La acción cultural exterior y la eficacia del ‘poder blando’ Diego Íñiguez
Una gran variedad de sujetos públicos y programas desarrollan la acción cultural exterior española. ¿Existen unos valores y objetivos que orienten este nuevo pilar de la política exterior? Alemania, EE UU, Francia y Reino Unido ofrecen modelos de referencia.
os medios de comunicación españoles recogen a diario actos de proyección cultural exterior, que han sucedido a las antiguas ocasiones memorables –visitas reales, firmas solemnes de tratados, grandes desfiles militares– y se suman a las que aún se producen. Escritores y cuadros famosos, películas restauradas y zarzuelas vanguardistas recorren caminos antes reservados a descubridores y aventureros, en un peregrinar frenético que llena los cielos de viajes con cargo al presupuesto público. La importancia de estos actos culturales crece exponencialmente en un escenario mundial y televisado, donde resulta cada vez más difícil distinguir lo nacional de lo internacional y cuyos protagonistas son los dirigentes políticos, sociales o intelectuales que logran ser visibles. La acción cultural ofrece a la política exterior una oportunidad por encima del peso específico nacional que determina la potencia económica o militar. Una labor eficaz que inspire simpatía y logre que se identifiquen ciertos valores universales como propios de un país –como lo ha conseguido Francia con los de la Ilustración– puede producir efectos políticos apreciables. Este “poder blando” –según la definición de Joseph S. Nye– gana peso en un momento en que la diplomacia tradicional desde las embajadas decae, los gabinetes de los primeros ministros o los presidentes son decisivos en las cuestiones exteriores y las materias especializadas –comerciales, militares, policiales– se dirigen desde los ministerios respectivos con oficinas y personal propios. A la vez, los procesos de integración internacional y descentralización interna mueven a las administraciones nacionales a buscar
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Diego Íñiguez es doctor en Derecho y administrador civil del Estado. POLÍTICA EXTERIOR, 111. Mayo / Junio 2006
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nuevos campos de actividad y reconocimiento en un marco de globalización televisada. En este contexto discurre la acción cultural exterior española, a través de una gran variedad de sujetos públicos y programas de los que resulta difícil inducir una política deliberada o unos valores u objetivos precisos. Y cuya eficacia resulta por ello difícil de valorar.
Un espectáculo variado A los actos culturales tradicionales de las embajadas acudía un público ligeramente reverente, satisfecho por verse llamado al elegante mundo diplomático. La buena sociedad se reunía en torno a conciertos de autores nacionales, exposiciones de artistas consagrados y otras muestras de una cultura burguesa con pretensión de exquisitez. Esta línea de acción se ha modernizado y lleva ahora flamenco al Olympia de París, cante de las minas a la Philharmonie de Berlín o conciertos de castañuelas y guitarra al Spanish Institute de Nueva York. El cine español recorre los festivales internacionales. Olvidado Benavente, La Carnicería Teatro representa Compré una pala en IKEA para cavar mi tumba en teatros europeos prestigiosos. Desde los años sesenta se mantiene otra rama, educativa, que surgió para mantener los vínculos de los emigrantes con sus países de origen mediante clases de lengua para sus hijos y nietos, así como otras manifestaciones culturales. En el seno de la Unión Europea, programas de intercambio educativo como Erasmus y Sócrates contribuyen, desde finales de los ochenta, tan intensamente como la integración económica a crear una población europea. Y la difusión del español, a través del Instituto Cervantes o los sistemas educativos reglados de los países, representa hoy el papel estelar. Con la diversificación de las actividades se ha multiplicado el número de sujetos públicos que organizan o financian actividades culturales en el exterior, con una feracidad que lleva a preguntarse si en el mundo de los gestores culturales rige –como es común en las organizaciones– la selección natural o si cada individuo de esta especie halla un nicho burocrático sin eliminar a sus antecesores ni cerrar el paso a competidores futuros. Es una curiosidad evolutiva que pudiera indicar un posible defecto en la asignación de recursos públicos. En el ministerio de Asuntos Exteriores intervienen embajadas y consulados, la dirección general de Relaciones Culturales y la Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior (Seacex), más unos planes culturales y el Instituto Cervantes. En el ministerio de Cultura, otra dirección general (de Cooperación Cultural), otra sociedad estatal (para las Conmemoraciones Culturales, SECC), el Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales, el
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de las Artes Escénicas y de la Música, las orquestas, auditorios, teatros y museos nacionales. En el de Educación y Ciencia, las consejerías de Educación y muy diversos programas internacionales. En el de Trabajo y Asuntos Sociales, sus propias consejerías en el exterior. Comunidades autónomas, ayuntamientos y cabildos insulares, universidades y televisiones públicas, federaciones deportivas y hasta los ejércitos financian –o se personan en– actos culturales en el exterior.
Los males de la proliferación Esta inflación no merece por sí misma un juicio negativo. Pero la proliferación burocrática deviene frecuentemente en competencia por la supervivencia y los recursos. Esta concurrencia puede discurrir con diversos grados de malignidad, aunque rara vez se explicita si no es bajo la fórmula de un problema de coordinación (que es una técnica administrativa – y un eufemismo político– que encubre el poder: quien coordina decide sobre la asignación de recursos, las posibilidades de patrocinio o los contenidos ideológicos). Pero incluso las manifestaciones pacíficas de estas rivalidades producen perplejidad en el público y un fenómeno recurrente: el de la multiplicación de discursos idénticos pronunciados por personas indistinguibles. Cuando se inaugura una exposición sobre arte contemporáneo copatrocinada por tres o cuatro de las instituciones citadas, hay un discurso por cada representante de estas instituciones, más el embajador, más una o varias autoridades del país anfitrión. Los discursos suelen resultar tan intercambiables como semejantes las corbatas de los varones de mediana edad que los pronuncian. Valorar la calidad o la eficacia respectivas resulta difícil, en primer lugar porque no existen objetivos cuantitativos o cualitativos de partida. Tampoco son comparables los ámbitos respectivos de actuación: los centros del Instituto Cervantes actúan esencialmente en las ciudades en las que se asientan, mientras que las oficinas culturales o educativas de las embajadas deberían hacerlo en todo el territorio de los Estados. Una valoración cuantitativa tampoco es fácil. El número de alumnos del Cervantes crece cada año, pero en unas magnitudes muy inferiores a las que puede producir la acción exterior del ministerio de Educación cuando actúa sobre los sistemas educativos reglados de cada país. Por ejemplo, la reforma legal en Brasil que ha extendido la enseñanza del español permite que 12 millones de alumnos puedan elegirlo como lengua extranjera y requerirá la formación de 200.000 profesores. Tampoco es sencillo medir el efecto de los actos culturales. No suele contabilizarse el público que atraen –o se cuenta con cierta angustia, pero solo se informa de los grandes llenos–. En no pocas ocasiones, estos actos
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parecen destinados a producir un impacto en los medios… españoles. Es razonable pensar que tendrán un resultado menos intenso y duradero que el de aprender español en los cursos del Cervantes o durante los años de una escolarización en los colegios o en las aulas de lengua y cultura del ministerio de Educación. La repercusión pública de la actividad cultural en los centros del Cervantes –financiada con los 20 millones de euros que ingresa a través de sus cursos y otros servicios– es indudablemente mayor que la de la SECC y la Seacex, que reciben unos fondos públicos (en torno a 12 millones de euros cada una para 2006 y otro tanto la Fundación Carolina) considerables si se comparan con la partida presupuestaria destinada al Instituto Cervantes (en torno a 68 millones de euros para 2006). La acción educativa exterior padece problemas de visibilidad, de reconocimiento público, de rigidez en su régimen administrativo y su coste y, en ocasiones, de falta de conocimiento o conciencia de su utilidad en la propia administración española. El ministerio de El Cervantes se Educación gasta en ella más de 90 millones de euha convertido en ros. Escolariza a 38.000 alumnos (en 24 centros un peculiar propios, dos compartidos, 11 escuelas europeas y espacio público 25 secciones internacionales) e imparte clases complementarias a otras 15.000 personas en 500 a salvo de la aulas de lengua y cultura. Cuenta para ello con polémica política unos 500 profesores. Y refuerza la enseñanza del español en sistemas educativos de terceros países con otros 1.300 docentes del programa de profesores visitantes. Pero esta actividad, eficaz, costosa y generosa, resulta pasmosamente desconocida. El Cervantes es una institución posmoderna yuxtapuesta a una administración tradicional. Disfruta de una excelente imagen pública, gracias a una misión –difundir la lengua española y la cultura iberoamericana– que lo convierte en un peculiar espacio público a salvo de la polémica política. Y gracias también a la vinculación de las más altas autoridades del Estado y a una política constante de difusión de su marca. Sin embargo, su naturaleza encaja con dificultades en el sistema administrativo español, que lo somete a la tutela de tres ministerios con acciones exteriores en parte coincidentes y que pugnan con él por los recursos. Su régimen de contratación laboral será eficaz si facilita su adaptación a las condiciones y los regímenes jurídicos locales y abre la dirección de sus grandes centros a personalidades culturales de talla –como en su día Félix de Azúa en París y ahora Antonio Muñoz Molina en Nueva York–. Pero el Cervantes perderá su carácter innovador si los propósitos de frescura y originalidad que lo justifican se limitan a sus años iniciales y dejan paso a una típica patrimonialización burocrática en la que prime el afán de garantizar al personal de la casa
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una carrera interna ascendente con movilidad geográfica al gusto. El Cervantes se enfrenta, en fin, a una cierta desproporción entre los altos fines a los que le llama su ley reguladora y los verbos irregulares que cada mañana hay que conjugar en la realidad de la administración cultural exterior española.
Los bienes dudosos de la difusión del español La expansión del español es el aspecto que con más orgullo y frecuencia resaltan los discursos y artículos sobre la acción cultural exterior. Se repite que lo hablan casi 400 millones de personas; que se encuentra entre las cuatro lenguas más habladas del mundo y es la segunda de difusión realmente mundial (o terrenal); que pronto habrá más hispanohablantes en Estados Unidos que en España; que crece el interés por aprenderlo y que, más allá de su utilidad turística o cultural, es una lengua de trabajo con creciente valor económico. Los congresos de la Lengua Española reúnen a jefes de Estado, académicos, escritores y personalidades culturales, educativos o sociales que celebran (“no existe en el mundo otra lengua tan celebrada”, escribió Augusto Monterroso) de manera solemne la expansión de la lengua en la que dicen sus discursos. Un estudio reciente cifraba el valor conjunto de los usos de relevancia económica del español en torno a los 90.000 millones de euros anuales, lo que supone cerca del 15 por cien del PIB nacional. Pero no faltan razones para preguntarse si este orgullo está justificado. Por una parte, la lengua española no es solo de España, sino oficial en 20 Estados, uno de los cuales más que duplica la población de ésta. Con intención malévola, se ha señalado que el español retrocede en España como resultado de la recuperación de otras lenguas cooficiales. Y si se expande en EE UU hasta el punto que los candidatos electorales de este país se ven obligados a mostrar que lo chapurrean, los hispanohablantes no ven esta condición como una oportunidad (al menos, hasta que se consolide una clase media hispana) y procuran asimilarse a la cultura dominante aprendiendo la lengua inglesa. Tampoco es seguro que el conocimiento del español en países más potentes sea una suerte tan favorable, porque el debatido eslogan “quien aprende alemán, compra alemán” no se traslada automáticamente al caso del español. No, al menos, si no va acompañado por la transmisión de contenidos y valores que alimenten el interés y la simpatía por el país y no sólo hacia la lengua. En otro caso, podría suceder lo que advertía Antonio Elorza respecto a la “política exterior de la derecha española, cuya larga tradición de divorcio respecto a los intereses del país” le ha llevado en otras ocasiones a un planteamiento ideológico que, desde la patrimonialización del Estado, “exal-
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ta el patriotismo y una proyección internacional que no tiene en cuenta la realidad”, con el fin de consolidar su dominio en la sociedad española.
Aprender de los mayores La difusión de su lengua no ha sido el único fin de la política cultural exterior de Alemania, Francia o Italia. Tampoco el esencial, pues el idioma ha servido para difundir ciertos valores: los de los derechos humanos y la democracia en el caso alemán; los de la Ilustración, la especificidad cultural y un peso político por encima de su potencia económica o militar en el francés; el radicalismo creativo y crítico británico o la afirmación estadounidense del pluralismo y el sueño de libertad individual. Estos valores han sido, a su vez, instrumentales para sus políticas exteriores. También lo ha sido la generosa política cultural de EE UU, en la que se reconocen los fines clásicos de la política exterior: hacer amigos entre las élites, difundir una imagen favorable, “importar cerebros” para ganar en la competencia científica… Al margen de ocurrencias como la reciente de una public diplomacy, que ha resultado más pintoresca que orwelliana y sólo ha servido para alimentar los estereotipos habituales, en la política cultural ha prevalecido la difusión de valores profundamente asumidos. El programa Fulbright sólo es comparable en generosidad con el DAAD (Deutscher Academischer Austausch Dienst, Servicio alemán de intercambio académico), pero con una escala exponencialmente mayor. El programa de visitantes internacionales ha ofrecido a cientos de miles de potenciales o futuros líderes (políticos, profesionales o de opinión, entre ellos a más de 200 que luego han sido jefes de Estado o gobierno y cientos de futuros ministros) una visión directa, plural y diversa de EE UU, con una franqueza y una calidez que es difícil reproducir en Europa. La acción cultural exterior de Francia responde al modelo centralizado, con un claro predominio de las embajadas. La labor de los centros del Instituto Francés, la Alianza y el amplio entramado institucional que se articula en torno a la francofonía ha sido rica y estimulante. El esfuerzo francés en la enseñanza, o la preservación, de su lengua es extraordinario: la agencia para la enseñanza del francés en el extranjero cuenta con un presupuesto de 420 millones de euros. Con todo, el instrumento más eficaz de difusión cultural y para captar a una parte de la élite de cada país haya sido la red de liceos en el exterior (con 66 millones de euros en 2006 y con 240.000 alumnos, de los que solo una tercera parte son franceses) con su educación liberal y su mensaje eterno de orgullosa singularidad. Solo en la República Federal de Alemania se ha considerado la política cultural exterior como “la tercera columna de la política exterior, al mismo nivel” –también en los recursos presupuestarios– “que las de seguridad y co-
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mercio exterior”. Los ingentes medios invertidos debían cumplir también funciones clásicas de política exterior: contribuir a una imagen favorable, facilitar la reunificación del país y disipar los miedos de los vecinos ante la reconstrucción económica y política, favorecer las exportaciones, etcétera. Pero, sobre todo desde el gobierno de Willy Brandt, la acción cultural alemana es “realmente idealista, basada en la apertura y la curiosidad” (Hilmar Hoffmann) y dispuesta al intercambio. La ejecuta un conjunto de instituciones admirables que perviven con un presupuesto decreciente, pero aún envidiable, entre las que destaca el Goethe Institut. Institución privada, pero vinculada al Estado por un convenio a largo plazo, el Goethe Institut se ha regido por y ha gozado de gran independencia, gracias a una financiación garantizada y a un criterio político claro: que “el Estado no puede influir sobre la cultura, sino limitarse a ofrecer ayuda a sus representantes”, como señaló Hans-Dietrich Genscher, ministro alemán de Asuntos Exteriores. Su objetivo no ha sido Cabe preguntarse difundir una idea sustantiva de la cultura alemana, si la acción sino contribuir crear a un marco de cooperación cultural exterior pluralista, orientado por los valores de una Ley española cuenta Fundamental militante en la defensa de los derechos humanos, los valores democráticos y la coocon un concepto y peración entre los pueblos y convencida de que un fin meditados –como vigorosamente sostiene Jens Reich– “establecer bibliotecas, ofrecer cursos de idiomas, presentar lecturas, invitar a grupos de teatro, enseñar documentales, ofrecer becas y organizar intercambios culturales tiene un significado más profundo y más importante que cualquier visita de Estado que llene tres aviones, más importante que cualquier delegación parlamentaria y su intercambio de frases [hueras], que la recepción con champán que sigue a la firma de un acuerdo comercial, y más importante que el inacabable farfullar monologado de la política, con el que se logra que los pueblos no se entiendan”. Particularmente si, como ha dicho la presidenta del Goethe Institut, Jutta Limbach, “de lo que realmente se trata es de hacer los unos con los otros la democracia y no la guerra”. Tras la reunificación, “Alemania parece haberse hecho más pequeña culturalmente” (Hoffmann y Kurt-Jürgen Maass) y se enfrenta a la tentación de una introversión melancólica. Pero su política cultural exterior sigue siendo cosmopolita, bidireccional y orientada por valores universales. El Goethe cuenta con 127 centros en el extranjero y 16 en Alemania. Comparte los problemas de sus congéneres: compite con otros órganos –incluso con las nuevas secretaría de Estado de Cultura y la Fundación Cultural de la Federación– por los recursos y ve cómo decrece la subvención pública (173 millones de euros en 2003, que complementa con los 40 millones que ingre-
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sa por las clases de alemán y otros servicios). Pero ha digerido a Inter-Nationes, superado la crisis de madurez que implicó la incorporación a los puestos directivos de su tercera generación y sabido reorientar su actividad cerrando algunos centros y abriendo otros, especialmente en Europa del Este, de manera que se enfrenta a la perspectiva de nuevos recortes con una estructura saneada y la suerte de contar con una presidenta excepcional, que lo fue antes del Tribunal Constitucional alemán. En Reino Unido, el British Council tiene atribuida exclusivamente la política de promoción cultural exterior: no hay consejeros culturales en las embajadas. Su independencia se ve reforzada por su naturaleza jurídica de entidad privada benéfica, por una larga historia de autonomía respecto a la política exterior en sentido estricto y, muy especialmente, porque la financiación pública que recibe (270 millones de euros, para el año fiscal 2005-06, crecientes en los últimos años) apenas supone un tercio de sus ingresos anuales, que se sitúan en torno a los 580 millones de euros, también crecientes. El resto procede en una pequeña medida de patrocinadores y, en la mayor parte, de la retribución que percibe por la variada gama de servicios que presta: clases de inglés, derechos de examen, trabajos como agencia para otros Estados –organizando, por ejemplo, la enseñanza del idioma– o para el propio Foreign Office. El British Council mantiene tozudamente su labor frente a una opinión pública menos convencida que la alemana de los beneficios de fomentar la cultura con dinero público y frente a los altibajos de la política diaria –estimulado por el triste final de organizaciones demasiado instrumentales para la diplomacia tradicional como la estadounidense USIA–. Frente a la (usual) preferencia diplomática por programas más convencionales, concentra su labor de difusión en la creación artística más vanguardista (de autores británicos o de la Commonwealth) y en la difusión científica, con lo que refuerza la imagen de modernidad, creatividad y dinamismo de un viejo país que resurge. Los trasplantes administrativos no siempre son posibles –porque cada modelo proviene de una historia propia y surge en culturas políticas, administrativas y organizativas peculiares– ni aconsejables, pues su resultado puede parecerse al trabajo del profesor Frankenstein. Pero aprender de los modelos extranjeros puede evitar el elevado coste del adanismo.
¿Existe una política cultural exterior española? La cuestión es si, pese a declaraciones como la que recoge la exposición de motivos de la ley creadora del Instituto Cervantes, la acción cultural exterior española persigue algún fin de manera articulada, ya se trate de los pragmáticos eternos de la política exterior o de alguno valorativo. En una primera aproximación, la concurrencia poco cooperativa de tantos actores
DANIEL MORDZINSKI
Almodóvar y el ministro de Cultura francés, Renaud Donnedieu de Vabres, en la exposición que la Cinémathèque Française dedica al director español (París, 4 de abril de 2006)
produce un resultado heterogéneo, de valor diverso: la falta de un concepto global previamente sometido a crítica y debate públicos conlleva un riesgo de inanidad o de reiteración de tópicos. La disparidad no es censurable en sí misma: pudiera reflejar mejor que un plan articulado la cultura civil y política de la sociedad española. Y resulta preferible a una imagen tópica, asociada a los valores de las clases predominantes, sometida al buen gusto y falta de capacidad crítica. Frente al conservadurismo disfrazado de prudencia, lo plural refleja, al menos, vitalidad –y la realidad– aunque quizá también las debilidades de un país en el que permanece la fuerza del corporativismo y cuyo servicio exterior (en el sentido extenso) logra sustraerse en una medida muy superior a la del resto de las administraciones públicas a la influencia de una sociedad que es más plural y compleja que la imagen reflejada por aquél. No sobra ninguno de los autores que ya recorren el circuito cultural exterior, pero faltan muchos (Els Joglars y El Canto de la Cabra; Rosendo y Siniestro Total; Mingote y Forges), que tienen en común el humor –irónico o apasionado, dolorido o escéptico– tan esencial en la cultura española como ausente demasiadas veces de la versión oficial. Falta también una discusión abierta de las tensiones profundas y de las consecuencias del proceso de cambio social, económico y político que se desarrolla en España desde hace un cuarto de siglo.
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La causa de estas ausencias no se encuentra en una decisión política deliberada, sino en el conservadurismo profesional, social y hasta indumentario de unos gestores culturales cuya prudencia deja fuera de sus programas a una parte esencial del país al que pretenden (re)presentar, y en consecuencia deja de atraer a la porción equivalente del que deberían seducir. El pluralismo requiere diversidad social e ideológica, pero también humor y atrevimiento, más camisas de flores y moda gallega y menos abrigos severos. El sociólogo Jesús María de Miguel ha escrito que “un sistema irracional” puede permanecer “inalterable a pesar de su inoperancia”. Pero también ofrece oportunidades para una reforma que lo haga más eficaz y lo oriente hacia valores distintos a los de la “España sin complejos” reconcentrada en su orgullo casticista que caricaturiza Rafael Sánchez Ferlosio. No son necesarias grandes reformas, que suelen consumir casi toda la energía disponible, restándola de lo sustancial. Frente a la frenética producción de nuevos órganos y líneas de actividad, bastaría con examinar pausadamente los que ya existen, establecer fines y estrategias, evitar solapamientos, eliminar marcas secundarias que deberían ser instrumentales y concentrar los recursos en las que tienen éxito. Un sentido estratégico elemental obliga a cuidar la acción exterior del ministerio de Educación, imprescindible para una política de penetración a largo plazo y para actuar sobre los movimientos migratorios. Parece obvio que la presencia educativa y cultural en los países del Magreb debe coordinarse con las políticas de desarrollo económico regional. También lo es que el objetivo de la diversa actividad en EE UU debe ser ganar la simpatía de las clases profesionales e ilustradas: de todas ellas, no solo de las de origen iberoamericano. El Instituto Cervantes tiene un amplio campo de actividad potencial con fines semejantes en toda Iberoamérica. El éxito del Cervantes aconseja, además, concentrar en él recursos hoy dispersos, resolver su inexplicable ausencia de los países iberoamericanos, facilitar sus actuaciones en terrenos nuevos –como la certificación de calidad en la enseñanza del idioma– y multiplicar la potencia de un órgano que florece tan fácilmente en la modernidad líquida (Zygmunt Bauman). Esta reconversión permitiría dedicar el esfuerzo que hoy se gasta en la fricción intraburocrática a debatir públicamente una política cultural exterior para el largo plazo, orientada por valores que bien pudieran ser los que han inspirado la alemana y recoge la Constitución de 1978: la democracia, el pluralismo, la vigencia efectiva de los derechos humanos, las relaciones internacionales basadas en la cooperación pacífica entre los pueblos y –conforme al tratado de la UE– la identidad europea. Se trata, por supuesto, de una opción, que requeriría que la sociedad española abandonara una concepción de la política cultural exterior como lujo cultural de los neutrales y cobrara conciencia de la realidad: de lo que es posible hacer y de lo que le va en ello.