LA NOCHE DE LOS TRES JACOBOS
Eran tres los hermanos y, sí, los tres se llamaban Jacobo: uno grande, uno mediano y uno pequeño. El orden de nacimiento era la principal diferencia entre ellos porque por todo lo demás
era como estar viendo triple: la misma cabeza, los mismos ojos y la misma voz. Los tres Jacobos vivían en una casa pegadita al mar y tal vez por eso les ocurrían cosas extrañísimas y hablaban de seres mágicos con gente como Marta y Bonín, que no creían ni en la luz eléctrica. - Cuidado, Marta - le dijo una vez el Jacobo grande a su vecina - esta noche va a venir la Alcachofa del Mar a ensuciarte la ropa recién lavada. - ¡Muchacho disparatero!
Y así, otro día el Jacobo mediano aparecía parado en el balcón con una s o m b r i l l a a d o r n a d a d e a l g a s, j u s t o cuando pasaba don Bonín. - ¿Qué haces ahí parado, Jacobo? - le preguntaba el vecino, sin distinguir cuál de los tres Jacobos era. - Estoy espantando polillas. - Ah, bueno, sigue ahí. Y, satisfecha su curiosidad, don Bonín seguía su camino. Era, pues, el Barrio de los Tres Jacobos porque allí vivían, desde
siempre, y cuando la gente preguntaba a dónde vas, los otros contestaban al barrio de los tres Jacobos y todo el mundo sabía a dónde iban. Hay lugares que se distinguen por un barranco o por una catástrofe, pero éste se distinguía por aquellos tres hermanos tan igualitos. Es posible que ya para ese tiempo Playa Serena se llamara también Playa Jacobo, eso sí que no lo sé. Aquella era una playa muy popular. Un arrecife protegía la costa y formaba una inmensa poza en la que las doñas temerosas y los niños pequeños
podían chapotear sin miedo a ser arrastrados por las corrientes. Un frondoso bosque de almendros ofrecía sombra cerca de la orilla. De manera que era una perfecta playa de domingo y en algunas temporadas, la Gente venía de muy lejos a pasar el día. Debo hablar de esa Gente, con G mayúscula, porque es importante para esta historia. Ya se sabe, la Gente suele ser incapaz de corresponder a la generosidad del mundo y, a pesar de la buena sombra y la buena poza, se acumulaban
cosas raras en la playa, cosas que no pertenecían ni al mar ni al bosque, cosas que la Gente traía de lejos y dejaba desamparadas en la arena, como una extraña ofrenda marina. Los Jacobos no sentían aquello como una invasión, pues cuando el sol y la Gente abandonaban el lugar, los tres muchachos exploraban la orilla en busca de tesoros.
Pasaban horas recolectando los más variados cachivaches, e interesantes sobras de las meriendas, el almuerzo y las cenas de domingo. De ahí salían las elaboradas decoraciones del balcón de su casa, los forros de las paredes, los rellenos de los muebles y un muro de botellas de cristal que separaba el hogar de los Jacobos del tránsito callejero. Alguna vez uno de los Jacobos hasta lleg ó a c o m p on er un a c an c ión sobre una servilleta danzante sobre las olas del mar, “como anémona aliviada
de su arduo viaje aéreo hasta el remanso de su hogar”. No se me olvida, porque me hizo gracia que uno de mis parientes fuera tan sentimental. Así pues, cada noche de domingo los tres Jacobos recogían aquí y allá lo que les parecía y el resto quedaba a su suerte. Luego el viento y la lluvia se esforzaban por integrar todo lo extraño, sumergiéndolo en el fondo de las aguas, cubriéndolo de arena, arrastrándolo mar adentro entre restos de naufragios, hasta que, según se cuenta en casa, no se podía más.
Al otro día aparecía Playa Serena o Playa Jacobo, que no sé cómo se llamaba entonces, como si nunca hubiera sido tocada por la civilización, si se me per mite esta palabra. Nunca se supo porqué, pero un domingo el paisaje amaneció ocupado por un ejército de tenedores blancos, erguidos peligrosamente en la arena, como los erizos en las playas. Nadie sabía qué o quién había hecho semejante barbaridad, pero todo el mundo supo de quiénes eran las voces que anunciaron el desastre con las primeras luces:
- ¡Se fue el mar! ¡Se fue el mar! - gritaban, histéricos, los tres Jacobos. Muchos se acurrucaron otra vez entre las sábanas, acostumbrados como estaban a las rarezas del trío, pero otros, que no perdían la oportunidad de divertirse a su costa, salieron, como quiera, a ver qué pasaba. Cuando llegaron a la playa, guiados por los tres Jacobos, encontraron, más allá de los tenedores en fila, el agua quieta y clara, y, arriba de todo, el cielo despejado de nubes.
Según algunos, era un domingo perfecto y volvieron a sus casas a cambiarse de ropa para tirarse al agua.
Los Jacobos, sin embargo, entendían mejor lo que sucedía. La misma fuerza sigilosa y desconocida que había resistido hasta entonces a la invasión de cachivaches extraños, había decidido deshabitar el mar y dejarles sólo el agua clara e inmóvil a los isleños. Eso anunció a la muchedumbre el Jacobo mayor, cuando sintió que se retiraban, pero nadie le hizo caso. Aquel día, en efecto, no se movió ni una hoja, como después de un huracán. Mal augurio, pensaron los tres Jacobos.
Cuentan que entonces, los hermanos, en un arranque heroico que habría de pasar a ser la parte emocionante de la historia que les cuento, se metieron al que habían llamado mar y ya no era más que un charco inmóvil, para ver hasta dónde llegaba el desastre. Nadaron y nadaron más allá del arrecife, asomados a las profundidades y, para su horror, constastaron que el agua estaba completamente despoblada. Ni un pececito, ni una aguaviva, ni un coral, todo había desaparecido como por arte de magia.
El Jacobo menor tomó un buche de agua y la probó. - Nada.Está sosa. Ni un chispitito de sal. Ahora sí que estaban asustados. Mientras los niños chapoteaban, los adultos percibieron que el calor aumentaba al paso de las horas y, aún a pesar de la sombra de los almendros, sudaban sofocados. - No se mueve ni una hoja - dijo uno de los visitántes, abanicándose, precisamente, con una inmensa hoja de uva playera.
- Mejor así, no me despeino - respondió otro que por nada del mundo renunciaba a su domingo de playa. - Es que se han llevado el mar - alertaba el Jacobo mediano para quien quisiera escucharle. A media tarde el olor era insoportable. El agua estaba tan quieta, caliente y apestosa que la playa entera parecía una inmensa cloaca. - ¡Fo! - exclamaron algunos y prometieron no volver jamás a aquel charco pestilente. Al atardecer, después del paseo de siempre, los tres Jacobos se plantaron en la orilla, como tres postes, a contemplar el
desastre. Cuentan que, al poco rato, cuando cayó la noche, salieron a buscar el mar. Viajaron en una barcaza de remos hasta que los brazos no rindieron más, pero aún allí todo seguía igual de quieto que en la playa.
Como estaban cansados de remar y el mar estaba tan calmo, se echaron a dormir despreocupadamente. - Mañana será otro día- dijo el mayor. - Todo tiene remedio, menos la muerte - declaró solemne el del medio, rememorando una frase que había aprendido no sabía él de quién ni dónde. - Buenas noches - concluyó menos sentencioso el menor, entre bostezos. Era tardísimo y habían tenido un día agitado, de manera que no tardaron ni tres segundos en dormirse.
Entonces fue que sucedió el milagro. Sucedió, según cuentan, que, aunque parezca poco probable, esa noche tan quieta los tres hermanos soñaron exactamente lo mismo. Soñaron que desde allí lanzaban las redes al mar, se echaban a dormir y al poco rato un temblor remecía peligrosamente la barcaza. - Jacobo, despierta - le decía en el sueño un Jacobo a otro - hay algo que se mueve allá abajo.
- ¿Abajo, dónde? - respondía el recién despertado, todavía en la bruma del sueño dentro del sueño. - En el agua, tira. Y entre los tres tiraban y tiraban, con toda la fuerza que puede tener alguien dentro de una fantasmagoría. Después de mucho tirar, en cada uno de los sueños (cada cual idéntico al otro) pescaban el mismo animal: una gigantesca criatura hecha de retazos, como la baranda de su balcón, la piel colorida y reluciente, como el muro de botellas que separaba la calle
de su casa: una especie de ballenato estrafalario que respiraba fuera del agua como un pájaro. Y como un pájaro se sacudió tan pronto subió a la barcaza. Y extendió unas tremendas alas de las que colgaban minúsculos restos de naufragios, y como un enorme pájaro se elevó en la oscuridad de la noche, alejándose cada vez más del mar, a través del cielo, despertándolos a los tres del susto. Se encontraron entonces en medio de un mar batiente, pero amable, sobre el
que reverberaban las primeras luces del amanecer. - ¿A que no sabes qué soñé anoche? - les preguntó algo azorado el Jacobo menor a sus hermanos, como si sintiera aún el monstruoso aleteo. - A que te digo - le respondió el Jacobo mayor, reconociendo en el rostro de los otros dos Jacobos la misma expresión de asombro que adivinaba en el suyo. - Hemos salvado el mar - concluyó el
Jacobo mediano, ya plenamente consciente de su proeza. Como ya tenían hambre y algo estupendo para contar, los tres Jacobos remaron de vuelta a la orilla. Al regresar, contaron su historia y, como se habrán imaginado, nadie les creyó. - No había de qué preocuparse, se los dije respondió el viejo Bonín, echando una
miradita complacida sobre las pequeñas olas y el suave meneo de los almendros. - Estos muchachos están cada vez más locos - añadió la vecina Marta, entre resignada y compasiva. Pero a los Jacobos, como siempre, no les importaba lo que pensaran sus vecinos que, después de todo, no creían ni en la luz eléctrica. Ellos sabían bien que el mar había vuelto gracias a ellos. También sabían que su misión aún no había terminado. Era lunes por la
mañana y en pocos días volverían a recibir la visita de la Gente. El mundo necesitaba a los tres Jacobos, al g rande, al mediano y al chiquito. Había mucho por hacer, y cualquier día regresaría aquel monstruo de los despojos a llevarse el mar. Esto fue hace muchos años, cuando ninguno de los Jacobos, ni el grande, ni el mediano ni el chiquito, tenía novia, ni imaginaba que s us des cendientes vendríamos después a poblar Playa Jacobo de gente que también cuenta cosas
extrañas, cree en seres mágicos y defiende, hasta en sueños, al mar y a todo lo que reluce abandonado en cualquier orilla. Eso he escuchado en casa desde que puedo acordarme y cuando veo el mundo que me rodea, tan necesitado de Jacobos, no encuentro razón alguna para creer que haya pasado de otra manera. Y te cuento otra vez la historia, para que tú tampoco la olvides, y la cuentes algún día, tal y como sucedió.
FIN