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¡Ansiógeno!

Es el apelativo de ansia o ansiedad. En los hogares algunas personas actúan con efectos ansiógenos; es decir, son intensas, preocupadas en exceso y angustiadas por motivos nimios. Se ahogan en un vaso de agua, demuestran fragilidad y debilidad en situaciones naturales de la vida. Las oficinas también están inundadas de personas ansiógenas fruto del estrés o de algún apremio, a veces inexistente. La ansiedad, según los especialistas, tiene un lado positivo: preocuparse es bueno, de los asuntos personales, de los temas cotidianos o de los problemas cotidianos. Es natural preocuparse -dicen-; interesarse porque los asuntos de la familia y del trabajo marchen bien y mejor. ¡Lo contrario sería despreocuparse! Pero cuando las situaciones ansiógenas son repetitivas o recurrentes, podrían considerarse enfermizas, si las tensiones suben de tono, y se convierten en caldo de cultivo de desasosiegos, inquietudes y temores. Allí entonces se hablaría de un trastorno de ansiedad.

En un centro de salud escuché a un médico: “¡No se preocupe; ocúpese!”. Es una buena reflexión porque muchas personas han “aprendido” a girar sobre las enfermedades, dolencias y tratamientos, y no sobre la salud y los medios preventivos para lograrla. Las conversaciones tienen, en general, esos guiones producto de la ansiedad y la búsqueda de soluciones inmediatas. Ocuparse de sí mismo y de los demás es interesante, siempre y cuando no nos convirtamos en perseguidores. La preocupación controlada es entonces saludable porque denota madurez y buen juicio. Así, velar por el bienestar de los hijos, de los padres y parejas es síntoma de buenas relaciones, y cuando se presentan problemas, es bueno reaccionar en forma proporcionada, sin juicios de valor, lastimar ni culpar a nadie. ¡El ansiógeno escucha!

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