Jasy. Trilogía del perdón 1. Florencia Bonelli (fragmento)

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La hallaron sobre la costa, donde el río lamía la tierra y la encharcaba. Se trataba de una mujer. Ursus se acuclilló a su lado y le apartó los cabellos empapados que le cubrían el rostro. Era joven, unos veinte años, a lo sumo. -¡Dios nos ampare! –exclamó el hermano César, y se hizo la señal de la cruz. La muchacha entreabrió los párpados, y Ursus le aferró la mano, también empapada y fría. Resultaba obvio que se había sumergido en el río. ¿Qué hacía allí? -¿Qué te ha ocurrido, criatura? -Mi… hija –balbuceó. -¿Tu hija? –Ursus escudriño en todas direcciones-. Hermano César, buscad a la criatura. Tadeo –dijo a su vez en guaraní-, busca a un niño. ¡Deprisa! -Mi… hi… ja –repitió la muchacha, y con un esfuerzo que pareció hacerse con toda la energía que le quedaba, apoyó la mano a la altura de su bajo vientre. Ursus levantó el fanal y estudió el cuadro: algo parecía moverse al costado de la mujer, entre unos trapos empapados en sangre. Apoyó el fanal sobre una piedra y levantó la prenda. La impresión casi lo tira al suelo, y su exclamación atrajo a César y a Tadeo, que llegaron justo a tiempo para ver la criatura palidísima y cubierta de coágulos y sangre; resultaba obvio que acababa de nacer; todavía iba sujeta a la placenta. -¡Tadeo! ¡Regresa de inmediato a la balsa y trae un chuchillo y mantas! ¡Ve, corre! ¡Date prisa! -Volvió a aferrarle la mano a la muchacha y la tranquilizó-: Ya tengo a tu hija. No te agites. Yo me haré cargo de ella. –Recogió el lío de trapos en el que se hallaba el bebé y, al descubrirle la carita, lo embargó una felicidad inefable. La muchacha no reaccionó. Los párpados se le entrecerraban, en tanto los dientes le castañeteaban. El hermano César le propinó algunas cachetadas para mantenerla despierta. -¡Niña, niña! ¡No te duermas! Dinos tu nombre. ¿Cómo te llamas? -E… E…ma…nue…la. -¡Emanuela! –repitió el lego. -¡Tadeo! –se desesperó Ursus-. ¡Deprisa! La sangre manaba de entre las piernas de la mujer como agua de una fuente. Jamás había visto una hemorragia como esa. No necesitaba la sapiencia del padre van Suerk para saber que, en pocos minutos, la muchacha quedaría exangüe. No sabía cómo proceder. Le pasó la niña al hermano César, que la recibió con una mueca de terror, y metió la mano en


el sitio en el cual jamás pensó que tocaría a una mujer y apretó. La sangre, sin embargo, le borboteaba entre los dedos y se derramaba en la tierra intensificando su tonalidad roja. La joven comenzó a sacudirse, como poseída por un espíritu maligno, y a soltar estertores. -¡Se muere! ¡Se muere! ¡Está desangrándose! –Colocó la mano ensangrentada sobre la frente de la muchacha, apretó los ojos y rezó-: Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Fillis et Spiritus Sancti. Las convulsiones se intensificaron hasta frenar de golpe. La espalda arqueada cedió, la mujer soltó un suspiro y por fin descansó. El hermano César y Ursus la miraron con el aliento contenido. -¡Pa’i, aquí tiene todo! ¡Pa’i! –insistió Tadeo al ver que el jesuita no le prestaba atención. -Deme a la niña, hermano César. –Ursus se expresó con una voz llana que denotaba su abatimiento-. Tadeo, extiende una manta en esa parte del terrero. Comprueba que esté seco. -Sí, pa’i, está seco. Colocó a la recién nacida sobre la pieza de tosca carisea. -Tadeo –dijo Ursus-, sostén en alto el fanal. Hermano César, meta el cuchillo por debajo del fanal y acerque la hoja a la llama. -¿Para qué? -He visto a las comadronas en la misión hacer esto antes de cortar el cordón umbilical. Y los niños guaraníes jamás se les mueren de la enfermedad de los siete días. -¿Está viva? –se atrevió a preguntar Tadeo. -Creo que sí –contestó Ursus, y, mientras esperaba el cuchillo, la limpió con su pañuelo, el lienzo más suave con el que contaba. La pequeña no se movía y mantenía los ojos cerrados. Su palidez asustaba. Le puso el índice bajo la nariz, pero no percibió su respiración. Las esperanzas de salvar a la niña comenzaban a esfumarse como la sangre del cuerpo de la pobre Emanuela. El hermano César le pasó el cuchillo, y Ursus cortó el cordón con dificultad; el fuego lo había vuelto romo. Rasgó un trozo del pañuelo, lo colocó sobre el pedazo de cordón que colgaba del vientre de la niña y lo sujetó rodeándola con el resto. El hermano César le dio una mano para levantarla y completar la operación. Era muy pequeña y liviana,


y daba impresión tocarla porque parecía que se desarmaba. La envolvió con una manta de camelote, que la mantendría aislada de la humedad y del rocío nocturno, y se puso de pie con el pequeño bulto junto a su pecho. -Tadeo, entierra el trapo en el que estaba envuelta la niña y la placenta. No quiero que ninguna bestia se alimente con ella. Hermano César, permanezca aquí junto a la madre. Iré a buscar a los muchachos para que nos ayuden a subirla a la jangada. La llevaremos a la misión. Le daremos cristiana sepultura. ***


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