PRÍNCIPE CAUTIVO
C. S. PACAT
Título original: Captive Prince, vol. 1 © C. S. Pacat © De la traducción: Libros Secretos http://loslibrosecretos.blogspot.com.es/ loslibrossecretos@gmail.com Traducción: Paqui Corrección: Ciociosam Portada: Minu Formato: Paqui Revisión: Rosamar, María G y Teresa Mapa: Mikel Página del autor: http://www.captiveprince.com Edición: Enero 2014 Atención: Este libro es de temática homoerótica y contiene escenas de sexo explícito M/M
Damen es un héroe guerrero de su pueblo y el heredero legítimo del trono de Akielos, pero cuando su medio hermano toma el poder, Damen es capturado, despojado de su identidad y enviado al servicio del príncipe de una nación enemiga como esclavo de placer. Su nuevo amo es hermoso, manipulador y peligroso; el príncipe Laurent personifica lo peor de la Corte de Vere. Sin embargo, dentro de la insidiosa red política vereciana, nada es lo que parece; cuando Damen se encuentra atrapado en el juego de intrigas referentes a la sucesión al trono, deberá colaborar con Laurent para sobrevivir y salvar a su país. Damen solo tiene una estrategia: nunca, jamás, revelar su verdadera identidad. Porque el hombre que más necesita es también aquel que tiene más razones para odiarle que ningún otro...
PrĂncipe Cautivo estĂĄ dedicado a todos los lectores y seguidores de la historia original. Su ĂĄnimo y entusiasmo es lo que hizo posible este libro. Muchas gracias a todos.
AKIELOS THEOMEDES, rey de Akielos DAMIANOS (Damen), hijo legítimo de Theomedes y su heredero KASTOR, hijo ilegítimo de Theomedes, medio hermano de Damen JOKASTE, lady; dama de la Corte de Akielos. ADRASTUS, guardián de los esclavos Reales de Akielos. LYKAIOS, esclava de la Casa de Damianos ERASMUS, un esclavo.
VERE REGENTE de Vere, tío de Laurent LAURENT, príncipe heredero del trono de Vere RADEL, supervisor de la Casa del Príncipe. GUION, miembro del Consejo Vereciano y embajador de Vere en Akielos AUDIN, miembro del Consejo Vereciano HERODE, miembro del Consejo Vereciano JEURRE, miembro del Consejo Vereciano CHELAUT, miembro del Consejo Vereciano NICAISE, una mascota GOVART, ex miembro de la Guardia Real JORD, miembro de la Guardia del Príncipe ORLANT, miembro de la Guardia del Príncipe VANNES, una cortesana TALIK, la mascota hembra de Vannes ESTIENNE, miembro de la Corte Vereciana BERENGER, miembro de la Corte Vereciana ANCEL, su mascota
PATRAS TORGEIR, rey de Patras TORVELD, hermano menor de Torgeir y embajador en Vere
DEL PASADO ALERON, rey difunto de Vere y padre de Laurent AUGUSTE, prĂncipe heredero difunto de Vere y hermano mayor de Laurent
PRÓLOGO
—Hemos oído que vuestro príncipe —dijo lady Jokaste— mantiene su propio harén. Estos esclavos complacerían a cualquier tradicionalista, pero además, le he pedido a Adrastus que prepare algo especial; es un regalo personal del Rey para tu príncipe. Un diamante en bruto, por así decirlo. —Su Majestad ya ha sido muy generoso —dijo el consejero Guion, embajador de Vere. Paseaban a lo largo del mirador. Habían cenado carnes especiadas envueltas en hojas de parra1 mientras el calor del mediodía era ventilado lejos de sus reclinatorios2 por atentos esclavos. Guion se sintió generosamente dispuesto a admitir que aquel país de bárbaros tenía sus encantos. La comida era rústica, pero los esclavos eran impecables: perfectamente obedientes, entrenados para estar siempre atentos y anticiparse, nada parecido a las mimadas mascotas de la Corte de Vere. La galería estaba cercada por dos docenas de esclavos en exhibición. Todos estaban desnudos o apenas vestidos con sedas transparentes. Alrededor de sus cuellos llevaban collares de oro decorados con rubíes y
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Vid. En la antigua Grecia y Roma, las clases acomodadas tenían por costumbre comer recostados de lado en unos divanes llamados “reclinatorios”. Creemos que en este caso la autora se refiere a ellos, y a que los esclavos los abanicaban mientras yacían allí. 2
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tanzanitas3y en sus muñecas, puños del mismo material. Todo ello era puramente ornamental. Los esclavos se arrodillaron demostrando su voluntaria sumisión. Iban a ser un regalo del nuevo Rey de Akielos al Regente de Vere; un regalo muy generoso. Tan solo el oro valía una pequeña fortuna, además de que los esclavos eran, sin duda, algunos de los mejores de Akielos. En secreto, Guion ya había destinado una de las esclavas del palacio para su uso personal, una joven recatada de cintura delgada y hermosos ojos oscuros con pestañas muy pobladas. Al llegar al otro extremo de la galería, Adrastus, guardián de los esclavos Reales4, se inclinó bruscamente, al mismo tiempo que juntaba los talones de sus botas acordonadas de cuero marrón5. —Ah. Aquí estamos —dijo lady Jokaste sonriendo. Entraron en una antecámara y los ojos de Guion se ensancharon. Amarrado y bajo fuerte custodia, había un esclavo diferente de cualquier otro que hubiera visto en su vida. De poderosos músculos y físicamente imponente, no cargaba las endebles cadenas6 que adornaban a los otros esclavos del vestíbulo. Sus restricciones eran reales. Sus muñecas estaban amarradas a la espalda, las piernas y el torso, atados con gruesas cuerdas. A pesar de todo 3
Piedra preciosa de tonalidades azuladas. Es más rara y cara que el diamante. Se la considera la más costosa de todas debido a su escasez ya que solo se la consigue en una pequeña franja al norte de Tanzania. 4 En este libro, y con el fin de evitar confusiones, usaremos la mayúscula cuando el adjetivo “Real” se refiera a algo perteneciente al Rey o relativo a la realeza, y minúscula cuando el adjetivo “real” designe la calidad de verdadero. 5 En el original dice que arrastra las suelas de las botas juntas, pero yo creo entender que se refiere al típico saludo militar en el que se juntan de golpe los talones con un pequeño golpe. 6 “trinket-chains”: Se refiere a que, en este caso, las cadenas no eran baratijas de adorno.
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aquello, la fuerza de su cuerpo parecía a duras penas contenida. Sus ojos oscuros brillaban con furia por encima de la mordaza, y si se lo miraba de cerca, se podían ver los rojos verdugones detrás de las fuertes correas que sujetaban su pecho y muslos, producto de una lucha feroz contra esas ataduras. El pulso de Guion se aceleró, reaccionando casi con pánico. «¿Un diamante en bruto? Ese esclavo era más bien un animal salvaje, no se parecía en nada a los veinticuatro gatitos mansos que se alineaban en el vestíbulo». El poder absoluto que emanaba de su cuerpo, apenas podía mantenerse bajo control. Guion miró a Adrastus, que se había quedado atrás, como si la presencia del esclavo lo pusiera nervioso. —¿Todos los esclavos nuevos son atados? —preguntó Guion, tratando de recuperar la compostura. —No, solo él. Él es… —Adrastus vaciló. —¿Sí? —No está acostumbrado a ser manipulado —concluyó Adrastus, dando una inquieta mirada de reojo a lady Jokaste—. No ha sido entrenado. —Vuestro príncipe, según hemos oído, disfruta de los desafíos — dijo la mujer. Guion trató de contener su reacción cuando volvió la mirada hacia el esclavo. Era altamente cuestionable que ese bárbaro regalo atrajese la
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atención del Príncipe, cuyos sentimientos hacia los habitantes salvajes de Akielos carecían de calidez, por decir lo menos. —¿Tiene un nombre? —preguntó Guion. —Vuestro príncipe es, por supuesto, libre de ponerle el nombre que quiera —dijo lady Jokaste—. Pero creo que complacería mucho al Rey si lo llamase “Damen”. ―Sus ojos centellearon. —Lady Jokaste —masculló Adrastus como si protestara, aunque, por supuesto, eso era imposible. Guion cambió la mirada de uno a otro. Notó que esperaban algún comentario de su parte. —Esa es, sin duda, una interesante opción de nombre —dijo. En realidad, estaba horrorizado. —El Rey lo cree así— confirmó lady Jokaste, estirando los labios ligeramente.
***
Mataron a su esclava Lykaios con un corte rápido de espada en la garganta. Era una esclava de palacio, sin entrenamiento en combate y tan dulcemente obediente que si se le hubiera pedido, se habría arrodillado y desnudado su propia garganta para el golpe. No se le dio la oportunidad de obedecer o resistir. Se desplomó sin hacer ruido, sus pálidas
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extremidades quedaron inmóviles sobre el mármol blanco. Debajo de ella, la sangre lentamente comenzó a extenderse sobre el suelo marmóreo. —¡Arrestadlo! —gritó un soldado de entre los que entraron a raudales en la recámara, un hombre de pelo castaño y lacio. Damen quizá se hubiera dejado atrapar debido al desconcierto, pero fue en ese instante que dos de los soldados pusieron sus manos sobre Lykaios y la mataron. Al finalizar la primera reyerta7, tres de los soldados acabaron muertos y Damen quedó en posesión de una espada. El resto de los hombres lo enfrentaron vacilando y rehuyéndole. —¿Quién os ha enviado? —cuestionó el príncipe Damianos. El soldado de pelo lacio respondió: —El Rey. —¿Mi padre? —Casi bajó la espada. —Kastor. Vuestro8 padre ha muerto. Agarradlo. Combatir era parte de la naturaleza de Damen, cuyas destrezas se basaban en la fortaleza física, la aptitud natural y la práctica rigurosa. Pero aquellos hombres habían sido enviados contra él por otro que conocía muy bien sus virtudes, y debido a ello, no desestimó la cantidad de soldados que necesitaría para dominar a un hombre de tal calibre.
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La palabra utilizada en el original es “exchange” que se traduce por “intercambio”. Como en español es un término que tiene connotaciones bastante pacíficas y como en este caso se refiere al intercambio de golpes o agresiones, se decide usar una palabra que refleje ese sentido específico. 8 Como el inglés no distingue el tratamiento de cortesía del informal pero el español, sí; su aplicación queda a criterio del traductor/corrector responsable. En este caso, se decidió usar el tratamiento de cortesía clásico hacia Reyes y nobles (tercera persona del plural) y conservar el tuteo cuando se trate de personas de igual rango o si la circunstancia de familiaridad lo amerita.
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Superado en número, con los brazos retorcidos a la espalda y una espada en su garganta, Damen no podía durar mucho tiempo antes de ser capturado. En ese momento, había creído ingenuamente que iba a
ser
asesinado. En lugar de eso fue golpeado, restringido y, como cuando se liberó había producido una gratificante cantidad de daño aun estando desarmado, fue golpeado nuevamente. —Sacadlo de aquí —dijo el soldado del pelo lacio, mientras se limpiaba con el dorso de la mano la fina línea de sangre que surcaba su sien. Fue arrojado a una celda. Su mente, que no conocía dobleces9, no podía entender lo que estaba sucediendo. —Llevadme a ver a mi hermano —demandó y los soldados se rieron; uno de ellos le dio una patada en el estómago. —Vuestro hermano es el que dio la orden —se burló otro. —Estás mintiendo. Kastor no es ningún traidor. Pero la puerta de su celda se cerró de golpe y la duda se instaló en su mente por primera vez. «Eres un incauto», una pequeña voz le empezó a susurrar; no lo había anticipado, no lo había visto venir; o quizá se había negado a verlo, al no dar crédito a los oscuros rumores que parecían denigrar el honor con 9
“which ran along straight and candid lines” en el original. Traducido literalmente sería algo como “que corre a lo largo de rígidas y cándidas líneas”; entendemos que lo dice en el sentido de que su mente no conoce de simulaciones, traiciones o hipocresías.
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que un hijo debería enfrentar los últimos días de un padre enfermo y moribundo. En la mañana vinieron por él; en ese instante, la comprensión de todo lo que había ocurrido y el deseo de enfrentar a su captor con coraje y apesadumbrado orgullo, lo llevaron a permitir que le fijaran los brazos detrás de la espalda, sometiéndose a la brusca manipulación, y a avanzar, al ser impulsado por un fuerte empujón entre los hombros. Cuando se dio cuenta de adónde lo llevaban, comenzó a luchar de nuevo, con violencia. La habitación estaba simplemente esculpida en mármol blanco. El suelo, también de mármol, se inclinaba levemente, terminando en un arroyuelo artificial discretamente tallado. Del techo colgaban un par de grilletes, a los que Damen, a pesar de su enérgica resistencia, fue encadenado en contra de su voluntad, con los brazos izados por encima de su cabeza. Esos eran los baños de los esclavos. Damen tironeó de las restricciones. No se movieron. Sus muñecas ya estaban muy magulladas. En ese lado del baño, un conjunto de almohadones y toallas se organizaban de manera atrayente. Botellas de cristal coloreado de diversas formas, conteniendo una gran variedad de aceites, centellearon como joyas en medio de los cojines. El agua estaba perfumada, lechosa y decorada con pétalos de rosa ahogándose lentamente. Todas las delicadezas. Aquello no podía estar sucediendo. Damen sintió una contracción en el pecho; furia, indignación,
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y en algún lugar debajo de estas, enterrada, una nueva emoción que le retorcía y le revolvía el estómago. Uno de los soldados lo inmovilizó apresándolo desde atrás. El otro comenzó a desvestirlo. Sus ropas fueron desprendidas y quitadas rápidamente. Las sandalias le fueron cortadas de los pies. La quemadura de la humillación ardiéndole a través de las mejillas; Damen estaba de pie, desnudo y encadenado, el calor húmedo del vapor de los baños serpenteando contra su piel. Los soldados se retiraron hacia el corredor abovedado donde una figura los despidió; su rostro cincelado, hermoso y familiar. Adrastus era el Guardián de los Esclavos Reales. La suya era una posición de prestigio otorgada por el rey Theomedes. Damen fue golpeado por una oleada de ira tan poderosa que casi le robó la visión. Cuando volvió en sí, notó la forma en que Adrastus lo estaba evaluando. —No te atrevas a poner una mano sobre mí. —Tengo órdenes —informó el Guardián a pesar de que reculó. —Te mataré —advirtió Damen. —Tal vez… una mujer… —pensó Adrastus; retrocedió un paso y susurró al oído de uno de sus acompañantes, quien hizo una reverencia y salió de la habitación. Una esclava entró un momento después. Seleccionada con esmero, coincidía con todo lo que se sabía de los gustos de Damen. Su piel era tan
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blanca como el mármol de los baños y su cabello rubio estaba sencillamente recogido exponiendo la elegante columna de su cuello. Sus pechos eran llenos y abultados debajo de la gasa, sus pezones rosados eran apenas visibles. Damen la vio acercarse con la misma cautela con la que seguiría los movimientos de un oponente en el campo de batalla, a pesar de que no le era extraño el ser atendido por esclavas. Ella levantó la mano para quitarse el broche del hombro. La gasa deslizándose expuso la curva de un seno, la cintura delgada, las caderas, y siguió su camino hacia abajo. Sus ropas cayeron al suelo. Entonces, cogió un recipiente con agua. Desnuda, bañó su cuerpo, enjabonando y enjuagando sin prestar atención a la forma en la que el agua se derramaba contra su propia piel y salpicaba la curva de sus pechos. Finalmente, humedeció y enjabonó su cabello lavándolo completamente; para terminar, se puso de puntillas y volcó sobre la parte posterior de su cabeza una de las bateas pequeñas de agua tibia. Damen se sacudió como un perro. Miró a su alrededor buscando a Adrastus, pero el Guardián de los Esclavos parecía haber desaparecido. La esclava tomó uno de los frascos de colores y se sirvió un poco de aceite en la palma. Recubriendo sus manos, comenzó a trabajar la sustancia sobre su piel con movimientos metódicos, aplicándola en todas partes.
Lo
miró
avergonzada,
aun
cuando
sus
caricias
eran
deliberadamente lentas, y se meneaba contra él. Los dedos de Damen se tensaron contra las cadenas.
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—Ya es suficiente —dijo Jokaste, y la esclava se alejó de Damen, postrándose en el suelo de mármol mojado instantáneamente. Damen, manifiestamente excitado, sufrió la relajada mirada evaluadora de Jokaste. —Quiero ver a mi hermano —pidió. —No tienes hermano —dijo Jokaste—. Ni tienes familia. Ni tienes nombre, rango o posición. A estas alturas, deberías saber eso al menos. —¿Esperas que me someta a esto? Ser dominado por… quién… ¿Adrastus? Le arrancaré la garganta. —Sí. Lo harías. Pero no estarás sirviendo10 en el palacio. —¿Dónde? —exigió rotundamente. Ella lo miró fijamente. Damen preguntó: —¿Qué es lo que has hecho? —Nada —dijo ella—, excepto elegir entre los hermanos. Se habían visto por última vez en su habitación en el palacio; su mano había presionado su brazo. Parecía una representación pictórica. Sus rizos en perfectos tirabuzones, la alta frente lisa y las facciones clásicas que la caracterizaban. Donde Adrastus había vacilado, las delicadas sandalias
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Usa el verbo no en el sentido de “ser de utilidad”, sino de “servidumbre”
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prosiguieron su camino sobre el mármol mojado con paso tranquilo y seguro hacia él. Damen preguntó: —¿Por qué mantenerme vivo? ¿Qué “necesidad” hay de ello? Todo parece bien realizado, excepto por esto. ¿Es… —Se calló; ella deliberadamente malinterpretó sus palabras. —¿”Amor fraternal”? No conoces a tu hermano en absoluto, ¿verdad? ¿Qué es una muerte sino fácil, rápida? Se supone que te perseguirá para siempre, pero la única vez que te venció fue la única vez que importaba. Damen sintió su rostro cambiar de forma. —¿Qué? Ella tocó su mandíbula, sin miedo. Sus dedos eran delgados, blancos e impecablemente elegantes. —Ya veo por qué prefieres la piel pálida —dijo—. La tuya esconde los moratones.
***
Después de que le cerraran el collar de oro y colocaran puños en sus muñecas, pintaron su cara.
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No había ningún tabú en Akielos respecto a la desnudez masculina, pero la pintura era la marca de un esclavo, y era degradante. Pensó que no habría mayor humillación que cuando fue arrojado al suelo delante de Adrastus. En ese momento vio la cara del hombre y su voraz expresión. —Pareces... —Adrastus lo miró fijamente. Los brazos de Damen estaban atados a su espalda, y las restantes restricciones habían limitado sus movimientos a poco más que una cojera. Por si fuera poco, estaba tirado en el suelo a los pies de Adrastus. Se irguió sobre sus rodillas, pero las manos de dos guardias le impidieron que se levantara más. —Si lo hiciste para mejorar tu posición —dijo Damen, con odio absoluto reflejado en la voz—, eres un tonto. Nunca ascenderás. No se puede confiar en ti. Ya has traicionado en beneficio propio una vez… El golpe desplazó su cabeza hacia un lado. Damen se pasó la lengua por el interior de los labios y saboreó la sangre. —No te he dado permiso para hablar —dijo Adrastus. — Golpeas como un catamita11 alimentado con leche— dijo Damen. Adrastus dio un paso atrás, con la cara pálida. —¡Amordazadle! —ordenó, y Damen luchando se resistió nuevamente, en vano, contra los guardias. Su mandíbula fue expertamente separada y un grueso hierro envuelto en tela fue forzado dentro de su boca y rápidamente atado. No podía emitir más que un 11
Un catamita era el compañero joven, preadolescente o adolescente, en una relación de pederastia entre dos varones en la antigüedad, especialmente en la antigua Roma. Generalmente hace referencia al joven amante homosexual que cumple la función pasiva, o sea quien es penetrado analmente.
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murmullo amortiguado; sin embargo, miró furioso a Adrastus por encima de la mordaza con ojos desafiantes. —No lo habéis entendido todavía —advirtió Adrastus—. Pero lo haréis. Tendréis que aceptar que eso que dicen en el palacio, en las tabernas y en las calles es cierto. Tú eres un esclavo. No vales nada. El Príncipe Damianos está muerto.
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CAPÍTULO UNO
Los recuerdos de Damen volvieron gradualmente; sintió sus drogados miembros contra los cojines de seda, los pesados puños de oro en las muñecas como pesas de plomo. Sus párpados se levantaban y bajaban. Los sonidos que oía no tuvieron sentido en un primer momento: murmullos de voces hablando en vereciano. El instinto le gritó: «levántate». Se recompuso, irguiéndose sobre sus rodillas. «¿Voces verecianas?» Sus pensamientos confusos llegaron a esa conclusión, no pudo ir más allá al principio.
Su mente era más dura que su cuerpo para
recuperarse. No podía recordar nada inmediatamente posterior a su captura, aunque sabía que había pasado un tiempo entre ese entonces y el ahora. Era consciente de que en algún momento había sido drogado. Buscó ese recuerdo. Al final lo encontró. Había tratado de escapar. Había sido transportado en el interior de un carromato cerrado, bajo fuerte vigilancia, a una casa en las afueras de la ciudad. Había sido sacado del carromato y dirigido a un patio cerrado y... recordó campanas. El patio se llenó de repente del sonido de campanas,
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una multitud de cacofonías desde los lugares más altos de la ciudad, transportadas por el aire cálido de la tarde. Campanadas al atardecer, anunciando un nuevo rey. «Theomedes está muerto. Todos aclaman a Kastor». Ante el sonido de las campanas, la desesperación por escapar había anulado cualquier necesidad de precaución o disimulo, la furia y el dolor se apoderaron de una parte de él en torrente. La partida de los caballos le brindó la oportunidad. Pero fue desarmado y rodeado por los soldados en el patio cerrado. La manipulación posterior no fue delicada. Lo arrojaron a una celda en las entrañas de la casa, después de lo cual, lo drogaron. Los días habían pasado uno tras otro. Del resto, recordó solo breves fragmentos, incluyendo su estómago hundido,
la bofetada y el salpicón de agua
salada: había sido
transportado a bordo de un navío. Su cabeza se estaba despejando. Se despejaba por primera vez en… ¿cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo después de su captura? ¿Cuánto hacía que las campanas habían sonado? ¿Cuánto tiempo había permitido que esto continuara? Una oleada de fuerza de voluntad hizo que Damen se alzara de sus rodillas hasta ponerse en pie. Debía proteger su hogar, a su pueblo. Dio un paso. Una cadena tintineó. El suelo de baldosas se deslizó bajo de sus pies vertiginosamente y su visión fluctuó.
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Buscó soporte y apoyó un hombro contra la pared. Por pura fuerza de voluntad no se deslizó hacia abajo. Mientras se mantenía en posición vertical, obligó a los mareos a retroceder. ¿Dónde estaba? Obligó a su confusa mente a hacer un inventario de sí mismo y de su entorno. Iba vestido con las breves prendas de un esclavo akielense completamente. Supuso que eso significaba que había sido manipulado, aunque su mente no pudiera suministrarle el recuerdo de que aquello sucediera. Aún llevaba el collar y los puños de oro en las muñecas. Su cuello estaba sujeto a un gancho de hierro en el suelo por medio de una cadena y un candado. Una débil desesperación lo amenazó por un
momento; olía
ligeramente a rosas. En cuanto a la habitación, donde quiera que mirara, sus ojos eran abrumados con ornamentación. Las paredes estaban invadidas por la decoración. Las puertas de madera eran delicadas como mamparas y talladas con un diseño repetitivo que incluía estanques; a través de ellas se podían divisar las indefinidas figuras que estaban del otro lado. Las ventanas también se destacaban. Incluso las baldosas del suelo estaban parcialmente coloreadas y dispuestas en un patrón geométrico. Todo daba la impresión de patrones dentro de patrones, enrevesadas creaciones de la mente vereciana. De repente, todo encanjó; voces verecianas, la humillante presentación ante el consejero Guion: «¿Todos los esclavos nuevos son atados?» , el barco y su destino. Esto era Vere.
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Damen miró a su alrededor con horror. Estaba en el corazón del territorio enemigo, a cientos de kilómetros de casa. No tenía sentido. Estaba respirando, sin peligro, y no había sufrido el lamentable accidente que podría haberse esperado. Los verecianos tenían buenas razones para odiar al príncipe Damianos de Akielos. ¿Por qué estaba todavía vivo? El sonido de un cerrojo siendo retirado atrajo bruscamente su atención hacia la puerta. Dos hombres entraron en la habitación. Observándolos con cautela, Damen inequívocamente reconoció al primero como uno de los supervisores12 verecianos del barco. El segundo era un extraño: moreno, con barba, vestido a la manera de Vere, con anillos de plata en cada una de las tres articulaciones de cada dedo. —¿Este es el esclavo que va a ser presentado al
Príncipe?—
preguntó el hombre de los anillos. El supervisor asintió. —Dices que es peligroso. ¿Qué es? ¿Un prisionero de guerra? ¿Un criminal? —El supervisor se encogió de hombros en un “¿Quién sabe?”— Mantenle encadenado. —No seas tonto. No podemos mantenerlo encadenado para siempre. —Damen podía sentir la mirada del hombre de los anillos demorándose en él. Las siguientes palabras fueron casi de admiración—. Míralo. Hasta el Príncipe tendrá las manos llenas. 12
A los efectos de esta historia, se denominará como “supervisores” a los encargados de la custodia, transporte y cuidado de los esclavos.
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—A bordo del barco, cuando causó problemas, fue drogado — informó el supervisor. —Ya veo. —La mirada del desconocido se volvió evaluadora—. Amordázalo y acorta la cadena para la visita del Príncipe. Y organiza una escolta adecuada. Si le causa problemas, haz lo que sea necesario— habló con desdén, como si Damen fuera de poca importancia para él, solo una tarea más en su lista de pendientes. Damen empezaba a darse cuenta, a través de la diluida neblina de las drogas, que los captores no conocían la identidad de su esclavo. «Un prisionero de guerra. Un criminal». Dejó escapar un cauteloso suspiro. Se obligó a permanecer tranquilo y discreto. La suficiente presencia de ánimo volvió a él como para ser consciente de que, como príncipe Damianos sería poco probable que durara una noche con vida en Vere. Era mucho mejor pasar por un esclavo sin nombre. Permitió la manipulación. Había evaluado la posibilidad de escapar y la disposición de los guardias que conformaban su escolta. La aptitud de los mismos era menos importante que la calidad de la cadena alrededor de su cuello. Aún tenía los brazos atados a la espalda, estaba amordazado y la cadena del cuello había sido acortada a solo nueve eslabones, por lo que, incluso de rodillas, la cabeza permanecía gacha y apenas podía mirar hacia arriba. Sus guardianes se apostaron en sus flancos y a cada lado de las puertas que tenía enfrente. Tuvo tiempo para percibir el silencio expectante en la habitación y la cadena, prieta sobre los latidos de su corazón en el pecho.
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Hubo una ráfaga repentina de actividad, voces y pasos acercándose. «La visita del Príncipe». El Regente de Vere estaba ocupando el trono de su sobrino, el Príncipe Heredero. Damen no sabía casi nada sobre este príncipe, excepto que era el más joven de los dos hijos. El hermano mayor y ex heredero, Damen lo sabía muy bien, estaba muerto. Un puñado de cortesanos entró en la habitación. Los cortesanos eran anodinos a excepción de uno: un hombre joven con un sorprendente y encantador rostro, la clase de rostro que habría hecho ganar una pequeña fortuna en la remesa de esclavos de Akielos. Atrajo la atención de Damen y la mantuvo. El joven tenía el cabello rubio, los ojos azules y la piel muy blanca. El color azul oscuro de la austera ropa rigurosamente atada, era demasiado insípido para su pálida dermis, y ponía de manifiesto el contraste con el estilo excesivamente recargado de las habitaciones. A diferencia de los cortesanos que arrastraba a su paso, no llevaba joyas, ni siquiera anillos en los dedos. Mientras se acercaba, Damen vio que la expresión que permanecía en el hermoso rostro era arrogante y destemplada. Damen conocía el tipo. Egocéntrico y ambicioso, engendrado para sobreestimar su propia valía y para preocuparse en ejercer mezquinas tiranías sobre los demás. Consentido.
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—Oí que el rey de Akielos me envió un regalo —dijo el joven, que era Laurent, príncipe de Vere —. Un akielense postrado sobre sus rodillas. Qué apropiado. Damen fue consciente de la atención de los cortesanos a su alrededor, reunidos para presenciar la recepción del Príncipe a su esclavo. Laurent se había detenido en seco en el momento en que había visto al esclavo, girando su pálido rostro como en respuesta a una bofetada o un insulto. La perspectiva visual de Damen, medio truncada por la corta cadena en su cuello, había sido suficiente para percatarse. Pero la expresión de Laurent se había cerrado rápidamente. Que él era uno más dentro de una remesa mayor de esclavos fue algo que Damen supuso, pero que los murmullos de los dos cortesanos que estaban más cerca, para su disgusto, le confirmaron. Los ojos de Laurent vagaban por encima de él, como si evaluara una mercancía. Damen sintió que un músculo se ponía rígido en su mandíbula. El consejero Guion tomó la palabra. —Ha sido destinado como esclavo del placer13, pero no está entrenado. Kastor sugirió que podría gustaros vencer su resistencia en vuestro tiempo libre. —No estoy tan desesperado como para necesitar revolcarme en la mugre —dijo Laurent. —Sí, Alteza.
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Se refiere a esclavos con fines sexuales.
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—Ponedle en la cruz. Creo que cumpliré con mi obligación hacia el rey de Akielos. —Sí, Alteza. Podía sentir el alivio en el consejero Guion. Los supervisores hacían señas para que se lo llevaran rápidamente. Damen supuso que su presencia había significado algo así como un desafío a la diplomacia: el regalo de Kastor bordeaba la línea entre lo generoso y lo aterrador. Los cortesanos se estaban preparando para salir. Aquella burla había acabado. Sintió al supervisor retorciendo el enganche de hierro del suelo. Iban a desanclarlo para llevarlo a la cruz. Flexionó los dedos, recomponiéndose; sus ojos fijos en el supervisor, su único oponente. —Espera —dijo Laurent. El aludido se detuvo, enderezándose. Laurent se adelantó unos pasos para enfrentar a Damen, mirándole con expresión inescrutable. —Quiero hablar con él. Quítale la mordaza. —Es un bocazas14 —le advirtió el supervisor. —Alteza, si me permitís una sugerencia… —empezó el consejero Guion. —Hazlo.
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Que habla más de lo que indica la discreción. Que dice cosas inapropiadas.
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Damen se pasó la lengua por el interior de las mejillas cuando el supervisor lo liberó del trapo en su boca. —¿Cómo
te
llamas,
“cariño”?
—dijo
Laurent,
con
tono
desagradable. Supo que no debía responder a cualquier pregunta planteada por esa voz empalagosa. Levantó los ojos hacia Laurent. Ese fue un error. Se miraron fijamente el uno al otro. —Tal vez esté defectuoso —sugirió Guion. Translúcidos ojos azules se posaron en los suyos. Laurent repitió la pregunta lentamente en la lengua de Akielos. Las palabras se le escaparon antes de que pudiera detenerlas. —Hablo tu idioma mejor de lo que tú hablas el mío, “cariño”. Esas palabras, pronunciadas con solo un muy tenue acento akielense, fueron percibidas por todos, lo que le valió un fuerte golpe del supervisor. Por si fuera poco, un miembro de la escolta empujó su cara hasta el suelo. — El rey de Akielos sugirió, si os place, que le apodemos “Damen” —dijo el supervisor y Damen sintió que su estómago se contraía. Hubo algunos murmullos sorprendidos entre los cortesanos en el recinto; la atmósfera, ya alegre, se volvió entusiasta. —Pensaron que un esclavo apodado como su difunto Príncipe os divertiría. Son primitivos. Se trata de una sociedad sin cultura —concluyó el consejero Guion.
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Esta vez el tono de Laurent permaneció impasible. —He oído que el rey de Akielos podría casarse con su amante, lady Jokaste. ¿Es eso cierto? —No hubo anuncio oficial. Pero se habló de la posibilidad, sí. —Así que el país será gobernado por un bastardo y su puta — comentó Laurent—. Qué apropiado. Damen se sintió reaccionar, aunque restringido como estaba, fue frustrado solo con un fuerte tirón de las cadenas. Captó el placer en el gesto de suficiencia del rostro del Príncipe. Las palabras del heredero de Vere habían sido lo suficientemente fuertes como para llegar a cada cortesano en la habitación. —¿Lo llevamos a la cruz, Alteza? —consultó el supervisor. —No —respondió Laurent— retenedlo aquí, en el harén. Después de enseñarle algunos modales. Los dos hombres encargados de la tarea se pusieron a ello con metódica y natural brutalidad. Pero conservaron una reticencia instintiva a no dañar irreparablemente al esclavo, siendo como era, una posesión del Príncipe. Damen fue consciente del hombre con anillos emitiendo una serie de instrucciones para luego marcharse. «Mantened al esclavo encadenado aquí en el harén. Órdenes del Príncipe. Nadie puede entrar o salir de la habitación. Órdenes del Príncipe. Dos guardias en la puerta en todo momento. Órdenes del Príncipe. No le quitéis las cadenas. Órdenes del Príncipe.»
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Aunque los dos hombres permanecieron con él, parecía que los golpes se habían detenido; Damen se levantó lentamente sobre sus manos y rodillas. La esforzada tenacidad sirvió de algo a la situación: su cabeza, por lo menos, estaba ahora perfectamente despejada. Peor que la paliza había sido la inspección. Aquello lo había alterado más de lo que admitiría. Si la cadena del cuello no hubiese estado tan corta, estaba totalmente seguro de que se hubiera sublevado a pesar de su resolución de no hacerlo. Conocía la arrogancia de esta nación. Sabía lo que los verecianos pensaban de sus compatriotas. «Bárbaros». «Esclavos». Damen había hecho acopio de toda la buena voluntad que había en su interior para soportarlo. Pero la particular mezcla de consentida arrogancia y repulsión del príncipe Laurent había sido intolerable. —No se parece mucho a una mascota —dijo el más alto de los dos hombres. —Ya has oído. Es un esclavo de cama de Akielos —acotó el otro. —¿Crees que el Príncipe se lo vaya a follar? —se mofó escépticamente el primero. —Más bien será al revés. —Órdenes muy dulces para un esclavo de cama. —La mente del más alto se deleitó con el tema mientras el otro gruñía sin comprometerse en la respuesta—. Imagina lo que sería subir las piernas del Príncipe. «Me imagino que sería muy parecido a acostarse con una serpiente venenosa», pensó Damen; pero se guardó la idea para sí mismo.
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Tan pronto como los hombres se fueron, Damen revisó su situación: liberarse aún no era posible. Sus manos estaban sueltas otra vez y la cadena del cuello había sido alargada, pero todavía era demasiado gruesa para separarla del enganche de hierro del suelo. Tampoco podía abrir el collar. Era de oro, técnicamente un metal blando, pero igualmente era demasiado grueso para manipularlo, un peso considerable alrededor de su cuello. Pensó en lo ridículo que era poner un collar de oro a un esclavo. Los puños de oro en las muñecas eran aún más absurdos. Serían un arma en un combate cuerpo a cuerpo y la moneda que usaría en el viaje de regreso a Akielos. Si se quedaba alerta mientras fingía obedecer, la oportunidad surgiría. Había suficiente longitud en la cadena como para permitirle unos tres pasos de distancia en todas las direcciones. Había una jarra de madera con agua del pozo a su alcance. Sería capaz de acostarse cómodamente en los cojines e incluso podría hacer sus necesidades en la vasija de cobre dorado. No había sido drogado, o apaleado, hasta llegar a la inconsciencia, como había ocurrido en Akielos. Solo dos guardias en la puerta. Una ventana sin cerrojo. La libertad era alcanzable. Si no ahora, pronto. Tenía que ser pronto. El tiempo no estaba de su lado: cuanto más se mantuviera aquí, más tiempo tendría Kastor para consolidar su gobierno. Era insoportable no saber lo que estaba sucediendo en su país, a sus seguidores y a su pueblo. Y había otro problema.
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Nadie hasta ahora lo había reconocido, pero eso no significaba que estuviera a salvo de un descubrimiento. Akielos y Vere mantenían pocas relaciones desde la batalla decisiva de Marlas hacía seis años, pero en algún lugar de Vere, seguramente habría una persona, o dos, que conocieran su cara tras haber visitado su tierra. Kastor lo había enviado al único lugar donde sería tratado peor como príncipe de lo que era tratado como esclavo. Por otra parte, si alguno de sus captores conociera su identidad podría ser convencido para ayudarle, ya sea por simpatía hacia su situación, o por la promesa de una recompensa de los partidarios de Damen en Akielos. No en Vere. En Vere no podría correr ese riesgo. Recordó las palabras de su padre la víspera de la batalla de Marlas, advirtiéndole que luchara, que no se confiara, porque un vereciano no respeta los compromisos. Su padre había probado tener razón aquel día en el campo de batalla. No pensaría en su padre. Era mejor estar bien descansado. Con eso en mente, bebió agua de la jarra, mientras veía como la última luz de la tarde lentamente se escurría de la habitación. Cuando estuvo oscuro, tendió su cuerpo con todos sus dolores, sobre los cojines y, finalmente, se durmió.
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Y despertó. Gracias a una mano que, aferrada a la cadena de su cuello, tironeó hasta ponerlo de pie, mientras era flanqueado por dos de los anónimos guardias sin rostro. La habitación resplandeció cuando un sirviente encendió las antorchas y las colocó en los soportes de la pared. El recinto no era demasiado grande, y el parpadeo de las antorchas hizo que sus diseños intrincados parecieran estar en continuo movimiento, un juego sinuoso de formas y luz. En el centro de aquella actividad, mirándole con fríos ojos azules, estaba Laurent. La ropa que llevaba, de un profundo azul oscuro, parecía sofocarlo, lo cubría desde los pies al cuello; y las mangas eran largas hasta las muñecas; la única abertura estaba cerrada con una serie de intrincados lazos apretados que llevaría alrededor de una hora aflojar. La cálida luz de las antorchas no hizo nada para suavizar el efecto. Damen no vio nada que no confirmara su opinión: mimado, como la fruta demasiado tiempo en la vid. Laurent entrecerró levemente los ojos, el desdén en el gesto de la boca hablaba de una noche desperdiciada en los excesos del vino de un disoluto cortesano. —He estado pensando qué hacer contigo —dijo—. Castigarte en un poste de flagelación. O tal vez usarte de la forma que Kastor pretendía que fueras usado. Creo que eso me agradaría mucho.
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Laurent se adelantó hasta quedar a solo cuatro pasos de distancia. Era una distancia cuidadosamente elegida: Damen juzgó que si tensaba la cadena a su límite tirando de ella, casi, pero no del todo, se tocarían. —¿Nada que decir? No me digas ahora que tú y yo estamos solos que eres tímido. —El tono sedoso de la voz de Laurent no era ni tranquilizador, ni agradable. —Creí que no os ensuciaríais con un bárbaro —dijo Damen, cuidando de mantener su voz neutral. Era consciente de los latidos de su corazón. —No lo haría —aceptó el otro—. Pero si te diera a uno de los guardias, podría rebajarme a mirar. Damen se sintió retroceder, no pudo evitar un gesto en su cara. —¿No te gusta esa idea? —consultó Laurent—. A lo mejor se me ocurre una mejor. Ven aquí. La desconfianza y aversión hacia el vereciano se agitaron dentro de él, pero recordó su situación. En Akielos, había luchado contra sus ataduras y como resultado, estas se habían vuelto cada vez más apretadas. Aquí no era más que un esclavo, y una oportunidad de escapar habría de aparecer si no lo arruinaba con su exaltado orgullo. Podía soportar el sádico picotazo del juvenil Laurent. Damen debía volver a Akielos y eso significaba que, por ahora, tenía que hacer lo que le decían. Dio un paso cauteloso hacia adelante. —No—dijo Laurent, con satisfacción—. Arrástrate.
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«Arrastrarse». Era como si todo se le paralizara en la cara con esa simple orden. La parte de la mente de Damen que le aconsejaba que fingiera obediencia fue ahogada por su orgullo. Pero la reacción de escepticismo desdeñoso de Damen solo tuvo tiempo para manifestársele en la cara durante una fracción de segundo antes de ser enviado a arrastrarse sobre sus manos y rodillas por los guardias, según una indicación silenciosa de Laurent. A continuación, de nuevo en respuesta a una señal del joven, uno de los guardianes llevó su puño a la mandíbula de Damen. Una vez, y luego otra. Y otra vez. Su cabeza resonaba. La sangre de su boca goteaba sobre las baldosas. Él la miró, conteniéndose, con fuerza de voluntad, sin reaccionar. «Tómalo. La oportunidad vendrá después». Comprobó su mandíbula. Nada roto. —Esta tarde también fuiste insolente. Es un hábito que se puede curar. Con un látigo. ―La mirada de Laurent continuó sobre el cuerpo del esclavo. Las prendas de Damen fueron aflojadas por las ásperas manos de los guardias, dejando al descubierto su torso. —Tienes una cicatriz. Tenía dos, pero la que era visible estaba justo debajo de la clavícula izquierda. Damen sintió por primera vez la inquietud del peligro real, el parpadeo de su propio pulso acelerándose. —Yo… serví en el ejército. —No era una mentira. —Así que Kastor envía un soldado común para tentar a un príncipe. ¿Es eso?
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Damen eligió cuidadosamente sus palabras, deseando tener la misma facilidad que tenía su medio-hermano para mentir. —Kastor quería humillarme. Supongo que lo… enojé. Si tenía otro propósito al enviarme aquí, no sé cuál es. —El rey bastardo se desprende de su basura arrojándola a mis pies. ¿Se supone que eso me apacigüe? —preguntó Laurent. —¿Hay algo que lo haga? —dijo una voz detrás de él. Laurent se volvió. —Encuentras muchos fallos últimamente. —Tío —dijo el joven—. No os oí entrar. ¿Tío? Damen experimentó su segunda sorpresa de la noche. Si Laurent se dirigía a él como “tío”, este hombre, cuya imponente figura rellenaba la puerta, era el Regente. No había ningún parecido físico entre el Regente y su sobrino. El Regente era un prominente hombre de unos cuarenta años, voluminoso, de anchos hombros. Su cabello y su barba eran de un tono castaño oscuro, sin ninguna traza visible que sugiriera que la tonalidad rubio claro de Laurent podría haber surgido de la misma rama del árbol genealógico. El Regente miró a Damen brevemente de arriba hacia abajo. —El esclavo parece tener contusiones auto infligidas. —Es mío. Puedo hacer con él lo que quiera.
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—No si intentas golpearlo hasta la muerte. Ese no es un uso apropiado para el regalo del rey Kastor. Tenemos un tratado con Akielos, y no voy a verlo amenazado por insignificantes ofuscaciones. —Insignificantes ofuscaciones —repitió Laurent. —Espero que respetes a nuestros aliados y al tratado, al igual que todos nosotros. —¿Debo suponer que el tratado dice que tengo que convertir en mi preferido a la escoria del ejército akielense? —No seas infantil. Duerme con quien te guste. Pero valora el regalo del rey Kastor. Ya has eludido tu deber en la frontera. No vas a evitar tus responsabilidades en la Corte. Encuentra algún uso apropiado para el esclavo. Esa es mi orden, y espero que la obedezcas. Pareció por un momento como si Laurent se rebelara, pero contuvo la reacción y se limitó a decir: —Sí, tío. —Ahora, ven. Dejemos atrás este asunto. Por suerte se me informó de tus actividades antes de que prosperaran lo suficiente como para causar graves inconvenientes. —Sí. ¡Qué suerte que fuerais informado! No me gustaría ocasionaros problemas, tío. Esto lo dijo suavemente, pero había algo más detrás de las palabras. El Regente respondió en un tono similar. —Me alegro de que estemos de acuerdo. 39
Su partida debería haber sido un alivio. Eso es lo que debería haberle provocado la intervención del Regente hacia su sobrino. Pero Damen recordó la mirada en los ojos azules de Laurent y, aunque se quedó solo, con el resto de la noche para descansar en paz, no fue capaz de concluir si la misericordia del Regente había mejorado su situación o la había empeorado.
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CAPÍTULO DOS
—¿El Regente estuvo aquí la pasada noche? —El hombre de los anillos saludó a Damen sin preámbulos. Cuando este asintió, aquel frunció el ceño, dos líneas se formaron en el centro de su frente—. ¿Cuál era el estado de ánimo del Príncipe? —Delicioso —ironizó Damen. El hombre de los anillos le dio una dura mirada. Y después se apartó para dar una breve orden al criado que estaba limpiando los restos de la comida de Damen. Luego volvió a hablar con este. —Mi nombre es Radel. Soy el Supervisor. Solo tengo una cosa que explicarte. Dicen que en Akielos atacaste a tus guardias. Si haces eso aquí, tendré que drogarte como lo hicieron a bordo del barco y quitarte varios privilegios. ¿Entiendes? —Sí. Otra mirada, como si esta respuesta fuera de alguna manera sospechosa. —Es un honor haberte unido a la Casa del Príncipe. Muchos desean tal posición. Sea cual sea tu desgracia en tu propio país, te ha puesto en un sitio de privilegio aquí. Deberías inclinarte sobre tus rodillas en agradecimiento al Príncipe por esta situación. Deberías dejar tu orgullo a un lado y olvidar el pequeño asunto de tu vida anterior. Existes solo para
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complacer al Príncipe Heredero del que depende la administración de este país, quien asumirá el trono como su rey. —Sí —aceptó Damen, e hizo su mejor esfuerzo para parecer agradecido y mostrarse de acuerdo. Al despertar, a diferencia de ayer,
no había sufrido ninguna
confusión en cuanto a dónde estaba. Sus recuerdos estaban muy claros ahora. Su cuerpo había protestado inmediatamente debido al maltrato de Laurent; sin embargo, luego de hacer un breve inventario, reconoció que sus heridas no eran peores que las que había recibido de vez en cuando en el campo de batalla, por lo que dejó el asunto a un lado. Cuando Radel terminó de hablar, escuchó el lejano sonido de un desconocido instrumento de cuerda tocando una melodía vereciana. La cadencia viajaba a través de esas puertas y ventanas con sus muchas y pequeñas aberturas. La ironía era que, en algunos aspectos, la descripción de Radel sobre su situación privilegiada era correcta. Este no era el tipo de celda que había habitado en Akielos, ni estaba drogado, ni se parecía al confinamiento vagamente recordado a bordo del barco. Esta habitación no era una cámara de la cárcel, era parte de la residencia para las mascotas Reales. La comida se le había servido en plato dorado adornado con un intrincado follaje, y cuando la brisa nocturna se levantó, a través de las ventanas blindadas llegó el delicado aroma de jazmín y frangipani15.
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Franchipán, frangipani o cacalosúchil (Plumeria rubra) nombre común de una especie de plantas que habitan la zona tropical de América
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Exceptuando que era una prisión. Exceptuando que tenía un collar y una cadena alrededor de su cuello, y que se encontraba solo, rodeado de enemigos, a muchos kilómetros de casa. Su primer privilegio fue ser vendado y llevado, con escolta completa, para ser bañado y preparado en un ritual que ya conocía de Akielos. El palacio, fuera de su habitación, seguía siendo un misterio debido a sus ojos vendados. El sonido del instrumento de cuerda se volvió más fuerte durante un instante, y luego se desvaneció en un eco poco entusiasta. Una o dos veces oyó el bajo sonido melodioso de unas voces. En otra ocasión, una risa suave y amorosa. Mientras era llevado a través de las estancias de las mascotas, Damen recordó que no era el único akielense que había sido obsequiado a Vere, y sintió un ramalazo de preocupación por los otros. Los protegidos esclavos del palacio de Akielos podrían estar desorientados y vulnerables al no haber aprendido nunca las habilidades que necesitaban para valerse por sí mismos. ¿Podrían siquiera comunicarse con sus amos? Fueron instruidos en varios idiomas, pero era probable que el vereciano no fuera uno de ellos. Las relaciones que tenían con Vere eran limitadas y, hasta la llegada del consejero Guion, en gran medida, hostiles. La única razón por la que Damen conocía esa lengua era porque su padre había insistido en que, para un príncipe, conocer el idioma de su enemigo era tan importante como aprender la lengua de un aliado. La venda fue quitada. Nunca se acostumbraría a la ornamentación. Desde el techo abovedado a la cuneta que contenía el agua que circulaba alrededor de los
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baños, la habitación estaba cubierta de diminutas mayólicas16 pintadas, brillando en azules, verdes y dorados. Todo el sonido se reducía al eco del vapor. Una serie de nichos curvos (actualmente vacíos) rodeaban las paredes; en cada uno había braseros moldeados en formas fantásticas. La puerta adornada con grecas17 no era de madera, sino de metal. El único instrumento de sujeción era un incongruente armazón de tablas pesadas. No coincidía con el resto de la decoración en absoluto y Damen trató de no pensar que había sido traída allí expresamente para él. Evitando poner sus ojos sobre ella, se encontró mirando el repujado18 del metal en la puerta. Las figuras se enroscaban unas con otras, todos hombres. Sus posturas eran bastante explícitas.
Desplazó los ojos hacia las aguas
corriendo. —Son aguas termales naturales —le explicó Radel como a un niño —. El agua proviene de un gran río subterráneo que está caliente. Un gran río subterráneo caliente. Damen dijo: —En Akielos usamos un sistema de acueductos para lograr el mismo efecto. Radel frunció el ceño. —Supongo que piensas que eso es muy inteligente. —Ya estaba haciendo señas a uno de los criados con gesto ligeramente distraído. Lo desnudaron y lo lavaron sin atarlo; Damen se comportó con una docilidad admirable, había decidido demostrar que se le podían confiar 16
Tipo de arte que consiste en armar diseños pegando pequeños azulejos de colores uno al lado del otro hasta el infinito. 17 Guardas de formas concéntricas y repetitivas típicas de la antigua Grecia Ej: ₪₪₪₪₪ 18 Relieves o labrado realizado sobre capas metálicas
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pequeñas libertades. Tal vez funcionara, o tal vez Radel estaba acostumbrado a esclavos obedientes, era un supervisor, no un carcelero, según dijo. —Te remojarás. Cinco minutos. Con pasos vacilantes se metió en el agua. Su escolta se retiró; el cuello le fue liberado de la cadena. Damen se sumergió en el agua, disfrutando de la breve e inesperada sensación de libertad. El agua estaba tan caliente que casi bordeaba el límite de lo tolerable; sin embargo, se sentía bien. El calor se filtró en él, fundiendo el dolor de sus miembros maltratados y aflojando los músculos que estaban agarrotados por la tensión. Radel lanzó algún material en los braseros al alejarse, así que humearon al ser encendidos más tarde. Casi de inmediato, el recinto se llenó de un aroma dulce que se mezcló con el vapor. Aquello impregnaba los sentidos, por lo que Damen se relajó aún más. Sus pensamientos, un poco a la deriva, se encaminaron hasta Laurent. «Tienes una cicatriz». Los dedos de Damen se deslizaron por su pecho húmedo, alcanzando la clavícula para continuar siguiendo la pálida línea cicatrizada mientras sentía un eco de la inquietud que se había agitado en él la noche anterior. Era el hermano mayor de Laurent quien se la había infligido, seis años atrás, en la batalla de Marlas. Auguste, el heredero y orgullo de Vere. Damen recordó su enmarañado cabello dorado, la explosión de estrellas
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del blasón del Príncipe Heredero en el escudo salpicado con barro y sangre, abollado y casi irreconocible, al igual que su otrora bella armadura con filigranas. Recordó su propia desesperación en esos momentos, el roce del metal contra el metal, los ásperos sonidos de jadeos que bien podrían haber sido suyos, y la sensación de luchar como nunca lo había hecho, sin tregua, por su vida. Dejó el recuerdo a un lado solo para cambiarlo por otro, más oscuro que el primero, y más antiguo. En algún lugar en lo profundo de su mente, otra lucha volvió a resonar. Los dedos de Damen se hundieron debajo de la superficie del agua. La otra cicatriz se ubicaba más abajo en su cuerpo. Esa no era de Auguste. No era de un campo de batalla. Kastor lo había ensartado en su decimotercer cumpleaños, durante un entrenamiento. Recordaba ese día con mucha claridad. Había anotado un golpe contra Kastor por primera vez, y cuando se quitó el yelmo, mareado por el triunfo, Kastor sonrió y le sugirió que cambiaran las armas de madera de práctica por espadas reales. Damen había sentido orgullo. Había pensado: «tengo trece años y ya soy un hombre, Kastor pelea conmigo como si fuera un hombre». Su hermano no se contuvo contra él y Damen había estado tan orgulloso de eso, incluso cuando la sangre brotó por debajo de sus manos. Ahora recordó la oscura mirada en los ojos de Kastor y se dio cuenta de lo equivocado que estaba en muchas cosas. —Se acabó el tiempo —interrumpió Radel.
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Damen asintió. Puso sus manos en el borde del baño termal. El ridículo collar y los puños de oro todavía adornaban su cuello y muñecas. Los braseros estaban ahora cubiertos, pero el persistente olor del incienso aún daba un poco de vértigo. Damen se sacudió la turbación momentánea y se levantó de los baños termales, derramando agua. Radel lo miraba fijamente, con los ojos bien abiertos. Damen se pasó una mano por el pelo, escurriendo la humedad. Los ojos del supervisor se agrandaron aún más. Entonces, cuando dio un paso adelante, aquel dio un involuntario paso hacia atrás. —Contenedle —ordenó Radel, un poco ronco. —No tienes que… —dijo Damen. El armazón de madera se cerró sobre sus muñecas. Era pesado y sólido, inamovible como un peñasco o el tronco de un gran árbol. Apoyó la frente contra la plataforma, los mechones de su pelo mojado oscurecieron con su roce la madera. —No tenía la intención de pelear —balbuceó Damen —Me alegra oír eso —dijo Radel. Una vez seco, se lo embadurnó con esencias y se quitó el exceso de aceite con un paño. Nada peor que lo que ya le habían hecho en Akielos. Los toques de los sirvientes fueron rápidos y superficiales, incluso cuando se concentraron en sus genitales. En aquellos preparativos no hubo rastro de la sensualidad que había habido cuando Damen fue tocado por la esclava rubia en los baños de Akielos. No era lo peor que había tenido que soportar.
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Uno de los sirvientes se colocó detrás y comenzó a preparar la entrada de su cuerpo. Damen se sacudió con tanta fuerza que la madera crujió y detrás de él se oyó la rotura violenta de un envase de aceite contra el azulejo sumada al grito de uno de los sirvientes. —Sujetadlo —pidió Radel, severamente. Lo liberaron del armazón cuando todo terminó, y esa vez su docilidad estaba ligeramente mezclada con la conmoción, así que fue, por unos momentos, menos consciente de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Se sintió cambiado por lo que le había sucedido. No. No había cambiado. Era la situación la que había cambiado. Se dio cuenta de que este aspecto de su cautiverio, este peligro, a pesar de las amenazas de Laurent, no lo había sentido antes como real. —Nada de pintura —dijo Radel a uno de los sirvientes—. Al príncipe no le gusta. Joyería… no. El oro es adecuado. Sí, esas prendas. No, sin el bordado. La venda estaba firmemente apretada otra vez sobre sus ojos. Un momento después, Damen percibió los dedos cargados de anillos en la línea de su mandíbula, levantándola como si simplemente deseara admirar esa figura de ojos vendados y brazos atados a la espalda, que se le presentaba. Su captor dijo: —Sí, eso bastará, creo.
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Esa vez, cuando la venda fue quitada, un conjunto de puertas dobles, pesadas y muy doradas, se abrieron. La sala estaba atestada de cortesanos y engalanada para un espectáculo de interior. Soportes acolchados rodeaban cada uno de los cuatro lados de la sala. El efecto era de un anfiteatro claustrofóbico cubierto de seda. Había un aire de gran entusiasmo. Damas y caballeros jóvenes se inclinaban y susurraban al oído de otros, o hablaban en voz baja por detrás de sus manos levantadas. Los sirvientes asistían a los cortesanos; había vino, refrescos y bandejas de plata con montones de dulces y frutas confitadas. En el centro de la habitación había una depresión circular, con una serie de eslabones de hierro incrustados en el suelo. El estómago de Damen se contrajo. Su mirada se dirigió de nuevo hacia los cortesanos en las gradas. No solo había cortesanos. Entre los señores y las damas, vestidos más sobriamente, había criaturas exóticas vistiendo sedas de colores brillantes, mostrando destellos de carne, y con hermosos rostros embadurnados con pintura. Allí había una mujer joven que llevaba casi más oro que Damen: dos brazaletes con dos largas vueltas en forma de serpientes. Allá, un imponente joven de cabello rojo tenía una diadema de esmeraldas y una delicada cadena de plata y olivina19 alrededor de la cintura. Era como si los señores distinguidos mostraran su riqueza por 19
La olivina es un mineral que se halla en las rocas de origen magmático y se usa de piedra ornamental. Las islas Canarias, por su origen volcánico, gozan de gran cantidad de estas piedras de un hermoso color verde muy suave.
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medio de las mascotas, como un noble exhibiendo joyas en una ya costosa cortesana20. Vio en las gradas a un hombre mayor con un joven muchacho a su lado, su brazo rodeaba al niño como indicando propiedad, tal vez un padre que había llevado a su hijo a ver el deporte favorito. Olió el aroma dulce y familiar de los baños y vio a una mujer respirando profundamente a través de un tubo largo y delgado, curvado en un extremo; tenía los ojos medio cerrados mientras acariciaba a una mascota enjoyada a su lado. Todos al otro lado de los puestos movían lentamente las manos sobre las carnes de otros en una docena de pequeños actos de libertinaje. Esto era Vere, voluptuosa y decadente, un país de meloso veneno. Damen recordó la última noche antes del amanecer en Marlas, con las tiendas verecianas sobre el río, ricos estandartes de seda elevándose en el aire de la noche, los sonidos de la risa y la superioridad, y el heraldo que había sido lanzado al suelo delante de su padre. Damen se dio cuenta de que estaba bloqueando el umbral cuando le dieron un tirón hacia adelante en la cadena del cuello. Un paso. Otro. Mejor caminar que ser arrastrado del pescuezo. No sabía si sentirse aliviado o preocupado cuando no fue llevado directamente al centro sino que fue arrojado delante de un asiento cubierto de seda azul y con ese familiar diseño de explosión de estrellas en oro, marca del Príncipe heredero. Su cadena fue fijada a un enganche en el suelo. El panorama disponible al levantar la cabeza era de una elegante pierna calzando botas. 20
La palabra “cortesana” en este caso hace referenciaa las mujeres que eran “mantenidas” por los nobles de las Cortes Reales (una especie de prostitución de lujo).
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Si Laurent había estado bebiendo en exceso la noche anterior, nada en su forma presente lo revelaba. Parecía fresco, bello y despreocupado; su cabellera rubia brillaba sobre la vestimenta de un azul tan oscuro que casi parecía negra. Sus ojos cerúleos parecían tan inocentes como el cielo, y solo si buscabas con esmero podías ver algo genuino en ellos. Como, por ejemplo, antipatía. Damen podría haber atribuido el enojo al intercambio de la pasada noche con su tío, y a que pretendía hacérselo pagar por haber presenciado aquello. Pero la verdad era que el Príncipe lo había mirado de esa forma desde el primer momento en el que había puesto los ojos sobre él. —Tienes un corte en el labio. Alguien te ha golpeado. Oh, es cierto. Recuerdo. Te quedaste quieto y le dejaste. ¿Duele? Era peor sobrio. Damen deliberadamente relajó sus manos, ya que, aun sujetas a su espalda, se habían convertido en puños. —Tenemos que conversar un poco. Ya ves: he preguntado por tu salud, y ahora estoy haciendo memoria. Recuerdo con cariño nuestra noche juntos. ¿Has pensado en mí esta mañana? No había una buena respuesta a esa pregunta. La mente de Damen inesperadamente trajo a colación un recuerdo de los baños, el calor del agua, el dulce olor del incienso, la ondulación del vapor. «Tienes una cicatriz». —Mi tío nos interrumpió justo cuando las cosas se ponían interesantes. Me entró curiosidad. —La expresión de Laurent era inocente, pero se iba transformando lentamente en un témpano, en busca de alguna debilidad—. ¿Hiciste algo para que Kastor te odiara? ¿Qué fue?
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—¿Odiarme? —dijo Damen, mirando hacia arriba, sintiendo la reacción en su voz a pesar de la decisión de no involucrarse. Esas palabras lo sacudieron. —¿Crees que te ha enviado a mí por amor? ¿Qué le has hecho? ¿Golpearlo en un torneo? ¿O joder con su amante?, ¿Cómo se llamaba?, Jokaste. Tal vez —dijo Laurent y sus ojos se abrieron un poco— le fuiste infiel después de que te follara. Esa idea lo sublevó tanto que lo tomó por sorpresa; sintió bilis en su garganta. —No. Los ojos azules de Laurent brillaban. —Así que es eso. Kastor monta a sus soldados como si fueran los caballos en el patio. ¿Apretabas los dientes y lo tomabas porque era el rey, o porque te gustaba? De verdad —dijo Laurent—, no tienes ni idea de lo feliz que me hace esa idea. Es maravillosa: un hombre que te mantiene sujeto mientras te folla, con una polla del tamaño de una botella y una barba como la de mi tío. Damen se dio cuenta de que había reculado al sentir que la cadena se tensaba. Había algo escabroso en alguien con un rostro como aquel diciendo esas cosas en una voz tan coloquial. Más desagradable fue ver como el desagrado se retrajo tras la llegada de un selecto grupo de cortesanos, a quienes Laurent presentó un rostro angelical. Damen se puso rígido al reconocer al embajador Guion, vestido con su pesada ropa negra y su medallón de consejero en el cuello.
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De las breves palabras que Laurent dijo a modo de saludo, dedujo que la mujer con aire de mando se llamaba Vannes, y que el hombre con la nariz puntiaguda era Estienne. —Es tan raro veros en estos espectáculos, Alteza —dijo Vannes. —Estaba de humor para disfrutarlos —respondió Laurent. —Vuestra nueva mascota está causando un gran revuelo. —Vannes se paseó alrededor de Damen mientras hablaba. —No se parece en nada a los esclavos que Kastor le regaló a vuestro tío. Me pregunto si Su Majestad ha tenido la oportunidad de verlos Son mucho más... —Los he visto. —No parecéis contento. —Kastor envió dos docenas de esclavos entrenados para arrastrarse por los dormitorios de los miembros más poderosos de la Corte. Estoy eufórico. —¡Qué tipo de espionaje más placentero! —exclamó Vannes poniéndose cómoda—. Pero el Regente mantiene a los esclavos bajo control según he oído, y no los ha prestado en absoluto. De todos modos, dudo que vayamos a verlos en la arena21. No tienen bastante… ímpetu. Estienne suspiró y acercó a su mascota, una flor delicada que parecía que podía salir herido si lo frotabas con un pétalo.
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La palabra usada es “ring”, expresión inglesa que se refiere a la superficie donde se llevan a cabo las peleas deportivas (boxeo). Traducida al español sería “cuadrilátero”, pero como en este caso se trata de un círculo y no de un “cuadrilátero”, hemos preferido usar otros sinónimos como arena y palestra que también se refieren a superficies donde se llevan a cabo competiciones de luchadores.
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—No todo el mundo tiene tu gusto en mascotas que aniquilan al competir en la palestra22, Vannes. Yo, por mi parte, estoy aliviado de saber que todos los esclavos akielenses no son como este. No lo son, ¿verdad? —Esto último lo dijo con un poco de nerviosismo. —No. —El consejero Guion habló con autoridad—. Ninguno de ellos lo es. Entre la nobleza akielense el dominio es un signo de estatus. Los esclavos son sumisos. Supongo que es un cumplido para Vos, Alteza, para dar a entender que podéis someter a un esclavo fuerte como este… No. No lo era. Kastor se divertía a costa de los demás. En realidad era una humillación para su medio hermano y un insulto al revés para Vere. —… en cuanto a su procedencia, tienen encuentros en la arena regularmente con espada, tridente, daga; supongo que él era uno de los luchadores de exhibición. Es realmente bárbaro. No llevan casi nada durante los combates con espada, y luchan desnudos. —Como mascotas —se rió uno de los cortesanos. La conversación giró en torno a los chismes. Damen no oyó nada útil en ella, pero para entonces estaba teniendo dificultades para concentrarse. La arena, con su promesa de humillación y violencia, atraía la mayor parte de su atención. Pensó: así que el Regente mantiene una estrecha vigilancia sobre los esclavos. Al menos es algo. —Esta nueva alianza con Akielos no puede perpetuarse tan tranquilamente con Vos, Alteza —dijo Estienne—. Todo el mundo sabe
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cómo os sentís acerca de ese país. Sus prácticas bárbaras, y por supuesto, lo que ocurrió en Marlas… El espacio alrededor de él, de repente, se volvió muy silencioso. —El Regente es mi tío —dijo Laurent. —Tendréis veintiuno en primavera. —Entonces, haríais bien en ser prudente en mi presencia, así como en la de mi tío —Sí, Alteza —claudicó Estienne, inclinándose brevemente y alejándose a un lado, reconociendo el despido por lo que era. Algo estaba sucediendo en la arena. Dos mascotas masculinas habían entrado, y estaban de pie con un poco de cautela, a la manera de los competidores. Uno era moreno, con largas pestañas y ojos almendrados. El otro, sobre el que la atención de Damen naturalmente gravitó, era rubio, aunque su pelo no era del amarillo “botón de oro”23 de Laurent, era más oscuro, un color arenoso; y sus ojos no eran azules, sino castaños. Damen sintió un cambio en la permanente relajación que había experimentado desde el baño, desde que se despertó en este lugar encima de cojines de seda. En el círculo de combate, las mascotas estaban siendo despojadas de sus ropas.
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Nombre con el que se conoce una flor de color amarillo vibrante.
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—¿Una golosina? —ofreció Laurent. Sostenía un bocadillo delicadamente, entre el pulgar y el índice, lo suficientemente lejos de su alcance como para que Damen tuviera que levantarse sobre sus rodillas para poder comerlo de las manos de su amo. El esclavo retrocedió la cabeza. —Obstinado —comentó Laurent suavemente, acercándolo a sus propios labios y comiéndolo. Una variedad de dispositivos se exhibían sobre la arena: largos palos dorados, diversas restricciones, una serie de bolas doradas con las cuales un niño podría jugar, una pequeña pila de campanas plateadas y unos largos látigos con mangos decorados con cintas y borlas. Era evidente que los espectáculos en la palestra eran variados, e ingeniosos. Pero el que se estaba desarrollando frente a él en ese instante era simple: «violación». Las mascotas se arrodillaron rodeando con sus brazos al otro mientras un oficiante sostenía un pañuelo rojo en alto y luego lo dejaba caer, agitándolo, hasta el suelo. La bonita imagen que las mascotas ofrecían rápidamente se precipitó en una lucha ante el bullicio de la multitud. Ambas mascotas eran atractivas y ligeramente musculosas; ninguna poseía la construcción de un luchador, sin embargo, parecían ligeramente más fuertes que muchas de las esbeltas y delicadas que se enroscaban alrededor de sus amos entre el público. El moreno fue el primero en obtener ventaja ya que era más fuerte que el rubio.
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Damen tomó conciencia de lo que estaba pasando frente a él; en ese momento, cada cuchicheo que había oído en Akielos sobre las depravaciones de la Corte Vereciana comenzó a cobrar entidad ante sus ojos. El moreno se colocó encima, su rodilla obligaba a que los muslos del rubio se abrieran. Mientras, este último trataba desesperadamente de deshacerse del otro, pero no podía. El moreno mantenía los brazos del perdedor detrás de la espalda mientras empujaba, arremetiendo inútilmente. Y entonces estaba entrando suave como en una mujer, a pesar de que el rubio seguía luchando. El rubio había sido… «… preparado». El rubio dejó escapar un grito y trató de resistirse a su captor, pero el movimiento solo hizo que este se hundiera más profundo. Los ojos de Damen se apartaron, pero era casi peor mirar a la audiencia. La mascota de lady Vannes se sentó con las mejillas enrojecidas; los dedos de su señora estaban bien ocupados. A la izquierda de Damen, el chico pelirrojo desató la parte delantera de las prendas de su amo, y envolvió una mano alrededor de lo que encontró allí. En Akielos, los esclavos eran discretos, los espectáculos públicos eran eróticos pero no explícitos, los encantos de un esclavo eran para ser disfrutados en privado. La Corte no se reunía para ver a dos de ellos follando. Aquí, el ambiente era casi orgiástico. Y era imposible aislarse de los sonidos. Solo Laurent parecía inmune. Probablemente estaba tan hastiado que esta demostración ni siquiera causaba que su pulso se acelerara. Se tumbó en una postura elegante, con una muñeca colgando desde el
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apoyabrazos del sillón. En cualquier momento, se pondría a contemplar sus uñas. En la arena, la actuación se acercaba al apogeo. Y, por ahora, era una actuación. Las mascotas eran devotas y jugaban para su público. Había cambiado el tipo de sonidos que el rubio emitía, ahora eran rítmicos, siguiendo el compás de las embestidas. El moreno estaba conduciéndole al clímax. El rubio se resistía obstinadamente, mordiéndose el labio para tratar de contenerse, pero con cada golpe fuera de ritmo se acercaba más, hasta que su cuerpo se estremeció y cedió. El moreno salió y se corrió, desordenadamente, por toda su espalda. Damen presintió lo que venía, justo cuando los ojos del rubio se abrieron y fue ayudado a salir de la arena por un sirviente de su amo, quien se preocupó por él solícitamente y le regaló un gran arete de diamante. Laurent levantó los refinados dedos en una señal convenida con el guardia. Unas manos sujetaron sus hombros. La cadena se separó de su collar, y cuando se resistió a entrar a la arena como un perro lanzado a la caza, fue obligado allí a punta de espada. —Continúas atosigándome para que ponga una mascota en la arena ―dijo Laurent a Vannes y a los otros cortesanos que se habían reunido con él—. Pensé que era hora de satisfacerte.
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No se parecía en nada a participar en la arena de Akielos, donde la lucha era una muestra de grandeza y el premio era el honor. Damen fue liberado de la última de sus restricciones y despojado de sus vestiduras, que no eran muchas. Esto no podía estar sucediendo. Volvió a sentir una extraña sensación de mareo que lo enfermó... Sacudió la cabeza ligeramente ante la necesidad de aclararla y miró hacia arriba. Entonces, vio a su oponente. Laurent había amenazado con hacer que lo violaran. Y aquí estaba el hombre que iba a llevarlo a cabo. No había manera de que esa bestia fuera una mascota. Superaba en peso a Damen, tenía huesos grandes y pesados músculos, con una gruesa capa de piel recubriendo toda su musculatura. Había sido elegido por su tamaño, no por su apariencia. Su pelo era una cortina negra y lacia. Su torso tenía una tupida capa de pelo que se extendía todo el camino hasta su entrepierna expuesta. Su nariz era plana y quebrada; claramente no era ajeno a la lucha24; le resultó realmente difícil imaginar a alguien lo suficientemente suicida como para golpear a ese hombre en la nariz. Probablemente había sido adquirido en alguna compañía de mercenarios y le dijeron: «lucha contra el akielense, jódelo, y serás bien recompensado». Sus ojos eran fríos al recorrer el cuerpo de Damen. Muy bien, lo superaba. En circunstancias normales, eso no habría sido motivo de inquietud. La lucha era una disciplina de entrenamiento en Akielos, y una en la que Damen sobresalía y disfrutaba. Pero llevaba un tiempo en severo confinamiento y el día anterior había sufrido una paliza. 24
Hace referencia al tipo de nariz que describe (plana y quebrada), que es la típica nariz llamada “de boxeador” porque suele quedar así luego de ser fracturada.
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Su cuerpo estaba sensible en algunos puntos y su piel morena no ocultaba los magullones: aquí y allá se veían signos reveladores que indicarían a un rival dónde atacar. Pensó en eso. Recordó las semanas que siguieron a su captura en Akielos. Recordó los golpes. Pensó en las restricciones. Su orgullo estaba sacudiéndose. No iba a ser violado delante de una sala llena de cortesanos. ¿Querían ver a un bárbaro en la arena? Bueno, el bárbaro sabía luchar. Comenzó de la misma forma, un tanto humillante, que con las dos mascotas previas: de rodillas, con los brazos de uno alrededor del otro. La presencia de dos hombres adultos vigorosos en la arena, liberaba algo en la gente que las mascotas no lograban, y los gritos de escarnio, las apuestas y las especulaciones obscenas llenaron el recinto de bullicio. Más cerca, Damen podía escuchar la respiración de su oponente mercenario, podía oler el repugnante olor masculino del hombre sobre el empalagoso perfume de rosas de su propia piel. El pañuelo rojo fue levantado. El primer empujón tuvo la fuerza suficiente para romper un brazo. El hombre era una montaña, y cuando Damen intentó igualar fuerza con fuerza, descubrió, con preocupación, que el aturdimiento previo aún permanecía en él. Había algo extraño en la forma en que sus miembros se sentían... aletargados... No había tiempo para reflexionar sobre ello. Los pulgares de repente buscaron sus ojos. Giró. Esas partes del cuerpo que eran blandas y vulnerables, aquellas que en una competición honorable se evitarían, ahora debían ser protegidas a toda costa; su rival estaba dispuesto a
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desgarrar, quebrar y arrancar. Y el cuerpo de Damen, normalmente duro y liso, se encontraba, en aquellos momentos, vulnerable donde fue herido. El hombre que luchaba con él lo sabía. Los golpes que Damen sufrió estaban brutalmente dirigidos sobre sus viejas heridas. Su oponente era fiero y temible, y tenía órdenes de provocar daño. A pesar de todo, la primera ventaja fue para Damen. Una vez que luchó y superó ese extraño mareo, la habilidad aún contó para algo. Ganó control sobre el hombre, pero cuando trató de reunir fuerza para terminar las cosas, encontró, en cambio, inestable debilidad. El aire fue expulsado de repente de sus pulmones después de que un golpe se encajara en su diafragma. El otro había quebrado su dominio. Encontró un nuevo apoyo. Se abalanzó con todo su peso sobre el cuerpo del mercenario y lo sintió estremecerse. Sacó más fuerza de su interior de la que pensó que tendría. Pero los músculos del hombre se tensaron debajo de él, y esta vez, cuando logró romper su contención, Damen sintió una explosión de dolor en el hombro. Su respiración se tornó irregular. Algo andaba mal. La debilidad que sentía no era natural. Cuando otro mareo le recorrió, recordó, de repente, el dulce olor en los baños... el incienso en el brasero... «una droga», él comprendió, y dejó escapar su aliento súbitamente. Había inhalado algún tipo de droga. No solo inhalado, se había embriagado en ella. Nada había sido dejado al azar. Laurent había hecho lo necesario para que el resultado de aquella lucha estuviera asegurado.
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Una nueva y repentina embestida lo hizo tambalear. Le tomó mucho tiempo recuperarse. Forcejeó inútilmente; por unos momentos ninguno de los dos pudo mantener una sujeción. El sudor en el cuerpo del hombre brillaba, haciendo la captura más difícil. El propio cuerpo de Damen había sido ligeramente aceitado; la perfumada preparación untada en los esclavos le dio una irónica e inesperada ventaja, protegiendo momentáneamente su virtud. Concluyó que no era el momento para risas amargas al sentir el cálido aliento del hombre contra su cuello. Un segundo después estaba de espaldas, sujeto, la oscuridad amenazó el borde de su visión cuando el mercenario aplicó una presión aplastante contra su tráquea, por encima del collar de oro. Sintió el ímpetu del hombre en su contra. El sonido de la multitud arreció. El hombre estaba tratando de montarse. Empujaba contra Damen, su aliento ahora venía con gruñidos suaves. Damen luchó en vano, no lo suficientemente fuerte como para romper esa contención. Sus muslos fueron obligados a separarse. No. Buscó desesperadamente alguna debilidad que pudiera ser explotada, y no la halló. Con su objetivo en la mira, la atención del otro hombre se dividió entre la contención de Damen y la penetración. Este irradió lo último de sus fuerzas contra el punto de apoyo, y lo sintió temblar lo suficiente como para poder cambiar de posición un poco, justo lo necesario para hacer palanca y liberar un brazo. Impulsó el antebrazo hacia los lados, hasta que el pesado puño de oro en su muñeca golpeó con fuerza en la sien del hombre, provocando el
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morboso sonido de una barra de hierro al impactar sobre carne y hueso. Un momento después, Damen repitió, quizá innecesariamente, el movimiento con el puño derecho, lo que mandó a su aturdido y tambaleante oponente al suelo. Se desmoronó, su pesada carne derrumbándose, parcialmente, sobre Damen. De alguna manera este se apartó, poniendo instintivamente distancia entre él y el hombre boca abajo. Tosió, su garganta estaba sensible. Cuando descubrió que podía respirar comenzó el lento proceso de alzarse sobre sus rodillas y de ahí a sus pies. La violación estaba fuera de toda consideración. El pequeño espectáculo con la mascota rubia había sido todo el entretenimiento que habría. Incluso aquellos hastiados cortesanos no esperarían que jodiera a un hombre que estuviese inconsciente. Sin embargo, ahora podía percibir el descontento de la gente. Nadie quería ver el triunfo de un akielense sobre un vereciano. Menos aún, Laurent. Las palabras del consejero Guion volvieron a él, casi en tropel. «Son primitivos». No había terminado. No fue suficiente luchar a través de una bruma de drogas y ganar. No había manera de vencer. Ahora era evidente que las órdenes del Regente no se extendían a los espectáculos en la arena. Y lo que ahora le pasara a Damen, le ocurriría con la aprobación de la multitud.
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Sabía lo que tenía que hacer. Contra todo instinto de rebeldía, se obligó a sí mismo hacia adelante y se dejó caer de rodillas frente a Laurent. —Lucho a vuestro servicio, Alteza. —Buscó en su memoria las palabras de Radel y las encontró—. Existo solo para complacer a mi Príncipe. Que mi victoria se refleje en vuestra gloria. Sabía que no debía mirar hacia arriba. Habló tan claramente como pudo, de modo que sus palabras fueran para los espectadores tanto como para el Príncipe Heredero. Trató de parecer tan complaciente como fuera posible. Agotado y sobre sus rodillas, pensó que aquello no requería esfuerzo. Si alguien lo empujara en ese momento, lo derribaría. Laurent extendió su pierna derecha ligeramente, presentando la punta de su bota a Damen. —Bésala —ordenó. Todo el cuerpo de Damen reaccionó contra esa idea. Su estómago se revolvió; su corazón, en la jaula de su pecho, estaba palpitando. Una humillación pública sustituida por otra. Pero era más fácil besar un pie que ser violado delante de una multitud... ¿no? Damen inclinó la cabeza y apretó los labios contra el suave cuero. Se obligó a hacerlo con reverencia y sin prisa, como un vasallo besaría el anillo de un señor feudal. Besó simplemente la curva de la punta del dedo del pie. En Akielos, un esclavo vehemente podría haber continuado hacia arriba, besando el arco del pie de Laurent o, si se atrevía, más arriba aún, al firme músculo de su pantorrilla.
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Oyó al consejero Guion: —Ha obrado milagros. Ese esclavo era completamente ingobernable a bordo del barco. —Todo perro puede ser sometido —dijo Laurent. —¡Magnífico! —exclamó una voz suave, refinada, una que Damen no conocía. —Consejero Audin —saludó Laurent. Damen reconoció al hombre mayor que había visto entre el público previamente. El que se había sentado junto a su hijo o sobrino. Su ropa, aunque era oscura como la de Laurent, era muy fina. No, por supuesto, tan fina como la de un príncipe. Pero casi. —¡Qué victoria! Vuestro esclavo merece una recompensa. Permitidme ofreceros una. —Una recompensa —repitió Laurent, categórico. —Una pelea como esa, creo que ha sido realmente magnífica, pero sin clímax: permitidme ofrecerle una mascota en lugar de su conquista prevista —dijo Audin—, ya que todos estamos ansiosos de verlo realmente en acción. Damen volvió la vista hacia la mascota. Aún no terminó. «Haz algo», pensó, «hazte el enfermo». El joven no era el hijo del hombre. Era una mascota; aún no había llegado a la adolescencia, tenía delgadas extremidades y su desarrollo se daría en un futuro un tanto lejano. Era obvio que estaba petrificado por 65
Damen. El pequeño surco de su pecho subía y bajaba rápidamente. Tendría, como mucho, catorce. Sin embargo, parecía tener doce. Damen vio las posibilidades de volver a Akielos consumirse y extinguirse como la llama de una vela, y como todas las puertas de su libertad se cerraban. Obedecer. Seguir las reglas. Besar la bota del Príncipe. Pasar las de Caín25. Realmente había creído que sería capaz de ello. Reunió lo último de sus fuerzas y dijo: —Haced lo que queráis conmigo. Yo no voy a violar a un niño. La expresión de Laurent vaciló. La objeción llegó de un lugar inesperado. —No soy un niño —dijo el aludido enfurruñado. Pero cuando Damen lo miró con incredulidad, el muchacho rápidamente palideció y se mostró aterrorizado. Laurent miraba de Damen al niño y viceversa. Frunció el ceño, como si algo no tuviera sentido. O no fuera a su manera. —¿Por qué no? —dijo bruscamente. —“¿Por qué no?”—repitió Damen— porque no comparto vuestro hábito cobarde de golpear solo a aquellos que no pueden devolveros el golpe y obtener cualquier placer hiriendo a los más débiles que yo. — Impulsado más allá de la razón, las palabras salieron en su propio idioma.
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Frase que hace referencia a las penurias sufridas por Caín al ser expulsado del Edén, y, por extensión, a toda persona desafortunada.
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Laurent, que sabía hablar su idioma, lo miró a los ojos y Damen le devolvió la mirada; y no se arrepintió de sus palabras; no sintió nada, excepto odio. —¿Alteza? —preguntó Audin, confundido. Laurent, finalmente, se volvió hacia él. —El esclavo está diciendo que si deseas ver a tu mascota inconsciente, partida por la mitad, o muerta de miedo, entonces necesitarás hacer otros arreglos. Se niega a tus servicios. Se impulsó fuera del asiento y Damen fue casi lanzado hacia atrás cuando Laurent pasó, ignorándolo. Le oyó ordenar a uno de los sirvientes: —Haz que traigan mi caballo al patio norte. Voy a dar una vuelta. Y luego se acabó; finalmente y de forma inesperada, de alguna manera había concluido. Audin frunció el ceño y se marchó. Su mascota trotó tras él, después de lanzar una mirada indescifrable a Damen. En cuanto a este, no tenía ni idea de lo que acababa de suceder. En ausencia de otras órdenes, sus guardianes lo vistieron y prepararon para volver al harén. Mirando a su alrededor, vio que la arena estaba vacía, aunque no había percibido si el mercenario había sido llevado, o se había levantado por su propia voluntad. Al otro lado de la palestra había un fino rastro de sangre. Un sirviente estaba de rodillas, fregando. Damen estaba siendo impulsado más allá de un montón de caras borrosas. Una de ellas era la de lady Vannes que, inesperadamente, se dirigió hacia él. —Pareces sorprendido... ¿estabas esperando disfrutar de ese chico, después de todo? Será mejor que te acostumbres. El Príncipe tiene la
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reputación de dejar a sus mascotas insatisfechas. —Su risa, un bajo murmullo, se unió al rumor de voces y diversión de los cortesanos que dejaban el anfiteatro, ininterrumpidamente, camino a sus pasatiempos vespertinos.
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CAPÍTULO TRES
Antes de que la venda estuviera fija en su sitio, Damen vio que los dos hombres que lo devolvieron a su habitación eran los mismos que, un día antes, le habían propinado la paliza. No sabía el nombre del más alto, pero sabía por las conversaciones que había oído por casualidad que el más bajo se llamaba Jord. Dos guardias. Era la escolta más pequeña desde su encarcelamiento, pero con los ojos vendados y fuertemente atado, sin mencionar agotado, no tenía manera de tomar ventaja de ello. Las restricciones no le fueron retiradas hasta que estuvo de vuelta en su habitación, encadenado del cuello. Los hombres no salieron. Jord permaneció cerca mientras el más alto cerraba la puerta dejándolos a ambos en el interior. El primer pensamiento de Damen fue que se les había ordenado que ofrecieran una repetición de la actuación previa, pero entonces notó que iban a permanecer por su propia voluntad, no bajo órdenes. «Esto podría ser peor». Esperó. —Así que te gusta la lucha —comentó el hombre más alto. Al percibir su tono, Damen se preparó para la posibilidad de que podría estar enfrentando otra—. ¿Cuántos hombres se necesitaron para colocarte el collar en Akielos? —Más de dos —dijo Damen.
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Eso no cayó bien. No al guardia de mayor altura, en todo caso. Jord lo agarró del brazo, reteniéndolo. —Déjalo —dijo Jord—. Ni siquiera se supone que estemos aquí. Jord, aunque más bajo, también era más amplio de hombros. Hubo un breve momento de resistencia, antes de que el hombre más alto dejara la habitación. Jord permaneció, volcando su atención especulativa sobre Damen. —Gracias —dijo Damen neutral. Jord le devolvió la mirada, evidentemente sopesando si hablar o no. —No soy amigo de Govart —dijo finalmente. Damen creyó, en un principio, que “Govart” era el otro guardia, pero se enteró que no era así cuando Jord agregó—: Debes tener deseos de morir para poner fuera de combate al matón favorito del Regente. —¿... el qué del Regente? —dijo Damen, sintiendo como su estómago se hundía. —Govart. Fue expulsado de la Guardia del Rey26 por ser un verdadero hijo de puta. El Regente lo mantiene a su alrededor. Ni idea de cómo el Príncipe lo subió a la palestra, pero ese haría cualquier cosa para molestar a su tío. —Luego, al ver la expresión del esclavo, añadió—: ¿Qué, no sabías quién era?
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En este libro, se notará que existen distintas “Guardias” (Guardia del Regente, Guardia del Príncipe Heredero, etc.). Debido a que usan diferentes uniformes y responden a distintos mandos, suponemos que se trata de instituciones militares diferentes por lo que distinguiremos sus nombres con mayúsculas. En este caso, con “Guardia del Rey,” se refiere a la guardia del rey ya fallecido (padre de Laurent)
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No. No lo sabía. La opinión que Damen se había formado sobre Laurent se volvió a acomodar, a fin de que pudiera despreciarle con mayor precisión. Aparentemente, en el caso de que ocurriera un milagro y su esclavo drogado lograra ganar la lucha en la arena, Laurent se había preparado un premio consuelo. Damen se había ganado, sin saberlo, un nuevo enemigo: Govart. No solo eso, sino que el haber luchado contra Govart en la arena podría tomarse directamente como un desprecio hacia el Regente. Laurent, que había seleccionado a su oponente con minuciosa malicia, obviamente era consciente de todo eso. «Esto es Vere», Damen se recordó. Laurent podía hablar como si se hubiera criado en el suelo de un burdel, pero tenía la mente de un cortesano vereciano, acostumbrado al engaño y al juego de hipocresías. Y sus pequeñas trampas eran peligrosas para alguien como él, que estaba bajo sus garras. A media mañana del día siguiente Radel entró, una vez más, para supervisar que Damen fuera conducido a los baños. —Tuviste éxito en la arena, e incluso el Príncipe te pagó con una reverencia respetuosa. Eso es excelente. Y veo que no has golpeado a nadie en toda la mañana, bien hecho —elogió Radel. Damen, mientras digería ese cumplido, dijo: —¿Cuál fue la droga con la que me rociaste antes de la pelea? —No hubo “drogas” —explicó Radel, sonando un poco consternado. —Hubo “algo” —contradijo Damen—. Lo pusiste en los braseros.
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—Eso es “chalis”, un divertimento refinado. No hay nada siniestro en ello. El Príncipe sugirió que podría ayudar a relajarte en los baños. —¿Y el Príncipe también sugirió la cantidad? —preguntó Damen. —Sí —explicó Radel—. Más de lo usual puesto que eres bastante grande. No había pensado en ello. Tienes cabeza para los detalles. —Sí, estoy aprendiendo a tenerla —confirmó Damen. Pensó que sería lo mismo que el día anterior: que lo llevarían a los baños para prepararlo para una nueva sorpresa grotesca. Pero todo lo que sucedió fue que los tratantes lo bañaron, lo devolvieron a su habitación, y le llevaron el almuerzo en una bandeja. El baño fue más agradable de lo que había sido el día anterior. Nada de “chalis” y sin manipulación intrusiva de la intimidad; además, se le dio un masaje corporal de lujo, se comprobó su hombro por cualquier signo de tensión o lesión, y sus persistentes cardenales fueron tratados con mucho cuidado. Cuando el día se desvaneció y no ocurrió nada en absoluto, Damen se dio cuenta de que sentía una sensación de contrariedad, casi de decepción, que era absurda. Era mejor pasar el día aburrido entre cojines de seda que pasarlo en la palestra. Quizá solo quería otra oportunidad de golpear contra algo. Preferiblemente contra un “principito” impertinente de pelo rubio. Nada ocurrió tampoco en el segundo día, ni en el tercero, ni en el cuarto, o el quinto.
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El paso del tiempo dentro de aquella exquisita prisión se convirtió en su propio calvario; lo único que interrumpía la rutina diaria eran las comidas y el baño matinal. Utilizó el tiempo para aprender todo lo que pudo. El cambio de guardia en su puerta se realizaba de manera intencionadamente irregular. Los guardias ya no se comportaban con él como si fuera un mueble, y pudo conocer varios de sus nombres; la pelea en la arena había cambiado algo. Nadie rompía la orden de entrar en su habitación si no estaba autorizado, pero una o dos veces, uno de los hombres más tratables le habló un poco; sin embargo, los intercambios fueron breves. Unas pocas palabras aquí y allá. Era algo con que lo que tenía que tratar. Era atendido por sirvientes que proporcionaban sus comidas, vaciaban la olla de cobre, encendían antorchas, apagaban antorchas, ahuecaban cojines, los cambiaban, fregaban el suelo, aireaban la habitación, pero era, hasta ahora, imposible construir una relación con ninguno de ellos. Eran más obedientes a la orden de no hablar con él que los guardias. O tenían más miedo de Damen. Una vez, había conseguido un asustado contacto visual y un rubor. Aquello había sucedido cuando Damen, sentado con una rodilla levantada y la cabeza apoyada contra la pared, se había apiadado del sirviente animándolo a que hiciera su trabajo, diciéndole mientras atravesaba la puerta: —Está bien. La cadena es muy fuerte. Los intentos que hizo para obtener información de Radel fueron frustrados al encontrar solo resistencia y una serie de charlas condescendientes.
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«Govart», explicó Radel, «no era un matón autorizado por la realeza. ¿De dónde Damen había sacado esa idea? El Regente mantenía a Govart empleado por algún tipo de obligación, posiblemente, debida a la familia de Govart. ¿Por qué Damen estaba preguntando por Govart? ¿Tenía que recordarle que él estaba allí solo para hacer lo que le dijeran? No había necesidad de hacer preguntas. No había necesidad de preocuparse por lo que pasaba en el palacio. Debía sacar todo de su cabeza, excepto la idea de complacer al Príncipe, que, en diez meses, sería rey». A esas alturas, Damen tenía el discurso memorizado. Para el sexto día, el viaje a los baños se había vuelto una rutina, y no abrigaba ilusiones de que cambiara. Excepto que ese día la rutina varió. Le quitaron la venda de los ojos fuera de los baños y no en su interior. Radel lo había evaluado con mirada crítica, como supervisando la mercancía: «¿Estaba en condiciones adecuadas? Lo estaba». Damen sintió como era liberado de sus restricciones. Aquí, afuera. Radel dijo, brevemente: —Hoy, en los baños, tú servirás. —¿Servir? —dijo Damen. Esa palabra evocó los nichos abovedados y su propósito, y las figuras en relieve, entrelazadas. No hubo tiempo para asimilar la idea, ni para hacer preguntas. Así como había sido lanzado a la palestra, fue empujado hacia adelante a los baños. Los guardias cerraron las puertas quedando ellos en el exterior, y se convirtieron en sombras difusas detrás de la celosía de metal.
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No estaba seguro de que esperar. Tal vez una escena libertina como la que lo había recibido en el anfiteatro. Quizás mascotas esparcidas por todas las superficies, desnudas y empapadas por el vapor. Tal vez una escena en movimiento, cuerpos ya contoneándose, sonidos suaves y chapoteos en el agua. Sin embargo, los baños estaban vacíos a excepción de una persona. Hasta ese momento sin ser afectado por el vapor, vestido de la cabeza a los pies y parado en el lugar donde los esclavos eran lavados antes de entrar en el agua. Cuando Damen descubrió su identidad, instintivamente se llevó una mano al collar de oro, sin poder creer que no estuviera atado, ni que se hubieran quedado solos. Laurent estaba reclinado en la pared de azulejos, apoyando los hombros contra ella. Contempló a Damen con la ya conocida expresión de aversión tras sus pestañas doradas. —Así que mi esclavo es tímido en la arena. ¿No follan con muchachos en Akielos? —Soy bastante educado. Antes de violar a alguien primero compruebo que su voz ya haya cambiado27—replicó Damen. Laurent sonrió. —¿Luchaste en Marlas? Damen no se dejó llevar por esa sonrisa ya que no era auténtica. En ese momento, la conversación transcurría sobre el filo de un cuchillo. Respondió: 27
Se refiere al cambio de voz (agravamiento) que los varones experimentan en la pubertad.
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—Sí. —¿Cuántos mataste? —No lo sé. —¿Perdiste la cuenta? Dijo jovialmente, como si estuviera preguntando por el tiempo. Laurent continuó: —El bárbaro no folla muchachos, prefiere esperar a que crezcan y luego usar una espada en lugar de su polla. Damen se sonrojó. —Fue una batalla. Hubo muertos en ambos lados. —Oh, sí. Hemos matado a algunos de vosotros también. Me gustaría haber matado a más, pero mi tío es inexplicablemente compasivo con las alimañas. ¿Lo has notado? Laurent parecía una más de las figuras talladas y moldeadas, excepto que él estaba esculpido en blanco y oro, no en plata. Damen le miró y recordó: «este es el lugar donde me drogaste». —¿Habéis esperado seis días para hablar conmigo sobre vuestro tío? —preguntó Damen. Laurent se recostó contra la pared en una postura, al parecer, aún más indolente y cómoda que la anterior. —Mi tío ha viajado a Chastillon. Caza jabalíes. Le gusta la persecución. Le gusta matar, también. Es un día de viaje, después del cual
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él y su comitiva se quedarán cinco noches en la vieja torre. Sus súbditos saben que es mejor no molestarlo con misivas del palacio. He esperado estos seis días para que tú y yo podamos estar solos. Esos dulces ojos azules lo miraban fijamente. Había allí, tras el tono almibarado, una amenaza. —Solos, con vuestros hombres custodiando las puertas —dijo Damen. —¿Vas a quejarte de nuevo porque no estás autorizado a devolver el golpe? —dijo Laurent. Su voz aún más edulcorada—. No te preocupes, no te voy a golpear a menos que tenga una buena razón. —¿Parezco preocupado? —preguntó Damen. —Parecías un poco inquieto —comentó Laurent—, en la pelea. Me gustabas más cuando estabas sobre tus manos y rodillas. Canalla. ¿Crees que voy a tolerar la insolencia? De todos modos, puedes probar mi paciencia. Damen permaneció en silencio. Podía sentir el vapor ahora, el calor encrespándose sobre su piel. También podía sentir el peligro. Podía oírse a sí mismo. Ningún soldado le hablaría así a un príncipe. Un esclavo se habría postrado de manos y rodillas al segundo que viera que Laurent estaba en la habitación. —¿Puedo decirte la parte que te gustó? —dijo Laurent. —No hubo nada que me “gustara”.
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—Estás mintiendo. Te gustó derribar a ese hombre, y te gustó cuando no se levantó. Me querías hacer daño, ¿verdad? ¿Te resultó muy difícil contenerte? Tu pequeño discurso acerca del juego limpio me engañó casi tanto como tu representación de obediencia. La has perfeccionado con alguna inteligencia natural que posees, la cual tienes a tu servicio para parecer tan civilizado como respetuoso. Pero la única cosa que te enciende es la lucha. —¿Habéis venido a incentivar una? —preguntó Damen, en una tono de voz que parecía surgir de lo más profundo de su interior. Laurent se apartó de la pared. —No me revuelco en la pocilga con los cerdos —dijo con frialdad —. Estoy aquí para un baño. ¿Acaso te sorprende? Ven aquí. Hubo un momento antes de que Damen descubriera que podía obedecer. Fue en el mismo instante en que había entrado en la habitación: había sopesado la posibilidad de dominar físicamente a Laurent, pero la descartó. No lograría salir con vida del palacio si hería o mataba al Príncipe Heredero de Vere. A esa conclusión no había llegado sin cierto pesar. Avanzó pero se detuvo a dos pasos de distancia. Además de antipatía, se sorprendió al ver que había algo asesino en la expresión de Laurent, así como algo de satisfacción. Había esperado bravuconería. Por supuesto, había guardias fuera en la puerta y con un sonido de su Príncipe probablemente entrarían empuñando espadas, pero si Damen perdiera los estribos, no había nada que evitara que matase a Laurent antes de que lo detuvieran. Otro podría haberlo hecho. Otro hombre podría juzgar que
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el inevitable castigo, algún tipo de ejecución pública que concluyera con su cabeza en una pica28, valía la pena por el placer de retorcer el cuello de Laurent. —Desnúdate —dijo Laurent. Su propia desnudez nunca lo había incomodado. Ya sabía que era algo proscrito entre la nobleza vereciana. Pero incluso si las costumbres de Vere le hubieran preocupado, todo lo que había para ver ya había sido expuesto muy públicamente. Se desprendió de sus vestiduras y las dejó caer. Le inquietaba no entender el porqué de aquello. A menos que esa emoción fuera el motivo. —Desnúdame —ordenó Laurent. La emoción se intensificó. Hizo caso omiso de ella y dio un paso adelante. La extraña vestimenta lo hizo titubear. Laurent extendió la mano con frialdad imperativa, palma hacia arriba, indicando el punto de partida. Los pequeños cordones apretados en la parte interna de la muñeca del príncipe se prolongaban hasta la mitad de su manga, y eran del mismo color azul oscuro que la prenda. Desatarlos le llevó varios minutos, los cordones eran pequeños, complicados y apretados; y debió tirar de cada uno individualmente a través de su agujero, sintiendo la resistencia del material contra el ojal. Laurent bajó un brazo, arrastrando los cordones, y extendió el otro.
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Pica: especie de lanza. Alude a la costumbre de los pueblos bárbaros de castigar algunos delitos con la decapitación y la posterior exposición pública de esas cabezas, clavadas en la punta de una lanza.
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En Akielos, la ropa era sencilla y minimalista29, enfocada en la estética del cuerpo. Por el contrario, la vestimenta vereciana ocultaba, y parecía destinada a obstaculizar y esconder, su complejidad no parecía tener otro propósito más que el de poner impedimentos para desnudarse. El metódico ritual de desenlazar provocó que Damen se preguntara, burlón, si los amantes verecianos reprimían su pasión durante media hora para desvestirse. Tal vez todo lo que sucedía en este país era premeditado e impasible30, incluso hacer el amor. Sin embargo, no era así; recordó la lascivia en el anfiteatro. Los esclavos se habían vestido de manera diferente, brindando facilidad de acceso, y la mascota pelirroja había desatado solo aquella parte de la ropa de su amo que requería para su propósito. Cuando todos los cordones estuvieron desatados, quitó la prenda; descubrió que era solo una capa exterior. Debajo había una simple camisa blanca (también atada), que previamente no era visible. Camisa, pantalones, botas. Damen vaciló. Las cejas doradas se arquearon. —¿Estoy aquí para sufrir el recato de un siervo? Así que se arrodilló. Las botas debían ser retiradas; los pantalones fueron lo siguiente. Damen retrocedió un paso cuando hubo terminado. La camisa (ahora suelta) se había deslizado un poco, exponiendo un hombro. Laurent llegó tras de sí y se la quitó. No llevaba nada más.
29
Estilo que reduce al mínimo indispensable los elementos decorativos y utiliza elementos básicos como colores puros, formas geométricas simples, etc. 30 Sin sensibilidad, indiferente, imperturbable.
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La antipatía inexorable hacia Laurent impidió su reacción habitual ante un cuerpo tan bien formado. Si no fuera por eso, podría haberse visto en apuros. En cuanto a lo demás, Laurent estaba hecho de una sola pieza: su cuerpo tenía la misma gracia imposible que su rostro. Era de constitución más ligera que Damen, pero su cuerpo no era el de un niño. Todo lo contrario, poseía la bella musculatura proporcionada de un hombre joven en la cúspide de la edad adulta, hecho para el atletismo, o para ser esculpido. Y era hermoso. Muy hermoso, de piel tan bonita como la de una joven muchacha, suave y sin marcas, con un destello de oro que se deslizaba por debajo de su ombligo. En aquella sociedad excesivamente vestida, Damen podría haber esperado que Laurent se mostrara un poco cohibido, pero este parecía tan indolente y poco recatado sobre su desnudez como mostraba serlo para todo lo demás. Se alzó al igual que un joven Dios ante el cual el sacerdote estaba a punto de hacer una ofrenda. —Lávame. Damen nunca había realizado una tarea servil, pero imaginó que esta no podría aplastar ni su orgullo ni su inteligencia. Para ese entonces ya conocía las costumbres de los baños. Sin embargo, percibía un sentimiento de sutil satisfacción procedente de Laurent y notaba su propia resistencia interna correspondiéndole. Era una forma incómoda e íntima de asistencia; un hombre sirviendo a otro; no tenía restricciones, y estaban solos.
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Todos los accesorios estaban cuidadosamente colocados: una jarra de plata barrigona, suaves paños, botellas de aceite y de jabón líquido espumoso hechas de vidrio claro retorcido, coronadas con tapones de plata. La que Damen escogió tenía pintada una pesada vid ascendente con uvas. Sintió los contornos bajo sus dedos cuando destapó la pequeña botella tirando en contra de la resistente succión. Llenó la jarra de plata. Laurent mostró su espalda. La delicada piel de Laurent, cuando Damen vertió agua sobre ella, se asemejaba a una perla blanca. Su cuerpo bajo el jabón resbaladizo no era en ningún sitio suave o blando, sino tenso como un arco elegantemente extendido. Damen supuso que Laurent participaba en esos deportes refinados con que los nobles a veces se complacían, y que el resto de los participantes le permitirían, al ser su príncipe, ganar. Continuó desde los hombros hasta la baja espalda. El derrame del agua le mojó su propio pecho y muslos,
resbalando en riachuelos,
dejando gotitas suspendidas que brillaban y amenazaban con deslizarse hacia abajo en cualquier momento. El agua estaba caliente cuando la levantó del suelo, y caliente cuando la derramó desde la jarra de plata. Hasta el aire estaba caliente. Era consciente de ello. Era consciente de la subida y bajada de su pecho, de su respiración, y de mucho más. Recordó que en Akielos había sido lavado por una esclava con cabello rubio. Su color era casi igual al de Laurent, tanto que podrían haber sido gemelos. Ella había sido mucho menos desagradable. Había desandado las pulgadas que los separaban y apretado su cuerpo contra el suyo. Recordó sus dedos cerrándose en
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torno a su cuerpo, sus pezones suaves como fruta magullada presionándose contra su pecho. El pulso golpeó en su cuello. Era un mal momento para perder el control de sus pensamientos. Ya había progresado lo suficiente en su tarea como para encontrar curvas. Eran firmes bajo su toque y el jabón volvía todo resbaladizo. Miró hacia abajo y el paso del paño enjabonado se hizo más perezoso. La atmósfera de invernadero de los baños solo incrementaba la sensación de sensualidad, y a pesar de sí mismo, Damen sintió el primer endurecimiento entre las piernas. Hubo un cambio en la calidad del aire, su deseo de repente se hizo tangible en la espesa humedad de la habitación. —No seas presuntuoso —dijo Laurent, con frialdad. —Demasiado tarde, cariño —replicó Damen. Laurent se volvió, y con calmada precisión le lanzó un golpe que llevaba con comodidad la fuerza necesaria para ensangrentar su boca, con el revés de la mano, pero Damen había tenido más que suficiente de ser golpeado y cogió la muñeca de Laurent antes de que el bofetón conectara. Estuvieron así, inmóviles, por un momento. Damen miró el rostro de Laurent, la piel blanca un poco ruborizada, el cabello rubio mojado en las puntas, y bajo aquellas pestañas doradas, los ojos azul ártico; y cuando Laurent hizo un pequeño movimiento espasmódico para liberarse, recordó su apretado agarre sobre la muñeca de Laurent. Damen dejó vagar su mirada hacia abajo, desde el pecho húmedo hasta el abdomen tenso y más lejos. Tenía realmente un muy, muy
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agradable cuerpo, pero la fría indignación era genuina. Damen notó que Laurent no era ni siquiera un poco cariñoso; esa parte de él, hasta cierto punto tan dulce como el resto, estaba inactiva. Percibió la tensión habitual retornar al cuerpo de Laurent; sin embargo, la entonación de su voz no se diferenció demasiado de su usual tono. —Al menos mi voz ha cambiado. Ese era el único requisito, ¿no es así? Damen lo soltó, como si quemara. Un momento después, el golpe que había frustrado aterrizó con más fuerza de lo que podría haber imaginado, estrellándose contra su boca. —Sacadlo de aquí —ordenó Laurent. Su tono de voz no fue más alto que el habitual, pero las puertas se abrieron. No estaban fuera del alcance del oído. Damen sintió unas manos sobre él cuando fue retirado rudamente hacia atrás. —Ponedlo en la cruz. Esperad a que yo llegue. —Alteza, con respecto al esclavo, el Regente ordenó… —Puedes hacer lo que te digo, o puedes ir en su lugar. Elige. Ahora. Con el Regente en Chastillon, esa no era una elección, en absoluto. «He esperado estos seis días para que tú y yo pudiéramos estar solos». No hubo más intervenciones. —Sí, Alteza.
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***
En un momento de descuido, se olvidaron de la venda. El palacio se reveló como un laberinto en el que los pasillos desfilaban uno tras otro y cada umbral abovedado enmarcaba una ambientación diferente: salones de formas heterogéneas, escaleras de mármol ornamentadas, patios embaldosados, o cubiertos de follaje cultivado. Algunos umbrales, protegidos por puertas enrejadas, no ofrecían ninguna vista, solo indicios y sugerencias. Damen fue conducido por corredores, cámaras y pasadizos. En una ocasión se desplazaron a través de un patio con dos fuentes y oyó el gorjeo de los pájaros. Recordó, con cuidado, la ruta. Los guardias que lo acompañaban fueron los únicos que vio. Había supuesto que habría seguridad en el perímetro del harén, pero cuando se detuvieron en una de las habitaciones más grandes, se dio cuenta de que ya habían sobrepasado el perímetro y no tenía ni idea de dónde estaba. Observó, con el corazón saltándose un latido, que el pasaje al final de ese cuarto enmarcaba otro patio, y que este no estaba tan bien cuidado como los anteriores, que contenía detritos y una serie de objetos desordenados, incluyendo unas losas de piedra en bruto y una carretilla. En una esquina, un pilar roto se apoyaba contra la pared, formando una especie de escalera. Aquello llevaba a la azotea. Un techo enrevesado, con
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oscurecidos arcos, salientes, nichos y esculturas. Era, claro como la luz del día, un camino hacia la libertad. Para no parecer un idiota disperso, Damen volvió su atención al cuarto. Había serrín31 en el suelo. Era una especie de zona de entrenamiento. La ornamentación se mantenía extravagante. A pesar de que los accesorios eran más antiguos y de una calidad ligeramente más hosca, todavía se parecía en parte al harén. Probablemente, todo Vere parecía parte de un harén. «La cruz», Laurent había dicho. Se encontraba en el otro extremo de la habitación. La viga central era un simple tronco recto de un árbol muy grande. La transversal era menos gruesa pero igual de resistente. Alrededor de la viga central había atado un paquete de acolchar, relleno. Un siervo estaba apretando los lazos que unían el relleno a la viga y el cordón le recordó a la ropa de Laurent. El sirviente comenzó a probar la fuerza de la cruz, lanzando su peso contra ella. Esta no se movía. La cruz, como Laurent la había llamado. Era un puesto de flagelación. Damen había dado su primera orden a los diecisiete años, y la flagelación era parte de la disciplina del ejército. Como príncipe y comandante, no era algo que hubiera experimentado personalmente, pero tampoco era algo que temiera excesivamente. Pero lo reconocía como un duro castigo que los hombres soportaban con dificultad.
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Aserrín. Pequeñas y suaves virutas de madera.
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Al mismo tiempo, supo de tipos fuertes que se quebraron bajo el látigo. Hombres morían bajo el látigo. Sin embargo, aun a los diecisiete años, la muerte por azote no era algo que hubiera permitido que ocurriera bajo su mando. Si un hombre no respondía a un buen liderazgo y a los rigores de la disciplina normal (y la culpa no era de sus superiores), era expulsado. Un hombre así no debería haber sido aceptado en primer lugar. Probablemente él no fuera a morir; allí solo iba a haber un montón de dolor. La mayor parte de la ira que sentía por esa situación iba dirigida a sí mismo. Se había resistido a las provocaciones violentas precisamente porque sabía que acabaría sufriendo las consecuencias. Y ahora, aquí estaba, por ninguna razón mejor que ese Laurent, quien con su figura atractiva, se había quedado en silencio el tiempo suficiente para que el cuerpo de Damen olvidara sus planes. Fue atado de cara al poste de madera con los brazos extendidos y esposados a la sección transversal. Sus piernas quedaron desatadas. Esto era suficiente concesión para retorcerse; no lo haría. Los guardias tiraron de sus brazos y de las restricciones, poniéndolas a prueba, colocando su cuerpo, incluso dando patadas a sus piernas para separarlas. Tuvo que esforzarse para no luchar contra ello. No fue fácil. No podría haber dicho cuánto tiempo había pasado hasta que Laurent finalmente entró en la habitación. Tiempo suficiente para que este se secara y se vistiera, y para atar esos cientos de cordones. Cuando el Príncipe entró, uno de los hombres comenzó a probar el látigo en la mano, tranquilamente, como había probado el resto del
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equipo. El rostro del Heredero tenía la dura mirada de un hombre decidido a seguir un curso de acción. Ocupó una posición contra la pared frente a Damen. Desde ese punto de observación, no sería capaz de ver el impacto de los azotes, pero sí el rostro de Damen. El estómago de este se revolvió. Sintió un adormecimiento en sus muñecas y notó que había empezado inconscientemente a tirar de las restricciones. Se obligó a detenerse. Había un hombre a su lado con algo retorcido entre sus dedos. Lo alzó hasta su cara. —Abre la boca. Damen aceptó el objeto extraño entre sus labios un momento antes de darse cuenta de lo que era. Era un trozo de madera cubierto de suave cuero marrón. No era como las mordazas o los bocados32 a los que había sido sometido a lo largo de su cautiverio, sino que era del tipo que le dan a un hombre para morder cuando necesita ayuda para soportar el dolor. El guardia la ató detrás de la cabeza de Damen. Mientras el hombre con el látigo se colocaba detrás de él, intentó prepararse. —¿Cuántas franjas? —preguntó el azotador. —Todavía no lo he decidido —dijo Laurent—. Estoy seguro que lo resolveré tarde o temprano. Puedes comenzar.
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Parte del freno que se coloca entre los dientes del caballo en una montura.
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El sonido llegó primero: el suave silbido en el aire; luego, el golpe, el látigo contra la carne una fracción de segundo antes de que el dolor lo desgarrara. Damen se sacudió contra las restricciones cuando el látigo golpeó sus hombros, borrando en ese instante cualquier otro pensamiento. El estallido brillante del dolor apenas le dio un segundo de alivio antes de que el segundo latigazo lo golpeara con fuerza brutal. El ritmo era despiadadamente eficiente. Una y otra vez el látigo cayó sobre la espalda de Damen, variando solamente el lugar donde aterrizaba. Sin embargo, esa pequeña diferencia llegó a tener una importancia crítica, su mente se aferraba a la esperanza de un poco menos de dolor, mientras sus músculos se tensaban y su respiración se volvía irregular. Damen se encontró reaccionando no solo al dolor sino al ritmo de ello, a la morbosa anticipación del golpe, al intento de armarse contra él, mientras el látigo caía una y otra vez en los mismos verdugones y marcas hasta alcanzar un punto preciso donde ya no hubo más voluntad posible. Presionó su frente contra la madera del poste y… solo lo recibió. Su cuerpo se estremeció contra la cruz. Todos los nervios y tendones tensos, el dolor estaba extendiéndose por su espalda y consumiendo todo su cuerpo e invadiendo su mente, hasta que quedó sin impedimentos o tabiques donde guarecerse contra él. Se olvidó de dónde estaba, y quién lo estaba mirando. Era incapaz de pensar o sentir cualquier cosa que no fuera su propio dolor. Finalmente, los golpes cesaron.
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A Damen le tomó un tiempo darse cuenta de ello. Alguien estaba desatando la mordaza y liberando su boca. Después de eso, fue recuperando la conciencia de sí mismo gradualmente; notó que su pecho subía y bajaba, y que su cabello estaba empapado. Desbloqueó sus músculos y probó su espalda. La oleada de dolor que lo invadió lo convenció de que era mucho mejor permanecer quieto. Supuso que si sus muñecas fueran liberadas de las restricciones, no podría evitar derrumbarse sobre sus manos y rodillas delante de Laurent. Luchó contra la debilidad que lo llevó a tener esa idea. «Laurent». Su retornada conciencia de la existencia de Laurent llegó en el mismo momento en que percibió su presencia delante de él; en ese momento estaba de pie a un solo paso de distancia respecto a la cruz, con la cara despejada de cualquier expresión. Damen recordó a Jokaste presionando sus dedos fríos contra su magullada mejilla. —Debería haber hecho esto el día que llegaste —comentó Laurent—. Es exactamente lo que te mereces. —¿Por qué no lo hicisteis? —preguntó Damen. Un poco bruscamente, las palabras simplemente le salieron. No quedaba nada que las mantuviera bajo control. Se sintió tosco, como si una capa exterior de protección hubiera sido quitada; el problema era que lo que se había expuesto no era debilidad, sino un núcleo de hierro—. Sois de sangre fría y sin honor. ¿Qué detendría a alguien como Vos? —Era lo más equivocado que pudo decir.
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—No estoy seguro —dijo Laurent, con voz indolente—. Tenía curiosidad por saber qué clase de hombre eras. Veo que nos hemos detenido demasiado pronto. Uno más. Damen trató de prepararse a sí mismo para otro golpe, y algo en su mente se rompió cuando no vino inmediatamente. —Alteza, no estoy seguro de que vaya a sobrevivir a otra ronda. —Creo que lo hará. ¿Por qué no hacemos una apuesta? —Laurent volvió a hablar con voz fría y plana—. Una moneda de oro dice que vive. Si quieres ganarla, tendrás que esforzarte. Perdido en el dolor, Damen no habría podido decir por cuánto tiempo el hombre se esforzó, solo que lo hizo. Cuando todo terminó, estaba más allá de la impertinencia. La oscuridad amenazaba con ganar su visión y le tomó todo lo que tenía mantenerse. Pasó un tiempo antes de que se diera cuenta de que Laurent había hablado y aun así, por mucho tiempo, la voz sin emoción no se conectó a nada. —Yo estaba en el campo en Marlas —dijo Laurent. Cuando las palabras penetraron, Damen sintió como el mundo se reorganizaba en torno a él. —No me dejaron acercarme al frente. Nunca tuve la oportunidad de enfrentarme a él. Solía imaginar lo que le diría si lo hacía. Lo que haría. ¿Cómo se atreve alguno de vosotros a hablar de honor? Conozco a tu gente. Un vereciano que trata honorablemente a un akielense será destruido con su propia espada. Es tu compatriota quien me enseñó eso. Puedes agradecerle la lección.
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—¿Agradecerle a quién? —Damen empujó las palabras fuera, de alguna manera, más allá del dolor; sin embargo, conocía la respuesta. Él ya la conocía. —Damianos, el príncipe muerto de Akielos —dijo Laurent—. El hombre que mató a mi hermano.
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CAPÍTULO CUATRO
—¡Ay! —exclamó Damen, con los dientes apretados. —No te muevas —replicó el médico. —Eres un torpe y diminuto patán —dijo Damen, en su propio idioma. —Y quédate quieto. Este es un ungüento medicinal —explicó el especialista. A Damen no le gustaban los médicos de palacio. Durante las últimas semanas de la enfermedad de su padre, el cuarto del enfermo había estado atestado de ellos. Habían gritado, murmurado pronunciamientos, arrojado huesos adivinatorios al aire, y administrado varios remedios, pero su padre solo había enfermado más. Sentía algo muy distinto respecto a los cirujanos de campo, individuos pragmáticos33 que habían trabajado incansablemente para el ejército en campaña. El cirujano que le había atendido en Marlas había suturado su hombro con un mínimo de esfuerzo, limitando sus objeciones a un ceño fruncido cuando Damen volvió a subirse a un caballo cinco minutos después.
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Antiguamente, médico y cirujano no eran lo mismo. El médico era un estudioso teórico (casi un filósofo), la medicina en sí no era una ciencia práctica por lo que trataban poco con pacientes. La gente común acudía a los cirujanos. Estos se entrenaban en la práctica y atendían todo lo que tenía que ver con heridas traumáticas (fracturas, suturas, amputaciones, extracciones de muelas, etc.). La cirugía no era una ocupación muy prestigiosa.
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Los médicos verecianos no eran de esa especie. Por el contrario, eran de «advertencias de no moverse», de múltiples prescripciones y de cambiar gasas continuamente. Este médico llevaba una bata que le llegaba hasta el suelo, y un sombrero con forma de una barra de pan. El ungüento no estaba ofreciendo absolutamente ningún alivio a su espalda, que Damen pudiera percibir, aunque olía agradablemente a canela. Pasaron tres días desde el azotamiento. Damen no recordaba claramente el ser retirado del poste de flagelación y el retorno a su habitación. Las borrosas impresiones que tenía del traslado le confirmaron que había hecho el trayecto en vertical. En su mayor parte. Recordaba estar apoyado sobre dos de los guardias, aquí, en esta sala, mientras Radel miraba su espalda con horror. —El príncipe realmente... hizo esto. —¿Quién más? —dijo Damen. Radel dio un paso adelante y abofeteó a Damen; fue un golpe duro, sumado a que el hombre llevaba tres anillos en cada dedo. —¿Qué le has hecho? —exigió Radel. Esa pregunta le causó gracia a Damen. Debió de haberse reflejado en su cara, porque una segunda bofetada más dura siguió a la primera. El estímulo despejó momentáneamente la oscuridad que invadía su visión; Damen había llevado aquello muy lejos aferrándose a su conciencia y sosteniéndola. Desmayarse no era algo que le hubiera ocurrido alguna vez, pero era un día de “primeras veces”, y no quería correr riesgos.
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—No dejéis que se muera todavía —Fue lo último que Laurent había dicho. La palabra del príncipe era ley. Y así, por el módico precio de la piel de su espalda, obtuvo una serie de concesiones en su encarcelamiento, incluida la dudosa gratificación de los picotazos regulares del médico. Una cama sustituyó a los cojines en el suelo, para que pudiera descansar cómodamente sobre su estómago (con el fin de proteger su espalda). También se le dieron mantas y varias envolturas de seda de colores, aunque solamente podía usarlas para cubrir la mitad inferior de su cuerpo (con el fin de proteger su espalda). La cadena no fue quitada, pero en lugar de engancharla a su cuello, la sujetaron a un brazalete de oro en su muñeca (con el fin de proteger su espalda). Tal preocupación por su espalda le parecía divertida. Era bañado con frecuencia, su piel era suavemente limpiada con esponja y agua extraída de una tinaja. Posteriormente, los sirvientes disponían del líquido, que el primer día se había teñido de color rojo. Increíblemente, el mayor cambio no se dio en el mobiliario y las rutinas, sino en la actitud de los sirvientes y los soldados que lo custodiaban. Damen hubiese esperado que reaccionaran como Radel, con rencor e indignación. En cambio, generó simpatía entre la servidumbre. Y aún más inesperadamente, entre los guardias suscitó camaradería. Si la victoria en la arena lo había catalogado como un igual en la lucha, el ser molido bajo el látigo del Príncipe, al parecer, lo convirtió en miembro de la fraternidad. Incluso el guardia más alto, Orlant, que había amenazado a Damen después de la pelea en la palestra, parecía un poco más blando
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con él. Después de inspeccionar la espalda de Damen, este había proclamado al Príncipe, no sin cierto orgullo, una perfecta “puta de hierro”, mientras palmeaba alegremente su hombro, volviéndolo momentáneamente pálido. A su vez, Damen tuvo cuidado de no hacer ninguna pregunta que provocara sospechas hacia su persona. En lugar de eso, se embarcó en un animoso intercambio cultural. «¿Era cierto que en Akielos cegaban a los que veían el harén del Rey?, “No, no lo era”. ¿Era cierto que las akielenses iban con el pecho desnudo en verano?, “Sí, lo era”. ¿Y los combates de lucha libre, se libraban desnudos?, “Sí”. ¿Y los esclavos, también estaban desnudos?, “Sí”. Akielos podía tener un rey bastardo y una reina puta, pero sonaba como el paraíso para Orlant. Risas». Un rey bastardo y una reina puta; la cruel sentencia de Laurent se había, como Damen descubrió, popularizado. Había abierto la mandíbula, pero lo dejó pasar. La seguridad se fue relajando gradualmente y ahora conocía una manera de salir del palacio. Intentó, con imparcialidad, considerar aquello como un intercambio equitativo por la flagelación (dos flagelaciones, su espalda le recordó con ternura). Ignoró a su espalda. Se concentraba en cualquier otra cosa. Los hombres que lo custodiaban eran de la Guardia del Príncipe, y no tenían ninguna afiliación con el Regente en absoluto. Fue una sorpresa para Damen la lealtad que profesaban a su Príncipe, y cuán diligentes eran
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en servirlo, sin manifestar los rencores o quejas que podría haber esperado teniendo en cuenta la personalidad perversa de Laurent. La enemistad de este con su tío la admitían sin reservas; existía la misma profunda división y rivalidad entre la Guardia del Príncipe y la Guardia del Regente, aparentemente. Tenía que ser la fisonomía de Laurent la que inspiraba esa lealtad por parte de sus hombres, y no el propio Laurent. Lo más cerca que los hombres estuvieron de faltarle el respeto fue hacer una serie de comentarios obscenos sobre su apariencia. Su devoción, al parecer, no impedía que las fantasías de follar al Príncipe adquirieran proporciones épicas. “¿Era cierto”, preguntó Jord, “que en Akielos la nobleza masculina mantenía esclavas, y las damas follaban a los hombres?” —¿No lo hacen en Vere? —Damen recordó que, en el anfiteatro y fuera de él, había visto solo parejas del mismo sexo. Lo que conocía de la cultura vereciana no se extendía a las prácticas de la intimidad—. ¿Por qué no? —Nadie de alta cuna sembraría la abominación de la bastardía — dijo Jord de manera casual. Las mascotas hembras eran mantenidas por las señoras, las mascotas masculinas eran mantenidas por los señores. —¿Significa que hombres y mujeres… nunca…? Nunca. No entre la nobleza. Bueno, a veces sí había perversos. Era un tabú. Los bastardos eran una desgracia, comentó Jord. Incluso entre la guardia; si te involucrabas con mujeres, debías guardar silencio al
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respecto. Si embarazabas a una y no te casabas con ella, tu carrera estaba terminada. Mejor evitar el problema, seguir el ejemplo de la nobleza y joder a los hombres. Jord prefería a los hombres. ¿No lo hacía Damen? Caminabas sobre terreno conocido con los hombres. Y podías avanzar sin miedo34. Damen se quedó sabiamente en silencio. Su preferencia era para las mujeres; parecía poco aconsejable admitir eso. En las raras ocasiones en que Damen se satisfizo con hombres, lo hizo porque se sintió atraído por ellos como hombres, no porque tuviera alguna razón para evitar a las mujeres, o para sustituirlas por ellos. Los verecianos, pensó Damen, hacían las cosas innecesariamente complicadas para ellos mismos. Aquí y allá, surgía información útil. Las mascotas no estaban vigiladas, lo que explicaba la falta de hombres en el perímetro del harén. Las mascotas iban y venían a su antojo. Damen era una excepción. Eso significaba que, más allá de estos guardias, era poco probable que se encontrara con otros. Una y otra vez, el tema de Laurent surgía. —¿Tú has...? —le preguntó Jord, con una sonrisa extendiéndose poco a poco. —¿Entre la lucha en la arena y la flagelación? —Ironizó Damen con amargura— No. —Dicen que es frígido.
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“you knew what was what, with men. And you could spurt without fear” en el original. Es un juego de palabras que incluye una mención de doble sentido (habla de que el hombre es algo conocido por lo que se puede “ir a chorro” sin miedo)
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Damen lo miró fijamente. —¿Qué? ¿Por qué? —Bueno — indicó Jord—, porque él no… —Lo que quise decir es por qué es tan… —explicó Damen, cortando con firmeza la simplona aclaración de Jord. —¿Por qué es frío como la nieve? —preguntó Jord, encogiéndose de hombros. Damen frunció el ceño y cambió de tema. No estaba interesado en las preferencias de Laurent. Desde la cruz, sus sentimientos hacia él habían madurado desde una malhumorada antipatía hacia algo profundo e implacable. Fue Orlant, finalmente, quien hizo la pregunta obvia. —¿Cómo terminaste aquí? —No fui cuidadoso —dijo Damen— y me hice enemigo del Rey. —¿Kastor? Alguien debe clavársela a ese hijo de puta. Solo un país de escoria bárbara pondría a un bastardo en el trono —opinó Orlant—. Sin ánimo de ofender. —Ninguna ofensa—dijo Damen.
***
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Al séptimo día, el Regente volvió de Chastillon. Lo primero que Damen notó fue que en la habitación entraban guardias que no reconocía. No llevaban la librea del Príncipe. Tenían capas rojas, líneas disciplinadas y rostros desconocidos. Esta llegada provocó una acalorada discusión entre el médico del Príncipe y un hombre nuevo, uno que Damen nunca había visto antes. —Yo no creo que deba moverse —dijo el médico del Príncipe. Con el ceño fruncido bajo la barra de pan—. Las heridas podrían abrirse. —A mí me parecen cerradas —replicó el otro—. Puede ponerse de pie. —Puedo soportarlo —asintió Damen. Demostró una notable suficiencia. Creía saber lo que estaba pasando. Sólo un hombre, además de Laurent, tenía la autoridad para despedir a la Guardia del Príncipe. El Regente entró en la habitación con gran pompa, flanqueado por sus guardias de capa roja y acompañado de sirvientes de librea más dos hombres de alto rango. Despidió a ambos médicos, quienes le hicieron reverencias y desaparecieron. Luego despidió a los criados y a todos los demás, excepto los dos hombres que habían entrado con él. Su consiguiente falta de séquito no le restó poder. Aunque técnicamente solo ocupaba el trono para administrar, se dirigían a él con el título honorífico de "Alteza Real", el mismo de Laurent; se trataba de un hombre de la estatura y la presencia de un rey. Damen se arrodilló. No cometería con el Regente el mismo error que había cometido con Laurent. Recordó que había menospreciado
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recientemente al Regente al superar a Govart en la lucha que Laurent había arreglado. La agitación que sentía hacia el Príncipe emergió brevemente; sobre el suelo, a su lado, se amontonaba la cadena que tenía en la muñeca. Si alguien le hubiera dicho seis meses antes que iba a arrodillarse de buen grado ante la nobleza vereciana, se habría reído en su cara. Damen reconoció a los dos hombres que acompañaban al Regente; eran el consejero Guion y el consejero Audin. Cada uno de ellos llevaba el mismo macizo medallón colgando de una cadena de gruesos eslabones: era el símbolo de su cargo. —Testifica con tus propios ojos —dijo el Regente. —Este es el regalo de Kastor al Príncipe. El esclavo akielense —dijo Audin, con sorpresa. Un momento después, sacó un cuadrado de seda y se lo llevó a la nariz, como para defender su sensibilidad de una afrenta—. ¿Qué le pasó a tu espalda? Eso es bárbaro. «Lo era», pensó Damen; esa fue la primera vez que oyó utilizar la palabra “bárbaro” para describir cualquier otra cosa que no fuera a él mismo o a su país. —Esto es lo que Laurent piensa de nuestras cuidadosas negociaciones con Akielos —dijo el Regente—. Le ordené tratar el regalo de Kastor con respeto. En cambio, ha azotado al esclavo casi hasta la muerte.
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—Sabía que el Príncipe era caprichoso. Nunca pensé que fuera tan destructivo, tan salvaje —expresó Audin con voz sorprendida, ahogada detrás de la seda. —No hay nada salvaje en ello. Esto es un ejemplo de provocación intencional dirigida a Akielos y a mí mismo. A Laurent nada le gustaría más que nuestro tratado con Kastor fracasara. Lo vocifera en público y en privado. —Ya ves, Audin —dijo Guion—. Es como el Regente nos advirtió. —Tal defecto de carácter está profundo en la naturaleza de Laurent. Pensé que lo superaría. En cambio, se vuelve cada vez peor. Algo debe hacerse para disciplinarlo. —Estas acciones no se pueden apoyar —asintió Audin—. ¿Pero qué se puede hacer? No se puede reescribir la naturaleza de un hombre en diez meses. —Laurent desobedeció mi orden. Nadie lo sabe mejor que el esclavo. Tal vez le deberíamos preguntar a él qué se debería hacer con mi sobrino. Damen no imaginó que estuvieran hablando en serio, pero el Regente se adelantó colocándose justo frente a él. —Mira hacia arriba, esclavo —ordenó. Damen miró. Observó nuevamente el pelo oscuro y el aspecto imponente, así como el ligero gesto de desagrado que habitualmente Laurent parecía provocar en su tío. Damen recordó que había ponderado la ausencia de parecido familiar entre Laurent y el Regente, pero ahora
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veía que no era del todo así. Aunque este tenía el pelo oscuro, plateado en las sienes, también tenía ojos azules. —He oído que fuiste un soldado —le dijo el Regente—. Si un hombre desobedece una orden en el ejército akielense, ¿cómo sería castigado? —Sería azotado públicamente y expulsado —respondió Damen. —Una flagelación pública —señaló el Regente, volviéndose hacia los hombres que lo acompañaban—. Eso no es posible. Sin embargo, Laurent ha crecido de manera tan ingobernable en los últimos años que me pregunto qué le ayudaría… Qué pena que los soldados y los príncipes rindan cuentas de manera diferente. —Diez meses antes de su ascensión... ¿es realmente un momento prudente para castigar a vuestro sobrino? —pronunció Audin detrás de la seda. —¿Debo dejarle crecer en estado salvaje, haciendo naufragar tratados, destruyendo vidas? ¿Incitando guerras? Esto es mi culpa. He sido demasiado indulgente. —Tenéis mi apoyo —dijo Guion. Audin asentía lentamente. —El Consejo estará con Vos cuando se enteren de esto. Pero ¿tal vez deberíamos hablar de estos asuntos en otro lugar? Damen observó como los hombres salían. La paz duradera con Akielos obviamente era algo en lo que el Regente estaba trabajando duro
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para lograr. La parte de Damen que no quería arrasar con la cruz, el anfiteatro y el palacio junto con el territorio que los contenía, reconoció a regañadientes que la meta era admirable. El médico regresó haciendo un alboroto innecesario mientras los siervos acudían para ponerlo cómodo, y luego salieron. Finalmente, Damen se quedó solo en su habitación para reflexionar sobre el pasado. La batalla de Marlas de hacía seis años había terminado empatada, fue un éxito muy costoso para Akielos. Una flecha akielense, una afortunada flecha extraviada en el viento, había alcanzado al rey vereciano en la garganta. Y Damen mató al príncipe heredero, Auguste, en combate singular35 en el frente septentrional. La batalla dio un vuelco tras la muerte de Auguste. Las fuerzas verecianas cayeron rápidamente en el caos, la muerte de su Príncipe fue un golpe desalentador increíble. Auguste había sido un líder apreciado, un luchador indomable y emblema del orgullo vereciano: fue quien reunió y reanimó a los hombres después de la muerte del Rey; Damen fue quien tuvo a su cargo el liderazgo en el diezmado flanco septentrional akielense; ese era el punto que había sido desbaratado después de una oleada tras otra de guerreros. —Padre, puedo ganarle —aseguró Damen por lo que, tras la bendición de su padre, se dirigió por detrás de las líneas hacia la pelea de su vida.
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Un “combate singular” es un combate “mano a mano”, “persona a persona”; una pelea de dos por la superioridad.
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Desconocía que el hermano menor estaba en el campo. Seis años antes, Damen había tenido diecinueve. Por lo que Laurent habría tenido… ¿trece, catorce? Había sido joven para luchar en una batalla como Marlas. Había sido demasiado joven para heredar. Y con el Rey Vereciano y el Príncipe Heredero muertos, el hermano del Rey había sido ascendido a Regente; su primer acto de administración había sido llamar a parlamentar, aceptando los términos de la rendición, y cediendo a Akielos las tierras en disputa de Delpha, aquellas que los verecianos llamaban Delfeur. Fue un acto razonable de un hombre razonable; en persona, el Regente parecía igualmente sensato y discreto, aun afligido por un sobrino insufrible. Damen no sabía por qué su mente giraba en torno a la circunstancia de la presencia de Laurent en el campo ese día. No temía ser descubierto. Había sucedido hacía seis años, y Laurent había sido un niño que, según su propia confesión, estaba lejos del frente. Incluso si no hubiera sido así, Marlas había sido un caos. Cualquier atisbo de Damen habría ocurrido a principios de la batalla, y entonces llevaba la armadura completa, incluyendo casco; y si por casualidad hubiera sido visto más tarde, después de perder el escudo y el yelmo, Damen habría estado cubierto de barro y sangre mientras luchaba por su vida al igual que todos los demás. Pero sí lo reconocía: cada hombre y mujer en Vere conocía el nombre de Damianos, el príncipe-asesino. Damen entendía lo peligroso que era que se descubriese su identidad; no había tenido idea de lo cerca que había estado de ser descubierto, y por aquella persona que tenía más
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razones para quererlo muerto. Con mayor razón tenía que escapar de aquel lugar. «Tienes una cicatriz», Laurent había dicho.
***
—¿Qué le dijiste al Regente? —exigió Radel. La última vez que Radel lo había mirado de esa manera, había alzado la mano y golpeado duro a Damen— Ya me has oído. ¿Qué le has dicho sobre la flagelación? —¿Qué debería haberle dicho? —Damen le devolvió la mirada con calma. —Lo que deberías haber hecho —dijo Radel—, es mostrar lealtad a tu Príncipe. En diez meses… —…será el rey —concluyó Damen—. Hasta entonces, ¿no estamos sujetos a las reglas de su tío? Hubo una larga y fría pausa. —Veo que no te has tomado tiempo para aprender a labrar tu camino aquí —dijo Radel. —¿Qué ha sucedido? —Has sido convocado a la Corte —le informó—. Espero que puedas caminar.
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Dicho eso, un desfile de criados entró en la habitación. Los preparativos que comenzaron eclipsaron a cualesquiera otros que Damen hubiera experimentado, incluyendo aquellos que habían sido realizados antes de la pelea. Fue
lavado,
mimado,
acicalado
y
perfumado.
Evitaron
cuidadosamente la curación de su espalda pero aceitaron todo lo demás, y el ungüento que utilizaron contenía pigmentos dorados, por lo que sus miembros brillaban a la luz de las antorchas como los de una estatua de oro. Un criado se aproximó con tres pequeños cuencos y un delicado pincel; se acercó a la cara de Damen, y contempló los rasgos de su semblante con expresión concentrada y el pincel en suspenso. Los cuencos contenían polvos para el rostro. No había tenido que sufrir la humillación del maquillaje desde Akielos. El sirviente tocó su piel con la punta húmeda del pincel, un tono dorado para la línea de los ojos; Damen sintió el frío espesor en sus pestañas, mejillas y labios. Esta vez Radel no dijo “sin joyería”, por lo que cuatro plateados cofres esmaltados fueron traídos a la habitación y abiertos. De entre el reluciente contenido, el supervisor seleccionó varias piezas. Primero, una serie de finas cuerdas, casi invisibles, de las cuales colgaban pequeños rubíes espaciados a intervalos, que fueron entretejidas en el cabello de Damen. Luego, oro para su frente y su cintura. Más tarde, una correa para el cuello. La correa, hecha del mismo material, tenía una fina cadena la cual terminaba en una varilla de oro para el supervisor; la vara tenía tallada en un extremo un gato que sostenía una piedra granate en su boca. Muchas más cosas como aquellas e iba a tintinear cuando caminara.
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Pero hubo algo más. Una pieza final; otra cadena de fino oro ensamblada entre dos dispositivos del mismo material. Damen no reconoció lo que era hasta que un sirviente se adelantó y colocó las pinzas para pezones en su lugar. Se apartó demasiado tarde; además, solo hizo falta un golpe en su espalda para enviarle de rodillas. A medida que su pecho subía y bajaba, la pequeña cadena se balanceaba. —La pintura se corrió —dijo Radel a uno de los criados después de examinar el cuerpo y el rostro de Damen—. Ahí. Y allí. Vuelve a aplicarla. —Pensé que al Príncipe no le gustaba la pintura —dijo Damen. —Y no le gusta. —respondió Radel.
***
Era costumbre de la nobleza vereciana vestir con discreta pompa, diferenciándose del brillo chillón de las mascotas, a las que colmaban de las mayores exhibiciones de riqueza. Significaba que Damen, fundido en oro y escoltado con una correa a través de las puertas dobles, no podría ser confundido con otra cosa que no fuera lo que era. Resaltaba en el recinto repleto de gente. Lo mismo ocurría con Laurent. Su brillante cabeza era instantáneamente reconocible. La mirada de Damen se fijó en él. A
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izquierda y derecha, los cortesanos se hundían en el silencio y daban un paso atrás, despejando el camino hacia el trono. Una alfombra roja bordada con escenas de caza, manzanos y un borde de acanto36, se extendía desde las puertas dobles hasta la tarima. Las paredes estaban cubiertas de tapices, donde predominaba el mismo rojo intenso. El trono estaba envuelto en el mismo color. Rojo, rojo, rojo. Laurent desentonaba. Damen
sintió
que
sus
pensamientos
se
dispersaban.
La
concentración era lo que lo mantenía erguido. Su espalda latía y dolía. Se obligó a desviar la mirada de Laurent, y la volvió al maestro de ceremonias de cualquiera que fuera el espectáculo público que estaba a punto de desarrollarse. Al final de la larga alfombra, el Regente estaba sentado en el trono. Bajo su mano izquierda, descansando sobre su rodilla, estaba el cetro de oro del cargo. A sus espaldas, vestido con gran pompa, estaba el Consejo Vereciano. El Consejo era la base del poder en Vere. En los días del rey Aleron, su papel había sido solo el de asesorar en asuntos de Estado. Pero ahora, el Regente y el Consejo conservaban la administración de la Nación hasta la ascensión de Laurent. Compuesto por cinco hombres y ninguna mujer, el Consejo conformaba un formidable telón de fondo en el estrado. Damen reconoció a Audin y a Guion. Por su avanzada edad, dedujo que un tercer hombre debía ser el consejero Herode. En consecuencia, los otros dos debían ser Jeurre y Chelaut, aunque no sabía cuál era cuál. Los cinco llevaban medallones colgando de sus cuellos, señal de su cargo. 36
Planta ornamental de hojas parecidas a plumas que suele usarse en decoración.
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En el estrado, de pie ligeramente detrás del trono, distinguió también al muchacho mascota del consejero Audin decorado aún más llamativamente que Damen. La única razón por la que el akielense lo superaba en cantidad de oro era porque, al ser varias veces el tamaño del pequeño, tenía mucha más piel disponible para usar como lienzo. Un heraldo declamó el nombre de Laurent, y todos sus títulos. Caminando hacia adelante, Laurent se unió a Damen y su supervisor al acercarse. El esclavo bajó la vista hacia la alfombra poniendo a prueba su resistencia. No era solo la presencia del Heredero. La deferente serie de postraciones ante el trono parecía especialmente diseñada para arruinar el resultado de una semana de curación. Finalmente, les tocó. Damen se arrodilló y Laurent dobló la rodilla en la proporción adecuada. Damen oyó varios comentarios murmurados sobre su espalda por parte de los cortesanos que llenaban el recinto. Supuso que el contraste con la pintura dorada la hacía ver más horrible. Esa, comprendió de repente, era la intención. El Regente quería disciplinar a su sobrino y, con el Consejo tras él, había decidido hacerlo en público. «Una flagelación pública», Damen había dicho. —Tío —dijo Laurent. Al enderezarse, la apariencia de Laurent era relajada y su expresión, tranquila, pero había algo sutil en la disposición de sus hombros que
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Damen reconoció. Era la actitud de un hombre preparándose para una batalla. —Sobrino —dijo el Regente—. Creo que puedes adivinar por qué estamos aquí. —Un esclavo puso sus manos sobre mí y le he azotado por ello — explicó con calma. —Dos veces —dijo el Regente—. En contra de mis órdenes. La segunda de ellas, a pesar de la advertencia de que podría matarlo. Casi lo hizo. —Él está vivo. La advertencia era infundada —Una vez más, con calma. —Estabas también en conocimiento de mi orden: en mi ausencia, el esclavo no debía ser tocado —le recordó el Regente—. Busca en tu memoria. Encontrarás que la advertencia era adecuada. Sin embargo, la ignoraste. —No creo que tenga importancia. Sé que no sois tan servil hacia Akielos como para dejar que las acciones del esclavo queden impunes solo por ser un regalo de Kastor. La compostura de sus ojos azules era impecable. El Príncipe, pensó Damen con desprecio, era bueno en la oratoria. Se preguntó si el Regente se estaba arrepintiendo de hacer esto en público. Pero este no se veía perturbado, ni siquiera sorprendido. Bueno, él estaría acostumbrado a tratar con Laurent.
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—Se me ocurren varias razones por las cuales no deberías golpear el regalo de un Rey casi hasta la muerte inmediatamente después de la firma de un tratado. Al menos, no deberías haberlo hecho porque yo lo prohibí. Afirmas haber administrado un castigo justo. Pero la verdad es diferente. El Regente señaló y un hombre dio un paso al frente. —El Príncipe me ofreció una moneda de oro si podía azotar al esclavo hasta la muerte. En ese momento, la manifiesta simpatía se apartó de Laurent. Este, al darse cuenta, abrió la boca para hablar, pero el Regente lo interrumpió. —No. Has tenido la oportunidad de pedir disculpas, o de dar una explicación razonable. En cambio, elegiste mostrar impenitente arrogancia. Todavía no tienes el derecho de escupir en la cara a los reyes. A tu edad, tu hermano estaba conduciendo ejércitos y trayendo gloria a su país. ¿Qué has logrado tú en el mismo tiempo? Cuando eludiste tus responsabilidades en la Corte, miré hacia otro lado. Cuando te negaste a cumplir con tu deber en la frontera de Delfeur, te permití hacerlo a tu manera. Pero esta vez tu desobediencia ha amenazado un acuerdo entre naciones. El Consejo y yo nos hemos reunido y hemos acordado cómo debemos actuar. El Regente habló con voz poderosa, incuestionable, audible en todos los rincones de la sala. —Tus tierras de Varenne y Marche son confiscadas, junto con todas las tropas y el dinero que las acompañan. Conservarás solo Acquitart. Durante los próximos diez meses, percibirás tus ingresos reducidos y tu
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séquito disminuido. Tendrás que pedirme a mí directamente para tus gastos. Agradece que conserves Acquitart, y que no hayamos llevado este decreto más lejos. La dureza de las sanciones hizo que la conmoción se propagara por toda la asamblea. Había indignación en algunos rostros. Pero en muchos otros residía un poco de satisfacción silenciosa, y la turbación era menor. En ese momento fue obvio qué cortesanos componían la facción del Regente, y cuáles la de Laurent. Y que la de este último era más pequeña. —¿Estar agradecido porque conservo Acquitart —preguntó Laurent— que por ley no os podéis llevar y que además no tiene tropas que la acompañen y ninguna importancia estratégica? —¿Crees que me agrada disciplinar a mi propio sobrino? Ningún tío actúa con un corazón tan agobiado. Asume tus responsabilidades, cabalga a Delfeur, demuéstrame que tienes por lo menos una gota de la sangre de tu hermano y con alegría restauraré todo. —Creo que hay un viejo guardián en Acquitart. ¿Debo viajar a la frontera con él? Podríamos compartir armadura. —No seas sarcástico. Si accedes a cumplir con tu deber no te faltarán hombres. —¿Por qué iba yo a perder mi tiempo en la frontera cuando os meneáis al capricho de Kastor? Por primera vez, el Regente pareció enojado. —Dices que esto es una cuestión de orgullo nacional, pero no estás dispuesto a mover un dedo para servir a tu país. La verdad es que actúas
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con malicia, y ahora estás dolido por el castigo. Esto está en tu propia cabeza. Abraza al esclavo a modo de disculpa, y todo termina. «¿Abrazar al esclavo?» La anticipación entre los cortesanos reunidos se dejaba sentir. Damen fue urgido a alzarse sobre sus pies por su supervisor. Como esperaba que Laurent se resistiera a la orden de su tío, se sorprendió cuando, después de una larga mirada a su tío, se acercó, con suave gracia obediente. Metió un dedo en la cadena que se extendía por el pecho de Damen y lo atrajo frente a él. Damen, sintiendo el tirón sostenido en los dos puntos, se acercó como se le pidió. Con fría indiferencia, los dedos de Laurent juntaron los rubíes, inclinándole la cabeza hacia abajo lo suficiente para darle un beso en la mejilla. El beso fue insustancial: ni una sola mota de pintura de oro se adhirió a los labios de Laurent en el proceso. —Pareces una puta. —Las suaves palabras, inaudibles para los demás, apenas agitaron el aire junto al oído de Damen. Laurent murmuró—: Sucia puta pintada. ¿Te abriste para mi tío como lo hiciste para Kastor? Damen retrocedió violentamente y la pintura de oro se corrió. Miraba a Laurent a dos pasos de distancia, con asco. El Príncipe alzó el dorso de su mano a la mejilla, ahora manchada de oro, luego se volvió hacia el Regente con una mirada de inocencia ofendida. —Sed testigo Vos mismo de la conducta del esclavo. Tío, me habéis juzgado cruelmente. El castigo del esclavo en la cruz fue merecido: podéis
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ver por Vos mismo lo arrogante y rebelde que es. ¿Por qué sancionáis a vuestra propia sangre, cuando la culpa descansa en el de Akielos? Jugada y contra-jugada. Ese era el riesgo de hacer algo como esto públicamente. Y, en efecto, hubo otro despreciable cambio en la simpatía dentro de la asamblea. —Dices que el esclavo era culpable y mereció el castigo. Muy bien. Lo ha recibido. Ahora recibe el tuyo. Aún estás sujeto a la regla del Regente y al Consejo. Acéptalo con gracia. Laurent bajó sus ojos azules, martirizándose. —Sí, tío. Era diabólico. Tal vez esa era la explicación sobre cómo ganó la lealtad de la Guardia del Príncipe; simplemente los tenía comiendo de la palma de su mano37. En el estrado, el anciano consejero Herode frunció el ceño un poco, mirando a Laurent por primera vez con preocupada simpatía. El Regente dio por terminado el procedimiento, se levantó y se retiró; tal vez algún entretenimiento lo esperaba. Los consejeros se fueron con él. La simetría de la cámara se rompió cuando los cortesanos abandonaron sus puestos a ambos lados de la alfombra y se mezclaron más libremente. —Puedes entregarme la correa —dijo una voz agradable, muy cerca.
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“simply wrapped them around his finger” (“los tenía envueltos en su dedo”). Como esta metáfora no es muy usada en español, se la reemplaza por otra de similares características y significado.
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Damen vio un par de diáfanos ojos azules. A su lado, el supervisor dudó. —¿Por qué te detienes? —Laurent le tendió la mano y sonrió—. El esclavo y yo nos hemos abrazado y estamos jubilosamente reconciliados. El supervisor le pasó la correa. Laurent inmediatamente la tensó. —Ven conmigo —ordenó Laurent.
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CAPÍTULO CINCO
Había sido demasiado ambicioso por parte de Laurent el pensar que podría librarse, sencilla y discretamente, de un encuentro con la Corte cuando su propia censura era el meollo de la cuestión. Damen, sujeto al extremo de la correa, observaba cómo el avance de Laurent era detenido una y otra vez por aquellos que deseaban compadecerse. Había una multitud de seda, batista38, y adulación. Para el esclavo, aquello no era un alivio, solo una demora. Percibía en todo momento la tracción de Laurent en la correa, como una promesa. Sentía una tensión que no era miedo. En otras circunstancias, sin guardias o testigos, él podría haber gozado de la oportunidad de estar a solas en una habitación con Laurent. El Príncipe Heredero era verdaderamente bueno con la palabra. Aceptó las condolencias con gracia. Sostuvo su postura racionalmente. Detuvo el flujo de la conversación cuando se hizo peligrosamente acusador hacia su tío. No dijo nada que pudiera ser tomado como un abierto desaire al Regente. Sin embargo, a nadie que hablara con él le quedaría ninguna duda de que su tío se había comportado, en el mejor de los casos, de manera errónea, y en el peor, de forma desleal. Pero incluso para Damen, que no poseía un gran conocimiento sobre los manejos políticos de aquella Corte, había sido significativo que
38
Tipo de lienzo fino muy delgado.
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los cinco consejeros hubieran acompañado al Regente. Era una señal de poder comparativo: tenía el apoyo total del Consejo. A la facción de Laurent, abandonada allí, mientras se quejaba, en la sala de audiencias, no le agradó. No tenía que gustarles. No podían hacer nada al respecto. Aquel era, en consecuencia, el momento de que Laurent apuntalara el apoyo recibido de la mejor manera posible, y no de desaparecer en algún lugar para un “tête-à-tête”39 privado con su esclavo. Y, sin embargo, a pesar de todo, salió de la sala de audiencias atravesando una serie de patios interiores lo suficientemente amplios como para contener árboles, parterres geométricos, fuentes y senderos serpenteantes. Al otro lado del jardín, podían verse los destellos del agasajo que continuaba; los árboles se movían y las luces de la gala parpadeaban, brillantes. No estaban solos. Por detrás, a una discreta distancia, los seguían los dos guardias que protegían al Príncipe. Como siempre. Ni siquiera el propio jardín estaba vacío. Ocasionalmente, pasaban parejas vagando por los senderos; en una ocasión, Damen vio a un cortesano con una mascota, enroscándose el uno contra el otro sobre un banco, en un sensual beso. Laurent lo llevó hasta una glorieta enrejada con enredaderas. A un lado había una fuente y un largo estanque con lirios enmarañados. Ató la correa al metal de la glorieta, como si enlazara la correa de un caballo a un poste. Tuvo que estar muy cerca de Damen para hacerlo, pero no dio ninguna señal de estar inquieto por la proximidad. La atadura no era más que una humillación. Al no ser un animal estúpido, el esclavo era 39
SIC. Expresión francesa que se refiere a entrevistarse a solas con otra persona. Como es una expresión de uso internacional, se deja el original.
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perfectamente capaz de desatarla. Lo que lo mantenía en su lugar no era la fina cadena de oro hábilmente colocada alrededor de la correa, era el guardia uniformado, y la presencia de la mitad de la Corte, además de un gran número de hombres, entre él y la libertad. Laurent se alejó unos pasos. Damen lo vio llevar la mano a la parte posterior de su cuello, como para liberar la tensión. Durante un momento, no hizo nada más que quedarse de pie, quieto y respirando el aire fresco perfumado con las flores nocturnas. Por primera vez, Damen tuvo el pensamiento de que Laurent podría tener sus propias razones para desear escapar del ojo de la Corte. La tensión se elevó, emergiendo, cuando Laurent se volvió hacia él. —No tienes un muy buen sentido de la autopreservación, ¿verdad, “pequeña mascota”? Lamentarte con mi tío fue un error —dijo Laurent. —¿Debido a que habéis conseguido una bofetada? —replicó Damen. —Debido a que vas a enfurecer a todos esos guardias con los que te has molestado en cultivar amistad —respondió Laurent—. Tienden a rechazar a los sirvientes que ponen el interés propio por encima de la lealtad. Al esperarse un asalto directo, lo tomó desprevenido el que vino de soslayo, desde un costado. Apretó la mandíbula y dejó que su mirada examinara de arriba a abajo la figura de Laurent.
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—No podéis tocar a vuestro tío, por lo que lo atacáis dónde os sea posible. No os tengo miedo. Si vais a perpetrar algo contra mi persona, hacedlo. —“Pobre animal perdido” —soltó Laurent—. ¿Qué te hizo pensar que vine aquí por ti? Damen parpadeó. —Pues, por otra parte —continuó— tal vez te necesite para una cosa. —Enrolló la fina cadena una vez alrededor de sus muñecas, y luego, con un tirón brusco, la rompió. Los dos extremos se deslizaron fuera de sus manos y cayeron, colgando. Laurent dio un paso hacia atrás. Damen miró la cadena rota con confusión. —Alteza. —Se escuchó una voz. Laurent dijo: —Consejero Herode. —Gracias por acceder a reuniros conmigo —comenzó Herode. Entonces vio a Damen y vaciló—. Perdón. Yo... supuse que vendríais solo. —¿Perdonaros? —dijo Laurent. El silencio se elevó en torno a las palabras del Sucesor. En él, su significado cambió. Herode comenzó: —Yo… —Luego observó a Damen, y su expresión manifestó alarma—. ¿Es esto seguro? Ha roto su correa. ¡Guardias!
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Se oyó el ruido estridente de una espada saliendo de una vaina. Dos espadas. Los guardias se abrieron paso por la glorieta y se interpusieron entre Damen y Herode. Por supuesto. —Lo habéis dejado claro —concluyó Herode, con un ojo cauteloso sobre Damen—. No había visto el lado rebelde de vuestro esclavo. Parecía tenerlo bajo control en la arena. Y los esclavos obsequiados a vuestro tío son tan obedientes. Si asistierais a los espectáculos más tarde, lo veríais por Vos mismo. —Los he visto —cortó Laurent. Hubo un poco más de silencio. —¿Sabéis lo cercano que era a vuestro padre? —dijo Herode— Desde su muerte, he brindado una lealtad inquebrantable a vuestro tío. Me preocupa que en este caso pueda haberme llevado a cometer un error… —Si estáis preocupado de que dentro de diez meses siga recordando los agravios cometidos contra mí —dijo Laurent—, no hay necesidad de tal inquietud. Estoy seguro de que me podréis convencer de que habéis obrado fruto de una real confusión. Herode indicó: —Tal vez podamos dar una vuelta por el jardín. El esclavo puede aprovechar la silla y descansar de sus heridas. —Qué considerado de vuestra parte, consejero —musitó Laurent. Se volvió a Damen, añadiendo con dulce voz—: Tu espalda debe dolerte terriblemente. —Está bien —soltó Damen
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—Arrodíllate en el suelo, entonces —dijo Laurent. Un fuerte apretón en su hombro lo obligó a bajar; tan pronto como las rodillas de Damen chocaron contra el suelo, una espada fue apoyada en su garganta para disuadirlo de levantarse. Herode y Laurent desaparecieron juntos, solo una pareja más, vagando por los senderos de los jardines perfumados. El jolgorio del otro lado comenzó a extenderse hacia el jardín y, de manera constante, sus ocupantes fueron aumentando; se colgaron linternas, y los sirvientes comenzaron a deambular con refrescos. El lugar donde Damen estaba arrodillado quedaba convenientemente fuera del camino, pero de vez en cuando, los cortesanos pasaban, y murmuraban sobre él: «Mira, ahí está el esclavo bárbaro del Príncipe». La frustración se encrespaba sobre él como un latigazo. Fue nuevamente atado. El guardia era menos indiferente a restringirlo que Laurent. Estaba encadenado a la glorieta de metal por el cuello, y esta vez se trataba de una cadena real, no de algo que pudiera romperse. «Pequeña mascota», pensó Damen con asco. Del intercambio tenso de Herode con Laurent, tomó la única pieza sobresaliente de información. En algún lugar en el interior, no muy lejos de ahí, estaban los otros esclavos akielenses. La preocupación de Damen volvió a ellos. El desvelo por su bienestar
persistió,
pero
su
proximidad
planteaba
preguntas
perturbadoras. ¿Cuál era el origen de esos esclavos? ¿Eran esclavos de palacio, entrenados por Adrastus y traídos al igual que Damen,
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directamente de la capital? Mantenido en confinamiento solitario a bordo del barco, Damen aún no había visto a los otros esclavos, ni ellos lo habían visto a él. Pero si eran esclavos de palacio, escogidos entre lo mejor de aquellos que servían a la realeza en Akielos, existía la posibilidad de que pudieran reconocerle. En el tranquilo desenvolvimiento del patio, oyó el suave tintinear de pequeñas campanillas. Encadenado en un sector oscuro del jardín, apartado de las diversiones cortesanas, fue pura mala suerte que uno de los esclavos fuera acarreado hasta él. Estaba en el extremo de una correa, conducido por una mascota vereciana. El esclavo llevaba puesta una versión más humilde del collar dorado de Damen y puños en las muñecas. La mascota era la fuente de las campanillas. Tenía un cascabel en su garganta, como un gato. Llevaba puesta una gran cantidad de pintura. Y le resultaba conocido. Era la mascota del consejero Audin, el niño. Damen tristemente supuso que para aquellos sensibles a los niños pequeños, esa mascota probablemente tendría encanto en abundancia. Debajo de la pátina, tenía la magnífica piel clara de un niño. Si tales rasgos los poseyera una niña de la misma edad, estos serían garantía, en seis años más, de una jovencita increíblemente bella. Una aprendida gracia disfrazó, en su mayor parte, las limitadas extremidades de un niño de baja estatura. Como Damen, tenía piedras preciosas tejidas en el cabello, aunque en su caso fueran pequeñas perlas brillando como estrellas entre una confusión de rizos castaños. Su característica más bella era un par de
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increíbles ojos azules, incomparable a cualquier otro que Damen hubiera visto en su vida, a excepción de aquellos que habían estado mirándolo recientemente. Los hermosos labios del muchacho formaron el gesto de un beso, y escupió, directamente al rostro de Damen. —Mi nombre es Nicaise —dijo—. No eres lo suficientemente importante como para rechazarme. A tu amo le quitaron todas sus tierras y dinero. Incluso si no lo hubieran hecho, eres un esclavo. El Regente me mandó a buscar al Príncipe. ¿Dónde está? —Volvió a la sala de audiencias —dijo Damen. Decir que Nicaise lo tomó por sorpresa era poco. La mentira solo le salió. Nicaise lo miró fijamente. Luego tiró brutalmente de la correa del esclavo. Este se dobló hacia adelante y casi perdió el equilibrio, como un potrillo con las piernas demasiado largas. —No voy a arrastrarte detrás de mí toda la noche. Espérame aquí. Nicaise tiró la correa del esclavo al suelo y se volvió sobre sus talones, las campanillas resonando. Damen se llevó la mano a la cara mojada. Inmediatamente, el esclavo se puso de rodillas a su lado, y poniéndole suavemente una mano sobre su muñeca, lo instó a bajarla. —Por favor, permitidme. Se correrá la pintura. El joven lo miraba fijamente. Damen no vio ningún indicio de reconocimiento en su rostro. El esclavo simplemente levantó el dobladillo de su túnica y lo usó para secar suavemente la mejilla pintada.
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Damen se relajó. Pensó, con un poco de tristeza, que probablemente era arrogante de su parte haber asumido que el esclavo lo reconocería. Supuso que no se parecía en nada a un príncipe, con aquellos grilletes y la pintura dorada; encadenado a una glorieta en medio de un jardín vereciano. Por otro lado, estaba bastante seguro de que este esclavo no era del palacio de Akielos; si no, habría reparado en él. El color de los ojos del joven era llamativo. Su piel era hermosa y el cabello rizado castaño claro estaba matizado de oro. Era exactamente el tipo que Damen habría metido debajo de sus sábanas y pasado un muy agradable par de horas disfrutando. Los delicados dedos del esclavo tocaron su cara. Damen sintió un atisbo de oscura culpa por haber enviado a Nicaise a una búsqueda inútil. Pero también estaba contento por este inesperado momento a solas con un esclavo de su patria. —¿Cómo te llamas? —dijo Damen, en voz baja. —Erasmus. —Erasmus, es bueno hablar con otro akielense. Lo decía en serio. El contraste entre este esclavo modesto y encantador, con el rencoroso Nicaise le hizo ansiar la directa simplicidad de casa. Al mismo tiempo, Damen sintió una punzada de preocupación por los esclavos akielenses. La naturaleza dulce de su sumisión apenas los preparaba para la supervivencia en esta Corte. Supuso que Erasmus podría
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tener alrededor de dieciocho o diecinueve años; sin embargo, podía ser devorado vivo por los trece años de Nicaise. Por no hablar de Laurent. —Había un esclavo que mantuvieron drogado y sometido a bordo del barco —mencionó Erasmus tentativamente. Desde el principio, había hablado akielense—. Dijeron que fue entregado al Príncipe. Damen asintió lentamente, respondiendo a la pregunta no formulada. Además de unos alborotados rizos castaño claro, Erasmus tenía el par de ojos color avellana más irremediablemente ingenuos que Damen hubiera visto en su vida. —¡Qué cuadro tan encantador! —exclamó una voz femenina. La columna de Damen se estremeció; Erasmus inmediatamente se postró, presionando su frente contra el suelo. Damen se quedó donde estaba. Encadenado y de rodillas ya era lo suficientemente sumiso. La mujer que había hablado era Vannes. Paseaba por los senderos del jardín con dos nobles. Uno de ellos tenía una mascota con él, un joven pelirrojo que Damen vagamente también reconocía del anfiteatro. —No te detengas por nosotros —dijo el pelirrojo con aspereza. Damen miró de reojo a Erasmus, que no se había movido. Era poco probable que supiera hablar vereciano. Su amo se rió: —Otro minuto o dos y podríamos haberlos atrapado besándose. —Me pregunto si el Príncipe podría ser persuadido para que pusiera a su esclavo a entretener a los demás —dijo Vannes— No es realmente
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frecuente llegar a ver a un macho tan poderoso actuar. Fue una pena sacarlo de la arena antes de que tuviera la oportunidad de montar a alguien. —Estoy seguro de que no me importaría verlo después de lo que hemos presenciado esta noche —añadió el amo del pelirrojo. —Creo que es más emocionante ahora que sabemos que es muy peligroso —comentó la mascota del pelo rojizo. —Es una pena que su espalda esté destrozada, pero el frente es muy agradable —apuntó Vannes—. Ya lo habíamos notado en la arena, por supuesto. En cuanto al peligro... el consejero Guion sugirió que no estaba entrenado como esclavo de placer. Pero el adiestramiento no lo es todo. Podría tener talento natural. Damen permaneció en silencio. Reaccionar ante esos cortesanos sería una locura; el único curso de acción posible era quedarse tranquilo y esperar que se aburrieran y se marcharan; eso era lo que Damen estaba haciendo con determinación, hasta que sucedió aquello que garantizaba el empeoramiento de cualquier situación. —¿Talento natural? —dijo Laurent. Se incorporó a la conversación. Los cortesanos se inclinaron con respeto y Vannes explicó el tema en cuestión. Laurent se volvió hacia el esclavo. —¿Y bien? —dijo Laurent—. ¿Puedes emparejarte adecuadamente o solo sirves para matar?
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Damen evaluó que si tuviera que elegir entre el látigo y una conversación con Laurent, probablemente se quedaría con el primero. —No es muy locuaz —comentó Vannes. —Viene y va —dijo Laurent. —Me encantaría actuar con él. —Era la mascota del pelo rojo. Aparentemente, habló a su amo, pero las palabras fueron audibles. —Ancel, no. Podría hacerte daño. —¿Os gustaría eso? —dijo la mascota, mientras deslizaba los brazos alrededor del cuello de su amo, mirando de reojo a Laurent, justo antes de hacerlo. —No. No lo haría. —Su amo frunció el ceño. Pero era obvio que la pregunta provocadora de Ancel no había sido dirigida a su amo, sino a Laurent. El muchacho andaba detrás de la atención Real. A Damen le asqueaba la idea de que el niño de algún noble se ofreciera a sí mismo a ser herido bajo el supuesto de que actuaría dándole el gusto al Heredero. Entonces evaluó todo lo que conocía de Laurent, y se sintió más enfermo, ya que, seguramente, las suposiciones del chico fueran correctas. —¿Qué pensáis Vos, Alteza? —dijo Ancel. —Creo que tu amo te preferiría intacto —soltó Laurent, secamente. —Podríais atar al esclavo —propuso Ancel.
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Era un testimonio de la pulida habilidad de Ancel, que salió más burlona y seductora que lo que era, el último intento de un trepador por capturar y mantener la atención de un príncipe. Casi no funcionó. Laurent permaneció impasible ante la coquetería de Ancel, incluso parecía aburrido de ella. Había arrojado a Damen a la arena, pero en el ambiente empapado de sexo de las gradas, el pulso de Laurent ni siquiera había parecido vacilar. Había sido singularmente inmune a la carnalidad de lo que el vereciano llamaba “actuación"; el único cortesano sin tener a una empalagosa mascota encima de él. “Dicen que es frígido”, Jord había dicho. —¿Qué tal algo pequeño, mientras esperamos por el principal entretenimiento? —Propuso Vannes—. ¿No es hora de que el esclavo aprenda cuál es su lugar? Damen vio a Laurent absorber esas palabras. Lo vio detenerse y prestarle a la idea toda su atención, dándole vueltas a la decisión en su cabeza. Y lo vio tomarla; su boca encrespándose, su expresión endureciéndose. —¿Por qué no? —preguntó Laurent. —No —dijo Damen, subiendo su pecho, medio oprimido al sentir las manos sobre él. Luchar en serio contra guardias armados, en presencia de testigos y en medio de una Corte repleta de concurrentes, era un acto autodestructivo. Pero su mente y su cuerpo se rebelaron, adueñándose instintivamente del control.
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Un banco de enamorados se ubicaba dentro de la glorieta, formando dos semicírculos. Los cortesanos estaban relajados en él, ocupando uno de los lados. Vannes sugirió vino, y un sirviente fue a su búsqueda con una bandeja. Uno o dos cortesanos más pasaron por allí y Vannes
entabló una conversación con uno de ellos acerca de los
embajadores de Patras, que llegarían en unos días. Damen fue amarrado en el asiento opuesto, frente a ellos. Había un dejo de irrealidad en lo que estaba sucediendo. El amo de Ancel estaba organizando el encuentro. El esclavo estaría atado y Ancel usaría su boca. Vannes se quejó, expuso lo inusual que era que el Príncipe accediera a esa actuación, y que deberían sacar el máximo provecho de ella. Pero el amo de Ancel no se dejó persuadir. «Aquello realmente iba a suceder». Damen se agarró al metal de la glorieta al que tenía esposadas las muñecas por encima de la cabeza. Complacería al público vereciano. Probablemente sería uno más entre la docena de espectáculos discretos que se desarrollarían en aquel jardín. Los ojos de Damen se fijaron en Ancel. Casi se dijo a sí mismo que no era culpa de la mascota, salvo que, en gran parte, lo era. Ancel se dejó caer de rodillas y se abrió camino entre las prendas de esclavo de Damen. Este miró y no podría haberse sentido menos excitado. Incluso bajo las mejores circunstancias, los ojos verdes y cabello rojo de Ancel no eran de su tipo. Aparentaba unos diecinueve años, y aunque no era tan obscenamente joven como Nicaise, su cuerpo era delicado. Su belleza era, de hecho, pulida, de hermosura poco natural.
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«Mascota», pensó Damen. La palabra encajaba. Ancel retiró su largo cabello hacia un lado y comenzó sin ningún ceremonial. Estaba bien entrenado y manipulaba a Damen expertamente con la boca y las manos. Este se preguntó si debía sentir simpatía o satisfacción de que Ancel no fuera a tener su momento de triunfo: no estaba ni un poco duro bajo aquellas atenciones, Damen dudaba de que fuera capaz de correrse para el placer de la audiencia. Si había allí algo explícito a la vista, era la ausencia de todo deseo de estar en aquella situación. Hubo un débil susurro y, fresco como el agua debajo de los lirios, Laurent se sentó a su lado. —Me pregunto si podemos hacerlo mejor que esto —dijo Laurent— . Detente. Ancel dejó a un lado sus esfuerzos y alzó la mirada, los labios húmedos. —Tienes mayor probabilidad de ganar el juego si no muestras todas las cartas de una vez40—dijo Laurent—. Empieza más lentamente. Damen reaccionó a las palabras de Laurent con inevitable tensión. Ancel estaba lo suficientemente cerca para que percibiera su aliento, una nube caliente, concentrada, lo envolvió apropiadamente, un susurro sobre su piel sensible. —¿Así? —preguntó Ancel. La boca a una pulgada de su objetivo, y sus manos deslizándose suavemente por los muslos de Damen. Los labios húmedos entreabiertos. Damen, contra su voluntad, reaccionó. 40
“you don’t play your whole hand at once” en el original. Metáfora que remite a los juegos de cartas como el póker, donde conviene ser astuto y fingir para vencer.
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—Justo así —concordó Laurent. —¿Puedo...? —preguntó Ancel, inclinándose hacia adelante. —No uses tu boca aún —ordenó Laurent—. Solo la lengua. Ancel obedeció. Lamió la cabeza, un escurridizo toque, apenas una insinuación del mismo. No era suficiente presión. Laurent observaba la cara de Damen con la misma atención cerebral que podría aplicar a un problema estratégico. La lengua de Ancel presionó contra la ranura. —Le gusta eso. Hazlo más duro —dijo el Príncipe. Damen maldijo, una sola palabra akielense. Incapaz de resistir las fluctuaciones de placer que estaban recorriendo su carne; su cuerpo estaba despertando y comenzando a suplicar ritmo. La lengua de Ancel se curvaba perezosamente alrededor de la cabeza. —Ahora lámela. La longitud entera. Las frías palabras precedieron a una larga y cálida lamida que lo humedeció de la base a la punta. Damen podía sentir cómo sus muslos se tensaban, y luego, progresivamente, cómo se amplificaba y aceleraba su respiración en el pecho. Necesitaba librarse de las restricciones. Hubo un sonido metálico cuando tironeó de los puños, sus manos cerradas. Se volvió hacia Laurent. Fue un error mirarle. Incluso entre las sombras de la noche, Damen pudo ver la disposición relajada de su cuerpo, la perfección marmórea de sus facciones, y el desinterés con que lo miraba, sin molestarse siquiera en bajar la vista hacia la cabeza balanceándose de Ancel.
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Si se daba crédito a la
Guardia del Príncipe, Laurent era una
ciudadela inexpugnable, y no tomaba amantes en absoluto. Incluso en aquel momento, Laurent daba la impresión de tener la mente de algún modo comprometida, pero con su cuerpo completamente al margen, inmune al ardor. La obscena imaginación de los guardias tenía visos de realidad. Por otro lado, el distante, el inaccesible Laurent estaba, en ese momento, proporcionando un compendio riguroso sobre mamadas. Y Ancel obedecía cada instrucción, haciendo con su boca lo que se le indicaba. Las órdenes de Laurent eran relajadas, sin prisas, y gozaban de la práctica refinada de suspender su empeño en el momento en que empezaban a ponerse interesantes. Damen estaba acostumbrado a tomar el placer donde lo deseaba, tocando donde quería, provocando respuestas en sus compañeros en el momento que deseaba. La frustración iba en aumento a medida que la gratificación le era negada, sin descanso. Cada parte de él clamaba por la contenida sensación; el aire frío sobre su piel caliente y la cabeza en su regazo eran partes del todo que incluía el ser consciente de dónde se hallaba y quién estaba sentado a su lado. —Haz presión arriba y abajo —dijo Laurent. Percibió como el aliento se disparaba de su pecho con el primer deslizamiento, largo y húmedo, hacia abajo sobre su polla. Ancel no podía tomarla toda, sin embargo su garganta estaba exquisitamente entrenada, careciendo de reflejo de náusea. La siguiente orden de Laurent llegó como un golpe en el hombro y Ancel obedientemente retrocedió hasta solo chupar la cabeza.
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Damen podía oír el sonido de su propia respiración ahora, aun por encima del clamor de su carne. Incluso sin la atención rítmica, el placer difuso empezaba a transformarse en algo más urgente; podía sentir el cambio, la orientación de su cuerpo hacia el clímax inminente. Laurent descruzó las piernas y se levantó. —Acaba con él —dijo casualmente y sin mirar atrás, volviendo dónde estaban los demás cortesanos para hacer algunas observaciones sobre algún tema en discusión, como si no tuviera ninguna necesidad particular de seguir hasta el final la conclusión ahora que era inevitable. La imagen de Ancel succionando su erección acompañó sus pensamientos traspasados por el brusco y repentino deseo de poner las manos sobre el cuerpo de Laurent y desquitarse tanto por sus acciones como por su presumida retirada. El orgasmo lo envolvió como una llama sobre una superficie caliente, derramando la semilla que fue, profesionalmente, tragada. —Un poco lento al principio, pero un clímax bastante satisfactorio —dijo Vannes. Fue liberado del asiento de los amantes y vuelto a empujar sobre sus rodillas. Laurent estaba sentado en el lado opuesto con las piernas cruzadas. Los ojos de Damen se fijaron en él en lugar de en cualquier otra parte. Su respiración todavía era pronunciada y su pulso acelerado, sin embargo, la ira producía los mismos síntomas.
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El sonido musical de campanillas se entrometió en la tertulia; Nicaise interrumpió sin hacer ninguna señal de deferencia hacia los de más alto rango. —Estoy aquí para hablar con el Príncipe —comunicó. Laurent alzó sus dedos cuidadosamente y Vannes, Ancel y los demás lo tomaron como una señal para hacer una breve reverencia y retirarse. Nicaise se acercó hasta ponerse de pie delante del banco y se quedó mirando a Laurent con expresión de hostilidad. Laurent, por su parte, estaba relajado, con un brazo extendido sobre el respaldo del banco. —Vuestro tío desea veros. —¿De verdad? Vamos a hacerle esperar. Un par de antipáticos ojos azules miraron fijamente al otro. Nicaise se sentó. —No me importa. Cuanto más tiempo le hagáis esperar, en más problemas estaréis. —Bueno, siempre y cuando no te importe —dijo Laurent. Sonaba divertido. Nicaise alzó la barbilla. —Voy a decirle que esperasteis a propósito. —Puedes hacerlo si lo deseas. Yo creo que lo adivinará de todos modos, así que puedes ahorrarte el esfuerzo. Ya que estamos esperando, ¿puedo tomar un refresco? —Gesticuló hacia uno de los sirvientes que
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llevaban bandejas, quien se detuvo y retrocedió acercándose—. ¿Tomas vino o no eres lo bastante mayor todavía? —Tengo trece años. Bebo siempre lo que quiero. —Nicaise despreció la bandeja, empujándola tan fuerte que casi perdió el equilibrio. —No voy a beber con Vos. No necesitamos empezar a fingir cortesía. —¿No? Muy bien, creo que tienes catorce a estas alturas, ¿no es así? Nicaise se volvió rojo, debajo de la pintura. —Me lo imaginaba —dijo Laurent—. ¿Has pensado en lo que vas a hacer después? Si conozco los gustos de tu Señorte queda un año más, como máximo. A tu edad, el cuerpo comienza a delatarse a sí mismo —Y luego, reaccionando a algo en la cara del chico añadió—: ¿O ya empezó? El rojo aumentó llamativamente. —Eso no es de Vuestra incumbencia. —Tienes razón, no lo es —aceptó Laurent. Nicaise abrió la boca, pero Laurent continuó antes de que pudiera hablar. —Ofertaré por ti, si lo deseas. Cuando llegue el momento. No te querría en mi cama, pero tendrías los mismos privilegios. Es posible que prefieras eso. Ofertaré. Nicaise parpadeó y luego, sonrió con desdén. —¿Con qué?
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Un soplo de diversión vino de parte de Laurent. —Sí, si tengo alguna tierra que quede al menos, quizás tenga que venderla para comprar pan, no me importan las mascotas. Ambos tendremos que transitar durante los próximos diez meses sobre las puntas de los pies. —Yo no os necesito. Él lo ha prometido. No me va a dejar. —La voz de Nicaise era engreída y satisfecha de sí misma. —Abandona a todos —dijo Laurent—, incluso si eres más emprendedor que lo que los otros han sido. —Le gusto más que los otros —rió despectivamente—. Estáis celoso. —Y entonces fue el turno de Nicaise para reaccionar a algo que vio en el rostro de Laurent y dijo, con un horror que Damen no comprendía — Vais a decirle que me deseáis. —Oh —dijo Laurent—. No. Nicaise... no. Eso sería arruinarte. Yo no haría eso. —Entonces su voz se volvió casi fatigada. —Tal vez sea mejor si piensa que lo haría. Tienes una muy buena cabeza para la estrategia, para pensar en una. Tal vez te mantenga más tiempo que a los demás. —Por un momento pareció como si Laurent fuera a decir algo más, pero finalmente, solo se alzó del banco y le tendió la mano al muchacho—. Vamos. Vayamos. Puedes ver como seré regañado por mi tío.
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CAPÍTULO SEIS
—Tu amo parece amable —dijo Erasmus. —¿”Amable”? —ironizó Damen. Le costó que esa palabra saliera de su boca, raspó su garganta el emitirla. Miró con incredulidad a Erasmus. Nicaise se había escabullido tomado de la mano de Laurent dejando a Erasmus detrás, la correa olvidada en el suelo junto a él desde que se había puesto de rodillas. Una suave brisa agitó sus rizos rubios y por encima de ellos, el follaje se meció como un toldo de seda negro. —Se preocupa por tu placer —explicó Erasmus. Le llevó un momento asociar esas palabras a su significado correcto, y cuando lo hizo, una carcajada impotente fue la única respuesta posible. Las instrucciones precisas de Laurent y su resultado inevitable no habían sido previstas como un favor, sino todo lo contrario. No había manera de explicar la fría y compleja mente del Heredero al esclavo, y Damen no lo intentó. —¿Qué pasa? —dijo Erasmus. —Nada. Dime. Estuve anhelando noticias de ti y los otros. ¿Cómo es para vosotros estar tan lejos de casa? ¿Sois bien tratados por vuestros amos? Me preguntaba... ¿puedes comprender su idioma? Erasmus asintió con la cabeza ante la última pregunta.
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—Tengo algún conocimiento de patrano y de los dialectos del Norte. Ciertas expresiones son similares. —Vacilando, recitó algunas de ellas. Erasmus manejaba bastante bien el vereciano; eso no fue lo que hizo que Damen frunciera el ceño. Fueron las palabras que había sido capaz de descifrar lo que lo provocó: “Silencio. Arrodíllate. No te muevas”. —¿Me equivoqué? — preguntó, malinterpretando la expresión. —No, lo dijiste bien —dijo Damen, sin embargo, su consternación permaneció. No le gustó la elección de palabras. No le gustaba la idea de que Erasmus y los otros se sintieran doblemente impotentes debido a su ignorancia para hablar o entender lo que se decía a su alrededor. —Tú... no tienes las maneras de un esclavo de palacio —sugirió Erasmus, vacilante. Eso era decir poco. Nadie en Akielos confundiría a Damen con un esclavo, no tenía ni las maneras, ni la constitución física de uno. Damen lo observó pensativamente, preguntándose cuánto decir. —No era esclavo en Akielos. Fui enviado aquí por Kastor, como castigo —dijo finalmente. No tenía sentido mentir sobre esa parte. —Castigo —repitió Erasmus. Bajó la mirada al suelo. Todo su semblante cambió. Damen continuó: —¿Pero tú fuiste entrenado en palacio? ¿Cuánto tiempo estuviste ahí? —No sabía cómo explicar el hecho de que no hubiera visto a aquel esclavo antes.
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Erasmus intentó sonreír, recomponiéndose de lo que lo había desalentado. —Sí. Yo… pero nunca vi el palacio principal, estaba en entrenamiento hasta que fui elegido por el guardián para venir aquí. Y mi formación en Akielos fue muy estricta. Se pensaba... que... —¿Qué? —insistió Damen. El esclavo se sonrojó y dijo en voz muy baja. —En caso de que él me encontrara agradable, iba a ser entrenado para el Príncipe. —¿Lo eras? —preguntó Damen, con cierto interés. —Debido a mi color. No se puede ver con esta luz, pero a la luz del día, mi cabello es casi rubio. —Puedo verlo con esta luz —dijo Damen. Podía oír la aprobación saturando su propia voz. Sintió como cambiaba la dinámica entre ellos. Bien podría haber dicho: «Muy bien, chico». Erasmus reaccionó a las palabras como una flor inclinándose hacia la luz del sol. No importó que ambos fueran técnicamente del mismo rango, Erasmus había sido entrenado para responder a la fortaleza, para anhelarla y someterse a ella. Sus extremidades sutilmente se reacomodaron, se extendió el rubor por sus mejillas y su mirada cayó al suelo. Su cuerpo se convirtió en una súplica. La brisa jugaba irresistiblemente con un rizo que había caído sobre su frente.
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Con la más suave voz, dijo: —Este esclavo no es digno de tu cortesía. En Akielos, la sumisión era un arte, y el esclavo era el artesano. Ahora estaba mostrando su calidad, se podía ver que había sido, sin duda, un lujo entre los obsequiados al Regente. Era ridículo que estuviera siendo arrastrado por el cuello como un animal mal predispuesto. Era como poseer un instrumento bien afinado y usarlo para romper nueces. Estropeándolo. Debería estar en Akielos, donde su entrenamiento sería apreciado y recompensado. Pero se le ocurrió que Erasmus pudo haber tenido suerte de ser elegido para el Regente, suerte de no haber llegado al servicio del príncipe Damianos. Él había visto lo que habían hecho con sus más cercanos sirvientes personales. Ellos habían sido asesinados. Desechó el recuerdo enérgicamente de su cabeza y volvió su atención al esclavo delante de él. Damen preguntó: —¿Y es amable tu amo? —Este esclavo vive para servir —respondió Erasmus. Era una frase aprendida y no significaba nada. El comportamiento de los esclavos estaba firmemente prescrito, así que lo que no se decía solía ser más importante que lo que se declaraba. Damen comenzó a fruncir el ceño un poco cuando se arriesgó a mirar hacia abajo.
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La túnica que llevaba Erasmus había quedado un poco desarreglada de cuando la utilizó para limpiar la mejilla de Damen, y no había tenido oportunidad de acomodarla. El dobladillo se había elevado lo suficiente como para exponer la parte superior de su muslo. Erasmus, viendo la dirección de la mirada de Damen, rápidamente empujó la tela hacia abajo para cubrirse, extendiéndola tan lejos como pudo. —¿Qué le pasó a tu pierna? —preguntó Damen. Erasmus se puso de color blanco marfil. No quería responder, pero se vio obligado a hacerlo porque le había hecho una pregunta directa. —¿Qué pasa? La voz de Erasmus era apenas audible, sus manos aferrando el dobladillo de la túnica. —Estoy avergonzado. —Enséñamelo —dijo Damen. Los dedos de Erasmus se aflojaron, temblando, y entonces levantó lentamente la tela. Damen vio lo que le habían hecho. Lo que en tres ocasiones le habían hecho. —¿El Regente hizo eso? Habla con libertad. —No. El día que llegamos, había una prueba de obediencia. Yo ffallé. —¿Ese fue tu castigo por fallar? —Esta era la prueba. Me ordenaron no hacer ningún sonido.
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Damen había visto la arrogancia y la crueldad vereciana. Había sufrido insultos, soportado la picadura del látigo y la violencia de la arena. Pero no había conocido la ira hasta ese momento. —Tú no fallaste —le dijo—. Que hayas intentado pasar esas pruebas demuestra tu coraje. Lo que se te pidió era imposible. No hay vergüenza en lo que te pasó. Excepto para la gente que había hecho aquello. Había deshonra y bajeza en cada uno de ellos, y él les llevaría la cuenta de lo que habían hecho. Damen pidió: —Cuéntame todo lo que ha sucedido desde que saliste de Akielos. Erasmus habló con total naturalidad. La historia era inquietante. Los esclavos habían sido transportados a bordo del buque en jaulas, debajo de cubierta. Los supervisores y marineros por igual se habían tomado libertades. Una de las mujeres, preocupada por la falta de acceso a cualquier medio habitual de prevención del embarazo, había tratado de comunicar el problema a sus supervisores verecianos, sin saber que los nacimientos ilegítimos eran un abominación. Al advertir que quizá fueran a entregar al Regente una esclava que portaba al bastardo de un marino en el vientre, cundió el pánico. El médico de la nave le había dado algún tipo de preparado que provocaba sudores y náuseas. Temiendo que no fuera suficiente, su estómago fue golpeado con piedras. Eso había sido antes de atracar en Vere.
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Ya en suelo vereciano, el problema había sido el descuido. El Regente no había tomado a ninguno de los esclavos en su cama. Era una figura ausente, ocupado en los asuntos de Estado, que se servía de las mascotas de su propia elección. Los esclavos fueron abandonados a los supervisores y a los caprichos de una Corte hastiada. Leyendo entre líneas, fueron tratados como animales, su obediencia tomada como un truco de salón, y las “pruebas” ideadas por tal Corte sofisticada, aunque los esclavos lucharon por llevarlas a cabo, fueron, en algunos casos, verdaderamente sádicas. Al igual que en el caso de Erasmus, Damen se sintió enfermo. —Debes anhelar la libertad más que yo —dijo Damen. El coraje del esclavo le hizo sentirse avergonzado. —¿Libertad? —objetó Erasmus, sonando asustado por primera vez— ¿Por qué iba yo a querer eso? No puedo... estoy hecho para un amo. —Fuiste creado para mejores amos que estos. Te mereces a alguien que aprecie tu valía. —Erasmus se sonrojó y no dijo nada—. Te lo prometo —subrayó Damen—. Voy a encontrar una manera de ayudarte. —Ojalá…—musitó Erasmus. —¿Ojalá? —Ojalá pudiera creerte —suspiró Erasmus—. Hablas como un amo. Pero eres un esclavo, como lo soy yo. Antes de que Damen pudiera responder, se oyó un ruido proveniente de los senderos y, como lo había hecho ya una vez, Erasmus se postró, anticipándose a la llegada de otro cortesano.
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Llegó una voz desde el camino. —¿Dónde está el esclavo del Regente? —Allá atrás. Y entonces, dobló la esquina. —Aquí estás. —Y luego—: Y mira a quién más soltaron. No era un cortesano. No era el pequeño, malicioso y exquisito Nicaise. Era el de vulgares facciones y nariz rota: Govart. Se dirigía a Damen, que en el pasado lo había enfrentado en la arena en una desesperada lucha por la inmovilización y el dominio. Govart casualmente capturó la parte posterior del collar de oro de Erasmus y lo puso en pie tironeando del mismo, como un dueño descuidado podría sopesar un perro. Erasmus, un chico, no un perro, se atragantó violentamente cuando el collar se clavó en su tierna garganta, atrapado en la unión entre el cuello y la mandíbula, justo por encima de la nuez de Adán. —Cállate. —Irritado por su tos, Govart lo abofeteó con fuerza en la cara. Damen sintió el tirón de las restricciones cuando su cuerpo llegó a la distancia máxima que permitían sus cadenas; oyó el sonido metálico antes de darse cuenta de que había reaccionado. —Suéltalo. —¿Quieres que lo haga? —Sacudió a Erasmus por el collar solo porque podía. Erasmus, que había comprendido el “cállate”, tenía los ojos 145
húmedos por la breve asfixia, pero estaba en silencio. —No creo que lo haga. Se me dijo que lo llevara de regreso. Nadie dijo que no pudiera disfrutarlo yo mismo en el camino. Damen dijo: —Si lo que quieres es otra oportunidad, todo lo que tienes que hacer es acercarte un paso más. ―Le complacería muchísimo herir de buena manera a Govart. —Prefiero joder a tu “novio” —replicó al mercenario—. Tal como yo lo veo, se me debe una jodida. Mientras hablaba, Govart subió la túnica del esclavo, revelando las curvas debajo. Erasmus no se resistió cuando le dio una patada a sus tobillos, separándolos, y le levantó los brazos. Se dejó maltratar, y luego se quedó en su posición, humillantemente inclinado. El darse cuenta de que Govart iba a follar a Erasmus allí mismo, ante sus ojos, lo afectó con la misma sensación de irrealidad que lo había invadido cuando se enfrentó con Ancel. No era posible que algo así fuera a suceder, que aquella Corte fuera tan depravada que un mercenario pudiera violar a un esclavo Real a poca distancia de donde se hallaba reunida. No había nadie que escuchara a excepción del desinteresado guardia. El rostro de Erasmus, rojo por la humillación, se apartó decididamente de Damen. —Tal como yo lo veo… —Govart usó esa frase otra vez—. Tu amo es el que nos jodió a los dos. A él es a quien realmente debería hacérselo. Pero en la oscuridad, un rubio es tan bueno como otro. Mejor —dijo
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Govart—. Meter la polla en esa frígida perra, me congelaría. A este le gusta. Hizo algo con su mano bajo la túnica hasta amontonarla hacia arriba. Erasmus hizo un sonido. Damen se sacudió, y esta vez el fuerte crujido metálico indicó que el viejo hierro estaba a punto de ceder. El ruido sacó al guardia de su puesto. —¿Hay algún problema? —No le gusta que joda a su pequeño amigo esclavo —dijo Govart. Erasmus, expuesto de manera humillante, parecía estar desmoronándose silenciosamente. —Jódelo en otro lugar, entonces —señaló el guardia. Govart sonrió. Luego empujó duro a Erasmus en la parte baja de la espalda. —Lo haré —confirmó. Desapareció por los senderos empujando a Erasmus por delante de él y no hubo absolutamente nada que Damen pudiera hacer para detenerlo. La noche se volvió mañana. Las diversiones del jardín concluyeron. Damen fue devuelto a su habitación, limpiado y atendido, y encadenado e impotente.
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La predicción de Laurent sobre la reacción de los guardias, los sirvientes, y todos los miembros de su séquito, resultó ser dolorosamente exacta. La Casa41 de Laurent reaccionó a su confabulación con el Regente con rabia y enemistad. Las frágiles relaciones que Damen había logrado construir desaparecieron. Era el peor momento posible para un cambio de actitud. Justo cuando esas relaciones podrían haberle traído noticias, o haberle permitido, de alguna manera, influir en el trato de los esclavos. Ya no pensaba en su propia libertad. Solo estaba el constante arrebato de la preocupación y la responsabilidad. Escapar él solo sería un acto de egoísmo y traición. No podía irse, no si eso significaba abandonar a los demás a su suerte. Y, sin embargo, carecía totalmente de influencia para producir cualquier cambio en sus circunstancias. Erasmus tenía razón. Su promesa de ayudar era una promesa vacía. Fuera de su habitación, muchas cosas estaban sucediendo. La primera fue que, en respuesta a los edictos del Regente, la Casa del Príncipe se estaba reduciendo. Sin acceso al beneficio de varias de sus propiedades, el séquito de Laurent disminuyó considerablemente y sus gastos fueron restringidos. En medio de un huracán de cambios, el albergue de Damen fue trasladado de la residencia de mascotas Reales a algún lugar dentro del ala del Palacio que correspondía a Laurent. No ayudó en nada. Su nueva habitación tenía el mismo número de guardias, el mismo jergón, las mismas sedas y cojines, el mismo enganche 41
Por “Casa de…” se refiere no solo a lo material sino al conjunto de sirvientes, soldados, etc. que le deben lealtad a un Señor y que dependen de él. Por ello, se la distingue con mayúscula para diferenciarla de la “vivienda” propiamente dicha
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de hierro en el suelo, aunque este parecía recién instalado. Aunque estaba escaso de fondos, Laurent no parecía dispuesto a escatimar en la seguridad de su prisionero akielense. Desafortunadamente. Por fragmentos de conversaciones escuchados se enteró de que, en otro sitio, la delegación de Patras había llegado para discutir acuerdos comerciales con Vere. Patras y Akielos eran vecinos y tenían una cultura similar; no era un tradicional aliado de Vere. Al enterarse de las conversaciones se preocupó. ¿Estaba esta delegación aquí solo para discutir el comercio, o era parte de una transformación más amplia en el panorama político? Tuvo casi tanta suerte para averiguar el asunto de la delegación patrana como la tuvo para ayudar a los esclavos, es decir, ninguna en absoluto. Tenía que haber algo que pudiera hacer. No había nada que pudiera hacer. Enfrentarse a la propia impotencia fue horroroso. Desde el momento de su captura, nunca realmente pensó en sí mismo como esclavo. Había actuado según o como se esperaba de él, en el mejor de los casos. Había considerado los castigos como no más que pequeños obstáculos, porque en su mente, aquella situación era temporal. Creyó que la fuga estaba próxima. Todavía creía eso. Quería ser libre. Quería encontrar el camino a casa. Quería estar en la capital, sobre columnas de mármol, y ver, por encima, los verdes y azules de las montañas y el océano. Quería enfrentar a Kastor, su
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hermano, y preguntarle de hombre a hombre por qué había hecho lo que había hecho. Pero la vida en Akielos continuaba sin Damianos. Y estos esclavos no tenían a nadie más que los ayudara. ¿Y qué significaba ser príncipe sino esforzarse en proteger a los más débiles que él? El sol descendía en el cielo, proyectando su luz en el cuarto a través de las ventanas enrejadas. Cuando Radel entró, Damen pidió una audiencia con el Príncipe.
***
Radel, con evidente placer, se negó. Al Príncipe, dijo, le tenía sin cuidado un esclavo akielense traidor. Tenía asuntos más importantes que atender. Aquella noche habría un banquete en honor al embajador patrano con dieciocho platos y las mascotas más talentosas les entretendrían con bailes, juegos y actuaciones. Debido a que conocía las costumbres patranas, Damen no podía imaginar la reacción de la delegación a los esparcimientos más ocurrentes de la Corte vereciana, pero se quedó en silencio mientras Radel describía la gloria de la mesa y los platos en detalle; y los vinos: vino de mora, vino de fruta y sinopel42. “Damen no era digno de ese asunto. Damen no estaba ni siquiera a la altura de comer las sobras de la mesa”. El supervisor, después de haber dejado satisfactoria y holgadamente clara su idea, se retiró. 42
A pesar de nuestros esfuerzos no hemos encontrado referencias con respecto a este término ni en inglés ni en español, por lo que es probable que se trate de algo imaginado por la autora.
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Damen esperó. Sabía que Radel estaba obligado a transmitir la petición. No se hacía ilusiones acerca de su importancia relativa en la Casa de Laurent; sin embargo, la trascendencia que tenía su papel involuntario en la competencia por el poder con su tío, haría que su solicitud para una audiencia no fuera ignorada. Quizás no fuera ignorada. Se acomodó, sabiendo que Laurent le haría esperar. Seguramente no más de uno o dos días, se dijo. Eso fue lo que calculó. Y así, al llegar la noche, se durmió. Despertó en medio de almohadas apiñadas y sábanas de seda alborotadas para descubrir que la helada mirada azul de Laurent estaba sobre él. Las antorchas estaban encendidas y los criados que las habían encendido se retiraban. Damen se movió; seda sobre cálida piel se deslizó completamente hasta amontonarse entre los cojines mientras se impulsaba hacia arriba. Laurent no le prestó atención. Damen recordó que la visita del Heredero ya le había despertado de su sueño una vez. Estaba más cerca del amanecer que de la puesta del sol. Laurent estaba vestido con ropas propias de la Corte. Venía de disfrutar, probablemente, el decimoctavo plato y los entretenimientos nocturnos que le habían seguido. No estaba borracho en ese momento. Damen había imaginado una larga, insoportable espera. Sintió la débil resistencia de la cadena mientras se arrastraba a través de los
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cojines, siguiendo su movimiento. Pensó en lo que tenía que hacer, y en por qué tenía que hacerlo. Con mucha determinación, se arrodilló, hizo una reverencia con la cabeza y bajó la vista al suelo. Por un momento, todo quedó tan quieto que podía oír las llamas de las antorchas agitándose en el aire. —Esto es nuevo —notó Laurent. —Hay algo que deseo —dijo Damen. —Algo que deseas. —Las mismas palabras, enunciadas con exactitud. Sabía que no iba a ser fácil. Incluso con otra persona que no fuera este frío príncipe desagradable, no hubiera sido fácil. —Obtendréis algo a cambio —ofreció Damen. Apretó los dientes cuando el rubio lentamente paseó a su alrededor, como si realmente estuviera interesado en mirarle desde todos los ángulos. Laurent franqueó remilgadamente la cadena que permanecía floja en el suelo, completando su recorrido. —¿Estas tan desorientado como para tratar de negociar conmigo? ¿Qué podrías ofrecer que quisiera? —Obediencia —dijo Damen. Sintió a Laurent reaccionar ante esa idea. Sutilmente, pero sin lugar a dudas, había interés allí. Damen trató de no pensar demasiado en lo que le estaba ofreciendo, lo que significaría mantener esta promesa. Cruzaría ese puente cuando llegara a él.
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—¿Queréis que me someta? Lo haré. ¿Queréis que me gane públicamente el castigo que vuestro tío no os permite imponer? Sea cual sea el sacrificio que esperáis de mí, lo obtendréis. Me arrojaré yo mismo sobre la espada. A cambio quiero una cosa. —Déjame adivinar. Quieres que te quite las cadenas. O que reduzca tu guardia. O bien, que te ponga en una habitación donde las puertas y ventanas no tengan barrotes. No malgastes saliva. Damen se obligó a contener la rabia. Era más importante ser claro. —Creo que los esclavos al cuidado de vuestro tío no son bien tratados. Haced algo al respecto y el trato está hecho. —¿Los esclavos? —preguntó Laurent tras una breve pausa. Y luego continuó, con renovado y cansino desdén—: ¿Se supone que debo creer que te preocupas por su bienestar? ¿Acaso iban a ser tratados mejor en Akielos? Es tu bárbara nación la que los forzó a ser esclavos, no la mía. No creo que sea posible entrenar la voluntad de un hombre, pero vosotros lo habéis conseguido. Felicitaciones. Tu espectáculo de compasión en la arena fue falso. Damen continuó: —Uno de los supervisores tomó un hierro caliente del fuego para comprobar si el esclavo podía obedecer la orden de permanecer en silencio mientras lo usaba en él. No sé si eso es una práctica habitual en este lugar, pero los hombres de bien no torturamos a los esclavos en Akielos. Los esclavos son adiestrados para obedecer en todas las cosas, pero su sumisión es un pacto: renuncian a la libre voluntad a cambio de un
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tratamiento irreprochable. ¿Abusar de alguien que no puede defenderse no es monstruoso? »Os lo suplico. Ellos no son como yo. No son soldados. No han matado a nadie. Son inocentes. Sirven de buen grado. Y así también serviré yo si hacéis algo para ayudarlos». Hubo un largo silencio. La expresión de Laurent había cambiado. Finalmente, respondió. —Sobreestimas la influencia que tengo sobre mi tío. Damen comenzó a hablar, pero Laurent lo interrumpió. —No, yo… —Las cejas doradas de Laurent se juntaron ligeramente, como si hubiera descubierto algo que no tuviera sentido—. ¿Realmente sacrificas tu orgullo por el destino de un puñado de esclavos? —La expresión de su cara era la misma que en el anfiteatro; miraba a Damen como si buscara una respuesta a un problema inesperado—. ¿Por qué? La ira y la frustración se liberaron de sus ataduras. —Porque estoy atrapado aquí, en esta jaula, y no tengo otra manera de ayudarlos. —Oyó el latigazo de rabia en su voz y trató de contenerla con éxito limitado. Su respiración permaneció irregular. Laurent lo siguió mirando. El pequeño ceño de oro se frunció más profundamente. Después de un momento, hizo un gesto al guardia de la puerta y Radel fue convocado. Este llegó prontamente. Sin apartar los ojos de Damen, Laurent consultó: 154
—¿Alguien ha estado dentro o fuera de esta habitación? —Nadie más que vuestro propio personal, Alteza. Como Vos lo habéis ordenado. —¿Cuáles sirvientes? Radel recitó una lista de nombres. Al terminar, Laurent ordenó: —Quiero hablar con los guardias que estuvieron vigilando al esclavo en los jardines. —Enviaré por ellos personalmente —dijo Radel, marchándose a su recado. —Crees que esto es un truco —concluyó Damen. Podía ver por la mirada asesina de Laurent que estaba en lo cierto. La risa amarga le brotó. —¿Algo te divierte? —preguntó Laurent. —¿Qué podría ganar? —interrumpió Damen— No sé cómo convencerte. No haces nada sin una docena de motivaciones. Mientes incluso a tu propio tío. Este es el país de la hipocresía y el engaño. —¿Mientras que el virtuoso Akielos está libre de intrigas? ¿El Heredero muere la misma noche que el Rey y no es más que una coincidencia que sonríe a Kastor? —replicó Laurent suavemente— Deberías besar el suelo cuando suplicas mi favor. Por supuesto que Laurent invocaría a Kastor. Eran iguales. Damen se obligó a recordar por qué estaba allí.
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—Os pido disculpas. Hablé sin permiso —masculló apretando los dientes. Laurent prosiguió: —Si esto es un invento… si encuentro que has estado a escondidas con emisarios de mi tío… —No lo he hecho —declaró Damen. El guardia tardó un poco más tiempo en despertarse que Radel, quien, probablemente, nunca dormía, aun así volvieron razonablemente rápido. Llegó vestido con librea de colores y pareciendo alerta, en vez de, como cabría esperar, bostezando y arrastrando la ropa de cama. —Quiero saber quien habló con el esclavo la pasada noche que le vigilaste en los jardines —ordenó Laurent—. Además de Nicaise y Vannes. —Eso fue todo. —Fue la respuesta—. No hubo nadie más. —Y entonces, cuando Damen sintió que el estómago se le contraía—: No. Esperad. —¿Oh? —Después de que Su Alteza se fuera —continuó el guardia—, recibió una visita de Govart. Laurent se volvió hacia Damen, con los ojos como hielo azul. —No —dijo Damen, sabiendo que el Príncipe creía ahora que era una intriga de su tío—. No es lo que piensas. Pero ya era demasiado tarde.
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—Hacedle callar —clamó Laurent—. Trata de no dejar marcas nuevas. Me ha causado suficientes problemas con las anteriores.
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CAPÍTULO SIETE
Al no ver razón alguna para cooperar con esa orden, Damen se alzó sobre sus pies. Tuvo un efecto interesante en el guardia, que se detuvo en seco y giró su vista hacia Laurent, en busca de más instrucciones. Radel también estaba en la habitación, y en la puerta permanecían los dos guardias que estaban vigilando. El Heredero entrecerró los ojos ante el problema, pero no ofreció ninguna solución inmediata. Damen sugirió: —Deberíais traer más hombres. Detrás de él estaban esparcidos los cojines y las sábanas de seda arrugadas, y arrastrándose por el suelo estaba la única cadena enganchada a su puño. que no fue impedimento para el movimiento en absoluto. —Estás realmente cortejando al peligro esta noche —comentó Laurent. —¿Lo estoy? Pensé que estaba apelando a vuestra mejor naturaleza. Ordenar el castigo que os place desde la cobarde distancia más allá de la longitud de la cadena. Vos y Govart sois de la misma clase.
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No fue el Príncipe sino el guardia el que reaccionó, el acero resplandeció fuera de la vaina. —Vigila tu boca. Llevaba librea, no armadura. La amenaza era insignificante. Damen miró su espada desenvainada con desprecio. —Tú no eres mejor. Viste lo que estaba haciendo Govart. No hiciste nada para detenerle. Laurent alzó una mano, deteniendo al furioso guardia antes de que pudiera dar un paso hacia adelante. —¿Qué era lo que estaba haciendo? —dijo Laurent. El guardia retrocedió un poco y se encogió de hombros. —Violar a uno de los esclavos. Hubo una pausa, pero si Laurent se vio afectado por esas palabras, no lo mostró en su cara. El Príncipe trasladó su mirada hacia Damen y le habló amablemente. —¿Eso fue incómodo para ti? Te recuerdo tomándote libertades con tus manos, no hace tanto tiempo. —Eso fue… —Damen se sonrojó. Quería negar que hubiera hecho algo por el estilo, pero recordaba de manera inequívoca que lo hizo—. Os lo juro, Govart hizo mucho más que simplemente disfrutar de la vista. —A un esclavo —indicó Laurent—. La Guardia del Príncipe no interfiere con la de la Regencia. Govart puede meter la polla en cualquier cosa que mi tío apruebe. 159
Damen hizo un sonido de asco. —¿Con vuestra bendición? —¿Por qué no? —dijo Laurent. Su voz era melosa—. Ciertamente tenía mi bendición para follarte, pero resultó que prefirió recibir un golpe en la cabeza. Decepcionante, pero no me puedo quejar de su gusto. Por otra parte, tal vez si te hubieras entregado en la arena Govart no habría estado tan caliente como para meterla en tu amigo. Damen habló. —Esto no es un truco de vuestro tío. Yo no recibo órdenes de hombres como Govart. Os equivocáis. —Equivocado —dijo Laurent—. ¡Qué suerte tengo de tener sirvientes que me muestren mis defectos! ¿Qué te hace pensar que voy a tolerar algo como esto, aun si creyera que lo que estás diciendo es verdad? —Debido a que podéis poner fin a esta conversación en cualquier momento que os plazca. Con tanto en juego, Damen estaba cansado de cierto tipo de intercambios; del tipo que Laurent favorecía y disfrutaba, y en los que era bueno. Juegos de palabras sin razón, discursos taimados. Ninguno de ellos tenía algún significado. —Tienes razón. Puedo. Dejadnos —ordenó Laurent. Estaba mirando a Damen mientras lo decía, pero fueron Radel y los guardias los que se inclinaron y se retiraron.
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—Muy bien. Vamos a jugar a esto. ¿Estás preocupado por el bienestar de los otros esclavos? ¿Por qué entregarme ese tipo de ventaja? —¿Ventaja? —dijo Damen. —Cuando a alguien no le simpatizas, no es una buena idea darle a conocer que te preocupas por algo —aclaró Laurent. Se sintió palidecer cuando asimiló la amenaza. —¿El que yo matara a alguien que te importa acaso no te heriría más que una paliza mía? —continuó. Damen permaneció en silencio. «¿Por qué nos odia tanto?» casi soltó, pero conocía la respuesta a esa pregunta. —No creo que necesite la ayuda de más hombres —dijo Laurent—. Pienso que todo lo que tengo que hacer es decirte que te arrodilles y lo harás. Sin que yo mueva un dedo para ayudar a nadie. —Tenéis razón —aceptó Damen. —¿Así que puedo terminar esto en cualquier momento que quiera? Ni siquiera he comenzado.
***
“Órdenes del príncipe” le anunciaron a Damen al día siguiente cuando se le desnudó y volvió a vestir; y cuando preguntó para qué eran
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esos preparativos, se le informó de que esa noche iba a servir al Príncipe en la mesa principal. Radel, claramente desaprobando el hecho de que a Damen se le considerara compañía refinada, pronunció una estrafalaria reprobación mientras caminaba de uno a otro lado de la cámara. Pocas mascotas eran invitadas a servir a sus amos en la mesa principal. Para ofrecerle esa oportunidad, el Príncipe debía ver algo en Damen que superaba la comprensión de Radel. No tenía sentido instruir a alguien como el akielense en los rudimentos de la etiqueta, pero debía tratar de mantenerse en silencio, obedecer al Príncipe y abstenerse de atacar o molestar a nadie. Según la experiencia de Damen, ser sacado de su habitación a petición de Laurent no terminaba bien. Sus tres excursiones habían sido al anfiteatro, a los jardines y a los baños, con una visita complementaria al poste de flagelación. Su espalda a estas alturas ya estaba casi totalmente curada, pero la siguiente vez que Laurent lo golpeara, no sería directamente a él. Damen tenía muy poco poder de maniobra, pero había una grieta que dividía por la mitad a aquella Corte. Si Laurent no quería ayudarlo, debería dirigir su atención a la facción del Regente. Por hábito, observó la seguridad fuera de su habitación. Estaban en el segundo piso del palacio, y el pasillo que recorrían tenía una serie de ventanas cubiertas por rejas que daban a un precipicio poco atractivo. También rebasaron a varios hombres armados, todos con el uniforme de la Guardia del Príncipe. Allí estaban los soldados que no había en las
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residencia de las mascotas. Un sorprendente número de hombres: «no podía ser que todos estuvieran aquí por su culpa. ¿Laurent mantenía este tipo de seguridad a su alrededor todo el tiempo?» Atravesaron un par de puertas de bronce ornamentadas y Damen descubrió que lo habían llevado a los propios aposentos del Heredero. Los ojos de Damen recorrieron el interior con sorna. Esas habitaciones eran todo lo que habría esperado de un “principito” excesivamente mimado, extravagante, más allá de la razón. La decoración lo invadía todo. Las baldosas decoradas, los muros con intrincados relieves. La vista era encantadora; esta sala del segundo piso tenía una galería de arcos de medio punto43 suspendidos encima de jardines. Se podían ver a través de una arcada de la alcoba. La cama estaba envuelta en cortinas suntuosas, un refugio de ornamentación lujosa y madera tallada. Las únicas cosas que faltaban eran un rastro de arrugada y perfumada ropa esparcida por el suelo, y una mascota yaciendo sobre una de las superficies cubiertas de seda. No había tal evidencia en la habitación. De hecho, en medio de la opulencia, solo había unos pocos efectos personales. Cerca de Damen había un sofá reclinable y un libro abierto en abanico, dejando al descubierto páginas iluminadas con miniaturas y guardas centelleando debido al dorado a la hoja44. La correa que Damen había usado en los jardines también reposaba sobre el sofá, arrojada despreocupadamente.
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Arcos cuya curvatura no sobrepasa la semicircunferencia. Antiguamente, los libros manuscritos (previos a la invención de la imprenta) solían decorarse con guardas y dibujos en miniatura, las cuales se fueron complejizando hasta convertirse en una forma de arte. A este arte se le llamaba “iluminación” de manuscritos. Las más costosas solían incluir partes con “dorado a la hoja” (hojas de oro muy delgadas que eran adheridas a otra superficie). 44
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Laurent emergió de la alcoba. Aún no había cerrado la delicada banda que formaba el cuello de la camisa, y los cordones blancos colgaban, dejando al descubierto el hueco de su garganta. Cuando vio que Damen había llegado, se detuvo bajo el arco. —Dejadnos —ordenó. Se dirigió a los supervisores que lo habían llevado hasta allí. Estos liberaron al esclavo de sus ataduras y se fueron. —Ponte de pie —mandó. Damen se levantó. Era más alto que el Príncipe, físicamente más fuerte, y sin ninguna restricción en absoluto. Y estaban solos, como lo habían estado la noche anterior, como lo habían estado en los baños. Pero algo había cambiado. Se dio cuenta de que en algún momento él había empezado a suponer que estar a solas con Laurent en una habitación era peligroso. Laurent se separó del umbral. Cuando estuvo cerca de Damen, su expresión se agrió, y sus ojos azules reflejaron el disgusto. Laurent dijo: —No hay acuerdo entre nosotros. Un príncipe no hace tratos con esclavos e insectos. Tus promesas valen menos para mí que la suciedad. ¿Lo entiendes? —Perfectamente —dijo Damen. Laurent lo miró con frialdad.
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—Torveld de Patras puede ser persuadido para solicitar que los esclavos partan con él a Bazal como parte del acuerdo comercial que se está negociando con mi tío. Damen sintió como se fruncía su frente. Esa información no tenía sentido. —Si Torveld insiste lo suficiente, creo que mi tío estará de acuerdo con algún tipo de préstamo o, más exactamente, un acuerdo permanente expresado en forma de préstamo, lo cual no ofendería a nuestros aliados en Akielos. Según tengo entendido, la sensibilidad patrana en lo que respecta al trato que reciben los esclavos es similar a la akielense. —Lo es. —He pasado la tarde sembrando la idea en Torveld. El acuerdo se cerrará esta noche. Me acompañarás al agasajo. Es la costumbre de mi tío hacer negocios en un ambiente relajado —informó Laurent. —Pero… —dijo Damen. —¿Pero? —interrumpió glacialmente. Damen repensó ese enfoque particular. Le dio vueltas a la información que se le acababa de brindar. La reexaminó. Le dio vueltas otra vez. —¿Qué os hizo cambiar de opinión? —preguntó Damen cuidadosamente. Laurent no le respondió, se limitó a mirarlo con hostilidad.
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—No hables, a menos que se te haga una pregunta. No contradigas nada de lo que diga. Esas son las reglas. Rómpelas y alegremente dejaré que tus compatriotas se pudran. —Y luego añadió—: Tráeme la correa. La varilla a la que la correa estaba fijada era de pesado oro macizo. La frágil cadena estaba intacta; había sido reparada o reemplazada. El esclavo la recogió, no muy velozmente. —No estoy seguro de poder confiar en ninguna de las cosas que me habéis dicho —expresó Damen. —¿Tienes otra opción? —No. Laurent había cerrado los cordones en su camisa, y la imagen que ahora presentaba era inmaculada. —¿Y bien? Póntela —le dijo, con una pizca de impaciencia. Se refería a la correa. Torveld de Patras estaba en el palacio para negociar un acuerdo comercial. Eso era cierto. Damen se había enterado de la noticia a través de varias fuentes. Recordó a Vannes comentando sobre la delegación patrana varias noches atrás, en el jardín. Patras tenía una cultura similar a la de Akielos; eso era igualmente cierto. Tal vez el resto también lo era. Si una remesa de esclavos estaba en oferta, Torveld, conocedor de su valor, seguramente negociaría por ellos. Podría ser verdad. Quizás. Puede ser. Era posible.
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Laurent no estaba fingiendo algún cambio de corazón, o calidez de sentimientos. El muro de desprecio seguía firme en su lugar, era aún más evidente que de costumbre, como si ese acto de benevolencia empujara toda su inmensa aversión a la superficie. Damen se percató de que la desesperación por lograr que lo ayudase en su causa estaba siendo reemplazada por la sensata comprensión de que había puesto el destino de otros en manos de un hombre malicioso y volátil, en el que no confiaba ni podía predecir, ni entender. No abrigó ninguna nueva oleada de simpatía por Laurent. No estaba inclinado a creer que la crueldad entregada con una mano fuera redimida por una caricia de la otra, si eso es lo que era. Tampoco era tan ingenuo como para pensar que aquel estaba actuando por algún impulso altruista. Laurent estaba haciendo esto por algún tortuoso motivo propio. Si es que era verdad. Cuando se colocó la correa, Laurent se apoderó del bastón del supervisor y le dijo: —Tú eres mi mascota. Tu rango es superior a otros. No tienes que someterte a las órdenes de nadie, excepto a las mías y las de mi tío. Si abruptamente desbaratas sus planes de esta noche, él estará muy, muy molesto conmigo, lo que podrías disfrutar, pero no te gustará mi réplica. Es tu elección, por supuesto. «Por supuesto». Laurent se detuvo en el umbral. —Una cosa más.
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Permaneció de pie bajo un alto arco que proyectaba sombras sobre su rostro y lo volvía difícil de descifrar. Se tomó un momento antes de hablar. —Ten cuidado con Nicaise, la mascota que viste con el consejero Audin. Lo rechazaste en el anfiteatro y esa no es una ofensa que olvide. —¿La mascota del consejero Audin? ¿El niño? —señaló incrédulo. —No lo subestimes debido a su edad. Ha experimentado cosas que muchos adultos no, y su mente ya no es la de un niño. Sin embargo, hasta un niño puede aprender a manipular a un adulto. Y te equivocas: el consejero Audin no es su amo. Nicaise es peligroso. —Tiene trece años —dijo Damen, y se vio sometido a la larga mirada entornada de Laurent—. ¿Hay alguien en esta corte que no sea mi enemigo? —No, si puedo evitarlo —dijo Laurent.
***
—Así que es manso —dijo Estienne mientras extendía la mano tentativamente, como para acariciar a una fiera salvaje. «Según qué parte del animal fuera a acariciar». Damen le golpeó la mano para alejarla. Estienne dio un grito y se agarró la mano, acunándola contra su pecho. 168
—No es dócil —dijo Laurent. No reprendió a Damen. No parecía especialmente disgustado con la conducta bárbara mientras la dirigiera hacia los demás. Al igual que un hombre que disfruta de ser dueño de un animal que araña a los otros con sus garras mientras come pacíficamente de su mano, iba dando a su mascota una gran cantidad de licencias. Como resultado, los cortesanos mantenían un ojo sobre Damen, dándole un amplio margen. Laurent lo usó a su favor, aprovechando la predisposición de los cortesanos a reaccionar retrocediendo a la presencia del esclavo como medio para escaparse sin problemas de la conversación. La tercera vez que sucedió, Damen habló. —¿Debo hacer muecas a los que no os gustan, o es suficiente con parecer un bárbaro? —Cállate —señaló Laurent con calma. Le habían contado que la emperatriz de Vask mantenía dos leopardos atados a su trono. Damen trató de no sentirse como uno de ellos. Antes de las negociaciones, estaba el esparcimiento; antes del esparcimiento, el banquete; antes del banquete, aquella recepción. Allí no había tantas mascotas como había habido en el anfiteatro, pero Damen vio una o dos caras conocidas. Al otro lado de la habitación, vio un destello de cabello pelirrojo y se encontró con un par de ojos color esmeralda; Ancel se desenvolvió del brazo de su amo, presionó los dedos contra sus labios y sopló un beso a Damen.
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La llegada de los delegados patranos fue obvia por el estilo de sus ropas. Laurent saludó a Torveld como a un igual, lo que era. Casi. En las negociaciones de importancia, era común enviar a un hombre de alta cuna que hiciera las veces de embajador. Torveld era el príncipe Torveld, hermano menor del rey Torgeir de Patras, aunque en su caso, la calificación de “más joven” era relativa. Se trataba de un hombre apuesto de unos cuarenta años, casi el doble de la edad de Damen. Tenía una barba castaña prolijamente recortada al estilo patrano; sus cabellos también castaños, aún no afectados en gran medida por el gris. Las relaciones entre Akielos y Patras eran cordiales y abiertas, pero los príncipes Torveld y Damianos nunca se habían conocido. El primero había pasado la mayor parte de los últimos dieciocho años en la frontera Norte de Patras, ocupado en compromisos con el imperio vaskiano. Damen sabía de él por su reputación. Todo el mundo le conocía. Se había distinguido en las campañas septentrionales cuando Damen aún estaba en pañales. Era el quinto en la línea de sucesión, después de la camada de tres hijos y una hija del rey. Los ojos trigueños de Torveld se abrieron intensamente cálidos y agradecidos cuando vio a Laurent. —Torveld —dijo Laurent—. Me temo que mi tío se retrasa. Mientras esperamos, pensé que podríais uniros a mi mascota y a mí para tomar algo de aire en el balcón. Damen pensó que el tío de Laurent probablemente no estaba retrasado. Se hizo a la idea de pasar la velada fundamentalmente viendo como Laurent tendía las redes de un gran acuerdo.
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—Me encantaría —asintió Torveld con gran placer, y le indicó a uno de sus propios sirvientes que lo acompañara también. Caminaron juntos hacia un pequeño patio, Laurent y Torveld al frente, Damen y el sirviente siguiéndolos unos pasos detrás. El balcón tenía unas banquetas reclinables para los cortesanos y un hueco en las sombras para que los sirvientes se retiraran discretamente. Damen, con sus proporciones de guerrero, no estaba construido para ser discreto, así que si Laurent insistía en arrastrarlo por el cuello tendría que soportar la intromisión, o encontrar un balcón con un lugar más grande. Era una noche cálida, y el aire se hallaba perfumado debido a toda la belleza de los jardines. La conversación se desarrolló con fluidez entre los dos hombres que, seguramente, no tenían nada en común. Pero, por supuesto, Laurent era bueno para hablar. —¿Qué noticias hay de Akielos? —le preguntó a Torveld, en un momento dado—. Habéis estado allí recientemente. Damen lo miró, sorprendido. Laurent siendo Laurent, el tema no era accidental. Si fuera otra persona podría haber pensado que era por amabilidad. No pudo evitar que el pulso se le acelerara ante la primera noticia sobre el hogar. —¿Alguna vez habéis visitado Ios, la capital? —preguntó Torveld. Laurent negó con la cabeza—. Es muy hermosa. Un palacio blanco, construido en lo alto de los acantilados para tutelar el océano. En un día despejado podéis mirar fuera y ver Isthima a través del agua. Pero era un lugar lúgubre cuando llegué. Toda la ciudad todavía estaba de luto por el
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antiguo Rey y su hijo. Ese terrible asunto. Y había algunas disputas facciosas entre los kyroi. Inicios de un conflicto, disidencia. —Theomedes los unió —dijo Laurent—. ¿No creéis que Kastor pueda hacer lo mismo? —Tal vez. Su legitimidad es un problema. Uno o dos de los kyroi tienen sangre real corriendo por sus venas. No tanto como Kastor, pero concebida dentro de una cama matrimonial. Esa situación genera descontento. —¿Qué impresión habéis tenido de Kastor? —preguntó Laurent. —Un hombre complicado —fue la respuesta—. Nacido a la sombra de un trono. Pero tiene muchas de las cualidades necesarias para un rey. Fuerza. Sensatez. Ambición. —¿Es la ambición necesaria en un rey? —consultó Laurent— ¿O solamente se la necesita para convertirse en rey? Después de una pausa, Torveld continuó: —He oído rumores también. Que la muerte de Damianos no fue un accidente. Pero no les daré crédito. Vi a Kastor en su dolor. Era genuino. No puede haber sido un momento fácil para él. Haber perdido tanto y ganado tanto, todo en el lapso de un momento. —Ese es el destino de todos los príncipes destinados a un trono — dijo Laurent. Torveld obsequió al Príncipe Vereciano con otra de esas largas miradas de admiración que comenzaban a surgir con exasperante
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frecuencia. Damen frunció el ceño. Laurent era un nido de escorpiones en el cuerpo de una persona. Torveld lo miraba y veía un botón de oro45. Escuchar que Akielos se debilitaba fue tan doloroso para él como Laurent debía haber deseado que lo fuera. La mente de Damen se enredaba imaginando las disputas facciosas y la disidencia. Si había disturbios, afectarían primero a las provincias del Norte. Sicyon, tal vez. Y Delpha. La llegada de un sirviente intentando disimular su falta de aliento, detuvo lo que Torveld podría haber dicho después. —Alteza, perdonad la interrupción. El Regente manda que le esperéis en el interior. —Os he retenido demasiado tiempo —dijo Laurent. —Me gustaría que tuviéramos más tiempo juntos —confesó Torveld, sin mostrar intenciones de levantarse. El rostro del Regente, cuando vio a los dos príncipes entrar juntos al salón, fue un conjunto de líneas sin sonrisa; sin embargo, el saludo a Torveld fue afable, y todas las formalidades adecuadas fueron intercambiadas. El sirviente del embajador patrano hizo una reverencia y se marchó. Era lo que la etiqueta exigía, pero Damen no podía seguir su ejemplo, a no ser que estuviera dispuesto a arrancar la correa de la mano de Laurent. Una vez que las formalidades fueron cumplidas, el Regente dijo: —¿Podríais disculparnos a mi sobrino y a mí por un momento? 45
Botón de oro o Ranunculus acris, florecilla silvestre de los prados de luminoso color amarillo.
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Su mirada fastidiada se detuvo finalmente en Laurent. Era el turno de Torveld para retirarse, naturalmente. Damen supuso que tendría que hacer lo mismo, pero sintió el agarre de Laurent tensionando sutilmente la correa. —Sobrino. No habéis sido invitado a estos debates. —Y sin embargo, aquí estoy. Es muy irritante, ¿no es así? —dijo Laurent. El Regente continuó: —Este es un asunto serio entre hombres. No es tiempo para juegos infantiles. —Creo
recordar
que
se
me
pidió
que
asumiera
más
responsabilidades —señaló Laurent—. Sucedió en público, en medio de una gran ceremonia. No sé si lo recordáis, revisad vuestros libros contables. Salisteis de aquellas dos fincas más rico y con ingresos suficientes como para ahogar a todos los caballos de los establos. —Si pensara que estás aquí para asumir la responsabilidad, me gustaría darte la bienvenida a la mesa con los brazos abiertos. No tienes interés en negociaciones comerciales. No has tomado en serio ninguna cosa en tu vida. —¿No? Bueno, entonces no hay problema, tío. No tenéis motivo para preocuparos. Damen vio los ojos del Regente estrecharse. Era una expresión que le recordaba a Laurent. Pero el Regente sólo dijo: «Espero que el comportamiento sea el apropiado» antes de precederles al festín,
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mostrando mucha más paciencia de la que Laurent se merecía. Su sobrino no lo siguió de inmediato; su mirada permaneció en su tío. —Vuestra vida sería mucho más fácil si dejarais de provocarlo —dijo Damen. Esta vez le respondió con frialdad, rotundamente: —Te dije que te callaras.
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CAPÍTULO OCHO
Esperaba ocupar un discreto lugar para esclavos, al margen; sin embargo, Damen se sorprendió al encontrarse sentado junto a Laurent, aunque con una fría distancia de nueve pulgadas interpuestas entre ellos y no en el medio de su regazo, como Ancel lo estaba con su amo enfrente. Laurent se sentó conscientemente con elegancia. Iba vestido, como siempre, con severidad, aunque su ropa era muy fina, como correspondía a su rango. Sin joyas, salvo una fina diadema de oro en la frente que permanecía oculta debido a la caída de sus cabellos dorados. Cuando tomaron asiento, desabrochó la correa de Damen, la enrolló alrededor de la varilla guía, y luego la arrojó a uno de los asistentes, quien logró atraparla con solo un ligero movimiento de manos. La mesa estaba desplegada. Al otro lado de Laurent se sentaba Torveld, prueba manifiesta de su pequeño éxito. Al otro lado de Damen se ubicaba Nicaise. Posiblemente, otro triunfo de Laurent. El muchacho estaba separado del consejero Audin, quien se encontraba sentado en otro sitio, cerca del Regente; parecía como si no tuviera ningún amo cerca de él. Se consideraba un enorme error de protocolo tener a Nicaise en la mesa principal, considerando lo sensibles que eran los patranos. Pero Nicaise vestía decentemente y llevaba muy poca pintura. El único detalle vulgar de la mascota era un pendiente en la oreja izquierda: zafiros
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gemelos colgantes, casi rozando su hombro, demasiado pesados para su rostro juvenil. Por lo demás, podría haber sido confundido con un miembro de la nobleza. Ningún patrano supondría que un niño sodomita se sentaba a la mesa junto con la realeza; Torveld probablemente haría la misma suposición incorrecta que Damen había hecho, y creería que Nicaise era el hijo o el sobrino de alguien. A pesar del pendiente. El niño, además, se sentaba con distinción. Su belleza de cerca era sorprendente. Como lo era su juventud. Su voz, cuando hablaba, no tenía quiebres. Tenía el claro tono aflautado de un cuchillo rozando contra el cristal, sin fisuras. —No quiero sentarme a tu lado —dijo Nicaise—. Vete a la mierda. Instintivamente, Damen miró a su alrededor para ver si alguien de la delegación patrana le había oído, pero nadie lo había hecho. El primer plato de carne estaba siendo servido y la comida acaparaba la atención de todos. Nicaise había tomado su tenedor dorado de tres puntas, pero se había detenido antes de degustar el plato con el fin de hablar. El recelo que había mostrado ante Damen en el anfiteatro parecía que todavía estaba allí. Sus nudillos apretados alrededor del tenedor estaban blancos. —Está bien —aclaró Damen, hablando con el chico tan suavemente como pudo—. No voy a hacerte daño. Nicaise le devolvió la mirada. Sus enormes ojos azules estaban ribeteados como los de una puta, o los de un ciervo. En torno a ellos, la mesa era un fondo colorido de risas y murmullos, cortesanos concentrados en sus propias diversiones, sin prestarles ninguna atención.
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—Bien —dijo Nicaise, y apuñaló el tenedor con saña contra el muslo de Damen debajo de la mesa. Incluso a través de una capa de ropa, fue suficiente para hacerlo saltar y agarrar el tenedor instintivamente, al brotar tres gotas de sangre. —Disculpadme un momento —pidió Laurent suavemente a Torveld para girarse y encarar a Nicaise. —Hice saltar a vuestra mascota —dijo Nicaise, con aire de suficiencia. Sin sonar del todo disgustado, confirmó: —Sí, lo hiciste. —Lo que sea que estéis planeando, no va a funcionar. —Creo que sí. Apostaste tu pendiente. —Si gano, lo usaréis —dijo Nicaise. Laurent inmediatamente levantó su copa y se inclinó hacia Nicaise, haciendo un pequeño gesto para sellar la apuesta. Damen trató de sacudirse la extraña sensación de que estaban divirtiéndose. Nicaise hizo señas a uno de los sirvientes para pedir un nuevo tenedor. Sin un amo al que entretener, Nicaise estaba libre para aguijonear a Damen. Comenzó con una andanada de insultos y especulación explícita acerca de sus prácticas sexuales, todo lanzado en voz demasiado baja para que nadie más pudiera oirlo. Cuando finalmente vio que el akielense no mordía el anzuelo, volvió a sus comentarios sobre el amo de Damen. 178
—¿Crees que sentarte en la mesa principal junto a él significa algo? No lo hace. No te va a joder. Es frígido. El cambio de tema fue casi un alivio. No importa lo crudo que el muchacho fuera, no había nada que pudiera especular sobre las preferencias de Laurent que Damen no hubiera oído ya decir, extensamente y en el lenguaje más vulgar, a los aburridos guardias del servicio interior. —No creo que “pueda”. Creo que no le funciona lo que tiene. Cuando era más joven, yo solía creer que se lo habían debido cortar. ¿Qué piensas? ¿Lo has visto? «¿Cuando era más joven?» Damen dijo: —No se lo han cortado. Los ojos de Nicaise se estrecharon. Damen continuó: —¿Cuánto tiempo has sido mascota en esta Corte? —Tres años —respondió con el tipo de tono que decía: “no vas a durar aquí ni tres minutos”. Damen lo miró y deseó no haber preguntado. Si tenía la mente de un infante o no, físicamente Nicaise aún no había pasado de niño a adolescente. Todavía era impúber. Parecía más joven que cualquiera de las otras mascotas que Damen hubiera visto en esa Corte, todas las cuales habían pasado por lo menos la pubertad. Tres años…
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La delegación patrana permanecía ajena. Con Torveld, Laurent hacía gala de su mejor comportamiento. Increíblemente, al parecer se había despojado de la malicia y lavado la boca con jabón. Hablaba inteligentemente sobre política y comercio; si de vez en cuando un poco de su agudeza destellaba, la exhibía con ingenio, sin mordacidad, solo lo suficiente como para demostrar: «¿Lo ves? Puedo dar más». Torveld manifestaba cada vez menos ganas de prestarle atención a alguien más. Era como ver a un hombre sonreír mientras se hundía en aguas profundas. Por suerte, no duró mucho tiempo. Por un milagro de la moderación, solo hubo nueve platillos, servidos uno detrás de otro, y artísticamente dispuestos en vajilla enjoyada de diseños atractivos. Las mascotas no "prestaban servicios"46 en absoluto. Estaban sentadas, instaladas junto a sus dueños, algunas eran alimentadas de la mano de estos y un par de ellas incluso se proveían descaradamente a sí mismas, hurtando bocados selectos de sus amos de manera juguetona, como perros falderos mimados que aprendieron que cualquier cosa que hicieran, sus cariñosos dueños la encontrarían encantadora. —Es una pena que no haya podido organizar nada para que examinéis a los esclavos —dijo Laurent cuando empezaron a cubrir la mesa con los platos dulces. —No es necesario. Vi a los esclavos del palacio de Akielos. No creo haberlos visto jamás de esa calidad, ni siquiera en Bazal. Además, confío en vuestro gusto, por supuesto. 46
Aparentemente se refiere, no sólo a que no atendían las mesas, sino también a que no prestaban servicios sexuales a sus amos (recordar la escena del anfiteatro).
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—Me alegro —dijo Laurent. Damen era consciente de que a su lado, Nicaise estaba escuchando atentamente. —Estoy seguro de que mi tío estará de acuerdo con el intercambio si le presionáis lo suficiente —ofreció Laurent. —Si lo hace, os lo deberé a Vos —aclaró Torveld. Nicaise se levantó de la mesa. Damen recorrió las nueve frías pulgadas en la primera oportunidad. —¿Por qué hacéis esto? Vos fuisteis el que me advirtió sobre Nicaise —dijo hablando en voz baja. Laurent se quedó quieto; luego, deliberadamente se removió en su asiento y se inclinó, acercando sus labios a la oreja derecha de Damen. —Creo que estoy fuera del alcance de sus estocadas, tiene brazos cortos. ¿O tal vez tratará de tirarme una ciruela azucarada? Es embarazoso. Si la esquivo golpeará a Torveld. Damen apretó los dientes. —Sabéis lo que quiero decir. Os oyó. Va a tramar algo. ¿No podéis hacer algo al respecto? —Estoy ocupado. —Entonces dejadme hacer algo a mí. —¿Desangrarle? —preguntó Laurent.
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Damen abrió la boca para responder pero sus palabras fueron contenidas por el sorpresivo roce de los dedos del Heredero sobre sus labios, un pulgar acarició su mandíbula. Era el tipo de contacto ausente que cualquier amo en la mesa podría dar a su mascota. Pero en vista de la reacción de asombro que sacudió a los cortesanos sentados en la mesa, estaba claro que Laurent no hacía este tipo de cosas a menudo. O nunca. —Mi mascota se sentía descuidada. —Se disculpó con Torveld. —¿Él es el cautivo que Kastor os envió para entrenar? —consultó Torveld con curiosidad— ¿Es… seguro? —Aparenta ser combativo, pero es realmente muy dócil y adorable —comentó Laurent —como un cachorrito. —“Un cachorrito” —repitió el patrano. Para demostrarlo, el Príncipe Vereciano tomó un dulce de nueces molidas y miel para luego ofrecérselo a Damen del mismo modo que lo había hecho en el anfiteatro, entre el pulgar y el índice. —¿Un caramelo? —convidó Laurent. En el prolongado instante que siguió, Damen consideró, explícitamente, la posibilidad de matarlo. Sin embargo, lo tomó. Era empalagosamente dulce. No dejó que sus labios tocaran los dedos de Laurent. Un gran número de personas estaban observándoles. El príncipe enjuagó meticulosamente sus dedos en el tazón de oro destinado al lavado, cuando hubo terminado, y los secó con un pequeño cuadrado de seda.
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Torveld observó. En Patras, los esclavos alimentaban a sus amos, pelando frutas y sirviendo bebidas, y no al revés. Al igual que en Akielos. La conversación se recuperó tras la pausa y versó sobre asuntos triviales. En torno a ellos, las creaciones de azúcar con formas fantásticas, las confituras especiadas y los pasteles glaseados estaban siendo lentamente devorados. Damen escudriño los alrededores buscando a Nicaise, pero el muchacho se había ido. Durante la sosegada tregua tras el banquete y
antes de los
espectáculos, a Damen se le dio rienda suelta para vagar, por lo que aprovechó para emprender su búsqueda. Laurent estaba ocupado y, por primera vez, no tenía dos guardias continuamente sobre él. Podría haberse escapado. Podría haber caminado justo a través de las puertas del palacio y desde allí, a la ciudad cercana de Arles. Excepto que no podía irse de aquel sitio hasta que la embajada de Torveld partiera con los esclavos; esa era, por supuesto, la única razón por la que andaba sin ninguna correa. No
hizo
grandes
progresos.
Los
guardias
podrían
haber
desaparecido, pero la caricia de Laurent había atraído hacia Damen otro tipo de atención. —Ya predije yo, cuando el Príncipe lo llevó a la arena, que sería muy popular —estaba diciendo Vannes a la dama noble que la acompañaba—. Lo vi actuar en los jardines, pero fue casi un desperdicio de su talento, el Príncipe no le permitió adoptar un papel activo.
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Los intentos de Damen para excusarse no tuvieron en ella impacto en absoluto. —No, no nos dejes todavía. Talik desea conocerte —le indicó Vannes. Ella continuó hablando con la dama que la acompañaba—. Por supuesto, la idea de que una de nosotras mantenga hombres es grotesca. Pero si se pudiera, ¿no crees que él y Talik harían una buena pareja? Ah. Aquí está. Les dejaremos un momento a solas. —Y ellas partieron. —Yo soy Talik —declaró la mujer mascota. Su voz tenía un fuerte acento de Ver-Tan, la provincia oriental de Vask. Damen recordó a alguien diciendo que a Vannes le gustaban las mascotas que podrían barrer las competiciones en la arena. Talik era casi tan alta como Damen, con brazos desnudos y musculosos. Había algo ligeramente depredador en su mirada, en su ancha boca y en el arco de las cejas. Damen había asumido que las mascotas, al igual que los esclavos, serían sexualmente sumisas a sus amos, como se acostumbraba en Akielos. Sin embargo, él sólo podía hacer conjeturas sobre la relación entre Vannes y esta mujer en la cama. Ella comenzó diciendo: —Creo que un guerrero de Ver-Tan mataría fácilmente a un guerrero de Akielos. —Creo que dependería del guerrero —expresó con cautela. Ella pareció considerar su respuesta hasta encontrarla, finalmente, aceptable. La mujer continuó:
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—Estamos esperando. Ancel actuará. Él es muy “popular”, está “de moda”. Lo has tenido. —No esperó que él confirmara esa declaración—. ¿Qué piensas de él? «Bien instruido». La mente de Damen le proporcionó la respuesta, «taimado, como una sugerencia murmurada al oído». Frunció el ceño y respondió: —Adecuado. —Su contrato con Lord Berenger termina pronto. Ancel buscará un nuevo contrato, un mejor postor. Quiere riqueza, estatus. Es una tontería. Lord Berenger quizá ofrezca menos dinero, pero es bondadoso; y nunca pone a las mascotas en la arena. Ancel ha hecho muchos enemigos. Si lo ponen a luchar, alguien arrancará sus verdes ojos por "accidente". Damen se estremeció en contra de su voluntad. —¿Es por eso que él está persiguiendo la atención Real? ¿Quiere al Príncipe para… —Intentó el vocabulario desconocido—…ofertar por su contrato? —¿El Príncipe? —dijo Talik con desprecio—. Todo el mundo sabe que el Príncipe no mantiene mascotas. —¿Ninguna en absoluto? —Quiso aclarar el akielense. Ella se explayó: —Tú. —Lo observó de arriba abajo—. Tal vez al Príncipe le gusten los “hombres”, no estos niños verecianos pintados que chillan si se les
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pellizca. —Su tono sugería que ella aprobaba la preferencia por propia naturaleza. —Nicaise —recordó Damen, ya que estaban hablando de chicos verecianos pintados—. Estaba buscando a Nicaise. ¿Lo has visto? Talik señaló: —Allá. Al otro lado de la sala, este había reaparecido. Hablaba al oído de Ancel, que tenía que doblarse casi a la mitad para alcanzar el nivel del pequeño. Cuando terminó, Nicaise enfrentó a Damen. —¿El Príncipe te envió? Llegas demasiado tarde —advirtió el niño. «¿Demasiado tarde para qué?», sería la réplica que hubiese hecho ante cualquier Corte excepto esta. —Si le has hecho daño a cualquiera de ellos… —¿Qué harás? —Estaba sonriendo—. No harás nada. No tienes tiempo. El Regente quiere verte. Me envió a avisarte. Deberías apresurarte. Estás haciéndolo esperar. —Otra sonrisa—. Me envió hace siglos. Damen lo miró fijamente. —¿Y bien? Ve —continuó. Posiblemente fuera una mentira, pero él no podía arriesgarse a cometer una ofensa si no lo era. Así que allá fue.
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No era mentira. El Regente lo había convocado; cuando llegó, despidió a todos los que le rodeaban, por lo que Damen se quedó solo junto a su silla, en un rincón de la antecámara tenuemente iluminada; era una audiencia privada. A su alrededor, henchida de comida y vino, el ruido de la Corte se sentía cordial y relajado. Damen le dedicó todas las cortesías que el protocolo exigía. El Regente habló. —Supongo que
un esclavo se excitará ante la perspectiva de
saquear los tesoros de un Príncipe. ¿Has tomado a mi sobrino? Damen permaneció muy quieto; trató de ni siquiera perturbar el aire al respirar. —No, Alteza. —Al contrario, tal vez. —No. —Sin embargo, comiste de su mano. La última vez que hablé contigo, deseabas que lo azotaran. ¿Cómo puedes explicar el cambio? «No te gustará mi réplica», Laurent le había advertido. Damen contestó cuidadosamente. —Estoy a su servicio. Tengo esa lección grabada en mi espalda. El Regente lo miró fijamente durante un rato. —Estoy casi desilusionado, si no más que eso. Laurent podría beneficiarse de una influencia estabilizadora, alguien cercano a él que
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cuidara sus mejores intereses de corazón. Un hombre de buen juicio podría ayudar a guiarlo sin ser dominado. —¿Dominado? —Mi sobrino es encantador cuando lo desea. Su hermano era un verdadero líder que podía inspirar extraordinaria lealtad en sus hombres. Laurent posee una versión superficial de los dones de su hermano que utiliza para salirse con la suya. Si hay alguien que pueda tener a un hombre comiendo de su mano luego de haberlo mandado a azotar, ese es mi sobrino —concluyó el Regente—. ¿Dónde está tu lealtad? Y Damen comprendió que no era una pregunta. Se le estaba dando una elección. Quería desesperadamente atravesar el abismo que separaba a las dos facciones de la Corte: del otro lado estaba este hombre que hacía tiempo se había ganado su respeto. Fue doloroso para él darse cuenta de que no estaba en su naturaleza hacerlo, no mientras Laurent estuviera actuando en su beneficio. «Si es que Laurent estaba actuando en su beneficio...» Aunque este lo estuviera haciendo, tenía muy poco estómago para sacar partido del juego que se estaba jugando aquella noche. Y, aun así. —Yo no soy el hombre que buscáis —decidió—. No tengo influencia sobre él. No soy cercano a él. No siente ningún aprecio por Akielos o su gente. El Regente le dio otra larga, considerada mirada.
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—Eres honesto. Eso es agradable. En cuanto al resto, veremos. Eso es todo por ahora —concluyó el hombre mayor—. Ve y tráeme a mi sobrino. Prefiero que no esté a solas con Torveld. —Sí, Alteza. No estaba seguro de por qué sentía como un alivio, pero así era. Algunas pocas preguntas a los otros sirvientes y Damen averiguó que Laurent y el embajador patrano se habían retirado una vez más a uno de los balcones, huyendo del gentío sofocante del interior del palacio. Al llegar a la terraza, Damen desaceleró. Podía oír el rumor de sus voces. Volvió a mirar hacia la atestada cámara de la Corte; estaba fuera de la vista del Regente. Si Laurent y Torveld estaban discutiendo el acuerdo comercial, sería mejor esperar un poco para darles todo el tiempo extra que pudieran necesitar. —… dije a mis consejeros que estaba más allá de la edad de ser distraído por jóvenes hermosos —oyó decir al patrano y de pronto fue evidentemente claro que no se trataba de negociaciones comerciales. Fue una sorpresa; pero, pensándolo bien, había sucedido durante toda la velada. Que un hombre de la honorable reputación de Torveld eligiera a Laurent como el objeto de sus afectos era difícil de digerir, pero quizás sintiera admiración por las víboras. Su curiosidad floreció. Ningún otro tema había generado mayores especulaciones que este entre cortesanos y miembros de la Guardia del Príncipe por igual. Damen se detuvo y escuchó.
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—Y entonces os conocí —confesaba Torveld— y luego pasé una hora en vuestra compañía. —Más de una hora —corrigió Laurent—. Menos que un día. Creo que os distraéis más fácilmente de lo que admitís. —¿Y tú… no? Hubo una ligera pausa en el ritmo de su conversación. —Tú... has estado escuchando los chismes. —¿Es eso cierto, entonces? —¿Qué no soy… cortejado con facilidad? No puede ser lo peor que hayas oído de mí. —De lejos lo peor, desde mi punto de vista. Fue dicho cálidamente, y se ganó un soplo de diversión insustancial por parte de Laurent. La voz de Torveld cambió, como si se hubieran acercado más. —He oído muchos chismes acerca de ti, pero juzgo como me parece. Fue provocado con la misma voz íntima. —¿Y cuál es el veredicto? Damen dio un paso adelante con determinación. Al oírlo, Torveld se sobresaltó y se volvió en redondo; en Patras, los asuntos del corazón, o del cuerpo, eran generalmente privados. Laurent,
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elegantemente se reclinó contra la balaustrada sin reaccionar en absoluto, excepto para cambiar la mirada en dirección a su mascota. Realmente estaban de pie muy cerca el uno del otro. Sin embargo, no lo suficientemente cerca como para besarse. —Alteza, vuestro tío me ha enviado por Vos —informó Damen. —Una vez más —dijo Torveld mientras una arruga aparecía en medio de su frente. Laurent se separó. —Es sobreprotector —explicó. El ceño fruncido desapareció cuando la mirada de Torveld se volvió hacia el vereciano. —Te has tomado tu tiempo —Laurent murmuró al pasar junto a Damen. Se quedó solo con Torveld. Se estaba tranquilo aquí en el balcón. Los sonidos de la Corte sonaban apagados, como si fueran muy distantes. Más fuerte e íntimo era el murmullo de los insectos sobre la tierra de los jardines, y del lento balanceo de la vegetación. En cierto momento Damen recordó que supuestamente debía bajar la vista. La atención de Torveld estaba en otra parte. —Es un premio —confesó Torveld cálidamente—. Apuesto a que nunca pensaste que un príncipe podría estar celoso de un esclavo. En este momento me gustaría intercambiar lugares contigo en un instante. «No te das cuenta», pensó Damen. «No sabes nada de él. Lo conoces de una sola noche».
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—Creo que el espectáculo comenzará en breve —dijo Damen. —Sí, por supuesto. —Y siguieron a Laurent de regreso al salón.
***
Damen, en su vida, había sido requerido para presenciar muchos espectáculos. En Vere la palabra "espectáculo" había adquirido un nuevo significado. Cuando Ancel se adelantó con una larga vara entre sus manos, Damen se preparó para el tipo de exhibición que haría que la delegación patrana se desmayara. En ese momento, Ancel acercó cada uno de los extremos del palo a la antorcha en el soporte de pared, y estos empezaron a arder. Era una especie de “danza del fuego” en la que la vara era lanzada y vuelta a atrapar; donde las llamas, al agitarse y girarse, creaban formas sinuosas, círculos y patrones de movimiento. El cabello rojo de Ancel se combinaba con las tonalidades corales y anaranjadas de las antorchas y ayudaba a crear una estética atractiva. E incluso sin el movimiento hipnótico de la llama, el baile era seductor; parecía realizar sin esfuerzo movimientos de gran dificultad, haciendo lucir su físico sutilmente sensual. Damen admitió que Ancel se estaba ganando su respeto. Aquella actuación requería tanto entrenamiento, disciplina y plasticidad que lo llegó a admirar. Era la primera vez que veía a las mascotas verecianas mostrar otras habilidades aparte de exhibirse o trepar encima de alguien.
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El ambiente era relajado. Damen volvió a ser enganchado a la correa y, muy posiblemente, estaba siendo usado como chaperón47. Laurent se movía de manera cuidadosa, tratando de manejar al difícil pretendiente con gentileza. El esclavo observaba con cierto regocijo como el otro sufría debido a sus intrigas. A pesar de la vigilancia del akielense, el sirviente de Torveld trajo un melocotón y un cuchillo, luego cortó una rebanada según instrucciones de su amo y se la ofreció a Laurent, quien la aceptó con suavidad. Cuando terminó el bocado, el sirviente sacó un retazo de tela de la manga y lo ofreció para que Laurent limpiara sus dedos inmaculados. La tela era de seda transparente, ribeteada en hilo de oro. Laurent la devolvió arrugada. —Estoy disfrutando de la actuación —Damen no pudo resistirse a decir. —El sirviente de Torveld es mejor proveedor que tú. —Fue todo lo que acotó Laurent. —No tengo mangas para llevar pañuelos dentro —añadió Damen—. Aunque no me importaría que me dieran un cuchillo. —¿O un tenedor? —preguntó Laurent. Un rumor de aplausos y una pequeña agitación impidieron que respondiera. La danza del fuego había terminado y algo estaba pasando en el otro extremo de la habitación. Resistiéndose como un potro joven a las riendas, Erasmus estaba siendo arrastrado hacia adelante por un supervisor vereciano. 47
Persona mayor que generalmente acompaña a una más joven para evitar que esta se vea importunada con avances amorosos.
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Escuchó la voz aflautada de un muchacho. —Dado que os gustan tanto, pensé que podríamos ver la actuación de uno de los esclavos de Akielos. Era Nicaise, así que ese era el pequeño asunto del pendiente. Torveld sacudió la cabeza, concordando bastante. —Laurent —comenzó—, habéis sido estafado por el Rey de Akielos. Ese no puede ser un esclavo del palacio. No tiene la estampa en absoluto. Ni siquiera puede quedarse quieto. Creo que Kastor solo vistió a sirvientes jóvenes y los envió. A pesar de que es bonito —opinó Torveld. Y luego, con una voz un poco diferente—. Muy bonito. Él era muy bonito. Era excepcional, incluso entre los esclavos escogidos para ser excepcionales, elegidos a dedo para estar al servicio de un príncipe. Excepto que se comportaba torpe y sin gracia, y no estaba mostrando ninguna señal de tener entrenamiento. Por fin se dejó caer de rodillas, pero parecía que estaba allí solo porque sus miembros se habían paralizado, con las manos apretadas como si tuviera calambres. —Bonito o no, yo no puedo tomar dos docenas de esclavos no entrenados de vuelta conmigo a Bazal. —Dijo Torveld. Damen tomó a Nicaise por la muñeca. —¿Qué has hecho? —¡Suéltame! Yo no he hecho nada —dijo Nicaise. Se frotó la muñeca cuando Damen lo soltó mientras se dirigía a Laurent—: ¿Le dejas hablar con sus superiores de esa manera?
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—No a sus superiores —dijo Laurent. Nicaise se ruborizó ante eso. Ancel seguía dando vueltas perezosamente al palo de fuego. El parpadeo de las llamas arrojaba una luz anaranjada. El calor, cuando llegaba, era sorprendente. Erasmus se había puesto blanco, como si fuera a vomitar delante de todos. —Detened eso. —Damen le pidió a Laurent—. Es cruel. El chico sufrió quemaduras graves. Le teme al fuego. —¿Quemado? —dijo Torveld. Nicaise añadió rápidamente: —No quemado, marcado. Tiene las cicatrices en la pierna. Son feas. Torveld miraba a Erasmus, cuyos ojos estaban brillantes y mostraban una especie de extática desesperanza. Sabiendo lo que el esclavo creía estar enfrentando, resultaba difícil de entender que estuviera arrodillado, esperando. Torveld ordenó: —Que se apague el fuego. El repentino olor acre del humo ahogó los perfumes verecianos. El fuego se había apagado. Convocado al frente, Erasmus consiguió una ligera mejor postración, y pareció calmarse, aun en presencia de Laurent, lo cual tuvo poco sentido hasta que Damen recordó que él consideraba que Laurent era “amable”. Torveld le hizo varias preguntas, las cuales fueron respondidas por Erasmus en patrano, tímidamente, pero mejorando. Después de eso, los
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dedos del embajador de alguna manera encontraron el camino para descansar por un momento, de forma protectora, sobre la cima de la cabeza del esclavo. Más tarde, el embajador solicitó que Erasmus se sentara a su lado durante las negociaciones comerciales. Después de aquello, el muchacho besó los pies del patrano, y a continuación, su tobillo; sus rizos rozaron el firme músculo de la pantorrilla del hombre mayor. Damen miró a Laurent, que se había limitado a dejar que todo aquello se desplegara ante él. Pudo apreciar a que se debía la transferencia de los afectos de Torveld. Existía un superficial parecido entre el príncipe y el esclavo. La piel blanca y el cabello refulgente de Erasmus era lo más parecido en la sala al dorado de Laurent y a su cutis marfileño. Pero el muchacho tenía algunas cosas que al Príncipe le faltaban: vulnerabilidad, necesidad de cuidar, y un anhelo de ser dominado que era casi palpable. En Laurent sólo existía una frialdad aristocrática; pero si la dignidad de su perfil atraía al ojo, Damen tenía cicatrices en la espalda para demostrar que se podía admirar, pero no tocar. —¡Vos habéis planeado esto! —dijo Nicaise, con voz baja como un siseo— Queríais que lo viera, ¡me habéis engañado! —En el mismo tono de voz en que un amante podría haber dicho: “¡Cómo pudiste!” Excepto que había ira allí también. Y pesar. —Tuviste una opción —dijo Laurent—. No tenías que mostrarme tus garras. —Me habéis engañado —protestó Nicaise—. Le voy a decir…
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—Díselo —cortó Laurent—. Todo lo que he hecho, y cómo me ayudaste. ¿Cómo crees que va a reaccionar? ¿Y si lo averiguamos? Vayamos juntos. Nicaise dio al Príncipe una mirada calculadora, exasperadamente repleta de despecho. —Oh, tú… suficiente —añadió Laurent—. Suficiente. Estás aprendiendo. No será tan fácil la próxima vez. —Os lo prometo, no lo será —aseguró el niño venenosamente y se fue sin, notó Damen, dar al vencedor su pendiente.
***
Alimentada, saciada y entretenida, la Corte se dispersó; el Consejo y el Regente se sentaron y comenzaron las negociaciones. Cuando este pidió vino, fue Ancel quien se lo sirvió. Y cuando terminó, el pelirrojo fue invitado a sentarse junto al Regente, lo que realizó de forma muy decorativa, con una expresión de complacencia en su rostro. Damen tuvo que sonreír. Supuso que no podía culpar a Ancel por la ambición. Y no era un mal logro, para un chico de dieciocho años de edad. Había cortesanos en abundancia en su tierra natal que lo equipararían al logro de llenar la cama de un rey. Tanto más si se trataba de una situación que implicaba permanencia.
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Ancel no fue el único que había conseguido lo que quería esa noche. Laurent había entregado todo lo que Damen le había pedido, con un esmerado moño de regalo. Todo ello en el espacio de un día. Si ponías todo lo demás a un lado, había que admirar su planificación y eficiencia. Si no ponías el resto a un lado, recordabas que se trataba de Laurent; y que había mentido y engañado con el fin de llevar aquello a cabo; pensó en Erasmus, arrastrado a una noche de horrores, y lo que implicaba para un adulto el engañar y utilizar a un niño que, a pesar de que se lo tenía firmemente merecido, no tenía más que trece años. —Ya está hecho —informó el Príncipe llegando junto a él. Laurent parecía, curiosamente, estar de buen ánimo. Apoyó el hombro casualmente contra la pared. Su voz no era exactamente cálida, pero tampoco era cortante como borde de hielo pulido. —He dispuesto que Torveld se reúna contigo más tarde para discutir el transporte de los esclavos. ¿Sabías que Kastor nos los envió sin ningún supervisor de Akielos? —Supuse que el embajador y Vos tendríais otros planes —Eso solo le brotó. Laurent respondió: —No Damen se dio cuenta de que estaba presionando los límites del buen humor del vereciano. Por lo tanto, reconoció, no sin dificultad:
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—No sé por qué habéis hecho nada de esto, pero creo que serán bien tratados en Bazal. Gracias. —Estás permanentemente asqueado con nosotros, ¿no es así? — observó Laurent. Y entonces, antes de que Damen pudiera hablar—: No respondas a esa pregunta. Algo te hizo sonreír antes. ¿Qué fue? —No fue nada. Ancel —admitió Damen—. Finalmente encontró el patrocinio Real que estaba buscando. Lauren siguió su mirada. Con calma apreció la forma en la que Ancel se inclinaba para verter el vino, la manera en la que los dedos anulares del Regente se levantaron para trazar la línea de la mejilla de Ancel. —No —dijo Laurent, sin mucho interés—. Eso solo lo hace para guardar las apariencias. Creo que no todas las prácticas de esta Corte se ganarían la aprobación de la delegación de Torveld. —¿Qué queréis decir? Laurent alejó la mirada del Regente y la volvió a Damen, sus ojos azules no mostraban la hostilidad habitual, ni arrogancia, ni desprecio, pero sí algo que Damen no podía entender en absoluto. —Te advertí sobre Nicaise porque no es la mascota del consejero Audin. ¿No has adivinado aún de quien es mascota? —preguntó Laurent, y luego continuó, cuando no hubo respuesta—: Ancel es demasiado viejo para interesar a mi tío.
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CAPÍTULO NUEVE
Fue llevado a ver a Torveld temprano en la mañana, luego de una larga entrevista que tuvo con dos sirvientes patranos los cuales le sacaron todo cuanto conocía sobre esclavos. No había sabido cómo responder a algunas de las preguntas que le hicieron. Con otras se sintió más seguro: «¿Estaban entrenados según estándares patranos?, ¿podrían confiar en que entretuvieran a los huéspedes? “Sí, tenían formación lingüística y conocían las costumbres de Patras tanto como las de Vask, aunque tal vez no entendieran los dialectos provinciales. Y, por supuesto, sabían todo lo que se necesitaba de Akielos e Isthima. No de Vere”», se oyó decir a sí mismo. Nadie nunca se hubiera imaginado que podría haber un tratado o un intercambio. Las habitaciones de Torveld se parecían a las de Laurent, aunque más pequeñas. Este salió de la alcoba con el aspecto de haber descansado bien. Vestía solo pantalones y una bata. Esta cayó directamente hacia el suelo a ambos lados de su cuerpo, dejando al descubierto un pecho bien definido, ligeramente peludo. A través de la arcada, Damen pudo ver una cabeza dorada y pálidas extremidades tumbadas en la cama. Solo por un momento recordó a Torveld coqueteando con Laurent en el balcón, pero el cabello era rizado y de una tonalidad demasiado oscura. —Está durmiendo —informó Torveld.
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Hablaba en voz baja, para no molestar a Erasmus. Le señaló una mesa, donde ambos se sentaron. La túnica del patrano se asentó en pliegues de seda pesada. —No hemos aún… —empezó Torveld, y hubo un silencio. Damen se había acostumbrado tanto a la forma de hablar tan explícita de los verecianos que esperó, en silencio, a que dijera lo que tenía la intención de decir. Le llevó un momento darse cuenta de que, para un patrano, ese silencio expresaba todo lo necesario. El embajador continuó—: Él es... muy dispuesto, pero sospecho que ha habido algún maltrato, no solo las marcas. Te traje aquí porque quería preguntarte por el alcance de ello. Me preocupa hacer algo sin darme cuenta... —Otro silencio. Los ojos del embajador eran oscuros—. Creo que ayudaría saber. Damen pensó: «esto es Vere, no hay una delicada manera patrana para describir las cosas que pasan aquí». —Estaba siendo entrenado como esclavo personal para el Príncipe de Akielos —explicó Damen—. Es probable que fuera virgen antes de llegar a Vere. Pero no después. —Ya veo. —No conozco el alcance de ello —añadió. —No es necesario decir más. Es como yo sospechaba —confirmó Torveld—. Bueno, te doy las gracias por tu sinceridad y por tu trabajo esta mañana. Entiendo que es costumbre dar a las mascotas un regalo después de “brindar un servicio” —. El patrano le dirigió una mirada evaluadora. — No te ves como del tipo para joyas.
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Damen, sonrió un poco y dijo—: No. Gracias. —¿Hay algo más que te pueda ofrecer? Pensó en ello. Había algo que quería desesperadamente. Pero era peligroso preguntar. La veta de la mesa era oscura, solo el borde estaba tallado, el resto era una superficie plana lisa. —Vos estuvisteis en Akielos. ¿Estuvisteis allí después de los funerales? —Sí, eso es correcto. —¿Qué pasó con el harén del Príncipe… después de su muerte? —Supongo que fue disuelto. He oído que sus esclavos personales cortaron sus propias gargantas por la pena. No sé nada más. —Por la pena —repitió Damen, recordando el sonido de las espadas y su propia sorpresa, la sorpresa que había significado el no comprender lo que estaba ocurriendo hasta que fue demasiado tarde. —Kastor se enfureció. El Guardián de los Esclavos Reales fue ejecutado por dejar que sucediera. Y algunos guardias. Sí. Había advertido a Adrastus. Kastor querría borrar la evidencia de lo que había hecho. Adrastus, los guardias, quizás incluso la esclava rubia que le había atendido en los baños. Todos los que conocieran la verdad, sistemáticamente, habrían de ser asesinados. Casi todos. Damen tomó aliento. Cada fibra de su cuerpo le dijo que no debía arriesgarse a preguntar, y sin embargo, no pudo evitarlo. —¿Y Jokaste? 202
Pronunció su nombre como si la llamara, sin un título. Torveld le miró especulativamente. —¿La amante de Kastor? Estaba en buen estado de salud. El embarazo se estaba llevando a cabo sin incidentes... ¿No lo sabías? Lleva al niño de Kastor. Si habrá boda o no, todavía está en cuestión, pero sin duda será del interés de Kastor asegurar la sucesión. Todo parece indicar que va a presentar al niño como… —Su heredero —concluyó Damen. Ese sería su precio. Recordó cada perfecto rizo de su cabello, como tortuosa seda. «Cierra esa puerta». Miró al frente. Y de repente, se dio cuenta, por la forma en que el otro lo miraba, que se había entretenido con ese tema demasiado tiempo. —Sabes —dijo Torveld lentamente—, te pareces un poco a Kastor. Es algo en los ojos. En la forma de la cara. Cuanto más te miro… «No». —… más lo veo. ¿Alguna vez alguien… «No». —… lo notó antes? Estoy seguro de que Laurent podría… —No —cortó Damen—. Yo… Sonó demasiado enérgico, y demasiado urgente. El pulso le latía violentamente en el pecho, mientras era arrastrado de vuelta desde las imágenes de su hogar hacia aquella… decepcionante realidad. Sabía que lo único que se interponía entre él y el descubrimiento inmediato, era la 203
audacia de lo que Kastor había hecho. Un hombre honrado como Torveld nunca sospecharía ese tipo de descaro, esa ingeniosa perfidia. —Perdonadme. Quise deciros que… espero que no le digáis al Príncipe que creéis que me parezco a Kastor. No estaría contento con la comparación en absoluto. —No era una mentira. El cerebro de Laurent no tendría ningún problema en saltar de pista en pista hasta la respuesta. Estaba demasiado cerca de adivinar la verdad ya—. No siente amor por la familia Real de Akielos. Debería haber dicho algo acerca de que estaba halagado de escuchar que existía tal semejanza, pero sabía que no sería capaz de que su boca formara esas palabras. Por el momento, al menos, Torveld se distrajo. —Los sentimientos de Laurent hacia Akielos son demasiado conocidos —explicó Torveld con mirada de preocupación—. He tratado de hablar con él al respecto. No me sorprende que quiera a esos esclavos lejos del palacio. Si yo fuera Laurent, sospecharía de cualquier regalo akielense. Con los conflictos surgiendo entre los kyroi, lo último que puede permitirse Kastor es un vecino hostil en su frontera Norte. El Regente está abierto a la amistad con Akielos, pero Laurent... sería en interés de Kastor mantenerlo fuera del trono. Tratar de imaginar a Kastor conspirando contra el Heredero Vereciano era como tratar de imaginar a un lobo conspirando contra una serpiente.
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—Creo que el Príncipe puede tener su propio interés —sugirió Damen secamente. —Sí. Puede que tengas razón. Tiene una mente rara. —Torveld se levantó mientras hablaba, indicando que la entrevista había terminado. En ese mismo momento, Damen percibió señales de movimiento en la cama—. Estoy esperando renovar lazos con Vere después de su ascensión. «Porque os ha hechizado», pensó Damen, «porque sois un soñador y no tenéis ni idea de su naturaleza». —Puedes decirle lo que dije si gustas. Oh, y dile que estoy deseando batirlo con la marca hoy —dijo Torveld con una sonrisa cuando Damen hizo su salida.
***
Damen, por suerte para su sentido de auto-preservación, no tuvo oportunidad de decirle a Laurent ninguna de esas cosas, puesto que fue conducido a cambiarse de ropa. Iba a salir para acompañar al Príncipe. No necesitaba preguntar “¿Acompañarlo dónde?” Era el último día de Torveld, y este era bien conocido por disfrutar de la caza. La verdadera caza deportiva se llevaba a cabo en Chastillon, pero estaba demasiado lejos para ir por un día, y había algunas excursiones asequibles alrededor de las tierras ligeramente boscosas de Arles. Por lo que, un poco indispuesta debido al vino de la noche previa, la mitad de la Corte se levantó a media mañana y se trasladó al exterior.
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Damen fue transportado, ridículamente, en una litera, del mismo modo que lo fue Erasmus y algunas de las otras gráciles mascotas. No estaban allí para participar, sino para asistir a sus amos después de que el ejercicio hubiera acabado. Damen y Erasmus tenían como destino la tienda Real. Hasta que la delegación de Patras partiera, el primero no podría intentar escapar. Ni siquiera podría aprovechar el paseo para espiar la ciudad de Arles y sus alrededores. La litera estaba cubierta. Tenía una muy buena vista de una sucesión de figuras copulando, tales eran las escenas bordadas en la parte interna de la cobertura de seda. La nobleza estaba cazando jabalíes, o lo que los verecianos llamaban “sanglier”, una especie del Norte que era más grande, con los colmillos más largos en el macho. Una desfile de sirvientes, desde antes del amanecer, o tal vez incluso trabajando durante la noche, habían transportado toda la opulencia del palacio al exterior, levantando tiendas de campaña ricamente coloreadas y cubiertas de banderines y pendones. Había una gran cantidad de refrescos que eran servidos por atractivos pajes. Los caballos estaban decorados con lazos, y las sillas de montar, con incrustaciones de piedras preciosas. Esta era una cacería con todos los cueros exquisitamente pulidos, cada almohada mullida y todas las necesidades satisfechas. Pero a pesar de todo el lujo, todavía era un deporte peligroso. Un jabalí era más inteligente que un ciervo o, incluso, que una liebre, que correría hasta escaparse o ser superado. Un jabalí, temible, furioso y agresivo, de vez en cuando se volteaba y luchaba. Llegaron, descansaron, almorzaron. La recepción estaba montada. Los exploradores se dispersaron. Para sorpresa de Damen, había una o dos mascotas entre los jinetes pululando alrededor; vio a Talik en un caballo
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junto a Vannes; y montando muy pulcramente sobre un ruano48 bastante rojizo estaba Ancel, acompañando a su amo Berenger. Dentro de la tienda, no había ningún indicio de Nicaise. El Regente montaba, pero su niño mascota había sido dejado atrás. Las palabras de Laurent la noche anterior habían sido una sorpresa. Era difícil conciliar lo que ahora sabía con el carácter y el porte del hombre. El Regente no daba señales de sus… gustos. Damen casi podría haber pensado que Laurent estaba mintiendo. Salvo que se veía en todos los aspectos del comportamiento de Nicaise, que era verdad. ¿Quién si no la mascota del Regente se comportaría tan descaradamente como ese niño lo hacía en compañía de príncipes? Teniendo en cuenta las lealtades de Nicaise, era extraño que Laurent aparentara sentirse atraído por él; le parecía extraño, incluso para alguien inusual como él, pero ¿quién sabía lo que pasaba en esa laberíntica mente? No había nada que hacer más que observar mientras los jinetes montaban y esperaban la primera señal del juego. Damen se acercó a la entrada de la tienda y se asomó. La partida de cazadores iluminada por el sol se extendía por la colina, con sus joyas y pulidos cueros parpadeando. Los dos príncipes montaban uno al lado del otro, cerca de la tienda. Torveld parecía poderoso y competente. Laurent, vestido para la caza, cubierto de cuero negro, presentaba un aspecto aún más austero de lo habitual. Montaba
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Caballo cuyo pelaje está entremezclado con blanco o gris
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una yegua baya49. Era una hermosa montura, de proporciones perfectamente equilibradas y caderas largas hechas para la caza, pero era rebelde y difícil, ya cubierta por una fina y perlada capa de sudor. Cedió ante Laurent, quien la controlaba bajo una ligera rienda; era una oportunidad para mostrar su prestancia, la cual era excelente. Pero era una exhibición sin sentido. La caza, como el arte de la guerra, requería fuerza, resistencia y habilidad con un arma. Pero más importante que esas tres cualidades, requería un caballo tranquilo. Los perros trenzaban su camino entre las patas de los caballos. Habían sido entrenados para estar cómodos con los animales grandes; adiestrados para ignorar a las liebres, los zorros y los ciervos; y no concentrarse en otra cosa más que en los sanglier. La yegua inquieta de Laurent comenzó a agitarse otra vez; el jinete se inclinó hacia delante en la silla, murmurándole algo mientras le acariciaba el cuello con un gesto extrañamente suave, para tranquilizarla. Luego miró a Damen. Era un desperdicio de la naturaleza haber conferido aquella buena apariencia a un ser cuyo carácter era tan desagradable. La piel blanca de Laurent y sus ojos azules eran una combinación rara en Patras, más rara aún en Akielos y una debilidad en particular para Damen. El cabello color oro lo empeoraba. —¿No os podéis permitir un buen caballo? —mencionó Damen. —Intentad seguirme —dijo Laurent.
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Caballo de color blanco amarillento.
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Se lo dijo a Torveld después de una fría mirada hacia Damen. Un roce de sus talones y su montura se movió como si fuera parte de él. El patrano, que estaba sonriendo, lo siguió. A lo lejos, un cuerno sonó, anunciando el juego. Los jinetes espolearon sus monturas y todo el grupo partió hacia el sonido del cuerno. Los cascos tronaron tras el ladrido de los perros. El terreno estaba solo ligeramente arbolado, con follaje disperso aquí y allá. Una gran tropilla a medio galope. Tenía una vista clara de los perros y los jinetes delanteros acercándose a una zona más boscosa. El jabalí estaría en algún lugar bajo aquella cubierta. No pasó mucho tiempo antes de que el grupo estuviera fuera de la vista, atravesando los árboles, sobre la cresta de la colina. Dentro de la tienda Real, los sirvientes estaban retirando lo último del almuerzo, el cual habían devorado reclinados sobre los cojines esparcidos, con el ocasional vagabundeo de
algún perro, que era
expulsado, de buen humor, fuera de la tienda. Erasmus era como un adorno exótico, sumisamente arrodillado sobre un cojín del color de las manzanas amarillas. Había hecho un trabajo muy discreto al servir a Torveld durante el almuerzo, y luego, al arreglar su traje de montar. Llevaba una túnica corta de estilo patrano que exponía sus brazos y piernas, sin embargo, era lo suficientemente larga como para cubrir sus cicatrices. De regreso en el interior de la tienda, Damen no miró a ningún otro lugar. Erasmus miró hacia abajo y trató de no sonreír; en su lugar se sonrojó, lenta y delicadamente.
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—Hola —saludó Damen. —Sé que has arreglado esto de alguna manera —dijo Erasmus. Era incapaz de ocultar aquello que sentía, y parecía resplandecer levemente de felicidad avergonzada —. Mantuviste tu promesa. Tú y tu amo. Te dije que era amable. —Lo dijiste —confirmó Damen. Se alegró de ver a Erasmus feliz. Lo que sea que creyera de Laurent, Damen no iba a disuadirlo. —Es incluso mejor en persona. ¿Sabes que vino y habló conmigo? — le confió el joven eslavo. —… ¿lo hizo? —preguntó el otro. Era algo que no podía imaginar. —Me preguntó por... lo que ocurrió en los jardines. Luego me advirtió. Sobre la pasada noche. —Te advirtió —repitió Damen. —Dijo que Nicaise me haría actuar ante la Corte y que sería horrible, pero que si era valiente, algo bueno podría venir al final de ello. — Erasmus miró a su interlocutor con curiosidad—. ¿Por qué pareces sorprendido? —No lo sé. No debería estarlo. Le gusta planear las cosas de antemano —dijo Damen. —No habría sabido siquiera de alguien como yo si tú no le hubieras pedido que me ayudara —indicó el esclavo—. Es un príncipe, su vida es muy importante, mucha gente debe querer que haga cosas por ellos. Me
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alegro de tener esta oportunidad para darte las gracias. Si hay una manera de recompensártelo, la encontraré. Juro que lo haré. —No hay necesidad. Tu felicidad es pago suficiente. —¿Y qué hay de ti? —le preguntó— ¿No quieres estar solo, por tu cuenta? —Tengo un amo amable —dijo Damen. Las palabras le salieron bastante bien, considerando todas las cosas. Erasmus se mordió el labio, y los rizos dorados le cayeron sobre la frente. —¿Estás enamorado de él? —No exactamente —respondió Damen. Hubo un momento de silencio. Fue Erasmus quien lo rompió. —A mí... siempre me enseñaron que el deber de un esclavo es sagrado, que debíamos honrar a nuestros amos a través de la sumisión y ellos nos honrarían a cambio. Y yo creí en eso. Pero cuando dijiste que te enviaron aquí como castigo, entendí que para los hombres de este lugar no hay honor en la obediencia y es vergonzoso ser esclavo. Tal vez ya había empezado a entender eso, incluso antes de que me hablaras. Traté de decirme a mí mismo que era una sumisión aún más grande convertirse en nada, no tener ningún valor, pero no podía… Creo que la sumisión está en mi naturaleza, como no lo está en la tuya, pero necesito a alguien… a quien pertenecer. —Tienes a alguien —indicó Damen—. Los esclavos son apreciados en Patras, y Torveld está loco por ti.
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—Me gusta —confesó Erasmus tímidamente, sonrojándose—. Me gustan sus ojos. Creo que es guapo. —Y luego se sonrojó de nuevo ante su propia audacia. —¿Más guapo que el Príncipe de Akielos? —Damen bromeó. —Bueno, nunca lo vi, pero realmente no creo que pudiera ser más guapo que mi Señor —dijo Erasmus. —Torveld no te diría esto él mismo, pero es un gran hombre —le informó Damen sonriendo—. Incluso entre los príncipes. Pasó la mayor parte de su vida en el Norte, luchando en la frontera con Vask. Él fue quien finalmente acordó la paz entre Vask y Patras. Es el más leal sirviente del rey Torgeir, además de su hermano. —Otro reino... en Akielos, ninguno de nosotros pensó que dejaríamos el palacio. —Siento que tengas que ser desarraigado de nuevo. Pero no va a ser como la última vez. Puedes entusiasmarte con este viaje. —Sí. Eso es…
Yo... tendré un poco de miedo, pero seré muy
obediente —dijo Erasmus. Y se sonrojó de nuevo.
***
Los primeros en regresar fueron los cazadores de a pie y los guías caninos de la primera
cuadrilla, que traían a un grupo de perros
exhaustos, luego de haber liberado una segunda jauría fresca al frente de
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los jinetes cuando estos se lanzaron más adelante. Sobre los guías también recayó el trabajo de acabar con los perros que habían sido heridos, sin posibilidad de recuperación, por los colmillos afilados del jabalí. Existía una extraña atmósfera entre ellos, no era solo la pesada fatiga, la lengua colgando de los perros. Era algo en los rostros de los hombres. Damen percibió un toque de inquietud. La cacería de jabalíes era un deporte peligroso. En el umbral de la tienda, llamó a uno de ellos. —¿Sucedió algo? El guía canino explicó: —Ve con pies de plomo. Tu señor está de un humor feroz. «Bueno, las cosas vuelven a su cauce». —Déjame adivinar. Alguien más derribó al jabalí. —No. Él lo hizo —informó el perrero con un dejo amargo en la voz—. Destrozó a su yegua para lograrlo… ella nunca tuvo una oportunidad. Incluso antes de que la guiara a la lucha que destrozó su tobillo trasero, ella ya tenía sangre desde el flanco hasta el hombro debido a las espuelas. —Señaló con el mentón la espalda de Damen—. Tú ya sabrás algo al respecto —concluyó. Damen lo miró fijamente, sintiéndose repentinamente débil y asqueado.
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—Ella era una guerrera con experiencia —continuó—. El otro, el príncipe Auguste, era excelente con los caballos, ayudó a domarla cuando era potranca. Estaba tan cerca como cualquier persona de su posición podría estarlo, de criticar a un príncipe. Uno de los otros hombres, al verlos, se acercó un momento más tarde. —No le prestes atención a Jean. Está de muy mal humor. Él fue quien tuvo que meterle el cuchillo a través de la garganta a la yegua y dejarla en el suelo. El Príncipe le echó la bronca por no haberlo hecho lo suficientemente rápido. Cuando los jinetes regresaron, Laurent montaba un caballo castrado, gris y musculoso, lo que significaba que en algún lugar entre el grupo de cazadores había un par de cortesanos
que cabalgaban
compartiendo. El Regente fue el primero en entrar a la tienda; quitándose los guantes de montar, entregó el arma a un sirviente. Afuera, hubo aullidos repentinos; el jabalí habría llegado y, probablemente, estaba siendo destripado; la piel del vientre siendo abierta y todos los órganos internos arrancados, entregando los despojos a los perros. —Sobrino —empezó el Regente.
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Laurent llegó con suave gracia a la tienda. Había una aséptica ausencia de expresión en sus helados ojos azules y fue muy claro que la descripción de “humor feroz” se quedaba corta. El Regente le dijo: —Tu hermano nunca tuvo ninguna dificultad para dar en el blanco sin sacrificar a su caballo. Pero no vamos a hablar de eso. —¿De verdad? —masculló Laurent. —Nicaise me dijo que habéis influenciado a Torveld en la negociación de los esclavos. ¿Por qué hacerlo en secreto? —observó el Regente. Su mirada seguía a Laurent lenta y pensativamente—. Supongo que la pregunta real es ¿qué os motivó a hacerlo? —Pensé que era terriblemente injusto de vuestra parte —expuso Laurent arrastrando las palabras— quemar la piel de esos esclavos cuando no me habéis permitido despellejar al mío aunque fuera un poco. Damen sintió que todo su aliento abandonó su cuerpo. La expresión del Regente cambió. —Veo que no podéis evitar la ironía. No voy a satisfacer tu estado de ánimo actual. La petulancia es fea en un niño y peor en un hombre. Si rompes tus juguetes, no es culpa de nadie, solo tuya. El Regente se fue atravesando la abertura formada con los faldones de la tienda que se mantenían plegados con cuerdas de seda roja. Desde fuera se oyeron voces, el crujir de los enseres de cuero y todo el entorno bullicioso de una partida de cazadores; lo más cercano era el sonido de
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los lienzos de la tienda aleteando al viento. Los ojos azules de Laurent estaban fijos en él. —¿Algo que decir? —dijo Laurent. —Oí que mataste a tu caballo. —Es solo un caballo —señaló—. Haré que mi tío me compre uno nuevo. Esas crueles palabras parecieron divertirle; había un particular borde áspero en su voz. Damen pensó, mañana por la mañana se va Torveld, y otra vez seré libre para intentar escapar de este lugar deprimente y traicionero, tan pronto como pueda.
***
La oportunidad llegó dos noches después, aunque no de una manera que hubiera previsto. Estaba despierto en la oscuridad de la noche con las antorchas resplandeciendo, cuando las puertas de su cuarto se abrieron de golpe. Supuso que sería Laurent (cuando se trataba de visitas nocturnas y despertares bruscos, siempre era Laurent). Sin embargo, eran solamente dos hombres de uniforme, llevaban la librea del Príncipe. No reconoció a ninguno de ellos. —Has sido llamado —informó uno, soltando la cadena del suelo y dando un tirón.
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—¿Llamado adónde? —El Príncipe —aclaró el otro— te quiere en su cama. —¿Qué? —exclamó Damen, parándose en seco, por lo que la cadena se tensó. Sintió un fuerte empellón en la espalda. —Muévete. No quiero hacerle esperar. —Pero… — Clavó sus talones después del empujón. —Muévelo. Dio un paso hacia adelante, resistiéndose aún. Otro más. Iba a ser un viaje lento. El hombre detrás de él juró. —La mitad de la guardia está caliente por joderlo. Pensé que estarías más feliz con la idea. —El príncipe no quiere que yo lo folle —indicó Damen. —Podrías meneársela —le dijo el hombre a sus espaldas, y sintió el pinchazo de la punta de un cuchillo detrás de él, por lo que se dejó llevar fuera de la habitación.
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CAPÍTULO DIEZ
Damen había sobrevivido a las convocatorias de Laurent antes. No tenía ninguna razón para la tensión que se instaló en sus hombros y la ansiedad en su estómago, enroscada y caliente. Su viaje se hizo en total privacidad, dando la falsa apariencia de una cita secreta. Excepto que, sea lo que sea que pareciera y a pesar de lo que le hubieran informado, se sentía como un error. Si pensaba demasiado en ello, la inquietud lo invadía: Laurent no era de la clase que pasaba de contrabando hombres a sus habitaciones para gratificaciones de medianoche. No era de lo que trataba todo esto. No tenía sentido, pero con Laurent era imposible adivinar. Los ojos de Damen recorrieron el pasillo y encontró otra incongruencia. ¿Dónde estaban los guardias que habían estado apostados a lo largo de esos pasillos la última vez que los había recorrido? ¿Se retiraban por la noche? ¿O habían sido retirados por alguna razón? —¿Utilizó esas palabras… “su cama”? ¿Qué más dijo? —preguntó y no recibió respuesta. El cuchillo en su espalda lo pinchaba hacia adelante. No había otra cosa que hacer más que avanzar por el pasillo. Con cada paso que daba, la tensión apretaba, la inquietud aumentaba. Las ventanas enrejadas a lo
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largo del pasaje lanzaban cuadrados de luz de luna que ascendían por los rostros de su escolta. No había ningún otro sonido salvo el de sus pasos. Había una fina línea de luz bajo la puerta de la habitación de Laurent. Solo había un guardia en la puerta; un hombre de cabello oscuro llevando la librea del Príncipe y en la cadera, una espada. Asintió con la cabeza a sus dos compañeros y dijo brevemente: —Él está adentro. Se detuvieron ante la puerta el tiempo suficiente para abrir las correas y liberar completamente a Damen. La cadena cayó formando una espiral pesada y simplemente se dejó abandonada en el suelo. Quizás fue en ese momento en el que lo supo. Empujaron las puertas para abrirlas. Laurent estaba en el sofá reclinable, con los pies metidos debajo de él en una postura relajada, juvenil. Un libro con páginas ornamentadas estaba abierto delante de él. Una copa descansaba en la pequeña mesa junto a su figura. En algún momento de la noche, un sirviente debió haber soportado la media hora necesaria para desatar sus austeros vestidos puesto que solo llevaba pantalones y una camisa blanca de un material tan fino que no requería bordado para declamar su coste. La habitación estaba iluminada por la lámpara. Su cuerpo se traslucía en una serie de elegantes líneas bajo los suaves pliegues de la camisa. Los ojos de Damen se alzaron hacia la pálida columna de su garganta, y más allá, al cabello de
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oro que se distribuía alrededor del lóbulo de una oreja sin joyas. Parecía una figura damasquinada50, como de metal repujado. Estaba leyendo. Levantó la vista cuando las puertas se abrieron. Y parpadeó, como si enfocar sus ojos azules fuera difícil. Damen miró de nuevo la copa y recordó que ya había visto una vez a Laurent con sus sentidos nublados por el alcohol. Podría haberse aferrado a la ilusión de que aquella convocatoria fuera real durante unos segundos más; después de todo, un Laurent borracho era, sin duda, capaz de todo tipo de locas demandas e impredecibles comportamientos. Excepto que fue manifiestamente claro, desde el primer momento en que alzó la mirada, que no esperaba compañía. Y que no reconocía a los guardias tampoco. Laurent cerró con cuidado el libro. Y se puso en pie. —¿No podías dormir? —preguntó. Mientras hablaba, se movió y se detuvo ante el arco abierto del pórtico. Damen no estaba seguro de que una caída directa desde la segunda planta hasta los jardines sin iluminar pudiera ser considerada como una vía de escape. Sin embargo, teniendo en cuenta el desnivel de tres escalones para subir a la altura donde él se encontraba, y la pequeña mesa
finamente
tallada
entre
otros
50
objetos
decorativos
que
En orfebrería, el damasquinado es una técnica procedente del Medioevo en la que se incrusta metal precioso sobre otro con fines decorativos. En este caso, aparentemente el autor compara el contraste entre la palidez de la piel de Laurent y el dorado de sus cabellos con una incrustación de oro sobre plata.
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proporcionaban toda una serie de obstáculos, esa era, tácticamente, la mejor posición de la habitación. Laurent sabía de qué se trataba aquello. Damen, que había observado el largo corredor vacío, oscuro, silencioso y sin guardias, lo sabía también. El guardián de la puerta había entrado tras ellos; allí estaban los tres hombres, todos armados. —No creo que el Príncipe se encuentre de humor para asuntos amorosos —soltó Damen, imperturbable. —Me toma un tiempo entrar en calor —dijo Laurent. Y entonces estaba ocurriendo. Como si fuera una señal, el sonido de una espada siendo desenvainada a su izquierda. Más tarde, él tuvo que preguntarse qué lo hizo reaccionar de esa manera. No sentía aprecio por el príncipe vereciano. Si se hubiera tomado tiempo para pensar, seguramente él se habría dicho, con voz endurecida, que la política interna de Vere no era asunto suyo, y que cualquier acto de violencia que cayera sobre Laurent era totalmente merecido. Tal vez era una extraña empatía, pues había vivido algo como aquello: la traición, la violencia en el lugar en el que creyó estar a salvo. Tal vez era la manera de revivir esos momentos, de reparar su fracaso, porque no había reaccionado tan rápido como debería en aquel entonces. Debió de ser eso. Debió haber sido el eco de aquella noche, el caos y la emoción de lo que había encerrado en sí mismo con candado. Los agresores dividieron su interés: dos de ellos se dirigieron hacia Laurent mientras que el tercero se mantuvo, cuchillo en mano, vigilando a
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Damen. Obviamente no esperaba ningún problema. Su control sobre el cuchillo era flojo y casual. Después de días, semanas, en las que se pasó esperando una oportunidad, se sentía bien al fin tener una, y tomarla. Sentir el pesado, satisfactorio impacto de carne contra carne en el golpe que entumeció el brazo del otro y le hizo soltar el cuchillo. El hombre llevaba librea y no armadura, un desacierto. Todo su cuerpo se curvó alrededor del puño con que Damen desbarató su abdomen, e hizo un sonido gutural que era mitad ahogo, mitad respuesta al dolor. El segundo de los tres hombres, jurando, se volvió hacia él, probablemente decidiendo que un solo hombre sería suficiente para despachar al Príncipe y que su diligencia tendría un mejor uso si la aplicaba para someter al inesperadamente problemático bárbaro. Desafortunadamente para él, pensó que bastaba con tener una espada. Arremetió velozmente, en lugar de acercarse con cautela. Su espada de doble filo, con gran empuñadura, podía clavarse en el costado de un hombre y continuar su camino hasta cortarlo por la mitad, pero Damen ya estaba en guardia y forcejeando a distancia. Hubo un estrépito en el lado opuesto de la habitación, pero Damen solo
fue vagamente consciente de ello, toda su atención estaba en
intentar inmovilizar al segundo de sus asaltantes; no tenía pensamientos para malgastar en el tercer soldado y Laurent. Uno de sus compañeros jadeó:
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—Es la perra del Príncipe. Mátalo. —Esa fue toda la advertencia que Damen necesitó para avanzar. Arremetió con todo su peso contra el espadachín, invirtiendo sus posiciones. Y eso significó que el filo alcanzó el esternón no blindado del espadachín. El hombre del cuchillo se había alzado y recuperado su arma; era ágil, con una cicatriz que descendía por su mejilla bajo la barba, un superviviente. No era alguien que Damen quisiera a su alrededor con un cuchillo. El akielense no dejó que sacara la hoja de su espantosa vaina, sino que empujó hacia adelante, de modo que el hombre se tambaleara retrocediendo y soltara su agarre. Luego, simplemente alzó su cuerpo tomándolo de la cadera y el hombro, y lo lanzó contra el muro. Esto fue suficiente para dejarlo aturdido, sus facciones se aflojaron, incapaz de reunir alguna resistencia instintiva cuando Damen lo retuvo, aferrándolo. Hecho esto, el esclavo akielense examinó el resto, medio esperando ver a Laurent resistiendo, o vencido. Se sorprendió al ver, en cambio, que este estaba vivo e intacto tras haber despachado a su oponente, y que se levantaba desde una posición inclinada sobre el cuerpo inmóvil del tercer hombre, mientras alejaba un cuchillo de sus dedos sin vida. Supuso que Laurent había tenido, al menos, el ingenio para aprovechar el familiar entorno. Los ojos de Damen quedaron cautivados por el cuchillo.
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Desvió la vista hacia el espadachín muerto. Allí también, un arma. Una cuchilla de punta dentada terminada en una empuñadura con el inquietante diseño característico de Sicyon, una de las provincias del Norte de Akielos. El cuchillo que Laurent sostenía tenía las mismas características. Observó que estaba ensangrentado hasta la empuñadura mientras el Príncipe descendía los escalones poco empinados. Parecía incongruente en su mano, ya que la camisa blanca y fina había sobrevivido a la lucha en perfecto estado y la luz de la lámpara era tan favorecedora para él como lo había sido antes. Damen reconoció la fría y apretada expresión de Laurent. No envidiaba al hombre que sufriera el interrogatorio que se avecinaba. —¿Qué queréis que haga con él? —Mantenlo quieto —dijo el vereciano. Se acercó. Damen siguió sus órdenes. Sintió que el hombre hacía un nuevo intento de liberarse por lo que aumentó la presión, abortando aquel impulso de lucha. Laurent levantó el cuchillo aserrado y, con la calma de un carnicero, abrió la garganta del hombre bajo la barbilla. Damen oyó un sonido ahogado, y sintió los primeros espasmos del cuerpo dentro de su agarre. Lo soltó, en parte por la sorpresa, y las manos del moribundo se acercaron a su garganta en un desesperado gesto instintivo demasiado tardío. La fina media luna roja que atravesaba su garganta se amplió. Se desplomó.
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Damen ni siquiera pensó antes de reaccionar; cuando Laurent dirigió la mirada hacia él, cambiando su agarre sobre el cuchillo, se impulsó instintivamente para neutralizar la amenaza. Un cuerpo chocó con fuerza contra el otro. El puño del esclavo se cerró sobre los finos huesos de la muñeca del Príncipe, pero en lugar de controlar rápidamente la situación, se sorprendió al encontrarse con una musculosa resistencia. Aplicó mayor presión. Sintió la potencia en el cuerpo de Laurent empujando su límite, aunque aún estaba muy lejos del propio. —Suelta mi brazo —ordenó Laurent, con voz controlada. —Soltad el cuchillo —replicó Damen. —Si no sueltas mi brazo —dijo el otro— no va a ser fácil para ti. El akielense aumentó ligeramente la presión hasta sentir que el estremecimiento de su resistencia cedía y el cuchillo caía al suelo. Tan pronto como eso sucedió, liberó a Laurent. Como parte del mismo movimiento, se alejó de su alcance. En lugar de seguirlo, el vereciano también dio dos pasos hacia atrás, ampliando la distancia entre ambos. Se miraron el uno al otro sobre los restos de la habitación. El cuchillo se encontraba entre ellos. El hombre con la garganta cortada estaba muerto o muriéndose, su cuerpo apagado con la cabeza girada hacia un lado. La sangre había empapado la librea que llevaba, cubriendo el emblema de explosión de estrellas doradas sobre azul. La lucha de Laurent no había sido tan reducida como la de Damen; la mesa estaba derribada, pedazos rotos de fina cerámica estaban
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esparcidos por el suelo y una copa rodaba por las baldosas. Parte de los cortinados se habían desgarrado parcialmente hacia abajo. Y había gran cantidad de sangre. El final de la primera víctima de Laurent había sido, incluso, más desordenado que el de la segunda. La respiración del Heredero era un poco superficial debido al esfuerzo. Así como también la de Damen. En medio del cauteloso y tenso momento, el Príncipe dijo, de manera firme: —Pareces vacilar entre la asistencia y el asalto. ¿Qué pasa? —No me sorprende que haya tres hombres que quisieran mataros, solo estoy sorprendido de que no hubiera más —dijo Damen, sin rodeos. —Hubo —precisó Laurent— más. Comprendiendo su significado, el esclavo se sonrojó. —Yo no me ofrecí. Me trajeron aquí. No sé por qué. —Para cooperar —aclaró Laurent. —¿Cooperar? —preguntó con total repugnancia—. Estabas desarmado. —Damen recordó la forma indolente con que su agresor había sostenido el cuchillo sobre él; ellos habían esperado que cooperara o, por lo menos, que esperara y viera. Observó con el ceño fruncido al más cercano de los rostros inanimados. No le gustó la idea de que cualquier persona lo creyera capaz de atacar a un hombre desarmado con una ventaja de cuatro a uno. Incluso si ese hombre era Laurent. Este se lo quedó mirando.
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—Al igual que el hombre que acabas de asesinar —añadió Damen devolviéndole la mirada. —En mi lado de la lucha los hombres no estaban “amablemente” matándose entre ellos —dijo Laurent. Damen abrió la boca. Antes de que pudiera hablar, se oyó un ruido en el pasillo. Ambos, instintivamente, se giraron para enfrentar las puertas de bronce. El sonido se convirtió en estrépito de armaduras ligeras y armas cuando soldados portando libreas del Regente entraron en la habitación: dos, cinco, siete; las probabilidades comenzaron a ser desalentadoras. Pero… —Alteza, ¿estáis herido? —No —informó Laurent. El soldado a cargo hizo un gesto a sus hombres para que aseguraran la habitación y verificaran los tres cuerpos sin vida. —Un sirviente encontró a dos de vuestros hombres muertos en el perímetro de sus apartamentos. Se lo comunicó de inmediato a la Guardia del Regente. Vuestra Guardia aún no ha sido informada. —Me he dado cuenta —dijo Laurent. Fueron más rudos con Damen, zarandeándolo con un implacable agarrón como los que había sufrido en los primeros días tras su captura. Se rindió a él, porque ¿qué otra cosa podía hacer? Sintió que sus brazos eran sujetados a su espalda. Una carnosa mano se estrechó en la parte posterior de su cuello.
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—Lleváoslo de aquí —ordenó el soldado. Laurent habló con mucha calma. —¿Puedo preguntar por qué estás arrestando a mi sirviente? El guardia a cargo lo miró sin comprender. —Alteza, se produjo un ataque… —No de su parte. —Las armas son akielenses —informó otro de los hombres. —Alteza, si ha habido un ataque por parte de Akielos contra Vos, podéis apostar a que él participó. Era demasiado conveniente. Damen cayó en la cuenta; esa era exactamente la razón por la que los tres agresores lo habían llevado hasta allí: para culparlo. Por supuesto, esperaban sobrevivir al ataque, pero su propósito se cumplió a pesar de todo. Le habían entregado al Príncipe, quien dedicaba cada momento de vigilia a buscar nuevas formas de humillar, herir o matar a Damen, la excusa que necesitaba en una bandeja. Pudo sentir que Laurent advirtió aquello. Pudo también percibir cómo el Príncipe deseaba terriblemente aprovecharse de ello; anhelaba ver como se lo llevaban, quería triunfar sobre el esclavo akielense y sobre su tío. Damen lamentó amargamente el impulso que le había llevado a salvarle la vida. —Estás mal informado —dijo Laurent. Sonó como si estuviera saboreando algo desagradable—. No ha habido ningún ataque contra mí.
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Estos tres hombres atacaron al esclavo, sostenían algún tipo de controversia bárbara. Damen parpadeó. —¿Ellos atacaron… al esclavo? —preguntó el soldado, que al parecer estaba teniendo casi tanta dificultad para digerir aquella información como el akielense. —Suéltale, soldado —ordenó Laurent. Pero las manos sobre él no desaparecieron. Los hombres del Regente no recibían órdenes del Príncipe Heredero. El oficial al mando, de hecho, sacudió ligeramente la cabeza al hombre que sostenía a Damen, negando la orden de Laurent. —Perdonadme, Alteza, pero hasta que no pueda garantizar vuestra seguridad, sería negligente si no lo… —Tú ya has sido negligente —confirmó Laurent. Aquella declaración, expuesta con calma, provocó un silencio que el soldado a cargo soportó estremeciéndose solo un poco. Probablemente era por eso que estaba al mando. El agarrón sobre Damen se aflojó notablemente. Laurent continuó: —Has llegado tarde y has maltratado lo que es de mi propiedad. Desde luego, a tus faltas se le debe sumar el arresto del regalo de buena voluntad del Rey de Akielos. Contra mis órdenes.
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Las manos que apresaban a Damen desparecieron. El Príncipe no esperó un reconocimiento del guardia al mando. —Necesito un momento de intimidad. Podéis utilizar el tiempo hasta el amanecer para despejar mis apartamentos e informar a mis propios hombres sobre el ataque. Enviaré por uno de ellos cuando esté listo. —Sí, Alteza —acató el soldado a cargo—. Como deseéis. Os dejaremos en vuestras habitaciones. Mientras los soldados hacían los primeros movimientos hacia la salida, Laurent preguntó: —¿Tengo que arrastrar yo mismo a estos tres vagabundos? El que estaba al mando enrojeció. —Los retiraremos. Por supuesto. ¿Hay algo más que necesitéis de nosotros? —Prisa —dijo Laurent. Los hombres obedecieron. No pasó mucho tiempo antes de que se enderezara la mesa, la copa volviera a su lugar y las piezas de fina cerámica fueran barridas en un montón ordenado. Los cuerpos fueron retirados y la sangre fregada, en su mayor parte, ineficazmente. Damen nunca antes había visto a media docena de soldados rebajados a tareas de limpieza por la pura fuerza de la arrogancia personal de un hombre. Era casi educativo.
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A mitad del proceso, Laurent dio un paso hacia atrás para reclinar los hombros contra la pared. Finalmente, los hombres se fueron. La habitación había sido puesta en condiciones superficialmente, pero no había regresado a su antigua tranquila belleza. Tenía el aspecto de un santuario perturbado. No había solamente un quiebre de la atmósfera, había manchas tangibles sobre el paisaje también. Los hombres eran soldados, no sirvientes domésticos. Habían pasado por alto más de un detalle. Damen podía sentir cada latido de su pulso, pero no podía darle sentido a sus propios sentimientos y, mucho menos, a lo que había sucedido. La violencia, los asesinatos y las extrañas mentiras se habían sucedido de manera demasiado brusca. Sus ojos se desplazaron por la habitación, inspeccionando los daños. Su mirada se enganchó en la de Laurent, que lo observaba a su vez con bastante recelo. Pedir que lo dejaran solo por el resto de la noche, ciertamente, no tenía mucho sentido. Nada de lo que había sucedido esa noche tenía sentido, pero hubo algo que, mientras los soldados realizaban el trabajo, Damen llego a percibir gradualmente. La postura un tanto despreocupada del Príncipe era, tal vez, un poco más exagerada que la habitual. El akielense inclinó su cabeza a un lado para darle una larga y escrutadora mirada de arriba hacia abajo, y de vuelta arriba otra vez.
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—Estáis herido. —No Damen no apartó sus ojos. Cualquier otro hombre, excepto aquel, se hubiera sonrojado y apartado la vista, o hubiera dado alguna pista de que estaba mintiendo. Damen medio se lo esperaba, incluso de Laurent. Pero este le devolvió la mirada, y algo más. —Supongo que excluyes tu intento de romperme el brazo. —Quise decir, excluyendo mi intento de romper vuestro brazo — confirmó Damen. Laurent no estaba, como había pensado sospechado en un primer momento, borracho. Pero si uno miraba de cerca, notaba que estaba controlando su respiración, y que tenía una tenue y ligeramente febril mirada en los ojos. Damen dio un paso adelante. Se detuvo al encontrarse con unos ojos azules fijos en él, como con una pared. —Preferiría que te mantuvieras alejado —subrayó Laurent; cada palabra finamente cincelada, como en mármol. El esclavo dirigió sus ojos hacia la copa que había sido derribada y su contenido derramado durante la lucha, la cual los hombres del Regente, sin pensarlo, habían levantado. Cuando volvió a mirarlo, supo por la expresión de su rostro que lo había descubierto. —No herido. Envenenado —dijo Damen. —Puedes reducir tu deleite. No voy a morir por ello —aseguró. 232
—¿Cómo sabéis eso? Pero Laurent, lanzándole una mirada asesina, se negó a dar detalles. Se dijo, sintiéndose extrañamente distante, que no era más que justicia: Damen recordaba perfectamente la experiencia de ser rociado con una droga y luego arrojado a una pelea. Se preguntó si la sustancia en cuestión sería también chalis, ¿podría ser tanto bebida como inhalada? Eso explicaría por qué los tres hombres habían estado tan despreocupadamente seguros de su propio éxito al luchar contra él. También ponía la culpa más firmemente sobre sus propios pies. Damen se dio cuenta de que era sórdidamente verosímil que él intentara vengarse de Laurent usando los mismos métodos que Laurent había usado contra él. Aquel lugar lo asqueaba. En cualquier otro sitio, simplemente matabas a tu enemigo con una espada. O le envenenabas, si se tenían los instintos deshonrosos de un asesino. Pero aquí, eran capas y capas de doble juego maquinado, enigmático, minucioso y desagradable. Podría haber asumido que lo de aquella noche había sido planeado por la propia mente de Laurent, si este no hubiera sido, sin duda, el blanco. ¿Qué estaba pasando en realidad? El esclavo se acercó a la copa y la levantó. Hubo un deslizamiento superficial del líquido remanente en el fondo. Sorprendentemente era agua, no vino. Debido a ello, el fino borde de color rosado en el interior del recipiente fue visible. Era la marca distintiva de una droga que Damen conocía muy bien.
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—Es una droga akielense —indicó Damen—. Es dada a los esclavos de placer durante el entrenamiento. Les provoca… —Soy consciente de los efectos de la droga —cortó Laurent con voz de cristal siendo tallado. Damen lo examinó con otros ojos. La sustancia, en su propio país, era infame. La había probado él mismo una vez por curiosidad a los dieciséis años. Había tomado solo una fracción de la dosis normal; sin embargo, le había provocado un exceso de virilidad durante varias horas, debido al cual extenuó a tres parejas hasta que, alegremente, se desplomaron. No había vuelto a probarla desde entonces. Una dosis más fuerte conduciría de la virilidad al abandono. Para dejar residuos en la copa la cantidad debía haber sido generosa, aunque se hubiera tomado solo un trago. Laurent difícilmente parecía desenfrenado. Aunque no hablaba con su habitual facilidad y respiraba superficialmente, aquellas eran las únicas señales. Damen comprendió, de pronto, que lo que estaba presenciando era un ejercicio de puro autocontrol, una voluntad de hierro. —Se desvanece —informó Damen. Luego, sintiéndose muy capaz de disfrutar de la verdad como una forma de sadismo menor, agregó—: Después de un par de horas. Pudo leer, en los ojos del otro enfocados hacia él, que Laurent habría cortado su propio brazo antes de que cualquiera conociera su condición; más aún, justamente él era la última persona que el vereciano
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hubiera deseado que se enterase o con quien hubiera querido estar a solas. Damen era muy capaz de disfrutar de ese hecho también. —¿Creéis que voy a tomar ventaja de la situación? —preguntó. Porque lo único bueno que había salido del enredado complot vereciano que se había desarrollado aquella tarde, era el hecho de que ahora estaba libre de restricciones, libre de obligaciones y sin vigilancia por primera vez desde su llegada a ese país. —Lo haré. Estuvo bien que despejarais la recámara —dijo Damen—. Creí que nunca tendría la oportunidad de salir de aquí. Se dio la vuelta. Detrás de él, Laurent juró. Damen ya estaba a medio camino de la puerta antes de que la voz del vereciano le hiciera volverse. —Espera —exclamó, como si odiara decirlo y forzara la voz para hacerlo—. Es demasiado peligroso. Irte ahora sería tomado como una admisión de culpa. La Guardia del Regente no dudaría en matarte. No puedo... protegerte, tal como estoy ahora. —“Protegerme” —citó el esclavo con categórica incredulidad en su voz. —Soy consciente de que me salvaste la vida. Damen se limitó a mirarlo. El otro se explayó: —No me gusta sentirme en deuda contigo. Cree eso si no confías en mí.
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—¿Confiar en Vos? —ironizó el akielense—. Habéis desollado la piel de mi espalda. No os he visto hacer otra cosa más que engañar y mentir a toda persona con la que os habéis cruzado. Utilizáis cualquier cosa y a cualquier persona para promover vuestros propios fines. Sois la última persona en quien podría confiar. La cabeza de Laurent se inclinó hacia atrás contra la pared. Sus párpados habían caído a medias, por lo que lo miró a través de dos rendijas entre doradas pestañas. Damen estaba medio esperando una negación o una discusión. Pero la única respuesta fue un soplo de risa que, curiosamente, mostró más que nada qué tan cerca del límite estaba. —Ve, entonces. Damen miró de nuevo hacia la puerta. Con los hombres del Regente en alerta máxima, el peligro era real, pero escapar siempre significaría arriesgarlo todo. Si vacilaba ahora y esperaba otra oportunidad... si se las arreglaba para encontrar la manera de liberarse de las continuas restricciones… si mataba a sus guardias o los superara de alguna manera... En ese momento, los apartamentos de Laurent estaban vacíos. Era un buen comienzo. Conocía una forma de salir del palacio. Una oportunidad como esa podría no volver a presentarse en semanas, meses o nunca más. El Príncipe se quedaría solo y vulnerable como consecuencia del atentado contra su vida.
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Pero el peligro inmediato había pasado, y Laurent había sobrevivido a él. Los agresores, no. Damen había matado aquella noche; también fue testigo de un asesinato. Así que apretó la mandíbula. Cualquiera que fuera la deuda que había entre ellos ya había sido saldada. «No le debo nada», concluyó. La puerta se abrió bajo su mano ante un pasillo vacío. Salió.
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CAPÍTULO ONCE
Conocía solo una forma segura de salir: a través del patio de la arena de entrenamiento del primer piso. Se obligó a caminar con calma como si tuviera una misión, como si fuese un sirviente enviado a hacer un recado para su amo. Su cabeza estaba llena de gargantas degolladas, de la lucha pasada y de cuchillos. Reprimió todo aquello y en su lugar se concentró solo en caminar a través del palacio. En principio, el corredor estaba vacío. Pasar delante de su propia habitación fue extraño. Desde el primer momento le había sorprendido el haber sido trasladado allí, tan cerca de la recámara de Laurent, dentro de sus propios apartamentos. La puerta seguía ligeramente entreabierta, como la habían dejado los tres soldados que ahora yacían muertos. Le pareció… vacío e incorrecto. Como obedeciendo a algún instinto, tal vez al impulso de ocultar los rastros de su propia fuga, Damen se detuvo para cerrarla. Cuando se volvió, alguien estaba observándolo. Nicaise estaba de pie en medio del pasillo, interrumpido en seco en su camino hacia la habitación de Laurent. En alguna parte de su cerebro, la urgencia por echarse a reír surgió al mismo tiempo que un tenso y ridículo pánico se adueñaba de él. Si Nicaise lo alcanzaba, si daba el grito de alarma…
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Damen se había preparado para combatir con hombres, no con pequeños muchachos que cubrían su camisa de dormir con sedosas y espumosas túnicas. —¿Qué estás haciendo aquí? —demandó Damen, viendo que uno de ellos iba a preguntarlo. —Estaba durmiendo. Alguien vino y nos despertó. Le dijeron al Regente que se había producido un ataque —relató. «Nos», pensó Damen, asqueado. El muchacho dio un paso adelante. El estómago del akielense se contrajo; se movió en el pasillo, bloqueando el camino de Nicaise. Se sintió absurdo. Informó: —El Príncipe ordenó a todos que salieran de sus apartamentos. Yo no intentaría verlo. —¿Por qué no? —cuestionó el niño mientras observaba más allá de Damen, hacia la habitación de Laurent— ¿Qué pasó? ¿Está todo bien? El akielense pensó en el argumento más disuasorio que pudiera haber. —Está de mal humor —concluyó en pocas palabras. Por lo menos, era exacto. —Oh —dijo. Y a continuación—, no me importa. Solo quería... — Pero luego se sumió en un silencio extraño, mientras simplemente miraba a Damen, sin tratar de pasar más allá. ¿Qué estaba haciendo allí? Cada segundo que pasaba con Nicaise era un segundo en el que Laurent podía
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salir de sus habitaciones, o que el guardia podía volver. Sintió el tic tac de su vida correr. El muchacho alzó la barbilla y anunció: —No me importa. Voy a volver a la cama. —Excepto que aún estaba allí, de pie, con todos sus rizos castaños y sus ojos azules; y la luz de las esporádicas antorchas se derramaba sobre cada ángulo perfecto de su rostro. —¿Y bien? Vamos —apremió Damen. Más silencio. Obviamente, había algo en la mente de Nicaise y no se iría hasta que lo dijera. Finalmente: —No le digas que vine. —No lo haré —prometió Damen con total sinceridad. Una vez fuera del palacio, no tenía intención de volver a ver a Laurent nunca más. Otra vez silencio. La tersa frente de Nicaise se arrugó. Finalmente, se dio la vuelta y desapareció por el pasillo. Entonces… —Tú. —Llegó la orden—. Detente. Se detuvo. Laurent había ordenado que sus apartamentos se quedaran vacíos, pero Damen ya había alcanzado el perímetro y se enfrentaba a la Guardia del Regente. Habló con toda la calma de la que fue capaz.
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—El Príncipe me envió a buscar a dos hombres de su propia Guardia para él. Supongo que han sido alertados. Tantas cosas podían salir mal. Incluso si no le impedían avanzar, podrían enviar una escolta con él. Una mínima sospecha era todo lo que se necesitaba. El guardia informó: —Nuestras órdenes son que nadie entre o salga. —Puedes decirle eso al Príncipe —dijo Damen—, después le explicas por qué dejaste pasar a la mascota del Regente. Eso obtuvo una pequeña reacción. La invocación al mal humor de Laurent era como una llave mágica que abría las puertas más inhóspitas. —Sigue con lo tuyo —claudicó el guardia. Damen asintió y se marchó con paso casual, sintiendo sus ojos en la espalda. No pudo relajarse, incluso cuando estuvo fuera de su vista. Estaba continuamente consciente de la actividad palaciega a su alrededor mientras avanzaba. Pasó a dos criados, que lo ignoraron. Rezó para que la sala de entrenamiento estuviera como la recordaba: apartada, sin guardias y vacía. Lo estaba. Sintió una oleada de alivio cuando la vio, con sus antiguos accesorios y el serrín esparcido por el suelo. En el centro estaba la cruz, una oscura y sólida mole. Damen sintió aversión de acercarse a ella, su instinto le hizo bordear el recinto en lugar de atravesarlo abiertamente.
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Su propia reacción le desagradó tanto que, deliberadamente, tomó unos preciosos minutos para caminar hacia la cruz y colocar una mano sobre la sólida viga central. Sintió la madera inamovible bajo su mano. Por alguna razón, había esperado ver la cubierta acolchada oscurecida de sudor o de sangre, vestigios de lo que había sucedido, pero no había nada. Levantó la vista hacia el sitio desde donde Laurent se había ubicado y lo había observado. No había ninguna razón para añadir aquella droga en particular a la bebida del Heredero si la intención hubiera sido solo la de incapacitar. La violación, por lo tanto, habría precedido al asesinato. Damen no tenía idea de si él había sido concebido como un participante o solo como un mero observador. Ambas ideas le asqueaban. Su propia muerte como el supuesto agresor, probablemente hubiera sido incluso más lenta que la de Laurent, una larga y persistente ejecución pública ante las multitudes. Drogas y un trío de atacantes. Un chivo expiatorio, acarreado para el sacrificio. Un sirviente corriendo a informar a la Guardia del Regente en el momento justo. Era un plan perfecto, llevado a cabo deficientemente por la incapacidad de predecir la reacción de Damen. Y por subestimar la voluntad inquebrantable de Laurent para resistir la droga. Y por ser demasiado “complejo”; ese era un frecuente error de la mente vereciana. Se dijo que al aprieto actual en que se encontraba Laurent no era tan terrible. En una Corte de este tipo, el Príncipe podría simplemente convocar a una mascota que le ayudara a aliviar sus dificultades. Era por pura terquedad si no lo hacía.
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No tenía tiempo para aquello. Se alejó de la cruz. Al margen de la zona de entrenamiento, cerca de uno de los bancos, había unas cuantas piezas disparejas de armadura y algunas ropas viejas desechadas. Se alegró de que aún estuvieran allí tal como recordaba, porque fuera del palacio no pasaría desapercibido con la exigua vestimenta de un esclavo. Gracias a su “instrucción” en los baños, estaba familiarizado con la tonta particularidad de la ropa vereciana, por lo que pudo vestirse rápidamente. Los pantalones eran muy viejos, y la tela color beige estaba raída en algunos lugares, pero le entraban. Los lazos eran dos tiras largas y delgadas de cuero suavizado. Miró hacia abajo, mientras las apretaba y ataba a toda prisa, ambos sirvieron tanto para cerrar la abertura en “V” como para crear una cruz externa de ornamentación. La camisa no le ajustaba. Pero debido a que estaba más deteriorada, incluso, que los pantalones; con la costura del hombro abierta; era fácil arrancar rápidamente las mangas, luego rasgar una parte en el cuello, hasta darle forma. Por lo demás, era lo suficientemente floja y cubriría las cicatrices delatoras de su espalda. Descartó sus ropas de esclavo, ocultándolas detrás del banco. Las piezas de armadura eran todas inútiles. Consistían en un casco, una coraza oxidada, una sola hombrera y algunas correas y hebillas. Un avambrazo51 de cuero habría ayudado a ocultar sus puños de oro. Era una pena que no hubiera ninguno. Era una pena que no hubiera armas.
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El avambrazo (de aván, contracción de avante, delante, y brazo) o brazal de antebrazo era una pieza constitutiva de la armadura, que servía para cubrir y defender el antebrazo. Estaba unida al guardabrazo (o brazal del brazo) mediante el codal.
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No podía permitirse el lujo de buscar armamentos: demasiado tiempo había pasado ya. Se dirigió hacia el tejado.
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El palacio no hacía las cosas fáciles para él. No había una ruta amigable hacia la parte superior que lo guiara a un descenso indoloro desde el primer piso. El patio estaba rodeado de edificios altos que debían ser escalados. Aun así, tuvo la suerte de que no era el palacio de Ios, o algún otro bastión akielense. Ios era una fortificación, construida sobre acantilados, diseñada para ahuyentar a los intrusos. No había camino hacia abajo sin vigilancia, excepto una pared vertical de blanca y suave piedra. El palacio vereciano, cargado de adornos, era defensivo solo en apariencia. Los parapetos eran inútiles chapiteles52 decorativos curvos. Las cúpulas resbaladizas que lo bordeaban serían una pesadilla en un ataque, ya que ocultaban una parte del tejado de la otra. En una ocasión, Damen utilizó un matacán53 para asirse, pero este no parecía tener ninguna otra función más que la de adornar. Aquel era un lugar de residencia, no una fortaleza o un castillo construido para resistir a un ejército. Vere había tenido su parte en guerras, sus fronteras se trazaron y se volvieron a 52
Remates decorativos de las torres de forma piramidal o cónica. Los chapiteles estilizados que se extienden rectos hacia el cielo son un elemento típico de la arquitectura gótica (Ver La Catedral de Notre Dame). 53 Un matacán es una obra sólida que se ubica en la parte alta de una fortificación y que sobresale de esta por su parte exterior; empleada, durante un asedio o asalto, como un lugar seguro desde el cual sus defensores pueden mirar y atacar al enemigo.
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trazar, pero durante doscientos años ningún ejército extranjero había llegado hasta la capital. El antiguo bastión de Chastillon fue sustituido; la Corte se mudó al Norte, a aquella nueva guarida de lujo. Al primer rumor de voces, se aplastó contra un parapeto y pensó « solo son dos», juzgando por el sonido de sus pies y la entonación. “Solamente dos” significaba que aún podría tener éxito, si pudiera hacerlo en silencio, si no sonaba una alarma. Su pulso se aceleró. Sus expresiones parecían casuales, como si estuvieran allí por algún tipo de rutina y no como parte de un grupo de búsqueda a la caza de un prisionero perdido. Damen esperó, en tensión, hasta que las voces se volvieron distantes. La luna estaba alta. A la derecha, el río Seraine le orientó: «Oeste». La ciudad era una serie de formas oscuras con bordes iluminados por la luz de la luna, tejados inclinados y fachadas, balcones y canalones, todos tocándose entre sí en un revoltijo caótico de sombras. Detrás de aquel, la lejana oscuridad de lo que tendría que ser los grandes bosques del Norte. Y hacia el Sur... hacia el Sur, más allá de las formas tenebrosas de la ciudad, pasando las colinas levemente boscosas y las ricas provincias centrales de Vere, estaba la frontera, salpicada con verdaderos castillos: Ravenel, Fortaine, Marlas... y allende Delpha, el hogar. «HOGAR». «Hogar», aunque el Akielos que había dejado tras de sí no era el Akielos al que volvería. El reinado de su padre había terminado y era Kastor quien ahora dormía en los aposentos del rey, con Jokaste a su lado,
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si es que aún no había comenzado la reclusión54 debido a su estado. Jokaste; su cintura engrosándose con el hijo de Kastor. Tomó aire. Su suerte se mantuvo. No se emitía ningún sonido de alarma desde el palacio; ningún equipo de búsqueda en el tejado o en las calles. Su fuga no había sido advertida. Y había un camino debajo, si se animaba a descender. Se sentiría bien probar su físico, enfrentarse a un reto difícil. Cuando llegó por primera vez a Vere, estaba en las mejores condiciones, y en estar preparado para la lucha fue algo en lo que trabajó durante las largas horas de encierro en las que había poco más para hacer. Sin embargo, las semanas de lenta recuperación de los latigazos habían hecho mella. Enfrentarse con dos hombres de formación mediocre era una cosa, escalar una pared era algo completamente distinto, una hazaña de resistencia que dependería totalmente de la fuerza de sus miembros superiores y de los músculos de la espalda. La espalda era su debilidad, recién sanada y sin probar. No estaba seguro de cuánto esfuerzo continuado podría soportar antes de que los músculos dejaran de funcionar. Solo había una forma de averiguarlo. La noche proporcionaría una cubierta para el descenso, pero después de eso… la noche no era un buen momento para moverse a través de las calles de una ciudad. Tal vez había toque de queda, o quizás simplemente era la costumbre de allí, pero las calles de Arles parecían vacías y silenciosas. Un hombre, arrastrándose sigiloso por ellas, se 54
Antiguamente, se consideraba de mal gusto que las mujeres, incluso las casadas, expusieran sus vientres abultados por el embarazo, pues estos eran la prueba evidente de que había habido sexo y el sexo era tabú. Por lo tanto, las mujeres comprimían y ocultaban sus vientres hasta que se hacían demasiado evidentes. Entonces, se recluían hasta el momento del parto.
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destacaría. Por el contrario, la luz sombría del amanecer, junto al consiguiente alboroto de las ocupaciones matinales, sería el momento perfecto para encontrar su salida de la ciudad. Tal vez, pudiera moverse incluso antes. Una hora antes del alba ya comenzaba la actividad en cualquier ciudad. Pero tenía que bajar primero. Después de eso, un rincón oscuro de la ciudad… un callejón o (si su espalda lo permitía) una azotea, serían lugares ideales para esperar la llegada del bullicio matinal. Estaba agradecido de que los hombres del tejado del palacio se hubieran ido, y de que las patrullas no hubieran salido.
***
Las patrullas estaban fuera. La Guardia del Regente salió del palacio montando y llevando antorchas pocos minutos después de que los pies de Damen tocaran el suelo por primera vez. Dos docenas de hombres a caballo divididos en dos grupos: la cantidad exacta para despertar a un pueblo. Los cascos golpeaban los adoquines, las lámparas se encendieron, las persianas se abrieron de golpe. Se podían escuchar quejosos gritos. Rostros aparecieron en las ventanas hasta que, refunfuñando adormilados, desaparecieron de nuevo. Damen se preguntó si por fin habían dado la voz de alarma. ¿Nicaise había sumado dos y dos? ¿Había Laurent, saliendo de su drogado estupor,
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decidido que quería a su mascota de regreso? ¿Había sido la Guardia del Regente? No importaba. Las patrullas estaban fuera, pero eran ruidosas y fáciles de evitar. No pasó mucho tiempo antes de que estuviera acomodado perfectamente sobre una azotea, escondido entre las baldosas inclinadas y la chimenea. Miró al cielo y pensó que faltaba otra hora, tal vez.
***
La hora pasó. Una de las patrullas estaba fuera de la vista y del oído; la otra estaba a pocas calles de distancia, pero en retirada. El alba empezó a amenazar tras bastidores; el cielo ya no era perfectamente negro. Damen no podía quedarse donde estaba, agazapado como una gárgola, esperando, mientras la luz lo iba exponiendo lentamente como un telón que se levanta para revelar una escena inesperada. A su alrededor, la ciudad estaba despertando. Ya era hora de bajar. El callejón estaba más oscuro que la azotea. Pudo distinguir varias puertas de diferentes formas, viejos maderos, molduras de piedra derruidas. Aparte de eso, solo se veía un callejón sin salida, lleno de desperdicios. Prefirió salir de él.
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Una de las puertas estaba abierta. Percibió un vaho de perfume y cerveza añeja. Había una mujer en el umbral. Tenía pelo castaño rizado y un hermoso rostro, por lo que se distinguía en la oscuridad, y un amplio pecho parcialmente expuesto. Damen parpadeó. Detrás de ella, se veía la forma oscura de un hombre, y más allá de la cálida luz de las lámparas recubiertas de rojo, había una atmósfera característica y tenues sonidos que eran inconfundibles. Un burdel. Ningún indicio de él en el exterior, ni siquiera luces procedentes de las ventanas cerradas; sin embargo, si hacerlo entre hombres y mujeres no casadas era un tabú social, era comprensible que un burdel fuera discreto, escondido de la vista. El hombre no parecía tener vergüenza de lo que había estado haciendo, se movía con el pesado lenguaje corporal de quien fue recientemente saciado, mientras subía sus pantalones. Cuando vio a Damen, se detuvo y le lanzó una mirada de impersonal territorialismo. Entonces se detuvo de verdad, y su mirada cambió. Y la suerte de Damen, que lo había acompañado hasta ese momento, lo abandonó con rapidez. Govart dijo: —Déjame adivinar, jodí a uno de los tuyos, por lo que has venido aquí a joder a una de las mías.
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El lejano retumbar de los cascos sobre los adoquines fue seguido por el alboroto de las voces procedentes de la misma dirección y los gritos que despertaban quejas en el pueblo una hora antes de lo previsto. —O —prosiguió con la voz lenta de quien, a pesar de todo, llega a una conclusión final—, eres tú el motivo de que la Guardia esté fuera. Damen evitó la primera acometida, y la segunda. Mantuvo una distancia entre sus cuerpos, recordando el agarre de oso de Govart. La noche se estaba convirtiendo en una carrera de obstáculos con retos extravagantes. Detener un asesinato. Escalar una pared. Luchar con Govart. ¿Qué más? La mujer, con su impresionante medio desnuda capacidad pulmonar, abrió la boca y gritó. Después de eso, las cosas se sucedieron muy rápidamente. A tres calles de distancia, el alboroto y el retumbar de los cascos de la patrulla más cercana se dirigieron hacia el grito a toda velocidad. Por lo tanto, su única oportunidad era que pasaran por alto la estrecha abertura del callejón. La mujer se dio cuenta de esto también, y gritó otra vez, metiéndose luego en el interior. La puerta del burdel se cerró, con estrépito y cerrojo. El callejón era estrecho, y no entraban cómodamente tres caballos de frente, pero con dos fue suficiente. Además de caballos y antorchas, los soldados tenían ballestas. No podía oponer resistencia, a menos que quisiera suicidarse.
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Junto a él, Govart lo miraba con aire satisfecho. Tal vez no se había dado cuenta de que si el guardia disparaba contra Damen, él sería un daño colateral. En algún lugar detrás de los dos caballos, un hombre se apeó y se acercó. Era el mismo soldado que había estado a cargo de la Guardia del Regente en los apartamentos de Laurent. Más jactancia. Por la expresión de su rostro, probar que había tenido razón sobre Damen lo tenía muy complacido. —De rodillas —dijo el soldado a cargo. ¿Iban a matarlo allí? Si fuera así, lucharía; aunque supiera cómo terminaría la pelea contra aquella cantidad de hombres con ballestas. Detrás del oficial al mando, la boca del callejón se erizó como un pino con flechas de ballestas. Ya sea que lo planearan o no, sin duda lo matarían allí sin necesidad de una excusa razonable. Damen se puso, poco a poco, de rodillas. Era el amanecer. El aire tenía eso aún, la calidad traslúcida que venía con la salida del sol, incluso en un pueblo. Miró a su alrededor. No era un callejón muy agradable. Los caballos no le gustaron, más fastidiosos que las personas que vivían allí. Soltó una exhalación. —Quedas detenido por alta traición —recitó el soldado—. Por tu parte en el complot para asesinar al Príncipe Heredero. Tu vida no vale nada para la Corona. El Consejo ha hablado. Había aprovechado su oportunidad, y le había conducido hasta allí. No sintió miedo, sino una dura y angustiosa sensación en sus costillas por
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la libertad que había estado tan cerca de conseguir y que le fue arrebatada de sus manos. Lo que más le irritó fue que Laurent había tenido razón. —Átale las manos —dijo el oficial a cargo, arrojando un trozo de cuerda delgada a Govart. Luego se movió a un lado, dejando la espada en el cuello de Damen, dando a los hombres un ángulo perfecto de tiro con las ballestas. —Muévete y mueres —advirtió. Lo que era un resumen apropiado. Govart cogió la cuerda. Si Damen iba a pelear, tendría que hacerlo en ese momento, antes de que sus manos estuviesen atadas. Sabía que, aunque su mente de guerrero entrenado no encontrara una táctica para enfrentar la línea abierta de ballestas y a los doce hombres a caballo, podría hacer algo más que un alboroto y una abolladura. Tal vez, algunas abolladuras. —El castigo por la traición es la muerte —informó el guardia. Justo antes de que su espada se alzara, antes de que Damen se moviera, antes de que el último acto desesperado se desarrollara en el sucio callejón, hubo otra explosión de cascos, y el akielense tuvo que obligarse a resoplar una incrédula risa al recordar a la otra mitad de la patrulla. Llegar en ese momento, un innecesario detalle decorativo. En realidad, ni siquiera Kastor había enviado tantos hombres en su contra. —¡Espera! —gritó una voz.
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Y, a la luz del amanecer, vio que los hombres que detenían sus caballos no llevaban las capas rojas de la Guardia del Regente, sino azul y oro. —Es el cachorro de la perra —dijo el oficial a cargo, con un desprecio total. Tres hombres de la Guardia del Príncipe forzaron sus caballos más allá del bloqueo improvisado, hacia el reducido espacio del callejón. Damen incluso reconoció a dos de ellos: Jord, al frente en un bayo castrado, y detrás de él, la figura más grande de Orlant. —Tienes algo nuestro —informó Jord. —¿El traidor? —preguntó el otro—. No tienes ningún derecho aquí. Vete ahora y os dejaré marcharos pacíficamente. —No somos del tipo pacífico —dijo Jord. Su espada desenvainada—. No nos iremos sin el esclavo. —¿Desafías las órdenes del Consejo? —preguntó el de la Guardia del Regente. El oficial estaba en la poco envidiable posición de enfrentar a tres jinetes de a pie. Era un callejón pequeño. Y Jord tenía su espada desenvainada. Detrás de él, rojos y azules eran aproximadamente iguales en número. Pero él no pareció inmutarse. Continuó: —Desafiar a la Guardia del Regente es un acto de traición a la patria.
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En respuesta, con desdén casual, Orlant sacó su espada. Instantáneamente, el metal brilló a lo largo de las filas detrás de él. Las ballestas se erizaron en ambos lados. Nadie respiró. Jord habló. —El Príncipe está antes que el Consejo. Sus órdenes son de hace una hora. Mata al esclavo y tú serás el siguiente en perder la cabeza. —Eso es mentira —dijo el soldado de capa roja. Jord sacó algo de entre los pliegues de su uniforme y lo balanceó. Era el medallón de un consejero. Este giró colgando de la cadena a la luz de las antorchas; el oro brillaba como una estrella. En el silencio, Jord presumió: —¿Quieres apostar?
***
—Debes de haberle dado la follada de su vida —dijo Orlant justo antes de empujar a Damen a la sala de audiencias, donde Laurent estaba solo frente al Regente y al Consejo. Era la misma representación de la última vez; el Regente entronizado y el Consejo vestido de gala, formidablemente dispuesto junto a él; excepto que no había cortesanos que abarrotaran la sala, solo estaba Laurent; solo, frente a ellos. Damen inmediatamente buscó a cual de los consejeros le faltaba su medallón. Era a Herode.
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Otro empujón. Las rodillas de Damen golpearon la alfombra, que era roja, como las capas de la Guardia del Regente. Cayó sobre la tapicería, cerca de donde un jabalí era arponeado debajo de un árbol cargado de granadas55. Miró hacia arriba. —Mi sobrino ha abogado por ti muy convincentemente —informó el Regente. Y continuó, curiosamente haciéndose eco de las palabras de Orlant—. Debes tener un encanto oculto. Tal vez sea tu físico lo que encuentra tan atractivo. ¿O tienes otros talentos? La fría y calmada voz de Laurent: —¿Insinuáis que tomo al esclavo en mi cama? ¡Qué repugnante sugerencia! Es un soldado bárbaro del ejército de Kastor. Laurent había asumido, una vez más, su intolerable serenidad, y se había vestido para una audiencia formal. No tenía, como la última vez que lo había visto, los ojos lánguidos y soñolientos, y la cabeza echada hacia atrás contra la pared. El puñado de horas que habían pasado desde su fuga había sido suficiente para que la droga desapareciera de su sistema. Quizás. Aunque, por supuesto, no tenía forma de saber cuánto tiempo Laurent había estado en aquella sala, discutiendo con el Consejo. —¿Solo un soldado? Y, sin embargo, habéis descrito la extraña circunstancia en la que tres hombres irrumpieron en vuestras habitaciones con el fin de atacarle —dijo el Regente. Observó brevemente a Damen—.
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Granada: fruto comestible de corteza amarillenta que cubre una multitud de gránulos encarnados, jugosos y dulces separados por tabiques membranosos. El granado es el árbol que lo produce.
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Si él no yace con Vos, ¿qué estaba haciendo en vuestro espacio privado tan tarde en la noche? La temperatura, ya bastante fría, se redujo drásticamente. —Yo no me acuesto con el empalagoso sudor de los hombres de Akielos —replicó el Príncipe. —Laurent. Si por alguna razón estás ocultando que un ataque akielense se ha producido contra ti, debemos saber de él. La cuestión es seria. —Y así fue mi respuesta. No sé cómo este interrogatorio se encaminó hasta mi cama. ¿Puedo preguntar hacia dónde debo esperar que se dirija ahora? Los pesados pliegues de un manto suntuoso envolvían el trono en el que el Regente se sentaba. Con el nudillo de un dedo, acarició la línea de su mandíbula barbuda. Miró de nuevo a Damen, antes de retornar la atención a su sobrino. —No seríais el primer joven en encontraros a merced de un nuevo enamoramiento. La inexperiencia a menudo confunde la cama con el amor. El esclavo podría haberos convencido de que nos mintierais, después de haberse aprovechado de vuestra inocencia. —Aprovecharse de mi inocencia —repitió Laurent. —Todos hemos visto que lo favorecéis. Sentado a vuestro lado en la mesa. Alimentado por vuestra propia mano. De hecho, apenas os han visto sin él en los últimos días.
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—Ayer lo torturaba. Hoy caigo desmayado en sus brazos. Preferiría que los cargos en mi contra fueran consistentes. Elegid uno. —Yo no necesito elegir uno, sobrino, tenéis una amplia gama de vicios, y la incoherencia es el mayor de todos. —Sí, por lo visto he follado con mi enemigo, he conspirado contra mis intereses futuros y he confabulado para mi propio asesinato. No puedo esperar a ver qué hazañas realizaré a continuación. Solo con mirar a los consejeros se podía ver que aquella entrevista ya había durado demasiado tiempo. Todos los hombres mayores, sacados de sus camas, estaban mostrando síntomas de cansancio. —Y, sin embargo, el esclavo huyó —concluyó el Regente. —¿Volvemos a eso? —dijo Laurent—. No hubo asalto contra mí. Si hubiera sido atacado por cuatro hombres armados, ¿de verdad creéis que habría sobrevivido matando a tres? El esclavo huyó sin ninguna otra razón más siniestra que su indisciplina y rebeldía. Creo haberos mencionado, a todos vosotros, su carácter arisco antes. En ese entonces también escogisteis no creerme. —No es cuestión de creer. Vuestra defensa del esclavo me preocupa. No es propia de Vos. Eso habla de un apego inusual. Si os ha manipulado para que simpaticéis con otras fuerzas que no sean las de vuestra propia Nación… —“¿Simpatizar con Akielos?”
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La fría repugnancia con la que Laurent expresó esas palabras fue más convincente que cualquier caluroso estallido de indignación. Uno o dos consejeros se removieron en su lugar. Herode dijo, torpemente: —No creo que pudiera ser acusado de eso, no cuando su padre… y su hermano… —Nadie —afirmó Laurent— tiene más razones para oponerse a Akielos que yo. Si el esclavo regalado por Kastor me hubiera atacado, podría declarar la guerra. Rebosaría de alegría. Estoy aquí por una única razón: la verdad. Ya la habéis oído. No voy a argumentar más. El esclavo es inocente o es culpable. Decidid. —Antes de decidir —dijo el Regente— responderéis lo siguiente: si vuestra oposición a Akielos es genuina, como sostenéis, si no hay alguna connivencia, ¿por qué continuamente os negáis a cumplir vuestra obligación en la frontera de Delfeur? Creo que, si fuerais tan leal como decís, tomaríais vuestra espada, reuniríais lo poco que queda de vuestro honor y cumpliríais con vuestro deber. —Yo… —dijo Laurent. El Regente se apoyó en el trono, extendió las palmas de las manos hacia abajo sobre la oscura madera tallada de los reposabrazos curvados, y esperó. —Yo… no veo por qué eso debería ser… Fue Audin quien interrumpió.
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—“Es” una contradicción. —Pero una que se resuelve fácilmente —añadió Guion. Detrás de él, hubo uno o dos murmullos de aprobación. El consejero Herode asintió lentamente. Laurent paseó la mirada por todos los miembros del Consejo. Cualquiera que valorara la situación en ese momento habría visto cuán precaria era. Los consejeros estaban hastiados de aquella discusión, y dispuestos a aceptar cualquier solución que el Regente ofreciera, por más ladina que pudiera parecer. Laurent sólo tenía dos opciones: Ganarse su censura al continuar una inoportuna disputa empantanada de acusaciones y fracasar, o acceder a cumplir con el deber y conseguir lo que quería. Más que eso, era demasiado tarde, y siendo la naturaleza humana cómo es, si Laurent no aceptaba el ofrecimiento actual de su tío, los consejeros podrían encontrarle la vuelta y simplemente volver a sacar esto más adelante. Y encima, ya con la lealtad del Príncipe puesta en duda. Laurent dijo: —Tenéis razón, tío. Evitar mis responsabilidades os ha llevado comprensiblemente a dudar de mi palabra. Viajaré a Delfeur y cumpliré con mi deber en la frontera. Me desagrada pensar que hay dudas acerca de mi lealtad. El Regente extendió las manos en gesto complacido. —Creo que esa respuesta satisface a todos —concluyó. Recibió el beneplácito del Consejo, cinco confirmaciones verbales dadas una tras
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otra, después de las cuales miró a Damen y dijo: —Creo que podemos absolver al esclavo, sin más cuestionamientos sobre lealtades. —Me someto humildemente a vuestro juicio, tío —dijo Laurent—, y al juicio del Consejo. —Liberad al esclavo —ordenó el Regente. Damen sintió unas manos sobre sus muñecas, desatando la cuerda. Fue Orlant, que había estado de pie detrás de él todo el tiempo. Los movimientos fueron cortas sacudidas. —Listo. Está hecho. Venid —dijo el Regente a Laurent, extendiendo su mano derecha. En el dedo más pequeño tenía el anillo oficial, de oro, coronado con una piedra roja: rubí o granate. Laurent se adelantó y se postró ante él con gracia, con una sola rodilla en el suelo. —Besadlo —ordenó el Regente, y el Príncipe bajó la cabeza en obediencia para besar el anillo del sello de su tío. Su lenguaje corporal era tranquilo y la caída del dorado cabello ocultó su expresión. Sus labios tocaron el rojo núcleo duro de la gema sin prisa, a continuación, se separó de él. No se levantó. El Regente bajó la mirada hacia él. Después de un momento, Damen vio la mano del Regente alzarse de nuevo para descansar sobre el cabello de Laurent y acariciarlo con lento afecto familiar. El joven permaneció inmóvil, con la cabeza inclinada, hasta que las hebras de fino oro fueron apartadas de su rostro por los fuertes dedos enjoyados del Regente.
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—Laurent, ¿por qué siempre tienes que desafiarme? Odio cuando estamos en desacuerdo. Sin embargo, me obligas a castigarte. Pareces decidido a destruir todo a tu paso. Bendecido con regalos, los desperdicias. Dadas las oportunidades, las pierdes. Odio ver que hayas crecido así —dijo el Regente— cuando eras un niño tan encantador.
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CAPÍTULO DOCE
El extraño momento de afecto paternal terminó la reunión; el Regente y el Consejo salieron de la cámara. Laurent permaneció, se alzó de donde estaba arrodillado, viendo a su tío y a los consejeros salir en fila. Orlant, haciendo una reverencia después de liberar al esclavo de sus ataduras, se retiró también. Estaban solos. Damen se levantó sin pensar. Recordó después de un segundo o dos que se suponía que debía esperar algún tipo de permiso por parte de Laurent, pero para entonces ya era demasiado tarde: se había puesto en pie y las palabras salieron de su boca. —Habéis mentido a vuestro tío para protegerme. Seis pies cubiertos de alfombra se extendían entre ellos56. No quiso decirlo de la forma que sonó. O tal vez sí. Los ojos de Laurent se estrecharon. —¿He ofendido una vez más tus elevados principios morales? Tal vez puedas proponer una solución más adecuada. Creo recordar que te dije que no te alejaras. Damen oyó, distanciándose, la conmoción en su propia voz. —No entiendo por qué habéis hecho eso para ayudarme, cuando decir la verdad os hubiera sido de mayor utilidad. 56
Casi 2 metros de distancia (6 pies = 1,83m)
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—Si no te importa, creo que ya he oído bastante sobre mi carácter por esta noche, o ¿tengo que ir a doce asaltos contigo también?
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Lo
haría. —No, yo… no quise decir… —¿Qué quiso decir? Sabía lo que tenía que decir: gratitud de esclavo rescatado. No era lo que sentía. Había estado tan cerca. La única razón por la que había sido descubierto era a causa de Govart, quien no habría sido su enemigo si no fuera por Laurent. “Gracias” significaba agradecerle por ser arrastrado de nuevo para ser esposado y atado dentro de aquella jaula palaciega. Otra vez. Sin embargo, de manera inequívoca, el vereciano le había salvado la vida. Laurent y su tío estaban cerca de ser iguales a la hora de la brutalidad verbal sin derramamiento de sangre. Damen se sentía exhausto solo de escucharlos. Se preguntó cuánto tiempo exactamente el Príncipe se habría mantenido firme antes de que él mismo hubiera sido arrastrado allí. “No puedo protegerte como estoy ahora”, le había dicho. Damen no había pensado en lo que pudiera implicar dicha protección, pero nunca hubiera imaginado que Laurent subiría a la palestra en su nombre. Y resistiría en ella. —Quise decir… que estoy agrad… Laurent le cortó.
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Metáfora boxística. Las peleas de boxeo suelen pactarse a doce o quince asaltos (o rondas, o rounds)
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—No habrá nada más entre nosotros, ciertamente ningún agradecimiento. No esperes en el futuro sutilezas de mí. Nuestra deuda está saldada. Pero el ceño ligeramente fruncido con el que Laurent evaluaba a Damen no era del todo hostil; lo acompañaba una larga mirada escrutadora. Después de un momento: —Fue en serio cuando dije que no me gustaba sentirme en deuda contigo. —Y entonces—: Tenías muchas menos razones para ayudarme que yo para ayudarte a ti. —Eso es cierto. —No embelleces lo que piensas, ¿verdad? —dijo Laurent, todavía con el ceño fruncido—. Un hombre más astuto lo haría. Un hombre astuto se hubiera quedado donde estaba, y hubiera aprovechado para fomentar el sentido de la obligación y la culpa de su Señor. —No me di cuenta que teníais sentimiento de culpa —dijo Damen, sin rodeos. Un signo de acusación apareció en la esquina de los labios de Laurent. Se alejó unos pasos de Damen, tocando el reposabrazos labrado del trono con los dedos. Y entonces, en una despatarrada postura relajada, se sentó en él. —Bueno, no te desanimes. Voy a cabalgar a Delfeur y nos libraremos el uno del otro. —¿Por qué la idea de cumplir con vuestro deber en la frontera os incomoda tanto?
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—Soy un cobarde, ¿recuerdas? Damen pensó en eso. —¿Lo sois? No creo que jamás os haya visto rehuir una pelea. Más bien todo lo contrario. El signo acusatorio se profundizó. —Cierto. —Entonces… Laurent dijo: —No es asunto tuyo. Otra pausa. La postura relajada de Laurent en el trono lo hacía parecer sin huesos, y Damen se preguntó, mientras el vereciano lo seguía mirando fijamente, si la droga aún persistía en sus venas. Cuando el Príncipe habló, el tono era casual. —¿Hasta dónde llegaste? —No muy lejos. Un burdel en alguna parte al Sur de la ciudad. —¿Realmente pasó tanto tiempo desde lo de Ancel? Su mirada había adquirido una calidad perezosa. Damen se sonrojó. —No estaba allí por placer. Tenía otras cosas en mi cabeza. —Lástima —dijo Laurent con tono indulgente—. Deberías haber aprovechado el placer mientras tuviste la oportunidad. Voy a encerrarte
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tan severamente que no serás capaz de respirar, y mucho menos de molestarme así de nuevo. —Por supuesto —dijo Damen con una voz diferente. —Te dije que no me debías agradecer —replicó Laurent.
***
Y así, fue llevado de vuelta a la familiar pequeña habitación recargada. Había sido una larga noche sin dormir, y tenía un jergón, y cojines en los que apoyarse, pero había un sentimiento en su pecho que le impedía conciliar el sueño. Al mirar alrededor de la recámara, la sensación se intensificó. Había dos ventanas arqueadas a lo largo de la pared a su izquierda, con bajos y anchos alféizares, ambas cubiertas con rejas. Parecían dar a los mismos jardines del pórtico de Laurent, según dedujo por lo que conocía de la posición de su habitación con respecto a los apartamentos del Príncipe, no de la observación personal. Su cadena no se estiraba lo suficiente como para echar un vistazo. Podía imaginarse debajo de la caída del agua y el fresco verdor que caracterizaba a los patios interiores de la corte vereciana. Pero no podía verlos. Lo que podía ver, ya lo conocía. Estaba al tanto de cada centímetro de aquella estancia, de cada recodo del techo, de cada curvatura de las rejillas de las ventanas. Conocía la pared de enfrente. Conocía el enganche inamovible de hierro en el suelo, y el arrastre de la cadena, y su peso.
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Conocía la duodécima baldosa que marcaba el límite de sus movimientos cuando la cadena se tensaba. Había sido exactamente igual todos los días desde su llegada, con un único cambio en el color de los cojines del jergón, que eran puestos y quitados frecuentemente, como si existiera un suministro inagotable. Alrededor de media mañana, entró un sirviente, llevando la comida matinal, le dejó con ella, y se apresuró lejos. Las puertas se cerraron. Estaba solo. El delicado plato contenía quesos, caliente pan hojaldrado, un puñado de cerezas salvajes en su propio plato llano plateado, pastelería moldeada artísticamente. Cada artículo era estudiado, diseñado para la exhibición de los alimentos; como todo lo demás, era hermoso. Lo arrojó al otro lado de la habitación en un ataque de absoluta, violenta e impotente rabia. Lo lamentó casi tan pronto como lo hubo hecho. Cuando el sirviente volvió a entrar más tarde pálido y nervioso, y empezó a arrastrarse por los márgenes de la habitación recogiendo el queso, se sintió ridículo. Luego, por supuesto, Radel tuvo que entrar y ver el desorden, observando a Damen con esa mirada familiar. —Tira tanta comida como quieras. Nada va a cambiar. Mientras dure la estancia del Príncipe en la frontera, no saldrás de esta habitación. Órdenes del Príncipe. Te lavaras aquí, te vestirás aquí, y permanecerás aquí. Las excursiones que has disfrutado a banquetes, a la cacería y a los baños, han terminado. No se te separará de la cadena.
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“Durante la estancia del Príncipe en la frontera”. Damen cerró los ojos un instante. —¿Cuándo parte? —Dos días a partir de ahora. —¿Por cuánto tiempo se irá? —Varios meses. Era una información incidental para Radel, quien pronunció las palabras ajeno al efecto que causarían en Damen. El supervisor dejó caer una pequeña pila de ropa en el suelo. —Cámbiate. Damen debió haber mostrado algún tipo de reacción en su expresión, porque Radel continuó: —Al Príncipe le disgustas en ropa de vereciano. Ordenó remediar la ofensa. Son las prendas de un hombre civilizado. Se cambió. Cogió la ropa que Radel había dejado plegada en una pequeña pila, no es que hubiera mucha tela para plegar. Eran nuevamente prendas de esclavo. La ropa vereciana con la que había escapado fue retirada por los sirvientes como si nunca hubiera existido. Tiempo, penosamente, pasado. Aquel breve vislumbre de libertad en el mundo fuera de aquel palacio, le dolió. Fue consciente, también, de una frustración ilógica: había pensado que el escape daría por resultado su libertad o su muerte, pero
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fuera cual fuera la conclusión, algo cambiaría. Excepto que ahora estaba «de vuelta aquí». ¿Cómo era posible que todos los eventos fantásticos de la noche anterior no hubieran producido ningún cambio en su situación en absoluto? La idea de estar atrapado dentro de aquella habitación durante varios meses… Tal vez era normal que, atrapado como una mosca en esa red de filigranas, su mente terminara fijándose en Laurent, con su cerebro de araña bajo esa melena rubia. La pasada noche, Damen no había pensado mucho en su persona o en la trama que se centraba en él. Su mente había estado tan llena de planes de escape, que no había tenido ni el tiempo ni la inclinación para meditar sobre la intriga vereciana. Pero ahora estaba solo, sin nada en que pensar excepto en el extraño, sangriento ataque. Por lo que, mientras el sol hacía su camino desde la mañana hasta la tarde, se encontró recordando a los tres agresores, sus acentos verecianos y sus cuchillos akielenses. «Estos tres hombres atacaron al esclavo», había dicho Laurent. El Príncipe no necesitaba ninguna razón para mentir, pero ¿por qué insistiría en que él no había sido el atacado en absoluto? Eso ayudaba al perpetrador. Recordó la calculada incisión de Laurent con el cuchillo y la lucha posterior, el firme cuerpo de Laurent resistiendo, la respiración en su
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pecho acelerada por la droga. Había formas más sencillas de matar a un Príncipe. Tres hombres, armados con cuchillos de Sicyon. El esclavo, regalo de Akielos, siendo llevado para ser culpado. La droga, la violación planificada. Y zarandear a Laurent para hablar. Y la mentira. Y el asesinato. Entendió. Sintió, por un momento, como si el suelo se deslizara por debajo de él; su mundo reorganizándose. Era simple y obvio. Era algo que debía haber notado enseguida, lo habría visto si no hubiera estado tan cegado por la necesidad de escapar. Se encontraba delante de él, en sombras y consumado en el diseño y la intención. No había manera de salir de aquella habitación, por lo que tenía que esperar, y esperar, y esperar, hasta el próximo magnífico platillo. Agradeció que el silencioso sirviente entrara acompañado por Radel. Dijo: —Tengo que hablar con el Príncipe.
***
La última vez que había hecho una petición como aquella, Laurent apareció en seguida, con ropa de la Corte, con el cabello cepillado. Damen no esperaba menos ahora, en aquellas urgentes circunstancias, y se alzó desde el jergón cuando la puerta se abrió no más de una hora después.
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En su habitación, solo, despidiendo a los guardias, entró el Regente. Ingresó con el lento paso a pie de un Señor recorriendo sus tierras. Esta vez no hubo ni séquito, ni ceremonia. La impresión abrumadora seguía siendo una de autoridad, el Regente tenía una presencia física imponente, y sus hombros llevaban bien el manto. La plata se disparaba a través de su cabello oscuro y la barba hablaba de experiencia. No era Laurent, descansando ociosamente sobre el trono. Era a su sobrino, como un caballo de guerra era a un poni de exhibición. Damen hizo su reverencia. —Alteza —dijo. —Eres un hombre. Levántate —dijo el Regente. Así lo hizo, poco a poco. —Debes estar aliviado de que mi sobrino se vaya —continuó. No era una buena pregunta para responder. —Estoy seguro de que hará honor a su país —recitó Damen. El Regente lo miró. —Eres bastante diplomático. Para ser un soldado. Damen tomó aliento. A esa altura, el aire era delgado. —Alteza —dijo sumisamente. —Espero una respuesta objetiva —insistió el Regente. Damen hizo el intento.
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—Estoy… contento de que cumpla con su deber. Un príncipe debe aprender a conducir a sus hombres antes de convertirse en rey. El Regente consideró sus palabras. —Mi sobrino es un caso difícil. La mayoría de los hombres creen que el liderazgo es una cualidad que corre de forma natural por la sangre del Heredero a un reino, no algo que deba ser forzado en él en contra de su propia naturaleza imperfecta. Pero desde luego, Laurent nació como segundo hijo. «Así como lo hiciste tú», surgió el pensamiento, espontáneamente. El Regente hacía que Laurent se sintiera como un ejercicio de precalentamiento. No estaba allí para un intercambio de puntos de vista, aunque pareciera que así era. Para un hombre de su estatus, visitar a un esclavo era del todo improbable y extraño. —¿Por qué no me cuentas lo que pasó anoche? —incitó el Regente. —Alteza. Ya tiene la historia de vuestro sobrino. —Tal vez, en la confusión, hubo algo que mi sobrino malentendió o dejó de lado —sugirió el hombre mayor—. No está acostumbrado a luchar, no como tú. Damen se quedó en silencio, a pesar de que la tentación de hablar le arrastraba como una correntada traicionera58. —Sé que tu primer instinto es la honestidad —dijo el Regente—. No serás penalizado por ella. 58
“Undertow”, corriente de fondo o mar de fondo. Corrientes profundas de los mares o ríos; consideradas peligrosas y traicioneras porque no son percibidas a simple vista.
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—Yo… — dijo Damen. Hubo un movimiento en la puerta. Damen desvió la mirada, casi con un sobresalto culpable. —Tío —dijo Laurent. —Laurent —dijo el Regente. —¿Tenéis algún asunto con mi esclavo? —Ningún asunto —explicó el Regente—. Curiosidad. Laurent se adelantó con la misma deliberación y desapego que un gato. Era imposible saber cuánto había oído. —Él no es mi amante —dijo Laurent. —No tengo curiosidad acerca de lo que haces en la cama —dijo el Regente—. Tengo curiosidad por saber lo que ocurrió en tu habitación la noche anterior. —¿No habíamos establecido eso? —“Medio” establecido. Nunca oímos la versión del esclavo. —Seguramente —dijo Laurent—, no valorareis más la palabra de un esclavo sobre la mía. —¿No? —preguntó el Regente—. Incluso tu tono de sorpresa es fingido. Tu hermano era de fiar. Tu palabra es un jirón deslucido. Pero puedes estar tranquilo. La versión del esclavo coincide con la tuya, hasta cierto punto.
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—¿Crees que hubo una conspiración más profunda aquí? —dijo Laurent. Se miraron el uno al otro. El Regente habló. —Solo espero que vuestro tiempo en la frontera os mejore y os oriente. Espero que aprendáis lo que se necesita para liderar a los demás hombres. No sé qué más puedo enseñaros. —Seguís ofreciéndome todas las oportunidades para mejorar —dijo Laurent—. Enseñadme cómo daros las gracias. Damen esperaba que el Regente respondiera, pero se quedó en silencio, los ojos sobre su sobrino. Laurent continuó: —¿Vendréis a verme el día de mañana, tío? —Laurent. Sabes que lo haré —dijo el Regente.
***
—¿Y bien? —apuró Laurent una vez que su tío se fue. La mirada azul estaba fija sobre él—. Si me pides que rescate un gatito de un árbol voy a rehusarme. —No tengo ninguna petición. Solo quería hablar con Vos. —¿Una cariñosa despedida?
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—Sé lo que pasó anoche —dijo Damen. —¿Lo sabes? Era el tono que utilizaba con su tío. El akielense tomó aliento. —Vos también. Habéis matado al superviviente antes de que pudiera ser interrogado —dijo Damen. Laurent se acercó a la ventana y se sentó, acomodándose en el alféizar. Su postura era la de una amazona59. Los dedos de una de sus manos se deslizaron distraídamente en la adornada rejilla que cubría la ventana. Lo último de la luz del sol diurna caía sobre su cabello y rostro como monedas relucientes, moldeadas por las aberturas recamadas. Miró a Damen. —Sí —dijo Laurent. —Lo habéis matado porque no queríais que lo interrogaran. Sabíais lo que iba a decir. No queríais que lo dijera. Después de un momento. —Sí. —Asumí que diríais que fue enviado por Kastor. El chivo expiatorio era akielense y las armas también: cada detalle había sido cuidadosamente dispuesto para desviar la culpa hacia el Sur. Para que resultara verosímil, a los asesinos también se les había dicho que eran agentes de Akielos. 59
“side-saddle”, silla de montar lateral usada antiguamente por las amazonas (jinetes femeninos) pues se consideraba inapropiado que montaran con las piernas abiertas, por lo cual lo hacían sentándose de lado en el caballo, usando un solo estribo y flexionando la otra pierna por debajo de la falda.
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—Mejor para Kastor tener al tío “amigo” en el trono que al sobrino Príncipe que odia Akielos —dijo Laurent. —Excepto que Kastor no puede afrontar una guerra ahora, no con la disidencia entre los kyroi. Si os quisiera muerto, lo haría en secreto. Nunca enviaría asesinos así: crudamente armados con armas akielenses, anunciando su procedencia. Kastor no contrató a esos hombres. —No— convino Laurent. Lo sabía, pero escucharlo era otra cosa, y la confirmación le envió un golpe bajo. En el calor de la tarde, se sintió frío. —Entonces... la guerra era el objetivo —concluyó—. Una confesión como esa, si vuestro tío la oyera, no tendría más remedio que tomar represalias. Si os hubieran encontrado… —«Violado por un esclavo akielense. Asesinado por cuchillos akielenses.»— Alguien está tratando de provocar una guerra entre Akielos y Vere. —Hay que admirarlo —dijo Laurent con voz impersonal—. Es el momento perfecto para atacar Akielos. Kastor se ocupa de los problemas con las facciones de los kyroi. Damianos, que cambió el curso de Marlas, está muerto. Y el conjunto de Vere se levantaría contra un bastardo, especialmente uno que habría ultimado a un príncipe vereciano. Si mi muerte no fuera el catalizador, es un esquema que apoyaría de todo corazón. Damen lo miró fijamente, su estómago agitándose con disgusto ante las despreocupadas palabras. Las ignoró; ignoró el último tono meloso de lamento.
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Porque Laurent tenía razón: era el momento perfecto. Si se enfrentaba una Vere galvanizada contra un fracturado y trastornado Akielos, su país caería. Peor aún, eran las provincias del Norte las que eran inestables; Delpha, Sicyon; las mismas provincias que se extendían vecinas a la frontera vereciana. Akielos era una poderosa fuerza militar cuando los kyroi se unían bajo un solo rey, pero si ese vínculo se disolviera, no sería más que una colección de ciudades-Estado con ejércitos provinciales, ninguno de los cuales podría enfrentar un ataque vereciano. En su imaginación vio el futuro: la larga hilera de tropas verecianas marchando hacia el Sur, las provincias de Akielos cayendo una a una. Vio a los soldados de Vere corriendo a través del palacio de Ios, voces verecianas resonando en la sala de su padre. Miró a Laurent. —Vuestro bienestar depende de ese complot. Aunque solo sea por vuestro propio bien, ¿no queréis detenerlo? —Ha sido detenido —dijo Laurent. La severa mirada azul descansaba sobre él. —Me refiero —continuó Damen—, ¿no podéis dejar de lado cualquier disputa familiar que tengáis y hablar honestamente con vuestro tío? Sintió la sorpresa de Laurent transmitiéndose a través del aire. En el exterior, la luz comenzaba a tornarse anaranjada. El bello rostro no cambió.
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—No creo que sea sabio —dijo Laurent. —¿Por qué no? —Porque —dijo Laurent—, mi tío es el asesino.
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CAPÍTULO TRECE
—Pero… si eso es verdad… —comenzó Damen. Era verdad; en cierto modo, ni siquiera fue una sorpresa, sino una verdad que había crecido durante algún tiempo en el borde de su conciencia y que en ese instante se ponía de relieve. Pensó: «dos tronos por el precio de unas pocas espadas contratadas y una dosis de droga del placer». Recordó a Nicaise, apareciendo en el pasillo con sus grandes ojos azules, vestido con ropa de cama. —No podéis ir a Delfeur —advirtió Damen—. Es una trampa mortal. En el momento en que lo dijo, comprendió que Laurent siempre lo había sabido. Lo recordó intentando eludir sus obligaciones en la frontera una y otra, y otra, y otra vez. —Discúlpame si no escucho consejos tácticos de un esclavo que acaba de ser traído de regreso tras un fallido intento de fuga. —No podéis ir. No es solo cuestión de seguir con vida. Renunciaríais al trono tan pronto pongáis un pie fuera de la ciudad. Vuestro tío conservará la capital. Él ya ha… —Su mente desanduvo otra vez las acciones del Regente, entonces vio la serie de movimientos que habían conducido a la situación actual, cada uno jugado con precisión, y con mucha antelación—. Ya os ha cortado las líneas de suministro a través de Varenne y Marche. No tenéis finanzas ni tropas.
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Las palabras describían su comprensión desplegada. Estaba claro ahora por qué Laurent se había esforzado en exonerar a su esclavo y ocultar el ataque. Si se declaraba la guerra, la esperanza de vida del Heredero sería aún más corta de lo que podría ser en Delfeur. Tal como estaba la situación, cabalgar a la frontera en compañía de los hombres de su tío sería una locura. —¿Por qué haces esto? ¿Es un movimiento forzado? ¿No se te ocurre una manera de evitarlo? —Damen buscó el rostro de Laurent—. ¿Está tu reputación tan tremendamente enlodada que crees que el Consejo elegirá a tu tío para el trono de todos modos, a menos que te pruebes a ti mismo? —Estás justo en el límite de lo que voy a permitirte —advirtió Laurent. —Llevadme con Vos a Delfeur —demandó Damen. —No. —Akielos es mi país. ¿Creéis que quiero que sea invadido por las tropas de vuestro tío? Haré todo lo que esté en mi poder para evitar la guerra. Llevadme con Vos. Necesitaréis a alguien de confianza. Al pronunciar esas últimas palabras casi flaquea, e inmediatamente se arrepintió de ellas. Laurent había pedido que le diera su confianza la pasada noche, y él le había arrojado las palabras a la cara. Podría recibir el mismo tratamiento. Laurent simplemente lo observó fijamente con curiosidad. —¿Por qué necesitaría eso?
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Damen lo miró insistentemente, súbitamente consciente de que si preguntaba: «¿Creéis que podréis con el mando militar, atentados contra vuestra vida, trucos y trampas de vuestro tío, Vos solo?» la respuesta sería: «Sí». —Hubiera creído —continuó Laurent— que un soldado como tú estaría muy feliz de ver a Kastor destronado, después de todo lo que te ha hecho. ¿Por qué no estar del lado de la Regencia, en su contra, y en la mía? Estoy seguro de que mi tío se ha acercado a ti para proponerte que espíes para él, en los términos más generosos. —Lo ha hecho. —Recordó el banquete—: Me pidió que os llevara a la cama, y luego le informara. —Damen fue franco—. No con esas palabras. —¿Y tu respuesta? Aquello, irrazonablemente, le molestó. —Si os hubiera llevado a la cama, lo recordaríais. Hubo una peligrosa, y de ojos entornados, pausa. Finalmente: —Sí. Tu manera de asir y patear las piernas de tu pareja para abrirlas permanece en la memoria. —Eso no es…—Damen apretó la mandíbula, no estaba de humor para entrar en uno de esos intercambios irritantes con Laurent—. Puedo ser muy útil. Conozco la región. Haré lo que sea para detener a vuestro tío. —Se fijó en la impersonal mirada azul—. Ya os he ayudado antes. Puedo hacerlo de nuevo. Usadme como queráis. Solo … llévame contigo.
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—¿Estás emocionado por ayudarme? ¿El hecho de que vayamos de camino hacia Akielos no influye para nada en tu solicitud? Damen se sonrojó. —Tendríais una persona más interponiéndose entre Vos y vuestro tío. ¿No es eso lo que deseáis? —Mi querido bruto —dijo Laurent—. Deseo que te pudras aquí. Damen oyó el sonido metálico de los eslabones de la cadena antes de darse cuenta de que se había sacudido contra sus ataduras. Fueron las palabras de despedida del vereciano pronunciadas con placer. Laurent se había girado hacia la puerta. —No puedes dejarme aquí mientras cabalgas a la trampa de tu tío. Hay más que tu vida en juego. —Las palabras eran ásperas debido a la frustración. No tuvieron efecto; no pudo evitar que Laurent se fuera. Damen juró. —¿Estás tan seguro de ti mismo? —Damen gritó a sus espaldas—. Creo que si pudieras vencer a tu tío por tu cuenta, lo habrías hecho ya. Laurent se detuvo en el umbral. Damen vio la torneada cabeza rubia, la línea recta de la espalda y los hombros. Pero no se giró de nuevo hacia él; la vacilación solo duró un momento antes de que continuara hacia el exterior por la puerta. Damen fue dejado, mientras se sacudía de las cadenas una vez más, penosamente solo.
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***
Los apartamentos de Laurent se llenaron con los sonidos de la preparación; el ajetreo en los pasillos, los hombres andando de acá para allá en el delicado jardín inferior. No era una tarea fácil organizar una expedición armada en dos días. Por todas partes, había actividad. En todas partes excepto allí, en las habitaciones de Damen, donde las únicas impresiones de la misión venían de los sonidos del exterior. Laurent se marcharía al día siguiente. Laurent; el exasperante e intolerable Laurent, siguiendo el peor curso de acción posible, y no había nada que Damen pudiera hacer para detenerle. Los planes del Regente eran imposibles de adivinar. Francamente, Damen no tenía ni idea de por qué había esperado tanto como lo había hecho para actuar en contra de su sobrino. ¿Laurent sencillamente había tenido suerte de que las ambiciones del Regente abarcaran los dos reinos? El Regente podría haber prescindido de su sobrino desde hacía años, con poco alboroto. Era más fácil atribuir la muerte de un niño a la desgracia que la de un joven a punto de ascender al trono. Damen no veía ninguna razón para que el infante heredero hubiera escapado a ese destino. Tal vez la lealtad familiar había detenido al Regente antes... hasta que el Sucesor había florecido en ponzoñosa madurez, con carácter mañoso e incapaz de gobernar. Si ese fuera el caso, Damen sentía cierta empatía con el hombre: Laurent era capaz inspirar tendencias homicidas simplemente con respirar.
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Era una familia de víboras. Kastor, pensó, no tenía ni idea de lo que había al otro lado de la frontera. Su medio hermano había aceptado una alianza con Vere. Era vulnerable, estaba mal equipado para luchar en una guerra, los lazos dentro de su propio país mostraban grietas en las que una potencia extranjera no tendría más que aplicar presión. El Regente tenía que ser detenido, Akielos debía recuperarse y por eso, Laurent tenía que sobrevivir. Era imposible. Atrapado allí, Damen estaba impedido de actuar. Y cualquiera que fuera la astucia que Laurent poseyera, era neutralizada por la arrogancia, que le impedía comprender cuán completamente su tío le aventajaría una vez que dejara la capital para atravesar penosamente la campiña. ¿Laurent realmente creía que podía hacer aquello solo? Necesitaría cada una de las armas a su disposición para navegar por aquellas aguas turbulentas y salir ileso. Sin embargo, Damen no había sido capaz de persuadirle. Fue consciente, y no era la primera vez, de la incapacidad fundamental que tenía para comunicarse con Laurent. No era solo que estuviera trajinando en idioma extranjero. Era como si Laurent fuera un animal de una especie completamente distinta. No tenía nada, excepto la estúpida esperanza de que, de alguna manera, el Príncipe de Vere pudiera cambiar de opinión. En el exterior, el sol se deslizaba lentamente por el cielo, y en la celda cerrada de Damen las sombras de los muebles se acomodaban en un perezoso semicírculo.
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Ocurrió en las horas previas al amanecer del día siguiente. Se despertó para encontrar sirvientes en su habitación y a Radel, el supervisor que nunca dormía. —¿Qué pasa? ¿Hay alguna noticia del Príncipe? Se empujó hacia arriba con un brazo asegurado entre los cojines, la mano empuñando la seda. Se descubrió siendo manipulado antes de que estuviera totalmente en pie, las manos de los sirvientes encima de él y, por instinto, casi los empujó con un encogimiento de hombros, hasta que notó que estaban desbloqueando sus restricciones. Los extremos de la cadena cayeron con tintinear ahogado sobre los cojines. —Sí. Cámbiate —ordenó Radel, y dejó caer un paquete sin contemplación, en el suelo junto a él, casi como lo había hecho la noche previa. Damen sintió un golpeteo en su corazón mientras miraba. «Ropa vereciana». Era un mensaje claro. La larga frustración interminable del último día hizo que casi no pudiera absorberlo, que no pudiera confiar en ello. Se inclinó lentamente para recoger la ropa. Los pantalones se parecían a los que había encontrado en el campo de entrenamiento, pero eran más suaves y muy finos, de una calidad muy superior a la del raído par en el que se había apresurado la otra noche. La camisa estaba hecha a la medida. Las botas se parecían a las de montar. Volvió a mirar a Radel. —¿Y bien? Cámbiate —le dijo este.
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Llevó una mano al cierre de la cintura, y sintió una desconcertada curvatura formarse en su boca cuando Radel, con algo de torpeza, desvió la mirada. El supervisor lo interrumpió solo una vez: —No, no es así. —Y apartó sus manos, dando una señal a un sirviente para que avanzara y volviera a atar alguna estúpida parte del cordón. —¿Vamos…? —Damen comenzó, cuando el último lazo estuvo atado a satisfacción de Radel. —El Príncipe ordenó llevarte al patio, vestido para montar. Serás preparado con el resto allí. —¿El resto? —preguntó secamente. Se miró a sí mismo. Tenía más ropa de la que hubiera llevado en cualquier momento desde su captura en Akielos. Radel no contestó, solo hizo un brusco gesto para que lo siguiera. Después de un momento, Damen lo hizo, siendo extrañamente consciente de la ausencia de restricciones. «¿El resto?» había preguntado. No pudo pensar mucho en eso, ya que se abrieron paso a través del palacio para emerger en un patio exterior cerca de los establos. Incluso si lo hubiera hecho, no se le hubiera ocurrido la respuesta. Era tan poco probable que simplemente no se lo imaginó hasta que lo vio con sus propios ojos, y aun así, casi no pudo creerlo. Por poco se ríe en voz alta. El sirviente que se adelantó a su encuentro tenía los brazos cargados de piel, correas y hebillas, además de
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algunas piezas más grandes de cuero endurecido; la de mayor tamaño, moldeada para el pecho. Era una armadura. El patio de los establos se llenó con la actividad de los sirvientes, armeros, mozos de cuadra, escuderos, los gritos de órdenes y los sonidos del tintineo de los arreos. Interrumpiendo estos, estaban las descargas de aire a través de las fosas nasales de los caballos y el ocasional golpe de un casco contra el pavimento. Damen reconoció varias caras. Allí estaban los hombres que lo habían
custodiado
con
expresión
imperturbable
durante
su
confinamiento. Estaba el médico que había atendido su espalda, ahora ya no con su larga túnica hasta el suelo, sino vestido para montar. Estaba Jord, que había agitado el medallón de Herode en el callejón y le había salvado la vida. Vio a un sirviente que le resultó familiar, agachándose arriesgadamente bajo el vientre de uno de los caballos debido a alguna diligencia, y al otro lado del patio, alcanzó a ver a un hombre con un bigote negro que reconocía de la cacería como un maestro de caballos60. El aire previo al amanecer era frío, pero pronto se calentaría. La estación había madurando desde la primavera hasta el verano: un buen momento para una campaña. En el Sur, por supuesto, haría más calor. Flexionó los dedos y deliberadamente enderezó la espalda, dejó que la sensación de libertad se hundiera en él; una poderosa sensación física. No estaba pensando especialmente en escapar. Después de todo, viajaría con un contingente de hombres fuertemente armados y además, en ese 60
Traducción literal. Aparentemente se refiere a algún tipo de experto en caballos.
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momento, tenía otra prioridad. Por ahora bastaba con que estuviera desencadenado y en el exterior, al aire libre, y que muy pronto saldría el sol, calentando el cuero y la piel; y ellos montarían, e iniciarían la marcha. Era una armadura ligera para montar, con bastante decoración no esencial que la convertía en una armadura de gala. El sirviente le informó, «Sí, se equiparían adecuadamente en Chastillon». Sus aprestos se llevaron a cabo junto a las puertas del establo, cerca de una bomba de agua. La última hebilla fue apretada. Luego, sorprendentemente, se le dio un cinturón de espada. Aún más sorprendentemente, le dieron una espada para colocar en él. Era una buena espada. Bajo la decoración, era una buena armadura, aunque no era a lo que estaba acostumbrado. Se sentía... extraño. Tocó la figura de explosión de estrellas en el hombro. Iba vestido con los colores de Laurent y llevaba su insignia. Fue una sensación inexplicable. Nunca pensó en montar bajo el marco de un estandarte vereciano. Radel, que había partido por algún recado, regresó en ese momento, dándole la lista de sus deberes. Damen escuchó con parte de su cerebro. Iba a ser un miembro funcional de la compañía que se reportaría a su rango superior, quien informaría al Capitán de la Guardia, quien a su vez, respondería al Príncipe. Él estaba para servir y obedecer, como cualquier hombre. También tendría los derechos adicionales de un acompañante. Según esa condición, informaría directamente al Príncipe. Las funciones descritas por él parecían ser una mezcla entre hombre de armas, asistente y esclavo de cama que debía garantizar la seguridad del Príncipe, atender su
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comodidad personal, dormir en su tienda… la atención completa de Damen volvió a Radel. —¿Dormir en su tienda? —¿Dónde más? Se pasó una mano por la cara. ¿Laurent habría acordado aquello? La lista continuó. Dormir en su tienda, llevar sus mensajes, atender sus necesidades. Tendría que pagar aquella relativa libertad con un período de proximidad forzada a Laurent. Con la otra parte de su mente, Damen estudiaba la actividad en el patio. No era un grupo grande. Por lo que observó más allá del tumulto, había suministros para unos cincuenta hombres armados hasta los dientes. A lo sumo, setenta y cinco, más ligeramente armados. Aquellos que reconoció eran de la Guardia del Príncipe. La mayoría de ellos, al menos, serían leales. No todos ellos. «Esto era Vere». Damen tomó aliento y lo dejó escapar, mirando a cada uno de los rostros; preguntándose cuál de ellos había sido persuadido o coaccionado para ser empleado por el Regente. La corrupción de aquel lugar se había instalado de tal manera en sus huesos que estaba seguro de que la traición habría de venir, solo que no podía asegurar desde dónde. Pensó en la logística que se necesitaría para emboscar y masacrar a aquel número de hombres. No sería discreto, pero no era difícil. En absoluto.
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—Esto no puede ser todo —dijo Damen. Habló para Jord, quien se había acercado a salpicar su cara con un poco de agua en la cercana bomba. Era su primera preocupación: muy pocos hombres. —No lo es. Cabalgaremos hasta Chastillon, y formaremos con los hombres del Regente estacionados allí —le informo el guardia, y agregó—: No te hagas ilusiones. Es poco más que esto. —No es suficiente para hacer mella en una verdadera batalla. Es bastante para que los hombres del Regente superen en varios a cada uno de los del Príncipe. —Fue la suposición de Damen. —Sí —confirmó Jord, secamente. Miró la cara chorreante de su interlocutor, la postura de sus hombros. Se preguntó si la Guardia del Príncipe sabía a lo que se estaba enfrentando: a la traición lisa y llana en el peor de los casos; y, en el mejor, a meses en el camino, sujetos al dominio de los hombres del Regente. La delgada línea de la boca de Jord sugirió que sí lo sabían. Dijo: —Te debo mi agradecimiento por la otra noche. Jord le dirigió una mirada firme. —Seguía órdenes. El Príncipe te quería de vuelta con vida, al igual que quiere que estés aquí. Solo espero que sepa lo que está haciendo contigo y que no esté, como dice el Regente, “distraído por haber saboreado su primera polla”.
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Después de un largo rato, Damen habló. —Independientemente de lo que pienses, no comparto su cama. No era la primera insinuación al respecto. Damen no estaba seguro de por qué le dolía tanto ahora. Tal vez debido a la velocidad asombrosa con que las especulaciones del Regente se habían extendido desde la sala de audiencias a la Guardia. Las palabras parecían ser las de Orlant. —Sin embargo, has volteado su cabeza: nos envió directamente por ti. —No preguntaré cómo supo él dónde encontrarme. —Yo no los envié detras de ti —dijo la fría voz que le era tan familiar—. Los envié detrás de la Guardia del Regente, que estaba haciendo el suficiente alboroto como para resucitar a los muertos, a los borrachos y a los que no tienen oídos. —Alteza —saludó Jord, rojo. Damen se volvió. —Si les hubiera enviado detrás de ti —informó Laurent— les habría dicho que saliste por el único camino que conocías: a través del patio de la arena Norte de entrenamiento. ¿Verdad? —Sí —convino Damen. La luz previa al amanecer aclaraba el cabello dorado de Laurent a algo más pálido y fino; los huesos de su rostro aparentaban ser tan delicados como el cálamo de una pluma. Se relajó contra la puerta del establo como si hubiera estado allí bastante rato, lo que explicaría el color de la cara de Jord. No venía seguramente del palacio, sino de los establos,
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donde habría estado hacía ya rato para atender algún otro asunto. Iba vestido para el día con cueros de montar, cuya severidad implacable anulaba cualquier efecto de la frágil luz. Damen había medio esperado un traje vistoso, pero Laurent siempre se había distinguido a sí mismo como opuesto a la opulencia de la corte. Y no necesitaba esplendor para ser reconocido durante un desfile, bastaba el resplandor de su cabello descubierto. Laurent se paseó por delante. Sus ojos lo recorrieron a su vez, mostrando el habitual fastidio. El hecho de verlo con la armadura parecía traer a la superficie algo desagradable de entre sus profundidades. —¿Demasiado civilizado? —Difícilmente —dijo Laurent. Cuando estaba a punto de hablar, Damen reconoció la figura de Govart. Inmediatamente, se puso rígido. —¿Qué está haciendo aquí? —Capitaneando la Guardia. —¿Qué? —Sí, es un arreglo interesante, ¿no? —dijo Laurent. —Deberíais soltar una mascota para mantenerlo lejos de los hombres —aconsejó Jord. —No —contestó Laurent después de un momento. Lo dijo con aire pensativo.
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—Les diré a los siervos que duerman con las piernas cerradas — ironizó Jord. —Y a Aimeric —añadió Laurent. Jord dio un resoplido. Damen, que no conocía al hombre en cuestión, siguió la mirada de Jord hasta uno de los soldados en el otro lado del patio. Pelo castaño, bastante joven, bastante atractivo. Aimeric. —Hablando de mascotas —pronunció Laurent con una voz diferente. Jord inclinó la cabeza y se alejó, su parte había concluido. Laurent había notado la pequeña figura en la periferia de la actividad. Nicaise, vestido con una sencilla túnica blanca y la cara libre de pintura, había salido al patio. Sus brazos y piernas estaban desnudos; llevaba sandalias en los pies. Se abrió camino hacia ellos, hasta enfrentarse a Laurent, y luego se quedó allí, mirando hacia arriba. Su pelo caía descuidado. Bajo sus ojos había tenues sombras, señal de una noche de insomnio. Laurent dijo: —¿Viniste para verme partir? —No —dijo Nicaise. Extendió algo a Laurent con gesto perentorio y lleno de repugnancia. —Yo no lo quiero. Esto me hace pensar en Vos. Azulesy límpidoszafiros dobles colgaban de sus dedos. Era el pendiente que había llevado en el banquete. Y que había perdido,
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espectacularmente, en una apuesta. Nicaise los mantuvo lejos de sí mismo como si estuvieran hechos de algo hediondo. Laurent los tomó sin decir nada. Los guardó cuidadosamente en un pliegue de su ropa de montar. Luego, después de un momento, se acercó y tocó la barbilla de Nicaise con un nudillo. —Te ves mejor sin toda esa pintura —le dijo. Era cierto. Sin la pintura, la belleza de Nicaise era como una flecha directa al corazón. Tenía un poco de aquello en común con Laurent, pero este poseía la seguridad, el aspecto maduro de un hombre joven entrando en sus mejores años, mientras que la belleza del chico era propia de los muchachos de cierta edad, de corta duración, con pocas probabilidades de sobrevivir la adolescencia. —¿Creéis que un elogio me va a impresionar? —dijo Nicaise— No lo hará. Los consigo todo el tiempo. —Ya lo sé —dijo Laurent. —Recuerdo la oferta que me habéis hecho. Todo lo que me habéis dicho, finalmente, era una mentira. Sabía que lo era —protestó Nicaise—. Os marcháis. —Voy a volver —dijo Laurent. —¿Eso es lo que creéis? Damen sintió como se erizaban los pelos de todo su cuerpo. Recordó nuevamente a Nicaise en el pasillo después del intento de
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asesinato de Laurent. Resistió a duras penas las ganas de abrir al muchacho y arrancar todos sus secretos desde el interior. —Voy a volver —confirmó Laurent. —¿Para mantenerme como mascota? —preguntó el niño— Os encantaría eso. Convertirme en vuestro sirviente. El amanecer pasó sobre el patio. Los colores cambiaron. Un gorrión se posó en uno de los postes del establo cerca de él, pero despegó de nuevo al sonido de uno de los hombres dejando caer una carga de guarnición de sus brazos. —Nunca
te
pediría
que
hicieras
algo
que
considerases
desagradable—dijo Laurent. —Veros es desagradable —replicó Nicaise.
***
No hubo despedida amorosa entre tío y sobrino, solo el ritual impersonal de la ceremonia pública. Era un espectáculo. El Regente estaba completamente en ropas ceremoniales, y los hombres de Laurent formados con perfecta disciplina. Alineados y acicalados, se quedaron en orden en el patio exterior, mientras en el frente, el Regente daba amplios pasos para recibir a su sobrino. Era una mañana de clima caluroso e intenso. El Regente fijó algún tipo de distintivo oficial enjoyado en el hombro de Laurent. A
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continuación, le instó a subir y lo besó en ambas mejillas con calma. Cuando Laurent se volvió hacia sus hombres, el broche en el hombro hizo un guiño a la luz del sol. Damen se sintió casi mareado cuando el recuerdo lleno de sentido de una lucha de hace mucho tiempo vino a él: Auguste había usado esa misma insignia en el campo. Laurent montó. Las banderas desplegadas a su alrededor en un conjunto de destellos azul y oro. Las trompetas sonaron y el caballo de Govart reculó, a pesar de su entrenamiento. No eran solo cortesanos los que estaban allí para observar, también había plebeyos amontonándose cerca de la puerta. Decenas de personas que habían ido a ver a su Príncipe formaron una pared dando sonidos de aprobación. No sorprendió a Damen que Laurent fuera popular entre la gente de su pueblo. El reunía los requisitos para ello, todo aquel cabello brillando y el sorprendente perfil. Un Príncipe dorado era fácil de amar si no lo veías arrancándoles las alas a las moscas. Montando elegantemente y sin esfuerzo sobre la silla, transmitía una imagen exquisita, cuando no estaba matando a su caballo. Damen, que había recibido un caballo tan bueno como su espada y un lugar en la formación cerca de Laurent, mantuvo su postura mientras cabalgaban. Pero a medida que pasaban más allá de las paredes interiores, no pudo resistir girarse en su asiento y mirar hacia atrás, al palacio que había sido su prisión. Era hermoso, las puertas altas, las cúpulas y torres, y los interminables, intrincados y entrelazados patrones tallados en la cremosa piedra. Brillando en mármol y metal pulido, estirándose hacia el cielo, estaban aquellas estructuras espiraladas curvándose en el techo que lo habían ocultado de la vista de los guardias durante su intento de fuga.
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No era indiferente a la ironía de la situación, cabalgando para proteger al hombre que había hecho todo lo posible para oprimirlo bajo su yugo. Laurent fue un carcelero peligroso y malicioso. Era tan probable que barriera Akielos con sus garras como su tío. Nada de eso importaba ante la urgencia de detener la maquinaria de los planes del Regente. Si era la única manera de evitar la guerra, o de posponerla, entonces Damen haría lo que fuera necesario para mantener a Laurent seguro. Él tenía intenciones de hacerlo. Pero habiendo traspasado los muros del palacio vereciano, supo una cosa más. Daba lo mismo lo que hubiera prometido, dejaba el palacio detrás de él y no tenía ninguna intención de volver. Dirigió la vista hacia el camino, y a la primera parte de su viaje. Hacia el Sur, y a su hogar.
Continuará…
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EL ENTRENAMIENTO DE ERASMUS
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Esa mañana que despertó sintiendo las sábanas pegajosas debajo de él, Erasmus no comprendió, en un principio, qué era lo que había sucedido. El sueño se desvaneció, poco a poco, dejando una sensación de tibieza; se revolvió, somnoliento, sus miembros lánguidos por el placer que perduraba. La acogedora ropa de cama se sentía bien contra su piel. Fue Pylaeus quien apartó las mantas, reconoció los signos, y envió a Delos a tocar la campana y a un joven mensajero corriendo al palacio, la planta de sus pies destelló sobre el mármol. Erasmus se revolvió en la cama, se dejó caer, se arrodilló con la frente presionada contra la piedra. No se atrevía a creer, sin embargo su pecho se llenó de esperanza. Cada partícula de su cuerpo era consciente de que las sábanas se iban de la cama, envueltas con mucho cuidado, y atadas con una cinta de hilo de oro lo que significaba que… «por fin, oh por favor, al fin…», había sucedido. “El cuerpo no será apresurado”, le había dicho amablemente el viejo Pylaeus una vez. Erasmus se había sonrojado ante la idea de que pudiera haberse reflejado el ansia en su rostro; sin embargo, cada noche lo había deseado, deseó que viniera antes de que el sol se levantara, y fuera otro día más. El anhelo que tenía en esos últimos días había adquirido una nueva particularidad, una llamada física que recorría todo su cuerpo como el temblor de una cuerda pulsada.
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La campana empezó a sonar por los jardines de Nereus cuando Delos tiró de la cuerda y Erasmus se levantó, su pecho se llenó de los latidos del corazón al seguir a Pylaeus a los baños. Se sintió desgarbado y demasiado alto. Era viejo para aquello. Era tres años mayor que el más antiguo en tomar las sedas de instrucción antes que él; a pesar de todo, el ferviente deseo de su cuerpo ofrecía lo que fuera necesario para mostrarle preparado. En los baños, los surtidores de vapor fueron encendidos y el aire en la sala se volvió pesado. Se empapó primero, luego se tendió sobre el mármol blanco y su piel se calentó hasta que la sintió palpitar con los perfumes del aire. Se tumbó en una postura sumisa con las muñecas cruzadas sobre su cabeza, lo que, algunas noches, había practicado en la soledad de su habitación, como si practicando pudiera evocar ese mismo momento a su ser. Sus miembros se volvieron maleables contra la piedra lisa debajo de él. Lo había imaginado. Al principio con excitación, a continuación, con ternura, y luego, al transcurrir los años, desconsoladamente. De qué manera yacería quieto durante las atenciones, cómo reposaría completamente inmóvil. Cómo, al final de los rituales del día, la cinta de oro de las sábanas se ataría alrededor de sus muñecas y se le dispondría sobre la litera acolchada, el enlazado de la cinta sería tan delicado que un solo aliento podría causar que el nudo se deslizara abierto, por lo que él debía yacer muy quieto cuando la litera atravesara las puertas para comenzar su entrenamiento en el palacio.
Había practicado aquello
también, presionando las muñecas y los tobillos juntos.
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Salió del baño aturdido por el calor y maleable, de modo que cuando se arrodilló en la postura ritual se sintió natural, sus extremidades flexibles y dispuestas. Nereus, el propietario de los jardines, desplegó las sábanas y todo el mundo admiró las manchas; los muchachos más jóvenes se agruparon alrededor, y mientras estuvo arrodillado le tocaban y le daban felices cumplidos, besos en la mejilla; una guirnalda de campanillas blancas se dejó alrededor de su cuello, flores de manzanilla fueron dispuestas detrás de su oreja. Cuando había imaginado aquello, Erasmus no había vislumbrado que se sentiría tan emotivo a cada momento: el pequeño y tímido ofrecimiento de flores de Delos, la voz temblorosa del viejo Pylaeus cuando dijo las palabras rituales; el hecho de tener que separarse volvió todo, de repente, muy querido. Sintió, repentinamente, que no podía quedarse donde estaba, arrodillado; quería levantarse, dar un feroz abrazo de despedida a Delos. Salir corriendo a la estrecha habitación que dejaría atrás para siempre, la cama desnuda, sus pequeñas reliquias que también debía abandonar, la ramita de flor de magnolia en el jarrón del alféizar. Pensó en el día en que la campana había sonado para Kallias, el largo abrazo en el que se aferraron el uno al otro para despedirse. «La campana sonará para ti pronto, lo sé», Kallias le había dicho. «Lo sé, Erasmus». Eso había sucedido hacía ya tres veranos. Había tardado mucho tiempo, pero de repente fue demasiado pronto para que los chicos fueran despedidos, y para que los cerrojos de las puertas estuvieran abriéndose.
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Y fue entonces cuando el hombre entró en el pasillo. Erasmus no se dio cuenta de que había caído de rodillas hasta que sintió el frío mármol contra su frente. La imagen borrosa del hombre perfilada en la puerta lo había derribado. Sacudió el interior de Erasmus: cabello oscuro enmarcando un rostro imponente, de características indomables como un águila. La potencia en él; la fuerte curva de los bíceps que una correa de piel apretaba, los músculos de los bronceados muslos entre las sandalias de la rodilla61 y la falda de cuero. Quería mirar de nuevo pero no se atrevió a levantar su mirada de la piedra. Pylaeus se dirigió al hombre con gracia palaciega de larga experiencia, pero Erasmus apenas fue consciente de él, su piel estaba caliente. No comprendió las palabras que este y el recién llegado hablaron entre sí. No supo cuánto tiempo pasó entre que el hombre se fuera y Pylaeus intentara persuadirlo de que mirara hacia arriba. Le dijo: —Estás temblando. Oyó el suave timbre de su propia voz, aturdida. —¿Ese... era un maestro del palacio? —¿Un maestro? —La voz de Pylaeus era agradable—. Ese era un soldado de tu séquito, enviado para proteger tu litera. Es a tu maestro como una simple gotita es a la gran tormenta que viene del océano y rasga el cielo.
61
Por lo que entendemos, se refiere a esas sandalias que tienen correas que se entrecruzan en toda la pantorrilla hasta atarse detrás de las rodillas.
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***
Se sentía el calor del verano. Bajo el implacable cielo azul las paredes, las escaleras y los caminos se caldeaban de manera constante, así que por la noche, el mármol despedía calor, como un ladrillo candente directamente tomado del fuego. El océano, que podía ser visto desde el patio oriental, parecía retirarse de las rocas secas cada vez que se alejaba de los acantilados. Los esclavos del palacio en entrenamiento hacían lo que podían para mantenerse frescos; se amparaban a la sombra, practicaban el arte del abanico; entraban y salían de las refrescantes aguas de los baños; yacían despatarrados como estrellas de mar al lado de las piscinas al aire libre con la piedra lisa caliente por debajo de ellos y un amigo recostado a su lado, tal vez rociando agua fría sobre su piel. A Erasmus le gustaba. Le gustaba la tensión extra que el calor aportaba a su formación, el esfuerzo adicional de concentración que requería. Era razonable que el adiestramiento allí, en el palacio, fuera más arduo que en los jardines de Nereus. Era digno de la cinta dorada alrededor de su cuello, un símbolo del collar de oro que ganaría cuando sus tres años como esclavo en formación del palacio, terminaran. Era digno del broche de oro que llevaba, el peso liviano en su hombro que hacía que su corazón latiera cada vez que pensaba en él, tallado como estaba con una pequeña cabeza de león, emblema de su futuro amo.
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Recibió sus clases matinales con Tarchon en una de las pequeñas salas de entrenamiento de mármol llena de atavíos que él no usó, ya que desde el amanecer hasta que el sol alcanzaba el centro del cielo, hacían las tres formas62, una y otra, y otra vez. Tarchon lo corregía impasible mientras Erasmus luchaba por llevarlas a cabo. Al final de cada secuencia, «otra vez». Luego, cuando sus músculos dolían, cuando tenía el pelo empapado por el calor y sus miembros resbaladizos por el sudor que le provocaba el mantener la pose, Tarchon le decía lacónicamente: «Una vez más». —Así que la flor premiada de Nereus al fin ha florecido —había dicho su instructor el día de su llegada. Su inspección había sido sistemática y exhaustiva. Tarchon era el Primer Entrenador. Había hablado con voz indiferente. —Te ves excepcional. Pero eso es una incidencia del nacimiento por la cual no tienes derecho a la alabanza. Ahora estarás entrenando para la casa Real, y una buena apariencia no es suficiente para ganar un lugar allí. Y eres mayor. Eres más viejo que el más mayor con el que haya trabajado. Nereus espera que
uno de sus esclavos sea escogido para entrenarse
para una Primera Noche, pero en veintisiete años ha producido solo un aspirante, el resto son chicos de baños, asistentes de mesa. No supo qué decir, ni qué hacer. Al llegar a la oscuridad sofocante de la litera, Erasmus había intentado con cada doloroso latido mantenerse quieto. Una fina capa de sudor se había formado sobre él debido al terror de estar en el exterior. Fuera de los jardines de Nereus; los serenos, 62
“Forms”: puede referirse tanto a formas, como a figuras o a algún tipo de rito o ceremonia. Como no sabemos qué es exactamente lo que practica, se deja la traducción más abierta y literal.
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reconfortantes jardines que contenían todo lo que sabía de la vida. Se había alegrado de las mantas que cubrían la litera, del tejido grueso que fue dejado caer para apagar la luz. Aquello que lo protegía de las miradas degradantes en los ojos de los extraños, era todo lo que se interponía entre él y el vasto espacio desconocido, los sonidos poco familiares, retumbos y gritos amortiguados, y la luz cegadora cuando las mantas de la litera fueron quitadas. Pero ahora, los caminos del palacio eran tan familiares como las rutinas palatinas, y cuando la campana del mediodía sonó a tiempo, tocó la frente contra el mármol y dijo las palabras rituales de agradecimiento; sus miembros temblaban de cansancio así que tropezaron hacia sus clases de la tarde: idioma, etiqueta, ceremonial, masaje, recitación, canto y cítara. La sorpresa lo detuvo al salir al patio y se quedó congelado. Cabello esparcido, un cuerpo inerte. Sangre en el rostro de Ifegin, quien se hallaba en los escalones de mármol poco profundos; un entrenador sostenía su cabeza, otros dos, arrodillados con preocupación. El color de seda sobre él se cernía como exótico alimento de pájaros. Los esclavos en formación se reunieron en torno a él, un semicírculo de espectadores. —¿Qué pasó? —Ifegin resbaló en las escaleras. —Y luego—: ¿Crees que Aden lo empujó?
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La broma fue horrible. Había docenas de esclavos masculinos en adiestramiento, pero solo cuatro llevaban un broche de oro; Aden e Ifegin eran los únicos que llevaban el broche del Rey. Escuchó una voz a su lado. —Vete de aquí, Erasmus. Ifegin estaba respirando. Su pecho subía y bajaba. La sangre que resbalaba por su barbilla había manchado la parte delantera de sus sedas de entrenamiento. Estaría de camino a su lección de cítara. —Erasmus, vete de aquí. A lo lejos, sintió una mano en su brazo. Miró a su alrededor desorientado y vio a Kallias. Los entrenadores estaban levantando a Ifegin para llevarlo dentro. En el palacio, sería atendido por entrenadores y médicos Reales. —Va a estar bien, ¿no? —No —dijo Kallias—. Le quedará cicatriz.
***
Erasmus nunca olvidaría lo que había sentido al ver a Kallias de nuevo: un esclavo en entrenamiento levantándose desde una postración a su entrenador, desgarradoramente encantador, con una caída de rizos castaños y grandes ojos azules. Siempre había habido algo inaccesible en su belleza, en sus ojos azules como el cielo inalcanzable. Nereus siempre
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había dicho de él: «un hombre solo tiene que mirarlo para querer poseerlo». La boca de Aden había hecho una mueca de desagrado. —Es Kallias. Puedes soñar con él todo lo que quieras, todo el mundo lo hace. No te mirará dos veces. Piensa que es mejor que los demás. —¿Erasmus? —había dicho Kallias, deteniéndose cuando Erasmus se había detenido, mirando cómo Erasmus estaba mirando, y en el momento siguiente, Kallias estaba envolviendo sus brazos alrededor de Erasmus, manteniéndolo aferrado, presionando su mejilla contra la mejilla de nuevo, la máxima intimidad permitida a los que se les prohíbe besar. Aden los miraba, con la boca abierta. —Estás aquí —dijo Kallias—. Y eres para el Príncipe. Erasmus vio que su amigo también llevaba un broche, pero que era de oro liso, sin la cabeza de león. —Soy para el otro Príncipe —le informó—, Kastor. Se hicieron inseparables, más cercanos de lo que habían sido en los jardines de Nereus, como si los tres años de separación nunca hubieran existido. «Cercanos como hermanos», dijeron los entrenadores sonriendo, porque se trataba de una presunción encantadora, esclavos jóvenes haciéndose eco de la misma conexión entre sus amos principescos. Por las noches, y en los momentos robados al entrenamiento, dejaban salir a tropel sus palabras y parecían poder conversar de todo.
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Kallias hablaba con voz tranquila, seria, de grandes temas de amplio alcance: política, arte, mitología; y siempre sabía lo mejor de los chismes del palacio. Erasmus se expresaba con vacilación y, por primera vez, acerca de sus sentimientos más íntimos, el placer que sentía al entrenarse, su afán por complacer. Todo aquello con una nueva conciencia de la belleza de Kallias. De cuán lejos parecía estar de él. Por supuesto, Kallias tenía tres años más de entrenamiento a pesar de que tenían la misma edad. Esto se debía a la diferente etapa de maduración en la que cada uno se inició en las sedas de entrenamiento, y no podía medirse en años. «El cuerpo sabe cuándo está listo». Pero Kallias aventajaba a todo el mundo. Los esclavos en formación que no le tenían celos, lo adoraban. Sin embargo, había un desapego entre Kallias y los demás. No era engreído. A menudo ofrecía ayuda a los chicos más jóvenes, quienes se sonrojaban y se ponían incómodos y nerviosos. Pero nunca hablaba con ellos, más allá de la cortesía. Erasmus jamás supo por qué Kallias lo escogió, a pesar de que estaba contento por ello. Cuando la habitación de Ifegin se despejó y su cítara fue dada a uno de los chicos nuevos, todo lo que Kallias había dicho era: —Fue nombrado así por Ifigenia, “el más leal”. Pero no recuerdan tu nombre si caes. Erasmus había dicho, con intención: —Tú no caerás.
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Esa tarde, Kallias se dejó caer a la sombra y puso a descansar su cabeza sobre el regazo de su amigo, sus piernas desplomadas sobre el césped blando. Tenía los ojos cerrados, las pestañas oscuras apoyadas contra sus mejillas. Erasmus apenas se movió en absoluto, porque no quería molestarlo, más que consciente de los latidos de su corazón, del peso de la cabeza de Kallias en su muslo, inseguro sobre qué hacer con sus manos. La inconsciente desenvoltura de Kallias hizo que Erasmus se sintiera feliz y lo amilanó. —Me gustaría poder quedarme así para siempre —dijo, en voz baja. Después se ruborizó. Un rizo cruzaba la tersa frente de Kallias. Erasmus quería extender la mano y tocarlo, pero no era lo suficientemente valiente. En cambio, esa audacia había salido de su boca. El jardín estaba inundado del calor veraniego, el trino de un pájaro, el zumbido lento de un insecto. Vio una libélula en un tallo. El lento transcurrir solo lo hacía más consciente de Kallias. Después de un momento… —He comenzado el entrenamiento para mi Primera Noche. Kallias no abrió los ojos. Fue el corazón de Erasmus el que repentinamente latió demasiado rápido. —¿Cuándo? —Voy a dar la bienvenida a Kastor a su regreso de Delpha. Dijo el nombre de Kastor con su título honorífico, como todos los esclavos hacían cuando hablaban de sus superiores, Kastor, el Enaltecido.
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No tenía sentido que Kallias estuviera siendo entrenado para Kastor. Sin embargo, por alguna razón, el Guardián de los Esclavos Reales había decretado que su mejor esclavo en formación debería ir no para el Heredero o para al Rey, sino para Kastor. —¿Alguna vez deseaste un broche de león? Tú eres el mejor de los esclavos palatinos. Si alguien se merece estar en el séquito del futuro rey eres tú. —Damianos no toma esclavos masculinos. —A veces él… —No tengo tu color —dijo Kallias, y abrió los ojos mientras enroscaba alrededor de su dedo un rizo del cabello de Erasmus. Su coloración, a decir verdad, había sido atendida cuidadosamente al gusto del Príncipe. Su cabello se aclaraba a diario con manzanilla, para que se iluminara y mejorara el brillo; y su piel se guardó del sol hasta que el dorado crema de su temprana infancia en los jardines de Nereus se convirtiera en blanco lechoso. —Es la forma más mezquina de llamar la atención —había dicho Aden, sus ojos disgustados mientras observaba el cabello de Erasmus—. Un esclavo Real en formación no llama la atención sobre sí mismo. Kallias le explicó después. —Aden daría su brazo por tener el pelo claro. Quiere un broche del Príncipe Heredero más que cualquier otra cosa. —No necesita el broche del Príncipe. Está entrenando para el Rey.
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—Pero el Rey está enfermo —dijo Kallias.
***
El gusto del Príncipe era para las canciones y los versos de batalla, los cuales eran más difíciles de recordar que la poesía de amor que Erasmus prefería; y más largos. Un espectáculo completo de La Caída de Inachtos era de cuatro horas, y la de Hypenor era de seis, de modo que cada momento libre lo pasaba recitando para sus adentros. «Separado de sus hermanos, golpea demasiado corto a Nisos, y mantente firme en un solo propósito, doce mil hombres, y, en implacable victoria escinde Lamakos con su espada». Él se quedaba dormido murmurando largas genealogías heroicas, las listas del armamento y de los sucesos que Iságoras describió en sus epopeyas. Pero esa noche, dejó que su mente vagara por otros poemas, «En la larga noche, Yo espero», el anhelo de Laechthon por Arsaces, al desprenderse de sus sedas y sentir el aire de la noche sobre su piel. Todos cuchicheaban sobre La Primera Noche. Era infrecuente que un chico tuviera el broche. El broche significaba un lugar permanente en el séquito de un miembro de la familia Real. Pero también significaba más que eso. Por supuesto, cualquier esclavo podía ser llamado a servir en privado si el ojo Real caía sobre él. Pero el broche significaba la certeza de una Primera Noche, en la que el esclavo era presentado en la cama Real.
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Los que llevaban un broche recibían las mejores habitaciones, la formación más estricta y los primeros privilegios. Esos que no podían soñar con adquirir uno, trabajaban día y noche intentando demostrar que eran merecedores de él. «En los jardines masculinos», decía Aden moviendo su cabello castaño brillante, «era casi imposible». En los jardines de mujeres, por supuesto, los broches eran más comunes. Los gustos del Rey y sus dos hijos transitaban a lo largo de líneas predecibles. Y desde el nacimiento de Damianos, no hubo otra Reina que seleccionara esclavos para su propio séquito. La amante permanente del rey, Hypermenestra, tenía pleno derecho y mantenía
esclavos como
convenía a su estatus, pero era «demasiado inteligente como para tomar a cualquiera en su cama excepto al Rey», decía Aden. Este tenía diecinueve años, estaba en el último año de su formación y hablaba sobre la Primera Noche con sofisticación. Acostado sobre las mantas, Erasmus era consciente de la sensibilidad persistente de su cuerpo, pero no podía tocarse. Solo con un permiso especial se les permitía tocar allí para lavarse en los baños. Algunas veces le gustaba. Le gustaba sufrir por ello. Le gustaba la sensación de que se estaba negando algo a sí mismo para complacer a su Príncipe. Se sentía estricto, virtuoso. Había otras veces en que solo sentía necesidad más allá de toda razón, y eso hacía que el sentimiento de abnegación, de obediencia, fuera más fuerte, con ganas todavía de hacer lo que le dijeran, hasta que todo fuera confuso. La idea de yacer virgen en una cama y el Príncipe entrando en la habitación... ese era un pensamiento que lo abrumaba.
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Aún no había sido instruido en ello, no tenía idea de cómo iba a ser. Sabía lo que al Príncipe le gustaba, por supuesto. Conocía sus comidas favoritas, las que podrían ser seleccionadas para él en la mesa. Conocía su rutina matinal, la forma en que le gustaba que su cabello fuera cepillado, su estilo preferido de masaje… Sabía... sabía que el Príncipe tenía muchos esclavos. Los sirvientes hablaban de aquello con aprobación. El Príncipe tenía buen apetito y tomaba amantes con frecuencia, esclavos y nobles también, cuando tenía la necesidad. Eso era bueno. Era generoso con sus afectos, y un rey siempre debía tener un gran séquito. Sabía que el ojo del Príncipe tendía a vagar, que siempre se complacía con algo nuevo, que sus esclavos eran atendidos, mantenidos con permanente distinción, mientras que su ojo vagabundeaba, cayendo con frecuencia en nuevas conquistas. Sabía que cuando quería hombres, el Príncipe rara vez tomaba esclavos. Era más probable que provinieran de la arena, que fueran de sangre ardiente, por lo que seleccionaba algún luchador. Hubo un gladiador de Isthima que había durado en la arena doce minutos contra el Príncipe antes de que este le derribara, y habían pasado seis horas en los aposentos del mismo después. Le contaron aquellas historias también. Y, por supuesto, solo tenía que elegir un luchador para que se lo cedieran como un esclavo cualquiera, porque él era el hijo del Rey. Erasmus recordaba al soldado que había visto en los jardines de Nereus, y la idea del Príncipe montándolo era una imagen impresionante en su
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mente. No podía imaginar tal poder, y entonces pensó, «me tomará de esa manera», y un estremecimiento profundo recorrió todo su cuerpo. Movió las piernas juntas. ¿Cómo sería, ser el receptáculo del placer del Príncipe? Levantó una mano a su mejilla y la sintió caliente, enrojecida, mientras yacía en la cama, al descubierto. El aire se sentía como seda, le arrastraba los rizos como fronda a través de la frente. Llevó la mano a su rostro y empujó los cabellos hacia atrás e incluso aquel gesto se sintió excesivamente sensual, el lento movimiento de alguien bajo el agua. Levantó las muñecas por encima de la cabeza e imaginó la cinta uniéndolas, su cuerpo dispuesto para el toque del Príncipe. Sus ojos se cerraron. Pensó en el peso, hundiendo el colchón, una imagen sin forma de aquel soldado que había conocido por encima de él, las palabras de un poema, «Arsaces, deshecho».
***
La noche del festival del fuego, Kallias cantó la balada de Ifigenia, quien había amado tanto a su amo que lo esperaba a pesar de que sabía lo que significaba hacerlo; y Erasmus sintió lágrimas en su garganta. Dejó el recital y salió a la oscuridad de los jardines, donde la brisa era fresca bajo los árboles perfumados. No le importaba que la música creciera distante muy por detrás de él; necesitaba, de pronto, ver el océano. Bajo la luz de la luna se veía diferente, oscuro y desconocido, pero podía sentirlo, sin embargo, sentir su enorme franqueza. Miró fuera de la
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balaustrada de piedra del patio oriental y sintió el viento imprudente contra su cara, y al océano como una parte del mismo. Podía oír las olas, imaginándolas salpicar su cuerpo, llenar sus sandalias, el agua espumosa arremolinándose a su alrededor. Nunca antes había sentido ese anhelo; desechó el sentimiento, y fue consciente de que la familiar figura de Kallias subía detrás de él. Pronunció las palabras que se habían inflamado dentro de él, por primera vez. —Quiero que me lleven a través del océano. Quiero ver otras tierras. Quiero ver Isthima y Cortoza, quiero ver el lugar donde Ifigenia esperaba, el gran palacio donde Arsaces se entregó a su amante —dijo con imprudencia temeraria. El anhelo interior lo encumbró —. Quiero… sentir lo que es… —Vivir en el mundo —completó Kallias. No era lo que había querido decir y se lo quedó mirando, y sintió que se sonrojaba. Se dio cuenta de que también había algo diferente en su amigo cuando este pasó junto a él y se apoyó en la balaustrada de piedra, con los ojos en el océano. —¿Qué pasa? —Kastor ha regresado de Delpha temprano. Mañana será mi Primera Noche. Miró a Kallias, vio la expresión distante en su rostro mientras miraba hacia el agua, contemplando el mundo que Erasmus no podía imaginar. —Trabajaré duro. —Oyó Erasmus decirse a sí mismo, las palabras brotaron. —Trabajaré muy duro para alcanzarte. Me prometiste en los
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jardines de Nereus que nos veríamos de nuevo y yo te lo prometo ahora. Iré al palacio y serás un esclavo festejado, que interpretará la cítara en la mesa del Rey todas las noches, y Kastor nunca estará sin ti. Serás magnífico. Nisos escribirá canciones sobre ti y todos los hombres del palacio te verán y envidiarán a Kastor. Kallias no dijo nada; el silencio se extendió hasta que Erasmus fue consciente de las palabras que había pronunciado. Y luego Kallias habló con voz cruda. —Me gustaría que pudieras ser mi primero. Sintió las palabras en su cuerpo como pequeñas explosiones. Era como si estuviera destapado otra vez sobre el jergón como lo había estado en su pequeña habitación, ofreciendo su anhelo. Sus propios labios se separaron sin sonido. Kallias dijo: —¿Pondrías... tus brazos alrededor de mi cuello? Su corazón latía dolorosamente. Asintió, luego quiso ocultar su cabeza. Se sintió mareado con la audacia. Deslizó sus brazos alrededor del cuello de Kallias, sintiendo la suave piel de su cuello. Sus ojos se cerraron solo para sentir. Fragmentos de poesía flotaban en su mente.
En las salas con columnas, nos abrazamos Su mejilla apoyada contra la mía Felicidad como esta viene una vez cada mil años
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Puso su frente contra la de su compañero. —Erasmus —dijo Kallias, vacilante. —Está bien. Está bien, siempre y cuando no… Sintió los dedos de Kallias en sus caderas. Era un delicado, indefenso toque que preservaba la distancia entre sus cuerpos. Pero era como si se hubiera completado un círculo, con los brazos de Erasmus alrededor del cuello de Kallias, y los dedos de este en sus caderas. El espacio entre sus cuerpos se sentía empañado y caliente. Entendió por qué aquellos tres lugares de su cuerpo estaban prohibidos para él, porque todos ellos comenzaron a desear. No pudo abrir los ojos, al sentir el apretado abrazo, sus mejillas presionadas una contra la otra, frotándose juntas, a ciegas, perdidos en la sensación, por un momento se sintió… —¡No podemos! Fue Kallias quien lo apartó con un grito ahogado. Jadeaba, a dos metros de distancia, con el cuerpo curvado sobre sí mismo, cuando una brisa levantó las hojas del árbol, y se tambalearon hacia atrás y adelante, mientras el océano se agrandaba a lo lejos.
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En la mañana de la Primera Noche de Kallias, comió albaricoques63. Pequeñas mitades redondas, maduradas un poco más allá de su primer sabor hasta la perfecta dulzura. Albaricoques, higos rellenos con una pasta de almendras y miel, rodajas de queso salado que se deshacían contra la lengua. Alimento festivo para todos: las ceremonias de la Primera Noche eclipsaban todo lo que había visto en los jardines de Nereus, era el punto culminante de la carrera de un esclavo. Y en el centro de todo, Kallias, con el rostro pintado y el collar de oro alrededor de su cuello. Erasmus miraba desde la distancia, se aferraba a la promesa que le había hecho, con fuerza. Kallias cumplió con su rol en la ceremonia de forma perfecta. Ni una sola vez miró a Erasmus. Tarchon dijo: —Es digno de un Rey. Siempre me cuestioné la decisión de Adrastus de enviarlo a Kastor. «Tu amigo es un triunfo», los sirvientes le susurraron a la mañana siguiente. Y en las semanas posteriores: «Es la joya de la Casa de Kastor. Toca la cítara cada noche en la mesa, desplazando a Ianessa. El Rey lo codiciaría si no estuviera enfermo».
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Aden lo sacudía para despertarle.
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En algunos países se conocen como “damascos”.
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—¿Qué pasa? —Se frotó los ojos soñolientos. Su compañero estaba arrodillado al lado de su estrecha cama. —Kallias está aquí. Tiene un encargo de Kastor. Quiere verte. Fue como un sueño, pero se apresuró a ponerse sus sedas, fijándolas lo mejor que pudo. —Ven pronto —dijo Aden—. Está esperando. Salió al jardín siguiéndolo, más allá de los senderos del patio, a través de los árboles. Era pasada la medianoche y los jardines estaban tan tranquilos que podía oír los sonidos del océano como un suave murmullo. Sintió el camino bajo sus pies descalzos. A la luz de la luna, vio una figura esbelta familiar contemplando el agua más allá de los altos acantilados. Apenas fue consciente de Aden retirándose. Las mejillas de Kallias estaban embadurnadas con pintura, sus pestañas cargadas de ella. Había una sola hermosa marca alta en su pómulo que atrajo la mirada de sus ojos azules. Pintado así, vendría desde un agasajo en el palacio, o desde su lugar en la Casa de Kastor, al lado de Kastor. Nunca había lucido tan hermoso, la luna encima de él, las estrellas brillantes cayendo lentamente en el mar. —Estoy tan contento de verte, tan contento de que hayas venido — dijo Erasmus, sintiéndose feliz, pero de repente tímido—. Estoy siempre preguntando a mis sirvientes para que me cuenten de ti, y guardando mis propias historias, pensando que tal o cual debería contársela a Kallias. —¿De verdad? —dijo—. ¿Alegre de verme?
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Había algo extraño en su voz. —Te extrañé —dijo Erasmus—. No hemos hablado el uno con el otro desde… aquella noche. —Podía oír los sonidos del agua. —Cuando tu… —¿Supe lo que es comer en la mesa de un Príncipe? —¿Kallias?—dijo Erasmus. Este rió con sonido irregular. —Dime otra vez que vamos a estar juntos. Que tú servirás al Príncipe Heredero y yo serviré a su hermano. Dime cómo va a ser. —No entiendo. —Entonces te enseñaré —dijo Kallias, y lo besó. Conmoción. Los labios pintados de Kallias contra los suyos, la dura presión de sus dientes, la lengua de su amigo en su boca. Su cuerpo fue cediendo, pero su mente estaba clamando a gritos, su corazón sentía que iba a estallar. Quedó aturdido, tambaleándose, agarrando su túnica él mismo, para evitar que cayera. De pie a dos pasos de distancia, Kallias sostenía el broche de oro de Erasmus en su mano, tras habérselo arrancado de la seda. Y luego, la primera comprensión real de lo que habían hecho, el magullado latido de sus labios, la aturdida sensación de que el suelo se abría debajo de sus pies. Estaba mirando a Kallias.
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—No podrás servir al Príncipe ahora, estás contaminado. —Las palabras eran agudas, cortantes. —Estás corrompido. Puedes restregarlos durante horas y nunca los lavarías. —¿Qué significa esto? —La voz de Tarchon. Aden estaba de repente trayéndolo a remolque y Kallias decía: —Él me besó. —¿Es eso cierto? —Tarchon se apoderó de su brazo rudamente con un apretón doloroso. «No entiendo», había dicho, y todavía no lo entendía, ni siquiera cuando escuchó que Aden decía: —Es verdad, Kallias incluso trató de alejarlo. —Kallias… —jadeó, pero Tarchon estaba inclinando su rostro hacia arriba al claro de la luna, y la prueba corría por sus labios, la pintura roja de su amigo. El esclavo de Kastor habló: —Él me dijo que no podía dejar de pensar en mí. Que quería estar conmigo, no con el Príncipe. Le dije que estaba mal. Dijo que no le importaba. —Kallias… Tarchon lo sacudía. —¿Cómo pudiste hacer eso? ¿Estabas tratando de hacer que perdiera su posición? Eres tú quien se ha destruido a sí mismo. Has tirado
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todo lo que se te ha dado, el trabajo de muchos, el tiempo y la atención que se ha prodigado en ti. Nunca vas a servir dentro de estas paredes. Sus ojos buscaban desesperadamente encontrar la mirada de Kallias, impasible e intocable. —Dijiste que querías cruzar el océano —dijo este.
***
Tres días de confinamiento mientras que los entrenadores entraban y salían, y hablaban sobre su destino. Y entonces, lo impensable. No hubo testigos. No hubo ceremonia. Le pusieron un collar de oro al cuello y lo vistieron con sedas de esclavos que no había ganado, que no se merecía. Era un completo esclavo, dos años antes, y lo estaban enviando lejos. No comenzó a temblar hasta que fue llevado a una sala de mármol blanco en una parte desconocida del palacio. Los sonidos sonaban como ecos extraños, como si fuera una gran caverna conteniendo agua. Trató de mirar a su alrededor, pero las figuras se tambaleaban como la llama de una vela detrás de un vaso curvado. Todavía podía sentir el beso, la violencia en él, sus labios estaban hinchados.
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Pero poco a poco se fue dando cuenta de que la actividad en aquella sala era para algún propósito más grande. Había otros esclavos en formación en la habitación junto con él. Reconoció a Narsis y a Astacos. Narsis tenía unos diecinueve años de edad, con un temperamento simple pero dulce. Jamás usó un broche, pero sería un excelente asistente de mesa, y tal vez, incluso un entrenador algún día, debido a su paciencia con los niños más pequeños. Había un ambiente extraño, ráfagas de sonido aquí y allá desde el exterior. El ascenso y descenso de las voces de hombres libres, maestros, en cuya presencia nunca se les había permitido estar antes. Narsis susurró: —Ha sido así toda la mañana. Nadie sabe lo que está pasando. Hay rumores, ha habido soldados en el palacio. Astacos dijo que vio a soldados que hablaban con Adrastus, preguntando por los nombres de todos los esclavos que pertenecían a Damianos. A todos los que llevaban broche de león se los llevaron. Allí es donde pensamos que estarías. No aquí, con nosotros. —Pero, ¿dónde estamos? ¿Por qué nos han… por qué nos han traído aquí? —¿No lo sabes? Nos mandan por barco. Hay doce de nosotros, y doce de los cuartos de entrenamiento femenino. —¿A Isthima? —No, a lo largo de la costa, a Vere.
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Por un momento pareció que los sonidos del exterior se hicieron más fuertes. Hubo un choque metálico lejano que no supo interpretar. Otro. Buscó respuestas en Narsis y vio su expresión confusa. Se le ocurrió, estúpidamente, que Kallias sabría lo que estaba pasando, que debería preguntarle a Kallias, y fue entonces cuando comenzaron los gritos.
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Este libro nació de una serie de conversaciones telefónicas nocturnas los lunes con Kate Ramsay, quien dijo en un momento: «Creo que esta historia va a ser más grande de lo que crees». Gracias Kate, por ser una gran amiga cuando más lo necesitaba. Siempre recordaré el sonido del timbre del antiguo y destartalado teléfono en mi pequeño apartamento de Tokio. Tengo una gran deuda de agradecimiento con Kirstie Innes-Will, mi increíble amiga y editora, que leyó innumerables borradores y pasó incansables horas haciendo la historia mejor. No puedo expresar con palabras cuánta ayuda ha significado para mí. Anna Cowan no es solo una de mis escritoras favoritas, me ayudó mucho en esta historia con sus increíbles sesiones de intercambio de ideas y opiniones interesantes. Muchas gracias, Anna, esta historia no sería lo que es sin ti. Todo mi agradecimiento a mi grupo de escritura Isilya, Kaneko y Tevere, por todas vuestras ideas, comentarios, sugerencias y apoyo. Me siento muy afortunada de tener maravillosos amigos escritores como vosotros en mi vida. Por último, a todos los que han formado parte de la experiencia de Príncipe Cautivo on-line, gracias a todos por vuestra generosidad y entusiasmo, y por darme la oportunidad de hacer un libro como este. 325
C.S. Pacat es una escritora que ha vivido en un número de diferentes ciudades, entre ellas Tokio y Perugia. Ahora vive en Australia, donde está trabajando en el tercer y último libro de la trilogía “El Príncipe Cautivo”. Sigue a C. S. Pacat en Twitter @ supacat, o en su blog en www.captiveprince.com.
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