista del construccionismo social, tanto la ética del psicoanálisis como la de la familia y la sociedad son distintos discursos alternativos, con cargas valorativas distintas (aunque también con puntos de consenso). Desde el construccionsimo social la palabra “impostura” resulta sospechosa. Impostura alude a una realidad “menos auténtica”, a una fachada, pero ¿considerar que una manera de estar en el mundo es más o menos impostura que otra, no es ya una toma de posición, no es una afirmación sobre lo que considero más real, una respuesta a las interrogantes del sentido de la vida, una manera de estar en el mundo que el analista le está vendiendo (a su manera, con su propio estilo retórico: con silencios, con preguntas) al analizado, no es una apuesta a la individualidad, no es también parte del “deseo” del analista que la humanidad camine por esos senderos? Creo que la mayoría de los terapeutas estarían de acuerdo en que la psicoterapia anda con más aliento cuando el terapeuta deja de lado sus impulsos pedagógicos y en vez de intentar pontificar se dedica a escuchar con asombro y a acompañar con apertura. Además, creo que en términos generales la búsqueda de mayor libertad personal, libre de las limitaciones neuróticas que a menudo empobrecen la vida, es una de las ganancias principales de una psicoterapia que funciona. Pero creo que son 236
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más bien los ambientes discursivos demasiado homogéneos, las instituciones cerradas sobre sí mismas, que van naturalmente estableciendo una jerarquía intelectual, que van convirtiendo sus hábitos en dogma, que van empobreciendo la aventura del pensar. Que en algún momento sienten que siguiendo ciertas prescripciones pueden asegurar el camino real hacia el sentido último. Bastante se ha escrito sobre la repetición de este fenómeno en las instituciones psicoanalíticas: Cuando los psicoanalistas pasan mucho tiempo juntos, ellos comienzan a creer en el psicoanálisis. Comienzan a hablar con certezas, como miembros de un culto religioso. Como si ya hubiesen entendido algo. Se olvidan, en otras palabras, que solo están contando historias sobre otras historias; y que todas las historias están sometidas a una multiplicidad incognoscible de interpretaciones. El mapa se convierte en el terreno debajo de sus pies; y los mapas siempre tienen mucho menos espacios que la vida (Phillips, 1995, p. xvii).
El dilema que trae el posicionamiento ético es poder identificar a qué serie de valores nos adherimos. En un mundo que hemos descrito como múltiple, no parece sencillo defender una serie de criterios valorativos sobre otros. En abstracto todos podemos estar de acuerdo con la importancia del derecho a la vida y la libertad, pero en las vicisitudes concretas de la vida, ¿debemos hacer algo para detener a la persona que acude a nuestra consulta por depresión, cuando simultáneamente detectamos que tiende a perder el control y golpear a sus hijos con un cable todos los fines de semana? ¿Debemos intervenir para impedir inmediatamente que estos actos se repitan aun sabiendo que la relación terapéutica va a ser afectada y que posiblemente estamos imponiendo un valor nuestro de protección de la vida de los niños por encima del derecho de esta persona a escoger las modalidades de crianza que considera culturalmente acep-
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tables? Es en preguntas concretas como estas y otras aún más sutiles que los dilemas éticos cobran vida en el consultorio. Yo tiendo a pensar que es muy importante que los terapeutas sometan a una reflexión continua y profunda este tipo de dilemas, que los expongan en discusiones con sus colegas, con otros profesionales y con las personas que atienden, para intentar construir una mirada más compleja. Prilleltensky (1997) advierte que intentar clarificar qué valores pueden ser útiles para los psicólogos en sus intentos de contribuir a la vida es una tarea ardua que requiere de un proceso continuo de reflexión sobre las posibles omisiones y contradicciones. El proceso reflexivo, una vez más, es tan importante como el resultado final. El terapeuta también tiene el peso existencial de cargar con su propia vida y la responsabilidad de tomar decisiones, más allá de lo que los manuales de la técnica pueden prescribir. De nuevo, en palabras de Phillips: El psicoanalista no debe preguntarse a sí mismo “¿Estoy siendo buen analista?”. Sino, “¿Qué clase de persona quiero llegar a ser?” Hay muchas personas que van a poder responder la primera pregunta por ti. Pero enfrentados a la segunda pregunta, pueden existir muchos terrores, pero no existe ningún experto (1995, p. xvii).
Prilleltensky viene desarrollando una serie de estrategias para pensar y tomar decisiones sobre los marcos éticos que acompañan la práctica psicológica (1997, 2001; Nelson y Prilleltensky, 2005) que me resultan útiles. Él ubica cuatro fuentes que proveen material para pensar en qué marco ético se debe escoger. La primera fuente la denomina visión y se refiere a los insumos propuestos por las miradas ideales tanto de la vida individual como colectiva. Es aquí donde calzan los aportes de la filosofía. La segunda fuente la considera la contextual, que busca investigar sobre el estado actual de las cosas en el con238
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texto particular en que se va a trabajar, requiere pedir el insumo de las personas con que trabajamos para comprender sus condiciones y su experiencia subjetiva. La tercera fuente se refiere a las necesidades y busca ubicar cuáles son estas en la población, cuáles son las carencias principales y las fuentes de sufrimiento. Finalmente, ubica la cuarta fuente como la acción y las consideraciones sobre los cambios factibles, las consideraciones prácticas sobre las posibilidades reales de cambio. La primera fuente nos provee de una visión, la segunda de una comprensión de las fuerzas sociales presentes, la tercera evidencia los deseos de las personas y la cuarta las estrategias. Siguiendo sus propias recomendaciones y rescatando la influencia de distintas tradiciones dentro de la psicología, Prilleltensky propone cinco valores que en su opinión se complementan y nutren el trabajo de intervención. Estos son: autonomía/ libertad, salud/bienestar, crecimiento personal, justicia social, respeto a la diversidad humana y la colaboración/participación democrática (1997, 2001). En mi caso, estoy de acuerdo con los psicólogos que han utilizado la Declaración Universal de los Derechos Humanos como el marco referencial básico para construir una ética profesional (Kinderman, 2007). Más aún considero que la psicoterapia es una modalidad de activismo a favor de los derechos humanos. Un activismo afectivo que se lleva a cabo en espacios más íntimos, pero que, desde mi perspectiva, está ligado a los movimientos a favor de la defensa y consolidación de los derechos humanos universales. Creo que, aun sin estar libre de dilemas, este texto es el consenso más amplio al que hemos llegado como humanidad en el terreno de los valores. Considero que la doctrina de los derechos humanos es una guía útil para repensar continuamente el trabajo psicoterapéutico. Autores en el campo de la salud pública han argumentado también a favor 239
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de una evolución de la ética de la salud que pase de concepciones médicas a orientaciones basadas en los derechos humanos (Marks, 2001). Es interesante señalar, asimismo, que el Código de Ética elaborado en 1998 por la Asociación Internacional de Psicoanálisis (IPA) incluyó como tercer apartado a los derechos humanos que “ningún psicoanalista participará en, ni facilitará la violación de ninguno de los derechos humanos básicos de un individuo, definidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos emitida por la ONU”. Otros autores han considerado la psicoterapia como una modalidad de activismo a favor de los derechos humanos. Blackwell (2005) cita a numerosos profesionales de distintos contextos que lo han hecho, como Davidson, quien trabajó con víctimas del holocausto; Robert Lifton, que lo hizo con sobrevivientes de Hiroshima y veteranos de Vietnam; Cienfuegos y Monelli ,que lo hicieron con víctimas de la represión política de Chile, y Kordon, Edelmano, Lagos, Nicoletti y Bozzolo, que lo hicieron con víctimas de Argentina. Asimismo, menciona a la Medical Foundation for the Care of Victims of Torture a la que pertenece y que enfatiza el compromiso de los psicoterapeutas de la organización del trabajo a favor de los derechos humanos. Lykes (2000, 2001) también defiende el trabajo psicológico enmarcado como activismo en derechos humanos, aunque añade algunas consideraciones críticas importantes: la necesidad de mantener la discusión ética abierta y no conformarse con una serie cerrada y definitiva de principios, así como la necesidad de considerar las aplicaciones específicas contextuales de estos derechos. Decir esto es al mismo tiempo decir mucho y decir poco. Es decir mucho en el sentido de que saca a la psicoterapia del terreno médico para llevarlo a un terreno más amplio (la medicina y el derecho a la salud, siendo uno de los derechos fundamentales). Es decir poco en el sentido de que no nos libera de la 240
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gran mayoría de los dilemas que se suceden regularmente dentro del consultorio. La defensa de la Declaración Universal de los Derechos Humanos no aclara las circunstancias concretas de las tomas de decisiones diarias. Allí el terapeuta, guiado por su estudio, su experiencia, sus colegas, su autoanálisis, su supervisión, las personas que atiende y sus capacidades, está inevitablemente enfrentado con las preguntas difíciles de la vida. La perspectiva posmoderna solo invita a hacerlo en conjunto y a atreverse a incluirse en la construcción de un proceso compartido. En el consultorio entran infinidad de situaciones humanas atravesadas por los dilemas éticos de nuestros tiempos. Los dilemas de nuestras sociedades en torno a los derechos sexuales, el racismo, el sexismo, las confrontaciones políticas, son a menudo foco del trabajo psicoterapéutico. En ocasiones me he encontrado que las personsa que traen a consulta estos temas desean conocer mi posición sobre ellos. Creo que no hay una única interpretación de estas peticiones ni ninguna respuesta simple y fácil. En ocasiones estas solicitudes pueden estar más marcadas por los deseos que ha despertado la relación transferencial. Deseo de complacer al terapeuta, deseo de forjar una alianza, deseo de obtener algo de su mundo íntimo, de evitar los temas afectivamente dolorosos a través de la intelectualización, etc. Pero a menudo considero que las personas que traen estos dilemas desean conocer qué tan seguro es el espacio para explayarse en sus cuestionamientos personales, sus contradicciones, sus miedos. Algunas personas que han sido victimizadas necesitan de un marco ético seguro, en el que pueden atreverse a exponerse sin el riesgo de volver a ser expuestos al aprovechamiento o el desprecio. En medio de un escenario político muy polarizado, algunos consultantes me han preguntado mis opiniones políticas. A menudo he preferido detenerme a pensar sobre el porqué de esa 241
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petición, muchas veces preguntándoselo directamente a la persona con que estoy trabajando. Las fantasías sobre las ideas del terapeuta son un terreno propicio para el trabajo psicoterapéutico. Pero nos tropezamos aquí con la difícil circunstancia en que el mundo interno y las condiciones establecen algún tipo de paralelo. Desde la perspectiva ortodoxa, la abstinencia y la neutralidad recomendarían el silencio o la mera exploración de las razones de inquietud del que asiste a consulta. La abstinencia es, sin lugar a dudas, una opción que puede ser sumamente pertinente en muchos casos mientras no vayamos a creer que con ella estamos siendo neutrales, que las preguntas no contestadas verbalmente no se comunican también a través del silencio, o de gestos no-verbales, o vestimenta, o lugar en la ciudad en que está colocado el consultorio. Frecuentemente he sentido que la pregunta busca explorar el espacio terapéutico y qué tan seguro es para traer contenidos cargados de pasiones ligadas a la historia política de la familia o a la personal. Si no consideran que el espacio es seguro, las personas guardan esa porción de sus vidas, dejan fuera del consultorio sus opiniones y sus posiciones políticas. No creo que sea útil contestar aquí en abstracto si un terapeuta debe o no compartir sus posiciones políticas ante esta situación hipotética. Creo que esto se tiene que contestar en el contexto específico de cada entrevista, su motivo de consulta, su momento en la conversación, etc. Pero sí creo que es aquí que el posicionamiento ético resulta útil para enfrentar esta variedad de situaciones. Poder compartir los valores sobre el cual se basa el trabajo. Compartir que se tiene una posición (aunque sea la de abstenerse) y que esa posición es inevitablemente parcial, incompleta y abierta a la discusión. Este posicionamiento a menudo ha resultado útil para abrir el espacio para una conversación profunda y reflexiva sobre los dilemas a los que todos 242
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nos enfrentamos. En ocasiones con preguntas difíciles que la realidad le está planteando no solo al consultante, sino también al terapeuta. En las primeras sesiones de evaluación incluyo siempre espacio para invitar a la persona que busca ayuda a que pregunte lo que desee. En medio de los dilemas políticos vividos, algunas personas muy identificadas con una posición me han preguntando sobre mis preferencias políticas. Creo que es una pregunta válida que las personas tienen derecho a hacer. Por eso son sumamente útiles las sesiones iniciales de evaluación en que aún estamos decidiendo si vamos a emprender en conjunto una psicoterapia. Cuando estos temas surgen comparto que considero que lo político es relevante y que la psicoterapia precisamente puede ofrecer un espacio de escucha atenta y respetuosa para pensar en ellos. Asimismo, cada vez más siento que lo más útil y protegido es contestar con honestidad tanto sobre mis posiciones políticas como sobre los lineamientos éticos que guían mi trabajo. También hago hincapié en detenernos en estas preguntas, explorar con detalle las motivaciones que llevan a plantearlas e invito a que el espacio psicoterapéutico se utilice todas las veces que consideremos necesarias para conversar y reflexionar sobre los dilemas políticos de nuestras vidas. Esto le da la oportunidad a la persona a evaluar qué tan cómoda se siente conmigo y con el espacio de conversación ofrecido. Si ambos consideramos que los temas políticos son muy delicados y nuestras visiones muy comprometidas, ofrezco otras opciones de terapeutas con que la persona puede trabajar. En diciembre de 2003, un año después de un paro nacional que generó todo tipo de confrontaciones y agudizó la polarización del país, tres psicólogas de nuestro equipo venían conduciendo un grupo de trabajo para apoyar a madres de jóvenes escolares de Antímano, el sector de bajos recursos con que más 243
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trabaja nuestro centro. Ese grupo había comenzado a lograr un nivel adecuado de confianza y en una de las sesiones varias mujeres comenzaron a contar aspectos silenciados de sus historias personales, entre las cuales aparecieron relatos de violencia extrema. Una de las participantes, por ejemplo, comentó que de pequeña había sido vendida por su padre a otro hombre y había tenido que escaparse para poder regresar a su hogar. Además de todos los procesos psicológicos individuales y grupales que venían desenvolviéndose, el grupo tenía como telón de fondo las circunstancias políticas que generaban tensión. En ocasiones aparecían alusiones veladas a los temas de clase social, como idealizaciones sobre la “educación” y “buen gusto” de las terapeutas o como desconfianza por no provenir de “esa parte de la ciudad” o no ser capaces de entender completamente las cuitas de la pobreza y la desigualdad. En la última sesión del año, las terapeutas entregaron una pequeña tarjeta navideña producida por la Unidad de Psicología a la cual pertenecemos. La tarjeta había sido seleccionada deliberadamente por la unidad para transmitir un mensaje de reconciliación y reencuentro nacional. O así creímos nosotros. El dibujo, realizado por uno de los niños que asistía a un grupo en la unidad, representaba a los dos sectores del conflicto “los chavistas” y “los escuálidos” caminando hacia el centro de la postal, en medio de consignas que pedían la paz. Habíamos pensado (ingenuamente) que la postal era equilibrada y que transmitía un mensaje esperanzador para cualquiera de los dos sectores. Nuestra ingenuidad consistió en pensar que cualquier intervención nuestra podía ser leída contra un fondo neutro y no desde la impresión que pertenecemos a un centro comunitario, financiado por una universidad privada a la que asiste una gran porción de personas de clase media que están en vías de profesionalizarse. En medio del conflicto político y la polarización que impone categorías rígidas de “nosotros-ellos”, 244
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nuestra universidad había quedado abiertamente clasificada como “escuálida”4. Si bien ni las mujeres asistentes al grupo ni las terapeutas habían traído el tema a la conversación, el trasfondo político matizaba inevitablemente las intervenciones. Todas recibieron la postal con agradecimiento, pero al llevarlas a casa, el esposo de una de ellas, militante político, se sintió ofendido y afirmó (según luego relataron las mujeres) que en el fondo estaban tratando de adoctrinarlas y “lavarles el cerebro”. Eso bastó para que la pareja del hombre dejara de asistir al grupo, perdiéndose así una oportunidad maravillosa para poner sobre la mesa las angustias e ideas diversas sobre la situación política actual y las diferencias percibidas entre todas. Desde la perspectiva terapéutica moderna, la intervención de la postal fue claramente errada y el camino a seguir debería ser el de guardarse completamente cualquier alusión a la situación política actual. Como mencioné en el primer capítulo, en esos meses se discutió en un evento psicoanalítico puntos como si los psicoanalistas debían o no asistir a las marchas, corriendo así el riesgo de entrar en espacios públicos en que algunos pacientes pudieran identificar la tendencia partidista de este. En momentos críticos como los que hemos vivido, esta recomendación no deja de tener cierta capacidad persuasiva y quizás hasta sea el mejor camino a seguir. En uno de los textos clásicos en que Freud describe la actitud analítica recomendada se encuentra la siguiente cita: “El médico no debe ser transparente para el analizado, sino, como la luna de un espejo, mostrar solo lo que es mostrado” (1912/1983, p. 1658). En ese artículo titulado “Consejos al médico en el tratamiento psicoanalítico”, Freud 4
“Escuálido” es el término despectivo que se ha utilizado para nombrar a los opositores de Chávez. 245
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aclara, recurriendo a una metáfora quirúrgica, las bondades de asumir una actitud de abstinencia y neutralidad para evitar los riesgos de utilizar la relación terapéutica para adoctrinar al otro. Entre otros consejos recomienda a sus colegas “que procuren tomar como modelo durante el tratamiento psicoanalítico la conducta del cirujano, que impone silencio a todos sus afectos e incluso a su compasión humana y concentra todas sus energías psíquicas en su único fin: practicar la operación conforme a todas las reglas del arte” (p. 1656). Todo esto, como se ha insistido, corresponde a una idealización moderna del conocimiento científico, que se considera capaz de existir en un reino de pureza, sin asidero en un piso histórico y social concreto. Sin embargo, tiendo a pensar que no hablar sobre el tema no lo resuelve, sino que entra a ocupar el lugar de las cosas que de manera soterrada se entienden como un tabú dentro del diálogo psicoterapéutico. El consultante no lo menciona y el terapeuta actúa como si no tuviese importancia. Coderch (2001) cita un maravilloso ejemplo de estas maneras desentendidas de evitar las posiciones partidistas en el diálogo psicoanalítico: Una anécdota ilustrativa de lo que vengo diciendo es la referida por el conocido psicoanalista norteamericano R. Greenson (1967). Un paciente, afín al partido republicano, le comunicó haber descubierto que él, Greenson, era un convencido demócrata. Al preguntarle Greenson en qué basaba esta idea, el paciente le dijo que siempre que él decía algo hostil sobre el partido demócrata, Greenson le preguntaba por sus asociaciones y en muchas ocasiones, acababa haciendo alguna interpretación. Pero cuando manifestaba algo en contra del partido republicano, Greenson guardaba silencio como mostrándose de acuerdo. Además, cuando atacaba a Roosevelt le preguntaba a quién le recordaba, como dando por supuesto que la agresión contra Roosevelt procedía de alguna experiencia infantil. Greenson, sorprendido, tuvo que mostrarse de acuerdo con las apreciaciones del paciente acerca de una realidad que a él le había pasado desapercibida hasta aquel momento (p. 58). 246
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La perspectiva posmoderna libera tanto al terapeuta como al consultante de la exigencia de conversar desde una perspectiva omnisapiente, que flota en el aire puro de la objetividad e invita, en cambio, a los participantes a atravesar juntos los dilemas de las diferencias personales. Esto no hace a nuestro trabajo más fácil, ni lo libera de un terreno fangoso donde siempre existe el riesgo de imponer o adoctrinar. Solo lo hace un poco más honesto y reencuadra el diálogo terapéutico como la conversación entre dos personas con historias distintas, que a pesar de sus diferencias, están intentando construir puentes que permitan reflexionar sobre sus creencias, actitudes y sentimientos. Esto sí, el diálogo se sostiene a través del esfuerzo (principalmente del terapeuta, pero también del consultante) de buscar un espacio de reflexión compartido, a pesar de los dilemas y temores que las diferencias a menudo suscitan. La reflexión posterior nos hizo preguntarnos si fue un error entregar la tarjeta navideña, aun cuando el grupo no era estrictamente un grupo de psicoterapia. Pero mi impresión es que, más que la entrega de la tarjeta, el hecho de que no se había abierto el espacio para hablar sobre los temas políticos que rodeaban las circunstancias del trabajo con las mujeres, es donde estribaba el error. Ante lo tenso de la situación, tanto las psicólogas como las participantes habían querido dejar fuera los temas políticos, lo que dejaba así que las fantasías atravesaran el espacio grupal sin ser examinadas y metabolizadas. La tarjeta parecía haber expresado las angustias y las fantasías a que estaba sometido el grupo por el marco político del país. Las diferencias imaginadas operaban en la fantasía (por lo menos de las terapeutas) y en el motivo navideño de unión de grupos en conflicto parecía actuar el deseo de salvar estas distancias, pero sin tener que atravesar el difícil camino de atender las razones y circunstancias del enfrentamiento. 247
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El trabajar desde esta perspectiva no significa que el terapeuta tiene una visión profunda, ilustrada y definitiva sobre temas tan amplios y complejos como el aborto, la clonación humana, la globalización, la pena de muerte, la mutilación genital femenina, etc., ni siquiera del destino político de su propia comunidad. El terapeuta lo que está es dispuesto a buscar maneras para poder entrar a reflexionar a través del diálogo sobre dilemas que son difíciles, y en ocasiones urgentes para todos nosotros, al mismo tiempo que tiene la mirada colocada en cómo esos temas se relacionan e influyen en la vida afectiva y las relaciones interpersonales de las personas con que se está trabajando. Además, la disposición del terapeuta a compartir su perspectiva no significa que esto sea uno de los objetivos de la conversación terapéutica, ni que necesariamente va a ser un tema de conversación en todos los procesos realizados. En muchos casos puede que no resulte relevante. De nuevo, lo que significa es que el terapeuta está dispuesto a hacerlo con la mayor honestidad posible y no va a esconder sus perspectivas y posicionamiento, transmitiéndole al consultante una idea de estar más allá del bien y el mal. Al estar dispuesto a compartir y discutir sobre sus influencias, el terapeuta contribuye a deconstruir el lugar de poder que le otorga la posición moderna de “experto”. De las citas de Freud se desprende que el terapeuta inspirado por la modernidad conduce un proceso que es jerárquico, se considera a sí mismo como un conocedor objetivo que recolecta información, que evita los terrenos fangosos de las posiciones políticas, que tiene experticia sobre qué es sano y qué no lo es (psicótico, perverso, neurótico), por ende, cómo es que se debería vivir y que tiene certeza sobre algunas de las cosas que llega a conocer. En cambio, el terapeuta posmoderno asume una posición que invita a construir un proceso de colaboración, entre personas con distintas perspectivas y experticias, en la cual la 248
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experticia del terapeuta reside en su capacidad para construir espacios de diálogo y reflexión, y en los que el terapeuta puede colocarse en el lugar del no-saber, considerando que el conocimiento es procesual, dialógico y evolutivo. Obsérvese cómo esta manera de concebir la terapia también abre espacio para que el terapeuta se confronte, revise y tome el riesgo de examinar sus propios prejuicios, enfrentado a la mirada de la persona con que está trabajando. Muchas de las preguntas que nos estamos haciendo los venezolanos en estos momentos son nuevas, ninguno de los sectores tiene ya una respuesta definitiva sobre cómo construir una nueva manera de relacionarnos y convivir. Si el terapeuta permite concebirse como otro actor social en proceso, tiene la oportunidad de participar como otro miembro y quizás tenga la posibilidad de aportar sus habilidades en conversación, escucha y reflexión para ensanchar la posibilidad de diálogos constructivos. En palabras de Pakman (1997): Un diálogo reflexivo como ése tiene la potencialidad –y digo solo la potencialidad, pero ya eso es algo– de constituir una práctica descolonizadora no solo para ellos sino también para nosotros mismos (...) Una mente colonizada es la que respeta la solidez del mundo tal como es postulado por el colonizador (incluyendo sus valores). Y el colonizador somos nosotros mismos siempre que perdemos una postura reflexiva, pues aceptamos una organización social de la interacción que restringe nuestras posibilidades de actuar y mantiene el statu quo (p. 260).
Conclusión Las herramientas presentadas intentan utilizar los aportes del feminismo, el construccionismo social y la psicología comunitaria para ampliar el espacio de la conversación terapéutica. En el camino abren preguntas fundamentales sobre las relaciones
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de poder y las teorías del conocimiento que subyacen en las teorías psicoterapéuticas, acercándose quizás más a las revisiones posmodernas del psicoanálisis. En todos los casos, la pregunta problematizadora subyace. Más que la afirmación o el señalamiento, la interrogación como invitación a ampliar la exploración parece ser la mejor vía tanto para la persona que asiste a consulta como para el mismo terapeuta.
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CAPÍTULO VII
Ejemplos clínicos La preocupación central del pensamiento político no corresponde ya a visiones abstractas sobre un mode� lo “positivo” y redentor (así como prácticas políticas oportunistas que son el reverso de la misma moneda) sino más bien a las personas que hasta ahora han sido esclavizadas por esos modelos y sus prácticas. (Vaclav Havel, 1992, p. 181).
En una supervisión clínica con un equipo de terapeutas que trabaja con mujeres que han sufrido violencia se presentó un caso en que la militancia política estaba íntimamente ligada a la construcción de la identidad y el posicionamiento existencial de la persona que había acudido a la consulta. Sin embargo, la psicóloga, que hábilmente había explorado otras áreas sensibles, no había hecho ninguna pregunta sobre sus afiliaciones y creencias en ese terreno. Era finales de 2006 en que de nuevo la confrontación política en Venezuela había estado tensa y todos vivíamos sus embates. Al preguntarle a la terapeuta por qué no había explorado un poco más sobre la dimensión política que destacaba en la vida de esta mujer activista, ella contestó: “Es que eso es como la religión, de 251
Ejemplos clínicos
eso no se habla”. La respuesta nos sorprendió a todos, incluso a la terapeuta, que inmediatamente se dio cuenta de lo curioso de su planteamiento. Ella quería decir que los terrenos personales sobre las creencias fundamentales de las personas eran terrenos que no estaban abiertos a discusión. La contradicción se hizo evidente, ya que la invitación psicoterapéutica suele incluir algo como que en el espacio de la consulta hay libertad para hablar de lo que sea que la persona desee sin censurar nada. Pero la situación que veníamos viviendo como colectivo se filtraba a nuestra experiencia psicoterapéutica y, así como limitábamos nuestras interacciones en el terreno público para protegernos y para evitar polémicas dolorosas innecesarias, también se habían comenzado a limitar los espacios psicoterapéuticos. Así como las posiciones religiosas irreconciliables, así estábamos sintiendo algunos aspectos de nuestros dilemas políticos. Este ejemplo no es una anécdota aislada, muchos espacios de trabajo psicológico comenzaron a limitarse y censurarse de manera explícita o encubierta. A unas estudiantes haciendo su pasantía en un hospital psiquiátrico público les pidieron que no incluyeran en sus notas clínicas el contenido político de los delirios de algunos pacientes que estaban entrevistando. En la sala psiquiátrica del Hospital Militar se autocensuran los pacientes y los médicos para evitar complicaciones. En algunas clases universitarias algunos profesores pedían explícitamente que se dejaran los temas políticos fuera del salón para poder evitar polémicas irresolubles. Conversar sobre lo político se convirtió en algo demasiado cargado emocionalmente y amenazante para poder permitirle entrar. De nuevo, no creo que esta opción sea incorrecta en todos los casos. Quizás sí hay lugares en que cabe una restricción para facilitar la convivencia y que el objetivo de la actividad no se pierda. Pero quisiera pensar que la psicoterapia y el salón de cla252
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ses son precisamente algunos de los lugares donde deberíamos estar intentando reflexionar sobre nuestros dilemas de convivencia, donde podríamos aprovechar para hablar de manera protegida sobre temas cruciales para todos. Más allá de esto, la práctica revela que, querámoslo o no, lo político atraviesa todas nuestras vidas y está siempre en el consultorio. El trabajo es pensar cómo podemos incluirlo de manera ética y facilitadora.
Intervención en crisis La contextualización de la comprensión se hace relevante desde el primer momento de la consulta psicoterapéutica. En situaciones de convulsión política y social esto se hace aun más evidente. El trabajo que hemos venido realizando con personas que han sido desplazadas de sus comunidades por la situación de enfrentamiento bélico que arrastra nuestro vecino país colombiano y que buscan refugio en Venezuela, nos lo ha mostrado de manera dramática. En varias personas atendidas hemos encontrado niveles sumamente altos de angustia, acompañado de mucha tristeza, miedo constante, preocupación sobre la seguridad suya y de la familia, reacciones de hiperalerta, hipervigilancia, insomnio agudo, ideación suicida, desesperación, sensación de desamparo, imágenes intrusivas continuas de situaciones traumáticas vividas, rabia contra los agresores y contra el mundo en general, confusión, dificultad para reorganizar la vida e imaginar un futuro mejor, entre otros síntomas. Muchas de estas personas han presentado síntomas que podrían categorizarse como estrés postraumático. Así por ejemplo, un hombre de mediana edad reportaba no haber dormido más de una o dos horas diarias durante un año. Mostraba un agotamiento físico notable y 253
Ejemplos clínicos
deseos de poder dormir, pero al mismo tiempo nos relataba que cada vez que se empezaba a quedar dormido aparecía un temor terrible de estar descuidando a su esposa y sus hijos pequeños y se volvía a despertar. El nivel de angustia que este hombre en particular nos transmitía nos hizo tomar la decisión de atenderlo con una pareja terapéutica. Los dos terapeutas que atendimos el caso sentimos que necesitábamos el apoyo de otro profesional dentro del consultorio para poder evitar sentirnos abrumados por el malestar de este hombre. Sin lugar a dudas, mostraba indicios de lo que en otro contexto sería calificado de paranoia: continuamente pensaba que lo estaban vigilando, no quería salir de su residencia ni siquiera para asistir a la consulta, temía haber visto a personas parecidas a sus agresores en varias salidas a la calle, todo esto a pesar de encontrarse en otro país y a miles de kilómetros de distancia de los lugares donde originalmente vivió las situaciones de agresión. Pero las observaciones de Martín-Baró, mencionadas en el capítulo anterior, sobre los refugiados de guerra que atendió y que mostraban altísimos niveles de hiperalerta, que sin embargo, más que un síntoma psicótico, constituían una reacción razonable ante las experiencias vividas y las acotaciones de Herman (1997), quien señala que es importante no subestimar la evaluación del peligro que hace la persona que atendemos por situaciones de violencia, nos hizo postergar esa calificación. Las conversaciones posteriores con las organizaciones que trabajan con refugiados en Venezuela nos confirmaron que si bien era bajo el riesgo de que alguna de las personas desplazadas hasta Caracas pudiesen ser agredidas, sí se habían reportado episodios de agresiones dentro de las fronteras de Venezuela. Durante las semanas que lo atendimos sucedió un renombrado secuestro en Caracas por parte de fuerzas paramilitares no identificadas de un ciudadano colombiano, develan254
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
do la precaria línea entre paranoia y amenaza real en tiempos de conflicto. La administración de una prueba proyectiva, el Test Desiderativo, sirve para evidenciar la fuerte desorganización emocional, especialmente ante temas relacionados con seguridad, lesión y muerte. Al preguntarle qué quisiera ser si no pudiese ser persona él contestó: Yo no quisiera cambiar de lo que soy, quiero seguir siendo yo, pero vivir en otras situaciones. Quiero seguir siendo yo. Tengo que mejorar mucho eso sí, pero no creo en la reencarnación. Entonces no creo que se pueda ser un animal. Si pudiera ser otra persona me gustaría ser un ángel de Dios. Me gustaría tener la potestad sobre la muerte, el dolor, para que nadie me pueda hacer daño...
La respuesta evidencia claramente cómo los contenidos están tomados por la angustia de muerte, la vivencia de desamparo, el dolor y el terror por las agresiones presenciadas. En mi estadía estudiando en la Clínica Tavistock en Inglaterra pude presenciar numerosas discusiones de casos al trabajar con refugiados políticos. En las presentaciones se hacía evidente que, como en Venezuela, los retos de la relación psicoterapéutica no se limitaban a los fenómenos transferenciales en términos clásicos, sino que también evidenciaban los efectos de personas que se encuentran en posiciones muy precarias, con muy poco control sobre un estatus legal que se está dirimiendo en tribunales, relacionándose con un terapeuta, que además de presentar una figura de ayuda, representa la puerta de entrada al país, el puente con una cultura distinta y uno de las pocos sitios de escucha en una red burocrática difícil de desentrañar. Como en toda intervención en crisis, las primeras acciones se dirigen a reestablecer un espacio de seguridad y orden en la vida de las personas atendidas, en el cual las personas sien255
Ejemplos clínicos
tan que logran reestablecer cierto control sobre su ambiente. En el caso de refugiados de guerra, en que la crisis surgió por la acción humana, es claro que el establecimiento de un mínimo de seguridad está íntimamente entrelazado con acciones tendientes a recuperar una situación mínima de derechos. El trabajo con refugiados, como con otros sobrevivientes de violencia, muestra claramente un ejemplo en el cual las intervenciones en crisis tienen que realizarse con algún manejo de las circunstancias sociales que produjeron la crisis, así como en conjunto con las organizaciones y el marco legal relacionadas con el tema (Siddiqui, Ismail y Allen, 2007).
Psicoterapia con personas afectadas por la crisis política
En diciembre del año 2002 la Confederación Venezolana de Trabajadores, organización que agrupa a los sindicatos laborales del país, junto con el sindicato de trabajadores petroleros (Unapetrol) convocó a una huelga general como medida de protesta contra el Gobierno nacional. Las tensiones entre el Gobierno y la oposición habían estallado ya en abril de ese mismo año. Los trabajadores de la empresa estatal petrolera (Pdvsa) venían protestando la progresiva toma gubernamental de la empresa y el Gobierno venía argumentando sobre la posición opositora del tren directivo. El domingo 8 de abril, durante el programa semanal “Aló Presidente”, Chávez despidió públicamente a miembros de la alta gerencia, con un pito, gritando luego de pronunciar cada uno de sus nombres: “¡pa fuera!”. Este gesto contribuyó a la exacerbación de la tensión y esa semana se produjeron marchas multitudinarias en Caracas, conducidas por la oposición. El clímax de estas marchas llegó el 11 de abril, cuando la masa 256
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se dirigió a Miraflores (la sede del despacho presidencial) a solicitar la renuncia del mandatario. La marcha degeneró en un enfrentamiento armado que condujo al asesinato de 21 personas por heridas de arma de fuego y la supuesta renuncia del mandatario nacional. El partido de gobierno y los seguidores de Hugo Chávez denunciaron que se había producido un golpe de Estado y la comunidad internacional desconoció el gobierno autoproclamado del empresario Pedro Carmona Estanga, quien en sus pocas horas al mando había ordenado inconstitucionalmente disolver la Asamblea Nacional y demás poderes públicos. Estos hechos, muchos de los cuales no han sido aún aclarados para la mayoría del país (la comisión de la verdad nunca se terminó de constituir), sirvieron de antesala para las tensiones de ese diciembre. La oposición afirmó estar haciendo una convocatoria a una huelga general y el Gobierno la denominó un “Paro Petrolero desestabilizador y golpista”. La convocatoria inicial que parecía ser parcial se multiplicó con varios eventos que sucedieron en la primera semana, entre los que destacan la represión violenta de la Guardia Nacional a una de las primeras marchas y la aparición de un hombre que disparó contra una concentración de opositores en la plaza Altamira, en la que asesinó a tres personas. La huelga general o paro petrolero (según la interpretación que se le dé) condujo a la paralización de Pdvsa, lo que a su vez produjo una rápida paralización del país por escasez de gasolina y del transporte de todo tipo de productos alimenticios. El Gobierno respondió despidiendo a unos 21.000 empleados de Pdvsa acusándolos de abandono injustificado de sus puestos de trabajo y tildándolos públicamente de “golpistas” y “terroristas”. Daniela fue una de las despedidas. Psicóloga del área industrial, profesional de nivel medio dentro de la empresa, tenía once años laborando en Pdvsa cuando decidió unirse 257
Ejemplos clínicos
al llamado a paro. Afirmaba claramente estar en contra del Gobierno y opuesta al manejo politizado de la empresa. Luego de su despido se comprometió con las organizaciones de exempleados de Pdvsa que se unieron para desarrollar proyectos de activismo político y defensa de sus derechos laborales. En particular, Daniela contaba que, luego de su despido había participado tanto en las marchas públicas en contra del Gobierno como en el diseño y conducción de talleres dirigidos a las comunidades en que se le intentaba explicar a la población el funcionamiento de la empresa estatal y el deterioro al que se la estaba sometiendo. Su participación en este movimiento estuvo marcado por la continua descalificación y persecución pública que el Gobierno ejerció contra todos los exempleados. Como en los otros casos de despedidos de Pdvsa, a Daniela no se le pagó la liquidación de sus prestaciones sociales, de manera que perdió todos los beneficios que la ley le otorga a los empleados despedidos y los ahorros que tenía a través de su trabajo, se le imposibilitó liquidar la hipoteca que había negociado a través de Pdvsa, corriendo el riesgo de perder así el hogar que había comprado. Asimismo, vivió numerosos eventos de amedrentamiento, cuya expresión más atemorizante fue un asalto a su hogar en el que vandalizaron la casa sin robar ninguna de las pertenencias, lo que generó una fuerte sospecha de ser por motivo político y subrayó la sensación de amenaza. Finalmente, sus derechos electorales fueron confiscados. Durante el proceso de recolección de firmas para solicitar el Referéndum Revocatorio en el 2004, una serie de firmas fueron rechazadas, ya que el CNE (Consejo Nacional Electoral) las consideró sospechosas. A los firmantes se les pidió “reparar” las firmas en un segundo evento de recolección de firmas. La firma de Daniela desapareció sospechosamente de la recolección original de solicitud del referéndum y de la lista 258
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para repararlas, perdiendo así cualquier oportunidad de ejercer su opinión en ese evento1. Daniela llegó a mi consulta en agosto de 2004 afirmando: “Nunca pensé que un evento político podía afectar mi vida hasta este extremo”. Cuando comenzamos el tratamiento ella estaba profundamente deprimida. Había sostenido niveles muy altos de ansiedad durante más de un año, que se manifestó de múltiples maneras: pesadillas recurrentes, ansiedad flotante continua, hiperalerta, hiperreactividad, ataques de pánico y un episodio de desmayo. La ansiedad crónica progresivamente había dado paso a una depresión en que el síntoma principal era una fuerte anhedonia en que reportaba sentirse preocupada por haber perdido el disfrute de todas las actividades de su vida. Especialmente por las actividades familiares. Lo que terminó de convencerla de buscar ayuda psicoterapéutica fue la decisión de no asistir a una reunión familiar que siempre había sido para ella de gran importancia. A pesar de haber encontrado un nuevo trabajo reportaba sentirse desinteresada, ya que sentía que el nuevo trabajo de alguna manera le llevaba a desatender la situación del país que era más urgente y también representaba una suerte de traición a sus excompañeros de trabajo. Más aún, Daniela expresaba temor por la sensación de que algo en ella había cambiado irremediablemente, que partes de ella se habían perdido en medio de todo el proceso, que había sido dañada para siempre. Esto le producía un dolor profundo. Una de las cosas que destacó del trabajo que realizamos es 1 Daniela denunció este hecho como lo reporta un artículo publicado en un periódico nacional que no cito para proteger la confidencialidad. En el artículo se la entrevista y ella dice: “Me siento profundamente frustrada, porque no puedo ejercer un derecho constitucional”. Ciertamente estos hechos no demuestran de manera absoluta que Daniela haya sido perseguida y podrían responder a una serie de eventos fortuitos aislados. Sin embargo, la coincidencia de miles de exempleados que han sufrido la misma suerte parece confirmar el ensañamiento. 259
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que Daniela tenía amplios conocimientos de los procesos psicológicos por su formación y también una capacidad reflexiva avanzada por psicoterapias previas en que había estado. Lo que a ella le sorprendía es que anteriormente, en su juventud, había trabajado sobre aspectos familiares y de sus vínculos afectivos, en cambio ahora se veía aún más afectada por un aspecto de su vida completamente distinto: su posición política. Es de por sí interesante que nos sorprenda el impacto que puede llegar a tener el devenir político en el bienestar íntimo, estando tan relacionados los niveles de estabilidad política, acceso a servicios, condiciones de igualdad y libertad, acceso a la justicia, bienestar económico, factores que facilitan o dificultan la vida. Sin embargo, tanto para Daniela como para mí, como terapeuta, se nos presentó un primer reto: intentar entender el sufrimiento generado por la situación política en sí misma, sin apresurarnos a referirnos a los patrones de vinculación, dinámica de personalidad, regulación emocional, etc., con los que estamos acostumbrados a comprender y atender el sufrimiento humano. Todo nuestro bagaje teórico y práctico nos empuja a menudo a dirigirnos a los aspectos individuales para encontrar las explicaciones del sufrimiento y dejar en segundo plano las condiciones sociales más amplias. Nuestras tradiciones teóricas nos halan a remitir los síntomas a los elementos biográficos relacionados con las vinculaciones tempranas o a los aprendizajes significativos (según nuestra perspectiva), como le sucedió a Freud enfrentado con las neurosis de guerra de su época. Y no es que estos aspectos no sean relevantes para comprender cómo se organiza y cobra forma el sufrimiento en la vida de Daniela, sino que irnos de entrada a esos referentes dificulta ver los aspectos aún presentes de acoso a la que está sometida y amenaza con desestimar la importancia de las situaciones traumáticas recientes vividas por ella. 260
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Daniela se sentía aún más atrapada al percibir que el resto del país, sus compañeros de estudio, los miembros de la comunidad educativa a la que asistían sus hijos, las personas con que establecía conversaciones casuales, habían seguido con sus vidas, dejando atrás los eventos de finales del 2002 y adaptándose sin tanta dificultad a la situación actual. A menudo las personas de su entorno le aconsejaban “dejar eso atrás”, “no pensar tanto en eso”, “poner energía en otra cosa”. Estas recomendaciones, en su mayoría bien intencionadas, solo contribuían a acrecentar su sensación de haber quedado devastada por la experiencia, de ser defectuosa, de no funcionar bien, de no poder soltar el dolor no solo por la pérdida de su trabajo, su casa y sus proyectos profesionales, sino también por la sensación de haber sido atropellada injustamente por defender una posición. Se sumaba además la sensación de que la situación de amenaza no había concluido, “lo que me pasó a mí te puede pasar a ti el día de mañana”, le decía en ocasiones a personas cercanas, que a menudo le respondían diciéndole que eso no iba a suceder. Ella dudaba entre entender su angustia por el futuro como una reacción exagerada como consecuencia personal por los eventos vividos o como una interpretación fidedigna de una situación política que entendía como caminando hacia un régimen cada vez más autoritario y represivo. En la consulta yo no tenía, ni pretendí, una respuesta definitiva sobre estos dilemas. Pero entre otras cosas, me remitieron a los reportes de sufrimiento de los veteranos de guerra y víctimas de persecución política en todo el mundo. Los relatos una y otra vez reportan el rechazo que en algún momento comienzan a percibir de su propia red social, que a su vez lucha con la exigencia de sostener el recuerdo de episodios dolorosos para toda la colectividad. Para aquellos que hemos atravesado episodios de enfrentamiento social, de saqueos, de amenaza de guerra, de caos 261
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colectivo, de asesinatos masivos, sabemos lo atemorizante y doloroso que suelen ser esos episodios para todos, tanto protagonistas como testigos. Las personas que han sido traumatizadas por estos eventos suelen ser un recordatorio incómodo de lo difícil de estos tránsitos. No por casualidad suele aparecer una y otra vez la consigna “Prohibido Olvidar”, luego de episodios de crisis social y abuso de los derechos humanos. Al mismo tiempo, por lo menos los venezolanos, nos damos cuenta de lo rápido que olvidamos, cómo inmediatamente empiezan a obrar fuerzas que desean dejar eso atrás y poder retomar la vida cotidiana. Judith Herman cita a un veterano de la guerra de Vietnam, quien decía: La familia y las amistades se preguntaban por qué estábamos tan molestos. ¿De qué lloras? nos preguntaban. ¿Por qué estás de tan mal humor y tan afectado? Nuestros padres y abuelos habían ido a la guerra, habían cumplido con sus deberes y habían regresado a casa a rehacer sus vidas. ¿Qué hacía a nuestra generación tan distinta? Luego nos dimos cuenta que nada. No había absolutamente ninguna diferencia. Cuando los viejos soldados de las “buenas” guerras son sacados de sus velos míticos y sentimentales, y sus historias iluminadas, vimos que ellos también estaban llenos de cólera y alienación... Así que estábamos molestos. Nuestra rabia era vieja, atávica. Estábamos bravos como todos los hombres civilizados que hayan sido enviados a cometer asesinato en nombre de la virtud estaban bravos (Norman, p. 27, c.p. Herman, 1997).
Aunque Daniela, por supuesto, no había vivido situaciones de combate bélico, ni sus síntomas llegaban a los niveles del shell shock, su vivencia asemejaba esta sensación de alienación. Asimismo, ella sentía una combinación de solidaridad, apoyo y sosiego cuando se reunía con otros excompañeros de trabajo que, como ella, habían decidido irse a paro y habían sido sometidos al despido, la descalificación pública, el acoso y la persecución política. Algo había de la compleja experiencia de vulnerabilidad y solidaridad que hacía que aquellos que habían 262
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atravesado situaciones similares pudieran empatizar con algo que hasta las personas cercanas no lograban comprender. Creo que la comprensión del sufrimiento de Daniela se amplía al entender la dinámica de las situaciones traumáticas generadas por la acción de otros seres humanos. El impacto de vivencias de desamparo y terror es distinto cuando estas son producidas por obra humana y no, por ejemplo, por desastres naturales. Una de las diferencias principales que genera este primer tipo de traumas tiene que ver con la distribución de poder dentro de la relación. Es importante notar que, a pesar de lo doloroso que puede ser sufrir una situación catastrófica imprevista como una inundación o un terremoto, es aún más apabullante experimentar un trauma dentro de una relación en la que el otro tiene el poder, y por ende mantiene y amenaza con volver a utilizarlo con la intención de amilanar, amedrentar o liquidar. En el trauma producido por la acción humana el poderoso utiliza las estrategias de dominación para lograr sus objetivos. Estas estrategias han sido ampliamente registradas en distintos ámbitos como en la persecución política (Amnistía Internacional, 1973), la guerra psicológica (Martín-Baró, 1990), el maltrato doméstico (Herman, 1997) y en el acoso laboral (Hirigoyen, 1999). Soy de la opinión de que el Gobierno utilizó estrategias de acoso para aplacar la protesta de los empleados que se fueron a paro y que Daniela ha sufrido el impacto de haber estado expuesta a este acoso. Ciertamente esta es una interpretación sujeta a discusión y que tiene lecturas distintas, en ocasiones diametralmente opuestas, en medio de un clima de aguda polarización política. Trato de recurrir a fuentes diversas para intentar confrontar esta interpretación. Baso esta opinión tanto en el registro de comunicaciones por parte del Gobierno que calzan con las descripciones realizadas por investigadores sobre las 263
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estrategias para acosar a un sector, además de una investigación empírica (Goncalves y Gutiérrez, 2005) que hizo un registro sistemático de las medidas de acoso ejecutadas contra distintos empleados públicos por manifestar su oposición al Gobierno, en distintos momentos de la crisis política actual. Estas investigadoras, a través de entrevistas en profundidad, documentaron las acciones de amedrentamiento a través de descalificación pública, amenazas veladas, intimidación, amenazas explícitas, suspensión de beneficios, burlas, aislamiento social, degradación y, finalmente, presión para que renunciaran a distintos empleos del sector público, despedidos por manifestar una tendencia política. Las personas entrevistadas relataron cómo fueron exhibidos en listas públicas por haber participado en la convocatoria al referéndum revocatorio, con insultos colocados al lado de sus fotos, cómo fueron amenazados por sus jefes y chantajeados con la promesa de recuperar el empleo si retiraban la firma. Hay reportes de aislamiento y retiro de los beneficios laborales y finalmente de despido. Asimismo, me baso en los testimonios de Daniela y otros como ella, que en la consulta han reportado, cada vez más, situaciones de presión, amenaza y acoso dentro de sus espacios laborales y estudiantiles con la finalidad de empujarlos a tomar partido a favor del Gobierno. No queda duda de que el Gobierno ha ejercido medidas de presión contrarias a los derechos de libertad de opinión y a la misma Constitución del país, que pena la discriminación por razones políticas. En varias ocasiones funcionarios de alto rango han admitido su deseo de despedir a trabajadores simplemente por haber ejercido su derecho a voto en contra del gobierno de Hugo Chávez. Quizás el ejemplo más grueso dentro del área de la salud fueron las declaraciones del entonces ministro de Salud, Roger Capella, quien anunció que las personas que firmaran a favor de la solicitud del referéndum revocatorio del mandato del 264
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presidente serían considerados como “conspiradores” y “terroristas” y debían ser despedidos de sus cargos. Es difícil comprender cómo un ministro de Salud puede considerar la manifestación de una opinión política en un proceso consagrado por las leyes del país como un gesto terrorista y causal de despido2. Finalmente, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha estudiado con detenimiento el caso de los trabajadores despedidos en Venezuela a raíz de la crisis política y ha sido muy clara en su interpretación de la violación de los derechos de estos trabajadores3. Herman (1997) ilustra cómo las estrategias para someter a otro, tanto en el ámbito público como en las relaciones íntimas, se asemejan. Estas estrategias buscan provocar el debilitamiento y la desconexión de las víctimas, bajo todas ellas subyace el abuso del poder. En una primera instancia se busca generar confusión y miedo. Más que utilizar la violencia directa, las 2 Las declaraciones del ministro suscitaron la indignación de la Federación Médica Venezolana, que, señalando los artículos de la Constitución, la Ley Orgánica del Trabajo, Contrato Colectivo, la Carta Democrática Interamericana y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, rechazó públicamente sus palabras y lo decretó a través de una acta pública “persona no grata”. (Declaratoria de la Federación Médica Venezolana, publicada en el diario El Nacional, 27 de marzo de 2004, p. A5). 3 En su informe 337 sobre el caso 2249 (www.oit.org.pe, 2005) se puede leer: “a) de manera general, el Comité constata con grave preocupación que el Gobierno no ha dado cumplimiento a sus recomendaciones sobre ciertas cuestiones importantes, que entrañan violaciones muy graves a los derechos sindicales...b) el Comité pide al Gobierno que tome medidas para la puesta en libertad del Sr. Carlos Ortega, presidente de la CTV, y para que deje sin efectos las órdenes de detención contra los dirigentes o sindicalistas de Unapetrol...c) el Comité deplora los despidos masivos antisindicales que se pronunciaron en la empresa estatal de Pdvsa y sus filiales y que afectaron a más de 23.000 trabajadores y constata que solo alrededor del 25 por ciento de estos despidos ha sido resuelto y que estos casos resueltos lo han sido por desistimiento de los trabajadores (6.048 casos) o por haber sido declarados sin lugar o a favor de la empresa (147 casos) muchos de ellos por interposición de recurso de fuera de plazo.” 265
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estrategias de acoso buscan generar un clima de inseguridad, de una sensación de incapacidad para predecir las intenciones del que detenta el poder. La psicoanalista Hirigoyen (1999) hace una descripción precisa de las estrategias comunicacionales con las cuales se suele lograr estos propósitos: rechazar la comunicación directa, deformar el lenguaje, mentir, utilizar el sarcasmo, la burla, el desprecio, hablar con paradojas, descalificar y finalmente, imponer la autoridad. Aun antes de llegar al abuso explícito de los derechos del otro, la exposición sostenida a estas estrategias produce sufrimiento en las personas sometidas a ellas. Las consecuencias psicológicas del abuso no se deben nada más al acto violento en sí, sino que también tienen que ver con haber estado expuesto de manera crónica a una situación de amenaza y desamparo. El malestar tiene que ver con sufrir el abuso, pero también con lo impredecible e incontrolable de estar sometido a una relación con un otro peligroso que detenta poder sobre la relación. El dolor de Daniela por la pérdida del empleo, su grupo de compañeros, su casa y sus prestaciones sociales, se ha unido al malestar por la sensación de persecución continua, ostracismo y amenazas veladas que siguen apareciendo contra los exempleados de Pdvsa4, haciendo más difícil dejar atrás la experiencia. Así que, desde mi perspectiva, una de las tareas iniciales al trabajar con alguien que ha vivido situaciones de acoso es la de entenderlo en el amplio contexto social, validar sus sentimientos, acompañar con paciencia la afectación que produce estas vivencias y estar dispuesto a sostener la visión del mundo que surge en consecuencia. Una de los sentimientos difíciles para Daniela ha sido la ira y la indignación que le ha generado haber sido sometida arbitrariamente al acoso. 4 Así por ejemplo, el informe de la OIT recoge los alegatos de que se han hecho solicitudes por escrito de la empresa Pdvsa para que sus empresas afiliadas no contraten a trabajadores despedidos. 266
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En palabras de los especialistas Hardy y Laszloffy (2005): “La exposición a las indignidades ‘benignas’ aparentemente pequeñas de manera diaria genera un proceso lento y persistente de condicionamiento que de manera silenciosa pero metódica asalta la psique...” (p. 18). Ellos específicamente se refieren al proceso de devaluación que se refiere a lo que ocurre cuando la dignidad o valía de un grupo humano es asaltada o denigrada. Añaden que la devaluación conduce a una “deshumanización de la pérdida”, “la incapacidad para reconocer la pérdida de otro implica negar la humanidad de esa persona. De esta manera, cuando la pérdida continúa sin ser reconocida, nos referimos a la deshumanización de la pérdida, que es la mega-pérdida” (p. 28). Finalmente, según estos autores, el no reconocimiento de la pérdida del otro complica la elaboración del duelo. Una de las consecuencias difíciles de este tipo de trauma psicosocial es la aparición de la ira. A menudo la ira es la emoción que más cuesta facilitar y tolerar dentro del consultorio. Sin embargo, creo que la posibilidad de integrar y reordenar las experiencias traumáticas pasa por la capacidad para acompañar empáticamente la ira producida por estas experiencias durante el tiempo que la persona necesite. Eso no significa evitar conversaciones que ayuden a reflexionar sobre las consecuencias de esa ira en sus relaciones y cómo a menudo se puede volver autodestructiva, sino evitar pasar a estas conversaciones como una manera de callar las voces de indignación que nos perturban a nosotros los que escuchamos. Recoger el testimonio de la persecución de Daniela permite paliar algo de la deshumanización a la que ha sido sometida, así como constituye un primer paso para poder comenzar a nombrar las pérdidas sufridas. Las pérdidas del trauma, como se sabe, trascienden las pérdidas tangibles. En su caso incluyen 267
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la pérdida de la carrera profesional, sus ingresos, su casa y los compañeros de trabajo; pero también incluyen la pérdida de la confianza en el otro, el proyecto futuro que venía llevando a cabo, el orgullo de pertenecer a una empresa nacional y el sentido que estos elementos servían para nutrir su vida. Daniela ha venido lidiando con la sacudida que ha representado replantearse el sentido de haber dedicado once años a una empresa en la que sentía que estaba haciendo un aporte al país. El sufrimiento incluye sentir que sus esfuerzos honestos fueron, en medio de la confrontación política, convertidos en blanco del ensañamiento. La sensación de haber estado realizando una labor con sentido no solo para su vida, sino para la colectividad, sufrió un duro golpe y ha hecho que aparezcan preguntas sobre el sentido de este tipo de esfuerzos. Finalmente, el impacto para su familia ha sido notable. Sus allegados también han tenido que lidiar con una esposa, una madre, una amiga herida, cuyo malestar en ocasiones impacta a todos. Nombrar y atravesar las emociones ligadas a estas pérdidas ha ayudado a generar algo de alivio y aceptación, para así comenzar a replantearse cuáles podrían ser los nuevos senderos. El impacto que ha sufrido Daniela, al mismo tiempo, ha servido también para que ella examine en profundidad sus creencias, su visión del mundo y sus compromisos vitales. Tratar de entender las circunstancias que le tocaron vivir la llevó a estudiar, leer, conversar con personas versadas en estos temas, sobre las condiciones sociales y políticas que propiciaron la crisis en que ella se vio envuelta. El procesamiento del duelo ha permitido paulatinamente abrir espacio para que ella revise sus creencias, como por ejemplo la importancia de lo político en la vida colectiva del país y la importancia de la lucha conjunta por los derechos de todos los ciudadanos. Encaminada la terapia decidió inscribirse en un taller sobre las condiciones sociales y 268
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políticas de Venezuela, dictada por una serie de catedráticos. En muchos sentidos su visión se amplió y sofisticó. En algún sentido le ha tocado llevar a cabo la injusta pero quizás necesaria tarea de intentar comprender las distintas aristas de las circunstancias que la sometieron a distintos atropellos. Ha tenido, por ejemplo, largas horas de debate interno pensando sobre la justicia distributiva que el Gobierno actual afirma defender y con la cual justifica algunos de los atropellos que comete. En estas preguntas se intercalan reflexiones éticas, sociales y personales. La psicoterapia ha buscado incorporar estas preguntas a fin de abrir espacio para considerar las distintas perspectivas por las que ella se pasea. Hablar de esos temas, intentar pensar sobre la tormenta social en que ella se ha visto envuelta, en un sentido amplio y profundo ha sido una tarea de problematización. Transformar el dolor, la pérdida y la ira que Daniela ha tenido que sufrir, en reflexión, es una de las posibilidades sublimes que permite la psicoterapia. En una ocasión llegó a la consulta reportando que se sentía muy deprimida. Había recibido un mensaje de correo electrónico de un excompañero que había sido de los dirigentes durante los días de paro, que contaba que había sido diagnosticado con cáncer. Así como que recientemente había recibido la noticia de otros dos compañeros más que habían muerto en los meses precedentes producto de paros cardíacos. A continuación comenzó a llorar y a hiperventilar, sintiendo que no tenía aire suficiente para respirar: “¡Nos están matando, coño, nos están matando! Es como lo que me pasó a mí cuando me desmayé. Mi cuerpo simplemente no podía más.” La noticia de la enfermedad del amigo trajo de nuevo la sensación de vulnerabilidad y desamparo que a menudo representa una de las vivencias más difícil de tramitar del trauma. De nuevo se sentía ante un mundo persecutorio del que no podía defenderse. El regreso de la ansiedad le 269
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hizo buscar, además de la psicoterapia, un apoyo farmacológico. Consultó con un psiquiatra que la diagnosticó con un trastorno de ansiedad y le recomendó medicación. Pero la consulta psiquiátrica siguió el modelo médico. En ella se hizo una revisión sintomática y una breve reseña histórica del malestar. Daniela sintió que el doctor y su esposo, quien fue invitado a pasar, dirigieron la mayor parte de la conversación. De esta concluyeron que ella sufría de ansiedad de manera crónica. De manera que se impuso una lectura restringida y patologizante de su malestar. Le recomendaron hacerse unos exámenes neurológicos que hizo sin que apareciera ningún hallazgo particular. En sesiones posteriores conmigo comentó que la consulta psiquiátrica le había resultado incómoda y había agudizado el temor de estar dañada de manera irreparable. La interpretación fisiológica anulaba toda la contextualización histórica y biográfica, construyendo una versión de incapacidad en vez de una de sobrevivencia. Aun haciendo un diagnóstico acertado (ciertamente la medicación la ayudó a reducir la ansiedad), la comprensión centrada en lo individual colocaba toda la responsabilidad del malestar en sus hombros. La dejaba no como una persona que continuaba enfrentando activamente y con dignidad situaciones injustas y amenazantes, sino como una persona que sufría de un trastorno psiquiátrico. El marco político y social salía así de la formulación del caso. Al pedirle a Daniela que leyera estos párrafos y me diera su opinión, ella añadió otro elemento esencial para la asimilación de la experiencia que creo permiten entender algo clave de la recuperación. Ella sintió importante destacar que su convicción de lucha también ha sido central para enfrentar lo sucedido. Este comentario me resulta sumamente relevante, porque, en primer lugar, permite resaltar su papel activo en su proceso psicoterapéutico y, en segundo lugar, permite reevaluar todo lo sucedido, 270
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
a pesar de su exigencia, como una oportunidad para fortalecer sus convicciones y compromiso vital. Así que creo que una psicoterapia políticamente reflexiva añadió a la aproximación psicoterapéutica tradicional la posibilidad de enmarcar y detenernos en los eventos políticos y sociales que ayudaron a comprender la totalidad de la experiencia de Daniela (sin negar y dejar de considerar también las influencias personales y biográficas), la posibilidad de validar las emociones de indignación, amenaza, solidaridad que surgieron a raíz de las experiencias y finalmente apoyarla desde una perspectiva posicionada que condenó el atropello de sus derechos ciudadanos.
El caso de Pedro Pedro acudió a mi consulta antes de la agudización de la confrontación política. Había sido remitido por la terapeuta de su pareja por dificultades que estaban teniendo en la relación. Pedro se mostró interesado en iniciar una psicoterapia y comentó que ya antes había estado más de diez años en psicoanálisis. Tenía sesenta años y su historia abarcaba un recorrido sorprendente de superación y de transformación personal en que lo político aparecía una y otra vez. Había nacido en un hogar extremadamente pobre. Su padre los había abandonado a él y a su madre a los pocos años de edad. Luego se fueron a vivir con la nueva pareja de ella. Allí sufrió viendo la violencia con que su padrastro maltrató a su mamá. En consulta recordó muchas veces a su mamá y sus súplicas para que se portara bien para evitar que el padrastro se enfureciera y le pegara a ella. A los siete años de edad muere su mamá, según Pedro, en parte como resultado de las fuertes golpizas a la que fue sometida. Pedro quedó en el aire sin papá ni mamá que velaran por él y fue a parar a la casa de su 271
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abuela materna, quien por lo relatado no estaba complacida con este hecho. Allí Pedro vivió los peores años de maltrato y pobreza. Para transmitir el grado de necesidad en que vivían, Pedro relataba cómo no usó ropa interior y pasta de dientes sino hasta la adolescencia. Vivían en un pueblo humilde y su vida giraba alrededor de hacer pequeñas tareas del hogar y soportar las frustraciones que la abuela descargaba en él. Se las ingenió para ir a la escuela a pesar de no recibir mucho apoyo para ello y allí encontró un nicho que le sirvió para comenzar a construir una imagen más favorable de sí mismo. Recuerda el interés que le despertó el proceso de aprendizaje y sus compañeros de clase. En ese entonces Pedro se describe a sí mismo como un joven irascible, impetuoso, un rebelde sin causa. Sin embargo, dentro del hogar la abuela le imponía castigos físicos crueles sin mayores razones y su única posibilidad de reclamo era velada. Cuando le pedía que hiciera alguna diligencia fuera del hogar se tardaba muchas horas más de lo que necesitaba, haciendo a la abuela esperar. Pero no la confrontó jamás, no fue posible hacerlo, estaba en una situación demasiado precaria. En la adolescencia comenzó a interesarse por lo político. Representantes de los movimientos de izquierda en Venezuela estaban ligados al pueblo de Pedro y hacían algunas actividades para los jóvenes. Él comenzó colaborando para organizar algunas competencias deportivas. Allí encontró un lugar para sentir que podía usar sus habilidades de manera útil y constructiva. Recibió reconocimiento y pudo comenzar a verter sus experiencias personales de privación e injusticia en un proyecto que le permitía albergar esperanzas de un lugar más justo. Así fue reclutado a militar en un partido que pronto fue prohibido en Venezuela, lo cual le obligó a pasar a la clandestinidad. Allí comenzó la segunda etapa de su vida, en que se cultivó intelectualmente y aprendió un compromiso fuerte con sus com272
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pañeros y con el colectivo. De esos años habla poco en consulta pero repite constantemente que allí comenzó a disciplinarse y a organizar su vida. La disciplina excesiva de la abuela comienza a cumplir un propósito distinto. Se convierte en un hombre de una disciplina estrictísima, que lo ayuda a sobrevivir en la clandestinidad. En tres ocasiones cayó preso como sospechoso. En la cárcel fue golpeado y encerrado en condiciones precarias por períodos de hasta un mes. Luego de diez años de militancia decide salirse para rehacer su vida. Estudia en la universidad y comienza otra vida como profesional. En paralelo había cultivado una relación de pareja que, a pesar de haber atravesado con él las dificultades de su juventud y su labor en lo político, se había desgastado y deciden separarse. Habían tenido tres hijos. Esta separación lo llevó a buscar ayuda y terminó acudiendo al psicoanálisis. Así como había sido disciplinado y consecuente en otras áreas de su vida, lo fue también con el análisis al que asistió por más de diez años logrando entender y aliviar muchas situaciones del pasado. De esas experiencias había surgido un hombre con fortalezas importantes. Tenía una visión clara sobre lo que quería en su vida y la confianza de saber que había logrado superar situaciones muy adversas. Asimismo, había adoptado para sí una disciplina férrea que le había permitido mantener bajo control muchas de las experiencias dolorosas que había atravesado. Su funcionamiento se cimentaba sobre lo intelectual, reportaba que nunca había soñado, que no sabía lo que era esa experiencia y también que no entendía ni la música ni la poesía. Le intrigaba eso que la gente decía sentir con el arte. También se preguntaba si realmente había podido enamorarse alguna vez en la vida. Unos quince años después de haber finalizado su tratamiento psicoanalítico acude a mi consulta. Era el año 2001 y la polari273
Ejemplos clínicos
zación aún no había aparecido del todo en el escenario nacional. Habló de su segundo matrimonio del que estaba preparándose para separarse, de sus hijos con quien guarda un lazo estrecho y de su pasado. Recordaba con aprecio su trabajo psicoanalítico. En las primeras etapas del trabajo fue el único momento en que se permitió expresar con apertura un sentimiento. El recuerdo de su analista y su trabajo en conjunto le hizo llorar. Dijo llorar porque se sintió acompañado por ella y además por el orgullo personal que le generaba pensar que había sido dedicado y consecuente con el proceso. Pero pronto la situación en Venezuela comenzó a hacerse más tensa. Los acontecimientos de 2002 habían profundizado la crisis en el país. La polarización había tomado el escenario. Si bien Pedro había hablado de su pasado político, lo que estaba ocurriendo en el presente lo conmovía profundamente y estaba presente en sus pensamientos a diario. A pesar de estar jubilado, y no estar involucrado con lo político, tenía la sensación de que algo de sus esfuerzos pasados se veían reflejados, muchos años después, en el movimiento chavista y que de alguna manera se habían alcanzado algunos de los objetivos por los cual él había luchado. Sin embargo, era muy resistente para traer esos pensamientos a consulta. Solo los lograba insinuar indirectamente. Más allá de la posición política que yo podría o no profesar, mi consultorio privado queda en el este de Caracas, en una zona clase media pero identificada como representante de la oposición a Chávez. Este hecho era inevitable y le daba una característica particular a nuestro intercambio. Pedro venía a consulta con el periódico abanderado del chavismo y comenzaba haciendo un chiste: “Yo no sé si caminar por aquí en Chacao con este periódico bajo el brazo puede ser peligroso”. Yo le comentaba que quizás podía estar preguntándose si era peligroso hablar de 274
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
política en el consultorio o que podía estar buscando permiso para traer esos contenidos. En otras ocasiones comentaba que él creía que la psicología tenía un papel importante que jugar en el proceso político. En otra comentó: “Parece entonces que hoy vine aquí a defender al Gobierno, como si te tuviera que convencer a ti de algo, pero yo sé que tu trabajo no tiene que ver con decir si estás de acuerdo o no. Sino de que aquí hay plena libertad de decir todo lo que pienso y lo siento así”. En una bocanada planteaba su deseo de hablar del tema y se respondía rescatándome e insistiendo en que se sentía libre de hablar. El tema político atravesaba nuestra relación. En ocasiones me sentía más cauteloso antes de interpretar algo, cuidando en exceso el que una intervención mía estuviese cargada de mis cuestionamientos al Gobierno. Sin embargo, intentaba invitarlo a explorar estos temas aún más. También intenté alguna interpretación por la línea de que podría estar sintiendo temor de hablar de los temas políticos que en su vida habían sido tan polémicos, al punto de ser peligroso y que quizás temía discrepar conmigo, que eso era vivido como peligroso por sentirse con menos poder en la relación. Pero estas intervenciones no parecían disminuir su cautela, contestándome que no, que por el contrario, él se sentía muy libre en el consultorio y que sabía que podía hablar de eso. Mi sensación era que el tema estaba frenado, solo insinuado pero no abordado. Me debatía y discutí en supervisión si debía o no abrir la conversación. Por un lado, temía también que compartir mi posición iba a pesar en la relación e iba a convertirse en un tema difícil para elaborar, quizás iba a hacerlo a él cargar con una angustia que era mía. Por otro, temía que inevitablemente eso ya estaba ocurriendo y que negarlo no lo hacía menos complejo. Que para él la relación psicoterapéutica era importante y que, precisamente por eso, quería saber en qué terreno se movía, 275
Ejemplos clínicos
siendo su vida política igualmente importante. Parecía como que ambos valorábamos la relación de trabajo que habíamos establecido, nos respetábamos mutuamente y estábamos moviéndonos con cautela para protegerla. Finalmente opté por preguntarle: “¿A ti te gustaría saber cuáles son mis opiniones sobre estos temas?”. Aunque la pregunta es quizás muy sencilla, introduce la posibilidad de renegociar los términos de la relación, lo invitaba a opinar sobre el lugar en que prefería que yo me ubicara como terapeuta. La respuesta de él fue interesante, se lo pensó un rato en silencio y luego dijo: “No, yo creo que prefiero no saber”. Esa respuesta nos ofreció material para trabajar, pudimos continuar explorando sus angustias por discrepar conmigo, el temor por tener alguna diferencia, así como el temor a conocer algo más personal de mí, temor a la intimidad. Temía que eso abría un espacio para lo emocional y lo alejaba del terreno intelectual donde él se sentía más protegido. Pero su respuesta también me sirvió a mí para sentir que habíamos logrado redefinir el contrato psicoterapéutico incluyendo esta nueva variable. Que él había tenido la oportunidad de pensar y plantearse cómo quería que trabajáramos dadas las circunstancias. Eso dio un nuevo espacio de movimiento y el tema político comenzó a aparecer de manera más abierta y profunda. Unas semanas más tarde comenzó la sesión animado: “Bueno, a ver, hoy creo que voy a comenzar por el tema político. He estado atento últimamente a la visita de Chávez a la ONU. Y pude escuchar su discurso y me emocionó. Y cuando lo digo me emociono...” Un par de semanas después comenzó a hablar por primera vez de sus recuerdos como militante político, de su juventud y de las vivencias de estar en la clandestinidad. Tenía la sensación de que habíamos abierto espacio para hablar de temas que tanto sus 276
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
características personales como su entrenamiento político, que recomendaba discreción y la angustia de estar trayendo un material que no calzaba con lo que él suponía que yo esperaba, habían hecho anteriormente que se quedaran fuera del consultorio. Pero de nuevo nuestro trabajo volvió a recibir un sacudón de la realidad política externa. Un fiscal que estaba llevando la gran mayoría de los casos más polémicos desde el punto de vista de la confrontación política fue asesinado. Una bomba fue colocada en su camioneta y al abordarla explotó. La noticia del asesinato sacudió al país, era el primer asesinato de una figura política pública en aproximadamente dos décadas. Algunas personas fueron arrestadas y un joven fue detenido en la calle por la policía, presuntamente se dio un enfrentamiento y el joven junto a dos policías resultaron muertos. El joven era el hijo de una exdiputada. Se imputaron a varias personas como autores intelectuales del crimen. Sin embargo, años después, aún no hay ninguna sentencia sobre los autores intelectuales5. Tanto el asesinato del fiscal Anderson como del joven muerto en el enfrentamiento con la policía permanecen abiertos. El asesinato y las acusaciones me generaban una sensación turbia de zozobra y de no lograr distinguir con nada de claridad qué implicaban esos hechos y dónde estaban los intereses colocados. Pedro vino a la consulta luego de la imputación a los primeros acusados y comenzó diciendo: “Estoy muy contento con las cosas que vienen sucediendo en el país políticamente. Estoy muy contento con los arrestos por lo del caso Anderson. Me alegra que hayan arrestado a Poleo (una periodista abiertamente 5 Al momento de escribir este texto el testigo principal que había utilizado la fiscalía para imputar a los acusados fue totalmente desacreditado y confesó haber recibido dinero para forjar una historia. Los presuntos autores intelectuales detenidos preventivamente fueron puestos en libertad. Años después del suceso el caso continúa sin esclarecerse. 277
Ejemplos clínicos
opositora a Chávez). Después de que habló tanto del Gobierno, me alegra ahora que la arresten. Esa seguro se va para EE.UU. pero ya que se vaya va a ser suficiente”. Yo me quedé en silencio, pero con una sensación de tensión y angustia inusual. El comienzo me generó más angustia de la que habitualmente suelo sentir y no lo relacioné claramente con lo que él está trayendo porque, aunque no veía con la misma claridad que él las acusaciones hechas por el Gobierno, tampoco tenía una posición clara con respecto al caso. Él continuó hablando del caso y luego pasó a hablar de varias cosas que había tenido en mente, el matrimonio de su segundo hijo que venía pronto y unos exámenes médicos recientes que se había hecho para hacerle el seguimiento a un cáncer que había tenido y que había superado. Me comentó: “Salieron bien los exámenes. Me alivia mucho y me hace sentir orgulloso que he podido superar el cáncer”. En ese momento la angustia se me volvió a hacer presente y enlacé los dos temas. Le pregunto: “Y cuando estuviste en clandestinidad o caíste preso, ¿alguna vez tuviste miedo de que te asesinaran?”. Pedro se quedó mirando como asombrado y después de un silencio dijo: “Sí, muchas veces... pero más que miedo a que me mataran me daba miedo a que me torturaran. Me daba mucho miedo que me torturaran y yo fuese a hablar”. En ese momento se puso a llorar profusamente. La emoción ligada a estas experiencias de desamparo volvió a la consciencia. Es interesante cómo lo que más lo conmueve es recordar el miedo que sufrió a traicionarse y delatar a sus compañeros. Eso lo aterrorizó más que cualquier otra cosa (este hecho ha sido reportado por otros profesionales que han trabajado con víctimas de violencia política). “Yo caí preso tres veces y lo más difícil eran los primeros días, esos eran los días en que trataban de sacarte las cosas y que había que intentar resistir. Después lo difícil era el ocio y el hambre. Yo recuerdo mucho cuando estuve preso en un salón más 278
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
pequeño que este consultorio, no había ni un cuadro y recuerdo que un par de veces me dieron un periódico y yo me lo devoraba, lo leía desde la primera hasta la última página6. Lo que más temía era ir a delatar a un compañero, nunca lo hice y en parte por eso me retiré, para no volver a pasar por ese riesgo.” Lloró de nuevo con una profundidad que no había logrado antes en consulta. Lo político había entrado al consultorio, pero no solo para incluir las vicisitudes del país, también han permitido entrar en rincones de su biografía que habían estado sellados, prohibidos no solo por lo traumático de la experiencia, sino también por el tabú a lo político. Pienso que las reacciones al asesinato político de Anderson revivieron viejas emociones, sensaciones de vulnerabilidad, indignación, injusticia. La conversación sobre el caso también incluía estos contenidos pasados, pero como ocurre a menudo con lo traumático, solo lo podíamos registrar en lo visceral, por eso el nivel de angustia que teníamos los dos en el consultorio. La posibilidad de hacer conexión con las experien6 Es interesante que Pedro no registra esta parte de su experiencia de encarcelamiento como tortura y, sin embargo, lo que describe son las consecuencias de la privación sensorial que han sido investigada por los psicólogos y que se han convertido en las nuevas técnicas reportadas contra prisioneros políticos (Levine, 2007). Pedro reporta la ausencia de cuadros, pero en las cárceles en general no hay cuadros, de lo que sufrió fue de la ausencia absoluta de estimulación que se aclara con el relato del periódico que “devoró”, hambriento de estimulación. Es interesante que la alusión a la ausencia de cuadros también puede incluir un elemento transferencial. En las paredes del consultorio en que trabajábamos había cuadros. Cuando Pedro habla de la ausencia de cuadros echa un vistazo a las paredes del consultorio. Como si dijera, “es distinto a otros espacios como este”. Esta línea de asociaciones me lleva a otras asociaciones que hizo Pedro con respecto a la experiencia de haber sido privado de su libertad y los espacios cerrados que en ocasiones rechaza y que entran a formar parte de su vivencia de los consultorios en que ha hecho psicoterapia. De nuevo, ni siquiera las paredes son “neutrales”, los colores que tienen ya implican alguna elaboración de la capacidad de contener e invitar al otro o al contrario, de privarlo. 279
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cias de tortura nos permitieron abrir el espacio. Por un lado, trajeron alivio y las semanas siguientes reportó sentir un peso menos y a mí me permitieron registrar y respetar con más profundidad el origen de sus convicciones y sus temores.
María Estos casos destacan por la aparición clara y explícita del mundo de lo político en sus biografías. Sin embargo, impulsados por los cuestionamientos hechos por el movimiento feminista, hemos ido viendo cómo lo “personal es político” y que todas las vidas están atravesadas por esta dimensión. No quisiera parecer estar sugiriendo que solo en ciertos casos en que lo político es explícito o en aquellas circunstancias históricas en que esta dimensión se hace más visible, es cuando debemos utilizar una psicoterapia políticamente reflexiva. Esto sería sugerir un parche que deje intacta la manera de pensar la psicoterapia. Al contrario, lo que estos casos ofrecen es la oportunidad de ver con claridad y pensar sobre los retos que la dimensión política trae a la consulta y a hacernos más conscientes del peso de esta dimensión en todas las relaciones. La distribución del poder en el marco social más amplio interactúa con la distribución de poder en las relaciones íntimas y todas las personas se desarrollan intentando comprender y manejar esas tensiones. El caso de María nos ayudará a pensar en algunas de estas. Ella acudió por primera vez a consulta durante sus últimos años universitarios. Estudiaba Idiomas y vino referida por una psicoterapeuta que había tenido unas ocho sesiones con ella, pero que tenía que culminar el trabajo porque la institución operaba con un número máximo preestablecido de sesiones. María quería profundizar más en 280
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
algunos asuntos, aunque no le fascinaba mucho la idea de tener que cambiar de psicoterapeuta y menos con uno masculino. Ella era la hermana menor de tres y había sufrido considerable abuso por parte de su padre a lo largo de su vida. Este, proveniente de un hogar sumamente pobre, había tenido que salir a la calle a muy temprana edad a trabajar. Su madre también provenía de un hogar pobre, pero más estable, aunque sumamente tradicional. Había sido educada para mantenerse virgen hasta el matrimonio y luego a mantenerse casada sin importar las circunstancias. En la relación tuvo que soportar una serie de abusos físicos y emocionales explícitos y otros más sutiles que incluyeron el control estricto de todas sus actividades y sus relaciones. María sufrió un poco menos los embates físicos que fueron, según su propio reporte, más fuertes contra sus hermanos mayores, pero igualmente tuvo que vérselas con numerosas prohibiciones y el sometimiento a caprichos y reglas cambiantes según el estado de ánimo de su padre. Ante él sentía una mezcla de miedo y rabia que a su vez le generan culpa. Estas vivencias habían contribuido a una serie de malestares comunes a personas que han sobrevivido maltrato, entre los cuales estaba una constricción considerable de sus afectos, rumiación constante de deseos de venganza que le generaban mucha culpa, lagunas importantes en el recuerdo de su infancia, así como dificultades con la concentración y memoria a corto plazo, una imagen de sí misma disminuida que incluía la sensación de ser completamente distinta de los demás y la idea dolorosa de estar condenada a que las cosas salieran mal. Su madre había intentado cuidarla de los maltratos paternos, en ocasiones le inventaba historias al padre para darle la oportunidad de salir a estudiar. Ella veía en María un gran potencial intelectual y la había animado siempre a continuar avanzando en esa línea; asimismo, se había esforzado laboralmente 281
Ejemplos clínicos
para poder ofrecerle buenas opciones educativas. María había destacado en varios momentos de sus estudios, pero al mismo tiempo se sentía continuamente insatisfecha con su rendimiento, producto tanto de la crítica feroz que había internalizado como de las importantes dificultades que traían las múltiples manifestaciones disociativas que tenía a diario y que interferían con el estudio. En la última etapa de bachillerato, que en Venezuela es de dos años, había pedido ser trasladada a un colegio privado de mayor prestigio que el liceo público al que asistía. La madre con gran esfuerzo la logró inscribir. El deseo de ambas era la superación a través del estudio. Pero aquí el proyecto sufrió un tropezón. María venía de un hogar sumamente rígido y controlador que había hecho de ella una joven obediente y sobreadaptada. En el nuevo colegio tenía que enfrentar unos compañeros de un poco más edad y provenientes de hogares con mejor condición económica. Sus diferencias sociales unidas a su timidez contribuyeron a que fuera el blanco de la burla de sus compañeros. En lo que ahora llamaríamos acoso escolar María fue sometida a los insultos diarios. El buen rendimiento que comenzó a desplegar no ayudó sino a avivar la envidia de una de sus compañeras que se tomó la tarea de decirle a diario que sin importar los esfuerzos que ella hiciera, ella no iba a “pertenecer” a los grupos sociales de las otras niñas del colegio. La situación se hizo insostenible para María, que además de la situación de por sí agobiante, no había aprendido a defenderse, a denunciar el abuso, a creer en una autoridad que pudiera tomar riendas en el asunto. Solo había aprendido a callar e intentar pasar desapercibida y a los meses se enfermó y no quiso regresar al colegio. Tuvieron que retirarla y perdió ese año de estudios, lo cual contribuyó aún más a la sensación incierta sobre su valía y su posibilidad de superar los obstáculos que la vida le colocaba. 282
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
Unos pocos años luego de haber terminado exitosamente su carrera universitaria, María reporta sentirse preocupada, esta vez porque no avanza a suficiente velocidad en su desarrollo profesional. Dice sentirse algo inhibida para buscar trabajo y temerosa de enfrentar posibles frustraciones que le condenen a quedarse en casa. Al mismo tiempo siente ambivalencia con respecto a independizarse económicamente temiendo dejar a la mamá atrás valiéndose por sí sola. En una sesión describe las pequeñas luchas de poder entre la mamá y el papá. Él era ferviente seguidor del presidente y colocaba sus frecuentes alocuciones en la televisión en la casa. La madre a su vez era opositora y sigilosamente le bajaba el volumen a la radio y la televisión cuando él no estaba prestando atención. Era un buen ejemplo de la manera en que habían construido una dinámica de imposición y resistencia. En este contexto María fue llamada por una entidad estatal para trabajar. La oportunidad la animó, porque ofrecía la posibilidad de dar clases a adultos, lo cual le gustaba y una entrada económica aparentemente estable. Sin embargo, la sesión que siguió a la entrevista vino dubitativa y decepcionada. En una entrevista grupal la coordinadora había afirmado que era “evidente” que las personas que estaban seleccionando tenían que ser seguidoras del Gobierno y que cualquiera que no lo fuera debía abstenerse de concursar por el puesto. María se había mantenido callada aunque incómoda. Deseaba el trabajo y sabía que en muchos lugares estaba ocurriendo el mismo fenómeno de presión política para acceder a un puesto en el sector público. Decidió callar, al fin y al cabo había pasado toda su vida haciéndolo dentro de su hogar, bajándole el volumen a la imposición y el abuso de su autonomía. Es evidente cómo la historia individual de abuso se entrelaza aquí con el escenario colectivo. Cómo las dinámicas sociales y polí283
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ticas más amplias reeditan para María dilemas privados. En el primer caso por los prejuicios sociales puestos en acto a través de las dinámicas de exclusión y discriminación en un grupo de adolescentes de un nivel socioeconómico más pudiente, y en el segundo caso por los dilemas políticos y las prácticas coercitivas del Gobierno. No tomar en cuenta tanto los aspectos biográficos tempranos como los de su adultez en la reelaboración de su historia sería descuidar elementos esenciales. Las reacciones de María tanto al acoso escolar como al abuso político no pueden ser reducidas y simplificadas a factores biográficos, deben ser registradas, exploradas explícitamente para que ella pueda ver las situaciones de desventaja que enfrenta. El descuidar esa asimetría en esas relaciones sería equiparable al acto de negación e invisibilización con que se intentó minimizar las experiencias de maltrato que tuvo que vivir en su hogar. El poder registrarlas, hacerlas visibles, ayudar a ubicar los sentimientos de ira que le provocan es poder trabajar en el presente con algunos de los dilemas que también arrastra del pasado. Las dos lecturas no se interfieren, sino que se complementan. En la siguiente entrevista, ahora individual, a la que fue invitada por el mismo proceso de reclutamiento de la institución gubernamental, la coordinadora le dijo explícitamente que su trabajo tenía un componente ideologizador. Que ella era responsable por transmitir la ideología bolivariana a sus alumnos. María ya tenía tiempo en consulta y podía ver con facilidad las semejanzas de esta situación con algunas experiencias dentro del hogar. Ahora podía registrar con más facilidad su malestar que ya no era incomodidad, sino franca molestia. Se permitió imprecar contra la entrevistadora y la institución, mostrar su rabia, cosa que generalmente no hacía. Validando su frustración y su indignación validaba también los sentimientos ante otros abusos vividos en su vida. 284
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
Al mismo tiempo no era yo quien debía decidir qué hacer con esa oferta laboral. Al fin y al cabo existía una situación real de exigencia económica que ella tenía que enfrentar y que el trabajo podía ayudar a solucionar. Era el terrible dilema de someterse a una autoridad arbitraria para no perder una oportunidad o rebelarse y continuar desempleada. La intervención terapéutica solo busca problematizar mientras se acompaña, ayudar a explorar con detalle las distintas implicaciones y pensar en vez de actuar de manera irreflexiva. ¿Qué podría pasar si le dices a la coordinadora lo que realmente piensas? ¿Cómo te sentirías contigo misma luego? ¿Cómo te sentirías si callaras y aceptaras el trato? ¿Qué consecuencias tendría una u otra salida? ¿Hay opciones dentro de este escenario, cuáles podrían ser? Al final María decidió no continuar aplicando para el trabajo pensando que iba a ser intolerable para ella someterse a otro espacio abusivo. Sin embargo, la triste ocurrencia del abuso político sirvió también para alimentar su reflexión sobre su vida, a pensar sobre sus convicciones personales y ganar confianza en su capacidad para identificar situaciones abusivas y resistirse, lo cual ha sido una dimensión importante de su mejoría.
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CAPÍTULO VIII
Psicoterapia, política e intimidad (hacer consciente lo inconsciente y visible lo invisible)
He intentado mostrar la forma en que la psicoterapia, como cualquier otra relación humana, está inevitablemente atravesada por el contexto social y político. Así como ilustrar la gravedad de los enredos y abusos en que puede verse metida la psicoterapia cuando intenta desmentir los poderes que la enmarcan. Finalmente, se ha intentado explorar las posibilidades que ofrece una psicoterapia pensada desde las corrientes posmodernas para abordar esta dimensión, las variaciones en la comprensión que ofrecería y las técnicas que se añadiría a la caja de herramientas psicoterapéuticas. Ahora, partiendo de esas consideraciones, intentaré explorar las limitaciones y las fortalezas que puede ofrecer la psicoterapia pensada como herramienta de resistencia política. En su autobiografía, La historia de mis experimentos con la verdad, Gandhi comienza explicando el vínculo estrecho que sus inquietudes íntimas han tenido con sus proyectos políticos. Pareciera casi tener que justificar, o por lo menos aclarar, cómo pudo desarrollar un proceso personal, en su caso espiritual, junto 287
Psicoterapia, política e intimidad...
a su actividad política, como si fuese extraño encontrar las dos dimensiones sobrepuestas. Así como ha sucedido en la historia de la psicoterapia, pareciera que Gandhi se enfrentaba a la idea de que había algo sospechoso en la unión de ambas esferas. Pero, ¿puede la exploración psicoterapéutica, inherentemente ligada a los aspectos más íntimos de la vida, estar entretejida con la resistencia a contextos opresivos? ¿Tiene algo que aportar la psicoterapia más allá de sus posibilidades de contención, reflexión y alivio? El movimiento feminista, ya se ha dicho, ha sido central en iluminar las dinámicas políticas de la vida íntima y la importancia de apoyarse en la vida privada para adelantar la resistencia a contextos opresivos como el patriarcal. La afirmación “lo personal es político” es una herencia directa del feminismo. La revisión de la vida bajo opresión sirve para iluminar las estrategias usadas por distintas personas para resistirse y quizás ayuda a entender el potencial y las limitaciones de la psicoterapia. De nuevo, el poco pero valioso material que tenemos sobre la continuación del trabajo psicoterapéutico en regímenes dictatoriales y totalitarios sirve de guía (ver capítulo 3). Distintos autores han comentado cómo, ante la vigilancia a que estaban sometidos, los ciudadanos, así como la psicoterapia, tendían a separar la vida privada de la vida pública, en una modalidad de disociación de la vida cotidiana que protegía al individuo al separar los pensamientos peligrosos del escrutinio ajeno (Connolly, 2006; Harmatta, 1992; Schreuder, 2001; Šebek, 1996). Es interesante explorar las similitudes descritas por estos terapeutas que utilizaron su trabajo profesional como refugio para ellos y las personas que acudían a sus consultas con la resistencia psicológica en escenarios sumamente distintos. Gilligan, Taylor y Sullivan (1995) proponen una serie interesantísima de lazos y matices entre los procesos de disociación 288
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psicológica y resistencia política a través de su trabajo sobre el desarrollo de mujeres adolescentes en situaciones de exclusión en los Estados Unidos. Ellas distinguen entre resistencia pública (o descubierta) y resistencia encubierta. La primera se refiere a la confrontación pública con las prácticas e instituciones que oprimen y la segunda con el proceso de “colocar bajo tierra los sentimientos y los pensamientos. Consciente de las consecuencias de la confrontación pública, ellas [las muchachas entrevistadas] se muestran externamente como si se adaptaran a las convenciones sociales pero como una estrategia consciente de auto-protección” (p. 26). En las múltiples entrevistas que Gilligan ha realizado a jóvenes norteamericanas, investigando las maneras insidiosas en que la cultura supervisa, controla y somete el desarrollo de las mujeres, ella ha identificado el uso frecuente de la disociación de los sentimientos y pensamientos potencialmente peligrosos, pero también ha encontrado a menudo un uso consciente y deliberado de administrar las convenciones y conversaciones para protegerse ante la imposición social (Gilligan, Lyons y Hanmer, 1990; Gilligan, Taylor y Sullivan, 1995). Un ejemplo de esto es ilustrado por la investigación de Schilt (2003) sobre las revistas editadas por niñas prepúberes y adolescentes norteamericanas. A través de entrevistas reflexiona junto a las jóvenes sobre las presiones sociales que sufren y las estrategias que utilizan para manejarlas. Encuentra que la edición de estas revistas que luego distribuyen entre amigas sirve no solo para explorar y compartir su mundo íntimo, sino también como un foro donde se permiten cuestionar algunas de las imposiciones culturales a las que están sometidas y constituyen también una vía por la cual muchas de ellas comienzan a tener contacto con referencias sobre el feminismo y críticas sobre la cultura. En esta actividad editorial adolescente Schilt encuentra un terreno donde el mundo íntimo y el esfuerzo de lidiar con las 289
Psicoterapia, política e intimidad...
tareas evolutivas personales convergen con los primeros temas políticos y de distribución de poder en las relaciones interpersonales. Ella lleva las categorías propuestas por Gilligan y sus colaboradoras un poco más allá al proponer que algunas actividades de resistencia son descubiertas o públicas y encubiertas al mismo tiempo, lo que ella denomina c/overt resistance o resistencia des/encubierta. Estas investigaciones logran reexaminar actividades que acostumbramos más a ver en el terreno de la psicología del desarrollo y que por nuestro foco tradicional, perdemos de vista su dimensión y potencial político. Un lugar protegido donde puedo reflexionar y compartir mi intimidad puede no ser solo el espacio necesario para el desarrollo psicológico, sino también puede ser el foro necesario para el desarrollo de la consciencia política. La resistencia ante la opresión en escenarios interpersonales y políticos parece encontrar aquí un primer punto de encuentro. De nuevo, el trabajo político de Vaclav Havel ha sido útil para pensar en las condiciones interpersonales necesarias para nutrir y fortalecer la resistencia política. Las reflexiones de su trabajo político expresan una y otra vez conexiones con el encuadre psicoterapéutico. En particular en el ensayo La historia y la totalidad (1987/1991) Havel muestra la importancia de escenarios alternos a aquellos dominados por el discurso dominante para poder articular relatos alternativos que logren desentrañar y resistir la opresión. Allí analiza cómo las fuerzas totalitarias, entre otras cosas, intentan imponer una versión de la historia y callar todas las otras alternativas idiosincrásicas, muy similar con el silencio impuesto en las familias abusivas a las vivencias de aquellos sometidos al abuso (Ferenczi, 1933/1994). La construcción de espacios seguros interpersonales donde aquellas historias personales pueden construirse y compartirse es considerado por Havel (1987/1991) como una herramienta política esencial. Espacios que ofrecen, 290
Psicoterapia políticamente reflexiva: hacia una técnica contextualizada
en sus palabras “grietas” para desafiar la imposición. Solo en la prisión recuerda que le preguntaban una y otra vez el lugar específico de Praga de donde provenía. Solo en estos escenarios era posible recuperar la historia particular y resistir la imposición del discurso dominante: Estando en la cárcel, observé en repetidas ocasiones, y siempre como algo nuevo, en que en gran medida se encontraba allí presente la historia en comparación con la vida de afuera. Cada preso equivalía casi a un destino único, chocante o, al contrario, conmovedor; escuchando las diversas narraciones, me parecía irrumpir en un mundo “pretotalitario” o, simplemente, en el mundo de la literatura. Cualquier cosa podría pensar sobre los cuentos animados de mis compañeros de prisión; todas menos una: que nunca eran documentos de una anulación totalitaria. Todo lo contrario: eran testimonios de una porfía, mediante la que se defiende la singularidad humana ante su abolición, y de la testarudez con que ella insiste en sí misma y es capaz de ignorar las presiones anulatorias. Sin importar si en ese mundo predominaba el crimen o la mala suerte, era, indudablemente, un mundo de caras particulares. Escribí en algún lugar, después de mi retorno, que en una celda para 24 hombres era posible encontrar más historias únicas que en una aglomeración de varios miles de viviendas. En cuanto a hombres realmente “asmatizados” – es decir, aquellos ciudadanos insípidos, humildemente obedientes, igualados y agrupados en el rebaño del Estado totalitario– no hay muchos en las prisiones. Es más bien un lugar de reunión de hombres sobresalientes de una u otra forma, imposibles de ser incluidos en un cajón; personas que sirven para algo, originales, obsesos de algún modo, incapaces de conformarse (p. 190).
La labor política consistía en darles vida y sostener estas historias alternativas, lo cual muestra analogías importantes con aquello que la psicoterapia ofrece. El encuadre psicoterapéutico puede ser aquel lugar protegido que permite articular y compartir la historia personal que desafía la imposición, aquella que logra vencer la represión (no solo interna, sino también exter291
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na). Aquel espacio que sirve de caja de resonancia para registrar los abusos negados, para humanizar la pérdida, para recuperar la voz silenciada, para reconocer los sentimientos de indignación ante la injusticia. Otros autores han comentado algo similar al señalar los lazos entre la recuperación psicoterapéutica y la construcción de testimonios ante los abusos en el trabajo con sobrevivientes y refugiados (Cienfuegos y Monelli, 1983; Blackwell, 1988 y 2005; Martín-Baró, 1990). Pero exploremos un último ejemplo fuera de la literatura psicológica. En un libro conmovedor titulado Leer Lolita en Teherán, Azar Nafisi (2003) relata sus experiencias como profesora universitaria en la instalación y transcurso de la revolución islámica en Irán. En ella sigue su trayectoria personal desde unos inicios esperanzados a una rápida desilusión por los abusos a las mujeres y a su persona a la que fue sometida y, como para protegerse, decide la progresiva instalación de un mundo cada vez más alejado de lo público donde intentó cultivar espacios de resistencia a través de la literatura. Como profesora universitaria y especialista en literatura inglesa, sufrió constantes persecuciones que fueron restringiendo sus espacios de acción. Por lo cual al final decidió montar un grupo de lectura en su casa con jóvenes mujeres interesadas en pensar en sus vidas a través de la lectura. Curiosa, pero no azarosamente, Lolita de Nabokov se convirtió en la guía principal de sus reflexiones sobre la vida bajo un régimen dictatorial. El relato del pedófilo Humbert de la novela sirve para iluminar los sutiles mecanismos a través de los cuales las culturas patriarcales se justifican a sí mismas y operan. Pero además del trabajo reflexivo, el seminario sirvió como un foro donde las mujeres participantes podían alejarse de la mirada vigilante del medio y comenzar a charlar, ironizar, reírse, transgredir y compartir sus propias vivencias. Un lugar donde la historia personal era desenvuelta y recuperada. Así 292
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construyeron en sus palabras y, tomando de nuevo de Virginia Woolf, su “Habitación Propia”. Aquello que habían guardado en secreto podía ahora hacerse visible y la presencia de otras testigos las fortalecía a ampliar su rechazo a la imposición. El lugar del testimonio y la audiencia es aquí clave. Tomando de las palabras de Nafisi: De vez en cuando me siento en ese otro mundo que tantas veces afloraba en nuestras conversaciones y vuelvo a imaginarme a mí y a mis alumnas, mis chicas, como acabé llamándolas, leyendo Lolita en una mal soleada habitación de Teherán. Pero, por utilizar las palabras de Humbert, el poeta/criminal de Lolita, “te necesito, lector, para que nos imagines, porque no existiremos de verdad si no lo haces”. Contra la tiranía del tiempo y la política, imagínanos como ni siquiera nosotras nos atrevemos a imaginarnos: en los momentos más íntimos y secretos, en los instantes de vida más extraordinariamente cotidianos, escuchando música, enamorándonos, paseando por las calles sombreadas o leyendo Lolita en Teherán. Y luego vuelvo a imaginarnos, con todo esto confiscado, enterrado, arrebatado de nuestras manos. (2003 p. 21).
Encuentro este pasaje poderosamente personal y político a la vez. La presencia del escucha es invocada para el sostenimiento personal, pero también como testigo para denunciar la injusticia. Gilligan, Taylor y Sullivan (1995) concluían también que la presencia de mujeres adultas dispuestas a escuchar era una de las claves para sostener a las jóvenes entrevistadas en caminos de resistencia y no disociación. La intimidad aparece de nuevo hermosa y profundamente entrelazada con el hecho político. La psicoterapia parece desde estos ejemplos como un escenario privilegiado para desarrollar esta modalidad de resistencia (similar a aquello que los psicólogos comunitarios han llamado fortalecimiento). La psicoterapia entonces no solo como un lugar donde se contiene, ofrece alivio, se articula y recupera el sentido y se establece conexión, sino simultá293
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neamente un lugar donde estas acciones tienen un paralelo político, ya que permiten ofrecer seguridad y tomar distancia del discurso dominante, construir testimonios del abuso dándole voz a los silenciados, cuestionar las versiones impuestas y donde se puede establecer conexiones con los temas políticos más amplios que están relacionados con el sufrimiento. Todas las cuales son acciones que se refieren a aquello que Pakman ha llamado las “tareas micropolíticas” de la psicoterapia (2004). De una manera más resumida, mientras hacemos consciente lo inconsciente, también estamos haciendo visible lo invisible.
Críticas finales Aunque propongo y defiendo enmarcar la psicoterapia dentro de un modelo social y no médico, y creo que podemos hacer mucho para potenciar sus posibilidades liberadoras, no creo que con esto se resuelvan los dilemas éticos y políticos inherentes a nuestro oficio. Creo que le hacemos más justicia a la psicoterapia si dejamos estos dilemas abiertos para profundizar el debate y embarcarnos en la interminable tarea de reflexión. En primer lugar, como se ha mencionado, una psicoterapia conducida desde esta perspectiva en cierto sentido no es tan distinta de las prácticas tradicionales. Incorpora alguna herramienta, pero no necesariamente transforma el ejercicio. Creo, sin embargo, esencial que al lado de la revisión contratransferencial a la cual estamos acostumbrados en nuestra preparación y supervisión debemos incluir la reflexión de nuestro lugar social y político. La revisión de nuestra biografía no solo interpersonal, sino enmarcada en las posiciones históricas que nuestra comunidad, familia y vida individual han ocupado se convierte en un tema esencial de revisión y comprensión. 294
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Algunas críticas a la psicoterapia han llegado a la conclusión de que la actividad está inevitablemente condenada a reproducir los desbalances de poder presentes en la sociedad y abre así espacio para los abusos de estos desbalances (Masson, 1997). Pero me parecen más relevantes para la propuesta de hacer una psicoterapia políticamente reflexiva las críticas que señalan cómo la psicología y la psicoterapia han tendido a apropiarse de, y, al final, reducir las luchas políticas (Jacoby, 1975/1997, Parker, 2007). Jacoby, por ejemplo, ha hecho el seguimiento histórico de muchos movimientos políticos de los sesenta que coincidieron en dirigirse hacia lo personal y a la psicología para intentar comprender las ataduras sociales que impedían la resistencia. Esos esfuerzos en muchas instancias condujeron a que los activistas políticos renunciaran a sus actividades públicas y se retiraran a trabajar en la esfera de lo “psicológico” o privado. Pensar en una psicoterapia que aborde lo político no es creer que lo psicoterapéutico puede sustituir la acción colectiva. Si las acciones de resistencia cultivadas en escenarios protegidos descritos previamente se limitan a esos escenarios, difícilmente se podrá cambiar las instituciones y estructuras que ayudan a sostener la opresión. La psicoterapia es solo una herramienta más en la resistencia al abuso de los derechos humanos. Asimismo, atender la dimensión política corre el riesgo de volver a reificar la dicotomía entre lo personal y lo político, reinstaurando así las paredes conceptuales que precisamente se ha intentado derrumbar. Hacer la psicoterapia política no es “abrir un espacio para lo político” o “discutir cosas políticas en la consulta”, sino reconocer que tanto la vida como la relación psicoterapéutica están ineludiblemente tejidas dentro de las relaciones de poder. Es entender nuestro quehacer como irremediablemente contextualizado, consciente de las dinámicas de poder que entreteje. 295
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La psicoterapia, con mucha facilidad, se convierte en el lugar donde envían a aquellos rebeldes incómodos para que sean “comprendidos”, “pacificados” y “curados”. Con demasiada facilidad se convierte en el lugar donde los problemas sociales se individualizan y se vuelve a culpar a la víctima de los abusos. Solo la revisión ética continua de nuestra práctica puede evitar que en nombre de la compasión y una práctica supuestamente progresiva seamos las más pulidas armas del aparato.
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Este libro fue impreso en julio de 2013 en los talleres de Switt Print, Caracas, Venezuela.