Los vengamientos del ejército justiciador

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Ana Rosa Angarita Trujillo



Los vengamientos del ejército justiciador

Autora: Ana Rosa Angarita Trujillo

Nota: Esta novela se terminoó de escribir en el año 2002



Ana Rosa Angarita Trujillo

Los vengamientos del ejĂŠrcito justiciador


© Fundación Editorial El Perro y la rana © Sistema Nacial de Imprentas Giordana García Sojo Presidenta, Fundación Editorial El perro y la rana Viceministra M.P.P. Para la cultura Kavin Vergas Coordinador, Sistema de Imprenta Regionales Gerardo Ruiz Jefe de Operaciones, Sistema de Imprenta Regionales Edición: año 2015 Colección Ocre ISBN: 978-980-14-3073-5 Diagramación: Juan Salazar (Sistema de Imprenta Regionales) Diseño de portada: Carlos Yusti. Confección e impresión: Juan Salazar (Sistema de Imprenta Regionales) Corrección: Consejo Editorial Fundación Editorial El perro y la rana/Capítulo Bolívar.


El Sistema Nacional de Imprentas Regionales es un proyecto editorial impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, a través de la Fundación Editorial El perro y la rana, con el apoyo y participación de la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Tiene como objetivo fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: el libro. El sistema de imprentas funciona en todo el país y cuenta con tecnología de punta, cada módulo está compuesto por una serie de equipos que facilitan la elaboración rápida y eficaz de textos.


LA PARENTELA “… SOMOS FAMILIA DE TODO LO QUE BROTA, CRECE, MADURA, SE CANSA, MUERE Y RENACE…” Eduardo Galeano

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“Todas las naciones del mundo son hombres” Fray Bartolomé de las Casas


Agradecimientos

1.-A César Rengifo, Gabriel Bracho, Armando Líra, Claudio Cedeño, y a otros integrantes del Taller de Arte de puente Republica, Caracas. Alli me recibieron con mis 12 Años de edad. Yo era la única niña de aquel taller de adultos. (Años 50 – 60 del siglo pasado. La época mas feliz de mi vida). Mientras pintábamos en los barrios más pobres de la época: La Charneca, Petare, Sarria, El Huecón, y otros. Me iban transmitiendo (sin ningún tipo de adoctrinamiento); no solamente la libertad para crear , sino valores humanos fundamentales,: como el respeto a los otros, la unión, la solidaridad, la amistad, la constancia el el trabajo y sobre todo el trabajar con y por los excluidos. Hoy a mis 80 años de edad, en donde quiera que estén les digo:Todo “Puente Republica” ha estado dejando sus huellas en las diversas experiencias de trabajo que he tenido junto con niños, niñas y sus familiares.Y asi será hasta el fin de mis días. 2.-A Mirian Gonzales Blanco por nuestra amistad perenne. Y por la valiosa información que me envió hace poco sobre Cesar Rengifo, muy útil como comple-

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mento para las charlas que he venido dando, sobre mi profe como yo le decía.

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3.- A Fanny Astudillo Directora del Gabinete de Cultura del Estado Bolívar del Ministerio del Poder Popular Para la Cultura. A Maria Alejandra Gil Especialista de la Plataforma del Pensamiento, Patrimonial y Memoria del Gabinete de Cultura del Estado Bolívar del Ministerio del Poder Popular para la Cultura. Quienes me han apoyado en el trabajo de divulgación de los mitos de la Región Guayana, En campo Rojo y otra comunidades y actualmente por el interés y propósito de editar mi ultima novela “Los Vengamientos del Ejército Justiciador “ la cual fue concluida en el año 2002 en el estado Bolívar. 4.-A Luisa Elena Uzcategui, a Federico Isasi L, por nuestra amistad y por la paciencia que me han tenido mientras armábamos la presente novela en sus computadoras y A Carlos Yusti por la hermosa portada que realizó.


A CĂŠsar Rengifo A los cien aĂąos de su nacimiento, dedico la presente novela con admiraciĂłn y respeto como homenaje a su persona y a su obra toda.

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Sobre la autora

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Ana Rosa Angarita Trujillo (ARAT), nace en Caracas. Psicóloga. Fundó y dirigió el Instituto Rondalera, Caracas 1967—1973. Pintora. Estudió en El Taller de Puente República (Caracas), con maestros como Gabriel Bracho, César Rengifo, Armando Lira y otros; y en el de André Lothe (París-Francia). Ha realizado varias exposiciones colectivas e individuales en Caracas, San Cristóbal y en Guayana, en la Sala de Arte Sidor, entre otras. Funda y dirige el Instituto de Educación Especial Puerto Ordaz, del Ministerio de Educación (1974-1978). ARAT ha integrado la Psicología, la Educación, las Artes Plásticas y la Literatura en sus actividades con la comunidad. En el Estado Bolívar ha realizado trabajos de investigación participante. Zona campesina de  Boquerón (1973-1974) y en la zona suburbana, Barrio Campo Rojo (1976-2008).  Desde 1981 ha venido consolidando su “proyecto de vida”, la Democratización del Conocimiento al servicio de la comunidad (DCC), irradiándolo hacia niños, maestros y al público en general, trabajando y publicando sobre la prevención del Maltrato Infantil y  Psicología Evolutiva. Amplía su “proyecto de vida”, pintando y escribiendo con pasión creadora sobre los aspectos más relevantes de la Región Guayana, reunidos en siete series: tepúyes, flora, fauna, industria, ciudad, petroglifos y la más fundamental de todas, mitos de diferentes etnias de los Estados Bolívar, Amazonas y Delta Amacuro, constituidas por 35 textos con diversas versiones pictóricas de los mismos (1990-2008). Publicaciones - La Quema de Judas la Transformaron en Ciudad Guayana, (investigación participante). Ediciones Fundación Desarrollo y Cultura de Ciudad Guayana ( FUNDEC). Ciudad Guayana. 1.980 - Guía de Interpretación Grafica del Periodo Sensorio-Motor según Piaget. ( para alivio e estudiantes). Editado por UCAB- Táchira. San Cristóbal. Venezuela.  1.980 - Novelas: Hormiguero de Concreto, Premio Nacional Gloria Stolk . Editado por ALFADIL Ediciones S.A. Caracas. Venezuela.  1.984 - El Habitador de la Casa de Aire. Mención Cuento. Primer premio Rómulo Gallegos de la Dirección de Cultura del Edo. Táchira. Venezuela Lamigal revista trimestral de Arte, Literatura y Ciencias. Caracas Venezuela. Junio I985 - El Llanto Americano o Crónica de los Nosotros, Premio Nacional Canaima de Novela 1986.Ediciones Centauro. Caracas .Venezuela - Amalivaca el Padre de Toda la Gente. Editado por Asociación Civil Casa de la Cultura  “Héctor Guillermo Villalobos”. Ciudad Guayana.  Venezuela. 1.996 - La Faz Oculta de Guayana, Mitos e Invocaciones, publicada por C.V.G. Siderúrgica del Orinoco. C.A. Caracas. Venezuela. 1.998 - Sumergiéndonos en el Alma de los Sanermá - Yanoama. ( Interpretación pictórica de la cosmogonía yanomami – ARAT ) y textos de Daniel de Barandiarán, Ana Rosa Angarita Trujillo y Alfredo Rivas Lairet. . Editado por Universidad Católica Andrés Bello Guayana  (UCAB- Guayana ). Caracas, . 2.008 En el año 2008 como homenaje a su labor realizada en la región, ARAT y su obra fueron designados como “Patromonio Cultural del Municipio Caroní del estado Bolívar”.


A modo de presentación La distopía de la venganza Carlos Yusti La palabra distopía se considera como antónimo de utopía y en tal sentido hace referencia a esa sociedad imaginaria cuya convivencia se hace un tanto bituminosa (o apocalíptica) y en la cual el control político/ideológico se caracteriza por su rol policial un tanto paranoide, violentando todos los derechos humanos y convirtiendo la justicia en una herramienta para sojuzgar a los individuos en niveles extremos de sumisión. La literatura, sobre todo la de ciencia ficción, es el escenario ideal para explorar estas sociedades distópicas. La novela de Ana Rosa Angarita Trujillo “Los vengamientos del ejército justiciador” se presenta como un gran collage en el que se interconectan y mezclan las voces, en la cual se entrelazan utopía y distopía, en la que la diacronía del tiempo no se respeta, como tampoco se tiene en cuenta las estructuras al uso de la gramática convencional. La novela parte de un hecho insólito: Un ejército de justicia ha encerrado a la canalla política y social decretando que cada uno de los blancos sea transformado en indio o negro, según le convenga al jefe del Ejercito Justiciador, además todos los orificios del cuerpo (menos los oídos, la nariz y las cuencas de los ojos) serán sellados. Hay otros cinco decretos que buscan impartir esa particular justicia de un ejército que colinda con el comic y la ciencia ficción. Más que un argumento determinado hay dos personajes que mueven los hilos de esta extravagante novela. En primer lugar tenemos al ilusionero que tiene la fantástica capacidad de proyectar en cualquier superficie, como si de una película se tratara, los pensamientos y sentimientos de las personas. Luego está Clara que es algo así como una médium con poderes formidables. Estos dos personajes hacen un recuento del futuro, presente y pasado no sólo del país, sino de la humanidad. En esta novela están todos los temas que le preocupan a la escritora, pintora

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y psicóloga Ana Rosa Angarita Trujillo. Los elementos políticos no faltan. La crítica sin mediatintas a la canalla política (pasada, presente y futura) que nos ha gobernado. Como es lógico los mitos ancestrales de nuestras etnias indígenas se deslizan como poética en las entrelíneas de la novela. Ana Rosa en esta novela apuesta por la controversia, la rebeldía en ese sentido del amor libre y con lo hippie dejando ver sus costuras descoloridas un tanto añejas. Apuesta por darle un vuelco a la gramática y sus lineamientos; aparte de retorcer los parámetros de la novela en la que lo hipertextual se incorpora como un juego de múltiples matices. Apuesta más por la utopía que por la distopía, pero por sobre todo apuesta por lo humano; por los mitos de nuestros ancestros que descubrieron a través de esas narraciones fantásticas la extraña relojería poética del universo. La escritora nigeriana Chimamanda Adichie escribe algo que me parece pertinente: “El poder es la capacidad no sólo de contar la historia del otro, sino de hacer que esa sea la historia definitiva”. La novela de Ana Rosa intenta contar la historia del otro desde una visión cosmogónica, plural; narrar un cuento sin riendas de ningún tipo. Es necesario que las historias, los cuentos, los mitos se ramifiquen, se cuenten una y otra vez de manera distinta para decirle al poder que no existe una historia única. La justicia vengadora del ejército de la novela de Ana Rosa es tan utópica, por no decir pueril, como ese paliativo humanitario ideado por Fray Bartolomé de las Casas, y del cual su autora acota un epígrafe, como fue esa de traer negros esclavos para minimizar el sufrimiento de los indios sojuzgados por los conquistadores españoles. Y eso es lo bueno de las novelas que como lectores en ocasiones nos adueñarnos de ellas y queremos amoldarlas a nuestros prejuicios y antojos. Cuando la realidad apesta la ficción novelesca le salva a uno el día. Uno va a las novelas no a leer que llueven gotas de lluvias, sino que en un día soleado llueven paraguas de colores. A uno le gusta la utopía, pero la distopía va ganando terreno y al fin está lloviendo, como vocifera un personaje en el final de la novela, pero no llueven paraguas comprueba uno como lector descreído. La realidad apesta, que viva la ficción novelesca.


Los Vengamientos El Jefe del Ejército Justiciador lee: Nosotros, el Ejército Justiciador en nombre de sus integrantes y de todos los ocultamientos de la historia omitida, JAMÁS VENGADA DEL ANTIGUO PAÍS Y DE TODO EL PLANETA TIERRA, Para ustedes, los enrejados, decretamos:

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PRIMERO: 16

QUE CUANDO NOSOTROS LO CONSIDEREMOS CONVENIENTE CADA UNO DE LOS BLANCOS SEA TRANSFORMADO EN INDIO O EN NEGRO, SEGÚN EL CASO. Y QUE SE LE SELLEN TODOS LOS ORIFICIOS DE SU CUERPO, MENOS LOS OIDOS, LA NARIZ Y LAS CUENCAS DE LOS OJOS. SIN SUFRIR DOLOR ALGUNO YA QUE LO CONSIDERAMOS COMPLETAMENTE INNECESARIO. SEGUNDO: QUE SIENTAN Y PADEZCAN CON PROFUNDIDAD ABISMAL UNA VARIADÍSIMA GAMA DE EMOCIONES Y PASIONES TALES COMO: LA IRA, LA LASCIVIA, EL MIEDO,


LA MELANCOLÍA, LOS CELOS, LA AVARICIA, (Y MUCHAS OTRAS QUE MÁS ADELANTE SE NOS OCURRA INCLUIR) PERO, ¡NUNCA! ¡NUNCA!, PODRÁN SENTIR NI LA ALEGRÍA, NI LA TERNURA Y MENOS EL VERDADERO AMOR. TERCERO: QUE VIVAN Y DISFRUTEN DE LAS DELICIAS, DE LAS EROTICIDADES, PERO SIN CULMINACIÓN ALGUNA. CUARTO: QUE LA BANDA DE JAZZISTAS DE NUESTRO EJÉRCITO JUSTICIADOR, DESCARGUE POR HORAS ETERNIZABLES, BALADAS SUREÑAS DE STORY VILLE Y CUALQUIER MÚSICA DE MOSAIQUITO QUE SIRVA PARA AMARSE MEJOR.

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QUINTO: 18

QUE DENTRO DE LA RESERVACIÓN QUE MAGNÁNIMAMENTE LES HEMOS ASIGNADO, HOMBRES Y MUJERES ESTÉN TOTALMENTE SEPARADOS. SEXTO: QUE NINGUNO DE LOS SUPLICIADOS PUEDA QUITARSE LA VIDA Y MENOS MATAR A ALGUNOS DE SUS COMPAÑEROS DE SUPLICIAMIENTO, SIN EXCEPCIÓN ALGUNA.

EN UN LUGAR DEL ESPACIO FIRMADO Y SELLADO POR EL EJÉRCITO JUSTICIADOR


Cuando el Jefe del Ejército Justiciador, desde la tarima, la cual, tiene atrás una pantalla descomunal, termina de leerles Los Vengamientos al Máximo, al Gran Jurado y a sus lamedores, estos quedan tras las rejas en aquella reservación donde la fiesta inaugural del País Nuevo, ubicado en un planeta deshabitado del espacio, se les quedó abruptamente detenida. Inmediatamente busca a Clara y al Ilusionero, dos de sus más íntimos amigos desde cuando estaban en el País Anterior, porque los necesita para el espectáculo que ofrecerá a los supliciados. Pues el Ilusionero es poseedor de la fantástica habilidad de proyectar en cualquier pared o pantalla, todos y cada uno de los pensamientos y sentires que pasasen por la mente de aquella persona que él eligiera, y porque Clara es una médium formidable. Además ella puede cerbatanearse, mimetizándose con cualquier personaje, animal o cosa que le tocara representar en su Carpa Enmagiada. En donde, después de escuchar los planes del Jefe del Ejército Justiciador, y de despedirse de él, el Ilusionero le dice a su amiga, Clara: Desde aquí, en Guayana proyectaremos todo LO SAGRADO Y LO OBSCENO que venga a tu mente. Y sin pérdida de tiempo se dirigieron a la Sala de Arte donde se presentarán varios conjuntos de jazz venidos desde Caracas. Por eso, ahora Clara está sentada frente a Víctor Cuicas y su banda. Está ahí, dejándose poseer por aquella música cadenciosa traedora de gemidos y lamentos que la remontan hacia cientos de años atrás diciéndose a sí misma:

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—Yo aquí, siento este desarraigo, esta rajadura, este hachazo, este alarido ahogado como el último día allá, cuando fui cazada en mi tierra africana. Toda yo soy un hueco hecho de un solo tajo. Ay... Ay... Shangó-Santa Bárbara-Dios virilísimo, señor del trueno y del relámpago y gran guerreador. Ay... Ay... Omaboro-Jesús Nazareno, señor de mis tormentos, de mi dolor, de mis latigazos, de mi cepo, de mi desgarre, de mi sangre derramada y de mi miedo. Yo, yo, salida de este nos de pasados, de mi mito pastilla siglo XX. Yo desnuda en mis ayeres, aquí, ahora, bajo las luces de esta sala retumbando por Víctor Cuicas en un solo de saxo, jazzeando, jazzeando. Música que suena a rabiar en mi hondo, en mi socavón negro y tú, tú, Víctor Cuicas, estás frente a mí. Mientras las luces del mínimo escenario, blanquísimas, van enrojeciendo, yéndose lenta, inexorablemente hacia muy lejos, hacia cientos de años atrás, hacia las medias noches jazmineadas. Perfume que se evapora al recordar el primer latigazo que cruzó mis nalgas en aquél atardecer detrás del barracón de los esclavos. Yo, Clara-años-90, soy también la desvirgada a la orilla de un riachuelo africano, por el cazador de esclavos. La misma 15 veces violada, estrujada, mordida, uñada, una y mil veces vuelta a violar y violar en la cubierta de los galeones españoles, ingleses, de Francia, de Holanda y de Portugal. Soy yo y las otras. Soy todas las Yemayá. Soy la que está hecha mierda en las sentinas donde me tiró el último violador en el barco que me zumbó a esta tierra americana. Soy la cogida entre algodonales, allí donde tú,


amo negro me diste el primer fuetazo. Este que acaba de lacerar mis nalgas, aquí en esta Sala de Arte donde estoy sentada. Y allá, entre el hojero seco, me dejaste tú, amo negro, y yo ahí, abierta, rasgada, sangrante. Y soy también la misma que paseaba bajo las luces de los tugurios burdeleros a donde llegué después de la promulgación del decreto de liberación de los esclavos. El cual me hizo manumisa sin oficio, sin otros saberes que los del azadón, la siembra y la recolecta entre fatigas y vejaciones. Y estos ovillos, este algodonero revoloteando en el aire llevándose mis sueños. El sol quemante que me raja la piel, los ojos secos, el sol haciéndome tatuajes hirvientes en el alma pelada en el encerramiento de esta plantación. Soy la mamá de tres hijos, huesos andantes, sin pies y sin sombra. Soy-mis-cuatro-calles-rojas. Soy mi propio antro en este huecón de Story Ville en New Orleans. Soy la mejor. Soy la jazminera más famosa, la que susurra al oído ¿Are you jass in your mind?, a cualquiera de aquellos descendientes de los que al principio cayeron en el far-west americano. Ustedes, buscones de oro. Padres e hijos arrinconadores, forajidos, caza recompensas, esclavizadores y asesinos. Ustedes, arrasadores de indios, de tierras y de dioses. Y soy también este trombón y este saxo y este piano, soy yo, todos ellos y mucho más. Soy la que viene en desviaje de venganza y me hago tromba y huracán y maretazo reivindicadores de exprimiduras, quebrajes, herraduras y de escupitajos lanzados en plena cara cuando nos compraban al mercader del barco para que supiéramos así, como era la primera marca del nuevo amo. Soy la

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reclamadora del desflecamiento y de las obscenidades negras. Y soy también Omar Oliveros percusionista, que está frente a mí y junto a Víctor Cuicas, palmoteando a rabiar la cuba, los tambores que tiene entre las piernas. Se golpetea con los puños en el tórax, en el pecho, arriba, abajo, a derecha y a izquierda, haciéndose la señal de la cruz. Y en frenético delirio codacea los cueros, les da barbillazos y vuelve a tamborear con sus manotas. Como lo hacías tú, amo negro con el joven blanco que te acabas de comprar en el mercado porque te enloqueciste con su lánguido mirar de adolescente, con su verga y con su culo. El mismo que te encontrarás más tarde dentro de los jazzistas del Ejército Justiciador. —Si, ese era YO, a quien ese amo dejó hecho flecos, hecho rajadura, con las hemorroides arracimadas sangrando sobre mi alma en doblaje de ignominia, en doblaje de impotencia, en doblaje de desesperanza. Y no me contagiaste el SIDA, Amo, porque aún en ese tiempo, no había aparecido en el mundo esa plaga, pero me transmitiste tu sífilis, tu gonorrea y tus ladillas. En aquel tiempo en mi desespero, en mi furia yo invocaba: —¡Shangó, Shangó, Dios virilísimo, dueño del trueno y de la guerra! ¡Shangó! ¡Shangó ven! ¡Ven!, yo te imploro. ¡Dame Shangó! ¡Dame Dios mío tu poder! ¡Dame la bravura de un guerrero enfierecido! ¡Revienta Shangó estas cadenas, este cepo, este látigo que me destroza! Cuaja Shangó mis lágrimas. Y tú, tú, Agayú-Solá, Dios del fuego, haz que este amo marico se enllame y junto con mi rabia, reviente en mil pedazos en el espacio. ¡Dame! ¡Dame Señor todopoderoso


tu fiereza, tu fuerza y tu ira para vengarme de este horror, de este asco!— Pero para ese tiempo... “LOS DIOSES OCUPADOS, JUGANDO, NI SE FIJABAN” Entre tanto, los presentes en la festejación detenida, separados de sus mujeres como los tenían y fuñidos dentro de aquella reserva espantable, tan de a rincón contra la muerte. Tan de exprimidura. Tan desbaratante como aquellas donde metían y aún siguen metiendo a los indios de Estados Unidos. Todas y todos habían estado sintiendo: las mujeres, las miles de violaciones sufridas por todas las Claras del África en los galeones blanqueros. Y los hombres, la arrebatadura de los tambores, las orgásmicas y putísimas insinuaciones de las jazmineras burdeleadas de Story Ville. Y los ardimientos, las purulencias y las picazones producidas por el ladillero corroyéndoles los genitales. Están ahí, torcidos, tragándose el llanto y las ganas de escoñetar al viejo marico, sin poder hacer un carajo. Pero ella apenas ha iniciado su desviaje, ahora,

Clara continúa su errancia y rememora musicalidades, escondidas dentro de su boomerang de tiempos y siente que en ese instante. —Soy también ese nalguero satinado, estos senos desbordantes que tanto te gozabas tú, amo negro, medio borracho en las cuatro calles de mi antro. Y soy también trompeta, bongó, baterista, guitarrero y percusionista. Soy rumba, son, bolero, jazz, salsa y Pérez Prado,

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Tito Puentes y Daniel Santos. Soy Toña La Negra, Ella Fitzgerald y Rubén Blades. Soy La Lupe, Mario Bouza y La Negra Grande de Colombia. Soy Louis Armstrong y La Negra Isidora bailoteando en El Callao. Y también soy los tangueros venidos de los arrabales más putos de Buenos Aires con este entrecruce de piernas enervante. Soy la más despantaletada escuela de samba, La Tongolele y Celia Cruz a millón con su bocota salpicando de azúúúúuuucar... a los supliciados. Quienes están moliéndose en el atormentamiento producido por el tanto ver y por el tanto sentir a los jazzistas en la tarimota durante los intermedios en los cuales Clara descansa. —Pero esto, para nosotros es peor pues cuando ella regresa, viene con más energías a proyectar todo lo que le pasa por su cochina mente para prendernos más candela, para embrollarnos y embrollarnos hasta el desespero, hasta la nausea, —¿hasta cuándo? ¡coño! ¿hasta cuándo? ¡carajo!— pensaban los supliciados. ¿Y cómo no estar de verdad, verdad supliciados? ¿Cómo no estar sintiendo aquella confusión, aquella hecatombe emocional, aquel huracanear sensoperceptivo de tanto ver y vivenciar los gozamientos de Clara al escuchar a Víctor Cuicas, saxofoniando, pelviando sinuosidades abarcante y embelezadoras? ¿Cómo no estar envueltos en aquel laberinto atormentador, con tanto aguante, con tantas ganas, si además, de casi enloquecer al tener que pasar de una escena a otra, sin ninguna “PAUSA QUE REFRESCA” que los ayudara a reordenar sus emociones. Y a soportar las contradicciones libidinosas que les habían producido


las escenas del esclavo adolescente con el viejo marico sin tener desfogue alguno, por la maldita prohibición de Los Vengamientos. Además ahora, les vuelve a caer encima aquella música psicotizante con su carga hereditaria removiéndose a rabiar dentro de sus clítoris y sus cojones para dejarlos posesos y estremecidos entre sus propios fuegos. En ese torbellinear sensorial estaban, cuando, sin previo aviso, Clara se hace banco y es invadida por dos yoes en un amanecer de fugamiento en New Orleans, lo cual ocasionó las protestaciones de los supliciados, quienes al unísono, patean y patean contra la tierra ante este nuevo cambio súbito y radical en el espectáculo. Hacían ésto, pues aunque siempre habían renegado durante todas sus ancestrales vidas de negros, de aquella música de sus tormentos, esta los dispara rompiéndoles la piel, meneándoles las caderas, tamborileándoles los pies. Pero todo aquel reclamamiento fue inútil, pues ya los yoes están poseyendo a los amantes. Vienen exhaustos, jadeantes en su desespero de esclavos fugitivos perseguidos por mastines enfierecidos hasta que, en una sombra de recoveco, en un mínimo descanso, él, Jonathan le murmura: —Clareth, mi amor, mi azadón, mi puñado de tierra, mi manantial, te amo, te amo.— Y sobre el algodonero recién cortado, Clareth es naranja abierta de tantos te amo, mujer, te amo. Y ella, susurrándole al oído, —Jonathan, Jonathan mío, tú eres yo misma, eres mi vida toda y te amo con las fuerzas de todos los ríos, de todos los mares, de todas mis ansias de libertad. —Y yo te amaré Clareth, hasta el confín más lejano del cielo sin pájaros,

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sin límites de tiempos, sin límites de esclavitudes, ni de lágrimas.

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Afuera la noche es el universo entero cercado de malezas dobladas, herido por el alboroto de grillos y de sapos acabados de despertar por el rumorear de los amantes. Un perfume de flores silvestres serpentineando los va invadiendo, penetrando epidermis, dermis, se expande, recorre vísceras, músculos, tendones y nervios llenando mínimas oquedades hasta remolinearles los sexos. Los dos ahí, con los ojos hacia adentro. Fundidos, deshaciéndose simultáneamente uno en el otro van desapareciendo los límites. Son sólo pulsaciones y latidos en arrebatamiento, en un ascenso indetenible de gemidos, piel y besos, huracán desatado tremoleándoles los cuerpos. Cuerpos antes deseados, ahora ritmeando al unísono entre tantas llamazones y urgidos entre los ayes y los lamentos, Clareth se hace vasija, abriendo sus profundidades OguedeMadre-Tierra. Y él, Dios-sol-virilísimo. Los dos están inmersos en las fogosidades de LA DOBLE LLAMA, en ese espacio cósmico ya inexistente de la confianza mutua. De la entrega sin amo. Sin un aquí, sin un allá, ni un más nada. Instante de la toda vida, de la toda muerte. El cero, el punto, lo absoluto, el nos, el final y los inicios. El renacer, el Ouroborus, la serpiente que se muerde la cola para sobrevivir.

Lentamente, de nuevo, cada uno se va haciendo habitador


de su propio cuerpo. Descienden. Vienen de lejos, de lejos, de allá..., junto a los dioses. De pronto les cayó el horror, aquel destrozo, aquel despedazamiento de patas escarbando carnes, mordiscones quebrando huesos, abriéndole zanjas a colmillazos babosos y sangrantes a Jonathan. El está enfierecido y hecho tromba zigzagueante, enfrenta a la jauría asesina con las puras armas de su valor. Clareth grita y grita, aterrada ante el desguazamiento. Pero todo es en vano. Joseph, el sapo, el que cumple a ciegas las órdenes de su amo, la había arrancado de Jonathan, salvándola de las fieras. Después le amarró las manos a la espalda. Y en su desespero queda desfallecida, vuelta hilachas, colgando entre los brazos inmundos de aquel hombre. Y es cuando Clara pestañea y regresa a la Sala de Arte a golpetazo de tambor, a estruendo de batería, a lamentación de saxo enjaulado y piensa: —Yo, tú, lo uno, Jonathan latiéndome aquí, inflando mi coño, mis pulsaciones tercera-edad-años-noventa al recordarte desde aquí, donde me cocino en esta olla de pasados, de amores y de tormentos. Sus genitales están húmedos. Una lágrima cuajada de miedo y de amor amputado resbala sobre su faz. Cae al piso de la Sala. Se rompe, se hace mínimo lago y Jonathan, su amor, ya no está más. Y en aquella gota derramada, ve a su propia piel, enrojeciendo a latigazos, uno, seis, doce, veinte, treinta y seis y no sé más. —Sí, esos se los di YO, Joseph, por orden del amo

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después que la capturé haciendo el amor con ese bull shit de Jonathan. Cuando la traje de vuelta a la plantación.— Y Clareth continua pensando, esa vez, el amo veía mi suplicio a cinco metros de distancia. Cinco metros. Sí, eso necesitaba él para poder resistir la presencia de mi cuerpo, solamente así, lograba tolerar el blancor de mi piel. Luego una esclava anciana con melao y cenizas trató de sanarme las rajaduras. Días después, se escuchó la voz borracha del amo gritando —¡Tráiganme a Clareth! ¡Tráiganla para que escarmiente! Y tú, Joseph, ¡trae al son of the bicht!— Y al tenerlo frente a sí, furioso, poseído de satánico delirio grita —¡Qué le desgobiernen el pie derecho, como manda la ley!— Y se hizo. —¡Qué le corten la mano derecha como manda la ley! — Y así fue hecho. —Ahora, ¡qué lo ahorquen! —Sí, YO, Jonathan morí de amores, porque no aguanté, no pude más con aquellas vejaciones, con tantas felonías y obscenidades que le hacían a mi Clareth, cuando en las noches, Joseph la sacaba del barracón de las esclavas. Sí, él, la sombra, el doble, el otro yo del amo inglés la metía en la casona para supliciarla. Y al día siguiente, mientras yo araba la tierra para la próxima cosecha, sonriendo con los ojos endiablados me las contaba al mismo tiempo que blandía el látigo contra las piedras. Por eso, nos fugamos. Y por eso también, trocito a trocito me mataban. Pero,


estando aún con vida, antes del ahorcamiento, el amo obligó a los demás esclavos a cantar aquella canción entonada por nosotros a escondidas para hablar de las crueldades de los negros. Esa vez el amo los obligó a que cambiaran el nombre original del protagonista del canto, por el mío propio. Y los demás blancos, con los ojos clavados en el tierrero, con el corazón desflecado, con la impotencia rajándolos por dentro, hechos puras sombras quebradas, hechos puro doler, entre dientes cantaron:

“Jonathan, Jonathan por fugarte con Clareth el amo inglés te hará sentir lo que sufre un hombre por una mujer. Jonathan, Jonathan por ti rogamos para que tu sufrir acabe y tu alma libre se una a nuestros antepasados.” —Que lo ahorquen ¡Ya! ¡Ya!— gritó el amo inglés.

Y Jonathan, quedó, ante Clareth, ante sus padres y amigos, bajo una noche sin aire, todo estático, sin luna ni

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estrellas, sólo él bamboleando, bamboleando su colgadura de muerto.

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Entre tanto, abajo, ante la gran pantalla, los supliciados están sintiendo: el apretón de la soga, el brotamiento de los ojos, la lengua llegándoles al pecho, la asfixia, el quiebre de las vértebras, el ahogo final de la muerte. Muerte tan deseada por ellos para acabar de salir de tanto vejamen, de tanto martirizamiento. Pero nada, ahí siguen, vivos, vivos, porque —¡aquí nadie puede quitarse la vida!— había dicho desde un principio, el Jefe del Ejército Justiciador. Por lo que puras fantasías y suicidios ilusorios pueden hacerse los supliciados. Y Joseph está allá, como lo que es. La sombra negada del amo inglés. Sombra que recogía para sí mismo, tragándosela, porque así puede dejar de sentirse esclavo y así ufanarse ante los demás blancos de la plantación diciéndoles: -Yo soy el mejor, yo soy el preferido, el privilegiado, el que no duerme en barracón, sino en el cuarto del amo.— Y eso era cierto, porque sobre una alfombra felpuda, todas las noches se arrebuja como un perro capado a las patas del lecho del amo junto a uno de los mastines asesinos rastreadores de blancos fugitivos. Él, con sus ojotes de sapo lascivo colgándoles de su cara de Cuasimodo endiablado. Él, siguiendo la voluntad del amo, trajo a Clareth. -Ahora ¡Juguemos! ¡Juguemos como siempre!- ordenó el amo inglés- ¡No! ¡Nooo! ¡Nooo, no! No lo haga, que estoy


preñada. ¡No me lo mate! -imploró Clareth.- Pero metiendo mi barriga dentro de un hueco hecho en la tierra, Joseph, empezó a restallar una vez más el látigo contra mi espalda, contra mis nalgas, contra mi costillar aún sin cicatrizar. -¡Ten cuidado no la despanzurres, pues tengo que aumentar el patrimonio de la plantación!- vociferó el amo. —¡Ahora! ¡Empecemos!— Y chorreando baba y rabia, con su voz de flautín desafinado, mientras campanea un güisqui recién traído de Inglaterra, en el último barco que puerteó en New Orleans, le ordena a Joseph -¡Estrújala!, muérdele el cuello, los senos. ¡Chúpale los pezones! ¡Lámele la cuca! Así... Así... Así... ¡Quédate ahí, ahí! Así, así. Ahora ¡voltéala!, lámele la sangre de las nalgas. Métele el dedo en el culo. Lengüetéale los muslos, los dedos de los pies. ¡Voltéala de frente! Vete a los senos, ¡chúpalos, chúpalos,! ¡fuerte, fuerte!. Así... Mete tu verga dentro de la oreja. En la boca ¡Ay...! ¡Ay...! Así..., así... Apúurate. Apúuurate. ¡Móntala, móntala ya! ¡Gózala!, gózatela como lo haces con la gallina vieja -¡Penétrala!- ordenó sin dejar de mirar a los dos cuerpos batallando contra el suelo, mientras escucha una música infernosa al ritmo de la cual saborea cada movimiento, cada gemido, cada contorsión y cada latido del corazón de Clareth. De pronto grita -¡Cógetela! ¡Cógetela son of the bitch! ¡get funky! ¡get funky!, más, más hondo, más, más rápido. Así... ¡Mátala! ¡Mátala! Así... así... másss, masssss, mássssssss...- Y su falote negro, babeando semen eunuco entre sus manos.

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Clareth está en el suelo con las manos aún atadas a su espalda con Joseph desfalleciente, sudoroso con sus ojotes de sapo sobre su pecho. Pero ella sonríe porque BabalúAyé, el unidor de parejas a quién ella había invocado cuando empezó aquel martirio la escuchó. Haciendo que aquella violación se transmutara en un acto amatorio inigualable con su Jonathan, como lo había hecho tantas otras veces cuando el amo quería folgársela a distancia. Por eso no sintió aquel ultrajamiento, por eso no sintió los latigazos ni los baboseos obscenos de Joseph sobre su piel. Por eso no le pasó nada al hijo que llevaba dentro de sí, pues antes de aquel sádico ritual, ella, en silencio invocó: a ti Mulukú, mi padre. Mi Dios. Tú que abriste dos agujeros en la Madre Tierra-Oguede para sacar de ellos al primer hombre y a la primera mujer de nuestra gente. ¡A ti Obamoro, Señor de los Sacrificios!. ¡A ustedes los Ibeyi, protectores de niños!, a ustedes, yo les ruego:¡a mi hijo salven! ¡Lo quiero vivo! ¡Vivo!, pues libre, libre lo haré. Él no será un esclavo más de este amo. Porque cuando nazcas, hijo, huiremos hacia el norte, nos fugaremos aunque sea hundiéndonos en las sentinas de un barco, o nos lanzaremos al río donde tú, Oshún, diosa de las profundidades acuáticas, nos recibirás para regresarnos a nuestra tierra africana. Nos vamos a internar, hijo, entre nuestra selva. Adentro, ¡lejos, muy lejos!, donde jamás nos encuentren los mercaderes de esclavos. Donde escuchemos el cántico de pájaros y el rugido de las fieras, donde seamos libres como los vientos; y si debemos morir ¡que sea allí!. Entonces, bienvenida


sea nuestra muerte. Porque después de ella, viviremos eternamente entre nuestros antepasados.- Todo esto lo pensaba Clareth, mientras sonríe inmutable ante el desconcierto del amo Inglés, quien al verla así, le grita: -¡Puta! ¡Perra! ¡Perra! Te gusta. Te gusta esto, ¿no es verdad? Te gusta... te gusta...- Y ella redonda, plena, oloreada aún por los humores tibios de su amado, pronuncia una sola palabra. Jonathan... Jonathan... y dormida se quedó. Debido a todo lo que aquel espectáculo les ha transmitido a través de las proyecciones de Clara y gracias al truco enmagiador del Ilusionero. Los Supliciados están desfallecientes con aquel sofocamiento,ya que por un lado las mujeres quedaron hechas trozaduras por la violación de Clareth, pues a ningún Jonathan pudieron invocar y los hombres, los que se identificaron con Joseph, el sapo, para poder gozar de Clareth, no lo lograron. Por eso tenían los ojos tumbados y los rostros llenos de babas. Los otros, los que se mimetizaron con el amo inglés, yacen empalados en su racial prejuicio consumiéndose en aquel distante y reprimido amor por Clareth. Eunucados por las muchas noches autosatisfaciéndose a cinco metros epidermis de distancia de la blanquísima piel de Clareth. Y todos, todos tenían hinchados los cojones porque ni siquiera pudieron masturbarse como el amo inglés. Ni menos eyacular como lo hizo Joseph, ya que puras zingaciones imaginarias podían tener como supliciados. Pero lo peor fue que ningún

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hombre ni mujer pudo fantasear, por un mínimo instante las delicias de la pasión entre Clara y Jonathan, porque nadie, nadie puede sentir la alegría, la ternura y menos aún, el amor verdadero. Así está escrito en LOS VENGAMIENTOS del Ejército Justiciador.

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Pero eso sí, no quedó ninguno sin sentir el asfixiante acoso de lo inconcluso, que va in crescendo, pues al final entre función y función de las proyecciones mentales de Clara, les toca, no solo escuchar, sino ver y sentir las pornocidades de los jazzistas del Ejército Justiciador. Por lo que en los intermedios, lejos de disminuir el torbellino desordenado de sus pasiones sin acabación alguna, éste asciende indetenible, porque allí, en la tarimota están ellos con sus baladas, sus blues, su jazz y los lascivos e incitantes bailoteos de las parejas hechos una sola sombra para que en ningún instante decaigan los ardores de los supliciados. Quienes a estas alturas, están hechos puro desespero, puras fogaradas y son tantos los humores y fluidos retenidos que se van inflando cada vez más hasta sentir el ahogamiento que les producen aquellas ganas de tironear sin consolación alguna. Agotados por esa, según ellos, venganza abominable e inmerecida a la cual los someten, teniendo que aguantarse y aguantarse. Al mismo tiempo que los sentidos se van exacerbando hasta el infinito produciéndoles intensos dolores y también impulsos irrefrenables y hasta promiscuos. A tal punto están llegando que las mujeres empiezan a mirarse con lascivia. Se acarician los cabellos, las mejillas. Después son los acercamientos de cabezas. El roce de las manos y el


entrecruce de pies, el crujir de las faldas subidas lentamente dejando ver en las damas a lo 1800 las pantaletas a media pierna con encajes y lacitos de terciopelo y aquellas ligas negras a mitad de los muslos; el acariciamiento recíproco y soterrado, el entreabrirse de labios, el entornar de los ojos. Luego, los toqueteos sinuosos, presionantes y atrevidos, los ayes y los gemidos hasta que el mujererío abiertamente desata sus pudibundeces clitoridianas al meter sus manos debajo del fustanero. Unas en solitario embelesamiento, otras, más apasionadas se rasgan las telas damasquinas, los encajes y las bordaduras de Flandes, se quitan zarcillos, sortijas y collares de finísimas perlas y pedrerías y en eufórico arrebatamiento, algunas baten sus joyas contra las rejas con total desparpajo para poder acariciarse mejor los senos, salidos ya del todo de los corpiños y con descaro se lamen los pezones y flancos olorosos a perfumes de jazmín, ya un poco rancio, mientras que las más desesperadas y veteranas, en cuclillas se esconden debajo de aquellos faldones aparasolados, al mismo tiempo que otras se apretujan entre las sombras como si estuvieran en una noche enlunada a orillas del Mississippi. En ese derrape estaban mientras el Jefe del Ejército Justiciador sonríe, satisfecho por los resultados que está dando el espectáculo: las proyecciones de los pensamientos de Clara que ha venido haciendo el Ilusionero y por las eroticidades de los jazzistas bailantes. Pero antes que el Jefe del Ejército Justiciador leyera Los Vengamientos, el Gran Jurado había dirigido primero una

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tarjeta especialísima para el Amo Mayor y otra más común para cada uno de sus seguidores.

EL GRAN JURADO 36

Tiene el placer de invitar a Ud. a la fiesta de inauguración del PAÍS NUEVO. Lugar de concentración para el traslado: Aeropuerto de Maiquetía Destino: Un planeta deshabitado del espacio Día: 14 de octubre de 1999. Hora: 4:00 a.m. Traje: Estilo Victoriano (Los niños, ancianos y mujeres embarazadas serán recogidos después del festejo)


Eso decía la invitación que el Gran Jurado le había remitido a cada uno de sus más incondicionales seguidores, antes del madrugonazo, pocos días después del terremoto que devastó al pueblo de Cariaco, aún cuando todavía se sentían los alaridos de los sobrevivientes y la frialdad de los muertos saliendo entre los escombros. Lo cual no impidió que rápidamente despegaran las supernaves del Aeropuerto de Maiquetía con aquel gentío y en un suspiro interespacial llegaron hasta un planeta deshabitado del universo, sitio en el que, en un santiamén se organizó la festejación en una plaza descomunal que mide 2 916.445 Km , donde están los festejadores extasiados ante los fuegos pirotécnicos que incendian todo el espacio. De pronto un estruendo de campanas psicóticas irrumpe aturdiendo a la gente que aplaude a fiereza la entrada del Gran Jurado que viene seguido por la HIDRA T.V. y por sus más próximos lamedores, quienes lo habían sostenido en el poder durante añales, en el País Anterior, del cual acaban de huir en un madrugonazo espectacular. El Gran Jurado viene inquieto, como aguantando las ganas de entregarle ¡ya!, ¡ya! a un gordo que está en lo más alto del palco principal, un regalo especialísimo. Pero se contienen y primero hacen una parsimoniosa reverencia a su majestad, luego le entregan una caja geográfica con lazo de regalo negro. Negro de aire sin pájaros, de tierra rajada, de aguas vendidas, negro de chanchullos obscenos, de

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clavos herrumbrosos. Negror de deuda sin fondo, hueco de hambre, de sequedades y de ignominias donde zumbaron a los sobrevivientes del país recién abandonado para que murieran junto a los ya muertos.

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Un escándalo de pericos, loros y guacamayas con la fuerza de una tromba loca irrumpe en la fiesta. Los alborotadores que vienen, como siempre, a embobar con su habla de fuegos fatuos y sus promesas volátiles a los invitados, próximos electores del País Nuevo, al desfogarse con su propio zaperoco de quincalla ambulante despiertan a un gordo que parece un container redondo y blindado, el cual de tan global, global, no se puede dimensionar y menos apoltronado como está en la cúspide del palco, donde este adefesio se despereza, da un bostezo y luego, despliega una sonrisa displicente ante aquella comparsa de Babel de los cualquier cosa, del Gran Jurado y de los demás participantes de aquel festejo. Por último, abre su bocota voraz y de un solo trago se engulle la caja con lazo de regalo negro que al fin le entregó el Gran Jurado. En ese mismo instante en las entrañas de aquel engendro devorador se produce un estruendo, un terremotear, un desgarre de vísceras, un quebramiento de huesos que se confunde con los alaridos de los triturados. De pronto, como si le hubiesen insuflado una carga de energía sobrenatural, el globo se levanta, eructa varias veces, se afloja el cinturón a punto de reventar y comienza una danza demencial bamboleando sus millones de tentáculos. Después, se detiene, reparte una mirada de arcángel y con sus dientotes mohosos se va


por ahí..., vampirizando todo a su paso al mismo tiempo que expulsa ventosidades y una sangrasa pestilente, olores que se expanden en el aire, mientras él, tongonea su hartadura y su poder. Y tan grande es su poder que todos en aquella celebración doblan sus nucas, se arrodillan y besan las huellas dejadas a su paso y ninguna cabeza osa levantarse hasta que no pase el último de los cortesanos, sostenedores de los tentáculos traseros de aquel bicho, los cuales forman una especie de cola imperial olorosa a ácido sulfúrico, a monedas y a cadáveres. Finalmente mareado ya por su propia fetidez, dando tumbos, llega al centro mismo de la gran plaza, donde en un arrebato histérico se rasga la camisa dejando ver en su pecho un enorme pectoral de oro que nunca se quitaba. El Máximo (así es como obligatoriamente se hacía llamar) quien allí, rodeado por los festejantes, en las narices mismas del Gran Jurado se sienta en el agujero de su letrina personal y entre flatulencias y bostezos, este Rey Midas caga y caga exprimiduras humanas del País Anterior. Entre tanto el Gran Jurado y sus adláteres más cercanos conteniendo disimuladamente la respiración lanzan ramas, flores y especies aromáticas alrededor del Máximo para apaciguar tanta hediondez. Luego, ordenan a unos siervos recoger los excrementos, —porque, gracias, gracias su majestad, gracias, pues esto nos servirá para abonar los campos estériles de éste, nuestro País Nuevo—

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decían ellos. Y después, dirigiéndose al director de la orquesta le ordenan:

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—¡Música maestro! Pero eso sí, no toque ¡nada que invite al derrape! ¡Nada de música jacarandosa y excitante!— dijeron los del Gran Jurado en un arranque de victorianísima moral. Por eso, más tarde se podría ver a la gente polkiando o encuadrillados o dando salticos de minué o haciendo estudiadísimas genuflexiones. Pero antes que la orquesta empezara a tocar, el hablador oficial de la ceremonia se levanta, pide silencio y después de agradecer la presencia del Máximo, del Gran Jurado y de los dignísimos representantes de todos los máximos poderes, se dispone a pronunciar el infaltable discurso de apertura, el cual pensaba concluir con un remate floripondioso y espectacular. Mas, al decir —antes de proceder a la inauguración de éste, nuestro País Nuevo, regalo de Dios todopoderoso...— se le ocurrió señalar con su dedo índice hacia el cielo, entonces, en ese preciso instante: —¡Coño! ¡Coño!— se dijo para sí, el capitán de la flota de aviones que pirueteaba en el espacio, pues él creyó que se le estaba dando anticipadamente, la señal para ejecutar su perfumada acción, por lo que raudo, se lanza en picada junto con su flota para dar la sorpresa prevista por el Gran Jurado en aquella FIESTA INOLVIDABLE. Las naves planean sobre los festejadores, como si estuviesen fumigando a una de las bien cuidadas plantaciones de coca, propiedad de algunos de los anfitriones, mientras rocían una lluvia de perfume de jazmín, aroma elegido por


el Gran Jurado para olorear a los festejantes, quienes ante aquella exquisita neblazón, asombrados, exclaman: —¡Oh lala!... ¡Oh...! ¡This is wonderful! ¡Qué maravilla! ¡That is fantastic! ¡Qué chévere!— Y tan ennotados estaban que nunca se imaginaron como aquella fragancia les traería su propia acabación, su propia muerte. Ni como aquella rociadura de perfume de jazmín llegaría a Story Ville de New Orleans justamente allí en New Orleans, célebre huecón de gozamientos, y era tanta la fama de voluptuosas que tenían aquellas jazmineras habitadoras de “las casas de placer”, que ahí, se mezclaban españoles, franceses, portugueses, y hasta algunos ingleses, que iban a folgar, a folgar y a folgar, mientras sus esposas en sus caserones y palacetes sureños reventaban de celos y odiaciones. New Orleans, ciudad donde, a pesar de todas las imposiciones de los dominadores, surgieron unas de las primeras musicalidades afroamericanas y que ahora, una vez regada sobre la plaza la fragancia de jazmín se fue expandiendo por el espacio sideral hasta llegar a Story Ville de New Orleans. Donde con su carga de recordaciones centenarias atrae a los musiqueros muertos hace añales, quienes en vida habían sobrevivido a la esclavitud con sus cantos de trabajo y con los Espirituales entonados en las capillas de las plantaciones algodoneras. Más tarde, recovequeaban buscando los restos de las bandas de metales utilizados por los batallones que habían participado en la guerra de Secesión, para fabricar con ellos, instrumentos musicales y formar luego grupos de musicantes, y que cuando se moría uno de los compañeros cantaban Autos Sacramentales

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en la iglesia del condado y le hacían compañía hasta el camposanto desde donde al terminar el enterramiento se iban por las calles bandeando, desatados aquella música, para los blancos, disonante y atormentadora, que ninguno de ellos comprendía, porque —¿Cómo es posible tanto jolgorio en un funeral?— se decían. Y no podían comprenderla jamás, pues aquellos negros ritmeando su Ragtime festejaban la partida de su muerto hacia el otro mundo hasta llegar lejos, junto a sus deidades y a sus antepasados donde el recién fallecido debía estar muy feliz por haber dejado atrás aquel martirologio, aquel desbaratamiento humillante que los amos les habían hecho padecer desde el momento mismo en que los abestiaron en su propia tierra africana. Sin embargo, aún cuando los amos no comprendían aquella música, eso era verdad, con el tiempo, ésta les llegó a enfoguecer la sangre, alborotándoles las ganas de taguarear porque no podían resistir la atracción que sentían por aquellas nalgas, por aquellas tetas enormes y brinconas de las jazmineras, que les susurran a los oídos mientras los emboban con sus tongoneos provocantes diciéndoles: —¿Are you jass in your mind?— y que todos sabían que eso quería decir — ¿Quieres hacer el amor conmigo?— Entonces muchos no pensaban en cuestiones discriminatorias sino en fornicar y fornicar con aquellas hembrotas de los lupanares de las cuatro-calles-rojas de Story Ville de New Orleans.

Como si fuera poco a los musiqueros resurrectos por la


fragancia de jazmín, a esos pioneros de la musicalidad afroamericana, se les fueron uniendo muchos más hasta formar una portentosa banda de jazz. La cual oliendo aún a muertumbre y a desenterramiento junto con aquella multitud se fue tras aquel olor excitante, el mismo que en vida les había sido tan familiar y tan inaccesible al desprenderse desde las alcobas de las amas cuando éstas lo untaban masajeando con lujuria los lóbulos de las orejas, los cuellos, los senos aduraznados, imposibles, las redondeces de las caderas, del vientre y de las entrepiernas suplicantes. Llegando sinuosamente hasta el barracón de los esclavos, metiéndoseles por sus cueros hasta el mismo tuétano de sus huesos y aún más hondo, allí donde están los sueños sin enrejamiento para olorearles los deseos enllamados, que tal vez muchos sintieron durante centurias por sus dueñas, muchas venidas como ellos, de más allá de la mar con sus olores y abalorios, provocándolos, haciéndoles sentir esos humores calientes, aquel griterío rabioso y visceral, aquel mínimo maremoto de pulsaciones calladas. Masturbaciones a media noche en la barraca niguosa de las plantaciones custodiadas por perros come gente mutiladores de esos otros sueños de fugarse a lo gavilán, a lo caballo desbocado, a lo serpiente o a lo conejo para no regresar jamás, jamás, ni siquiera después de muertos. Pero los musicantes de aquella banda desepultada y al mismo tiempo recién nacida y todos los demás que se les habían unido, no regresaron para quedarse ahí, a llorar sobre sus huellas sangrosas y menos para morir por los mordiscones de los mastines asesinadores. ¡No, no! Ellos

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resucitaron para seguir tras aquella fragancia de flores blanquísimas que los fue llevando hasta la playa enlunada del Mississippi, río cómplice de miles de escapadas imaginarias hacia su tierra africana. Estaban metidos en él, con el agua llegándoles hasta las cinturas, arrodillados sobre su lecho, todos en éxtasis libertario, con los brazos alzados hacia el espacio cuando de pronto, un anciano roca arrugada, de tanto vivimiento, con voz de ancestros milenarios invoca: —¡Olofín, padre creador, danos la astucia de los amos blancos! ¡Shangó! ¡Shangó! ¡Danos señor tus armas, tu fuerza y tu fiereza! Elegua, tú, “el recogedor del coco de luz”, el abridor de caminos, ¡ilumínanos! Babalú ayé. Justicieros haznos. Madre Yemayá ¡únenos a todos en un solo nudo sin regreso! Oshún Diosa de las profundidades de “las dulces aguas”, sálvanos de esta condenación. Madre-Tierra-Oguede, haz que como semillas de algodón nuestro poder se multiplique y crezca. Y a ustedes dioses nuestros les pedimos: Que la helazón nos encalambrine los cuerpos Que el hambre los ojos nos voltee Que los pies se nos queden sin huellas Que la sed nos queme los huesos


¡Batan ustedes nuestros cuerpos a pura reventación contra las piedras! ¡Maldígannos, señores! Pero dennos, dioses nuestros el poder para ejecutar LOS VENGAMIENTOS.

Un ruido atronador revolconea las nubazones, un rayo ilumina directamente a los instrumentos metálicos, los bronces que los resucitados tenían entre sus manos y un vozarrón venido desde el espacio se escucha: —¡Descárguenlos! ¡Descárguenlos! Seguidamente los dioses (antes de sentarse a jugar), tornaron invisibles a los resurrectos y a los que los seguían, quienes aún sin percibir su nuevo estado, movilizados por la energía que les insuflaron sus dioses o porque posiblemente a Shangó, Dios guerreador, dueño del rayo y del fuego y también gran musiquero se le alborotaron las musicalidades, empezaron a tocar los metales y al unísono, a falta de tambores, como tantas veces lo habían hecho a escondidas de sus amos. Unos se pusieron a golpetear rítmicamente cajones de madera vacíos, de los cuales hace tiempo, muchos de ellos habían sacado espejos gigantes, muebles, vajillas de plata y porcelana y pianos traídos por los amos desde otros países de más allá de

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la mar. Y como aquellas cajas de percusión improvisadas no alcanzaron para todos, algunos sacan viejos peines desdentados, otros con las manos se dan golpes en sus propios pechos y muslos, pelviando, pelviando, mientras los demás patean sobre la tierra. Hombres y mujeres bailan a fiereza, al compás de aquella música desatada y alucinante en éxtasis de libertad, cuando repentinamente el anciano roca arrugada, deja de fumar su tabaco y sudoroso como si viniera de una travesía milenaria, alzándose ante los tocadores y los bailantes exclama: —¡Nosotros formamos El Ejército Justiciador, el que lleva las armas por dentro!, al cual los dioses le dieron la facultad de hacerse invisible así, como a todos aquellos que se le unieran en el presente y en el futuro. Por eso, aquellos que se quedaron abandonados en el País Anterior se iban agregando a aquel ejército de aire, que sin pistolas ni misiles, ni flota naviera, ni aviones supersónicos, ni arcabuces, ni ballestas, ni macanas, sin ni siquiera un garrotico, ahora emprende una andancia inimaginable atravesando el espacio sideral. Todos guiados tan solo por el aroma de jazmín que los llevó justo hasta la gran plaza del País Nuevo donde está prendido EL BONCHE del Gran Jurado y sus lamedores. Al llegar, el Ejército Justiciador, hasta ahora invisible, lentamente fue rodeando a los festejantes


que estaban emborrachecidos por su propio poder, y por la fragancia de jazmín que como un boomerang, después de llegar a Story Ville de New Orleans había regresado al mismo sitio de partida: la fiesta. Trayendo, ahora consigo, al Ejército Justiciador que, después de invocar a Ogún, deidad protectora de los herreros, incansablemente va encarcelando a la concurrencia al clavar a su alrededor. rejas, rejas y más rejas hechas con el hierro fundido de todas las cadenas y de todos los carimbos humeantes, hediondos aún a carne chamuscada que desde hace cientos de años el Gran Jurado venía apretando hasta el desangre, en los pies, en las muñecas, en los cuellos, en los huesos y en el alma de los subyugados. Rejas escupitazo en plena cara. Rejas violaciones. Rejas manos y pies amputados. Rejas ahorcaduras. Rejas mordiscones de mastines asesinos. Rejas rompedoras de familias. Rejas desarraigo. Rejas engaños. Rejas mi propiedad carimbo al rojo vivo. Rejas latigazos. Rejas vejaciones nuca doblada. Rejas aceptamos perros, pero negros no. Rejas sin alfabeto, ni escuelas, ni menos universidades. Rejas ignominia y quebraje. Sí. Rejas, rejas y más rejas indestructibles clavaban los justicieros en lo más hondo de las rajaduras de las inmemorias. Rejas que iban extendiéndose en círculo, una al lado de la otra, tramaditas, inamovibles, hasta formar una inmensa cerca de puros desquitamientos dentro de la que se encuentran los festejadores y también los EX,

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que constituyen la gran mayoría del planeta Tierra dejado atrás y del País Anterior, quienes se quedaron rezagados del Ejército Justiciador debido al deslumbramiento que les producía aquella fiesta jamás imaginada. A los EX, los dioses, al querer invisibilizarlos como a todos los demás, por un celestial descuido, les dejaron a la vista, sobre la espalda de cada uno, una enorme bolsa repleta justamente de papeles de EX (y de allí les viene el nombre). Entonces se puede ver como aquel bolsero flota misteriosamente entre el lucerío y la neblina perfumada que aún rodea a los enfiestados. Quienes, súbitamente, en un colectivo despabilamiento, se dan cuenta de aquella invasión multitudinaria de bolsones y más bolsones sin cuerpo alguno que los sostuviera. Y fue cuando el Gran Jurado sintiendo el amenazamiento de aquella avalancha, vociferó mentalmente a sus secuaces camuflados de ángeles y de encapuchados: —¡Al ataque! ¡Al ataque!— de inmediato, éstos sacando sus armas ocultas bajo las alas, los capuchones y las batolas, comienzan a perseguir a aquellas bolsas flotadoras, pero eran tantas y a tal velocidad se desplazaban que los perseguidores en su demencial carrera, comenzaron a lanzar bayonetazos y más bayonetazos a diestra y siniestra hasta que una puya da en el blanco y trass, trass reventó uno de los bolsones esparciendo un papelerío por toda la plaza. En las hojas se puede leer: Ex niño, ex alumno de tercer grado, ex vendedor ambulante, ex recluso del Retén de Menores, ex buhonero, ex desempleado, ex presidiario,


ex nada. Así, a medida que aquellos diplomas de graduación caían, por otro descuido de los dioses, debajo de cada bolsa iba apareciendo una cabeza. Los rostros se dibujan con lentitud y traen un antifaz sin ranuras para ver porque no les hace falta, ya que a ciegas siempre habían caminado en el País Anterior, donde se graduaron de toeros sin salvoconducto de redención y en el cual hicieron de equilibristas sobre las rayas rectas que minuciosamente les mandaba a trazar el Gran Jurado, que al unísono ordena: ¡Marquen bien esas rectas! ¡Las quiero derechitas hasta la HIDRA T.V.! —¡HIDRA T.V., HIDRA T.V. con ellos!, ¡carajo!— agregaban sus seguidores. Por eso los ex, embobados como venían del País Anterior están todavía tras las rejas sorprendidos con aquel festejo nunca jamás visto allá en su zanjón natal. Donde, cuando no alucinaban ante “EL MAGO CON LA CARA DE VIDRIO”, se iban por ahí..., arreando sus despojaduras entre el pedreguyero y la secazón. Siguiendo fascinados al espejismo, al relumbrón cegante de “la marca” que vocifera por todos lados la HIDRA T.V.: —¡Cómprame, cómprame ya! Mientras que ellos, los ex, por cientos de años han estado soportando sus jorobas deshuesadas de tanto tener padres jamás vistos o cuando más volátiles. Ellos, omitidos, se hundían en el huecón del País Anterior, en trance de descuartizamiento y subasta internacional teniendo como piso y como futuro una tronera mayor para aferrársele.

Pero antes que los Ex se unieran al Ejército Justiciador

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en la andancia espacial que finalmente terminó en la gran plaza donde todos se encuentran ahora, en medio de aquella multitud disfrazada, estando aún en su zanjón natal; un Ex, el mismo a quien antes le reventaron la bolsa, atolondrado ya por la avalancha de cuñas de la HIDRA T.V. Y por tragarse durante sus 13 años de vida por horas y horas aquel chorro de marcas con casabe viejo y guarapo recalentado. Además, por escuchar en todas partes aquella frase: “DESPIERTA Y REACCIONA”, promocionada por la visita del Papa al país, súbitamente se dice: —¡Coño! ¡Coño!— al mismo tiempo que bate la puerta destartalada de su rancho. Más adelante en un centro comercial encontró a un caminador. Lo para en seco — ¡Dame los zapatos o te mato!— le dice puyándole la yugular con un cuchillo. Una hora más tarde, “la marca” ensangrentada entró en el rancho. Esos fueron los días en los cuales una mujer congresante del viejo y también del ahora, País Nuevo, con voz troglodita gritonea: —¡”Pena de muerte”! ¡Carajo! ¡Pena de muerte con él! Pero uno de los constructores de la sociedad, recién bendecido por el Papa, con una mirada angélical la detiene. —¡No! ¡No!, no debemos cometer pecado. Le aplicamos la


Ley de Vagos y Maleantes de inmediato y para la cárcel del Dorado. Otro con cuello de sapo neotecnificado propone: —Esto es más práctico. Y sentándose frente a su computadora neoliberal trae a la pantalla un gráfico representativo de la población total del país. Una barra larguísima y negra aparece. Arriba se lee: EX = 85% — Y de un solo teclazo los borró —El hombre hace un gesto de genial inspiración al mismo tiempo que se alisa el bigote con la mano izquierda. La computadora se metió en una caja. La barra de los ex, se hizo lazo de regalo negro. El Máximo, se la tragó hace rato, al principio de la festejación. Después de la perseguidera, los Ex, por otro descuido de los dioses, quedaron de cuerpo entero totalmente visibles con sus desnudeces llenas de costras y de pellejos desflecados ante los festejantes quienes al verlos allí tan cerquita, casi se mueren de un soponcio colectivo. Yo, por mi parte, pienso que los dioses cuando crearon a los Ex, hace siglos, definitivamente hicieron un pésimo trabajo. Y que en este momento se están comportando como unos irresponsables y desalmados al dejarlos así, indefensos, a merced de sus progenitores ancestrales quienes son paradójicamente, también sus peores enemigos. ¿O será que todo esto fue a propósito y previamente calculado por

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los dioses? Porque..., soltárselos así..., en pelota en plena cara... y para remate en la mismísima fiesta inaugural...

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Los Ex, ciegos, en su indefensión, aterrorizados, en silencio invocaron a sus dioses (quienes todavía no se habían sentado a jugar), por lo que pudieron percibir las invocaciones suplicantes de los Ex. En cuestión de menos de un segundo moldean un traje de aire en el espacio, lo clonan millones de veces y como por arte de dioses, cada Ex recupera de nuevo su invisibilidad, lo que les permitió a todos escabullirse de las fauces de sus devoradores y especialmente del tipo con la computadora, quien al perseguirlos va pensando: —¡Coño! esta vez, de que los acabo de un teclazo ¡los acabo! ¡Carajo! Pero los Ex lograron escapar justo un minuto antes que el Ejército Justiciador soldara la última reja que encerraría a los enfiestados. Inmediatamente un desesperamiento, un jamaquear de hierros, un griterío estalla tras las rejas. El Máximo, el Gran Jurado y todo su combo se acaban de percatar que están presos tras los hierros que a su alrededor había clavado aquél gentío tan extraño que ya está del lado de afuera, instalando parsimoniosamente una pantalla descomunal y un entarimado gigante, el cual construían con el tablaje ruinoso arrancado de sus ranchos antes de emprender el viaje guiados por el perfume de jazmín. Lo que sucedió fue que de pronto, el Ejército Justiciador y los Ex se tornaron visibles, pues los dioses, antes de comenzar


el torneo, así lo decidieron. Y ahora los Ex están impávidos ante los insultos de los enrejados, quienes entre groserías, improperios y amenazas les gritan: —¡Coño! ¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde carajo salieron?— El Ejército Justiciador como si nada escuchara, responde entonando baladas y cantos de trabajo sureños mientras los festejadores del País Nuevo estrujan su desespero contra las rejas en aquella plaza que, cada vez más, se va tornando en una reservación estéril y agobiante como las que eternamente les habían dejado y aún le dejan a los indios del Continente Americano.

Han pasado más de 24 horas. El Ejército Justiciador ya casi termina de instalar la pantalla y el entarimado. Durante todo ese tiempo, éste no cesó de cantar y con inmensa alegría concluía su trabajo. Por el contrario, los encarcelados están en aquella maldita reservación, nerviosísimos, muertos de sed, hambrientos y con la demacración descolgándoseles de los rostros. Ya comienzan a sentir la impotencia de quienes llevan siglos soportando la segregación y el martirologio de los “CONDENADOS DE LA TIERRA”. Ya empiezan a sentir la apretadura, las sequedades y el doler de la omisión de quienes han vivido y aún viven en perenne estado de aplanamiento y de desamor. Mientras esto sucedía, un resplandor se alza sobre la enorme tarima ya terminada. Cesan los cantos de trabajo. El Jefe del Ejército Justiciador sube al escenario, se para detrás del podio y con un vozarrón que no necesita de micrófono para cubrir toda

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la plaza, pide silencio. Luego comienza a desenrollar un pergamino de vejez ancestral el cual contiene en diversos signos de variadas y antiquísimas lenguas y procedencias todos LOS VENGAMIENTOS. Y fue cuando se los leyó a los enrejados. Luego se marchó en búsqueda de sus dos grandes amigos y con un catalejo, escudriñó y escudriñó a la multitud de su propio ejército. La misma que se formó y que lo había seguido en su andancia aromada desde New Orleans hasta la festejación. —¡Tengo que encontrarlos!— se había dicho él, durante aquella buscadera. —¡Seguro que están en algún lugar de esta plaza!— piensa con gran ansiedad el hombre, mientras escudriña buscando por todas partes a Clara y al Ilusionero. Pero ¿quiénes son esos personajes?

Clara y el Ilusionero son una pareja indesatable con quienes en el País Anterior, el Jefe del Ejército Justiciador había establecido una eterna amistad. Estos dos seres son irremediablemente inseparables, ya que están unidos con hilos en una espiral química desde los inicios moleculares de la humanidad hasta el sol de hoy. Son también dos ex toeros sempiternos, saltimbanqueros, cuentacuenteros, titiriteros, mediúnicos, ilusionistas, escribidores, invencioneros y aprendices metidos por voluntad propia a maestros sin sueldos ni diplomas de graduación que se habían dedicado a deleitar


a niños, jóvenes y adultos por muchos rincones del País Anterior. Y además de todas las profesiones anotadas, el Jefe del Ejército Justiciador conocía perfectamente otras facultades especialísimas que poseían tanto Clara como el Ilusionero. Sabe que éste último, no solo podía proyectar en tercera dimensión en cualquier parte los pensamientos y las emociones de aquella persona que eligiera, (la cual sería una médium, un banco receptor) como ya lo ha venido haciendo con los de Clara, sino también los de cualquier personaje que deseara poseerla para contar sus propias historias en las cuales todo se percibía con tal realismo en la pantalla que los espectadores de aquel acto de magia mayor sentirían hasta las oloraciones humanas de los personajes. Y lo más importante es que irresistible e inevitablemente se tenían que identificar con los protagonistas, viviendo, como propios, los sentimientos y las emociones de los pantalleados. Por eso más adelante, se verá a un gentío llorando de dolor profundo, de tristumbre, de nostalgia. Sufrir ataques incontenibles de odiaciones, lacerarse con deseos luciferinos de venganza, de envidias quemantes hasta consumirse en fogaradas de impotencia y en el quiebre del desarraigo y de la desesperanza. Pero lo que no podían experimentar jamás era la ternura, el arrepentimiento, la alegría y ¡nunca!, ¡nunca!, las delicias del verdadero amor, tal como fue decretado en LOS VENGAMIENTOS.

El Ilusionero, además, tenía dos peculiaridades: la de sufrir

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insomnio perenne y la de sentir una pasión callada por las travesías mágicas de los hombres y de los dioses del selvaje americano. Esta última lo hacía estar por horas con los ojos colgados de las estrellas, cabriolando en el espacio para escribir y reescribir sobre las travesías de las deidades habitadoras del planeta. Textos que permanecían inéditos y uno de ellos llamado SEMENÍA Y LOS HOMBRES PÁJAROS, fue el que le leyó a Clara la primera vez que se encontraron. Otro de los rasgos más resaltantes del Ilusionero, era aquel feroz miedo escénico que lo devoraba haciéndole imposible actuar ante la gente, ni siquiera interpretando al más simple de sus propios personajes.

Por otra parte, el Jefe del Ejército Justiciador conocía de Clara, que después de presentar el último examen que le permitió graduarse Suma Cum Laude en la universidad, decidió dar rienda suelta a sus facultades de enseñadora y titiritera autodidacta saltimbanquiando con su carpa ambulante junto con el Ilusionero por los recovecos geográficos más remotos del País Anterior. Y también sabía que además de su capacidad mediúnica, y de aquello de cerbatanearse, mimetizándose con cualquier personaje, animal o cosa que le tocara representar en aquella carpa enmagiada, Clara poseía una férrea voluntad, una enorme capacidad de trabajo y una inmutabilidad inigualable ante los elementos de la naturaleza. Por eso ni ciclones,


ni terremotos, ni diluvios, ni maretazos impedían que abriera su carpa y montara las obras con sus muñecos de trapo y las marionetas y los títeres que ella misma hacía en las anochecidas. Y a los que pintaba con los mismos colorines de aquellos papeles fascinadores de sus años de niña plastilina papel celofán, oloreados de caramelo y chocolate, que le hacían emprender en aquellos tiempos, viajaderas imaginarias por el globo terráqueo para llenar así, sus desvelamientos. Porque Clara, era también como el Ilusionero, una insomne a perpetuidad. Y dentro de aquella carpa embrujadora el Ilusionero hacía los textos de las obras que se montarían, unas veces por medio de títeres, otras por marionetas y muñecones de trapo, a los cuales él ayudaba a mover tras bastidores o bien era la misma Clara que hacia de cuenta-cuentera del Ilusionero. Actuaba en plazas, calles, cines de barrios y en campos remotos, embelesando al público con la versatilidad y la maestría de las actuaciones que hacía sola, aunque algunas veces, el Ilusionero, aprovechando la facultad de ser banco que tenía Clara, se le metía en el cuerpo mientras actuaba en el escenario. Él, en ella, se revolconeaba de felicidad disfrutando así, de esa otra parte suya que Clara tenía. Pero la mayoría de las veces él se queda tras bambalinas sentado en un cajón de utilería extasiado ante la función que ella está representando. Al final, le hacía siempre en el aire, con sus manos enmagiadas, un ramo de flores silvestres con olor a eucaliptos y a páramo, como a ella le gustaba. El Jefe del Ejército Justiciador había conocido a Clara desde

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que era una niña y fue testigo de cómo había ido perdiendo uno a uno a sus familiares más cercanos: la madre Sarah y tres hermanos, el último en morir, de un infarto fulminante al corazón, fue Carlos el hermano mayor a quien los amigos de la familia le decían el Padre Nostrum. Él ejerció una gran y liberadora influencia en la personalidad de Clara quien era también una hacedora incansable de dibujos, de marionetas, de títeres, de escenografías para las obras. Y sobre todo de muñecos y objetos imposibles elaborados con desechos y trapos a los que el Ilusionero después les insuflaba vida propia. Entonces uno podía ver un sapo con alas y él diciéndole —vuélate a lo mariposa. Y el sapo disparándose a revolotear en el espacio. A un gavilán sin garras con cola de tiburón navegando en un estanque, o a una araña sin patas tejiendo un vestido de novia acostada en una hamaca. Por todo ésto los pobladores de los sitios donde ellos se instalaban podían escuchar a cada rato la alborotadera loca de aquel muñequerío, de aquellos objetos y animales imposibles recovequeando por todas partes que parecían escapados de una feria disparatada, de esas a donde uno va a gozar, a reír y a soñar.

El Jefe del Ejército Justiciador, quien aún seguía con un catalejo buscando a sus amigos, finalmente ubicó la carpa enmagiada y junto a ella, estaban Clara y el Ilusionero, descansando después de una función que acababan de dar, en el Parque Cachamay ribeteado por el Caroní. Río en encabritamiento salvaje, allá al sur de la gran plaza,


donde el encuentro fue silencioso, subterráneo, a lo puro hueco, a lo tirabuzón, reflotando recordaciones y vivencias intransferibles en palabras. Y con un abrazo triangular, en unos segundos milenarios, lloviznados por aquella torrentera de agua irreverente y desatada, permanecieron sin saber cuanto tiempo pasaba, hasta que al fin el Jefe del Ejército Justiciador, simplemente les dijo: —¡Los necesito!— Y sentado sobre un peñasco fue cuando les explicó lo de la pantalla gigantesca, lo de la tarimota y todo el programa que realizaría, y el porqué ellos dos eran tan indispensables. Cuando concluyó, Clara y el Ilusionero, escuchadores sin par, comenzaron a soltar ideas y más ideas, sí, una lluviazón de planes se disparaban de sus mentes como chispazos de amolador frenetizado, los cuales eran recibidos con inmensa satisfacción por el Jefe del Ejército Justiciador, quien antes de despedirse comentó con gran seguridad: —Ustedes, desde aquí mismo, pueden organizar y ejecutar la parte que les corresponde.— Dicho ésto, se esfumó entre la muchedumbre dejando a Clara y al Ilusionero frente al Río Caroní. Loco y desenfrenado que con su rumorear de dioses los fascinaba. Allí fue cuando el Ilusionero le comentó a Clara: —Amiga, desde aquí, desde el sur, proyectaré en la pantalla descomunal ubicada sobre la tarima que el Ejército Justiciador, apenas hace un rato acabó de instalar, todos los pensamientos que te pasen por tu mente, de tu vida y

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la de todos aquellos personajes que quisieran poseerte. Vengan ellos del presente, del pasado o del futuro del País Anterior y de otros lugares del planeta Tierra. Y fue cuando, de inmediato se dirigieron a la Sala de Arte donde él, proyectaría en la pantalla, como en realidad lo ha venido haciendo hasta ahora, todo lo “SAGRADO Y LO OBSCENO” que pasase por la mente de Clara. Y en el futuro también, de algunos de los supliciados quienes aún seguían en estado de derrapamiento a pesar del susto que habían pasado con aquellos EX, costrosos y pestilentes. A pesar de todo lo que han tenido que sufrir en aquella maldita reservación con los pensamientos escoñetantes de Clara, aún no han perdido la capacidad para el gozamiento. Además aquella música bailada de a mozaiquito por los emparejados, jazzeando..., jazzeando..., que los enfoguecía por dentro era más fuerte que su propia rabia, que su propia impotencia en aquel cautiverio. Por eso muchas mujeres, como sucedió hace unos pocos minutos, se desmoñaron y batieron sus joyas contra las rejas y por eso también los hombres con sus cojones inflamados, adoloridos, hechos puros llamarones están todos allí, jodidos sin poder hacer un carajo. Y en aquel torbellino revolvedor de emociones y de placeres incumplidos en ascenso indetenible estaban aún, cuando al Ilusionero, repentinamente, le llamó la atención una mujer que sobresalía entre las demás que estaban tras las rejas por su cara mustia, por su faz de ballena domesticada y por su gordura fofa de comedora insaciable, compulsiva, que comiendo hasta más no dar trataba de llenar los vacíos del hastío, del abandono y del desamor y que día a día


habían ido sepultando más y más la esbeltez y la belleza de su figura. Pero lo que más sorprendía al Ilusionero era su mirar eunuco, neutro de paciencia y conformidad inagotables propios de esas mujeres que esperan y esperan, de esas que creen y creen en los —“mi amor, estoy ocupadísimo”. Full time con el Gran Jurado que me encomendó una misión super secreta— le decía siempre el esposo, quien había sido el Gobernador del Estado Bolívar hasta el día del madrugonazo cuando se embarcó en una de las supernaves. El mismo que más adelante, en un descuido del Ilusionero, logrará evadirse mentalmente de la reservación para regodearse con sus putísimas recordaciones. —¡Apúrate chica! ¡Prepárame las maletas! que esta semana tengo una agenda apretadísima— decía él mientras se descamisaba a toda máquina. —Mañana temprano salgo para Gran Caimán a redondear unas transacciones fabulosas. El miércoles tengo una reunión con mis corredores en La Bolsa de Miami. El jueves tengo otra con los banqueros de Panamá y viernes, sábado y domingo tengo que calarme a los industriales de Margarita. Y como si fuera poco, el lunes cuando regrese me toca resolver los peos de la gobernación, empezando por los condenados indígenas pide tierra a quienes yo, fusilaría de un solo coñazo para borrarlos del mapa. Y para remate, ahora me salen por ahí unos marginales de un barrio de mierda, que según mis fuentes de inteligencia, y que van a formar un bochinche en Ciudad Guayana por una piche

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escuelita que no les he construido, ni les construiré un carajo, porque ¿con qué tiempo? ¿Dime, con qué tiempo la hago? Así, jodido como me tiene el Gran Jurado, de aquí para allá y de allá para acá. ¡No joda! Como si uno no tuviera hijos y mujer de quien ocuparse. Pero “jefe es jefe aunque tenga cochochos”— decía el hombre mientras ella desconsolada y aturdida por aquella catarata laboral que era la vida de su marido, sentada en el borde de la cama intenta interrumpirle diciéndole algo. —Pero..., pero ¡nada!, ¡nada!— y continúa, —no te preocupes porque ya mandé a revisar todos los circuitos de seguridad pues tu sabes que la delincuencia está desatada así, que no asomes ni la punta de la nariz a las rejas de la casa. Y cierra todo, toditas las ventanas porque si se mete una cucaracha voladora ¿quién, dime quién te la va a matar? Ah..., ¿quién?— Y ella haciendo un esfuerzo enorme para levantarse del piso donde realmente se sentía aplastada como una cucaracha por el trajín agobiador de su marido, se levanta y se le va acercando, acercando y modosamente se adhiere a su cuerpo, —Mi amor, tu sabes que hoy es lunes y... y... —A no chica. Hoy me sale navegar por la Internet. Tengo que quitarme este estrés que me está matando— y dicho esto se instaló frente a la pantalla de la computadora dejando a su mujer allí, tragándose sus ardores y culpándose por su tanto deseo de hacer el amor con su exhausto marido. Y con la resignación apagándole la libido comenzó a preparar las maletas del gobernador, mientras él, de espaldas a ella se conecta con el CHÉVERE CHÉVERE Hotel Inc. de la isla de Margarita y teclea: URGENTE. Voy en misión especial


del Gran Jurado, Reservar suite matrimonial desde el martes hasta el domingo del presente mes. Y fueron tantos los días, las semanas, los años y los siglos de aquel desaforado trajín que la esposa del gobernador se convirtió en una experta arregladora de maletas. Al mismo tiempo que aumentaba no solo su terror a las cucarachas, sino que además, esta fobia se había extendido a todo bicho rastrero y volador que existiera o no dentro de la casa, y lo que es peor había olvidado las delicias del amor, quedándose atrapada en su propia jaula de miedos detrás de la telaraña de embustes y tramposerías de su marido. Por eso se había convertido en una comedora de cualquier cosa, en una adicta a la HIDRA T.V. y reemplazaba los viajes que hubiera querido hacer con su esposo, recorriendo todas las semanas los cuartos, los corredores, la cocina y todos los espacios de la casa cargando una maletica a la que le iba pegando calcomanías de Gran Caimán. Miami. Orlando. New York. París. Margarita. Etcétera. Etcétera. Y por estar habituada a vivir entre aquel enclaustramiento psicológico, ella ni se inmuta tras las rejas en las que se encuentra junto con las demás supliciadas y con sus fuegos sepultados tampoco reacciona a las imágenes erotizantes que el Ilusionero proyecta en la pantalla. Estaba sentadita sobre su inseparable maleta con su rostro de ballena domesticada cuando el Ilusionero la descubrió y quien al visionar hasta que punto había llegado el desvivir de aquella mujer, decidió desquitarse del gobernador, por lo que la transformó en una

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Dama medioeval

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y comienza a proyectar en la pantalla la imagen de la esposa luciendo toda la belleza que tenía antes de matrimoniarse, antes de que se la comieran las grasas, las mentiras, el tedio, los miedos y el desamor. Entonces aparece ella diciéndole a un caballero de la corte del Rey Arturo, con armadura, yelmo, espada al cinto y una cruz en el pecho que anda con un condón metálico, novísimo cinturón de castidad, gimoteando por todas partes. Ella -¡Oh...! Mi amo y señor. Cuanto sufrís con este fierro en tus vergüenzas. Y él -¡Señora mía! Os lo ruego. ¡La llave dadme! ¡Que jamás. Jamás infiel os seré yo! Qué Satán mi alma a los infiernos lleve si esto os hago a vos.Y ella, impávida, frente al espejo empolvándose la nariz parece no escucharlo. Pero repentinamente se alza y haciendo sugestivos movimientos gira alrededor del hombre y levantándose la seda de su túnica se sienta modosa en la orilla del tálamo, saca la llave de su entrepecho, la pasa rítmicamente por sus labios entreabiertos, por el cuello, por el torso semidesnudo mientras su amo y señor está que tiembla. La impaciencia arremete contra los deseos, que se los bate, que se los revuelca, que se los enllama, que


está a punto del colapso por los tantos años aherrojado, hasta que finalmente ella le responde: -¡Oh...! Mi amo y señor, como vos me dijisteis, yo, ahora os digo. Porque tanto os amo, con tanto celo yo os resguardo, a vos, a mi patrimonio y a mi descendencia. Y dicho eso, sin preámbulo alguno se rasga la túnica, se agarra los senos, se los ofrece, le mete uno en la boca, que él goza vorazmente arrodillado ante aquella mujer, quien repentinamente se retira, se desmoña y batiendo su cabellera la desparrama sobre la espalda del hombre que tiene entre sus piernas. -Es una demonia. Es el éxtasis. Es la lujuria toda,- piensa el cruzado ante aquella hembra jamás visionada que ahora se tira en el lecho, se contorsiona con los ojos cerrados y se recorre a sí misma por dentro con sus propios fuegos; y él, jadeando sus desesperos le ruega: -¡Dadme! ¡Dadme la llave señora!- pero ella nada escucha y sigue rotando sobre su propia pelvis, cadereando, gimiendo. Y él, -¡Qué me des la llave os ordeno! Mas ella, envolatinada dentro de sus propios pensamientos, ríe, ríe y ríe. -¡Qué me la deis puta de mierda!

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Entonces, ella, con lentitud se sienta al borde del camón, se espernanca a todo dar y veloz, mete la llave dentro de su vagina que se abre como una carcajada rota. Allí, en lo profundo es furiosamente succionada por las trompas de falopio de todas las mujeres selladas, clausuradas, mutiladas, eunucadas, aherrojadas, desapareciendo por siempre jamás en el calendario rojo de las atrocidades hechas por el hombre sobre el planeta Tierra. En ese instante un ramalazo de tiempo le devuelve a ella, el recuerdo de aquel amanecer cuando su amo y señor, antes de partir en búsqueda del Santo Grial, entre repiques de tambor mayor y el estallido de trompetas, de un solo golpetazo le trancó la dignidad y el corazón entre las piernas. Después, pasaron años y años y aquel paranoico artefacto, luna a sol, hora a minuto, minuto a segundo, le iba dejando laceraduras en la piel, le iba dejando hechos puro hueco el alma, el orgullo y el honor. Ahora, la Historia detenida y al revés despoja a ese hombre de heroicidades celestiales, para dejarlo vuelto hilachas, arrodillado ante aquella mujer castigante, tragándose el horror de su mismo remedio. Entre tanto, los Supliciados sufren aquel ultrajamiento con la nuca doblada como vulgares ciervos en cautiverio ante aquellas imágenes torturándolos desde la pantalla. Sintiendo en sus genitales el acuchillar


de todos los vejámenes, de todos los quebrajes, de todas las ignominias, de todas las laceraciones de sus propios vengamientos. Pero, nada pueden hacer los hombres y las mujeres para aliviar sus fuegos libidinales, pues solo pueden tener fantasías de amores incumplidos, puras ilusiones en aquel encierro donde el Ejército Justiciador sin un arma asustadora, sin siquiera ponerles una mano encima les hace purgar todas sus perversidades y desafueros consumiéndose en aquellas desataduras aguantadas: “... ABIERTAMENTE PORNOGRÁFICA SIN MELINDRES NI APATUSCOS (...) PLENA DE OLORES CORPORALES Y SUDORES DE AXILAS Y DE INGLES, DE MANOS Y PIES; DISOLUTA EN EL RITMO ESTIMULANTE DE LA MÚSICA: EN LAS MOVICIONES ISOCRONAS DE LOS CUERPOS, ESQUELETOS Y ENCARNADURAS...”

Sí, allí están los Supliciados en total despojamiento de espíritu y de riquezas terrenales. Todos mostrándonos sus desnudeces. Las mujeres, como mismísimas evas galácticas eran un espectáculo inimaginable en aquella situación tan particular; y que por el autodespojamiento que habían hecho, no tenían ni una sortija, ni un brazalete, ni un collar ni una alhajita para vender en un bazar neoliberal de Chicago, de Nueva York, de California o de New Orleans para reunir las munas necesarias y entregárselas a Colón. Y poder así, emprender la reconquista de sus territorios.

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Sin embargo, unos cuantos, esperanzados aún en realizar algún canje con sus secuestradores, pensaban inútilmente, en recoger aquel perlero arrancado de los pulmones rotos de los indios de la isla de Cubagua en Venezuela; y que las mujeres arrebatadas habían batido contra las rejas que las separaban de los hombres junto con las esmeraldas cambiadas por laticas brillosas a los indios de Colombia; y el joyerío hecho con el oro de: “nuestro, señor Dios Sol” del Incario, cuyo disco solar, símbolo sagrado en francachela, fue jugado en una tarde de farra por un soldadejo español. Después dando tumbos de mar en mar, de país en país, de usurero en usurero había ido a parar a las manos del orfebre real para ser convertido en medallas para los generales. Ese era el mismo oro del Dios-Sol que había sido cuajado en un enorme lingote que debía ir al reino español. Pero que fue robado por Sir Walter Raleigh, en una de sus piraterías perfumadas en alta mar, ofrendándoselo luego, a su reina para que se mandara a hacer una bacinilla y así, pudiera mejor y más lujosamente cagar. Mas, el joyero real se quedó con unos trozos de aquel oro fascinador, enmagiante, haciendo con ellos medallitas para negociar con los vasallos de Su Majestad. Y de pecho en pecho, de galeón en galeón, de prestamista en prestamista fue a parar a la casaca de Aquel anciano aventurero y marico que ahora está hecho flecos, lleno de ulceraciones sifilíticas añejadas por los cientos


de años de folgamientos con todos aquellos esclavos que le incendiaran sus libidinosidades. Él, fue el mismo que compró al adolescente blanquísimo para una y otra vez violarlo, mientras el muchacho en su impotencia invocaba a Shangó tragándose, en silencio la fiereza, las lágrimas, las vejaciones. Hoy, aquel amo está tras las rejas. En cambio el esclavo forma parte de la banda de jazzistas del Ejército Justiciador y de pronto descubre a su antiguo amo. Inmediatamente baja, traspasa el enrejado como por arte de magia y enfierecido lo sube al centro del escenario, allí lo descalzona, lo nalguetea. Después infla los pulmones hasta más no dar y con el poder de todas sus iras detenidas, sopla una corneta que lanza al viejo contra el piso. Luego, con lentitud se desnuda, se unta aceites aromáticos haciendo más brillosa y sensual su piel, se exacerba, se mete fuegos encandelándose el mismo con toda la fuerza del jazz dentro de su cuerpo y de su sexo tenso. Y alucinado por su propio delirio de recordaciones, con su mirar ido de aquí, ido hacia cualquier parte, ido hasta donde le alcancen las ignominiosas memorias centenarias; se para encima del pecho del viejo y haciendo lascivos movimientos con su figura de efebo provocante, empieza a blusear y a blusear sus ardores y sus lamentos durante horas inacabables. Él, gozando, él gozándose, él, inmerso y pleno en el disfrute de aquella su musical venganza. El viejo desfalleciendo, el viejo implorante, el viejo que gime y gime, el viejo que no aguanta más las ganas imposibles de folgarse a su

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ex esclavo como lo hacía antes y con los cojones a punto de explotar, contorsionándose, con lujuria. De pronto, patéticamente muere.

Después de estos acontecimientos, Los corrompedores intentan el soborno 70

pero, en el Ejército Justiciador ninguno se deja entrampar por los supliciados. Por eso no le prestan ninguna atención a las ofertas que les hacen, mentalmente pues sus bocas aún siguen clausuradas. Tampoco pueden comunicarlas haciendo gestos con las manos ya que sintieron que las perdían cuando el amo inglés se las mandó a cortar a Jonathan, antes del ahorcamiento. Pero ellos insisten telepáticamente. Y en sus desesperaduras, ofrecen toda clase de abalorios y riquezas espectaculares: estaño de Bolivia, plata del Potosí, bananas de Centro América, cueros y carne de Argentina, cañadulzales de la Cuba del siempre eterno, codiciado, y según ellos, futuro esclavo Fidel. Metales preciosos de los Quimbayas, el Museo del Oro de Bogotá completo y pieles de búfalo de Norte América, petróleo azteca y venezolano, el Salto Ángel, La Gran Sabana, La Amazonia entera, el gas de Bolivia y todas, todas las riquezas del Continente Americano y aquellas pirateadas a los galeones españoles, portugueses y a todas las naos que se atravesaban en la Mar Océana. Y es cuando rápido bajan la honorable


bandera de Su Majestad para izar aquella otra calavereada con fondo negro pirata, y comenzar el abordaje de rapiña. El Ejército Justiciador arriba, en la inmensa tarima, impávido seguía blusseando sin detenerse para entretener a los presidiarios. Entre éstos, uno del Gran Jurado está pensando: -¡No joda! ¿Cómo carajo salgo yo de esta vaina?... Tengo que hacer algo para salir de esta reservación achicharrante que es peor que el Retén de Catia, porque aquí no hay ni un mogote, ni una chamisita para sombrearse, ni una aguita ni siquiera de espejismo para sofocar estos calorones. Y pensar que todo lo habíamos planificado a la perfección. Que cerramos con broche de oro con lo del terremoto de Cariaco, que al despegar del aeropuerto de Maiquetía con nuestras navesotas íbamos todos felices, que cuando veníamos viajando por el espacio estábamos locos por llegar al lugar donde fundaríamos el País Nuevo, el de todas nuestras esperanzas. Donde nadie nos encuentre jamás, nos decíamos unos a otros. Donde ningún mugroso venga a echarnos vainas. Pero aquí estamos, tratados como si fuéramos un bestiaje. Como si uno no tuviera ni siquiera los derechos de los animales. Y para remate enjaulados como unos pendejos por esta chusma, por este perraje de chicanos, puertorriqueños, indios asquerosos, latinos ensidados, flojos, robones, raposos y bandoleros que no sirven ni para hacer de malos en una película del Far West Americano. Y esta baraunda de Ex, venidos del país que acabamos de beneficiar. Pero, lo peor de todo, es

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este lastre de jazzistas coño’e madre, de este ejército de mierda que se dice justiciador... ¿Justiciador? ¿De qué? ¿ah...? ¿de qué? ¿Acaso nosotros no cumplimos con el mandato de nuestra propia historia? ¿Acaso no llegamos al poder y mandamos durante 40 años por la santa y democrática voluntad popular? Además, ¡la oportunidad es la oportunidad! ¿La íbamos a perder? Ni pendejos que fuéramos. Y menos con el apoyo del global global, el MÁXIMO. Eso, ¡jamás! ¡jamás! Por otra parte yo me pregunto: ¿Por qué nos encerraron, por qué nos maltratan tanto? ¿Será que se están vengando de algo? Pero, más bien deberían estar brincando en una sola pata porque los abandonamos. Eso era lo que quería todo el mundo en el país. ¡Qué nos fuéramos!, para hacer lo que nos diera la gana. Además uno también se cansó da tanta vaina, de tanto maltrato, de tanto escuchar por todas partes: que si nosotros éramos unos gansters, que carraplaneamos al país, que si en cuarenta años de democracia dejamos al 85% de la población comiendo cable, que si no respetábamos a ningunito de los Derechos Humanos. Y que si esto, que si aquello, que si pata tín, que si pata tan... Total, que no servíamos para un carajo. Pero ¿quién va a creer semejante calumnia? ¡Un cachuchazo es lo que merecen! ¡No joda! ¡Un cachuchazo! Pero “aquí estamos y aquí seguimos”, jodidos, presos como delincuentes comunes, sin saber como librarnos de este suplicio, de esta vaina. ¡Dígame! ¡Dígame Ud. que está leyendo esta vaina! ¿Qué haría usted en nuestra situación? ¡Piense! ¡Piense!, porque lo que soy yo, ¡ya no doy más!, ya no aguanto esta


quemazón, estas ganas de tirar. Ni tampoco soporto más a este ejército de mierda, ni a su música puta, ni a la fulana Clara, ni al Ilusionero ese, que lo que es, es un mago de pacotilla. ¡Un bolsa! que se la echa de genio Super Star. Mientras tanto los demás Supliciados por las muchas gesticulaciones que habían estado haciendo para tratar de corromper al Ejército Justiciador están desfallecientes y lo más grave, en casi total desesperanza. Solo humores fétidos, secos, y clítoris y cojones eunucos tienen para negociar. Por ello, al verlos así, el Jefe del Ejército Justiciador, para reanimarlos, ordena a los musicantes ¡Toquen! una samba, una cumbia, una rumba, un mambo, un calipso y un quitapesares.Después dirigiéndose a los enrejados les explica: Al concluir esta programación musical, le presentaremos algo que les va a fascinar.- Hace una reverencia al público, baja del escenario y arranca la samba. Muchas horas más tarde, en la pantalla aparece Clara, quien está a cadencia de media vela ida hacia atrás, en rozadura genital, bailando un blues con alguien del cual no recuerda su nombre. Con los humores quemantes fogarizándolos por dentro. Entretejidos por pulsiones calladas en un griterío visceral lanzado por aquellos dos cuerpos, cuatro pies y una sola sombra balanceándose sobre sus propios ejes, sin un poquito salirse de aquel mosaico tierroso de New Orleans.

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-Sí, yo Clara tercera edad estoy aquí, en este nos, con él, bailando, incendiándonos ahora en Summertime, uno en el otro, pegaditos hasta hacernos puro abrazo, puro beso. Y tú, Víctor Cuicas con tu banda llegándome hondo, hasta mi coño firme, que late y late y yo, yéndome..., copulo con tus sinuosidades corpóreas mientras tocas el saxo. Tú, contorneado contra la luz que se refleja detrás, en la pared del mínimo escenario de esta sala. Y yo clavada en mi silla de huecos lejanos, en el centro mismo de este dúo cadencioso, quedo, bamboleante. Yo, los dos, el tambor, la guitarra, la batería, el saxo retumbando en mis adentros húmedos, abiertos, fluyendo en mi vientre, casa de agua, casa Oguede-Madre-Tierra-africana. Los dos aquí, en mi gota-vida oloreando mi vagina, mi cueva, mi socavón, mi palenque cafetero, mi aire enmielado, mi hueco, mi este instante cósmico perturbando mis rememoraciones ancestrales.— Que hacen que Clara esté revitalizada de sonoridades en ese febrero, Sala de Arte, años 90, tercera edad. Buceando entre su propia rajadura de tiempos, desescamándose la piel antigua, tapiada desde siempre por las omisiones y las inmemorias. Clara, ahora está sentada frente a otro grupo, el de Pedrito López el cual comienza a jazzear mientras ella se remolinea a sí misma deshilvanando hilos centenarios y hebras de su propia vida. Luceada esta vez por unos resplandores salidos de su rajadura de pasados que le interrumpen las recordaciones que la habían llevado a blussear emparejada en un solo abrazo musical en aquel mosaico tierroso de New


Orleans para retornar y perderse en el fulgor alucinante de Un diccionario brillador, caja mágica, tesoro escondido guardador de cientos de papeles metálicos, brillosos, envolvedores de caramelos, bombones y galletas achocolatadas comprados por la madre Sarah, de colores fascinantes: amarillo sol, plata relámpago, fucsia patilla, blanco luna. Y pañuelo nuevecito del hermano Gabriel en la misa de seis, en los cuales se zambullía para pintarse toda por dentro y visionarse ella misma entre aquellos colores y dibujos bien bonitos; unos de rayas, de cuadros, de círculos y de múltiples formas a lo Picasso. Otros de girasoles, margaritas, guirnaldas y flores exóticas y de animales de tantas y tan variadas coloraciones y especies, que más parecían un zoológico endomingado correteando por las páginas de aquel librote brillador. Encandilándola. Metiéndosele en sus recovecos para no dejarla ¡jamás, jamás! Y que la impulsaban a dar vueltas como zaranda alucinada de tanto alegramiento. Y de tanta energía como le producía aquel torbellino multicolor que la lleva y la trae para levantarla en un éxtasis de fantasías inimaginables. Escapadas de cada página que Clara pasaba para llenarla de resplandores cegantes; los cuales serían las mismas luminosidades con las que pintaría años más tarde las caras de los muñecos, los escenarios, la utilería y el vestuario que ella misma se haría para las actuaciones en las plazas de los barrios. En terraplenes de caseríos rurales o dentro del

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selvaje de poblados perdidos. Sitios donde plantaría junto con su inseparable mago desatado, el Ilusionero, la carpa enmagiada.

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Después de extasiarse con sus papeles relumbrones, Clara no podía conciliar el sueño (como tampoco lo podra conciliar durante muchos años de su vida). Por eso, ella apretaba los párpados para lumbrearse con sus ojos por dentro y quitarse así, la tiesura de su cuerpo, los sudores y las palpitaciones galopantes de su corazón que la clavaban sobre la cama como una caracola asustada. Al recordar a San Miguel Arcángel fúrico alanceando al diablo aterrorizado entre las llamas que Clara veía como fantasmones danzantes a punto de salirse del calendario. Una noche, ella le pregunta a la nana Juana -¿Por qué nunca nos has contado la historia de ese cuadro?apuntando con su dedito índice hacia aquella escena infernosa. -¡Qué va!, porque hasta yo le tengo miedo al arcángel- Pero ¿por qué?- insiste la niña Clara.- Porque él, es el vengador de Dios. El que castiga todos los pecados que cometemos aquí en la tierra.— En ese instante la niña Clara siente un aguijonazo de arrepentimiento que la hace acurrucarse en los brazos de la nana Juana, quien, al ratico, como queriendo salirse del tema, con Clara entre sus brazos, saca de un baúl desteñido una figurilla con una piel cubriéndole el cuerpo medio desnudo y al mismo tiempo que el rostro de la nana Juana va adquiriendo un brillor de encantamiento le dice: -Este es San Juan bailón, el que se le mete a uno en


el cuerpo, el que lo pone a uno a bailar, el que me puso la candela en los pies y en el corazón. El mismo que me emparejó con Manuel, cuando nos conocimos en el playón de Curiepe. Es un santo gozón, le gusta tamborear. Por eso, el día de su cumpleaños le hacíamos fiesta hasta la madrugada a la orilla de la mar. La nana Juana se refería al mismo santo DE LAS HOGUERAS MÁS ALTAS, de Adriano González León, a quién altareaban en las calles entierradas de su pueblo en el mes de septiembre. Floreándole desde los cabellos hasta los pies. A golpe de tambor lo paseaban por toda la ranchería hasta la madrugada. Entonces, se prendía la fiesta con la tomadera de ron y se bailaba entre tambores, maracas y cuatros hasta el amanecer; cuando ella se escabullía con el negro Manuel en la noche enlunada entre los maizales ante los ojos aceptadores y gozosos del santo que parecía disfrutar de aquellos amoríos y que un año después terminó bendiciéndolos en el casorio. Otra noche la nana Juana se dirigió a la estampa de un santo ataviado con collares de diminutas flores rojas seguido por una tropa de enruanados disparadores de fogonazos retumbantes que alborotaban a los pájaros y a la gente en la plaza donde bailoteaban al santo. —Este San Benito mucuchicero, es también como San Juan, un santo simpático y paseador -dijo la nana Juana. En otra oportunidad, le contó como un santero de Curiepe,

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para quitarle unas calenturas y sudores inexplicables la curó en una sola noche invocando a sus orichas, deidades ancestrales —A tí Yemayá Virgen de la Regla reina de los mares A tí Oguede Madre Tierra.

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A tí Shangó Santa Bárbara, todopoderoso, Dios del trueno, ¡denme el poder de la sanación! -invocaba el hombre. Después me ensalmó. Me bañó con miche claro. Me echó humo de tabaco en la cara y quemó unas yerbas mágicas que olían a mejorana, a canela y a clavo. -Para que se te quite el mal- me decía él. Después, me acostó sobre la arena y me rodeó todiiito el cuerpo con cien velas de colores bien bonitos, y comenzó a golpear los cueros de su batá. Y para terminar el ensalme me metió en la quebrada. ¡Ay..., Dios mío, aquella agua estaba fría... friiiiíta! Cuando salí del agua estaba sana, sanita, como si nunca hubiera tenido calentura, como si nunca hubiera tenido nada. Concluía la nana Juana oloreada aún a velación. Por todo esto era que la niña Clara pasaba horas interminables con los recuerdos impregnados de santos, de ánimas en pena,


de tambores retumbantes, de olores de esperma quemada y de yerbas enmagiadoras que le impedían conciliar el sueño. Y no eran los santos quienes se quedaban con ella hasta muy entrada la madrugada sino, las sombras humosas de los muertos y el diablazo herido revoloteando bajo las sábanas mojadas por sus orines y sus sudores. Pero la visión que más la perturbaba era la de 79

San Miguel Arcángel, vengador de libidinosidades, quien sale del santuario de la nana Juana cada vez que Clara se pone a desvestir el muñeco de trapo que hace de papá y su primita Letián a la muñeca que hace de mamá. Entonces, cuando se termina el juego, el Arcángel enfierecido da lancetazos y lancetazos. No a Satán, sino a Clara por estar desnudando a sus padres. Por eso, ella siente aquel filo rajante sobre su cuerpo, por lo de la tocadera de su cosita, por estar jugueteando con Letián arrinconadas debajo de la escalera que da al segundo piso de la casa. O en ocultamiento de sábanas detrás del sofá de la sala, por tanto disfrutar de los dedos de Letián bajándole la pantaletica para jugar a lo que hacen papá y mamá. Por ésto, también Clara tenía que confesarse y comulgar, así, santificada, seguramente podría resistirse al gozo, al cosquilleo que le provocaban con su jurungadera, las manos de Letián. Quién a pesar de tener ya, al igual que Clara, siete años, aún no había sido bautizada y ni siquiera nombre de santa tenía y como no le gustaba ir a misa ni rezar sabía: “Ángel de mi guarda


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dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día”; a Clara al salir de la iglesia, su prima Letián le parecía fea, mala y hongueada. Pero que va, cuando Letián llega a visitarla, al ratico están ya con la desnudadera de los muñecos y empieza otra vez el toqueteo. Después Clara, cabizbaja, lentamente se escurre en el cuarto de la nana Juana para incinerar sus pecados purgándolos como le decía el cura detrás del confesionario todas las semanas: ¡pecado, pecado, pecado¡. Rezad 20 padres nuestros y 20 ave marías. Y ¡Jurad! ¡Jurad por Dios todopoderoso!, que no haréis más esa cochinada, si no, a vuestra alma no salvaréis, ¡Jamás! ¡Jamás! Porque el ojo de Dios está viéndote por todas partes. La niña Clara después de persignarse veinte veces seguidas, se hinca, reza y reza hasta cansarse. Luego, con las rodillas encalambrinadas se dirige hacia su casa donde comienza a hacer lo mismo que hacía el tío Pedro después de cada borrachera, cuando en su cuarto, comenzaba a clavarse alfileres, como si fueran mínimas lanzas, entre las uñas de los pies. Tal vez por todo esto Clara se sienta en el suelo y se clava entre las uñas espinitas del naranjo sembrado en el patio junto a su cuarto. Allí, entre oración y oración, pide perdón dentro de aquel sagrario de sus tormentos y de sus redenciones. Y se hincaba, cada vez más hondo las espinas, intentaba sin saberlo, ahogar con el dolor lo que había sucedido una vez, cuando ella y Letián se disfrazaron de ángeles y se pusieron en la espalda unas alas armadas con desechos extraídos de una gran caja mágica que tenía Clara. Contenedora de trapos, papeles


de colores, hojas y palitos secos, semillas, botones, cajas y frascos recogidos por todos los rincones, y creyones, pinturas y pinceles para colorear. Materiales con los cuales Clara y también a veces Letián, se hacían su indumentaria para actuar en su teatrino portátil ubicado en una esquina de la habitación de Clara. Donde esa vez, jugaron a volatinear por el espacio celestial. Después se fueron bajo la escalera, se acostaron en el suelo, a manera de cama y una encima de la otra estaban. De pronto, el tío Pedro gritó: —¡Cochinas! ¡Cochinas¡ ¡Salgan! ¡Salgan de ahí! ¡Sinvergüenzas! ¡Putas! ¡Putas! Y además ¡maricas! Un huracanear de correazos cruza las nalgas, las piernas, los brazos de Clara y de Letián. El tío Pedro sigue gritoneando: -¡Putas! ¡Putas! haciendo mariconerías desde chiquitas. Las levanta y jamaquea restregándolas, una contra la otra. -Conque les gusta, ¿no es así? Pues ahora ¡Gocen! ¡gocen! Luego las empuja y les ordena: -¡Arrodíllense!, ¡arrodíllense! y pídanle perdón a Dios por este pecado, por esta vagabundería. Las dos niñas allí sollozantes, tapándose las caras con las manos, sintiendo que la escalera les cae encima como un elefante muerto, aplastándolas, volviéndolas trizas junto con sus muñecos desnudos, sus gemidos y sus lágrimas. Y mientras el tío Pedro se

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pone nuevamente el cinturón de cuero repujado, Letián se levanta y echa una exhalación desesperada, corre y corre tragándose el llanto hasta llegar a su casa a tres cuadras de distancia. Entre tanto, Clara, ante el aumento de la furia de tío Pedro por la escabullidura de Letián, con la barbilla clavada contra su pecho, pasándose las manos por las nalguitas enrojecidas a punto de sangramiento. Tambaleante, arrastrando los pies, moqueando, gimoteando, entra al altar de la nana Juana. Se arrodilla, y entre sollozo y sollozo con sus alas hechas puras trozaduras, y con las manos apretadas le implora: -¡No! ¡No!, ¡no me castigues San Arcángelito! ¡No me castigues que yo no lo hago más! ¡Te lo juro, San Arcángelito! ¡Te lo juro!— Y un chorro de orín represado se escurre entre sus piernas derramándose sobre el piso, confundiéndose con los mocos, con los sudores y los lagrimones de Clara. Un rato más tarde adolorida aún por los correazos, le sigue pidiendo perdón a Dios, a quien se imagina furibundo, con la cara del tío Pedro, la lanza de San Miguel Arcángel y con una sonrisa benevolente diciéndole: —Si te confiesas el domingo y me rezas tres rosarios, te perdono, si no..., si no... Y sin pronunciar palabra, mirándola con los ojos saltones y una mueca dibujada en la faz, blandía la lanza entre sus manos. Emanando una rabia ancestral, salida de una gran


manzana mordisqueda que flota aún lujuriosa sobre los sagrados cielos de occidente. Fue a partir de esa noche que la niña Clara se convirtió en una insomne a perpetuidad. Mientras el Ilusionero había estado proyectando en la pantalla los recuerdos de Clara, Los Supliciados estaban arrebatándose 83

al revivir especialmente las imágenes de Clara y de Letián. Por lo que en frenético delirio, propio de una orgía burdelesca y jadeantes, casi sin resuello, fornicaron y fornicaron imaginariamente con las dos niñas entre almohadones de raso y terciopelo sobre alfombras pobladas de un zoológico de peluches, y de tazas y platos de peltre y minúsculas ollas y jugueticos de piñata. Clara está aún evocando su infancia plena de noches primera escama Nana Juana con sus santos alegradores y sus cuentos de ensalmes, de santeros, de fantasmas, de culposidades jueguitos con Letián y de castigamientos del tío, del cura y de San Miguel Arcángel. Aquella escama de su nana Juana, después se escondió tanto apretada por el concreto citadino y por las nuevas escamas que se fueron adhiriendo a Clara que debieron pasar muchísimos años para resurgir del huecón de su infancia. Pero aquellos tiempos de la niñez de Clara se iban fusionando con los rituales de las misas domingueras y con las historias narradas por


La madre Sarah,

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quien desde su pueblo lejano se había venido a la capital oliendo a hierbas frescas, efluviada de montaña acogedora de encantamientos, de trinos, de aguas y del parloteo de loros y guacamayas. Y que aún trae prendido en su cabellera un enjambre de maripositas blanquiamarillas guardianas del Altar Mayor de la Reina, a quien lleva fundida en su memoria. Por eso, en las tardes, frente a la ventana, le cuenta a su niña Clara: —Allí cerquita en donde nací, en una serranía encantada, en los parajes de Sorte y de Quivallo, habita una Diosa que tiene varios nombres, María de la Onza, María Alonzo, María Leoncia o simplemente La Reina. Que sí es protectora de indios y negros fugados de las minas de Buría. Que sí le gusta adquirir múltiples formas para jugar mejor al escondido entre el follaje, haciendo que sus adoradores la busquen por todas partes. Que sí cabalga desnuda sobre una danta. Que sí se la pasa recorriendo los cientos de altares banqueteados para detenerse y comer golosinas y manjares; frutas, flores abrillantadas, pasteles, vino y ron ofrecidos por sus adoradores. Que si cada sagrario es un incendio multicolor salido del velerío entre las flores y los cientos de regalos en miniaturas desparramados al pie del sagrario: casas, vestidos de novia, caballos, vacas, perros, carros, plantíos, niños y muchas cosas más dejadas por el pueblo que da “gracias por los favores recibidos”. Que si el doce de octubre, el día de su cumpleaños, le hacen una procesión acuática para homenajearla. Le regalan


un vestido blanco, largo y una capa de color púrpura; la ponen en un altar portátil lleno de velas y de guirnaldas y le van cantando mientras la pasean entre las aguas del río Yurubí. Así, la madre Sarah embeleza a la niña Clara con sus mágicas narraciones. Y cuando desea terminar sus cuentos, concluye diciendo —La Reina, después de gozar tanto, se va a descansar a un castillo que tiene debajo del río donde vive feliz con su danta y con sus amigos. Mientras la madre Sarah, la enmagiaba, la niña Clara se había ido imaginando a la Reina en una jugadera, transformándose a cada rato, de flor acuática a luciérnaga. De caimán a sapo y a perro de agua y a colibrí y a grillo y a nube pez y a lagartija y a hormiga y a gato y a tigre; y hasta se hizo un animal invisible muy cantador que se le metía en la cabeza para alegrarle los sueños, pues en esos tiempos, a Clara aún no le había sucedido lo de aquella espantadora noche cuando se le apareció el Arcángel Miguel para dejarla desde entonces, convertida en una insomne a perpetuidad. Otras veces la madre Sarah, le hablaba de sus padres, del abuelo Teófilo, que fue integrante de un circo que pasó por San Felipe y con quien se matrimonió su madre Andrómaca. Quedándose juntos en aquel lugar hasta el día en que les llegó la acabación. Cuando la montonera, camino hacia la capital, los arruinó, desflecándoles la próspera bodega y la vida. Pues el abuelo arrinconado por las deudas, terminó suicidándose. Dejó a la familia, a la abuela Andrómaca, a la madre Sarah y al tío Pedro sin más centavos que unos pocos que los empujaron hasta Caracas la capital, hecha

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de arrealazos y olorosa aún a humos de velas para que se espanten las ánimas, ya no caben en las funerarias por lo que andan realengas flotando por los aires. Buscando inútilmente una vieja casona para asustar a alguien. Pero nada, nada. Solo hay colmenas de concreto armado, sin patios ni arboledas ni macetas de geranios ni bromelias ni helechales para darle frescor a los hogares. Solo concreto por todas partes y para colmo, en esas casas funerarias que ahora se tienen que alquilar para hacer tantos velorios, unos tras otros, las almas atumultadas, se empujan, se atropellan, casi se devoran unas con otras, defendiendo un mínimo territorio donde plantarse. Después continúa, continúa pensando Clara. -Tú madre, derramas aguas del río Yurubí sobre mi cabeza y me la adornas con hojas de malanga, humedecidas con el rocío de tus propias fantasías. Tú, madre, con aquella bata atornasolada. Tú, contándome alguna historia mientras destejes mis trenzas y adornas mi cabellera con lazos de tafetán rosado. Tú, alistándome para ir a visitar a mi padre. Porque él, el embajador como meteorito, como fuego fatuo, acaba de llegar de Alemania. De Chile. De México o que se yo de que remoto lugar. Viene apenas por unos días. Se aloja en el Majestic, entonces el mejor hotel de la capital. -Te pongo bonita, pues debes estar bien presentable,- me dices. Y ahí, mientras me alisas el vestido recién arreglado de mi hermana mayor, tú, madre, entonas aquella canción que tanto me gustaba: —“Mi reina querida reina de esta selva


reina de Caquetíos espinita del bosque lucecita del selvero.” Esa vez, cuando la madre Sarah concluye el canto, la niña Clara sin saber por qué, de pronto le pregunta: —Madre dime ¿Cómo es Dios? Yo quiero verlo y tocarlo. ¡Dímelo madre!, ¡dímelo! —¡Ay mi niña! “Dios es energía pura.” —¿Cómo es eso madre? —Más adelante, cuando seas un poco mayor te lo explicaré. La niña Clara no preguntó más y rápidamente se fue en busca de los demás hermanos con quienes iría a visitar al padre a quien hacía 7 años que no veía. La madre Sarah se retiró a su habitación cantando con su voz de Libertad Lamarque... —voy por la vereda tropical, la noche plena de quietud con su perfume de humedad...— Después, se puso a tocar a Vivaldi en el piano alquilado. Y sentada allí, bajo la lumbre de un velón, la madre Sarah parece una diosa olorosa a miel y a durazno. En esa oportunidad la niña Clara no le hizo más preguntas a la madre Sarah, pero esperó al hermano mayor, Carlos, el vero Padre Nostrum,

así solían decir de él, los amigos

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de la familia. Él, el ateo y para entonces camarada sin carnet de inscripción alguna. Él, quien cuando su padre se divorció de la madre Sarah se hizo cargo de la familia ya que el embajador enviaba una pensión para los hijos que no alcanzaba para casi nada mientras viajaba por todo el mundo sin escribirles ni una sola carta. Él, que había hecho de sostenedor de los 7 hermanos menores trabajando en los tribunales durante la semana. Y en el viejo Hipódromo del Paraíso, de taquillero los sábados y los domingos. Además estudiaba Derecho en la Universidad. Él, quien compró, por cuotas los 20 tomos del TESORO DE LA JUVENTUD para los muchachos. Él, quien alquilaba cada año, un viejo piano para que la madre Sarah lo tocase. Él, quien consentía a la niña Clara, la menor de los hermanos. Le leía a Julio Verne. Él, quien más tarde en la adolescencia la motivó a leer a Enrique Bernardo Nuñez, a Juan Rulfo, a Carpentier, a Asturias y Octavio Paz entre otros. Y cuando Clara aún no tenía 16 años, y ya él se había graduado de abogado, le abría su biblioteca para que leyera a Marx, a Simone de Beauvoir, a Sartre, a Freud, a Adler, a Jung y muchos más. Él, el ateo respetuoso que se alzaba de hombros al ver que la niña Clara madrugaba para irse con Gabriel, el hermano Juventud Católica, todos los domingos a la misa de seis. Ese día, cuando el vero padre nostrum llegó en la noche, la niña Clara le hizo la misma pregunta que antes le había hecho a la madre Sarah —¿Cómo es Dios, hermano?


—Dios, ¡No existe! Contestó el hermano Carlos mientras abría la puerta de su biblioteca. En aquella ocasión, cuando la madre Sarah le dijo que Dios era energía pura, Clara recuerda que, -tú, madre entraste a tu Sancta Sanctorum y cerrando los ojos te colocaste los dedos de las manos apuñaditos sobre tus sienes. Permaneciste así, en profunda concentración por unos pocos minutos. Dijiste unas palabras que no entendí. Después supe que se llamaban mantras. Luego saliste de la habitación, cantando esta vez: “madreselvas en flor que trepando se van por la vieja pared...” Al ratico sonaron en la puerta, los tres golpes inconfundibles que anunciaban la llegada de Mecha, Mercedes Nuñez. Tu amiga inseparable, rosacruciana también y esposa de Enrique Bernardo Nuñez, el mismo a quien yo recuerdo leyendo en su butaca o montado en una escalera escogiendo textos de los tramos más altos de aquella su biblioteca que yo veía como un enorme cuarto cuyas paredes no se habían levantado con bloques ni ladrillos ni menos con piedras sino hoja a hoja, libro a libro. Muros ocultadores de los saberes y la humildad de aquel hombre callado y huraño. Y Mecha, desde afuera —¡Sarah! ¡Saariiitaa, soy yo! ¡Ábreme! y apenas entraba decía: acabo de recibir tu mensaje. Por eso vine. ¿Para qué me llamaste? —Y tal vez, madre —piensa Clara— porque me fascinaba

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aquella mágica forma de comunicarte con tu amiga de toda la vida fue que años después me hice Columba. Sí, yo, divinísima, casta, con mis quince años envueltos en mi túnica blanca de vestal con la rosa púrpura sobre mi pecho ocultando los latidos de mi corazón embriagado de mirra, de sonidos mántricos, de miradas y sonrisas acogedoras de los hermanos colocados en círculo en el templo de AMORC. 90

Yo, a paso de virgen. Yo, a paso de libélula deslizándome en aquel espacio oloreando con mi inciensario a los que presencian aquel ritual guiado por el Gran Maestro de la Logia que me miraba con esos, sus ojotes sabios. Y quien me ungiría en aquella ceremonia de iniciados, en donde sin miedos, plena, soy toda rosa púrpura, sobrecogida de silencios enmagiantes. Yo, Clara, soy el centro hondo de aquel ceremonial iniciático.- Clara Rosacruz reinadora. Clara agua madre primigenia. Clara Isis, recogedora de los restos desepedazados de Osiris para dar vida nueva. Hasta aquí, a Clara se le ha ido tramando una especie de maraña vegetal. Es más, yo pienso que a estas alturas A Clara le está creciendo por dentro una mata de mango, con ramas de trinitarias rojas, amarillas y moradas como uno de esos árboles híbridos que vemos orillando carreteras invasionados por trinitarias fucsias y rojas y anaranjadas, mezclándose entre enredaderas de campánulas amarillas y blancas junto con hojas de malanga y otras plantas parásitas. Y esos mangos como senos tensos y provocantes, llamando a mordedura.


Llamando a subida de mata para chupármelos y luego sembrar las semillas en el patio de mi casa. Un árbol multiflorido cuyas raíces se habían nutrido de seres muy especiales, quienes directa o indirectamente habían ido dejando profundas escamas en la niña Clara, personajes como:

La abuela Andrómaca, matrona audaz que después de enviudar, por amor, se fugó a lo mariposa con el abuelo Teófilo. Un cirquero que pasaba por el poblado, pulverizando con su escapamiento las cercas de la carpa social de su agrícola pueblo yaracuyano. Y a quien con sus 84 años, como la recordaba Clara, era una ajedrecista, y una dominocera apasionada que entre juego y juego, le invenciona fábulas y charadas para que la niña Clara las descifre. Y le contaba las recordaciones de sus mocedades, hasta que dan las 6 de la tarde. Porque —¡mija, hay que rezar el rosario!— Y Clara ora ante aquél buen Jesús, un icono tan grande como ella misma colocado en el centro de la sala. Con un corazón tallado en alto relieve sobre su pecho como una sola lágrima goteante, mojando los pensamientos de la niña Clara. Quien está ahí, sintiendo aquellos rezos guiados por la abuela Andrómaca, cual ventolina dispersadora de miedos y de llamas infernosas sin ningún ojo de Dios que la vigilará. Ni un Arcángel lanceador que le rompiera el alma. Pero lo que nunca olvida Clara es como la abuela Andrómaca, además

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de contarle la historia sagrada del Cristo con sus milagros y bondades, le permitía complacida, que ella la peluquiara. Por eso, Clara pasaba largos ratos jardineándole sus blanquísimos cabellos con margaritas, cayenas y siemprevivas coloradas. Con ese jardín estallante de coloraciones sobre su cabeza, la abuela Andrómaca es una reina vegetal, lumbreadora, inolvidable, quien quedó fundida en el follaje del árbol de Clara con sus juegos, sus fábulas, sus amables historias del Jesús corazón sangrante. Su cabeza florecida y sus tardes de rosarios. Mientras tanto entre los Supliciados, a los integrantes de la comparsa del Santo Oficio se les desenfrenaron: Lo reprimido y las iras en ascenso de odiaciones reclamando más y más ardimientos al recordar la escena donde aparecía en la pantalla la madre Sarah olorosa a miel con aquella bata tornasolada, provocante, diciéndole a la niña Clara: —“Dios es energía pura.” Entonces, mentalmente se pusieron a consultar el Malleus Maleficarun, El Martillo de las Brujas, para averiguar cual de los reglamentos se ajustaba al tipo de herejía cometido por la madre Sarah. Y que justificara las torturaciones que le deberían hacer a esa blasfema y lujuriosa mujer. De pronto, al unísono, unos inquisidores, en orgásmico grito salido de sus santísimos cojones: -¡Bruja! ¡Bruja! ¡Que la quemen! ¡Que la quemen! Que la


vuelvan antorcha y que sus propias cenizas le sepulten el alma. En cambio, otros de aquel tribunal inquisidor prefirieron solazarse imaginando a la hermosa madre Sarah: Montada en potro, cuando le aplicaban la tortura del cabrito, y es cuando la madre Sarah aparece montada “...SOBRE UN BLOQUE DE MADERA A MODO DE SILLA DE MONTAR, CON UN GRUESO CONO TERMINADO EN PUNTA SUSPENDIDO (TODO EL APARATO) POR CADENAS QUE PENDEN DEL TECHO, Y UN ASISTENTE, EL MIQUITO CUIDA, CELOSO, QUE EL CONO SE INTRODUZCA EN LA VULVA DE LA INFORTUNADA MUJER QUE NO PUEDE APOYARSE EN NINGÚN SITIO. TODO SU PESO CAE SOBRE EL CONO QUE ENTRA, DE TANTO EN TANTO, MÁS PROFUNDO. GRITOS HORRORIZANTES LACERAN LOS OIDOS DE LOS PRESENTES. LA MUJER RESISTE ESTREMECIÉNDOSE Y PATALEANDO, A HORCAJADAS SOBRE EL POTRO QUE SUBE Y BAJA A ALTURAS DIFERENTES, A VECES MUY CERCA DEL TECHO Y OTRAS A POCOS CENTÍMETROS DEL SUELO. UN REFLECTOR DE COLORES ILUMINA LA SINIESTRA ESCENA. POR MOMENTOS EL MIQUITO Y SUS ADLÁTERES PONEN LLAMAS BAJO LOS PIES DE LA INFELIZ, BAJO LAS AXILAS, POR LOS SENOS O JUNTO AL CUELLO, PARA QUE, CON LAS CONTORSIONES DE DOLOR, EL CONO PUEDA CUMPLIR MEJOR SU COMETIDO...”

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Por último, la madre Sarah muere taladrada en la mente de aquella comparsa inquisitorial. Luego, una vez concluido aquel acto expiatorio, rodilla en tierra de no haber tenido los inquisidores selladas sus bocas, como se había ordenado en Los Vengamientos del Ejército Justiciador, se habría escuchado aquél coro sagrado exclamando: -¡Loado sea el señor! 94

¡Perdonadla, señor! ¡Perdonadla! Y un Padre Nuestro sangroso, profundo, a coro, en silencio, fue rezado dentro de aquella reservación por todos los supliciados inmersos en un estado de arrobamiento angélical. El Jefe del Ejército Justiciador pensó que los pensamientos surgidos de la mente de Clara, a partir de los cuentos de la madre Sarah y de las recordaciones de la abuela Andrómaca estaban resultándole, a su juicio, poco estimulantes para exacerbar las libidinosidades y para el sufrir colectivo de los supliciados y las suplicadas, por lo cual, le pidió al Ilusionero una pausa. Y él mismo colocó en un proyector de películas un film muy especial:

Mississippi en Llamas,

por eso los supliciados están viendo ahora


al gran jefe del Ku-Kux-Klan (KKK), dando patadazos y manoplazos a un niño negro. -”Si hablas te mato”,decía uno, mientras en la oscuridad rocían con gasolina los ranchones del cacerío y lanzan teas por los cuatro costados del hogar de sus padres. Y éstos adentro, en brinco de sobresalto, salen huyendo desaforados de aquel ardimiento. De aquel desastre perpetrado contra sus casas destartaladas hechas de tablones podridos, sacados de los basureros de la ciudad. Sus cabras, sus gallinas, sus perros y sus marranos calcinándose. Niños, mujeres y ancianos son hormigas y bachacos incendiados que en estampida, van empavorecidos arrastrándose sobre el tierrero. Con su ignominia centenaria revolconeándolos por dentro, con la ira haciéndole trizas el alma. Ellos reptando con su tanto desespero, con su tanto doler perdiéndose en aquella negrura de alaridos y lamentos; dejando atrás el animalerío hecho puro hueso, los rescoldos humeantes, las siembras, los hogares y las esperanzas oliendo, oliendo a fuegos. A los escapados la noche les cae encima. Noche humosa como sus vidas, humosa como su historia, humosa como su impotencia, humosa como su miedo. Con las almas hechas flecos huyen buscando un lugar donde esconderse, aunque sea arriba de los árboles o entre las mismas fauces de las fieras, aunque sea en una cueva con un hueco por piso que los salve de la devoración de aquellos forajidos del KKK.

Días después serían las elecciones para elegir al

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candidato presidencial de la nación y los blancos gritaban por todo el condado. –“NINGUNO DE LOS 5.000 NEGROS MUGROSOS QUE SE HAN INSCRITO PARA VOTAR LO HARÁN, PORQUE NOSOTROS, ¡NO LO PERMITIREMOS! ¡NO LO PERMITIREMOS! PRIMERO PIENSO EN APRETARLE EL GAÑOTE A UN GATO QUE A UN NEGRO APESTOSO...”- decía el jefe máximo del KKK. Y un policía mientras los negros pacíficamente hacían una manifestación defendiendo sus derechos ciudadanos, le arrebata a un niño la bandera norteamericana. Mientras los manifestantes coreaban: “...¿CUÁNDO PODEMOS VOTAR? PRONTO, PRONTO, —contestaba el coro. — ¿CUÁNDO PODEMOS USAR LOS BAÑOS PÚBLICOS? PRONTO. PRONTO. ¿CUÁNDO PODRÁN NUESTROS HIJOS IR A LAS ESCUELAS DE LOS “BLANCOS”? PRONTO. PRONTO. ¿CUÁNDO PODREMOS IR A LAS UNIVERSIDADES “BLANCAS”? PRONTO. PRONTO...”Y más allá, en el atrio de una iglesia, el reverendo, ante un grupo de feligreses en su desesperadura salida de cientos y cientos de años grita: “...ESTOY HASTIADO DE VER FUNERALES DE NEGROS ASESINADOS. ESTOY HASTIADO DE VER A MI GENTE HECHA ANTORCHA HUMANA. ESTOY HASTIADO DE QUE NOS SAQUEN COMO PERROS DE LOS COMEDEROS BLANCOS. ESTOY HASTIADO DE QUE NOS MATEN A PATADAZOS. ESTOY HASTIADO DE QUE NOS INCENDIEN NUESTROS HOGARES. ESTOY HASTIADO DE LA JUSTICIA “BLANCA” QUE LIBERA A LOS MATONES BLANCOS EN LOS TRIBUNALES...”


—Estoy hastiado de ahorcamientos y estoy hastiado también de nuestros dioses que han sucumbido a la fiereza de los dioses blancos. Mientras el reverendo de desfoga dos hombres del Ku Klux Klan,(KKK), uno de ellos es el alcalde violador de niños y niñas. Estan bien armados y visten batolas con capuchas blancas del Klan. Andan sigilosamente, van acercándose a las casas de los negros para incendiarlas y matar a sus habitantes. Repentinamente uno de ellos se detiene, le da al otro un puñetazo en plena cara que lo bate contra una piedra. Rapidamente lo desarma y lo amarra al tronco de un árbol, donde esta medio aturdido y desconcertado , gritando ¿qué coño te pasa? ¿estas loco? o estas traicionando a nuestra causa. ¡traidor!, ¡traidor!. Pero esto lo pagaras descraciado. Mientras tanto el atacante suave y lentamente le quita la capucha blanca al jefe del KKK. Y la suya con rabia la tira contra el tierrero, dejando ver su rostro más negro que la misma oscuridad. El blanco al ver aquel negro empieza a temblar y se caga mientras ruega ¡no! ¡no! ¡por favor no me mate!. El negro le pone el cañon del arma sobre la frente, y lentamente le riega con su orina los ojos, los oídos, la boca, los cabellos y todo el cuerpo. Despues acerca su cara a la del blanco y con toda la fuerzas de sus ancestros , por cientos y cientos de años retenidas le lanza un escupitajo en plena cara. Da media vuelta y se pierde entre los matorrales escuchando. Son of a bitch, Son of a bitch, ¿por qué no me matastes?.

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El ilusionero rápidamente pone en retro la película de las atrocidades cometidas por el jefe del KKK y sus secuases. Por eso los enrejados y las enrejadas han estado sintiendo en sus propios cuerpos todas las atrocidades, las vejaciones y el ardor producido por las cadenas en el cuello, en las manos, en los pies y por los latigazos que les daban los amos blancos, sin poder hacer un carajo. 98

A estas alturas de la narración quien esta leyendo esta novela se preguntara. ¿Pero como y cuando se conocieron Clara y el Ilusionero? Clara y el Ilusionero se encontraron por primera vez, lo cual había sucedido hace añales, una tarde en los jardines de la universidad, cuando ella acababa de presentar el examen final que le daría el anillo de graduación. Se había sentado sobre el césped pensando que no se dedicaría a nada específico de lo que le habían enseñado, sino a mucho más. Tampoco le iba a entregar su vida solamente a la pintura que tanto le gustaba. Se metería a titiritera, a contadora de cuentos y a actriz de plazas y calles públicas pues de esta forma podía integrar las diferentes facetas de su creatividad, al expresarlas por medio de diversas modalidades tales como, el diseño del vestuario, la escenografía, las máscaras y cabezas de los títeres, etcétera, etcétera, con sus otras dos pasiones: la de enseñar descuadriculando a los carricitos, fuera de los tentáculos de la HIDRA T.V., y la de actuar sobre un escenario.


Clara estaba ahí, en el centro de la plazuela del rectorado sintiéndose tabla rasa, obra limpia, pensando en todo lo que le gustaría hacer en el futuro. Mientras esto sucede, ella siente una energía extraña, liberadora, que repentinamente la hace dar vueltas como una libélula alocada. Y movida por un impulso irrefrenable lanza al espacio todos sus apuntes y tesis, gastados ya de tanta repetidera que se desparramaron como una lluvia multigrafiada. Estéril, sobre el césped. Un hombre sin edad definida había estado observando a Clara sin que ésta lo notara. Está extasiado y no sale de su perplejidad porque vio, en el instante en que Clara lanzaba el papelerío por los aires, como un espíritu elevadísimo. Concientizador, creativo y libre tuvo la dificultad para insuflarse en el cuerpo de Clara. Burlando así, el chorro de mensajes que hacía introyectar el Gran Jurado a la gente por medio de su magnífica creación, la insustituible HIDRA T.V. La cual debido a un novísimo experimento realizado en los laboratorios del bunker de Miraflores tenía las facultades de: reproducirse a sí misma incesantemente. Expandirse sobre las cabezas de los pobladores, (incluyendo la de los recién nacidos). Y la de atravesar con sus microscópicas raíces los cráneos y los pliegues de los cerebros hasta tatuar en las más recónditas neuronas todo un basural de mensajes e instrucciones hábilmente diseñados por expertos publicistas nacionales e internacionales; con el único fin de hacer que los subyugados se sintieran como

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compoticas felices bajo los garfios del Gran Jurado. Y si alguien llega a sentir algún dolorcito, algún malestar que lo está alejando de su paradisíaca felicidad, de inmediato le hacen una tomografía craneal. Entonces lo que se puede ver es un raicerío, una estopa de plástico y alambre, que mientras más enredados, mientras más prolíferos y brillosos tengan sus hilos, según el médico tratante, un penetrado también, es un indicio positivo de que el paciente goza de buena salud. Pero si se observan espacios vacíos, es negativo, le inyecta savia extraída de la planta matriz ubicada en los laboratorios del bunker. Le da al paciente tres palmaditas en el hombro. Cierra el consultorio y se apoltrona de nuevo para seguir viendo la programación de la HIDRA T.V. Pero al Gran Jurado no le bastaba con el embobamiento que producía en sus súbditos su genial invento. Por lo que construyó una fábrica de gríngolas de todas las tallas para que pudieran adaptarse a las diferentes edades y tamaños de las cabezas de la gente; sino que para rematar les marcaban puras líneas rectas. Rectísimas y cuadrículas que definían y dirigían el contenido y el rumbo de los pensamientos y de las acciones de sus vasallos. Lo cual habían hecho durante los 40 años (1958–1998) que llevaban mandando en el país. El hombre mientras observaba el desparpajo de Clara piensa: ─Esta joven posee una determinación y una valentía enormes. Y es una médium formidable. Formidable, ─repetía en silencio, y su aura es blanquísima, y esa dulzura


y esa audacia y ese desparpajo. Definitivamente es un ser muy especial y siento que es como si ella fuera parte de mí, una parte que me faltaba. Es como... Repentinamente sus pensamientos se interrumpen cuando Clara se detiene en el centro de la plazuela del rectorado y ve al observador y un hilo de silencio comunicante se tendió entre los dos para no interrumpirse ¡jamás, jamás!. Y así, unidos por aquella comunicación sin palabras, hicieron como los niños, quienes no necesitan preguntarse cómo te llamas, de dónde vienes, ni qué haces, ni de qué vives para hacer amistad. Aquel encuentro fue de a relámpago y sin planificarlo. En esa atardecida, caminandito se fueron a subir el Waraira Repano. Y después de 4 horas de conversa, ambos se dieron cuenta de las muchas afinidades que los unían, especialmente la de querer enseñar a los niños sin gríngolas, ni textos para memorizar, ni líneas rectas, ni dibujos para ser rellenados, ni normas egoístas ni discriminadoras. En definitiva sin influencia de la HIDRA T.V. Y casi al unísono dijeron –será un gran árbol-escuela con raíces de libertad, de creatividad, de solidaridad y de amor sin exclusiones– Seguidamente Clara preguntó: -Y ¿dónde sembraremos ese árbol?, tenemos que buscar una casa bien bonita y con mucho terreno para hacer jardines y huertos con los niños. -Bueno..., bueno... pienso que... ¡Mejor es una casa portátil!- dijo él.

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—¿Una casa portátil?– repitió Clara asombrada. —Es decir, una carpa- respondió él. —¿Quieres decir, un circo? —No, no chica, simplemente una carpa rodante que podamos armar y desmontar para irnos por todas partes. 102

-Pues... no está mal, me gusta la idea- comenta Clara. Tal vez le complacía por las reminiscencias de los amores de la abuela Andrómaca con el abuelo cirquero. Y también porque en lo más íntimo de sí, ella sentía que algún gen medio saltimbanqui siempre la había impulsado a hacer planes para irse a senderear por su país y por el mundo. Pensamientos que solía desechar por un miedo inexplicable que no le permitía cruzar límites audaces. Pero hoy, junto a ese recién conocido, no hay ningún temor, sino por el contrario, se siente segura y feliz. Es como si él estuviera completando su propia sombra. Mucho tiempo llevaban ya Clara y aquel hombre conversando en la cima del Waraira Repano entre el rumorear de un riachuelo y el croar de sapos y de ranas. Con Caracas abajo, gran placenta telarañada de luces titilantes, asfixiada por la calina, por el smog y por la HIDRA T.V. Esta última cada día más debilitada por su propia voracidad, por lo que sus mensajes apenas penetraban en los engrigonladosde la capital. Razón por la cual su


influencia disminuía especialmente en el interior del país. Sin perder el hilo de la charla, Clara comenta: ─Y ¿cómo llamaremos a ese árbol? Una lluvia de posibles nombres cayó sobre la hojarasca húmeda, hasta que ella, levantándose del tronco caído donde se había sentado, con los brazos hacia el cielo exclama: ─¡La Carpa Enmagiada! Así la llamaremos ─¡Aprobado! ¡Aprobado!, me encanta ese nombre, ─afirma él con mucho entusiasmo- Ahora, ¡Óyeme bien! Amiga, en nuestra carpa no habrá héroes vengadores, individualistas, autosuficientes y eunucos. Y nada de la Barbie insulsa y medio pendeja. Nada de guerras, ni golpizas ni san..., -De acuerdo amigo, nada de violencia, ni nada que le ponga talanqueras a la ternura, a la risa y al amor- lo interrumpió Clara. -¡Así lo haremos amiga! Porque no podemos seguir permitiendo que a nadie y menos a los niños, los conviertan en trapitos mojados, sin paz y sin sueños, engullidos por la HIDRA T.V. Y que esta, además, les cuente una historia embustera, en la cual jamás se menciona la palabra indígena para poder tragárselos mejor con gríngolas y todo. Y que transformados en potecitos anden por ahí..., dando tumbos, brincando de la cuadrícula a la recta. Y de la recta

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a Mac Donald’s y de éste al Tropi Burger y a la Cocacola o a la Pepsi y a Disney World para que finalmente, extenuados se postren de nuevo ante la pasta gomosa y fofa de la HIDRA T.V., con las tapas todavía selladas porque no hubo nadie que hiciera de abrelatas.

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-En nuestra carpa- estaba diciendo Clara -los carricitos aprenderán matemáticas contando estrellas para hacer cuentas siderales. Y con surrullos de arcilla harán letras y palabras y..., -Y a mí, la interrumpe él, a mí, me gustaría narrarles las historias mágicas de los hombres y de los dioses de la selva. ─Y llamamos a Jesús Guedez, continuó Clara. Y le damos a los niños camaritas de fotografía y filmadoras Super-8 para que filmen lo que se les antoje.─ Y de inmediato ella se los imagina cámara en mano tras el vuelo de los pájaros, correteando animales del zoológico o al perro o al gato de su casa. Capturando imágenes de un colibrí chupando una flor o filmando detrás de un corredor en un juego de pelota. También los pensó junto a Ludovico Silva hablándoles de héroes y de dioses universales, bajo el cielo en el traspatio de la carpa. Y a Rodolfo Izaguirre proyectando a Chaplin. A Tecla Tofano con sus manos de arcilla motivando a los niños a sumergirse en su mundo de barro. Y a José Ignacio Cabrujas dramatizando con los muchachos en aquella carpa enmagiada, a la cual después de abrir sus puertas de tela de par en par, en un artículo de prensa, José Agustín Silva Michelena llamaría: una Universidad con pantalones cortos, artículo publicado a dos años de haber sido instalada aquella carpa fascinadora


por Clara y el Ilusionero en la ciudad de Caracas. Antes que los dos amigos se marcharan con su carpa hacia caminos lejosos dejando sus huellas sobre picas, montañas y recovecos olvidados del país. Y cuando aún no había oscurecido en la cima del Avila, el hombre auroleado de efluvios selváticos le dice a Clara: —Ven, siéntate a mi lado que te voy a leer un mito de los Makiritare, habitantes del estado Bolívar, el cual fue recogido por Marc de Civrieux; y que lo reescribí a mi manera.— Decía esto al mismo tiempo sacaba de su morral, una carpetota contenedora de unas hojas envejecidas y como transfigurado, con la mirada hacia atrás, como un shamán oloroso a selva y a yopo lee:

Wanadi y los Hombres Pájaros. En el tiempo antiguo Odo’sha el malo, el enemigo del gran Wanadi en puros esqueletos arrugados tenía la gente, todos eran egoístas, desunidos, desalmados y pasando hambre, sed y desolación estaban. Tan enorme era el poder de Odo’sha que logró destapar la chákara donde Wanadi guardaba a la noche y dijo —¡Mía es, mía es!— Después soltó una carcajada que hizo temblar a los ceibales y morichales, por eso sus súbditos vivían a tientas, tambaleándose, tropezando unos contra otros en aquella total oscuridad. Y para mayor maluqueza Odo’sha decretó:

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—Ustedes conocerán la muerte-. Y desde entonces mueren sin compasión; pero un día, estando agonizantes, sacaron sus últimas fuerzas logrando burlar la paranoica vigilancia de Odo’sha para invocar al Dios del bien, Wanadi quien habitador del cielo, de Kahu’ña es. En el mundo de arriba está él junto con la gente buena allí, donde no existe la muerte resplandece él. 106

¡Wanadi, Wanadi! tú que invencible eres tú que incendias con luz a Kahu’ña, el cielo tú que eres un “sol sin atardecer” Tú que tan soñador eres que a tu propia madre soñaste y nació. Tú que tan poderoso eres la volviste a soñar muerta y murió. Tú, el traedor de Huehanna esa gran concha dura y hueca donde habita la gente buena y nueva riendo, bailando, gozando esperando salir para poblar estos territorios Wanadi ¡comida danos! ¡Luz, luz mándanos!


¡Sácanos de esta noche sin final! ¡Sálvanos, Dios nuestro! Sálvanos, vence Wanadi Al maluco de Odo’sha.

Y Wanadi al escuchar aquellas rogaciones les contestó: “gente nueva haré.” Y mientras fuma y toca su maraka celestial piensa. Clava una fila de palos en la tierra y de ellos brotaron unos Hombres Pájaros fascinadores que también podían tornarse hombres sin alas. Todo era un plumerío revoloteando, pintando de colores aquellas soledades y hacen escaleras con bejucos para alcanzar los frutos de aquellos árboles altísimos, interminables. Pero los Hombres Pájaros eran tan enormes y pesados que caían aplastando a los antiguos padres, como estatuas de plomo, como rocas tornasoladas, desparramados se derrumbaban. —Del cielo nos cae la desgracia, del cielo nos cae la muerte. ¡Acabamiento, acabamiento!— gritaban los primeros padres y un plumerío machucado, huesos y gritos cubrieron aquellos parajes. Y muy lleno de tristumbre está Semenia ante aquella su grande equivocación, anegado en su propio fracaso está él... Él, el salvador, el enviado por Wanadi para salvar a su pueblo, se arrebuja acongojado en su propio llanto de fracaso y cuando se le consumieron las últimas lágrimas dijo —Esto no sirve— y con todos sus poderes celestiales ordenó: ¡Vengan, vengan los tucanes picos de serrucho! ¡Vengan los Hombres Pájaros livianos! ¡Vengan a tumbar al gran árbol Mara’huaka, el dador de

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vida! Y Mara’huaka tan alto, tan zumbado hacia el cielo está que ningunita mirada puede llegar hasta su final, y menos abarcar su tronco que como una montaña de madera, imposible, se yergue ante Semenia. Y la gente que Odo’sha tenía entenebrecida, está hecha pura noche de tanta oscuridad. Los seres llamados por Semenia llegaron. Y picotazos y picotazos daban; pero nada, Mara’huaka no caía y a muchos se les quebraban los picos de tanto chocar contra su corteza que dura como el hierro mismo es. Todo era un aletear alrededor del árbol, los pájaros carpinteros y muchas más aves picoteaban sin descanso alguno, mas ni un solo huequito le hacían. Finalmente, asombrado ante lo que estaba sucediendo el mismísimo Wanadi, de Kahu’ña, trajo la luz. Carpintero real se hizo y se puso a trabajar junto con los demás, lo hacían sin detenerse ni un segundo y por las noches descansaban. Una soñarrera profunda los invadía; pero al despertar al día siguiente, Mara’huaka estaba de nuevo intacto, sin una cortadita, pues, inmutable, sin una sola huella de los picotazos recibidos. Entonces Semenía ordenó: —¡Guardias, guardias haremos! Unos cortarán de día y otros de noche.— Y golpes y golpes retumbaban espantando a los animales del selvaje. Al fin cuando ya casi estaba cortado, Wanadi, el gran dios da el último picotazo y —¡Apartense, apartense que va a caer! Pero mentira, Mara’huaka estaba allí, cortado, es cierto, pero no caía, colgando sin saber de dónde estaba él. —¡No! ¡No!, no es posible. Esto no puede ser ¿por qué no cae? se pregunta Wanadi, y Semenía sin salir aún de su asombro llaman a la


ardilla Kadi’io —¡Ven, ven! Sube y averigua que es lo que pasa.— La ardilla veloz trepa y trepa hasta el copo del árbol y —¡Ay..., Ay..., no lo puedo creer, Mara’huaka es un árbol disparatado, ¡loco, loco es.! —¿Por qué?— gritan todos desde abajo, —pues “TIENE LAS RAÍCES AL REVÉS, PEGADITICAS DE LAS NUBES LAS TIENEN, POR ESO NO CAE”— y ante aquel fenómeno paticas para que te tengo, asustadísima, jadeante, en una carrera desbocada hecha puro atolondramiento baja. Y de un brinco se aferra al pecho de Semenía quien acuñándola entre sus brazos trata de calmarla mientras ella está tiembla que tiembla. Después cuando se tranquilizó Semenía, dulcemente pone un hacha entre sus manos —¡Sube, sube otra vez y corta las raíces del cielo!— Ya recuperada cumplió la orden y fue cuando Mara’huaka se desplomó. Un ruido espantador zumbó a nuestros abuelos de antes dentro de sus cuevas y de las ramas del árbol de la vida sale una aguamentazón inimaginable desparramándose en aquellos parajes, haciendo sus caminos de aguas. ¡Y qué lluviazón! Un diluviar de dioses inundó la selva toda. Así nacieron nuestros ríos: el Fadamo, el Cunucunuma, el Antawari, el Kuntinama y otro, otro, otro. Y al caer la última rama que muy gigantesca era un estruendo como dioses retumbó en aquel lugar. Una torrentera, un maremoto de “dulces aguas” viene enrochelado, brinconeando, haciendo espumas al chocar contra los peñascos. Tragando vientos y espacios y abriendo un surco de nunca acabar se va extendiendo entre selvas, sabanas y morichales. “ASÍ NACIÓ NUESTRO

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RIO PADRE ORIÑA’KU, ASI SE REGO ÉL POR TODA LA AMAZONÍA. DESPUÉS TODO, TODO CAMBIÓ, NO SE RECONOCÍA EL PAISAJE DE LOS INICIOS. KADI’IO, CUANDO MARA’HUAKA VENÍA CAYENDO, SALIÓ DISPARADA POR LOS AIRES Y ATERRIZÓ EN UN CERRO, ALLÍ VIVE ELLA ESCONDIDA, DURMIENDO, DURMIENDO DENTRO DE SU PROPIO PICO, KADI’IOEWETI SE LLAMA ESA MONTAÑA. MARA’HUAKA EN TRES PEDAZOS SE PARTIÓ, SE TORNARON PIEDRAS ENORMES, CAYERON, AHORA SON TRES MONTAÑAS, LAS MÁS ALTAS DE ESTOS TERRITORIOS. AHÍ ESTÁN COMO RECUERDOS DE LO QUE SUCEDIÓ.” —Agua nueva tenemos, la tierra está blandita, blandita, buena para sembrar. ¡Conucos habrá y yuca, maíz, plátanos y pijiguaos vamos a comer! ¡Fiesta haremos!— grita entusiasmadísimo Semenía, pura alegría era todo. La gente bailaba, reía. Tejían catumares, wapas y sebucanes a los que llenarían con frutos de la cosecha que les daría la Madre Tierra. Mientras tanto, los ayudadores de Semenía se tornaron en pájaros, pájaros de verdad, verdad, eran multicolores y revoloteaban sobre la gente soltando plumas, bonitas, bonitas eran, entonces la madre agua, la dadora de vida, la gran culebra, el Río Padre Oriña’ku alzó su cuello hacia el espacio pidiéndole a los pájaros. —¡Denme, denme plumas!, pues una corona linda, linda quiero yo— y ellos batiendo sus alas en el cielo un plumerío de colores enmagiadores soltaban y ella reía y reía haciendo cabriolas para atraparlas, su cabellera de agua


se hizo amarilla, azul, roja, verde, amandarinada, morada. Era bella, bellísima. Después, modosamente se dobló sobre sí misma secando sus plumas al sol, Huasadi. Así nació el arco iris, así lo llamaban. Eso cuentan los abuelos de antes. Es todo.

Cuando el hombre terminó de leer aquel hermoso mito, Clara estaba hundida en su propia y desconocida hondonada cosmogónica de las travesías mágicas de los abuelos de antes. Silenciada desde siempre por el Gran Jurado y su HIDRA T.V. Está hecha trizas y deslumbrada al mismo tiempo por aquella narración fascinadora acabada de escuchar. Entonces, mientras recoge dentro de sí aquellos retazos ancestrales recién salidos, siente un ventarronear de voces ancestrales que le preguntan: -¿Dónde? ¿Dónde has estado tú, que jamás nos presentiste? Y Clara ahí, mordiéndose en su propia vergüenza citadina, porque era la primera vez que alguien la acercaba a aquellas inmemorias de su mezclaje. Luego, como ungida, cerbateándose tanto como era capaz de hacerlo, fundida en su escama cosmogónica, se envuelve en un plumerío multicolor y hecha pájara, revoletea dentro de aquellas inmemorias. Se hace Hui’io siete colores y puro encantamiento de seres regresados del selvaje. En ese instante, nunca imaginó ella como esa travesía de pasados que ahora le reflota la escama omitida de su indianidad quedó instalada como una rama más de su árbol mestizado. Tampoco había pensado como Semenía y sus

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Hombres Pájaros le harían surgir la enterrada escama de sus ancestros. Ni menos aún que años más tarde le reflotaría revoloteando en un rostro-semilla, despojado, en unos ojos sin tierra y sin destino. En una mano salida de los harapos que cubrían los despojos de aquella anciana pelada que con altivez extendería su mano pidiendo una dádiva junto a la ventanilla de la destartalada camioneta, a la cual ellos llamaban Lucélida. Justo en el semáforo de la Avenida Las Américas de Puerto Ordaz, a donde después de levantar la carpa enmagiada de la ciudad de Caracas, en sus andanzas, iría a parar junto con el hombre que acaba de conocer. Habían pasado muy pocos minutos cuando Clara sale de aquella hondonada mítica donde la había lanzado el recién conocido con su narración. Y es cuando se imagina a los carricitos dentro de la Carpa Enmagiada rasgando periódicos y revistas para pintarlos con témperas y creyones para armar unas alas tan bonitas como las de los Hombres Pájaros ayudadores traídos por Semenía para derribar al gran árbol Mara’huaka. Donde está el alimento que le dará vida a su pueblo. Más allá, en un rincón ve a una niña de 7 años, desnudita recogiendo hojas secas que fascinada va adhiriéndolas con cinta pegante por todo su cuerpo diciendo: -¡Yo soy el árbol Mara’huaka!,- mientras se bambolea como movida por una ventolina. Y a uno amarrándose un plumero viejo a manera de cola, porque -¡yo soy la ardilla Kadi’io!- Y yo─ agregó otro


–¡yo, soy la lluvia!- Al mismo tiempo que se pinta goticas de agua sobre su cara. Y nosotros, somos la gente escondida dijeron al unísono los de un grupito que están hechos unos ovillos, arrebujándose como si ellos mismos fueran sus propias cuevas ocultas en un paraje imaginario.

Súbitamente Clara siente voces de niños a su espalda que con algarabía interrumpen sus pensamientos. Se voltea y ve a un muchacherío trabajando dentro de la carpa. En ese mismo instante las imágenes se congelan en el paredón viejo que subsiste perdido en lo alto de la montaña, entonces Clara asombrada exclama: -¿Qué es esto? ¿Qué está pasando aquí, amigo? –Nada- responde él -es un sencillo acto de magia, si así se puede llamar. –¡Explícame! ¡Explícame!, pues yo, yo no entiendo nada absolutamente nada. -Lo que hice fue, simplemente proyectar todo lo que estaba pasando por tu mente. -¡Coño! ¡Coño!. Entonces tú..., tú... ¿eres mago? -Bueno... no sé... no sé..., yo no he estudiado nada de eso, pero lo cierto es que ésto lo traigo desde que era chiquito. Clara un poco más recuperada de su asombro, se le queda

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mirando y con una sonrisa aniñada: ─ Tú, amigo, tú lo que eres, es un ILUSIONERO, ¡un ILUSIONERO del carajo!─ le dice mientras da brinquitos como si tuviera un mecate ilusorio entre sus manos. Y desde esa vez, Ilusionero se llamará de por vida.

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Muchas horas más se quedaron en el Waraira Repano arropados por la oscurana, imaginando todo cuanto harían en su carpa enmagiada. ¡Y lo hicieron! Un año les llevó la organización. Y todo está listo. El Ilusionero le pide a Clara que se imagine como quiere la carpa. No habían pasado dos minutos cuando una lona gigantesca se explayó en el espacio. Después, en cámara lenta, empezó a descender, viene luceada de reflejos, ondeando cintas brillosas salidas de un moño jardineado de siemprevivas, de margaritas, de musaendas y de gladiolos. Trae un griterío descomunal, porque en su interior, colgando del techo los móviles hechos por carricitos están alborotados: mariposas alumbradoras. Colibríes gigantes. Peces e hipopótamos voladores. Arañas sin patas conversando mientras tejen un traje de novia y garzas ensombreradas y sapos y monos tecleando computadoras. Y como todos se expresan en su propio lenguaje, aquello es un zaperoco de Babel inimaginable. Después de aquella conversa, inicio de una amistad indestructible, los dos descienden del Waraira Repano con la oscuridad haciéndoles dar traspié entre la hojarasca. A partir de entonces ordenaron todos sus sueños y de


verdad, verdad, armaron la carpa enmagiada para niños en la ciudad de Caracas. Lo que fue posible por el mayor debilitamiento de la HIDRA T.V. Y porque los del Gran Jurado se la pasaban como los dioses, jugando, jugando. Cinco años llevaban descuadriculando a los carricitos, cuando una madrugada, el Ilusionero le expresó a Clara lo bueno que sería emprender camino hacia la provincia, lo cual ella aprobó con entusiasmo. Pero seguidamente le invade aquel miedo adormecido que se disparaba ante cualquier intento de aventuras, que la volvió un ovillo, una caracola atemorizada y así, vuelta nada se acurruca junto al Ilusionero. El la acoge con ternura en su regazo, mientras ella suelta unos lagrimones que forman un pocito en el piso al mismo tiempo que dice en voz alta: —Pero, ¿Por qué? ¿Por qué tengo este miedo a cruzar la raya, a cruzar a la otra calle, a conocer otros lugares? —No lo sé, Clara, no lo sé, pero te comprendo, porque es como mi miedo escénico, o mejor mi terror escénico. Lo cierto es que eso está ahí. Y yo lo acepto y cuando tú me haces el quite en el escenario, todo está listo. Ahora, quédate aquí entre mis brazos y déjame a mí, los riesgos del camino. Un rato más tarde, Clara estaba ya tranquila y junto con el Ilusionero empezó a recoger sus macundales. Y él, en un baulito de los tiempos de piratas guardó la carpetota que contenía todos los escritos inéditos que había hecho desde hace miles y miles de años, desde cuando los hombres se clavaron sobre la tierra. “Las Travesías Mágicas” de

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los Dioses del Selvaje tenía por título. Aquella carpeta era la misma de donde había sacado el mito de Wanadi, Semenía y los Hombres Pájaros, que hacía cinco años le había narrado a Clara en la cima del Waraira Repano. Pero el Ilusionero nunca estuvo en la selva, ni nunca vio de cerca a un indio, ni a anacondas, ni menos a tigres y a caimanes. Si, ni siquiera sabía como era la picada de un puri-pure, como tampoco sabía como era una palma de moriche o un pijiguao. El Ilusionero pudo escribir todo aquello zambulléndose en libros y revistas publicadas por serios investigadores que sí, habían convivido con los indígenas, de quienes recopilaron su literatura oral. El resultado de esa zambullida estaba en la carpeta, eran textos estructurados de una manera muy especial, y que sin darse cuenta, él, una vez comenzó a escribir omitiendo casi siempre la partícula “QUE”. Y eso le parecía muy interesante, especialmente porque lo percibía con un ritmo y musicalidad fascinadores. Sin embargo extrañado él mismo con aquello, le consultó el asunto a su Maestro el Dr. José Luis Vethencourt, -“Quién sabe, quien sabe que estructuras de lenguasmadres se removieron en tu inconsciente colectivo”-, le respondió él. Ya a Clara se le habían adormecido los temores y en, una mañana ensolecida,

emprendieron aquél, su primer


viaje saltimbanqueando por ciudades, pueblos, barriadas, dejando tras de sí, decenas de desengringolados. Niños, jóvenes y adultos de todas las razas, clases y edades quienes después de asistir a la Carpa Enmagiada se hacían sus amigos a perpetuidad. Y en aquellas correrías la vinculación entre Clara y el Ilusionero no solamente se profundizaba sino que en su complementaridad cada día se hacían más y más inseparables uno del otro. Lo cual sucedía por que los dos eran como el sístole y el diástole, la luz y la oscuridad, la luna y el sol, el yin y el yan, pues lo que le sobraba a uno le faltaba al otro. Así el Ilusionero compensaba el miedo que le impedía hablar en público y encaramarse en un escenario, con la facilidad que tenía Clara para hacerlo- Además, ella se desvivía por actuar sobre las tablas. Clara por su parte, como era incapaz de escribir una sola página, cuando deseaba comunicarse por escrito con alguien, se valía del Ilusionero, quien aprovechando sus facultades mediúnicas, se le metía adentro y era cuando ella empezaba a teclear en su máquina portátil–años 70, hermosas cartas a los amigos que iban dejando atrás en sus andanzas. Pero en lo que no se complementaban, sino que se fundían sufriendo al unísono era en el desarraigo que sentían cuando les tocaba levantar su carpa enmagiada de un sitio para trasladarse a otro. Por eso, antes de partir, los dos, a solas, vivían el

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desgarre huracanado de las emociones revolconeándoles dentro de sus pechos para alborotarles los corazones. Para sacarles lágrimas, para atajarles las ganas de irse a otra parte. Y esto acontecía pues el tiempo que usualmente se quedaban en cada lugar era suficiente para tejer su enredadera de afectos con la comunidad, porque

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-¿Cómo enseñar en nuestra carpa a los muchachos sin sus padres, hermanos, abuelos y demás familiares?– se decían siempre. Y a toda esa gente se la llevarían a cualquier parte donde fuesen y tan luminosos eran sus recuerdos que con ellos encendían al anochecer las farolas de sus ensoñaciones bajo de la Carpa Enmagiada. Entonces, todo era un lucerío que los salpicaba fogarizándoles las vivencias dejadas atrás. Finalmente los dos terminaban en una consolación mutua al pensar en los amigos que harían en la próxima estación donde, juntos, echarían un ancla más. Porque, para ellos no era cuestión de acumular amistades sino de sembrarse, de sentir a fondo el enraizamento verdadero, era el convivir con los pobladores, aprender sobre todo de los niños y darse generosamente como una lluviazón de nunca acabar.

En una oportunidad, antes de partir hacia un remoto paraje, al recordar cuantos amigos habían hecho, se encontraron entre un raizal sintiéndose como dos ostras abiertas dentro de aquel manglar. Y una vez, antes de


marcharse a otra comunidad, A Clara le resurgieron los temores de atrás, y fue cuando le susurró al Ilusionero: –Amigo, me está invadiendo el miedo, ya no quiero ir a ninguna parte. Al mismo tiempo que se empieza a arrebujar como siempre solía hacer en momentos como ese. Pero él, como conocía aquellas manifestaciones de flaqueza y de inseguridad previas a cada mudanza, la atrae hacia sí, la acuna entre sus brazos mientras le acaricia la cabellera lacia y larga; permaneciendo así, en pura comunicación de sub-suelo un largo rato, hasta que él, se balancea sentado sobre un cojín en el suelo, con Clara recostada sobre su pecho mientras le canta. —Mi niña Clara, ese miedo-lobo conmigo desaparecerá, pues soy el hombre-sol, aventurero de las mil andanzas que exorciza con amor tus temores de niña papel celofán oloroso a Lucifer y al ojo de Dios. Pero Clara no lo escucha, pues duerme profundamente durante este su primer sueño logrado desde aquellos tiempos lejanos cuando sintió los lanzazos del Arcángel Miguel la noche en la que se graduó de insomne sin solución de continuidad. Y al verla así, el Ilusionero mirándola con dulzumbre piensa –Ahora sé, Clara, por qué no dormías jamás. Horas más tarde Clara despierta –¡Dormí! ¡Dormí!- Y

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una sonrisa se irradia luceando toda la carpa y la faz del Ilusionero, -Lo sé Clara. Lo sé.— Y sin decir nada, agarrados de las manos salen a respirar el frescor de la mañana. Solo aletear de trinos de pájaros escuchan a su alrededor. Van unidos, silueteando una sola sombra, única, indivisible, primigenia sobre la tierra, como siempre y desde siempre, hasta el sol de hoy. 120

Pero antes, el Ilusionero había proyectado uno a uno los pensamientos y los sentires de Clara cuando se revolconeaba en el pantanal de sus miedos, de sus inseguridades y de su desarraigo, por eso,

Los Supliciados también sintieron el desarraigo, la inseguridad y el miedo mientras estaban tras las rejas como pájaros desalados en un hondón sin fondo. Dando tumbos, chocando contra paredes invisibles dan picotazos y picotazos contra el aire buscando una salida. Ellos están, ahí, abestiándose en el agujero negro, en el agujero omitido, en el agujero tapiado de su propia historia.

Pero los supliciados no solamente se laceran con el miedo, la inseguridad y el desarraigo sentidos por sus antepasados, sino también, por este actual. Aunque fue voluntariamente que ellos abandonaron al país de antes, sentían nostalgia por los niños, las mujeres embarazadas y por los ancianos. A quienes, según lo planificado recogerían después de


la fiesta de inauguración. Pero ahora, muy diferente es la situación, ya que de ser los dominadores eternos pasaron a enrejados sin destino en el país de sus esperanzas, el cual apenas hace un rato acababan de inaugurar. Y en donde se habían propuesto dar rienda desatada a sus placeres y gozamientos, gracias a los millardos y millardos de bolívares impunemente rapiñados en el País Anterior. En cambio ahora están hechos puro estrujamiento en aquel huecón, atrapados en el enredo de su propia historia omitida, con los ojos caídos y secos de tanto llanto derramado, imaginándose la fiereza de un cazador bárbaro que está arriba, en la orilla de aquel hueco-trampa sellador de esclavitudes. Quien ríe con sarcasmo apuntándolos con su arcabuz. Luego, a empujonazos los lleva ante las autoridades frente a las cuales les tranca los fierros en tobillos y cuellos para endogalarles la furia y la dignidad. Hasta arribar por último a las haciendas donde solamente tendrán para sobrevivir lo único que les es propio. Lo único que les da derecho a sobrevivir: el ser nadie. Bajar la cabeza y pronunciar la palabra amo. De pronto los supliciados, tras las rejas se arrodillan implorando mentalmente: Dios todopoderoso, ¡ten piedad de nosotros! Virgen Santísima, ¡ten piedad de nosotros! Cristo Santo, por tus clavos y tus espinas ¡Sálvanos! Cordero de Dios ¡Sálvanos! Espíritu Santo danos alas para volar A ti Dios nuestro, te pedimos ¡Libéranos de este horror! ¡Quítanos, Dios nuestro, esta hediondez que

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tenemos de tanto cagar y orinar para adentro! ¡Sacúdenos a ésta gentuza que sin una puta hojilla nos tienen jodidos, escoñetados sin poder hacer un carajo!

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—Dios Santo, -imploran al unísono los del Gran Jurado y el Máximo– si nos libras de estos coño e’ madre, te construiremos una super basílica. Te daremos una misa por Internet y por todas las redes haremos navegar tu milagro en el universo entero. Pero sus ruegos no fueron escuchados, porque, como los otros, sus dioses también estaban... “JUGANDO, JUGANDO...” Después de superar finalmente el desarraigo, Clara y el Ilusionero, en aquella mañana ensolecida de 1973, partieron con su Carpa Enmagiada hacia Guayana, La ciudad-Dorado, que queda a 730 kilómetros de Caracas y la cual nos la planificaron los norteamericanos sobre una sabana de nuestro macizo guayanés. Clavándola malamente a espaldas de nuestro río Padre Orinoco, reflejador de soles inimaginables y de lunas enormes que como torta de “yoruma” gigante bailotean en el espacio. La misma que para 1973 apenas tiene 12 años de refundada por el Gran Jurado como polo de dearrollo industrial con escándalo de parrandas, cohetones y comisiones millonarias, a donde están llegando, ahora, Clara y el Ilusionero. Ciudad ariete reventadora del


selvaje olorosa aún a sudor indios e indias y de tigres, de báquiros, y de venados en desbandada que vienes con tus buldosers tragando matas. Echando humo. Vomitando avenidas. Espantando a la caimanera, a los pájaros y a las mariposas del selvaje. Que contaminas las aguas casi mares del río Padre Orinoco y del Caroní al mismo tiempo que clavas fábricas con altos hornos donde se cocinan sueños y hombres analfabetas junto con sus esperanzas. Que tiendes puentes enormes para unir a San Félix con Puerto Ordaz, burlando estos dos ríos inmensos nacidos de dioses y del árbol Mara’huaka. Que levantas murallas de concreto para represar torrenteras haciendo un manto de agua sobre la sala de máquinas guardadora de arte. Pintada por el maestro Carlos Cruz Diez, para enviar electricidad al país y a otras naciones vecinas. Mientras se escuchan las voces de los dioses solares de los Kariñas, de los Piaroa o de los Warao y las de tantos dioses enllamados habitadores del “mundo de arriba” diciendo: también nosotros luzazo a luzazo desde el cielo alumbramos a la gente en estos, “nuestros territorios de abajo”. Ciudad que en un santiamén armas campamentos rodantes. Que importas putas y expertos transnacionales bebedores de güisqui y de champaña con contratos y comisiones milmillonarias. Mientras los obreros si no mueren de silicosis o medio cocinados en los candelorios de los altos hornos de la Siderúrgica, SIDOR, se tragan a sí mismos con sus salarios de hambre. Al mismo tiempo que en los suburbios de San Félix y de Puerto Ordaz los rancheríos de trapos y hojalata crecen como conejeras. Ciudad

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en donde a veces aún se escuchan rugidos de fieras reclamando el despojamiento de sus parajes, y de vez en cuando mueren niños entre las fauces de los caimanes o picados por serpientes venenosas que se rehusan al desalojo. Y ¡nunca, nunca! Los habitadores primigenios de estas regiones se imaginaron que sobre sus huellas recién dejadas, pasarían vagones sin pasajeros venidos desde el campamento de Ciudad Piar, cargados con trozos de hierro mordisqueados a la montaña colorada. Ni que “PÁJAROS GIGANTES” rasparían el espacio silenciando con su estruendo el cántico del cristofue, de loros y paraulatas. Y las voces calladas de ellos mismos adentrándose en lo más profundo de los bosques de su amazonía, aún no mutilados donde se fueron yendo..., yendo... Lejos, bien lejos. Donde nunca los encontrarían los salvajes pegados a sus mountrosas máquinas. Tampoco imaginaron la avaricia y la voracidad de estos nuevos hombres-caballo que de tantas ganas fueron extendiendo sus tentáculos hasta encontrarlos, desborrándolos del mapa con sus cadenas de omisión y desamparo. Para luego vomitar sus despojos por las avenidas de esta ciudad decretada a billetazos por el Gran Jurado y sus secuaces.

Ciudad trituradora de gente expulsadas por el hambre de sus aguas casi sin peces, de sus campos ensequecidos y de otras regiones del país. Muchos son analfabetas sin oficio ni destino. Buscadores ilusos de sueños dorados Siglo XX. Zumbados como desechos de tus torres, de tus avenidas,


de tus edificios clase media y nuevos ricos. De tus puentes. O convertidos en esquirlas humanas en los altos hornos de Sidor. Como todos los Boquerón. Como todos los Campo Rojo. Como todos los Warao. Como todos los excluidos de San Félix y Puerto Ordaz. Manchones de miseria obscena que te bordean a ti ciudad cuadriculada. Ciudad gringa. Ciudad rica, ciudad sin ventanas ni corredores. Ciudad seca de pájaros ahogada entre lodos rojos y el smog. 125

Clara y El Ilusionero habían aprovechado una de las borracheras del Gran Jurado para escabullirse de los tentáculos de la HIDRA T.V. Comenzando su recorrido en su Lucélida, saltimbanqueándo por los vericuetos más reconditos del país. Así llegaron a Ciudad Guayana. Allí sí sembrarían. Y desde el principio Clara iba a emprender un desviaje sideral, deslumbrador, alucinante dentro de la cosmogonia de nuestros primeros padres. Sobrevividora, a pesar de la omisión, del desprecio y del olvido.

Ahora, bajo un sol alucinante Clara y el Ilusionero van entrando ya en aquellas tierras jamás conocidas por Clara. Están en la avenida Las Américas. El semáforo está en rojo. Un esqueleto, un arruguero seco, unos ojos sin reflejos, pero de mirar altivo. Un llanto de niño colgado a su espalda, y una mano salida entre harapos se extiende hacia Clara pidiendo una dádiva. -Esta mujer, esta warao, no pide con gestos doblados de mártir, sino que recolecta. Exige sin implorar, una migaja de todo lo que por más de 500 años les


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hemos quitado— piensa el Ilusionero. Clara ante aquella sombra arrugada es estremecida por fuerzas milenarias, dolientes, que le hacen rememorar tal vez por contraste, a la hermosura del mito de Semenía y los Hombres Pájaros. No puede contener una lágrima ante aquel llanto. Ante tanto despojamiento. Ante tanto derrumbe, y ante el puro hueso de aquel rostro frente a ella que la zumba de un solo golpetazo hacia atrás. Cuando los antepasados de esta anciana aún no habían sido quemados por los fogonazos de los arcabuces, ni sufrido los mordiscones de los perros asesinos de indios. Cuando aún Wanadi y Semenía con sus Hombres Pájaros no habían sido exiliados por la cruz y la espada y aún coloreaban los cielos con sus plumajes. Aquella anciana mira fijamente a Clara, quien está medio aturdida, y parece decirle -¿De qué te asombras? ¡Nosotros existimos! ¡Existimos! ¡Aquí estamos! El semáforo cambia a verde. El Ilusionero arranca a Lucélida, mientras Clara sin decir una sola palabra va herida por una escama que le raspa por dentro, escama revivida por aquella anciana aventada por la salazón de muerte de caño Mánamo, para clavarla ahí, con sus despojos. Con el hijo sobre su espalda. Reventados de sol 40 grados a las patas de un semáforo en Puerto Ordaz. El Ilusionero sigue conduciendo a Lucélida sobre el ASFALTO INFIERNO de la ciudad-Dorado. Mientras Clara va sumergida aun, dentro de los ojos de la anciana, comienza a sentir una energía milenaria que la va invadiendo con oloraciones de selva rajada. Gritos de


seres, ahora presentidos. De voces de dioses tapiados, regando aún los bosques con su llanto. El Ilusionero capta los pensamientos y sentires de Clara al mismo tiempo que entra en la avenida que flanquea al río Caroní.

El piensa —Clara, estás percibiendo los hilos olvidados de LA FAZ OCULTA DE GUAYANA. La fuerza y la magia de esta región donde pronto escucharás el alarido de guerra de los indios defendiendo estos sus territorios. Creo que está cerca el momento en el cual, ante estas aguas, se terminará de despertar en ti la inextinguible huella de la indianidad, hasta ahora oculta, pero jamás, jamás muerta.

─!Llegamos, llegamos¡ le dice el Ilusionero quedamente a Clara, como para traerla al aquí y al ahora sin provocarle sobresalto. Frente al Parque Cachamay estaciona a Lucélida que está pintada con paisajes, animales y flores hechos allá, en Caracas por los niños visitadores de la Carpa Enmagiada, antes que sus dos amigos partieran hacia estos parajes remotos. Clara aún, con los ojos humedecidos de lágrimas, lentamente empieza a emerger desde el memorioso sendero donde se encontraba. Respira hondo, se baja en silencio, con lentitud de sonámbula camina entre los árboles centenarios hasta llegar a la orilla del Caroní. Se arrodilla extasiada ante

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aquel río enloquecido que suelta torrenteras, que se traga matas, que arrastra troncos, que va haciendo remolinos y piruetas acuáticas ante los ojos de Clara. Ella está muda ante aquella aguamentazón encabritada y loca que revienta a rabiar contra los peñascos produciendo un ruido atormentador. Lloviznándole cabellos, cara, el cuerpo todo. Está con su mente ida hacia tiempos primigenios, más ahora cercanos, taladrantes, traedores de un vocerío como de gente, como de dioses. Y es cuando el Ilusionero se le acerca para decirle: —Llegó el instante de tu primera posesión.─ Esa vez Clara, por su enorme capacidad de mimetismo, para ese momento, era ya una cerbatana emplumada con los ojos de la anciana warao lumbreándola por dentro. Está poseída por, un yo con voz de siglos, quién le dice: —Guarapa es mi nombre, cacique makiritare soy- El ocultado por muchas lunaciones. El mismo de quien tan pocos investigadores han osado hablar. Si, yo soy el negado a obedecer el mandato de uno de los pañoro, españoles como ustedes los llaman. Su nombre era “Fray Jeréz” quien quería doblegarnos. Quebrarnos a mí y a mi gente —Ustedes tienen que convertirse a la cristiandad y permitir ser poblados “a toque de campana”, pues nosotros vinimos a fundar esta recién nacida Villa de Guayana y a colonizar toda esta región para nuestro Rey. ¡Ríndete! ¡Ríndete!—


me gritó con los ojos enrojecidos mientras me mostraba un gran madero cruzado, con un hombre muerto clavado en él. Mas yo, indignado, le di la espalda y corrí y corrí hacia mi pueblo para hablar con los achurias, los ancianos sabios. ¡Hagamos Watuna! —dijeron ellos— Escuchemos las señales de nuestros primeros padres. Así sabremos qué hacer— expresó esa vez Huai, el Shamán, fumando yopo y kepi. Sí, mucho fumaba él. Dos nunas pasaron y ni yuca. Ni mañoco. Ni casabe. Ni carne asada comimos. ¡Nada, nada! Comimos, ni bebimos mientras invocábamos a nuestro Dios Wanadi. Viendo hacia el mundo de arriba estábamos, hacia más allá de las nubes donde hay mucha comida, donde no hay enfermedades. Ni pañoro. Ni muerte. Pura luz eterna brilla. Mucha paz es todo arriba, en Kahu’ña, el cielo donde habita nuestro Dios Wanadi. De pronto la voz furiosa de Wanadi por boca de nuestro Huai habló: —¡Guerra! ¡Guerra habrá! Guerra contra los pañoro, que hijos de Odo’sha, el malo, son. Por eso son tan dañadores. Por eso tanto maltratamiento nos hacen con sus fuegos: con sus perros, con sus enfermedades, con el hambre, con la sed y con la desunión que siembran entre nosotros para destruirnos. ¡No! ¡no! ¡no! más ocultarnos entre la selva, ¡no!, ¡qué no se huya más! ¡Guerra habrá! ¡Guerra a muerte contra los pañoro! Flechas hay, Curare hay. Bravosidad tenemos. Hablemos con los hermanos vecinos, con los Maco, los Yarabana y los Wikiari del Ventuari y del Merewai. Seremos un solo árbol fuerte. Grande como Mara’huaka. —Así sucedió hace muchas nunas cuando, unidos, nos

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hicimos un árbol humano enorme para guerrear contra los pañoro. Si, nos organizamos. Planificamos muy bien la estrategia del ataque. Y cuando llegó el momento, nos adentramos en la selva. Íbamos guiados por nuestro Dios Wanadi, recorriendo distancias inimaginables. Con la luz de nuna, de las shidishie, las estrellas, y con las luciérnagas atrapadas entre las manos nos alumbrábamos. Uno por ahí…, abriendo trochas, sientiendo los bejucazos en el cuerpo. Esquivando fieras y animales ponzoñosos. Atravesando ríos, cascadas y, pantanos y peñascos. Nada, nada nos detenía. Librarnos de los pañoro. Sacarlos de nuestro territorio, debíamos, pues ellos enfiebrecidos, iban abriéndose paso a fogonazos buscando, buscando al llamado Dorado. Eran como Odo’sha. Oscuros como él eran. Muy dueños de tierras, de gentes, de animales y de todo, de todo se creían. Por eso teníamos que vencerlos. Una noche mientras abríamos y abríamos trochas para avanzar, Wanadi, con un dedo tapó a Nuna y a las shidishie. Sin ninguna luz que alumbrase el cielo, quedamos los guerreros. Así arremetimos contra los 19 fortines construidos por los pañoro en el Erebato. En Uotamo y en el Kuntinama. Sí, como hijos de Odo’sha, hijos del mismísimo mal nos tornamos. Y flechazo a flechazo. Macanazo a macanazo. Furia a furia los liquidamos. ¡Sí!. Una tormenta de flechas fue aquello, puros destrozos dejamos, puro olor a curare se sentía y toda roja, toda grito, toda muerte se hizo la madre tierra. Después, como vencedores, invocamos a nuestro Dios:


Wanadi, Dios inmenso, gracias te damos por darnos tanta astucia y fiereza, gracias por guiarnos con tu sabia estrategia. Gracias por permitir la unión de los pueblos hermanos. Y Wanadi, en las alturas resplandecía. Sí muy contento estaba él por el valor de nosotros, sus guerreros que por la sorpresa de aquel asalto vencimos a los pañoro. Y nunca, nunca los pañoro pudieron imaginar como nosotros, los “irracionales”, las bestias, los salvajes,como nos llamaban, y aún nos llaman muchos de ustedes los seguidores de los pañoro, pudimos realizar tal hazaña. ¿Cómo pudimos concertarnos para atacar simultáneamente a cada uno de los 19 fortines? Pues estaban situados, uno del otro, a muchas aguas, a muchas nunas de distancia. Pero así sucedió todo. Y muertos, muerticos los dejamos sobre el tierrero. Mas no pudimos acabar con los demás invasores quienes echando fuego con sus palos de muerte seguían tragando todo a su paso. Enloquecidos por sus ganas voraces de encontrar el llamado Dorado, Manoa. Sí, a Manoa la ciudad brillante que de solamente imaginarla los hacía ir con mucho vencimiento destrozando todo con sus armas, con sus perros malucos con sus ganas de oro, dejando cadáveres y cadáveres por todas partes. Y… —Verdad es— interrumpe a Guarapa una nueva voz —YO, soy Juan Perico, así me bautizaron los pañoro. Yo vivía en el delta del Ventuari. En un poblado de hermanos indios “reducidos” fundado por Fray Jeréz, el mismo que tú nombraste antes. Allí, en mi cautiverio yo sentía un arañamiento dentro de mis ojos vencidos. Si y vencido

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estaba todo yo. Como tigre sin dientes y sin garras. Como cascabel sin veneno mordiéndome los labios hasta sangrar mientras veía frente a mí a un hombre claveteado en dos maderos ¡Muerto! ¡Muertico! Entonces yo me preguntaba ¿cómo los pañoro pudieron ser tan lastimadores? ¿Cómo él, permitió tanta maldad? ¿Cómo pudieron matar al hijo de su propio Dios? Si yo fuera tú, le decía al clavado, a Wanadi mi Dios invocaría y él, en báquiro, en jaguar o en caimán me habría volteado. Y a colmillazos me desclavaría de esos palos. Me hago nigua o piojo o puripure. Les como y como los ojos hasta el desespero. Ciegos y enloquecidos los dejo para que desollándose los pies ¡vaguen y vaguen! hasta perderse dentro de la selva de donde ¡jamás! ¡Jamás podrán salir! Todo esto le estaba diciendo cuando el pañoro Fray Jeréz apareció y me dijo: —Este es el hijo de nuestro Dios. Él, es el salvador del mundo y ahora es vuestro único y verdadero Dios. —Y yo ¿cómo puede él salvar a alguien si muerto está? Mi Dios Wabadi, no conoce la muerte y desde Kahu’ña, donde habita nos guía y nos protege. Pero, rápido, un soldado me apuntó con su palo echador de fuego— Por todo esto y por más, —le contesta Guarapa— nosotros, los Makiritare teníamos que librarnos de la saña, de la dominación de los pañoro. Por eso, aquel día de la entrevista con Fray Jeréz me dije: ¡Basta! ¡Basta! Y le di la espalda y rápido me fui para hablar con los achurias, los ancianos de mi pueblo y ¡Watuna, Watuna haremos! —dijeron ellos. Y fue cuando Wanadi, por boca del Huai, el mandato de guerra nos dio


¡y guerra hicimos! pues. Mas hoy, gimo de fiereza y me arranco los ojos para no bañar con mi llanto a mi pueblo roto. Hecho puro despojo, hecho puro hueso. Sí, como flecha sin curare está ahora, con las esperanzas aun no muertas, sobreviviendo, reducidos, omitidos por los seguidores de los pañoro, ustedes. Quienes comedores de gente. Comedores de animales. Comedores de conucos. Comedores de bosques y de dioses también son. En estos nuestros territorios. Comidos hasta el sol de hoy. El cacique Guarapa termina de hablar. Clara aún es cuerpo abierto para ser posesionado. Siente un ramalazo que la bate hacia atrás, contra las aldabas encerradoras de sus ancestros, rompiendo de nuevo el silencio de los omitidos. De pronto, Clara siente un disparo y como si fuera zumbada desde muy alto, cae como muerta sobre la tierra. Pero antes, el niño al ver uno de los garimpeiros apuntándolo desde abajo con su escopeta dos cañones, aferrándose al cogollo del pijiguao le grita: “¡No! ¡No me mate! Garimpeiro amigo, garimpeiro amigo. ¡No me mate¡ que mono no soy ¡soy humano! ¡Soy humano!” Sí, eso le grité yo y ahora que estoy muerto a nuestro Dios el Gran Omao le pregunto, ¿por qué no me naciste mono?

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Así no me hubieran matado. Estaría metido en este hueco entre la tierra que ellos cubrieron con peñascos y malezas para que mi gente ¡nunca!, ¡nunca! encontraran mis restos. Por eso mi Noneshi, mi YO chiquito está aún en el meollo de mis huesitos, esperando salir de su escondimiento allí, está frío, frío deseando que le hagan la celebración funeraria. Por eso no puedo irme soplado a la región de los muertos en “las espaldas del cielo”. Y no puedo Abolodime, juguetear contigo pajarito inmortal ni bañarnos juntos en los ríos del cielo ni cazar sapos. Ni lagartijas. Ni roedores. ¡No! ¡No! Roedores no, pues por estar encaramado en un pijiguao persiguiendo a un ratón que bien gordito estaba para asarlo y calmar tanta hambrazón, como a mono me mataron y no sé más, no sé más. Suerte tuviste tú hermanito que de un solo escopetazo te mataron; pero a mí me murieron antes de haber nacido. A nuestra madre de un machetazo la descabezaron. Mas vivo estaba yo dentro de su barriga cuando sentí, aquello reventándome la cara. Y una y otra vez me puyaron. Puros flecos me iban haciendo cuando un garimpeiro malvado le gritó a aquel salvaje: —¡Mátale! ¡Mátale bien la cría que esa puta vieja ya está liquidada. Un borbotear, como una pluma de agua roja, rojísima brotó y yo me iba yendo..., yendo..., desparramando mis despojos sangrosos sobre su cuerpo. Desborrando las pintas aserpentinadas que ella se acababa de hacer sobre su piel para honrar a Lalakilpará, la serpiente madre de nuestras aguas.


Sí, esto sucedió un rato después que los SanemáYanoama, los Hijos de la Luna, habían llegado a Conuco Viejo desde la aldea de Haximú. Un muchacho sobrevividor de la matazón encorajinado, arrastrando su casi muerte, hecho flecha y viento, desesperado con su tanta apuración, con la mente entorpecida por la fatiga, con el cuerpo acalambrado de tanta corredera le avisó a su gente de la masacre que hicieron los garimpeiros. Los “come tierra” “a cazar dantas nos invitaron a los seis jóvenes que muy internados en la selva nos habíamos metido”. Mas puro engañamiento fue todo. Pura muerte fue todo. Sólo yo salvarme pude. Muerto. Muerto como ellos quiero estar yo. Los ancianos dijeron: “desenterrarlos debemos. Desenterrarlos debemos.” Hechos un solo llanto, con sus ojos caídos sobre la hojarasca regresaron a buscar a sus cinco muertos. Y muy desprevenidos se preparan para la celebración funeraria que harían cuando desenterrarían a los masacrados. Entre tanto, las mujeres se hacen pintas aserpentinadas sobre sus cuerpos. Por eso los hombres se pintan sus rostros con negro carbón vegetal, pues muchos festejos mortuorios tenían que hacerles a sus muertos. Por eso las jóvenes se acicalan. Se colocan plumones de garzas blancas y de águilas en sus brazos y untan con resinas sus cabezas tonsuradas para estar más cerca de Pulipulibará-Luna. Mientras algunos niños para saciar el hambre con sus flechas de miniatura persiguen lagartijas, roedores y sapos. Otros rochelean entre la quebrada. Y unos jóvenes buscan huevos de tortugas en la ribera del río.

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Más acá, una muchacha amamanta a un perrito mientras unas mujeres despiojan a sus hijos, cerca de unos niños que juguetean imitando el cántico de los pájaros entre aquella alharaca de monos, chicharras y guacamayas. Otros corretean envolatinados junto con sus perros entre aquel escándalo selvático. Despreocupadísimos estaban los Hijos de la Luna preparándose para la ceremonia que harían a los cinco asesinados. De pronto comenzó la acabación. Alaridos de hombres, mujeres, ancianos y niños, y los estertores de los macheteados dentro de los vientres de sus madres acallan los gritos de los animales en desbandada. Y entre los fogonazos y el macheteamiento, cabezas decapitadas, sin ojos, con los genitales dentro de sus bocas como florones de carne sanguinolenta caen entre las patas de aquel bestiaje. Y senos, torsos, brazos y piernas con sus pintas bien bonitas acabadas de hacer se desdibujan entre el sangrero salpicando todo el espacio. Plumones blancos, desmigajados se empuercan entre los patadazos y la humazón. Los cráneos, fósiles de más de 500 años siglo XXI son batidos contra las rocas en aquella orgía psicótica de machetes, de cuchillos y de balas... Después, los asesinadores huyeron hacia su garimpo donde celebrarían la matazón que habían hecho en Conuco Viejo. Donde hasta el sol de hoy, a pesar de que el escándalo trascendió las fronteras del país, las bestias aún se regocijan de su hazaña amparados por la impunidad y complicidad del Gran Jurado y sus secuaces. Entre tanto los dioses seguían jugando..., jugando... Fue tal aquel destrozamiento que Pulipulibará-Luna, el


brujo Mayor. El ladroneador de muertos. El dueño de la sangre celestial y de las piedras rojas impregnadas de vida, y quien al ser flechado por uhilinawai desparramó sobre la amazonía su fluido, su sangre vital haciendo que de cada gota naciera un Sanemá-Yanomama, (por eso ellos dicen: “Hijos de la Luna somos”). Él, horrorizado ante tanta salvajada se ocultó para siempre en el nunca jamás. —Pero YO, que soy un sobreviviente de Conuco Viejo no puedo ocultarme como él. Ni resignarme ni callar este tanto horror, este desbaratamiento y me hago flecha y relámpago. Trago ríos y huecos y abro trochas trozando lianas con mis dientes. Espanto tábanos y jejenes. Esquivo fieras y animales ponzoñosos de la noche pues. ¡No! ¡No! ¡No puedo detenerme!. Tengo que seguir aunque la debilitación quiebre mis fuerzas y me bata contra la tierra. ¡Ayúdame padre! ¡Ayúdame a encontrar un poblado perdido en esta selva para denunciar el destrozamiento. —¡Ándate! ¡Ándate hijo! ¡Corre! ¡Corre! Para que vengan a recoger nuestros restos. Que el ritual funerario nos hagan para poder llegar hasta la cerca de Halolíes y decirle al Abolodime, el pajarito inmortal: que ¡aquí estamos!. ¡Avísale al Gran Omao que su casa celestial nos abra! Pero el sobrevividor parece no escucharle y no continúa su carrera sino que de pronto se para bajo un agujero despejado en la techumbre vegetal. Y con los brazos alzados hacia el cielo como si le hubiesen insuflado fuerzas milenarias, se encorajina y enfoguecido grita y grita. ¡Saitwan! ¡Saitwan! ¡Ven! Yo te invoco porque los dioses

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buenos nos han abandonado. Sino ¿cómo pudieron permitir esta matazón? ¡Ven, Saitwan! A ti, que muy vengador eres de mi pueblo yo ¡te pido!.

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¡Salte de tu cueva, el Nominawi dentro de la Madre Tierra! ¡Ayúdame! ¡Quítame!, ¡Quítame este desespero.! Este dolor. Este desconcierto porque ¿cómo, cómo se podrán unir los cuerpos despedazados? ¿Cómo se podrá rearmar el cuerpo de mi padre y el de los otros muertos sin saber quien es quien entre aquel destrozo, en aquel despedazamiento? ¡Ven Saitwan!. ¡Ven¡ Véngate de los “come tierra” Quémales sus cabellos y sus barbas Rómpeles sus caras despanzúrralos patéalos, patéalos, bátelos una y otra vez contra las piedras escóndelos en tu cueva donde nunca, nunca sus iguales encuentren sus restos que ningún blanqueo de huesos puedan hacerles ni tampoco incendiarlos, ni sus cenizas con sopa de plátano puedan beber ¡Haz que se pudran en su propia maluqueza! ¡Que nunca, nunca a la casa del Gran Omao puedan llegar Conviértelos en tigres descarnados, sin Noneshi ni Yo chiquito y sin garras ni colmillos ni menos fiereza ¡Hazlos vagar y vagar! ¡Zúmbalos en los derrumbaderos


del sol poniente por toda la eternidad! ¡Cóbrate a todos los hermanos que por beber nuestras propias aguas enmercuriadas han muerto! ¡Véngate de los robadores de nuestro oro de nuestros diamantes, de nuestros jades! Convierte esas piedras y metales en guijarros hongueados o en culebras venenosas Calla Saitwan el ruido atronador del grillo come-árbol que se traga ceibales y pijiguaos por nuestros “abuelos de antes” sembrados Arráncale sus colmillos metálicos que no se trague más pájaros que no raspe y raspe nuestros bosques hasta dejarlos como roca pelada Tumba Saitwan, sus bichos voladores que nunca más se arrastren como serpientes dañosas en nuestras tierras espantando a los animales Haciendo que como las bestias también nosotros huyamos adentrándonos, adentrándonos en lo más lejoso de nuestros propios territorios donde nunca nos encuentren ellos con sus ganas y sus máquinas ¡Véngate! de los sobornadores de los indiferentes y de la omisión y complicidad de las autoridades!

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Pues, ¿quién encarcelará a los “come-tierra”? ¿Quién justicia hará? ¡Nadie, Saitwan! ¡Nadie! Sólo tú que muy vengador eres ¡lo harás! Pues los ancianos cuando yo les cuente lo sucedido y grite: ¡Guerra! ¡Guerra tenemos que hacer! Responderán “¿cómo puede ser honor a niños, mujeres y ancianos matar? ¿Cómo poder guerrear con un enemigo sin dignidad? ¡No! unos come-gente son.” ¡Véngate tú, Saitwan! de la matazón de Conuco Viejo donde quedó mi gente Oliendo a pólvora Oliendo a muerte Revolconeada entre la Furia y la traición de los salvajes.

Después de invocar a Saitwan y de desfogar su desesperamiento y su ira represada, el sobrevividor como si lo impulsaran las fuerzas milenarias de su pueblo primigenio, como aluzado por sus propias palabras continúa su carrera. Atraviesa aguas encabritadas, esquiva fieras, serpientes y ramalazos bajo aquel techo, mar oscuro, vegetal, inacabable. De pronto escucha un grito de guerra atronador salido de las inmemorias. Una


trepidación, un terremotear estremece la selva toda. Y es cuando él, se imagina a Saitwan que abriendo su bocaza, de un solo mordiscón se traga el campamento de los garimpeiros masacradores junto con su avaricia. Sus ganas de todo. Su mercurio y sus máquinas desalmadas hundiéndolos para siempre en lo más profundo de su cueva el Nominawi. Desde donde el vengador suelta una carcajada que retumba en toda la amazonía. Luego, comienza a descuartizar a colmillazo de dioses a los asesinadores que quedan vivos, retorciéndose con sus cuerpos aún palpitantes. Están ahí, jodidos sin poder hacer un carajo. Arriba, ningún vestigio. Ningún machete. Ningún cuchillo ni grillo metálico quedó. Puro silencio es todo. Sólo una grieta costrosa, purulenta serpentea sobre la piel de la Madre Tierra. Cuando terminaron aquellas posesiones, Clara quedo con algo que le revuelca, que le raspa, que le aguijonea dentro de sí. Y que como una gran carga pesada le dobla sus patas de cerbatana herida haciéndola arrastrar aquel pedazo de tiempo acabado de salir con emanaciones de pólvora, de escopetazos, de filos sangrantes y de sudor de hombres aún endogalados. Por eso ella va tragando la savia que surge desde la raíz de su propio árbol mestizado poblado de omisiones, oloroso a muerte, a yopo y a humedades del selvaje. Después de aquel disparo reventador de los tiempos presentes y de los inmemoriales Clara, se pregunta ¿Cómo? ¿Cómo he podido estar tan ausente? ¿Cómo

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pude no enterarme?- Mientras arrastra su frágil cuerpo de paja mimetizado, adolorido de pasados hacia el Ilusionero. Y un lagrimear por siglos detenido resbala por sus mejillas. El Ilusionero abraza con ternura a su amiga mientras ella le dice: —Desde hoy, ¡nunca, nunca! seré la misma, ¡nunca, nunca…! 142

—Yo pienso, Clara que tu serás tu mismo río más el agua de otras aguas que dentro de ti te abrirán un surco que te va a reciclar, a renovar y a revitalizar, no para doblarte como una mártir por tu ignorancia. Sino para que te reconozcas y asumas, dignificada, tu mestizaje- le dice él, acariciándole su cabellera lacia. Los dos se funden y sienten el pinchazo de la escama recién surgida, escama negada que ahora se revuelca en los corazones y en las neuronas de Clara y en las de todas las Claras y Claros de América. Herida escrita por la Historia mezquina habladora de indios en tiempo pasado. -Niños- dice la maestra -en América hubo..., y en Venezuela existieron... Historia tapiada desde que del cielo nos cayeron los hombres-caballo, hoy transnacionalizados, arrasando con sus ganas y sus patas todo a su paso, en este país... En este país vendido a terroncitos por el Gran Jurado y sus seguidores antes de fugarse hacia el espacio. Pero dejemos a Clara zarandeada aún por aquel trance y veamos

¿qué estuvieron sintiendo los Supliciados


tras las rejas?, al ver y escuchar y sentir todo lo de las posesiones proyectadas en la gran pantalla por el Ilusionero. No lo sé, porque cuando escribía sobre ésto sentí un aliquebramiento que me hundió casi bajo tierra enneblando mis emociones y tal vez, esa sea la razón por la cual, ahora, en este instante, trato de enviar todo eso al confín más lejoso de mi inconsciente para preservar mi integridad psicológica, por lo que apenas puedo percibir algunas imágenes borrosas de los Supliciados. Puede ser que ésto esté sucediéndome por lo que me dijo mi amiga Miriam González Blanco cuando leyó los originales de esta novela, para ese momento aún inconclusa: “Cuídate de no convertir a esta obra en la historia de las atrocidades humanas”. En ese instante yo aún estaba bajo el golpetazo de la Historia omitida y no logré responderle nada; pero luego pensé ¿Es que pueden haber más atrocidades cometidas por todos los Gran Jurado de esta tierra? ¡No, no! Ellos son la atrocidad misma y los dañadores más impunes del planeta. Pero ahora comienzo a percibir un fuerte olor a muertumbre y a curare penetrando en esta habitación donde estoy escribiendo. El mismo que los Supliciados posiblemente sienten presagiando el acosamiento luciferino de los hombres barbados recovequeando selvas y pantanales, impulsados por sus ganas de oro y de esclavos, guiados por sus mastines enfierecidos y disparando fogonazos por todas partes.

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Ya transcurrieron varios meses desde que escribí las posesiones que los indios hicieron en Clara. Y mi cerebro finalmente logró recuperarse del bloqueamiento que me causó esta parte de la novela por lo que ya puedo continuar con Clara, quien está herida aún por el flechazo de la Historia no contada, con la conciencia rota por el reflotar de la escama emplumada comprimida en el ocultamiento programado por el Gran Jurado, sus secuaces y su HIDRA T.V.

La atardecida espejea en el río-Padre-Orinoco y sobre los rostros del Ilusionero y de Clara. Ella está todavía aturdida por las voces ocultadas. Y como para salvarse, como para no desintegrarse, huye haciendo cabalgar veloz a su memoria adolorida que atraviesa el negror de las acabaciones recién desentrañadas frente al Caroní para apaciguarse y solazarse en la otra faz. LA FAZ OCULTA DE GUAYANA. La faz mítica y alucinante de sus ancestros, zambulléndose en aquella tarde cuando el Ilusionero, en la cima del Waraira Repano le leyó el mito de Wanadi; Semenía y los Hombres Pájaros. Ahora en el playón, con sus pies bañados por las aguas de el río Padre Orinoco, a donde el Ilusionero la había llevado para serenarla después de la conmoción que le provocaron las posesiones. Clara está de nuevo, posesa de pasados.


Cerbataneada, hecha puro mito. Viendo a Semenía, a los Hombres Pájaros y a la ardilla Kadi’io que trepada en el gran árbol Mara’huaka, el árbol de la vida, va cortando aquellas raíces disparatadas que pegaditicas están de las nubes. De pronto, Kadi’io da un hachazo de dioses. Un ruido atronador se escucha y una torrentera loca desparramándose en las oquedades de la Madre Tierra arrastra a Clara. Y entre aquella aguazón ella, siente —que soy culebra de agua, que soy Hui’io— y comienza una danza frenética en el espacio mientras dice: —Yo soy Uri’ñaku, el agua nueva. Soy la madre de todos los ríos y vida daré a estos mis territorios y a sus pueblos-. Y moviendo su cabeza hacia el cielo, bailoteando su cuello en el aire exclama: -¡Semenía! ¡Dame! ¡Dame plumas para adornarme! Pues una corona bonita, bonita quiero yo-. Y Semenía y sus Hombres Pájaros, revolotean afanados en el aire sacudiendo sus alas sobre la cabeza de ClaraHui’io-Madre-Agua que es ya un plumero fascinador mientras el cielo es poblado por un brillo cegante. Es un lienzo pintado por Miguel Von Dangel, y en el espacio se esparcen pincelazos lentejuelados y escarcha recién regada de múltiples colores: dorado, turquesa, púrpura, fucsia, plateado, entremezclándose con trocitos de hierro, de oro, de cuarzo, de diamantes y pedazos de vasijas requemadas en los fuegos ancestrales ofrendados a los dioses del selvaje americano. Luceando los ojazos de Hui’io que cabriolea sobre sí misma al ritmo musical de

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flautas milenarias. Ritmo salido de su vientre acuático. Y arqueándose modosamente, cae exhausta sobre su propio lecho. Yo soy arcoiris. Huasadi, así me llamaban los abuelos de antes— decía para sí misma.

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Un olorear de piedras húmedas se expande sobre las aguas, donde navega un carguero repleto de hierro y con su ruido metálico, al pasar frente a Clara, que está adormilada sobre la arena, la hace retornar de su mítica travesía. Y es cuando ella percibe que la atardecida no está más. Que ya es noche y que a su lado aún permanece el Ilusionero, quien rompe el silencio en el que había estado mientras ella desviajaba entre los dioses para decirle quedamente: -Nosotros, los Nosotros, llevamos adentro los “CUCHILLOS DEL SILENCIO” y la magia alucinante de nuestros antepasados.

Días después, el Ilusionero conversando con Lubio Cardozo, un entrañable amigo, le cuenta acerca de las posesiones que había tenido Clara. Y cómo, estando los dos en aquel playón, él, vio todos sus pensamientos cuando su amiga visionaba al río Padre Orinoco transformándose ella misma en culebra de agua. En Hui’io, que coqueteaba con su corona de plumas resplandecientes. —Creo— agrega Lubio- que Clara ha comenzado a “...RETEJER EL HILO RAIGAL DESDE EL ENCANTAMIENTO DEL MITO, ARMA CELICA HASTA LA MARAVILLA DE VER PARTE DE SU ROSTRO EN EL TREMOL DE LA HISTORIA…” -Es


cierto- le contesta él, además en ese viajar ella se sumerge, y reciclando lo sagrado de los padres del inicio y sin saberlo hace a su cuerpo morada de dioses, de soles, de lunas, de tierras, de aires, de fuegos, de aguas y de gente. Y al sentir las voces, las vivencias de sus posesiones van surgiendo para regarse sobre su piel. Pero ella no se resquebraja sino, que convertida en esponja mimetizable, en cerbatana, Clara las asume, las ama y las deja crecer dentro de sí sin gríngolas ni talanqueras. Después, las funde en lo más profundo y las hace flor siempre renaciente asomada a la ventana de las multiplicidades que han abierto los hombres sobre el planeta.

En definitiva una rama más, filosa y emplumada ha renacido en la maraña vegetal de Clara enraizada en el tronco de Nosotros, los Nosotros. Hijos de Wanadi, de Amalivaca, el padre de toda la gente, del Dios de los cristianos y de Muluku, paridor de nuestra africanía.

El barco con su cargamentazón de hierro y su lucerío reflejándose en el Río-Padre-Orinoco se desdibujó en el anochecer. Clara de regreso a la realidad trae su cabellera de agua aún coloreada por las plumas de los dioses. Y revivida mira al Ilusionero quien la contempla en silencio. Después, muy juntos se van a instalar la Carpa Enmagiada hacia un lugar cercano a orillas del río Padre, Orinoco, explayado a las patas mismas del puente que une a las

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poblaciones de San Félix y Puerto Ordaz.

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Clara y el Ilusionero instalaron su carpa en la CiudadDorado. Y durante 37 años iban por ahí… incansables. Haciendo amigos. Descuadriculando a niños y a sus familiares bajo aquellos calorones 40 grados. Recogiendo desechos por todas partes. A Clara le gustaba hacerlo en el Parque Cachamay, donde había tenido aquellas tres posesiones emplumadas, como ella les decía. Desechos para reciclar en: collares, títeres, muñecotes y objetos de utilería. Todo iba a parar al teatrino en el cual daban las funciones dominicales que hacían en los caseríos más remotos de la ciudad. Los dos amigos se dijeron: tenemos que aprovechar las borracheras del Gran Jurado y el debilitamiento de la HIDRA T.V. la cual se está embobando, al intoxicarse con tantos enlatados que le hacen tragar. Por eso sus tentáculos casi no llegan a estos caseríos perdidos por donde andamos.

Un día a Lucélida le dio por hacer un recorrido disparatado. Va enmagiada metiéndose por vericuetos, matorrales y quebradas, mientras Clara y el Ilusionero se dejan pasear sin protesta alguna. De pronto, ella se para en seco frente a una iglesia rural que está rodeada de flores silvestres bien bonitas. Adentro un sacerdote jovencito recién ordenado está diciendo: -”A la Virgen María, madre purísima y santísima del hijo de Dios, nuestro señor Jesucristo. Quien murió por los pecados


del mundo, y de todos nosotros, casi no es nombrada en las sagradas escrituras. ¿Qué habrá pasado? Les confieso que por mucho que leo y leo libros y más libros, descubro que casi no la mencionan. Y yo, un humilde siervo de Dios me pregunto ¿por qué esa omisión de la madre del hijo del padre eterno quien fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo?”- Y en silencio el Ilusionero se contesta: Porque darle a María un rol protagónico en la historia de su hijo Jesús, para los misóginos de la cristiandad sería demasiado. Demasiado. -”Por obra y gracia del Espíritu Santo”- está repitiendo el cura. Clara en ese momento percibe un aroma de flores que la impulsa a salir de la misa hacia el jardín que rodea a la iglesia. Allí en él se acuesta mientras siente que alguien, silenciosamente, pero con la fuerza de un disparo detenido por más de dos mil años, la va poseyendo. -Soy yo, María. La Diosa. La Gran Madre destronada. La mujer. La salida del ocultamiento de mis propios ovarios. La mutilada. La sin piel. La sin senos. La sin clítoris ni vagina gozantes. La sin suspiros. La sin ayes. La sin acaríciame aquí y bésame acá. La sin te deseo José. ¡Bésame amor! ¡Bésame toda!- Y él. Él: -Aquí estoy amada mía, soy yo, José, fugado como tú de la Historia Sagrada. Soy el sin fuegos. El neutro. El seco. El sin humores. El sin ojos para amarte con esa mirada deseosa de ti, por siglos detenida. Soy el sin lengua para el gozo. El sin palabras para poemas cantarte. Soy el alfarero sin manos que puedan moldear tu cuerpo y recorrerlo de arriba abajo, rociándolo con

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ungüentos y aromas embriagantes. Soy el imposibilitado de hacer sonar la cítara para embelesarte. Soy el sin labios para besar tu cabellera en la media sombra titilante entre inciensos y cirios por el amor encendidos en esta única noche de pasión, aún no vetada.

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Y Clara-María, Clara-José, Clara-María-José, orgásmica, remontada a más de dos mil años atrás, justo hacia aquella última noche, antes que los borradores de los sucios placeres de los hombres les congelaran las emociones y eunucasen a José. Está allí, hecha un dos-nosotros, fecundo, inseparable, escapado de la historia culposa, estéril, aséptica de humores y pasiones maritales, congelada por el manto sagrado de la cristiandad.

Clara, en éxtasis, jadea y jadea entre las flores y convulsionante de fogaciones, lanza el último gemido del sagrado ocultamiento. Está exhausta, plena, amorosamente flácida, cuando de pronto llegan unos feligreses que al verla allí, tumbada entre las siemprevivas, desesperados gritan: -¡Un ataque! ¡Le dio un ataque! ¡Un médico! ¡Busquen a un médico, ¡rápido!, ¡rápido que se nos muere!- Pero sólo el Ilusionero. Sí, solo él, sabe que Clara no tiene ningún ataque, por eso dice: -¡Calma! ¡Calma! Tranquilos ¡Déjenla! ¡Déjenla! que ahorita


se le pasa. Y así sucedió a los pocos minutos. Ahora, Clara, ida hacia atrás, esta vez, hacia los domingos-misa de seis, de sus trece años. Hacia el confesor culpabilizante. Hacia el encuentro con el Arcángel Miguel de sus tormentos, vuelve al aquí, y al ahora. Lentamente, como una autómata, entra a la iglesia, y se arrodilla ante el cura para recibir la hostia, congelando así, aquel furtivo trance, diluyendo los fuegos pasionales de María y José en la saliva de su boca, aún culposa. Y se traga el cuerpo de Cristo con su piel forrada de plumas de paloma blanca, plumas purísimas negadoras de los placeres del amor.

En ese anochecer el Ilusionero escribió en su diario: María y José el amor hicieron, “LA LLAMA DOBLE” ardió. Y Clara al hijo de Dios se comió.

Entre tanto, los enrejados están postrados. Los hombres, rodilla en tierra, ante un ícono de la Santísima Virgen María al cual acaban de desnudar. Desembraguetados, con el corazón a millón, con las bolas a punto de explotar; mentalmente se hacen la paja sin poder hacer un carajo.

Al Gran Jurado de tanta bebedera, de tanto jugar y jugar

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se le están aflojando las tuercas del poder. Por lo que la HIDRA T.V. anda ya buscando en el desierto de su propia aridez un cablecito que le insuflara un poco de energía para seguir jodiendo a los pobladores, que empezaban ya a protestar ante las iniquidades y coño e’madrerías del Gran Jurado. Sí, la HIDRA T.V. que había sido los ojos, los oídos, la lengua, las manos, los pies, el garrote. El todo, pues, del Gran Jurado, esta sidosa, perdiendo ya su antigua flexibilidad de pulpo por lo que ya casi no puede penetrar las neuronas de los subyugados. Y no tiene fuerzas para proyectar sus mensajes en las super pantallas que el Gran Jurado había colocado en cada cuadra. Por esto nadie podía escapar de su infernoso adoctrinamiento. Pantallas que ahora resultan ridículas sabanitas o mejor, pañales de bebés, si se comparan con la pantalla descomunal que el Ejército Justiciador les colocó a los ahora Supliciados, frente a las rejas de la reservación, donde se encuentra el País Nuevo. Pero, ¿cómo pudo Clara escapar de la penetración de la HIDRA T.V.? ¿Sería tal vez por el magma de la ancestral y mágica hibridez de su árbol multiflorido, que con la fuerza de sus raíces la impulsaron a escapar de la bicha esa. Y de todas las artimañas y tramposerías que el Gran Jurado hacía para enmarañar y embobar los cerebros de las gentes. Detengámonos aquí. Porque TÚ, quien me lees, te preguntarás y con razón. Entonces ¿cómo pudo Clara convertirse en una salvada? Fue, posiblemente por algún defecto del férreo y recovequeado sistema de controles


establecido por la HIDRA T.V. -¡No! ¡No!—, me comenta el Ilusionero, escapando también de mi sometimiento escritural.- Recuerda que Clara siempre decía: -Yo me salvo en cada acto de creación- Y eso mismo hice yo— Es cierto, gracias por recordármelo Ilusionero. Pero a eso hay que agregarle a su favor, el haber crecido soñando en su desvelamiento a perpetuidad. Y el don innato y sui géneris de cerbatanearse, cual actriz veterana con cualquier personaje, animal, o cosa o situación que ella quisiera. Sin perder o trastocar sus valores, ni su férrea integridad personal. Formados saltimbanqueando fuera de las líneas rectas de la HIDRA T.V. Pero profundicemos más en este asunto. Porque si bien es cierto que, hasta ahora, Clara ha podido salvarse. Pero ¿y mañana o pasado, o dentro de unos días, cuando sean las marramuciadas elecciones de los gobernadores compinches del Gran Jurado. Qué sucederá? Y el ocho de diciembre cuando el Gran Jurado se robonée los votos para lograr la próxima reelección ¡¿Ah?! ¿Qué acontecerá? Y lograrás TÚ, lector, salvarte? ¿O acaso eres uno de los victimarios? Yo, quien soy una víctima más, ¿lograré escapar del caos total que se avecina? ¿Podré terminar de corregir los originales de esta novela escritos hace años y cuyo final aún, no he concebido? ¿Sobreviviré para hacerlo como más o menos lo tengo pensado? ¿O tendré

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que modificarlo? Pienso, que incluso hasta podría tener uno, dos o más finales, según sean las circunstancias que me toque vivir en este impredecible país donde habito. ¿Y si muero? TÚ, tendrías entonces, que imaginártelo. Pero yo me pregunto: ¿sobrevivirás TÚ? Porque en todos los socavones de la nación se rumorea que: a esta mecha la prende hasta una gota de agua. Por eso lo que viene es de espanto. Es la hecatombe final, pues el Gran Jurado está cocinando algo macabro. -Habrá otro gorilazo- dice una señora. -No, no, eso ahora se llama un autogolpe constitucionalle corrige otra más actualizada a media voz, mientras hacen una cola kilométrica a las puertas de un abasto. Ya que en Caracas y en todo el territorio nacional, quienes aún les queda alguna plata corren como hormigas antes de un terremoto para apretujarse a las puertas de los supermercados. Y los que no tienen, comen cable. Reflexionan y esperan... esperan... O hasta que bajaron de los cerros empujados por el tanto aguante. Son esqueletos que ni sombra hacen ya. Vienen hechos huracán desatado. El aumento desmedido de la gasolina, sin previo aviso, decretado por el Gran Jurado. Presidido en ese tiempo por Carlos Andrés Pérez fue el detonante que provocó la protesta de los marginados.

El Caracazo,


Le dicen. El 27 de febrero de 1989. Hombres, mujeres y niños saquean supermercados y comercios de toda clase. Cargan con todo lo que necesitan. Sin armas van. Sólo con su desespero van. Cuando el ministro de la defensa Italo del Valle Alliegro grita ¡Disparen! “¡Disparen a matar!” ¡Disparen! “¡Disparen a matar!” ¡Carajo! Y un reguero de niños, hombres, mujeres y ancianos quedó masacrado sobre la ciudad. Que son miles dice la gente. ¡Falso de toda falsedad! Gritonea el Gran Jurado. Que si los echaron en fosas colectivas (masacre aún impune). ¡Bolas, puras bolas de la oposición! Vocifera la HIDRA T.V. ¡Tuvimos que hacerles respetar la propiedad privada y la democracia! Además, ¿por qué tanta alharaca? Bueno, está bien. Hubo algunos heridos y apenas unos muertitos. Confesaba al fin el Gran Jurado y sus secuaces por la Hidra T.V. Y siguieron disfrutando de aquel jolgorio que apenas hacía muy pocos días habían iniciado. Ahora ¡qué siga la fiesta! ¡qué aquí no pasó, ni pasará nada de nada! ¡y nadie viene a jodernos este bonche! Dijeron a coro.

El reinado de Carlos Andrés II Así llamaba el pueblo a aquella celebración que Carlos Andrés y su combo montaron al ganar por segunda vez las elecciones. Y tan fastuosa. Tan obscena. Tan de tirar la casa por la ventana era que el mismísimo Jaime Lusinchi declaró públicamente

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¡qué siga! ¡qué siga la fiesta! Que para eso tenemos “la botija llena”. Y se pusieron de nuevo a beber güisqui y a jugar y a jugar. Porque el Gran Jurado y sus compinches como siempre, no entendió nadita de lo que venía sucediendo durante los 40 años de su mandato. Pues el tiempo en inaugurar placitas, en besar ancianos y carricitos. Y en el estar marcando y remarcando aquellas líneas rectas que inexorablemente conducían hacia la implacable y multimillonaria HIDRA T.V. Actividades que les resultaban agobiadoras, pero necesarias. Lamentablemente ese trabajo pantallérico les quitaba mucho tiempo para cuadrar bien sus guisos nacionales e internacionales. Y sobre todo para gozar y gozar.

Pero después del Caracazo por la voraz conchupancia y camaleónica adicción que tenía el Gran Jurado hacia el puntofijismo. Eso de quítate tú para ponerme yo y viceversa. Jueguito que los había mantenido unidos por 40 años. La Historia por pura maluqueza, metió dentro del bunker de Miraflores al Gran Jurado y a sus compinches más cercanos. Todos muy democráticos, (junto con sus iguales, aquellos que han estado regados en otras naciones del Continente Americano y por todo el globo terráqueo). Y por si acaso..., les trancó por fuera la puerta con un candado inviolable. Tan fuertemente que ni que ella misma quisiera, podría destrancarlo jamás, jamás. Por eso pueden verse los fantasmones de los muertos cerca de los cuerpos aún vivos de este país carraplaneado, que para este momento,


todavía es propiedad del Gran Jurado. Adentro están: Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Carlos Andrés Pérez I y II y compañía, Jaime Lusinchi, también y compañía. Luis Herrera Campins y Rafael Caldera I y II. Coautores del desbaratamiento de esta nación mil millonaria a la que dejaron moribunda. Empetrolada. Ahogándose en uno de sus agujeros más obscenos y profundos de su Historia. En la cual, en un futuro no muy lejano cuando el “por ahora”, quien hasta hace poco nadie podía nombrar por su propio nombre sin sufrir la terrorífica condena del empalamiento, será elegido por la inimaginable mayoría del pueblo sabedor, presidente de la Nación. Entonces, el Teniente Coronel Hugo Chávez Frías, en el pantallérico congreso del país al recibir el mando del último representante del Gran Jurado dirá: “democracia con hambre no es democracia”. Después reinagurará la quinta República Bolivariana de Venezuela. Y cuando eso suceda veremos a los seguidores de todos los encerrados por la Historia en el bunker de Miraflores, desmoñándose irremediablemente en el desespero y en la agonía de su propia impotencia sin poder hacer un carajo.

Pero ahora los del Gran Jurado están al borde. Muchos hiperactivos de tanta ansiedad y desespero se desuñan a sí mismos mientras recovequean por todo el bunker. Hay quienes ya tiraron la toalla y respantingándose sobre un sofá se sumergen en una de coca. Los de un grupito beben y beben güisqui sin parar, y uno de ellos, tambaleándose

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comenta: —Zonceras, bolas, puras bolas de la chusma. Aquí no pasa nada de nada ¡Sígamos jugando!— Un gordo por su celular llama a su barragana

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—¿Qué coño pasa aquí? ¿Por qué tanta vaina, tanta jodedera? Mientras el de al lado, firma apresuradamente un millonario cheque ladrón. Más allá, dos panzudos se desmoñan tratando de inventar cómo clavarle nuevos impuestos a los habitantes. Sin embargo, uno como llevado por súbitos hervores, desesperado grita: -¡Orden! ¡Orden! ¡Díganme! ¿Quién sabe aquí, de donde nos salió ese coño e’ madre? Nadie le responde, entonces grita: -¡Muerte con él, carajo! ¡Muerte con él!- corearon los demás. Y esa es la consigna que el Gran Jurado mandó a transmitir por su HIDRA T.V., para que navegue entre los más recónditos meandros de las mentes de sus vasallos. Pero lo que no percibió fue que su Titanic gubernamental venía haciendo aguas. Que la HIDRA T.V. está putrefacta. Que apenas tiene aliento para boquear. Que las líneas rectas se le curvearon a la izquierda. Que la mayoría de la población se está desengringolando. Que el que ha de morir. El que nadie puede mencionar por su nombre, so pena de empalamiento. Él, el innombrable,


“el por ahora”, como le dicen todos, él, se les coló entre las piernas. Deslizándose a millón, junto con una torrentera de votos hacia el bunker presidencial. Y a menos de 40 días para las próximas elecciones parece que nadie lo para. —Ni la muerte decretada por el Gran Jurado me detendrá— responde “el por ahora”, a la consigna luciferina que transmitía incansablemente la HIDRA T.V. dentro y fuera del país. Ataques con los que el Gran Jurado, en sus estertores de muerte arremete revitalizando a su HIDRA T.V. con una chorrera de millones de bolívares. Por esto sus redecillas se van tornando tentáculos devoradores, cundiendo el terror en todo el territorio nacional. Y es tanto y tan grande el poder que retomó la HIDRA T.V., que se mete dentro de mi barrio, dentro de mi casa, dentro de mi mente toda y... ¡No! ¡No!, no puedo escribir más con este desasosiego. Solo después de fumarme uno tras otro 10 cigarrillos. De echarme tres tragos de ron. De hacer un esfuerzo sobrehumano. Y sobre todo cuando recordé lo que siempre se decía Clara, pensé —yo también como ella, he podido salvarme en mis actos de creación. Entonces, ¿Voy a claudicar ahora? Respiro hondo. Muy hondo dejando a un lado la incertidumbre y el miedo, finalmente puedo continuar y retomo el hilo del relato. Clara y el Ilusionero acaban de salir de la iglesia. El Ilusionero enciende nuevamente a Lucélida que va con un

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florerío de escándalo descolgándose del techo. Muñecotas de trapo muy reveronianas ellas, se asoman a las ventanas. Y casas y paisajes y animales adornan la piel de Lucélida. Clara y el Ilusionero piensan continuar sus andanzas hasta plantar su carpa enmagiada en otros parajes lejanos.

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y… ¿Pero qué me sucede? ¿Qué me está pasando? Siento algo raro, algo que me impide continuar escribiendo lo que tenía planificado. ¿Qué es esta fuerza que me detiene los dedos sobre el teclado de mi máquina? ¿Por qué no puedo avanzar? De pronto, ahí, en la pantalla de mi propia mente, veo al Ilusionero agitadísimo, haciéndome señas con la mano. -¡Detente! ¡Detente! Deja la continuación del viaje para más adelante, porque ahora, a Clara la requiere un espíritu muy urgido y extraño. Y sin darme tiempo para responderle, observé como a Clara, con una velocidad de rayo láser, la invade un espíritu o mejor dicho, un engendro, quien como

El Espíritu Chupador (E.Ch.) se identifica para solaz de los enrejados, quienes lo escuchan decir: Yo soy hechura, soy el hijo del Gran Jurado. Soy el sin temores, el


gris, el sin luz de adentro, el tipo de burdel caro, soy el vivo, el adicto a la HIDRA T.V. y el niño y el adolescente teledirigido. Soy el prototipo de la época, el que apuesta todo al éxito inmediato, el improvisador, el sin planes, el comisionado de las comisiones, el que abre cuentas millonarias y volátiles dentro y fuera del país. Soy el lengua, el mentiroso, soy la voz, el hablador prefabricado, el zancadillero, el burócrata, el negociante a maletinazo, soy puro cálculo matemático, el puro bussiness. Soy el desafiador, el astroso, el gobiernero, el que cumple órdenes y también el que manda, el del traje de ejecutivo impecable que tiene a su familia en su santo lugar, una querida en Caracas y otra en Orlando y a todas las putas para refocilarme. Y también soy el premiado y el que premia por los tantos favores recibidos. Soy fumón y también le entro a la coca y a otras vainas cuando no estoy de narcotraficante o cuando no estoy narcolavando. Soy el violento, el represor, el eterno mutante electoral. El que tala bosques y arrasa gente y animales. Soy el hombre del año porque vendo TODO, TODO, TODITO, vendo incluso a mis propios padres. Soy el sordo, el irreflexivo y sobre todo, soy el demandante, el que quiere todo ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya! Soy el sin valores y el descuartizador insaciable. Soy el nacido en una vitrina plástica transnacional, hijo de padres chupadores, chupados ellos, porque yo me los chupé a los dos. Sí, me los chupé, toditos como me lo ordenó el Gran Jurado y por eso me hice ventosa, madre, para chuparte mejor, para exigirte mejor: Quiero teta madre, quiero chupón madre, quiero todos los juguetes de Fisher Price y unos patines lineales y una bici y una pistola y una metralleta. Y quiero madre, que

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tengas un carro nuevo para robártelo. Quiero padre, una cama de agua para mi primera tirada, un blackberry y una computadora nuevecita para navegar en la red y hacerme el siete macho más macho del ciberespacio. Quiero una lancha, una casa en la ciudad y otra en el campo y un resort en Margarita o en Miami. Y todo esto y mucho más obtuve yo de tanta chupadera a mis padres que a su vez chupaban a cambio de incondicionalidades al Gran Jurado, los chupadores máximos, y quienes antes de fugarse hacia el espacio donde harían la gran fiesta inaugural del País Nuevo, esos coño e’ madres ni se preocuparon en buscarme y me dejaron aquí en este mierdero seco. Por eso me metí una trona espectacular. Por eso los detesto y por eso me cago en tí y descargo todo mi frustre y mi arrechera contigo, Clara- decía E.Ch. arrebatado. Y ella, sintiendo un ahogo, un desasosiego, una insatisfacción in crescendo como si se hubiese tomado un gran trago de sequedades. -¡Dame! ¡Dame! lo que necesito. ¡Dámelo ya! Porque si no, te descuartizo o me meto en tu vientre y engordo y engordo y subo y te chupo los senos, la cara, el costillar y la piel y te dejo seca, sequita y te doy mi beso de curare y te paralizo y te hago muerta en vida en un instante de eternidad- le gritonea mientras da patadazos y mordiscones dentro de Clara. -Pero ¡dime!, ¡dime! ¿qué es lo que quieres?balbucea Clara medio exhausta. Y E.Ch. en su desespero grita: -¡Dame! ¡Dame madre Clara,! cualquier cosa que no puedas darme para así tener una razón para no amarte.


Y el Ilusionero al ver aquella posesión tan espantable, sosteniendo con todas sus fuerzas a Clara que está sudorosa y jadeante le ordena: -¡Saca! ¡Saca tu arma, Clara!- Y E.Ch. enrabiecido -Vamos Clara ¡colma mis apetencias! Y el Ilusionero jamaqueando a Clara -¡Qué saques tu arma te digo! -¿Cuál arma?- se preguntaba ella en el silencio de su casi muerte. Pero de súbito, movilizada por un ramalazo de lucidez intenta inútilmente levantarse del suelo porque en ese mismo instante E.Ch., en su desesperamiento pega un alarido desgarrador, al mismo tiempo que con los deditos fetales de sus manos edípicas se rasga el vientre. Y Clara siente un estruendo inimaginable, una avalancha de piedras, de tuercas, de hierros retorcidos: de motos, lanchas, carros nuevecitos recién chocados; y de televisores vomitando pistoletazos, sexos rajados y potes y jabones y champúes y nalgas y senos y labios siliconeados. Y teleculebras arrastrándose entre su propio charco de cuernos y bofetones ensangrentados. Marcas y más marcas ondeando como fuegos fatuos al son del canto fúnebre de sirenas de la HIDRA T.V. El Ilusionero al percibir que Clara está casi inerme, concentrando todo el poder de su magia, le insufla las energías necesarias para hacerla reaccionar. Hasta que finalmente, ella se alza lentamente del piso y medio

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tambaleante se sienta en una mecedora y comienza a balancearse como arrullando amorosamente a un niño entre sus brazos mientras le acaricia los cabellos, la frente, las manos y comienza a mimarlo con uno de sus cánticos. Y solo así, E.Ch. se fue calmando, y ya no habla ni patalea, está plácido en el regazo de Clara. Después de un rato, ella se levanta de la silla y en un santiamén, se hace mimo atrapador de mariposas en un parque y ya es gato juguetón o flor naciente o colibrí revoloteador y perro feliz y morrocoy y caballo “come flores” y payaso saltimbanqui. Está cerbataneada, disfrutando de aquel, su propio espectáculo improvisado, inimaginable, capaz de embelesar a cualquier niño del planeta. Sí, Clara está ahí, ante E.Ch., salido hace rato de su cuerpo y que ahora se arrebuja entre los brazos del Ilusionero como un espectador invisible, sonriendo como alguien que al fin encontró, en unos minutos, lo desconocido, lo que nunca antes tuvo, lo que jamás había sentido en aquel círculo séptico del Gran Jurado y sus adláteres.

Después de haber sufrido aquella caótica posesión, aquel reventón de los máximos tesoros que E.Ch. tenía dentro de sí y de haberlo ungido con su magia encantatoria, Clara es luna, es tierra cálida, es vasija redonda. Y el Ilusionero, quien está como si todavía meciera a E.Ch. entre sus brazos, sentado en el piso, irradia tenues fulgores de sol recién amanecido. Repentinamente,


los Supliciados en silencio gritaron a E.Ch: ¡TRAIDOR, TRAIDOR! Esa noche, el Ilusionero, en una esquinita de su diario, tan solo escribió la palabra AMOR. Y enmagiado él mismo, por la actuación que acababa de hacer su amiga para E.Ch., permanecía en silencio, plácido, inmerso en la fascinadora telaraña del mundo de Clara.

Fue por el embelesamiento en que había quedado el Ilusionero, que uno de los supliciados, (precisamente el marido de la mujer de la maletica que jamás viajó, pero que estaba repleta de viajes ilusorios), logró escabullirse mentalmente de la reservación, el mismo de quien el Ilusionero se había desquitado al transformar a su mujer en una lujuriosa y vengativa dama medioeval y que ahora, en sus rememoraciones se dispone a gozar y a gozar en:

The Chévere Chévere Hotel Inc. Y es cuando el Ilusionero sale de su embeleso, reacciona y haciendo un paneo con su gran angular mental, descubre al recién evadido, quien había sido el mismísimo gobernador del Estado Bolívar. Y que ahora va a empezar a bonchar en el Chévere Chévere Hotel Inc. A donde se fue de vacaciones

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después de mentirle a su mujer,(la de la maletica) y de robonearse la mitad de los reales, que eran para construir una escuelita en Campo Rojo, y de entregarle al Gran Jurado la otra mitad como contribución para sufragar las golferías de la próxima campaña electoral.

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Unos meses más tarde fue cuando el gobernador recibió la tarjeta de invitación enviada por el Gran Jurado para que asistiera a la fiesta inaugural del País Nuevo. Y el tipo, entusiasmadísimo se dijo: —Tengo que estar en forma y bronceadito para ese fiestón.— Por lo que se fue a Margarita para asolearse en sus playas. Y por eso ahora, está bajo palmeras, bambalinas y banderitas internacionales, loco porque comience el show de la noche mientras campanea un güisqui 18 años hasta que finalmente se levanta el telón de aquel escenario al aire libre frente a la piscina. Un gordo con una chuletica de papel medio arrugado aparece: Good, good night, good, goood, goooood night, gentleman. Good soir monsieur. Buena note cabalieri. Buenas noches amigos. Now, for everybody, the golden latin-american show— dijo el animador. Se retira del escenario dando brinquitos y revienta la grabación del destape: E, e, e, mama o, —E, e, e, mama ooo. Babalú aye... Mi mamá me dio bambucooo.. E... e, e, mama ooo... Bambuco, bambucooo. Este negro ya se va, —Bambuco. Y las chicas, mezcla de Madonna, Celia Cruz y mulata batistera del Copacabana, desmelenadas, con sus gorritos de Santa Claus y sus hilos


dentales emperifollados con plumas rojas y amarillas y con guilindajos de una piedrería inimaginable: rubíes, diamantes y esmeraldas abrillantándoles los muslos, se desmoñan culeando, culeando su mulatitud y desenfrenadas giran y giran en aquella tarima embambalinada. Repentinamente de un salto espectacular seis hombres con taparrabos caen sobre la tarima al mismo tiempo que las bailarinas se tiran al suelo, de a para atrás. Se espernancan se menean contra las tablas acariciándose las entrepiernas, el vientre, los senos. Llamando con los labios y los ojos entreabiertos a los tipos, quienes como tarzanes se golpetean el pecho con los puños cerrados, cuando de súbito aparece el animador con su silbato Píiii, píiiiiiii, píiiiiiiiiii.... Gentleman, señores, Monsieur, Cabalieri: They are the machos, machos. And here.... they are de Latin-american-women— dice señalando con el pito a las mulatas que se retuercen sobre el escenario —¡Now! Que continúe el espectáculo.— Entonces cada uno de los seis Tarzanes se encarama sobre el vientre de su correspondiente compañera. Y otra vez aquel mosaico musical estalla: —E...., e... e..., mama o, e..., e..., e..., mama ooo, ¡Mételo! ¡Mételo! Bembón. Así.., asiiiii, meneadito. ¡Dale duro, dale duro, mételo bembón! ¿Qué es lo que tu quieres de mi mamasota ah? ¡Dímelo, dímelo! E, e, e, mama oooo.— Y el supliciado húmedo, memorioso, se dice: —¡Qué vaina tan buena, carajo! Si, yo desde mi silla, con mi pinga prendidita grité y grité. ¡Cojánselas pendejos! ¡Coño cojánselas!. Pero a mí, dejénme a la quinta que está de espanto, que a esa me la raspo yo después del espectáculo.— La verdad es que

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aquellas parejas casi casi copulan delante de nosotros, los espectadores. Pero la cosa no terminó ahí, es más, después de otras presentaciones, en las cuales una iba superando a la otra, sale de nuevo el animador dirigiéndose al público, y yo ahí, a puntico de irme..., de irme con mi pinga a explotar.

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—¿What happen...? ¿Qué pasa con ustedes, es que están dormidos? ¡Despierten! ¡Despierten! ¡Vengan, suban, suban! — Y se formó aquel despelote. Todos nos mandamos a millón. Un gordo se bambolea y tropieza con una cincuentona, derramando en su entrepecho la champaña que saboreaba, mientras el que estaba detrás de la mujer, al esquivar al gordiflón que se le venía encima se agarró del hilo dental de la tipa y zuass... se le vio el culo arrugadito. Y a una hembrota que estaba de muerte, al tambalearse le quedan las tetas al aire. Y yo ¡Ven, ven cáete mamacita, cáete sobre mí! Pero la tipa se enderezó. Y en aquel tumulto, en aquel derrape, cuando al fin llegué al entarimado, traté de halar a la quinta, a la mulatota mía, pero ¡coño¡ llegué tarde, un coño e madre se me adelantó. Después se formó de nuevo el merequetén .— Y el supliciado con su pinta mayamera se fajó con la que pudo, una, que parecía una odalisca drogada, cadereando aquella latinísima mezcla de calipso, merengue, tango y cha-cha-cha.

En aquel jolgorio había gente de todas partes: del país,


alemanes, franceses, gringos, italianos, argentinos, chilenos, canadienses y que sé yo. Con bermudas y camisetas pintadas con caritas felices, mujerones desnudas, labios siliconeados, monstruos de todas clases y guacamayas, loros, caimanes, melones, mangos, patillas y demás frutas tropicales. Y se podían ver bailadores: lampiños, con pecho peludo, calvos, con tupé, empelucados con permanentes o con crinejitas y un tipo Miss Universo, luciendo un espléndido hilo dental, jamoneándose con una cuarentona que luce un biquini de lamé, rojísimo, bordado con canutillos y lentejuelas multicolores. Y en la euforia de aquel bonche: zapatos tenis, de plástico, con y sin tacón. Cachuchas, pantalones, bronceadores, pantaletas, sostenes y muchas cosas más vuelan por todas partes. Los reflectores psicodélicos de modé, caen a rabiar sobre los bailantes alborotando la penumbra que envuelve aquel jaleo, aquel derrape nocturno en ese hotel de la isla de Margarita. Hoy narcolavada, y desaguada, pues solo hay agua para los resort y las grandes mansiones del Gran Jurado y su corte. Mientras que el resto de los habitantes beben sequedades hediondas a orines y excrementos sin procesar, porque puras promesas les había hecho siempre a los isleños el Gran Jurado ¡Acueducto ya! Dicen los afiches con el retrato del candidato de turno. Promesa que se repetía idénticamente en cada uno de los períodos electorales en los que se agotaban las arcas del país haciendo toda clase de marramucias y componendas. Toda clase de pactos, pacticos, pactotes, alianzas camaleónicas, comisiones, contratos y más contratos

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milmillonarios. Y guisos y más guisos y bonches y tómbolas para embobar a la gente engringolada por la HIDRA T.V., en una danza frenética de tarjetones multicolores, con tipos y tipas sin cara, ofreciendo cualquier vaina con tal de perpetuarse como dueños y dañadores de este país eunuco y apendejeado. Entre tanto, el equipo de sonido tras bastidores continúa tocando: la cucaracha, la cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar, porque le falta, porque le falta una cogidita por detrás. E, e, e, mama o. E, e, e, negro bembón. Y el fugado allí recordando a —la quinta, la chica mía, justamente la mía que siguiendo al mosaico musical desciende por las gradas. —¡Everybody!, ¡Síganme! Dice ella: La guacamaya, la guacamaya ¡Todo el mundo! Cua, cua, cua ¡Repitan! Cua, cua, cua, cua... — Que gozadera, pura gozadera era aquello. Después, nos puso en fila india y batiendo aquel rabote del carajo ordenó: —¡Síganme!— Y cómo no íbamos a seguir a esa hembrota al borde de la piscina y aquella congueadera “la negra Cachita, la negra Cachita...” Y yo gozando un bolón, manoseándole las nalgas a la catirita que tenía delante de mí, cuando aparece el gordo con su píiiiipíiiiii, píiiiiiii....... —A continuación gentleman, the fantastic, the maravilloso AEROBIC-SHOW.— Y zuass... todo el mundo al agua. Y yo busco estar cerquita de mi mulata que empieza a dirigir. — Everybody. Uno dos tres ¡Manos arriba! ¡Todos juntos!— Y hombres, mujeres, ancianos y niños lucen, como pulseras, unas cintas adhesivas de plástico amarillo fosforescentes que les habían puesto apenas entraron en el hotel. (La marca, la marca— piensa el Ilusionero al proyectar esas


imágenes en la pantalla) —¡Manos abajo! ¡Now!... Uno, dos, tres ¡A un lado! Y la cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar, porque le falta, porque le falta... ¿Qué, qué le falta mamacita? Y mi chica al compás de aquel mosaico, la guacamaya, la guacamaya cua, cua, cua coreábamos todos —¡Otra vez!— Cua, cua, cua ¡Wonderful!, and now, you are good boys. And don´t move. —Y nosotros dale que dale con la guacamaya cua, cua, cua, con los brazos arriba. Veinte minutos más tarde reaparece el gordo con su píiii... píii. Píiiiii —¿What happen here? ¿What happen? ¡The Aerobic-Show is... is... ¡carajo! hace rato que terminó— Esa vez pensé yo: —¡No joda! Tronco de vaina nos echó la diabla, la puta esa.

Entre tanto, los Supliciados, mientras veían aquella proyección vacacional, se sintieron en una alberca gigante, flotando ahora en una aguazón pestilente porque el Máximo soltó una peamentazón por las tantas emociones viscerales retenidas las cuales le reventaron el sello lacrado en su culo, puesto desde el principio de LOS VENGAMIENTOS por el Ejército Justiciador. Y un estruendo acompañado de un chorro verde, enorme, como una tromba loca, convulsiona las aguas y los Supliciados bañaditos por aquel magma pestilente tratan de salir. Pero en su desespero tropiezan entre sí, hundiéndose unos a otros intentando en vano alcanzar la otra orilla. Mientras un olor a mierda, a

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ácido sulfúrico se expande en la alberca llena con el agua infernosa de sus propias putrefacciones. Y los Supliciados ahí, fétidos, jodidos, sin poder hacer un carajo.

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En este instante, YO, quien escribe esta novela me pregunto: ¿Hace cuantas páginas-días, cuantas páginasnoches, cuantas páginas-años detuve yo las andanzas de Clara y el Ilusionero cuando apenas salían de la iglesia Clara, María y José, allá en la ciudad-Dorado de Guayana? ¿Por qué obedecí al Ilusionero en el momento en que me ordenó detenerme para darle paso al espíritu que iba a posesionarse de Clara y que resultó ser E.Ch., un vulgar y voraz hijo de puta. Y que después, debido al alelamiento del Ilusionero ante los mimos que Clara había realizado para E.Ch., el gobernador del Estado Bolívar logró escapar del poder ejercido por las proyecciones mentales que sobre la pantalla hacía el Ilusionero, para irse a disfrutar de los placeres del Show en el Chévere Chévere Hotel Inc.? ¿Acaso me detuvo para demostrar el dominio que él puede tener sobre mí y mi máquina? ¿Será que él, es el libre. El salido de mí. El sin mordazas. El sin talanqueras. El navegador insaciable que bucea en los más remotos pliegues de mi mapa cerebral, aún inexplorados por mi conciencia? ¿Será que el Ilusionero y Clara se hacen flechas lanzadas no por Parménides, sino por Heráclito para salvarme de este magma pantanoso en el que el Gran Jurado con su impiedad, convirtió al país y en donde me encuentro junto con algunos de mis


conciudadanos, sintiendo esta devoración que raspa a rabiar el lado todavía sano de mi propia carpa, de mi propia medalla. Compensando así, con sus asépticas aventuras, mi impotencia ante el desbaratamiento nacional?. O tal vez sea que Clara y el Ilusionero lucean la faz aún no muerta de mi acoquinada-medalla-tercera-edad en desbarranque, sin freno hacia el huecón dejado en esta TIERRA DE GRACIA por el Gran Jurado y sus seguidores; Ó ¿será que yo escribo esta novela para exorcizar en este caos todas las ignominias y atrocidades que nos hicieron y que ahora globalizadas por EL MÁXIMO ha tenido que soportar irremediablemente mi esqueleto americano? —Te estás acercando, te estás acercando— me dice el Ilusionero. —¡No! No, Ilusionero. No lo creo así. Pienso que estoy todavía muy lejos de poder salir de esta maraña en la que voluntariamente me metí para escudriñarme sin gríngolas. Pero en el transcurso de las páginas escritas hasta ahora, no atino a encontrar salida alguna. —“La luz, la luz, sin la luz estamos condenados a morir”—, te lo digo YO, el memorioso, el escribano de los tiempos. YO, quien soy la memoria ancestral del hoy y de la futuridad, el riesgo incansable, y también el ojo de las subjetividades nacido de aguas heracliteanas. YO, que soy una molécula de ADN humano en continuo desenrollamiento de misterios y que soy también el cautivo de tu miedo y de tus vengamientos que me someten a la dominación de tus pulsiones escriturales. Amarrando mis

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deseos y mis esperanzas. —Perdona Ilusionero, perdona, pero no me había dado cuenta... Yo pensé que... —¡Nada! Sólo pensaste en tus odiaciones y en tu venganza.

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—Espera un momento Ilusionero, dame una pausa, necesito pensar... —¡No! ¡No te dejo! ¡Dime! ¡Dime! ¿Te has preguntado hasta que página, hasta que línea de esta narración debo esperar para disfrutar de mi fundición, de mi uno solo- De mi cero. De mi todo y de mi nada? ¿Cuándo tendré en mí mismo, lo que me falta? ¿Cuando flotaré en la Madre Agua? Y ¿Hasta cuando tendrás a Clara ahuecada también sin su otra parte? ¿Es qué no sabes como fusionarnos? ¿O es qué piensas que el lector, si lo haces, no entenderá nada de nada? —Tienes razón Ilusionero. Pero en este instante me confundo y siento que voy hundiéndome en mi propio raizal enmarañado y trato de zafarme, pero más me enredo. Pienso Ilusionero, que tendré que convertirme en Dédalo para salir de este laberinto inacabable. —¡Óyeme bien! Para salir de tu propio laberinto de pasados y de hoyes; ¡hazte topo!, ¡hazte lombriz! o ¡hazte gusano! Pero acaba de sacarnos a Clara y a mi de tu propia telaraña. —Es cierto, tengo que tirabuzonear profundo entre las


aguas de mi propio árbol mestizado. —Perdóname, pero creo que no me comprendiste totalmente, pues no es sólo en tu árbol remezclado donde tienes que zambullirte. Tienes que salirte del macro para poder llegar al micro-uno, para que puedas al fin delinearnos y ubicarnos a Clara y a mí, con nitidez en este relato. —¡No! No comprendo muy bien, ¿qué es lo que realmente quieres decirme? —Es simple. Tienes que involucionar para poder avanzar. —¡Espera! ¡Espera!, ahora entiendo menos. —Lo que te digo es que tienes que llegar en tu retorno hasta el mismo vientre de tu madre. Hasta tu propio embrión, cuando aún no se había diferenciado, cuando aún eras el dos en uno. —¿Acaso te estás refiriendo al hermafroditismo primario? —Exacto. Lo malo es que justo al fundirte en ese punto, inevitablemente, después viene la separación. Y luego naces y estarás condenado a vivir a desespero por la vida, como lo haces ahora, buscando tu otra parte, tambaleante, cayendo y alzándote entre ensayo y error y ensayo y error sumergiéndote entre esta mascarada en donde hombres y mujeres, siguiendo a Alfred Adler tratan de dominarse unos a otros. Porque las gríngolas remachadas, especialmente aquí en occidente, les impiden, como a ti te está sucediendo

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ahora, vivenciar el disfrute ancestral de lo uno, que está justo en la aceptación llana de la diferencia del otro. En la entrega complementaria, plena y sin miedo. Sólo entonces, tal vez, sólo tal vez, le darás un buen final a esta novela. —Mira Ilusionero, creo que ya es tiempo de dejar esta conversa y de regresar a Guayana a donde estábamos cuando me interrumpiste. 176

—¡No! ¡No quiero regresar! Quiero que dialogando.

sigamos

—Lo siento, pero deseo concluir cuanto antes este trabajo. —Pero ¿Cual es la prisa? ¿Quién te obliga? —Nadie, pero es cuestión de tiempo. —¿Cuál tiempo? —Mi tiempo. —Escucha ésto. Una vez cuando yo estaba hablando con unos indígenas sobre el tiempo, un anciano sabio, el Shamán del grupo, me preguntó muy interesado —¿Cómo ustedes los criollos hacen para atrapar y encerrar al tiempo en esa cosita que llevan ahí?— mientras señalaba con su dedo índice al reloj pulsera que yo tenía en mi muñeca. —Aquello fue un lamparazo que cambió definitivamente mi vida. Y mi percepción del ayer, del hoy y del mañana. Y desde entonces, jamás, jamás se me ocurrió volver a


pensar en la eternidad. —Lo siento Ilusionero, pero son las once de la mañana y aún no he retomado el hilo. Lo siento, debo seguir mi narración. —Pero... el tiem... —¡No! No, Ilusionero, ahora no estoy para tantas profundidades. ¡Sigamos! —Pero ¿Dime al menos a donde nos llevarás a Clara y a mí? ¡Dímelo, dímelo! —¿Ah?, ¿de verdad quieres saberlo?— ¿O es que quieres que yo baje las armas de mi dictadura escritural y te informe?. ¡Está bien, te complazco! Creo que después de tantos vaporones bajo el solazo de Guayana, los pondré a continuar viajando hacia los Andes, por eso, ahora Clara y tú van rumbo al montañerío. —Adler, Adler— va pensando el Ilusionero constreñido entre letra y letra del tecleo de mi máquina. Los dos amigos, en silencio, recorren la carretera en espiral que los conduce hacia pueblos con calles de adoquines zumbadas hacia los cielos. Donde los campesinos con sus ruanas oscuras se protegen de la helazón del páramo y responden a los saludos de los viajantes levantándose a medias los sombreros, y mascando chimó frente a sus casas de cal y canto que como hongos pandeados por los años y los ventarrones resisten el abandono y el olvido del Gran Jurado. Con sus puertas desvencijadas, en las que todavía se pueden ver los agujeros de los balazos

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disparados por las tropas de las montoneras guerreantes que lucharon para derrotar a LOS AMOS DEL VALLE. Pero esos lugareños acorralados contra las laderas de los Andes logran sobrevivir a las roscas rapaces de los gobierneros del Gran Jurado que les compran sus hortalizas, sus frutas y sus flores por cuatro reales para revenderlas a precios de mafia en las ciudades. Y vendiendo a los turistas chicha, pasteles y el calentadito, licor inigualable para desentumecerse de la helazón. O tal vez sobrevivan por el incendio multicolor de los sembradíos de lirios y claveles blancos y amarillos y púrpura y morados que como alfombras vegetales revientan a cada rato en las faldas de las montañas haciendo maravillar más a Clara y al Ilusionero que vienen impresionados de ver tantas iglesias plantadas en todas partes. Y a las mínimas capillas orilleras construidas para recordamiento de los muertos en accidentes ocurridos en esos parajes. Así van Clara y el Ilusionero en sus nuevas andanzas, haciendo ya nuevos amigos, amigos-calentadito, amigos-eucalíptus, amigospasen adelante pues..., que les abrían sus casas para resguardarlos del frío y de los vientos zumbadores de aquél páramo.

Esos fueron también los tiempos en que a Clara se le devolvieron los domingos misas de seis de su infancia que la hacían entrar en cada iglesia para pedir tres deseos y para rezar tres Padrenuestros y tres Avemarías a la Virgen de la Inmaculada Concepción. En esos días sin saber por


qué, ella se persignaba cada vez que veía una Iglesia o una cruz en el camino, al tiempo que mentalmente oraba —“Jesús, José y María sean los salvadores del alma mía.” Que ese muerto descanse en paz y “que brille para él la luz perpetua”— Mientras tanto el Ilusionero percibe sus pensamientos sin decir ni una sola palabra e inmutable sigue manejando a Lucélida, que va medio congelada entre aquellas neblazones. 179

Y no por casualidad fue que en esta travesía a Clara le dio por fascinarse ante los santos, por eso cuando por las noches descansa dentro de la carpa enmagiada, se pone a construir altares y más altares y hace vírgenes y santos de todos los tamaños y colores: a la Dolorosa enlutada y lagrimeando. A San Martín de Porras negrísimo, barriendo con su escoba el entrepaño. A San Francisco de Asís rodeado por un animalerío de trapo, y a San Miguel Arcángel todo desorientado dando lanzasos en el aire, pues Clara no le hizo a ningún diablo para ser castigado. Entonces el Ilusionero le pregunta: —¿Y qué pasó con el diablo aterrorizado? ¿Por qué no lo hiciste? —No lo sé, Ilusionero, no lo sé. —¿No será que ya te estás liberando de los miedos y de las culpas con Letian? —Tal vez, tal vez— contestó Clara medio turbada y seguidamente como queriendo distraerse con algo,


empieza a construir ángeles y más ángeles, hasta formar una bandada con alas de muchos colorines. Y que al colgarlos del techo, con sus sombras hacen figurones alados que revolotean sobre los altares en una danza juguetona, sombreando por instantes la faz de Clara, la del Ilusionero y la de los santos apilados en las repisas y rincones de la carpa. En esa oportunidad, el Ilusionero escribió en su diario: 180

A Clara las religiosidades cruz y espada-ojo de Dios, despertándosele están; pero el ojo-castigador su poder culposo va perdiendo ya.

Páramo del Zumbador. Estado Táchira. 15 de septiembre de 1980. En aquella aventura, como siempre organizada por el Ilusionero, Clara resolvió desembaular su caja de pasteles–Rembrant, lo cual no hacía desde hace añales, pues había decidido que era más divertido hacer títeres y marionetas para su teatrino que pintar paisajes estáticos. Los sacó después de ver aquellas casas de cal y canto a medio caer con sus techos hongueaditicos de musgos y de años que aún subsistían a las ventolinas y a las lluviazones parameras por las que sentía una fascinación nueva y muy especial. Mientras ella pinta, los niños se le


van acercando, después viene una doña con una taza de café recién colado o con un calentadito —tome para que se quite esta mucha congelación— decía la mujer. Luego, era estar ella y el Ilusionero dentro de una sala donde siempre había un sagrario adornado con cirios y con flores del patio de la casa.

Un rato más tarde los amigos se despiden de los campesinos y se montan en Lucélida que se va curveando montaña arriba. Van extasiados ante las plumas de agua que se desprenden entre los helechales al borde de las pozas rodeadas de lirios y de calas y ante la gente hospitalaria que encuentran a su paso.

Unos días después, llegaron a Boconó, donde armaron su Carpa Enmagiada. A los pocos días ya habían conocido a un muchacherío y a sus familiares quienes al visitarlos, quedaban fascinados ante tanta santamentazón hecha de retazos multicolores. Y con aquellos ángeles colgados del techo haciendo sombras bailantes en las lonas de la carpa. —¡Apúrense! ¡Apúrense! Que ya la función va a comenzar— les dice de pronto el Ilusionero, quien pasó varias madrugadas escribiendo el guión de la pieza de títeres que presentarían esa tarde y a la cual aún no había titulado. Pero que horas más tarde la llamaría

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La Angelada ACTO I Aparece María sobre un pajar dando gritos de dolor. Y tras bambalinas, Clara puja y puja para ayudarla en su trabajo de parto. 182

Después aparece José con su hijo acabado de nacer, arrullándolo entre sus brazos. (Baja el telón)

ACTO II (Sube el telón) María con una escoba barre la casa mientras canturrea una alegre melodía, luego sale con su cántaro a cargar agua de un pozo. Regresa. Echa el agua en una olla de barro donde están las verduras para hacer la sopa. Sale otra vez. Llena de nuevo el cántaro y en una bateíta de palo refriega los pañales de su niño Jesús, después las ropas de José y las de los otros hijos. Las exprime y las pone a secar en un tendedero al borde del pequeño escenario. De inmediato María agarra una plancha. La calienta en una mínima hoguera y se pone a planchar. —¡Uf, qué calorón!— dice secándose el cuello con un paño,


al mismo tiempo que Jesús con sus 6 meses embojotados entre una sábana, comienza a chillar. María suelta la plancha y corre. Le toca la frente. Levanta las manos asustada y exclama: —¡Tiene un fiebrón!— le pone compresas de agua aromatizada sobre la cabeza mientras lo arrulla en su regazo. 183

Jesús gimotea. Al rato, ya calmado se duerme. María lo coloca con dulzumbre sobre una almohada, luego se dirige corriendito hacia el fogón, revuelve la sopa. Va a un armario, coloca en él todo lo planchado, y por último pone la mesa. —¡A cenar! ¡Vengan!, que estoy muy atareada. Rápido entran en escena José y los muchachos. Se sientan frente al mesón, toman el caldo y comen el pan recién horneado por María. Al terminar de cenar, ella recoge los platos, los friega en un balde y por fin extenuada, se sienta a remendar unas enaguas en una mecedora frente al ventanal de su eternidad. (Baja el telón) ACTO III (Sube el telón) Jesús ya creció.


Se lee en una pancarta que sostienen dos de los ángeles. De inmediato aparecen Jesús y María, ella a su lado, como siempre había estado en vida, apoya con ademanes y gestos lo que predica el hijo. —Yo os digo, escuchad bien este pasaje del profeta Isaías:

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“...EL ESPÍRITU DEL SEÑOR ME HA UNGIDO PARA DAR LA BUENA NUEVA A LOS POBRES, PARA DEVOLVER LA LIBERTAD A LOS CAUTIVOS Y VISTA A LOS CIEGOS, PARA LIBERAR A LOS OPRIMIDOS...” —YO OS DIGO “¡AY DE LOS QUE AHORA REÍS PORQUE VAIS A LAMENTAROS Y A LLORAR! ¡AY DE VOSOTROS LOS QUE AHORA ESTÁIS SACIADOS PORQUE VAIS A PASAR HAMBRE! ¡BIENAVENTURADOS LOS MANSOS Y LOS HUMILLADOS PORQUE ELLOS POSEERÁN LA TIERRA!” —YO OS DIGO QUE “EL HOMBRE Y LA MUJER SON UN MISMO SER QUE AL PRINCIPIO DEL MUNDO HIZO DIOS.” Pero injusta es la ley que os rige porque al hombre se le permite cometer adulterio cuando así lo desee. Mas la mujer sin compasión es apedreada si lo hace. A vosotros yo os pregunto ¿Es esto justo? —¡Nooo, nooo!— responde el coro de ángeles dirigido por María, después, eufóricos entonan un canto libertario y baja el telón. ACTO IV


(Sube el telón) En el centro del minúsculo escenario está Jesús crucificado en una tusa. De su cuerpo de trapo, húmedo y flácido, las heridas chorrean cedalinas rojísimas que resbalan hasta la coronita de flores de celofán colocada a sus pies por María Magdalena arrodillada y llorante. Al lado de ella, de pie, está María, la madre estoica, como de costumbre. Reflejando esta vez en su mirar y en su faz una mezcla de sentimientos de dolor, de impotencia y de rabia. Mientras José y algunos seguidores de Jesús, compungidos, cabizbajos se ahogan en sus lágrimas no escapadas ante la muerte de aquel hombre valiente, visionario y sabio que no le hizo daño a nadie. Tras bastidores Clara y el Ilusionero mueven lentamente los hilos de las marionetas al mismo tiempo que gimen expresando el pesar de los acompañantes de Jesús crucificado. (Baja el telón) ACTO V (Sube el telón) La Dolorosa de rodillas recorre las calles montada en un palio sobre los hombros de unos feligreses, cuando, de súbito, se endereza.

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—Han pasado más de 2.000 años. Y ya no tengo más lágrimas que derramar— dice enjugándose la última que le queda. —Ahora quisiera mostrarle a ustedes cuestiones simples de mi vida familiar de las cuales nunca me han permitido hablar.— Pero, los ángeles la interrumpen. — ¡Espera! ¡Espera María! Antes danos un chancecito— Y en un santiamén se quitaron las alas y los batolones unisex de género blanco. Unos se tornan féminas bellísimas con sus blusas y minifaldas lentejueladas. Otros se hicieron modernos efebos descalzos, con bluyines arremangados y sus torsos de una desnudez esplendente lucían desafiadores. Los demás ángeles resolvieron hermafroditarse vistiendo a lo travesti. Empelucados ellos, y con un maquillaje estilo punk y brinconeando al ritmo de los tambores que otros tocaban a desaforo, bailoteando sobre el escenario, al principio, desconciertan a los adultos del público. Pero muy pronto ellos comenzaron a seguir a los niños, que ya estaban bailando al compás de aquella música arrebatadora tocada por los ángeles. Y cuando esta finaliza, María en una esquina del escenario, aplaude a rabiar y más parece un hada alebrestada que la madre del crucificado. De pronto, se lleva las manos a la boca y hace un gesto de preocupación. —¡Basta! ¡Basta!— grita el cura de la Iglesia de Boconó, quien entra repentinamente enfierecido y gritando: —¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! ¡Pecado. Pecado! Perdónalos Señor, que no saben lo que hacen— Retumba su vozarrón


dentro de la carpa y dando manotazos ordena al Jefe Civil y a los policías que lo acompañan. —¡Enciérrenlos por profanadores de la Historia Sagrada! ¡Enciérrenlos por comunistas!— vocifera el ensotanado.

Y se formó un despelote haciendo que los espectadores, que poco a poco se habían entusiasmado con la obra, salieran despavoridos de la carpa temerosos de las represalias del cura y del Jefe Civil, adoradores del Gran Jurado.

Pero tras las rejas estarían, si no hubiera aparecido Aureliano González un viejo amigo de Clara y del Ilusionero, quien era un personaje muy respetado e importante en Boconó y que trataba de convencer al Jefe Civil explicándole: —¿Qué tiene de malo mostrar a la madre de Jesús como una hacendosa ama de casa?— Pero casi dos horas llevaba Aureliano intentando ablandar a la autoridad del pueblo y nada, nada. Hasta que al fin, el hombre, dando un puñetazo sobre el escritorio de la jefatura grita: —Lo de la Virgen María lo acepto, pero lo de la angelada, ¡No! ¡No! y ¡No! ¡Carajo! Les salen 2.000 bolos de multa como desagravio para el párroco. ¡Y se acabó este relajo! ¡Se clausura el espectáculo! No más títeres subversivos, ni ángeles maricones— concluyó el Jefe Civil mientras batía la puerta tras de sí. Y como al Ilusionero le gustó mucho la

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palabra “angelada.” La Angelada le puso por título a aquella obra que no se terminó de representar.

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De regreso, después del altercado, Aureliano, remirando aquel altarerío colocado por todos los rincones de la carpa, dirigiéndose a Clara y al Ilusionero les dice: — Mañana vengo por ustedes porque vamos a ir a un lugar que yo sé que les va a interesar, especialmente a ti, Clara, especialmente a ti.- Pero antes de despedirse Aureliano dirigiéndose a Clara y al Ilusionero: —En esta pieza, entre otras cosas, ustedes le devolvieron a los ángeles la libertad de escoger su propia identidad sexual. ¡Sobresaliente amigos, sobresaliente!— les decía mientras se alejaba y con la picardía reflejándose en su mirada se desdibuja entre la niebla que arropa ya al poblado. Cuando el sol resplandece tras la montañamentazón, el Ilusionero escribe en su diario: —En el público la Sagrada Historia de la Cristiandad desacralizamos hoy.

Boconó, octubre 9 de 1979 Aureliano había buscado muy temprano a Clara y al Ilusionero para llevarlos a la casa de su amiga Celina, donde ahora están. Y Clara, inmovilizada mira aquel


Altar de maravilla, visionado en aquellos años cuando el diccionario guardador de su tesoro escondido la enmagiaba entre hoja y hoja con los papeles metálicos de inimaginables formas y colorines. Años madre Sarah, hablándole de la Reina y su corte banqueteada. Años de sus correrías por la sierra de Sorte y de Quivallo mientras le peinaba la cabellera frente a la ventana. Al fin. Tú..., tú..., María Leoncia estás frente a mí, más hermosa que como te había imaginado— dice Clara en voz alta. Y la Reina ahí, con sus casi dos metros de alto. Sensualísima, luceada por candilejas, olorosa a flores silvestres, radiante en su desnudez, montada sobre la danta con una corona de novia tejida entre violetas y azahares. Un tul como tenue llovizna resbala sobre su cuerpo blanquísimo perdiéndose entre helechos, frailejones, el humillo del incienso, el vino Sagrada Familia, el ron, el pan, los dulces, la miel, las piñas, las patillas, las fresas. Y un animalerío de barro, todo esto junto con cientos de dijes colocados a sus pies como retribución por los tantos favores recibidos. La Reina está en medio del negro Miguel. El primer rey negro de su país, y de Guaicaipuro, cacique valerosísimo quemado vivo, a traición, por los hombres barbados. Y la Reina emanando luminiscencias y efluvios-madre-Sarah-Sorte-Quivallo sonríe, sonríe, porque sabe que Clara, la encontró para hacerse cerbatana y venerarla. En ese instante ella se recuerda de la universidad, cuando un profesor sabio le dijo: —“Tú, eres una mujer citadina, todavía tienes que

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sumergirte en tu propia cacerola de pasados para que puedas escudriñar y reconocer las escamas, aceptar algunas y otras desecharlas, porque si te quedan a medias, te reventarán la caja toráxica de tus huesos americanos.”

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Entre tanto la Reina María Leoncia sigue sonriendo desde su altar, rodeada por aquel medallerío: de cobre, de oro y de plata. De estampas olorosas a incienso. Y de iconos de santos y de ángeles y figuritas de trapo tipo: casas, vacas, cochinos y caballos. Y coronitas de novia y placas de “gracias por los favores recibidos.” Objetos puestos por sus adoradores como pago por las promesas cumplidas, entre velones y lamparillas de aceite. Golosinas de todos los sabores y helechos y margaritas y calas y gladiolos ofrendados a la Reina y a sus cortes. Esa vez, Clara cerbatana quedó atada a las patas de la danta y se hace María Leoncia y negro Miguel y Guaicaipuro y 7 potencias y corte india americana, corte blanca, corte africana y se siente también pez y agua y lluvia y sol y trino de pájaros y danta correteadora en parajes alumbrados por luciérnagas y lunaciones dentro del follaje de aquel altar que tiene aún delante de sí.

Aureliano, quién había permanecido en silencio observando a Clara, le susurra al oído —Mañana Clara, salimos de Boconó y nos vamos los cuatro al santuario de la Reina en


la serranía de Sorte y de Quivallo.

Cuando retornaron a la carpa enmagiada, el Ilusionero escribió en su diario:

Hoy, a Clara la escama trifásica la tocó y oliendo a plumas, a santos blancos y a sudor de negro esclavo la dejó. ¿Qué pasará, qué sentirá mañana Clara cuando a la montaña sagrada vayamos? 11 de octubre de 1979 Boconó. Estado Trujillo.

Recién ascendía el sol tras la carpa cuando Aureliano González y Celina llegaron. —Buenos días muchachos— dijeron. —Buenos días. Ya estamos listos— contestaron ellos. Y sin más preámbulos arrancan con Lucélida hacia la montaña sagrada y lo primero que encontraron fue el selvaje de Sorte plagado de pequeñas capillas alumbradas en honor a la Reina María Leoncia y a sus cortes, que iban espaciándose mientras más ascendían entre picas, empedrados y helechales bajo aquel techo vegetal exuberante, espantando cacatúas y otros pájaros a su

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paso. Pero cada vez más, Clara se iba quedando atrás hasta que sus años tercera edad, palpitando a rabiar en su corazón la hicieron sentar sobre un peñasco junto a uno de los muchos altares encontrados, de tanto en tanto, dedicado éste, a Guaicaipuro —¡Coño! ¡Ayúdame! Ayúdame a seguir, porque ya no puedo más— le rogó Clara al cacique y como un flechazo subió, atravesando de pronto un enjambre de maripositas blanquiamarillas. —Tenemos permiso para continuar, pues si no bajan estas mariposas, quiere decir que la Reina no quiere compañía en su Altar Mayor— dijo Celina. Aquellas mariposas eran las mismas que traía la madre Sarah cuando llegó de San Felipe, su pueblo natal, hasta Caracas, la capital. Y después de subir y subir, repentinamente al unísono, Aureliano y Celina exclamaron: —¡Llegamos! ¡Llegamos!— y ante ellos, sobre una laja inmensa lanzada hacia al vacío está la Reina en su Altar Mayor salpicado por el agua de la quebrada que se desliza a un lado. Un rumorear como de dioses enmagia a Clara, en aquella inmensidad, ella se acuesta sobre una piedra, a los pies de la Reina, cayendo luego en un sopor profundo. Y es cuando siente que —se deshace todo mi cuerpo, que no tengo ni cabellos, ni carne, ni nervios, ni huesos, que me diluyo, que me hago nada, que ya no estoy más.— Luego tú, Clara, sueñas y eres mujer-vasija de barro contenedora de multiplicidades ancestrales de tierra y agua- Luz y sombra y eres también madre de todas las madres. Eres María Leoncia, diosa sensualísima amadora del amor, protectora de esclavos fugados, de montes y de animales. Eres la


Virgen María, omitida por la misógina Historia Sagrada en la santísima trinidad católica, apostólica y romana. Eres todas las diosas-madres paridoras de indios americanos. Todas las Oguede-Madre-Tierra africana y también eres Yemayá, reinadora de los mares del planeta. Y te haces gota mínima que se funde y encabrita entre los peñascos de ese, tu río Yurubí. Y eres, Clara, el río mismo, ese, tantas veces imaginado por ti, mientras tu madre Sarah te tejía trenzas frente a la ventana. Clara lentamente le alza y como llevada por fuerzas remotas e invisibles. Se sienta como un Buda. Enciende un tabaco que empieza a fumar con destreza como si por años lo hubiera estado fumando y a los pies de aquel santuario se pregunta: —¿Podré Reina, podré sentir siempre, hondo, como ahora siento este algo, este no se qué? ¿Será fe lo que siento? Lo cierto es que no quiero, madre, Reina mía, que mi comunicación contigo sea de boca mina, sino de topo. De socavón. De tirabuzón porque no deseo, madre, quedarme suspendida en un ritualismo aéreo y volátil. Quiero mimetizarme en ti sin miedos, para hacerme danta y mariposa y tener dentro de mí un altar siempre encendido y... —Ya casi es media noche, ya va a ser 12 de octubre. Día de la raza— dice Celina interrumpiendo los pensamientos y sentires de Clara —Y tú, amiga, necesitas una velación, para completar tu ciclo en esta montaña. Aquí está el hermano Francisco, marialioncero también, venido con su delegación desde Guayana. Él, es el mejor velador de toda esta serranía.

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—Francisco de Guayana. Plumas indias. Plumas Hombres Pájaros. Recordaciones de aguas inmensas. Esto no es casualidad— piensa el Ilusionero al escuchar a Celina, al mismo tiempo que Francisco, le extiende su mano a Clara y sin decir palabra la ayuda a levantarse y suavemente los dos comienzan a retornar esquivando el pedrerío, seguidos por el Ilusionero, Aureliano y Celina hasta llegar finalmente a un pedazo de tierra a orillas del Yurubí, donde Clara, cerbataneada, se deja acostar sin oponer resistencia alguna. Y bajo las sombras de las ramazones enlunadas siente sobre el tierrero a su cuerpo cálido por los 100 cirios de colores que el velante acabó de colocar a su alrededor para alumbrarla. Tú, Clara, estás ahí, tragándote el boscaje con los ojos cerrados, con la luna lumbreándote la faz y sintiendo aquellos ramalazos jengibre, ramalazos nana Juana, ramalazos yerbabuena, ramalazos eucaliptos y los chorros de aguardiente cayendo sobre tu desnudez. Tú, en éxtasis de flotamiento, ya casi sin cuerpo. Tú, pura levedad de espacio sin tiempo, pura aflojadura, sólo molécula de energía fundida en tu hibridez, poseída de areitos, de tambores retumbando a rabiar, remolineándote las vivencias intransferibles en la palabra. Tú, olorosa a selva y a sudoraciones de esclavos. Indios y negros escapados de las encomiendas y de las minas de Buría perseguidos por los mastines asesinos rastreándoles los pasos entre la hojarasca.


Luego cuando Francisco, el ensalmador, te sumerge en el río de tu infancia madre Sarah para ungirte y saumeriarte, sientes que -no hay nada dentro de mí, simplemente me voy yendo... yendo... y me diluyo en este espacio mineral llevada por manos de agua que acarician mi piel toda, mis cabellos, invadiendo uno a uno mis sentidos. Cuando las nociones de tiempo y espacio se habían ido de ti, el sol naciente, penetra entre el follaje de aquella inmensa vagina vegetal para encontrarte.

Horas más tarde, Clara, cuando dejaste la montaña vienes preñada de resplandores solares, de mínimas mariposas blanquiamarillas, de luciérnagas y de oloraciones de ensalme. Aún estás en éxtasis, en flotamiento mágico, vienes transparente, casi santa, ¡No! Santificada ¡jamás, jamás.! Pero sí hecha cerbatana celestial color fuego, con los calorones incendiándote toda como si el sol se te hubiera metido en el cuerpo fogarizando tu mito-pastillasiglo-XX. Entonces te dijiste —al llegar voy a altarear la carpa y a mimetizarme con mis deidades de la montaña. Y yo te digo Clara, que en ti no hay ya misa de seis. Ni cuarto-nana-Juana, con San Miguel Arcángel venciendo a Satanás. Ni San Juan cadereando a golpe de tambor entre los negros de Curiepe. Ni rosarios-abuela- Andrómaca rezados cuando cae la tarde. Rosa de columba consagrada sobre tu pecho, sino que hay todo eso y mucho más. Por ésto no te preguntas nada, simplemente estás, estás y cuando llegas junto con el Ilusionero a la carpa, después

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de juguetear con el teatrero Azul y con tu perra Sacha y de darle a ésta caramelos y un hueso porque no había hecho ningún desastre con tus flores y tus santos de retazos; sin darte muchas explicaciones, empezaste a montar un altar gigante y armaste al negro Miguel con su corona de Rey, a Guaicaipuro con un plumerío de pavo real sobre su cabeza y en el centro de los dos pusiste a María Leoncia que blanquísima es. Que altiva la hiciste mostrando su desnudez de metro y medio de alto, rellena de algodones y de trapos coloreados. Como una Diosa está ella montada sobre su danta y cuando parecía estar ya terminada, hiciste una pausa como pensando..., como recordándote de algo. Rápidamente fuiste a buscar el diccionario brillador que te había regalado tu hermano Carlos cuando eras niña sacando de él a los papelitos metálicos de colorines y formas inimaginables. luego cortados ya en delgadas tiras, las pegaste en una medio totuma que hasta ahora te había servido para recoger agua de lluvia. —¡Ahora sí, ya está lista tu cabellera, Mary!— Exclamaste con gran alegramiento y con aquel escándalo que tiene todos los colores vibrantes del maestro Cruz Diez y toda la alegría arrebatada de un carnaval de El Callao ó de Río sobre su cabeza, la Reina parece bailotear una samba al ritmo de las sombras danzantes de flores, de malangas y de las llamas de las velas movidas por la brisa que entra en la carpa. Y sin saber por qué, atrás, en una de las lonas laterales de la carpa, con una sensualidad que emanaba de tu rostro y de tus manos, pintaste detrás del altar un fabuloso sol emergiendo de la tierra y de las aguas. Desde ese


instante, todos los días te anclas ante aquella madeja de sacralidades. Te haces la señal de la cruz, dices un mantra rosacruciano y rezas un Padrenuestro y un Avemaría. Pero un día, percibiste la necesidad de rezar algo que se pareciera más a tu nuevo injerto cerbatánico de religiosidades. Por esto, agregaste a las oraciones cristianas aprendidas en tu infancia, la canción que te cantaba tu madre Sarah y sin dejar de persignarte dijiste: 197

“Mi reina querida Reina de esta selva Reina de indios Caquetíos y de negros fugados espinita del bosque luz del selverío” y..., y... No recuerdo más. No recuerdo más. Pero algún día te voy a inventar un rezo bien bonito que una todas mis deidades. Sí, algún día..., algún día..., ¿Cuando? No lo sé, pero algún día te lo invento- le decías a la Reina mientras le das un beso de despedida en su frente de trapo. Esa vez, el Ilusionero escribía en su diario mientras contemplaba a Clara ante el nuevo altar: Un ventarrón híbrido a Clara invadiéndola está, con sus reminiscencias desocultadas. Y en ella veo a Semenía, a Paraguacoto y a Guaicaipuro todo emplumado. Al dios blanco misa de seis, a Santiago Apostol-cruz y espada. A la rosa púrpura sobre su pecho. A las sombras del santuario


nana-Juana, junto a Benito santo y al negro Miguel, el primer negro fugado de las Minas de Buría y autocoronado rey de aquellas tierras. Todos, remolineando en torno a Leoncia María que sobre su danta, en el filo de lo hondo del sincretismo americano cabalga. Y en esta maraña ancestral, inmersa y atrapada Clara está. ¿Hasta cuándo, hasta cuándo así estará...? 198

12 de Octubre. Sorte San Felipe. Estado Yaracuy. 1979 Mientras tanto los Supliciados se siguen inflando por las tantas ganas y secreciones corporales retenidas que, esta vez, aumentaron violentamente, en los hombres y en las mujeres. En ellos, al ver la esplendente desnudez de la reina María Leoncia montada sobre su danta emanando efluvios sensualísimos. En ellas, por el brillor de aquel negrazo, Rey primero de América y por la fiereza subyugante de Guaicaipuro. Inflamiento que no les permite gritar como quisieran y como una vez, al principio de su encerramiento gritó la comparsa de la Santa Inquisición —¡Hereje! ¡Hereje!— Cuando la madre-Sarah le narraba a su niña Clara las andanzas de la Reina y de su corte en la montaña sagrada. —¡Qué quemen a esa reina profana y diabólica! ¡Qué quemen también a la bruja Clara!— hubieran querido vociferar los Supliciados. Pero era tanta la lascivia y la reverberación de las libidinosidades que, tras las rejas, solo se ven puros globos de piel humana, tan estiradas


ya que se transparentan las masas de: hígados, riñones, intestinos, pulmones, vísceras y corazones de aquellos seres que apenas tienen fuerzas para balbucear rezos, maldiciones y protestas. Al mismo tiempo que por los ojos, los oídos y las narices, únicos orificios no sellados por el Ejército Justiciador cuando decretó LOS VENGAMIENTOS, van saliendo cientos y cientos de cuentas de rosarios santificados, hediondos a puro ajo para espantar al diablo, traídos junto con Santiago-Apostol-cruz y espada cuando de la Mar Océana emergieron los hombres-barbados.

Después de la actuación del conjunto de los batá en la Sala de Arte, ahora toca el grupo de Gonzalo Micó que hace sentir en Clara, a la guitarra, al saxo, al piano y a la batería retumbando a rabiar en sus ovarios. En su vientre caja de agua paridora de historicidades mientras que el Ilusionero sentado a su lado se extasía ante aquella música por lo que por unos instantes se olvida proyectar los pensamientos y sentires de Clara a los cautivos. Quienes a pesar de estar muy inflados, algunos, aún mentalmente, piensan en cómo convencer al Ejército Justiciador para que les aceptara una mínima comisioncita y poder huir de aquella reservación, y cuando empiezan a dar maletinazos y más maletinazos con aquellos bichos negros de cuero satinado colgándoles de los muñones, pues como se recordará, cuando le amputaron las manos a Jonathan, ellos sintieron que también sin manos se quedaron. Otros ofrecían milagrosísimos chanchullos mediante representaciones de

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mimos a lo Marcel Marceau y hacían toda clase de piruetas saltimbanqueando como volatineros encocados. Mas nada, nada conseguían.

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—Los de este ejército son una pila de pendejos— dijo alguien entre ellos, luego se pusieron a planificar la evasión carcelaria para retornar hacia el país abandonado. Se les podían adivinar los pensamientos: sacando sus reales de los bancos suizos, de Gran Caimán, de Panamá, de Nueva York o de Miami para comprar las adornaduras de los flamantes galeones espaciales. —Yo quiero una Guernica de Picasso, pero bien coloreada, porque la que vi una vez en un museo, apenas tenía unos colorcitos— decía uno y otro —Yo me compro una “Venus de Nilo”, pero con brazos— Y el de al lado con voz de perico, —yo quiero mi oficina bien alfombradita con estatuas de mármol y vidrios ahumados— y el de más allá —Yo una silla Luis XV, una cenicera de murano y un florero chino que vi en un bazar de Orlando y un cuarto con todas las paredes forraditicas de espejos por todas partes para tener una encerrona cojonuda con la secretaria que me traje.— Y soñando estaban cuando un tipo con cuello de sapo que más parecía salido de un cuadro de Jacobo Borges o de Régulo Pérez, pintado en los años sesenta, pega un grito mental: —¡Ya basta coño! ¡Ya basta! ¡Déjense de soñar mariconadas!, porque aquí, lo que tenemos que hacer es pensar cómo carajo vamos a atravesar el Mar Caribe sin que nos descubra Fidel. —¡Tranquilos, tranquilos! Que con la millonada que antes


de fugarnos le mandé a pagar a García, a estas alturas ya Fidel debe estar bien muerto. ¡Muertico!— interrumpió uno campaneando un güisqui imaginario. Mientras los jazzistas impertérritos siguen blusseando, blusseando.

Y aquí en la Sala de Arte de súbito se apagan todas las luces: 201

—No se preocupen, no se preocupen que esto, para quienes vivimos aquí, en Guayana, desde donde se envía electricidad a media Venezuela y hasta otros países vecinos, esto, no es raro pues pasa a cada rato. —¡Esperemos, esperemos un ratico!— decía Ana María Cian, directora de la Sala de Arte, tratando de retener al público. Pero aquel incidente había devuelto a Clara hacia El apagón de Caracas, ocurrido unos días antes causado por el estado de destartalamiento de las plantas y en definitiva por la deuda milmillonaria que tenía el Gran Jurado con la Compañía de Electricidad de la Capital que estaba a punto de quiebra; por ésto colapsó por más de 5 horas la ciudad. El caos era total. Y fue cuando desde la Sala de Arte Clara rememoró lo que por un cortocircuito sufrido por la HIDRA T.V. se vio en todos los televisores encendidos en el interior del país:


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Miles de niños paridos por el Espíritu Santo con dos rótulos de “EX”, carimbeados sobre sus frentes: uno de EXpasado y otro de EX a futuridad, quienes con sus ojitos ya de rata, salen arrastrándose para ver aquella oscuridad más intensa que su propia oscuridad. Túneles, criptas del Campo Santo, puentes y matorrales embasurados, lugares donde habitan oliendo pega robada para visionarse que son alguien con algo parado en alguna parte. A una niña de tres años muerta al caer por un ducto de basura. A las gordas y gordos, a quienes en aquel desespero nadie ayudaba a bajar de los pisos altos de los edificios, atascándose en las escaleras. A los ascensores repletos de gente, paralizados entre piso y piso, y a los transeúntes dándose trompicones entre sí. En los hospitales que no tenían plantas eléctricas de emergencias se morían los pacientes en terapia intensiva al desconectarse los aparatos matusalénicos, que a pesar de esto, aún los habían mantenido con un poco de vida. A los cirujanos sin bisturíes, a los anestesiólogos sin anestesia, a las enfermeras sin alcohol, ni algodón ni jeringas. A los residentes, alumbrados a pura vela, tratando de salvar a los heridos que como barajitas están cayendo en las alcantarillas, en los huecones de las aceras, calles y avenidas. A los camilleros sin camillas, a las camillas sin sábanas ni ruedas. A los perros mascotas sin carros bombas donde encaramarse, a los bomberos sin mangueras echando baldazos de agua para apagar los incendios que revientan por todas partes. A la gente aterrorizada escondiéndose en los recovecos para salvarse


de las balas perdidas que, como pájaros psicóticos disparan los policías por mandato del Gran Jurado para poner orden en la capital. A los vagones del Metro vueltos mierda con pasajeros y todo, y a algunos usuarios que trastabillaron cuando se produjo el apagón hechos trizas sobre los rieles de la estación. A los ancianos jubilados, inmutables, que estoicamente mantienen su huelga a una cuadra de Miraflores, donde se encuentra el bunker presidencial del Gran Jurado, para que les paguen su mísera pensioncita con 12 meses de atraso y quienes están siendo apoyados por los empleados públicos que llevan dos años sin cobrar un centavo. En las calles y autopistas los vehículos en fila india vueltos un ocho, humeantes, mientras otros caen desde los puentes, y los pasajeros que sobreviven, dando gemidos entre los hierros y el sangrero se arrastran buscando inútilmente algún hospital que sirva. Aquello era el acabose. Pero también era sólo la punta del iceberg del verdadero caos producido por el desgobierno del Gran Jurado y de sus lamedores, quienes al sentirse al descubiertos, desnuditos en sus puros cueros, estupefactos, sobre todo al constatar inmediatamente que los subyugados, al fin, pacífica y democráticamente, sin un balazo, sin un herido, sin un muertico pues, a puro voto se habían desengringolado al darle al POR AHORA, una victoria avasallante en las votaciones para elegir a los gobernadores de estado. Y tan avasallante, tan feroz fue que les resultaba sencillamente intrampeable. Lo cual había sucedido a pesar de todas las artimañas, de todas las componendas, de todos los pactos y pacticos, de todos los

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lloriqueos, pataletas y ridiculeces del show de última hora y de todas las traicionerías que le hicieron a la candidata estrella ex Mis Universo. Más arterioesclerótico y cogollero de sus seguidores.

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—Y pensar... y pensar ¡Coño, no joda!, toda la sobredosis que le inyectamos al vaquero frijolito para que aunque fuera por una nariz, por una simple naricita le ganara al condenado. Pero nada, nos jodió: ¡pero ni de vaina les vamos a dar el gusto de enterrarnos!— decía el más arrecho del Gran Jurado al resto de su combo. —Claro, claro, pero no todo está perdido, aún podemos maniobrar, aún podemos hacer algo para arreglar las elecciones presidenciales— le contestó uno mientras jugaban una partidita de ajedrez. —Y ¿cuál, cual es tu jugada?— Bueno... bueno... este..., ¡No joda! ¡Tú lo que estás es borracho! Borracho perdido— le dijo el arrecho. —Yo, yo ¡la tengo, la tengo!— agregó otro del Gran Jurado con una sonrisita mariconeada. —¿Cuál, cuál es tu propuesta?— le increpó otro con mirada inquisitorial. —Muy simple, lo de siempre..., lo de siempre, un madrugonazo. —¿Un madrugonazo? Nooo..., chico, será una fuga. Eso mismo. La fuga— agregó sin inmutarse el tipo. —La fuga— corearon todos. Eso es una retirada honorable;


—por lo menos eso nos merecemos después de habernos despellejado por este puto país— agregó otro. Y desde entonces a eso se dedicaron a todo dar. Pocos días llevaban maquinando la escapada cuando repentinamente,

El terremoto de Cariaco (una tragedia anunciada), descuajó al poblado de 33.000 habitantes, ubicado en el Municipio más pobre del Estado Sucre y el cuarto de la enorme ubre nacional propiedad hereditaria del Gran Jurado. El 90% de las estructuras sufrieron daños irreparables, tan sólo en el liceo aplastaditos murieron 17 jóvenes y 3 profesores. -”Pero el abandono y la soledad son peores que la desgracia misma”- dice el Sr. Gutiérrez un anciano enraizado en aquel pueblo moribundo, triturado entre los escombros y la zamurada. -Fíjese usted,- dice el Sr. Gutiérrez a un reportero, —“al liceo le escamotearon, le tramposearon los materiales para construir la casa de uno de los partidos” propiedad del Gran Jurado. “La casa blanca, hija del liceo le decía yo antes, ahora es la casa asesina de los muchachos.” Ese liceo lo montaron sobre tierra blanda, eso con un temblorcito ¡se cae, se cae;! les dije. Y como yo, otros bien conocedores también se los advirtieron; pero no nos pararon bolas. Después, le clavaron cabillas raquíticas y bloques pegados con cemento pobre. ¡Por eso se cayó!, por eso a los muchachos se los tragó el terremoto y por eso se

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derrumbó la escuelita. Por eso también la maestra Madelain Guzmán, que valientísima, se devolvió para salvar a unos de los niños, quedó machacadita bajo el escombrero. ¡Oiga Ud.!, antes, ésto se llamaba Cariaco, hoy yo lo nombro Cariacolvidado porque cuando la tragedia pronosticada nos reventó en la cara, cuando descuartizó gente y animales y los cables del alumbrado se vinieron abajo; este lugar era puro dolor, puro gemido y llanto entre las luces artificiales de las cámaras de la HIDRA T.V. y los flashes de los reporteros locales, nacionales e internacionales que mostraban al mundo nuestro desastre. Nos hicimos famosos y la ayuda nos llovió del cielo: ropa, comida, zapatos y medicinas lanzadas desde helicópteros se amontonaban en un galpón improvisado. Miles de millones de bolívares, una fortuna, un dineral dicen que era. Todo donado por ciudadanos caritativos, la Cruz Roja Internacional y por instituciones de otros países que se acumularon en la cuenta abierta en un banco por el Gobernador del Estado para remediar tanta desgracia y para reconstruir a Cariaco. Pero, ¿qué pasó? “¿Dónde están los reales?” porque la gente se está muriendo desangrada en medio de las calles. Los niños y los sobrevivientes como yo ya no aguantamos el hambre y agua dulce para tomar no hay y menos para asearnos, y en medio de la plaza, acurrucaditos como Ud. nos ve, nos apretamos el miedo en esta oscuridad, pues la luz portátil se fue con los de la HIDRA T.V y..., esta peste y..., esta hediondez asfixiándolo, ahogándolo a uno en este rincón olvidado.


Lo sucedido fue que los del Gran Jurado que estaban raspando la olla del país para sufragar los gastos de su gran escapada sideral, al enterarse del terremoto de Cariaco, se dijeron: -Nos acomodamos. Esto era lo que nos faltaba- Y después de dar la noticia del desastre pidieron ayuda al mundo entero; luego, raudos zamuros hambreados volaron hacia Cariaco y junto con el Gobernador del Estado le picotearon los ojos al Alcalde Ramón Rignault quien desesperadamente luchaba con las uñas para resolver aquél caos. Y con sus garras rapacearon la cuenta bancaria, las cajas registradoras de los pocos comercios y de bodeguitas del pueblo sacadas a puro uñazo entre los hierros y las paredes derrumbadas. Y hasta las alcancías con las limosnas de los fieles fueron sacadas de la sacristía y en vuelo rasante arrancaron los dijes de oro y plata ofrendados a los santos, por “los favores recibidos”. Las medicinas, la ropa, los zapatos, la lencería y toda, toda vaina, las metieron en unos contenedores y los embarcaron en un trasatlántico antes de aprovechar la colita de una flota de jets de la industria petrolera, PDVSA, que los llevaría rumbo al aeropuerto de Maiquetía, donde los esperaban: familiares, burócratas y todos sus cómplices, quienes en Caracas, mientras ellos carraplaneaban a Cariaco, con gran astucia daban los toques finales al madrugonazo. A la fuga que habían planificado, que por supuesto incluía terminar el ya iniciado raspado de la olla del país, el retiro de millardos de bolívares y de dólares depositados en la banca,

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sus joyas y toda la droga del narco que tenían ocultada. Para último momento dejaron la repartición de tarjetas invitando a todos los E.Ch y demás seguidores para recibir con gran pompa a los del Gran Jurado y su comitiva en el aeropuerto de Maiquetía a donde, de hecho, triunfantes desembarcaron entre aplausos y hurras y la música de la banda Marcial que los esperaba. Después de un breve, pero fogoso discurso resaltando sus proezas benéficas en Cariaco, como bachacos enloquecidos el Gran Jurado y sus compinches se introdujeron en unas super naves espaciales recién compradas y emprendieron el viaje hacia el espacio, donde días después harían la gran festejación inaugural del País Nuevo. El de sus esperanzas, dejando atrás al país de antes que quedó hecho un Cariacolvidado, inmenso, gimiente, sobre la tierra abierta.

Cuando la luz volvió, en la Sala de Arte continuó el espectáculo y sobre el escenario ahora toca de nuevo Víctor Cuicas, invadiendo enfoguecido a Clara con su saxo, haciéndola ir hacia una atardecida en una hacienda playera a donde llegó después de una mínima escapada del barracón de las esclavas. Y frente a la mar siente que —soy llama sin freno, que me hago fuego y ala y aire y cielo abierto y horizonte sin final y nube-pájaro y pez libre brincando entre el oleaje. Respiro profundo, meto al mar dentro de mi boca y toda yo soy libertad.


Pero repentinamente el conjunto estalla produciéndole un revolcamiento feroz por los tantos ayeres acumulados durante siglos. Por tanto sufrir. Por tanta acabación reventando peces, algas, corales, bosques, colas, patos, ojos, vísceras y huesos desgarrados. Y gritos de bestias y de humanos aturdiéndola dentro de su casa de agua. —¡No! ¡No! No más acabación— le gritaron la tierra, los mares, las sombras de los muertos y de los que habrán de morir bajo las patas inmisericordes de todos los símiles del Gran Jurado que aún devoran al planeta. Y es cuando Clara piensa: —Y yo aquí clavada en esta silla pensando aún en la libertad, con este pasado que me cae encima como un rinoceronte muerto para hundirme en esta tristeza. En esta desesperanza de abeja sin alas para escapar de este maremoto que aplana mis sentidos, este sentir como quedó mi patria arrasada, porque la última tierrita se fue entre las uñas del Gran Jurado. ¿Será éste mi vencimiento? o ¿será que estoy envejeciendo por dentro y que soy una golondrina casi muerta batida contra este hueco sin luz en mi reflotamiento desde atrás, de donde surjo trayendo entre mis dedos artríticos un puñado de tiempo? ¿De todos los tiempos? Yo-nos, en el filo del regreso.

Nos, nos, puro olor de fuegos y de pájaros muertos percibía Clara. Y esta negrura latiendo dentro de mí, esta pesadez,

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este desgarre, este dolor de empalamiento asfixiándome que me lacera metiéndome llamas furiosas por dentro haciéndome padecer esta visión de ayeres doblegados. Y tuviste que ser tú, Víctor Cuicas y tú, Pedrito López y tú Gonzalo Micó. Y tú Simón Balliache, que viniste a contarme hace pocos días, en esta misma Sala de Arte, la historia del Jass, jass, jassmineado, surgido en Story Ville de New Orleans, hasta que le cambiaron las dos eses por dos zetas para llamarlo ahora jazz, como el que he estado escuchando en esta sala y que involuntariamente me ha trasladado hasta las más remotas raíces de mi negritud ocultada por el Gran Jurado y su HIDRA T.V. Mientras Clara con sus ojos volteados, hecha hilo de vientos se revolconea contra el tiempo, el Ilusionero, quien ha percibido todos y cada uno de los pensamientos desesperanzados y depresivos de Clara, para sacarla de aquel estado, le susurra al oído: —¡Oye amiga! ¿Te acuerdas de nuestro amigo? ¡Trata de recordarlo, trata!— Y es cuando la memoria de Clara se hace nido, se hace pájaro, se hace

Azul que fue un pichón que Clara y el Ilusionero recogieron agonizante a la pata de una mata de mango. Y para restituir el calor maternal que le faltaba, Clara le hizo un nido con algodones y mínimas plumas. Lo colocó


cuidadosamente entre sus senos durante una semana, de donde lo sacaba para alimentarlo con lombricitas de tierra y frutas que machacaba el Ilusionero, recogidas en las cercanías de la carpa. Pero los dos amigos tenían un problema —¿Cómo lo llamaremos?— le pregunta Clara al Ilusionero. —Primero tenemos que saber si es hembra o macho— responde él. Y dos días llevaban sin encontrarle solución al asunto, pero como el pájaro era un azulejo, finalmente se olvidaron del sexo y le pusieron Azul que creció dentro de un mundo de creatividad desatada entre funciones de títeres, mimos y marionetas del cual aprendió hasta más no dar. Y como jamás supo de jaulas ni de alas cortadas se la pasaba en una caminadera o en un revolotear alocado por toda la carpa tratando de despertar a los ángeles y a los títeres durmientes. Se les encarama en las cabezas, los despeluca dándole picotazos y cuando está extenuado se arrebuja entre los pelos de la perra Sacha. Pero un día repentinamente Azul lanza un alarido. Se tira al suelo, Se desmaya. Voltea los ojos. Abre el pico como agonizante y da tres griticos ahogados haciendo que Clara y el Ilusionero corran angustiadísimos hacia él. Ella lo carga, lo acaricia —¿Qué te pasa Azul, mi amor? ¿Qué es lo que tienes?— le susurra mientras el Ilusionero lo salpica con gotas de agua fría para reanimarlo. Azul, abre los ojos, los mira fijamente como regalándoles su última mirada. De pronto, se escapa de las manos de Clara y parándose en un móvil de mariposas se pone a piruetear y piruetear. —¡Bandido, bandido! Tú, lo que eres es un payaso, un cirquero del carajo. Total que de alguna

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manera Azul se las ingeniaba para andar echando vaina, por eso a veces desaparecía por horas y horas y Clara toda preocupada lo rebusca entre árboles, flores y maceteros —¿Dónde estás Azul, dónde te metiste?— Mientras él, escondido entre el follaje, escucha a Clara que va soltando lenguaradas ininteligibles por todas partes. Y cuando esto sucede a ninguno de sus amigos y menos a los niños se les ocurre pensar que ella está loca de remate. Simplemente comentan entre sí —Hoy Clara es una pájara. Otras veces Azul ejerce su estrellato de niño consentido y demandante cuando Clara y el Ilusionero están tomando él, chicha y ella, café recién colado y llega Azul, se posa en el borde del vaso, bate tres veces las alas y sorbe el fresco. —Veamos que hace ahora— dice el Ilusionero al mismo tiempo que pasa el vaso hacia la otra mano. Azul lo sigue, le da tres picotazos en los dedos y bate y bate sus alas en señal de protestación. Toma de nuevo unos traguitos de chicha, vuela y se para en el borde de la taza con café que sostiene Clara. Bebe y satisfecho se acuesta a dormir sobre la barriga de Sacha. Otras veces Azul, al cual le fascinaba teclear, interrumpe los textos que el Ilusionero esta escribiendo en su matusalénica máquina para ser representados por Clara en el teatrino dentro de la carpa o sobre las tablas del escenario de la Plaza Bolívar del próximo pueblo que visitarán. Y cuando se fastidia de picotear teclas, se vuela hacia el tocadisco y forma una alharaca. Y Clara —Ya sé, lo que quieres es que te ponga las 4 estaciones de Vivaldi— Y era cierto, porque


de inmediato Azul se calma y muy atento permanece en silencio mientras ella viste a unos muñecones de trapo para su próxima representación. Ambos podían pasar horas y horas escuchando a Vivaldi, pues sin esta música Clara sentía perder toda su creatividad y no podía armar ni un solo títere ni siquiera hacer una mascarita, nada, simplemente quedaba en blanco. El resultado de todo fue que Azul no aprendió a piar como un pajarito normal, sino que de su garganta salían hermosas tonalidades musicales de un clasicismo suigéneris y extraordinario con lo que conseguía todo lo que se le antojaba. Así, si quería pasear, se monta sobre el espinazo de Sacha, le da tres pataditas y se manda a melodiar a Vivaldi. Eso era suficiente para que Sacha emprendiera un caminonón entre flores aromadas y yerba fresca al compás de la cantata de su amigo pájaro. Pero Clara y el Ilusionero ahora tienen un gran problema, pues —amigo, Azul debe estar ya, con sus pares, libre totalmente. —Tienes razón, debemos llevarlo de nuevo a su ambiente natural. Varios días pasaron para poner en práctica aquella decisión porque separarse de Azul les producía un profundo dolor. Sin embargo una mañana sobreponiéndose al sufrimiento, se envalentonaron. Lo llevaremos al mismo sitio donde lo encontramos, tal vez allí se reúna con sus amigos y familiares— dice Clara acariciando con dulzumbre las alas de Azul. —De acuerdo; pero ¡vámonos ya!— responde él con voz entrecortada y de inmediato mete a Azul y a Sacha dentro de Lucélida,

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que cada vez se sentía más orgullosa con aquellos dibujos bien bonitos hechos por los niños que los visitaban en sus andanzas por el país. En el trayecto, Azul encaramado sobre el hombro de Clara va sin decir ni una sola nota musical y extasiado ante los paisajes voltea para todos lados como para no perderse de nada y de vez en cuando da brinquitos de felicidad. 214

Al llegar a la mata de mango, los dos amigos después de hacerle sus últimos cariños colocan a su Azul con mucho cuidado en una de las ramas. Y se instalan sobre una piedra cercana para ver lo que podría suceder. Por su parte Sacha intenta inútilmente treparse en el árbol para estar junto a su compañero. De pronto, Azul empieza a melodiar a Vivaldi, lo que atrae a unos azulejos que poco a poco se van acercando y con los ojos desorbitados cuchichean entre sí, mientras observan cautelosos a aquel pájaro tan extraño que no sabe piar. Un rato más tarde, algunos con displicencia, otros con gestos despectivos se volaron para otro árbol. Pero uno muy curioseador y audaz se acerca a medio metro de Azul, revolotea a su alrededor piando y haciendo piruetas de enamorado. Se coloca al lado y al rozarle las alas, Azul, despavorido, con una inusual e incomprensible gritadera, se zumba en picada y se mete tembloroso entre los senos de Clara. El intruso quedó atrás, ocultándose entre el ramaje. Aquel incidente hizo que los dos amigos y Sacha pernoctaran dentro de Lucélida y dirigiéndose al Ilusionero,


un poco angustiada —De aquí no nos movemos hasta que Azul no se calme— dice Clara poniendo la mano sobre su pecho como para protegerlo. —Lo que él tiene amiga, es MIEDO A LA LIBERTAD— agrega él sonriendo. Con la amanecida repitieron el intento de colocar a Azul en una de las ramas del árbol. Esta vez el azulejo con menos ímpetu y más prudencia repitió su acercamiento, logrando que Azul no esquivara su revoloteo ni su piar mientras Clara, el Ilusionero y Sacha contemplan felices aquella escena. —Esto como que es el inicio de una buena amistad— comenta el Ilusionero. Al rato empieza: el entrecruce de picos y de alas, el gorjeo amoroso del recién venido y Azul ahí, embelesado… —¡Fíjate! Fíjate en esos arrumacos— exclama emocionada Clara —Yo creo amiga, que nos equiv……— Pero él no pudo concluir su comentario porque Azul se les viene encima. Le picotea dulcemente las manos, el cuello. Vuela hacia los cabellos de Clara se los alborota, le acaricia las mejillas, la boca, le hace carantoñas por todas partes y finalmente se posa sobre el lomo de Sacha. Restriega su cabeza contra el pelaje, da tres pataditas con su ala derecha y alza el vuelo hacia la mata de mango, donde con una emoción muy especial entona una estrofa de la Primavera de Vivaldi. Luego los dos pájaros remontan el vuelo, se unen a la bandada y puro azul se hizo el espacio. Abajo Clara comenta:

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—Nos equivocamos, nos equivocamos— Así es amiga, pero ahora tenemos una buena razón para regresar. — ¿Cuántos hijos tendrán?— pregunta ella acariciando con nostalgia a Sacha. En el cielo la mancha azul, ya no está más. Entre tanto,

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los Supliciados quedaron con los ojos llenos de plumas. La reser-vación se hizo un gran pájaro que se bate a rabiar contra las rejas y ellos ahí, desalados, consumiéndose en la desesperanza sin poder hacer un carajo.

Después de recordar a su Azul, por un instante, Clara sonrió con nostalgia. Aquellas vivencias no fueron suficientes para rescatarla del negror de tantos pasados atroces cometidos por todos los símiles del Gran Jurado devoradores del planeta Tierra. En la Sala de Arte es tanto el frenesí, el desate musical de armónicas disonancias del grupo que está en escena, que Clara retorna a su aquí y a su ahora para engarzarce de nuevo, con el solista que epileptea sus mejillas cuando quita y pone la armónica entre sus labios, mientras la cantante vestida de verde loro que está a su lado apenas si mueve su cuerpo, mas tiene la vida en toda su cara. Después el baterista golpetea a fiereza los platillos mientras


los Supliciados están sintiendo aquella palamentazón musical en sus nalgas, en sus costillares, en sus espaldas, como las que sentían sus súbditos cuando ellos los apaleaban en el país recién abandonado. Al concluir este grupo de tocantes su pieza, Clara y el Ilusionero habían permanecido durante varias horas escuchando a los diferentes conjuntos. Él, proyectando a distancia en la gran pantalla instalada frente a los Suplicados, los pensamientos y los sentires de Clara. Ella tal vez por estar profundamente ida hacia atrás, cabalgando en las profundidades de tantas recordaciones no había sentido

los calambres y dolores artríticos que desde hacía muchos años la aquejaban y a los cuales, entre otros males, ella llamaba sus cortocircuitos propios de su edad en desbarranque, o sus agujeros negros. Pero nuevamente se va la luz y Clara se siente envuelta en aquella oscuridad como si todos sus agujeros juntos la hundieran de un solo golpetazo en un socavón neblinoso de nunca acabar. Por eso le dice al Ilusionero: —¡Salgamos! ¡Salgamos de aquí! No soporto esta oscuridad. Esperemos afuera porque me siento muy

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mal.— Y los dos salen y se sientan en un banco frente a la Sala de Arte donde los envuelve el frescor de la noche y sin preámbulo alguno, Clara se abre a sí misma saca lo que le aprieta adentro y disparándose como un resorte descomprimido ella exclama: —¡No aguanto más! ¡No soporto más! —¿De qué se trata amiga? Cuéntamelo por favor. 218

—Simplemente que estoy vuelta hilachas. Que percibo a mi liguita biológica estirándose, estirándose. Que está a punto de reventarse y estoy depre, porque siento que me estoy desvencijando de a poquito con tantos agujeros. ¡Fíjate! Agujero psoriasis. Agujero corazón medio jodido. Agujero vértigo de Menier. Agujero hipotiroidismo. Agujero colesterol malo y triglicéridos que no bajan aunque haga todas las dietas del mundo. Agujero artritis. Agujero manguito rotador escoñetado en mi hombro derecho y este agujero nuevo, este temblor inexplicable que ningún médico sabe de dónde carajo sale. Y... Y..., agujero inmenso vieja-Clara barriga talla 16. Agujero papada de pava vencida y ojeras fofas, las que al verme en el espejo, camuflajeo con mi maquillaje cirquero. Pero al recordar lo que hace años me dijo mi amiga, mi hermana, hermana, Miriam González Blanco, la telúrica, la que se embelesa como nosotros ante las aguas alocadas del Caroní. La que le fascina abrazarse a los árboles centenarios del Parque Cachamay: “Hay que aprender a envejecer con dignidad.” Entonces me desmaquillo, me lavo la cara y cambio mi


arruguero seco por una sonrisa. Pero lo peor, lo peor son los vértigos. Y este tullimiento, estos dolores que cuando les da la gana me paralizan una pierna o un brazo o se me clava entre pecho y espalda asfixiándome. Y ahora este temblor. ¡Fíjate, fíjate! Como me tiemblan las manos. Esto es ¡terrible, terrible! ¿Te das cuenta lo que todo eso significa para mí? Mis manos..., mis manos... ¿Cómo? ¿Cómo podré manejar mis títeres y mis marionetas? ¿Cómo podré distraer a mis carajitos?— dice Clara con las lagrimas aguantadas. —Cálmate amiga, cálmate— le responde él abrazándola con ternura. —¿No te das cuenta que desde hace 10 años tienes casi todos esos agujeros y ellos no te han cambiado en nada? ¡Piensa! ¿Cuántas funciones has dado desde entonces sin problema alguno? —Pero, ahora, es diferente, siento que estoy llegando a mi principio de Peters, que estoy llegando al llegadero. Entonces ¿qué puedo hacer ya? —Lo que siempre has hecho, pararte en el filo de tu hondo y desde allí, crece en el acto creador hasta que caigas en el otro agujero. —¿Quieres decir que a cada rato debo hacerme Ave Fénix para salvarme? —¡Exacto!

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—Pero es que esta oscuridad me clava y remueve mis inseguridades y todos mis miedos. —¿No será, Clara, que es el temor a la muerte lo que tienes clavado?

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—No, no es el temor a la muerte, porque a esta siempre la he llevado en el bolsillo. Es el miedo a no poder enmagiar a los niños. Es el terror a incapacitarme. El terror a convertirme en un estropajo inútil y tener que atarme al mástil de la inacción, de la dependencia y de la rutina estéril desgastándome de a poquito. Antes ¡prefiero morir! ¡Prefiero morir! Y en este instante me siento como una hormiga temblorosa dentro de una caja de cerillas llevando a cuestas esta carga neutra, gris que me hace recordar lo que dijo una anciana sabia en una película “la vejez es la anestesia para recibir a la muerte.” Y lo malo, Ilusionero, lo malo es estar ya cerca de la muerte sin poder realmente vivirla. —Te comprendo Clara, te comprendo. —Lo sé, amigo, lo sé, por eso te lo cuento. —Pero lo más grave para mí, no es morir, sino el cómo moriré. ¿Tú no crees que cada quien debería elegir la manera y el momento de dejar este mundo? —Clara ¿ésta es una confesión pre-suicida? —¡No! Definitivamente ¡No!, porque no me presiento con el


valor de quitarme la vida. Pero lo que si me horroriza es ser enterrada viva, que pueda estar cataléptica y que después, dentro de mi ataúd, reviva y entonces arrancándome los cabellos tenga que sufrir el horror de morir dentro de mi propia muerte. Por eso ¡te ruego!, ¡te imploro!, amigo, que aunque mi certificado de defunción haya sido expedido por el mejor médico del mundo me inyecten una dosis letal de arsénico puro; solo así moriré en paz. Y además, por favor que no me entierren, sino que me cremen y luego tú junto con Sacha, Mimono, con Lucélida y con todos, todos nuestros amigos, incluyendo, por supuesto, a los carricitos, lancen mis cenizas al Caroní para tener por techo a todo el universo mientras me diluyo bajo estos mis solerones en mi tumba de agua que dará vida a los peces. —Pero tengo un terror aún más abismal que el ser enterrada viva. —¿Y cuál, cuál es, Clara? ¡Dímelo! —Morirme a destiempo. —¿Qué significa eso? —Es simple. Que deseo morir cuando yo misma lo decida. Por eso todos los días le pido a mis dioses que cuando yo sienta que ese instante me ha llegado, ¡me maten de un infarto fulminante! —¿Y si no te escucharan? —Entonces caería en el más profundo, sin fondo y doloroso

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de mis agujeros. En ese caso ¡Eutanasia! ¡Eutanasia conmigo! Pero, mi mayor angustia y mi más grande miedo es cuando me pregunto: ¿Pero quién, quién me haría eso? ¿Te atreverías tú Ilusionero? ¿Te atreverías? ¿Ah...? Contéstame por favor, contéstame amigo. —Te prometo que yo emplearé toda la fuerza de mi magia para evitar tu sufrimiento. Y si acaso fracasara, ¡nunca! ¡Jamás, jamás!, te dejaría sola ¡juntos nos iremos! 222

—¡Júramelo! ¡Júramelo! —¡Te lo juro! —¿Por quién me lo juras? —Por nuestra amistad. Por “la amistad que es materia de salvación” —¿Y por quién más? —Por Mahatma Gandhi. —¿Y por quién más? —Por Azul, por nuestra perra Sacha, por Lucélida y por todos nuestros amigos. —¿Y por quién más? —Por la eternidad, amiga por la eternidad. —¡Te creo, te creo! Ilusionero y eso me tranquiliza.


—Pero dime, Clara. ¿Acaso no te preocupa a dónde irá tu alma y que además, ella sea juzgada por tantos dioses? ¿Ni siquiera le temes al ojo de Dios? —¿Cuál alma amigo? ¿Cuál ojo de Dios? —Entonces ¿por qué al hacer tus oraciones, frente al altar de tu María Leoncia le pides a ella y a tu madre y a tus hermanos y a tus amigos y a todos tus seres queridos que están muertos? Y ¿por qué te haces la señal de la cruz? —Yo no ruego realmente por sus almas porque soy realmente una bicha egoísta, sino que los invoco cuando me acosan mis inseguridades y mis miedos. Pero sí, les pido que nos eviten a mi, a ti, a Sacha y a Azul, dónde quiera que estemos, y a todos nuestros amigos y seres queridos cualquier sufrimiento injusto. —Entonces para ti, Clara, de que vuelan vuelan. —Así es amigo, no tengo otra respuesta. —¿Y por qué te haces la señal de la cruz? —No lo sé, no lo sé. Todo esto es como un impulso, un ritualismo medio obsesivo que me surge del inconsciente. —Y ¿no te enredas con esa maraña de contradicciones y de religiosidades? —No, no me enredo. Simplemente las asumo y las meto a

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todas juntas en la gran caja pintarrajeada que llevo dentro de mí. Lo que sí te digo, aunque ya tu lo sabes, es que una vez, cuando tenía como 8 años y le pregunté a mi madre Sarah ¿por qué tú no me acompañas nunca a la iglesia? Y ¿por qué tú no comulgas junto conmigo? Entonces ella me respondió: “Porque soy divorciada y la iglesia católica no me lo permite.” Yo no comprendí muy bien lo que me dijo y seguí yendo a mi misa de seis con mi hermano Gabriel todos los domingos. Luego al cumplir 15 años, de tanto escucharla hablar con su amiga Mercedes Nuñez de los estudios rosacrucianos. Y de a cada rato constatar yo misma lo de la transmisión mutua de sus pensamientos, ya me había familiarizado con estos asuntos. Por eso, cuando cumplí los quince años y ella me habló de lo que era ser una vestal, una columba, me entusiasmé y columba me hice. Tampoco comprendía entonces mucho de esto; pero me encantaba sentirme recorriendo el templo esparciendo entre penumbras aquel incienso embriagante, con mi túnica blanca y la rosa púrpura sobre mi pecho. Y sobre todo aquellos juguitos y aquellos pasteles que repartían al salir del templo. Pero lo que si es verdad, es que desde entonces nunca más volví a escuchar una misa, hasta la vez que Lucélida nos levó hasta aquella iglesia escondida, donde vivencié una posesión de amores milenarios. ¿Te acuerdas de eso Ilusionero? —Claro que lo recuerdo— Pero lo que también es cierto es que siempre, inevitablemente, termino santiguándome al ver una iglesia y a las cruces de muertos sembradas al borde de cualquier camino, lo cual hago también frente


al altar de Mary, a quien por cierto hace añales le prometí inventarle un rezo bien bonito que sustituyera a los que mi abuela Andrómaca me había enseñado en mi infancia. Pero tú sabes que soy incapaz de escribir algo en una página en blanco. —¿Y eso te preocupa? —No Ilusionero, no me preocupa porque a mi manera, abro las puertas y las ventanas de mi casa interior, toda pintarrajeada y hago un menjurje, un patuque. Entonces me hago la señal de la cruz. Digo un mantra rosacruciano y rezo un Ave María, un Padre Nuestro y un “ángel de la guarda dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día y sé tú, la salvación del alma mía”. Esta última oración es la misma que yo rezaba cuando lo del Arcángel Miguel. Pero lo que sí no rezo es el Credo en Dios padre todopoderoso..., ni el Yo Pecador, pues a esos dos hace tiempo los omití de mis oraciones. Y si ahora, después de todo lo vivido en esta Sala de Arte, si fuéramos a la playa yo recogería muchas flores y antes de bañarme en las aguas se las ofrendaría a Yemayá, Diosa de la mar. —Clara, en todo este diálogo has hablado mucho de tus dioses. —Sí, es cierto y nombré también a mis santos y a mis deidades. —¿A cuales amiga, a cuales les pides? —¡A todos!, a todos los de mis recuerdos. Y de hoy en

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adelante le pediré no solamente a los de mi infancia, sino también a los que la vida me acaba de meter adentro: al Wanadi y el Semenía de los Makiritare. Al Omao de los Yanomami, los Hijos de la Luna. Y a Shangó y a Obatalá y a Oshún y a Yemayá. Y al San Juan bailón de mi nana Juana. Y a la María y al Jesús corazón sangrante de la abuela Andrómaca. Al Jesús hombre, el crucificado, al Dios energía pura y a la María Leoncia de mi madre Sarah. Y además llevo conmigo el ateísmo de mi hermano Carlos. —Y si tuvieras que elegir entre ellos, ¿a cuál escogerías? —Al Dios energía pura de mi madre Sarah y al Omao de los Yanomami, el cual, según lo que sé, viene a representar a la misma energía cósmica y creadora en la que creía mi madre. —Entonces, ¿por qué el altar de Mary? —Porque Mary, Guaicaipuro y el negro Miguel, son terrenales y están aquí, cerquita, cerquita, frente a mí y los puedo ver y tocar y hasta besar y a quienes yo les ofrendo: frutas y pasteles y vinos y flores silvestres y velones de todos los colores y caramelitos de miel, caramelos que algunas veces, después de pedirle permiso a Mary me como antes de ponerme a trabajar. Y mis dioses no me piden nada. Absolutamente nada, en cambio yo deposito en ellos mis miedos, mis desarraigos, mis alegrías y mis peticiones. Porque te imaginas tú, ¿cómo puedo hacer todo ésto ante el cosmos, ante la inasible energía universal?


¡No! ¡No!, eso es demasiado para una simple mortal como yo. —¿Y tú crees que ellos comen todo eso que les ofrendas? —Oye, yo les dejo los banquetes al pie del altar. Yo cumplo conmigo misma, sin que ellos me lo exijan, si comen o no, si perciben o no la belleza y el aroma de las flores y el relumbrar de las velas, eso ya es decisión de ellos. Y si no cumplen mis deseos, igual sigo haciéndolo. Lo cierto es que necesito hacer todo eso. Y además disfruto enormemente al hacerlo. Pero no todo es pura pedidera, pues también comparto con ellos todas mis alegrías como lo hago contigo, con nuestra amada Sacha, con Mimono, con Azul antes de dejarla en libertad y como lo he hecho siempre con nuestros amigos y con los carricitos. Además, ¿acaso los santos cristianos si pueden ver los cirios y las flores y escuchar las oraciones de sus devotos? me pregunto yo. Entonces me digo, es el mismo, el mismo asunto. Y te confieso amigo, que con la blancura de Mary rodeada por su corte india y por su corte africana me identifico y acepto más mi mestizaje. —Te comprendo Clara, pero dime, ¿por qué tienes ángeles colgados por todos los rincones de la carpa? —Porque son lindos, lindos y porque tienen alas para volar— decía ella aleteando con sus brazos hecha una pájara humana. —¡Espera! ¡Espera! Clara, no te me vueles y contéstame

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esta pregunta. ¿Pero, qué pasa con el Dios inexistente de tu hermano Carlos?

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—Él, está como ya te dije, también metido en mi casa pintarrajeada. Porque amigo, si me hago totalmente atea como él, ¿quién recibirá allá arriba en el universo mis más íntimos temores? Y cuando caiga en uno de mis agujeros, ¿quién me ayudará a salir? Y ¿quién me devolverá la energía perdida para poder continuar haciendo las actuaciones con mis muñecos? Ay... Ay..., Ay..., Ilusionero, sino fuera por mi altar y por ti, por nuestros amigos, por los carricitos, por Sacha, por Mimono, por Lucélida y por todos los azules del mundo, mi existencia no habría sido la misma porque ustedes son quienes verdaderamente le han dado vida a mis actos y a mis muñecos de trapo, a mis títeres y a mis marionetas.

Esa noche el Ilusionero, tal vez escriba en su diario: Clara poblada está por toda la magia y los ritualismos del continente americano.

Pero en ese momento él sonríe y calla, manteniéndose como siempre lo había hecho como un observador silente que con respeto y sabiduría le va siguiendo la vida, los sentires y los pensamientos a su amiga para no interferir ni influenciar los recónditos procesos de su ser. Limitándose


la mayoría de las veces a interrogarla solamente sobre algún tema importante como lo está haciendo ahora frente a la Sala de Arte, donde le sigue preguntando: —¡Dime, dime! ¿Qué más pides frente al altar? —Antes, cuando aún el Ejército Justiciador no los había enrejado, le rogaba a mis dioses que nos libraran del Gran Jurado, de todos sus correligionarios y de la HIDRA T.V. Además siempre les suplico que no permitan más guerras, que se acabe el hambre, la injusticia y las desigualdades en nuestro país, en América y en el mundo. Y en lo personal, les imploro que cuando yo sienta que ya he recibido todo de la vida y que le he dado lo mejor de mí a la vida. Es decir cuando pierda la pasión..., la pasión..., de vivir, te repito, ¡qué me maten de un infarto fulminante!— decía ella retomando su acostumbrada vehemencia como si el haber hablado de su estadía en la Tierra, la hubiese reflotado de sus grisuras emocionales haciéndole aflorar nuevos fuegos que le lucean toda la cara. —La pasión..., la pasión..., repetía una y otra vez girando sobre sí misma con los brazos lanzados hacia el espacio gesticulando como si estuviera sobre un escenario. —¿Te das cuenta, Clara que ya estás revivida? —Sí, lo sé, porque lo siento. —Oye, amiga ¿no crees que es mejor que dejemos este tema para otra oportunidad? Porque ahora quiero decirte

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algunas cosas concretas, las cuales ayudan a vivir sin vulnerar demasiado la fragilidad que la liguita biológica va padeciendo con los años. Empiezo por aconsejarte que te ubiques, que controles tus ímpetus y dejes de andar por ahí..., maromeando con Mimono y correteando con Sacha y brincando mecate con los carricitos porque tú, amiga, ya no eres una niña. 230

—Tienes razón Ilusionero, pues son tres cuartos de siglo que llevo encima. Y además también es cuestión de olvidos, de ese no acostumbrarme a ser una setentona, por eso cuando me siento chévere, llena de vitalidad, mi energía relámpago me impulsa, entonces tengo algún cortocircuito. Choco y quedo atrapada en alguno de mis agujeros, como cuando estoy muy feliz y subo a millón las gradas que conducen al entarimado y de pronto un dolor taladrante paraliza una de mis piernas y zas..., caigo y ¡Ay...! ¡Ay...! ¡Coño, coño!, y yo ahí..., engurruñada, batida por la artritis contra el piso. O cuando camino una subidita y el corazón empieza a patalear dentro de mi esqueleto. O cuando el agujero-vértigo me zarandea como en aquella madrugada de tormentas y relámpagos en la que para no caer me tuve que agarrar de uno de los palos que soportaban la carpa. Y los títeres, las marionetas, el altar, las flores, las témperas y toda vaina se vino abajo y hasta las cucarachas salieron de sus escondrijos para revolotear enloquecidas por todas partes. —¡No!, por favor no me nombres a esas bichas, tu sabes que les tengo pánico— le interrumpe suplicante él. Está


bien, olvídalo. ¿Y te acuerdas cuando las velas empezaron a incendiar las lonas de la carpa y tú, Sacha y Azul salieron despavoridos dejándome sola, tirada ahí..., en el suelo? —Por favor, Clara, ¡no sigas!, ¡no sigas! porque me muero de vergüenza. —¡Sí te lo recuerdo!, ¡pedazo de cobarde.! Y menos mal que aquél vértigo pasó rápido, por lo que me pude armar de valor para apagar las llamas con una cobija de lana, porque sino..., ¿a dónde estaríamos? ¿Ah...? ¿Qué hubiera pasado? ¿Ah...? Y para remate después me tuve que empapar cuando te explicaba más de mil veces debajo de la mata de mango que no era ningún terremoto, mientras tú, Sacha y Azul estaban paralizados del miedo bajo el aguacero. —¡Ya basta!, Clara, por favor que me matas. —Esta bien, no sigo — ¡Óyeme Clara! No te me evadas. Volvamos a tus miedos y a tus inseguridades. ¿Recuerdas que hiciste después de aquel desastre? Te tomaste tus pastillas de Bonadoxina contra el vértigo y a los dos días, ya recuperada andabas por ahí..., trepándote como siempre como una arañita por las mismísimas paredes de tu propio agujero, y al ratico estabas ya armando de nuevo a tus muñecos. —Es verdad, tanto tú como yo, sabemos que suelo salir de mis huecos. Pero en este instante, me siento como una hormiga lisiada y como pensé que no te haría ningún daño, te convertí por un rato en el vaciadero de mis angustias y debilidades.

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—Lo sé, lo sé por eso me hice pura canasta para recibir tus basuritas— le contesta él, mientras recuesta la cabeza de la amiga sobre su pecho, mostrando su calidez, su concavidad de vasija mujer, la otra parte de su embrión aún sin diferenciar flotando en las aguas intrauterinas de su madre. 232

Lo que ocurrió en aquella noche de tormenta fue que a él le surgió, no su habitual miedo escénico, sino ese otro terror que lo invadía paralizándolo ante las convulsiones de la Madre-Tierra que hacía aflorar sus temores. En cambio, a ella se le despertó lo masculino llevado dentro de sí, desde antes de ver por primera vez la luz del mundo, lo cual a veces la impulsaba a realizar hazañas y a asumir riesgos incalculables como en las tormentas con truenos y rayos fulminantes. En maremotos, en vendavales y en todas las fuerzas de la naturaleza que trataban de impedir que ella elaborara sus muñecos de trapo, pues con la luz o sin ella, con agua o sin agua y con la jodedera de sus agujeros, Clara se las arreglaba para terminarlos. Pero,

¿qué había estado sucediendo con los Supliciados mientras conversaban afuera, el Ilusionero, por respeto a la grisura emocional de Clara, que el recuerdo de Azul había ayudado superar él, no proyectó en la pantalla


la intimidad de aquel dialogo que habían tenido. Y también por comprender que todo lo vivenciado hasta ahora por Clara, posiblemente la habían hecho caer en el sufrimiento individual de sus propios agujeros. Por eso él, se olvidó por un rato de los supliciados, para hacerse pura canasta receptora de los miedos de su amiga, los cuales él sabía muy bien que eran circunstanciales y pasajeros. Por esta razón, los enrejados estaban padeciendo aún los efectos de las últimas escenas aparecidas en la gran pantalla por lo que sentían los puyazos de las plumitas de Azul entre sus ojos y los dolores en las nalgas, en los costillares y en las espaldas a punto de sangramiento por la palamentazón que les hacía sentir aquel baterista arrebatado que está sobre el escenario. Y lo que es peor inflándose más y más, tanto, que ya no existía posibilidad alguna de ver en sus pieles un mínimo arrugamiento. También por las ganas que les provocaban la mujer trajeada de verde loro, la que tenía toda la vida en su cara, y por los soplidos del armonicista cada vez que hacía sonar desaforado, el instrumento. Y era tal el inflamiento general, que los brazos, las piernas, las cabezas, con cada soplido se iban tornando como mínimas protuberancias salidas de su humanidad global. Y como burbujas de carne estirada flotaban tras las rejas, desesperados, tratando de huir, ahora, ya no de las proyecciones del Ilusionero, sino del mismísimo Máximo, el globo mayor quien, como si estuviera ante una gigantesca torta de chocolate, con su bocota bulímica intentaba engullírselos uno a uno para cagarlos luego en su letrina internacional.

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Repentinamente yo veo en mi mente a dos de los Supliciados haciéndome señas y gesticulando desesperados desde un escondrijo de la reservación. Uno me está diciendo: —Oye tú, quien escribe esta novela, ¿por qué carajo no dejas que El Máximo nos trague de una vez por todas de un solo coñazo? 234

Y el otro más esperanzado en seguir viviendo me implora: —¿Hasta cuando, hasta cuando permitirás que este perro, que esta rata, que este coño e’ madre Jefe del Ejército Justiciador siga martirizándonos?— Pero lo que no sabían estos Supliciados es que su victimación todavía no había concluido y menos aún, que el final de ésta, en el País Nuevo, el de sus esperanzas, sería realmente muy especial. Pero volvamos ahora hacia Clara y el Ilusionero, quienes aún están sentados afuera, cuando muy entusiasmada, la amiga, Ana María Cian, directora de la Sala de Arte les dice: —¡Vuelvan! ¡Vuelvan! Que ya vino de nuevo la luz y el show está terminando. Y uno de los grupos preparó una sorpresa que ni yo misma sé de qué se trata. Ellos retornaron a la sala donde todo es un bullicio de hombres, de mujeres y ancianos frenéticos bailoteando al compás de la música tocada por el conjunto de Pedrito


López, el cual repentinamente deja de tocar. Otra vez se apagan las luces, la gente protesta, pero en esta ocasión, uno de los tocantes enciende varios velones y un aroma de flores silvestres y jazmines recién cortados invade el ambiente. Y en el centro del pequeño escenario aparece una mujer de belleza innarrable, quien con altivez, mira al público como si ella fuese la única y primigenia reinadora del planeta. Está allí, cubierta con velos iridiscentes que le contornean el cuerpo y es tanta su hermosura que los danzadores quedan atónitos ante aquella especie de ángel humano, quien con lenta y erótica solemnidad va develándose modosa, sensualmente, dejando ver su cuello, sus hombros, sus senos y con el orgullo reflejado en su mirar, deja caer el último velo para mostrar su esplendente falo eréctil. Ante aquello, los hombres y las mujeres tras las rejas, al ver aquél ser espectacular en toda su hermafródica desnudez, haciendo gestos y movisiones enervantes, en un respirar profundo y colectivo se inflaron hasta más no poder transparentando sus cuerpos globales a punto de estallar. Fue en ese preciso instante cuando el Jefe del Ejército Justiciador pensó: —Estamos llegando al final de Los Venga..., —¡Espera! ¡Espera! Antes de concluir con Los Vengamientos, ¡déjame!, ¡permíteme a mí, escribir el destino de Clara y el mío propio!— me dice al oído el Ilusionero. Y sin darme tiempo para responderle, usando toda la potencia de su magia penetra en mi mente para dictarme:

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—Yo le digo a Clara ¡Salgamos! ¡Salgamos de esta sala! pues ya no le hacemos ninguna falta al Ejército Justiciador. Lo que sucederá pronto, es cuestión de dioses.

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Te invito a pasear por la orilla del Oriña’kú, me encanta esa idea amigo. Pero primero vamos al Parque Cachamay a visitar a mi amado Caroní porque tu sabes que me fascina ver su color marroninegro, su claroscuro guarapo de caña con esas piedras pelonas de donde surgen matas heroicas como fantasmones vegetales que soportan su frenesí, mientras él se abre paso desparramando sus cascadas enloquecidas para después ir deslizándose suavemente hasta unirse con Oriña’ku. Y quiero ver también los árboles añejos, las mariposas, los pájaros, las lagartijas, el pavo real, y sobre todo quiero jugar con Mimono. Oye Clara, yo preferiría ir a contemplar al río Padre, pues tú también sabes que me enmagia verlo avanzando, indetenible hacia la mar. Pero está bien, vamos primero al parque Cachamay, disfrutamos del Caroní y luego del río Padre. Y para complacernos mutuamente, para complementarnos, nos detendremos en la playa, justo frente al lugar donde se unen los dos ríos. De acuerdo Ilusionero, de acuerdo. Y nos fuimos. Al llegar al parque divisamos un espacio desyerbado, nos acostamos sobre la tierra con los brazos en cruz. La luna nos ilumina. El rumorear de las aguas y todo, todo el espacio es sólo nuestro. No sé cuanto tiempo permanecimos allí. Clara se levanta, yo la sigo, recoge florecillas de siemprevivas, de


puticas moradas y semillas secas caídas de la arboleda. Se acerca a un samán centenario. Se abraza a su tronco, se adhiere a él como si estuviese fundida con todos los árboles del mundo. Estuvo así durante diez minutos, una hora o miles de años. No lo sé. Mi mono como siempre, presiente su llegada, corre hacia Clara, lo carga, se hacen carantoñas, conversan, juguetean, ella lo acaricia. Se da toda, es como si estuviese dándose en esa entrega a la inmensa fauna del planeta. Clara estás removida en lo más profundo de tu ser por las rememoraciones vivenciadas en la Sala de Arte. Tienes razón amigo, especialmente ahora que estoy deshojando mi piel antigua, olorosa a Dioses vencidos. Por eso me pregunto ¿llegaré hasta el pricipio? -¡Oye Clara! Las religiones son de quienes las inventan. Lo divino de quien lo lleva adentro.

Los dos amigos dejaron al Parque Cachamay. Ahora están caminando por las riberas del Río Padre Orinoco u Oriñakú. Clara le dice al Ilusionero: le doy gracias a todos mis dioses por haberme permitido disfrutar de todos mis actos y de: Sacha, de Azul, de Lucélida, de mi mono, de mis carricitos y de la amistad y sobre todo, de tu amistad porque todo tú eres esa palabra y también mi otra parte. Y les agradezco que me hayan hecho enraizar en esta tierra mágica y amada de solerones inabarcables y de sus ríos que son dulces mares. Enraizarme dije en esta ciudad de contrastes. Ciudad metálica devastadora de gente, de animales y de bosques. Ciudad Planificada por gringos.

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Ciudad puta. Ciudad portátil. Ciudad portafolio para los buscadores de El Dorado, hoy transnacionalizada. Ciudad abierta, amable y solidaria para los hacedores de patria. Ciudad construida a realazos. -Clara está allí, fogarizada. Lentamente se voltea hacia la ciudad diciéndole

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A ti señora mía, amanecida de sol de mi Wei Pemón que soltando luzazos te incendian hasta el anochecer A ti te digo: Eternamente estarás en mí sin un segundo dejarme sin un hueco para colgarte en el olvido. Sin jamás dejar de amarte. Estás en mí. Hondo. Hondo. Quiero morir en esta tierra con mi tranvía artrítico zigzagueando amaneceres sobre las autopistas de Caracas. Quiero morir llevando conmigo tus calores enllamando mis huesos


a golpe de batá y de flautas emplumadas. Quiero señora, sentirme esparcida, encenizada entre tus aguazones. Zambullirme en ellas ser gota saltimbanqui Tornarme Hui’io, culebra de agua atrapadora de plumas Tejerme una corona Hacerme siete-colores Hacerme lloviznada A ti te pido ¡Mátame! ¡Mátame de soles! señora.

Después de hablarle a su ciudad amada, dirigiéndose al Ilusionero, como si retornara al aquí y al ahora. Antes te dije que deshojando mi piel antigua, quisiera llegar hasta el final, porque en mi regreso, en el negror oculto de la Historia omitida vengo ya amando a este mezclaje que soy en el cual con altivez me reconozco. Clara en tu viajar que ha sido retorno al bucear en la telaraña memoriosa de los ancestros que siempre has llevado dentro de ti y en la tuya propia... Sí, le interrumpe ella, me hice topa y escarbé profundidades abismales de donde surgiste con el “Espejo Desenterrado”. Y con el dolor y el encantamiento

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reflejándose en tu faz y con tu energía “nosotros” desmaquillada tú, Clara, te haces tierra fuego aire pluma de agua y marejada y en el oleaje histórico donde se fundieron todos tus nuestros pasados, lavarás tu imagen ambigua y se la darás a las aguas. Amiga, ahora estamos hablando el mismo lenguaje milenario.

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La noche está ida de gente. A lo lejos, el Caroní ya apacible, vencido, va uniéndose al río Padre Oriña’kú. Clara se hace la señal de la cruz, se sienta sobre una roca como una shamana, respira profundamente lanzando su mirar hacia el espacio. Y susurra un mantra rosacruciano. Invoca a todos sus dioses y lanzando las flores y semillas recogidas dice: Te las ofrendo a ti, Oshún, Diosa de las profundidades de “las dulces aguas”. Nos miramos como si estuviéramos transmitiéndonos los pensamientos mientras ella desciende de la roca y al unísono. Los dos nos fuimos inclinando lentamente para recoger cada uno un puñado de tierra y otro de aquellas aguasdosríos, haciendo lodo primigenio untándonoslo uno al otro en nuestros rostros, cuellos y brazos. Y unidos por las manos enlodadas y por las inmemorias los dos nos hacemos uno solo en el centro mismo de la última hoja y bajo los efluvios de Nuna de las Shidishie y de YA, el sol naciente nos fuimos desdibujando..., desdibujando..., entre las aguas: Y el cielo se pobló de Hombres Pájaros.


Antes que el Ilusionero me interrumpiera metiéndose en mis neuronas para inventar un final a su manera, yo estaba tecleando en mi máquina los pensamientos del Jefe del Ejército Justiciador cuando vio el inflamiento de los enrejados. Después del suspiro colectivo que les había provocado la visión del andrógino. Cuando aquel jefe se dijo así mismo: —Estamos llegando a

el final de Los Vengamientos. Y de inmediato convoca a: shamanes, babalaos, sacerdotisas y sacerdotes de la santería y a los curas que habían luchado por una iglesia liberada, a quienes se dirige diciéndoles: —Para concluir este espectáculo les pido, por favor que hagan un arreglo, un mosaico, un popurrí sui géneris. Para lo cual en un breve pestañear formaron una híbrida orquesta con variadísimos instrumentos, flautas de pan, fotutos, maracas, tambores batá, saxos, pianos, guitarras, cascabeles, panderetas, bandolas y muchos más y comenzaron a tocar. Así se formó el jolgorio de “los Nosotros” que tocan a fiereza haciendo que aquella música penetre con toda su intensidad y fuerza en los tímpanos de los supliciados que están hechos, ahora, unas cajas de resonancia hinchadas de tanto aguante. De tantas ganas

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sin desfogue alguno, y es tanto el estiramiento de sus pieles que ya están a punto de explotadura mientras en “el mar de arriba” todos los dioses al escuchar aquel popurrí inimaginable, de súbito dejan de jugar avergonzados por los milenios que habían perdido jugando, jugando. Al principio, se taparon las caras con sus manos. Pero aquella música remezclada en el tiempo y en el espacio no solamente les hizo interrumpir aquel juego milenario, sino que también provocó:

La arrechera de los dioses quienes en un estado de paroxismo humano y creyéndose con el poderío de la mismísima OTAN, lanzan bufidos descomunales aventando hacia distancias siderales una marejada de nubes enloquecidas que invasionan todo el espacio. Y de inmediato se ponen a planificar su venganza, la cual consistía en hacer erupcionar a un volcán llamado “El Guardián del Cielo”, inactivo desde hace muchos años, el cual, está justo al pie de la gran plaza donde se encuentran tras las rejas, los Supliciados: —¡Que el magma los sepulte!— vociferó el más duro de todos, pero otro le refuta enérgicamente: —¡No! ¡No! ¡Tenemos que adaptarnos a los nuevos tiempos! Tenemos que modernizarnos e inventar nuevas


tecnologías para probarlas con esos malditos de allá abajo. —¡Tienes razón! Y esto nos pasa por tanta jugadera. Y en un santiamén construyen una potentísima arma celestial, un misil teledirigido fabricado con el magma hirviente del volcán, el cual sería guiado por rayos láser justo para dar en el blanco: La reservación de los Supliciados. —¿Y si fallamos o si los peñascos incendiados caen fuera de la reservación y mata a algunos del Ejército Justiciador, es decir a los Supliciados de antes?— reflexiona uno de los dioses a lo que otro le responde: —Esos serán “errores técnicos, errores de puntería”. —¡Así es! ¡Así es!— agregaron los demás. —¡Nosotros somos el poder! Nosotros tenemos las armas. Y —¡guerra es guerra!— gritó el más duro. Y cuando ya estaban listos para lanzar el misil como unos mismísimos pérfidos “otanes”, de pronto suena una voz, la misma que había sido sepultada por los hombres hace millones y millones de años que les ordena: —¡Deténganse! ¡Deténganse! Es la voz de la Madre, la Diosa destronada, la dadora de vida que surge de su ocultamiento milenario para detener la ira culposa de los dioses, quienes al escucharla gritan:

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—Tú, tú, ¿qué haces aquí? ¡Vete! ¡Vete!, ¡regresa!, ¡ocúltate! Ocúltate como estabas dentro de tus propios ovarios, allá..., allá..., en el confín del universo a donde te mandamos cuando te destronamos. ¿Por qué y para qué viniste? Pero la voz, inmutable, se les va acercando, acercando 244

—Porque “nada es igual para siempre, lo único permanente es el cambio.” —¡Deténgase! ¡Deténgase!— les repite con dulzor contundente. Y sin que ellos mismos con todos sus poderes pudieran evitarlo. Ella, la Diosa, continúa con su acercamiento cambiándoles la ira por el embeleso. Y tan embriagante, tan amorosa es aquella voz que los llevó hasta el éxtasis. Después insuflándoseles adentro les trastoca todos aquellos devastadores planes los cuales habían hecho para la destrucción total. —Lo que ustedes planificaron era desperdicio, puro desperdicio— les dice ella. Y cuando estuvo bien segura de que sus escuchadores seguirían sus consejos la voz se silenció de nuevo. De inmediato los dioses empiezan a ejecutar con presteza todo lo indicado por la Diosa, por eso, en un nubarrón descomunal abren un agujero, descuelgan por él una cabuya infinita y al unísono le ordenan al Jefe del Ejército Justiciador: —¡Mándanos a todos los excluidos por el Gran Jurado!. A los hombres y a las mujeres embarazadas que estén a


punto de parto. A éstas trátalas con mucho cuidado para no maltratar a los hijos que llevan en su vientre. Que suban también a quellos que se unieron al Ejército Justiciador, cuando éste partio desde New Orleans, guiado por el perfume de jasmin. Aquel gentío asciende por el mecate celestial hasta llegar al mismisimo lugar donde los dioses son moradores. Cuando subió la última persona, que fue una mujer, se escucha de nuevo la voz de la Gran Madre diciéndoles amorosamente: —Por favor, acuclíllense formando un círculo alrededor de este agujero, porque, llegó el momento del alumbramiento. ¡Ahora, todas a parir sin dolor! Después con dulzumbre, dirigiéndose a los hombres y a los dioses les ordena: - Y ustedes ¡A orinar! ¡A orinar!y ¡A cagar! ¡A cagar! Un diluviar de aguas madres, de orines y de excrementos de hombes, de dioses y de niños acabados de nacer, del ayer, del hoy, del mañana, definitivo y mortal cae sobre aquellos cuerpos que están ya en el máximo de su global estiramiento. Sí, globalizaditos, globalizaditos están cuando les caen encima las primeras gotas. Y pura reventación es todo. Una pestilencia inaguantable sale de aquellas, sus vidas de podredumbre, convertidas ahora en

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un estiercolero que comienza a cubrir toda la reservación. Parte justo desde el mismo sitio donde al principio de la fiesta inaugural, El Máximo se tragó la caja geográfica con lazo de regalo negro que le obsequiara el Gran Jurado en el País Nuevo. Y de tanto inflarse, el pectoral que tapaba las iniciales de su verdadero nombre se reventó y clarito se lee F:M.I y junto con los supliciados quedaron todos allí. Extinguidos entre su propia mierda. Sin haber podido hacer un carajo. Y aquel estiercol lentamente se va tornando en tierra húmeda, blandita, fértil. Mientras la Diosa, la Gran Madre, y todos los dioses unidos, corean: —vida nueva daremos a la gente— Y un plantío reverdecido con florecillas multicolores se extiende en la reservación. Traspasa sus rejas, invade la tarima, a los jazzistas, a los EX, a todos los demás seguidores del Ejército Justiciador. Y a la inmensa plaza. Luego, asciende expandiéndose en la bóveda celeste hasta caer y resembrarse en el País Anterior. Y en todo el planeta Tierra. Y es cuando el Jefe de aquél ejército que llevaba las armas por dentro, con un vozarrón como para ser escuchado en todo el globo terráqueo, con sus brazos alzados hacia el cielo exclama: “Cien años estuvo Noé anunciando el diluvio y al fin llovió.”


Índice Sobre la autora....................................................................10 A modo de presentación........................................................ 11 La festejación......................................................................37 El Máximo (así es como obligatoriamente se hacía llamar).......... 39 El Ejército Justiciador, el que lleva las armas por dentro!............ 46 Los EX...............................................................................47 Clara y el Ilusionero son una pareja indesatable........................ 54 Por otra parte, el Jefe del Ejército Justiciador conocía de Clara..... 56 Dama medioeval..................................................................64 los Supliciados sufren aquel ultrajamiento............................... 66 Aquel anciano aventurero y marico......................................... 68 Después de estos acontecimientos......................................... 70 Muchas horas más tarde, en la pantalla aparece Clara................ 73 Un diccionario brillador......................................................... 75 San Miguel Arcángel, vengador de libidinosidades..................... 79 Los Supliciados estaban arrebatándose................................... 83 La madre Sarah...................................................................84 Carlos, el vero Padre Nostrum................................................ 87 La abuela Andrómaca........................................................... 91 Mississippi en Llamas...........................................................94 Clara y el Ilusionero se encontraron por primera vez.................. 98 ¡La Carpa Enmagiada!..........................................................103 Wanadi y los Hombres Pájaros............................................... 105 Una mañana ensolecida........................................................ 116 El desarraigo.......................................................................117 A Clara le resurgieron los temores de atrás.............................. 119 La ciudad-Dorado................................................................122 El piensa............................................................................127 Un yo con voz de siglos......................................................... 128 Clara siente un disparo......................................................... 133 ¿Qué estuvieron sintiendo los Supliciados tras las rejas?............ 142 El río Padre Orinoco..............................................................144 El Caracazo.........................................................................154

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El reinado de Carlos Andrés II................................................ 155 “El por ahora”......................................................................159 El Espíritu Chupador (E.Ch.).................................................. 160 The Chévere Chévere Hotel Inc.............................................. 165 Entre tanto, los Supliciados................................................... 171 Páramo del Zumbador. Estado Táchira..................................... 180 La Angelada........................................................................182 Boconó, octubre 9 de 1979.................................................... 188 11 de octubre de 1979..........................................................191 Boconó. Estado Trujillo......................................................... 191 12 de Octubre. Sorte San Felipe. Estado Yaracuy.1979............... 198 El apagón de Caracas...........................................................201 El terremoto de Cariaco (una tragedia anunciada)..................... 205 Azul...................................................................................210 Los Supliciados quedaron con los ojos llenos de plumas............. 216 Los calambres y dolores artríticos........................................... 217 Esa noche el Ilusionero, tal vez escriba en su diario................... 228 ¿Qué había estado sucediendo con los Supliciados.................... 232 El final de Los Vengamientos.................................................. 241


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Los Vengamientos del Ejército Justiciador Ana Rosa Angarita Trujillo Colección Terracota Libro impreso por el Sistema de Imprentas Regionales Capítulo Bolívar Fundación Editorial El Perro y La Rana 2015


Los vengamientos del ejército justiciador Novela La autora Ana Rosa Angarita Trujillo, se basa en algunos casos de la vida real para elaborar una novela “crítica” en la cual castiga al “MÁXIMO”, al Gran Jurado, a sus cómplices y demás seguidores corruptos en su país Venezuela, y en otros paises del mundo. Haciéndoles padecer sufrimientos mediante situaciones emocionalmente muy intensas y creativas. Sufrimientos que según los mandatos del jefe del Ejército Justiciador tienen que soportar irremediablemente sin poder hacer nada. Novela escrita en Puerto Ordaz, estado Bolívar, Venezuela en el año 2002. Guardada por 13 años; como lo hizo con su novelas anterior (“Hormiguero de concreto”, premio nacional Gloria stolk). Sin haberle agregado o corregido ni un punto ni una coma.


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