La hallaron sobre la costa, donde el río lamía la tierra y la encharcaba. Se trataba de una mujer. Ursus se acuclilló a su lado y le apartó los cabellos empapados que le cubrían el rostro. Era joven, unos veinte años, a lo sumo. -¡Dios nos ampare! –exclamó el hermano César, y se hizo la señal de la cruz. La muchacha entreabrió los párpados, y Ursus le aferró la mano, también empapada y fría. Resultaba obvio que se había sumergido en el río. ¿Qué hacía allí? -¿Qué te ha ocurrido, criatura? -Mi… hija –balbuceó. -¿Tu hija? –Ursus escudriño en todas direcciones-. Hermano César, buscad a la criatura. Tadeo –dijo a su vez en guaraní-, busca a un niño. ¡Deprisa! -Mi… hi… ja –repitió la muchacha, y con un esfuerzo que pareció hacerse con toda la energía que le quedaba, apoyó la mano a la altura de su bajo vientre. Ursus levantó el fanal y estudió el cuadro: algo parecía moverse al costado de la mujer, entre unos trapos empapados en sangre. Apoyó el fanal sobre una piedra y levantó la prenda. La impresión casi lo tira al suelo, y su exclamación atrajo a César y a Tadeo, que llegaron justo a tiempo para ver la criatura palidísima y cubierta de coágulos y sangre; resultaba obvio que acababa de nacer; todavía iba sujeta a la placenta. -¡Tadeo! ¡Regresa de inmediato a la balsa y trae un chuchillo y mantas! ¡Ve, corre! ¡Date prisa! -Volvió a aferrarle la mano a la muchacha y la tranquilizó-: Ya tengo a tu hija. No te agites. Yo me haré cargo de ella. –Recogió el lío de trapos en el que se hallaba el bebé y, al descubrirle la carita, lo embargó una felicidad inefable. La muchacha no reaccionó. Los párpados se le entrecerraban, en tanto los dientes le castañeteaban. El hermano César le propinó algunas cachetadas para mantenerla despierta. -¡Niña, niña! ¡No te duermas! Dinos tu nombre. ¿Cómo te llamas? -E… E…ma…nue…la. -¡Emanuela! –repitió el lego. -¡Tadeo! –se desesperó Ursus-. ¡Deprisa! La sangre manaba de entre las piernas de la mujer como agua de una fuente. Jamás había visto una hemorragia como esa. No necesitaba la sapiencia del padre van Suerk para saber que, en pocos minutos, la muchacha quedaría exangüe. No sabía cómo proceder. Le pasó la niña al hermano César, que la recibió con una mueca de terror, y metió la mano en