VICENTE BATTISTA
NICOLÁS MAVRAKIS
LUCILA CARZOGLIO
Ancianos novelescos
La última sombra
Una épica de la vejez
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SUPLEMENTO LITERARIO TÉLAM I REPORTE NACIONAL
La vejez es uno de los temas siempre vigentes de la literatura. Una nueva lectura sobre el tópico de la ancianidad en la ficción.
AÑO 6 I NÚMERO 286 I JUEVES 25 DE MAYO DE 2017
MURIÓ EL POETA CARLOS RIGBY, REFERENTE DE LA CULTURA CARIBE DE NICARAGUA El poeta nicaragüense Carlos Rigby Moses, uno de los mayores exponentes de la cultura Caribe de Nicaragua, falleció hoy a los 72 años, informó una fuente oficial. “El querido hermano, costeño, poeta, escritor, coherente y consistente nicaragüense, Carlos Rigby, acaba de fallecer”, dijo la primera dama y vicepresidenta de Nicaragua, Rosario Murillo, a través de medios del Gobierno, según consignó la
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agencia de noticias EFE. Rigby, representante de la cultura afroantillana del país, había sido trasladado de emergencia hacia un hospital del oeste de Managua este lunes, con síntomas relacionados con la presión arterial, indicaron sus amigos. Nacido en Laguna de Perlas, en la Región Autónoma Caribe Sur (Racs), el poeta se caracterizaba por exponer en cada obra la cosmovisión de los negros nicaragüenses.
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Ancianos novelescos VICENTE BATTISTA
Un amplio recorrido por el tópico de la vejez en la literatura de ficción. Desde el antiguo Egipto a nuestra tinta más fresca. acia el año 2450 antes de J.C., el escriba egipcio, Ptah-Hotep, visir del faraón Tzezi de la dinastía V, anotó: “¡Qué penoso es el fin de un viejo! Se va debilitando cada día; su vista disminuye, sus oídos se vuelven sordos; su fuerza declina, su corazón ya no descansa; su boca se vuelve silenciosa y no habla. Sus facultades intelectuales disminuyen y le resulta imposible acordarse hoy de lo que sucedió ayer. Todos los huesos están doloridos. La vejez es la peor de las desgracias que puede afligir a un hombre”. Cuarenta siglos después, aquella confesión del escriba egipcio continuaba vigente: en Autorretrato a los setenta años, Jean Paul Sartre hizo un descarnado inventario de los males que padecía como consecuencia de su edad, habló del dolor de piernas, dijo cómo aumentaba su presión arterial y de qué modo descendía su capacidad de visión, dijo que le fallaba la memoria y concluyó: “Mi oficio de escritor está completamente destruido. Sin embargo, todavía puedo hablar. (...) Fui y ya no soy (…). No me gusta la gente de mi edad, son unos jodidos”. Cuatrocientos años antes, Erasmo había detallado otro aspecto de la vejez, tan degradante como los trazados por Ptah-Hotep y Jean Paul Sartre. En Elogio a la locura habla de las mujeres viejas y así las descri-
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be: “tan decrépitas y enfermizas como si se hubieran escapado de los infiernos, gritar a todas las horas ‘viva la vida’, estar todavía ‘en celo’, como dicen los griegos, seducir a precio de oro a un nuevo Faón; arreglar constantemente su rostro con afeites; plantarse durante horas frente a un espejo; depilarse las partes pudibundas; enseñar con complacencia sus senos blandos y marchitos”. Elogio a la locura apareció en 1509. Casi cien años después, Miguel de Cervantes puso del revés a tantas ingratas descripciones: en 1615 publicó Don Quijote de la Mancha, sin duda el viejo más célebre en la literatura de todos los tiempos, porque, recordemos, ese hombre “de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza”, estaba lejos de ser joven: “Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años”,
contó Cervantes. La esperanza de vida en aquellos tiempos apenas llegaba a los treinta años, Don Quijote, por consiguiente, era un señor muy mayor, detalle que no le impidió lanzarse por la manchega llanura para deshacer entuertos con la fuerza y el ímpetu de un veinteañero. El viejo es una figura recurrente en la literatura, aunque no suele ser tratado con el afecto que le dispensara Cervantes. La mayoría de los poetas griegos, así como los latinos, consideraban indeseable a la vejez, este concepto se prolongó hasta el medioevo, aquella concepción que Erasmo tenía de la mujer anciana también la encontraremos en Quevedo. En Co-
“De complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza”. “Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años”. Miguel de Cervantes.
misión contra las viejas desarrolló un variado catálogo de esas “fantasmas acecinadas, / siglos que andáis por las calles, / muchachas de los finados, / y calaveras fiambres”. También Shakespeare demostró cierto maltrato para con los ancianos: Shylock, en El Mercader de Venecia y Lear, en El rey Lear, son dos buenos ejemplos. “¡Señor, señor, qué proclives somos los viejos al vicio de mentir!”, proclama John Falstaff en Enrique IV. Harpagón, en El avaro, de Moliere, es un anciano despreciable, similares características tendrá Félix Grandet en Eugénie Grandet, la novela de Balzac. Aunque Roland Barthes señaló que “la vejez no es más una edad literaria; el hombre viejo es muy raramente un héroe novelesco”,
los viejos continúan siendo un personajes ineludibles en la literatura contemporánea. Los ejemplos abundan, basta con recordar al tozudo pescador que Hemingway retrató en El viejo y el mar o al anciano Alan Karlsson que protagonizó El abuelo que saltó por la ventana y se largó, la divertida novela del sueco Jonas Jonasson, para tener en cuenta que no han dejado de ser héroes novelescos. Otros dos grandes autores latinoamericanos, Gabriel García Márquez y Adolfo Bioy Casares, han prestado especial atención a los ancianos. El primero por la vasta y variopinta cantidad de viejos que poblaron sus cuentos y novelas, el segundo por haber escrito una novela, Diario de la guerra del cerdo, en la que los viejos son sus azorados personajes. García Márquez en El coronel no tiene quien le escriba presenta a un coronel de 75 años mal llevados, 120 años carga el patriarca de El otoño del Patriarca, Florentino y Fermina, de El amor en los tiempos del cólera, tienen 76 y 72, el personaje-narrador de Memorias de mis putas tristes es nonagenario. En Cien años de soledad, entre otros ancianos, encontramos a Melquiades, con 100 años, a Úrsula, con 115, y a Pilar, con 145. Por su parte, en Diario de la guerra del cerdo, Bioy Casares narra la lucha desigual entre jóvenes y viejos; no es complaciente ni con los viejos –“En la vejez todos es triste y ridículo: hasta el miedo de morir”–, ni con los jóvenes: “a través de esta guerra entendieron de una manera íntima, dolorosa, que todo viejo es el futuro de algún joven. ¡De ellos mismos, tal vez! … matar a un viejo equivale a suicidarse”. La novela apareció en 1969, a su modo estaba preanunciando la feroz represión en contra de jóvenes y viejos que se registraría a partir del 24 de marzo de 1976. Los viejos como héroes novelescos poblaron las páginas de los primeros textos literarios, continuaron habitando las que se escribieron más tarde y ciertamente permanecerán inamovibles en las que vendrán después.
EL CENTRO ANA FRANK DE LA ARGENTINA LANZÓ CONCURSOS LITERARIOS El ministerio de Educación porteño y el Centro Ana Frank Argentina convocan a estudiantes de 13 a 25 años y educadores de todos los niveles a participar de la 9ª edición del Concurso Literario “De Ana Frank a nuestros días”, y también a jóvenes a partir de 13 años y adultos, que pertenezcan o hayan pertenecido a escuelas de educación especial, a sumarse en el 5° Concurso Literario Inclusivo.Los ganadores del 9° Concurso Literario podrán participar de una segunda instancia
que consiste en la creación de un proyecto educativo que deberá ser defendido en un coloquio ante el jurado y los seleccionados, obtendrán como premio un viaje a Holanda para conocer la Casa de Ana Frank. Todos los escritos ganadores se publicaran en el libro “Textos y proyectos que construyen convivencia”, editado por Eudeba. Se pueden hacer consultas al mail actividades.cafa@gmail.com. Las bases y condiciones en www.centroanafrank.com.ar
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Una de las lecturas más interesantes del problema de la vejez –término elegante para definir el trance vital inmediato hacia la muerte– se organiza alrededor de la masculinidad. ntre los escritores que le dedicaron centenares de páginas a esa cuestión hay muchos –ganadores del Nobel como John Maxwell Coetzee, satiristas inmortales como John Updike, intelectuales refinados como Saul Bellow, ironistas locales como Adolfo Bioy Casares, melancólicos patriarcales como Philip Roth–, aunque tal vez es el británico Martin Amis quien mejor sintetizó la clave del asunto cuando escribió que “la guerra contra el espejo es una que se pierde todos los días”. En síntesis, los terrores que el tiempo le infringe a los cuerpos son inevitables, y el único verdadero memento mori al que aludían los poetas clásicos es el que surge cuando, superada la famosa “mediana edad”, un hombre comienza a ser invisible ya no solo a la mirada femenina, como escribe Michel Houellebecq, sino a la mirada juvenil. La moda, los consumos, incluso las palabras en la calle: todo conspira para informar, de manera unívoca, que la flecha del tiempo avanza y que su desenlace no es agradable. Pero es ahí cuando, concentrada en la masculinidad, la pregunta sobre la vejez tiene la posibilidad de oxigenarse con un aire cultural más intenso y relevante. Y ahí es también cuando la literatura recobra un estímulo capaz de salvarla del registro gris del la-
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mento (para quienes conozcan la obra más reciente de Philip Roth, la “acusación” de que todo se trata siempre de un viejo tratando de acostarse con chicas jóvenes llegó a definir incluso buena parte del temario de lo que, hace unos años, The New York Times definió como la esencia de los “American Great Male Novelists”). En tal caso, el conjunto de avances sociales, científicos y económicos vinculados a los intereses de lo que podría definirse (de manera apurada pero práctica) como “feminismos”, y que provocó durante los últimos cincuenta años –en los que se consolidó una nueva posición de los géneros– una textura inédita en las relaciones sociales, es también un conjunto de particularidades capaces de provocar inquietudes narrativas nuevas. El aparente “agotamiento” de la masculinidad que se ocupan de retratar autores tan diversos como los mencionados no podría entenderse, en ese sentido, sin el contrapeso inevitable de una realidad común que los rodea a todos más allá de las diferencias geográficas: hay una nueva posición de la mujer en el mundo y la fuerza de los cambios asociados a esa nueva posición no puede ser ignorada. La verdadera pregunta literaria, por lo tanto, es de qué manera el impacto de los nuevos tiempos es capaz de alterar la imaginación que le da forma a la identidad masculina, y por qué el avance indetenible de las mujeres sobre áreas tan delicadas como la sexualidad y el mercado –cuyo dominio simbólico relacionado directamente a la noción de poder solía reservarse a la fuerza viril– se transforma en novelas que antes que “alegrarse” por el presente se “lamentan” por el pasado (con su habitual agudeza, la polemista Fran Lebowitz resolvió ese detalle con una pregunta básica: si los hombres han tenido el poder durante tanto tiempos, ¿por qué querrían cederlo?). Entre quienes exploraron esa respuesta, El profesor del deseo, publicada en 1977 por Philip Roth, es todavía una novela paradigmática. Inspirada en un perso-
naje cuya “herencia erótica” ha quedado disuelta por las nuevas costumbres que vinculan a hombres y mujeres, el viejo profesor David Kepesh atraviesa con amantes, matrimonios y frustraciones múltiples un momento álgido del siglo para llegar hasta la novela El animal moribundo, publicada en 2002, donde empieza a descubrir de qué manera, al menos en la vida interior de los campus universitarios, lo que había surgido con la fuerza de las reivindicaciones de libertad –incluso entre alumnas y profesores– empieza a transformarse en un nuevo disciplinamiento moral de los cuerpos, aho-
ra bajo la normativa ambigua de la corrección política. De hecho, desde eventos cardinales como la revolución sexual en los años sesenta, con la aparición de la pastilla anticonceptiva y la posibilidad inédita de planificar la reproducción más allá de los azares de la vida familiar nuclear, hasta la posibilidad hoy latente de la clonación dentro de los laboratorios como parámetro definitivo para una continuidad de la vida más allá del encuentro de los cuerpos, la posición masculina enfrenta dilemas existenciales distintos. Y la representación estética de esos dilemas no solo incluye lo más notable de la obra de John Maxwell Coetzee –con novelas reconocidas como Desgracia, punto culminante de todo lo que un hombre puede perder con un simple paso en falso en el nuevo mapa de los géneros: su trabajo, su libido, su le-
Logan, la última película sobre el personaje de cómics Wolverine, asume desde el principio el problema de representar ese presunto trance final del “patriarcado”.
gado– sino que ha llegado a las pantallas más populares del cine. Vista por encima de la espectacularidad de sus efectos especiales, Logan, la última película sobre el personaje de cómics Wolverine, asume desde el principio el problema de representar ese presunto trance final del “patriarcado”. Exhausto por la sombra exagerada de sus propios aciertos pero, sobre todo, por la carga siniestra de sus muchos errores, ya casi incapaz por momentos de desplegar sus famosas garras de adamantium –hay una escena sutil pero capital en la que Wolverine se ayuda con una de sus manos para que las garras se eleven con la firmeza habitual–, no es solo el nombre sino la propia función heroica la que el personaje más famoso de los X-Men resulta obligado a ceder a una mujer (nada menos que a su hija, la “nueva generación” del poder mutante en el mundo). Donde la película termina, por otro lado, es donde la imaginación literaria también establece en términos generales la inquietud más palpitante del presente. Una vez que el “patriarcado” resultara doblegado y vencido por su propia “vejez”, ¿qué podría ocupar su lugar y de qué modo podría hacerlo?
HONORIS CAUSA EN ESPAÑA AL ESCRITOR AUSTRÍACO PETER HANDKE El escritor austríaco Peter Handke fue nombrado ayer doctor honoris causa por la Universidad de Alcalá de Madrid en un acto realizado en el Paraninfo de la sede académica, donde pronunció un discurso centrado en los autores y las obras de la literatura española que más lo marcaron, desde Cervantes y Machado hasta Las moradas, de Santa Teresa, y Claros del bosque, de María Zambrano.
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E. Handke, uno de los autores más relevantes en lengua alemana, pronunció su discurso en castellano, pese a que como ha reconocido nunca había pronunciado “más de dos o tres frases en español”.”He leído el Quijote y otras obras en castellano, ayudado de buenos diccionarios, pero me siento incapaz de formular yo en el idioma de Cervantes”, señaló el dramaturgo, novelista y poeta.
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CONTRATAPA LUCILA CARZOGLIO
Una épica de la vejez La vida, es verdad, tiene un final biológicamente natural. Nada de ello debería sorprendernos, pero aun así la mirada de los otros sobre el que perece no se acostumbra. n una mítica escena familiar de su autobiografía Jorge Luis Borges cuenta que su abuela yacía grave en el lecho de muerte. Ante la perturbación y angustia de todos, la convaleciente intervino: “¿Por qué tanto alboroto?... No soy más que una vieja muriéndose”, dijo la anciana con la sabiduría del destino manifiesto. La imagen, el relato que se construye en torno a él, dista de tener la cotidianeidad de los actos diarios, ya que, como plantea Norbert Elias en La soledad de los moribundos, “lo que crea problemas al hombre no es la muerte, sino el saber de la muerte”. Envejecer, como antesala del fin, aparece como un asunto ajeno, algo que se piensa como si fuera externo a uno. “A los 20, a los 40 años pensarme vieja es pensarme otra. Hay algo aterrador en toda metamorfosis”, escribe Simone de Beauvoir en su ensayo La vejez. Si bien advierte que el inicio de la senectud está condicionado socialmente y que la apreciación de esta etapa depende de la época y los lugares, retoma El ser y la nada de Sartre para afirmar que la ancianidad es un más allá del que no se tiene una experiencia interior plena. Según la filósofa, habría que asumir la totalidad de nuestra condición humana de una vez por todas; aunque en nuestras sociedades, al tomar con-
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ciencia de la finitud, lo que asalta es la angustia. Si el envejecimiento concierne a los demás, entonces solo podemos inventarlo, convertirlo en personaje literario. De hecho, como dirá Frank Kermode en El sentido de un final, las novelas organizan el momento según el fin, dando significado al intervalo entre el tic del nacimiento y el tac de la muerte. La ficción, en este punto, parece ser el ámbito donde representar el tiempo que pasa, la decadencia del sujeto; pero lo cierto es que en esta representación a los viejos se los ha mostrado como seres virtuosos, ricos en experiencia y sabiduría, o como seres abyectos, que se quejan y dicen disparates. Antonio Dal Masseto, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Antonio Di Benedetto o el dramaturgo Roberto “Tito” Cossa son algunos de los que han abordado la tercera edad dentro de la literatura nacional. Sin embargo, el que supo retratar sus personalidades y sensibilidades fue Manuel Puig. “La vejez es la edad épica por excelencia. Todos los días echas un pulso con la muerte”, señaló
en cierta oportunidad el escritor. Apelando al transformismo performativo típico de su estilo, el autor como narrador desaparece para dar la palabra a sus protagonistas pretéritos. Ellos se pronuncian y, al hacerlo, escapan de las convenciones. Tanto Maldición eterna a quien lea estas páginas como Cae la noche tropical, la última obra en vida de Puig, retratan octogenarios disímiles, pero de seguro verdaderos. El primer libro, ambientado en el Nueva York de Ronald Reagan, recupera la voz de un exiliado -viejo, supuestamente amnésico y lisiado- a través de las conversaciones que mantiene con su joven acompañante terapéutico; el segundo instala en presente los diálogos de dos hermanas argentinas, ancianas ya, que viven en Río de Ja-
neiro y se la pasan cuchicheando sobre la vecina y sus amoríos. A pesar de que el escritor, en un gesto pop desacralizador, suele apelar a discursos massmediáticos fuertemente estereotipados (por ejemplo, el folletín, los boleros o las películas de Hollywood), o bien, en el caso de Maldición, opera sobre la literatura clásica francesa, las lecturas astrológicas o los saberes enciclopédicos, los personajes terminan liberándose de las normas de género, edad y cultura a las que parecían estar sujetos. Nidia a sus más de 80 años decide independizarse de su familia e irse a vivir sola a Brasil; mientras que Ramírez, como exmilitante, se aleja de la Historia, de la voluntad de testimoniar y de cualquier discurso bienpensante. Si como señaló Jean Améry en Revuelta y resignación el envejecimiento es una disminución progresiva en la que el individuo queda desarraigado y cada día más aislado y más extraño a sí mismo, en las dos obras la soledad se exorciza mediante
“La vejez es la edad épica por excelencia. Todos los días echas un pulso con la muerte”, señaló en cierta oportunidad el escritor Manuel Puig.
charla, cotilleo, y habla. Bajo la técnica del discurso oral y el uso del indirecto libre, la ilusión mimética sucede y el registro que aparece es el propio de los veteranos. Los cuerpos, doloridos o maltrechos, se convierten en una pura voz, un tono cuyo objetivo no es meramente comunicar un mensaje o un significado, sino reafirmar la presencia, propia y ajena. “La muerte es lo peor porque la gente te olvida”, sentencia Puig en su novela Sangre de amor correspondido. Así, mientras haya conversación, lo que se asegura es la memoria y, por ende, la existencia. La estructura dialógica o este montaje de discursos sin cuerpo, como la caracterizó Alan Pauls, a su vez, rompen el orden lineal del discurso. La deriva conversacional, en este sentido, también traduce la circunstancia vital de los personajes. El devaneo, la digresión, típicos de la oralidad, en estas novelas de Puig representan un estado de la cuestión. Luci y Nidia con su rioplatense anacrónico saltan de hablar de sus achaques o del romance de su vecina, a reflexionar sobre la muerte de la hija, para después retomar el último dolor físico. La falta de planificación discursiva, en realidad, esconde el pleno presente, pero también lo que permite es la manifestación de los propios pensamientos. De acuerdo con de Beauvoir, “si los viejos manifiestan los mismos deseos, sentimientos o reivindicaciones que los jóvenes, causan escándalo; en ellos el amor, los celos parecen odiosos o ridículos, la sexualidad repugnante, la violencia irrisoria”. No obstante, en Puig al no existir una voz cohesionadora, el juicio desaparece (y no por falta de cordura). Sus ancianos no solo insultan, hablan de sexo o de sus pareceres, además disertan sobre nimiedades y banalidades, lo que a ellos importa. En este realismo de lo pequeño y el detalle cotidiano, Puig refleja los actos particulares, al tiempo que cuela las tensiones sociales. Al hacerlo, la vejez finalmente muestra su carácter de gesta y la literatura torna mayor.