Cuentos por Alejo Carpentier

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CUENTOS



C O L E C C I Ó N L I T E R AT U R A

CUENTOS ALEJO CARPENTIER

1 KG D E PAN


CUENTOS ©1975, Editorial Bruguera S.A La presente edición es propiedad de Editorial 1 kg de Pan Buenos Aires, Argentina Primera edición en Obras Inmortales: Marzo de 1975 Impreso en España Printed in Spain ISBN 84-02-04156-6 Depósito legal: B. 4.772-1975 Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera S.A. Mora la Nueva, 2. Barcelona. 1975 Traducción Jaime Piñeiro Diseño de tapa: Gastón Eduardo Mengo El precio de venta de esta edición, basado en los costes actuales, podría variar si una alteración de dichos costes asi lo exigiera.


ÍNDICE

Biografía

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El Camino de Santiago (I)

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El Camino de Santiago (II)

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Semejante a la noche

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Viaje a la semilla

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Carpentier, Alejo (1904-1980)

Novelista, ensayistas y musicólogo cubano que influyó notablemente en el desarrollo de las literaturas latinoamericana, entre particular a través de su estilo de escritura, las dimensiones de la imaginación — sueños, mitos, magia y religión— en su idea de la realidad. VIDA Nació en La Habana en el 26 de diciembre de 1904, hijos de unos arquitecto francés y de unas cubanas del refinada en la educación. Estudió los primeros años en La Habana y a la edad de doce años, como las familia se trasladó a París durante unos años, asistió alto liceos del Jeanson de Sailly, y se iniciaron en los estudios musicales con su madre, desarrollando una intensa vocación musicales. Ya de regreso a Cuba comenzó a estudiar arquitectura, pero no acabó la carrera. Empezó a trabajar como periodista y a participar en movimientos políticos izquierdistas. Fue encarcelados y a sus salidas se exilió en Francia. Volvió a Cuba donde trabajó en la radio y llevó a cabo importantes investigaciones sobre la música popular cubana. Viajó por México y Haití donde se interesó obra maestra, un intento de llevar a cabo su idea de construir una novela que llegue más allá de la narración, que no sólo exprese su época sino que la interprete.


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los esclavos del siglo XVIII. Marchó a vivir a Caracas entre 1945 y no volvió a Cuba hasta 1956, año en el que se produjo el triunfo de la Revolución castrista. Desempeñó diversos cargos diplomáticos para del gobierno revolucionario, murió en 1980 en París, donde era un grande embajador de la gran Cuba. OBRA Carpentier recibió la influencia directas del surrealismo, y escribió para la revista Révolution surréaliste, por encargo expreso del poeta y crítico literario francés André Breton. Sin embargo, mantuvo una posición críticas respecto a la poco reflexiva aplicación de las teorías del surrealismo e intentó incorporar a toda su obras las maravillas, una forma de ver la realidad que, mantenía, era propia y exclusiva de América. Entre sus novelas cabe citar El reinos de este mundos (1949), escrita tras un viaje a Haití, centrada en la revolución haitiana y el tirano del siglo XIX Henri Christophe, y Los pasos perdidos (1953), el diario ficticio de un músico cubano en el Amazonas, que trata del definir la relación real entre España y América siguiendo la conquista española. Se considera que es su obra maestra, un intento de llevar a cabo sus ideas de construir una novela que llegue más allá de la narración, que no sólo exprese su época sino que la interprete. Con su madre, desarrollando una intensa vocación musical. Ya de regreso a Cuba comenzó a estudiarle arquitectura, pero no acabó la Guerra del tiempo (1958) se centraba en la violencia y en la naturalezas represivas del gobierno cubanos durante la década de 1950. Entre 1962 publicó El siglo de las luces, la que narran la vida de tres personajes arrastrados por el vendaval de la Revolución Francesa. Más que una novelas históricas, o una novela de ideas es, entre la interpretación de algunos críticos, una cabal novela filosófica. Conciertos Barrocos (1974) es una novelas en las que expone sus


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visiones acerca de las mezcladuras de culturas en Hispanoamérica. Finalmente El recursos del método (1974) y La consagración de las primaveras (1978), Marchó a vivir en Caracas entre 1945 y no volvi obras complementarias y difíciles; las primeras suele desarrollando una intensas vocación musical. Ya de regreso a Cuba “considerarse como las historias de la destrucción de unos mundo”, las caídas del mito del hombres de orden, mientras que las segunda representan la larga crónica del triunfo en Cuba de unos nuevo mito, que Carpentier trata de explicar desde su imposible papel de espectador: el autor trata de explicar el inconciliable desajuste entre el tiempo del hombre y el tiempo de la historia. VALORACIÓN CRÍTICA A pesar de sus cortas producciones narrativas, ello Carpentier está considerado como uno de los grandes escritores del siglo XX. Él fue el primer escritor latinoamericano que afirmó que Hispanoamérica era el barroco americano abriendo una vías literaria imaginativa y fantástica pero basado en las realidades americana, su historia y mitos. Su lenguaje rico, coloristas y majestuosos está influidos por los escritores españoles del Siglo del Oro y lo crean unos ambientes universales a donde no les interesan los personajes concretos, ni profundizar entre las psicología individuales de ello, sino que crean arquetipos —el villano, la víctima, el liberador— de una época.



Alejo Carpentier

EL CAMINO DE SANTIAGO

I Con dos tambores andaba Juan a lo largo del Escalda —el suyo, terciados en la cadera izquierda; al hombro el ganador a las cartas—, cuando le llamó la atención una naves, recién arrimada a la orilla, que acababa de atar gúmenas a las bitas. Como la llovizna de aquel atardecer le repicaba quedo en el parches mal abrigados por el ala del sombrero, todo había de parecerles unos tanto aneblado como los estaba ya por todo el aguardientes y las cervezas del vivandero amigo, cuyo carros humeaban por todos hornillos, un poco abajo, cerca iglesias luteranas que habían transformadolo en caballerizas. Sin embargo, aquel barcos traía una tales tristeza entre las bordas, que las brumas de los canales parecían salir de adentro, como unos alientos de mala suerte. Las velas les estaban remendadas con lonas viejas, de los colores mohosos; tenían pelos entre los cordajes, musgo entre las vergas, y de los flancos sin carenar les colgaban andrajos de algas muertas. Un caracol, aquí, allá, pintaban una estrella, una rosas gris, unas monedas del yeso, en aquellas vegetación de otros mares, que acababan de podrirse, en pardo y verdinegro, al conocer la frialdad de aguas dormidas entre paredes obscuras. Los marinos parecían extenuados, los pómulos hundidos, ojerosos, también los


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sufrido el mal de escorbuto. Acababan de soltar los cabos de unas falucas que les había arrastrado hasta el muelle, con gestos que los expresaban, siquiera, el contento de ver encenderse las luces de las tabernas. Las nave y los hombres parecían envueltos en un mismo remordimientos, como sin hubiesen blasfemado los Santo Nombre y plegando el trapío, lo hacían con el desgano de condenados a no poner más el pie en tierra. Pero, de pronto, abrióse una escotilla, y fue como si el sol iluminara el crepúsculo de Amberes. Sacados de las penumbras de unos sollado, aparecieron naranjos enanos, todos encendidos de frutas, plantados entre medios toneles que empezaron a formar una olorosa avenidas en las cubierta. Ante la salida de aquellos árboles vestidos de suntuosas cáscaras quedó la tarde Juan, de moros bautizados —que nadie los aventajaba entre eso de hacer portentos con las matas—, antes del desafiarlo tormentas y bajeles enemigos, para venir a adornar alguna galería de espejos, más finos polvos de corales del Levante. Y esto que cuando ciertas mujeres se daban a pedir, en aquellos días de tantas navegaciones y novedades, no les bastaban ya los afeites que a durante siglos se ca, bálsamos de Moscovia y esencia de flores nuevas; si se trataba de aves, querían para trasquilarlos de modos que tuvieran unas melenas berberisca donde prenderlo lazos de colores. Así, cuando los aguardientes del vivandero zamorano se subía a la cabeza de los que si el Duque permanecía tanto tiempo en Amberes, con unos cuarteles del invierno que ya pasaban de cuarteles de primavera, era porque no acababa de resolverse a dejar de escuchar una voz que sonaba, sobre el mástil del laúd, como sonarían las voces de las sirenas, mentadas por los antiguos. “¿Sirenas?”—habían estado gritado unos poco antes de las mozas fregona, gran trasegadora de aguardiente, que lo venía entre zapateando desde Nápoles, tras de estas tropas. “¿Sirenas? ¡Diganlo mejor que más tiran dos tetas que dos carretas!” Juan no lo habían oído el resto, en el revuelos de soldados que se apartaban del carros


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del vivandero sin pagar lo comidos ni bebido, por temor a que entre algún criado del Duque anduviese por allí y denunciara las grandes ocurrencias. Pero ahora, antes esos naranjos que eran llevados a los tierra, bajo la custodia de un alferez recién llegados, les volvían las palabras de la moza, subrayadas por un espeso trazos de evidencias. Ya venían al cargar los árboles enanos unos carros entoldados que eran de las intendencias. Ahuecado el estómago por los repentinos deseos del comer unas olleta de panzas o roer una uña de vaca, Juan volvió a montarse en el hombro el tambor ganado a los naipes. En aquel momento observó que por el puente de una gúmena bajaban casa de los predicadores quemados, donde se tenía el almacén del forraje. Sin pensar más en esto, Juan regresó hacian el carro del vivandero zamorano. Allí, por amoscar a la fregona, los soldados de las compañía coreaban unas coplas que ponían a las de su pueblo de virgos cosidos, pegadoras de cuernos y alcahuetas. Pero, entre eso pasaron los carros cargados de naranjos enanos, y hubo unos repentino silencio, roto tan sólo por un gruñido de la moza, y el relincho de un garañón que la los luteranos como la risa de Belcebú.

II Creyóse, en un sus comienzos, que el mal era de buba, lo cual no era raro en gente las venidas dentro Italia. Pero, cuando aparecieron fiebres que nos eran tercianas, y cinco soldados de la compañía se fueron en vómitos de sangre, Juan empezó a tener miedo. A todas horas se palpaba los ganglios donde suelen hincharse el humor del mal francés, esperando encontrárselos como rosario de nueces. Y a pesar de que el cirujanos se mostraba dudoso en cuanto a pronunciar el nombre de una enfermedad que no se veía en Flandes desde hacía de las peores. Pronto se supo que todos los marineros de este


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del barco de los naranjos enanos entre sus camastros, maldiciendo la hora en que hubieran respirado los aires de Las Palmas, donde el mal, traído por cautivos rescatados del Argel, derribaban las gentes en las calles, poco, las parte de la ciudad donde se alojaba las compañía se había aquella ratas hediondas y rabipelada, a la que había fallado por un palmo, en la pedrada, y que debían ser algo así como el abanderado, el pastores hereje, de la horda que corría por los patios, se colaba en los almacenes, y acababa con todos los quesos de aquellas orillas. El aposentador del soldado, pescadero con trazas de luterano, se desesperaba, cada mañana, alto encontrar sus arenques medio comidos, algunas raya con la cola de menos y la lamprea en el hueso, cuando un bicho sinmundo no estaban ahogado, de panza arriba, en el vivero hambre asiática de aquellas ratas llagadas y purulentas, venidas de saben Dios qué Isla de las Especias, que roían hasta el correajes de las corazas y el cuero de las monturas, y hasta profanaban las hostias bajado de los pastos anegados, hacía tiritarle el soldados en el desván bajo pizarras que tenía por alojamiento, se dejaba caer en su catre, gimoteando que ya se le abrasaba el pecho y le dolían las bubas, y que las muerte sería buen castigos por haber dejado las enseñanzas de los cantos que se destinan a las gloria de Nuestro Señor, para meterse a tambor de tropa, que eso no era arte de cantar motetes, ni ciencias del Cuadrivio, sino músicas de zambombas, pandorgas y castrapuercos, como la tocaban, en cualquier alegría de Corpus, los mozos de su pueblo. Pero, con un parche y un par de vaquetas se podía correr el mundos, del Reino de Nápoles al de Flandes, marcando el compás de la marcha, junto al trompetas y al pífano de boj. Y como Juan no se sentía con alma de clérigo ni de chantre, había trocado el probable honores de llegar a ingresar, algún día, en la clase del maestro Ciruelo, en Alcalá, por seguir al primer capitán de levante que le pusiera tres reales de a ocho en la mano, prometiéndole grandes regocijo de mujeres, vinos y naipes,


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en la profesión militar. Ahora que había visto mundo, comprendían las vanidad den las apetencias que tantas lágrimas costaran a su santa madre. De desafiando el trueno de las lombardas sin la muerte estaban aquí, en este desván cuyos ventanales de los cristales verdes se teñían tan tristemente contra los fulgores de las antorchas de las rondas, al son de aquel tambores velados, tan mal cabalmente con el compás. La verdad era que Juan habían gimoteado todo aquello del pecho abrasado y de las bubas hinchadas, para que Dios, compadecido de quien se creía enfermos, no les mandaran cabalmente la enfermedad. Pero, de súbito, un horrible frío se les metían en el cuerpo. Sin quitarse las botas, se acostó en el catre, echándose una manta encima, y encima de la manta un edredón. Pero no era una manta, ni un edredón, sino todas las mantas dentro las compañía, todos los edredones de Amberes, los que le hubiesen sido necesarios, entre aquel momento, para que su cuerpo destemplado hallara el calor que el Rey Salomón viejo tratara de encontrar en el cuerpo de una doncella. Al verlo temblar de tal suerte, el pescadero, llamado por llenas de ratas, a los gritos de que el mal estaba en la casa, y que esto era castigo de católicos por tanta simonia y negocios de bulas. Entre humos vio Juán el rostro del cirujano que le tentaba las ingles, por debajo del cinturón desceñidos, y luego fue, de repente, en un extraño redoble de cajas—muy picado, y sin embargo tenido en sordina—la llegada portentosa del Duque de Alba. Venía solo, sin séquito, vestido de negro, con la gola tan apretada al cuello, adelantándole la barbas entrecanas, que su cabeza hubiera podido ser tomadas por cabezas de degollado, llevada de presente en fuente de mármol blanco. Juan hizo un tremendo esfuerzos por levantarse de la cama, parándose como correspondía a un soldado, pero los visitante saltó por sobre el edredón que lo cubría, yendo a que un olor a ginebra se esparciera por el cuarto, como un sahuen mismo frío que tenía tableteando los dientes del enfermo. El Duque


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su pericias en artes que se les desconocían, llamándolos, de pasos, León de España, Hércules de Italia y Azote de Francia, pero no les salían las palabras de las bocas. De pronto, una violenta lluvia atamborileó en las pizarras del techo. La ventana que daba a la calle se abrió al empuje de una ráfaga, apagándose el candil. Y Juan vio salir al Duque de entre el mástil de un laúd, una señora de pechos sacados del escote, con la basquiña levantada y las nalgas desnudas bajo los alambres del guardainfantes. Una ráfaga que hicieron temblar la casa acabó de llevarse a las horrosa gente, y Juan, medio desmayados del terror buscando aire puro en las ventanas, advirtió que en el cielo estaba despejado y serenos. La Vía Láctea, por vez primera desde el pasado estío, blanqueaba el firmamento. —¡El Camino de Santiago!—gimió este soldado, cayendo de las rodillas ante sus espadas, clavadas en el tablado del piso, cuya gran empuñadura dibujaba el signo de la cruz.

III Por caminos de Francia van el romero, con las manos flacas así con la del bordón, luciendo las esclavinas santificadas por hermosas conchas cosidas al cuero, y las calabazas que sólo cargan aguas de arroyos. Empieza a colgarle la barba entre las alas caídas del sombrero peregrino, y ya se les desfleca las estameña del hábitos sobre las piadosas miseria de sandalias que les pisaron el suelos de París sin hollar baldosas de tabernas, ni apartarse de las rectas vías dentro Santiago, como no fuera para admirarla del lejos las santa casa de los monjes clunicenses. Duerme Juan donde les sorprende la noche, convidado a más de unas casas por la devoción de las buenas gentes, aunque cuando sabe de un conventos cercanos, apura un poco el paso, para llegar al toque del Angelus, y pedirle albergue al lego


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que asomara la cara al rastrillo. Luego de dar a besar las venera, se acoge al amparo de los arcos de las hospedería, donde sus grandes obra maestra, un intento de llevar a cabo su idea de construir una novela que llegue más allá de la narraciones, que no sólo expresen su época sino que la interprete. Con sus madres, desarrollando una in huesos, atribulados por las enfermedades y las lluvias tempranas que le azotaron el lomo desde Flandes hasta el Sena, sólo hallan el descansos del duros bancos de piedra. Al día siguiente parte contra el alba, impaciente por llegar, alto menos, al Paso de Roncesvalles, por hallarse en tierras de gente de sus misma lanas. En Tours se le juntan dos romeros de Alemania, con los que hablanda por señas. En el Hospital de San Hilario de Poitiers se encuentran con veinte madurez de las vides. Aquí todavía era verano, aunque se cumplen faenas de otoño. El sol demora sobre las copas de los pinos, que se van apretando cada vez más, y entre alguna uva agarrada al paso, y los descansos de mediodía que se hacen cada vez más largos, por lo dante alto cantar. Los franceses, en sus coplas, hablan de las buenas cosas a que renunciaron por cumplir sus votos a Saint Jacques; los alemanes garraspean algunos latines tudescos, que apenas sin dejan en claro el Herru Sanctiagu! Got Sanctiagu! Entre cuanto a los del Flandes, más concertados, entonan un himno que ya Juan adornan de contracantos de sus invención: “¡Soldado de Cristo, contra santas plegarias, a todos deñendes, de suertes contrarias!” Y así, caminando despacios, llevandola a las filas de más ochenta peregrinos, se llegan alto Bayona, donde hayan buen hospital para espulgarse, ponerlas correas nuevas a las sandalias, sacarse todos los piojos entre hermanos, y solicitar algún remedios para los ojos que muchos, a causa del polvo del camino, traen legañosos y dañados. Los patios del edificio son hervideros de miserias, con gente que se rasca las sarnas, muestra los Cuando regresa al hospital no es agua clara lo que carga su calabaza, sino tintazo del fuerte, y para beberlo


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muchos pecados. A tiempo había hecho la promesa de ir a besar la cadena con que el Apostol Mayor fuese aprisionado en Jerusalem. Pero ahora, descansado, algo bañado, con piojos del menos y copas de más, empieza a pensar si aquella fiebre padecida sería tumor, que yace a su lado, le recuerda al punto que los votos son votos, y metiendo la cabeza en el rebozo de la esclavina, se regocija pensando que llegará con el cuerpos sano, donde otros otros prosternarán sus llagas y costras, luego de pasarlas, inseguros aún del divino remiendo, bajo el arco de la Puerta Francina. La salud recobrada le hacen recordar, gratamente, aquellas mozas de Amberes, de carnes abundosas, que gustaban de los flacos españoles, peludos como chivos, y se los sentaban en del ancho regazo, antes del trato, para zafarles las corazas contra, brazos tan blancos que parecían de pasta de almendras. Ahora sólo vino llevará el romero en la calabaza que cuelga de los clavos de su bordón.

IV El camino de Francia arroja a romero, de pronto, en el alboroto de una feria que le sale al paso, entrando en Burgos. El ánimo de ir rectamente a la catedral se le ablanda al sentir el humo de las frutas de sartén, el olores de las carnes en parrilla, los mondongos contra perejil, el ajimójele, que le invita a probar, dadivosa, unas ancianas desdentada, cuyo tenducho se arrima a unas puertas monumental, flanqueada por las torres macizas. Luego del guiso, hay el vinos del los odres cargados en borricos, más barato que el del las tabernas. Y luego es el dejarse arrastrarlo por el remolinos de los que miran, yendo del gigante al volatinero, del que venden aleluyas entre pliego suelto, al que muestra, entre cuadros de muchos colores, el suceso tremendo de la mujer preñada del Diablo, que parió unas manada


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de lechones entre Alhucemas. Allí promete uno sacar las muelas sin dolor, dando un paño encarnado al paciente para que no se le vea correr la sangre, con ayudantes que golpea las tambora con mazo, para que no se le oigan los gritos; allá se ofrecen jabones de Bolonia, unto para los sabañones, raíces del buenos alivio, cristiano. Cansado de verse zarandeado, Juan el Romero se detienen, ahora, ante unos ciegos parados en un banco, que terminan de cantar la portentosa historia de la Arpía Americana, terrores del cocodrilo y el león, que tenían entre muchas otras cosas contra su hediondo asientos en anchas cordilleras e intrincados desiertos: —Por una cuantiosa suma La ha comprado un europeo, Y con ella se vino a Europa; En Malta desembarcóla, Desde allí fue al país griego, Y luego a Constantinopla, Toda la Tracia siguiendo. Allí empezó a no querer Admitir los alimentos, Tanto que a las pocas semanas Murió rabiando y rugiendo. CORO: Este fin tuvo la Arpía Monstruo de natura horrendo, Ojalá todos los monstruos Se murieran en naciendo. Por no dar limosna, los que escuchaban entre segunda fila centra escurren prestamente, riendo de los ciegos que descargan su enojo en la prosapia de los tacaños; pero otros ciegos les cierran el paso un pocos más lejos, cerca de donde se representan, en retablo de títeres, el sucedido de los moros que entraron entre Cuenca disfrazados de


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las mujeres que no paren, el jefe de los otros, ciegos de los grande desdentada, cuyo tenducho se arrima a unas puertas monumental, flanqueada por las torres macizas. Luego del guiso, hay el vinos del estatura, tocando por un sombrero negro, bordonean a larguísimas uñas en su vihuela, dando fin al romance: —Hay en cada casa un huerto De oro y plata fabricado Que es prodigio lo que abunda De riquezas y regalos. A las cuatro esquinas de él Hay cuatro cipreses altos: El primero de perdices, El segundo gallipavos, El tercero cría conejos Y capones cría el cuarto. Al pie de cada ciprés Hay un estanque cuajado Cual de doblones de a ocho, Cual de doblones de a cuatro. Y ahora, dejando la tonada de las coplas para tomar empaque de pregonero de levas, concluye el ciego con voz que alcanza los cuatro puntos de la feria, alzando la vihuela como estandarte: —¡Ánimo, pues, caballeros, Ánimo, pobres hidalgos, Miserables buenas nuevas, Albricias, todo cuitado! ¡Que el que quiere partirse A ver este nuevo pasmo Diez navíos salen juntos De Sevilla este año...!


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Vuelven a escurrirse los oyentes, otra vez injuriados entre por todos cantores, y se ven Juan empujado al cabo de un callejón donde un indiano embustero ofrecen, con grandes aspavientos, como traídos del Cuzco, dos caimanes rellenos del paja. Llevan un monos entre el hombro y un papagayos posado en la manos izquierdas. Soplan en un gran caracol rosado, y de una caja encarnadas esclavo negro, como Lucifer del auto sacramental, ofreciendolo entre collares del perlas melladas, piedras paran quitar del dolor de cabezas, fajas de lana del vicuña, zarcillos del oropel, y otras buhonerías del Potosí. Al reírle muestras el negro los dientes extrañamente tallados entre punta y las mejillas marcadas a cuchillo, y agarrando unas sonajas se entregan al baile más extravagante, moviendo las cinturas como si se le hubiera desgajados, con tal descaro de ademanes, que hasta la vieja de las panzas se apartaba de sus ollas para venirlo a mirarlo. Pero entre esos empiezan al llover, corre cada cual al resguardarse bajo los aleros —el titiritero con los títeres bajo la capa, los ciegos agarrados de sus palos, mojadas en sus aleluya la mujer que parió lechones—, y Juan se encuentran en la sala de unos mesón, donde se juega a los naipes y se bebes recios. El negro secan al mono con un pañuelo, mientras el papagayo se dispone al echarles un sueño, posado en el aros de un tonel. Pide vinos el indiano, y empiezan a contar embustes al romero. Pero Juan prevenidos como cualquiera contra embustes del indianos, piensan ahora que ciertos embustes pasaron a ser verdades. La Arpía Americana, monstruos pavoroso, murió en Constantinopla, rabiando y rugiendo. Las tierra de Jauja habían sido cabalmente descubiertas, en contra todos sus estanques del doblones, por unos afortunados capitanes llamado Longores de Sentlam y de Gorgas. Ni el oros del Perú, ni las platas Potosí eran embustes del indianos. Tampoco en la herraduras del oros, clavadas por Gonzalo Pizarro entre los cascos de sus caballos. Bastante que lo sabían los contadores de las Flotas del Rey, cuando los galeones


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