Ada y abdul

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Ada y Abdul.

JUAN SUKILBIDE



E

s un viaje de un algo mĂĄs de una semana. Ada, la

escultora, se ha marchado a Benidorm, a ver a Cristina, una amiga que necesita compaùía ahora que se hijo se ha


marchado de casa. Ada ha recogido sus cosas en el estudio que comparte con Abdul, el pintor. Para liberar por completo una mesa y dejĂĄrsela a ĂŠl ha llenado otra hasta los bordes con los materiales, las herramientas y algunas de las piezas en las que estĂĄ trabajando. Esta segunda mesa la conforman dos estrechos caballetes y sobre ellos una tabla contrachapada de un centĂ­metro y medio de grosor, blanca, ahora invadida por un muestrario de pompones en una



-sabrosa para los ojos- exhibición de gradaciones de tonos. Es una caja de cartón de tres compartimentos iguales y un asa de tela. Sobre esta estructura otra caja menor, naranja. Y sobre ella madejas de lana de muchos colores. Un bote de cola blanca, un gran rollo de hilo violeta -probablemente para alguna máquina cosedora industrial. Un torso en formación, el que está compuesto ya de los pompones y que tiene brazos hechos con hierros de tuberías es un arcoíris de cuatro lados.


En el conglomerado hay un estirado gato de piedra tallada, probablemente traĂ­do de Egipto, tijeras para cortar alambre


-ya han perdido el efecto muelle que las haría abrirse solas en cuanto dejas de apretarlas- un cúter, rotuladores baratos, varias tijeras de distintos tamaños, guantes, recortes de telas, una semiesfera con pelos como los de una escoba dura, cordón blanco trenzado, un utensilio con mango azul de plástico para enhebrar lana o tal vez para tejer, un táper lleno de clavos roñosos, los que han ido saliendo, quemados, de la estufa porque entraron clavados en tablas que han ardido.


Otra bobina, esta enorme, de hilo negro. Un trozo de malla, pinceles de palos grumosos con cola pegada y manchada metidos en un bote con agua, un orinal viejo, la caja con los materiales para coser, dos cuchillos traídos de la cocina. Dos bolsas de plástico: de una sobresalen dos hilos, la otra, de El Corte Inglés, un balde, otra cabeza forrada con una malla blanca, una pieza cilíndrica de repuesto automovilístico, otra cabeza esta con la figura añadida de un gato que se apoya sobre el cuello del hombre y le rodea…


(A Ada un amigo le dijo que no temiera al futuro. Recomponer objetos, ensamblar partes y guardar cosas pueden ser señales que pondrían en evidencia su miedo a la pérdida o a la desorientación.)


En la parte de debajo de la mesa, y donde no molestan, apoyadas sobre los listones que dan un poco de consistencia a los caballetes hay tres cartones, uno seguido de otro, y encima de ellos tubos de 贸leo abiertos en canal por uno de sus lados, cortados y expuestos al aire para que la pintura que queda se vaya secando. Son tubos que daba el pintor por gastados y en los que, al separar las dos caras hasta entonces pegadas, aparece un resto de 贸leo, que es m谩s de lo que uno cree haber descartado, y que ahora Ada quiere que se seque porque con esos tubos ya sin cabeza ni pliegue


final en el otro extremo, con esas superficies planas pero con la rugosidad del 贸leo en peque帽as crestas ella va a forrar una figura.


Jordan, el hijo de Cristina, ha dejado en el tercer curso la carrera de ingeniero. Sin apenas explicaciones. También ha dejado el trabajo de fines de semana en el hotel Meliá. Su madre sospecha que se ha ido con alguien, que tiene pareja, pero no sabe más y él no le cuenta. El pintor se queda solo en casa por un par de días. Se rompe la inercia de atarearse juntos, la complicidad, el acicate que supone la presencia del otro trabajando. Bueno, no se rompe, porque estos periodos de ausencias cortas son parte


de lo habitual, suelen darse y él los considera imprescindibles y los recibe con mucho gusto (por más que uno de los propósitos para ese paréntesis, después de quebrar los horarios y la rutina, sea el de producir una pintura completamente nueva que sorprenda a Ada a su regreso, una que ella no haya seguido desde su inicio). Sentado en su mecedora mira a su alrededor. Observa los colores expuestos como las tripas de algún animal despanzurrado y consumido por los buitres. Queda pintura. Y no se ha secado a pesar de llevar días abierta.


A Abdul le gustaría viajar. Hacia la zona de India, por ejemplo. Benarés, Bangladesh, Rangpur, Dhakesh… Se levanta de su asiento y va en busca de un par de figurillas, diminutas, que alguien trajo a casa desde algún país asiático, probablemente la propia India. Una es masculina, la otra femenina. Las deja sobre la copiosa mesa. Las mira, las cambia de sitio, las fotografía.



¡Son tan pequeñas¡ Quiere que le lleven a pensar en el viaje y sin embargo la primera impresión es la de impotencia, están en un contexto de objetos desmesurados, en comparación. Escenarios ahora monumentales. Los tarros podrían ser tremendos depósitos de combustible, las bobinas de hilo búnkeres, las herramientas animales depredadores. Cabezas como las de los presidentes norteamericanos en el monte Rushmore, edificios de geometría a lo Frank Gehry. Las figurillas desprotegidas, desubicadas, son fetiches, instrumentos de un modesto, un apagado vudú solicitando sustancia vital.


El pintor mira los tubos violentados, ahora placas con un eje central. El óleo pastoso queda en forma de olas y crestas. O son un paisaje lunar o marciano de cráteres y valles, dunas, lava en ebullición. Abdul ha pintado con esos colores. Así que sabe que el vacío en esos boquetes se había convertido antes en lo que él dibujaba en sus telas: torres, campanas, penes, pájaros, manos, portones, líneas de costa. Palacios orientales, celosías… Como si todos esos cuerpos, objetos, seres los hubiera arrancado de la sustancia oleosa.


Y la que aún queda, ¿en qué podría convertirse? En otras islas, otras laderas, otros sujetos fantásticos. Aún por hacer. Si espera demasiado se secará y entonces será patrimonio exclusivo de la escultora. Es una senda diferente la que recorre el material también dependiendo de su estado. Ada está viviendo en una torre de Benidorm, en un piso 22. Si se asoma a la ventana le da vértigo. Allí abajo hay una gran piscina en forma de ocho, palmeras, y fuera del recinto la calle con las aceras y la carretera. Cada edificio tiene su parque y su recinto amurallado, se ven solares vacíos. Le impresiona distinguir a las gaviotas a decenas de metros por


debajo de su terraza. Nunca hab铆a visto verdaderas figuras humanas en movimiento tan diminutas, casi irreconocibles, y esa transformaci贸n de la escala le marea. Est谩 inc贸moda, le parece antinatural moverse en esas alturas, se siente como si estuviera en un faro o en un observatorio.



El tiempo pasa muy lento. El óleo parece que no vaya a secarse nunca. No hace calor, todo lo contrario, y se cuela humedad desde el tejado, en el punto por donde sale el tubo de la estufa de leña, un rincón que nunca han conseguido aislar completamente del agua, tampoco ahora en invierno. Las figuritas indias están pintadas de verde, amarillo y rojo. Es emocionante comprobar la expresividad, la viveza que les dan apenas unas manchas de pintura y unos trazos. El pintor ve esto como una reivindicación y un triunfo de su oficio. También le alegra darse cuenta de que con la misma facilidad con la que simula personajes y escenas con sus


pinceles puede emular deliciosos viajes introduciendo elementos esenciales de paisajes y tapias delimitando jardines, terrazas, azoteas. Cuando Ada vuelva a casa sus cosas estarán en el mismo sitio y no habrán cambiado un ápice. Los restos de óleo es posible que un poco. Llevan ahí semanas y siguen prácticamente igual.



Lo que él no ha pintado con esa materia le pone en evidencia. Si Abdul desaprovecha ella no, todo lo contrario, busca, rebusca, rescata. La mesa está colmada. En esa sobreabundancia, en el grupo compacto surtido de cachivaches hay vibración, tensión creativa. La reunión de esos elementos que podrían parecer ya fantasmales contagian una vida que rebota resonando. Si


nuestros ojos no se empeñaran en reconocer bordes y diferencias, si dejaran libre esa fluida continuidad entre las superficies y los volúmenes… Es sencillo mirar, cuesta ver. Descartamos como engañosa una fotografía borrosa y desconfiamos de lo que vemos con los ojos entrecerrados.

Para el pintor ese bodegón no tardará en desplegarse. Lo puede prever e imaginar después en muy distintas pinturas. Se pregunta por cuál reflejaría mejor las cualidades de plasticidad, cambio, transformación. Muy probablemente


no la imagen de un bodegón como el que ve sino, por ejemplo, a partir de un cuerpo de dos cabezas, o comenzando con un dragón alado, un edificio transparente y de imposible equilibrio traído de más allá del territorio de la invención convencional. Es un pintor fantaseoso. Una escalera muy frágil, un cielo con huecos para todo ser humano habitante de este planeta y para los objetos imprescindibles de cada una de esas personas daría pie a penetrar donde sí hay algo.


La mesa es un altar, un agradecido mostrador de ofrendas. Mesa con instrumental ¿médico? ¿Hay algo que recomponer, que rehabilitar? Altar funerario o de celebración gozosa, de despedida o de bienvenida. Lugar de paso, de examen. Cómo se detiene la savia y cómo se produce el parón, cómo sucede sin nuestra intervención y cómo nos interponemos, qué significa y qué alcanza cada paso. Gravedad, equilibrio. Descanso, inmovilidad. Sombras y luces entre los objetos, en los huecos.


Sin embargo las placas de pintura está claro que vencerán mucho más fácilmente el peso que les mantiene inmóviles. La variedad de colores enseguida hace pensar en una riquísima combinatoria de reglas muy abiertas. Prueba a distinguir lo muerto de lo vivo. En un cuerpo biológico parece sencillo: si se mueve, si reacciona a estímulos, si cambia, aunque sea lentísimamente. En los objetos es distinto. La vida que les ha rondado. Quien los elaboró, los usó, ahora tal vez los siente, los recuerda, a lo mejor una reminiscencia. Aquellos que se han separado definitivamente del objeto, los que fallecieron, los que lo


han rechazado, dejan una impronta, clara u oscura, ligera o densa sobre las cosas. Y quienes van a acercarse, van a utilizar, van a dejarse afectar, emocionar por esa presencia. Esa es la parte viva, que en una medida puedes intuir y percibir pero que seguro será una enorme sorpresa y una alegría.

Ada palpa, teje, pega para prolongar la expresión y la presencia. Por el contrario a él le parece a veces que sus


pinturas son para los muertos. Que resultan ser muchos más que los vivos: alguien calculó que por cada persona que ahora pisa este planeta hubo treinta que ya no están. Confiados nos esforzamos en reafirmarnos en el territorio que conocemos o en despegarnos, desconfiados. Por eso Abdul crea sin reglas de composición ni ninguna otra, sin perspectiva, sin coordenadas. Con colores muy fuertes para que resistan mínimamente el paso del tiempo y para que se hagan notar, siquiera un poco, en la oscuridad. Pinta para cuando él muera y se convierta en otro más de los secos indiferentes.


Qué significa la muerte, si es un desgarro, si libera y cómo procurar un buen final, una manera adecuada de morir. Qué significa seguir estable, permanecer sin cambios ni evolución si estás muerto. ¿Es lícito importunar a los extintos, molestarles buscando su trasformación, revolverlos, aunque les estés pasando parte de tu vida, que no es infinita y a lo peor no recuperas? Cuesta creer que todas y cada una de las funciones de un ser vivo –y son muchas y muy variadas- desaparezcan, todas a la vez, por completo y para siempre.


Resucitar es un imposible. A un muerto no le cuentas nada, la Historia está hecha para que la lean los vivos, por mucho que hable de los muertos, no es para ellos, tampoco tienen el menor interés, ni iban a entender nada de lo que digamos, les iba a parecer –sin considerarlo en absoluto- vacío y vano, irremediablemente frívolo. La Historia aparentemente avanza, se justifica, se sostiene, se articula para los vivos, los que, precisamente por estar vivos, siempre se creen vencedores y son sólo ignorantes supervivientes. Y por otra parte si Abdul percibe las alternativas que no toma, al pintar y cuando no pinta, si vislumbra qué podría


haber sido en caso de haber dedicado más tiempo, mejor disposición, más valor, más limpia indiferencia ante las opiniones o los juicios… Al presentir movimientos distintos a los que realiza, caminos que no toma… todo eso es vida, tangencial, desconocida, no la da por definitivamente desaprovechada.



La pintura seca pero radiante aún conservará más jugo, más néctar que la pequeña y pasajera distorsión que deje a su alrededor su muerte como ser humano. Jordan llama por teléfono a Abdul. Nunca han tenido mucho trato, pero se conocen y se llevan bien. El chaval no quiere ponerse en contacto con su madre, tampoco hablar con Ada, de la que desconfía. Le cuenta al pintor que está en Palermo, con otra persona, que está bien y que de momento no cuenta con volver. Quiere que tranquilice a su madre. Tiene dinero para un par de meses y necesita apartarse y pensar.


Jordan se marchó con el brazo izquierdo escayolado. Se había dado un fuerte golpe contra una cristalera en una tienda de ropa. Debería haber ido al médico a una revisión hacía tres días. Sin embargo él mismo se ha deshecho de la escayola y ahora dice que huesos y músculos funcionan sin problemas, apenas un hormigueo que casi no es molesto. También están en el aire los trámites con el seguro y van a pasarse los plazos. Su madre puede sospechar que el trompazo le ha afectado a la cabeza Abdul no se esfuerza en su trabajo, disfruta. Pinta para un público mucho más numeroso que el de los vivos, mucho


más variado e infinitamente menos exigente. Mudo, sordo y ciego, paralizado y embotado, alienado, perturbado hasta perder toda referencia sensata, racional, sensible. No le importan, son inútiles. Se siente liberado de compromisos artísticos. O pudiera ser que esto anterior fuera una enorme mentira y en realidad pintara para Ada. Para seguirla, para estar cerca, también cuando trabaja en el estudio. Para agradarla y seducirla con lo que sabe ella valora más. Sobrevolándole para no perderle de vista o atravesando techos y tejados para desligarse y no sentirse irrevocablemente atrapado.


Se pregunta si es amorosa la persistencia de los materiales y su recombinación o lo es más el distanciamiento y el vuelo al inventar. No sabe qué expresa una u otra alternativa, qué significan para ellos dos.



Trazos de pincel como destellos. Figuras sugeridas a través de flashes de color desde los que escapan a su vez chispazos que entrechocan y producen nuevos resplandores. El cielo estrellado, fabulosamente inmenso, qué sencillo y tentador es componer siluetas uniendo mentalmente puntos brillantes situados a miles de años luz. Innumerables estrellas ¿cuatrocientos mil millones en nuestra galaxia? Lo ha leído en internet ¿Trescientos mil trillones más allá...? Todos los dibujos están ahí y de cada ángulo, de cada arista, de todos los bordes emanan fluorescencias. El trabajo de Ada a menudo tiene más que ver con la piel que con la estructura interior. Le cuesta poco construir la


forma y dar el volumen, se lleva un trabajo enorme en elaborar esas texturas ricas, complejas, cientos de clavos, innumerables hilos de lana, piedras diminutas, conchas, maderas rescatadas en la playa, redondeadas por las olas, purificadas por la sal… Toda esa parte en la manufactura de un último nivel, el más visible, se asemeja a la pintura que trabaja sobre una única extensión de tela, ahora cargada de colores. Ada es perseverante, no evita las exigentes tareas repetitivas. Por más que le duela la espalda. Abdul ha apartado las figurillas indias. Ya no están sobre la mesa, ahí peligraban ahora que la escultora ha vuelto y


coge, deja, abre botes, busca unos alicates o entresaca un ovillo de lana. Se han quedado en un estante alto, apartadas del barullo. Aún parecen allí más frágiles. De tan ligeras y pequeñas, con tan poca base resultan inestables, una leve vibración las puede hacer caer. La mesa frágil y llena no es un buen refugio. Son la mínima expresión de volumen, de escultura. También de color y de dibujo.


(Abdul se pregunta si teme al futuro. Dibujar s贸lo seres imposibles, incapaces de sostenerse y actuar en el mundo real quiz谩s es signo de inseguridad y de fragilidad.)


El las pintará sobre un lienzo. Con el propósito de separarlas de su condición física concreta, de las medidas que las describen. Las pondrá en un escenario grandioso de montañas altísimas, un lago inmenso. Cuando las haga suyas ellas, a su vez, seguro que provocarán la llegada, incipiente, de nuevos elementos de iconografía.

Le miran y las mira. Piensa: la pintura no se acaba. Ni como sustancia ni como intención. Y tiene treinta mil años de vida.


Si la empleas mal luego alguien, uno de cada mil o de cada diez mil, frente a la imagen, sentirá deseos de construir algo bien hecho, aunque sea en cualquier otro ámbito extrañamente relacionado y para compensar el daño. Y si, por el contrario, el cuadro está bien pintado porque está activo y no resulta un apestoso cadáver eso sirve de acicate, será modelo. Como en las demás artes y en tantas tareas humanas hay una fuerza colectiva que empuja para mejorar.


Una noche los dos tuvieron el mismo sueño, aunque no se lo contaron uno al tro, él porque no lo recordaba al despertar, ella porque creyó que el sueño realmente no le pertenecía. Ada y Abdul avanzan sobre un grácil puente de cristal en el momento en el que un ángel de muy hermosos pechos sobrevolaba a un naúfrago cantor. Jordan se presentó en casa de Abdul. Con un brazo escayolado y el otro en cabestrillo. El pintor evitó sonreirse


y no le hizo muchas preguntas, no quería que el otro se sintiera interrogado más allá de hablar de lo evidente. Resultó que el segundo suceso tuvo que ver con un forcejeo entre amantes. La expresión dulce, lacónica y cándida de Jordan dejó sin definir claramente qué tipo de contienda había sido, si amorosa o combativa.



Enero 2016

para marijose

juan sukilbide



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