El Desastre

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EL DESASTRE Por Samael Hernández Ruiz

La Rojeña, Pueblo Nuevo. Oaxaca de Juárez. 2 de abril de 2015. “Entró en el convento una epidemia... Era muy contagiosa la enfermedad...(pero) la Madre Juana assistía a todas (las enfermas) sin fatigarse de la continuidad ni rezelarse de la cercanía”; pero este consejo resultó contraproducente; “enfermó al fin...”, etc. Eliminada la nube de incienso, ¿qué lector moderno no ve aquí una enorme urgencia de morir y un inobjetable sucedáneo del suicidio? Antonio Alatorre/Martha L. Tenorio. Serafina y Sor Juana, 1998.

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I

Conocí a Lucía en la capital, en el DF como dicen los chilangos. Yo no le llamo DF a la ciudad de México, soy de Juchitán y Lucía también. Su hijo cursaba conmigo la maestría, él en la Universidad Nacional Autónoma de México y yo en la Universidad Autónoma Metropolitana. Conocí a Gildardo cuando estudiábamos la preparatoria en Oaxaca. Entonces vivía con su mamá allá y ella daba clases en nuestra escuela. Cuando terminamos la preparatoria se regresaron a la ciudad de México y allí permanecieron todo el tiempo. Me dieron posada mientras duraron mis estudios. Le pagaba a Lucía una renta modesta, en realidad muy poco, pues apenas me alcanzaba para los libros, los pasajes, la comida, y eso que la colegiatura la pagaba mi universidad de origen, la "Benito Juárez" de Oaxaca. Gildardo estudió la licenciatura en administración, en la Universidad Benito Juárez, de Oaxaca; nos hicimos muy amigos por esa época. Los fines de semana corríamos algunas aventuras de las que nos acordamos todavía. Luego de que aprobaron mi aceptación en el programa de maestría, Gildardo le avisó a Lucía y le pidió permiso para que yo pudiera quedarme en su casa; la señora aceptó, me conocía de la preparatoria y creo que no le caía mal. Cuando regresábamos de clases, ya cerca de las nueve de la noche, con frecuencia encontrábamos a Lucía regando las plantas de la jardinera que estaba en el patio trasero de la casa. Otras veces estaba tejiendo o en ocasiones leyendo; pero siempre sonreía al vernos entrar y se levantaba apresurada para calentarnos algo de cenar. Era muy amable conmigo, yo sentía admiración por ella; era una mujer muy culta que fumaba mucho. Gildardo me dijo que su madre, Lucía Díaz Liekens, era hija de un español de la ahora autonomía de Cataluña, y aunque ella nació en Juchitán de madre zapoteca, había heredado el color de la piel del padre; pero los rasgos finos eran definitivamente de su madre: Juana Liekens Pineda. Juanita, como le decían en Juchitán, había conocido a Alfred Díaz Ripol en un viaje que hizo con sus padres a la ciudad de Oaxaca. El capitán Díaz Ripol había sido militar, un tipo apuesto en sus años mozos, decía Gildardo; pero fue la seguridad que proyectaba lo que subyugó a Juanita Liekens, quien contra la voluntad de sus padres, se unió para siempre con el catalán llegado de Europa durante los primeros años de la década de los treinta. De esos amores nació Lucía. La madre de Gildardo gustaba de guardar fotos viejas. En algunas aparecía con sus padres; en otras ella sola de niña, de adolescente, de joven; algunas otras en Juchitán, en Oaxaca, en la ciudad de México y otras más en algunas ciudades europeas. En una de las fotografías de color aparecía caminando en un puente de… ¿París? Tenía las mejillas rosadas y eso hacía que resaltara su tez blanca. Con una cabellera de tono rojizo, sus abundantes pestañas contribuían a destacar unos vivaces ojos cafés que destellaban con el reflejo de la luz. Sus Labios eran delgados y tenía un pequeño lunar cerca de la ceja izquierda que le daba un aspecto virginal a pesar de sus entonces, quizás 25 años. En la foto se podía observar su cuerpo esbelto, voluptuosamente envuelto en un vestido blanco de algodón que por una especie de abertura mostraba parte de sus piernas largas y torneadas. Me la imaginaba caminando, balanceando

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ligeramente las caderas a cada paso, siempre erguida y con el rostro serio para que nadie pensara siquiera en molestarla. Tuve que reconocerlo, la mamá de Gildardo había sido una belleza. Todavía se veía bien a pesar de los 50 años que ahora cargaba encima y creo que con muchos sufrimientos. El padre de Gildardo los había abandonado cuando éste aún no nacía; Lucía sufrió mucho por ese abandono. Lo había conocido en la Universidad de Alcalá de Henares cuando Lucía hacía una residencia para continuar con la investigación que le imponía su tesis doctoral. Esa era otra de sus penas: no había logrado el grado de doctora. Me dijo Gildardo que fue un verdadero desastre. Lucía se pasó tres años investigando sobre el tema de su tesis: Ciencia, arte y religión. Las mujeres en el siglo XVII mexicano, el caso de Sor Juana Inés de la Cruz. Le faltaba poco para redondear su trabajo y por eso fue a España, para consultar documentos en los archivos de la Universidad de Alcalá relativos a Sor Juana, fue cuando se encontró a la causa de sus males y el que después sería el padre de su hijo. Luis Arturo era un matemático de cierto prestigio en Europa. De origen mexicano, había trabajado en Londres para el Club de Roma y obtenido un bien ganado prestigio internacional por sus trabajos. El tipo no le cayó nada bien a Lucía cuando se conocieron. Era arrogante, bien parecido, pero insolente. Tenía un aire de saberlo todo que le disgustó a Lucía desde el primer momento en que se topó con él en unas escaleras en la hostería donde ambos se hospedaban. Pero algo cambió cuando comenzaron a hablar durante un desayuno sobre la tesis de la chica zapoteca; algo que la llevó a modificar su hipótesis central y prácticamente a re-elaborar todos los materiales de su tesis y presentar una versión totalmente diferente de la que había convenido con su asesor académico. Finalizó la tesis; pero no se la aprobaron, de modo que no presentó el examen y tampoco se graduó. Eso enfureció a Lucía y organizó una conferencia sobre su frustrada tesis doctoral en un auditorio lleno, que terminó aplaudiéndola a rabiar ante la mirada furiosa del director de la facultad y su asesor de tesis. Dicen que Lucía se puso de pie para recibir los aplausos, tomó su tesis rechazada y la quemó allí mismo, ante la mirada atónita de los asistentes; nunca más volvió a poner un pie en la facultad y renunció a cualquier tipo de actividad académica. Desde entonces se dedicó a traducir libros del inglés, francés o italiano al español y de eso vivió, y de la herencia que le dejó su padre. Con eso pudo mantener a Gildardo hasta que éste comenzó a trabajar. Cuando terminamos el primer año del programa de la maestría regresé a Oaxaca por unas semanas para pasarlo con mi familia y esperar el inicio del nuevo ciclo académico. Me encontraba en mi casa cuando sonó el teléfono; yo, que casi no contesto, lo hice esa vez, era Gildardo. Su voz se escuchaba entrecortada, lo sentía contener las lágrimas para poder hablar y hasta me parecía sentir el temblor de su cuerpo. - Teco -me dijo- mi mamá acaba de morir. Sentí que un sudor helado recorría mi cuerpo, mientras algo se enredaba en mi estómago y subía por mi garganta como un nudo que me llenaba los ojos de lágrimas que no salían. - Gil, lo siento mucho, de veras lo siento...

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II No esperé a que terminará mi período de vacaciones; por la noche de aquel día en que Gildardo me avisó de la muerte de su madre, tomé un autobús y alcancé a llegar al sepelio y despedirme por última vez de la madre de mi amigo y llorar juntos ante su tumba. Gildardo se quedó a vivir en la casa de su madre y yo con él; intentamos conservar un orden hasta donde nos fue posible, pues desde que Lucía no estaba, nos dábamos ciertas libertades. Gildardo tuvo que buscar un empleo de medio tiempo en la biblioteca de la UNAM y el dinero que le dejó su madre, más la pobre renta que yo le pagaba le ayudaban a sobrevivir y continuar sus estudios. Con todo y a pesar de los pesares, nos dábamos tiempo para divertirnos. A Gildardo le dio por ir a los bares y prostíbulos del Distrito Federal los fines de semana; un poco porque le gustaba ese ambiente y también por no sufrir la ausencia de su madre. Por aquellos meses se aficionó por la bebida y por las prostitutas. Tenía una "novia" en un cabaret llamado el “Impala”, que estaba a la vuelta del Teatro Blanquita, al noroeste de la ciudad. Siempre me pedía que lo acompañara y yo casi siempre me negaba. No es que no me gusten los bares; lo que pasa es que me deprime fingir alegría. Cuando terminé el primer módulo del segundo año, me sentí particularmente aliviado. Había sido un trimestre pesado, lleno de gráficas y ecuaciones que finalmente pude superar. La noche de ese viernes, al llegar a casa, Gildardo se estaba arreglando. - ¿Vas a salir? - le pregunté. - Hoy debuta Norma en la orquesta del Impala y me pidió que fuera a verla. - ¡Pero es viernes!, repliqué. - Precisamente, es una especie de ensayo general para el sábado, que es cuando se pone bueno. ¿Vamos? No supe que decir. En el Impala tocaba una orquesta de mujeres que era el atractivo principal del lugar, y la "novia" de mi amigo le había confesado que haría lo imposible para que la aceptaran en la banda; tocaba el saxofón tenor y al parecer había logrado su propósito. - Vamos, le dije ya animado. Llegamos al Impala como a las diez de la noche; había poca gente, pero después comenzó a llenarse el lugar. El escenario estaba iluminado y el resto del Impala estaba en penumbras, con unas mesas en fila, a los lados, como gabinetes, y otras alrededor de la pista de baile. Nos sentamos en un gabinete y pedimos el servicio completo de una botella de ron. No esperamos mucho cuando anunciaron que la orquesta comenzaría a tocar e invitaron a los asistentes a bailar. La música comenzó. Estaban de moda las piezas tropicales, sobre todo las cubanas. En la calle de Palmas, en el Bar León, se presentaba Pepe Arévalo y sus mulatos con su éxito del momento: Falsaria. El Bar León era diferente, el público, en su mayoría, estaba compuesto por universitarios que gustaban de escuchar música caribeña en ese pequeño lugar con mesitas atiborradas, en las que apretujados, dábamos brincos en nuestros lugares intentando seguir el ritmo de la música.

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Algunas veces fuimos al Bar León cuando aún vivía Lucía. Nos colocábamos en una mesita cerca de la orquesta, porque Pepe Arévalo la conocía y nos dedicaba canciones o a veces, hasta nos acompañaba a la mesa después del show y terminábamos bailando y bebiendo hasta casi el amanecer. Eran los pocos momentos en los veía a Lucía reír a carcajadas. Recuerdo su rostro blanco ovalado, su cabello rojizo y corto permitía observar bien sus ojos cafés con esa expresión melancólica que siempre tenían. El lunar cerca de su ceja, los labios delgados, su cuerpo con una cintura delgada, sus piernas largas, gruesas y sus senos insinuantes. A pesar de sus 50 años, Lucía portaba una belleza que deslumbraba. De pronto se ponía de pié para intentar bailar mientras Pepe Arévalo tocaba Falsaria, entonces me dejaba anonadado y tenía que fingir estupidez para que Gildardo no notara que su madre me gustaba. El Impala no tenía ese ambiente y tampoco estaba Lucía. Gildardo parecía contento viendo a Norma ejecutar la pieza mientras algunos bailaban. Al parecer sólo le permitieron tocar en unas cuantas, porque después de la primera presentación fue a sentarse con nosotros. Gildardo se puso de pie entusiasmado y la abrazó solo para aplaudirle después; yo hice lo mismo. - ¿Les gustó?- preguntó Norma nerviosa. - Pero ¡claro que sí preciosa! Tocas maravillosamente bien el sax, - le dijo Gildardo no sin doble intensión, de la que se arrepintió de inmediato. - Pero siéntate, ¿quieres tomar algo? - Si, gracias, ¿puedo invitar a una amiga? - Las que quieras, dijo Gildardo. Me sentí incómodo. Norma le hizo señas a una chica que se apresuró a alcanzarnos. -¡Hola! Me llamo Bety - saludó con voz aguda. Bety trabajaba en el Impala de fichera, igual que Norma, y no me hacía gracia que la invitara, porque me daba la impresión de que Norma me la imponía como acompañante, y así fue. Conforme avanzaba la noche y los tragos arreciaban, Bety se me insinuaba más, al grado que me sacó a bailar casi a jalones, mientras Gildardo y Norma me animaban. Accedí molesto; pero el colmo llegó cuando Bety me "invitó" a salir para tener sexo. Nunca me ha gustado pagar por eso y menos que me obliguen a ello. Dejé a Bety parada en la pista y salí del Impala sin que ni mi amigo ni Norma se dieran cuenta. Al día siguiente, cuando Gildardo llegó a casa, sucio, con resaca y medio golpeado, me enteré que la chica despechada se había quejado y Norma y Gildardo tuvieron que pagar las consecuencias de mi desplante. Después del incidente en el Impala, Gildardo ya no volvió a invitarme a sus correrías de fin de semana. Eso me permitió hurgar en la pequeña bodega que hacía las veces de desván en la casa y que contenía cajas con documentos que Lucía había ocupado como material para su tesis. Eran cajas de plástico con etiquetas que indicaban su contenido y tenían dos fechas, una era seguramente del período histórico que abarcaban los documentos. En seguida un lugar y luego otras fechas. Esto último indicaba posiblemente el lugar de donde provenía el material y el período en el que se obtuvieron los documentos. Había cajas de los más diversos lugares de Europa: España, Alemania, Inglaterra, Francia, Italia. Otras de México y del Perú. Me dediqué varios fines de semana a revisar los contenidos de las

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cajas. Había fotocopias, tarjetas atadas con ligas, fotografías, viejos cassettes de audio y cuadernos escritos a mano por Lucía. Poco a poco fue tomando forma un resumen que elaboré de mis lecturas: "Europa vivió en el siglo XVII momentos de definición. El Poder político no abandonaba sus creencias religiosas pero comienza a distanciarse del centro de la cristiandad: Roma. El Papa comenzó a tener dificultades para conservar su preponderancia y por diversas razones, Alemania e Inglaterra, abandonaron su tutela, mientras que España, Francia y Rusia se volvieron los principales aliados del Obispo de Roma. El movimiento de reforma iniciado por Lutero iba adquiriendo fuerza; pero se encontró con la resistencia de un movimiento de Contrarreformas encabezado por los jesuitas, seguidos por los dominicos con su fuerza y dogmatismo y también por los franciscanos que daban ejemplo, consuelo y esperanza con su humildad. Todos contra los herejes de Lutero. El siglo XVII también fue testigo de un incipiente pero incontenible desarrollo de un tipo de conocimiento y de práctica que después tendría importantísimas repercusiones para el mundo: la ciencia. La ciencia es vista entonces, incluso por sus practicantes, como una manera alternativa de conocer la voluntad de Dios y sus designios. Un método que a diferencia de la teología es sumamente preciso y verificable, a tal grado que los designios de Dios se pueden conocer mediante ciertas manipulaciones matemáticas fundadas en magnitudes que se establecen por la medición de fenómenos observables. Qué lejos estaban de considerar a la ciencia como un conocimiento "objetivo" que no presupone la existencia de Dios. Por el contrario, los primeros científicos del siglo XVII, asumen con plena certeza que Dios existe; porque sin esa premisa , para ellos toda construcción de conocimiento perdía sentido. Las creencias y conductas sociales de los siglos XVI y XVII, fueron el resultado de la pérdida de la fe en la religión católica después de las catástrofes de los siglos anteriores, sobre todo los siglos XIII y XIV, por la peste y el consecuente despoblamiento de Europa. La gente buscaba la salvación, no del alma, sino de su cuerpo. Sobrevivir era el objetivo. Mientras algunos se aferraban a su fé en el dios católico para salvarse; otros se sumían en las patrañas de la adoración de Satanás como reproche al olvido del dios bueno. Los médicos de la época, desesperados ante la ineficacia de sus curas y procedimientos, se volcaron a la alquimia o a la Cábala judía. Buscaban la manera de hacerse escuchar por los poderes supremos del universo para salvarse, y de esos y otros intentos surgió la ciencia moderna de las matemáticas y la astronomía, para posteriormente consolidarse en la física y la química. Debió haber sido sorprendente para los hombres de esa época, verificar la precisión milagrosa con la que los astrónomos podían pronosticas ciertos fenómenos. Nadie había logrado conocer los designios de Dios con tanta precisión, ni siquiera el Papa. La iglesia católica persiguió a los hombres de ciencia, que ya para el siglo XVII, se volvieron sin saberlo, los principales enemigos de Roma, incluso muy por encima de los desvaríos de los seguidores de Lutero; porque aquellos podían hacer morder el polvo a la teología y a todas las creencias religiosas en las que se sustentaba el poder divino y el terrenal. Era indispensable eliminar a los practicantes y seguidores de la ciencia de la faz de la creación. La persecución, sangrienta y despiadada de la Santa Inquisición contra los herejes, no se dirigía solo contra las brujas y los demonios; eso ocultaba en parte lo principal, que era la matanza de los

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hombres de ciencia y de quienes llamaban "Magos", que no eran otros que los hombres a los que ahora nombramos ingenieros. En los años que van de 1620-1630, un rayo de esperanza surge del cielo encapotado de Europa. En 1613 se celebraron las bodas reales entre Federico V, príncipe elector palatino e Isabel Estuardo. Esa boda que simbolizaba una alianza entre Alemania e Inglaterra y que eventualmente fortalecería las posiciones no católicas, llevó al ofrecimiento del reino de Bohemia al príncipe elector en 1620, reinado que terminó en un fracaso; porque ni el rey de Inglaterra intervino para apoyar a su yerno, ni sus aliados resistieron la embestida de sus enemigos. Lo que pudo ser el territorio libre para la ciencia en el continente europeo, se esfumó. En torno a la boda real surgió un movimiento llamado Rosa Cruz, que publicó un año después de la boda su Fama Fraternitatis. Los integrantes de ese movimiento no eran otros que hombres de ciencia que de modo soterrado organizaban la resistencia para llegar a la constitución de un reino en el que fueran hombres libres de practicar sus creencias; pero con el fin del reinado de Federico V, terminó el experimento; pero no la esperanza. Otros hombres se alzaban tratando de alcanzar su libertad; pero ahora del otro lado del mundo, en Nueva Inglaterra. El movimiento libertador en América fue sostenido por los herederos de los rosacruces, ahora convertidos en masones. Habían impulsado la ciencia en la vieja Inglaterra y su dominio había llegado al grado que personajes importantes de la misma realeza, formaban parte de sus filas. Aunque la rebelión americana comenzó en Boston en 1773, el movimiento conspirativo comenzó muchos años antes, en 1679. Por otra parte, en la Nueva España, resultaba paradójico que una monja jugara un papel importante en la conspiración internacional contra las fuerzas católicas; se hacía llamar Sor Juana Inés de la Cruz. Para 1679 la monja mantenía comunicación con personajes importantes de la masonería y lo que quedaba del movimiento rosacruz; y también con algunos conspiradores americanos. Pero la oportunidad de ampliar el trabajo libertador en la Nueva España se presentó en 1680. Ese año cumplía Sor Juana Inés de la Cruz 32 años de edad y ya era reconocida como una mujer extraordinariamente culta en todo el reino español. Fue también el año del arribo a tierras mexicas del 28º virrey Tomás Antonio Manuel Lorenzo de la Cerda y Aragón, marqués de la Laguna. Para cumplir con el protocolo de recepción del nuevo Virrey, se le encargó a Sor Juana elaborar la alegoría de bienvenida, y esto le dio la oportunidad de mantener comunicación libremente con cualquier habitante del reino de la Nueva España si así lo creía necesario. El día de la recepción, de acuerdo con la liturgia establecida, se reunieron los notables en la catedral de México para el Te Deum y también asistió al acto la nobleza indígena. Después de la liturgia, muchos fueron a presentarle sus parabienes a la monja atenagórica, incluso los recién llegados virreyes. Entre los visitantes al convento de las jerónimas, estaba María de Guadalupe Sicasibí, descendiente directa del último rey zapoteca. El rey Cosijopí murió en 1563 y dejó una larga descendencia que comenzó con su hijo Náadipa, de nombre cristiano Francisco de Jesús Cortés, quien tuvo una hija que bautizó como María Guadalupe Cortés Sicasibí, que murió joven en 1645. María de Guadalupe tuvo una hija que murió en 1681, que le dio una nieta de nombre María Guadalupe Fernández Sicasibí, que nació en 1650 y que en 1680 fue conminada a asistir a la recepción del Virrey y Marqués de la Laguna.

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Esta María de Guadalupe Fernández Sicasibí por su calidad de noble indígena, tenía acceso a la corte; conoció a Juana de Asbaje y quedó impresionada por su simpatía, variado conocimiento y graciosa elocuencia. De ese encuentro surgió una amistad entre las dos mujeres que duró toda su vida. María de Guadalupe y Sor Juana mantuvieron una relación estrecha aún en los días más difíciles para la monja; o habría que decir que precisamente por las presiones que sufría Sor Juana a causa de sus desafíos al status quo, esa amistad se fue estrechando hasta convertirse en una hermandad. María de Guadalupe Sicasibí vería en Sor Juana a su hermana caída en desgracia, y la monja vería en la noble indígena un consuelo para sus penas y a una confidente que aliviaba su alma. Al final de sus días, Sor Juana Inés de la Cruz, ya enferma, entregó a María de Guadalupe un arcón que contenía algunas pertenencias de la monja, entre ellas unas cartas y documentos que le pidió leyera sólo después de su muerte. María de Guadalupe se llevó el pequeño cofre a Tehuantepec y pasó a ser el patrimonio de la familia que se transmitió de generación en generación a ciertas mujeres que descendían en línea directa de Cosijopí; la última sería Doña Guadalupe Sosa Sicasibí. Considerando las circunstancias anteriores, no fue casual que bajo el incipiente virreinato del Marqués de la Laguna, 25,000 indios de 24 pueblos de Nuevo México se levantaran contra los españoles. Mataran a todos los europeos que encontraron, entre ellos colonos, soldados y misioneros. Veintiún misioneros franciscanos fueron asesinados el 10 de agosto de 1680. Los indios lanzaron un ataque sorpresa sobre Santa Fe, capital de la provincia. Tras el fracaso de dicho ataque, sitiaron la ciudad durante diez días. Los españoles que consiguieron escapar se dirigieron a Paso del Norte, donde se refugiaron. El virrey repobló la villa de Santa Fe con 300 familias españolas y mestizas, dándole el título de ciudad. En 1681 envió unas tropas de caballería a Nueva Vizcaya para perseguir a los rebeldes indios, quienes rehusaron luchar. Las actividades conspirativas de Sor Juana comenzaron a ser más visibles. Confiada por el amor incondicional que despertó en la esposa del Virrey y el apoyo de éste; Sor Juana no pudo percatarse de que fue rebasando los límites que aconsejaba la prudencia. El plan fraguado consistía en hacer coincidir el levantamiento por la independencia de México, con el de los americanos en 1692, fecha simbólica al cumplirse doscientos años del descubrimiento de las Américas. Pero las cosas no sucedieron como se esperaba. Los conspiradores americanos no vieron un apoyo en el levantamiento de la Nueva España, sino una amenaza que con el tiempo podría convertirse en el peligro de tener a una gran potencia independiente como vecina. Fueron los americanos quienes, según constaba en los documentos de Lucía, habían filtrado a los jesuitas la información de quién alentaba la futura insurrección novohispana y cuáles eran sus ligas masónicas. Lucía había descubierto que la Carta Atenagórica encargada a Sor Juana Inés de la Cruz, había sido el pretexto para castigarla y neutralizarla sin el escándalo que significaba para la iglesia católica reconocer la infiltración de los rosacruces en las altas esfera del poder en el México colonial. Por estos hechos, la guerra por la independencia de México fue pospuesta por más de cien años. Ninguna falta trivial puede explicar la ferocidad con que los verdugos trataron a Sor Juana: fue despojada de sus libros de manera vergonzosa, negándole cualquier contacto con el mundo y

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obligándole a odiar a su propio cuerpo. He aquí la anotación en el Libro de Profesiones, escribe Sor Juana: “ Aquí arriba se á de anotar el día de mi muerte, mes y año. Suplico... a mis amadas hermanas...me encomienden a Dios, que e sido y soi la peor que á abido. A todas pido perdón por amor de Dios y de su Madre. Yo, la peor del mundo.” Fue tal la humillación y el tormento espiritual a la que fue sometida, que la epidemia que asoló su convento en 1695, fue propicio para buscar su muerte y así lo hizo. El contagio, como lo dice Antonio Alatorre, fue el sucedáneo del suicidio. Hasta aquí mi resumen. Ese fue el legado de Lucía que asustó a los políticos y autoridades académicas mexicanas; pero sobre todo a las autoridades religiosas. La tesis demostraba la alianza de dos enemigos, los gringos y las potencias católicas para aplastar a una mujer, que aún enclaustrada había puesto en peligro al orden mundial de su tiempo. Pero ¿cómo pudo Lucía enterarse de los detalles de lo que sucedió en el siglo XVII mexicano? No quería, pero para aclarar esa y otras dudas, decidí leer el diario de Lucía que encontré en una de las cajas. III Lupita estaba postrada en un viejo catre, apenas cubierta con una delgada sábana de un olvidado color blanco. A sus noventa y cinco años le pesaba estar de pie o acostada, su posición más tolerable era estar sentada por un rato y después caminar un poco. Había despertado muy temprano, y ya era cerca de las nueve, pero su sobrina se tardaba en llegar. Siempre era lo mismo; por eso se arrepentía de no haber tenido hijos. Ella, una mujer que en su tiempo fue una belleza del Istmo de Tehuantepec, codiciada por nativos y extranjeros, tenía ahora que sufrir la soledad y el desprecio de muchos, hasta de su propia familia. Su sobrina Luisa era la hija de su hermana Adelaida ya muerta. Luisa era una mujer de 45 años, de rostro serio, baja estatura, pasada de carnes y de carácter agrio. Atendía a su tía de mala gana, le llevaba los alimentos del día y por la tarde se estaba un rato con ella para ayudarla a sentarse y caminar un poco. Doña Lupita, Guadalupe Sosa Sicasibí, era la última de los hermanos de la madre de Luisa. Sus tíos habían sido cuatro: tres hombres, Juan, Faustino, Pedro y Adelaida, la otra mujer; todos habían muerto menos ella, la tía Guadalupe. Luisa llegó eso de las 9:30 a la casa de su tía Lupita, cerca del río Tehuantepec, la vio con enfado; pero después sintió lástima por ella. La saludó y le dio un beso en la frente, la ayudó a sentarse en la cama y a tomar su desayuno: un poco de atole de maíz, queso fresco, unas tortillas blandas y algo de pescado horneado. Tenía que hacer eso tres veces al día y estaba harta de cargar con su tía Lupita, pero no le quedaba otra alternativa; ver por ella y esperar a que Dios se la llevara pronto. Sabía de lo que decían de su familia y particularmente de su tía Guadalupe; pero no daba ningún crédito a los rumores que circulaban en Tehuantepec, ni quién se tragara el cuento de que su familia descendía en línea directa del rey zapoteca Cosijopí y que la anciana que ella atendía de mala gana, era ni más ni menos que la última descendiente viva de la nobleza zapoteca. ¡Al diablo con las patrañas! Lo que Luisa quería era que acabara su martirio para poder dedicarse en cuerpo y alma a sus tres hijos ya adolescentes, porque del borracho de su marido no podía esperar gran cosa.

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Eran cerca de las 12 del día y Luisa estaba ya desesperada por volver a acostar a su tía sobre el catre, para así poder ir a darle de comer a sus hijos. La anciana había querido caminar un poco por el corredor de la casa y después sentarse un rato en la butaca para que le terminara la digestión del desayuno. Le había insistido que la pasearía por la tarde después de comer, como siempre; pero la tía Guadalupe le contestó muy seria que ¡No! Que el paseo lo quería ya, porque después del medio día la iría a visitar una señorita de Lu La' (Ciudad de Oaxaca, en zapoteco). . . - ¡No sé qué quiera Luisa!, buena estoy yo para recibir fuereñas. Lucía creo que se llama. - Ya no se enoje tía - le dijo Luisa para calmarla. De seguro quiere saber cómo era Tehuantepec en sus tiempos, como otros que han venido; como el Mariano ese que vino la otra vez, ya ve que le cayó bien el muchacho. ¡No se enoje! Lucía arrastraba los pies al caminar por las polvorientas calles de Tehuantepec. Había regresado de Europa hacía sólo tres semanas con la idea de entrevistar a la última descendiente de los reyes zapotecas del Señorío de Tehuantepec, y en efecto lo hizo; pero no se esperaba lo que le sucedió. Su visión de la historia de México, de la ciencia, de casi todo lo que la universidad le había enseñado parecía desvanecerse y no estaba segura de querer aceptarlo. Había quedado de verse con Luis Arturo en el jardín central de Tehuantepec, justo frente al mercado de la pequeña ciudad. Luis Arturo conocía a Doña Lupita desde cuando era niño y llegaba de Juchitán a comprar cosas a Tehuantepec con su padre. Fue él quien le dio la información sobre la existencia de Lupita y de lo útil que podría ser que le contara la historia de su familia. Apuró el paso, no quería seguir sola con sus pensamientos. Tehuantepec es una ciudad moldeada por el río que lleva su nombre. Del lado norte, sobre la ribera izquierda del río, se ubica el centro de la ciudad y los barrios más antiguos. Del lado sur, sobre la ribera derecha, las nuevas colonias, la tierra de los avecindados. Lucía venía de la casa de Doña Guadalupe Sosa Sicasibí, arrojada al sur por su familia que ya no podía o no quería hacerse cargo de la vieja, así fuera la última descendiente de los reyes zapotecas. Aunque sólo la separaban dos o tres kilómetros del lugar de su cita, parecía no avanzar por más que aceleraba el paso. Pensó en tomar un taxi, pero el puente y las modificaciones viales que el gobierno del estado de Oaxaca había hecho, provocaban embotellamientos a la altura del puente. Decidió continuar el trayecto a pie. A unas cuadras vio un puesto de cocos, cuyas aguas eran muy demandadas por los lugareños para saciar su sed, una sed provocada por el calor abrazador del trópico. Se acercó al puesto de cocos y pidió uno frío. El agua fresca de ese fruto no sólo le calmaba la sed; había en su sabor un dejo de sensualidad que le recordaba sus intimidades con Luis Arturo. Bajo esa cara seria de pocos amigos, Lucía ocultaba a una mujer apasionada, una hembra que se entregaba sin reservas a su amante en todos los sentidos y con todos los sentidos. En realidad lo amaba, amaba a Luis Arturo. Recordó que lo conoció en un viaje a España hacía ya un año. Ella buscaba material para su tesis doctoral sobre Sor Juana Inés de la Cruz y él se distraía en la Madre Patria después de una desafortunada experiencia en Inglaterra, cuando trabajaba para el Club de Roma. El encuentro fue del todo accidental. Ella había concluido una reunión con algunos académicos de la Universidad de Alcalá de Henares y el rector le ofreció amablemente que la universidad le - 10 -


pagaría su estancia en el Mesón del Rey. La oferta la tomó por sorpresa y su primer impulso fue rechazarla; pero la forma como el rector le insistió y su amor por la vieja España de su padre, la hicieron aceptar la oferta. Un integrante del cuerpo administrativo de la universidad se ofreció a llevarla en su automóvil al mesón, y aunque el lugar no estaba lejos del edificio principal de la universidad, aceptó porque no deseaba caminar con el frío que se dejaba sentir a mediados de marzo. El Mesón del Rey le pareció un lugar agradable; mientras esperaba que le arreglaran la suite "Don Quijote", la sentaron en un pequeño jardín en una mesa de herrería que acentuaba más el frío que estaba sintiendo. El encargado del mesón se mostró muy amable con ella, le ofreció un servicio de vino tinto con tapa incluida. Lucía aceptó el servicio, aunque no era muy afecta a los vinos tintos; prefería los blancos alemanes que suelen ser dulces. Cuando le sirvieron, la copa de vino le pareció enorme, iba acompañada de una combinación de jamones, chorizo y queso, trozos de pan y un poco de aceite de oliva. A pesar de que no serían más de las cinco de la tarde, una ligera niebla comenzó a llenar el espacio; el sueño y ahora el hambre hacían una terrible combinación con el frío que sentía. No hacía mucho que había descendido del avión en el aeropuerto de Barajas, para después trasladarse a la estación de Atocha y viajar a Alcalá de Henares. Sin pensarlo, tomó la copa de vino antes que los bocadillos y al beberlo, sintió un exquisito sabor afrutado que al final dejaba un ligero toque a tabaco y café en el paladar. Se sorprendió del gusto del vino y quiso ver la botella; era un tinto de la Ribera del Duero. Cuando combinó el queso con el vino, sintió que su cuerpo se estremecía del placer casi obsceno que le provocó degustarlos. Tenía los ojos entornados y con la copa de vino en la mano parecía invitar a que la besaran. Volvió a la realidad cuando le habló el encargado del mesón para decirle que su habitación estaba lista. Su equipaje iba por delante con el mozo mientras subía por las estrechas escaleras de madera que llevaban al primer piso. Iba cuidando sus pasos al subir cuando un tipejo casi la aplasta contra la pared al bajar rápidamente y sin ninguna consideración. Solo oyó que gritaba ¡perdón, perdón! mientras casi corría escalera abajo sin reducir la velocidad y menos voltear a verla. Se sintió ofendida. El mozo la ayudó a instalar sus cosas y salió despidiéndose con una cortesía que le extrañó en un español (no solían ser así en México). Se recostó un rato en la cama, pero el hambre que aún sentía la hizo levantarse. Fue directo al espejo y se vio el rostro un tanto demacrado por el viaje, y el trabajo. Se alisó el cabello, se lavó la cara y decidió cambiarse de ropa. Después de peinarse y poner en el rostro cansado un poco de maquillaje, bajó las escaleras y se dirigió al pequeño comedor de la planta baja. ¡Horror! Allí estaba el tipejo que casi la tira en las escaleras. Departía alegre con el encargado del mesón y volteó a verla, así que, por educación, ya no intentó regresar sobre sus pasos. Trató de ser amable y sonrió a los de la mesa. El camarero le preguntó qué deseaba, pensó en una cena a la mexicana; pero se conformó con pedir café y un poco de pan. Los dos hombres de la mesa platicaban animados y entre risas se gastaban bromas, ella aguantaba e intentaba mantener la vista lejos de ellos. No escuchó bien cuando alguien le preguntó: ¿es usted mexicana? Volteó para ver a su interlocutor- ¿Perdón? - Que si es usted mexicana. - Si, contestó ella desanimada cuando se percató que quien preguntaba era el tipejo. - 11 -


¡Vaya! - dijo él entusiasmado y extendiendo el brazo para saludarla- yo también, mi nombre es Luis Arturo y soy matemático. Durante los primeros minutos la plática le pareció a Lucía francamente estúpida, llena de clichés baratos hechos para ligar; pero los soportó hasta que en un momento de la conversación dijo algo sobre su proyecto de tesis y Luis Arturo hizo comentarios que le indicaron que poseía más información sobre el tema que la esperada de un hombre que se dedicaba a las matemáticas. "No discuto tu idea de que Sor Juana fue víctima de la intolerancia de una sociedad machista, en una época en la que la iglesia católica se encontraba en guardia contra las herejías de todo tipo; pero no creo que haya sido la razón de tanto encono y violencia contra ella. Si los críticos e historiadores de la literatura analizaran los hechos desde una perspectiva más amplia, digo, que no se limitaran a su propia disciplina, quizás se darían cuenta de que existen otras posibles explicaciones para el caso Sor Juana. Se sabe bien que en el siglo XVI la iglesia católica sufrió una de sus peores crisis con el movimiento protestante encabezado por Martín Lutero. Sabemos que algunos principados de lo que ahora es Alemania, por razones no muy piadosas, vieron con buenos ojos que Lutero se revelara contra el Papa. La reacción de la jerarquía católica fue violenta. La cacería de herejes produjo muchos muertos, asesinatos en masa, en los cuales fallecieron muchos hombres de ciencia. En esos años nada podía contradecir a la Biblia, hay muchos ejemplos; pero los más emblemáticos fueron los casos de Giordano Bruno y Galileo Galilei. Los hombres y mujeres de ciencia tenían que mantener en secreto sus descubrimientos so pena de morir en la hoguera. En Francia, España e Italia, la situación era dramática, en muchos casos, matemáticos, astrónomos, físicos, médicos o inventores, tuvieron que huir de sus países para protegerse en Alemania o Inglaterra, países que habían roto relaciones con el Vaticano. Esta situación se mantuvo muchos años, la tensión entre los países protestantes y los católicos se expresaba en una paz precaria, el monstruo de la guerra asomaba sus fauces a la menor provocación. El matrimonio de Federico V, Elector del Palatinado alemán con la hija de Jacobo I de Inglaterra, Isabel, provocó una desbordada alegría entre los científicos y desde luego, entre los protestantes. Ese matrimonio significaba la posibilidad de la existencia de un pequeño pero poderoso principado protestante en el continente europeo. En el escenario de esa esperanza desbordada surgió un movimiento notable y a la vez extraño: la Hermandad Rosacruz. Se ha visto a la Hermandad Rosacruz como un movimiento místico; la verdad es que fue el primer movimiento científico global que no usó las redes sociales para articularse, sino los manifiestos pegados en lugares públicos y escritos en un lenguaje que sólo los conspiradores podían descifrar. El propósito del movimiento Rosacruz era crear las mejores condiciones para el surgimiento de un territorio libre de la opresión católica. La "boda alquímica" se efectúo en 1613 en Londres. Los príncipes tomaron posesión de su reino pero las potencias católicas no permitieron su reinado. España invadió el Palatinado y derrocó a Federico V en 1620. Así terminó la experiencia mística de un territorio libre para la ciencia naciente en el siglo XVII."

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Luis Arturo hablaba extasiado, parecía haberse olvidado del motivo de la disertación, pero la voz de la chica lo hizo reaccionar. -Todo eso está muy bien – convino Lucía – pero ¿dónde encaja Sor Juana en todo esto? - ¿Sor Juana? ¡Claro! Ella nació mucho después de todo esto; pero el movimiento Rosacruz se convirtió en lo que después se conoció como masonería, y para la época en que ella ya destacaba en la Nueva España, en Europa brillaba Atanacio Kircher, hermano Rosacruz con el que Sor Juana mantenía correspondencia. Octavio Paz ya mencionaba algo de esto pero no llegó al meollo del asunto. - Si, claro, conozco el trabajo de Paz, pero aún no ato los cabos de tu... ¿teoría? - Bueno, teoría quizás no sea; pero un punto de vista diferente sí que lo es. Lo que afirmo es que Sor Juana fue sospechosa de participar en una conspiración contra España, y los jesuitas prepararon todo para acabar con ella. ¿Está claro? No estaba claro, pero los indicios que ofrecía ese matemático pedante que creía saberlo todo, dejó preocupada a Lucía. Si lo que Luis Arturo le planteaba tenía algún fundamento, su tesis y todo lo escrito sobre el tema de Sor Juana Inés de la Cruz, se vendría abajo. Se quedó callada mientras observaba a su interlocutor que aprovechó el momento para beber de su copa de vino. No estaba feo, y después de todo tenía bonitas manos. Lucía dejó los recuerdos a un lado para ocuparse de caminar más aprisa y encontrarse con Luis Arturo. IV Luis Arturo esperaba sentado en una de las mesas del portal de la plaza de armas de Tehuantepec. Pidió una cerveza y un poco de camarón mientras la esperaba; el calor era sofocante. Por la entrada principal del pueblo vio venir a Lucía, parecía nerviosa, tensa y cansada al mismo tiempo. Diez minutos después ambos estaban sentados a la mesa, él observándola y ella apurando una botella de agua mineral. Una vez que sació su sed, Lucía alzó sus ojos hacía Luis Arturo y con voz débil le dijo: tenías razón. Le contó de la entrevista con Doña Guadalupe Sosa y de cómo la llevó al cuarto que tenía como bodega en la parte de atrás de su casa. La ayudaba una sobrina de nombre Luisa y gracias a ella pudieron abrir la puerta oxidada del cuarto. La anciana le pidió que entrara y obedeció. El cuarto olía a humedad añeja, los trebejos se acumulaban por todas partes, había recipientes de barro tirados por el piso de tierra, trozos de lo que alguna vez fueron vestidos, blusas o sábanas estaban por encima de objetos cuyas formas emergían en ese mar de ropa vieja. En una esquina, sobre una base labrada de cuatro patas de madera, se asentaba un baúl de caoba de un metro de largo por 60 centímetros de alto, con una cruz labrada en el frente y debajo de ella, un viejo candado que aseguraba el contenido. "Este cofre es el legado de los padres de mis padres y de los padres de estos desde hace ya tantos años que ya ni sé, dijo Doña Guadalupe Sosa. No sé quién fue la primera que lo recibió, pero a partir de ella, todas las mujeres de mi familia, han recibido, cuando se casan, el encargo de cuidar

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este cofre, sin abrirlo, sólo conservarlo hasta que llegara el tiempo adecuado para descubrir su contenido. " Yo nunca me casé y menos tuve hijos, ni hijas. Cuando me dijeron que venías a verme, pensé que eras una más de esas personas que preguntan y anotan para saber cómo era la vida en el Tehuantepec que conocí en mi juventud; pero cuando te vi, algo en mi sangre me dijo que tu eras la mujer que debería abrir y conocer lo que encierra este cofre desde hace muchos, pero muchos años hija. No me pidas que te lo explique porque ni yo misma sé por qué lo hago. La explicación puede ser tan simple como que siento la muerte cerca y ninguna de mis sobrinas podría con el encargo y que por lo mismo es tiempo de deshacerse de él; o bien que el destino te puso en mi camino para cumplir un alto designio, nadie lo podrá saber." Me dio la llave y abrí el cofre Luis Arturo. En su interior había gruesos legajos, hojas sueltas y dos libros. Con mucho cuidado fuí desatando los legajos y ojeando lo que los papeles tenían escrito en el castellano del siglo XVII. Allí estaba casi todo, cartas en latín, inglés, aleman y en francés, algunas refiriendo algún acontecimiento de la época, otras a la publicación más reciente de Sor Juana; pero en uno de esos legajos se habla de la conspiración para liberar a México del yugo español. En otro legajo había una lista de personas que al parecer estaban involucradas en el movimiento libertador y que había que proteger a toda costa; quizás por eso el cofre fue enviado a un lugar entonces tan remoto de la capital de la Nueva España. ¡Aquí está todo Luis Arturo! ¡Todo lo que demuestra por qué Sor Juana fue aislada, sometida y acallada para siempre! Esto es muy importante Luis Arturo; con este material prácticamente se obliga a reescribir la historia de Europa y de América. Desde ese día Lucía trabajó febrilmente en la re-elaboración de su tesis doctoral. Se pasó seis meses, desde la entrevista con Doña Guadalupe Sosa, trabajando de lunes a domingo, encerrada en su estudio bajo montañas de papeles y libros, ordenando tarjetas, integrando expedientes, detallando los capítulos introductorios y los contextuales, dejando lo sustancial para el final. Seis meses trabajando sin parar, durmiendo un poco y comiendo menos. Bajó diez kilos y se veía fatal; con ojeras, los labios resecos, la piel amarillenta, el cabello maltratado, y tan delgada que cuando aceptaba verse con Luis Arturo, él trataba de no abrazarla por temor a que se le rompiera entre los brazos. Finalmente tenía lista su tesis y tres copias para los trámites de su aceptación. Fue a la facultad y su asesor de tesis, el Dr. Alfredo Ramírez del Río, la recibió sorprendido, había pensado que Lucía había abandonado el proyecto de su tesis y sintió pena por ella. Ese día se extrañó de verla en tan mal estado; pero conforme Lucía le contó los detalles de sus peripecias, el Dr. Ramírez del Río se quedó estupefacto. -¿Todo lo que me has dicho está descrito y debidamente documentado en tu tesis? -¡Todo! Respondió Lucía más segura de sí. - Debo leerla con calma y en un mes darte mi opinión. Comprenderás que todo esto es demasiado. - Lo entiendo Doctor. Regresaré a verlo en una semana. Ricardo, un amigo de Luis Arturo, la invitó a dar una conferencia en el Claustro de Sor Juana, que resumiera el contenido de su tesis. Su primer impulso fue negarse, pero lo pensó bien y aceptó.

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A la conferencia asistieron alumnos del posgrado en filología y como invitado de honor el arzobipo de México. Quién entusiasmado por la exposición de Lucía, le pidió encarecidamente una copia autografiada de su tesis. Pero no pasó un mes. A los quince días de la entrevista, Lucía recibió una llamada urgente del Dr. Ramírez del Río y le pidió que se vieran. No en la facultad; sino en la cafetería de la librería Gandhi, en Coyoacán. A Lucía le extrañó que fuera citada en ese lugar y no en el cubículo de su asesor tratándose de un asunto académico. Llegó un poco antes de la seis de la tarde. La librería estaba bastante concurrida y en su cafetería comenzaban a escasear las mesas. Escogió una ubicada en un lugar discreto; pidió una botella de agua y se dispuso a esperar a su asesor. El Dr. Ramírez del Río llegó con diez minutos de retraso, algo extraño en él, siempre tan puntual para todo. Al entrar a la librería se dirigió a la cafetería y comenzó a buscar a su ex alumna. Se dio cuenta de que alguien le agitaba los brazos y descubrió que era Lucía. El Dr. Ramírez del Río se acomodó en el pequeño asiento como mejor pudo, puso la copia de la tesis de Lucía sobre la mesa y sin mayor preámbulo le dijo: la rechazaron. Lucía sintió que se le abría el piso y que se hundía por la hendidura. El estómago se le revolvió y estuvo a punto de vomitar sobre la cara del profesor. Respiró profundo, trató de tranquilizarse. Le pidió al Dr. Ramírez del Río que le explicara los motivos del rechazo. Al principio el académico no podía articular sus palabras; pero finamente dijo: “Lucía, me entusiasmé tanto con tu descubrimiento que hablé con el director de la facultad acerca de tu tesis. Le dije que era un trabajo de tal importancia, que el examen para obtener tu grado de doctora sería un mero pretexto para difundir el contenido; disculpa, sé que obtener tu doctorado es muy importante para tí, pero la magnitud de lo que hiciste, pone en primer plano tu trabajo. Le expliqué con detalle en qué residía la importancia de tu tesis, lo noté muy interesado y me pidió una copia de tu trabajo, que desde luego le proporcioné. No sé si hice bien, porque aquí fue donde las cosas comenzaron a cambiar. En la madrugada del tercer día, recibí la llamada del mismísimo rector de la universidad que con tono grave me dijo: Dr. Ramírez, siento llamarle a esta hora tan impropia, pero debemos reunirnos con el director de su facultad hoy. Sugiero que tomemos el desayuno juntos en algún lugar céntrico. Me quedé desconcertado. Asistí al desayuno y aunque el rector fue muy amable, el ambiente se sentía tenso. Después de tomar los alimentos, mientras tomábamos café comentó. Dr. Ramirez, le he dicho al director de su facultad que lo que aquí nos reúne es muy delicado. Un alto funcionario de la secretaría de gobernación del gobierno federal, me ha pedido que la tesis de la postulante Lucía Diaz no fuera ni aprobada ni publicada. La razón de que el gobierno federal intervenga en algo que parece una nimiedad, tiene que ver con una petición expresa del Nuncio del Vaticano en México, nada más y nada menos. No sé qué contenga esa tesis, tampoco sé cómo diablos consiguieron una copia; pero debe ser algo que inquietó a las altas esferas del clero católico y no estoy de acuerdo en poner en riesgo la estabilidad de la universidad si podemos internamente arreglar este asunto.” Lucía, me pidieron que te comentara las cosas tal y como han sucedido, y que accedas a cambiar el tema de tu tesis o bien optar por un procedimiento extraordinario mediante el cual le sea posible a la universidad otorgarte el doctorado. Lucía abandonó la librería aturdida. Antes de salir le agradeció al Dr. Ramirez su atención y la oferta, pero también le dijo que lo pensaría. Deambuló por toda avenida Universidad rumbo al - 15 -


Eje 10; entró a Plaza Universidad para distraerse un poco y pensar en lo que haría. Todo era tan extraño... Dos días después de su entrevista con su ex asesor, le llamó por teléfono para decirle que había decidido abandonar el proyecto de su doctorado y que vería la forma de que su trabajo fuera publicado. Ramírez del Río intentó hacerla cambiar de opinión, pero no tuvo tiempo, Lucía cortó la comunicación. Durante las siguientes tres semanas intentó comunicarse con algunos editores. Todos, sin excepción, al saber quién era ella y cuál era el tema, se negaron siquiera a revisar el texto. Acudió a una imprenta para solicitar un presupuesto para imprimir un tiraje de 500 ejemplares de su tesis; le fue entregado el presupuesto que pensó podría cubrir con poca dificultad, pero cuando volvió a ir a la imprenta, el dueño en persona le dijo que lo sentía, pero que no podía hacerle el trabajo. Estaba claro que alguien conspiraba contra ella. Fue entonces cuando se le ocurrió ofrecer una conferencia en la universidad, pero no en su facultad, sino en la de Economía, donde algunos grupos de izquierda y feministas radicales, le ofrecieron su apoyo y el auditorio "Che Guevara" de la UNAM, para que presentara su conferencia sobre Sor Juana Inés de la Cruz. Fue el día de la conferencia, con el "Che Guevara" abarrotado, cuando vió a los jóvenes vitorearla y aplaudir su discurso final donde señalaba a los culpables del dominio que hoy se ejerce sobre México, los responsables del saqueo de sus recursos naturales y el desmantelamiento de su sistema de investigación científica y tecnológica, fue en ese momento cuando decidió prenderle fuego a una de las copias de su tesis. Varios se percataron del mensaje, era como si Lucía denunciara con la quema del producto de su investigación, la preponderancia de la política de la vieja Inquisición, en la vida política y cultural del México de hoy. La noticia no le cayó nada bien al Nuncio del Vaticano en México, ni a la Secretaría de Gobernación. Para ella era evidente que la asechaban y que de nada le serviría intentar publicar su obra ni buscar trabajo en el mundo académico. Valoró la situación y se decidió por la traducción de libros y artículos como freelancer y administrar la herencia que le había dejado su padre. Tenía una casa como parte de esa herencia y en ella podría criar a su hijo, pues estaba embarazada de Gildardo. Sentí escalofrío al leer el diario de Lucía. En las últimas páginas la autora describía cómo Luis Arturo se había largado a Europa al enterarse del lío en el que se encontraba metida hasta el cuello y de su embarazo. De cómo había pasado todos esos años tratando de no preocupar a Gildardo para que pudiera terminar sus estudios. Pero la parte más escalofriante fue aquella en la que se refería a los dos: " Los veo estudiar despreocupados, Gildardo y el Teco se han vuelto muy buenos amigos. Gildardo estudia su posgrado en la UNAM y el Teco el suyo en la UAM. No quiero alarmarlos con la noticia de mi enfermedad. Me enteré de ella hace unos meses. Fui a un examen de rutina por los accesos de tos que me provoca el tabaco. He fumado mucho durante mi vida; pero no fue eso lo que me asustó. De regreso a casa abrí la alacena para recoger el último paquete de cigarrillos que me quedaba, pensaba arrojarlo a la basura, pero en eso noté una humedad extraña que mojaba ligeramente las cajetillas y a los cigarros y les daba un leve color naranja.

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Con todo lo que ya había pasado por mi trabajo sobre Sor Juana Inés de la Cruz, decidí llevar el paquete a la facultad de química de la UNAM para que un amigo mío le hiciera un análisis. No me sorprendió cuando me dio la noticia de que el paquete contenía un compuesto de Dioxina; una substancia tóxica que induce el cáncer y que fue usado durante la guerra de Vietnam como arma química, el llamado Agente Naranja. Después vinieron los análisis que confirmaron la metástasis del cáncer; pero nada de eso me asusta, mi hijo ya está en posibilidades de defenderse por sí mismo y solo extrañará la ausencia de su madre. Para cuando muera, su amigo le será de consuelo y quizás de compañero." Ese sábado salí del desván como borracho. Gildardo salió de su cuarto acomodándose la camisa, se disponía a salir para ir a ver a Norma en su nuevo show del Impala. Cuando Gildardo me vio en mal estado, se acercó para sostenerme; lo abracé tan fuerte que se asustó. - ¡Qué te pasa güey! No me digas que ya te salió lo muxhe. - No manito, es que de pronto me di cuenta que te quiero mucho. ¿Te puedo acompañar a ver a Norma? - Pues si quieres. La última vez la regaste muy feo hermano. - Si, tienes razón; sirve de que me disculpo con ella y con la Bety. Cuando llegamos cerca del cabaret, detrás del soberbio edificio de Bellas Artes, iba callado y con las manos en los bolsillos. Pensaba en lo hermosa que había sido Lucía y lo maravilloso que hubiera sido hacer el amor con ella. - ¿Por qué tan callado Teco? - Por nada mi hermano, estaba pensando que ahora que regrese a Oaxaca y consiga trabajo, te adopto como hijo. - ¡Ay no mames Güey! Mejor apúrate que la función va a comenzar.

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