En uno y otro lado

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Para Blanca



marijose recalde juan sukilbide



Carlos enciende el receptor de la radio. Ya han dado el parte y ahora ponen media hora de música antes del teatro con Teófilo Martínez. Ayer escuchó el capítulo de Tres hombres buenos y le dejó inquieto, con la expectativa de si la pareja de inspectores terminaría por mandar cerrar el negocio de ultramarinos. Luego dieron En Flandes se ha puesto el Sol y esta vez aunque hubo una batalla al principio, con explosiones incluidas, terminó sin desasosegantes cuentas pendientes.



Sale al jardín. Se agacha y en cuclillas mira de cerca la tierra. La huele y la palpa, la deja caer desmenuzada entre sus dedos. Mañana tendrá que bajar con los cubos de cinc hasta el pozo para traer agua. Aún queda algo de la nieve que almacenó allí el pasado invierno. Por la noche pasará a la casa de Andrés, el sastre, que se ha hecho traer un artilugio muy caro en el que –dice- se ve dentro gente moverse y hablar.





Entre la sala donde recibe y el huerto hay una lĂ­nea de losas en el suelo que dibuja una ese muy estirada y, seguido, un arco amplio lleno de aliento. Cuando regresa estĂĄ tendido boca arriba Alberto, un hombre que trabaja de sereno en la calle principal de LogroĂąo.



Carlos localiza los desequilibrios y procura la autocuración. Escucha el cuerpo del otro y busca estimularlo para que sea él quien reaccione. Aunque la causa esté lejos del síntoma, o si el problema es antiguo, crónico o reciente. Trabaja con lo ganado en la sesión anterior donde comenzó a deshacer los nudos de energía retorcida. Tiene a su favor la confianza en una inteligencia vital que busca sanarse a sí misma. No lo expresa así. Tampoco se hace llamar terapeuta, ni viste todavía el holgado traje azul de médico o cirujano ni los zuecos blancos pero estos detalles, que están por llegar, no importan mucho.



Ahora sobre la camilla está echada boca abajo Alicia, la espalda desnuda. Carlos acerca sus manos sobre los hombros de la mujer y las desplaza muy levemente hacia el cuello, casi sin tocarla pero en conexión con los tejidos, las membranas y el aura… los caminos y las presencias de ahí dentro. Las flores, tan llenas de color, electrifican el aire y ponen en marcha minúsculas corrientes buscando acariciarse contra los pétalos.





El gallo, los gatos (dos de ellos de angora, otro persa, otro del imperio turco y otro del antiguo Egipto) una cardelina y una lagartija sin cola se pasean confiados. Hay gorgojos, unos cuantos. Y maleza que quiere quitar con una desbrozadora cuando termine de plantar el perejil. Carlos baja la tapa del portátil desde el que sonaba muy bajita una música de olas griegas. Sale de nuevo al huerto mientras la muchacha, cubierta con una sábana, se ha quedado feliz entre el vacío y el sueño.



Hay una secuencia compleja pero hermosa de plantas y espacios, de cuerpos vegetales y distancias, un orden humanamente armónico. Pimientos, guindillas, remolachas, apio… es un gusto verlos, nuevos, ofreciéndose erguidos. El gallo cruza rápido, corre hacia la sombra y el refugio del cerezo. Es extraño que pueda ir tan veloz, con la de años que tiene que tener. Este mismo gallo estaba entre los juncos cuando aquí no había nada construido. Mucho antes de que se secara por completo el arroyo.





Pasa lejos de Carlos, casi ni le mira, sólo de reojo, intuye que esta madrugada ha vuelto a desvelarle con su cacareo. El hombre piensa que el gallo lo hace a malas, porque alborota a cualquier hora del día, sobre todo si Carlos está en la sala con alguna persona, como si el ruidoso y engreído gallo supiera lo que ocurre ahí dentro y se burlara de la serenidad y del silencio.



Carlos merienda. Y se sienta sobre una silla de lona en el patio. Hace un sol fino, inclinado hacia adelante, flexible y joven. Las layas aĂşn estĂĄn hincadas en la tierra. Hay higos y uvas, hay borraja y hay fresas.



Va a lavarse las manos. Sobre las siete llega Eduardo, al que desde hace demasiado tiempo le duelen los brazos y ahora le atenaza una alergia. Entran juntos en la sala y a ninguno le sorprende que no estĂŠ la camilla y que sin embargo puedas tumbarte sobre una atractiva lĂ­nea amarillo membrillo, un holograma ligeramente ondulado que se extiende dos metros paralelo al suelo. Del otro lado de la ventana Eva, la gata, espera a que por fin le abran y le dejen entrar y echarse en su canastilla, junto a la chimenea encendida.





A trav茅s de las manos Carlos advierte los bloqueos en el cuerpo de Eduardo. Repasa sus huesos, los movimientos y las pulsaciones, la sutil respiraci贸n.





Antes no estaba pero ahora hay un aparato extraño sobrevolando los tomates. Es un Kren Zeppelin de diez centímetros de diámetro y analiza en tiempo real y desde el aire la composición del suelo, la temperatura, la humedad, el magnetismo. Automáticamente manda los datos a un dispositivo enterrado que libera iones según convenga en cada momento.



Carlos ha salido a sentir los gladiolos y las hortensias. Las flores son huéspedes, están de paso. El acude a recibirlas según van llegando. Al igual que tantísimas otras veces. Y a compartirlas. También a despedirlas. Como no va a dejar de hacer nunca. Y a atenderlas, aunque pronto sólo necesiten nada de un hombre que está contento de tenerlas.





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