~ El otro territorio ~ ~ Incursión a un cine fantástico ~ ~ Recuerdo de Quintín Lame ~ Roberto Triana
PREMIO NACIONAL DE VIDA Y OBRA 2014 1
Ministerio de Cultura Programa Nacional de Estímulos Premio Nacional de Vida y Obra 2014 Material impreso de distribución gratuita con fines didácticos y culturales. Queda estrictamente prohibida su reproducción total o parcial con ánimo de lucro, por cualquier sistema o método electrónico sin la autorización expresa para ello. Fotografía de cubierta: © Carlos Zarrate Diseño y concepto gráfico editorial: Susana Carrié Fotografía de la pagina 6: Roberto niño con su hermanita Marina. Ibagué. Tolima.© Archivo personal.
Contenido El otro territorio
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Incursión a un cine fantástico
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Recuerdo de Quintín Lame
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El otro territorio
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≈ El otro territorio ≈
I Descripción del manto del príncipe Sahipa Plantaron en un sendero el árbol llamado guayabo, que es necesario saludar cuando se pasa bajo sus ramas porque, de no hacerlo, hincha horriblemente las partes delicadas. Después se escondieron. El saludo es: “Que la lluvia te vea, hermano”. Llegó primero un joven tapir negro que alzando la trompa hizo el saludo, cogió una ramita y se fue. De segunda llegó una mona de color amapola, hizo el saludo, cogió una fruta y se fue. Llegó tercero un armadillo mitad blanco, mitad negro, hizo el saludo, cogió unas raíces y se fue. De cuartos llegaron un hombre y una mujer, hicieron el saludo, cogieron un poco de frescura y se fueron. Como estaban cansados y el sol calaba, los tejedores escondidos salieron haciendo animados comentarios. Ahora ya sabían qué recamar, con plumas de colibrí, sobre el manto de su señor.
II Leyenda de la hoja blanca Terminada la telaraña, su dueña complacida se echó a dormir, pero fue despertada por los gritos de un zancudo que había quedado atrapado. Oyendo que su víctima decía algo, se escondió rápido. “Sea quién sea el autor de esta infausta trampa, si me libera le daré a cambio una bella hoja blanca”. Muy curiosa la araña, salió de su escondite y comenzó a demoler su obra diciéndole al zancudo: “Dame entonces aquello que prometías”. “Helo aquí, tómalo”, dijo el zancudo, y le dio la bella hoja blanca, que es la Luna.
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III La rebelión de la joven esposa Todavía estaban frescas las guirnaldas de poxoní en el cuello de los invitados, y ya la joven esposa quería irse de la casa del marido sin explicar la razón. Él, ofendido, la repudió. Mas un día a ella le nació un hijo que suscitó estupor en toda la tribu, porque visto a la luz era niño y en penumbra niña y tenía de los dos el sexo. Los parientes atemorizados se aprestaron a buscar la hierba tehol que contrarresta el absurdo. “Olvídense”, dijo la joven madre. “Agradezcamos a los dioses. Un hijo así lo quería, que fuese varón como quién lo ha procreado y hembra como quién lo ha parido y que reflejase hasta el infinito los gestos de los dos que se amaban”. Sabido esto, el marido comprendió la rebelión de su joven esposa y la admitió de nuevo en su casa con el hijo de ambos.
IV El campesino muisca Un campesino muisca sabía imitar el lenguaje de los animales con tanta maestría que por donde quiera que pasase le rogaban hacerlo. Había alcanzado tal grado de perfección que ni siquiera las bestias se sustraían a la sugestión de su lenguaje. Pero una vez sucedió que imitando el graznido del cuervo el aire se llenó de insoportable pestilencia. Maravillado, probó el apresurado ruñir de la ardilla y todos los frutos del cocotero cayeron a tierra. Intuyendo entonces algo estupendo emitió el prolongado canto del quetzal. No bien lo había hecho, todo en torno se cubrió de verde melodioso, pero sólo hasta donde el eco de las notas había llegado. De allí en adelante seguía un mundo marrón y gris.
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V Sogamutzi y su gente Sogamutzi reunió a su gente y dijo: “En los últimos tiempos hemos tenido grandes desgracias. Las esteras de mi casa están mojadas por vuestros llantos. Las escudillas de nuestros muertos están llenas de alimento propiciatorio. Las gradas del templo están más pulidas por nuestros pasos afanosos. Todo esto lo sabéis. Ahora es necesario comenzar otra vez, es decir, ir al encuentro de la alegría”. Dicho esto se retiró por un momento; después tornó cargado de anchas hojas secas nunca vistas. Hizo con cada una de ellas un pequeño cartucho. Encendió uno y comenzó a chuparlo delicadamente, esparciendo por todos lados el humo. Los invitó a imitarlo. Apenas lo hicieron, sin que ninguno se moviese, empezaron a enderezar el curso del río que tanto daño había causado a sus tierras.
VI El hijo de Tisquesusa Tisquesusa miró a su hijo nacido deforme y sintió vergüenza. Sin embargo, abrió las puertas de su palacio y quién quisiera venir a conocerlo podía. Durante cuatro días desfiló la gente y vio que del cuerpo del niño salía una cola de lagarto. Al quinto día, sobre la silla de tecalí donde era expuesto el príncipe heredero, los súbditos encontraron una bellísima iguana ligeramente jadeante. La adoraron y la acompañaron a beneficiar la agricultura.
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VII Los hijos de Tiba-Arú La esposa preferida de Tiba-Arú parió un par de gemelos. Por voluntad paterna inmediatamente fueron separados. El primero se llamó Ciaxtli, que quiere decir “como la Luna”, y fue confiado a los sacerdotes. El segundo se llamó Sogamoxtli, que quiere decir “como el Sol”, y fue llevado entre los guerreros. Ciaxtli aprendió la respiración de las hojas. Sogamoxtli la aceleración del corazón. Pasados muchos años, Tiba-Arú y toda su familia fueron masacrados por un feroz invasor. Cuando les tocó el turno a Ciaxtli y Sogamoxtli, el inicuo enemigo los obligó a morir abrazados. Solo en aquel momento se reconocieron hermanos viendo la obscuridad sobre la Tierra, porque la Luna estaba cubriendo al Sol.
VIII Historia de la espera Cada vez que florecía el árbol llamado achiote, una princesa debía desposarse. Si el arbusto se secaba, un príncipe debía partir para la guerra. Así por generaciones el achiote dictó fiestas o batallas. Sin embargo, no fue nunca considerado como árbol sagrado, no obstante que estuviera ligado a su existencia el destino de los señores. En realidad, en la lista de las plantas dedicadas a los dioses, los sacerdotes no lo encontraron jamás. Pero en cada cambio de Luna ellos se ungían con su roja linfa, de modo que un día apareciera inscrito.
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IX Historia de Ixclo Ixclo, que quiere decir oscuridad, dio dieciséis vueltas alrededor de su maloca para quitarse la tristeza. Pero, como no lo logró, tomó una herramienta y comenzó a cavar al lado de la pared este. Después de poquísimos golpes encontró la raíz ulú que anula la fatiga. La dejó a un lado. Después, cuando su cuerpo ya desaparecía en el hoyo que cavaba, encontró el huevo de la serpiente putlema, cuyo solo contacto propicia la serenidad. Lo evitó. Y así, a medida que andaba hacia el fondo se daba cuenta de que todo podía estar muy oscuro, pero que de todas maneras veía. No se apuró ni redobló su trabajo. Al fin, encontró el río Bacatá. Con grande maravilla se vio inmediatamente reflejado en el agua. Entonces comprendió que su nombre no era Ixclo, sino Muencoc, que en lengua chibcha quiere decir ‘luz’.
X Historia del príncipe Nemequeme Nemequeme oyó que lo llamaban, pero prefirió callar. Hacía poco había ingerido el hongo cloatán, que necesita silencio. Cuando sus piernas comenzaron a convertirse en la hormiga puxlí, oyó que lo llamaban nuevamente. Pero siguió callado. En verdad todo su cuerpo era ya el insecto que sobre toda hoja o flor permite el rocío. Mas llegando al aibana, que es la corola que cubre el corazón, otra vez oyó que lo llamaban. Trató de alzarse y se dio cuenta de que era imposible hacerlo porque se encontraba dentro de sí mismo, muy cercano, sin embargo, a quien llamaba.
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XI Historia de Utapá Utapá acarició las hojas de la yerba yantén, cultivada especialmente contra las levitaciones de la muerte. Recordó que el ramo provenía del gigantesco invernadero del cual se sabía todo excepto cuál era su verdadero centro, puesto que la disposición de los surcos al entrelazarse reunía la espiral, la elipse, la parábola. Complacido por poseer un fragmento de tan noble creación, instintivamente se lo llevó a la cabeza para repararse del sol extenuante, y murió fulminado. Desde aquel día al yantén se le llama Utapá, y se siembra en surcos paralelos, momentos antes de las batallas.
XII Historia del achiote Las dos hijas del cacique vieron florecer el achiote, el árbol que castiga, el árbol que penetra, el árbol que ve. Corriendo hacia la tribu, encontraron a su hermano en el camino y le contaron el hecho. Él les dijo: “Tú que eres viuda, debes casarte de nuevo. Es así”. “Y tú, que eres doncella, debes aceptar marido. Es así”. Ambas se le acercaron y le echaron los brazos al cuello, diciendo: “Yo, antes de yacer de nuevo con hombre, buscaré tu escudo y te lo daré”. “Y yo, antes de que algún hombre me toque, buscaré tu lanza y te la daré”. “Ay, hermanas, irremediablemente debo partir para la guerra, porque se ha llenado de flores el árbol que vence, el árbol que pierde, el árbol que grita”.
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XIII Historia del tapir Había un bosque al cual el tapir le tenía miedo y por esa razón nunca se aventuró en él. La mañana que muchos hombres lo persiguieron para cazarlo, en su desesperada huida lo atravesó sin darse cuenta. No bien lo hizo, las amenazadoras voces callaron, y a sus desfallecidos miembros tornó el vigor. Sorprendido, paró la carrera y husmeó. Solo percibió el picante olor de los helechos. Tranquilo, dio media vuelta y desandó sus pasos. Al llegar a un descampado descubrió que sus huellas eran bien notorias y sintió la necesidad de borrarlas con la trompa. Y fue desbaratando ese como caminito de hojas negras hasta que encontró una más oscura en la que extrañamente cupo todo su cuerpo. “Está muerto”, dijo un indígena y arrancó puntudas flechas del flanco del hermoso animal. “Llévenselo”, ordenó el chamán, mientras con el pulgar trazaba un signo sobre las huellas intactas, el mismo que aprenden los niños escogidos para el sacerdocio, que consiste en tres puntos encerrados en un semicírculo, y cuyo significado es ‘tapir’.
XIV Historia de Có Los chillidos agudos de la simia guardián alertaron a Có. Se agazapó veloz y sus ojos y sus oídos le permitieron pasear invisible más allá de los matorrales. No constató nada anormal. Pero la simia siguió gritando. Se apresuró a ver qué le sucedía. La encontró apretando en el puño a una avispa gigante. Con la otra mano se sobaba el flanco. Uno de los parientes que había acudido dijo a Có: “Señor, el animal muere y se hincha tan rápidamente que ya dobla su tamaño, mal presagio”. “Al contrario”, repuso Có, “es la señal para que recojamos con sumo cuidado muchos panales de estas fatales avispas y nos dispongamos a arrojarlas, por la mañana, al enemigo”.
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XV Historia de los tres soles Tomagata soñó tres soles, y como en verdad no hay sino uno, se despertó asustado. Hizo venir al gran sacerdote y antes de que se prosternara le contó lo que había visto mientras dormía. El sacerdote, turbado ante el relato de su príncipe prometió que adivinaría y se fue rápido. A poco llegó a una estancia donde corrió un biombo detrás del cual un hombre que subía a un árbol a robar un panal, en ese momento se precipitaba a tierra. Sin que cayera, el sacerdote preguntó lo que debía, y como el hombre definitivamente se golpeó contra el suelo, casi rozándolo, malhumorado dijo: “Súbito ha debido convertirse en mono, alargar la cola y agarrarse sin más ni más, de manera que yo hubiera obtenido la respuesta”. Entonces abrió una puerta en cuyo umbral un torrentoso río se detenía. Sin que fluyera, el sacerdote preguntó lo que debía y como el río se dio cauce, casi ahogándolo, airado dijo: “Súbito ha debido convertirse en roca que no desborda, de manera que yo hubiera obtenido la respuesta”. Enseguida destapó un cesto donde metálicas avispas pugnaban por salir más allá del borde de su encierro. Sin que salieran, el sacerdote preguntó lo que debía y como las avispas instantáneamente se elevaron en el cielo, casi hiriéndolo, furioso dijo: “Súbito han debido convertirse en flechas, devolverse y matar al guerrero que se esconde, de manera que yo hubiera obtenido la respuesta”. Caminó unos pasos y en la pared vio unas mariposas que estaban por aparearse. Sin que lo hicieran, el sacerdote preguntó lo que debía y como las mariposas se juntaron y de sus cuerpos salió una nube que casi lo asfixia, encolerizado dijo: “Súbito han debido, una cubriendo la otra, convertirse en eclipse, de manera que yo hubiera obtenido la respuesta”. Reflexionando sobre su fracaso, calmada ya su rabia, el sacerdote regresó donde Tomagata. Contó minuciosamente lo que había hecho y todo lo que había sucedido, arguyendo: “Mal presagio”. “Por el contrario, dijo el príncipe, alegrémonos. Mientras hablabas se me ha revelado algo que nunca habíamos podido expresar”. Y trazó en el piso tres círculos bien netos, puestos uno al lado del otro, es decir, los tres soles, que significarían, en adelante, imaginación, salir de sí.
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XVI Historia del agua Tomagata ordenó que le trajeran el árbol llamado guayabo y lo pusieran a sus pies. Así lo hicieron. Como el árbol no habló, el príncipe asustado dijo: “Si eso es así, está pronto el nacimiento de mi otro par de orejas como desde hace mucho tiempo ha sido predicho. Que le corten las ramas al guayabo y las machaquen bien, pues apenas esto se haga, lloverá recio sobre los campos sedientos”. Cuando llevaban el árbol y antes de que lo tocaran, una pesada nube roja se formó en el cielo. Tomagata se asustó mucho y dijo: “Si eso es así, se acerca el momento en que mi cuerpo se cubrirá de escamas, mi vientre atraerá a la Luna, y el vaticinio de mis antepasados se cumplirá. Que le astillen el tronco al guayabo y lo echen a arder en las losas de mi patio, pues apenas esto se haga los áridos lechos de los ríos se encresparán de aguas, como alas de garza”. Cuando llevaban el árbol y antes de que lo tocaran, se oyó un bronco ruido de líquido envolvente que pasaba y se perdía, dejando solo pedregales al descubierto. Tomagata se asustó más y más, y dijo: “Si eso es así, dentro de poco me saldrá una cola que me molestará al caminar y yo estaré convencido de que el augurio no fue vano. Que le arranquen al guayabo los frutos y los aplasten contra las cercas del palacio, pues apenas esto se haga, las lagunas de mi reino, que ahora son cráteres, rebosarán de agua”. Cuando llevaban el árbol y antes de que lo tocaran, soplaron hacia arriba fuertes chorros de polvo que fueron chupados inmediatamente por las ventosas de la tierra. Tomagata se asustó tanto que, no pudiendo más, dijo: “Si eso es así, el instante está próximo en que me pondré a caminar en cuatro patas y la lengua me ayudará a ver más que los ojos y yo, de una vez por todas, verificaré la profecía. Que abran un hoyo y siembren intacta la raíz de guayabo, distante de la empalizada, porque seguro estoy de que apenas todo esto suceda, cada vez que la sequía asuele mi pueblo, de mi boca abierta fluirá el agua necesaria”.
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Incursi贸n a un cine fant谩stico
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ué pasaría si de pronto, como por ensalmo, se acabara el cine de animación y nadie más diera razón de él? ¿Qué parte de nosotros moriría? Por lo pronto, cesaría la memoria de una técnica cinematográfica que logró darle vida a lo inanimado, aprovechando esa imperfección o propiedad de la retina humana de fijar la imagen proyectada en una fracción mínima de segundo, cuando ya esa misma imagen ha desaparecido, permitiendo, por efecto óptico, que la imagen fija se enlace con la imagen que viene después y, así, sucesivamente. Es decir, creando la sensación de movimiento. El hombre es un ser fundamentalmente visual. Pero no he conocido a alguien más obsesionado por esta característica que Italo Calvino, el genial escritor italiano. Decía que de niño había visto un gran ojo sin pestaña que le abría la puerta del jardín y lo invitaba a recorrer el mundo. Se interesaba por todas las teorías que trataban de arrojar comprensión sobre el funcionamiento del ojo, de lo que era, en verdad, el fenómeno de la visión, y en aquello esencial: la naturaleza de la luz. Buscaba en la Antigüedad datos de civilizaciones que se hubieran ocupado del asunto, indagando o llegando a alguna conclusión, como la griega y la árabe. De la época actual, seguía minuciosamente aquellos estudios que trataban el ojo y su fisiología, el ojo en los presupuestos filosóficos y, naturalmente, de los resultados de todo esto, en su paisaje interior. Un día oí que Calvino le decía a Magdalo Mussio en la oficina de redacción de la revista Marcatré, en Roma, que Pitágoras y Euclides creían que era el ojo el que emitía rayos que golpeaban el objeto. Mussio, gran socarrón, respondió: “Sobre todo si el objeto es el arca del Templo”. Como Calvino insistía en sus extraños hallazgos de historia óptica, Mussio, en tono tajante, lo paró: “Italo, ¿qué nos importa si para Lucrecio eran diminutos fragmentos de materia, que llamó átomos, y ahora fotones, si nunca podremos saber por qué los que se mueren ven en el tránsito un largo túnel de luz?”. Luego le explicó que se ocupaba de eso en un dibujo animado, que hacía con sus alumnos. Cal-
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vino, sin dar el brazo a torcer, le replicó punzante: “¡Lo que tú estás haciendo es animar a la muerte!”. Mussio, en verdad, era sobre todo un extraordinario gráfico. El editor Lerici lo había llamado no solo para que dirigiera la revista Marcatré, sino para que la convirtiera en sí, físicamente, en un objeto de arte. En ella escribió y se congregó la generación que se llamó Grupo 63, que acabó de una vez por todas con los rezagos del ventenio fascista. Los autores eran Eco, Dorfles, Calvino, Sanguinetti, Calvesi, Gregotti, Gelmetti y otros. Mussio había sido alumno de Norman McLaren, gran experimentalista y creador del dibujo animado moderno. En un verano devastador, reunió en su casa romana, sobre el Tíber a unos cuantos amigos que queríamos aprender el paciente arte de la animación. A través del trabajo que hacía en ese momento, Relatos de Arone, aprendimos, en su amplio estudio, con mesa de animación dotada de cámara vertical, los pasos ineludibles del prolijo arte. No dejábamos, sin embargo, de mirar por la ventana el espinazo que por la sequía empezaba a mostrar el río, sobre el cual algunos muchachos escarbaban buscando monedas antiguas o pedazos de vasos de la época Flavia, que era la más apreciada. Mussio, con voz tonante, nos sacaba de la distracción y nos hacía ver las maravillas que Arone inventaba para el emperador de Bizancio. El dibujo era certero, original, sobrio. Simplificaba los procesos de animación ante nuestro asombro, demostrando de esta manera su don creativo y su recursiva imaginación. Pero nos ponía tareas. “Ve tú al Ponte Sant´Angelo y cuenta cuántos ángeles tiene. De paso, diseña uno de los mantos que más te guste”. “Descríbeme detalladamente cómo es una espiga dorada, su forma, su estructura, y si al probarla le sentiste sabor y si al olerla te hizo pensar en algo”. “Y tú –me dijo un día–, escríbeme fábulas o cuentos que tengan que ver con tu tierra o con lo que te dé la gana. Algo muy visual, para comenzarlo de pronto, cuando dejemos de sudar”. He aquí dos de esas historias, a las cuales hay que quitarles el polvo de encima.
La mariposa y el camaleón Una mariposa fue arrebatada de los aires por un camaleón, atalayado en lo alto de un árbol. Pero como ella era de gran tamaño se quedó atascada en las fauces del raptor.
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Rápido, la pobre comenzó a gritar: “!Pare, pare, señor mío! Yo luché con la muerte y la vencí. ¡Merezco suerte mejor!”. Al camaleón se le hizo raro lo que decía la mariposa, y soltándola le dijo: “Astuta eres. Nadie vence a la muerte. Si me cuentas la verdad, te dejo ir”. La mariposa, reponiéndose del susto, se revisó las alas y comprobó que ninguna estaba rota. Muy agradecida, empezó a contar: “Volaba por un bosque de grandes árboles cuyas copas parecían nubes verdes, cuando de pronto vi a la muerte que caminaba muy afanada. Su blanco esqueleto aparecía y desaparecía detrás de los troncos. La seguí un buen trecho sin dejarme ver y me di cuenta de que se encaminaba a encontrar un tapir que bebía plácido de un riachuelo, en cuya orilla opuesta estaban escondidos, en una maleza, dos indígenas con sus lanzas”. “Comprendo –interrumpió el camaleón–, el tapir estaba sentenciado”. Y empezó a mover uno de sus ojos disociados trayendo, en suave panorámica, todo el paisaje que había a su izquierda. Con el otro ojo enfocó la mariposa, que ya se aprestaba a continuar el relato. “Reconocí en ese tapir a mi salvador de una pasada inundación del bosque, cuando yo de niña salía del estado de crisálida. Entonces, sin medir las consecuencias, me lancé contra la muerte revoloteándole por todas partes, sobre todo en torno a su cabeza seca, cerrándole el paso, de manera que el tapir se diera cuenta y huyera. Y así fue. Los indígenas también huyeron, pero en sentido contrario. La muerte se puso furiosa, manoteaba y trataba de atraparme. Yo empecé a alejarme y ella a perseguirme, con tan mala suerte que me vi encerrada entre unas ramas bajas a donde ella podía llegar. En efecto, cuando me tuvo casi a su alcance, como último recurso mandé contra ella un suave aletazo, y su huesuda mano se cubrió de colores hermosísimos. Sorprendida, puso la otra mano, y yo, de nuevo, mi ala. Maravillada, dejó de acosarme y retrocediendo, se fue mirándose las manos resplandecientes. Yo, sin pensarlo más, aproveché la ocasión y escapé”. El camaleón, entusiasmado, gritó: “!Haz lo mismo conmigo! Dame el azul, por ejemplo”. Y la mariposa le dio un azul jamás visto, que se expandió hasta la cola del animal. “Rojo me gustaría”. Y así lo hizo la mariposa. Cuando le dio el plateado, en el dorso del reptil se reflejaron unos pájaros blancos que pasaban en ese momento por el cielo. Y después de haberle dado infinitas combinaciones de colores, el camaleón le dijo: “Mariposa, ahora vete…”.
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El guerrero y la serpiente Un guerrero y una serpiente debieron, por casualidad, hacer un largo viaje juntos. Caminaban a prudente distancia, en especial cuando el terreno ocultaba a uno de ellos. Sucedió que, en medio de una llanura, la serpiente se vio transportada en el aire por un águila. El guerrero lanzó una flecha y mató al pájaro raptor. Después, de una montaña vecina cayeron rocas, pero el guerrero con su escudo paró los golpes y no fueron aplastados. Más tarde, debieron atravesar un río, la serpiente le rogó al guerrero que la llevara al otro lado. Así lo hizo. Luego de haber escapado a otras calamidades, el guerrero cayó en la cuenta de que la serpiente no le había agradecido. “Eres una ingrata, podías haber perecido sin mi ayuda”. “Es un lenguaje que no comprendo”, dijo la serpiente; “has hecho aquello que podías hacer según tu naturaleza. ¿Qué cosa puedo hacer por ti?”. El guerrero comprendió, y puso la sien para el mordisco definitivo.
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Recuerdo de QuintĂn Lame
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i padre, en los años cuarenta, se ocupaba de asuntos indígenas de la Gobernación del Tolima, la cual funcionaba en un hermoso edificio neoclásico, demolido después por pura ignorancia. Eran los duros años en que empezó a brotar de nuevo la violencia partidista y el despojo de las tierras, con su consecuente éxodo de campesinos que huían de la muerte. Un día él me dijo que quería que yo conociera a un amigo suyo que había sufrido mucho y que de tanto en tanto venía a Ibagué a arreglar asuntos relacionados con el recién fundado Resguardo Pijao de Ortega, a quien ayudaba a tramitar memoriales. Antes de irnos a la cita, vi que se echaba un pequeño paquete en el bolsillo del saco. Luego, le dijo algo al oído a mi madre. Pero ella arguyó en voz alta: “¿No se asustará?”. En mis adentros de niño no me interesaba esta salida que mi padre proponía. Había dicho que encontraría al personaje en el café de siempre. Este era de amplia terraza que cobraba no solamente el espacio del andén, sino también parte de la calle, casi cubierta por las frondas de un gigantesco árbol de mango que invadía, por el lado opuesto, al silencioso parque Murillo Toro. Y allá fuimos. Yo me distraía con el bullicio alegre del local, cuando de pronto vi que se acercaba a nuestra mesa un enorme viejo de cara muy gastada, con una trenza medio doblada, debajo del sombrero. El vestido, con chaleco y corbata le quedaba muy ajustado, pequeño para su corporatura, cuyas rayas gris claro y negras, lo hacían ver un poco estrafalario y no con la burda túnica larga, como lo vi en otra ocasión en Ortega, saliendo de la iglesia, mientras unos muchachos le tiraban piedras y le gritaban “moña, moña…”. Mi padre se levantó y lo saludó de abrazo, invitándolo a sentarse. Pero él, en lugar de hacerlo inmediatamente, se inclinó y recogió del suelo un mango ligeramente aplastado que colocó encima de la mesa, sin decir nada. Entonces, le preguntó a mi padre señalándome: “¿Su heredero?”, y sin decir más me tomó de la barbilla. Yo me asusté un poco y percibí que de su mano salía un fuerte olor a tabaco. Volteé la cara rechazando el gesto cariñoso.
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≈ Recuerdo de Quintin Lame ≈
Mi padre sacó lo que traía en su bolsillo y se lo entregó sonriendo al corpulento indígena, quién rasgando rápido el papel que lo envolvía descubrió un libro al cual le echó un rápido vistazo, para luego levantarlo en alto, con júbilo, mientras gritaba: “¡Que vivan las aventuras de Sandokan!. Gracias”. Cuando regresábamos, le pregunté a mi padre quién era ese señor que hablaba y se reía estruendosamente y que tenía trenza amarilla. “Quintín Lame, mijo, que sabe más que un zorro, que una serpiente, que una paloma”. Años después comprendí qué quiso decir mi padre. Este recuerdo, con otros más de Quintín, me ha acompañado toda la vida.
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