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LAS COMIDAS HISTORIETAS NACIONALES I SUPLEMENTO SEMANAL DE AVENTURAS I REPORTE NACIONAL I TÉLAM

AÑO 3 I NÚMERO 123 I SÁBADO 12 DE ABRIL DE 2014

EL PADRE DE LA CRIATURA

POLENTA CON PAJARITOS

EL TOMI

A

Herman no le gustaba el pescado, pero María Ganservoort (su madre) insistió. Aquella noche de 1825 (si se quiere con tormenta y golpe de ventanas) la cena terminó mal, una más de las tantas que recordarían los vecinos de la Bleecker Street en Nueva York. Allan (su padre) miró a Herman, se levantó de la mesa y con el tenedor en la mano le señaló los tres cuadros que colgaban de la leprosa pared de la cocina: escenas de botes balleneros tratando de cazar a cachalotes enfurecidos, tres cuadros que había comprado durante un viaje a París. Le pedía a su hijo que mirara la furia, la resistencia y la maldad del monstruo. Su boca se agrandaba al destacar la habilidad y el coraje de esos hombres. “El mal adquiere formas inesperadas y bajo el agua es donde el demonio mejor se siente”, decía, “ellos son la prueba de que hombre no necesita a dios”. María, refugiada en la cocina, pidió paz para su hijo, pero nadie podía frenar a Allan, ni siquiera los golpes en la puerta. Su furia se agigantó como una ballena y arrasó con todo: la suerte familiar, la política, el negocio, su mujer…. Después de un rato, más calmo, otra vez sentado en la punta de la mesa con la mirada perdida en las migas de pan, comenzó a rezar su largo sermón de comerciante de pieles y sombreros: “24.425 millas por tierra, 48.460 por agua y 643 días en el mar. Todo eso vale un plato de pescado”. Herman comió en silencio. A la mañana siguiente su padre se había marchado por negocios, él se sintió mal. El médico le detectó una deficiencia en la vista. Le recomendaron reposo pero por las noches Herman prendía una vela y caminaba hasta la cocina para mirar aquellas imágenes: “Como una lechuza me deslizo en la penumbra”. Por orden médica, el niño viajó a la casa de sus tíos maternos. Cuando Allan regresó, sin dinero, encontró sobre la mesa una carta donde la familia preocupada comentaba sobre su hijo “es algo lento para la compresión y el habla” y pedían que su padre hiciera “el esfuerzo de comprarle zapatos”. Allan enloqueció, lo mandó a traer y armó una gran valija, donde puso su ropa y la de chico. Metió retazos de pieles y sombreros. Ambos viajaron por única vez. Llegaron a la calle Coortlandt Street junto al puerto de Nueva York (la tormenta había vuelto). Herman tomó la mano de su padre, fría como el fracaso, y se embarcaron bajo la lluvia en un carguero de algodón. Muchos años después, cuando Allan muere (1831) “bajo una gran excitación mental, por momentos, violenta”, Herman recibe la visita de la ayudante de su padre en Liverpool. Trae una carta en la mano que Herman no abrirá pensando que se trataba “de otras de sus deudas”. La tarde de junio de 1851, es decir dos décadas más tarde, y luego de terminar “Moby Dick”, Herman Melville encuentra la carta, adentro había un pedazo de piel de pescado acompañado de una frase, casi bíblica: “lo que ha guiado al padre no puede guiar al hijo”.

Lautaro Ortiz


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