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AÑO 3 I NÚMERO 124 I SÁBADO 19 DE ABRIL DE 2014
LA PASCUA DEL POETA
POLENTA CON PAJARITOS
EL TOMI
C
uando llega la Pascua, busco la biblia. En verdad no se parece en nada a la que se ojea en la Santa Sede, pero es una biblia. Fue editada en Buenos Aires en febrero de 1976 por el desaparecido sello Fausto, y la tradujo el porteño Víctor Goldstein. No es mala la traducción, solo demasiado fiel. Lleva por título “Poesía completa” y es la obra de un gran mentiroso, pero no por eso incapaz de revelar la verdad de los hombres: “Señor, hoy es el día de tu nombre, / en un viejo libro leí la gesta de tu pasión”, empieza el largo salmo que un vagabundo en Nueva York le dedica al Jesús crucificado. Es una lección de humanidad: “La multitud de pobres para quienes hiciste el sacrificio está aquí, encerrada, amontonada, como ganado, en los hospicios”. Judíos, árabes, chinos, ladrones, prostitutas, mendigos, tomadores de ron, “bestias de circo que saltan” ocupan el mundo mientras Jesús asciende hacia el inmaculado cielo, y abajo se escucha el ruido de “una muchedumbre afiebrada por los sudores del oro". Es el canto de un hombre solo, que perdona a Jesús por haberse escapado, que lo disculpa (sin reprochar) y lo tranquiliza: si aun estuviera entre nosotros el sufrimiento sería peor: “El Banco iluminado es como una caja fuerte, donde se coaguló la sangre de tu muerte”, dijo. El poema se llama, claro, “Pascua en Nueva York”, y es la puerta de entrada a la poesía moderna. Fue escrito en 1912, cuando el poeta todavía se llamaba Fréderic Louis Sauser. Ese trotamundos con saco y sin dinero había arribado a esa ciudad en abril, en el buque Birma. En el puerto sólo una mujer (Félice Poznanska), casi un ángel, lo esperaba. Se amaron en el altillo de la calle 67 Oeste (“barrio de los ladrones buenos, / De los vagabundos, de los pobretones, de los encubridores”) y allí, sobre la única mesa, con frío y sin trabajo, con hambre y con “el peor tabaco masticable”, nació el poeta Blaise Cendrars, autor de esta biblia que le cuento. Esa tarde discutió con ella y salió hacia la biblioteca nacional. Estaba cerrada. Caminó, y al caer el sol, entró en una iglesia presbiteriana donde había un coro de jovencitas lidiando con La creación de Haydn. Tomó asiento entre los fieles. El cura pasó por sus narices la bolsa del diezmo. Huyó, y después de recorrer y mendigar en los barrios pobres (“con la espalda encorvada, el corazón lastimado, el espíritu febril”) regresó a su guardilla: “Señor, mi habitación está desnuda como una tumba”. Mordió un pan seco y bebió un largo vaso de agua, durmió. “Me desperté con un comienzo y escribí. Dormí, me desperté por segunda vez. Seguí escribiendo. A las 5 de la tarde lo había hecho. Mi único deseo fue salir de esa ciudad”. Féla consiguió el pasaje, lo acompañó hasta el puerto. Se besaron. Desde arriba del barco, cuando el poeta vio que ella dejaba caer la cabeza "sobre el corazón" como un cristo, recitó los últimos versos: “Ya no pienso en ti". Lautaro Ortiz