Henri Charriere Banco

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BANCO

HENRI CHARRIÈRE


ÍNDICE 1.- LOS PRIMEROS PASOS EN LIBERTAD..............................................................12 2.- LA MINA...................................................................................................... 25 3.- JOJO \“LA PASSE\.........................................................................................39 4.- EL ADIÓS A CALLAO.....................................................................................63 5.- CARACAS.....................................................................................................69 6.- EL TUNEL POR DEBAJO DEL BANCO...............................................................77 7.- CAROTTE — LA CASA DE EMPEÑOS...............................................................88 8.- LA BOMBA................................................................................................. 100 9.- MARACAIBO – EN TERRITORIO INDIO..........................................................113 10.- RITA — VERACRUZ...................................................................................125 11.- MI PADRE.................................................................................................141 12.- LOS LAZOS REANUDADOS — VENEZOLANO...............................................150 13.- VEINTISETE AÑOS DESPUÉS— MI INFANCIA................................................159 14.- LOS BARES NOCTURNOS — LA REVOLUCIÓN.............................................183 15.- LOS CAMARONES — EL COBRE..................................................................189 16.- EL GAB — PABLITO...................................................................................194 17.- MONTMARTRE — MI PROCESO..................................................................201 18.- ISRAEL — EL TERREMOTO.........................................................................225 19.- EL NACIMIENTO DE \“PAPILLON\..............................................................233 20.- MIS EDITORES.......................................................................................... 242 21.- ANTES DE PARÍS.......................................................................................255 EL AUTOR Y SU OBRA.......................................................................................278

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1.- LOS PRIMEROS PASOS EN LIBERTAD

Buena suerte, franceses! Sois libres a partir de este momento. Adiós! El oficial de la penitenciaria de El Dorado nos vuelve la espalda, tras habernos hecho un gesto de adiós. No es tan difícil así abandonar las cadenas que se arrastraron durante trece años. Cogiendo a Picolino por un brazo, damos algunos pasos por la subida que, a partir del margen del río donde nos dejó el oficial, sube hasta la aldea de El Dorado. En la vieja Casa de España, en 1971, precisamente en la noche de 18 de agosto, me acuerdo con una increíble nitidez del camino pedregoso, y no sólo la voz del oficial resuena de la misma manera, grave y clara, en mis oídos, sino que hago el mismo gesto de hace veintisiete años: vuelvo la cabeza. Es media noche, afuera está oscuro. No. Para mí, sólo para mí, el sol brilla, son las diez de la mañana y estoy mirando las más bonitas espaldas, la imagen más bella que vi en mi vida, la de mi carcelero que se aleja, simbolizando de esta manera el fin de la vigilancia que, día y noche, segundo a segundo, nunca dejó de ejercer, vigilándome durante trece años. Una última mirada al río, una última mirada por encima del hombro de mi carcelero hacia la isla de la penitenciaria venezolana en medio del río, una última mirada hacia el terrible pasado que ha durado trece años, trece años en los que me pisotearon, humillaron, aplastaron. Rápidamente, sobre el río, en la nube de vapor que sale del agua recalentada por el sol de los trópicos, hay imágenes que parecen querer formarse para que, como en una tela, vea nuevamente el camino recorrido. Me niego a asistir a la exhibición de esa película, cojo a Picolino por un brazo, volviendo la espalda a esa extraña tela, y lo arrastro a paso rápido, tras haber sacudido los hombros, para desembarazarme definitivamente de la pátina del pasado. ¿La libertad? Pero, ¿donde? En el fin del mundo, en las recónditas mesetas de la Guayana venezolana, en una aldea administrativa encajada en la más exuberante vegetación virgen que se pueda imaginar. Es la punta sudeste de Venezuela, cerca de la frontera brasileña, inmenso océano verde salpicado, aquí y allá, por caídas de agua de los arroyos y de los ríos que lo atraviesan y donde viven, esparcidas, de una manera y con un espíritu dignos de los tiempos bíblicos, pequeñas comunidades, agrupadas al socaire de una iglesia donde el padre no necesita predicar el amor y la simplicidad entre los hombres, porque ellos ya lo tienen, en su estado natural y permanente. Muchas veces, estos pueblecitos sólo pueden comunicarse con otros, tan perdidos como ellos, por medio de uno o dos camiones, que sorprendentemente consiguen llegar hasta ahí. Y en su manera de vivir, de pensar, de amar, estos seres simples y poéticos viven como se vivía hace siglos y siglos, limpios de todos los miasmas de la civilización. Cuando llegamos a la cima de la ladera, antes de avanzar hacia la meseta donde comienza la aldea de El Dorado, nos paramos para, lentamente, muy

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lentamente, seguir avanzando. Oigo respirar a Picolino, y con él respiro profundamente, aspirando el aire hasta lo más hondo de los pulmones, para expirarlo dulcemente, como se tuviera miedo de vivir demasiado deprisa estos maravillosos minutos, los primeros de la libertad. La gran meseta se abre delante de nosotros con sus casitas muy limpias a uno y otro lado, todas con flores. Nos divisan algunos niños, saben de donde venimos. Sin aire hostil, sino con gentileza, se aproximan y caminan en silencio a nuestro lado. Tienen aire de comprender la solemnidad del momento y lo respetan. Ya frente a la primera casa, una negra gorda vende café y bollos de maíz, las arepas, en una mesita de madera. — — — —

Buenos días, señora. Buenos días, señores! Dos cafés, por favor. Sí, señores.

Y la buena mujer nos sirve dos deliciosos cafés, que bebemos de pie, porque no hay sillas. — — — — — — — — — — — — — — — — — — —

— — — —

¿Cuánto debo? Nada. ¿Por qué? Tengo el placer en ofrecerles su primer café de la libertad. Gracias. ¿A que hora hay un autobús? Hoy es festivo; no hay autobús, pero a las once viene un camión. Ah! Gracias. — Una joven, de ojos negros y con la piel levemente oscura, sale de la casa. Entren y siéntense — nos dice con una bonita sonrisa. Entramos y nos sentamos, cerca de una docena de personas que beben ron. ¿Por qué su amigo anda con la lengua fuera? Está enfermo. ¿Podemos ayudarlo en algo? No, no hay nada a hacer, está paralítico. Tiene que ingresar en un hospital. ¿Quién va a darle de comer? Yo. ¿Es su hermano? No, es mi amigo. ¿Tiene dinero, francés? Muy poco. ¿Como sabe que soy francés? Aquí se sabe todo deprisa. Desde ayer sabemos que usted iba a ser puesto en libertad. Se sabe también que se ha evadido de la isla del Diablo y que la policía francesa quiere atraparlo para llevarlo allá otra vez. Pero no vendrán a buscarlo aquí, porque aquí ellos no mandan. Nosotros vamos a protegerlo. ¿Por que? Porque... ¿Que quiere usted decir? Tome, beba un vaso de ron y déle un poco también a su amigo.

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Una mujer de unos treinta años toma la palabra. Es casi negra. Me pregunta si estoy casado. No. Si mis padres viven aún. Sólo mi padre. — Se va a alegrar al saber que usted está en Venezuela. — Claro que si. Un blanco alto, flaco, con ojos enormes, pero simpático, dice: — Mi primo no sabe decirle a usted la razón por la cual vamos a protegerlo. Pues bien, yo se lo voy a explicar. A menos que esté loco, y si es así no hay nada que hacer, un hombre puede arrepentirse y volverse bueno, si lo ayudan. Por eso es por lo que en Venezuela usted será protegido: porque nos gustan las personas y, con la ayuda de Dios, creemos en ellas. — ¿Por qué razón usted cree que estaba prisionero en la isla del Diablo? — Ciertamente por una cosa muy grave! Tal vez por haber matado o hecho un robo muy importante. ¿Por cuánto tiempo fue usted fue condenado? — A cadena perpetua. — Aquí, la pena máxima es de treinta años. ¿Cuántos ha cumplido? — Trece años. Pero estoy libre. — Olvide todo eso, hombre. Olvide lo más deprisa posible lo que sufrió en las prisiones francesas y aquí, en El Dorado. Olvide, porque si piensa mucho en eso acabará por no querer a los hombres y llegará casi hasta a odiarlos. Sólo el olvido va a permitirle volver a amarlos y a vivir en medio de ellos. Cásese lo más deprisa posible. Las mujeres de este país son ardientes, y el amor que le dará aquella que usted escoja va a ayudarlo, por la felicidad y por los hijos que le dé, a olvidar lo que haya sufrido en el pasado. El camión llega. Agradezco su ayuda a esta buena gente y salgo cogiendo a Picolino por el brazo. Uno docena de pasajeros está sentada en los bancos, detrás de la cabina del camión. Por gentileza, esas personas humildes nos dan los dos mejores lugares en la cabina, al lado del conductor. Dentro del camión, que salta como un loco en la pésima carretera llena de agujeros y surcos, pienso en este curioso pueblo venezolano. Ni los pescadores del golfo de Paria, ni los soldados de El Dorado, ni ese humilde hombre del pueblo que me habló en aquella casa de paja y tierra, tienen estudios. Apenas saben leer y escribir. ¿Como pueden, entonces, poseer ese sentido de caridad cristiana, esa nobleza de alma que perdona a los hombres que se equivocaron? ¿Como pueden encontrar las palabras de consuelo delicadamente apropiadas, ofrecer ayuda al ex-presidiario con sus consejos y lo poco que poseen de suyo? ¿Como es que los jefes de la prisión de El Dorado, que son instruidos, tanto los oficiales como el director, pueden comulgar con el pueblo, en las mismas ideas: dar una oportunidad a un hombre perdido, sea quién sea y sea cuál sea la importancia de su delito? Estas calidades no pueden venir de los europeos, sino de los indios. De cualquier manera, puedes quitarte el sombrero por ellos, Papillon. Llegamos a Callao. Una gran plaza, música. En efecto, estamos a 5 de julio, es fiesta nacional. Una multitud endomingada, siempre la misma gente matizada de los trópicos, donde se mezcla toda la gama de colores: negro, amarillo, blanco y el cobrizo de los indios, cuya raza se nota siempre en el mirar un poco

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oblicuo y en la piel aclarada. Picolino, yo y algunos pasajeros descendemos de la plataforma. Una chica, que también desciende del camión, se aproxima y me dice: “Deje, ya está pagado”. El conductor nos desea buena suerte y el camión parte nuevamente. Con la pequeña bolsa en una mano y Picolino que me agarra de la otra con los tres dedos que le faltan en la mano izquierda, pienso en lo que vamos a hacer. Tengo algunas libras inglesas de las Antillas y algunos centenares de bolívares, ofrecidos por los pocos alumnos de matemáticas que tuve en la prisión de El Dorado. Tengo también algunos diamantes brutos encontrados en los tomates del huerto que había plantado. La chica que nos dijo que no pagáramos pregunta adónde voy y le respondo que voy a buscar una pensión. — Venga primero a mi casa, después nos ocuparemos de eso. La seguimos, atravesamos la plaza y, a menos de doscientos metros, llegamos a una calle de tierra, rodeada de casas bajas, de arcilla, con techos de paja o chapa de zinc. Paramos delante de una de ellas. — Entren, están en su casa — dice la chica. Debe tener unos dieciocho años. Nos hace pasar delante de ella. Una sala limpia de tierra batida, con una mesa redonda, algunas sillas, un hombre de unos cuarenta años, de cabellos negros y lisos, de altura media y la misma tez de la chica, color de ladrillo claro, ojos indios. Hay tres chicas más, rondando los catorce, quince y dieciséis años. — Papá, hermanas, son extranjeros que vienen conmigo. Salieron de la prisión de El Dorado y no saben adonde ir. Les pido que los reciban bien. — Sean bienvenidos — dice el padre. Y repite la fórmula consagrada: — Esta casa es suya. Siéntense a la mesa. ¿Tienen hambre? ¿Quieren café o ron? No quiero ofenderlo con un rechazo y acepto tomar café. La casa está limpia, pero por la simplicidad del mobiliario percibo que son pobres. — Mi hija Maria, la que los trajo aquí, es la mayor. Sustituye a la madre, que nos dejó hace cinco años para ir con un buscador de oro. Prefiero decirlo yo, antes que lo sepa por otros. Maria nos sirve el café. Puedo, entonces, mirarla con más atención, porque viene a sentarse junto a su padre, delante de mí. Las tres hermanas están de pie, detrás de ella, y también me observan. Maria es una joven de los trópicos. Tiene unos grandes ojos negros ligeramente oblicuos. Los cabellos ondulados, de un negro de azabache, separados por la mitad por una raya, caen hasta sus hombros. Los trazos del rostro son finos, y, aunque en el color de la piel mate y cobriza se perciba la presencia de una gota de sangre india, no tiene ningún trazo mongol. Tiene la boca sensual, con dientes magníficos. Por momentos, se ve la punta de la lengua, color rosa. Lleva una blusa blanca estampada con

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flores, con un escote muy grande que le descubre los hombros y la raíz de los senos, guardados en un sujetador que se adivina por debajo de la ropa. Esta blusa, una falda negra y zapatos de borde bajo son sus ropas de festivo. Sus labios son rojos, de un carmín vivo, y dos trazos de lápiz, al borde de los ojos, acentúan aún más su inmensidad. — Esta es Esmeralda — dice ella presentando a la más joven de las hermanas. — La llamamos así a causa de sus ojos verdes. Esta es Conchita y la otra es Rosita, porque parece una rosa. Tiene la piel mucho más clara que nosotros y se ruboriza por cualquier cosa. Ahora, ya conoce a la familia. Mi padre se llama José. Los cinco formamos un todo, porque nuestros corazones laten siempre al unísono. ¿Cómo se llama usted? — Enrique — ¿Estuvo mucho tiempo en prisión? — Trece años. — Pobre hombre, como debe haber sufrido! — Sí, mucho. — Papá, ¿que puede hacer Enrique aquí? — No sé. ¿Tiene algún oficio? — No. — Entonces vaya a la mina de oro, allá le darán trabajo. — ¿Y usted, Jose? ¿A qué se dedica? — ¿Yo? A nada. No trabajo porque pagan muy poco. Es extraordinario. Es correcto que son pobres, pero se visten decentemente. No voy a preguntarle de qué vive, o si roba, en vez de trabajar. Esperemos. — Enrique, duerma aquí esta noche — me dice Maria. — Hay una habitación donde antes dormía el hermano de mi padre. Él se fue y usted puede ocupar su lugar. Nosotros cuidaremos del enfermo mientras usted trabaja. No nos lo agradezca, porque no le damos nada. Es una habitación que está desocupada. No sé qué decir. Dejo que se lleven mi pequeño paquete. Maria se levanta y las otras la siguen, en dirección a una puerta. Maria ha mentido, aquella habitación estaba ocupada, porque las veo quitar de allí ropas de mujer y cambiarlas a otro lado. Hago como que no me doy cuenta. No hay cama, pero hay algo mejor que eso, como es frecuente en los trópicos: dos buenas hamacas de lana, suspendidas. Una gran ventana sin cristales da a un jardín lleno de bananeras. Tumbado en la hamaca, me cuesta a comprender lo que está pasando. ¡Qué fácil ha sido este primer día de libertad! Demasiado fácil. Tengo una preciosa habitación y, para cuidar de Picolino, cuatro chicas jóvenes y encantadoras. ¿Por qué razón me dejo conducir así, como un niño? ¿Por que? Estoy en el fin del mundo, es verdad, pero estoy convencido de que, si me dejo manejar, es porque fui prisionero durante tanto tiempo que ya sólo sé obedecer. Y ahora, que, estando libre, debería tomar mis propias decisiones, me dejo conducir. Exactamente como un pájaro a quien abren la jaula y ya no sabe volar. Tiene que volver a aprender.

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Me duermo, dispuesto a no recordar el pasado, como me aconsejó el hombre de El Dorado. Sólo un pensamiento antes de dormir: la hospitalidad de estas personas es una cosa desconcertante y maravillosa. Acabo de almorzar dos huevos fritos, dos bananas fritas, cubiertas de margarina, y pan oscuro. Maria está en el cuarto, lavando a Picolino. Un hombre aparece en la puerta. En la cintura, de lado, trae un sable colgado, una especie de machete. — — — — — — — —

¡Gentes de paz! — dice. ¿Que quiere? — pregunta José, que almorzaba conmigo. El jefe civil (jefe administrativo local) quiere ver a los cayeneses. No los llame así. Llámelos por su nombre. Está bien, José! ¿Como se llaman? Enrique y Picolino. Señor Enrique, venga conmigo, soy policía. Me envía mi jefe. ¿Que quieren de él? — pregunta Maria, saliendo del cuarto. — Yo también voy. Esperen a que me vista.

En pocos minutos, Maria queda lista. Saliendo inmediatamente a la calle, me da el brazo. Sorprendido, la miro y ella me sonríe. Llegamos rápidamente al ayuntamiento, donde hay otros policías, todos de paisano, excepto dos, de uniforme, con el sable colgado de la cintura. En una sala llena de fusiles, un negro con sombrero de galones. Me dice: — — — — —

¿Es usted el francés? Si ¿Y el otro? Está enfermo — dice Maria. Soy el comandante de la policía, para servir y ayudar en caso de necesidad. Me llamo Alfonso. — Me tiende la mano. — Gracias. Me llamo Enrique. — Enrique, el jefe civil quiere verlo. Usted no puede entrar, Maria — añade, viendo que ella quiere seguirme. Paso a la otra sala. — Buenos días, francés. Soy el jefe civil. Siéntese. Como tiene la residencia fijada aquí, en Callao, lo mandé buscar para conocerlo, porque está bajo mi responsabilidad. — Me pregunta lo que voy a hacer, donde quiero trabajar. Hablamos un poco y después me dice: — Venga siempre que quiera, yo le ayudaré a organizarse la vida lo mejor posible. — Muchas gracias. — Ah! una cosa. Debo avisarle de que vive en casa de chicas muy simpáticas y honestas; pero el padre, José, es un pirata. Adiós. Maria está fuera, en la puerta del ayuntamiento, en la actitud de espera de los indios, inmóvil, sin moverse, ni hablar con nadie. Es verdad que Maria no es india. A pesar de eso, con el poco que hay en ella de esa sangre lejana, la raza

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sobresale. Con ella del brazo, atravesamos toda la aldea, y volvemos a casa por otro camino. — ¿Que quería el jefe civil de ti? — pregunta Maria, tuteándome por primera vez. — Nada. Me dijo que podía contar con él para ayudarme a encontrar trabajo y en el caso de tener problemas. — Enrique, ahora no necesitas a nadie y tu amigo tampoco. — Gracias, Maria. Pasamos delante de la mesa de un vendedor ambulante lleno de adornos para mujeres: collares, pulseras, pendientes, broches, etc. — Mira, ¿has visto estas cosas? — Sí, son bonitas! La llevo hasta la mesa y escojo el collar más bonito, con pendientes a juego, y otros tres más modestos, para las hermanas. He pagado por esos cachivaches treinta bolívares, con un billete de cien. Ella se pone inmediatamente los pendientes y el collar. Sus grandes ojos negros brillan de alegría y me lo agradecen, como si se tratara de joyas preciosas. Entramos en casa, donde las tres chicas sueltan exclamaciones de alegría al ver los regalos. Las dejo y voy a mi habitación. Tengo ganas de estar solo. Esta familia me ha ofrecido su hospitalidad con una nobleza fuera de lo normal. A pesar de todo, ¿debo aceptar? Tengo algún dinero venezolano y dólares antillanos, sin hablar de los diamantes. Con todo eso, puedo vivir más de cuatro meses sin preocupaciones y mandar a cuidar de Picolino. Estas chicas son muy bonitas y, como las flores de los trópicos, ciertamente muy calientes, sensuales, listas a darse con toda la facilidad, sin cálculo, sin pensar demasiado. Hoy vi a Maria mirar hacia mí casi amorosamente. ¿Podré resistir tantas tentaciones? Es mejor marcharse de esta casa demasiado acogedora, porque no querría, por flaqueza, traerles problemas y sufrimientos. Por otro lado, tengo treinta y siete años, dentro de poco treinta y ocho, y aunque parezca más joven, eso no me hace desaparecer la edad. Maria aún no tiene dieciocho años y las hermanas son aún más jóvenes. Creo que debo marcharme. Lo mejor sería dejar a Picolino a sus cuidados, pagándoles una pensión, claro. — Sr. José, quiero hablarle de algo. ¿Vamos a beber un ron al café de la plaza? — Está bien. Pero no me trate de señor. Llámeme José y yo le llamaré Enrique. Vamos. Maria, vamos a la plaza, no tardaremos. — Cámbiate de camisa, Enrique — me dice Maria —, la que llevas está sucia. Voy a cambiarme de camisa a la habitación. Antes de salir, Maria me dice: — No tardes mucho, Enrique, y no bebas demasiado.

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Y antes de que, sorprendido, me pueda alejar, me suelta un beso en la cara. El padre se ríe y me dice: — Maria ya está enamorada de usted. — Camino del bar, comienzo. — José, usted y su familia me acogieron el primer día de libertad y yo se lo agradezco muchísimo. Tengo poco más o menos la misma edad que usted; no quiero pagarle mal su hospitalidad. Usted, como hombre, debe comprender que, viviendo junto a sus hijas, sería difícil no enamorarme de una de ellas. Pero tengo el doble de edad de la mayor y estoy legalmente casado, en Francia. Siendo así, vamos a beber una o dos copas juntos y después acompáñeme a una pensión que no sea cara. Tengo con que pagar. — Francés, usted es un hombre serio — me dice José, mirándome directamente a los ojos. — Déme su mano para que se la estreche, como hermano; quiero agradecerle lo que acaba de decirle a un pobre diablo como yo. Aquí, como usted ve, las cosas no son como en su país. Casi nadie está casado legalmente. Las personas se divierten, hacen el amor y, si llega un niño, se juntan. Se unen tan fácilmente como se separan. En este país hace mucho calor, lo que hace que las mujeres sean ardientes. Tienen sed de amor, de los placeres de la carne. Son precoces. Maria es una excepción en no haber tenido aún una aventura, aunque ya tenga dieciocho años. Creo que la moral de su país es mejor que la nuestra, porque aquí hay tantas mujeres con hijos sin padre que es un problema muy grave. Pero, ¿que podemos hacer? Dios dijo ámense y tengan hijos! Las mujeres de este país no son calculadoras, no buscan una posición social cuando se entregan a un hombre. Quieren amar y ser amadas, sólo eso, naturalmente, nada más. Son fieles, mientras usted les guste sexualmente. Después la cosa cambia. Sin embargo son madres ejemplares que, por sus hijos, se sacrifican al máximo, llegando a sostenerlos hasta que ya puedan trabajar. Por lo tanto, aunque usted reconozca que está en medio de tentaciones permanentes, quédese en casa, se lo pido por favor. Me siento feliz por tener un hombre como usted en mi casa. Entramos en el bar sin que yo le responda. Es a la vez bar y tienda. Hay una docena de hombres sentados. Se bebe cuba-libre, una mezcla de ron con Coca-Cola. Varias personas se acercan a saludarme y darme la bienvenida. José me presenta siempre como un amigo que vive en su casa. Bebemos muchas copas. Cuando pido la cuenta, José casi se enfada. Quiere pagar a toda costa. Aún así, consigo que el dueño del bar rechace su dinero y pago yo. Me tocan en el hombro, es Maria. — Vente para casa. Es la hora del almuerzo. No bebas más, me prometiste no beber mucho. — Ahora, ella me tutea todo el tiempo. Como José estaba hablando con otro hombre, ella no le dice nada, pero me coge del brazo y me lleva hacia fuera. — ¿Y tu padre?

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— Déjalo ahí. No puedo decirle nada cuando está bebiendo y nunca vengo a buscarlo al café. Él no lo admite. — Entonces ¿por qué viniste a buscarme? — Contigo es diferente. Vamos, Enrique, ven conmigo. — Tiene la mirada tan brillante y me habla con tanta simplicidad que vuelvo con ella hacia casa. — Te mereces un beso — dice ella al llegar. Y coloca los labios en mi cara, muy cerca de la boca. José entra, y acabamos almorzando todos juntos, en la mesa redonda. Para comer, Picolino es ayudado por la más joven, que le da la comida en pequeñas cantidades. José se sienta solo a la mesa. Como está borracho, habla sin pensar. — Enrique tiene miedo de vosotras, hijas! Tiene tanto miedo que quiere marcharse de casa. Le dije que, a mi modo ver, puede quedarse, y que mis hijas son suficientemente mayores para saber lo que deben hacer. — Maria mira hacia mí. Tiene un aire asustado, quizá un poco decepcionada. — Papá, si él quiere marcharse, que se vaya! Pero no creo que esté mejor en otro lado que en nuestra casa, donde ya toda la gente le gusta. — Y, volviéndose hacia mí, añade: — Enrique, no seas cobarde. Si una de nosotras te agrada y tú le gustas, ¿por qué vas a huir? — Es que él está casado en Francia — dice el padre. — ¿Cuánto tiempo hace que no ves a tu mujer? — Trece años. — Aquí, cuando nos gustan las personas, no es sólo para casarnos. Si nos damos a un hombre, es para amarlo, sin esperar nada a cambio. Pero hiciste bien en decir a nuestro padre que estás casado, así no puedes prometer nada a ninguna de nosotras, a no ser amarla, simplemente. Y me dice que me quede con ellos, sin compromiso. Cuidarán de Picolino y yo quedaré más libre para trabajar. Para que me sienta más a gusto, ella aceptará que pague algo, como si estuviera en una pensión. ¿Debo quedarme? No tengo tiempo para pensarlo bien. Todo esto es tan nuevo, tan rápido, tras trece años de prisión! Digo: — Está bien, Maria. De acuerdo. — ¿Quieres que te acompañe esta tarde a la mina de oro, para pedir trabajo? Si quieres, vamos a las cinco, cuando el sol está bajo. Son tres kilómetros desde la aldea hasta la mina. — Está bien. En los gestos y en el rostro, Picolino manifiesta su alegría por quedarse aquí. Las atenciones y los cuidados de las chicas lo conquistaron. Si me quedo, es más a causa de él. Sé que, quedándome, con certeza en poco tiempo voy a tener una aventura. Y tal vez eso no me convenga. Con lo que llevo en la cabeza desde hace trece años y que hace trece años que me impide dormir, no debo pararme tan deprisa y quedarme en una aldea

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del fin del mundo por los bonitos ojos de una chica. Es largo el camino que me espera y las paradas deben ser cortas. El tiempo necesario para respirar un poco, y ¡vamos allá! Porque, si desde hace trece años lucho por mi libertad, si la gané, tengo una razón para eso: la venganza. El procurador, el falso testigo, la prisión, tengo cuentas que ajustar con ellos. Y es preciso no olvidar eso. Nunca. Salgo hacia la plaza de la aldea. Vi una tienda con el nombre de Prospéri. Es, con certeza, un corso o un italiano. Efectivamente, esta pequeña tienda pertenece a un oriundo de Córcega. El Sr. Prospéri habla francés muy bien. Se dispone amablemente a escribirle una carta al director de La Mocupia, compañía francesa que explota la mina de oro de Caratal. Es tan amable que quiere también ayudarme con dinero. Se lo agradezco todo y salgo. — ¿Que estás haciendo aquí, Papillon? ¿De donde rayos caíste? ¿De la luna? ¿De un paracaídas? Venga un abrazo! Un gran tipo, quemado por el sol, con un enorme sombrero de paja en la cabeza, desciende del burrito donde está montado. — ¿No te acuerdas de mí? — Y se quita el sombrero. — Gran Charlot! Es increíble! Gran Charlot, el autor del robo de la caja fuerte del Cine Gaumont, en la Place de Clichy, y de la caja de la Estación des Batignolles, en París! Nos abrazamos como dos hermanos. Lágrimas de emoción nos llenan los ojos. Nos miramos el uno al otro. — Estamos lejos de la Place Blanche y de la cadena, amiguete! ¿No? Pero ¿de dónde diablos vienes? Estás vestido como un señor y mucho menos envejecido que yo. — Salí de El Dorado. — ¿Cuánto tiempo estuviste ahí? — Más de un año. — ¿Por qué no me llamaste? Yo hubiera hecho que salieras inmediatamente, firmando un papel declarándome responsable de ti. Dios mío! Si hubiera sabido que había unos duros en El Dorado! Pero nunca me había pasado por la cabeza que estuviera ahí un compinche! — Fue un milagro que nos encontrásemos. — Eso es lo que tu crees, Papi! Pero toda la Guayana venezolana, desde Ciudad Bolívar a Callao, está llena de forzados o de liberados en fuga. Desde el golfo de Paria hasta aquí, como es la primera tierra de Venezuela que acepta a los evadidos, no es ningún milagro encontrar a cualquiera, porque todos, sin excepción, pasamos por aquí. Los que no quedaron por el camino, quiero decir. ¿Donde estás viviendo? — En casa de un tipo llamado José, buena persona. Tiene cuatro hijas. — Ya sé, lo conozco. Es un buen tipo, un pirata. Vamos a buscar tus cosas, porque te vienes a mi casa, está claro. — No estoy solo. Tengo un amigo paralítico a mi cargo.

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— No importa. Voy a buscar un burro para él. La casa es grande y hay una negrita que va a tratarlo como una madre. Tras recoger el segundo burro, vamos a casa de las chicas. Dejar a esa buena gente fue un verdadero drama. Sólo cuando les prometemos que vendríamos a verlas y que ellas podrían también visitarnos en Caratal, acabaron por calmarse un poco. Nunca me cansaré de repetir cuán extraordinaria es la hospitalidad de las personas de la Guayana venezolana. Casi me avergonzaba dejarlas. Dos horas después estábamos en el “palacio” de Charlot, como él le llamaba. Una casa grande, clara y espaciosa, sobre un promontorio dominando todo el valle que desciende de Caratal, un lugarejo, cerca de Callao. A la derecha de este maravilloso panorama de selva virgen, la mina de oro de La Mocupia. La casa de Charlot está hecha toda ella con troncos de madera dura, cortados de la selva. Tres habitaciones, un bonito comedor y una cocina. Dos duchas en el interior y otra al aire libre, en un huerto impecablemente conservado. Ahí crecen, lozanos, todas las legumbres de nuestro país. Un gallinero con más de quinientas gallinas, conejos, puercos indios, un cerdo y dos cabras. Todo eso hace la alegría actual de Charlot, antiguo forzado, ex-experto en cajas fuertes y en robos importantes, bien planeados. — Entonces, Papi, ¿te gusta mi casa? Hace siete años que vivo aquí. Como te dije, en Callao estamos lejos de Montmartre y de la chirona. ¿Quien iría a pensar que vendría a contentarme con esta vida tan tranquila y pacífica? ¿Que te parece? — No lo sé, Charlot. Hace poco tiempo que estoy en libertad para tener una opinión bien formada. Pero, no hay duda, somos aventureros y nuestra juventud fue muy agitada! Por eso... es un poco desconcertante verte feliz, tranquilo, en esta tierra perdida. Seguro que hiciste todo esto tu solo y bien veo que eso representa una dosis rara de energía y de sacrificio. Ten en cuenta que yo no me siento todavía capaz de una cosa de estas. — Sentados a la mesa del comedor, probando un ponche a la moda de Martinica, Charlot continúa: — Pues si, Papillon. Comprendo que estés asombrado. Te diste cuenta de que yo vivo de mi trabajo. Con dieciocho bolívares por día (un bolívar equivale a un franco francés), llevo una vida modesta, pero que tiene también sus alegrías. Una gallina que me dé muchos polluelos, una coneja que tenga una buena camada, un cabrito que nace, tomates que crecen... Estas pequeñas cosas que despreciamos durante tantos años son para mí un todo que me llena de satisfacciones. Mira! Es mi negrita. Conchita! Son amigos míos. Ese está enfermo. Tienes que cuidarlo. Este se llama Enrique o Papillon. Es un amigo mío de Francia, un amigo de toda la vida. — Bienvenidos a esta casa — dice la joven negra. — No te preocupes, Charlot, tus amigos serán bien tratados y quedarás satisfecho. Voy a preparar la habitación para ellos. Charlot me cuenta su huida sin historia. Vino de Saint-Laurent-du-Maroni, donde estuvo durante seis meses, huyendo con Simón, uno de sus compatriotas corsos, y otro que cumplía pena doble: — Tuvimos mucha suerte de llegar a Venezuela algunos meses después de la muerte del dictador Gómez. Este pueblo generoso nos ayudó a crear una nueva vida. Aquí estoy, con residencia fija en Callao, desde

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hace dos años. Como ves, esta vida simple me fue conquistando poco a poco. En un parto, perdí a mi primera mujer y una hijita. Y esta negrita que ves, Conchita, supo, con la comprensión de un verdadero amor, consolarme y hacerme feliz. ¿Y tu, Papi? Tu sufrimiento debe haber sido duro, porque trece años es mucho tiempo. Cuéntame. Hablo durante más de dos horas desahogando con este viejo amigo todo aquello que estos años pasados me dejaron en el corazón. Fue maravilloso, pudimos hablar los dos sobre nuestros recuerdos. Cosa extraña, ni una palabra a cerca de Montmartre, nada sobre el barrio, nada sobre antiguos éxitos o fracasos, nada de recuerdos de los hombres de nuestro ambiente que nunca habían llegado a ser presos. Como si la vida, para nosotros, hubiese empezado al embarcar en La Martinière, yo en 1933, él en 1935. Una buena ensalada, un pollo a la brasa, un queso de cabra y una deliciosa manga, todo regado con un Chianti, servido alegremente por Conchita, muestran que Charlot está satisfecho de recibirme bien en su casa. Me propone bajar al pueblo, para beber un vaso. Le digo que me siento muy bien allí, para querer salir. — Gracias, viejo! — me dice este corso que, muchas veces, habla con acento parisiense. — Es verdad que se está bien aquí. Conchita, tienes que conseguir una “novia” para mi amigo. — Es verdad, Enrique, voy presentarlo a mis amigas, que son más guapas que yo. — Tu eres la más guapa! — dice Charlot. — Sí, pero soy negra. — Es por eso que eres tan guapa, Conchita! Porque eres de pura sangre de tu raza. Los grandes ojos de Conchita brillan de placer y amor. Se ve fácilmente que Charlot es su dios. Acostado en una cama grande y buena, oigo serenamente las noticias de la BBC de Londres, en el aparato de radio de la casa. Sentirme nuevamente zambullido en el mundo me desconcierta un poco. Ya perdí el hábito. Giro el botón. La canción que sigue es del Caribe, es Caracas quien canta. No quiero escuchar el llamamiento de las grandes ciudades. Al menos no esta noche. Desconecto rápidamente la radio y pienso en todo lo que acabo de vivir. ¿Habrá sido voluntariamente que no hablamos de los años que pasamos juntos en París? No. ¿Habrá sido voluntariamente que no recordamos a los conocidos de nuestro ambiente que habían tenido la suerte de escapar? Tampoco. ¿Será entonces que, para los forzados, todo lo que se pasó antes del juicio pierde la importancia? Doy vueltas y más vueltas en esta enorme cama. Hace calor, no aguanto más y salgo al jardín. Me siento sobre una piedra. Desde donde estoy, domino el valle y la mina de oro. Allá abajo, está todo iluminado. Veo los vagones, vacíos o llenos, yendo y viniendo. El oro, en lingotes o transformado en billetes, el oro que sale de las entrañas de esta tierra, sirve para conseguirlo todo, si lo tuviéremos en cantidad. Esta piedra de la tierra que tan poco cuesta de extraer, ya que se paga miserablemente a los operarios, es lo indispensable para vivir bien. Y Charlot, que perdió la libertad por haber querido poseerlo en cantidad, ni siquiera habla de él. No me ha dicho si la mina es o no rica en oro. Su felicidad ahora es su

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negrita, su casa, los bichos, las legumbres. Del dinero ni siquiera habla. Ha terminado por sentar la cabeza. Me deja asombrado. Me acuerdo de que había sido atrapado por culpa de uno a quien llamaban Petit Louis, y Charlot, durante nuestras breves conversaciones en la cárcel de la Santé, en París, no paraba de jurar que lo tenía de cortar en pedacitos en la primera ocasión. Durante la cena ni siquiera lo mencionó. Y yo — es increíble! — no hablé de la “jaula”, ni de Goldstein, ni del fiscal. Tenía la obligación de haber hablado, Dios mío! No huí para venir a acabar hecho medio operario, medio jardinero! Me prometí a mí mismo respetar este país y he de mantener mi palabra, es cierto. Pero eso no quiere decir que haya renunciado a mi venganza. Papi, no hay que olvidar que si estás hoy aquí es porque esa idea de venganza te alimentó durante trece años en la cárcel y también porque ella fue tu única religión, que no debes abandonar nunca. Es bien guapa esta pequeña negrita, pero aun así me pregunto si Gran Charlot no estaría mejor en una gran ciudad que en esta tierra del fin del mundo. O yo soy idiota y todavía no he conseguido comprender que la vida de mi amigo tiene su encanto, o él ha tenido miedo de las responsabilidades que la vida moderna obligatoriamente impone. Es un caso a estudiar. Charlot tiene cuarenta y cinco años; no es, por lo tanto, un hombre viejo. Grande y fuerte, un robusto campesino corso abundante y saludablemente alimentado en su juventud. Bronceado por el sol del país, cuando se pone el enorme sombrero de paja en la cabeza, con las alas enrolladas a los lados, tiene, en verdad, un aire imponente. Es el verdadero tipo de pionero de estas regiones vírgenes y se adaptó de tal manera a las personas y al país que no desentona en su ambiente. Por lo contrario, pasó a formar parte de éste. Hace siete años que está aquí este golfillo de Montmartre y se conserva bien! Seguro que tuvo que trabajar durante más de dos años para desbrozar esta punta del altiplano y construirse la casa. Tuvo que ir a la selva, elegir la madera, cortarla, cargarla, ajustarla. Cada viga está hecha de la madera más dura y más pesada del mundo, llamada palo-hierro. Todo lo que ganaba en la mina lo debe haber gastado aquí, seguro, porque necesitó pedir la ayuda y tuvo de pagar la mano de obra, el cemento (la casa está cimentada), el pozo, el motor para llevar el agua al depósito. Esta joven y guapa negrita, con sus bellos y apasionados ojos, debe ser la compañera ideal para este viejo lobo de mar reformado. Vi una máquina de coser en la sala grande. Ella misma debe hacerse los vestiditos que le quedan tan bien. Charlot no gasta mucho dinero con modistas! La verdad es que si él no fue a las ciudades es quizás por no estar seguro de sí mismo, ya que aquí goza de una existencia sin problemas. Charlot, eres un buen tipo! Es la imagen de aquello en que se puede volver un aventurero. Le felicito, pero también felicito a aquellos que te ayudaron a cambiar, no sólo de vida sino hasta la manera de pensar de lo que puede o debe ser una vida. Pese a ello, son peligrosos estos venezolanos con su acogida calurosa. Estar constantemente rodeado de amistad y de simpatías humanas nos vuelve rápidamente prisioneros, si nos dejemos coger. Soy libre, libre, libre, y quiero serlo siempre. Cuidado, Papi! Mira lo que haces! Sobre todo nada de echar raíces. Se siente necesidad de amor cuando se está mucho tiempo sin él. Felizmente ya tuve mi primera explosión en Georgetown. Todavía no hace dos

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años, yo tenía a Indara, la hindú. Por este lado, el choque no es tan grande como si yo hubiese venido directamente de la “jaula”, que fue lo que le pasó a Charlot. Indara era ardiente y yo me sentía feliz con ella, pero ni por eso me fijé en Georgetown, que me dejaba vivir serenamente. Y después de todo, la vida tranquila, aunque feliz, si es demasiado tranquila, no está hecha para mí, lo siento. La aventura, chaval, no hay como la aventura para sentirse vivo, vivir plenamente! Además, fue por eso que me marché de Georgetown y vine a parar a El Dorado. Pero también fue por ello que hoy estoy aquí, en esta tierra. Bien. Aquí las chavalas son guapas, calientes y cautivantes, y ciertamente no podré vivir sin amor. Depende de mí evitar las complicaciones. Tengo que prometerme a mí mismo quedarme aquí uno año, pues estoy obligado a eso. Cuánto menos posea, más fácilmente podré desconectarme de este país y de esta gente, demasiado encantadores. Soy un aventurero, sí, pero con una diferencia: quiero ganar dinero honestamente, al menos sin hacer daño a nadie. Mi finalidad: París, un día, para presentar la “cuenta” a aquellos que me hicieron sufrir tanto. Satisfechos, mis ojos se llenan todavía con la imagen de la luna que va a desaparecer en la selva virgen, mar de copas negras con ondas de diferentes niveles, pero que permanecen inmóviles. Entro de nuevo en la habitación y me tiendo sobre la cama. París, París! Estás todavía muy lejos, pero no tan lejos; llegará un día en que volveré a pisar el asfalto de tus calles.

2.- LA MINA Gracias a la carta de recomendación de Prospéri, el tendero corso, soy contratado, ocho días después, en la mina de La Mocupia. Estoy encargado de la puesta en marcha de las bombas que aspiran el agua de las galerías. Esta mina de oro se parece a una mina de carbón. Las mismas galerías bajo tierra, etc. No hay filones de oro, pocas pepitas. El metal precioso está amalgamado en las rocas de piedra dura. Las hacen saltar con dinamita, después parten con el martillo los bloques demasiado grandes. Los pedazos son cargados en los vagones, que suben a la superficie en el ascensor. Los trituradores reducen la piedra a un polvo más fino que la arena. Mezclado con agua, da un barro líquido, que las bombas lanzan hacia tanques enormes, tan grandes como los depósitos de las refinerías de petróleo y que contienen cianuro. El oro se disuelve en un líquido más pesado que los otros y se va al fondo. Al calentar los tanques, el cianuro se evapora arrastrando las partículas de oro, que se solidifican y, al pasar, son retenidas en filtros, verdaderos peines. Recogido, hecho en barrotes, su calidad de veinticuatro quilates es cuidadosamente controlada, y es puesto en un almacén celosamente guardado. Pero guardado por ¿quién? Nada menos que por un forzado evadido, Simón, compañero de huida del Gran Charlot. Después del trabajo, voy a ver este espectáculo: contemplar, dentro del depósito, un gran montón de lingotes de oro bien alineados por los cuidados de Simón, un antiguo presidiario! Ni siquiera hay una caja fuerte, nada, a no ser una sala cimentada, de paredes un poco más tupidas de lo normal, con una puerta de madera. — ¿Como va eso, Simón? — Va yendo. ¿Y tu, Papi? ¿Estás contento en casa de Charlot?

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— Sí, estoy bien. — No sabía que habías estado en El Dorado, si lo supiese te habría ido a buscar. — Te lo agradezco. ¿Eres feliz aquí? — Sabes, tengo una casa, no tan grande como la de Charlot, pero la mía es de ladrillo y cemento. La construí yo mismo. Tengo una mujer joven y muy simpática. Tenemos dos niñas. Ven verme cuando quieras, mi casa es como si fuese suya. Charlot me dijo que tu amigo está enfermo. Como mi mujer sabe dar inyecciones, si la necesitas ven sin reparos. Hablamos. También él es completamente feliz. Tampoco habla ni de Francia, ni de Montmartre, donde, a pesar de todo, vivió. Igual que Charlot. El pasado ya no existe, sólo el presente cuenta, la mujer, las chicas, la casa. Me dijo que ganaba veinte bolívares por día. Felizmente hacen tortillas con huevos de las gallinas y las gallinas están criadas en casa, porque con sus veinte bolívares Simón y la familia no irían muy lejos! Contemplo esa montaña de oro almacenado ahí tan negligentemente, detrás de esa puerta de madera y de estas cuatro paredes de treinta centímetros de espesor. Una puerta que, con dos empujones de pie de cabra, se abriría sin ruido. Este montón de oro, a tres bolívares y medio el gramo, o a treinta y cinco dólares la onza, debe andar alrededor de tres millones quinientos mil bolívares o un millón de dólares. Y esta fantástica fortuna está a mano! Apoderarse de ella es casi un juego de niños. — — — — — — — — — —

Es bonito este montón de lingotes bien alineados, ¿eh Papillon? Sería más bonito desordenado y bien escondido. Que fortuna! Quizás, pero no es nuestro. Es sagrado, porque me lo confiaron a mí. Te lo confiaron a ti, pero no a mí. Confiesa que es tentador ver una cosa así de abandonada. No está abandonada, ya que soy yo quién la vigila. Quizás, pero tu no estás aquí las veinticuatro horas del día. No, sólo de las seis de la tarde a las seis de la mañana. Pero durante el día hay otro vigilante que quizás conozcas. Es Alexandre, del negocio de los vales de correo falsos. ¡ah! Sí, lo conozco. Bueno, Simón, adiós. Saluda a tu familia. ¿Irás a visitarnos? Será un placer. Adiós!

Me marcho rápidamente, lo más rápidamente posible, de este lugar de tentación. Increíble! Se diría que quieren ser robados a toda costa, los tipos de esta mina. Un depósito que casi no se tiene en pie, y además de esto dos antiguos ladrones de categoría guardando este tesoro! Sí, en verdad, ya no me falta nada más por ver en mi vida de aventurero! Lentamente, vuelvo a subir el camino en zigzag que conduce a la aldea. Tengo de recorrerlo todo antes de llegar al promontorio donde está el “palacio” de Charlot. Cojeo un poco, porque este día de ocho horas ha sido duro. En la segunda galería subterránea, a pesar de los ventiladores, el aire está bastante enrarecido, húmedo y caliente. Mis bombas se pararon tres o cuatro veces, y fue necesito ponerlas a trabajar de nuevo. Son ocho horas y media y he entrado bajo tierra al mediodía. He

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ganado dieciocho bolívares. Se tuviese espíritu de operario, esto no sería tan malo. La carne cuesta dos bolívares y medio el kilo; el azúcar setenta céntimos; el café dos bolívares. Las legumbres tampoco son caras; el arroz está a medio bolívar el kilo y los frijoles secos cuestan lo mismo. Se puede llevar una vida barata, es verdad. Pero ¿tendré yo juicio suficiente para aceptar este tipo de vida? Sin querer, al subir el camino pedregoso donde ando fácilmente, gracias a los zapatones herrados recibidos en la mina, sin querer y aunque haga todo lo posible para no pensar en ello, veo este millón de dólares en barrotes de oro que está pidiendo que un tipo audaz se apropie de él. No sería difícil, sobre todo por la noche, sorprender a Simón y, sin que él se dé cuenta, cloroformizarlo. Y el negocio está en el saco, porque ellos son irresponsables hasta punto de que le dejan la llave del depósito para que se ponga a cubierto ahí dentro cuando llueve. Que inconsciencia! Sólo falta transportar los doscientos lingotes fuera de la mina y cargarlos sobre un vehículo cualquiera, en camión o una carreta. Debería haber varios escondrijos preparados en selva a lo largo del camino, donde se guardarían los lingotes, en pequeños lotes de cien kilos. Si fuese un camión, una vez descargado, continuar lo más lejos posible, elegir un lugar muy profundo del río y lanzarlo ahí dentro. ¿Una carreta? Hay muchas en la plaza de la aldea. El caballo es lo más difícil de encontrar, pero no imposible. Entre las ocho de la noche y las seis de la mañana, una noche de lluvia torrencial sería el tiempo necesario para hacer la operación y daría la posibilidad de volver a acostarse, muy juiciosamente, en casa. Llego a las luces de la pequeña plaza de aldea, cuando me veo ya con el “golpe” bien realizado y deslizándome por las sábanas de la gran cama de Charlot. — Buenas noches, francés! — me dice un grupo de hombres, sentado delante del bar del halagador. — Buenas noches! Buenas noches a todos, hombres! — Siéntese un poquito con nosotros. ¿Quiere tomar una cerveza helada? Nos daría mucho gusto. — Rehusar sería falta de educación. Acepto. Y me siento en medio de esta buena gente, en su mayoría mineros. Quieren saber si estoy bien, si conseguí una mujer, si Conchita cuida bien de Picolino, si necesito de dinero para medicamentos o negocios. Esas ofertas generosas, espontáneas, me llaman a la realidad. Un buscador de oro me propone ir con él si la mina no me gusta y si yo sólo quiero trabajar cuando tenga ganas. — Es duro, pero se gana más. Y, después, un día puede uno volverse rico. Se lo agradezco a todos y quiero ofrecerles una ronda. — No, francés, usted es nuestro invitado. Otro día, cuando sea rico. Que Dios le ayude! Reanudo el camino hasta el “palacio”. En verdad le es fácil a un hombre volverse humilde y honesto en medio de esta gente que vive con poco, es feliz con casi nada y adopta a una persona sin querer saber de donde viene y lo que fue. Conchita me recibe. Está sola, Charlot está en la mina. Cuando yo salía, él

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entraba. Conchita, toda ella es vivacidad y delicadeza. Me da unas zapatillas para descansar de los zapatones. — Tu amigo está durmiendo. Comió bien y yo fui a echar una carta al correo pidiendo que lo reciban en el hospital de un pueblo más importante, no lejos de aquí, Tumereno. — Se lo agradezco y me como la comida caliente que me esperaba. Esta acogida familiar, tan simple y alegre, me relaja y me da la paz que necesito, después de la tentación de la tonelada de oro. La puerta se abre. — Buenas noches a todos! Dos chicas entran, sin ceremonia, en sala. — Buenas noches — dice Conchita. — Son dos amigas mías, Papillon. Una es morena y elegante, se llama Graciela. Tiene un tipo gitano acentuado, porque el padre era español. La otra se llama Mercedes. El abuelo era alemán, lo que explica la piel blanca y los cabellos rubios, muy finos. Graciela tiene los ojos negros de una andaluza que tuviese una punta del picante tropical y Mercedes los ojos verdes que me hacen recordar, de golpe, a Lali, mi india guajira. Lali... Lali y la hermana, Zoraima, que fue de ellas? ¿Intentaré encontrarlas, ahora que he vuelto a Venezuela? Estamos en 1945, han pasado doce años. Fue hace mucho tiempo, pero a pesar de todos esos años siento un aprieto en el corazón al acordarme de esas dos criaturas tan hermosas. Durante ese tiempo deben de haber rehecho su vida con un hombre de su misma raza. No, honestamente, no tengo derecho de ir a perturbar su nueva vida — Tus amigas son encantadoras, Conchita! Agradezco que me las hayas presentado Me doy cuenta de que ambas son solteras y no tienen novio. La cena pasa deprisa, en esta buena compañía, Las acompaño con Conchita hasta la entrada de la aldea y noto que ellas se apoyan con fuerza en mis brazos. Conchita me dice que les gusté tanto a la una como a la otra: — ¿Cuál es la que te gusta más? — pregunta. — Son ambas encantadoras, Conchita, pero no quiero complicaciones. — ¿Llamas complicaciones a hacer el amor? El amor es como comer y beber. ¿Puedes vivir sin comer y beber? Yo, cuando no hago el amor, me pongo enferma, y ya tengo veintidós años. Piensa lo que no será para ellas, que tienen dieciséis y diecisiete años. Si ellas no usan su cuerpo se mueren. — ¿Y los padres? — Y me volvió la decir lo que me había dicho José, que las chavalas del pueblo, aquí, aman para ser amadas. Espontáneamente, se dan completamente al hombre que les agrada sin pedirle nada a cambio, a no ser hacerlas vibrar. — Comprendo, querida Conchita. No deseo menos que otro hacer el amor por amor. Pero avise a sus amigas de que una aventura conmigo no me compromete a nada. Una vez avisadas es otra cosa.

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¡Dios mío! No va a ser fácil que uno escape a tal ambiente. Charlot, Simón, Alexandre y otros, sin duda, fueron literalmente seducidos. Me doy cuenta de por qué son completamente felices en medio de esta raza generosa y alegre, tan diferente de la nuestra. Me acuesto. — Levántese, Papi, son las diez. Tiene una visita. — Buenos días, señor. Un hombre de unos cincuenta años, canoso, cabeza descubierta, alto, de ojos francos bajo unas tupidas cejas, me tiende la mano. — Soy el Dr. Bougrat (1). Vine porque me han dicho que uno de ustedes dos estaba enfermo. He visto a su amigo. No hay nada a hacer si no lo hospitalizan en Caracas. Y será difícil curarlo. — ¿Come con nosotros, doctor? — pregunta Charlot, sin ceremonia. — Con mucho gusto, gracias. Sirven el aperitivo, y, saboreando la bebida, Bougrat me interroga. — Entonces, Papillon, ¿que se cuenta? — Bien, doctor, doy los primeros pasos en la vida. Tengo la sensación de que acabo de nacer. O mejor, como un adolescente, me siento desorientado. No veo muy bien que camino he de seguir. — El camino es simple. Mire a su alrededor y verá. Con una o dos excepciones, todos nuestros antiguos camaradas siguieron el camino recto. Estoy en Venezuela desde 1928. Ninguno de los forzados que he conocido ha cometido delitos aquí. Casi todos están casados, tienen hijos y viven honestamente, aceptados por la sociedad. Olvidaron de tal manera el pasado que algunos serían incapaces de contarle con precisión el caso que los hizo condenar. Es vago, distante, enterrado en un pasado brumoso, sin importancia. — Para mí es quizás diferente, doctor. Tengo pendiente una “cuenta” bastante grande con aquellos que me condenaron injustamente: trece años de luchas y de sufrimientos. Para que me paguen es necesario que vuelva a Francia y para eso me hace falta mucho dinero. Trabajando como operario no conseguiré ahorros suficientes para el viaje de ida y vuelta, si es que hay una vuelta, sin contar con los gastos de ejecución de mi plan. Y, después, acabar mi vida en estas tierras perdidas... Caracas me atrae. — Pero ¿usted cree que es el único de entre nosotros que tiene cuentas que ajustar? Pues escuche esta historia de un joven que yo conozco. Se llama George Dubois. Era un tipo de los barrios pobres de La Villette. Un padre alcohólico, muchas veces ingresado por delirium tremens, una madre con seis hijos arrastrando la miseria por los bares árabes del barrio. Desde los ocho años, Jojo, como le llamaban, iba de reformatorio en reformatorio. Había cometido el crimen de robar fruta, varias veces, de las cajas de las 1

Autor de un célebre caso criminal en Marsella, en los años 30. Un hombre fue encontrado muerto en un armario de su consultorio. Error profesional de la dosificación de una inyección, sustentó Bougrat. Asesinato, declaró el tribunal. Condenado a cadena perpetua, se evade rápidamente de Cayena y rehace una vida mucho más digna, en Venezuela. (N. del A.)

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tiendas de ultramarinos. Primero, algunas estancias en el patronato de Abad Rollet; después, a los doce años, encerrado en un reformatorio más severo. Es inútil decirle que, a los catorce, estaba en medio de mayores de dieciocho años; tuvo que defender el culo. Como era débil, sólo tenía un recurso para defenderse, un arma. Una cuchillada en la barriga de uno de los jefecillos depravados y la administración le envía hacia un reformatorio más severo, el de los incorregibles, el de Esse. Estuvo ahí hasta los veintiún años, vea usted! Abreviando: entrado a los ocho en el circuito, fue liberado a los diecinueve, pero con la obligación de unirse inmediatamente a los terribles batallones disciplinarios, en África. Porque, con su pasado, no tenía derecho de ir al Ejército regular. Le dan un peculio y lo despiden! La desgracia quiere que este joven tenga un alma. Su corazón está quizás endurecido, pero tiene todavía sensibilidad. En la estación, en un tren, ve una placa: PARÍS. Fue como un muelle que se disparase. No tarda a saltar para dentro y llega a París. Cuando sale de la estación, llueve. Se cobija debajo de un toldo para pensar como puede dirigirse a la La Villette. Debajo del mismo toldo se encuentra una joven que también se cobija de la lluvia. Ella le mira con simpatía. De mujeres, todo lo que él conoce sobre el asunto es la rechoncha patrona del guardián-jefe de Esse y lo que le contaron los mayores, con más o menos verdad, en el reformatorio. Nunca le miraron como esta chavala, y empezaron a hablar. “¿De donde vienes? “Del interior.“ “Me gustas. ¿Por qué no vamos a un hotel? Seré simpática y estaremos calentitos.” Jojo está asombrado. La chavala le parece una cosa maravillosa, ella apoya su mano dulce en la de él. Para él el descubrimiento del amor es un deslumbramiento. La chavala es joven y apasionada. Cuando, saciados de amor, se sientan en la cama para fumar un cigarrillo, la joven le pregunta: — — — — — — — — — — —

‘¿Es la primera vez que te acuestas con una mujer?' ‘Sí', confiesa él. ‘¿Por qué has esperado tanto tiempo?' ‘Estuve en un correccional de menores.' ‘¿Mucho tiempo?' ‘Muchísimo tiempo.' ‘Yo también estaba en un reformatorio. Huí.' ‘¿Que edad tienes?', pregunta Jojo. ‘Dieciséis años.' ‘De donde eres?' ‘De La Villette.' ‘En que calle vivías?” — ‘En la Rue de Rouen.' Jojo también. Tiene miedo de seguir: — ‘¿Como te llamas?', pregunta. — ‘Ginette Dubois.' “Era su hermana. Quedan anonadados y se ponen a llorar, juntos, de vergüenza y miseria. Después, cada uno cuenta su calvario. Ginette y las otras

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hermanas tuvieron la misma vida que él: correccionales y reformatorios. La madre acaba de salir del sanatorio. La hermana mayor trabaja en un burdel, para los árabes de La Villette. Deciden ir verla. Así que salen, un policía de uniforme interpela a la chica.“ — ‘¿Que haces, sinvergüenza, no te dije que no trabajases en mi zona?' —Y avanza hacia ellos. — ‘Puta, esta vez te pongo tras las rejas!' “Es demasiado para Jojo. Después de todo lo que acaba de pasar, ya ni sabe lo que hace. Saca un cuchillo con varias hojas que compró en el regimiento y lo clava en el pecho del policía. Apresado, sentenciado a muerte por doce jurados competentes, es indultado por el presidente de la República y enviado a la cárcel. Pues bien, Papillon, se evadió y ahora vive, casado, en un puerto bastante importante, Cumana. Es zapatero y tiene nueve hijos, bien mantenidos, que van a la escuela. Uno de los mayores va a la universidad, desde el año pasado. Siempre que paso por Cumana voy verlos. Es un buen ejemplo, ¿no cree? También él, créeme, tenía cuentas que ajustar con la sociedad. Papillon, tu no eres una excepción. Muchos de entre nosotros tienen motivos para vengarse. Ninguno, que yo sepa, abandonó este país para hacerlo. Confío en ti, Papillon. Ya que Caracas te atrae, ve, pero espero que sepas vivir esa vida moderna sin caer en sus trampas.” Bougrat se marchó muy tarde, después del almuerzo. Estoy muy impresionado de haberlo conocido. ¿Por qué me habrá sucedido eso? Fácil, es fácil de comprender! En estos primeros días de libertad, encontré forzados felices, readaptados, pero con una vida sin nada de extraordinario. Es una situación juiciosa y muy modesta. Están en la humilde situación de operarios o campesinos. Bougrat no es así. Por primera vez encuentro a un ex forzado que hoy es un señor. Fue eso que me perturbó el corazón. Y yo, ¿seré también un señor? ¿Podré llegar a serlo? Para él, médico, fue relativamente fácil. Para mí, será mucho más difícil; pero, aunque no sepa todavía como, lo cierto es que un día yo también seré un señor. Sentado en mi banco, al fondo de la galería 11, vigilo las bombas que hoy funcionan sin problemas. Repito al ritmo del motor las palabras de Bougrat: “Confío en ti, Papillon! Desconfía de las trampas de la ciudad”. Es cierto que las debe haber, pero no es fácil cambiar de idea. La prueba: ayer mismo, la visión del depósito de oro me impresionó completamente. Estoy en libertad sólo desde hace quince días y al subir el camino, maravillado con esa fortuna tan a mano, planeé la manera de apropiarme de ella. Y muy en el fondo, ciertamente, aún no he decidido dejar tranquilos a esos lingotes de oro. Los pensamientos se entrechocan en mi cabeza. “Papillon, confío en ti.” Pero ¿podré aceptar vivir como mis compañeros? No creo. A pesar de todo, hay otros muchos medios honestos para ganar un buen dinero. No estoy obligado a aceptar esta vida, demasiado modesta para mí. Puedo continuar en la aventura, hacerme buscador de oro, de diamantes, ir a la selva y un día salir de ahí con una suma bastante grande para conseguir una situación aceptable.

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Sí, lo noto, no será fácil abandonar la aventura y los “golpes” arriesgados. Pero, a pesar de la tentación que ejerce sobre mí ese montón de oro, si pienso sensatamente, no debo hacerlo, no puedo hacerlo, no tengo derecho a eso. Un millón de dólares... Papi, ¿te das cuenta? Y además de esto, ese negocio está en el saco. No vale la pena estudiarlo, está hecho antes de haber empezado, no puede fallar. En verdad que es tentador. ¡Dios mío! No hay derecho a despreciar una montaña de oro casi abandonada y decirle: “No te muevas”. Me bastaría la décima parte de ese oro para llevarlo todo hasta el fin, venganza incluida, para concretar todo lo que soñé hacer a lo largo de estos miles de horas en que estuve enterrado. A las ocho el ascensor me lleva arriba. Doy una pequeña vuelta para no pasar junto al depósito. Cuánto menos lo vea, menos lo desearé. Voy rápidamente a casa, atravieso la aldea saludando a las personas, disculpándome a los que quieren que pare, con el pretexto de que llevo prisa. Conchita me espera, siempre muy negra y alegre. — Entonces, Papillon, ¿como va eso? Charlot me dijo que te sirviese un buen aperitivo antes de la cena. Me dijo que le das la impresión de tener problemas... ¿Que te pasa, Papi? Puedes decírmelo a mí, la mujer de tu amigo. ¿No quieres que le diga a Graciela o a Mercedes que vengan? ¿No crees que sería una buena idea? — Conchita, perlita negra de Callao, eres maravillosa y yo comprendo que Charlot te adore! Quizás tengas razón, para mi equilibrio sería mejor que tuviese a una mujer a mi lado. — Pues claro. A no ser que Charlot tenga razón. — Explícate. — Bien. Creo que lo que te hace falta es amar y ser amado. Charlot me dice que me espere antes de meter una mujer en tu cama, que el problema quizás sea otro. — ¿Que otro? Ella vacila un momento y después, de repente, me suelta: — Tanto peor, si se lo dices Charlot, va a darme un par de tortas. — No le digo nada, te lo prometo. — Bien, Charlot dice que no estás hecho para vivir la misma vida que él y los otros franceses de aquí. — ¿Y que más? Venga, cuéntamelo todo, Conchita. — Dice también que debes pensar que hay mucho oro inútil en la mina y que serías capaz de conseguir un uso mejor para ese oro. Que no eres un tipo capaz de vivir sin gastar mucho, que tienes una venganza que no puedes abandonar y que para todo esto te hace falta mucho dinero. La miro directamente los ojos. — Pues bien, Conchita, tu Charlot no se entera de nada! Tu tenías razón. Mi futuro no me depara ningún problema. Tienes razón, tengo necesidad de amar a una mujer. No quise decirlo porque soy un poco tímido. — No te creo, Papillon!

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— Bueno! Ve a buscar a la rubia y verás qué contento estaré cuando tenga amor! — Voy inmediatamente. — Va a la habitación a ponerse un vestido más fresco. — Que contenta se va a poner Mercedes! — me dice. Al mismo tiempo, pican a la puerta. — Entre! — dice Conchita. La puerta se abre y veo entrar a Maria, muy intimidada. — ¿Eres tu, Maria, a esta hora? Que sorpresa! Conchita, te presento a Maria, la chica que me acogió en su casa, cuando llegamos a Callao con Picolino. — Deja que te dé un beso — dice Conchita. —Eres más guapa de lo que me había dicho Papillon. — ¿Quien es Papillon? — Soy yo. Enrique o Papillon es la misma cosa. Siéntate a mi lado, en el diván, y cuéntame algo. Conchita ríe maliciosamente: — Creo que ya no vale la pena salir — me dice ella. Maria se quedó toda la noche en casa. Se reveló como una amante apasionada aunque todavía tímida, pero vibrante a las menores caricias. Soy su primer hombre. Ella duerme ahora, saciada. Dos velas con las que sustituí la luz demasiado cruda de la bombilla acaban de consumirse. Su claridad discreta hace resaltar aún más la belleza de este cuerpo joven y de los senos aún marcados por nuestros abrazos. Suavemente, me levanto para ir a calentar uno poco de café y ver que hora es. Son las cuatro. Dejo caer una cazuela, que despierta Conchita. Ella sale en bata de su habitación. — ¿Quieres café? — Sí. — Seguro que es sólo para ti, porque ella debe estar durmiendo como los ángeles que le hiciste conocer. — Conoces las cosas, Conchita. — Mi raza tiene fuego en las venas, seguro te diste cuenta de eso esta noche. Pues Maria tiene una parte de negra, dos partes de india y el resto es español. Si con esa mezcla no te sientes completamente feliz, mátala! — añade ella riendo. Un sol espléndido y ya muy alto saluda el despertar de Maria. Le llevo el café a la cama. Una pregunta me quema los labios: — ¿No se van a inquietar con tu ausencia en casa? — Mis hermanas sabían que yo venía aquí, por lo tanto mi padre lo supo una hora después. ¿Me vas a echar a la calle hoy? — No, querida. Te dije que no me quería juntar, pero eso no significa que quiera echarte, si puedes quedarte sin inconveniente. Quédate el tiempo que quieras. Es casi mediodía, debo ir a la mina. Maria decide volver a casa, haciendo autostop a un camión, y volver por la noche.

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— Entonces, chaval, has encontrado tu solo la chica que necesitabas. Es de primera clase, te felicito, so pícaro! — Es Charlot, en pijama, quién me habla en francés, al entrar por la puerta. Añade que, como mañana es domingo, se podrá regar esta boda. Está bien. — Maria, dile a tu padre y a tus hermanas que vengan a pasar el domingo con nosotros, para celebrarlo. Y vuelve cuando quieras. Esta casa es tuya. Bien, entonces, buenos días, Papi! Atención a la bomba número 3, y cuando salgas del trabajo no tienes ninguna obligación de ir a saludar a Simón. Si no ves eso que él vigila tan mal, menos te lamentarás! — Viejo zorro! No, no voy a ver a Simón. Quédate tranquilo, chaval. Adiós. Maria y yo atravesamos la aldea muy abrazados para mostrar bien a las chicas de la aldea que ella es mi mujer. Las bombas trabajan maravillosamente, hasta la 3. Pero ni el aire caliente y húmedo ni el tac-tac del motor me impiden pensar en Charlot. Él se dio cuenta de la razón por la cual yo estaba pensativo. Como viejo aventurero que es, no tarda en descubrir que el montón de oro era el responsable. Simón también. Seguramente le habló de nuestra charla. Buenos amigos! Se han puesto contentos por que yo tenga una mujer! Esperan que con este magnífico regalo de Dios olvide los dólares-oro. A fuerza de darle vueltas a todo eso en mi cabeza, las ideas se vuelven más claras. Ahora esos hombres son escrupulosamente honestos y llevan una vida intachable. Pero, a pesar de esa vida impecable, no han perdido la mentalidad de hombres del “oficio” y son incapaces de denunciar a nadie a la policía, aunque adivinen sus proyectos y sepan que les va traer grandes problemas. Los dos más perjudicados, en el caso de haber un “golpe”, son Simón y Alexandre, los vigilantes del tesoro. Charlot también tendría, además, sus problemas, porque todos los ex-presidiarios serían, sin excepción, encarcelados. Y, entonces, se acaban la tranquilidad, la casa, la huerta, la mujer, los hijos, las gallinas, las cabras y los cerdos. Comprendo perfectamente que estos antiguos aventureros temblasen, no por ellos, sino por su hogar, al pensar que yo iba, con mi maniobra, a estropearles todo eso: “Ojalá no nos complique la vida”, deben de haber dicho. Los imagino haciendo un pequeño consejo de guerra. Tengo curiosidad de saber como encararon y resolvieron el problema. La decisión está tomada. Pasaré esta noche por casa de Simón para invitarle, y también a su familia, a la fiesta de mañana, y decirle que invite a Alexandre, si puede ir. Debo hacer que todos sientan que tener una joven como Maria es para mí la mejor cosa del mundo. El ascensor me trae al aire libre. Encuentro a Charlot, que va a bajar, y le digo: — Entonces ¿la idea de la fiesta se mantiene? — Claro, Papillon. Más que nunca. — Voy a invitar a Simón y a su familia. Y Alexandre, si puede venir. Es astuto el viejo Charlot. Me mira de frente, a los ojos, y después, uno casi nada trocista: — Has tenido una buena idea!

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Y, sin esperar, entra en el ascensor, que le baja al lugar de donde yo vengo. Doy la vuelta por el depósito de oro y saludo a Simón: — ¿Como va todo por ahí? — Va bien. — Paso por aquí para saludarte, primero, y para invitarte a venir almorzar con nosotros mañana, domingo. Tu y tu familia, se entiende. — De buen grado. ¿Que celebras? ¿Tu libertad? — No, mi boda. Conseguí una mujer, Maria, de Callao, la hija de José. — Te felicito sinceramente. Que seas feliz, hombre, te lo deseo de corazón. Me aprieta la mano con fuerza y salgo. A medio camino me topo con Maria, que viene a mi encuentro, y abrazados por la cintura subimos los dos hacia el “palacio”. Su padre y hermanas estarán ahí, mañana a las diez, para ayudar en la comida. — Mejor, porque seremos más de lo que estaba previsto. ¿Que te dijo tu padre? — Me dijo: “Se feliz, hija, pero no te hagas ilusiones sobre el futuro. Yo conozco los hombres sólo de verlos. El hombre que has elegido es bueno, pero no se quedará aquí mucho tiempo. No es hombre que se contente con una vida simple como la nuestra”. — ¿Que le respondiste? — Que lo haría todo para retenerlo el mayor tiempo posible. — Déjame darte un beso, Maria, tienes una bella alma. Vivamos el presente, el futuro decidirá el resto. Después de haber comido ligeramente, vamos a acostarnos, ya que mañana tenemos que levantarnos temprano para ayudar a Conchita a matar los conejos, a hacer un gran pastel, a buscar el vino, etc. Esta noche fue todavía mejor, más apasionada, más fascinante que la primera. Maria tiene el mismo fuego en la sangre. Sabe provocar y aumentar muy rápido el placer que se enseña la ella. Hicimos amor de tal manera, con tal intensidad, que nos sumergimos en el sueño pegados el uno al otro. Al día siguiente, domingo, la fiesta fue todo un éxito. José nos felicita por nuestra relación y las hermanas de Maria le hacen preguntas al oído, que yo presiento llenas de curiosidad. Simón vino con su simpática familia. Alexandre también, porque consiguió que lo sustituyesen en la vigilancia del tesoro. Su mujer es simpática, y viene acompañada por un chaval y una niña, bien vestidos. Los conejos estaban deliciosos y el enorme pastel, en forma de corazón, no duró mucho. Bailamos al son de la radio de un tocadiscos, y un antiguo forzado nos tocó, en el acordeón, todas las valsiñas de hace veinte años: Bal d'oiseaux. etc. Después de varios vasos, ataco, en francés, a los camaradas: — ¿Que os pensabais? ¿Os creíais que iba a hacer cualquier cosa? — Es verdad, chaval — dice Charlot. — No habríamos hablado en ello, si no fuese usted propio a levantar el problema. Pero que tuviste la idea de

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acercar la mano a aquella tonelada de oro, de eso no hay duda ninguna, ¿no es así? Responde francamente, Papillon! Vosotros sabéis que ando planeando una venganza desde hace trece años. Multiplicad esos trece años por trescientos sesenta y cinco días y después por veinticuatro horas y cada hora por sesenta minutos, y aun así no tendréis el número de veces que me prometí a mi mismo el ajuste de cuentas de mis sufrimientos. Por eso, cuando vi esa montaña de oro en semejante lugar, es verdad, pensé en organizar un trabajito. ¿Y después? — pregunta Simón. Después, examiné la situación durante todos estos días y me dio vergüenza. Era la felicidad de todos vosotros lo que iba a destruir. Iba, seguramente, a echar a perder todo lo que vosotros habéis construido. Comprendí que la felicidad que tenéis, y que yo espero tenerla algún día, vale mucho más que ser rico. Así, la tentación de apoderarme del oro se fue muy lejos. No tengáis dudas, os doy mi palabra, no haré nada aquí. Vean — dice Charlot lleno de alegría. — Podemos dormir en paz y tranquilos. No es uno de los nuestros el que caerá en la tentación. Viva Papillon! Viva Maria! Viva el amor y la libertad! Y viva el buen sentido! Éramos criminales, continuamos siéndolo, pero sólo para los polizontes. Ahora, estamos todos de acuerdo sobre la cuestión, incluyendo a Papillon.

Hace seis meses que estoy aquí. Charlot tenía razón. El día de la fiesta, gané la primera batalla contra la tentación del “golpe”. Seguramente yo empezaba a desviarme, después de haber salido del “camino de la podredumbre”. Gracias al ejemplo de estos amigos, obtuve una importante victoria sobre mí mismo: desistí de apoderarme de ese millón de dólares. Lo que conseguí, indiscutiblemente, es que no será fácil, en el futuro, dejarme tentar por un golpe que se presente. Después de haber renunciado a una fortuna de esas sería difícil que cualquier cosa me hiciese cambiar de idea. A pesar de todo, no estoy completamente en paz conmigo mismo. Tengo que ganar dinero de otra manera que no sea robar, seguro, pero es preciso que consiga tener bastante para ir a París a ajustar las cuentas. Y eso me va costar una fortuna! Bum-bam, bum-bam, bum-bam! Las bombas succionan, sin parar, el agua que invade las galerías. El calor es mayor que nunca. Todos los días paso ocho horas en las entrañas de la mina. En este momento, estoy en el turno de las cuatro de la mañana al mediodía. Hoy, al salir, tengo que ir a la casa de Maria, en Callao. Picolino está ahí desde hace un mes, porque ahí el médico puede visitarlo todos los días. Sigue un tratamiento y es cuidadosamente vigilado por Maria y las hermanas. Voy, pues, verlo y a hacer el amor con Maria, porque hace ocho días que no la veo, y tengo, física y moralmente, necesidad de ella. Cojo un camión. Llueve torrencialmente cuando, una hora después, empujo la puerta de la casa. Están todos sentados a la mesa, excepto Maria, que tiene el aire de estar a la espera, en pie, junto a la puerta. — Por qué es que no viniste antes? Ocho días es mucho tiempo! Estás todo mojado. Ve primero a cambiarte de ropa. Me lleva a la habitación, me desnuda y me seca con una toalla grande.

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— Túmbate en la cama — me dice. Nos amamos tras esta puerta que nos separa de los que nos esperan, sin en nos preocupemos de ellos ni de su impaciencia. Nos adormecemos, y es Esmeralda, la hermana de los ojos verdes, que por la tarde, al caer de la noche, nos despierta suavemente. Después de una cena en familia, José, el Pirata, me propone dar una vuelta. — Enrique, escribiste al jefe civil para que ponga en Caracas el fin de tu confinamiento (residencia forzada), ¿no? — Es verdad, José. — Ya recibí la respuesta de Caracas. — ¿Es buena o mala? — Buena. Tu confinamiento terminó. — ¿Maria ya lo sabe? — ¿Que dijo ella? — Que siempre le dijiste que no podías quedarte en Callao. — ¿Cuando piensas partir? — me pregunta pasado un momento. A pesar de estar emocionado con la comunicación, pienso y respondo deprisa. — Mañana. El camión que me trajo dijo que salía mañana para Ciudad Bolívar. José baja la cabeza. — Amigo mío, ¿tienes problemas conmigo? — No, Enrique. Tú siempre dijiste que no te quedabas. Pero pobre Maria y pobre de mí también! — Voy a ver si encuentro al conductor para hablar con él. Veo al camionero; partiremos mañana, a las nueve. Como hay un pasajero, Picolino viajará en la cabina y yo sobre los barriles de hierro, vacíos, que él transporta. Corro a casa del jefe civil, que me devuelve los papeles y, como buen hombre que es, me da algunos consejos y me desea buena suerte. Luego, charlo con todos aquellos que conocí aquí y que me dieron su amistad y ayuda. Primero al Caratal, donde recojo mis cosas. Charlot y yo nos abrazamos muy conmovidos. La negrita llora. Les agradezco su magnífica hospitalidad. — No tiene importancia, viejo! Tú habrías hecho lo mismo por mí. Buena suerte! Y si vas a la Paname (2), dale recuerdos a Montmartre. — Escribiré. Después, los antiguos presidiarios, Simón, Alexandre, Marcel, André. Vuelvo deprisa a Callao, me despido de todos aquellos del estado de minas Gerais, buscadores de oro o de diamantes, compañeros de la mina. Todos, hombres y mujeres, tienen palabras amigas para desearme buena suerte. Me siento muy conmovido y comprendo aún mejor que si me hubiese juntado con Maria, como Charlot y los otros se juntaron a las mujeres, nunca más podría escaparme de este paraíso. Lo que más me cuesta es Maria. Nuestra última noche de amor, mezcla de placer y lágrimas, es de una violencia sin igual. Las propias caricias en los dilaceram. El drama es que es necesario que yo la haga comprender 2

París, en argot. (N. del T.)

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que no debe tener ninguna esperanza en mi regreso. ¿Quien sabe lo que me depara el destino y lo que me espera en la ejecución de mis proyectos? Me despierto con un rayo de sol. Son ya las ocho en mi reloj. No tengo valor de quedarme en la sala, ni siquiera unos instantes para beber el café. Picolino, sentado en una silla, lloriquea sin parar. Esmeralda lo vistió y lo lavó. Busco a las hermanas de Maria y no las encuentro. Se han escondido para no verme marchar. José es el único que está en umbral de la puerta. Con un abrazo a la venezolana (un apretón de manos, con el otro brazo alrededor de los hombros), me estrecha tan conmovido como yo. Estoy mudo y él se limita a decirme una única frase: — No nos olvides porque nosotros nunca te olvidaremos. Adiós, que Dios te proteja! Picolino, con sus cosas muy limpias, arregladas en un paquete, llora hasta más no poder, y en su agitación y en los sonidos roncos que emite se ve que está desesperado de no poder decir lo muy agradecido que se siente. Me lo Llevo. Llegamos con los equipajes a casa del camionero. Gorou la gran partida hacia la ciudad! El camión está averiado, no podemos marchar hoy. Hay que esperar un nuevo carburador. No hay otra solución, vuelvo con Picolino a casa de Maria. Imagínense su alegría cuando nos ve a llegar. — Dios fue bueno en tener estropeado el camión, Enrique! Deje aquí Picolino y mientras preparo la comida vaya a dar una vuelta por la aldea. Es curioso — añade —, hasta parece que su destino no es Caracas. Al salir, pienso en ese comentario de Maria. Me siento perturbado. Caracas, gran ciudad colonial, no la conozco todavía, pero me la imagino, porque me hablaron de ella. Me atrae, no hay duda, pero, una vez allá, ¿que haré y como? Camino lentamente por la plaza de Callao, con las manos detrás de la espalda. Cae un sol abrasador. Me aproximo a un árbol de follaje denso, para protegerme del sol despiadado. A la sombra, están atadas dos mulas que un viejecito está cargando. Veo cedazos de buscadores de diamantes, gamelas de buscadores de oro, una especie de sombrero chino que sirve para lavar el barro aurífero. Mirando esos objetos, todavía nuevos para mí, sigo soñando. Delante de ese cuadro bíblico, de una vida calma y pacífica, sin otros ruidos que no sean los de la naturaleza o de una vida patriarcal, imagino lo que debe ser en este momento en Caracas, capital efervescente que me llama. Todas las descripciones que de ella me hicieron se transforman en imágenes precisas. Aun así, hace catorce años que no veo una gran ciudad! No tiene importancia: ya que a partir de ahora puedo hacer lo que quiera, voy para allá lo más deprisa posible.

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3.- JOJO “LA PASSE” Mierda, están cantando en francés! Es un viejecito. Lo estoy oyendo. “Ya están ahí los viejos tiburones. Sintieron el cuerpo del hombre, uno trinca un brazo como si fuera una manzana, el otro el tronco y tra-la-la, es para quien fuere más vivo, más espabilado. Adiós, forzado, viva la honestidad”. Estoy petrificado. Está cantado lentamente, como un réquiem. El trá-la-la con una alegría maliciosa y el “viva la honestidad” lleno de la ironía de los barrios de París, como una verdad indiscutible. Sólo que hay que ser de ahí para sentir toda esa ironía. Miro al tipo. No tiene más que tres palmos de altura, precisamente un metro y cincuenta y cinco, como lo supe después. Uno de los antiguos condenados, de los más divertidos que encontré. Con los cabellos completamente blancos y mechas largas mal cortadas y más cenicientas. Tejanos, un cinturón de cuero muy ancho, un dobladillo largo que pende a la derecha y de donde sale una culata de fusil, recurvada a la altura de la ingle. Me aproximo a él. Como no tiene sombrero en la cabeza (el sombrero está en el suelo), puedo ver bien la gran frente sembrada de manchas aún más rojas que su tez de viejo pirata requemada por el sol. Las ceja son tan grandes y tupidas que es capaz de peinarlas. Debajo, unos ojos de acero, verdes, muy pequeños, que me recorren rápidamente. No doy ni dos pasos, y me dice: — Tu vienes de la “jaula”, tan cierto como me llamo La Pase. — Es verdad. Me llamo Papillon. — Yo, Jojo la Pase. Me tiende la mano y aprieta la mía sin demasiada fuerza, como se debe hacer entre hombres, ni demasiado fuerte para no lastimar los dedos, como los pretenciosos, ni demasiado flojo, como los hipócritas o los enfezados. Le digo: — Vamos a beber un vaso al bar. Yo invito. — No, ven a mi casa, ahí delante, la casa blanca. Se llama Belleville, era mi barrio de niño. Ahí se puede charlar más tranquilamente. El interior está muy limpio. Son los dominios de su mujer, joven, muy joven, quizás unos veinticinco años. Él, quien sabe! Al menos sesenta. Ella se llama Lola. Es una venezolana de color moreno. — Sea bienvenido — me dice ella con una sonrisa simpática.

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— Gracias. — Dos aperitivos — pide Jojo. — Un corso me trajo una gran cantidad de Francia. Verás como es bueno. Lola nos sirve y Jojo engulle de un tirón tres cuartos de su vaso. — — — — —

¿Entonces? — dice, fijando sus ojos en mi. ¿Entonces qué? Piensas que te voy a contar mi vida? Está bien, hombre. Pero ¿Jojo la Pase no te dice nada? No. Hay que ver como una persona se olvida rápidamente! Sin embargo, en la “jaula” yo era alguien. No había nadie como yo para hacer siete y once con los dados, sólo un poquito limados, pero no emplomados, claro. No fue ayer, es verdad, pero en fin, somos tipos que dejamos rastro, leyendas. Y todo eso, por lo que veo, fue olvidado en pocos años. ¿Seguro que ni siquiera un tipo te habló de mí?

Estaba muy escandalizado. — Seguro que no. De nuevo los ojos pequeñitos que me barrenan hasta las entrañas. — Estuviste poco tiempo en la “jaula”, casi ni tienes aire de eso. — En total estuve trece años en la cárcel, ¿crees que no es nada? — No es posible. Estás poco marcado y sólo otro presidiario puede decir que viniste de allá. Y hasta ése se podría equivocar si no es muy fisonomista. Tuviste buena vida en la cárcel, ¿no? — No fue tan fácil: las islas, la reclusión... — Que suerte, chaval, que suerte! ¿Las islas? Una colonia de vacaciones, un lugar donde sólo falta un casino! Ya entiendo, apreciado señor. Para ti la “jaula” fue la gran vida. Langostinos, pesca, nada de mosquitos y, de tarde en tarde, un buen postre: el corpiño de una mujer de ocasión, mal asistida por el tonto del marido! — Pero tu sabes... — Shhh, no insistas! Conozco eso. No estuve en las islas, pero me lo contaron. Quizás tenga gracia el tipejo, pero comienzo a aburrirme, la mostaza me está subiendo a la nariz. Él recomienza: — La verdadera “jaula” es en el “Kilómetre 24”. ¿Eso no te dice nada? No, ciertamente no. Con la jeta que tienes se ve que nunca pusiste el culo ahí. Pues bien, chaval, yo estuve allá. Cien hombres, todos con enfermedades en la barriga. Unos de pie, otros acostados, otros gimiendo como perros. La selva está allí, delante nuestro, como un muro. Pero no serán ellos quienes derrumbarán el muro. El muro es quién se los comerá. No es un campo de trabajo. Como dice la administración penitenciaría, es un agujero escondido en la selva de la Guayana, donde se manda a hombres que jamás volverán. Sí, Papillon, no insistas, mi viejo. A mí no me convences. No tienes ni la

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mirada de apaleado, ni la cara cavadas de esfomeado, ni la marca de todos aquellos harapos salvados de milagro de aquel infierno, como si hubiesen trabajado al buril la jeta de ellos, para que tengan máscaras de viejos cuando todavía son jóvenes. Tu no tienes nada de eso. Por ello, mi diagnóstico debe ser cierto: la cárcel para ti fue como unas vacaciones al sol. Como insiste, este testarudo, me pregunto a mí mismo como acabará este encuentro. — Para mí, ya te digo, fue un agujero de donde nadie vuelve, la podredumbre de los microbios, la porquería que te destruye poco la poco. Pobre de ti, Papillon! Te repito: la “jaula” en serio, nunca llegaste a saber lo que era eso. Mi viejo, esta descripción tan verdadera, yo no la sabría hacer para ti, pero si Albert London y él la describió exactamente como te acabo de contar. Miro atentamente a este hombrecito efervescente de energía, calculando el mejor ángulo para arrearle un puñetazo en el hocico, cuando, de golpe, me desaparece la furia y decido hacerlo mi amigo. No vale la pena enfadarme, puede que tenga necesidad de él. — Tienes razón, Jojo. No tengo mucho que contar acerca de estos años de cárcel, pues me siento tan en forma que sólo un buen conocedor como tu puede adivinar de donde vengo. — Entonces estamos de acuerdo. ¿Que haces ahora? — Trabajo en una mina de oro de La Mocupia. Dieciocho bolívares por día, pero tengo autorización para ir a dónde quiera. Mi confinamiento terminó. — Apuesto que quieres ir a Caracas y volver a la aventura. — Es verdad. Tengo muchas ganas de ir. — Pero Caracas es una gran ciudad y, por lo tanto, la aventura es nuevamente un golpe arriesgado... ¿Saliste malparado y ya quieres volver? — Tengo una gran cuenta a ajustar con los que me mandaron a la cárcel: policías, testigos, fiscal. Trece años por un delito no cometido; las islas, que no son lo que tu te piensas, y la de San José, donde viví la más horrible de las torturas que es posible inventar! No hay que olvidar que fui atrapado a los veinticuatro años. — Mierda! Te han robado la juventud. ¿Dices en serio que eres inocente? — Inocente, Jojo. Por la memoria de mi madre. — Hay que ver! Comprendo que no sea fácil de digerir. Pero, si quieres pasta para poner en marcha tus negocios, no tienes necesidad de ir a Caracas; ven conmigo. — A dónde? — A los diamantes, chaval, a los diamantes! El Estado aquí es generoso. Es el único país del mundo donde se puede ir libremente en busca de oro o diamantes a las entrañas de la tierra. Pone sólo una condición, no emplear ningún medio mecánico. Sólo acepta herramientas manuales: pala, pico y criba. — ¿Y donde se encuentra el verdadero El Dorado? Porque no es ese de donde vengo.

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— Lejos, bastante lejos, en la región. A algunos días de mula, de piragua, y después a pie, con el material en la espalda. — No es fácil! — Como quieras, Papillon, pero es la única forma de conseguir mucha pasta. Si descubres una “bomba” te haces rico. No te faltarán las mujeres que fuman y se menean entre sedas. O los medios para poder ir a presentar tu “cuenta”. Llegado ahí, Jojo ya no para. Sus ojos brillan y está muy excitado e inflamado. Me explica que una “bomba”, ya me habían enseñado eso en la mina, es un cacho de tierra, no mucho mayor que un pañuelo de campesino, donde, no se sabe por qué misterio de la naturaleza, se encuentran agrupados cien, doscientos, quinientos y hasta mil diamantes pequeños. Si un buscador descubre una “bomba” en un punto solitario, se sabe rápido. Como si fuesen avisados por un sistema telegráfico sobrenatural, rápidamente llegan hombres de los cuatro puntos cardinales. Una decena que rápidamente se transforma en un centenar, después en un millar. Husmean el oro y los diamantes como un perro hambriento husmea un hueso o uno pedazo de carne. Basta que un tipo encuentre sencillamente más diamantes que de costumbre. Entonces llegan del norte, del sur, del oeste, del este, de todas las nacionalidades. Primero los venezolanos. Hombres rudos y sin ocupación que están hartos de ganar doce bolívares al día cavando zanjas sin saber para qué. Oyen el canto de sirena de la selva. Ya no quieren que la familia viva en una madriguera de conejos y, aunque saben muy bien que van, de sol a sol, a trabajar en un clima y una atmósfera horrorosos, se condenan a sí mismos a varios años de infierno. Pero su mujer, con lo que manda, tiene una casita clara y espaciosa, los hijos están bien alimentados y vestidos, pueden ir a la escuela y hasta continuar estudiando. — ¿Con el producto de una “bomba”? — No seas burro, Papillon. El que descubre una “bomba” nunca más vuelve a la mina. Es rico hasta el fin de sus días, a menos que la alegría no lo ponga tonto al punto de darle a su propia mula billetes de cien bolívares sazonados con kummel o con anís. No, el trabajador del que te hablo, ese hombre humilde, encuentra todos los días diamantes pequeños, o minúsculos. Pero eso representa diez o quince veces lo que se gana en la ciudad. Aún más, para vivir, se priva hasta de lo esencial, porque allá todo se paga en oro o en diamantes. Pero, procediendo así, hace que los suyos pasen a vivir mucho mejor. — ¿Y los otros? — Son de todas las razas. Brasileños, tipos de la Guayana inglesa y de Trinidad que huyeron a la vergonzosa explotación de las fábricas, de las plantaciones de algodón o de cualquier otra cosa. Y también están los verdaderos aventureros, los que sólo respiran en horizontes anchos, que lo arriesgan todo en espera de la gran oportunidad: italianos, ingleses, españoles, franceses, portugueses, tipos de todas partes, ¿que te crees? Mierda, no tienes ni idea de la fauna que hay por estas tierras prometidas, donde Dios creó a las pirañas, las serpientes, los mosquitos, la malaria y la fiebre amarilla, sembró también la flor de la tierra, oro, diamantes, topacios, esmeraldas y todo eso! Es una verdadera carrera de aventureros de todo el

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mundo que, en agujeros con agua hasta la cintura, con una energía que no los hace sentir ni el sol, ni los mosquitos, ni el hambre, ni la sed, cavan, arrancan, trituran esta tierra viscosa para lavarla, volver a lavarla, pasarla incansablemente por la criba, para encontrar diamantes. Además de esto, las fronteras de Venezuela son inmensas y en la selva no se encuentra nadie que nos pregunte por los papeles. Además de la atracción de los diamantes, hay la seguridad de estar verdaderamente tranquilo en relación a los polizontes. Lugar soñado para respirar un poco cuando eres perseguido. Jojo se calla. No se olvida de nada, ya lo sé todo. Después de un breve minuto de reflexión, digo: — Vete solo, Jojo. No me veo en ese trabajo de titán. Hay que poseer el fuego sagrado, creer, como en un dios, en el descubrimiento de una “bomba”, para aguantar semejante infierno! Sí, vete solo. La “bomba” la buscaré en Caracas. De nuevo su mirar implacable me escudriña rápidamente. — Me doy cuenta de que no has cambiado de opinión. ¿Quieres saber lo que pienso? — Dime. — Te marchas de Callao porque te has puesto enfermo al saber que hay una porrada de oro, sin defensa, en La Mocupia. ¿Es verdad o no? — Si. — Pero no lo tocas porque no quieres complicar la vida de los antiguos forzados, que viven retirados aquí. ¿Es verdad o no? — Si. — Y piensas que para encontrar la “bomba”, ahí donde yo te digo, debe haber pocos elegidos y muchos los llamados. ¿Sí o no? — Cierto. — Y prefieres encontrar la “bomba” en Caracas, rápidamente, con los diamantes lapidados, en un joyero o en un negociante de pedrerías. — Quizás, pero no hay nada cierto. A ver. — En verdad, eres el tipo de aventurero al que nada puede volver sensato. — ¿Quien sabe? Pero no olvides esa cosa que me tortura sin parar, la venganza. Por ella juro que haré lo que sea. — Aventura o venganza, necesitas pasta. Entonces, vente a la selva conmigo. Verás que es formidable. — ¿Con pico y pala? Eso es muy poco para mí! — Papillon, ¿tienes fiebre? ¿O el saber, desde ayer, que puedes ir donde quieras te volvió tonto? — No tengo esa impresión. — Pero olvidaste lo principal: mi nombre, Jojo la Pase(3). — No. Sé que eres un jugador profesional, pero no veo que relación tiene eso con el proyecto de que trabajemos como animales. 3

La pase anglaise, juego de dados. (N. del T.)

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— Yo tampoco — dice él, retorciéndose de risa. — Entonces, ¿no era ir a las minas a sacar los diamantes de la tierra? ¿De dónde los sacamos? — De los bolsillos de los mineros. — ¿Como? — Jugando todas las noches y perdiendo algunas veces. — Ya lo veo claro. ¿Cuándo nos vamos? — Espera un minuto. Muy contento con el efecto producido, se levanta pausadamente, tira de la mesa del medio de sala, extiende una manta de lana y me muestra seis pares de dados. — Míralos bien— dice. Los observo minuciosamente. No están cargados. — Nadie puede decir que son dados cargados, ¿no es verdad? — No, nadie. De una bolsa de fieltro, saca un compás y me lo entrega. — Mídelos. Una de las caras fue limada y pulida con cuidado, con un espesor de menos de una décima de milímetro. No se nota nada. — Intenta hacer siete u once. Lanzo los dados. Ni siete, ni once. — Ahora yo. Jojo hace a propósito un ligero pliegue en la cubierta. Coge los dados con la punta de los dedos. — Esto se llama la pinca — dice él. — Rodillo! Mira, siete! Y once! Y once! Y siete! Quieres seises? Ahí están los seises! Seis por cuatro y dos o cinco y uno? Listo, ahí tienes lo que pediste. Estoy asombrado. Nunca he visto semejante cosa, es extraordinario. No se nota absolutamente nada. — Mi viejo, es desde siempre que juego a los dados. Hace ocho años, en la Butte (4), empecé mi carrera, me permití, mi viejo, jugar con dados semejantes, ¿sabes dónde? en el casino de la Estación del Este, en el tiempo de Roger Sole y compañía. — Me acuerdo. Había unos tipos buenos en ello. 4

Montmartre. (N. del T.)

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— Ni me hables! Además de los rateros, de los sucios y de los ladrones, en la clientela había hasta polizontes célebres, como Jojo le Beau, el de la Madeleine, y agentes de la brigada de juegos. Pues bien, eran tan “patos” como los otros. Has visto que siempre se puede hacer cualquier cosa. — Lo veo. — Date cuenta que tanto el uno como el otro son sitios peligrosos. En la Estación del Este los maleantes están tan prontos a disparar como los mineros. Sólo hay una diferencia: en París lanzan y se traman. En la mina, lanzan y quedan en lo mismo. No hay polizontes, son los mismos mineros quienes hacen sus leyes. Se calla, vacía lentamente el vaso y después dice: — Entonces, Papillon, ¿vienes conmigo? Pienso un instante, no tardo mucho. La aventura me interesa. Es arriesgado, sin lugar a dudas, porque los tipos de allá no deben ser unos niños de coro. Pero seguramente hay mucha pasta a ganar. Venga, Papillon, apuesta por Jojo! Vuelvo a preguntarle: — ¿Cuándo nos vamos? — Mañana por la tarde, si quieres, después de la hora de más calor, a las cinco. Sólo el tiempo de juntar otra vez el material. Viajamos primero de noche. ¿Tienes una pistola? — No. — ¿Un buen cuchillo? — Tampoco. — Déjame a mi, ya te conseguiré algo. Adiós. Vuelvo a casa y pienso en Maria. Seguramente le gustará más que vaya a la selva que a Caracas. Voy a confiarle a Picolino, Y mañana, en camino hacia los diamantes! Y siete, y once! Once, siete! Seven, eleven!... Ya sé, sólo me falta aprender todos los números de los dados en español, inglés, brasileño e italiano. Después veremos. En casa encuentro a José. Le digo que cambié de opinión, que Caracas quedará para más tarde y que me voy con un viejo francés de canas, Jojo, hacia los buscadores de diamantes. — — — — — — — — — — —

¿En calidad de qué le acompañas? Como socio, evidentemente. Él da siempre a los socios la mitad de las ganancias. Es la regla. ¿Has conocido a alguien que trabajase con él? A tres. ¿Ganaron mucho dinero? No lo sé. Quizás. Todos ellos hicieron tres o cuatro viajes. ¿Y después? ¿Después? No volvieron. ¿Por qué? ¿Fueron a las minas? No, murieron.

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¡ah! ¿de enfermedad? No, asesinados por los mineros. Ah!... Él siempre tuvo la suerte de escapar. Sí, es muy vivo. Nunca gana mucho, pero hace que el socio gane. Ya veo. Es entonces el otro quien corre peligro, no él. Es siempre bueno estar avisado, José. Gracias. Ahora que lo sabes, no me digas que vas! Una última pregunta y respóndame francamente: ¿hay alguna posibilidad de volver con mucho dinero después de dos o tres viajes? Seguro. Entonces, Jojo es rico. ¿Por qué vuelve? Le vi cargar las mulas. Primero, ya te dije que él no se arriesga nada. Segundo, quizás hasta ni vaya. Las mulas son del suegro. Se decidió a ir a los diamantes porque se encontró contigo. Pero ¿y el material que cargaba o se preparaba para cargar? ¿Quien te dijo que era para él? Oh, oh! ¿Que otros consejos me puedes dar? No vayas. Eso no. Ya he decidido ir. Entonces?

José baja la cabeza como para pensar. Pasa un largo minuto. Cuando la vuelve a levantar, el rostro se le aviva. Sus ojos brillan de malicia, y, lentamente, destacando bien las sílabas me dice: — Oye el consejo de un hombre que conoce bien estos ambientes tan especiales: siempre que haya una gran partida, mejor si es muy grande, que delante de ti el montón de diamantes sea verdaderamente importante y que la partida esté efervescente, levántate de golpe, cuando nadie se lo espere, con lo que hayas ganado. Di que tienes cólicos y vete al retrete, sin más. Por supuesto que no vuelves y, esa noche, vete a dormir a cualquier lugar, menos tu casa. — No está mal pensado, José. Dame otro consejo. — Si bien que los compradores de diamantes que están en la mina compran mucho más barato que en Callao o en Ciudad Bolívar, vende todos los días los diamantes que hayas ganado. Pero no guardes el dinero contigo. Haz que te lo cambien por cheques para cambiar en Callao o en Ciudad Bolívar. Haz lo mismo con el dinero extranjero. Explica que tienes miedo de perder en un día todo lo que has ganado y que, guardando poco contigo, no arriesgas nada. Y cuenta eso a todo el mundo, para que conste bien. — Bueno, procediendo así ¿tengo posibilidades de volver? — Sí, tienes posibilidades de volver vivo, si Dios quiere. — Gracias, José. Buenas noches. En brazos de Maria, saciado de amor, con mi cabeza en la curva de su hombro, siento su respiración acariciarme la cara. En la oscuridad, antes de cerrar los ojos, veo frente a mi un gran montón de diamantes. Suavemente, como jugando con ellos, los cojo y los guardo en el saquito de paño que usan los mineros; de golpe, me levanto diciéndole a Jojo, después de mirar a mi alrededor: “Guarda mi lugar, voy al retrete. Vengo ahora mismo”. Y me duermo

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con la imagen de los ojos maliciosos de José, brillantes y luminosos, como sólo los pueden tener los seres que viven cerca de la naturaleza. La mañana ha pasado rápida. Está todo preparado. Picolino se queda aquí y estará bien cuidado. Me despido de todos. Maria está radiante. Ella sabe que, yendo a las minas, tengo que volver la pasar por aquí, mientras que Caracas no devuelve los hombres que van a vivir ahí. Maria me acompaña hasta el punto de encuentro. Son las cinco. Jojo ya está ahí con todo listo. — Hola. ¿Todo bien? Eres puntual, menos mal. Dentro de una hora el sol se pone. Es mejor así. De noche no encontraremos a nadie que pueda seguirnos. Beso largamente a mi mujer y subo a la mula. Jojo me ajusta los estribos y, cuando vamos a salir, Maria me dice: — No te olvides, mi amor, de ir al retrete a la hora exacta. Me echo a reír, a la vez que espoleo a la mula. — Malandrina, estuviste escuchando detrás de la puerta! — Cuando se ama es natural. Partimos, Jojo en el caballo y yo en la mula. La selva virgen tiene caminos que llaman picadas. Una picada es una especie de pasillo con, al menos, dos metros de anchura, que poco a poco ha sido cortado en la vegetación y es conservado por los que pasan por ahí, con un machete. A izquierda y derecha, dos paredes de verdura. Por encima, una bóveda formada por miles de plantas, pero tan alta que estando de pie, en un caballo, no se puede cortar con el machete. Es la selva, como llaman aquí al bosque tropical. Está formada por el entrelazado inextricable de dos especies de vegetación. Primero, un conjunto de lianas, árboles y plantas que no sobrepasan los seis metros de altura. Después, por encima, entre los veinte y treinta metros, las grandes y majestuosas copas de los árboles gigantescos, que suben cada vez más alto para encontrar el sol. Pero, si las copas buscan la luz. el follaje de las ramas dispersas y muy resguardadas forma un verdadero toldo que sólo deja llegar aquí abajo una claridad muy tenue. Esta maravillosa naturaleza que es la selva tropical explosiona por todos lados. Así, para ir a caballo en una picada, hay que tener las riendas en una mano y el machete en la otra y cortar, sin parar, todo lo que está de más e impide avanzar cómodamente. Una picada muy frecuentada tiene siempre el aspecto de un verdadero pasillo, bien conservado. No hay nada que dé más el sentimiento de libertad a un hombre que estar en la selva, bien armado. Da la sensación de que forma parte de la naturaleza, como los animales salvajes. Se desplaza con prudencia, pero también con una confianza ilimitada en sí mismo. Se siente verdaderamente en su elemento, todos los sentidos están alerta, el oído, el olfato. Los ojos en continuo movimiento, observando todo lo que se mueve. Sólo hay un enemigo

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en la selva: el animal de los animales, el más inteligente, el más cruel, el peor, el más cúpido, el más odioso y también el más maravilloso: el hombre. Caminamos toda la noche, bastante bien. Pero, por la mañana, después de bebernos un café del termo, la mula se pone a paso lento, a cien metros detrás de Jojo. Le pico las nalgas de todas las formas y maneras, pero no hay nada que hacer. Para colmo, Jojo me dice: — No sabes montar a caballo! Pero es simple. Mira. Así que espolea el caballo con el tacón, éste parte al galope. Entonces Jojo se pone en pie, afirmado a los estribos, y grita: — Soy el Capitán Cook! Entonces, Sancho, ¿vienes? ¿No consigues seguir a Don Quijote, tu señor? Me irrito y experimento todas las maneras de hacer andar más deprisa a esta mula. Finalmente tengo una idea que creo despampanante y, de hecho, ella arranca al galope. Enfilo dentro de la su oreja una colilla de cigarrillo encendida. Galopa como un purasangre, rejubilo, adelanto al “Capitán Cook” y le saludo al pasar. Pero eso sólo dura el tiempo de un galope, porque una mula tiene carácter. De golpe, me lanza contra un árbol, con riesgo de romperme la pierna, y me encuentro de culo en el suelo, lleno de espinas no sé de que planta. Y aquel parvo de Jojo que ríe como si tuviese veinte años, se olvida completamente de que él y Matusalén nacieron en el mismo día! Persigo a la mula (dos horas) atrás de las coces, de los traques y de todo el resto. Finalmente, agotado, lleno de espinas en el culo, muerto de calor y de fatiga, consigo subirme al lomo de esta descendiente de mula bretona. Ahora, que vaya como quiera, no soy yo quién la voy contrariar. El primer kilómetro no lo hago sentado, sino acostado de bruces en el lomo de la mula, intentando arrancarme las espinas que me queman como si fuesen brasas. Al día siguiente, dejamos a esta cabezuda en una posada (un albergue). Dos días de piragua y, después de una caminata durante un largo día, con las cosas en la espalda, llegamos a la mina de diamantes. Pongo mi carga en la mesa, hecha con uno tronco de árbol, de un restaurante al aire libre. Ya no puedo más y por casi nada estrangularía ahora el viejo Jojo, que me contempla con una mirada trocista, con algunas gotas de sudor en la frente. — Entonces, viejo, ¿eso va? — Claro que va! Por qué es que no había de ir? Dime una cosa: por qué me haces traer, durante todo el día, una pala, un pico y una criba, si no vamos trabajar como en el estado de minas Gerais? Jojo me mira con aire entristecido: — Papillon, me decepcionas. Piensa bien. Si vienes sin estas herramientas aquí, ¿que vendrías a hacer? Es la pregunta que se harían estos centenares de pares de ojos que, a través de las tablas o de la chapa de las tiendas de campaña, te ven llegar a la aldea. Con el equipo, no hay preguntas que hacer. ¿Comprendido?

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— Comprendido. — Para mí, que no tengo nada, es lo mismo. Supón que llego con las manos en los bolsillos, instalo la mesa de juego y nada más. ¿Que dirían los mineros y sus mujeres, eh, Papi? Dirían que este viejo francés es un jugador profesional. Pues, vas a ver lo que voy a hacer. Si puedo, intentaré encontrar aquí una bomba a motor; si no, la compraré por encargo. Encargo también unos veinte metros de tubo en dos o tres sluces. El sluce es una caja larga de madera con divisiones llenas de agujeros. El barro aspirado por la bomba es lanzado a este aparato, lo que permite, con un equipo de siete hombres, lavar cinco veces más tierra que un equipo de doce hombres trabajando con medios arcaicos. Y eso no es considerado “medio mecánico”. Siendo propietario de una bomba, por un lado recibo un veinticinco por ciento en la colecta de diamantes y, por el otro, justifico mía presencia aquí. Nadie puede decir que vivo de juego, porque vivo de mis bombas. Pero, como también soy jugador, no dejo de echar por la noche. Es por lo tanto normal que yo no participe en el trabajo. ¿Lo entiendes? — Comprendo perfectamente. — Menos mal. Dos frescos, señora! Una voluminosa pero atenta señora de tez un poco oscura nos trae un vaso lleno de un agua achocolatada en donde nadan unos cachos de hielo y limón. — Son ocho bolívares, señores. — Más de dos dólares! Mierda, la vida no es barata en esta tierra! Jojo paga. — ¿Como va eso? — pregunta él. — Así, así. — ¿Está apareciendo algo? — Gente, mucha, pero diamantes pocos, muy pocos. Hace tres meses que descubrieron este rincón, se habían lanzado cuatro mil personas. Es mucho para tan poco diamante. ¿Y ese? — añade apuntándome con el mentón. — ¿Alemán o francés? — Francés. Está conmigo. — Pobre! — Pobre ¿por qué? — le pregunto yo. — Porque es demasiado joven y guapo para morir. Los que van con Jojo nunca tienen suerte. — Cállate, vieja! Bueno, Papi, vámonos. Cuando nos levantamos, a guisa de despedida, la gorda me dice: — Tenga cuidado. Evidentemente yo no le había dicho nada de lo que me había contado José y Jojo está muy sorprendido de que yo no pida explicaciones por estas palabras. Siento que espera que yo haga preguntas. Me parece desconcertado y me lanza miradas solapadas. Después de haber hablado con unos y con otros, sin tardar mucho, Jojo encontró una tienda de campaña. Tres compartimentos, argollas para colgar las hamacas, cajas de cartón. Sobre una de ellas, botellas vacías de cerveza y ron, sobre otra, una bacía de esmalte estropeada y una

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regadora llena de agua. Cuerdas extendidas para colgar las cosas. El suelo es de tierra apisonada, muy limpio. Las tabiques de la barraca son de tablas de cajones. Todavía se puede leer en ellas: Jabón Camay, Aceite Blanca, Leche Nestlé, etc. Cada habitación mide poco más o menos tres metros por tres. No hay ventanas. Me siento completamente sofocado y me quito la camisa. Jojo se vuelve, sobresaltado. — Estás loco! ¿Y se entra alguien? Ya tienes mal aspecto, si a demás de eso te pones a exhibir tus tatuajes es como si estuviese anunciando que eres un aventurero, mi viejo! Ándate con cuidado! — Pero, Jojo, tengo calor! — Eso pasa, es una cuestión de hábito. Ante todo, es necesario mantener las apariencias, ¡Dios mío! Mantener las apariencias! Contengo la risa. Este Jojo es impagable. Retiramos una divisoria para, de dos compartimientos, hacer uno sólo. — Esto va a ser el casino — dice Jojo riendo. Queda una sala de seis metros por tres. Barremos el suelo, conseguimos tres cajones de madera, ron y vasos de papel. Estoy ansioso por ver como va a ser la partida. No tengo esperar mucho. Después de haber visitado varias tabernas de mal aspecto, para “tomar contacto”, como dice Jojo, todo el mundo se entera de que a las ocho de la noche va haber partida de dados en nuestra casa. La última taberna que visitamos es una pequeña tienda de campaña con dos mesas al aire libre, cuatro bancos, una bombilla de carburo que está colgada del techo hecho de ramas de árbol. El tabernero, un enorme gigante arrugado sin edad definida, sirve ponches, en silencio. Cuando nos vamos, se aproxima y me dice en francés: — No sé quien eres, ni quiero saberlo. Sólo te quiero dar un consejo: cuando quieras dormir aquí, ven. Me acordaré de ti. A pesar de hablar un francés enrevesado, por el acento reconozco que es corso. — Corso? — Si. Sabes que un corso nunca es traidor. No somos como algunos tipos del norte — añade con una sonrisa llena de sobreentendidos. — Gracias, siempre es bueno saberlo. Alrededor de las siete, Jojo enciende la bombilla de carburo. Las dos mantas están extendidas en el suelo. Ninguna silla. Los jugadores estarán de pie o se sentaran en el suelo. Decidimos que yo, esta noche, no juegue. Me limitaré la observar. Llegan. Las caras son extrañas. Hay pocos hombres bajos, la mayor parte son enormes matulões, con grandes bigotes y barbudos. Manos y caras limpias, no huelen mal pese a las ropas llenas de manchas y con aire de usadísimas. Pero todas las camisas, sin excepción, la mayor parte de manga corta, están impecables. En medio de la alfombra, ocho pares de dados bien

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alineados, cada par en suya cajita. Jojo me pide que le dé a cada jugador un vaso de papel. Son cerca de veinte. Sirvo ron. Ni siquiera uno solo de los tipos hizo una señal para decirme que parase de llenarle el vaso. Sólo con ellos gastamos rápidamente tres botellas. Solemnemente, cada uno bebe un sorbo, deja el vaso delante de él y, al lado, un tubo de aspirinas. Sé que en los tubos de aspirinas se encuentran los diamantes. Nadie usa las famosas bolsas de paño. Un viejo chino, siempre tremendo, pone delante de él una pequeña balanza de joyero. Se habla poco. Estos hombres están embrutecidos por los esfuerzos físicos; bajo el sol tórrido y con agua hasta la cintura, de las seis de la mañana hasta la puesta de sol. ¡Ah! Esto empieza a calentarse. Primero uno, después dos, después tres jugadores cogen un par de dados, los examinan atentamente, los pegan unos a los otros, los pasan al vecino. Todo les debe haber parecido en orden porque los dados son dejados en la manta sin ninguna observación. Cada vez, Jojo coge el par y lo vuelve a guardar en su caja, con excepción del último, que queda en la manta. Algunos de los que despiram las camisas se quejan de los mosquitos. Jojo me pide que queme unas salsas de hierbas húmedas para que el humo los espante. — ¿Quien juega primero? — pregunta un latagão de tez bronceada como los indios, barba hirsuta, negra y ensortijada, con una flor desajeitadamente tatuada en el brazo derecho. — Tu, si quieres — dice Jojo. Entonces, el gorila, ya que tiene los mismos aires que un gorila, tira de un gran fajo de bolívares, atados con un elástico, del cinturón apuesto con clavos plateados. — ¿Cuánto pones para empezar, Chino? —pregunta uno. — Quinientos bolos (abreviatura de bolívares). — Aceptados los quinientos. Y los dados giran. Sale el ocho. Jojo intenta el ocho. — Mil bolos a que no haces ocho con doble cuatro — le dice otro jugador. — Cubro — dice Jojo, El Chino saca ocho, con cinco y tres. Jojo no lo consigue. Durante cinco horas la partida transcurre sin un grito, sin una protesta. Estos hombres son, efectivamente, jugadores excepcionales. En toda la noche, Jojo ha perdido siete mil bolos y un manco más de diez mil. Habían decidido acabar la partida a medianoche, pero, de común acuerdo, la prolongan una hora más. A la una, Jojo anuncia que va a echar la última. — Fui yo quien abrió la partida — dice el Chino cogiendo los dados. — Quiero acabarla. Pongo todo lo que gané, nueve mil bolívares.

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Está lleno de billetes y de diamantes. Varios jugadores responden a la apuesta y él tira siete en el primer lanzamiento. Ante esta suerte magnífica, se oye por primera vez un murmullo general. Todo el mundo se levanta: — Vamos a dormir. — Entonces, ¿has visto, chaval? — me dice Jojo cuando nos quedamos solos. — He visto, sobre todo las caras patibularias que tenían. Van todos doblemente armados, pistola y puñal. Hasta había algunos que estaban sentados sobre el machete, tan afilado que es capaz de cortar una cabeza de un solo golpe. — Es verdad, pero no es la primera vez que has visto eso. — A pesar de todo, ten en cuenta que yo, que jugué en las islas, nunca tuve una sensación de inseguridad como la de esta noche. — Es una cuestión de hábito, chaval. Mañana, jugarás y ganaremos, está en el saco. ¿Quienes son con quien crees que debemos tener más cuidado? — Con los brasileños. — Muy bien! Así se reconoce un hombre, en la rapidez con que distingue a aquellos que son capaces de, en un segundo, ponerle la vida en peligro. Después cerrar la puerta (tres cierres enormes) nos tumbamos en las hamacas y consigo dormirme deprisa, antes que empiecen los ronquidos de Jojo. Al día siguiente, un sol magnífico pero pesado, ni nubes ni el menor indicio de brisa. Paseo por esta curiosa aldea. Todo el mundo se muestra simpático. Caras inquietantes, es cierto, pero con una manera de ver las cosas, en cualquier lengua, llena de calor humano rápido al primer contacto. Volví a encontrar el gigante arrugado corso. Se llama Miguel. Habla un español muy correcto, mezclado, a veces, con palabras inglesas o brasileñas que aterrizan, como con paracaídas, en sus frases. Es sólo cuando habla francés, con dificultad, que aparece su acento regional y se nota inmediatamente que se trata de un corso. Nos bebemos un café colado en una media por una joven mestiza. En la charla, me dice: — ¿De donde vienes? — Después del ofrecimiento que me hiciste ayer no te puedo mentir. Vengo de la “jaula”. — ¡ah! ¿Eres un evadido? Haces bien en decírmelo. — ¿Y tú? Él se levanta, con los sus dos metros de altura, y su cara adquiere una expresión de extrema nobleza. — Yo también soy un evadido, pero no de la Guayana. Me marché de Córcega antes de que me prendiesen. Soy un “vengador de honra”. Quedo impresionado con esta cara iluminada por el legítimo orgullo de ser un hombre honesto. Es realmente digno de verse, este “vengador de honra”. Él continúa:

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— Córcega es el paraíso del mundo, el único lugar donde los hombres saben perder la vida por la honra. ¿No crees? — No sé si será el único lugar, pero creo sinceramente que en Córcega hay más forajidos por motivos de honra que simple bandoleros. — No me gustan los bandoleros de ciudad — dice pensativamente. En dos palabras, le cuento mi historia y le digo que tengo intención regresar a París para presentar la “cuenta”. — Tiene razón, pero la venganza es un plato que se debe comer frío. Ten cuidado, sería horrible si te pillasen antes de la venganza. ¿Estás con el viejo Jojo? — Si. — Es un buen hombre. Hay quien dice que es demasiado habilidoso con los dados, pero estoy convencido de que no roba. ¿Le conoces desde hace tiempo? — No mucho, pero eso no quiere decir nada. — Sabes, Papi, a fuerza de jugar se debe acabar por saber más que los otros, pero hay una cosa que me preocupa en tu relación. — ¿Que cosa? — Ya dos o tres veces sus socios han sido asesinados. Mi ofrecimiento de ayer por la tarde era debido a eso. Ten cuidado y, cuando te sientas en peligro, ven aquí con toda la confianza. — Gracias, Miguel. Verdaderamente es curiosa la aldea, curiosa mezcla de hombres perdidos en la selva, viviendo una ruda vida en el seno de una naturaleza explosiva. Cada uno tiene su historia. Es maravilloso verlos, ouvilos. Las tiendas de campaña sólo tienen, muchas veces, un tejado de palmeras o de chapas de zinc llegadas hasta aquí no se sabe como. ¿Las paredes? Pedazos de cajas de cartón o de madera y hasta, a veces, pedazos de paño. Nada de camas, únicamente hamacas. Duermen, comen, se lavan, hacen amor prácticamente en la calle. Pese a todo, nadie levantaría una punta del paño o acecharía entre dos tablas para ver lo que se pasa en el interior. Todo el mundo tiene el mayor respeto por la vida íntima de los otros. Cuando queremos estar con alguien, no nos aproximamos más que dos metros de la casa y, en lugar de la campanilla, gritamos: “¿Hay gente en casa?” Si hay alguien y no se trata de personas conocidas, decimos “gentes de paz”. Entonces aparece alguien que nos dice gentilmente: “Adelante. Esta casa es suya”. Una mesa, delante de una sólida tienda de campaña hecha de troncos de árboles; sobre la mesa, collares de perlas naturales de la isla Margarita, algunas pepitas de oro virgen, relojes, correas de reloj de cabedal o de metal, muchos despertadores. Es la tienda de Mustafá. Detrás de la mesa, un viejo árabe con aire simpático. Charlamos un poco, es marroquí y se da cuenta de que soy francés. Son las cinco de la tarde y me pregunta: — — — —

¿Has comido? Aún no. Yo tampoco, pero ahora iba a comer. Se quieres compartir mi comida... Será un placer.

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Mustafá es cordial, amable y alegre. Paso una hora muy agradable con él. No es curioso y no me pregunta de donde vengo. — Es raro — me dice. — En mi tierra, no me gustaban los franceses, pero aquí sí. Has conocido árabes? — Muchos. Hay algunos muy buenos y otros muy malos. — Es como en todas las razas. Yo, Mustafá, pertenezco a los buenos. Tengo sesenta años, podría ser tu padre. Tenía un hijo de treinta años que fue asesinado hace dos de un tiro. Era guapo y bueno. Hay lágrimas en sus ojos que no se deciden a correr. Pongo mi mano en el hombro de este pobre padre quebrantado por los recuerdos del hijo y pienso en mi propio padre, que debe, él también, en su rinconcito de Ardèche, tener los ojos anegados de lágrimas cuando habla de mí. Pobre papá. ¿Qué será de él? Tengo la certeza de que está vivo, lo siento. Esperemos que la guerra lo haya respetado. Mustafá me invita la comer con él siempre que quiera y a venir también, sin recelo, a su casa si tengo necesidad de algo; seré yo que le haga un favor al pedirle un servicio. Se hace noche, me voy dándole las gracias por todo y me encamino a nuestra tienda de campaña. La partida va a empezar dentro en poco. Haber estado con Miguel y Mustafá me ha reconfortado el corazón. Me siento a gusto, para lo que va a ser mi primera partida. “La audacia ayuda a la fortuna”, me dijo Jojo. Tiene razón. Se quiero poner la maleta de explosivos en el número 36 del Quai des Orfèvres, y hacer el resto, es necesaria pasta, mucha pasta. No falta mucho para tenerla, es cierto. Como es sábado y el descanso de domingo es sagrado para los del estado de minas Gerais, la partida empezará a las nueve de la noche, porque va a durar hasta el amanecer. Hay mucha gente, demasiada gente para el tamaño de la sala. Es imposible que quepan todos y Jojo elige sólo a aquellos que pueden apostar fuerte. Quedan veinticuatro jugadores. Los otros jugarán afuera. Voy a casa de Mustafá, que gentilmente me presta una alfombra grande y una bombilla de carburo. A medida que cada jugador vaya saliendo, irá siendo sustituido por uno de los de fuera. “Banco” (5), y “banco” nuevamente! No paro de cubrir las apuestas todas las veces que Jojo lanza los dados: “Dos contra uno a que no hace seis con un doble tres... diez contra uno al doble cinco... etc.” Los ojos de los hombres brillan. Cada vez que levantan los vasos, un chico de once años les sirve ron. Es Miguel quien suministra las bebidas y los puros, conforme el pedido que hice con Jojo. La partida se transforma rápidamente en un juego infernal. Sin pedirle autorización, altero la táctica de Jojo. No apuesto sólo en los lanzamientos de 5

Expresión usada en el juego, significa que se pretende cubrir el total de la apuesta. (N. del T.)

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él, sino también en los de los otros, lo que le hace fruncir las cejas. Encendiendo un puro, y murmura entre dientes: — No los ahorres, chaval! Estás desperdiciando la pasta. Alrededor de las cuatro de la mañana tengo delante de mi un montón impresionante de bolívares, cruceros, dólares americanos y antillanos, diamantes y hasta algunas pepitas de oro. Jojo coge los dados. Apuesta quinientos bolívares. Voy con él a mil. Y... siete! Dejo quedar todo, el que hace dos mil bolívares. Jojo retira los quinientos que ganó. Y... otra vez siete! Jojo vuelve a recoger. Siete! — ¿Que haces, Enrique? — me pregunta el Chino. — Recojo los cuatro mil. — Lo apuesto todo! Miro al tipo que acaba de hablar. Es bajo y achaparrado, negro como la hulla, los ojos inyectados de sangre debido al alcohol. Es un brasileño, seguro. — Pon ahí los cuatro mil bolos. — Esta piedra vale más que eso. Y deja caer un diamante sobre la alfombra, delante de él. Está sentado de cuclillas, el tronco desnudo y calzones castaños. El chino coge el diamante, lo pone en la balanza y dice: — No vale más de tres mil quinientos. — Entonces apuesto tres mil quinientos — dice el brasileño. — Tira, Jojo. Jojo lanza los dados, pero, con un gesto rápido, el brasileño los coge aún en movimiento. Me pregunto a mí mismo que irá a pasar, ya que está mirando fijamente los dados, les escupe y los devuelve a Jojo diciendo: — Lánzalos así, mojados. — ¿Aceptas, Enrique? — pregunta Jojo, mirándome. — Como quieras, macho. Después de haber dado con la mano izquierda un pequeño toque en la cubierta para acentuarle el doblez, Jojo, sin limpiar los dados, los lanza a una buena distancia. Y... siete nuevamente! Como movido por un resorte, el brasileño se levanta de súbito, con la mano sobre la pistola. Después, suavemente, dice: — Todavía no es esta la noche de mi ganancia. — Y sale.

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A la vez en que él se levantó de aquella manera, yo me llevé la mano rápidamente a mi pistola, que tenía una bala en el tambor. Jojo no se movió ni hizo siquiera un gesto de defensa. Sin embargo, era a él que el negro retaba. Me doy cuenta que tengo aún mucho que aprender para saber el momento exacto en que hay que sacar y disparar. Al amanecer, paramos. Entre el humo de las hierbas mojadas, de los cigarrillos y de los puros, los ojos me arden hasta las lágrimas. Tengo las piernas completamente anquilosadas de haber estado cruzadas, debajo de las nalgas, durante más de nueve horas. Pero estoy satisfecho con una cosa: no me levanté para orinar y también no hay duda de que me sentí señor de mis nervios y de la mi vida. Dormí hasta las dos de la tarde, Cuando despierto, Jojo ya no está. Me pongo los pantalones y veo tengo los bolsillos vacíos. Jojo debe haberlo sacado todo. Mierda! Como todavía no habíamos hecho las cuentas, no tenía porque haber echo eso. Creo que se está haciendo demasiado el jefe indiscutible. Yo no soy ni nunca fui un mandón, y no me gustan las personas que se juzgan superiores o que piensan que les está todo permitido. Salgo y encuentro a Jojo en casa de Miguel comiendo un plato de pasta con carne. — — — —

¿Como va todo, chaval? — pregunta. Bien y mal. ¿Mal por qué? Porque no tenías que haberme vaciado los pantalones sin que yo estuviese ahí. — No seas bobo, chaval! Soy un hombre correcto, y si hice eso es porque, todo se asienta en una base de confianza mutua. Por ejemplo, tu podrías perfectamente, durante una partida, esconder los diamantes o los billetes en otro sitio que no fueran tus bolsillos. Por otro lado, tampoco sabes lo que yo he ganado. Da lo mismo que nos vaciemos los bolsillos juntos o no. Es una cuestión de confianza. Tiene razón, no hablemos más en ello. Jojo paga a Miguel el ron y el tabaco de esa noche. Le pregunto si los tipos no ven raro que él les dé de beber y fumar. — Pero si no soy yo el que paga! Los que ganan mucho dejan propinas para eso. Todo el mundo lo sabe. Y esta vida continúa todas las noches. Hace dos semanas que estamos aquí, dos semanas en que, noche tras noche, echamos una partida infernal y también nuestra vida. Ayer, fue una noche terrible de lluvia. Noche de brea. Un jugador se levanta después de haber ganado bastante. Sale al mismo tiempo que un tipo enorme que estaba sentado y que ya no jugaba hacía un buen rato, por falta de pasta. Veinte minutos más tarde, el gigante azarento regresa y juega con rabia. Pienso que el que había ganado le prestó la pasta; aun así veo raro que le haya prestado tanta. De día, lo encontramos muerto de una cuchillada, a menos de cincuenta metros de nuestra tienda de campaña. Hablo de eso con Jojo y le informo de mis sospechas.

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— Ese no es nuestro problema — me dice, —La próxima vez tendrá más cuidado. — Estás bromeando. No habrá otra vez para él, está muerto! — Es verdad, pero ¿que le vamos a hacer? Por supuesto que seguía los consejos de José. Todos los días vendo los billetes extranjeros, los diamantes y el oro a un tratante libanés, propietario de una tienda en Ciudad Bolívar. En lo alto de su barraca hay una tablilla: Se compra oro y diamantes a buen precio. Y debajo: Mi mayor tesoro es la honestidad. Dentro de un sobre sumergido previamente en una leche de goma virgen, guardo cuidadosamente mis órdenes de pago, pagaderos al contado. No pueden ser depositadas por otro, ni endosadas a nombre de nadie. Todos los tipos de la mina lo saben, y cuando un tipo se pone demasiado nervioso, o no habla francés ni español, se las enseño. De esta forma, sólo estoy en peligro en el momento de la partida o cuando la partida termina. A veces, el bueno de Miguel me viene buscar al final de la noche. Hace dos días que siento que la atmósfera se ha vuelto más tensa, dudosa, nada clara. Aprendí a sentir eso en la “jaula”. Cuando, en la cárcel de las islas, se preparaba cualquier movida, la gente se daba cuenta sin saber como. A fuerza de estar alerta ¿será que se captan las ondas emitidas por los que preparan un golpe? No lo sé. Pero nunca me equivoco en estos casos. Ayer, por ejemplo, cuatro brasileños pasaron toda la noche apoyados, en la oscuridad de los cuatro rincones de sala. De vez en cuando, uno de ellos salía de la sombra para entrar en la luz cruda que ilumina la alfombra y hacía apuestas ridículas. Nunca cogieron los dados, ni los pidieron. Aún otra cosa: ninguno de ellos traía un arma al costado. Ni machete, ni puñal, ni revólver. Y eso no concuerda con sus caras de asesinos. Seguro que lo hacen con intención. Vuelven esta noche. Como traen la camisa por fuera, deben tener la pistola en la barriga. Se han puesto en la sombra, claro, pero a pesar de todo consigo distinguirlos. Sus miradas no se pierden ni un gesto de los jugadores. Es necesario que los vigile sin llamar la atención, sin mirarlos abiertamente. Lo consigo al toser lanzando el tronco atrás, con la mano en la boca. Desgraciadamente, sólo tengo dos delante mío. Los otros dos están detrás y no los puedo ver rápidamente si no me vuelvo para toser. Jojo tiene una sangre fría extraordinaria. Se mantiene impávido. Aun así, estuvo de acuerdo con la idea de apostar, de vez en cuando, en los lanzamientos de los otros y de correr de ese modo el riesgo de perder o ganar totalmente a la ventura. Sé, porque él me lo dijo, que esa táctica le excita, ya que le obliga a ganar dos o tres veces el mismo dinero antes de guardarlo definitivamente. Sencillamente, cuando la partida se está calentando, se vuelve demasiado ávido de ganancias y me manda demasiado rápido cuantías importantes. Como me sé observado por aquellos tipos, ostensiblemente lo dejo todo delante mío. No tengo interés en juguetear de cofre, hoy. Por dos o tres veces

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le digo a Jojo, rápidamente y en argot, que me está haciendo ganar demasiadas veces. Hace como que no se da cuenta. Como yo ayer ya usé el truco del retrete y no regresé, tengo la impresión de que estos cuatro espertalhões están allí para actuar esta noche; no esperarán a que yo vuelva, me cogerán entre la barraca y las letrinas. Me doy cuenta de que la tensión sube, del nervioso de las cuatro estatuas, en los cuatro rincones de sala. Sobre todo uno que fuma cigarrillo tras cigarrillo, encendiendo uno con la colilla del otro. Entonces, me pongo a cubrir todas las apuestas, a diestra y siniestra, a pesar de los remilgos de Jojo la Pase. A pesar de eso, gano en lugar de perder, y mi montón, en lugar de disminuir, aumenta. Hay de todo delante mío, sobre todo billetes de quinientos bolívares. Estoy hasta tal punto nervioso que, al coger los dados, pongo mi cigarrillo sobre los billetes. Uno de los billetes de quinientos, se queda con dos agujeros, porque estaba doblado en dos. Lo apuesto y lo pierdo junto con otros tres, en una apuesta de dos mil bolos. El que gana se levanta y dice: “Hasta mañana!” Y se va. En el auge de la partida, no sé el tiempo que ha pasado cuando, estupefacto, veo otra vez el billete en la alfombra. Sé muy bien quien lo ganó: un barbudo de unos cuarenta años, un blanco, muy delgado, con una mancha blanca en el lóbulo de oreja izquierda sobresaliendo de su bronceado. Ahora este tipo ya no está presente. En dos segundos, reconstruyo su salida. Salió sólo, estoy seguro. Pero ninguno de los cuatro meliantes se ha movido. Por lo tanto, hay uno o dos cómplices allá fuera. Deben tenerlo todo organizado para señalar, desde el lugar en el que están, que un tipo sale cargado de pasta y de diamantes. No consigo recordar quien entró después de su salida porque hay muchos hombres apostando en pie. En cuánto a los que están sentados, son los mismos desde hace horas y el lugar del barbudo del billete quemado fue ocupado inmediatamente tras su marcha. Pero ¿quien jugó el billete? Tengo ganas de cogerlo y hacer la pregunta. Es muy peligroso. Es indiscutible que estoy en peligro. Tengo delante de los ojos la prueba de que el barbudo se lanzó al suicidio. Con los nervios tensos pero controlados, me obligo a pensar muy deprisa. Son las cuatro de la mañana y hasta las seis no se hará día, porque en los trópicos el día nace de pronto a partir de esa hora. Por lo tanto, si va a pasar algo, será entre las cuatro y las cinco. Es una noche oscura, lo sé porque he ido a respirar un poco de aire fresco a la entrada de la barraca. Dejo el montón en mi lugar, cuidadosamente contado. No noto nada de anormal ahí fuera. Vuelvo a sentarme, me calmo, pero con todos los sentidos alerta. Mi sexto sentido me dice que dos pares de ojos están intensamente fijos en mi nuca. Jojo lanza; dejo que otros cubran su partida. Cosa que detesta, empieza a tener un montón respetable delante de él. En verdad, siento subir la temperatura y, sin querer que parezca que tomo precauciones, con un tono natural, le digo a Jojó, en francés:

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— Tengo la certeza, lo noto, de que va a haber tormenta. Levántate a la vez que yo y disparemos a todo el mundo. Sonriendo, como si me dijese una cosa muy agradable, mucho más despreocupado que yo con que alguien pudiese comprender el francés: — Querido amigo, ¿por qué razón hemos de tomar esa actitud idiota? ¿Y dispararle a quien, en concreto? Efectivamente, dispararle a ¿quién? ¿Y por qué motivo justificado? Pese a ello, va a haber ruido, seguro. Uno tras otro, el tipo del eterno cigarrillo se sirve dos vasos llenos de alcohol, que engulle de un trago. Salir sólo, aunque lleve la pistola en la mano, no me sirve de nada en esta noche oscura. Los que están ahí fuera me verán y yo no. ¿Retirarme a la habitación al lado? Peor todavía. Apuesto que ya hay ahí un tipo que fácilmente habrá levantado una de las tablas de la pared para entrar. Sólo hay una cosa a hacer: ostensiblemente, guardar el lugar y levantarme para ir a orinar. Ellos no darán todo lo que gané en la bolsa de paño, dejar la bolsa en la señal porque no tengo la pasta conmigo. Hay más de quinientos bolos. Más vale perderlos que perder la vida. Además, no hay donde elegir. Es la única solución para salir de esta emboscada bien preparada y lista a desencadenarse en cualquier momento. Todo eso, efectivamente, lo he pensado muy deprisa, porque faltan siete minutos para las cinco. Lo cojo todo, billetes, diamantes, el tubo de aspirinas y el resto, bien a la vista de toda la gente. Tranquilamente, meto esa pequeña fortuna en la bolsa de paño. Con naturalidad, tiro de los cordones de la bolsa, la pongo frente a mí, a unos cuarenta centímetros, y digo en español, para que todo el mundo lo oiga: — Vigílame la bolsa, Jojo. No me siento bien, voy a tomar el aire. Jojo, que ha seguido todos mis gestos, alarga la mano y me dice: — Pásala aquí, estará mejor aquí que en otro sitio. Contrariado, le alargo la bolsa, porque sé que él mismo está en peligro, en un peligro inminente. Pero ¿que hacer? ¿Negarme? Imposible, parecería raro. Salgo sujetando la pistola, En la noche, no veo nadie, pero no tengo necesidad de verlos para saber que están ahí. Rápidamente, casi corriendo, me dirijo a casa de Miguel. Si consigo volver con él y una gran bombilla de carburo para ver lo que se pasa alrededor de la barraca hay una posibilidad de evitar la mala suerte. Desgraciadamente Miguel vive a más de doscientos metros de nosotros. Echo a correr. — Miguel! Miguel! — ¿Que pasa? — Levántate deprisa, coge la pistola y la lámpara! Hay movida.

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Pum! Pum! Suenan dos tiros en esta noche oscura. Echo a correr. Me equivoco de barraca y me insultan desde el interior, a la vez en que me preguntan el motivo de los tiros. Continúo corriendo, aquí está la barraca, está todo a oscuras. Enciendo el mechero. Llega gente con lámparas. Ya no hay nadie en sala. Jojo yace en el suelo con la nuca sangrando abundantemente. No está muerto, pero sí en coma. La escena fue reconstruida rápidamente, porque una linterna eléctrica abandonada en el suelo permite ver lo que pasó. Primero dispararon contra la bombilla de carburo y después abatieron a Jojo. A la luz de la linterna eléctrica cogemos lo que se encuentra frente a Jojo, mi bolsa y lo que él había ganado. La camisa ha sido arrancada y el cinturón que traía junto a la piel cortado con una navaja o un machete. Por supuesto que todos los jugadores han huido. El segundo tiro debe haber sido disparado para hacerlos salir más deprisa. Tampoco habían muchos cuando me levanté. Ocho hombres sentados, dos en pie, los cuatro tipos de los rincones y el chico que servía las bebidas. Todo el mundo ofrece sus servicios. Llevamos a Jojo a casa de Miguel, que tiene una cama de troncos en su barraca. Jojo permanece en coma toda la mañana. La sangre ha coagulado, ya no mana. Según un minero inglés, es bueno y es malo, porque si hay fractura de cráneo la hemorragia es interna. Decido no moverlo. Uno del Estado de Minas Gerais de Callao, viejo amigo de Jojo, ha salido a una otra mina en búsqueda de un tipo que dicen que es médico. Estoy muy alicaído. Se lo explico todo a Mustafá y a Miguel y ellos me reconfortan diciendo que si el golpe estaba preparado horas antes y si yo le había avisado suficientemente nada más podía hacer. Sobre las tres de la tarde, Jojo abre los ojos. Le damos a beber algunas gotas de ron; después, con dificultad, murmura: — Ha llegado mi hora, lo sé. No me toquéis. Tu no tuviste la culpa, Papi, fui yo el culpable. — Respira con fuerza y añade: — Miguel, detrás de la valla de tu cerdo hay enterrada una caja. Que el Tuerto se la entregue a mi mujer, Lola. Después de estos minutos de lucidez, vuelve a entrar en coma. Muere al ponerse el sol. La gorda de la primera taberna, Doña Carmencita, vino a ver a Jojo. Trajo algunos diamantes y tres o cuatro billetes que había cogido, por la mañana, en la sala de la partida. Aunque ya había entrado gente en sala, nadie tocó ese dinero ni los diamantes. Casi toda la aldea vino al funeral. Ahí están los cuatro brasileños, siempre con la camisa por fuera. Uno de ellos se aproxima a mí y me extiende la mano, hago como que no lo veo y le doy un manotazo amistoso en la barriga. No me he engañado, la pistola está ahí, donde yo la había localizado. Me pregunto a mí mismo si debo actuar contra ellos. ¿Ahora? ¿Más tarde? ¿Que hacer? Nada. Demasiado tarde. Siento la necesidad de estar sólo, pero la costumbre, después de un entierro, es ir a beber un vaso de cada taberna cuyo dueño haya asistido a la

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ceremonia. Siempre van todos. Cuando estamos en la de Doña Carmencita, ella viene sentarse a mi lado, con el vaso de anís en la mano. En el momento en que levanto el vaso para beber, ella también levanta el suyo, pero sólo para ponerlo delante de la boca y disimular que me está hablando. — Más vale que haya sido él que no tu. Ahora puedes ir tranquilamente a dónde quieras. — ¿Por qué tranquilamente? — Porque todo el mundo sabe que vendiste siempre al libanés lo que ganaste. — Sí, pero ¿ y si matan el libanés? — Es verdad. Eso es otro problema. Me voy solo, dejando a los amigos sentados a la mesa, después de haberle dicho a Doña Carmencita que todos los vasos son por mi cuenta. Al pasar por el camino que lleva a aquello que llaman cementerio, un pedazo de terreno desbrozado de unos cincuenta metros cuadrados, sin saber exactamente por qué sigo por él. En el cementerio, ocho tumbas. La de Jojo es la última; delante de ella, Mustafá. Me acerco. — ¿Que haces ahí. Mustafá? — Vine rezar por este viejo amigo a quien apreciaba mucho y también traerle una cruz. Te has olvidado de hacer una. Mierda! Es verdad. No pensé en la cruz. Aprieto la mano de este buen árabe y se lo agradezco. — ¿No eres cristiano? — me pregunta. — No te vi rezar cuando han echado la tierra. — Quiero decir... ciertamente que hay un Dios, Mustafá — le digo para agradarle. — Además, te agradezco que me hayas protegido, en vez de seguir protegiendo a Jojo eternamente. Más que rezar, perdona a este hombre que fue un golfillo miserable de los barrios de Belleville. Sólo había aprendido un único oficio, echar los dados. — ¿Que dices? No te entiendo. — Da igual. Acuérdate sólo de esto: lamento sinceramente que él haya muerto. Intenté ponerlo a salvo. Pero nadie se debe creer más espabilado que otros porque un día encontrará a uno más rápido que él. Jojo está bien aquí. Va a dormir para siempre junto de aquello que adoró, la aventura y la naturaleza, con el perdón de Dios. — Sí, Dios le perdonará, seguro, porque era un buen hombre. — Es cierto. Regreso a la aldea, lentamente. Es verdad que no le deseo mal a Jojo, aunque casi me haya condenado. Su entusiasmo, la energía desbordante, la juventud a pesar de sus sesenta años, el aire de gran señor del barrio: “Hay que mantener la línea, ¡dios Mío! Mantener la línea!...” Y, además, yo estaba prevenido. Era capaz de rezar una oración para agradecer a José los consejos que me dio. Sin él, yo ya no estaría aquí. Dulcemente envuelto en mi hamaca, fumando un puro tras otro para llenarme de nicotina y ahuyentar los mosquitos, planeo mi vida.

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Bueno. Tengo diez mil dólares, tras unos pocos meses de libertad. Tanto en Callao como aquí, encontré hombres y mujeres de todas las razas y de diversas procedencias sociales, pero todos de un calor humano extraordinario. Sentí a través de ellos y de la vida junto a la naturaleza, en este ambiente tan diferente del de la ciudad, cuán maravillosa es la libertad por la cuál tanto luché. Por otro lado, la guerra acabó gracias al Gran Charlot (1) y a esos bomberos del mundo que son los “americanos”. En esa confusión de millones de personas, un forzado vale realmente muy poco. Tanto mejor, eso va a ayudarme: en medio de todos los problemas a resolver, tendrán otras cosas que hacer que preocuparse en saber adónde fui. (1) Charles de Gaulle. (N. de la T.) Tengo treinta y siete años, trece de los cuales en la cárcel, cincuenta y tres meses de soledad absoluta, contando, además de la Reclusión, la Santé, La Conciergerie y la prisión central de Beaulieu. Soy un bocado difícil de clasificar, no soy un pobre diablo que sólo tiene la posibilidad de trabajar con el pico, la pala, o el hacha, pero tampoco tengo un verdadero oficio que me permita ser un buen operario, por ejemplo, mecánico o electricista, para poder ganarme la vida en cualquier país. Por otro lado, al no tener los estudios suficientes, no puedo ocupar un puesto de grandes responsabilidades. Se debería aprender siempre, a la vez que los estudios, un buen oficio manual. Si, por cualquier razón, fallásemos en los estudios, podríamos defendernos en la vida. No quiero decir que con alguna instrucción nos sintamos superiores al barrendero de las calles — nunca desprecié a ningún hombre, a no ser los vigilantes y a los polizontes —, pero no nos sentimos bien en nuestra piel, nos sentimos desplazados; por más que queramos no conseguimos ser felices. En resumen, estoy instruido de más y, a la vez, no lo estoy bastante. Mierda! Resumiendo, no es brillante. Y, después, ¿como dominar los impulsos más profundos, cuando se es una persona normal? Yo debo buscar la tranquilidad, la paz, vivir como los registrados reformados de Callao; pero lo que siento, allá en el fondo, es una especie de explosión de una violenta sed de vida. La aventura me llama con tal fuerza que me pregunto a mí mismo si algún día quedaré tranquilo. También es verdad que tengo que vengarme, es verdad que es imposible perdonar a aquellos que me hicieron todo este mal; a mí y a los míos. Calma, Papi! Tienes tiempo. Despacio, ten confianza en el futuro. Tu, que prometiste vivir correctamente en este país, ya estás metido en plena aventura, olvidando la promesa. Como me es de difícil vivir como todo el mundo, obedecer como todo el mundo, caminar al mismo paso que todo el mundo, teniendo, como regla, la aceptación de dos medidas: el tiempo y la distancia. Una de dos, Papi: o quieres respetar este país bendecido y abandonas tu venganza, o no puedes olvidar esa idea fija y, como necesitarás entonces de mucho más dinero que el que eres capaz de ganar trabajando, será necesario volver a la aventura. En el fondo, esa fortuna indispensable, puedo ir buscarla a otro lado, fuera de Venezuela. No está mal pensado, chaval. A ver. Hay que pensarlo bien. Durmamos. Pero, antes, no dejo de ir, durante largos ratos, a admirar la luna, las estrellas, escuchar los mil ruidos, los mil gritos de la selva que envuelve la aldea con su misteriosa frontera, pared tan sombría cuanto

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más brillante es la claridad lunar. Y duermo, duermo dulcemente envuelto en la hamaca, feliz en lo más íntimo de mi ser por sentirme libre, libre, libre y dueño de mi destino.

4.- EL ADIÓS A CALLAO Sobre las diez de la mañana del día siguiente voy a buscar el libanés. — Entonces, ¿llego a Callao o a Ciudad Bolívar, voy a las direcciones que me diste y me pagan los vales que firmaste? — Claro, puedes quedarte tranquilo. — ¿Y si te asesinan a ti también? — No tiene nada que ver con eso, te pagaran igual. ¿Vas a Callao? — Si. — ¿De que región de Francia eres? — De cerca de Avignon, no lejos de Marsella. — Mira! Tengo un amigo marsellés, pero vive lejos de aquí. Se llama Alexandre Guigue. — No puede ser! Es un gran amigo mío. — Mío también. Me alegro de que lo conozcas. — ¿Donde vive y como podré encontrarlo? — Está en Brasil, en Boa Vista. Está muy lejos y es complicado ir hasta allá. — ¿A que se dedica? — Es barbero. Es fácil encontrarlo: pregunta por el barbero dentista francés. — ¿Es también dentista? — pregunto yo, sin poder contenerme la risa. Es que yo conozco muy bien a Alexandre Guigue, un tipo extraordinario. Subió al presidio al mismo tiempo que yo, en 1933, hicimos el viaje juntos y tuvo tiempo de sobra para contarme su caso en detalles. En 1929 o 30, un sábado por la noche, Alexandre y un amigo bajaron tranquilamente del techo de mayor joyería de Lisboa. Habían roto la puerta de un dentista que quedaba precisamente por encima de la joyería. Para conocer bien los sitios, asegurarse de que el dentista se iba con la familia todos los fines de semana y sacar los moldes de la puerta de entrada y del consultorio, se había obligado a ir allá varias veces, con el pretexto de empastar dos dientes. “Excelente trabajo, además, porque los empastes todavía se aguantan. En dos noches, tuvimos todo el tiempo que quisimos para sacar las joyas y cortar, eficazmente y sin ruido, dos cajas fuertes y un mueblecito. “El cine hablado no existía todavía en esa época, pero el dentista debía tener una capacidad fantástica para describir a las personas, porque al dejar Lisboa, en la estación, los polizontes nos cayeron encima, sin pestañear. La justicia portuguesa nos condenó a diez y doce años de cadena. Algún tiempo después,

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nos reencontramos los en la prisión de Angola, al sur del Congo Belga y del Congo Francés. No tuvimos dificultad en huir: nos vinieron buscar de taxi. Yo, en un burro, voy a Brazzaville y mi amigo a Léopoldville. Ni te cuento mis aventuras en el Congo, algunos meses más tarde era atrapado de nuevo. Mi colega también, además. Los franceses se niegan a entregarme a los portugueses y me mandan a Francia, donde me endiñan veinte años de ‘jaula' en vez de los diez que había pillado en Portugal.” Él había huido de la Guayana. Supe que había pasado por Georgetown y que se fue efectivamente a Brasil, montado en un buey, a través de la selva. ¿Y si fuese a su encuentro? Eso mismo, voy a ir a Boa Vista. Es una gran idea! Salgo con dos hombres que dicen conocer el camino para llegar a Brasil y que me ayudarán a transportar el material de cama y de cocina. Durante más de diez días erramos por la selva, sin siquiera llegar a Santa Helena, última aldea minera antes de la frontera brasileña, y nos encontramos, tras quince días, casi en la frontera de la Guayana Inglesa, en una mina de oro, Aminas. Con la ayuda de los indios, alcanzamos el río Cuyuni, que nos lleva a una aldea venezolana, Castillejo. Ahí, compro machetes y limas para dárselas a los indios, como agradecimiento, y abandono a los pseudo guías, conteniéndome para no partirles la cara. Realmente ellos conocían la región tan bien como yo. Acabo por encontrar en la aldea a un hombre que conoce la zona y que quiere ser mi guía. Cuatro o cinco días más tarde, llego a Callao. Agotado, completamente vencido por la fatiga, delgado como un perro, al caer la noche llamo finalmente a la puerta de Maria. — Es él! Es él! — grita Esmeralda con todas las fuerzas. — ¿Quién? — pregunta la voz de Maria, desde el fondo de una habitación. — ¿Por qué gritas tan alto? Conmovido por volver a encontrar esta simplicidad, después de las semanas que acabo de vivir, sujeto a Esmeralda por los brazos y le pongo la mano en la boca para no dejarla responder. — ¿Tanto ruido a causa de una visita? — pregunta Maria, entrando en sala. Un grito, un grito viniendo del fondo del corazón, un grito de alegría, de amor, de esperanza satisfecha, y Maria se lanza en mis brazos. Mucho tiempo, mucho tiempo después de haber abrazado a Picolino y besado a las otras hermanas de Maria (José está ausente), me acuesto junto a Maria. Me hace las mismas preguntas una vez tras otra: le cuesta creer que yo venga directamente para su casa, sin haber parado primero a saludar al Gran Charlot o en un de los cafés de la aldea. — ¿Vas a quedarte algún tiempo en Callao? — me pregunta. — Si, voy a ver si consigo quedarme algún tiempo.

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— Necesita cuidarte, engordar un poco, voy a hacerte unos buenos petiscos. Cuando te marches, aunque quede con el corazón herido para toda la vida (no es por culpa tuya, tu me avisaste), quiero que estés fuerte para librarte lo mejor posible de las emboscadas de Caracas. El Callao, Uasipata, Upata, Tumeremo, aldeas de nombres raros para un europeo, puntos minúsculos en el mapa de un país que hace tres veces Francia, perdidas en el fin del mundo, donde la palabra “progreso” no significa nada, en el seno de la más maravillosa de las naturalezas, donde mujeres y hombres, tanto jóvenes como viejos, viviendo como se vivía en Europa a principios de siglo, desbordan de pasiones auténticas, de generosidad, de alegría de vivir, de bondad... Raros son los hombres con más de cuarenta años que no hayan soportado la más terrible de las dictaduras, la de Gómez. Por la más mínima cosa eran perseguidos, apaleados hasta la muerte, apaleados con nervios de buey por cualquier representante de la autoridad. Todos los que tenían entre quince y veinte años, de 1925 a 1935, eran cazados como animales por los policías del tirano y, una vez cogidos por los agentes, arrastrados con cuerdas hasta el cuartel. Era el tiempo en que una joven guapa podía ser elegida y raptada por un funcionario importante y después tirada a la calle cuando él se cansaba de ella. Si la familia protestaba, era aniquilada. Es cierto que hubo, de tiempo en tiempo, sublevaciones, verdaderos suicidios colectivos de hombres decididos a vengarse aunque al precio de la propia vida, como el Coronel Zapata. Pero el Ejército acudía deprisa y los que escapaban quedaban estropeados para el resto de sus días, debido a las torturas. Pese a ello, todas estas personas casi analfabetas de estas aldeas retrasadas conservaron el mismo amor y la misma confianza en el hombre. Es para mí una lección permanente que me toca en lo más hondo del corazón. Pienso en todo eso, acostado al lado de Maria. Sufrí bastante, es verdad, fui condenado injustamente, también es verdad, los carceleros franceses eran tan brutales y quizás más diabólicos que los policías y los soldados del tirano, pero aquí estoy yo, entero, habiendo vivido una aventura peligrosa, es cierto, pero también apasionante. Anduve a pie, remé en una piragua, cabalgué en la selva, pero cada día que pasaba era como si fuese un año que yo vivía, de tal modo esa vida de hombre sin ley, desenfrenada, libre de toda barrera moral, de toda obediencia a las órdenes, de tal modo esta vida era plena. Por ello, me pregunto si hago bien en marcharme a Caracas y dejar detrás mío este pedazo de paraíso. Me hago esta pregunta un montón de veces. Al día siguiente, una mala noticia. El representante del libanés, un orfebre especializado en orquídeas de oro con perlas de Margarita y en todas las especies de otras joyas verdaderamente originales, me dice que no puede pagarme contra mis vales porque el libanés le debe mucho dinero. Sólo faltaba eso para mejorar mis negocios! Bien, iré a la otra dirección en Ciudad Bolívar. Pregunto a un vecino: — ¿Conoces a este tipo? — Demasiado, desgraciadamente. Es un ladrón que desapareció llevándoselo todo, hasta unas piezas raras que le había confiado en depósito.

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Si lo que dice este sujeto es verdad, ya no necesito nada más! Aún estoy más pobre que antes de marcharme con Jojo. No está mal! Qué misterioso es el Destino! Sólo a mí me pasan cosas de estas. Y, a más a más, timado por un libanés! Regreso a casa aparvalhado y cabizbajo. Por causa de estos maldecidos diez mil dólares, arriesgué veinte veces mi vida, y no me queda ni un centavo. Pues eso, el libanés no necesita hacer trampas con los dados para ganar. Mucho mejor, ni siquiera se mueve, espera que lleven el “cacao” a su casa. Pero mi gusto por la vida es tal que murmuro para mí mismo: “Tu estás libre, libre, y todavía te revuelves contra el destino? Debes estar bromeando, no hablas en serio! ‘Banco' perdido, quizás, pero la aventura fue extraordinaria: ‘Hagan las apuestas!' — ‘El casino va a reventar!' — ‘Dentro de algunas semanas, o soy rico o soy un hombre muerto!'...” La intensidad emotiva de esta incertidumbre, como si yo estuviese sentado en un volcán, vigilando el cráter, pero sabiendo también que otros cráteres pueden estallar y que es necesario prever de antemano las posibles explosiones, todo eso ¿no valdrá la pérdida de estos diez mil dólares? Vuelvo al principio y analizo la situación: hay que volver rápidamente a la mina antes de que el libanés desaparezca. Y, ya que el tiempo es dinero, no lo desperdiciemos. Voy a buscar una mula, víveres, y en marcha! La pistola y el cuchillo, todavía los tengo conmigo. Una única duda: ¿seré capaz de encontrar la aldea? Alquilo un caballo que Maria cree que es mucho mejor que la mula. Mi único problema es si cojo un camino equivocado, porque hay muchísimas bifurcaciones. — Conozco los caminos, ¿quieres que te acompañe? — me dice Maria. — Me gustaría tanto! Iré sólo hasta la posada donde se dejan los caballos, antes de coger la piragua. — Es muy peligroso para ti, Maria, y sobre todo para regresar sola. — Esperaré a alguien que regrese a Callao. Así estaré segura. Déjame, mi amor! Hablo del asunto con José, que asiente: — Te presto mi revólver, Maria sabe usarlo. Y así, después de cinco horas a caballo (alquilé uno para Maria), nos encontramos los dos solos, sentados a la orilla del camino, Maria y yo. Ella viste unos pantalones de amazona, regalo de una amiga llanera. Liana es una gran planicie de Venezuela, donde las mujeres son valerosas, indomables, disparan con revólver o fusil como un hombre, manejan el cuchillo como un esgrimista, montan a caballo como verdaderas amazonas. Auténticos hombres y, sin embargo, saben morir de amor. Maria es precisamente lo contrario. Es dulce, sensual, tan próxima a la naturaleza que da la impresión de formar parte de ese todo. Eso no la impide saber defenderse, con o sin arma, porque es valiente. Nunca, nunca podré olvidar estos días de viaje antes de llegar a la posada. Días y noches inolvidables, cuando, cansados de gritar nuestra alegría, eran los corazones que cantaban. Nunca seré capaz de describir la

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felicidad de estas pausas de sueño, en que nos debatíamos en la frescura del agua cristalina y después, aún mojados, completamente desnudos, hacíamos amor en el césped del margen, rodeados por el murmullo multicolor de los colibríes, de las mariposas, de las libélulas de la selva, cuyo baile parecía hacer parte de estos amores de seres jóvenes, amándose en la naturaleza. Partíamos saciados de caricias, tan llenos de una especie de embriaguez, que me pellizcaba para tener la certeza de que estaba despierto. Cuánto más nos aproximamos a la posada, mejor oigo la intensidad vocal pura y natural de Maria cantando valses de amor. Cuánto más se acorta la distancia, más retraso el paso del caballo y busco cualquier excusa para pararnos otra vez. — Maria, creo que es mejor dejar descansar un poco al caballo. — Al paso que vamos, no será él quién estará cansado cuando lleguemos, Papi, sino nosotros— dice ella, rompiendo a reír, mostrando unos dientes que parecen perlas. Conseguimos tardar seis días para llegar hasta la posada. Al verla, de golpe me dan ganas de pasar allí la noche y volver al camino de Callao. Volver a vivir la pureza de estos seis días apasionados me pareció de súbito mil veces más importante que los diez mil dólares. Es un deseo de una extraña violencia que me hace temblar íntimamente. Pero, más fuerte que eso, hay una voz que me dice: “No seas tonto. Papi. Diez mil dólares es una fortuna, la primera parte de la suma que necesitas para ejecutar tus proyectos. No debes abandonarlos!” — Mira, la posada — dice Maria. Y, en contra de todo lo que pienso y siento, le digo a Maria lo contrario de lo que desearía decirle: — Sí, llegamos a la posada, Maria. Nuestro viaje terminó, mañana te dejo. Cuatro buenos remeros, la piragua desliza en el agua del río, a pesar de la contracorriente. Cada remada me aleja de Maria, que, desde la orilla, me ve a alejarme. ¿Donde está la paz, el amor, donde está, quien sabe, la mujer predestinada a construir conmigo un hogar, una familia? Me esfuerzo por no mirar atrás, con ganas de gritar a los remeros: “Vuelvan!” Tengo que ir a la mina a buscar la pasta y lanzarme lo más deprisa posible a otras aventuras para juntar el dinero del gran viaje a París, ida y vuelta, se es que hay una vuelta. Una sola promesa: no le haré mal al libanés. Cogeré en lo que me pertenece, ni más, ni menos. Nunca sabrá que le debe el perdón a los seis días de paseo en este paraíso, al lado de la joven más maravillosa del mundo, la princesita de Callao, Maria. — ¿El libanés? Tengo la impresión de que se fue— me dice Miguel, después de haberme abrazado.

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Había encontrado la barraca cerrada, es verdad, pero siempre con el espantoso cartel: “Mi mayor tesoro es la honestidad”. — ¿Crees que se fue? Ah, el bribón! — Ten calma, Papi! Vamos a ver. La duda no ha sido larga, ni la esperanza. Mustafá me confirma que se fue, pero ¿adónde? Sólo después de dos días de búsqueda un minero me dice que se había ido en dirección a Brasil, con otros tres, pero todos me garantizaron que él es un hombre honesto! Entonces les cuento la historia de Callao y lo que supe acerca del socio que huyó de Ciudad Bolívar. Cuatro o cinco tipos, entre ellos un italiano, dicen que, si eso es verdad, han sido robados. Sólo un viejo guianês no concuerda con la discusión. Para él sólo hubo un ladrón: el griego de Ciudad Bolívar. Se le da vueltas al asunto, pero en el fondo siento que lo perdí todo. ¿Que voy a hacer? ¿Visitar a Alexandre Guigue, en Boa Vista? Brasil queda lejos. Para ir a Boa Vista hay que hacer quinientos kilómetros a través de la selva. La última experiencia fue muy peligrosa. Por poco no quedé ahí. No, voy ya tratar de estar en contacto con las minas y volveré cuando sepa que el libanés ha vuelto. Con todo arreglado, iré a Caracas, después de coger a Picolino, al pasar. Es la mejor solución. Mañana regreso a Callao. Ocho días después, estoy en casa de José y Maria. Se lo cuento todo. Maria me dice palabras gentiles y dulces que me dan coraje. El padre insiste en que me quede con ellos: — Se quieres, atracamos las minas de Caratal. Río, dándole unas palmaditas en el hombro. No, la verdad es que esto no me dice nada, no debo quedarme aquí. Sólo el amor que tengo por Maria y lo que de ella recibo me puede retener en Callao. Estoy más preso de lo que creía y deseaba. Es un amor verdadero, fuerte, pero aun así no lo suficientemente grande para vencer mi idea fija de venganza. Está todo en orden, hablé con un camionero, saldremos mañana, a las cinco de la madrugada. Mientras me afeito, Maria sale de la habitación y se refugia en la de sus hermanas. Con el sexto sentido que tienen las mujeres, sabe que esta vez partida es en serio. Picolino está sentado a la mesa de sala, limpio, bien peinado. Al su lado, Esmeralda, con la mano en su hombro. Hago un movimiento en dirección al cuarto donde está Maria, pero Esmeralda me detiene. — No, Enrique. Y bruscamente se precipita hacia la puerta y desaparece también en la habitación. José nos acompaña hasta el camión. No cambiamos una palabra durante el recorrido.

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Camino de Caracas, lo más aprisa posible. Adiós, Maria, flor de Callao, me diste mucho más en amor y ternura que todo el oro que jamás se extraerá de estas minas.

5.- CARACAS El viaje fue penoso, sobre todo para Picolino. Mil kilómetros, veinte horas de camino, además de las paradas. Pasamos algunas horas en Ciudad Bolívar y, después de cruzar el magnífico Orinoco en una barca, una carrera desenfrenada en este camión que gira como un loco, conducido por un tipo de la tierra, que tiene felizmente una resistencia de hierro. Por último, al día siguiente por la tarde, llegamos a Caracas. Son las cuatro. De pronto descubro la ciudad. El bullicio de las personas que van y vienen me absorbe completamente. París, 1929, Caracas, 1946. He pasado diecisiete años sin ver una gran ciudad. En Trinidad y Georgetown pasé sólo algunos meses. Caracas es bella, majestuosa, con sus casas coloniales de un piso, rodeada por los montes Ávila, esparcida por toda la longitud del valle. Situada a novecientos metros de altitud, goza de una eterna primavera, no es demasiado caliente, ni fría. “Tengo confianza en ti, Papillon”, me repite el Dr. Bougrat al oído, como si asistiese a nuestra entrada en esta grande y bulliciosa ciudad. Por todas partes hay personas de todos los colores, del más claro al más oscuro, sin ningún complejo de raza. Todo el mundo, del negro al rojo o al blanco más puro, toda esta población variada vive con la alegría más embriagadora de verse en los primeros momentos. Con Picolino del brazo, me dirijo al centro de la ciudad. El Gran Charlot me dio la dirección de un antiguo forzado que tiene una pensión, la Pensión Maracaibo. En verdad, han pasado diecisiete años, una guerra eliminó a centenas de millares de hombres de mi edad en muchos países, entre los cuales está el mío, Francia. De 1940 a 1945, también ellos han sido apresados, muertos o heridos, muchas veces inutilizados para el resto de su vida. Tu, tu estás aquí, Papi, en una gran ciudad! Tienes treinta y siete años, eres joven, eres fuerte, mira a tu alrededor a todos estos seres, la mayor parte de los cuales humildemente vestidos: ríen de satisfacción. Las canciones no existen sólo en el aire, difundidas por los discos de moda. Están también en el corazón de todo el mundo, sin excepción. En casi todos los autobuses se ve inmediatamente que algunos llevan no una vida miserable, sino, peor que eso, sufren el infortunio de ser pobres y que no sepan defenderse en esta selva que es una gran ciudad. Qué bella es la ciudad! Y son sólo las cuatro de la tarde. ¿Como será por la noche, con los miles de luces eléctricas? Y, sin embargo, todavía estamos en un barrio popular que no es muy afamado. Comienzo a gastar:

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— Psst, taxi! Sentado a mi lado Picolino ríe como un niño y babea a todo momento. Le limpio la boca, él me lo agradece con la mirada y tiembla de emoción. Para él, estar en la ciudad, en una gran capital como Caracas, es, ante todo, la esperanza de encontrar hospitales y médicos capaces de que transformen el guiñapo humano en que se volvió en un hombre normal. Milagro de esperanza. Tomó mi mano entre las suyas mientras a nuestro lado desfilan calles y calles llenas de gente, tan llenas que están con las aceras completamente cubiertas. Los coches, las bocinas, la sirena de una ambulancia y el pito de los bomberos, los pregones de los vendedores ambulantes, los gritos de los vendedores de los periódicos de la tarde, el chirriar de los frenos de un camión, los drim-drons de los tranvías, la campanilla de las bicicletas, toda esta algazara, estos ruidos, estos gritos que nos envuelven, nos atontan, que casi nos embriagan, todos estos gritos diferentes que perturban el sistema nervioso de otros, provocan en nosotros un efecto contrario, nos despiertan a ambos, nos hacen comprender que estamos lanzados en el ritmo loco de la vida mecánica moderna, y, en vez de ponernos nerviosos, nos sentimos maravillosamente felices. Por más fuerte que sea el ruido, no nos atonta. Hace tantos años que vivimos en silencio! Porque hace diecisiete años que conozco el silencio, el silencio de las cárceles, de la penitenciaría, la más que silenciosa Reclusión, el silencio de la selva y del mar, de las aldeas perdidas donde las personas viven felices. Le digo a Picolino: — Entramos en la antecámara de París, Caracas, una verdadera ciudad. Aquí, van a curarte y yo encontraré mi camino y cumpliré mi destino, tenlo por cierto. Su mano aprieta la mía, una lágrima brota de sus ojos. Su mano tiene un calor tan fraternal que la retengo para no perder nada de este maravilloso contacto, y, como el otro brazo está paralítico, soy yo quien limpia esta lágrima de mi amigo, de mi protegido. Llegamos, en fin, a la pensión del forzado Emile S. Él no está, pero la mujer, una venezolana, cuando le dijimos que veníamos de Callao, supo quien éramos y se apresuró a darnos un café y una habitación con dos camas. Acuesto a Picolino, después de haberlo ayudado a tomar una ducha. Está cansado y excitado. Cuando salgo, me hace grandes señas. Sé lo que quiere decirme: “Volverás, ¿no es verdad? No me dejes aquí solo”. — No, Pico! Voy a tardar sólo unas horas en la ciudad. Vendré temprano. Aquí estoy, en Caracas. Son las siete cuando bajo la calle hacia la Plaza Simón Bolívar, la mayor de la ciudad. Hay una explosión de luz por todas partes, en una maravillosa profusión de electricidad, de neones de todos los colores. Lo que me extasía son los anuncios luminosos, coloreados, verdaderas serpientes de llamas que, tal como los fuegos fatuos, aparecen y desaparecen en un verdadero baile orquestado por un mago.

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La plaza es bonita. Al centro, una gran estatua de bronce de Simón Bolívar, en un enorme caballo. Tiene un porte orgulloso, presentado con la nobleza que debía poseer su alma. Admiro, de todos los lados, a este libertador de América Latina y no puedo dejar de saludarlo en mi español deficiente, en voz baja para que nadie me oiga: — Hombre! Que milagro estar a tus pies, tu, el hombre de la libertad, yo, un pobre diablo que siempre luchó por esta libertad de la cual eres la propia encarnación! Por dos veces vuelvo a la pensión, a cuatrocientos metros de la plaza, antes de encontrar a Emile S. Me dice que estaba avisado de nuestra llegada por una carta de Charlot. Vamos a beber un vaso para hablar tranquilamente. — Hace diez años que estoy aquí — me cuenta Emile. — Me casé, tengo una hija y mi mujer es la dueña de la pensión. Es por ello que no os puedo ayudar en mucho; pero sólo pagaréis la mitad del precio. — Maravillosa solidaridad la de los ex-forzados, cuando uno de ellos se encuentra en dificultades. Continúa: — Ese pobre diablo que está contigo ¿es un viejo amigo? — ¿Le has visto? — No, pero mi mujer me ha hablado de él. Dice que es un verdadero guiñapo humano. ¿Es retrasado? — Al contrario, y ahí es donde reside el drama. Está en la plenitud de sus facultades mentales, pero la boca, la lengua y el lado derecho hasta la bacía están paralizados. Le conocí en El Dorado, ya en ese estado. No se sabe ni su identidad y si es un duro o un relegado. — No entiendo por qué vienes con ese desconocido. No sabes ni si es un buen tipo, un hombre normal. Además de eso, es un verdadero peso para ti. — Ya hace ocho meses que cuido de él. En Callao, encontré a mujeres que lo cuidaban. A pesar de todo es incómodo. — ¿Que vas a hacer con él? — Hospitalizarlo, se es posible. O encontrar una habitación, aunque sea muy modesta, pero con ducha y lavabo, para cuidar de él hasta que encuentre un lugar donde lo pueda instalar. — ¿Tienes pasta? — Algo, pero debo tener cuidado porque, a pesar de comprenderlo todo, hablo mal el español y no me va a ser fácil defenderme. — Sí, no es fácil, aquí hay más operarios que empleos. De cualquier manera, Papi, puedes quedarte en mi casa los días que te hagan falta para encontrar cualquier cosa. Ya veo. Aunque generoso, Emile está aburrido. La mujer debe haberle dado una idea muy mala de Picolino, con la lengua colgando y los gruñidos de un animal. Debe pensar en la mala impresión que eso puede causarle en la clientela. Mañana, le doy de comer en la habitación. Pobre Picolino, que duerme a mi lado su camita de hierro! Ni pagando tu comida y tu cama, no quieren saber de ti. Los enfermos, ya ves, molestan a los que están sanos. Su cara torcida

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provoca en los otros las ganas de reír. Es la vida. No eres aceptado por un grupo si no aportas algo, por tu personalidad: sólo si eres tan neutro que no molestas a nadie. Un móvil vivo, eso se soporta. No te importe! Aunque yo no tenga tanta maña como las chavalas de Callao, tu tendrás siempre a tu lado más que un amigo: un aventurero que te adoptó y que hará de todo para que no te mueras como un perro. Emile me ha dado varias direcciones, pero en ningún lado hay trabajo para mí. He ido dos veces al hospital para intentar internar a Pico. Nada a hacer. Dicen que no hay camas libres y los papeles de ex-presidiario de El Dorado no mejoran las cosas. Ayer me preguntaron como y por qué lo tenía a mi cargo, la nacionalidad, etc. Cuando le cuento al escribiente del hospital que él me había sido confiado por el director de El Dorado y que me comprometí a cuidar de él, ese idiota saca la siguiente conclusión: — Bien, si él fue liberado porque usted se encargó de proveer sus necesidades, alójelo y cuídelo en su casa. Si no es capaz, hubiese sido mejor haberlo dejado allí. Cuando me pregunta mi dirección le doy una falsa, no me fío de este tipo, ejemplo internacional del funcionario mediocre que quiere mostrar su importancia. Rápidamente, lavo a mi Picolino. Estoy desesperado, tanto por mí como por él. Siento que ya no puedo continuar en casa de Emile, cuya mujer se lamenta de tener que cambiar todos los días las sábanas de Pico. Por ello, todas las mañanas lavo las partes sucias, lo mejor posible, en el lavabo, pero tarda en secar y eso se nota pronto. Entonces compro una plancha y seco las partes lavadas con el hierro caliente. ¿Qué hacer? No lo sé muy bien. Hay que encontrar rápidamente una solución. Pruebo por tercera vez internar a Picolino en un hospital, sin resultado. Son las once cuando salimos de ahí. Si así están las cosas, va a ser necesario emplear grandes remedios y decido dedicar toda la tarde a mi amigo. Le llevo al Calvario, un magnífico jardín lleno de plantas y flores tropicales, sobre una colina, en el mismo centro de Caracas. Allá arriba, en un banco, admirando el espléndido panorama, comemos arepas con carne y bebemos una botella de cerveza. Después enciendo dos cigarrillos, uno para Pico y otro para mí. Picolino fuma con dificultad, baboseando el cigarrillo. Él siente que el momento es importante, que le quiero decir algo que le sentará mal. Sus ojos están angustiados y parecen decirme: “Habla, habla deprisa! Siento que has tomado una decisión importante. Habla, te lo pido!” Leo todo eso en sus ojos tan claramente como si estuviese escrito en ellos. Me siento mal y vacilo. Finalmente le digo: — Pico, hace tres días que miro de hospitalizarte. No hay nada que hacer, no quieren saber nada de ti. ¿Entiendes? Sus ojos de responden afirmativamente.

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— Por otro lado, no podemos ir al consulado francés sin que nos arriesguemos a un pedido de extradición. Él encoge el hombro bueno. — Oye. Hay que hacer que te cures y para curarte debes seguir un tratamiento. Eso es lo principal. Sabes que no tengo dinero suficiente para mandar tratarlo. Vamos a hacer lo siguiente: pasaremos la noche juntos, te llevo al cine y mañana por la mañana te dejo en la Plaza Simón Bolívar sin ninguna identificación. Ahí, te acuestas junto a la estatua y no te muevas. Se alguien quiere levantarte o sentarte, niégate. De modo que, pasado poco tiempo, llamarán a un policía, el cual pedirá una ambulancia. Yo la seguiré en un taxi para saber a que hospital te llevan. Esperaré dos días antes de ir a verte a la hora de la visita, para poder mezclarme con la multitud. La primera vez, al pasar cerca de tu cama, quizás no te hable, pero voy a dejarte cigarrillos y algún dinero. ¿Está bien? ¿De acuerdo? Me pone su brazo útil en el hombro y me mira intensamente. Su mirada es una extraordinaria mezcla de tristeza y gratitud. La garganta se contrae, hace un esfuerzo sobrehumano para, con la boca torcida, hacer salir un sonido ronco que es casi uno “sí, gracias!” Al día siguiente, las cosas suceden como yo había previsto. Menos de un cuarto de hora después de que Picolino se haya acostado junto a la estatua de Simón Bolívar, tres o cuatro viejos que descansaban a la sombra de los árboles avisan a un policía. Veinte minutos después, una ambulancia viene a buscarlo. La sigo en un taxi. No tengo dificultades, dos días después, mezclado con un grupo de visitantes, en encontrarlo en la tercera de las enfermerías que recorro. Por suerte, está entre dos enfermos muy graves y puedo hablarle un poco, sin peligro. Está loco de alegría por verme y se mueve quizás demasiado. — ¿Te tratan bien? Hace señas afirmativamente con la cabeza. Miro para la ficha, al pié de la cama: “Paraplejia o malaria con complicaciones secundarias. Tratamiento a realizar cada dos horas”. Le dejo seis cajetillas, fósforos y veinte bolívares en monedas. — Hasta la vista, Pico! Ante su mirada desesperada y suplicante añado: — No te inquiete, vendré a verte, viejo! No hay que olvidar que, para él, me he vuelto indispensable. Soy la única persona que le liga al mundo. Hace quince días que estoy aquí y los billetes de cien bolívares desaparecen deprisa. Felizmente tenía un guardarropa decente cuando llegué. Conseguí un cuartucho barato, pero no lo bastante, para mí. Ni una mujer al contado. Sin embargo, las chavalas de Caracas son guapas, finas,

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y tienen un espíritu vivo. Lo difícil es trabar conocimiento. Estamos en 1946 y no es costumbre que las mujeres se sienten solas en el café. Una gran ciudad tiene sus secretos. Para podernos defender de ellos hay que conocerlos y para conocerlos es necesario tener profesores. Esos profesores de la calle, ¿quienes son? Toda una fauna misteriosa, con su lenguaje, sus leyes, sus costumbres, vicios, sus propios trucos para, cada día, desvencijarse y ganar con que vivir durante veinticuatro horas. El problema es ganarse la vida lo más honestamente posible. No es fácil. Como los otros, me libro de dificultades con pequeñas chapuzas, muchas veces chistosas y sin maldad. Por ejemplo, un día encuentro un colombiano que conocí en la prisión de El Dorado: — ¿A que te dedicas? Me dice que en ese momento se gana la vida vendiendo boletos de un soberbio Cadillac. — Porras! ¿Tienes dinero para ser dueño de un Cadillac? Se retuerce de risa y después me explica el negocio: — Es el Cadillac del director de un gran banco. Es él mismo quien lo conduce; llega sobre las nueve de la mañana y lo aparca con mucho cuidado, a cien o ciento cincuenta metros del banco. Somos dos. Uno de nosotros, no siempre el mismo, para no llamar la atención, le sigue hasta la puerta del banco donde trabaja. En caso de peligro, emite un silbido especial que no se confunde con ningún otro. Eso sólo pasó una vez. Entonces, entre su llegada su salida, durante una hora, pomos en el coche un cartelito blanco con letras rojas que dice: Venta de boletos para poder ganar este Cadillac. Los números se corresponden a los de la lotería de Caracas. Se sortea el próximo mes. — Eso es alucinante! Entonces, ¿vendes boletos de un Cadillac que no te pertenece? ¿Estás tonto? ¿Y los policías? — Nunca son los mismos y, como son ingenuos, no se les ocurre que es un timo. Se interesan poco por nosotros; les ofrecemos uno o dos boletos y cada uno sueña que va, quizás, a ganar el Cadillac. Si quieres conseguir algún dinero, como nosotros, ven, te presentaré a mi socio. — ¿No crees que es un poco indecente robar a los desgraciados? — Piénsalo bien! Los boletos cuestan diez bolívares, de modo que sólo los podemos vender a la gente de pasta. Por lo tanto, no hacemos daño a nadie. Y ahí estoy yo, después de haber visitado al socio, metido en este asunto. No es brillante, Papi, pero hay que comer, dormir, estar limpio y al mismo elegante, y guardar el mayor tiempo posible, como reserva, los pocos diamantes que has traído de El Dorado y dos billetes de quinientos bolívares que conservo como

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un avaricioso dentro de mi “estuche ( 6)”, como si todavía estuviese en la cárcel. ¿Por que nunca he dejado de traer conmigo el estuche? Por dos razones: podrían robármelo de la habitación del hotel, que está en un barrio dudoso, y si lo llevo en un bolsillo me arriesgo a perderlo. De todas formas, hace catorce años que llevo el estuche en el colon. Año más, año menos, no importa y me siento más tranquilo. La venta de los boletos falsos duró quince días y continuaría si, un día, un cliente muy interesado no hubiese comprado dos billetes y observado en detalle el maravilloso coche que soñaba ganar. De golpe, se endereza y exclama: — Pero este coche ¿no es el del doctor fulano, director del banco? Fríamente, sin vacilar, el colombiano le dice: — Efectivamente, lo es. Nos lo confió para que lo rifemos. Piensa, así, sacar más dinero que si lo vendiese directamente. — Es raro... — dice el cliente. — No le hable de ello — añade el colombiano, siempre impasible. —Nos hizo prometer no decir nada, porque sería muy embarazoso que eso se supiese. — Entiendo, porque, en verdad, es bastante extraño de parte de una persona como él! Después de que se aleja lo suficiente, en dirección al banco, retiramos rápidamente el cartelito y lo doblamos. El colombiano desaparece con ella y yo voy a la puerta del banco a avisar a nuestro cómplice de que “habíamos levantado la tienda”. Me retuerzo de risa, por dentro, y no puedo dejar de quedarme cerca de la puerta, para no perderme lo que iba a pasar. No fallo. Tres minutos después veo aparecer al director acompañado por el presunto cliente. Este hace grandes gestos y camina tan rápidamente que tengo la impresión de que está enfadado. Habiendo verificado, probablemente sin sorpresa, de que ya no hay nadie alrededor del Cadillac, vuelven más lentamente y se paran en un café para beber un vaso, en la barra. Como el cliente no se fijó en mí, entro también para divertirme y escuchar su reacción. — Es demasiado descaro! ¿No cree, doctor fulano? Pero el dueño del Cadillac, como todo buen habitante de Caracas, que aprecia el humor, se pone a reír francamente y dice: — Cuando pienso que si hubiese pasado por allí a pie me podrían haber ofrecido boletos de mi propio coche y yo, que soy tan distraído, hubiera

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“Estuche”: tubo de aluminio pulido, de cerca de cinco centímetros, que se abre desenroscándolo por el centro, compuesto por una pieza macho y otra hembra. Es introducido por el ano, de forma que permanece en el intestino grueso. Sirve de escondite clandestino para billetes de banco, etc. (N. del T.)

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capaz de haberlos comprado! Confiese que a pesar de todo es bastante chistoso! Claro que fue la muerte de nuestra lotería. Los colombianos desaparecieron. Yo he ganado cerca de mil y quinientos bolívares; con los que puedo vivir más de un mes, lo que es importante. Los días pasan y la verdad es que no es fácil encontrar algo que hacer. Es la época en que empiezan a llegar de Francia pétainistas y colaboracionistas huidos de la justicia. Sin estar bien informado de las posibles diferencias entre unos y otros, los metí a todos en la misma bolsa, con la etiqueta: ex-gestapos. Por ello, no convivía con ellos. Un mes pasa sin grandes cambios. En Callao no pensaba que sería tan difícil conseguir una situación. Ando de puerta en puerta vendiendo cafeteras especialmente concebidas (como quien dice...) para despacho. El discurso es tan fácil y tan pesado que me aburre: “El señor director cree que, siempre que los empleados bajan a beber un café (práctica corriente en todos los despachos de Venezuela) pierden mucho tiempo, sobre todo si llueve, y durante ese tiempo el señor pierde dinero. Con la cafetera en el despacho, sólo puede ganar por todas las razones”. Quizás ellos ganasen, pero yo no, seguro. Porque muchos patronos me dicen: — Bueno, sabe, en Venezuela llevamos una vida tranquila, también en los negocios. Es por eso, además, que nuestros empleados están autorizados a bajar durante las horas de servicio, para tomar un cafecito. Y es con el aire inteligente que se tiene cuando uno camina por la calle con una cafetera en la mano que me encuentro frente a frente con Paulo, el Boxeur, un viejo conocido de Montmartre. — Anda! Tu eres el mismo Paulo, el... — ¿Y tu no eres Papillon?... Rápidamente, me coge del brazo y me lleva a un café. — Que coincidencia, que extraña coincidencia! — ¿Que haces con esa cafetera en la mano? — Vendiéndolas; es la vida. A fuerza de sacar y guardar la cafetera en la caja, esta se deshizo toda. Le cuento donde estoy y le digo: — ¿Y tú? — Vamos, luego te cuento. Después de haber pagado, nos levantamos y hago un gesto para coger la cafetera. — Déjala ahí, ya no la necesitarás más, te lo garantizo.

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— ¿Seguro? — Por supuesto. Dejo la maldita cafetera sobre la mesa y salimos. Una hora más tarde, en mi casa, después de haber hablado de algunos recuerdos de Montmartre, Paulo ataca. Tiene un negocio formidable en un país cercano a Venezuela. Confía en mí. Si acepto, paso a formar parte del grupo. — Es una molicie, ya está en el saco, chaval! Voy a hablarte en serio: vas a tener tantos dólares que necesitarás plancharlos para que no ocupen demasiado espacio! — ¿Y donde está ese negocio tan extraordinario? — Lo sabrás en el momento oportuno. No te puedo decir nada más. — ¿Cuántos somos? — Cuatro. Uno ya está allá. El otro, vine buscarlo aquí. Le conoces. Es un amigo tuyo, Gaston. — Lo conozco, pero le perdí de vista. — Yo no — dice Paulo riendo. — ¿De verdad que no me puedes decir nada más sobre el asunto? — Imposible, Papi. Tengo mis razones. Pienso deprisa. En la situación en que me encuentro, no tengo donde elegir. O continúo andando con una cafetera u otra cosa cualquiera en las manos, o me vuelvo nuevamente a la aventura y podré, pronto, tener una gran fortuna. Siempre supe que Paulo es muy serio y, si él cree que debemos ser cuatro, es que el trabajito también es una cosa más que seria. Técnicamente debe ser una bonita operación. Y eso, lo reconozco, eso me tienta. — Entonces, Papi, ¿banco? — Banco. Partimos al día siguiente.

6.- EL TUNEL POR DEBAJO DEL BANCO Más de setenta y dos horas de viaje, en un automóvil. Relevándonos al volante. Paulo toma precauciones infinitas. Siempre que llena el tanque de gasolina, el que va al volante deja a los otros dos a trescientos metros de la estación de servicio y viene, después, a buscarlos. Acabo de pasar una media hora con Gaston bajo la lluvia a la espera de que Paulo regrese. Estoy furioso. — ¿Crees que realmente vale la pena toda esta cinta, Paulo? Mira como estamos, hasta podemos morir! — Papi, te estás poniendo pesado! He mandado inflar los neumáticos, cambiar la rueda de atrás, cambiar el aceite y el agua. Eso no se hace en cinco minutos!

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— No te digo lo contrario, Paulo. Pero confieso que no le veo la utilidad a tantas precauciones. — Pues yo sí la veo y soy yo quién manda. Si tu has tenido trece años de presidio, yo cogí diez de reclusión en nuestra bella Francia. Creo que las precauciones nunca son suficientes. Si señalan un coche Chevrolet con una persona en vez de tres, no es lo mismo. Tiene razón, no se habla más de ello. Diez horas después, llegamos a la ciudad, fin de nuestro viaje. Paulo nos deja al inicio de una calle bordeada de viviendas. — Seguid la acera de la derecha. Es una vivienda llamada “Mi Amor”. Entrad como si estuvieseis en vuestra casa, ahí encontraréis a Auguste. Un jardín florido, un arruamento cuidado, una bonita casa con la puerta cerrada. Llamamos a la puerta. — Buenos días, amigos! Entrad — dice Auguste, al abrir. Nos recibe en mangas de camisa, lleno de sudor y de tierra en sus brazos peludos. Le explicamos que Paulo ha ido a aparcar el coche a un aparcamiento al otro lado de la ciudad. Es mejor evitar que una matrícula de Venezuela se vea en esta calle. — ¿Habéis tenido buen viaje? — Si. Nada más. Estamos sentados en el comedor. Noto que llegamos a un momento decisivo y estoy un poco tenso. Ni Gaston ni yo sabemos todavía de que operación se trata. “Cuestión de confianza”, había dicho Paulo en Caracas. “Aceptas o no. O lo tomas o lo dejas. Pero una cosa es cierta: hay tanto dinero en efectivo como nunca soñaste.” Está bien, pero ahora es necesario que las cosas se vuelvan claras y concisas. Auguste nos ofrece café. Excepto algunas preguntas sobre el viaje y nuestra salud, ni una palabra que pueda esclarecer el asunto. Son discretos en esta casa! Oigo cerrarse la puerta de un coche delante de la casa. Seguro que es Paulo, que debe haber alquilado un coche con matrícula del país. Es él. — Aquí estoy! — dice Paulo al entrar en la sala quitándose la chaqueta de cuero. — Todo va bien, chavales! Tranquilamente se bebe el café. Yo no digo nada, espero. Le dice a Auguste que ponga la botella de coñac en la mesa. Sin apresurarse, siempre con un aire satisfecho, nos sirve y por último habla del asunto: — Bien, chavales, estamos en el lugar del trabajo. Imaginad que precisamente delante de esta encantadora vivienda, al otro lado de la calle por donde habéis llegado, está el sótano de un banco que tiene la entrada principal

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situada en una bella avenida paralela a nuestra callejuela. Habréis visto los brazos de Auguste, sucios de tierra barrenta, y es que, sabiendo que erais perezosos, ha empezado ya a trabajar para que no tengáis tanto que hacer. ¿Hacer el qué? — pregunta Gaston, que no es idiota pero es un poco lento de pensamiento. No es gran cosa — dice Paulo sonriendo. — Un túnel que, saliendo de sala de al lado, pasará por debajo del jardín y de la calle y terminará precisamente bajo la caja fuerte del banco, si mis cálculos son correctos. Si no lo son, quizás nos encontremos al otro lado, delante de la calle. En ese caso tendremos que cavar más hondo y buscaremos venir arriba, precisamente en medio. Un poco de silencio y después: ¿Que decís? Un minuto, chaval. Déjame pensar. No es exactamente el trabajo que yo esperaba. ¿El banco es importante? — pregunta Gaston, efectivamente de comprensión lenta, porque si Paulo ha puesto todo esto en marcha, y de esta manera, seguro que no es por una niñería. Mañana pásate por ahí delante y después me cuentas — responde Paulo riendo a carcajadas. — Para darte una pequeña idea, que sepas que hay ocho cajeros. Así ya puedes tener una idea del movimiento diario del banco. Porra! — exclama Gaston golpeándose en el muslo. — Es un banco de verdad! Pues bien, estoy muy satisfecho! Es la primera vez que voy a participar en un golpe especial con cálculos altamente científicos. En suma, es mi bastón de mariscal golpista.

Siempre sonriendo abiertamente, Paulo se vuelve hacia mí: — ¿No dices nada, Papi? — Yo no necesito ser mariscal. Prefiero ser un cabo con bastante pasta para una cosa que quiero hacer. No tengo necesidad de millones. Lo que yo creo, Paulo, es que es uno trabajo gigantesco, y si resulta (siempre hay que tener fe, por lo tanto resultará seguro!) tendremos, hasta el fin de nuestra vida, con que pagar el alquiler y el teléfono. Pero... hay muchos “pero” a resolver! ¿Puedo hacerte unas preguntas, capitán? — Las que quieras, Papi, además tenía la intención de discutir con vosotros todos los pormenores de la cuestión. Porque, si yo soy quien dirige la operación, ya que fui yo quien la estudió, todos nosotros arriesgamos la libertad y quizás la vida. Por ello, haz todas las preguntas que quieras. — Es cierto. Primera pregunta: la sala de al lado, donde debe estar el pozo de la entrada, hasta la acera del lado del jardín cuantos metros hay? — Dieciocho, exactamente. — Segunda, ¿cuál es la distancia que va del arcén del paseo al banco? — Diez metros. — Tercera, ¿has localizado, dentro del banco, en relación al conjunto, la entrada de la caja fuerte? — Claro, alquilé un cofre, en la sala de los cofres pequeños de la clientela. Queda situada al mismo lado de la sala de los cofres fuertes del banco, separada por una puerta blindada con dos cierres de seguridad. Sólo hay una entrada que da a la sala de los cofres pequeños. De ahí, se pasa a la sala de los grandes. Un día, después de varias visitas, al esperar que me

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diesen la segunda llave de mi cofre, vi abrirse la puerta blindada. Al girar me dejó ver la sala y los grandes cofres alineados alrededor. ¿Viste el espesor de la divisoria que separa las dos salas? Es difícil de saber a causa de la armazón de acero. ¿Cuántos escalones hay que bajar hasta la puerta de la caja fuerte? Doce. El suelo de las salas está, por lo tanto, más o menos a tres metros bajo el nivel de la calle. Entonces, ¿que piensas hacer? Va a ser necesario excavar precisamente hasta la separación de las dos salas. Es posible, señalando las clavijas de hierro exteriores que, bajo el suelo de la caja fuerte, fijan los cofres fuertes. De ese modo, con un solo agujero tenemos acceso a las dos salas al mismo tiempo. Sí, pero como los cofres están apoyados en las clavijas hay la posibilidad de ir a dar en un de ellos. No había pensado en ello. En ese caso, nos bastará aumentar el agujero hasta el medio de sala. Creo que más vale hacer dos agujeros de acceso. Uno en cada sala y, si es posible, en medio. También pienso lo mismo ahora — dice Auguste. Está bien. Papi. Date cuenta que aún no estamos ahí, pero es bueno ir pensando en estas cosas con tiempo. ¿Y después? ¿A que profundidad va a quedar el túnel? A tres metros. ¿Y la anchura? Ochenta centímetros. Vamos a tener que movernos ahí dentro. ¿Que altura crees que tendrá? Un metro. Estoy de acuerdo con la anchura y la altura, pero no con la profundidad. Dos metros de tierra sobre nosotros no son una camada muy resistente. Si pasa un camión grande o una apisonadora, puede venirse abajo. Quizás, Papi, pero no hay razón alguna para que pasen por esta calle camiones o vehículos pesados. Ojalá, pero no cuesta nada hacer un pozo de cuatro metros. Se lo hacemos así, hay tres metros de tierra entre el suelo del túnel y la calle. ¿Ves algún inconveniente en ello? El único trabajo suplementario es cavar un metro más en el pozo de acceso. Eso no va a alterar en nada al propio túnel. Por otro lado, a cuatro metros de profundidad, tenemos casi la certidumbre de llegar al banco al nivel del sótano o todavía más abajo. ¿Cuántos pisos tiene el edificio? La planta baja y la primera planta. Por lo tanto el sótano no debe estar mucho más abajo. Es cierto, Papi. Vamos a excavar los cuatro metros. ¿Como piensas atacar la caja fuerte? ¿Y el sistema de alarma? En mi opinión, Papi, ahí es que está el busilis. Algunas veces, lógicamente, los sistemas de alarma están instalados fuera de la caja fuerte. Si no tocas ninguna puerta, ni del banco, ni de la caja fuerte, no se debe disparar. No debe haber nada dentro de las salas. Sin embargo, creo que no hay que mover los cofres que están al lado de las puertas de acceso de la caja fuerte, ni los que quedan cerca de la puerta blindada.

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— Está bien, soy de tu opinión. Claro que hay un riesgo, es que al trabajar debajo de los cofres las vibraciones hagan disparar el sistema. Pero, tomando las precauciones necesarias, no debe haber mala suerte. — ¿Es todo, Papi? — ¿Has previsto la estanqueidad del túnel? — Sí. En el garaje tengo un banco de carpintero y todo lo necesario para su aislamiento. — Perfecto. ¿Y la tierra? — Primero, vamos colocarla por toda la superficie del jardín; después, una sobre otra y, finalmente, en toda la longitud de muro, hacemos un cantero con un metro de anchura y lo más bajo posible para no parecer raro. — ¿Hay vecinos curiosos? — Por el lado derecho no hay problema. Un viejo y una vieja bajitos, que se deshacen en disculpas todas las veces que me ven, porque el perro de ellos se hace caca delante de nuestro portón. A la izquierda es más peligroso. Hay dos críos de ocho a diez años que no paran de columpiarse, y los idiotas suben tan alto que fácilmente pueden ver lo que se pasa en nuestra casa, por encima de muro. — De cualquier forma, sólo pueden ver una parte del jardín, y no es la que queda del lado su muro. — Es cierto, Papi. Bueno, supongamos que, habiendo acabado el túnel, estamos debajo de la caja fuerte. Será necesario hacer una gran cavidad, una especie de sala, para poder poner ahí el material y que puedan trabajar cómodamente quizás dos o tres hombres. Y, una vez localizado el medio de cada sala, haremos, debajo de cada una, uno espacio de dos metros por dos. — Cierto. ¿Como vas a atacar el acero de los cofres? — Ese es un punto a discutir entre nosotros. — Dime. — Podemos hacer el trabajo con un soplete; conozco el tema, es mi oficio. Podemos usar una sierra eléctrica, que también sé manejar, pero hay una dificultad: la vivienda tiene una corriente de ciento veinte voltios y hay que usar una de doscientos veinte. Por ello, decidí meter a otro tipo en el golpe, pero no quiero que él trabaje en el túnel. Llegará la víspera del ataque. — ¿Con qué? — Calma, Papi; con la termite. Es un verdadero maestro en esta especialidad. ¿Que me decís? — Entonces, son cinco partes en vez de cuatro — dice Gaston. — Aún te va a sobrar, Gaston! Cuatro o cinco es lo mismo. — Estoy de acuerdo con traer al tipo de la termite porque, se hay una docena de cofres para abrir, se hará todo más deprisa con la termite que con cualquier otra cosa. — Ese es el plan general. ¿Estamos todos de acuerdo? Todos estamos de acuerdo. Paulo nos recomienda aún otra cosa: que ni Gaston ni yo pongamos la nariz fuera de la puerta durante el día, sea cuál sea el motivo. Sólo podremos salir por la noche, de vez en cuando, lo menos posible, muy decentemente vestidos, con corbata y todo. Nunca los cuatro juntos.

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Pasamos a la sala al lado, que antes servía de despacho. Ya está excavado un agujero de un metro de diámetro y tres de profundidad. Admiro las caras internas, rectas como las de una pared, y es en ese momento que pienso en la ventilación. — Y para el aire, ¿que tienes pensado? — Enviamos el aire con un pequeño compresor, a través de unos tubos de plástico. Si el que está trabajando empieza a estar asfixiado, otro le lanza uno chorro de aire en la cara, mientras él continúa. Compré uno en Caracas que es casi silencioso. — ¿Y se consiguiésemos un aparato de aire acondicionado? — Ya pensé en ello y tengo uno en el garaje, pero quema los fusibles siempre que se pone en marcha. — Oye, Paulo. No sabemos que puede pasar con el tipo de la termite. Si no comparece al encuentro, el soplete no trabaja tan deprisa; sólo se puede hacer con una sierra eléctrica. Hay que poner los doscientos veinte voltios. Para que el pedido parezca normal, diles que quieres un congelador para la carne, aparatos de aire acondicionado, y que, además, como haces cosas de madera en el garaje, desearías instalar una sierra circular, etc. Eso no debe levantar sospechas. — Tienes razón, tenemos mucho a ganar poniendo los doscientos veinte voltios. Y ahora ya fin de la charla! Auguste es el rey del spaghetti. En cuanto esté listo, vamos a la mesa. La cena fue muy alegre. Después de haber recordado tiempos difíciles, estamos de acuerdo todos en que, cuando se hable del pasado, nunca más nos referiremos a las historias de la “jaula”. Sólo en lo que hubo de divertido: las mujeres, el sol, el mar, las huidas, etc. Nos reímos todos como críos. Nadie siente remordimientos al pensar que vamos a atacar a la sociedad en el mayor símbolo de su poder egoísta, un banco. Como el transformador queda cerca de la casa, la corriente de doscientos veinte voltios ha sido conectada sin dificultad, sin problemas. Para terminar el pozo abandonamos el pico de mango corto, muy incómodo de manejar en un espacio tan pequeño. Cortamos los bloques de tierra con una sierra circular para madera; cada pedazo es arrancado con un sólido plantador fácil de manejar, y es puesto en el balde. Es un trabajo de titanes, que avanza poco a poco. Desde la casa, no se oye el ruido de la sierra circular, al fondo del pozo, que ahora alcanza los cuatro metros. Del jardín, no se nota absolutamente nada, por lo tanto no hay que temer un escándalo. El pozo está terminado. Hoy atacamos el túnel y es Paulo, con la brújula en la mano, quien cava el primer metro en una tierra arcillosa y muy húmeda que se pega en todo. Ya no trabajamos semidesnudos, sino con un mono, que nos cubre de los pies a la cabeza. Así, cuando nos sacamos el mono, al subir, quedamos rápidamente limpios como una crisálida al salir del capullo. Excepto las manos, claro. Según nuestros cálculos, va a ser necesario sacar treinta metros cúbico de tierra. Nada malo.

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— Un verdadero trabajo de forzados! — barbota Paulo, de malhumor. Pero, poco a poco, avanzamos. — Parecemos topos o texugos — dice Auguste. — Tenemos de llegar ahí, chavales! Y tendremos dinero para toda la vida. ¿No es verdad, Papillon? — Seguro! Y yo tendré la lengua del fiscal, al falso testigo, y voy a hacer estallar un castillo de fuegos artificiales de primera categoría en el número 36 del Quai des Orfèvres. Vamos al trabajo, machos! Si no tenéis mucha prisa en ser millonarios, sabed que yo, ciertas noches, llego a soñar que mi fiscal murió tranquilamente en la cama, con la lengua enterita, que mi testigo se bambolea cada vez más en las pieles de la tienda del papá y que la guerra hizo que los polizontes cambiasen de profesión y se transformasen en soldados del Ejército de la Salvación! Eso significaría que esta operación ya no tiene sentido para mí. Bueno, no es hora de decir disparates o de echar baraja. Vamos, bajadme al agujero. Voy a trabajar todavía un buen par de horas. — Calma, Papi! Estamos todos nerviosos. Esto no va rápido, es verdad, pero aun así avanzamos, y delante de nosotros, a menos de quince metros, está la pasta. Y, después, cada uno tendrá sus asuntos: mira esta carta de mi amigo Santos, que me escribió desde Buenos Aires. Y Paulo saca una carta del bolsillo, que lee en voz alta: Apreciado Paulo, ¿Crees en milagros, viejo? Hace más de seis meses que no vienes a ver a tus dos mujeres, no les envías ni una palabra, ni incluso una carta. Eres totalmente inconsciente. Ellas no saben si estás vivo o muerto o en que rincón del planeta estás. No es agradable para mí llevar descomposturas en estas condiciones. Todos los lunes el interrogatorio se vuelve más violento: “¿Entonces? ¿Donde está nuestro hombre? ¿que es que está haciendo? Seguro que prepara un golpe! Estaría mucho mejor aquí con nosotras. Estamos cansadas de dormir con la almohada. Es la última vez que te decimos esto. ¿Entiendes? O vienes o nos divorciamos!” Vamos, Paulo, haz un esfuerzo, envía una palabra, no creas en milagros. Uno de estos días vas a perder los dos molinos y, después, no habrá más harina. Tu amigo, Santos. — Pues bien, yo creo en milagros, y el milagro está ahí, delante nuestro. Soy yo, Paulo, y vosotros, mis amigos, que, por la inteligencia y por el coraje, lo conseguiremos. Sin embargo, esperemos que las niñas aguanten el tiempo suficiente, porque necesitamos su pasta para acabar el trabajito. — Vamos a hacer todos una flor para ellas — dice Auguste, encantado con la idea.

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— Eso es asunto mío — dice Paulo. — Yo soy el artista que realiza una de las más bonitas operaciones montadas por un aventurero; ellas, sin saberlo, son las capitalistas, lo que también es una gran honra, a pesar de todo. Carcajada general, unos sorbos de coñac, y me apunto a una partida de bridge para contentar a todo el mundo y relajarme uno poco. No hay problemas con echar la tierra en el jardín, que mide dieciocho metros de largo por diez de ancho. Esparcimos la tierra por toda la anchura, respetando el camino que da al garaje. Pero, como la tierra extraída es muy diferente de la otra, encargamos, de tarde en tarde, un camión de humus. Todo va bien. Cavamos e izamos los cubos llenos de tierra. Entarimamos prácticamente todo el suelo de la galería, porque hay infiltraciones del agua que vuelven el fondo fangoso. En las tablas, el balde se desliza más fácilmente cuando lo arrastramos con la cuerda. Así trabajamos. Uno de nosotros va al fondo del túnel. Con la sierra circular y el pico, cava y arranca las piedras y la tierra con las que llena el cubo. Otro hombre queda bajo el pozo y arrastra el cubo hacia sí. Arriba, queda un tercer hombre que sube el cubo y lo vacía en una carretilla con rueda de goma. Hicimos un pasaje en la pared que comunica directamente con el garaje. El cuarto hombre se limita la coger el carrito, pasar al garaje y aparecer con toda la naturalidad en el jardín. Trabajamos horas enteras, impulsados por las ganas férreas de triunfar. Es un extraordinario gasto de energía. El fondo de la galería es terriblemente difícil de soportar, a pesar del ventilador de aire acondicionado y del aire puro traído por un tubo que nos enrollamos en el cuello y de cuya punta aspiramos, de tarde en tarde. Estoy lleno de pintas rojas del calor. Tengo manchas enormes en todo el cuerpo. Quizás sea urticaria, y me pica horrorosamente. El único que no las tiene es Paulo, porque sólo se ocupa del carrito y de esparcir la tierra en el jardín. Cuando salimos de este infierno, y después de habernos dado una ducha, es necesaria más de una hora para que nos recuperemos, respiremos normalmente y, untados con vaselina o crema de cacao, nos sintamos un poco mejor. “De cualquier manera, fuimos nosotros quienes quisimos este trabajo de esclavo, ¿no? Nadie nos obliga a hacerlo. Entonces trabaja, soporta y cierra la boca, que el cielo te ayudará.” Es lo que le digo y repito dos o tres veces al día a Auguste cuando se arrepiente de haberse metido en este golpe. Es inútil decir que, para adelgazar, no hay nada mejor que hacer un túnel debajo de un banco. Es formidable como en los volvemos ágiles a la fuerza de doblarnos, arrastrarnos, contorsionarnos. En este túnel se suda tanto como en una sauna. Haciendo estos ejercicios en todas las posiciones no nos arriesgamos a estar demasiado gordos y desarrollamos buenos músculos. Vean, es positivo bajo todos los puntos de vista, y, además, al final del pasillo nos espera una magnífica recompensa: el tesoro de los demás. Todo marcha bien, excepto en el jardín. A fuerza de alterar el nivel, echando tierra, en vez de crecer, las flores se hunden cada vez más, lo que no tiene un

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aire muy normal. Si continuamos, dentro de poco sólo se verán los pétalos. Damos con una solución: ponemos las flores en macetas que ponemos sobre la tierra recién echada. Bien tapadas no se nota nada, se diría que la planta sale de la tierra. Esta historia empieza a alargarse! Si todavía pudiésemos descansar relevándonos! Pero no es posible. Necesitamos estar los cuatro presentes para tener un ritmo eficaz. De tres en tres nunca acabaríamos y tendríamos que guardar provisionalmente la tierra dentro de la casa, lo que sería peligroso. La tapa del pozo encaja perfectamente. Cuando descansamos, podemos dejar abierta la puerta de sala, pues no se nota absolutamente nada. En cuánto a la abertura en la pared del garaje, pusimos, del lado de esta, una enorme placa de madera donde están colgadas toda una serie de herramientas de carpintero y, del lado de la casa, un enorme baúl de la época de la colonización española. Así, cuando Paulo quiere recibir a alguien, puede hacerlo sin ningún problema. Sólo Gaston y yo debemos escondernos en nuestra habitación, en el primer piso. Durante diez horas ha llovido torrencialmente, sin parar, y el túnel está inundado. Hay casi veinte centímetros de agua y sugiero que Paulo vaya a comprar una bomba de mano con un tubo. Una hora después, ya la tenemos aquí. Accionando la bomba, uno cada vez (otro ejercicio), aspiramos el agua, que echamos a la alcantarilla. Un largo día de trabajo penoso, para nada. No falta mucho para diciembre. Sería perfecto se pudiésemos estar listos, bajo el banco, a finales de noviembre, con el compartimiento terminado y apuntalado. Si el tipo de la termite viene, no hay duda de que Papá Noel va a llenar abundantemente nuestros zapatos. Si no viene, decidimos trabajar con el arco eléctrico. Sabemos donde encontrar el aparato completo, con todos sus accesorios. Hay algunos formidables en la General Electric. Los compraremos en otra ciudad, es más prudente. El túnel avanza. Ayer, 24 de noviembre, alcanzamos el sótano del banco. Unos tres metros más de túnel y haremos el compartimiento, es decir, otros doce metros cúbicos a sacar. Celebramos eso bebiendo champaña del verdadero, de Francia, puro. — Está un poco verde — dice Auguste. — Tanto mejor, es buena señal: es el color de los dólares! Paulo hace las cuentas de lo que falta por terminar: — Seis días para sacar la tierra, si no hay demasiada; tres días para apuntalar; total: nueve días. Estamos a 24 de noviembre, por lo tanto el 4 de diciembre estaremos OK. Cierto y seguro. “Atacaremos un viernes, a las ocho de la noche, ya que el banco cierra a las siete. Tendremos toda la noche del viernes al sábado, todo el sábado, la noche del sábado al domingo y todo el domingo. Si todo va bien, debemos poder salir

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del escondrijo el lunes a las dos de la madrugada. En total, cincuenta y dos horas de trabajo. ¿Correcto?” — No, Paulo. No es completamente cierto. — ¿Por qué, Papi? — El banco abre a las siete para la limpieza. Por cualquier razón la alarma se puede haber dado a esa hora, esto es, no mucho tiempo después de nuestra salida. Lo que yo propongo es apresurarnos de modo de tener el trabajo acabado a las dieciocho horas del domingo. Con tiempo de hacer a divide serán las veinte horas más o menos. Saliendo rápido tenemos, por lo menos, once horas de ventaja si la alarma se dispara a las siete, y trece horas si fuera a las nueve. Al final, todos concuerdan con mi propuesta. Mientras bebemos champaña, ponemos discos que ha traído Paulo: Maurice Chevalier, Piaf, París, los bailiños... Con el vaso delante, cada uno sueña con el gran día. Está ahí, casi se puede tocar con el dedo. Papi, la deuda que marcaste en tu corazón, dentro en poco vas a hacer que te la paguen en París. Si todo va bien, si tenemos suerte, volveré de Francia a Callao, para ir a buscar a Maria. Mi padre quedará para más tarde. Mi pobre y maravilloso padre! Será necesario esperar para poderlo abrazar, después de haber enterrado en mí el hombre de antaño, el aventurero... Eso no llevará mucho tiempo, después de haberme vengado y conseguido una buena situación. Sucedió dos días después de la fiesta del champaña, pero sólo lo supimos un día más tarde. Habíamos ido a ver, en una ciudad vecina, a cien kilómetros, un equipo de soldadura y corte a sierra eléctrica de la General Electric. Muy bien vestidos, Gaston y yo habíamos salido a pie, encontrándonos con Paulo y Auguste en el coche, a dos kilómetros de allí. — Nos merecemos esta salida, ¿no, chavales? Respirad, respirad a pleno pulmón este soberbio aire de la libertad! — Tienes razón, Paulo, nos merecemos este paseo. No vayas muy deprisa para que podamos admirar el paisaje. Instalados en dos pensiones diferentes, pasamos tres días en este bonito puerto lleno de barcos y efervescente de una población matizada y alegre. Todas las noches nos encontramos los cuatro. — Ni cabaret, ni burdel, ni mujeres de la calle, estamos en viaje de negocios, machos! — nos dice Paulo. Y tiene razón. Fui con él a examinar el aparato, a nuestro gusto. Es formidable, pero tenemos que pagarlo al contado y no tenemos bastante pasta. Paulo telegrafía a Buenos Aires y, felizmente, da la dirección de la pensión donde había quedado, en el puerto, Queda decidido que nos lleva a la ciudad y que

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volverá sólo, uno o dos días más tarde, para recoger el dinero y el aparato. Regresamos muy descansados por estos tres días de vacaciones. Como de costumbre, Paulo nos deja, a Gaston y a mí, en la esquina de la callejuela. La vivienda está a cien metros. Empezamos a andar tranquilamente, felices con la idea de volver a ver la obra del túnel, cuando, de repente, sujeto el brazo de Gaston y lo hago parar bruscamente. ¿Que pasa delante de la casa? Hay polizontes, una docena de personas; después, veo a dos bomberos salir de la tierra, en plena calle. No es necesario que me lo expliquen, ya me doy cuenta. El túnel ha sido descubierto! Gaston se pone a temblar como si tuviese fiebre y después, castañeando los dientes, tartamudeando, no encuentra nada mejor que decir que este bonito disparate: — Han destruido nuestro bonito túnel! Ah, que banda de tontos! Un túnel tan bueno! Precisamente en ese momento, un tipo con cara de policía, que se reconocería a kilómetros, mira hacia nosotros. Pero el conjunto de la situación me parece de tan ridículo que rompo a reír con una risa franca, tan alegre, tan verdadera, que si el policía tuviese la menor duda sobre nosotros esa duda se habría desvanecido inmediatamente. Cogiendo del brazo a Gaston, le digo bien alto en español: — Que mierda de túnel que hicieron esos ladrones! Y lentamente, volviendo la espalda a nuestra obra prima, salimos de la calle sin apresurarnos y sin que nadie nos moleste. Pero ahora es necesario actuar aprisa. Le pregunto a Gaston: — ¿Cuánto dinero tienes? Yo sólo tengo seiscientos dólares y mil quinientos bolívares. ¿Y tu? — Tengo dos mil dólares en mi “estuche” — me responde Gaston. — Lo mejor será que nos separemos, Gaston, aquí en la calle. — ¿Que vas a hacer, Papi? — Voy a volver al puerto de donde vinimos e intentar embarcarme hacia cualquier lugar, o, si es posible, directamente a Venezuela. No nos podemos abrazar en plena calle, pero, con la emoción, Gaston tiene los ojos tan mojados como los míos al apretarnos las manos. No hay nada que más acerque a los hombres que la aventura y los peligros pasados en común. — Buena suerte, Gaston! — Mierda, Papi! Paulo y Auguste se fueron por caminos diferentes; uno a Paraguay, el otro a Buenos Aires. Las mujeres de Paulo ya no duermen con la almohada.

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Conseguí pasaje en un barco que iba a Puerto Rico. De ahí, cogí un avión hacia Colombia y después un barco a Venezuela. Sólo pasados algunos meses supe lo que había pasado: una canalización de agua había reventado en la gran avenida, al otro lado del banco, lo que motivó un desvío del tráfico hacia las calles paralelas. Un enorme camión, cargado con vigas de hierro va a nuestra calle y pasa sobre el túnel, que se desploma bajo las ruedas traseras. Gritos, espanto, policía, y rápidamente se descubrió todo.

7.- CAROTTE — LA CASA DE EMPEÑOS En Caracas es Navidad. Luces maravillosas en todas las calles importantes. Por todas partes villancicos, coros, cantados con aquel sentido rítmico innegable de la gente del pueblo. La alegría es general. Yo me siento un poco deprimido por nuestro fracaso, pero no estoy triste. Apostamos y perdimos, es cierto, pero soy libre y más libre que nunca. Y después de todo, como decía Gaston, era un bonito túnel! Poco a poco, me contagio del ambiente generado por estos villancicos dedicados al Niño de Belén, y en paz, tranquilo, con el alma serena, envío un telegrama a Maria: “Maria, que esta Navidad llene de felicidad la casa donde me diste tanto”. Pasé el día de Navidad en el hospital, con Picolino. Él se levantó y en el jardincito del hospital, sentados en un banco, también tuvimos nuestra Navidad. He comprado las mejores y más caras hallacas que encuentro, especialidad que sólo aparece en Navidad. En los bolsillos, dos botellitas pesadas de un delicioso Chianti. ¿Navidad de pobres? No, Navidad de ricos, de muy ricos! Navidad de dos resucitados del “camino de la podredumbre”, Navidad resplandeciente con la luz de una amistad cimentada en la provação. Navidad de libertad completa, hasta de hacer locuras como las mías. Navidad sin nieve de Caracas, lleno de las flores de este jardincito de hospital, Navidad de esperanza para Picolino, a quien la lengua ya no pende desde que se medica y que tampoco babea. Sí, Navidad milagrosa para él, ya que pronunció claramente un “sí” alegre, cuando le pregunté si las hallacas eran buenas. Pero ¡Dios mío! Que duro es rehacer una vida! Paso algunas semanas difíciles, pero no pierdo el coraje. Tengo dos cualidades: primera, una confianza inquebrantable en el futuro; segunda, un gusto indiscutible por la vida. Incluso en los momentos en que me debería preocupar, cualquier cosa, en la calle, me hace reír y, si encuentro uno compinche, paso la noche con él, divirtiéndome como si tuviese veinte años. Eso me mantiene la moral para las otras situaciones. El Dr. Bougrat me ha dado un pequeño empleo en su laboratorio de productos de belleza. No gano mucho, pero si lo suficiente para ir siempre bien vestido y elegante. Mi juventud me ayuda. Dejo ese empleo y trabajo con una húngara que se dedica a la producción de yogures en casa y es ahí que conozco a un

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aviador del que no diré el nombre porque actualmente es comandante a bordo de Air France. Le llamaré Carotte. Él también trabaja en los yogures de la húngara y ganamos lo bastante para podernos divertir a gusto. Todas las noches holgazaneamos por las tabernas de Caracas. Vamos muchas veces a beber uno o dos vasos al Hotel Majestic, que más tarde cerró, el único lugar moderno de la ciudad, en el barrio del Silencio. Y es entonces, en esta altura en que parece que nada de nuevo puede pasar, que sucede verdadero milagro. Un día, Carotte, que, como cualquier hombre, no tiene que contar los pormenores de la su vida, desaparece y vuelve, algunos días después, de los Estados Unidos, con un avioncito de observación, de dos plazas, una detrás de la otra. Un aparato magnífico. No le hago preguntas en cuanto al origen, sólo una: ¿que vamos a hacer con esto? Él se ríe y dice: — — — —

Todavía no lo sé, pero podemos asociarnos. ¿Para hacer el qué? No importa el qué, basta que nos podamos divertir y ganar alguna pasta. Está bien, pero tenemos que participar.

La simpática húngara, que no se debía hacer muchas ilusiones sobre la duración de nuestro trabajo en su casa, nos desea buena suerte y empieza entonces para nosotros un mes completamente loco y extraordinario. Ah, lo que no hicimos nosotros con esta enorme mariposa! Carotte es un as del pilotaje. Durante la guerra, traía de Inglaterra agentes franceses, que dejaba de noche en los campos de la resistencia, y se llevaba a otros hacia Londres. Aterrizaba muchas veces guiado solamente por las linternas de bolsillo de los que lo esperaban. Es un verdadero loco y uno brincalhão. Una vez, sin avisarme, dio una vuelta sobre el ala, en ángulo recto, que estuvo a punto de bajarme los pantalones, sólo para asustar a una señora gorda que, tranquilamente, con el trasero al aire, hacía las necesidades en el jardín. Me gusta tanto de este avión y nuestras cabalgadas por los aires que, al faltarnos la pasta para pagar la gasolina, tengo la idea luminosa de hacernos vendedores ambulantes, en avioneta. Fue la única vez en mi vida que cometí un abuso de confianza en relación a alguien. Se llamaba Coriat y tenía una tienda de ropa de hombre y mujer, el Almacén Río. Coriat era socio del hermano. Era un israelí de estatura media, moreno, inteligente, que hablaba francés muy bien. Su establecimiento, bien decorado, era cada vez más próspero. En la sección de ropa de mujer se encontraba todo lo que había de más variado y moderno, desde vestidos a otros artículos importados de París. Por ello, yo tenía a mi abasto cosas bien bonitas y muy vendibles. Consigo entonces que me confíen vestidos, camisas, pantalones, etc., por valor de una suma considerable, que vamos a vender a las provincias más o menos distantes del país. Partimos hacia un lugar cualquiera, y regresamos cuando nos da la gana, según nuestra fantasía. Pero, aunque vendemos bastante bien, no ganamos dinero suficiente para pagar todos los gastos, y la parte de Coriat desaparece en gasolina. No queda nada para él.

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Los mejores clientes son las mujeres de los burdeles, y claro que no dejamos de visitarlas. Vestidos de colores chillones, bragas a la última moda, faldas estampadas con flores, pañuelos de seda, etc., todo eso era una gran tentación para ellas, cuando, con todo extendido sobre la mesa del comedor del burdel, yo hacía la propaganda. — Oídme, chicas. Esto para vosotras no es un lujo inútil. Es, si me permitís, una verdadera inversión, porque, cuanto más atractivas sois, más clientes tenéis. En cuánto a las que sólo piensan en ahorrar, puedo decirles, con toda seguridad, que es una economía idiota el que no me compren nada. ¿Por qué? Porque las que vayan más bien vestidas van a ser unas competidoras temibles! Nuestro negocio no agradaba a todos los patronos de los burdeles; algunos veían con tristeza a este dinero ir a parar a otros bolsillos que no fueran los suyos, porque varios de ellos vendían también a las pensionistas “instrumentos de trabajo”. Hasta a crédito. Querían quedarse con todo, esos patronos! Vamos muchas veces a Puerto Cruz porque hay un buen aeropuerto en una ciudad cercana, Barcelona. El patrón del burdel más elegante, el más distinguido, donde viven sesenta mujeres, es intratable, imbécil, pretencioso, un gran cretino. Es un panameño. La mujer, una venezolana, es muy simpática, pero infeliz. Es él quien manda y no hay forma de abrir las mayas, ni por una hora, y todavía menos desempaquetar la mercancía sobre la mesa. Una vez va hasta más lejos. Hizo una cinta, poniendo a una mujer en la calle porque compró un pañuelo que yo llevaba alrededor del cuello. La discusión se vuelve agria y el policía de servicio nos hace marchar y nos dice que nunca más volvamos a poner los pies allí. — OK, gran cerdo — le dice Carotte. — No volveremos por tierra, pero volveremos por el aire! Eso no lo puedes impedir. Sólo percibí la amenaza al día siguiente por la mañana, cuando, al levantar el vuelo de Barcelona, de madrugada, me dice por el teléfono interno: — Vamos a dar los buenos días al panameño. No tengas miedo y agárrate bien! — ¿Que vas a hacer? No me responde y, cuando avistamos el burdel, toma un poco de altura y después, con el motor al máximo, baja hacia él, pasa por debajo de los cables de alta tensión que se encuentran muy cerca y hace una pasada diabólica, rasando los techos de chapa de las habitaciones, algunos de los cuales, mal fijados, vuelan como hojas, dejando al descubierto los aposentos destinados para dormir, con las camas y sus ocupantes. Girando sobre el ala, tomamos un poco de altura y volvemos a pasar, un poco más alto, para gozar del espectáculo. Nunca vi nada más cómico que esas mujeres y sus clientes desnudos, locos de cólera, en la casa sin techo, extendiendo los puños vengativos hacia los aviadores, que ciertamente fueron a interrumpir una relación amorosa o un sueño profundo. Carotte se muere de risa.

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Nunca más volvimos allá, porque el patrón debe estar a rabiar, así como las mujeres. Al tiempo encontré una que tuvo el buen criterio de reír con nosotros de la aventura. Parece que aquello hizo un ruido de mil demonios y que, en su furia, el gran cretino del panameño tuvo que clavar él mismo los techos de todas las habitaciones de las mujeres, con enormes clavijas de hierro. Tanto a Carotte como a mi nos gusta tanto la naturaleza que volamos muchas veces sin otra finalidad que descubrir sitios extraordinarios. Fue así como encontramos, en pleno mar, más o menos a doscientos kilómetros de costa, una verdadera maravilla del mundo, Los Roques. Es un semicírculo con más de trescientos sesenta islotes dispuestos en ovalo, apretados unos contra otros y formando un enorme lago en pleno mar. Lago pacífico, porque las islas hacen una barrera, con el agua verde pálido, tan clara, tan transparente, que se distingue el fondo a veinte o a veinticinco metros. Desgraciadamente, en esa época no había pista de aterrizaje, pero llegamos a sobrevolarlas, en longitud y anchura, más de diez veces, antes de saltar a otra isla, a cerca de cincuenta kilómetros hacia el oeste, Las Aves. Carotte era realmente un piloto extraordinario. Le vi aterrizar con un ala rozando la arena y con la otra rasando el agua, cuando la playa era muy inclinada. Isla de Aves (7) quiere decir isla de los Pájaros. Existen miles de ellos allí, con el plumaje gris, pero completamente blanco cuando son pequeños. Les llaman “bobos” por ser idiotas y confiados. Es una sensación única estar los dos solos, desnudos, en esta isla achatada como una galleta, rodeados de pájaros que aterrizan o trepan por encima nuestro sin recelo; nunca han visto hombres. Pasamos horas bronceándonos al sol, tumbados en la estrecha playa que rodea la isla. Jugueteamos con los pájaros, los cogemos con las manos; algunos muestran mucho interés por nuestras cabezas y nos dan picotazos en los cabellos. Nos bañamos, nos bronceamos y, cuando tenemos hambre, encontramos siempre langostas que se calientan al sol, sobre el agua. Rápidamente cogemos algunas con la mano y las cocinamos a la brasa. La única dificultad es encontrar suficiente leña seca para el fuego, porque, evidentemente, no hay vegetación. Comer estas carnes suculentas, regadas con un vino blanco corso, del cual tenemos siempre algunas botellas a bordo, en esta playa virgen, con el mar a nuestra espalda, el cielo y los pájaros, nada más, nos da tal impresión de estar en el paraíso que no tenemos necesidad de hablar para sentirnos en comunión total. Y cuando levantamos el vuelo, antes del anochecer, estamos llenos de sol y alegría en el corazón, con muchas ganas de vivir, indiferentes a todo, sin saber como pagaremos la gasolina del viaje, que tiene una sola razón de ser, el simple placer de encontrar lo natural y lo inesperado. En Las Aves, descubrimos una gran gruta marina cuya entrada queda al descubierto con la marea baja y deja entrar el aire y la humedad. Tengo una verdadera pasión por esa gruta. Entramos allí a nado, el agua es clara, poco profunda, poco más de un metro. Cuando nos ponemos en pie, en el centro de ella, y miramos las paredes y bóvedas, aparecen repletas de cigarras. No son cigarras, sino miles de langostitas agarradas a las rocas, exactamente como 7

En español en el original (N. del T.)

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cigarras en un árbol de la Provenza y no mucho mayores que ellas. Pasamos mucho tiempo en la gruta sin molestarlas nunca. Sólo intervenimos cuando algún pulpo grande, goloso de los bebés langosta, lanza un tentáculo para coger algunas. Rápidamente, le caemos encima y le giramos la cabeza. Se quedaría allí hasta descomponerse, si tuvieran tiempo para eso, porque para los cangrejos es un verdadero festín. Volvemos muchas veces a la isla de Las Aves para pasar la noche. Cada uno armado de una enorme linterna, cogemos langostas de cerca de un kilo y medio hasta llenar dos grandes bolsas. A la salida de Carlota, el aeropuerto situado en plena Caracas, descargamos toda la mercancía a vendedores ambulantes, lo que nos permite traer casi cuatrocientos kilos de langosta. Es una locura cargarnos de esa manera, pero nos divertimos. Despegamos con dificultad y, en cuanto a las posibilidades de tomar gran altitud, las estrellas no tenían nada que recelarnos... Difícilmente subíamos el vale de veinticinco kilómetros que, de costa, conduce a Caracas, rasando las casas. Se vendían estas langostas vivas al precio irrisorio de dos bolívares y medio cada una. Eso daba siempre para pagar la gasolina y la pensión. Pero, como al coger las langostas a mano nos lastimábamos muchas veces, nos pasaba que volvíamos sin haber pescado nada. Eso no tenía importancia, no enchufábamos para nada, vivíamos plenamente. Un día en que nos dirigíamos a Puerto Cruz, no lejos del puerto, Carotte me dice por el teléfono que estamos casi sin gasolina y que vamos a aterrizar en el terreno de la compañía petrolífera de San Tomé. Cuando hicimos una pasada por encima del campo, para darles a entender que queríamos aterrizar en la pista privada, esos cretinos nos responden poniendo, justo en medio de la pista, un camión cisterna de agua o gasolina, o de cualquier otra cosa. Carotte, dominando los nervios, aunque le digo y repito con un poco de nerviosismo que no veo un lugar donde se pueda aterrizar, me dice sólo que me agarre bien. Y se dirige a una carretera bastante ancha, donde aterriza sin muchas sacudidas. Pero el impulso le lleva hasta el principio de una curva, en la cual aparece, a toda la velocidad, un camión-remolque cargado de bueyes. El chirriar de los frenos debe haber sofocado nuestros gritos de horror, porque, si el conductor no hubiese perdido el control y no hubiese ido a parar en la cuneta, estábamos fritos. Rápidamente saltamos del avión y Carotte acalla las imprecaciones del conductor, un italiano: — Ayúdanos a empujar el avión hacia un lado y después podrás seguir insultándonos. El italiano tiembla todavía y está blanco como la cal. Le ayudamos también a coger los bichos que se escaparon del remolque destruido por el choque. Ese aterrizaje talentoso dio de que hablar, tanto que el gobierno compró el avión la Carotte y le nombra instructor civil, en el campo de Carlota. Mi vida de aviador se acabó. Que pena! Ya tenía algunas horas de lecciones y no iba mal. Tanto peor. El único a perder, en este negocio, fue Coriat. Cosa extraordinaria, no se quejó de mí. Algunos años después le indemnicé totalmente, y, desde aquí, quiero agradecerle la generosa actitud que tuvo para

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conmigo. Pero, en ese momento, no sólo perdí el avión y mi lugar en casa de la húngara, que había sido ocupado, sino que también tengo que evitar el centro de Caracas, porque es ahí donde queda la tienda de Coriat y no tengo interés en encontrarme con él frente a frente. La situación no es muy brillante, nuevamente, pero eso no tiene importancia. Estas semanas con Carotte fueron suficientemente bien vividas para que no haya nada que lamentar. Nunca las olvidaré. Carotte y yo nos encontramos muchas veces en una taberna tranquila, mantenida por un francés reformado de la Transat. Una noche en que nos preparábamos para jugar al dominó, en un rincón de la sala, con un ex-forzado que vivía tranquilamente de la venta de perfumes a crédito y un republicano español, entran dos desconocidos con gafas oscuras y preguntan si es verdad que iba allí muchas veces un francés aviador. Carotte se levanta y dice: — Soy yo. Observo a los desconocidos de pies a cabeza y, a pesar de las gafas oscuras, fácilmente reconozco a uno de ellos. Tengo como un sobresalto. Me aproximo. Antes de que pueda hablarle, me reconoce: — Papi! Es Grand Léon, uno de mis mejores amigos, uno de los “duros”. Un tipo alto, de cara chupada, un hombre generoso. No es el momento para muchas intimidades y, sin más, me presenta a su amigo Pedro, el Chileno. Cuando bebemos unos vasos, en un rincón, Léon explica que busca una avioneta con piloto y que le han hablado del francés. — El aviador está aquí — responde Carotte —, soy yo. Pero la avioneta ya no existe. Pertenece a otros. — Es una pena — dice Léon. — Sin duda. Carotte se aleja y va a seguir la partida de dominó. En cuanto a Pedro, el Chileno, va a sentarse al bar, lo que nos permite hablar tranquilamente. — — — —

¿Que hay, Papi? ¿Que te cuentas, Léon? Nuestro último encuentro fue hace más de diez años. Es verdad. Tu saliste de la Reclusión cuando yo entré ahí. ¿Todo bien, Léon? — No va mal. ¿Y tu, Papi? Quiero desahogarme con él. — Voy a hablarte sinceramente, Léon ando un poco encallado. No es fácil para un tipo aguantarse. Y, después, se puede muy bien salir de la cárcel con las mejores intenciones, pero la vida es tan difícil cuando no se tiene trabajo que es imposible no pensar en la aventura.

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“Oye, Léon, tu eres más viejo y no eres forzado como los otros. A ti te puedo decir lo que llevo en el alma. Sabes, te digo muy en serio que se lo debo todo a este país. Fue aquí que resucité y me prometí a mí mismo respetar esta tierra y hacer la menor cantidad posible de cosas criticables. Pero no es fácil. Gustándome la aventura, si no tuviese una gran cuenta que presentar a unas ciertas personas, en París, estoy absolutamente seguro de que encontraría una situación, partiendo de la nada, a través de caminos correctos; sencillamente, no puedo quedar a la espera que esos perros mueran antes de que yo llegue. “Cuando veo la juventud de este país, repleta de alegría de vivir, insaciable de todo, cuando estoy delante de un joven de veinticuatro a treinta años como iluminado interiormente por ese maravilloso gusto de vivir que se tiene a esa edad, entonces, en contra de mis deseos, recuerdo el pasado, todos esos años que me robaron, los más bellos de mi vida. Y vuelvo a ver los agujeros negros de la Reclusión, esos tres años de espera, el antes y el después de los juicios, y esa cárcel putrefacta donde era tratado más asquerosamente que un perro rabioso. Y entonces, durante horas, a veces días enteros, camino por las calles de Caracas mascando todo eso. En vez de agradecer al destino diez veces, veinte veces por día por haberme traído hasta aquí, no, no es en ello en lo que pienso: veo, revivo, creo estar en todas las ‘tumbas' pasadas y, como en esas ‘tumbas' donde yo andaba dando vueltas como un oso enjaulado, me pongo a marcar el compás: uno, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta! Es más fuerte que yo, una verdadera obsesión. No, no puedo soportar que aquellos que me hicieron sufrir injustamente este calvario, donde habría acabado por morir como el más miserable de los harapos sin nada de humano en la cara y en el corazón, calvario del que sólo salí con muchos sufrimientos y mucha ganas, no, no puedo soportar la idea de que mueran tranquilos, sin pagar. “Entonces, cuando camino así por las calles, no miro a mi alrededor de una manera normal. Cada joyería, cada lugar donde sé seguro que se encuentra lo que me hace falta, el dinero, no puedo dejar de observarlo calculando a la vez como podría entrar ahí para coger todo lo que hay ahí dentro. Y si todavía no lo hice, sabes, no es por que no me falten ganas, porque aquí hay trucos tan fáciles de usar que es casi una provocación. “Hasta ahora estoy venciendo esta lucha tan difícil sobre mí mismo, no he hecho nada grave en este país y contra este pueblo que ha confiado en mí. Sería despreciable, asqueroso, indigno, tan vil como violar a las chavalas de una casa que me hubiese recogido. Pero tengo miedo, sí, miedo de mí mismo, miedo de que un día no pueda resistir la tentación de organizar un gran golpe. Todo eso me genera tal problema que hay momentos en que llego a perder la esperanza de poder vivir un día de un trabajo digno. Porque viviendo honestamente es imposible juntar bastante deprisa la enorme cantidad que necesito para vengarme. Entre nosotros, Léon, ya no aguanto más.” Grand Léon me escucha sin decir nada, me mira atentamente. Bebemos un último vaso casi sin hablar. Se levanta y me señala un encuentro con Pedro, el Chileno, para almorzar, al día siguiente.

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Nos encontramos en un restaurante tranquilo, a la sombra de un caramanchão. El tiempo es bueno. — Pensé en lo que me dijiste, Papi. Te voy decir por qué razón estamos en Caracas. Sólo estamos aquí de paso, nos dirigimos a otro país de América del Sur para trabajar seriamente en una casa de empeños, donde, según las informaciones recibidas por uno de los empleados principales y según su propia investigación, hay joyas suficientes para que cada uno sea dueño de una bonita fortuna después de transformarlas en dólares. Por eso buscábamos a Carotte. Queríamos contratarlo a él y al avión, pero ahora ya no se habla más de ello. — Se quieres, Papi, ven con nosotros — concluye Léon. — No tengo pasaporte y tampoco dispongo de muchos ahorros. — Del pasaporte nos encargamos nosotros, ¿eh, Pedro? — Es como si ya lo tuvieses, con identidad falsa — dice Pedro. — Sin eso no puedes entrar y salir oficialmente de Venezuela. — Aproximadamente, ¿cuanto tendré que gastar? — Más o menos mil dólares, porque el país no queda aquí al lado. ¿Tienes la pasta? — La tengo. — Entonces, vamos allá. Justo después de este encuentro, quince días más tarde, después de haber obtenido los documentos y alquilado un automóvil, me encuentro a algunos kilómetros de una capital sudamericana preparándome para enterrar mi parte de las joyas guardada en una caja de latón. El trabajo, bien planeado, se hizo con facilidad. Entramos por una tienda de corbatas, al lado de la casa de empeños, Léon y Pedro habían estado ahí varias veces para comprar corbatas, para ver bien como era la cerradura de la tienda y señalar el lugar exacto donde había de hacerse el agujero en la pared intermedia para penetrar en el local. No había cajas fuertes; nada, a no ser armarios reforzados por todas partes. Entramos el sábado, a las diez de la noche, y salimos el domingo, a las veintitrés horas. Operación bien hecha y sin dificultad. Entonces, junto a un árbol gigante, a unos veinte kilómetros de la ciudad, enterré mi caja. Podré encontrar el lugar, cuando quiera, sin dudarlo, porque el árbol, de tantas marcas que le hice con el cuchillo, es fácil de encontrar: justo después de un puente, a la orilla de la carretera; es el primero del bosque que empieza ahí. Al volver, tiro el pico, a diez kilómetros de allí. Por la noche, nos encontramos los tres en un buen restaurante. Llegamos por separado y procedemos como si nos hubiésemos encontrado por casualidad en el bar, antes de decidir que íbamos comer juntos. Cada uno ha escondido su parte: Léon, en casa de un amigo, Pedro, en el bosque, como yo. — Sabes — me explica Léon —, es mucho mejor que cada uno tenga su escondrijo personal. Así, se ignora lo que los otros hicieron con su parte. Es una precaución muy utilizada en América del Sur, porque cuando a uno le

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cazan los polis no es tratado con mucha ternura y, si te hacen hablar, no puedes decir más que lo que sabes. Y ahora, Papi, ¿satisfecho con la partición? — Sinceramente, estoy convencido de que la tasación de cada joya fue correcta. Estoy satisfecho, no tengo nada a decir. Todo ha salido bien y todo el mundo está satisfecho. — Manos arriba! — Pero que es esto! — exclama Léon. — Están locos! No hay tiempo de reaccionar, en menos de un segundo somos agredidos, esposados y enviados a la central de policía. Ni siquiera acabamos las ostras. En este país las personas no duermen. La danza ha durado toda la noche, al menos unas ocho horas. Primera pregunta: — ¿Os gustan las corbatas? — Una mierda! Y así todo el rato. A las cinco de la mañana estamos transformados en unos montones de carne tumefacta. Completamente locos por no habernos arrancado nada, los polis echan espumarajos de rabia: — Bueno, como están sudados y con fiebre, vamos a refrescarlos. Casi sin tenernos en pie, nos meten en un coche y, un cuarto de hora después, llegamos delante de un gran edificio. Los polis entran y seguidamente vemos salir a unos trabajadores. Deben haber sido los policías que les mandaron salir. Entonces nos toca entrar, aguantados por dos policías, casi arrastrados. Un gran pasillo con puertas de acero a izquierda y derecha, coronadas por una especie de reloj con una sola manecilla Termómetros. Me doy cuenta inmediatamente que estamos en el pasillo de los frigoríficos de un gran matadero. Paramos en un lugar del pasillo donde hay algunas mesas. — ¿Entonces? — dice el jefe de los polizontes. — Os doy por última vez tiempo para reflexionar. Estas son las cámaras de congelación de la carne. ¿Entendéis lo que esto quiere decir? Entonces, por última vez, ¿donde habéis puesto las joyas y el resto? — No vendemos ni joyas ni corbatas. — responde Léon. — Muy bien, abogado. Tú vas a ser el primero. Los polis desatrancan la puerta de una cámara y la abren completamente. Sale de allí una especie de niebla helada que se esparce por el pasillo. Con un empujón lanzan a Léon dentro, después de haberlo hecho descalzar de zapatos y calcetines. — Cierra deprisa — dice el jefe —, si no nos vamos a congelar también!

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Con un estremecimiento de horror veo la puerta cerrarse tras el desgraciado de Léon. — Ahora tú, chileno, ¿cantas o no? — No tengo nada que cantar. Abren otra cámara y empujan al chileno. — Tu eres el más joven, italiano (mi pasaporte tenía la identidad italiana). Mira bien estos termómetros. La manecilla está a cuarenta grados bajo cero. Eso quiere decir que en el estado en que estás, después de la danza que has tenido, caliente como quedaste, si no hablas y te metemos ahí dentro tienes un noventa por ciento de posibilidades de coger una congestión pulmonar y de morir en el hospital antes de cuarenta y ocho horas. Por ello, te doy una última oportunidad: vosotros habéis atracado la casa de empeños pasando por la tienda de corbatas, ¿si o no? — No tengo nada que ver con esa gente. Sólo conozco a uno, de otros tiempos, y lo encontré por casualidad en el restaurante. Pregunten a los empleados. No sé si ellos están metidos en ese golpe, pero yo no, de eso estoy seguro. — Pues bien, muere tu también, macaroni. Me da pena de que vayas a morir a esta edad, pero tanto peor para ti. Como quieras! La puerta se abre. De un violento empujón, me lanzan hacia la oscuridad de la cámara y caigo de bruces en el suelo lleno de hielo, después de haberme golpeado con la cabeza en una mitad de buey, dura como el hierro, colgada en un gancho. Poco a poco, siento el frío horrible de esta cámara invadir toda mi carne, atravesarla, alcanzar los huesos. A cuesta de un gran esfuerzo me levanto; primero de rodillas, después consigo ponerme en pie amarrándome a un buey. A pesar de los dolores que siento a cada gesto que hago después de las porradas que nos han dado, me pongo a golpearme los brazos, a fregarme el cuello, la cara, la nariz, los ojos. Busco calentarme las manos debajo de los sobacos. Sólo tengo puestos los pantalones y la camisa rasgada. Como también me han quitado los zapatos y los calcetines, sufro intolerablemente en la suela de los pies, que se pegan al hielo, y siento que los dedos empiezan a helarse. Me digo a mí mismo: “Eso no puede durar más de diez minutos, un cuarto de hora como máximo, sino voy a quedar como estos bueyes, un bloque de carne congelada! No, no es posible, no van a hacer eso, no pueden congelarnos vivos! Valor, Papi! Unos minutos más y la puerta se abrirá. El pasillo glaciar va parecer muy caliente”. Los brazos ya no me obedecen, ya no puedo cerrar las manos ni mover los dedos, los pies están pegados al hielo y ya no tengo fuerza suficiente para despegarlos. Siento que me voy a desmayar y en unos segundos recuerdo primero la cara de mi padre, que es tapada por el hocico del fiscal, no muy nítido porque se confunde con los de los polis. Tres caras en una sola. Pienso: “Es curioso como se parecen unos a otros, ríen de troça porque ganaron”. Y me desmayo. ¿Qué pasa? ¿Donde estoy? Una cabeza de hombre está inclinada sobre mí cuando abro los ojos. No puedo hablar porque todavía tengo la boca dura por el frío, pero me interrogo mentalmente: ¿que es lo que hago aquí, acostado en

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una mesa? Unas manos grandes, fuertes y hábiles me masajean todo el cuerpo con sebo caliente y, poco a poco, siento la elasticidad y el calor que vuelven. El jefe de los policías contempla la escena, a dos o tres metros de distancia. Tiene un aire aburrido. Por varias veces me abren la boca para echar un poco de alcohol. Una de las veces me echan de más, casi me sofoco y escupo violentamente el sorbo. — Listo — dice el masajista —, ya no hay problema. Continúa aun con el masaje durante una buena media hora. Siento que sería capaz de hablar, pero prefiero callarme. A la derecha, percibo que hay un otro cuerpo en una mesa de la misma altura que la mía. También está completamente desnudo, están masajeándolo y friccionándolo. ¿Quién es? ¿Léon o el Chileno? Éramos tres; yo más el de la otra mesa somos dos. ¿Donde está el tercero? Las otras mesas están vacías. Ayudado por el masajista, me siento y puedo ver quien es el otro. Es Pedro, el Chileno. Nos visten y nos endosas unas de esas ropas acolchadas hechas especialmente para los operarios que trabajan en el inferior de frigoríficos. El jefe de los polis vuelve a la carga: — — — — — — —

¿Puedes hablar, Chileno? Si. ¿Donde están las joyas? No sé nada. ¿Y tu, spaghetti? Yo no estaba con esa gente. Muy bien!

Me dejo resbalar de la mesa. Me mantengo de pié con dificultad, pero tengo la satisfacción, ahora que estoy en pie, de sentir calor debajo de las plantas, a pesar de que me duelan, y también la sangre que corre, que corre en todo mi cuerpo, con tal fuerza que lo siento, en los menores rincones del cuerpo, chocar contra las paredes de las venas y de las arterias. Creía que hoy había ido hasta el fin del horror, pero estaba lejos de tener mi factura. Después de habernos puesto lado a lado, Pedro y yo, el jefe, que recupera toda su seguridad, ordena: — Sacadles la ropa! Nos desvisten y quedamos con el tronco desnudo, inmediatamente tremendo de frío. — Y ahora miren bien, hombres! Sacan de debajo de una mesa una especie de embrollo rígido y lo destapan delante nuestro. Es un cuerpo congelado, duro como un palo. De ojos esbugalhados, fijos como dos canicas, es horrible de ver, terrorífico. Grand Léon! Lo congelaron vivo!

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— Miren bien, hombres! — repite el jefe. — Vuestro cómplice no quiso hablar, pues bien, nosotros le dejamos quedar hasta el fin. Ahora seréis vosotros, si os negáis como él. Recibí órdenes para ser implacable porque vuestro delito es muy grave. La casa de empeños es administrada por el Estado y hay problemas en la ciudad porque las personas creen que es un robo simulado por los funcionarios. Por eso, o habláis o dentro de media hora estaréis como vuestro cómplice. Yo todavía no estoy en la plenitud de mis facultades y ante este espectáculo quedo de tal manera perturbado que, durante tres largos segundos, tengo ganas de cantarlo todo. La única cosa que impide esa monstruosidad es que no sé donde están los otros escondrijos. Nunca me creerían y todavía quedaría en peor situación. Con espanto, oigo una voz, muy pausada, la de Pedro, que dice: — Pues bien! No nos da miedo con eso. Seguramente fue un accidente! Usted no le quiso congelar, fue un engaño, es eso, y no va a querer arriesgarse con nosotros. Porque uno todavía pasa, pero tres extranjeros transformados en bloques de hielo es mucho, y no le veo a usted dando explicaciones válidas a las dos embajadas. Uno pasa; tres es demasiado. No puedo dejar de admirar la sangre fría y el control de Pedro. Con mucha calma, la tira le mira en silencio. Finalmente dice: — Eres un bandido, no hay duda, pero también hay que reconocer que eres un tipo muy espabilado. — Después, volviéndose a los otros, les dice: — Consíganles una camisa y llévenlos a la cárcel, el juez se encargará de ellos. Es inútil continuar los “buenos tratamientos”, pues, con semejantes animales salvajes, es tiempo perdido. Nos da la espalda y se va. Un mes después estoy libre. Los comerciantes de corbatas estuvieron de acuerdo en que yo nunca había ido a su tienda, lo que era verdad; en cuanto a los hombres del bar, declararon que había bebido dos whiskys solo, que ya había reservado una mesa para una sola persona cuando los otros dos llegaron y que habíamos manifestado una gran sorpresa por habernos encontrado en esta ciudad. A pesar de eso, recibí órdenes para abandonar el país en cinco días, porque tenían miedo de que, siendo “oficialmente” compatriota de Léon, que tenía también pasaporte italiano, denunciase al Consulado lo que había pasado. En la audiencia, me habían encarado con un sujeto desconocido para mí, pero no para Pedro, el funcionario de la casa de empeños que le había dado indicaciones sobre el trabajito. En la noche de la repartición, este idiota había dado de regalo un magnífico anillo antiguo a una mujer de un club nocturno. Alertados, los polis no tuvieron dificultad en hacerle hablar y fue por ello que Grand Léon y Pedro fueron tan rápidamente identificados. Pedro, el Chileno, siguió metido en el follón. Cojo el avión con quinientos dólares en el bolsillo. No he ido al escondrijo, es demasiado peligroso. Volveré de aquí a un año, a buscar mi tesoro. Hago

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balance de la horrible pesadilla que acabo de vivir. Los periódicos evaluaron el robo de la casa de arras en doscientos mil dólares y tenía para mí alrededor de treinta mil en el escondrijo. Como las joyas habían sido tasadas por el valor del préstamo hecho sobre ellas, esto es, la mitad de su valor real, y se que yo las venderé sin pasar por un perito, debo venir a obtener, según mis cálculos, más de sesenta mil dólares! Tengo lo que necesito para mi venganza, con la condición de no tocarlo para vivir. Este dinero es sagrado, destinado a un fin sagrado, no debo emplearlo en otra cosa. Sea con el pretexto que sea. A pesar del horrible desenlace que tuvo para mi amigo Léon, para mí este caso ha sido una victoria. A no ser que me obliguen a ayudar el Chileno, lo cual dudo, porque, dentro de algunos meses, seguramente él mandará a buscar la pasta por un amigo de confianza para pagar su defensa y, quizás, preparar una evasión. Además, había quedado acordado: cada uno con su escondrijo de manera a que no estés pendiente de la suerte de los otros. Yo no aprobaba este método, pero es la manera de proceder del personal sudamericano. Terminada la operación, cada uno por sí mismo y Dios por todos. Y Dios por todos... Si en verdad fue Él quién me salvó, fue más que bondadoso para conmigo, fue magnánimo. Pero Él no puede ser la forja de mi venganza! Él no quiere que yo me vengue, lo sé muy bien. Me acuerdo de la penitenciaría de El Dorado, en víspera del día en que debía ser puesto definitivamente en libertad. Quise agradecer al Dios de los católicos. En mi emoción, le decía: “Que puedo hacer para demostrar que estoy sinceramente reconocido por tu ayuda?” Y creí haber oído una voz que me decía: “Renuncia a tu venganza”. Y yo dije no, todo menos eso. Por lo tanto, es imposible. Tuve suerte, es eso, una suerte del demonio. Dios no tiene nada que ver con semejante mierda. Pero el resultado está ahí, enterrado al lado de un árbol centenario. Es un peso menos para mí, tener con que realizar lo que alimento en el alma desde hace trece años. Espero que la guerra haya ahorrado los cuernos de mis verdugos! Mientras no llega la hora H, sólo necesito buscar trabajo y vivir tranquilamente, hasta el día en que he de ir desenterrar mi tesoro. El avión vuela muy alto, en un cielo brillante, sobre un manto de nubes blancas como la nieve. Aquí hay pureza y yo pienso en el alma de los míos, de mi padre, de mi madre, en mi familia, en mi infancia repleta de luz. Por debajo de las nubes blancas hay las nubes oscuras, la lluvia grisácea y sucia, la imagen de las personas de la tierra: la sed del poder, la sed de mostrar a los otros que se es superior a ellos, esa sed seca, sin alma, de tipos a los que no les importa destruir a un ser humano si, al hacerlo, ganan o justifican alguna cosa.

8.- LA BOMBA De nuevo en Caracas. Es con verdadero placer estar de regreso a esta gran ciudad repleta de vida. Hace veinte meses que estoy en libertad y todavía no me he integrado en esta sociedad. Es fácil decir: “Basta con conseguir un trabajo!”, pero, además de no conseguir un empleo aceptable, tengo dificultad

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en hablar correctamente el español y muchas puertas se cierran para mí por no dominar esa lengua. Entonces, me compro una gramática y, encerrado en mi habitación, me decido a quedarme ahí las horas que sean necesarias para hablar el español. Me enfurezco, no consigo coger el acento y, tras algunos días, lanzo el libro contra la pared y retomo el camino de la calle y de los cafés, siempre en busca de un conocimiento que me pueda conseguir cualquier cosa. Hay cada vez más franceses que llegan de Europa, desanimados por la guerra y por las convulsiones políticas. Unos huyen de una justicia versátil y arbitraria condicionada por la tendencia política del momento, otros buscan la calma, una playa donde respirar sin que alguien les venga tomar el pulso, a todo momento, para saber a cuantas pulsaciones va. Estas personas no me parecen francesas y, sin embargo, lo son. Pero teles criaturas nada tienen en común con el padre Charrière y todos los que conocí en mi infancia. Cuando estoy con ellas, descubro una serie de ideas de tal manera diferentes, de tal manera desplazadas en relación con las de mi infancia, que ya no comprendo nada. Me apetece muchas veces decirles: — Creo que ustedes deberían, quizás, no exactamente olvidar el pasado, pero sí dejar de hablar de él. Hitler, los nazis, los judíos, los rojos, los blancos. De Gaulle, la izquierda, o cualquier otra cosa, cuál de ellas es la que buscan destruir o alimentar en sus corazones? ¿Será posible que haya entre ustedes, justo después de la guerra, abogados del nazismo, de la Gestapo alemana o francesa? Voy a decirles una cosa: cuando hablan de los judíos creo ver una raza vomitando su odio contra otra raza. “Ustedes viven en Venezuela, entre su pueblo, y no son capaces de asimilar la maravillosa filosofía de las personas de este país. Aquí no hay ninguna discriminación, ni racial ni religiosa. La clase social más miserable por sus condiciones de vida sub-humana debería tener, ella, el virus de la venganza contra los privilegiados. Pues bien, ese virus ni siquiera existe aquí. “Ustedes ni tan solo son capaces de dejarse vivir, pura y llanamente. ¿La vida tiene que pasarse siempre en eternas batallas entre personas que no tienen la misma ideología? “Cállense, por favor! No vengan aquí como europeos, hinchados con la superioridad de su raza, como explotadores. Es cierto que ustedes tienen, de media, una preparación intelectual más elevada que la gran masa de aquí; ¿y qué? ¿De que les sirve si ustedes son, en último análisis, más idiotas que ellos? Parece que su instrucción no es sinónimo de inteligencia, generosidad, bondad y comprensión, sino solamente conocimientos adquiridos por el estudio. Si sus almas permanecieron secas, egoístas, rencorosas, fosilizadas, esos conocimientos no quieren decir nada. “Dios hizo el sol, el mar, las praderas inmensas, la selva, pero ¿para quién en especial? ¿Para vosotros? “¿Os creéis la raza predestinada a dominar el mundo? Cuando los veo y los oigo, me parece, a un tipo como yo, que ustedes hicieron de su ‘justicia' una inmundicia y que el mundo dirigido por hombrecitos como ustedes sólo puede tener guerras y revoluciones, porque ustedes son de

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estas personas que sueñan con la tranquilidad pública, es verdad, pero sólo si ésta se corresponde a su visión.” Cada uno tiene su lista de personas a condenar, a condenar, a prender y, a pesar de mi desgracia, consigo dejar de reír cuando oigo a esas personas, sentadas en un café o en la sala de un hotel de tercera categoría, criticarlo todo y concluir que sólo ellas son capaces de enderezar el mundo. Y siento miedo, sí, siento miedo, porque tengo la clara sensación de peligro de que estos recién llegados traen con ellos: el virus de las pasiones ideológicas fosilizadas del viejo mundo. 1947. Conocí a un antiguo forzado, Pierre-René Deloffre, que tiene una única religión: el General Angarita Medina, ex presidente de Venezuela, depuesto por el último golpe de Estado militar, en 1945. Deloffre es un individuo curioso. Irrequieto, pero generoso y enamorado. Se empeña siempre en adoctrinarme para la tesis de que los herederos de este golpe de Estado no lleguen a los calcañes de Medina. Verdaderamente, no me llega a convencer, pero, como estoy en una situación difícil, no lo voy a contrariar. Me consigue un trabajo a través de un banquero, un tipo extraordinario. Ese banquero se llama Armando (8): Descendiente de una poderosa familia venezolana, noble, generoso, distinto, instruido y de un coraje excepcional, sólo tiene un problema: las preocupaciones que le causa un hermano envidioso, idiota e incapaz. Algunos de sus actos más recientes me habían confirmado que no se había corregido nada en veinticinco años. Deloffre me presenta sin más rodeos: — Mi amigo Papillon, fugado de la penitenciaría francesa. Papillon, este es el hombre de quien te hablé. Armando simpatiza inmediatamente conmigo y, con la simplicidad de un verdadero señor, me pregunta se necesito de dinero. — No, Sr. Armando, necesito trabajo. Pese a ello, prefiero ver primero de que se trata, es mejor esperar. Tanto más que, ahora mismo, no tengo mucha necesidad de dinero. — Esté allá mañana, a las nueve. Al día siguiente, me lleva a un garaje, Le Franco-Vénézuélien, donde me presenta a los socios. Son tres jóvenes llenos de sangre, siempre listos para todo, se percibe a simple vista. Dos de ellos están casados. Uno con Simone, una parisiense de veinticinco años, soberbia; el otro con Dédée, una bretona de veinte años, de ojos azules, fresca como una violeta y madre de un chiquillo, Cricri. 8

Armando no es el nombre real del banquero. (N. del A.)

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Son agradables, francos, sin pensamientos reservados. Me acogen con los brazos abiertos, como si siempre me hubiesen conocido. Rápidamente me han conseguido una cama en un rincón del gran garaje, discretamente aislado por una cortina, junto a la puerta de las duchas. Realmente puedo decir que, desde hace diecisiete años, es mi primera familia. Amado, acarinhado, respetado por este grupo de jóvenes, me siento perfectamente feliz, porque, a pesar de tener algunos años más que ellos, estoy a su lado en el amor por la vida, en la alegría de vivir, sin barreras y sin leyes. Sin hacer preguntas — no tengo necesidad de eso — no necesito esforzarme mucho para comprender que no hay nadie que sea mecánico realmente. Tienen unos conocimientos ligeros, muy ligeros — un mínimo de conocimientos, para decir la verdad — de qué es un motor y, todavía menos que eso, sobre los motores de automóviles americanos, los principales, para no decir únicos, clientes. Uno de ellos era tornero, lo que explicaba la presencia de un mandril en el garaje, para rectificar los pistones, decía él. Percibo rápidamente que este mandril sirve para modificar las botellas de gas de modo de fijarles un detonador y uno rastilho bickford. Para la multitud de los franceses recién llegados, el garaje Franco-Vénézuélien reparaba, mejor o peor, los automóviles, pero, para el banquero venezolano, preparaba bombas para un golpe de Estado. Eso no me convenía nada. — Porras! A favor de quien y contra quien va esta historia? Explicádmelo. Una noche, a la luz del candelero, interrogo a los tres franceses, cuando las mujeres y el niño se habían ido a acostar. — Nosotros no tenemos nada que saber. Preparamos las barrilas que nos pide Armando. Eso es todo, mi viejo! — Es todo para vosotros, quizás. Pero yo necesito saber más. — ¿Por qué? Te pagan bien y también nos divertimos, ¿no? — Me gusta divertirme, pero sencillamente no me encuentro en la misma situación que vosotros. Estoy asilado en este país. Confiaron en mí y me han dado la libertad. Están asustados por hablarles así, en el estado en que me encuentro. Porque sabéis — les dijo yo — lo que llevo en la cabeza; mi idea fija. No les conté el golpe de la casa de arras. Por eso me dicen: — Si este golpe tiene éxito, podrás ganar todo el dinero que necesitas para hacer lo que planeas, y hasta más. Nosotros también pensamos en no acabar nuestros días en este garaje. Se pasa bien el tiempo, es verdad, pero no es mucho en relación a lo que soñábamos hacer cuando vinimos a América del sur, como te puedes imaginar! — ¿Y vuestras mujeres y el niño? — Las mujeres lo saben todo. Un mes antes del golpe de Estado parten para Bogotá. — Ah, ah!... Lo saben todo. Ya me extrañaba que ellas no se sorprendiesen mucho con ciertas cosas!

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Esa misma noche voy a estar con Deloffre y Armando. Hablo mucho tiempo con ellos. Este último me explica: — Betancourt y Gallegos dirigen nuestro país con la cobertura de la pseudo democracia AD (Acción Democrática). El poder les fue dado por militares ingenuos que ya ni saben por qué razón depusieron a otro militar, más liberal, Medina, mucho más humano que los civiles. Asistí como testigo mudo a las persecuciones a los antiguos funcionarios del medinismo y busco comprender por qué unos hombres que hicieron una revolución gritando “justicia social, respeto por todos, sin excepción” se han vuelto peores que sus antecesores, desde que tomaron el poder. Es por ello que quiero contribuir para que Medina vuelva. — Muy bien, Armando. Veo que lo que quieres es acabar con las persecuciones del partido actualmente en el poder. Tu, Deloffre, tienes un Dios, es Medina, tu protector y amigo. Pero oídme bien: a mí, Papillon, ha sido el partido que gobierna ahora el que me liberó de la penitenciaría de El Dorado. “Después de la revolución, de un día para otro, así que llegó el nuevo director — Don Julio Ramos, un abogado y distinguido escritor, que todavía se mantiene, según creo —, fui puesto en libertad y acabó también inmediatamente el régimen de terror bárbaro de la cárcel. Y ustedes quieren que yo entre en semejante golpe contra esas personas. No, dejadme marchar. Sabéis que podéis contar con mi discreción.” Armando, lleno de tacto y viendo mi difícil situación, dice: — Enrique, tu no haces las bombas, ni trabajas en el mandril. Tu sólo trabajas en los coches y entregas las herramientas cuando el mecánico te las pide. Por lo tanto, quédate un tiempo más. Soy yo quien te lo pido y te prometo que, si actuamos, serás avisado con más de un mes de antelación. Y me quedo con los tres jóvenes de quien no diré los nombres completos, pero sencillamente las iniciales: P. L., B.L. y J.G. Viven todavía los tres, y fácilmente serían reconocidos. Hacemos uno grupo terrible, siempre juntos, viviendo a rienda suelta, al punto que los franceses de Caracas nos llaman los tres mosqueteros, que, como se sabe, eran cuatro. Estos pocos meses han sido los mejores momentos, los más divertidos, los más jóvenes que pasé en Caracas. La vida era un gozo permanente. Los sábados, nos quedábamos con el automóvil de un cliente cualquiera, diciéndole que aún no estaba listo, e íbamos hasta el mar, a una de las maravillosas playas repletas de cocoteros, para tomarnos un baño y hacer mil y una locuras. Claro que a veces nos encontrábamos al dueño del automóvil, indignado por verlo transportar este grupo, cuando lo creía en el taller. Entonces, con gentileza, sutilmente, le explicábamos que hacíamos aquello por su bien, porque no le queríamos entregar un coche que no estuviese perfectamente en condiciones y para eso era necesario probarlo. Eso nunca falló, sin duda alguna gracias a las lindas sonrisas de las dos mujeres. Además, hubo también historias terribles: el depósito de gasolina del automóvil del embajador de Suiza se vaciaba. Nos trae el coche para que le pongamos

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un punto de soldadura en el lugar del escape. Vacío concienzudamente el tanque con un tubo de goma, aspirando hasta la última gota. No debe haber sido lo suficiente porque, al acercar la llama del soplete, el desgraciado depósito explota, prendiendo fuego en el automóvil, que arde completamente. Mientras el operario y yo nos sacudimos, cubiertos de aceite y de humo, casi sin darnos cuenta de que acabamos de escapar de la muerte, oigo la voz tranquila de B.L. decir: — ¿No creéis que debemos informar a nuestros socios de este pequeño desastre? Llama a casa de los dos hermanos y encuentra al abobado de Clemente (1). (1) Clemente no es el nombre real de esa persona. (N. del Y.) — Clemente, ¿puede darme el número del seguro del garaje? — ... — ¿No tiene? Oiga, a ver; no estará hablando serio! ¿Pero no es usted quién se cuida de los asuntos administrativos? — ... — ¿Por qué? Ah, sí, me olvidaba. Es que el automóvil del embajador de Suiza se ha incendiado. Ha quedado reducido a un montón de cenizas. Es inútil decir que cinco minutos después llegaba Clemente corriendo, agitando los brazos y aún más furioso porque realmente el taller no estaba cubierta por ningún seguro. Fueron precisos tres vasos de whisky, bien llenos, y todo el encanto de las piernas de Simone a la vista para que se calmase. En cuánto a Armando, sólo vino al día siguiente, muy seguro de sí mismo. Tuvo estas palabras amables: — Sólo a los que trabajan les pasan estas cosas. De cualquier forma, no hablemos más en ello, resolveré el caso con el embajador. El embajador consiguió otro automóvil, pero nunca más le volvimos a ver. Mientras llevamos esta vida repleta de juventud y de alegría de vivir, pienso de tarde en tarde en mi tesoro escondido junto a un árbol, en una república famosa por sus carnes congeladas. A su vez, voy haciendo ahorros para el viaje de ida y vuelta, para ir a buscarlo. La idea de saber que tengo casi con que saciar mi venganza me transforma completamente. Vivo sin la preocupación de ganar mucho dinero, ya no es ese mi problema. Lo que ahorro es suficiente. Es por ello que vivo sin reservas la alegre vida de los mosqueteros y que estamos todos, en un domingo por la tarde, prestos a tomar un baño en calzoncillos, a las tres, en el estanque de una plaza de Caracas. Al menos ahí, Clemente se mostró a la altura de las circunstancias e hizo que liberasen a los socios de su hermano del puesto de policía, donde habían sido encarcelados por escándalo público. Ya han pasado varios meses y ahora debo poder ir a buscar el tesoro con toda seguridad. Por lo tanto, adiós, amigos, gracias por todas las amabilidades! Y voy camino del aeropuerto.

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Llego a las seis de la mañana, a las nueve ya me encuentro en el lugar, después de haber alquilado un coche. Atravieso el puente. Dios mío! ¿Que es eso? ¿Estoy loco o es un espejismo? A la salida del puente, por mucho que miro, mi árbol no está ahí. No sólo el mío; otros muchos árboles han desaparecido. El puente y la pista de acceso han sido ensanchados en función de la carretera, que también ha sido reformada, mucho más ancha que antes. Calculando a partir del puente, llego a situarme aproximadamente donde podría estar mi árbol y el tesoro. Ni lo quiero creer, hasta me falta la respiración. Ya no hay nada! Entonces, se apodera de mí una furia descontrolada y una rabia salvaje. Golpeo el asfalto con los calcañes como si él pudiese sentir algo. La desesperación me domina completamente; busco, a mi alrededor, cualquier cosa para destruir, pero sólo veo las líneas blancas pintadas en la carretera y las pisoteo, como si esas capas de pintura, desencoladas, pudiesen provocar una catástrofe. Vuelvo al puente y, en comparación con la otra pista de acceso, que no ha sido modificada, calculo que deben haber excavado la tierra a más de cuatro metros de profundidad. Como el tesoro estaba solamente a un metro, no aguantó mucho, el desgraciado! Me asomo en el parapeto del puente y, durante largos minutos, contemplo la corriente de agua. Poco a poco me calmo, pero mis pensamientos continúan en torbellino en mi cerebro. ¿Fallaré siempre? ¿Debo abandonar la aventura? ¿Que voy a hacer ahora? Me siento flaquear las piernas. Me domino y me digo a mí mismo: “¿Cuántas veces fallaste hasta conseguir evadirte? Siete u ocho veces, ¿no? Pues bien, en la vida es lo mismo. Un ‘banco' perdido, otro a ganar! Así es la vida cuando la amamos verdaderamente!” No me quedé mucho tiempo en este país, que se cree obligado a transformar tan deprisa las carreteras. Sólo aquí me darían el disgusto de comprobar que un pueblo civilizado — porque todavía por encima son civilizados, en esta tierra de idiotas — ni siquiera respeta los árboles centenarios. ¿Y para que, me pregunto, ampliar una carretera suficientemente ancha para el tráfico que tiene? En el avión que me lleva a Caracas, me divierto diciéndome que, aunque los hombres pueden pensar que son dueños de su destino, que pueden construir el futuro, no pueden prever lo que van hacer uno o dos años después. Tonterías, Papi! El hombre más meticuloso, el más calculador, el más genial organizador de su vida es sólo uno juguete ante el misterio del destino. Sólo el presente es seguro; el resto es desconocido, se llama suerte, mala suerte, destino, o aún la misteriosa e incomprensible mano de Dios. La única cosa que cuenta, en la vida, antes que nada: nunca darse por vencido y, después de un fracaso, recomenzar. Es lo que voy a hacer. Cuando me fui, me despedí definitivamente de mis amigos. En verdad, una vez recuperado el tesoro, contaba ir a otro país distinto de Venezuela para modificar las joyas para que no fuesen reconocidas y, después de haberlas vendido, partir para España y fácilmente hacer una visita al fiscal y compañía. Por ello, imagínense la sacudida que hubo cuando los mosqueteros me vieron

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aparecer en la puerta del taller. Para cenar, pastel de fiesta en honor a mi regreso y cuatro flores puestas en la mesa. Brindamos al grupo reconstituido y la vida continúa a todo vapor. Pero ya no siento la misma indiferencia. Presiento que Armando y Deloffre tienen cosas que decirme, pero no quieren que yo las sepa ya. En mi opinión, debe ser en relación al golpe de Estado, aunque conozcan mi posición en cuanto a ese proyecto. Me invitan muchas veces a beber un vaso o comer en casa de Deloffre. Comidas deliciosas, sin nadie más. Deloffre cocina y es Victor, su fiel conductor, quien sirve la mesa. Hablamos de muchas cosas, pero a fin de cuentas se vuelve siempre al mismo leitmotiv, el General Medina, el más liberal de los presidentes de Venezuela, ni un sólo preso político durante su régimen, nadie perseguido por sus ideas, una política de coexistencia con todos los Estados, con todos los regímenes, a punto de haber reanudado las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética; era bueno, era noble, y el pueblo le amaba tanto por su simplicidad que un día, en ocasión de una fiesta en el Paraíso, los llevaron en triunfo, a él y a su mujer, como hacen con los toreros. A fuerza de me hablen y vuelvan a hablar de este maravilloso Medina, que paseaba sólo con un ayudante de campo en Caracas e iba al cine como cualquier ciudadano, Armando y Deloffre llegan casi a convencerme de que un hombre de buenos sentimientos debe hacer lo que sea para volver a darle el poder. Las injusticias, el espíritu de venganza de los funcionarios del gobierno actual contra una parte de la población me son pintados con los más negros colores. Para hacerme aún más simpático a este extraordinario presidente, Deloffre me cuenta que, además de todas esas cualidades, Medina era un pândego de primer orden y también su amigo íntimo, sabiendo que él había huido del degredo. Reparo también que Deloffre lo perdió todo en la revolución precedente. Misteriosos “vengadores” saquearon su magnífico restaurante cabaré de lujo, donde Medina y las personas importantes de Caracas iban muchas veces cenar o a pasar algún rato. Por último, casi convencido — para mi desgracia, como vine a comprobar —, comienzo a aceptar la hipótesis de jugar un papel en este golpe de Estado. Mis titubeos terminan por desaparecer (lo confieso) cuando me prometen una cantidad suficiente y todos los medios necesarios para poner en práctica mi proyecto de venganza. Es así que, una noche, nos encontramos, Deloffre y yo, en su casa; yo disfrazado de capitán, Deloffre de coronel, listos para la acción. Esto empieza mal. Para reconocerse, los implicados civiles deben llevar una abrazadera verde y la contraseña es Aragua. Debemos estar, a las dos de la mañana, en el lugar de la acción, y hacia las once de la noche llegan cuatro tipos, completamente borrachos, en el único fiacre de Caracas. Esos cuatro locos cantan a gritos, acompañándose de una guitarra. Paran exactamente delante de la casa y los oigo, horrorizado, cantar versos que hacen nítidas alusiones al golpe de Estado de aquella noche. Uno de ellos grita a Deloffre: — Pierre! La pesadilla va a terminar esta noche, al fin! Valor y dignidad, amigo! Nuestro padre Medina tiene que volver!

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Nunca vi cretinos de ese tamaño. De aquí a que un chivato cualquiera avise a los policías y que estos nos vengan a coger no faltará mucho! Me siento rabioso, y con buenas razones: tenemos tres bombas en el automóvil, dos en el maletero y una en el asiento trasero, cubierta con una manta. — Muy bien, conseguiste unos bonitos cómplices! Si son todos así, ni siquiera vale la pena molestarse, es mejor ir directamente a la cárcel! Deloffre se retuerce de risa, tan relajado como si estuviese en una fiesta, satisfecho por verse tan guapo con el uniforme de coronel, mirándose en los espejos. — No te preocupes, Papi. Además, no vamos a hacerle mal a nadie. Bien sabes que esas tres barrilas de gas sólo contienen pólvora. Sólo sirven para hacer ruido, nada más. — ¿Y para qué va a servir ese ruidito? — Solamente para dar la señal a los conspiradores dispersos por la ciudad. Nada más. Como ves, no hay nada malo, no queremos perjudicar a nadie. Sólo exigimos que ellos se vayan, eso es todo. Bueno. Como quiera que sea, ya estoy comprometido; tanto peor para mí! No me sirve de nada temblar, ni lamentarme, sólo tengo que esperar la hora. Rehúso una copa de Oporto que me ofrece Deloffre. El Oporto es su única bebida, al menos dos botellas al día. Se mete algunas copas entre pecho y espalda. Los tres mosqueteros llegan con un coche de comando transformado en grúa. Servirá para levantar dos cajas fuertes, la de una compañía de aviación y la de la Cárcel Modelo, de la cual uno de los directores — o el jefe de la guarnición — es cómplice nuestro. Debo recibir el cincuenta por ciento de su contenido; exigí y me habían concedido estar presente cuando sacasen la caja de la cárcel. Será un bello desquite contra todas las cárceles del mundo. Le doy mucha importancia a eso. Un correo trae las últimas órdenes: no detener a ningún enemigo, dejarlos huir. El campo de aviación civil, Carlota, situado en plena ciudad, ya ha sido preparado para que los principales miembros y funcionarios del gobierno actual puedan huir, sin dificultad, en avionetas. En ese momento sé donde debemos hacer estallar la primera bomba. Pues bien, Deloffre no es de los que se limpian con cualquier trapo! Se trata, ni más ni menos, de hacerla explotar exactamente delante de la puerta del palacio presidencial, en Miraflores, el equivalente al Eliseo ( 9)! Las otras dos, una al este, la otra al oeste de Caracas, para dar la impresión de que estallan por todas partes. Sonrío para mi mismo, al pensar en el miedo que van tener en el palacio.

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Residencia de los presidentes de la República Francesa, en París. (N. del T.)

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La gran puerta de madera no es la entrada oficial del palacio. Está situada en los sótanos, sirve de acceso a los camiones militares u otros y permite que ciertas personas, incluso el presidente, entrar o salir sin ser vistos. Todos nuestros relojes están sincronizados. Debemos llegar frente a la puerta a las dos menos tres minutos. Alguien del interior la entreabrirá durante unos segundos, el tiempo necesario para que el conductor suelte un grito de cuervo, con un juguete de niños que lo imita muy bien. Así, sabrán que ya estamos ahí. ¿Para que servirá eso? Lo ignoro, porque no me han dado ninguna explicación. ¿La guardia del Presidente Gallegos está en la conspiración y va prenderlo? ¿O será rápidamente puesta fuera de combate, neutralizada por los conspiradores que ya se encuentran en el interior? No sé nada. Lo que es cierto es que, a las dos en punto, tengo que encender la mecha del detonador de la bomba de gas que tendré entre mis piernas y lanzarla por la puerta del coche, dándole un buen empujón para que ruede hasta la puerta del palacio. La mecha tarda exactamente un minuto y treinta segundos en arder. Deberé, por lo tanto, encenderla con el cigarrillo y, en el momento en que prenda, retirar la pierna derecha y abrir la puerta del coche, contando treinta segundos. Al trigésimo, lanzarla rolando sobre la calzada. Calculamos que el viento, en el trayecto, activará la combustión de la mecha y que bastarán cuarenta segundos para la explosión. Aunque la bomba no contiene metralla, la simple explosión es bastante peligrosa y será necesario arrancar el coche a toda velocidad, para ponernos a salvo. Ese será el trabajo de Víctor, el conductor. Le pido a Deloffre que, si hay un soldado o un policía en los alrededores, que él les ordene, ya que tiene el uniforme de coronel, correr hasta la esquina de la calle. Me lo garantiza. Llegamos sin dificultad, a las dos menos tres minutos, delante de la famosa puerta. Estacionamos al otro lado del paseo, enfrente. No hay centinelas, ni policía. Muy bien. Las dos menos dos minutos... Las dos menos uno... Las dos... La puerta no se abre. Estoy preocupado Le digo a Deloffre: — — — — —

Pierre, son las dos. Ya lo sé, también tengo reloj. Esto no es normal. No entiendo lo que pasa. Esperemos todavía cinco minutos. OK.

Las dos y dos minutos... La puerta se abre violentamente, salen soldados corriendo y se disponen como disparadores, con el arma en la mano. Está claro como el agua, fuimos traicionados. — Vámonos, Pierre, hemos sido traicionados! Deloffre no se muestra en nada preocupado, parece completamente inconsciente.

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— ¿Que te crees? Están de nuestro lado! Empuño un Colt 45 y lo apoyo a la nuca de Víctor. — Arranca o te mato! En vez de sentir el coche saltar hacia adelante, pues creo que va a pisar a fondo el acelerador, oigo esta cosa increíble: — Hombre, aquí quien manda no eres tu, es el patrón; ¿que dice, patrón? Porras! He visto sujetos testarudos, pero como este mestizo de indio nunca! No puedo hacer nada, porque hay soldados a tres metros de nosotros. Como han visto los galones de coronel en el hombro de Deloffre, pegado a la puerta, ya no se aproximan al coche. — Pierre, si no le dices a Víctor que arranque, no es la él a quién mato, es a ti. — Chaval, ya te dije que son de los nuestros. Vamos esperar todavía un poquito — me responde Pierre, volviéndose hacia mí. Es entonces que reparo en las narices de Deloffre, brillantes, con polvo pegado. Ya veo: el tipo está completamente drogado. El miedo se apodera de mí; sí, un miedo terrible, y apoyo la pistola en su nuca mientras él me dice con la mayor calma: — Son las dos y seis minutos, Papi. dos minutos más y partimos. Ciertamente fuimos traicionados. Esos ciento veinte segundos no terminan nunca!. Tengo los ojos puestos en los soldados; los más próximos nos observan, pero sin manifestarse todavía. Finalmente Deloffre dice: — Vamos, Víctor, vamos allá. Despacito, normalmente, sin demasiada prisa. Y salimos vivos de esta trampa de lobos de verdadero milagro. Uf! Algunos años más tarde se proyectó la película. El día más largo. Podríamos hacer una que se llamase Los ocho minutos más largos. Deloffre le dice al conductor que se dirija hacia el puente de la ciudad que une el Paraíso a la Avenida San Martin. Quiere estallar la bomba en el puente. De camino encontramos dos camiones de conspiradores, que ya no saben que hacer, ya que no habían oído la explosión de las dos. Les explicamos lo que pasa, que hemos sido traicionados, y eso provoca que Deloffre cambie de idea y dé orden de regreso rápido a su casa. Tremenda tontería porque, se hemos sido traicionados, es posible que los polis ya estén allí. Aun así vamos y, al ayudar a Víctor a poner la bomba en el maletero del coche, veo que ésta tiene tres letras pintadas: P. C. D. No puedo dejar de reír cuando, al sacarnos los uniformes, Pierre-René Deloffre me explica lo que significan:

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— Papi, no olvides que en todas las misiones peligrosas es necesario saber dar un toque romántico. Esas iniciales eran mi tarjeta de visita a los enemigos de mi amigo. Víctor va a abandonar el coche en un parque, olvidándose, por supuesto, de dejar las llaves. Sólo descubrirán las tres bombas tres días más tarde. Es imposible estar en casa de Deloffre; él marcha para un lado, yo, para otro. Ningún contacto con Armando. Voy directamente al taller, donde ayudo a esconder el mandril y cinco o seis barrilas de gas que se encontraban allí. Son las seis, el teléfono suena y una voz misteriosa dice: — Francés, marchaos todos, cada uno por su lado. Sólo B. L. debe quedarse en el garaje. ¿Entendido? — ¿Quien llama? Cuelgan. Vestido de mujer, conducido en un jeep por un ex-oficial francés de la Resistencia a quien presté algunos servicios desde su llegada aquí, salgo sin novedad de Caracas para ir hacia Río Chico, más o menos a doscientos kilómetros, a la orilla de mar. Me quedaré ahí dos meses con el ex capitán, su mujer y una pareja de amigos bordeleses. B. L. fue arrestado. No le torturaron; un interrogatorio cerrado pero correcto. Cuando lo supe, concluí que el régimen de Gallegos y Betancourt no es tan criminal como lo pintaban, al menos en este caso. Deloffre pidió asilo político, esa misma noche, en la Embajada de Nicaragua, si no me equivoco. En cuanto a mí, siempre lleno de confianza en la vida, una semana después conducía, con el ex capitán, el camión del Servicio de Carreteras de Río Chico. Habíamos conseguido, a través de un amigo, un empleo en el municipio. Los dos juntos ganamos veintiún bolívares, de los cuales usamos cinco para vivir. Esta vida de cantoneiros dura dos meses, el tiempo de calmarse en Caracas la tempestad levantada por esta última conspiración y de que la atención de la policía sea desviada por la llegada de informaciones sobre una nueva conjura que se prepara. Muy juiciosamente se ocupan del presente y dejan de lado el pasado. Es lo que yo quiero, estoy perfectamente decidido a no dejarme sorprender por un golpe de ese tipo. Una vez basta. Lo mejor por ahora: vivir aquí tranquilo con mis amigos, sin dejarme ver. Para huir de la rutina, voy muchas veces a pescar al mar, al atardecer. Esta noche he cogido un enorme róbalo, una especie de dorada grande, y, sentado en la playa, lo limpio con calma admirando la maravillosa puesta de sol. Cielo rojo, por la tarde, es señal de buen tiempo para el día siguiente, Papi! Y, a pesar de todos los fracasos que tuve desde que fui liberado, me pongo a reír. Sí, la esperanza va a hacer que yo venza y viva. Pero ¿cuando llegará la victoria? Veamos, Papi, hagamos el balance de estos dos años de libertad. No soy pobre, pero no tengo gran cosa: tres mil bolívares, como máximo, saldo líquido de dos años de aventura. Durante este tiempo ¿que ha pasado?

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Uno: el montón de oro de Callao. No vale la pena alargarse, eso no es un fracaso sino una renuncia para que los antiguos forzados de ahí abajo puedan continuar viviendo tranquilamente. ¿Lamento eso? No. Muy bien, fin de la tonelada de oro! Dos: las partidas en las minas de diamantes. Arriesgué la vida veinte veces por diez mil dólares que nunca toqué. Jojo muere en mi lugar, yo me salvo. Sin dinero, claro, pero que maravillosa aventura! Nunca podré olvidar la intensidad de todas esas noches, esas caras patibulares de los jugadores a la luz de la linterna de carburo, al impasible pero demasiado confiado Jojo. Por lo tanto, nada que lamentar. Tres: el túnel del banco. Eso ya es diferente: no hubo lucro ninguno en este golpe. Sin embargo, en tres meses vibré veinticuatro horas al día con la emoción que cada hora traía. Aunque sólo fuese eso, no tendría de que quejarme. Pero recuerdo que, durante tres meses, hasta en sueños, por la noche, me vi millonario, lleno de dólares, de una manera perfectamente real. ¿No vale nada eso? Es verdad que, con un poco más de suerte, podría haber sido rico, pero también podría haber pasado algo peor. ¿Y si el túnel se hubiese venido abajo cuando estaba dentro? Hubiera muerto asfixiado como un ratón o atrapado como una raposa en la toca. Cuatro: la casa de arras y los frigoríficos. No hay nada a reclamar si no es a los Servicios de Carreteras de esa maldita tierra de idiotas. Cinco: la conspiración, En verdad, nunca fui muy apologista de ese golpe. Esos asuntos de política, bombas que pueden matar a cualquier persona, no van mucho conmigo. Al fin y al cabo, fui embaucado por el papo de dos tipos simpáticos, y también por la garantía de poder realizar mis proyectos gracias a la pasta. Pero atacar al gobierno que me había liberado no me pareció un golpe muy correcto, mi corazón no estaba de acuerdo. Aun así, viví cuatro meses de buena disposición con los mosqueteros, las mujeres de ellos y el niño; y esos días de alegría de vivir, de explosión de juventud, estoy lejos de olvidarlos! Sin hablar del resto, el avión de Carotte, etc. Conclusión: estuve preso injustamente trece años, me robaron casi toda la juventud, y cuando duermo, como, bebo y me divierto, nunca olvido que un día tengo que vengarme. Muy bien. En resumen, estoy libre desde hace dos años. En dos años he vivido miles de cosas, he tenido aventuras extraordinarias, salgo de una para meterme en otra. Mejor aún, ni siquiera tengo necesidad de buscarlas, son ellas que han venido a encontrarme; tuve amor como nadie, conocí a hombres de todas las clases que me dieron su amistad, con los cuales arriesgué la vida, ¿y con todo eso me lamento? ¿Soy pobre o casi? Eso no tiene importancia, la pobreza no es una enfermedad muy difícil de curar. Entonces da gracias a Dios, Papi! Gracias a la aventura, gracias a los riesgos que hacen que vivas intensamente cada día que pasa, cada minuto! Como si fuese un agua maravillosa, la bebes a sorbos, que van hasta el fondo del alma! Y tienes salud, que es lo principal.

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Dejemos eso y recomencemos, caballero! Las apuestas están en la mesa! No va más! “Banco” perdido, “banco” repetido, “banco” re-repetido! Hasta el fin! Pero que mi ser se estremezca y vibre, que cante esta esperanza y esta certidumbre de oír un día: “Nueve de cara! Recógelo todo, Papillon, has ganado!” El sol está casi en el horizonte. Cielo rojo, al atardecer, es señal de buen tiempo para el día siguiente. Es verdad, estoy lleno de esperanza y de confianza en el futuro. El viento refresca y es sereno, feliz de sentirme vivir, libre, con los pies descalzos enterrándose en la arena húmeda, de volver a casa donde esperan el resultado de la pesca para la cena de esta noche. Pero todos estos colores, estos miles de pinceladas de sombra y luz jugueteando en la cresta de todas las pequeñas olas que corren hacia el infinito me conmueven tan profundamente que, después de recordar los peligros superados en el pasado, sólo consigo pensar en el Creador de todo esto, en Dios: “Buenas noches, viejo amigo, duerme bien! A pesar de todos los fracasos, a pesar de todo, gracias por haberme dado un día tan lleno de sol y de libertad y, como postre, esta puesta de sol tropical!”

9.- MARACAIBO – EN TERRITORIO INDIO

Si bien que la policía, con las informaciones que obtuvo sobre los preparativos del nuevo golpe de Estado, tenga otras cosas que hacer que pensar en mí, cuanto más tiempo esté olvidado, lejos de Caracas, mejor. Por ahora, parece que quieren dejar caer en el olvido la revuelta abortada, pero nunca se sabe. Es por ello que aprovecho la ocasión cuando, en un viaje relámpago a Caracas, un amigo me presenta, en su casa, a una ex-modelo parisiense que busca a alguien para ayudarla a dirigir el hotel que acaba de abrir en Maracaibo. Acepto con alegría ser una especie de “chico para todo”. Ella se llama Laurence; es una joven guapa y elegante que vino, creo, a hacer un pase de modelos a Caracas y se fijó en Venezuela. Entre la policía de Caracas y Maracaibo hay mil kilómetros, lo que me conviene perfectamente. Aprovecho el autostop de un amigo y, después de un viaje de catorce horas, descubro aquello que llaman el lago de Maracaibo, aunque, en verdad, se trate de una enorme laguna de ciento cincuenta kilómetros de largo y cien de anchura, como máximo, conectada al mar por un canal de diez kilómetros. Maracaibo queda al norte, en el margen oeste del canal, unido ahora al margen este por un puente. En esa época este no existía, y quien venía de Caracas atravesaba el lago en barco. En verdad, este lago es impresionante, extraordinario, tranquilo, sembrado de miles de torres metálicas. Parece un inmenso bosque que se prolonga hasta donde llega la vista, con árboles plantados simétricamente, que se pueden ver hasta el horizonte. Pero estos árboles son los pozos de petróleo, y cada pozo tiene en su base un enorme equilibrador, que día y noche, sin parar nunca, bombea el oro negro de las profundidades de la tierra. Un ferry transporta coches, pasajeros y mercancías

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en un vaivén continuo entre la carretera que viene de Caracas y Maracaibo. Durante la travesía, como un niño, voy de un lado a otro del ferry, completamente hechizado, maravillado por ver estos pilares de hierro emergiendo del lago y pensando que a dos mil kilómetros de allí, en el otro extremo de este país, en la Guayana venezolana, Dios creó diamantes, oro, hierro, níquel, manganeso, bauxita, uranio y todo el resto, mientras que aquí esparció el petróleo, el motor del mundo, con una tal profusión que estos miles de bombas pueden aspirarlo día y noche sin agotar la fuente. Bien, Venezuela, no tienes de que quejarte de Dios! El Hotel Normandy es una grande y magnífica vivienda rodeada por un jardín florido, cuidadosamente tratado. La bella Laurence me recibe con los brazos abiertos: — Este es mi reino, Henri (siempre me llamó Henri) — dice ella riendo. Hace sólo dos meses que abrió el hotel. Dieciséis habitaciones, es todo, pero de un lujo refinado, todas con un servicio digno de un palacio. Ha sido ella quien lo ha decorado todo, las habitaciones, los cuartos de baño, la sala, la terraza y el comedor. Pongo manos a la obra y no es broma ser el primer colaborador de esta francesa que todavía no tiene cuarenta años, que se levanta a las seis, vigilándolo todo y hasta muchas veces prepara el desayuno de los huéspedes. Infatigable, durante todo el día va y viene, se ocupa de todo, mira por todo y consigue todavía tiempo para cuidar del rosal o limpiar las aléias del jardín. Ha decidido emplearse a fondo; dominó dificultades casi insuperables para montar este negocio y tiene tanta fe en el triunfo de su emprendimiento que yo acabo por desarrollar tanta actividad como ella. O casi. Hago lo posible para ayudarla a resolver todos los problemas que se presentan. Sobre todo problemas de dinero. Ella está endeudada hasta el cuello; con la reforma de esta vivienda en un hotel casi de lujo pidió prestado casi la totalidad del importe necesario. Ayer, con una iniciativa mía tomada sin la consultar, obtuve una cosa extraordinaria de una compañía petrolífera. — Buenas noches, Laurence. — Buenas noches. Ya es tarde, Henri, son las ocho. No es para censurarte, pero no te he visto durante toda la tarde. — He ido a holgazanear. — ¿Estás bromeando? — Pues claro, yo bromeo con la vida. La vida es muy divertida, ¿no crees? — No siempre. Precisamente hoy necesitaba de tu bienestar moral, porque tengo grandes problemas. — ¿Grandes? — Sí. Tengo que pagar esta instalación y, por más que el negocio renta, no es fácil. Debo mucho. — Cálmate, Laurence, ya no debes nada. — ¿Te estás riendo de mí? — No. Escucha: me pusiste en esto como una especie de socio y hasta me doy cuenta de que mucha gente cree que soy yo el dueño.

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— ¿Y entonces? — Pues bien, un canadiense de la Cía. Lumus, que pensaba así, me habló, hace unos días, de un negocio que le parecía que tenía que considerar. Fui verlo hoy y vengo ahora de ahí. — Desembucha! — dice Laurence con los ojos fruncidos. — Resultado: todo tu hotel ha sido alquilado por la Cía. Lumus, con pensiones completas, durante un año! — No puede ser! — Es verdad, creételo. Con la emoción, Laurence me besa en la cara y se deja caer en una silla, con las piernas temblando. — Evidentemente que no puse ningún problema en firmar semejante contrato y mañana te van a llamar para que vayas a la compañía. Gracias a ese contrato, Laurence gana una verdadera fortuna con el Hotel Normandy. Sólo con la simple antelación de tres meses de reservas podrá pagar todas las deudas. Después de la firma del contrato, bebemos champaña, los gerentes de la Lumus, Laurence y yo. Me siento feliz, muy feliz, esta noche, en mi enorme cama. Con el champaña ayudando veo la vida color de rosa. Papi, tu no eres más idiota que ella: entonces, ¿puede conseguirse una situación, o mejor todavía, hacerse rico, trabajando? ¿Y partiendo casi de la nada? Parece imposible! Es una verdadero descubrimiento lo que acabo de hacer, en el Hotel Normandy! Sí, es una verdadera descubrimiento, porque en Francia, en los pocos años en que pude echar una rápida ojeada por la vida, pensé siempre que un operario nunca pasaría de ser un operario. Y esa idea completamente falsa es todavía más falsa aquí, en Venezuela, donde se ofrecen todas las oportunidades y facilidades a aquel que quiere hacer alguna cosa. Esa comprobación es muy importante para la realización de mis proyectos. En efecto, no fue por amor al dinero que acepté negocios deshonestos, no soy faltrero por amor al arte. Sencillamente no conseguía creer que se podía triunfar verdaderamente en la vida, conseguir una buena situación, partiendo de la nada, y, especialmente en mi caso, llegar a tener bastante dinero para poder presentar mi factura en Francia. Pues es posible, sólo hay que hacer una cosa para ponerse en marcha: un mínimo de fondos, unos miles de bolívares, que son fáciles de ahorrar, una vez que se encuentra un buen empleo. Por lo tanto, Papi, nada de golpes, ni grandes ni pequeños. Trata de buscar medios simples y honestos. Laurence alcanzó sus fines procediendo así, pues bien, contigo también va a ser así! Y, si lo consigues, tu padre sería feliz! Lo único en contra es que, andando por este camino, necesitaré mucho tiempo antes de poder vengarme. No es en tres días que voy a conseguir juntar la cantidad que necesito. “La venganza es un plato que se sirve frío”, me dijo Miguel en la mina de diamantes. A ver. Maracaibo está en plena ebullición. En un clima de excitación general, es tal el florecimiento de empresas, de construcciones diversas, de refinerías, que, desde la cerveza al cemento, todo

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se vende en el mercado negro. La oferta no es suficiente en relación a la demanda, que es muy grande. La mano de obra se paga, el trabajo se paga, todas las formas de comercio se pagan. Cuando hay una explosión de petróleo, la economía de una región tiene dos épocas completamente diferentes la una de la otra. La primera, la que precede a la explotación del yacimiento, es la pre-explotación. Las compañías llegan, se instalan, son precisos despachos, campamentos, construir carreteras, líneas de alta tensión, cavar pozos, montar torres, bombas, etc. Es la edad de oro, en todos los ramos profesionales, en todos los escalones de la sociedad. El verdadero pueblo, el de las manos calejadas, manipula los billetes de banco, toma conciencia de eso que es el dinero y la seguridad del día de mañana. La familia se organiza, los alojamientos crecen o mejoran, los hijos van más bien vestidos a la escuela, y son casi siempre transportados en coches de las compañías. Después, viene el segundo periodo, lo que se manifiesta por la visión que tuve cuando descubrí el Lago de Maracaibo transformado (en el lado en que lo podía ver) en un bosque de pozos. Es el periodo de la explotación. Incansablemente, miles de bombas sacan todos los días millones de metros cúbicos de oro negro. Pero esta pasta enorme no pasa por las manos del pueblo, estos millones de dólares van directamente a las cajas de los bancos del Estado o de las compañías. Y no es poco... La situación se vuelve difícil, el personal queda reducido al mínimo, ya no hay riqueza colectiva, toda esa mezcla de traficâncias, negocios grandes o pequeños pertenece al pasado. Las generaciones siguientes lo sabrán por boca de las abuelas: “Cuando Maracaibo era millonaria, había una vez...” Pero yo estoy con suerte, llego en la segunda explosión de Maracaibo. No hay nada que esperar de las bombas del lago, pero hay un viento de locura que recorre varias compañías petrolíferas, que acaban de obtener nuevas concesiones, desde los montes de Perija hasta el lago o el mar. Es precisamente la hora que me conviene. Es aquí que voy a cavar mi huerto. Y va a ser un “huerto” muy especial! Para llegar ahí, haré lo que sea necesario, intentaré por todos los medios, trabajando, coger también el mayor número posible de migajas de este gigantesco pastel. Es una promesa, Papi! Es mi hora de triunfar en la vida a la manera de las personas honestas. En el fondo, tienen razón los “bien comportados”, ya que llegan a enriquecerse sin que nunca vayan a parar en la cárcel. “Good french cook (10), treinta y nueve años, busca trabajo en una compañía petrolífera. Salario mínimo: ochocientos dólares.” Con Laurence y su cocinero aprendí unos rudimentos de cocina y decido tentar mi suerte. El anuncio se publica en el periódico del lugar y ocho días después soy cocinero en la Cía. de Explotación Richmond. Me cuesta dejar a Laurence, pero ella no puede, ni por asomo, pagarme semejante sueldo. Ahora ya 10

“Buen cocinero francés”; en inglés en el original. (N. del T.)

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conozco algo de cocina, después de frecuentar esta escuela! Cuando ocupo el puesto, tengo un miedo terrible de que los otros cocineros se den cuenta rápidamente que el french cook no entiende gran cosa del asunto. Pero, para sorpresa mía, me doy cuenta de que todos tienen un miedo tremendo de que el french cook descubra que, del primero al último cocinero, no pasan de unos auténticos lavadores de platos. Respiro de alivio. Tanto más que tengo una ventaja en relación a ellos: poseo un libro de cocina, en francés, el Escoffier, regalo de una prostituta reformada. El jefe del personal es un canadiense, el Sr. Blanchet. Dos días después, me responsabiliza de la cocina del personal superior del campamento, doce personas, los “cerebros”. Rápidamente, el primer día, les presento un menú digno de los dioses. Sólo que comento de que me faltan muchas cosas en la cocina para poder trabajar. Queda decidido que yo tendré un presupuesto aparte, del cual me será confiada la gestión. Es inútil decir que no se me dan mal las compras, pero estos “marqueses” también se van a llenar la panza. Así, todo el mundo queda contento. Todas las noches, fijo el menú del día siguiente a la entrada, redactado en francés, claro. Eso los impresiona bastante, todos esos nombres sonantes del libro de cocina. Además de eso, descubrí en la ciudad una tienda especializada en productos franceses y, gracias a las recetas y a las cajas de conservas de Pontin & Rodé, me libro tan bien que mis “marqueses” hasta traen frecuentemente a sus mujeres. En vez de ser doce, llegan a ser veinte. Por un lado es aburrido, pero, por el otro, prestan menos atención a los gastos, porque normalmente sólo debo trabajar para el personal activo. Los veo tan contentos que rápidamente pido un aumento: mil doscientos dólares al mes, es decir, cuatrocientos más. Rehúsan; acuerdan en darme mil y me dejo convencer, diciéndoles que, para mi categoría, es un salario miserable. Así pasan algunos meses, pero a medida que el tiempo transcurre estas horas fijas de trabajo acaban por molestarme tanto como un collarín apretado. Comienzo a estar cansado de este trabajo y le pido al jefe de los geólogos que me lleve con él cuando vaya de expedición de reconocimiento a los sitios más interesantes, aunque sean peligrosos. En efecto, estas expediciones tienen como finalidad la explotación geológica de sierra Perija, una cadena de montañas que separa Venezuela de Colombia, al oeste del Lago de Maracaibo. Ese es el reino de una raza de indios guerrera y muy salvaje, los motilones, al punto de la llamen muchas veces la sierra de los Motilones. Se ignora todavía el origen exacto de esa raza, cuya lengua y costumbres son muy diferentes a los de las tribus vecinas y donde la “civilización” sólo ahora empieza a entrar, en el momento en que escribo, de tal manera son peligrosos. Viven en chozas colectivas de cincuenta a cien individuos, hombres, mujeres y niños, en completa promiscuidad. Su único animal doméstico es el perro. Son tan salvajes que se cuentan casos frecuentes de motilones capturados por “civilizados”, a veces heridos, y que, bien tratados, se niegan completamente a comer y beber y acaban por suicidarse abriéndose las venas de las muñecas con los dientes incisivos,

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especialmente trabajados para rasgar la carne. Después de la época de la que me estoy refiriendo los frailes capuchinos se instalaron valerosamente en el margen del río Santa Rosa, sólo a algunos kilómetros de la choza colectiva motilona más cercana. El superior de la misión llega a emplear los medios más modernos, lanzando en avión, sobre las chozas, víveres, vestuario, mantas y fotografías de frailes capuchinos. Mejor todavía, lanza maniquíes de paja en paracaídas, vestidos de capuchinos, con los bolsillos llenos de alimentos varios y hasta cajas de leche. No es nada bobo este fraile: el día en que llegue a pie, hasta creerán que viene del cielo. Pero cuando pido participar en esas exploraciones estamos en 1948, todavía lejos de los intentos serios de penetración “civilizada”, que sólo empiezan de hecho en 1965. Para mí, estas expediciones tienen tres aspectos positivos. Primero: tendré una vida completamente diferente de la que llevo en esta cocina del campamento de la Cía. Richmond, y que ya comienzo a vomitar por los ojos. Así, será la aventura que reanudo en el seno de esta naturaleza grandiosa; pero esta vez una aventura honesta. Claro que hay un riesgo auténtico, como en todas las aventuras. No es raro que una expedición vuelva con uno o dos elementos de menos, porque los motilones son muy buenos para lanzar con el arco y, como dicen en la región, en donde ponen el ojo ponen la flecha. Pero matan a las personas y no se las comen, porque no son caníbales. Siempre se agradece eso. Segundo aspecto: estos paseos de tres semanas en plena selva inexplorada y peligrosa están muy bien pagados. Ganaré más del doble de lo que ganaba junto de mis fogones. Aspecto muy positivo según mi visión actual de las cosas. Tercer punto: la compañía de los geólogos me gusta. Son de categoría estos tipos. Aunque sepa muy bien que es demasiado tarde para adquirir conocimientos que harían de mí otro hombre, tengo la sensación de que, junto a estos pequeños sabios, no perderé el tiempo. Mi nuevo amigo, el geólogo-jefe de la expedición, se llama Crichet. Fue destacado por la Cía. de Explotación California que está en Richmond. Lo sabe todo de geología, en el sector del petróleo. En cuánto a todo lo demás, sabe que hubo guerra porque la hizo, pero no está seguro de si Alejandro, el Grande, fue vencido antes o después de Napoleón. No liga la mínima, no necesita conocer la historia del mundo para mantenerse bien, tener una mujer simpática, hacer hijos y darle a su compañía las informaciones geológicas que ella necesita. Sin embargo, me parece que sabe más de lo que dice, y aprendo a desconfiar del humor americano, muy diferente del de mi Ardèche. Nos entendemos bien. Una expedición de este tipo dura entre veinte y veinticinco días. A la vuelta, tenemos ocho días de vacaciones. Forman parte de la expedición un geólogo, jefe de la expedición, otros dos geólogos y de doce a dieciocho cargadores o ayudantes, que sólo necesitan ser fuertes y disciplinados. Yo sólo tengo a ver con los tres geólogos. Los hombres no son completamente abrutalhados y

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entre ellos hay un militante de la AD (Acción Democrática), partido de izquierdas, que obliga a respetar las leyes sindicales. Se llama Carlos. Hay un buen entendimiento general y soy yo quien lleva la cuenta de las horas extras, muy correctamente apuntadas por ellos; ni una más ni una menos. Me apasionó esta primera expedición. La búsqueda de información geológica sobre los yacimientos de petróleo es muy curiosa. La finalidad es remontar, lo más lejos posible, los ríos de las montañas, hasta donde se abren camino entre las rocas. Vamos lo más lejos que nos es permitido en camión y, después, en jeep. Al llegar al final de las pistas, subimos los ríos en piragua y, cuando no hay profundidad suficiente, salimos de las piraguas y las arrastramos, continuando la subida lo más posible, hasta el nacimiento. Una parte del material es cargado por los hombres, alrededor de cuarenta y cinco kilos cada uno, excepto los cocineros y los tres geólogos. ¿Por qué razón subimos tan alto en las montañas? Porque en las paredes y en las grietas de los lechos excavados por los ríos vemos, como en un libro de la escuela, todas las formaciones geológicas sucesivas. Entonces, cogemos las muestras que se desprenden de las paredes y cada una es registrada, clasificada y puesta en una bolsita. Señalamos la dirección de las diferentes capas geológicas en relación a la planicie. Así, con cientos de levantamientos hechos en puntos diferentes, conseguimos reconstruir un mapa de las capas que debemos encontrar en la planicie, entre los cien y los dos mil metros de profundidad. Y, calculando bien a partir de toda esa información, un día abren un pozo a un centenar de kilómetros de distancia, en un lugar donde nunca ha ido nadie, sabiendo anticipadamente que, a una profundidad dada, van encontrar una bolsa de petróleo. Esta ciencia es verdaderamente sorprendente, y me quedo maravillado. Todo esto estaría muy bien sin los motilones. Muchas veces hay heridos o muertos por las flechas. Eso no facilita el reclutamiento para las expediciones y les cuesta caro a las compañías. Hago varias expediciones y vivo días extraordinarios. Uno de los geólogos es holandés. Se llama Lapp. Un día cogió huevos de caimán, muy buenos después de cocidos al sol. Se encuentran fácilmente siguiendo el trazo que deja la barriga del caimán cuando se arrastra desde río hasta el lugar seco donde pone los huevos, que incuba durante horas y horas. Aprovechando la ausencia del caimán, Lapp desentierra los huevos y vuelve con ellos tranquilamente al campamento. No bien llega al claro donde estamos instalados, surge el caimán como uno bólido y se lanza sobre él. Siguió al ladrón por el rastro y viene a castigarlo. Hace más de tres metros de largo y respira emitiendo sonidos roncos, como si tuviese una laringitis. Lapp echa a correr alrededor de un árbol enorme, mientras me muero de risa por ver a este hombretón, en calzones, dar grandes pasadas y gritar pidiendo socorro. Crichet y algunos hombres llegan corriendo: dos tiros de fusil, con balas explosivas, matan inmediatamente al caimán. En cuanto a Lapp, pálido como un muerto, cae de culo al suelo. Todo el mundo está escandalizado por mi actitud. Les explico que, de cualquier manera, no podía hacer nada, porque nunca llevo conmigo el fusil: es muy incómodo.

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Por la noche, en la mesa, mientras nos preparábamos para cenar bajo la tienda nuestra lata de comida en conserva, Crichet me dice: — — — — — —

Tu ya no eres muy joven, treinta y cuatro años por el menos, ¿no? Un poco más, ¿por qué? Vives y te comportas como un hombre de veinte años. Sabes, no tengo muchos más: tengo veintiséis años. No puede ser. Sí, es verdad, y voy a explicarte por qué. Crecí en un armario durante trece años. Es necesario que los viva, ya que no los viví. De modo que treinta y nueve menos trece son veinte y seis, tengo veintiséis años. — No comprendo. — No importa. Sin embargo es una gran verdad: tengo el espíritu de un joven de veinte años. No hay duda, es necesario que los viva, lo necesito, es necesario que recupere esos trece años que me robaron. Es necesario que los queme totalmente, sin preocuparme absolutamente de nada, como cuando se tienen veinte años, con el corazón inquieto y lleno de alegría de vivir. Una mañana, justo antes del amanecer, un grito agudo nos despierta sobresaltados. En el momento en que colgaba la bombilla que acababa de encender para hacer el café, el cocinero de los cargadores ha recibido dos flechas, una en un costado, otra en las nalgas. Hay que llevarlo inmediatamente a Maracaibo. Cuatro hombres van a transportarlo en una especie de camilla hasta una piragua que lo llevará junto del jeep, el cual le conducirá hasta el camión y en camión hasta Maracaibo. El día transcurre en una atmósfera pesada y tensa. Sentimos a nuestro alrededor, en la selva, la presencia de los indios, sin verlos ni oírlos nunca. Cuánto más avanzamos, más tenemos la sensación de estar en su territorio de caza. Hay bastante caza y, como todos los hombres tienen un fusil, de tarde en tarde abaten un pájaro o una especie de liebre. Todo el mundo está serio, nadie canta y, después de haber disparado el fusil, estúpidamente hablan en voz baja, como si tuviesen miedo de que alguien los oiga. Poco a poco, un miedo colectivo se apodera de los hombres. Quieren interrumpir la expedición y volver a Maracaibo. Crichet, el jefe, pretende seguir subiendo. El representante sindical, Carlos, es un tipo valiente, pero también está muy impresionado. Me llama a parte: — — — —

Enrique, ¿volvemos? ¿Por qué, Carlos? Los indios. Hay indios, es verdad, pero tanto nos pueden atacar en el camino del regreso como si continuamos adelante. — Eso no es verdad, francés. Quizás no estemos lejos de su aldea. Mira aquella piedra, allí: han molido grano en ella. — No es ninguna tontería lo que estás diciendo, Carlos.

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Veamos cuál es la opinión de Crichet. El americano participó en el desembarco de Normandía, es poco impresionable y su oficio le ciega, como una pasión. Con todos los hombres reunidos, dice que, además de eso, estamos en uno de los sitios más ricos en indicaciones geológicas. Se irrita y coléricamente suelta una frase que nunca debería haber pronunciado: — Se tienen miedo, váyanse! Yo me quedo. Los hombres se marchan todos, excepto Carlos y yo. Pero me quedo con la condición de que enterremos el material cuando nos vayamos, porque no quiero cargar pesos. De hecho, desde que me rompí los dos pies en una evasión fallida en Barranquilla, caminar con un peso me cansa muy deprisa. Carlos queda encargado de las muestras recogidas. Durante cinco días vamos solos: Crichet, Lapp, Carlos y yo. No pasa nada, pero, francamente, pocas veces pasé un tiempo tan excitante e impresionante como en estos cinco días en que nos sabíamos espiados veinticuatro horas al día, quien sabe por cuantos pares de ojos invisibles. Abandonamos el lugar cuando Crichet, que había ido al río para hacer lo que nadie podía hacer por él, ve mecerse unas cañas y a dos manos cerrarlas lentamente. Eso le quitó la intención de aliviarse, y con la calma habitual, como si nada hubiese pasado, volvió la espalda al cañaveral y regresó al campamento. — Pienso — le dice a Lapp — que ha llegado el momento de regresar a Maracaibo. Tenemos muestras suficientes y no creo que sea científicamente necesario dejar a los indios cuatro interesantes ejemplos de la raza blanca. Llegamos sin incidentes a La Burra, una aldea con unas quince casas. Estamos bebiendo, mientras esperamos al camión que debe venir buscarnos, cuando un mestizo indio de la región, lleno de alcohol, me llama a parte y dice: — Usted es francés, ¿no es verdad? Pues bien, no hay que ser francés para ser tan ignorante. — ¿Por qué? — Se lo voy a decir: ustedes entraron en el territorio de los motilones ¿y que es lo que hicieron? Dispararon a diestro y siniestro, sobre todo lo que vuela, corre o nada. Todos los hombres tienen un fusil. No es una explotación científica lo que ustedes hacen, es una caza gigantesca. — ¿Adónde quieres llegar? — Procediendo así, ustedes destruyen lo que los indios consideran sus reservas alimenticias. No tienen muchas. Ellos matan precisamente lo que les hace falta para uno o dos días. No más. Además, matan con las flechas, sin hacer ruido, sin ahuyentar la caza. Mientras que ustedes lo destruyen todo y, con los tiros, dan miedo a todos los animales. Los hacen desaparecer. No es ninguna tontería lo que dice este tipo. Me interesa. — ¿Que estás bebiendo? Yo pago.

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— Un ron doble, francés. Gracias. Y continúa: — Es por ello que los motilones les lanzan flechas. Piensan que a causa de ustedes tendrán dificultades con la alimentación. — En resumen, si lo comprendo bien, les atracamos la despensa. — Exactamente, francés. Y es más: ¿nunca vio, cuando suben un río, en los sitios donde se estrecha y donde hay poca agua, de modo que están obligados a salir de las piraguas y empujarlas a pie, nunca vio que destruyen una especie de represa hecha de ramos y canas? — Sí, a veces. — Pues bien, lo que ustedes destruyen así, sin hacer caso, son verdaderas trampas para peces construidas por los motilones, y eso les perjudica en gran manera. Por qué cuesta trabajo construir esas trampas. Están hechas con una especie de laberintos complicados que, por sus zigzags sucesivos, llevan a los pescados que suben la corriente hasta una última ratonera de donde no pueden salir. Delante, hay una barrera de cañas y no tienen manera de encontrar la salida, porque está constituida por pequeñas lianas que alejan para pasar y que la corriente repone en el lugar, contra la puerta, después de que hayan entrado en la ratonera. He visto trampas que, en conjunto, tenían más de cincuenta metros. Un trabajo admirable. — Tienes toda la razón. Hay que ser un vándalo, como fuimos nosotros, para destruir semejantes trabajos. Durante el regreso, pienso en lo que me dijo el mestizo indio encharcado de ron y decido hacer algo. Después de llegar a Maracaibo, antes de volver a mi casa, para pasar los ocho días de vacaciones, le envío una cara al Sr. Blanchet, el jefe del personal, pidiéndole que me reciba al día siguiente. En su casa, está también el jefe principal de los geólogos. Les explico que no habrá más heridos ni muertos en las expediciones, si me confían su dirección. Claro que Crichet seguirá siendo el jefe oficial, pero, de hecho, seré yo quién lleve el mando de la expedición. Queda decidido que se haría una prueba, lo cual les conviene, porque Crichet hizo un informe diciendo que si pudiese subir más alto que en la última expedición, llegando por lo tanto a una región todavía más peligrosa, se encontraría una verdadera mina de informaciones de primera clase. En cuánto a las condiciones de mis nuevas funciones, que se añadirán a las de cocinero (continúo siendo el cocinero de los geólogos), serán establecidas cuando regresemos. Claro que no expliqué como voy a garantizar la seguridad de las expediciones, y como los americanos son personas prácticas, no me hacen preguntas, el resultado es lo que cuenta. Sólo Crichet ha sido informado. Como eso es bueno para él, está de acuerdo y confía en mí. Está convencido de que he descubierto un medio seguro para evitar problemas. Y, además, quedó favorablemente impresionado con el hecho de que yo fuera uno de los tres que se quedaron cuando todo el mundo lo abandonó.

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Voy a hablar con el gobernador de la provincia y le explico mi problema. Se muestra comprensivo y amable y, gracias a su carta de recomendación, consigo que la Guardia Nacional dé órdenes a su último puesto, antes del territorio de los motilones, para retener las armas de aquellos que yo señale, sin hacer la vista gorda. Inventarán un pretexto verosímil y tranquilizante. En verdad, si al partir de Maracaibo los hombres supiesen que iban a territorio motilón sin armas, nunca querrían ir. Hay que controlarlos, tenerlos seguros. Todo va bien. En el último puesto, en La Burra, todos los hombres son desarmados excepto dos a quien doy orden de disparar sólo en caso de peligro inminente, nunca para cazar o para divertirse. Yo llevo un revólver, eso es todo. Nunca más hubo problemas con nuestras expediciones a partir de ese día. Los americanos verificaron eso y, siendo partidarios de la eficacia, antes que nada, no me preguntaron las razones. Me entiendo bien con los hombres y soy escuchado. Mi cargo me apasiona. Ahora, en vez de destruir las trampas con las piraguas, las rodeamos sin dañarlas. Otra cosa: sabiendo que la principal inquietud de los motilones es el hambre, siempre que abandonamos un campamento dejo envases llenos de sal, azúcar y también, según lo que tenemos, un machete, un cuchillo o un hacha pequeña. Al regreso, cuando volvemos a pasar por esos campamentos, no encontramos nada. Todo desaparece, hasta las mismas cajas. Mi táctica se revela positiva, y como en Maracaibo, nadie sabe el porqué de la cosa, corre el rumor de que soy brujo (hechicero) o que tengo una alianza secreta con los motilones, lo que me hace reír bastante. Es en el transcurrir de una de esas expediciones que tengo una lección de pesca extraordinaria: como pescar peces sin cebo, sin anzuelo, sin línea, basta con atraparlos tranquilamente, en la superficie del agua. Mi profesor es el tapir, un animal más grande que un cerdo grande. Llega a tener dos metros o más. Una tarde en que estoy junto al río veo uno por primera vez. Sale del agua y lo observo sin hacer el mínimo gesto, para no molestarlo. La piel se parece a la del rinoceronte, tiene las patas de delante más cortas que las de atrás y, en lugar de la boca, una trompa corta, pero perfectamente dibujada. Se aproxima a un tipo especial de liana y come una buena cantidad, por lo tanto es un herbívoro. En seguida, le veo regresar al río, bucear y dirigirse a una zona de agua estancada. Se para y, como una vaca, se pone a rumiar; es un rumiante. Entonces, empieza a vomitar y un líquido verde le sale de la trompa. Muy hábilmente, mezcla este líquido con el agua moviendo la cabezota. Me pregunto a mí mismo para que será todo eso, cuando, unos minutos después, tengo la sorpresa de ver aparecer peces flotando, abriendo y cerrando la boca lentamente, como si estuviesen drogados o dormidos. Y, sorpresa, el tapir, sin apresurarse, coge los peces unos tras otros y se los come tranquilamente. Nunca me lo hubiese imaginado. Después de eso, experimento el sistema. Habiéndome fijado bien en las lianas que se había comido delante de mí cojo un buen puñado de ellas y las aplasto con dos piedras, escurriendo el zumo en una tinaja. Luego vierto el contenido en un lugar de río donde el agua no está muy agitada por la corriente. Victoria! Algunos minutos después, veo a los peces salir a la superficie, borrachos. Igual

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que con el tapir. Sólo hay que tener una precaución: si son comestibles, destriparlos inmediatamente. Dos horas después están podridos. Después de esa experiencia comemos muchas veces peces estupendos. A los hombres les doy la orden de no matar nunca a un pescador tan simpático como inofensivo. En estas expediciones se me ocurrió llevar, como guías, a una familia de cazadores de caimanes, los Fuenmayor, el padre y dos hijos. Eso es bueno para todo el mundo, porque conocen muy bien la región, pero solos son una presa fácil para los motilones. A cambio de su alimentación, nos guían durante el día y por la noche cazan caimanes. Todos salimos ganando. Son hombres de Maracaibo, los maracuchos, seres muy sociables. Hablan cantando y tienen el culto de la amistad muy desarrollado. Impregnados de sangre india, poseen todas las cualidades de esa raza y, además, son muy inteligentes y astutos. Tuve y tengo todavía amistades extraordinarias e indestructibles entre los maracuchos, tanto con hombres como con mujeres, porque ellas son bonitas y saben querer y hacerse querer. Cazar el caimán, animal de dos a tres metros de longitud, es muy peligroso. Esta noche voy con ellos, el padre Fuenmayor y el primogénito. En una piragua muy estrecha y ligera, el padre va atrás, al timón, yo en medio, y el hijo delante. Es una noche oscura como la brea, sólo se oyen los ruidos de la selva y, muy levemente, el susurro del agua contra la piragua. No fumamos ni hacemos ningún ruido. El remo que hace moverse la embarcación y a la vez la dirige no debe, de ningún modo, rozar el costado de la piragua. Encendiendo intermitentemente el haz de luz de una enorme bombilla eléctrica, que barre la superficie del agua, hacemos aparecer, a pares, puntos rojos, como pasa con los faros de los coches en la publicidad fosforescente al borde de las carreteras. Dos puntos rojos: un caimán. Sabemos que delante de los ojos están, en la superficie, los agujeros de la nariz; los ojos y el hocico son los dos únicos puntos del cocodrilo que emergen del agua cuando reposa en la superficie. La víctima es elegida en función de la distancia más corta entre el cazador y los puntos rojos. Una vez señalada, avanzamos hacia ella a tientas, sin luces. El padre Fuenmayor es extraordinario para fijar, en una fracción de segundo, el lugar exacto donde se encuentra el caimán. Nos dirigimos rápidamente hacia él y, cuando calculamos que estamos bastante cerca, apuntamos la luz sobre el animal, que, de golpe, queda deslumbrado. El foco de la linterna sólo le deja cuando estamos a dos o tres metros. Delante de la piragua, el hijo Fuenmayor se pasa la linterna a la mano izquierda, apuntada hacia el animal, y con la derecha lanza violentamente uno arpón con diez kilos de plomo, que es lo único que consigue agujerear una piel tan resistente y penetrar en la carne. En ese momento, hay que actuar deprisa porque, según es arponeado, el animal se sumerge, y nosotros, con la ayuda de los tres remos, vamos rápidamente hacia la orilla. Es necesaria una gran velocidad, porque, si le damos tiempo, el caimán vuelve a la superficie, se viene hacia nosotros y, con la cola, haría volcar la embarcación, transformando, en menos de nada, los cazadores en caza para otros caimanes, alertados por el combate.

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Así que llegamos a la orilla, saltamos y, rápidamente, atamos la cuerda a un árbol. Lo oímos venir, para saber dónde está atado. No sabe lo que ha pasado, a parte del dolor en el lomo. Viene a saber. Despacio, sin arrastrar, afirmamos bien el lazo de la cuerda alrededor del árbol. Va a emerger junto a la orilla. Precisamente cuando saca la cabeza fuera del agua, el hijo Fuenmayor, que lleva en la mano un hacha americana, delgada y bien afiliada, le da un gran golpe en la cabeza. A veces, son necesarios tres para que el caimán muera. A cada golpe, él agita tan violentamente la cola que, si cogiese al cazador, lo mandaba al cielo. Si los hachazos no son mortales, lo que puede pasar, hay que desatar rápidamente la cuerda, para que la fiera pueda volver al fondo del río, porque, con su fuerza colosal, arrancaría el arpón, por más clavado que estuviese en su cuerpo. Esperamos un poco y empezamos de nuevo. Pasé una noche extraordinaria: matamos varios caimanes. Los dejamos en la orilla. De día, los Fuenmayor vendrán a sacarles la piel de la barriga y de la parte de abajo de la cola. La piel del dorso es demasiado dura para poder utilizarla. Luego, enterramos a estos enormes bichos: no los podemos echar en el agua, ya que envenenan el río. Y los caimanes no se comen los unos a los otros, aunque estén muertos. Así, hice varias expediciones, ganando bien y pudiendo ahorrar mucho, cuando se produjo el acontecimiento más extraordinario de mi vida.

10.- RITA — VERACRUZ Cuando, en las cárceles de la Reclusión de San José, yo volaba por las estrellas y construía castillos en el aire para rellenar ese aislamiento y ese horrible silencio, muchas veces soñaba que estaba libre, vencedor del “camino de la podredumbre”, recomenzando mi vida en una gran ciudad. Sí, era una verdadera resurrección, yo levantaba la piedra sepulcral que me retenía aplastado en la sombra y venía hacia la luz y la vida; y entre las imágenes que mi cerebro fabricaba aparecía una chavala tan guapa como buena. Ni grande, ni pequeña, rubia, los ojos color de avellana con pupilas muy negras, brillantes de vida y de inteligencia. La boca maravillosamente bien dibujada, descubriendo, al reír, unos dientes de coral brillantes de blancura. Bien hecha, de cuerpo proporcionado, tal como la veía, esa mujer era aquella que, sin duda ninguna, sería un día la mía, para toda la vida. Para esta diosa, para este ideal de belleza, imaginé un alma, la más bella, la más noble, la más sincera, la más rica de todas las cualidades que hacen de una mujer a la vez una amante y una amiga. Era cierto que un día la debía encontrar, y con ella, unidos para siempre, sería amado, rico, respetado y feliz para el resto de mi vida.

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Sí, en la humedad caliente y asfixiante que privaba a los desgraciados de la Reclusión de la menor brisa vivificadora, cuando estaba jadeante, con el corazón torturado por la angustia, atormentado por una sed que nada calmaba, sin fuerza, abriendo la boca para intentar captar la menor parcela de frescura; cuando, en este vapor irrespirable que quemaba los pulmones, volaba, medio asfixiado, hacia las estrellas, hacia mis castillos en el aire, donde la brisa era fresca, los árboles cubiertos por un bello follaje verde, donde las preocupaciones de la vida cotidiana no existían porque yo era rico, mezclada a cada visión, a cada imagen, aparecía mi “bella princesa”, como la llamaba. Era siempre la misma, hasta en el mínimo detalle. Nada cambiaba, y la conocía ya tan bien que, cuando ella surgía en esas diferentes situaciones, me parecía normal: ¿no era sino ella que debería ser mi mujer y mi ángel bueno? Al regreso de una misión geológica, decido abandonar mi habitación del campamento de la Cía. Richmond, e instalarme en el centro de Maracaibo. Es así que un día bajo de un camión de la compañía en una pequeña plaza repleta de árboles, en el centro de la ciudad, con una maletita de mano. Dejé la mayor parte de las cosas en el campamento. Sé que hay varios hoteles y pensiones en este lugar; entro por la Calle Venezuela, que tiene una ubicación privilegiada, entre las dos principales plazas de Maracaibo, la Plaza Bolívar y la Plaza Baralt. Es una de esas calles coloniales, estrecha y bordeada de casas de un piso o dos como máximo. Hace un calor sofocante y voy caminando a la sombra de las casas. Hotel Veracruz. Es una casa bonita, de estilo colonial, del tiempo de la conquista, pintada de azul pálido. Su aspecto limpio y acogedor me atrae y entro por un pasillo que da a un patio. Y ahí, en ese patio fresco y lleno de sombra, veo a una mujer, y esa mujer es ella. Es ella, es imposible que me engañe, la he visto delante mío miles de veces, en mis sueños. Allí está, mi “bella princesa” sentada en una mecedora. Tengo la certeza, de que si me aproximo, que ella tiene los ojos color de avellana y hasta una marquita en su lindo rostro oval. Este escenario también lo he visto miles de veces. Por lo tanto no hay duda posible: la princesa de mis sueños está allí, delante de mí, me espera. — Buenos días, señora! ¿Tiene alguna habitación para alquilar? Dejo la maleta de viaje en el suelo. Tengo la certeza de que me va a decir que sí. No la miro: la devoro con los ojos. Un poco admirada de verse así observada por un desconocido, se levanta de la silla y viene a hablar conmigo. Sonríe y muestra los dientes magníficos, que yo ya conozco muy bien. — Sí, señor, tengo una habitación para usted — responde la princesa, en francés. — ¿Como sabe que soy francés? — Por su manera de hablar español. La jota es difícil de pronunciar por los franceses. ¿Quiere hacer el favor de seguirme?

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Cojo la maleta y, guiado por ella, entro en una habitación limpia, fresca y bien amueblada que da directamente al patio. Sólo después de haberme refrescado con una buena ducha, lavado, afeitado, al fumar un cigarrillo, sentado en la cama de esta habitación de hotel, me doy cuenta de que, de verdad, no estoy soñando. “Ella está allí, chaval; la que te ayudó a pasar tantas horas en la cárcel! Está allí, sólo a algunos metros de ti. Mira de controlarte! El choque que has recibido en el corazón no te debe llevar a hacer o a decir disparates!” Mi corazón bate con mucha fuerza e intento calmarme. “Sobre todo, Papillon, no le cuentes a nadie esa historia de locos, ni a ella. ¿Quien te creería? ¿Como conseguirías convencer a la gente, sin que se rían de ti, de que conociste, tocaste, besaste, poseíste a esta mujer hace años, cuando te pudrías en la cárcel de una cárcel abominable? Conquístala. La princesa está aquí, es lo principal. No te inquietes: ahora que la has encontrado, no va a huir. Pero hay que ir despacio, a paso lento. Por su aspecto, debe ser la dueña del hotel.” En el patio, auténtico jardincito en miniatura, le digo las primeras palabras de amor, en una de esas maravillosas noches tropicales. Es mismamente ella, la princesa tantas veces soñada que se diría que también me esperaba desde hace años. Mi princesa se llama Rita, es de Tánger y está libre de compromisos. Sus ojos me miran suplicantes y brillan como las estrellas del cielo sobre nosotros. Lealmente le digo que estoy casado en Francia, que no conozco muy bien mi situación actual y que, por motivos graves, no puedo informarme. Lo cual era verdad: no podía escribir al registro de mi pueblo para pedir un certificado de estado civil. Nunca se sabe que reacción podría tener la justicia con ese pedido. Quizás un pedido de extradición. Pero, sobre mi pasado de aventurero y de forzado, no le digo nada. Uso todos los argumentos, todos los recursos que se me ocurren para convencerla. No puedo perder lo que siento es la mayor oportunidad de mi vida. — Eres bonita, Rita, maravillosamente bella. Déjate amar profundamente, eternamente, por un hombre que tampoco tiene a nadie más en la vida, que tiene necesidad de amar y ser amado. No tengo mucho dinero, es verdad, y tu eres casi rica con tu hotelito, pero, créeme, me gustaría que nuestras almas fuesen una sola, para siempre, hasta la muerte. Dime que sí, Rita, tu que eres tan bella, que eres la más bella flor de este país, tan bella como las orquídeas. No te puedo decir cuando y como, pero, por más inverosímil que esto te pueda parecer, sabe que hace muchos años que te conozco y amo. Debes ser para mí como yo seré para ti, esto es, completamente y para siempre. Pero Rita es una mujer difícil, lo que no me disgusta. Sólo tres días después consiente en ser mía. Llena de pudor, me pide que vaya, a escondidas, a encontrarla en la habitación. Después, una bonita mañana, sin contar nada a nadie, de una manera natural, hacemos público nuestro amor, y muy normalmente entro en funciones de dueño del hotel.

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Nuestra felicidad es completa y una nueva vida se abre delante mío, la vida familiar. Yo, el paria, el fugitivo de los trabajos forzados franceses, después de haber conseguido vencer ese “camino de la podredumbre”, tengo un hogar, una mujer tan hermosa de cuerpo como de alma. Sólo hay una nubecita en la nuestra felicidad: el hecho de estar casado en Francia y no poder casarme con ella. Amar, ser amado, tener un hogar que es mío, oh Dios!, qué bueno eres por haberme dado esto! Vagabundos de las carreteras, vagabundos de los mares, aventureros que necesitan la aventura como el pan para comer, hombres que vuelan en la vida como pájaros migratorios en el cielo, vagabundos de las ciudades que pisan día y noche las calles oscuras, visitan los parques y se arrastran por los barrios ricos con el alma sublevada a la espera de dar un golpe, vagabundos anarquistas que a cada paso de su existencia creen que los sistemas son cada vez más egoístas, prisioneros liberados, soldados con licencia, combatientes que regresan del frente de la batalla, evadidos perseguidos por una organización que los quiere coger de nuevo y meterlos en la cárcel para aniquilarlos, todos, sí, todos sin excepción sufren por no haber tenido un hogar en un momento dado, y, cuando la Providencia les ofrece uno, entran como yo entro en el mío, con un alma nueva, repleta de amor para dar y sedienta de recibir. Por lo tanto, también yo, como todos los mortales, como mi padre, mi madre, mis hermanas, como todos los míos, también yo tengo, al fin, mi hogar con una mujer a la que amo. Para que el encuentro con Rita haga cambiar poco a poco todo en mi manera de vivir, para que yo sienta que ella será el eje central de mi existencia, era necesario que esta mujer no fuese una mujer vulgar. Primero, como yo, llegó a Venezuela después de una huida. No una huida de preso, claro, ni de las cárceles, pero igualmente una huida. Vino de Tánger hace seis meses con el marido, que la dejó, hace sólo tres meses, para ir a emprender una aventura a trescientos kilómetros de Maracaibo, a dónde ella no le quiso seguir. La dejó con el hotel. En Maracaibo, ella tiene un hermano, representante comercial, que viaja mucho. Me cuenta su vida, que yo escucho muy interesado. Mi princesa nació en un barrio pobre de Tánger. La madre, viuda, educó valerosamente a seis hijos, tres niños y tres niñas. Rita es la más joven. Todavía muy niña, la calle es su dominio. No pasa los días en las dos habitaciones donde viven los siete miembros de la familia. Su verdadera morada es la ciudad, con sus parques, sus rincones, con todas las personas que allá hormiguean, comen, cantan, beben, gritan en todas las lenguas. Va descalza. Para los jóvenes de su misma edad, para las personas del barrio, ella es la Riquita. Con los amigos, una banda de niños espabilados, pasa más tiempo en la playa o en el puerto que en la escuela, pero supo defenderse cuando aprendió a esperar por su turno en la larga cola, delante de la fuente, para llevar un gran balde de agua a su madre. Sólo a los diez años consentirá en calzar zapatos.

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Todo le interesa a su espíritu vivo y curioso. Pasa horas sentada en el círculo del cuentista árabe. De tal manera que un día el cuentista, cansado de ver a esa niña siempre en la primera fila y que nunca da nada, le da un cabezazo. Desde ese día comenzó a sentarse en la segunda fila. No sabe muchas cosas, pero eso no la impide soñar intensamente con el mundo misterioso de donde vienen todos aquellos barcos enormes con nombres extranjeros. Partir, viajar es su gran sueño y su gran pasión. Eso nunca la abandonará. Pero para la pequeña Riquita la visión del mundo es especial. América del Norte y América del Sur son América de arriba y América de abajo. América de arriba es Nueva York, que la obceca. Ahí, todas las personas son ricas y artistas de cine. En América de abajo viven los indios, que ofrecen flores y tocan la flauta; allí no necesitan trabajar porque los negros lo hacen todo. Pero entre la multitud, los conductores de camellos, los cuentistas árabes, el misterio de las mujeres veladas, la vida bulliciosa del puerto, lo que la atrae más es el circo. Fue allá dos veces. Una vez entrando por debajo de la tienda, otra gracias a un viejo payaso que quedó tan enternecido al ver esta niña guapa descalza, que él mismo la dejó entrar y le consiguió un buen lugar. Ella quiere marcharse con el circo, que la seduce como un amante. Un día será ella quien irá a bailar en el alambre, hará piruetas y recibirá aplausos. El circo va a partir hacia América de abajo. Desea mucho marcharse con él. Partir, partir, volver rica y traer mucho dinero a su familia. No marchó con el circo, sino con la familia. No fue muy lejos, pero aun así fue un viaje. Habían ido a vivir a Casablanca. El puerto es mayor, los barcos más grandes. Partir, partir un día, muy lejos, muy lejos, sueña Riquita. Ahora tiene dieciséis años. Usa siempre unos vestiditos que ella misma se hace, porque trabaja en una tienda, Aux Tissus de France, y la dueña le da muchas veces, como regalo, unos retalitos. El sueño de viaje crece porque la tienda, en la Rue de l'Horloge, queda situada muy cerca de los despachos de la famosa compañía aérea Latécoère. Los aviadores vienen muchas veces a la tienda. Y que aviadores! Mermoz, Saint-Exupéry, Mimile, el escritor, Delaunay, Didier. Son guapos y, además, los mayores y más valerosos viajeros del mundo. Ella los conoce a todos, todos le hacen la corte; de vez en cuando acepta un beso, nada más, porque es juiciosa. Cuántos viajes no hizo con ellos por el cielo, al oírlos contar sus aventuras, mientras tomaban un helado en la pastelería vecina. A ellos les gusta mucho ella, la consideran un poco como su protegida, dándole regalos modestos pero preciosos y le hacen versos, algunos publicados en el periódico La Vigile. A los diecinueve años se casa con un exportador de frutas a Europa. Trabajan mucho, les nace una hijita, son felices. Tienen dos coches, viven muy confortablemente, y Rita puede, con toda facilidad, ayudar a la madre y los suyos. Sucesivamente, llegan dos barcos con naranjas estropeadas a su destino. Dos cargamentos completamente perdidos son la ruina. El marido debe mucho dinero y se pone a trabajar para pagar las deudas, lo que le llevaría muchos años. Entonces, él decide partir clandestinamente hacia América Del sur. Convencer a Rita para hacer ese maravilloso viaje a una tierra de promesas, donde el oro, los diamantes y el petróleo se amontonan, no le es

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difícil. Dejarán a la hija al cuidado de la madre de Rita, y esta, llena de sueños de aventura, espera pacientemente el gran barco que le anunció su marido. En verdad, es un barco de pesca de doce metros de largo por cinco metros y medio de ancho. El capitán, un estonio medio pirata, acepta llevarlos sin documentación a Venezuela con una docena de otros clandestinos. Les cobra cinco mil francos nuevos. Y es en la cabina de equipajes de este viejo barco de pesca que Rita hace el viaje, en completa promiscuidad con diez republicanos españoles huidos de Franco, un portugués fugado de Salazar y dos mujeres, una alemana de veinticinco años, amante del capitán, y una española gorda, Maria, mujer de Antonio, el cocinero. Ciento doce días de viaje para llegar a Venezuela! Con una lenta escala en las islas de Cabo Verde, porque el barco tiene agujeros y hasta se iba hundiendo con una tempestad. Mientras está en la dársena seca y lo reparan, los pasajeros duermen en tierra. El marido de Rita ya no tiene confianza en el barco. Dice que es una locura que se lancen al Atlántico en aquel corcho podrido. Rita le levanta la moral: el capitán es un vikingo, de los mejores marineros del mundo, puede tener confianza absoluta en él. Noticia increíble; ni quiere creer lo que oye! Los españoles le dicen que el capitán es un canalla, que ya se comprometió con otro grupo de pasajeros y que va aprovechar el hecho de que duerman en tierra para levantar anclas en dirección a Dakar y abandonarlos allí. La revuelta surge inmediatamente. Avisan a las autoridades y se dirigen en grupo al barco. El capitán es acorralado y conminado. Los españoles tienen cuchillos. La calma vuelve de nuevo cuando el capitán promete que los llevará a Venezuela. Acepta, en vista de lo que pasó, a quedar bajo la vigilancia constante de uno de los pasajeros. Al día siguiente, dejan Cabo Verde y se enfrentan al Atlántico. Veinticinco días después pasan delante de las islas Testigos, punta avanzada de Venezuela. Lo olvidan todo, las tempestades, las aletas de los tiburones, los delfines saltarines lanzándose al barco, los gorgojos en la harina, el problema de Cabo Verde. Rita se siente tan feliz que olvida que el capitán la quiso traicionar, le salta al cuello y le besa en las dos mejillas. Y se oye de nuevo la canción que los españoles compusieron durante la travesía — porque donde hay españoles hay una guitarra y un cantante: A Venezuela nos vamos Aunque en el hay carretem A Venezuela nos vamos En un barquito de vela El día 16 de abril de 1948 entran en el puerto de Caracas, La Guaíra, que queda a veinticinco kilómetros de la ciudad, en la desembocadura del valle que allá lleva, después de un viaje de cuatro mil y novecientas millas. Con un saiote de Zenda, la alemana, transformado en bandera, el capitán pide al Servicio de Salud venir a bordo. Están todos contentos al ver aproximarse la barcaza del Servicio de Salud venezolano: esos rostros que se aproximan,

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bronceados por el sol, son Venezuela. Ganaron! Rita ha aguantado bien, aunque ha perdido diez kilos. Nunca tuvo una queja, ni una manifestación de miedo. De tanto en tanto, tenían de qué preocuparse, en esta cáscara de nuez, en pleno Atlántico! Sólo perdió el valor una vez, pero nadie lo supo. Al marchar, entre algunos libros que ella llevaba para distraerse, no encontró nada mejor que uno de Júlio Verne, el único que debía evitar, Veinte mil leguas de viaje submarino! En un día de tempestad, no aguantó más y lo lanzó por la borda al mar; algunos días después, soñaba que un gigantesco pulpo arrastraba el barco al fondo del mar, como al Nautilus. Algunas horas después de la llegada, las autoridades venezolanas los aceptaban en su territorio, aunque dos de ellos no tuviesen documentos. Les dijeron que más tarde se los darían. Dos enfermos son hospitalizados, los otros son vestidos, albergados y alimentados durante varias semanas. Después, cada uno por su lado consigue trabajo. Esta es la historia de Rita. ¿No es curioso que, primero, haya encontrado a la mujer que durante dos años pobló mi horrible aislamiento de la Reclusión y, después, que esta mujer haya llegado aquí también en huida, aunque en circunstancias muy diferentes, sin documentos y, como yo, generosamente acogida y tratada por esta nación? Nada viene perturbar nuestra felicidad durante más de tres meses. Pero, un buen día, unos desconocidos rompen la caja fuerte de la Cía. Richmond, para quien yo continúo organizando y dirigiendo explotaciones geológicas. Cómo los polis locales descubrieron mi pasado, nunca lo supe. Lo cierto es que fui preso como sospechoso número 1 y encarcelado en la prisión de Maracaibo. Más adelante, como es normal, Rita fue interrogada acerca de mí, y fue así que supo brutalmente, por los polizontes, todo lo que le escondí. La Interpol dio toda la información. Ella no me deja quedar otra vez en la cárcel y me ayuda lo mejor que puede. Paga ella misma a un abogado, Echeta Rocha, que me defiende y, en menos de quince días, hace que me liberen bajo fianza. Mi inocencia es completamente reconocida, pero el mal está hecho. Cuando me viene buscar a la cárcel, Rita está muy conmovida, pero también muy triste. No me mira de la misma manera que antes. Siento que ella tiene miedo y que vacila en vivir otra vez conmigo. Tengo la impresión de que está todo perdido. No me engaño, porque me dice: — ¿Por qué me has mentido? No, no es posible, no quiero perderla! Nunca más encontraré una oportunidad como esta. Tengo que esforzarme, una vez más, con todo el ardor. — Rita, necesito que me creas. Cuando te encontré me gustaste tanto, que tuve miedo de que no me quisieras ver más si yo te decía la verdad sobre mi pasado. ¿Te acuerdas de lo que te contaba? Claro que inventaba, pero

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era porque, cuando te conocí, no te quería decir si no lo que yo pensaba que tu querrías oír. — Me mentiste... Me mentiste... — no paraba de repetir con insistencia. — Yo, que creía que eras un hombre de bien! Esta mujer tiene pánico, como si viviese una pesadilla. Tiene miedo. Sí, tiene miedo, chaval, tiene miedo de ti. — ¿Y que impide que pueda ser un hombre de bien? Creo que merezco, como cualquier otro hombre, la oportunidad de poder volverme bueno, honesto y feliz. No olvides, Rita, que durante trece años tuve que golpearme contra el más abominable de los sistemas penitenciarios, y que no fue fácil vencer ese “camino de la podredumbre”. Te amo con todo mi ser, Rita, ate amo no con mi pasado, sino con mi presente. Necesito que me creas: si no te conté mi vida, fue sólo por miedo a perderte. Me decía a mi mismo que, si viví anteriormente de una forma errónea, mi futuro contigo sería lo contrario. Todo ese camino de futuro que soñaba recorrer contigo lo veía claro y colorido. Creéme, Rita, por la felicidad de mi padre, que sufrí mucho. Y rompe a llorar. Le he fallado. — ¿Es verdad, Henri? ¿Así es como ves las cosas y nuestro futuro? Me calmo, pero aún con la voz ronca le respondo: — Necesito que lo sea, porque en nuestros corazones, desde ahora, es. Además, sienta-el en ti. Usted y yo no estamos pasando. Sólo deben contar el presente y el futuro. Rita me da un abrazo: — Henri, no llores más. Escucha el ruido del viento, es el futuro que empieza. Pero júrame que nunca más harás nada condenable. Prométeme que nunca más me esconderás nada y que en nuestra vida no habrá que esconder historias sucias. Abrazados el uno al otro, interés. Siento, en ese momento, que me estoy jugando la gran oportunidad de mi vida. Comprendo que a esta mujer valerosa y honesta, a esta madre de una chiquilla, nunca le debería haber escondido que era un evadido de los trabajos forzados, condenado a cadena perpetua. Y entonces se lo cuento todo, absolutamente todo, de una vez. Todo vacila en el fondo de mi ser, hasta eso que maquino desde hace dieciocho años, esta idea fija que se volvió una obsesión, mi venganza. Decido ponerla a sus pies, renunciar a eso como prueba de mi sinceridad. Estoy fuera de mí: yo, que no puedo hacer un mayor sacrificio, del cual además ella no podía comprender la grandeza, me oigo decirle, como de milagro, como si fuese un otro que hablase:

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— Para probarte cuanto te amo, Rita, te ofrezco el mayor sacrificio que puedo hacer. A partir de este preciso momento, abandono mis ideas de venganza. Que mueran en la cama los que me hicieron sufrir tanto: el fiscal, los polizontes y el falso testigo. Sí, tienes razón. Para merecer completamente a una mujer como tu, debo, no perdonar, eso es imposible, pero sí sacarme de la cabeza este pensamiento obsesivo de castigar sin piedad a aquellos que me enviaron a las cárceles de la cárcel. Tienes delante a un hombre completamente nuevo, el otro murió. Rita debe haber pensado en esa conversación todo el día, porque, después del trabajo, por la noche, me dice: — ¿Y tu padre? Ahora que eres digno de él, escríbele lo más rápido posible. — Desde 1933 que no tenemos comunicación el uno con el otro. Fue exactamente en octubre. Yo había asistido a la distribución de las cartas a los presos, esas desgraciadas cartas abiertas por los vigilantes, esas cartas en las que no se podía decir nada. Vi en el rostro de esos pobres diablos la desesperación de no haber recibido nada en el correo, adiviné la decepción de aquellos que, leyendo la carta tanto tiempo esperada, no encontraban dentro lo que esperaban. He visto rasgar las cartas y pisotearlas, he visto lágrimas caer sobre la tinta e inundar el escrito. Imaginaba también lo que esas malditas cartas de la cárcel podían provocar dónde llegasen: el sello de la Guayana, que hacía que los carteros de los pueblos les dijesen a los vecinos o en el café de la tierra: “El forzado ha escrito. Aún está vivo, pues escribió una carta”. Adivinaba la vergüenza de aquellos que las recibían de las manos de este cartero y el miedo de que él les preguntase: “¿Su hijo va bien?” Por ello, Rita, le escribí a mi hermana Yvonne una carta, la única que escribí desde la cárcel, en la cual decía: ‘No esperen noticias mías, ni me escriban. Como el lobo de Alfred de Vigny, sabré morir sin aullar'. — Todo eso, Henri, pertenece al pasado. ¿Vas a escribir a tu padre? — Si. Mañana. — No, ahora. Una larga carta salió hacia Francia, contando sólo lo que se podía contar, sin hacer sufrir a mi padre. No le conté nada de mi calvario, sólo mi resurrección y la vida de ahora. La carta me fue devuelta: “Marchó sin dejar señas”. ¡Dios mío! ¿Quien sabe donde, por mi causa, mi padre fue a esconder su vergüenza? Las personas son tan malas que quizás le hicieron la vida imposible, allí, donde me conocieron cuando yo era joven. La reacción de Rita no se hace esperar: — Voy a Francia a buscar a tu padre. La miro intensamente. Ella añade: — Deja el trabajo de explotador, que, además, es muy peligroso. Durante mi ausencia, toma las riendas del hotel. En verdad, no me engañé con Rita. No sólo no vacila en lanzarse sola a lo desconocido de ese largo viaje, sino que todavía tiene suficiente confianza en

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mí, el antiguo forzado, para entregarme todos sus negocios. Ella tiene razón, sabe que puede contar conmigo. El hotel estaba alquilado por Rita, con opción de compra. Es necesario por lo tanto, antes de cualquier otra cosa, que no se nos escape, tenemos que comprarlo. Entonces aprendo verdaderamente lo que se llama luchar para conseguir, por medios honestos, un lugar en la vida. Liquido las cuentas con la Cía. Richmond, y con los seis mil bolívares que sacamos de los ahorros de Rita, le damos a la propietaria el cincuenta por ciento del valor del negocio. Y empieza para nosotros una verdadera lucha diaria — casi se podía decir nocturna — para ganar dinero y hacer frente a las letras. Tanto ella como yo trabajamos como locos, dieciocho horas y a veces diecinueve horas al día. Ese esfuerzo, esas ganas de vencer a toda costa, que nos unen para alcanzar el fin lo antes posible, son maravillosos. Ni ella ni yo hablamos de cansancio. Hago las compras, ayudo en la cocina, recibo a los clientes, estamos en todas partes a la vez, sonrientes. Muertos de cansancio, recomenzamos. Para ganar aún más, tengo un carrito de dos ruedas que lleno de pantalones y de chaquetas y los voy a vender al mercado de la Plaza Baralt. Estas ropas tienen un defecto de fabricación, lo que me permite comprarlas en la fábrica por un precio mucho más bajo. Bajo un sol achicharrante, pregono la mercancía, gritando como un desalmado y con tanto entusiasmo que un día, estirando una chaqueta con toda mi fuerza, para probar suya resistencia, la rasgo por la mitad de arriba a abajo. Aunque me cansé de explicar que soy el hombre más fuerte de Maracaibo, no vendí mucho ese día. Estoy allá de ocho a doce. A las doce y media corro al hotel, para ayudar a servir en el restaurante. Esta Plaza Baralt es el centro comercial de Maracaibo, uno de los sitios más animados de la ciudad. En una extremidad, la iglesia, en la otra, uno de los mercados más divertidos del mundo. Ahí se encuentran todas las variedades posibles de carne, caza, pescado, marisco, sin olvidar las grandes iguanas verdes — plato delicioso —, con las uñas entrelazadas de tal manera que no se pueden escapar, huevos de caimán, tortugas — tortugas de mar y, también, los cachicames y una variedad de tortugas de tierra, la Morocoy —, todas las frutas, tropicales o no, y, claro, palmitos frescos. Debajo del sol achicharrante de esta ciudad en ebullición, el mercado hormiguea de gente: todos los tonos de piel, todas las formas de ojos, desde el rasgado chino al redondo de los negros. Rita y yo adoramos Maracaibo, aunque sea uno de los sitios más calientes de Venezuela. Pero esta ciudad colonial tiene una población amable, calurosa, con alegría de vivir. El pueblo habla cantando, es noble, generoso, tiene un poco de sangre española y lo mejor de las cualidades de los indios. Los hombres tienen la sangre caliente, el culto de la amistad, y saben ser amigos de sus amigos.

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El maracucho (habitante de Maracaibo) desconfía de todos los que vienen de Caracas. Gaba-se de llenar de oro toda Venezuela, con su petróleo, y de ser siempre olvidado por los de la capital, se siente un rico tratado como pariente pobre por aquellos a quienes enriqueció. Las mujeres son guapas, de estatura media, fieles, buenas hijas, buenas madres. Y todo esto hormiguea, vive, grita; todo tiene colores vivos, las ropas, las casas, las frutas. Van y vienen, negocian. La Plaza Baralt está repleta de vendedores ambulantes, de pequeños contrabandistas que casi no toman precauciones para vender licores, alcohol o cigarrillos de contrabando. Eso pasa un poco en familia: el policía está a algunos metros, pero vuelve la cabeza, precisamente el tiempo necesario para que botellas de whisky, de coñac francés, cigarrillos americanos, pasen de un cesto a otro. Porque por tierra, mar y aire llegan las más diversas mercancías a las manos del consumidor, que paga con una moneda muy fuerte, en esta época en que el dólar valía tres bolívares y treinta y cinco. Poner un hotel en marcha no cuesta nada. Cuando Rita llegó, tomó rápidamente una decisión radicalmente opuesta a las costumbres de la tierra. En efecto, la clientela venezolana tiene el hábito de tomar desayunos abundantes: bizcochos de maíz (arepas), huevos fritos con jamón, carne de cerdo salada, queso fresco. Para los clientes que están a pensión completa, el menú del día está escrito en un cuadro. Ella lo borra todo el primer día y con la su caligrafía alargada escribe: Desayuno — café solo o con leche, pan y mantequilla. Que pelotas, deben de haber pensado los clientes, y al final de la semana la mitad de la parroquia había cambiado de alojamiento. Cuando yo llegué, Rita ya había hecho algunas alteraciones, conmigo es una auténtica revolución. Primer decreto: duplico los precios. Segundo decreto: cocina francesa. Tercer decreto: aire acondicionado por todas partes. Impresionaba mucho a la gente encontrar en una casa colonial, transformada en hotel, aire acondicionado en todas las habitaciones y en el restaurante. La clientela cambió. Primero, tenemos cajeros viajeros. Después se instala un vasco vendedor de relojes suizos Omega, íntegramente fabricados en Perú. Hace los negocios en la habitación, sólo negociando con revendedores que van de puerta en puerta y recorren los campos petrolíferos. A pesar de que el hotel es seguro, es de tal manera desconfiado que manda poner, de su bolsillo, tres enormes cerraduras en la puerta de la habitación. Sin embargo, se da cuenta que, de tarde en tarde, le desaparece un reloj. Está convencido de que le entran en la habitación, hasta el día en que verifica que el ladrón es al final una ladrona, nuestra cachorra Bouclette, Es una perrita tan espertalhona que entra arrastrándose silenciosamente, debajo de su nariz, y siente placer en robar una pulsera, con o sin reloj.

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Entonces, se pone a gritar diciendo que fui yo quién enseñó a Bouclette a robarle la mercancía. Me troncho de risa y, después de dos o tres vasos de ron, consigo convencerlo de que no tengo el mínimo interés en sus relojes, que hasta me daría vergüenza venderlos, de tal manera se ve que son imitación. Tranquilizado y calmado, hace las paces y se va a encerrar a su habitación. Se ve de todo en la clientela. Maracaibo está llena, casi reventando, es prácticamente imposible conseguir una habitación. Un gran grupo de napolitanos va de casa en casa, engañando a la gente, vendiendo piezas de caserío dobladas de tal manera que parecen dar para cuatro ternas, cuando, en verdad, sólo dan para dos. Vestidos de marinero, con una gran bolsa al hombro, pasan auténticamente a peine fino toda la ciudad y las afueras, sobre todo los campos petrolíferos. No sé como esa gente descubrió nuestro hotel. Como todas las habitaciones están ocupadas, sólo hay una solución: que se acuesten en el patio. Aceptan. Vienen por la noche, hacia las siete, y toman un baño en la ducha común. Como cenan en el hotel, aprendemos a hacer spaghetti a la napolitana. Pagan bien y son buenos clientes. Por la noche sacamos las camas de hierro, las instalamos en el patio y dos empleadas ayudan a Rita a hacerlas. Como les pido pagar por adelantado, todas las noches hay la misma discusión: creen que es demasiado caro pagar el precio de una habitación para dormir al relente. Y todas las noches les explico que, por lo contrario, es hasta muy lógico y muy correcto, porque armar las camas, poner las sábanas, las colchas, las almohadas y guardarlo todo por la mañana es un gran trabajo y, viéndolo bien, les resulta muy barato. — Y no reclamen mucho, porque si no les aumento el precio. Casi me mato para hacer y deshacer sus instalaciones. En resumen, les hago pagar el transporte. Ellos pagan y cambiamos unos chistes. Y, a pesar de que ganan mucho dinero, al día siguiente, por la noche, lo mismo. Reclaman todavía más cuando una noche cayó un chubasco y tuvieron que huir con las ropas y los colchones, para acabar durmiendo en la sala del restaurante. Una dueña de burdel vino a verme. Tiene un gran establecimiento, a cinco kilómetros de Maracaibo, en un lugar llamado La Cabeza de Toro. El burdel se llama el Tibiri Tabara. Ella, Eléonore, es un enorme bola de carne, con unos lindos ojos inteligentes. Trabajan en su casa cerca de ciento veinticuatro mujeres. Sólo por la noche. — Algunas francesas quieren marcharse — me explica Eléonore. - No quieren pasar todo el día en el burdel. Trabajar desde las nueve de la noche hasta las cuatro de la mañana les parece bien. Pero quieren comer decentemente y dormir sosegadamente lejos del ruido, en habitaciones confortables. Hago un contrato con Eléonore: francesas e italianas pueden venir a nuestra casa. No hay problema en que aumente la cuenta en diez bolívares: quedarán muy contentas de poder vivir en el Hotel Veracruz, en casa de franceses. Debíamos recibir a seis, pero, no sé como, un mes después teníamos el doble.

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Rita impuso una regla de hierro. Son jóvenes muy bellas. Prohibición absoluta de recibir la visita de hombres en el hotel, tato en el patio como en el comedor. Por lo demás, no ocurre ningún incidente en el hotel; esas jóvenes se portan como señoras. Y es verdad que en la vida cotidiana son mujeres correctas que saben vivir bien. Por la noche, los taxis vienen a buscarlas. Están transformadas, elegantes, bien pintadas. Sin ruido, discretamente, marchan hacia la “fábrica”, como dicen ellas. De tarde en tarde, viene un chulo de París o de Caracas. Pasa lo más discretamente posible. Claro que puede ser recibido por la joven en el hotel. Después de recoger el dinero y de haber levantado la moral de la chavala, se marcha tan discretamente como llegó. Eso no pasa sin que sucedan algunos incidentes cómicos. Un día, un chulo que vino de visita me llama a parte y me pide cambiar de habitación. Su chica ya ha conseguido una amiga a la que no le importa cambiar. Motivo: el vecino de la habitación de al lado es un italiano bien constituido y vigoroso que, todas las noches, cuando llega la chica, hacen amor al menos una vez y, a veces, dos. Ella ni siquiera tiene cuarenta años y el italiano debe tener cuarenta y cinco. — Comprende, macho, que no puedo aguantar la pedaleada a tal nivel. No consigo aproximarme, ni de lejos, a actuaciones semejantes. Y como somos vecinos, mi chica y yo lo oímos todo, gritos, gemidos, toda la barahúnda de una gran orquesta. Entonces date cuenta con qué cara quedo si hago sólo una “visita” a mi chica una vez a la semana. El truco de la jaqueca ella ya no se lo cree y, seguramente, hace comparaciones. Si no tienes inconveniente en ello, hazme ese favor. Me aguanto la risa y le digo que, ante argumentos tan indiscutibles, voy a cambiarlo de habitación. Una noche, a las dos de la mañana, Eléonore me llama. Un francés que no habla una palabra de español ha sido encontrado, por uno vigilante nocturno, encaramado a un árbol delante del burdel. A las preguntas que le hacen sobre esa curiosa situación — ¿era para robar o qué? — sólo responde: “Enrique del Vera Cruz”. Salto a mi coche y vuelo hacia el Tibiri Tabara. Reconozco rápidamente al sujeto. Es un lionés que ya estuvo en mi casa. Está sentado, la patrona también. Delante suyo, dos policías con aire severo. Traduzco lo que él me dice en tres palabras: — No, este señor no estaba en el árbol para dar un golpe. Está sencillamente enamorado de una mujer, pero no quiere decir cuál. Si subió al árbol, fue para a ver, a escondidas, porqué ella no quiere saber nada de él. Eso es todo. Como ven, nada grave. Además yo lo conozco, es un hombre honesto. Bebemos una botella de champaña, que paga él; le digo que deje el cambio en la mesa, alguien lo va a coger, y le llevo en mi coche. — ¿Pero que diablos hacías encaramado al árbol? ¿Eres tonto o estás locamente enamorado de esa mujer? — No es eso. Lo qué ocurre es que mi “salario” ha disminuido sin explicación. Ella es de las más guapas que hay aquí y gana menos que las otras. Entonces decidí vigilar, por la noche, lo que hacía, sin que lo supiese. Me

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dije a mi mismo que así podría saber rápidamente si ella me engaña y me recorta la pasta. A pesar de mi mal humor por haber sido despertado en plena noche con una historia de chulos, rompo a reír al oír esa explicación. “El chulo encaramado a un árbol”, como le llamo la partir de ese momento, marcha al día siguiente para Caracas. Su vigilancia ya no está justificada. El asunto dio escándalo en el burdel y su chica, a la par, como todo el mundo, se dio cuenta rápidamente por qué su chulo se había subido a aquel árbol: estaba precisamente delante de su habitación. Trabajamos mucho, pero el hotel es alegre. Nunca dejamos de divertirnos. Así, hay una hora en que, mientras las chicas van para la “fábrica”, hacemos “hablar” a los muertos. Sentados muy serios alrededor de una mesa redonda, con las manos espalmadas en el tampo, cada uno llama al espíritu que desea interrogar. Fue una pintora de treinta años, una húngara, creo yo, que puso en marcha esas sesiones. Llama al marido todas las noches y, claro, con mi pie debajo de la mesa, ayudo un poco al espíritu a responder; sin eso, todavía estaríamos allí. Ella dice que su marido la atormenta. ¿Por qué? No lo sabe. Por fin, una noche, el espíritu del marido responde a través de la mesa que nunca la dejará tranquila. La acusa de ser liviana. Todos nosotros exclamamos que eso es muy grave y que él se puede vengar horriblemente, este espíritu celoso, tanto más que ella confiesa ser realmente liviana. ¿El remedio? Hay que pensar un poco, porque, si ella es liviana, el asunto no el es nada. Lo consultamos con aire muy serio y le decimos el remedio. Sólo hay uno: en una noche de luna llena deberá coger un machete nuevo, ponerse completamente desnuda en medio del patio, con los cabellos sueltos, sin pintura ninguna, toda lavada con jabón de Marsella, sin el mínimo perfume, sin joyas, lavada de los pies a la cabeza. Nada, a no ser el machete en la mano. Cuando la luna llegue sobre el patio, y su sombra sea perpendicular, deberá cortar el aire en cruz con el machete precisamente veintiuna veces. El resultado es completamente positivo porque, el día siguiente, después de la sesión de exorcismo en la que nos cansamos de disfrutar, escondidos detrás de las persianas, la mesa responde (con la intervención de Rita, que nos dice que la broma ya había durado bastante) que, a partir de ahora, su difunto marido la dejará tranquila, que ella puede ser tan liviana como desee, pero con la condición de no volver a juguetear con machetes en noches de luna llena, porque eso le había apenado mucho. Tenemos otra perrita, Minó, muy grande, que nos fue ofrecida por un cliente de paso en Maracaibo. Está siempre impecablemente peinada y trasquilada; sobre la cabeza, los pelos muy fuertes y negros están cortados en forma de barretina, muy altos e impresionantes. Muslos tufadas y patas rapadas, bigotes a lo Charlot y barbilla en punta. Es siempre motivo de espanto para las personas del lugar y, muchas veces, algunos de ellos vencen la timidez para preguntarme que raro animal es este.

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Minó estuvo a punto de provocar un grave incidente con la Iglesia. La Calle Venezuela, donde se encuentra el Vera Cruz, da a una iglesia y pasan por allí, muchas veces, procesiones. A Minó le gusta mucho ver el movimiento de la calle, sentada en la puerta del hotel. Nunca ladra a nada que pase en la calle. Pero, a pesar de no ladrar nunca, causa siempre sensación. Un día, el cura y los niños del coro se quedaron solos a cincuenta metros de los fieles, humildes maracuchos que se quedaron delante del hotel preguntándose sobre este raro animal. Se habían olvidado de seguir la procesión. Se levantan muchas preguntas entre ellos, se codean para ver a Minó de cerca y algunos emiten seriamente la opinión de que este animal desconocido puede muy bien ser el alma de un pecador arrepentido, al asistir tan impasiblemente al paso del cura y de los niños del coro, todos vestidos de rojo y cantando alto. El cura acaba por reparar que hay un gran silencio detrás de él y, dándose la vuelta, ve que ahí ya no hay nadie. Vuelve atrás dando grandes zancadas, rojo de cólera, amonestando furiosamente a sus ovejas debido a su falta de respeto por la ceremonia. Temerosos, vuelven a ponerse en la cola y parten de nuevo. Noté que algunos habían quedado de tal manera impresionados que caminaban de espaldas, para seguir contemplando a Minó. Después de eso, buscamos en el periódico de Maracaibo, Panorama, el día y la hora de las procesiones que deben pasar por delante del hotel para, a esa hora, atar a Minó en el patio. No hay duda de que es la época de los incidentes con los curas, Dos francesas dejaron el burdel de Eléonore y el hotel. Decidieron ser independientes y montar una pequeña casita en una calle del centro, donde sólo trabajaban ellas dos. No estaba mal pensado, porque así los clientes no tenían que meterse en el automóvil y hacer diez kilómetros ida y vuelta, para visitarlas. La “tienda de ultramarinos” pasa queda más a mano. Para darse a conocer, mandaron a imprimir tarjetas de visita con: Julie y Nana, trabajo altamente cualificado, y la dirección. Las distribuyen en la ciudad, pero, muchas veces, en lugar de entregárselas directamente a los hombres, las ponen en los limpiaparabrisas de los automóviles aparcados. Con muy mala pata, pusieron dos, uno debajo de cada limpiaparabrisas, en el automóvil del obispo de Maracaibo. Eso provocó un revuelo de mil diablos. Para mostrar bien el carácter sacrílego de ese gesto, el periódico La Religión publica la fotografía de la tarjeta. Pero el obispo y el clero fueron indulgentes: la casita no fue cerrada, se limitaron a pedir a las chicas que fueran más discretas. Además, era inútil seguir distribuyendo tarjetas: gracias a la publicidad gratuita hecha por La Religión, un gran número de clientes pasó por la dirección indicada. La afluencia fue tan importante que, para dar una razón plausible a tal grupo de hombres delante de la puerta, pidieron a un vendedor ambulante de perritos calientes que instalase el carrito allí delante para que pareciese que la cola en la calle era para comprar un perrito caliente.

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Esa era la vida del hotel con sus historias divertidas; pero esta vida no la vivíamos en un planeta a parte. La vivíamos en Venezuela, metidos en sus cuestiones económicas y políticas, pues la política en 1948 no era muy tranquila. Desde 1945 Gallegos y Betancourt gobernaban el país, la primera experiencia de régimen democrático en la historia de Venezuela. El día 13 de noviembre de 1948, cuando hacía sólo tres meses que había empezado a trabajar con Rita para comprar el hotel, ocurre el primer tiro disparado contra el régimen: un mayor, Thomas Mendoza, tiene la audacia, solo contra todos, de intentar un levantamiento. Falló. El día 24 del mismo mes, gracias a un golpe de Estado montado con la precisión de un mecanismo de relojería, casi sin víctimas, los militares toman el poder. Gallegos, presidente de la República y escritor notable, es obligado a retirarse. Betancourt, un verdadero león de la política, se asila en la Embajada de la Colombia. En Maracaibo vivimos horas de un suspense muy intenso. En un determinado momento se oye de pronto, en la radio, una voz emocionada que grita: “Operarios, vengan a las calles! Os quieren robar la libertad, suprimir vuestros sindicatos, imponeros por la fuerza una dictadura militar! Que todo el pueblo ocupe sus sitios, los...” Haga clic! Corte seco de un micrófono arrancado de las manos de este valeroso militante, después una voz grave, calmada: “Ciudadanos! Las fuerzas del Ejército han quitado el poder a los hombres a quien se lo habían confiado después de haber dimitido el General Medina, porque hicieron muy mal uso de él. No teman nada, garantizamos la vida y los bienes de todos sin excepción. Viva el Ejército! Viva la revolución!” Eso fue todo lo que yo vi de una revolución que, a decir bien, no hizo correr la sangre, y despertamos al día siguiente con la noticia de los periódicos dando la composición de la junta militar: tres coroneles: Delgado Chalbaud, presidente, Pérez Jiménez y Llovera Páez. En principio, temimos de que este nuevo régimen fuese acompañado por la supresión de las libertades dadas por el precedente. No ocurre así. La vida en nada se modifica, casi no nos apercibimos del cambio del régimen, salvo por el hecho de que los puesto clave son ocupados por militares. Después, dos años más tarde, el asesinato de Delgado Chalbaud. Una historia muy sucia donde se enfrentan dos versiones. Primera versión: se trataba de asesinarlos a los tres y él fue el primero en ser muerto; segunda versión: los otros dos coroneles, o uno sólo, lo mandaron abatir. Nunca se llegó a saber la verdad. El asesino, apresado, es muerto de un tiro, lo que impedirá cualquier declaración comprometedora. Y la cosa se mantiene de tal manera que, hoy en día, el hombre fuerte del régimen es Pérez Jiménez, que se volverá oficialmente dictador en 1952. Nuestra vida continúa y, aunque alejada de todo el placer exterior, de salidas o paseos, nos da, sin embargo, una alegría extraordinaria, que alimenta el ardor de nuestros corazones. Porque aquello que construimos con nuestro esfuerzo será nuestro hogar, el hogar donde viviremos felices, satisfechos por no deber nada a nadie y por haberlo ganado a nuestra costa, unidos como pueden estar

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dos seres solitarios cuando se aman como nosotros nos amamos. Y a este hogar vendrá Clotilde, la hija de Rita, que será mi hija, y a este hogar vendrá mi padre, que será su padre. Y a nuestra casa vendrán mis amigos a recomponerse y tomar ánimos cuando tengan necesidad de eso. Y en esta casa de felicidad nos sentiremos de tal manera realizados que nunca más pensaré en vengarme de aquellos que nos han hecho sufrir tanto, a mí y a los míos. Llega entonces el día en que, al fin, ganamos la partida. Diciembre de 1950, un bello documento es firmado ante notario: definitivamente somos propietarios del hotel.

11.- MI PADRE Fue sólo el tiempo de preparar el viaje, y Rita partió hoy, con el corazón lleno de esperanza. Partió en busca del lugar adónde mi padre se retiró, quizás escondido. — Ten confianza, Henri. Traeré a tu padre. Me quedo solo, tomando las riendas del hotel. Abandono la venta de pantalones y camisas que, a veces, me rendía buenos beneficios. Pero Rita partió en busca de mi padre y yo debo, por lo tanto, ocuparme de todo, no sólo como si ella estuviese aquí, sino aún mejor. Buscar a mi padre, buscar a mi padre! Él, el honesto maestro de escuela de un pueblo de Ardèche, él, que, por última vez, hace veinte años, veinte años, no pudo abrazar a su hijo cuando le visitó en la cárcel, a causa de las rejas del locutorio. Este padre a quien Rita, mi mujer, va a poder decirle: “Vengo, como hija, decirle que su hijo consiguió por sí mismo regresar a la libertad, que puso en marcha una vida de hombre bueno y honesto y que conmigo creó un hogar donde le espera”. Me levanto a las cinco y voy de compras con la cachorra Minó y un niño de doce años, Carlitos, que recogí cuando salió de la cárcel. Él lleva los cestos. En hora y media hago todas las compras: carne, pescado, legumbres. Regresamos los dos cargados como unos burros. En la cocina hay dos mujeres. Una de veinticuatro y otra de dieciocho años. Dejo lo que traemos sobre la mesa y ellas lo arreglan todo. Para mí, los mejores momentos de esta vida simple son a las seis y media de la mañana, hora del desayuno, que tomo en la sala de cenar, teniendo, en las rodillas, a la hija de Rosa, la cocinera. Tiene cuatro años, es negra como el carbón y se niega a comer si no toma el desayuno conmigo. Su cuerpecito desnudo y aún fresco de la ducha que la madre la hizo tomar al levantarse, sus parloteos de bebé, los ojos brillantes que me lo miran todo, llenos de confianza, hasta que mi cachorra, que, celosa, ladra, indignada por verse rechazada, el loro de Rita picoteando en las migas de pan empapado en leche, al lado de mi

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taza de café, todo, en verdad, hace que, para mí, este momento del día sea realmente el mejor. ¿Y Rita? Nada de cartas. ¿Por qué? Ya hace más de un mes que se marchó. Son dieciséis días de viaje, es cierto, pero válgame Dios, ya hace quince días que está en Francia y, o aún no ha encontrado nada o no me quiere decir lo que ha visto. Yo no pido más que un telegrama, al menos un telegrama donde en pocas palabras ella me cante victoria “Tu padre está bien y sigue queriéndote”. Vigilo al cartero, sólo dejo el hotel cuando tengo que hacer algo relacionado con su buena puesta en marcha, despachando rápidamente las compras o los asuntos a tratar para poder estar constantemente en casa. En Venezuela los carteros no tienen uniforme, pero son todos muy jóvenes. Entonces, tan pronto un chaval entra por la puerta del patio, me dirijo a él, con la mirada puesta en sus manos para ver rápidamente si trae algún papel verde. Nada, nunca nada. La mayor parte de las veces ni siquiera son los jóvenes carteros. Salvo dos o tres veces en que entró un chico con el papel verde. Me precipito hacia él, casi arrancándole el telegrama de las manos, para, decepcionado, comprobar que el destinatario es un cliente del hotel. Esta espera, esta falta de noticias me ponen nervioso y tenso. Me mato a trabajar, necesito estar siempre ocupado sino siento que no voy a aguantarme. Ayudo en la cocina, invento platos inéditos, inspecciono las habitaciones dos veces por día, hablo con los clientes, escucho a todo el mundo. Lo único que cuenta es rellenar estas horas y estos días para poder soportar la ausencia de noticias y la espera. Lo único que no puedo hacer: jugar en las partidas de póquer que se organizan todas las noches a las dos de la mañana. En lo que respecta al hotel, no me estoy saliendo mal solo y los huéspedes están satisfechos. Un solo problema. Carlitos se equivocó. En vez de comprar petróleo para limpiar la cocina compró gasolina. Después de haber lavado muy bien el suelo de cemento, las cocineras, sin desconfiar, encienden el horno. Toda la cocina se incendia con llamaradas terribles. Las dos hermanas se habían quemado de los pies hasta la barriga. Sólo tuve tiempo, en el último segundo, de enrollar en una toalla a la hija de Rosa y salvarla. Ella no sufrió casi nada, pero las otras quedaron gravemente quemadas. Las mando a cuidarse a su habitación del hotel y contrato un cocinero panameño. La vida del hotel continúa normalmente, pero comienzo a estar seriamente afectado por el silencio y por la ausencia de Rita. Ya hace cincuenta y siete días que partió. De pronto ella va llegar, dentro de diez a veinte minutos. La espero en el aeropuerto. ¿Por que razón un lacónico telegrama “Llego martes 15,30 horas, vuelo 705. Besos, Rita”? ¿Por qué sólo eso? ¿No ha encontrado a nadie? Ya no sé qué pensar, no quiero hacer más suposiciones. Allí viene, mi Rita. Por fin voy a saber qué pasa. Es la quinta persona en bajar la escalera del avión. Me ve inmediatamente y levanta el brazo cuando levanto el mío. Avanza con un aire normal. A cuarenta metros, escudriño su rostro; ella no ríe, se limita a sonreír. No, no avanza hacia

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mí con aire victorioso; no, no levanta el brazo en señal de alegría, sino sencillamente, naturalmente, para que yo sepa que me ha visto. — ¿Encontraste a mi padre? Cuando está a diez metros de mí, sé que regresa vencida. La pregunta la alcanza en pleno rostro, como un latigazo, después de haberle dado un único beso, uno sólo, después de dos meses de separación. Yo no podía esperar más. Sí, ella encontró a mi padre. Duerme en el cementerio de un pueblecito de Ardèche. Me muestra una fotografía. Una lápida bien construida, de cemento, donde se lee: J. CHARRIÈRE. Murió cuatro meses antes de su llegada. La fotografía de esa lápida fue todo lo que Rita me trajo. El corazón que había visto partir a mi mujer con tanta esperanza casi se me paró con esta monstruosa noticia. Siento en mí un desaliento profundo, el huir de todas mis ilusiones de hombre que, en relación a su padre, se ve siempre niño. Dios mío, no sólo me castigaste en toda la juventud, sino que todavía me niegas los abrazos de mi padre y su voz, que me habría dicho, estoy seguro: “Ven a mis brazos, Riri. El destino fue implacable para contigo, la justicia y su sistema penitenciario te trataron de forma inhumana, pero yo continúo amándote, yo nunca renegué de ti y me siento orgulloso de que hayas tenido la fuerza de vencer, a pesar de todo, y de haberte vuelto lo que eres”. Incansablemente, Rita me repite lo poco que supo, casi mendigando, de lo que fue la vida de mi padre después de mi condena. No digo una palabra, no consigo hablar. Siento un nudo apretarme la garganta con violencia. Y de golpe, como si las compuertas de un dique fuesen abiertas brutalmente, la idea de la venganza me invade de nuevo con una violencia salvaje: “Polizontes, yo los haré explotar con una maleta en el Quai des Orfèvres, pero no para matar sólo a algunos, sino para matar a cuantos más posibles, cien, doscientos, trescientos, mil! Y tu Goldstein, falso testigo por interés, puedes contar que tendrás tu cuenta completa! En cuanto a ti, fiscal ávido de condenas, no he de tardar mucho para encontrar con que arrancarte tu lengua con el mayor sufrimiento posible!” — Tenemos que separarnos, Rita. Intenta comprender: ellos estropearon mi vida. Me han impedido de abrazar a mi padre y obtener su perdón. Necesito vengarme, no deben escapar. Mañana mismo me voy, es nuestra última noche. El dinero para el viaje y la ejecución de mis proyectos, sé donde encontrarlo. La única cosa que te pido es que dejes que me lleve cinco mil bolívares de nuestros ahorros para los primeros gastos. Se hizo un interminable silencio; ya no veía a Rita, su rostro desaparecía detrás del desarrollo de este proyecto que planeé mil veces. ¿Cuanto necesitaré para realizar este plan? Menos de doscientos mil bolívares. Antes exigía demasiado. Con estos sesenta mil dólares tendré bastante dinero. Hay dos sitios que he dejado en paz por respeto a este país. Primero Callao y

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su montón de oro, guardado por los antiguos forzados. Después, en plena Caracas, el cajero de una gran empresa. Éste es fácil de atracar; lleva el dinero sin escolta. El pasillo de entrada del edificio es propicio, así como el de la cuarta planta; ambos están mal iluminados. Puedo actuar solo, sin armas, con cloroformo. El problema es que, en caso de haber un transporte de dinero muy importante, son tres empleados. Dominarlos solo no es cien por cien seguro. No hay duda de que en Callao será más fácil. Allá podré coger lo que me hace falta, treinta kilos de oro, no más, y enterrarlo. Si hubiese ruido, me haré el enfermo en casa de Maria, pero nada lleva a creer que vaya a estallar rápido a seguir. La operación no es nada complicada: me acuesto con Maria y, cuando ella esté durmiendo, la cloroformizo para que no note cuando me vaya. Puedo salir, dar el golpe y volver a acostarme al lado de ella sin ser visto por nadie. Aproximarme al guardián será fácil; desnudo, pintado de negro, en una noche oscura. La huida, debo hacerla por la Guayana Inglesa. Tengo que llegar a Georgetown con muy poco oro transformado en pepitas, o en pedacitos, con un soplete, lo que es relativamente fácil de hacer. He de encontrar, ciertamente, un comprador para todo. De acuerdo con el perista, negociaremos en base a billetes cortados por la mitad. Él se quedará con una mitad y sólo las dará para mí cuando yo le entregar la mercancía en la orilla inglesa del Caroni, donde lo tendré escondido todo. Así, nadie será desconfiado. Puedo aparecer en Georgetown, ya partí de ahí clandestinamente hace unos años. Regresando también clandestinamente, si alguna vez soy interrogado, lo que será poco probable, diré que pasé estos años en plena selva, cazando mariposas u oro, y que es por esa razón que hace tiempo que no me ven. Sé que Julot estará ahí. Es un sujeto sedentario; me dará asilo en su casa. Sólo hay un peligro, Indara y su hermana. Sólo puedo salir por la noche, o mejor todavía, no salir nunca y tratar de mis asuntos a través de Julot. Creo que André está también en Georgetown y que tiene un pasaporte canadiense. Cambiar la fotografía, modificar el matasellos es fácil. Si él no estuviese allá, compraré los documentos a un sujeto cualquiera que esté en la penuria o a un marinero del Mariner Club. Transfiero el dinero a Buenos Aires a través de un banco, llevo pocas divisas y cojo, en Trinidad, un avión para Río de Janeiro. En Río, cambio de pasaporte y voy a Argentina. Allá abajo no habrá problemas. Tengo amigos, antiguos forzados, y deben encontrarse con facilidad ex-nazis con los cajones llenos de documentos. Salgo de Buenos Aires hacia Portugal con cuatro pasaportes y tarjetas de identidad de diversas nacionalidades, pero con el mismo nombre, para no equivocarme. Desde Lisboa, entro en España por carretera y llego a Barcelona. Siempre por carretera, entro en Francia con un pasaporte de Paraguay. Ya hablo suficientemente bien el español para que un policía francés curioso me tome por un sudamericano. Sin embargo he transferido la mitad del dinero al Crédit Lyonnais y la otra mitad queda de reserva en Buenos Aires. Todo el mundo que

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contacté en Georgetown, en Brasil y en Argentina deben creer, sin excepción, que me dirijo a Italia, donde me espera mi mujer para montar una tienda en un balneario. En París, me instalo en el George V ( 11). Nunca saldré por la noche; ceno en el hotel y después, a las diez, mando servir el té en mi suite. Todos los días de la semana igual. Es el estilo típico de un hombre austero con la vida rigurosamente cronometrada. Eso se sabe rápido en un hotel. Usaré bigote, está claro, y los cabellos cortados a la escovinha, estilo militar. He de hablar lo estrictamente necesario, empleando sólo palabras francesas con acento español. Mandaré que me entreguen todos los días periódicos españoles en la recepción. Pienso cientos de veces en el problema de saber por cuál o por cuáles de los tipos debo empezar para que no se establezca la relación entre los tres casos y Papillon. Los primeros en ir servidos serán los polis, con la maleta repleta de explosivos, en el número 36 del Quai des Orfèvres. No habrá razón para piensen en mi nombre si me lo monto bien. Primero iré a visitar los sitios, cronometrando el tiempo necesario para subir las escaleras hasta sala de los informes y volver a salir. No necesito a nadie para regular el reloj del detonador, ya hice pruebas suficientes en el garaje Le Franco-Vénézuélien. Llego en un carrito en que habré mandado pintar: Casa X, equipamientos de despacho. Vestido de conductor-cargador, con una maletilla al hombro, no debe haber problemas. Sencillamente, al tomar nota de los sitios, necesitaré memorizar el nombre de un jefe de brigada escrito en cualquier puerta o conseguir saber el nombre de algún tipo con un puesto importante en ese piso. Así, ya le podré decir a los polis que estén de centinela aquí fuera, o hasta mostrarles la factura, como si no me acordase del nombre del destinatario. Después, vendrán los fuegos artificiales. Es necesario tener una mala suerte de mil demonios para que se establezca la relación entre el atentado, que no pasa de ser un golpe de anarquistas, y Papillon. Así, Pradel no desconfiará. Para él, y también para preparar la maleta, el mecanismo de reloj, los explosivos, alquilaré una vivienda, utilizando mi pasaporte de Paraguay, si no puedo conseguir un documento nacional de identidad francés. Creo que es muy arriesgado contactar al personal. Es mejor no hacerlo, me bastará el pasaporte. Será una vivienda en los alrededores de París, junto al Sena, de manera a poder llegar allí por carretera y por río. Compraré un barquito ligero y rápido, con cabina, que tendrá un amarradero en frente de la vivienda y otro en la orilla de Sena, en el centro de París. Para la carretera, tendré un cochecito nervioso y rápido. Sólo cuando esté instalado, cuando sepa donde vive Pradel, donde trabaja, cuando sepa sus hábitos, donde pasa los fines de semana, si va en metro, en autobús, en taxi o en su automóvil, tomaré las medidas oportunas para raptarlo y mantenerlo en la vivienda.

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Hotel de gran lujo. (N. del T.)

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Lo importante es anotar bien los momentos y los lugares donde se encuentra solo. Una vez encerrado en la bodega de la vivienda, estará perdido. Él, que con su mirada de buitre en la audiencia de 1931, temido por los abogados, parecía decir: “Tu no te escaparás, pícaro; voy a utilizar todo lo que tengo en tu contra, todo esta basura abyecta de tu proceso, para volverte repugnante, para que los jurados te hagan desaparecer para siempre de la sociedad”, él, que usó toda su fuerza y sus conocimientos para pintar el retrato más innoble y más irrecuperable de un joven de veinticuatro años al punto de que los doce incompetentes enchufados del jurado me envíen a la “jaula” perpetuamente, tengo que torturarle, al menos ocho días, antes de acabar con él. Y no es de alucinar! El último a pagar la cuenta debe ser Goldstein, el falso testigo, lo dejo para el final, ya que es el más peligroso para mí. Porque, cuando lo haya matado, analizarán su vida, y los polis, que no siempre son idiotas, verán fácilmente el papel que desempeñó en mi juicio. Y, como deben también saber perfectamente que me he fugado, de ahí a pensar que Papillon está metido en el caso no tardarán mucho tiempo. En ese momento, todo será muy peligroso para mí: hoteles, calles, estaciones, puertos, aeropuertos. Será necesario huir deprisa y con todo el cuidado. A través de la tienda de pieles de su padre, no será difícil localizarlo y seguirlo. Para matarlo, hay varios medios, pero, cualquiera que sea el usado, quiero que él me reconozca antes de morir. Se es posible, haré lo que tantas veces soñé: estrangularlo con mis propias manos, lentamente, diciéndole estas palabras: “A veces los muertos vuelven. Tu no esperabas esto, morir en mis manos! Sin embargo, sales ganando porque morirás en pocos minutos, tu, que me condenaste a pudrirme lentamente toda la vida”. No sé si conseguiré salir de Francia porque después de haber matado a Goldstein el peligro es serio. Casi seguro que van a identificarme. Poco me importa. Aunque tenga que dejar ahí la piel, haré que me paguen la muerte de mi padre. Mi calvario todavía se lo perdonaré. Pero que mi padre haya muerto sin que le pueda decir que su niño está vivo y libre del “camino de la podredumbre”, que haya muerto de vergüenza, escondiéndose quizás de todos sus antiguos amigos, que se haya ido a la tumba sin saber lo que yo soy ahora, eso no, no, no! Nunca les podré perdonar. Durante este largo silencio, en el transcurrir del cual repasé, una vez más, todas las fases del plan para ver si estaba todo en orden, Rita se había sentado a mis pies, con la cabeza apoyada en mis rodillas. Ni una palabra, ni un sonido; se diría que aguantaba la respiración. — Rita, querida, me voy mañana. — No. Ella se levanta, pone las manos en mis hombros, y me mira de frente. Continúa:

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— Tú no debes marcharte, no puedes marcharte. Para mí también hay algo de nuevo. Aproveché el viaje para preparar la llegada de mi hija. Llega de aquí a algunos días. Bien sabes que si no la tenía conmigo era porque necesitaba tener una posición estable para recibirla. Ahora, no sólo tengo eso, sino también un padre para darle, que eres tú. ¿Vas a rehuir tus responsabilidades? ¿Vas a estropear lo que hicimos por amor y con confianza recíproca? Asesinar a aquellos que son responsables de tu infelicidad y quizás de la muerte de tu padre, ¿crees que es realmente lo único para hacer en comparación con todo lo demás? Es la única solución que ves? “Nuestros destinos están unidos para siempre, Henri. Para mí, para esta hija querida que va a llegar y te va a amar. No te pido que perdones, sino que abandones definitivamente la idea de venganza. Ya lo habías decidido. Y ahora la muerte de tu padre te lanza de nuevo al ‘camino'. Pero escúchame bien: si tu padre pudiese hablar, ese maestro de escuela de pueblo recto y bueno que, toda su vida, enseñó a muchos niños que es necesario ser serio, justo, trabajador, caritativo, respetador de las leyes. crees que él aceptaría y podría admitir tus ideas de venganza? No, te diría que ni los polis, ni el falso testigo, ni el fiscal, ni aquellos a quien llamas los enchufados del jurado, ni los guardias de la cárcel tienen un valor tan grande para sacrificarles una mujer que te ama y a quien tu amas, mi hija, que espera encontrar en ti un padre, su hogar bien equilibrado, su vida honesta. “Voy a decirte como veo tu venganza: que nuestra familia sea para todo el mundo el símbolo de la felicidad; que, con tu inteligencia y mi ayuda, consigamos tener una bonita situación, a través medios honestos; que, cuando hablen de ti, las personas de esta tierra digan al unísono: ‘El francés es un hombre recto, honesto, serio, con una sola palabra'. Es así que debe ser tu venganza, y será la más bella: probar a todos que estaban tremendamente equivocados contigo, que te volviste alguien porque conseguiste salir ileso de tu martirio, a pesar del horror de un sistema penitenciario medieval y de la flojera de los hombres. Es la única venganza digna del amor y de la confianza que deposité en ti.” Ella gana la partida. Hablamos durante toda la noche, que fue para mí de un sufrimiento atroz. No puedo dejar de conocer los pormenores del viaje de Rita. Ella está tumbada en un gran sofá, abatida por el doloroso fracaso de este largo viaje y por la lucha que acaba de entablar conmigo. Hago pregunta sobre pregunta, sin parar, sentado en la punta del sofá, inclinado sobre ella y, palabra tras palabra, consigo saber todo lo que me quería esconder. Primero, después de partir de Maracaibo, llena de confianza, hacia el puerto de Caracas, donde debía coger el barco, tuvo el presentimiento de que iba a fallar: parecía que todo se conjugaba para impedirla partir hacia Francia. En el momento de embarcar en el Colombia se da cuenta de que le falta uno de los visados necesarios. Corre contra reloj para ir a conseguirlo a Caracas, por esa carretera peligrosa que conozco tan bien. Con el documento en la cartera, de regreso al puerto, tiene el corazón encogido por el miedo de que el barco se marche antes de su llegada. Estalla una tempestad de una extraordinaria violencia, provocando desmoronamientos. La carretera se vuelve tan peligrosa que el conductor se asusta y vuelve atrás, dejando a Rita a la orilla de la carretera, en la tempestad, en medio de los destrozos. Hace tres kilómetros

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bajo la lluvia y, de milagro, encuentra un taxi que regresaba a Caracas, pero que, ante los desmoronamientos, da media vuelta y se dirige de nuevo al puerto. Y, en el puerto, se oye el aullar de las sirenas de los barcos, que, perdida de angustia, ella imaginaba que eran las que anunciaban la partida del Colombia. Cuando, finalmente, llega al camarote, llorando de alegría, ocurre un incidente a bordo y el barco no puedo partir sino algunas horas más tarde. Todo eso le causó miedo, como si fuesen señales del destino. En adelante, el mar, el Havre, París, Marsella, sin parar. Marsella, donde una amiga la recibe y le presenta a un consejero municipal que, sin pestañear, le da una carta de recomendación calurosa para uno de sus amigos que vive en Ardèche, en Vals-les-Bains, Henri Champel. De nuevo el tren, el automóvil, y sólo en casa de esa pareja, de una gentileza extraordinaria, pudo Rita tomar aliento y organizar sus búsquedas. Aún no había llegado al fin de su sufrimiento. Henri Champel la lleva a Aubenas, en Ardèche, a casa del notario de la familia, el Dr. Testud. Ah, ese Testud! Un burgués sin corazón. Primero, la informa brutalmente de que mi padre murió. Después, sin consultarlo con nadie, por propia iniciativa, le prohíbe ir a ver a la hermana de mi padre y su marido, mis tíos Dumarché, profesores jubilados que viven en Aubenas. Muchos años más tarde, nos recibieron con los brazos abiertos, indignados e irritados, al pensar que no pudieron recibir a Rita y reanudar las relaciones conmigo a causa de este maldito Testud. En relación con mis dos hermanas, lo mismo; se niega a darle su dirección. Aun así, consigue arrancar a esta piedra el nombre del lugar donde mi padre está enterrado, Saint-Péray. Se pone en camino a Saint-Péray. Ahí, Henri Champel y Rita encuentran la tumba de mi padre y conocen otra cosa: que, después de veinte años de viudedad, volvió a casarse con una profesora jubilada, en el tiempo en que yo estaba en la cárcel. Se encuentran con ella. En la familia, la llamaban tía Ju o también tita Ju. Es una mujer admirable, me dice Rita, que había tenido la nobleza de corazón de guardar, intactos y vivos, en el nuevo hogar, el recuerdo y el espíritu de mi mamá. Ella pudo ver, colgadas en el comedor, grandes fotografías de mi madre, que fue mi ídolo y el de mi padre. Pudo igualmente tocar, acariciar los muebles que le habían pertenecido. Esta tía Ju, que entraba tan de repente en mi vida y que yo tenía, a la vez, la sensación de conocer ya, hizo de todo para que Rita sintiese bien la atmósfera que mi padre y ella misma quisieron continuar manteniendo viva: el recuerdo de mi madre y la presencia constante de ese niño desaparecido que, para mi padre, fue siempre Riri. Todos los años, el 16 de noviembre, día de mi cumpleaños, mi padre lloraba. Todas las Navidades dejaban una silla vacía. Cuando los policías vinieron decirle que su hijo se había evadido, los abrazó por haberle traído una noticia tan maravillosa. Porque tía Ju, que no me conocía, me adoptó en su corazón como si fuese su hijo, y, con mi padre, ellos lloraron de alegría con la noticia que, para ellos, era un atisbo de esperanza. Por ello Rita fue tan bien recibida.

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Único fallo: tía Ju no le dio la dirección de mis dos hermanas. ¿Por qué? Sí, ¿por qué razón tía Ju, la mujer de mi padre, no quiso dar esas direcciones? Pensé rápidamente. Sin duda porque no tenía la certeza del modo como sería recibida la noticia de mi reaparición. Si no le dijo a Rita: “Deprisa, vaya a verlas a tal lugar, van a estar locas de alegría al saber que su hermano está vivo, bien instalado y por conocer a su mujer”, es porque había buenas razones. Tía Ju quizás sepa que ni mi hermana Yvonne, ni Hélène, ni mis cuñados estarán satisfechos al recibir la visita de la mujer de su hermano, el preso evadido, condenado por asesinato a cadena perpetua. Y, por ello, no quiso asumir la responsabilidad de perturbar su tranquilidad. Es cierto que están casadas, que tienen hijos y que probablemente estos hijos ni siquiera conocen mi existencia. Ella resolvió tomar precauciones. En realidad no puedo estar seguro, pero pienso que si yo, durante los trece años de cárcel, viví con ellos, ellos, durante esos trece años, lo hicieron todo para olvidarme o para tacharme de su vida diaria. Y mía mujer volvió con un poco de tierra recogida en el cementerio de mi padre y la fotografía de ese cementerio donde, precisamente cuatro meses antes de su llegada, mi padre se acostó definitivamente. Pero aún así pude ver, a través de los ojos de Rita (Champel la llevó por todas partes), la Pont-d'Ucel, de mi infancia. La oí describir la gran escuela primaria donde vivíamos, en el piso que había sobre las aulas. Pude volver a ver el monumento a los muertos, delante de nuestro jardín, y el mismo jardín donde una magnífica mimosa en flor parecía haber conservado la frescura. Era tanto así que esta desconocida, que devoraba con los ojos el jardín, el monumento, la casa, me dice: “Nada o casi nada ha cambiado y me pintaste tantas veces el cuadro del lugar de tu infancia que no fue para mí un descubrimiento, sino un encuentro con sitios que ya conocía”. Muchas veces, por la noche, le pido la Rita que me cuente de nuevo este o aquel momento del viaje. La vida continúa en el hotel como antes. Pero, en el fondo de mí mismo, pasó algo inexplicable. Esta muerte, no la siento como un hombre de cuarenta años, en plena fuerza de la vida, que acaba de conocer la muerte del padre que no ve desde hace veinte años, la siento como un chico de diez años que ha vivido con su padre y que, habiéndole desobedecido y faltado a la escuela, se entera de la muerte de su padre al llegar la casa. La hija de Rita, Clotilde, ha llegado. Tiene quince años cumplidos, pero es tan bajita y menuda que se le echan doce. Sus negras melenas, fuertes y onduladas, le caen sobre los hombros. Sus ojitos negro azabache brillan de inteligencia y curiosidad. Tiene una carita no de jovencita, sino de niña que aún juega de pegador o con las muñecas. La confianza fue inmediata entre nosotros. Se siente que comprende que este hombre que vive con su mamá será su mejor amigo y que la amará y protegerá siempre. Desde su llegada que algo de nuevo me invade: el instinto de protección, el deseo de que ella sea feliz, que me considere, si no como padre, al menos como su más seguro apoyo. Como Rita está aquí nuevamente, voy al mercado más tarde, a las siete, y me llevo a Clotilde; nos vamos asidos de las manos, con la cachorra Minó, que ella lleva por la correa, y Carlitos, que transporta los cestos. Todo es nuevo para ella, quiere verlo todo al mismo tiempo. Cuando

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descubre algo inesperado, lo pregunta todo a gritos. Lo que más la impresiona son los indios, con sus largos trajes coloreados, las caras pintadas, las zapatillas engalanadas con un enorme pon-pon, de lana, de todos los colores. Tener a mi lado un niño que me aprieta la mano con confianza ante un peligro imaginario, una pequeña que se apoya en mi brazo para hacerme sentir bien, que, en medio de este pueblo abigarrado que va, viene, corre, grita en una explosión de vida, se siente bien protegida, todo eso me conmueve profundamente y me trae un sentimiento nuevo: el amor paternal. “Sí, pequeña Clotilde, ve tranquila y con confianza en la vida; puedes tener la certeza de que, hasta el fin, lo haré todo para alejar las espinas de tu camino.” Y volvemos contentos al hotel, siempre con una historia chistosa para contarle a Rita sobre lo que nos ha pasado o sobre lo que vemos.

12.- LOS LAZOS REANUDADOS — VENEZOLANO Sé perfectamente que lo que el lector espera, sobre todo, son las aventuras que personalmente me sucedieron y no la historia de Venezuela. Que me perdone, pues, si me detengo para contar ciertos acontecimientos políticos importantes que se produjeron a la época de mi relato. Lo hago por dos razones. Primero, porque estos tuvieron influencia en el desenrollo de mi vida y en las decisiones que tomé, y después, porque me di cuenta, a lo largo de mis viajes en los varios países donde Papillon ha sido publicado, de que se conoce bastante mal a Venezuela. Para la mayor parte de las personas, Venezuela es un país de América del Sur (la mayoría de ellas no sabe exactamente donde está situada), productor de petróleo, un país explotado por los americanos, como si eso no tuviese importancia, en una palabra, una especie de colonia americana. Eso está lejos de ser exacto. Efectivamente, la influencia de las compañías petrolíferas fue muy importante, pero, poco a poco, los intelectuales venezolanos liberaron casi totalmente a su país de la influencia de la política americana. Actualmente la independencia política de Venezuela es una realidad, como se prueba por los puestos y posiciones que ocupa en las Naciones Unidas y por todas partes. Todos los partidos políticos tienen en común ser muy celosos de la libertad de acción de Venezuela en relación a cualquier país extranjero. Es así que, desde la llegada al poder de Caldera, tenemos relaciones diplomáticas con todos los países del mundo, cualesquiera que sean sus regímenes políticos. Económicamente, es cierto, Venezuela depende de su petróleo, pero consigue venderlo muy caro y se hace pagar por las compañías petrolíferas hasta el ochenta y cinco por ciento de sus beneficios. Venezuela tiene otra cosa además del petróleo, del hierro y de otras materias primas: Venezuela tiene hombres, toda una reserva de hombres cuyo fin es liberar completamente su país de toda presión económica, venga de donde venga. Hombres que empiezan a probar, y probarán cada vez más, que en

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Venezuela puede instalarse, ser respetada, subsistir, una democracia digna como cualquier otra. En las universidades, verdaderos centros de cultura de ideas políticas, los jóvenes sólo sueñan con justicia social, con la transformación radical de su país. Tienen fe, seguros de llegar ahí sin suprimir los principios propios de la verdadera libertad y de conducir a la felicidad a todo su pueblo, sin caer en una dictadura de extrema derecha o de extrema izquierda. Claro que eso no sucede sin manifestaciones de violencia, que las agencias de información divulgan a todo el mundo, olvidándose pura y llanamente de citar la verdadera causa, que es la sed de justicia social y de libertad. Tengo confianza en la juventud de este país, que contribuirá para hacerla una nación digna de ser dada como ejemplo, tanto por su régimen de verdadera democracia, como por su economía, pues no hay que olvidar que sus enormes reservas en materias primas serán, en un futuro próximo, completamente industrializadas. Ese día, Venezuela habrá ganado una gran batalla. Pero además de las posibilidades de industrialización sin límites, o casi, de sus riquezas en materias primas, Venezuela es el país ideal para el turismo tal como debe desarrollarse en el futuro. Todo está a su favor; sus playas de arena de coral sombreadas de cocoteros, su sol, que supera al de cualquier otro país, su pesca, bajo todas las formas, en un agua siempre a una buena temperatura, sus aeropuertos, donde los más grandes aviones pueden aterrizar, una vida más barata que en cualquier lugar, islas en profusión, una población gentil, hospitalaria, sin ningún problema de segregación racial. Una hora de vuelo desde Caracas y encontramos a los indios, las aldeas lacustres de Maracaibo, los Andes y sus nieves eternas. Dentro de pronto, Venezuela podrá acoger cantidades importantes de turistas que, en ningún momento lamentarán haber venido a visitarla, tantas son las posibilidades diferentes que este país ofrece. Porque, si su pueblo se politiza, es en relación a sus problemas internos. Es bastante equilibrado para juzgar a los extranjeros en función del régimen político del país de donde vienen. Siempre soñé que, a través de los grandes sindicatos, se diese a las familias la facilidad de que se reúnan durante las vacaciones, no en los enormes hoteles, sino en bungalows, donde tuviesen la posibilidad de vivir, comer, vestir según sus horas y como les venga en gana. Los aviones van más deprisa, los vuelos charter permiten disminuir enormemente el precio de los transportes. Entonces por qué los grandes sindicatos del mundo no poseen conjuntos bien concebidos de pequeñas casas donde sus miembros puedan gozar, a precios desafiando la competencia, una naturaleza y un clima privilegiados? En una palabra, se puede decir que Venezuela tiene de tal manera recursos que sólo esperan ser industrializados que no hay necesidad de una política especial, sino de un buen contable rodeado de un equipo activo, que, con la cantidad de divisas que les da el petróleo, construyan fábricas para explorar sus riquezas y ampliar el mercado del trabajo para todos los que tengan necesidad de él y lo deseen. Es necesario que una revolución se haga desde arriba hacia abajo. Tendrá resultados mucho más positivos que aquella, inevitable, que vendrá de abajo si la juventud, alimentada por las ideas nuevas, no tiene conciencia de una

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profunda modificación del sistema actual. Personalmente estoy convencido de que Venezuela ganará tal batalla, y así esta nación, que tiene todo lo necesario para ser feliz y próspera, dará al más humilde de sus ciudadanos un elevado nivel de vida y seguridad. 1951... Al llegar esta fecha tengo la impresión de que no hay, entonces, nada más que contar. Se cuentan las historias de tempestades, de correrías; pero cuando el agua está calma, tranquila, es preferible cerrar los ojos y reposar, sin nada que decir, en esas aguas claras y pacíficas. Pero las lluvias vuelven a caer, los regatos se llenan, las aguas pacíficas se agitan, un remolino nos coge y, aunque uno soñase vivir en paz, apartado de todo, los acontecimientos exteriores actúan tan fuertemente sobre nuestra vida que nos obligan a reentrar en la corriente y a evitar los escollos, a vencer los rápidos, con la esperanza de llegar, al fin, a un puerto tranquilo. Después del asesinato misterioso de Chalbaud, a finales de 1950, Perez Jimenez toma el poder, aunque se esconde tras el presidente de una junta títere, Flamerich. Empieza la dictadura. Primera manifestación: supresión de la libertad de expresión. La prensa y lo radio son sofocadas. La oposición se organiza en la clandestinidad y la terrible Seguridad Nacional, la policía política, entra en acción. Comunistas y adecos (miembros de la Acción Democrática, el partido de Betancourt) son perseguidos. Varias veces los escondemos en el Vera Cruz. Nunca cerramos la puerta ni pedimos la identidad sea a quien fuere. Pago mi tributo con alegría a estos hombres de Betancourt, cuyo régimen me liberó y me dio asilo. Actuando así, nos arriesgamos a perderlo todo, pero Rita comprende que no tenemos derecho a proceder de otro modo. Por otro lado, el hotel se volvió un poco el refugio de franceses en dificultad, de aquellos que llegaron a Venezuela con pocos recursos y no saben adónde ir. Junto a nosotros, pueden comer y dormir sin pagar mientras buscan trabajo. Hasta tal punto que en Maracaibo me llaman el cónsul de los franceses. Entre ellos, Georges Arnaud, que durmió, comió, se vistió y se proveyó de los medios necesarios para pasar a Colombia, y que, en el libro Sueldo del miedo, contará, más tarde, historias que yo le narraba; para agradecérnoslo, nos denigrará gratuitamente en un de sus últimos libros. Pero durante estos años me ocurrió un gran acontecimiento, casi tan importante como el reencuentro con Rita: reanudo las relaciones con mi familia. En efecto, desde que Rita se marchó, tía Ju escribe a mis dos hermanas. Y todas ellas, mis hermanas, y tía Ju, me escriben. Han pasado veinte años, el gran silencio termina. Tiemblo al abrir la primera carta. ¿Que contendrá? No soy capaz de leerla. Me repudian para siempre o, por el contrario... Victoria! Estas cartas son un grito de alegría de saberme vivo, en una situación honesta, casado con una mujer de quien tía Ju dijo todo lo bueno que entendió. Descubro a mis hermanas, y también descubro a sus familias, que se vuelven mi familia. Mi hermana mayor tiene cuatro hijos, tres chicas y un chaval.: Su marido me escribe él mismo, diciéndome que ha conservado su afición intacta y que está felicísimo de saberme libre y bien en la vida. Y fotografías y más fotografías, páginas y más páginas de recuerdos, y el relato de su vida, de la guerra, lo que

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han tenido que hacer para poder educar los hijos. Cada palabra es leída, pesada, analizada, para comprenderla bien, para apreciarle todo el encanto. Y como del fondo de los tiempos, después del gran agujero negro de las cárceles y de la reclusión, mi infancia se muestra: Mi apreciado Riri..., me escribe mi hermana. Riri... Estoy viendo a mi madre llamándome con su bella sonrisa. Le parece que en una fotografía que le envié soy el retrato de mi padre. Mi hermana está convencida de que, si me parezco a él físicamente, me debo parecer moralmente. Su marido y ella no tienen miedo de que yo reaparezca. La policía supo del viaje de Rita a Ardèche y fueron a verlos para pedirles noticias de mí, y mi cuñado les respondió: “Es verdad que tuvimos noticias de él. Está bien y es muy feliz, gracias”. Mi otra hermana está en París, casada con un abogado corso. Tienen dos hijos y una hija, una buena situación. El mismo grito: “Estás libre, eres amado, tienes un hogar, una buena situación, vives como todo el mundo. Bravo, querido hermano! Mis hijos, mi marido y yo damos gracias a Dios por haberte ayudado a salir vencedor de esta horrible condena a dónde te habían lanzado”. Mi hermana mayor propone recibir a nuestra hija en su casa para que prosiga ahí sus estudios. Está acordado, irá. Pero lo que más me impresiona es que ninguno de ellos parece avergonzarse de tener un hermano antiguo forzado evadido de la cárcel. Para completar esta lluvia de extraordinarias noticias, a través de un médico francés instalado en Maracaibo, Roësberg, consigo saber la dirección de mi amigo Dr. Guibert Germain, antiguo médico de la prisión, que, en la isla de Royale, me trató como a un miembro más de su familia, me recibía en su casa, me protegía de mis faltas y no dejaba, juntamente con su mujer, de darme confianza en mi valor de hombre. Fue gracias a él que el aislamiento completo de la Reclusión de San José fue abolido y gracias también a él que yo pude ir a la isla del Diablo para evadirme. Le escribo y, un día, tengo la gran felicidad de recibir esta carta: Lyon, 21 de febrero de 1952. Mi apreciado Papillon, estamos muy contentos de tener noticias tuyas al fin. Desde hace tiempo ponía en duda que hubieses buscado ponerte en contacto conmigo. Durante mi estancia en Djibouti, mi madre me dijo que había recibido una carta de Venezuela, sin sin embargo poder decirme exactamente de quien era. En fin, últimamente, ella me hizo llegar tu carta por la Sra. Roësberg. Así, después de algunas atribulaciones, conseguimos encontrarte. Desde septiembre de 1945, fecha en que dejé la isla de Royale, han pasado muchas cosas. (...) En fin, en octubre de 1951, recibí mi nombramiento para Indochina, hacia dónde debo partir de un momento a otro, quiero decir, el próximo día 6 de marzo, y durante dos años. Esta vez voy solo. Quizás después, allá, según el destino que den, pueda hacer las diligencias necesarias para que mi mujer vaya a reunirse conmigo. En fin, desde de la última vez que estuvimos juntos he recorrido tantos kilómetros! De todo ese pasado conservo algunos buenos

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recuerdos, y desgraciadamente no he conseguido encontrar a ninguno de aquellos a los que me gustaba recibir en nuestra casa. Tuve noticias, además durante muy poco tiempo, de mi cocinero (Ruche), que se había instalado en Saint-Laurent; después, tras mi partida hacia Djibouti, nunca más he sabido de él. Sea como sea, estamos muy contentos de saber que eres feliz, con buena salud y por último confortablemente instalado. La vida es muy rara, pero, en fin, me acuerdo de que nunca desesperaste y de que tenías buenas razones para eso. Nos ha gustado mucho la fotografía que te has hecho al lado de tu mujer y por ella tenemos la prueba de tu éxito. Quizás un día tengamos la posibilidad de ir a hacerte una visita, quien sabe! Los acontecimientos nos sobrepasan. Por la fotografía pudimos ver que has tenido buen gusto, tu mujer tiene un aire encantador y el hotel parece muy agradable. Mi apreciado Papillon, me disculparás que te trate por el apodo, pero él nos despierta tantos recuerdos! (. ..) He aquí, amigo, un poco de nuestra vida. Puedes estar seguro de que tenemos muchas ocasiones de hablar de ti y siempre nos acordamos de aquel famoso día en que el Mandolin (12) metió la nariz dónde no era llamado. Mi apreciado Papillon, te adjunto una fotografía donde estamos los dos, sacada en Marsella, hace cerca de dos años, en la Canebière. Me despido con añoranza esperando tener noticias tuyas de tanto en tanto. Mi mujer y yo le deseamos a tu mujer nuestra mejor amistad y para ti nuestros mejores saludos. A. Guibert-Germain. Y, más abajo, cuatro líneas de la Sra. Guibert-Germain: Mis mejores saludos por tu éxito y para ambos mis deseos de un Feliz Año Nuevo. Mi mejor recuerdo para mi “protegido”. M. Guibert-Germain. La Sra. Guibert-Germain no irá con su marido a Indochina. Él murió en 1950 y yo nunca más veré a ese médico lleno de modestia que habrá sido uno de los raros hombres, con el Mayor Péan, del Ejército de la Salvación, y unos pocos otros, con el coraje de defender ideas humanas en favor de los presos y, en cuanto a él, a llegar a ciertos resultados en el ejercicio de las sus funciones. No hay palabras bastantes para decir el respeto que se debe a las personas como él y a una mujer como la suya. Contra todos, y poniendo en peligro su carrera, él decía que un hombre permanece hombre y que no está irremediablemente perdido, aunque haya cometido un grave delito. Hay también las cartas de tía Ju. No son las de una madrastra que nunca nos conoció, sino verdaderas cartas de una madre, con palabras que sólo un corazón de madre puede encontrar. Cartas en que ella me habla de la vida de mi padre hasta su muerte, de ese profesor primario respetador de las leyes y de los magistrados y que decía, a pesar de todo: “Mi chico era inocente, lo sé 12

En Papillon, Bruet, el vigilante que descubrió la balsa escondida en una tumba. (N. del T.)

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bien, pero esos pícaros le condenaron! ¿Donde podrá estar ahora que se ha evadido? ¿Estará muerto o vivo?” Cada vez que los de la Resistencia de Ardèche obtenían éxito en una operación contra el invasor, él decía: “Si Henri estuviese aquí, seguro que iría junto a ellos”. Seguían meses de silencio durante los cuales él no pronunciaba el nombre de su hijo. Se podía decir que ponía su ternura por mí sobre la de sus nietos, que ella mimaba como pocos abuelos lo hacen, con una paciencia inagotable. Devoro todo eso como un esfomeado. Todas esas preciosas cartas donde se reanudan los lazos rotos desde hace tantos años con mi familia, nosotros las leíamos y releíamos, Rita y yo, y la conservamos como verdaderas reliquias. Debo agradecer a Dios el hecho de que todos los míos, sin excepción, tengan tanto amor por mí y coraje para, a pesar de su condición burguesa, se rían de lo que otros puedan pensar y me digan de su alegría de saberme vivo, libre y feliz, En verdad que hay coraje, pues la sociedad es dura y no perdona fácilmente a una familia por tener a un delincuente entre sus miembros. Hubo también personas lo bastante innobles para decir: “Oh, toda esa familia es igual, de la misma raza del forzado”. 1953, vendemos el hotel. Con el tiempo, el calor aplastante de Maracaibo nos fatiga mucho y, como sea, Rita y yo tenemos en común que nos gusta la aventura y no pensamos en acabar nuestros días aquí. Tanto más que estoy oyendo hablar de un gran desarrollo en la Guayana venezolana, donde ha sido descubierta una montaña de hierro casi puro. Está en el otro extremo del país, por lo tanto a camino de Caracas, donde haremos escala y examinaremos la situación. Con mi enorme De Sotto verde, cargado de equipaje, partimos una bella mañana, dejando tras de nosotros cinco años de felicidad tranquila y a nuestros numerosos amigos maracuchos y extranjeros. Y redescubro Caracas. Pero ¿es de verdad Caracas? Veamos, ¿no nos habremos engañado de ciudad? Este execrable Pérez Jiménez, al final de la interinidad de Flamerich, se hizo nombrar presidente de la República, pero, sin embargo, decidió hacer de Caracas, ciudad colonial, una verdadera capital ultramoderna. Todo eso durante una época de violencia y crueldad sin discriminación, tanto del lado gubernamental como del lado de la oposición clandestina. Es así que Caldera, actual presidente de la República desde 1970, escapa a un horrible atentado: una bomba de extraordinaria potencia es lanzada en la habitación donde dormía con su mujer y un hijo. De verdadero milagro ninguno de ellos murió y, con una sangre fría extraordinaria, sin gritos, sin pánico, él y su mujer se limitaron a rezar para agradecerle a Dios haberles salvado la vida. Eso pasó en 1951 y subrayo que él era ya social-cristiano y se volvió en tal en razón de este milagro. Pero, a pesar de todas las dificultades encontradas durante su dictadura, Pérez Jiménez transformó totalmente Caracas y muchas otras cosas. La vieja carretera que baja de Caracas hacia el aeropuerto de Maiquetia y hacia el puerto de Guaíra sigue siendo la misma, pero Pérez Jiménez hizo

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construir una magnífica autopista, notable técnicamente, que permite conectar la ciudad al mar en menos de un cuarto de hora, mientras que antes eran necesarias dos horas por la antigua carretera. En el barrio del Silencio, obra de Medina, hizo erguir inmensos inmuebles tan grandes como en Nueva York. Abre en pleno centro de la ciudad una autopista extraordinaria, de tres carriles, que la atraviesa de punta a punta. Sin hablar de la mejora de la red de carreteras, de la construcción de conjuntos urbanos y otras transformaciones. Es una verdadera danza de millones de dólares, y una poderosa energía despertada de este país adormecido desde hace siglos. Los otros países lo miran de diversas maneras y afluyen capitales extranjeros, a la vez que expertos de todo género. La vida se transforma, la inmigración se abre a esta sangre nueva, más adaptada a la vida moderna, volviendo positivo el nuevo ritmo de vida que el país tiene. El único error, en mi opinión muy grande, fue el de no aprovechar o aprovechar muy poco, en esta época, la presencia de técnicos extranjeros para dar una formación técnica a miles de jóvenes que habrían adquirido así una profesión o una especialización. Aprovecho nuestra escala en Caracas para reanudar contacto con amigos y para saber qué ha sido de Picolino. Durante estos pasados años, mandé regularmente a personas a visitarlo y llevarle algún dinero. Un amigo que encontré le entregó de mi parte, en 1952, una pequeña suma que me había mandado pedir para instalarse en Guaíra, cerca del puerto. Muchas veces le ofrecí venir a vivir con nosotros en Maracaibo, pero todas las veces me decía que sólo en Caracas había médicos. Parecía que había recuperado más o menos el uso del habla y que su brazo derecho también funcionaba mejor. Ahora nadie sabe lo que le ha pasado. Le vieron pasearse por el puerto de Guaíra y después desapareció completamente. Quizás tomó un barco para Francia. No he sabido nada más de él, y siento pena de no haber hecho nada, antes del viaje Caracas, a fin de convencerle de ir a Maracaibo. La situación es clara: si no encontramos lo de que necesitamos en la Guayana venezolana — donde hay el famoso incremento de hierro y donde un general arquitecto, el General Ravard, acaba de desbravar el explosivo bosque virgen y sus inmensos cursos de agua, para probar que, a pesar de su fuerza ilimitada, pueden ser dominados —, volveremos para instalarnos en Caracas. En el De Sotto lleno de maletas, Rita y yo marchamos hacia la capital de este Estado, Ciudad Bolívar, situada a la orilla del Orinoco. Han pasado más ocho años cuando vuelvo a encontrar esta ciudad provincial repleta de encanto, donde las personas son gentiles y acogedoras. Después de una noche en el hotel, justo nos habíamos instalado en una explanada para tomar un café cuando un hombre se para frente a nosotros. Grande, seco, quemado por el sol, un pequeño sombrero de paja en la cabeza, aparentando cincuenta años, guiña los ojitos que casi desaparecen por entre la rendija de los párpados. — O yo estoy loco, o tu eres un francés que se llama Papillon — me dice. — Deberías ser más discreto, viejo. ¿Y si la señora que está conmigo no lo supiese?

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— Disculpa. Me he sorprendido tanto que ni me he dado cuenta de que estaba diciendo una estupidez. — No hablemos más de eso y siéntate aquí con nosotros. Se trata de un viejo amigo, Marcel B. Hablamos. Está completamente perplejo de verme en tan buena forma y cree que he alcanzado una buena situación. Le digo que tuve sobre todo mucha suerte, porque, en cuanto a él, no necesita decirme que falló, pues su traje habla por él. Le invito a almorzar. Después de algunos sorbos de vino chileno dice: — Pues, mi señora, tal como me ve aquí yo era un sujeto fuerte y destemido en mi juventud. Sepa que después de mi primera huida de la cárcel llegué hasta Canadá y me alisté nada más ni nada menos que en la Policía Montada canadiense! Debo decir que soy un viejo acorazado. Podría haberme quedado allí el resto de la vida, pero un día estaba borracho, empecé a pelear y mi adversario cayó sobre mi cuchillo. Es como le digo, Sra. Papillon! Ese canadiense cayó sobre mi cuchillo. “No me cree, ¿no es así? Pues bien, como yo sabía que la policía canadiense tampoco me creería, me evadí sin una palabra y, después de haber pasado por Estados Unidos, llegué a París. Denunciado seguramente por un imbécil cualquiera, fui apresado y de nuevo enviado al presidio, donde conocí a su marido. Éramos dos buenos amigos.” — ¿Y que haces ahora, Marcel? — Tengo una plantación de tomates en Morichales. — ¿Y como va eso? — No va gran cosa. A veces un grupo de nubes no deja que el sol salga abiertamente. La gente sabe que él está allá, pero no lo ve. Sólo lanza rayos invisibles que matan a los tomates en pocas horas. — ¿Y por qué? — Misterios de la naturaleza, viejo. La causa la ignoro, pero el resultado sí lo conozco. — ¿Sois muchos, los antiguos forzados, aquí? — Una veintena. — ¿Felices? — Más o menos. — ¿Necesitas alguna cosa? — Papi, palabra que sin tu oferta yo no te pediría nada. Pero veo que tu situación no es mala y, discúlpeme señora, voy a pedirte algo muy importante. Pienso rápidamente: “Mientras no se trate de una cosa muy cara!” — — — — — — — —

¿Que necesitas? Dilo, Marcel. Unos pantalones, un par de zapatos, una camisa y una corbata. Anda, sube al coche. ¿Es tuyo esto? So pícaro, estás teniendo suerte! Sí, mucha suerte. ¿Cuando te vas? Esta tarde. Es una pena, porque si no podrías llevar a los novios en tu cochazo.

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¿Que novios? Es verdad, no te dije que el traje era para ir a la boda de un antiguo forzado. ¿Lo conozco? No lo sé. Se llama Maturette. ¿Qué dices? ¿Maturette? Pues si. ¿Que tiene eso de especial? ¿Se trata de algún enemigo? Todo lo contrario, se trata de un gran amigo, no me voy.

Maturette! El pequeño pederasta a quien no sólo le facilitamos la evasión del hospital de Saint-Laurent-du-Maroni, sino que había hecho con nosotros dos mil kilómetros en una barca en pleno océano. No se habla más de marchar. Al día siguiente asistimos a la boda de Maturette con una gentil chavala color de café con leche. No pude hacer menos que pagar la cuenta y vestir a los tres hijos que ellos habían tenido antes de presentarse ante el cura. Fue una de las raras veces que lamenté no haber sido bautizado, pues eso me impidió de servirle de padrino. Maturette vive en un barrio pobre donde el De Sotto causa sensación, pero posee, a pesar de todo, una pequeña casa de ladrillo, limpia, con cocina, ducha y comedor. No me cuenta su segunda huida y yo no le cuento la mía. Una única alusión al pasado: — Con un poco más de suerte, podríamos haber sido libres diez años antes. — Sí, pero nuestros destinos habrían sido diferentes. Soy feliz, Maturette, y me parece que tu también tienes un aire feliz. Con un nudo en la garganta nos despedimos. Y mientras seguimos viaje hacia Ciudad Piar, la ciudad que se yergue al lado del yacimiento de hierro que se apresuran a explorar, le hablo a Rita de Maturette, de los extraordinarios giros y situaciones de la vida. Con él escapé veinte veces de morir en el mar, lo arriesgamos todo, fuimos apresados, reconducidos a la cárcel, y cogió como yo dos años de Reclusión. Y ahora que estamos en camino de una nueva aventura, por una extraordinaria coincidencia no sólo le encuentro, sino que además en víspera de su boda, creyéndose en una situación, que, aunque modesta, feliz. Y nos viene simultáneamente este mismo pensamiento: “El pasado no quiere decir nada, sólo cuenta aquello en que nos volvemos”. En Ciudad Piar no encontramos nada que nos convenga y regresamos a Caracas, para adquirir ahí un negocio próspero. Rápidamente encontramos uno que corresponde simultáneamente a nuestras capacidades y posibilidades financieras. Se trata de un restaurante cuyos propietarios pretenden cambiarse, y que nos conviene perfectamente, Aragón, al borde de un lugar muy bello, el Parque Cardobo. No fue fácil al principio, pues los anteriores propietarios habían venido de las islas Canarias y fue necesario reformarlo todo. Hicimos nuevas cartas de restaurante, mitad en francés, mitad en venezolano, y nuestra clientela aumenta día a día. De entre ella, muchos profesionales liberales: médicos, dentistas, ingenieros químicos, abogados. Y también industriales. Y en este buen ambiente los meses pasan sin historia.

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Son las nueve de la mañana, un lunes, exactamente el día 6 de junio de 1956, cuando nos llega una noticia extraordinaria: el Ministerio de Interior me notifica que mi pedido de naturalización es aceptado. Hoy, es un gran día, es la recompensa de más de diez años pasados en Venezuela, sin que las autoridades hayan creído censurable nada de lo hecho en mi vida de futuro ciudadano. Estamos a 5 de julio de 1956, día de la fiesta nacional. Voy a jurar fidelidad a la bandera de mi nueva patria, aquella que me aceptó, conociendo mi pasado. Somos trescientos delante de la bandera. Rita y Clotilde están sentadas entre el público. Es difícil decir lo que siento, de tal modo las ideas se embarullan en mi cabeza, de tal modo todo eso se agita dentro de mi pecho. Pienso en lo que me dio este pueblo venezolano: ayuda material y moral sin hablarme de mi pasado ni una sola vez. Pienso en aquella leyenda de los ianomanos, indios que viven en la frontera con Brasil, según la cuál se consideran hijos de Peribo, un gran guerrero que, creyéndose en peligro de ser alcanzado por las flechas enemigas, saltó tan alto para escapar de la muerte que subió por los aires, siendo alcanzado por numerosas flechas. Iba subiendo siempre y de las heridas caían gotas de sangre que, al tocar el suelo, se transformaban en ianomanos. Es verdad, pienso en esta leyenda y me pregunto a mí mismo si Simón Bolívar, el libertador de la Venezuela, no habrá él también sembrado su sangre sobre este país para dar origen a una raza de hombres generosos, humanos, legándoles lo mejor de sí mismo. Suena el himno nacional. Todo el mundo está en pie. Miro fijamente la bandera estrellada que sube por el mástil y las lágrimas me resbalan por la cara. A grito pelado, junto a los otros, yo, que no había pensado nunca más cantar un himno nacional en mi vida, entono las palabras del himno de mi nueva patria: “Abajo cadenas...” (Abajo los grilletes.) Es verdad, es hoy y para siempre que siento verdaderamente caer las esposas a las que me amarraron. Para siempre. — Juren fidelidad a esta bandera que es suya ahora. Solemnemente, los trescientos, la juramos, pero estoy seguro de que, entre todos, el que lo hace con más sinceridad soy yo, Papillon, aquel a quien la madre patria condenó peor que a la muerte por una falta que no había cometido. Sí, si Francia es mi tierra, Venezuela es mi cielo.

13.- VEINTISETE AÑOS DESPUÉS— MI INFANCIA Los acontecimientos se precipitan rápidamente. Siendo venezolano, puedo tener un pasaporte y lo obtengo con facilidad. Tiemblo de emoción cuando me lo entregan. Y sigo temblando cuando lo voy a buscar a la Embajada de España con un visado de tres meses. Y aún tiemblo cuando me lo sellan en el embarque a bordo del Napoli, una bella embarcación que nos conduce, a Rita y la mí, a Barcelona, camino de Europa. Tiemblo al recibirlo de las manos del

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guardia civil, en España, sellado con el visado de entrada. Este pasaporte, que me ha vuelto de nuevo ciudadano de un país, es uno tesoro de tal magnitud que Rita puso una cremallera en cada bolsillo interior de mi chaqueta, para que no lo pueda perder de ninguna manera. Todo es bello en este viaje, tanto el mar cuando está embravecido, como la lluvia cuando fustiga el puente, como el vigilante, un tipo con cara de pocos amigos, que a duras penas me deja bajar a la bodega, para asegurarme si el gran Lincoln que compramos está bien amarrado. Todo es bello ya que Rita y yo tenemos el corazón en fiesta. Ya sea en el comedor, en el bar, en el salón, haya o no gente a nuestro alrededor, nuestros ojos se buscan para poder hablar sin que nadie nos entienda. Porque vamos a España, junto a la frontera francesa, durante años y años no creí realizable esta posibilidad. Y mis ojos le dicen a Rita: — Gracias, querida. Gracias a ti voy de nuevo encontrar a los míos. Y lo hago de tu mano. Y sus ojos me responden: — Te lo prometí. Un día, si quieres y cuando quieras, si tienes confianza en mí, podrías ir a besar a los tuyos sin nada que temer. En verdad, este viaje preparado a la ligera está destinado a encontrarme con mi familia, en suelo español, al abrigo de la policía francesa. Hace veintiséis años que no les veo. Todos acordaron en venir a estar con nosotros. Pasaremos un mes juntos, serán mis invitados. Su mes de vacaciones es agosto. Los días van corriendo y, a veces, voy algunos ratos a la parte delantera, al puente, como si esa zona del barco estuviese más cerca de nuestro fin. Pasamos Gibraltar y volvemos a perder la tierra de vista. Nos estamos aproximando. Confortablemente instalado en una tumbona, en el puente del Napoli, las piernas extendidas sobre esta especie de meialua de madera blanca que prolonga la silla, mis ojos buscan ávidamente el horizonte, donde va a aparecer, de un momento a otro, tierra europea. Tierra de España, junto a la tierra francesa. 1930-1956: veintiséis años. Tenía veinticuatro, hoy tengo cincuenta. Toda una vida. Hay personas que mueren antes de llegar a esta edad. El corazón me golpea fuertemente, cuando, sin cualquier posibilidad de error, diviso la costa. El barco navega rápidamente, rasga el agua en un enorme V cuya base va aumentando de tal manera que poco a poco desaparece y se confunde con el mar. Cuando dejé Francia a bordo de La Martinière, el barco maldito, una cárcel precoz, que nos condujo a la Guayana, ahí, mientras el barco se alejaba de costa, no podía ver la tierra, mi tierra, alejarse poco a poco de mí para siempre (así lo creía entonces), porque íbamos metidos en jaulas de hierro, en el fondo de las bodegas. Y hoy, en mi chaqueta de yachtman, bien protegido con la cremallera puesta por Rita, se encuentra mi nuevo pasaporte, el de mi nueva patria, de mi otra identidad: “Venezolano. ¿Venezolano? ¿Tu, un francés hijo de franceses, más

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que eso, de profesores de primaria, y de Ardèche además? Pero vaya allá, a pesar de todo!” En esta tierra de Europa que se aproxima tan deprisa que ya se definen nítidamente los contornos, en esta tierra reposa mi madre, reposa mi padre, ambos muertos, y vive el resto de mi familia. ¿Mi madre? Una madre, un hada, una comunión tan grande entre ella y yo que no formábamos más que un único ser. Tenía cinco años, quizás, cuando mi abuelo Thierry me compró un bonito caballo mecánico. Bonito, magnífico, mi garanhão. Color castaño claro, casi blanco. Y que crines! Negras, de crin natural, siempre caídas sobre el lado derecho. Pedaleo con tanta fuerza que, en terreno plano la empleada se ve obligada a correr para seguirme. Después me da un empujón en la pequeña ladera a la que llamo “la costanera” para, tras una extensión más plana, llegar al jardín de infancia. La Sra. Bonnot, la directora, amiga de mamá, me recibe delante de la escuela, me acaricia los largos cabellos rizados que me caen sobre los hombros, como los de una niña, y le dice al portero, Louis: — Abra la puerta de par en par para que Riri entre en la escuela sobre de su gran caballo. Altivo como D'Artagnan, pedaleando con toda la fuerza entro a toda velocidad en el patio de la escuela. Doy, primero, una gran vuelta de honor, después bajo con calma de la montura y la conduzco de la mano, con miedo de que empiece a girar y se me escape. Le doy un beso a la empleada, Thérèse, que me lleva la merienda, y a la Sra. Bonnot. Todos mis pequeños camaradas, niños y niñas, vienen admirar y acariciar esta maravilla, el único caballo mecánico que existe en los dos pequeños pueblos de Pont d'Ucel y Pont d'Aubenas. Me cuesta un poco hacer lo que mi madre me pide todos los días antes de partir: prestárselo a todos, a uno cada vez, pero lo hago a pesar de todo. Cuando toca la campanilla, Louis, el portero, coloca el caballo debajo del porche y, una vez en fila, entramos en la clase cantando No iremos más al bosque. Sé que con mi manera de contar las cosas haré sonreír a algunos, pero hay que comprender que, cuando narro mi infancia, no es el hombre de sesenta y cinco años escribiendo para salones mundanos; es el niño, es el Riri de Pont-d'Ucel que cuenta de esa manera una infancia que se grabó tan profundamente en él que escribe con las palabras que entonces empleaba, con las palabras que entonces oía. Y, así, mi madre era mi “hada”, mis hermanas, “manas”, yo su “tío”, y mi padre nunca fue otra que “papá”. Mi infancia... Un jardín donde crecían las grosellas que mis hermanas y yo comíamos todavía verdes; las peras que estaba prohibido cogerlas antes de que papá diera su permiso; pero, como el peral era bajo, yo trepaba como un indio, para que nadie me pudiese ver desde las ventanas de la casa (que quedaban en el primer piso), y comía montones de peras que me provocaban cólicos. Yo ya tenía ocho años y muchas veces todavía me adormecía en las rodillas de papá o en el regazo de mamá. No me daba cuenta de cuando me desnudaban o cuando las manos finas de mamá me ponían el pijama. A veces,

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cuando ella se aproximaba a mi pequeña cama, yo me despertaba un poco, ponía el brazo por detrás de su cuello, y la apretaba contra mí. Nuestras respiraciones se confundían, durante mucho, mucho tiempo, y entonces me dormía, al fin, sin darme cuenta del momento en que ella se retiraba. Yo era el más mimado de los tres: es natural, yo era el joven, el futuro heredero del nombre. Ellas, las manas, eran, sin embargo, más mayores que yo, mucho más. La mayor tiene ya once años y la más joven, diez. Siendo justos, el rey soy yo, ¿no es verdad, mamá? Ellas son las princesas. Qué bonita es mamá, esbelta, siempre elegante! ¿Para que describirla? Es la más bella de las mamás, la más distinta, la más dulce. Vena-si como ella toca piano, mientras que yo, arrodillado en una silla detrás de su banco, le tapo los ojos con mis manitas. ¿No es maravilloso tener una madre que toca piano sin ver la canción ni las teclas? De hecho, ella no estaba destinada a ser profesora. Mi abuelo era muy rico y mamá no estudió en la escuela oficial. Ella y tía Léontine frecuentaron las escuelas más caras y más selectas de Aviñón, como todas las hijas de la buena burguesía! Y no es culpa de mi mamá si a mi abuelo le gustaba la gran vida, montándose en un carruaje con dos espléndidos caballos pedreses o en un tonneau (13) de teca, sí, de teca, para ir al campo tirado por un magnífico caballo negro. Y mi linda mamá, que no habría tenido nunca necesidad de trabajar, con la bonita dote que la esperaba, que podría haber hecho una buena boda, he aquí que un día se ve en la obligación de ser una simple profesora de primaria. Pobre mamá, que, por el hecho de que su padre, aunque persona muy gentil, haber llevado una vida a lo grande (nadie lo diría al verlo), pasando por gran señor en Aviñón y teniendo encuentros frecuentes con bellas campesinas en sus paseos en el campo, se vio sin ninguna dote y obligada a trabajar! Todo eso, por supuesto, lo cojo yo al vuelo cuando las personas mayores hablan sin fijarse en la presencia de un niño, particularmente tía Ontine (tía Léontine), que acogió a mi abuelo en su casa, en Fabras. De hecho, tanto mamá como su hermana, habrían podido salvar algo si mi abuelo no hubiese tenido la idea loca de hacer jardines colgantes sobre los techos de sus casas de Sorgue. “Creía que estaba en Babilonia!”, decía tía Ontine. Mamá, dulcemente, rectificaba: “Si debemos ser justos, esos jardines sobre los techos eran espléndidos”. Lo único en contra es que, a causa de estos “espléndidos” jardines, las casas se habían empezado a rajar, al punto de que sus cuatro paredes hubieron de ser reforzadas con gruesos barrotes de hierro en X. Resultado: bellas casas vendidas a un precio ridículo. Mi abuelo era formidable. Tenía un cavanhaque y un bigote color de nieve, como Raymond Poincaré. De su mano voy con él, por la mañana, de finca en finca. Como es secretario de la Cámara de Fabras, a dónde voy siempre en las vacaciones (“Por lo menos que gane para los cigarrillos”, decía tía Léontine), tiene siempre papeleo de los campesinos para llevar o traer. Noto que mi tía tiene razón cuando dice que se para durante más tiempo en determinada finca donde la habitante es guapa. Pero él me explica que la belleza de la propietaria de la finca donde nos demoramos más tiempo no tiene nada que ver con el 13

Pequeño carruaje de dos ruedas. (N. del T.)

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caso. Solamente le agrada hablar con ella porque es amable y buena conversadora. A mí me conviene, pues es la única finca donde me dejan montar el burrito de la casa y donde puedo estar con Mireille, que es de mi edad y que sabe jugar a papás y mamás mucho mejor que mi vecina de Pontd'Ucel. — Que felices somos — dice mamá. — Felizmente tu abuelo se arruinó. Así pude conocer a tu padre, el más maravilloso de los hombres. De hecho, Riri, tu no estarías aquí si yo no me hubiese quedado sin nada. — ¿Y donde estaba entonces? — Lejos, muy lejos, pero no aquí. Ah, mi madre, mi hada, que suerte que tuve de que al abuelo le gustaran los jardines colgantes! Tengo ocho años y las tonterías empiezan. Voy a nadar a escondidas al Ardèche. Aprendí solo en el canal, que es profundo pero tiene sólo cinco metros de ancho. No tenemos bañadores, naturalmente, y nos bañamos desnudos. Somos siete u ocho jóvenes. Hay que estar pendiente del vigilante del campo. Me lanzo al agua. Me tiro de cabeza y, con el simple impulso del buceo alcanzo casi la otra orilla. Dos o tres brazadas rápidamente y, uf! ahí estoy, agarrándome a los juncos. Al llegar, uno, más mayor, espera a los menores, como yo. Vigilándonos con atención. Él, con doce años, consciente de su responsabilidad, nos tiende la mano para que subamos a la orilla, o bucea rápidamente si alguno de nosotros tiene dificultades en agarrarse a los juncos. ¡ah! aquellos días de sol en el agua de mi Ardèche! Las truchas que se pescaban con la mano! Sólo regreso a casa cuando estoy completamente seco. Hace dos años que llevo el pelo corto, tanto mejor, pues se seca más deprisa. Al lado de la escuela primaria, donde vivimos, en el primer piso, los dos alojamientos — ya que papá da clase a los niños y mamá a las niñas —, existe una finca de café explotado por los Debannes. Mamá sabe que cuando estoy en casa de esta buena gente estoy siempre seguro, y así, venga de donde venga, cuando me preguntan: “¿Donde vienes, Riri?”, respondo siempre: “De casa de los Debannes”. Y con esa explicación no hay más conversación. 1914. Es la guerra y papá se marcha. Vamos a acompañarlo al tren. Va integrado en los cazadores alpinos, volverá pronto. Nos dice: — Portaos bien, obedeced a mamá. Y vosotras, niñas, ayudadla en el trabajo de la casa, porque se va a quedar sola a cargo de las dos clases, la suya y la mía. Esto va a ser breve, todo el mundo lo dice. Y en la estación vemos, los cuatro, partir el tren, donde nuestro padre nos hace grandes adioses con el cuerpo medio salido por la ventana, para poder mirarnos durante más tiempo.

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En casa estos cuatro años de guerra no tienen ninguna influencia sobre nuestra felicidad. Nos unimos un poco más. Duermo con mamá en su ancha cama donde tomo el lugar de papá, que, en el frente, se bate como un bravo. Cuatro años en la historia del mundo no son nada. Cuatro años para un niño de ocho años son muy importantes. Crezco deprisa y jugando a soldados y batallas. Vuelvo todo roto, lleno de arañazos, pero, vencedor o vencido, siempre contento y sin una lágrima. Mamá me cura los rasguños y me pone carne fresca sobre el ojo hinchado. Con calma, me reprende un poco, sin gritar nunca. Sus censuras son un murmullo más y hay que hacer que mis hermanas no oigan la lección de moral. Todo debe quedar entre nosotros dos: — Se bueno, mi pequeño Riri, mamá está cansada. Este grupo de sesenta alumnos es agotador. No puedo más, mira, esto sobrepasa mis fuerzas. Ayúdame, mi tesoro, siendo obediente y bueno. Todo eso termina con algunos besos y el compromiso de portarme bien, entre un día y una semana. Siempre cumplo mis promesas. Mi hermana mayor está crecida, tiene trece años, e Yvonne doce. Yo soy el menor y también ellas me quieren. Es cierto que a veces les tiro de los pelos, pero no es frecuente. El piano se cerró el día en que papá marchó a la guerra y no se abrirá hasta que vuelva. Nos roban la leña amontonada debajo del porche de la escuela y mamá, nerviosa, tiene miedo por la noche. Me enrosco contra ella, abrazándola con mis bracitos de niño y me quedo con la impresión de que la protejo, mientras le digo: — No tengas miedo, mamá, yo soy el hombre de la casa y soy suficientemente mayor para defenderte. Disparo con el fusil del papá dos cartuchos de caza contra un jabalí. Una noche, mi hada despierta, me abanou y, sudando, cuchichea a mi oído: — Oí ladrones, hicieron ruido al robar la leña. — No tengas miedo, mamá. Y soy yo quién la tranquilizo. Me levanto con calma para que no se oiga en el patio ningún ruido de nuestro cuarto. Cojo el fusil. Abro la ventana, que chirría un poco, con todas las precauciones. Aguanto la respiración y, abriendo con una mano uno de los batientes, levanto el cierre con la punta del cañón. Me pongo la culata al hombro listo a disparar sobre los ladrones y alejo el batiente, que gira sin chirriar. La luna ilumina el patio como en pleno día y se ve perfectamente que debajo del porche no hay nadie. El montón de leña continúa perfectamente arreglado: — No hay nada, mamá, ven a ver.

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Y los dos, abrazados, nos quedamos un momento en la ventana, tranquilos por la certeza de que no hay ladrones y mamá feliz por saber que su hijo es valiente. A pesar de toda esa felicidad, a los diez años, sin papá en casa, hago algunos disparates, aunque no quiera lastimar a mi mamá-hada, que me encanta. Pero siempre espero que ella nunca lo sepa. Un gato atado por el rabo a la campanilla de una puerta, la bicicleta del guardia del río, que había ido al río para coger in fraganti a los pescadores con red, y que nosotros tiramos desde puente al Ardèche. Y tantas otras... La caza a los pájaros con honda, y por dos veces, entre los diez y los once años, el pequeño Riquet Debannes y yo fuimos al campo con el fusil para cazar un conejo que él había visto saltando en un campo. Sacar y volver el poner el fusil en casa, por dos veces, sin que mamá lo viese, constituía para nosotros una verdadera aventura. 1917. Papá es herido. Tiene una porción de pequeñas astillas de obús en la cabeza, pero su vida no está en peligro. El choque es violento y la noticia llega a través de la Cruz Roja. No hay gritos ni prácticamente lloros. Veinticuatro horas después estamos todos apesadumbrados. Mamá dio sus clases. Nadie desconfía de nada. Observo a mi madre y siento admiración por ella. Generalmente me quedo en la primera fila de pupitres, pero hoy me coloco al final de la clase para poder vigilar a todos los alumnos, decidido a intervenir si alguien se porta mal durante la clase. A las tres y media mamá está agotada y me doy cuenta de eso, pues deberíamos haber dado ciencias naturales. Ella resuelve la situación escribiendo en la pizarra el enunciado de un problema de aritmética y diciendo: — Necesito ausentarme unos minutos. Hagan este problema del cuaderno de ejercicios. Salgo detrás de ella. La encuentro apoyada en la mimosa que está precisamente a la derecha de la puerta de entrada. Llora. Cede al peso del disgusto, mi mamá querida. Mis hermanas no están, fueron a la Escuela Superior de Aubenas y no regresarán hasta las seis. Me apoyo a ella pero no lloro, sino todo lo contrario. Busco reconfortarla. Y mi corazón de niño encuentra esta respuesta cuando ella me dice, sollozando, que mi padre estaba herido, como si yo no lo supiese: — Menos mal, mamá. La guerra ha terminado para él y así tenemos la seguridad de que regresa vivo la casa. Y de pronto mamá reconoce que tengo razón. — Pues sí! Tienes razón, querido, papá va a regresar vivo. Un beso en mi frente, un beso en su cara y asidos de las manos regresamos a la clase.

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La costa de España se vuelve cada vez más nítida y puedo distinguir ya manchas blancas anunciando las casas. La costa se aviva como se avivan las vacaciones de 1917, pasadas en Saint-Llamas, en dónde papá fue designado como vigilante del polvorín. No eran muy graves sus heridas. Sólo algunas perturbaciones, debidas a la infinidad de pequeñas astillas alojadas en la cabeza y que no podían ser extraídas. Pasó a los servicios auxiliares y así dejó el frente. Hay dificultad de alojamiento, ya que la tierra se encuentra superpoblada. Las personas viven en cuevas. Sin embargo, papá consiguió un milagro. La profesora de Saint-Llamas le presta el piso durante las vacaciones mayores. Dos meses enteros con papá! Hay, en la casa de la escuela, todo lo que hay que tener, hasta una fiambrera noruega. Estamos al fin reunidos, felices, llenos de salud y alegría. Mamá está radiante. Conseguimos vernos libres de esta horrible guerra, aunque para otros ésta siga todavía. Y nos lo recuerda: — No debemos ser egoístas, mis queridos, y pensar sólo en nosotros y en las bromas. No debemos pasar los días corriendo y riendo. Debemos ayudar a los demás al menos tres horas al día. Y la acompañamos al hospital a dónde va todas las mañanas a consolar y cuidar a los heridos. Cada uno de nosotros debe hacer cualquier cosa útil: empujar la silla de ruedas de un herido en estado grave, dar el brazo a un invidente, poner ligaduras, ofrecerles alegría, escribir cartas, oír las historias de los enfermos que se encuentran en cama y que hablan de su familia, en especial de sus hijos. Y fue al regresar un día a casa, en tren, que, en Vogué, mamá se sintió tan enferma que fuimos a casa de la hermana de mi padre, tía Antoinette, también profesora, en Lanas, a treinta kilómetros de Aubenas. Nos separan de mamá, ya que el médico le diagnostica una enfermedad contagiosa desconocida, seguramente contraída al cuidar de los indochinos en Saint-Llamas. Mis hermanas han sido internadas en la Escuela Superior de Aubenas y yo en la escuela superior de jóvenes, también en Aubenas. Parece que mamá va mejorando. Sin embargo, me siento triste y rehúso ir a pasear con los otros, hoy, domingo. Mis hermanas vienen a visitarme y regresan a su internado. Las acompaño hasta fuera de los edificios de la escuela. Me siento sólo y lanzo un cuchillo al tronco de un platanero. Casi siempre, en cada golpe, queda clavado en la corteza del árbol. En la carretera, delante de la escuela, paso mis días, con el corazón velado. Esta carretera viene de la estación de la vía férrea de Aubenas, que se encuentra poco más o menos a quinientos metros. Oigo silbar el tren a su llegada y a su marcha. Como no espero nadie, no miro al final de la carretera, por donde aparecen las personas que bajan del tren. Lanzo y vuelvo a lanzar el cuchillo, incansablemente. Mi reloj marca las cinco. El sol está más bajo y ahora me molesta. Cambio de sitio. Y entonces me encuentro a la muerte que avanza silenciosamente hacia mí. Los mensajeros

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de la muerte, cabizbajos, los rostros escondidos bajo los velos de crepe negro que llegan casi hasta el suelo. Los reconozco a pesar de sus ropas de luto, son mi tía Ontine, mi tía Antoinette, mi abuela paterna y, detrás, los hombres, sirviéndose de ellas como para esconderse. Mi padre, literalmente quebrado, y mis dos abuelos, todos de negro. No fui a su encuentro ni hice cualquier movimiento. ¿Como podría haberlo hecho? Mi sangre se congeló, mi corazón se había parado y mis ojos tenían tanta ganas de llorar que, contraídos, no dejaban correr las lágrimas. El grupo paró a más de diez metros de mí. No tienen valor, no, más que eso, tienen vergüenza. Es eso mismo, lo se, lo siento. Preferirían estar ellos muertos a tener que enfrentarse a mi y decirme lo que yo ya sabía, cuando este rebozo de hechiceros de la desgracia habla y me dice, sin tener necesidad de emitir siquiera un sonido: “Tu mamá murió, está muerta y sola”. Rodeada por ¿quién? Por nadie, ya que yo, su mayor amor, no estaba ahí. Muerta y enterrada sin que yo la haya visto, muerta sin darme un beso. Papá, como ciertamente hizo en las trincheras durante la guerra, pasa hacia adelante. Hasta parece que consigue casi enderezarse totalmente. Su pobre rostro no es si no el espejo del sufrimiento más desesperado. Las lágrimas le caen continuamente. Permanezco sin hacer ni un gesto. Él no extiende los brazos para acogerme y bien sabe que no consigo hacer un movimiento. Finalmente, se aproxima a mí y me abraza sin una palabra. Entonces, por último, rompo en hipos cuando oigo: — Ha muerto pronunciando tu nombre. Y me desmayo. La casa a dónde vino mi tía Antoinette a ocupar el lugar de mamá, así como las dos clases: la casa con mis abuelos maternos; la casa a dónde me hicieron regresar con miedo de que me dejen en la escuela, interno; la casa donde un pobre viejo y dos mujeres intentan darme toda la ternura, ya que mi padre continuaba movilizado; la casa donde cada división era para mí un santuario, cada objeto una reliquia; la casa que, repleta de sol de este final de verano, es lúgubre y negra, triste y desesperante, donde el abuelo habla de que papá regresará pronto, lo que nunca pasa; la casa donde todo me irrita, donde todo me hiere, donde los gestos y las palabras, hasta las más sinceras, nada más provocan en mí que una reacción contraria; la casa ya no será nunca la misma casa. “Mamá me habría dicho esto así, aún más, ellas no tienen derecho de pensar siquiera de que pueden venir a sustituir una madre como la mía.” Me pasa, a veces, no querer oír más palabras tiernas. Puedo aceptar gentilezas, atenciones de tías y de abuelos, pero nunca palabras de madre. No quiero ser embalado o mimado por quien quiera que sea. Se lo digo a estas pobres mujeres, sin gritos, sin revuelta, casi como una oración. Creo que lo han comprendido. — No quiero continuar a viviendo aquí. Internadme. Ya me cuesta ya tener que pasar las vacaciones en esta cabaña, tanto más ahora, durante el tiempo de clases.

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Vacaciones. ¿Vacaciones aquí? Imposible, no pueden comprenderlo. Sería un sacrilegio tan grande como el hecho de reír o jugar en esta casa. Durante las vacaciones iré a Fabras, a casa de mi tía Ontine, donde, cuidando las cabras y las ovejas con mis amigos, podré ir al prado, adónde mi linda mamá jamás haya ido. La guerra acabó y papá ha regresado. Vino un señor a visitarlo, comió queso y bebió algunos sorbos de vino tinto. Hicieron una estimación de los muertos de la región y después el visitante tuvo esta frase infeliz: — Nosotros escapamos bien de esta guerra, Sr. Charrière! Y su cuñado también. Si no ganamos nada, tampoco perdimos nada. Salí antes que él. La noche había caído. Espero que pase y le tiro, con mi honda, una piedra que le acierta en plena nuca. Entra, chillando, a casa de los vecinos, para que le curen la herida, que sangra. No puede saber quien le ha tirado la piedra ni por qué. No sabe que recibe esta pedrada por haberse olvidado, en la lista de las víctimas de esta guerra, la más importante, aquella cuya pérdida es irreparable: mi madre. No, nos salimos muy mal de esta desgraciada guerra. Todos los años, al inicio de las clases, regreso a Crest, en la región de Drôme, como interno de la escuela superior, donde me preparo para el examen de admisión a las Artes y Oficios de Aix-en-Provence. Todos los años dejamos la casa, con papá y mías hermanas, para ir a pasar las vacaciones en Fabras. Vacaciones formidables, a pesar de todo, pues papá tiene las mismas palabras de mamá, los mismos gestos, el mismo calor. En la escuela, me vuelvo violento, juego a rugby y agarro sin piedad a mis adversarios. No quiero premios, pero tampoco los doy. Hace seis años que estoy interno en Crest. Hace seis años que soy un buen alumno, en especial en matemáticas, pero también seis años de cero en comportamiento. Yo soy aquel que sabe todos los golpes duros. Regularmente, una o dos veces al mes, me peleo con mis camaradas. Siempre los jueves. El domingo voy a casa de mi corresponsal o juego al rugby. Pero los jueves, día de visita de los padres, tengo la necesidad de pelear con uno o dos de mis colegas. Imposible proceder de otra manera. Las madres vienen a visitar a los hijos, se los llevan a almorzar fuera, y por la tarde, cuando hace buen tiempo, pasean con ellos por el patio de la escuela, bajo los castaños. Pruebo, todos los miércoles, prometerme a mí mismo no observar ese espectáculo, desde la ventana de la biblioteca. Pero no hay forma. Al día siguiente voy precisamente a instalarme en el lugar donde mejor pueda verlo todo. Desde ahí, descubro dos especies de mentalidades, que, cada una en el su género, me ponen fuera de mí. Hay aquellos que tienen madres desaseadas, mal vestidas o con aire de simplonas. Esos, parece que sienten vergüenza de ellas. Los observo con toda la atención. Pero es verdad, ¡Dios mío! Tienen mismamente vergüenza! ¡ah! cobardes, bribones, cerdos. Se ve inmediatamente, claro. En vez de rodear totalmente el patio o de pasear de allá para acá en toda su extensión, se instalan en un banco, en un rincón, y ni se mueven. No quieren que nadie vea a sus madres, las esconden. Los pícaros ya se han dado cuenta de como son las personas cultas y distinguidas y, antes de tornarse ingenieros de las Artes y

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Oficios, quieren olvidar su origen. Esos sujetos son capaces de, un día más tarde, sorprendidos por la llegada imprevista de sus padres en medio de una reunión de amigos, hacerlos entrar por la cocina y decir a sus invitados: — Disculpen, son parientes lejanos del interior que nos llegan de imprevisto. No es difícil desencadenar la pelea con esta tipo de personas. Cuando veo a alguno de ellos despedirse antes de la hora de la madre que le molesta, y si por casualidad entra en la biblioteca donde me encuentro, el ataque es inmediato: — Dime, Pierrot, ¿por qué echaste a la calle a tu madre tan pronto? — Ella tenía prisa. — No es verdad. Eres un mentiroso. Tu madre toma el tren hacia Gap a las siete. Voy a decirte por que la despediste. La echaste a la calle porque tienes vergüenza de ella. Atrévete a decir que no es verdad, bribón! De esas peleas salgo siempre victorioso. A fuerza de pelear, estoy cada vez más fuerte. Aún cuando recibo más puñetazos que el adversario, no me importa, me siento casi feliz. Pero una cosa es cierta. Nunca ataco nadie más débil que yo. La otra mentalidad que me pone fuera de mí es aquella contra la que golpeo con más furia. Es la especie a la que llamo los fanfarrones. Son los que tienen una madre guapa, elegante, distinguida. Cuando se tienen dieciséis, diecisiete años, se exhibe con orgullo una madre así. Y entonces, en el patio, se pavonean de su brazo, haciendo tantas muecas que me exasperan. Siempre que uno de ellos empieza con sus fanfarronadas — casi una provocación — o que su madre me hace recordar la mía (si usa guantes y se los quita, dejándolos colgar graciosamente de su mano), entonces no aguanto más, pierdo los estribos. Tal como entra, me lanzo sobre él: — Tu no necesitas esas fanfarronadas, pedazo de camello, a causa de una madre vestida tan poco a la moda! La mía era mucho más guapa, más fina, mucho más distinguida que la tuya! Sus joyas eran verdaderas y no una imitación como las de tu madre, unas quincallas. Hasta un lego se da cuenta inmediatamente de eso. No hay que decir que la mayor parte de los jóvenes a los que provoco de tal manera no esperan a que acabe para darme un puñetazo en la cara. A veces este primer puñetazo me exalta. Entonces golpeo como un loco. Cabezazos, puntapiés, coces, codazos, una verdadera alegría me inunda, como si yo aplastase a todas las madres que tienen la audacia de ser tan guapas y elegantes como la mía. Era, la verdad superior a mis fuerzas, no podía actuar de otra manera. Después de la muerte de mi madre, con sólo once años, guardaba en mí esa brasa ardiente que era la injusticia del destino. No se comprende la muerte a los once años. No se acepta. Qué los muy viejos se mueran, es normal. Pero nuestra madre, nuestra hada, llena de juventud, de belleza, de salud, desbordante de amor por nosotros, ¿es justo que muera? Y no sólo eso, sino que esa cosa innoble que es la muerte, hay que

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comprenderla y aceptarla. No es posible, no, no es posible! Tienen que esconder a todas las madres si no quieren que me subleve. Y es más. Creo que hasta sería capaz de tener celos del corderito que la madre lame para callarle los balidos. En una pelea de este tipo mi vida se transformó completamente. Sinceramente, aquel tipo no tenía derecho a dormir tranquilo después de aquella comedia de la tarde. Pretencioso, orgulloso de sus diecinueve años, de sus éxitos en matemáticas, y número uno entre los candidatos al próximo examen de admisión a las Artes y Oficios. Muy alto, poco deportivo, pues se arrastraba siempre, muy lento, pero bastante fuerte. Un día, durante un paseo, levantó él solo un gran tronco, para que pudiéramos llegar al agujero donde se había escondido un ratón de campo. Ese jueves, entonces, hizo un grande alarido! Una madre esguia, con una cintura casi tan delgada, bien, seamos francos, tan delgada como la de mi madre, un vestido claro, blanco, con bolitas azules y mangas anchas apretadas en el puño. Si hubiese querido copiar un vestido de mamá no lo habría hecho mejor. Grandes ojos negros, un sombrerito gracioso, apuesto con un velo de tul blanco el tres cuartos. Y el futuro ingeniero se pavoneaba con ella toda la tarde por el patio, de atrás a delante, alrededor y en diagonal. Se besan muchas veces casi como novios. Yo tenía que estar en su lugar, era mi madre la que se tenía que apoyar en mi brazo, levemente, como una gacela, y también yo la habría besado en su cara tan dulce. Cuando queda solo, yo ataco: — También tu, entonces! Eres tan buen artista de circo como fuerte en matemáticas! Nunca lo hubiese pensado... — ¿Que te pasa, Henri? — Debo decirte que exhibes a tu madre como se exhibe a un oso en un circo, para impresionar a tus colegas. Pues bien, a mí no me impresionas. Pues tu madre al lado de la mía no vale nada, es una porquería, tipo puta de lujo, como las que vi en Vals-les-Bains durante la temporada. — Te voy a romper las narices, y sabes que soy fuerte. Retira lo que has dicho. Sabes que soy más fuerte que tu. — ¿Ya has terminado? Entonces oye. Sé que eres más fuerte que yo. Por ello, para equilibrar las fuerzas, vamos a batirnos en duelo, cada uno con un compás de puntas. Ve a buscar el tuyo que yo voy a buscar el mío. Si no eres una mierda y eres capaz de defenderte a ti y a tu madre a la vez, te espero dentro de cinco minutos, detrás de los lavabos. — Ahí estaré. Algunos minutos más tarde él caía, con la punta del compás enterrada profundamente, junto al corazón. Vino papá. Es alto, cerca de un metro y ochenta, un poco rudo, tanto como puede serlo el hijo de un profesor de primaria y de una campesina. Tiene un rostro redondo, muy tierno, ojos castaño claro, palhetados de oro, llenos de expresión, casi infantiles, quizás debido a la mirada de todos los alumnos, que se reflejan en él como en un

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espejo. Seguro que sus ojos quedaron impregnados de algo muy puro y misterioso que sólo el niño posee; la inocencia y la naturalidad. Para él, la muerte de mi madre fue una pérdida sencillamente horrible. Esa muerte no le provocó una herida que poco a poco cicatriza. Ella se mantiene viva como el primer día. Su amor total, exclusivo — Loulou, como él le llamaba —, ya no existe físicamente, no puede ya caminar a su lado, sino que permanece interiorizada en él, veinticuatro horas al día. Sin embargo su rostro permanece sereno. No se marcan en él las arrugas del dolor o de la preocupación. Nada denota el esfuerzo sobrehumano que hace para seguir viviendo, ocupándose de sus hijos y de los hijos de los demás. Sencillamente ya no es capaz de reír, cantar o mismo cantarolar. Las arrugas están en su interior, en el corazón. Arrugas a pesar de las cuales él se impone a si mismo permanecer sereno y natural. Sé que, como antes, continúa la privarse de una cazada, cuando uno de los sus alumnos necesita un poco de auxilio para superar un examen. Y, como en el pueblo y los alrededores saben que a él le gustan mucho de canas, bastaba ver en la entrada de nuestra casa ese enorme ramo para comprender cuántos críos, paciente, dulce y firmemente había conducido al éxito. Tenía diecisiete años cuando dejamos al juez encargado de mi caso. Aconsejó a mi padre, si quería parar la acción de la justicia, a que me alistase en la Marina. En el puesto de la policía de Aubenas me alisté por tres años. Mi padre no me reprendió verdaderamente por la grave acción que había cometido. — Si entiendo bien, y así lo pienso, Henri — él me llama Henri cuando quiere ser severo —,¿propusiste pelearos con un arma porque tu adversario era más fuerte que tu? — Sí, papá. — Bien, hiciste mal. Sólo los chulos luchan así y tu no eres un chulo, hijo. — No. — Date cuenta en que lío te has metido, y a nosotros también. Piensa en el disgusto que has causado a tu madre, allá donde quiera que esté. — No creo haberla hecho sufrir. — ¿Por qué, Henri? — Por que me peleé por ella. — ¿Que quieres decir con eso? — Que no soporto ver mis colegas se mofan de mí con sus madres. — Te voy a decir una cosa, Henri. Esa pelea o cualquiera de las anteriores no fue a causa de tu madre, no fue por verdadero amor por ella. El único motivo es tu egoísmo. Tu quieres, quizás porque la fatalidad se llevó a tu madre, que todas los otros niños no las tengan. No es cierto, es injusto, y eso me asusta. También yo sufro cuando encuentro a un colega del brazo con su mujer. No puedo dejar de pensar en su felicidad, en aquella que yo también debería tener, quizás mayor que la de él, sin sentir esta dramática injusticia del destino. Sencillamente no tengo celos, bien al contrario, deseo que no les pase nada tan horrible como a mí. “Si realmente fueras el reflejo del alma de tu madre, te alegrarías con la felicidad de los demás. Mira, para librarte de esta situación hay que hacer que vayas a la Marina. Serán por lo

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menos tres años que no van a ser nada fáciles. Y el castigo es para mí también, pues durante esos tres años mi hijo estará lejos de mí.” Y entonces me dijo una frase que quedó para siempre grabada en mi interior: — Sabes, querido, no hay edad para sentirse huérfano. Acuérdate de eso toda la vida. La sirena del Napoli me sobresalta y aleja de mí ese pasado distante, esas imágenes de mis diecisiete años, cuando, con mi padre, salimos del puesto de policía, donde acababa de alistarme. Pero justo después surgió delante de mí, como el momento más desesperante, aquel en que vi por última vez a mi padre. Fue en uno de esos siniestros locutorios de la prisión de la Santé, separados por un pasillo de un metro, cada uno de nosotros detrás de una reja, en una especie de célula. Una vergüenza y un disgusto por lo que era mi vida, que había conducido allí a mi padre, me constriñen durante treinta minutos, en esa jaula. No vino para reprenderme de ser el sospechoso número uno de un asunto sucio. Él estaba allí, con el mismo rostro destrozado como lo tenía el día en que me había anunciado la muerte de mi madre. Entró voluntariamente en aquella cárcel para ver durante media hora a su hijo, no con la intención de reprobarle su mala conducta, de hacerle sentir las consecuencias de este acto en la honra y en la paz de la familia. No me dijo: “Eres un mal hijo”, me pidió disculpas por no haberme sabido educar. No vino a decirme “Te acuso...”, sino al contrario, me dijo la última cosa que yo podía esperar y que, mejor que todas las reprimendas del mundo, me tocó más profundamente: — Si estás aquí, hijo, la culpa es mía. Discúlpame, sí, discúlpame por haberte mimado tanto. En este mar Mediterráneo, que el Napoli surca con tanta agilidad, es sobre él que, después de haber pasado algunas semanas en el Quinto Depósito de Marineros de Toulon, embarco a bordo del Thionville. Un barco estrecho y con raza, donde todo fue concebido para la velocidad. Nada de bienestar, sino grandes depósitos de carbón. Nada me podía ser más hostil que el clima de disciplina férrea de la Marina, en 1923. Aún más, siendo los marineros clasificados de uno al seis, según su nivel de instrucción, yo me creía en el más alto nivel, el seis. Y ese joven de dieciséis años, acabado de salir de las clases preparatorias de las Artes y Oficios, ese joven no comprende, no puede adaptarse a esa obediencia ciega e inmediata a las órdenes dadas por distintos cabos del más bajo nivel intelectual. Pertenecen, como máximo, a la clase tres de la instrucción general. Todos o casi todos bretones. No tengo nada contra los bretones. Serán buenos y bravos marineros, no lo discuto. Pero, en cuanto a la psicología, la cosa es diferente.

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Entro inmediatamente en guerra. No consigo obedecer las órdenes sin pies ni cabeza. Me niego a seguir cualquier curso de especialización, lo que mis estudios facilitarían y soy inmediatamente catalogado en la categoría de los “estrasses”, esto es, de los indisciplinados, de los inútiles, de los “sin especialidad”. Las tareas más desagradables, más pesadas, más imbéciles eran para nosotros. — Eres un inútil, pero vamos a transformarte. Las tareas de pelar patatas, limpiar las letrinas, dar brillo a los metales, “el vals de los confetti” (carga de carbón, en losas de cinco kilos, que era necesario arreglar en paióis como libros en una biblioteca), el lavado de la cubierta del barco, todo eso era para nosotros. — ¿Que hacen ahí detrás de la chimenea? — Mi cabo, acabamos de lavar la cubierta. — ¿Ah, sí? Entonces empiecen de nuevo, pero de esta vez de atrás hacia delante, Y que quede más bien fregada, si no se van a llevar unos puntapiés! Este cretino con quince años en la Marina, nivel de instrucción, quizás, dos. Dicen que hasta ni es un bretón de la costa, sino un campesino del interior. Es bonito ver a un marinero con su pompón, su blusón de gran cuello azul, su gorra un poco ladeada sobre la oreja, el uniforme bien ajustado, a capricho, como si dice. Pero nosotros, los inútiles, no tenemos autorización para arreglar nuestros uniformes. Cuánto más mal vestidos, con más aire de miserables, están mas contentos los cabos. Entonces, como hoy se dice, es el fin. En tal clima, las malas cabezas no paran de imaginar y cometer faltas bastante graves. Así, cada vez que atracamos, desembarcamos y pasamos la noche en la ciudad. ¿A dónde ir? A burdeles, claro. Con uno de los otros dos colegas nos arreglamos deprisa. Cada uno consigue rápidamente su puta, con la cuál no sólo hace el amor de gratis sino que recibe uno o dos billetes para comer y beber un vaso. No somos nosotros los que las conquistamos, son ellas que nos seducen. Regresamos al arsenal hacia las cuatro de la mañana, muertos de sexo y un poco borrachos. El regreso no es difícil. Localizamos un centinela árabe. — — — —

¿Quien va? Responda o disparo! ¿La contraseña? Si no la dices no pasas. ¿Eres, argelino? ¿Quien no la sabe? Sólo tu con esa cabezota la olvidaste! ¿Yo, olvidarla? Hoy es “Rochefort”. Tienes razón, es eso mismo.

Entramos y vamos a otro centinela. — ¿Quien va? ¿La contraseña? — “Rochefort”! — Está bien, entren.

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Los castigos se multiplican. Quince días de arresto, después treinta. Para castigar a un cocinero que nos negó un pedazo de carne y un poco de pan, después de haber pelado patatas, le robamos, así que volvió la espalda, una pierna de carnero cocida, con la ayuda de un palo que introducimos a través de un ventilador que quedaba por encima de los fogones. La devoramos en uno de los paióis de carbón. Resultado, cuarenta y cinco días de cárcel marítima donde aprendí que “en cueros quiere decir desnudo, ¿no lo sabían?”, y me vi de golpe en cueros, en el patio de la cárcel, en pleno invierno, en Toulon, delante de un tanque de agua helada donde fuimos obligados a lanzarnos. Por una gorra de marinero que no valía ni diez francos fui sometido a un consejo disciplinar. Motivo: rotura de objetos militares. En la Marina, en esta época al menos, todos deforman sus gorras. No para destruirlas, sino por una cuestión de elegancia. La mojamos y después, tres a la vez, tiran de ella lo más posible a fin de que, muy ensanchada y con una aleta en círculo en el interior, quede con la forma de un pastel. Como dicen las chicas: “Que legal que es una gorra con esta forma”. Sobre todo cuando tiene un bonito pon-pon color zanahoria todo cortado a tijeretazos. Para las chicas de la ciudad, no importa cuál es el nivel social, tocarlo a cambio de un beso trae felicidad. El capitán tiene problemas con sus hijos, tienen dificultad para obtener el certificado de estudios. Para él, la falta no es de ellos, sino de los profesores, que porfían en hacerles, oralmente, preguntas de las cuales no saben las respuestas. No es como cuando se trata de los propios hijos de los maestros: entre ellos se ayudan y hacen favores los unos a los otros. Y yo, hijo de profesor, que lo diga. — Cada uno a su vez, Charrière. Conmigo nada de favores. Todo lo contrario! Yo me volví la víctima de este brutamontes. No me deja un minuto, me persigue constantemente. A tal punto que huí tres veces. Pero nunca más de cinco días y veintitrés horas, pues a partir del sexto día se es considerado desertor. En Niza, estuve a punto de convertirme en uno. Había pasado la noche con una chica extraordinaria y desperté tarde. Una hora más y sería un desertor. Me visto a la ligera y corro a la búsqueda de un policía para entregarme. Veo uno y me precipito hacia él, pidiéndole que me arreste. Era un bonachón, indulgente: — Entonces, joven! No hay que estar en ese estado. Regresa con calma a bordo y explíquelo todo. Todo el mundo ya pasó por esa edad! Bien que le intenté explicar que una hora más y yo sería un desertor. En vano. Entonces cojo una piedra y amenazo lanzarla contra una vidriera diciéndole al policía: — Si no me arresta, cuento hasta tres y hago pedazos la vidriera. — Anda! Este joven está furioso! Anda, vamos al puesto. Fue así que, por haber deformado una gorra de la Marina para volver más elegante, me enviaron a la sección disciplinar de Calvi, en Córcega. Nadie

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dudaba de que era el primer paso hacia la cárcel. Las secciones disciplinarias son la “camise”. Tenemos un uniforme especial. A la llegada se es recibido por una “comisión de recepción” encargada de clasificarnos como “camisard”, como pobre diablo o como homosexual. Esta pequeña ceremonia simpática se llama “demostración”. Hay que demostrar que se es hombre luchando sucesivamente contra dos o tres de los veteranos. Con el entrenamiento que llevaba de la Escuela Superior de Crest, la cosa para mí no fue muy difícil. Cuando llegué al segundo y le abrí un labio y deformé la nariz, los veteranos pararon con la “demostración”, Soy entonces catalogado como un verdadero “camisard”. La “camise”. Trabajo en las viñas de un senador corso. Desde el amanecer hasta la puesta del sol, nada de descanso o recompensa, hay que castigar el cuerpo. Ya ni somos marineros, pertenecemos al 173° Regimiento de Infantería de Bastia. Rememoro la ciudadela de Calvi, nuestros cinco kilómetros de marcha hasta Calenzana, donde trabajamos, con el pico y la pala al hombro y nuestros regresos al paso hasta la cárcel. Es insoportable e inhumano. Nos sublevamos y, como estoy entre los cabecillas, soy enviado, con una docena más de otros, a un campo disciplinar aún más duro, Corté. Una ciudadela en lo alto de una montaña, seiscientos escalones para subir y para bajar dos veces al día, para ir a trabajar, cerca de la estación, en el arreglo de un campo de deportes para soldados del contingente. En medio de este infierno, de esta colectividad de brutos, recibo una nota de Toulon, pasada a escondidas por un civil de Corté: Querido, si quieres salir de ese grupo córtate el dedo pulgar. La ley dice que la pérdida del pulgar, con o sin metacarpo, lleva inmediatamente al pasaje a los servicios auxiliares, pero que en el caso de que esta mutilación ocurra en servicio lleva a la discapacidad permanente para todo el servicio militar y, automáticamente, a la reforma. Ley de 1831, instrucción de 23 de julio de 1883. Espero por usted, Clara. Dirección: Moulin Colorete, barrio reservado. Toulon. No tarde mucho tiempo. Nuestro trabajo consistía en arrancar todos los días de la montaña dos metros cúbicos de tierra, que cargábamos en carretillas de mano hasta a cincuenta metros de allí, y los camiones después transportaban todo lo que no fuese necesario para la nivelación del terreno. Trabajábamos en grupos de dos. Para no ser acusado de mutilación voluntaria, lo que me costaría cinco años de trabajos forzados más, no podía cortarme el pulgar con la ayuda de un instrumento cortante. Con mi compañero corso, Franqui, atacamos la montaña por la base, cavando un gran agujero. Sólo un golpe de pico más y toda aquella tierra se desmoronaría sobre mí. Los oficiales subalternos que nos vigilan son severos. El Sargento Albertini está permanentemente detrás nuestro, a dos o tres metros. Eso vuelve la maniobra más delicada, pero por otro lado me es útil, pues si todo marcha bien será un testigo imparcial. Franqui pone bajo la pequeña costanera una gran piedra de aristas bastante cortantes. Pongo el dedo debajo y el pañuelo en la boca para no dejar escapar el menor grito. Tenemos cinco o seis segundos para hacer caer la tierra sobre mí. Franqui me va a aplastar el pulgar con otra piedra de cerca de diez kilos. Así no puede fallar. Estarán obligados a amputármelo si por casualidad no se separara completamente con este golpe.

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El sargento está a tres metros de nosotros, entretenido en limpiar la tierra de sus zapatos. Franqui coge la piedra, la levanta a su altura y me aplasta el pulgar, que parece que quema. El ruido del golpe se confunde con el de los otros picos. El sargento no ve nada. Dos cavadas y la tierra se desploma sobre mí, enterrándome. Aullidos, gritos de socorro. Consiguen liberarme y aparezco, finalmente, lleno de tierra y... sin dedo. Sufro como un loco. Aún consigo decirle al sargento: — Verá como van a decir que fue con intención. — No, Charrière. Yo asistí al accidente, soy testigo. Soy severo, pero justo. Diré como pasó todo, no tengas miedo. Dos meses más tarde, licenciado y con pensión, el dedo enterrado en Corté, fui transferido al 5° Depósito en Toulon, donde me pusieron en libertad. Fui a agradecerle a Clara, en el Moulin Colorete. Ella cree que la falta del dedo en la mano izquierda no se nota nada y que con cuatro o cinco dedos mis caricias son iguales. Eso es lo que importa. Adiós, Marina, secciones disciplinarias y todo el resto. — Hay algo cosa de diferente en ti, hijo. Espero que estos tres meses pasados en medio de esos jóvenes indeseables no te hayan marcado. Estoy con mi padre, en la casa de mi infancia, adonde regresé inmediatamente después de me hubieran licenciado. Se había operado en mí algún cambio insensible. — No puedo contestarte, papá, no lo sé. Creo que me he vuelto más violento, menos predispuesto a someterme a esas reglas de la vida que me enseñaste de pequeño. Debes tener razón, algo ha cambiado en mí. Lo noto ahora, aquí en esta casa, donde fuimos tan felices con mamá y mis hermanas. Me siento menos chocado por encontrarme junto a ti. Debo haberme vuelto insensible. — ¿Que vas a hacer? — ¿Que me aconsejas? — Consigue un empleo lo más deprisa posible. Ya tienes veinte años, hijo. Las oposiciones. Una en Privas, para Correos, otra en Aviñón, como civil en la administración militar. Mi abuelo Thierry me acompañó. La escrita y la oral me habían ido muy bien. Si no quedo el primero al menos quedaré entre los diez primeros. Y como hay ciento diez puestos a ocupar todo está resuelto. Hago el partido y no veo inconveniente en seguir los consejos de mi padre, seré funcionario. Era sincero, le debía eso a mi padre y a mi madre. Tendría una vida digna y honesta. Pero hoy, al escribir estas líneas, no puedo impedir de preguntarme por cuanto tiempo el pequeño Charrière, el hijo de un profesor de primaria, podría continuar siendo un funcionario con todo lo que hervía dentro de él. La respuesta llega en el correo de la mañana, papá, feliz, decide dar una fiestecita en mi honor. Tía Léontine, tío Dumarché, el abuelo Thierry y la

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abuela. Un gran pastel, una botella de verdadero champaña, la hija de un colega de papá como invitada a la ceremonia. “Sería una esposa maravillosa para mi hijo.” Desde hace diez años, hay alegría por primera vez en nuestra casa. A cierta altura me censuro, pero después acabo por aceptar el hecho de que se ría aquí por primera vez después de la muerte de mamá. Aceptado, les ofrezco a los dos, a mi padre y a mi madre, la decisión de vivir como ellos habían vivido, como personas de bien. La confianza y la seguridad para el futuro. — Ahora es cierto, Henri has quedado en tercer lugar en el concurso. Por lo tanto, aunque tienes veinte años, ya tienes una buena carrera en perspectiva frente a ti. Di un paseo por el jardín con la chica con quien papá soñaba para nuera y que haría a su hijito feliz. Es guapa, bien educada, casi distinguida y muy inteligente. Hay algo en ella que me atrae un poco: su madre murió cuando ella nació, por lo tanto soy más rico que ella en cuanto a amor maternal. No seré ingeniero de las Artes y Oficios, pero tendré una buena situación. Dos meses más tarde revienta la bomba. “Ya que usted no puede suministrar a nuestra administración un certificado de buena conducta en la Marina, lamentamos tener que comunicarle que no puede entrar a nuestro servicio.” En la mañana en que el cartero me entrega la pensión de papá concerniente a seis meses, él no se encontraba en casa. Después de aquella carta, que deshizo todas sus ilusiones, anda triste y poco hablador. Sufre. ¿Para que continuar así? Vamos! Una maleta, algunos objetos de uso personal, y aprovechemos esa reunión de profesores en Aubenas para desaparecer. Mi abuela me sorprendió en las escaleras: — ¿A dónde vas, Henri? — Voy adonde no me pidan mi certificado de buen comportamiento en la Marina. Voy a la búsqueda de uno de los tipos que conocí en la sección disciplinar de Calvi, que me enseñará a vivir al margen de esta sociedad en la cual estúpidamente yo creía aún y de la cual no hay nada que esperar. Abuela, me voy a París, a Montmartre. — ¿Que vas a hacer? — Todavía no lo sé, pero ciertamente nada bueno. Adiós, abuela, dale un gran beso a papá de mi parte. La tierra se aproxima rápidamente a nosotros. Ya se ven hasta las ventanas de las casas. Regreso después de un largo, largo viaje, para reencontrar a los míos, que no veo desde hace veintisiete años. ¿Como estará mi familia? Durante más de veinte años vivieron intentando olvidarme. Para ellos había muerto, para los críos nunca he existido, jamás se ha pronunciado mi nombre. O quizás raramente en la intimidad, a solas con mi padre. Desde hace cinco años han tenido que fabricar para los crías un tal tío Henri, que vive en Venezuela. Sí, hicieron de todo para borrar de la lista de las personas queridas a su hermano, su sobrino, el tío de sus hijos. Desde hace cinco años

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recomenzamos a escribirnos. Ellos me envían cartas amables, llenas de ternura, pero a pesar de todo continúan prisioneros del pasado y de la sociedad. Escribirme era muy amable de su parte, pero ¿no tendrán miedo al qué dirán, no tendrán un cierto recelo de este reencuentro con un hermano evadido de los trabajos forzados y que ha concertado un encuentro con ellos en España? No quería que viniesen por obligación, quería que acudiesen con el corazón lleno de verdaderos y buenos sentimientos hacia mí. Y si ellos supiesen, sin embargo... Si ellos supiesen, ahora que esta costa se aproxima tan lentamente, ella que se había alejado tan rápidamente hace veintisiete años, si ellos supiesen que durante estos trece años de reclusión yo había estado siempre con ellos! Si mis hermanas pudiesen ver todas las películas de nuestra infancia que realicé en los calabozos, celdas y jaulas de la Reclusión! Si supiesen que me alimenté de ellas, de todos los que formaban nuestra familia, sacando de ellos fuerza para vencer lo invencible, encontrar paz en la desesperación, olvidar de que era prisionero, el rechazo al suicidio, si ellos supiesen que los meses, días, y horas de silencio absoluto desbordaban llenos de los más pequeños pormenores de nuestra maravillosa infancia! La costa se aproxima cada vez más. Ya se ve Barcelona, vamos a entrar en el puerto. Hu! Hu! aúlla el barco. Y siento un deseo loco de gritar, lleno de la alegría de vivir. “Mirad, gentes, estoy llegando. Venid, corred deprisa”, como yo les gritaba, de niño, en los prados de Fabras, cuando encontraba un gran plantío de violetas. “Son mías”, gritaba Yvonne, trazando con el dedo un círculo imaginario, indicando que todas las violetas que ahí había eran suyas. “Para mí estas”, decía Nené, siempre generosa. Yo no elegía ningún pedazo, pero cosechaba apresuradamente la mayor cantidad de violetas posible, sin respeto ninguno por la propiedad ajena. — ¿Que haces ahí, querido? Te estoy buscando desde hace una hora y hasta fui al coche a ver si estabas ahí. Sin erguirme de silla, abrazo a Rita por la cintura. Ella se inclina y me da un beso en la cara. Y sólo entonces me doy cuenta de que, si voy al encuentro de la familia, con las preguntas que me hago a mí mismo y que me haré, la verdad es que tengo allí, rodeada por mis brazos, a mi verdadera familia, la que fundé, la que me trajo hasta aquí. Y, creyendo maravilloso el milagro que el verdadero amor puede hacer, le digo: — Querida, miraba, reviviendo el pasado, la tierra que se aproxima y donde están mis muertos y mis vivos. Barcelona. Con el coche resplandeciente en el muelle y todo el equipaje arreglado en el portaequipajes, atravesamos la gran ciudad sin siquiera parar para dormir, impacientes por, atravesando los campos, alcanzar la frontera francesa en un bello día de sol. Pero dos horas más tarde, la emoción es tan violenta que me veo obligado a parar el coche en el arcén de la carretera, incapaz de continuar conduciendo.

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Me bajo. Mis ojos están fascinados a fuerza de tanto mirar el paisaje, estas tierras labradas, estos plátanos gigantes, estos juncos que se agitan, estos techos de colmo o las tejas rojas de los graneros y de las casitas, estos chopos que cantan con el viento, estas praderas donde todos los tonos de verde están reunidos, estas vacas que pastan haciendo tintinear los cencerros, estas viñas, ¡ah! estas viñas con sus parras, que no son suficientes para esconder todos los racimos. Este pedazo de Cataluña reúne precisamente todos mis jardines de Francia, todo eso es mío, desde siempre, desde que nací, con estos mismos colores, con esta misma vegetación, con estas mismas culturas, yo paseaba de la mano con mi abuelo, en esta misma tierra labrada yo llevaba la bolsa de caza de papá, y nosotros azuzábamos a nuestra cachorra, Clara, a levantar un conejo o una bandada de perdices. Y los pequeños canales de riego por donde corre el agua, teniendo a trechos una tabla atravesada para desviar el agua a los diferentes sitios de la propiedad. No tengo necesidad de aproximarme para saber que hasta hay ranas y que, con un hilo, con un anzuelo en la punta y un pedazo de paño rojo, puedo pescar, como lo hacía antes, tantas como quiera. Y me olvido completamente de que esta inmensa planicie se sitúa en España, de tanto como se parece al valle del Ardèche o del Rhône. Y esta naturaleza que yo había olvidado, tan diferente de todas aquellas en donde acabo de vivir en estos últimos veintisiete años y que pude admirar, cada una en su género, esta inmensidad de divisiones hasta perderse de vista, cuidadas como si fuesen jardines de curas o de profesores, esta naturaleza se adueña de mí como una madre abraza a su hijo. Es normal que así sea. ¿No soy hijo de esta tierra? En la carretera entre Barcelona y Figueres rompo en hipos, y me quedo así durante mucho tiempo hasta que la mano de Rita, suavemente, muy despacio, me acaricia la nuca y me dice: — Agradezcamos a Dios habernos traído hasta aquí, tan cerca de tu Francia y a dos o tres días sólo de encontrarnos con los tuyos. Nos quedamos en el hotel más cercano a la frontera francesa que encontramos. Al día siguiente Rita toma el tren hacia Saint-Péray para ir a buscar a tía Ju. Durante su viaje alquilo una vivienda. De buena gana habría ido con ella, pero para la policía francesa sigo siendo un evadido de la Guayana. Encuentro una bella vivienda en Roses, junto a la playa. Algunos minutos más de paciencia, Papi, y vas a ver bajar del tren a aquella que amó a tu padre, que cultivó en su propio hogar la presencia y el alma de tu madre, aquella que te escribió cartas tan bonitas que reavivaban en ti el recuerdo de aquellos que te habían amado y que tu tanto amaste. Es Rita quien baja primero. Con cuidados de hija, ayuda a bajar a una gran mujer, robusta como una campesina. Después, la maleta, que un gentil caballero le pasa. Dos grandes brazos me rodean y me aprietan contra el pecho, comunicándome el calor de la vida y mil y una cosas que ni las palabras consiguen traducir. Estos brazos me dicen: “Al fin! Veintisiete años después, aunque tu padre esté ausente para siempre y tu mamá te haya dejado hace

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treinta y nueve años, alguien los ha sustituido. Ese alguien soy yo y aquí estoy en representación de ellos dos. Ellos viven en mí, lo sabes. Y no son dos sino seis brazos que te acogen para siempre y que te dicen, hijo, nunca dejamos de amarte. El tiempo no ha conseguido, ni por un momento siquiera, desvanecer su imagen. Nunca creímos que fueses culpable, ni borramos tu nombre del rol de los que nos son queridos. Riri, hijo pródigo que ahora regresas, nunca murmures ni siquiera pienses que tienes que pedirnos perdón, pues ya hace mucho tiempo que te perdonamos”. Y fue sujetando a Rita por la cintura, por un lado, y a mía segunda madre por el otro, salimos de la estación olvidando completamente que las maletas sólo acompañan a los propietarios si estos las cogen. Tía Ju grita como una niña, extasiada con el soberbio coche de sus hijos, y grita su espanto porque, en un momento tan excepcionalmente emotivo, las maletas no participen del milagro que allí sucede y no sigan por sus propios medios a sus propietarios, transfigurados por la alegría. Tía Ju me dice que vaya a buscar a esa maleta sin alma, pero a la vez sigue hablando con su hijo, sin ninguna angustia de que no lo hagamos deprisa, y parece decir: “¿Y después? Si la maleta desaparece no se pierde gran cosa. Lo que no perdonaría era que para recuperarla me tuviese que privar algunos minutos de mi hijo que encontré de nuevo”. Rita y tía Ju llegaron a las once de la mañana. Son las tres de la mañana cuando al fin, vencida por la fatiga del viaje, por la edad, por las emociones y por las dieciséis horas de cambio ininterrumpido de recuerdos, tía Ju, en la habitación donde voy a darle un beso, se duerme en mi hombro, con un rostro de niña. Me acuesto y me duermo inmediatamente, roto, molido, sin fuerzas, sin un mínimo de energía para continuar despierto. La explosión de una gran felicidad arrasa tanto como la de la mayor desgracia. Mis dos mujeres se despiertan antes que yo y me hacen emerger del sueño profundo, diciéndome que son las once de la mañana, que hace sol, que el cielo es azul, la arena caliente y el café y las tostadas me esperan. Y que hay que comer deprisa para ir a la frontera a buscar a mi hermana y a su tribu, que deben estar allá alrededor de las dos. — Es mejor que lleguemos antes — dice tía Ju —, pues tu cuñado debe haber sido obligado a conducir deprisa para no oír una regañina de la familia, que está ansiosa por abrazarte. Aparco el Lincoln junto al puesto de la Aduana y de la policía española. Ya están aquí! Vienen a pie, corriendo, habiendo abandonado a mi cuñado, que se queda en la cola, con su DS, en la Aduana francesa. Delante viene mi hermana Hélène, que corre con los brazos extendidos. Cruza corriendo este pedazo de tierra de nadie, entre el puesto francés y el español. Avanzo hacia ella, con el estómago contraído por la emoción. A cuatro metros el uno del otro paramos para

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observarnos, mirándonos a los ojos. Era ella, la Nené de mi infancia; es él, Riri, mi hermanito de siempre, dicen nuestros ojos, nublados de lágrimas. Y nos lanzamos uno en los brazos del otro. Que raro! Esta hermana de cincuenta años sigue siendo mi hermanita de siempre. No noto su rostro envejecido, no noto nada, a no ser que la llama que ilumina su mirada sigue siendo la misma y que sus trazos no cambiaron en nada para mí. Nos olvidamos de todo el mundo, de tanto tiempo que permanecemos abrazados el uno al otro. Rita ya había besado a todos los críos. Oigo: — Qué guapa es usted, tía. Entonces me vuelvo, dejo a mi Nené y empujo a Rita a sus brazos, diciendo: — Queredla mucho, pues es ella quien me trajo hasta vosotros. Mis tres sobrinas están espléndidas, y mi cuñado en plena forma, sin esconder una emoción sincera al reencontrarme. Ni siquiera falta el más mayor, Jacques, movilizado para la guerra de Argelia. Partimos hacia Roses, el Lincoln delante, con mi hermanita a mi lado. Jamás olvidaré esta primera comida alrededor de la mesa redonda. A veces las piernas me tiemblan tanto que me veo obligado a agarrarlas por debajo del mantel. 1929-1956. Tantas cosas han pasado para ellos y para mí. Que lucha para llegar hasta aquí, que obstáculos a vencer. Durante la comida no se habla de la cárcel. Le pregunto sencillamente a mi cuñado si mi condena le trajo muchos problemas y preocupaciones. Me asegura gentilmente que no, pero adivino que también ellos deben haber sufrido por el hecho de tener un condenado como hermano y cuñado: — Nunca dudamos de ti y aunque fueras culpable tendríamos, sí, pena de ti, pero nunca te habríamos renegado. No, no les cuento nada de la cárcel ni de mi pasado. Para ellos e incluso para mí, lo creo sinceramente, mi vida empieza el día en que, gracias a Rita, enterré al viejo hombre, el aventurero, para resucitar a Henri Charrière, el pequeño Riri, hijo de profesores de primaria de Ardèche. Mi hogar aumenta, reencuentro a la familia. Mis sobrinas están maravilladas por haber descubierto un tío, caído del cielo con un cochazo americano y que cuenta historias de indios y tantas otras cosas sobre América del sur. El verdadero tío de la América. Adoramo-en los. El mes de agosto pasa rápidamente sobre la arena de esta playa de Roses. Reencuentro en mi hermana, cuando llama a sus niños, gestos de mi madre, reencuentro los gritos de mi infancia, las risas sin motivo, las explosiones de alegría de mi juventud, en la playa de Palavas, adónde íbamos con mis padres. Un mes, treinta días, como son de largos en una cárcel, cuando se está sólo, y

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como son horriblemente cortos en el seno de la familia reencontrada. Me siento totalmente borracho de felicidad. No sólo reencontré a mi hermana y a mi cuñado, sino que descubro nuevos seres para amar, mis sobrinas, desconocidas ayer y hoy casi mis hijas. Estoy en la playa con Rita, radiante por verme tan feliz. Es para ella un triunfo, el más bello regalo que les puede ofrecer a ellos y a mí, reunidos al fin, al abrigo de la policía francesa. Estoy en la playa, medio acostado. Es tarde, quizás medianoche. Rita está también acostada en la arena, con la cabeza en mis piernas, y le acaricio los cabellos: — Mañana se van todos. Qué rápido ha pasado todo, pero ha sido maravilloso! Es verdad, querida, no se debe pedir demasiado. Pero el hecho es que estoy triste por separarme de ellos. Quien sabe cuando nos volveremos a ver! Es tan caro un viaje de estos! — Ten confianza en el futuro. Estoy segura de que los volveremos a ver algún día. Los acompañamos hasta la frontera. Se llevan con ellos a tía Ju. A cerca de cien metros de la frontera nos separamos. No hay lágrimas porque les hablé de mi confianza en el futuro: de aquí a dos años pasaremos no un mes, sino los dos meses de vacaciones, juntos. — ¿Es verdad lo que dices, tiíto? — En serio, queridas, no hay duda. EL DS negro arranca despacio. Estoy de pie en la carretera, con Rita apoyada en mi brazo. Sus rostros están vueltos hacia nosotros y les hacemos señas hasta que otro coche se pone atrás del de ellos para pasar también la Aduana francesa. Adiós a todos. A ver si nos volveremos a encontrar. Una semana más tarde, mi otra hermana desembarca sola en el aeropuerto de Barcelona. No pudo venir con la su familia. Al bajar del avión, y en medio de más de cuarenta pasajeros, la reconozco inmediatamente y ella, sin un titubeo, se dirige a mí, a la salida de la Aduana. Tres días y tres noches, de los cuales no quisimos perder nada, teniendo en cuenta el poco tiempo que ella podía pasar con nosotros. Tres días y tres noches casi enteros, sumidos en los recuerdos. La atracción entre ella y Rita fue inmediata. Y así pudimos confiarle, ella toda su vida, y yo lo que de la mía se podía contar. Has perdido la primera jugada, fiscal. Y vosotros también, jurados franceses, tan satisfechos de si mismos cuando oísteis “perpetuidad”, resultado de vuestro muy equilibrado, sagaz, honesto y justo veredicto! Ni unos ni otros preveían que el hombre que enviaron a la guillotina estaría, mucho tiempo después, es cierto, pero estaría sin embargo, un día, a cien metros de frontera francesa y reencontrándose con los suyos. Y no está escondido detrás de ninguna sebe mirando al volverse a ver si es perseguido. No ha venido a pedir ayuda o socorro a la familia. No se encuentra aquí como un vencido, perseguido, mendigando limosnas de amor. No. Está aquí como vencedor. Vencedor de vuestro veredicto inhumano e injusto, vencedor de sí mismo, pues

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sensatamente aceptó vivir más o menos como todo el mundo, vencedor en la existencia, en el éxito, al contado de todos. Y, para demostrarlo bien, ha venido con el más bonito cochazo del mundo, el más pretencioso en su lujo insolente. Dos días después llega de Tánger la madre de Rita. Con sus manos suaves y finas tocando mi cara, me besa incansablemente, diciendo: — Hijo, soy feliz de que ames a Rita y de que ella te ame. En la aureola de sus canas su rostro resplandece de una belleza serena, repleta de dulzura, de la cual encontré siempre el reflejo en Rita. Nos quedamos mucho tiempo en España, pasando días felices. No podemos regresar en barco. Dieciséis días es mucho tiempo. Regresaremos de avión (el Lincoln embarcará más tarde), pues nuestro negocio nos espera. Sin embargo damos un pequeño paseo por España, y en los jardines colgantes de Granada, esa maravilla de la civilización árabe, por debajo de la Torre del Mirador, leo, grabadas en la propia piedra, estas palabras de un poeta: Dale limosna, mujer, que en el hay en la vida nada como Iba pena de ser ciego en Granada, lo que significa: “Dale una limosna, mujer, pues no hay en la vida mayor tristeza que ser invidente en Granada”. Sí, hay algo peor que ser invidente en Granada. Es tener veinticuatro años, ser joven, lleno de salud, de confianza en la vida, indisciplinado sí, y hasta quizás no muy honesto, pero no verdaderamente corrompido y nunca criminal, y verse condenado a cadena perpetua por el crimen de otro; es desaparecer para siempre sin llamamiento, sin esperanza, condenado a la descomposición viva, moral y física, sin tener nunca un día una oportunidad entre cien mil o entre un millón de levantar la cabeza y ser un hombre. Cuántos hombres a quien una injusticia implacable y un sistema penitenciario inhumano aplastaron y aniquilaron poco a poco no habrían preferido ser invidentes en Granada! Yo soy uno de ellos.

14.- LOS BARES NOCTURNOS — LA REVOLUCIÓN

El avión que tomamos en Madrid aterriza suavemente en Maiquetia, el aeropuerto de Caracas. Amigos y nuestra hija nos esperan. Veinte minutos y estamos de nuevo en casa. Los perros nos hacen una gran fiesta y nuestra empleada india, que pertenece a la familia, no para de preguntar: — ¿Como está la familia de Henri, señora? ¿Y la mamá de Rita, que piensa Henri de ella? Con todas esas personas queridas por allá, llegué a temer que no volviesen. Demos gracias a Dios de estén aquí sanos y salvos.

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Sí, gracias a Dios, estamos aquí “sanos y salvos”, como dice Maria. Más que sanos y salvos, pues la comunión que se ha establecido con nuestros familiares es muy importante para mí. Es imposible traicionar la confianza que ellos tienen en mí y bajo ningún pretexto me conduciré mal en el futuro. Al menos lo haré todo para eso. La lucha por la vida continúa. Vendemos el restaurante y comienzo a cansarme de los bistecs con patatas fritas, del pato a la naranja y de la gallina con vino. Compramos un bar nocturno, el Caty-Bar. Un bar, en Caracas, es un lugar donde la clientela está formada por hombres, pues allí están las chavalas para hacerles compañía, conversar y sobre todo escucharlos y beber con ellos o, si no tienen mucha sed, ayudarlos un poco. Es una vida completamente diferente de la vida diurna, mucho más intensa, nada tranquila, sino donde todas las noches se descubre algo nuevo e interesante: el otro yo de cada cliente del bar. Senadores, diputados, banqueros, abogados, oficiales, altos funcionarios acuden de noche para descargar la tensión acumulada durante el día, en un intento de dar la imagen de una vida ejemplar, de una conducta sin fallos en cada una de sus actividades. Y en el Caty-Bar cada uno se explaya. Es la explosión, el rechazo a la hipocresía social bajo la que se creen, el olvido de sus preocupaciones de trabajo o familiares, es el grito de los hombres de una clase burguesa que están cansados de sentirse encadenados a las convenciones y a lo que se dice que deben ser. Todos, sin excepción, rejuvenecen algunas horas. Con la ayuda del alcohol, se despojan de sus eslabones sociales y viven en plena libertad de gritar, discutir, de cortejar a las más bellas jóvenes del bar. En el nuestro, las cosas no van mucho más allá, pues es rígidamente dirigido por Rita, que no deja salir a ninguna de las mujeres durante las horas de trabajo. Pero todos los hombres gozan de la presencia de esas chavalas que han tenido la gentileza de escucharlos (lo que ellos adoran) y de rellenar esas horas de liberación, tan sólo con su belleza y juventud. ¿Cuántos no he visto, sorprendidos por el amanecer, solos (las chavalas han retirado por otra puerta), pero sin embargo contentos y aliviados?. Uno de ellos, un importante hombre de negocios, cliente habitual, que está todas las mañanas en su despacho a las nueve, lo acompaño, como a otros, hasta el coche. Muchas veces pone la mano sobre mi hombro y, envolviendo en un gran gesto, con la otra, a las montañas de Caracas, recortadas por el día que nace, me dice: — Se acabó la noche, Enrique, y el sol va a erguirse por detrás de Ávila. Esta noche terminó y ya no hay ninguna esperanza de continuarla dondequiera, está todo cerrado. Y, como el día, la realidad de las cosas nos pone de nuevo de cara a nuestras responsabilidades. El trabajo, la oficina, la vida, la esclavitud cotidiana me esperan. Pero ¿podríamos continuar sin estas noches? Y, sin embargo, la noche acabó, Enrique. Las mujeres se han ido a sus pisos y aquí quedamos solos como dos idiotas.

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Pero, a pesar de la desilusión de estos momentos simultáneamente penosos y encantadores, vuelven siempre para gozar de este sueño de la noche, sabiendo seguro que el día lo disiparía implacablemente. Yo mismo me mezclo con ellos y vivo muchas veces momentos inolvidables, completamente fuera del ajetreo que la vida normal nos impone día a día. Rápidamente adquiero un otro establecimiento, el Madrigal, y después un tercero, el Normandy. Con un socialista, Gonzalo Durand, enemigo del régimen y listo noche y día a defender los intereses de los propietarios de discotecas, bares y restaurantes, creamos una asociación de defensa de los establecimientos de esta categoría en dos provincias, Federal y Miranda. Pasado poco tiempo soy nombrado presidente de la asociación y defendemos, de la mejor manera, a nuestros afiliados contra los abusos de ciertos funcionarios. Como tengo siempre ideas despampanantes, transformo el Madrigal en una boîte rusa, la Ninoska, y para dar más color al local visto de cosaco a un español de Canarias y lo monto sobre un caballo bastante manso a causa de su edad. Son los dos porteros de la boîte. Pero he aquí que los clientes ofrecen bebidas al cosaco, que se chateia el cien céntimos la hora, sin olvidar, lo que es poco recomendable, al caballo. Claro que este no va a llenarse de whisky, pero adora el azúcar empapado en alcohol, en particular el kummel. Resultado, cuando la montura está borracha y el cosaco como una cuba no es raro que mis dos porteros partan al galope por la Avenida Miranda, donde se encuentra la boîte, arteria de gran importancia y de gran circulación, a diestra y siniestra, soltando gritos de carga de caballería. Estoy viendo el cuadro: galope de arrancar el asfalto, choques, gritos de los conductores, ventanas que se abren vociferando contra estos tumultos de noctámbulos. Y en cuanto a las cuestiones que hay que resolver, la verdad es que se prestan también a la parodia. Si tengo sólo un músico, no es que se trate de un músico banal. Es un alemán, Kurt Lowendal, un organista con manos de pugilista, que toca los té-té-tés con tal convicción que las olas de su órgano hacen vibrar las paredes del edificio hasta la novena planta. Me costaba creer, pero el portero y el propietario me han llevado allí una noche para que lo verifique. Y no exageraban. Mi otra boîte, la Normandy, está muy bien situada: justo delante de la sede de la Seguridad Nacional. Por un lado, el terror y las torturas y, al otro, la buena vida. Una vez más estoy del lado bueno. Lo que no me impide complicarme la vida, pues hago la cosa más peligrosa para mí, es decir, servir de buzón de correo clandestino a prisioneros, tanto políticos como de derecho común. 1958. Después de algunos meses, la situación empieza a ponerse fea en Venezuela. La dictadura de Pérez Jiménez está herida de muerte. Hasta las clases privilegiadas se alejan de él y sólo lo sustentan el Ejército y su terrible policía política, la Seguridad Nacional, que prende cada vez a más gente. Durante ese tiempo, los tres jefes políticos más importantes de Venezuela, todos exiliados, establecen en conjunto, en Nueva York, el plan para tomar el poder. Se trata de Rafael Caldera, Jovito Vilalba y de un hombre excepcional,

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Rómulo Betancourt. El jefe del Partido Comunista, Hacha, no es invitado. Sin embargo también los comunistas dejaron vidas en la historia. El 1° de enero, un general de Aviación, Castro León, intenta sublevar a sus hombres, y un pequeño grupo de aviadores deja caer algunas bombas sobre Caracas, en particular sobre el palacio presidencial de Pérez Jiménez. La operación falla y Castro León se refugia en Colombia. Pero el 23 de enero, a las dos de la mañana, un avión sobrevuela Caracas. Es Pérez Jiménez que parte con su familia, con sus más próximos colaboradores y una parte de su fortuna. Un cargamento de tan gran valor en personas y riquezas que los venezolanos bautizaron ese avión como “vaca sagrada”. Pérez Jiménez sabe que ha perdido la partida, que el Ejército lo abandona. Después de diez años de dictadura, le dejan partir. Su avión se dirige a la isla de Santo Domingo, donde otro dictador, el General Trujillo, no puede si no acoger bien a su cofrade. Caracas despierta bajo una junta gubernamental dirigida por el Almirante Wolfgang Larrazabal, que toma el mando de este barco abandonado por el comandante y por la tripulación. Es la revolución, y en ella un joven, Fabricio Ojeda, desempeña un papel muy importante. Mientras que habría podido fácilmente crearse una posición privilegiada y hacer fortuna, no tendrá ninguna de esas flojeras y se volverá más tarde un guerrillero de los más duros. Morirá “suicidado” en un calabozo de la policía. Le conocí y debo prestarle este homenaje. Quizás un día tenga la estatua que se merece. Durante cerca de tres semanas las calles quedaron sin policía. Naturalmente hubo escenas de pillaje, pero casi únicamente contra los perez-jimenistas. Es un pueblo que explota tras diez años de mordaza. La sede de la Seguridad Nacional, delante del Normandy, es atacada y la mayor parte de los policías muertos. En los tres días siguientes a la marcha de Pérez Jiménez estuve en peligro de perder todo el fruto de doce años de trabajo. Me llaman de varios sitios diciendo que todas los discotecas, restaurantes de lujo y sitios de encuentro de los privilegiados perez-jimenistas van a ser atacados y saqueados. No es un desastre para aquellos que no viven en el local del negocio. Pero nosotros vivimos en el piso de arriba de nuestro CatyBar. Es una pequeña vivienda en el fondo de un callejón, el bar queda en la planta baja y el piso por encima, cubierto por una terraza de estilo árabe. Estoy decidido a defender mi casa, mi negocio y a los míos. Preparo veinte botellas de gasolina y fabrico con ellas cócteles Molotov. Las preparo, bien alineadas, en la terraza. Rita no me quiere dejar, está junto de mí con un encendedor en la mano. Ya está aquí. Llega una horda de gente. Los saqueadores son más de cien. Estando el Caty-Bar situado en un callejón, quien entra en la callejuela necesariamente viene aquí. Llegan cerca nuestro y distingo entre los gritos: “Este era un lugar de encuentro de los perez-jimenistas! Al asalto!” Empiezan a correr blandiendo barrotes de hierro y palas. Enciendo el encendedor. De golpe la horda se para. Cuatro hombres, con los brazos extendidos, se han atravesado en la calle y hacen parar a esa gente excitada. Entonces oigo:

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— Nosotros somos trabajadores del pueblo y también revolucionarios. Conocemos a esta gente desde hace muchos años. El patrón, Enrique, es un francés, amigo del pueblo. Lo ha probado montones de veces. Váyanse. Ustedes no tienen nada que hacer aquí. Se ponen a discutir, más calmados, y oigo a esos bravos hombres explicar por qué razón toman nuestra defensa. Eso durante cerca de veinte minutos, mientras Rita y yo continuamos en la terraza con el encendedor en la mano. Los cuatro hombres deben haberlos convencido para que nos respeten, ya que la horda se retira sin ningún gesto de amenaza. Uf! escapamos de una buena, y algunos de ellos también. Nunca más volvió a aparecer nadie. Esos cuatro hombres del pueblo, nuestros defensores, eran empleados del Servicio de Aguas de Caracas. En efecto, la puerta de al lado del Caty-Bar, al fondo del callejón, que formaba una especie de pequeña placita, es la entrada de un depósito del Servicio de Aguas, donde entran y salen camiones cisterna que van repostar a los sitios donde falta el agua por cualquier razón. Los empleados que trabajaban allí son, en su mayor parte, gente de izquierdas, lo que es natural. Muchas veces les dábamos de comer y si, quizá, venían a beber una botella de Coca-Cola no les cobrábamos nada. Vivíamos como buenos vecinos y ellos comprendían que para nosotros ellos eran hombres con tanto valor como los otros. A causa de la dictadura no hablaban casi nunca de política, pero algunas veces, después de un vaso, había quien dejaba escapar palabras imprudentes, que eran oídas y denunciadas. Entonces eran apresados o despedidos del empleo. Nosotros habíamos conseguido muchas veces, Rita o yo, que, a través de uno de nuestros clientes, el culpable fuese liberado o readmitido en el empleo. De hecho, entre senadores, diputados o militares del régimen había muchos prestabais y humanos. Raro era aquel que se negaba a prestar un servicio. Aquel día, los empleados del Servicio de Aguas pagaron con un gran valor (pues el caso no había sido ninguna broma) sus deudas para con nosotros. Y lo más extraordinario es que ese milagro se repitió con nuestros otros dos bares. En el Ninoska, ni un cristal roto. En el Normandy, enfrente mismo de la terrible Seguridad Nacional, el lugar más caliente de la revolución, donde se ametrallaba en todos los sentidos, donde los revolucionarios quemaban y saqueaban a diestra y siniestra todos los establecimientos de la Avenida México, en el Normandy, nada, absolutamente nada destruido, nada robado. ¿Por qué motivo misterioso? No tengo ni idea, nunca lo supe. Con Pérez Jiménez era la disciplina forzada, el trabajo, la seguridad pública ante todo. Hace diez años que nadie discute, y todo el mundo no hace más que obedecer. La prensa fue amordazada. Con Larrazábal, el marinero, todo el mundo baila, desobedece a su antojo, declara o escribe todo lo que puede salir de la cabeza de intelectuales políticos y demagogos, completamente locos de alegría de poder hablar a gusto, con toda la libertad. Y eso es bien simpático. Se respira. Además de esto, el marinero es poeta, alma de artista, sensible a la miseria y a la situación de miles de personas que, destronado el dictador, se lanzaron sobre Caracas, en oleadas sucesivas, venidas de los cuatro rincones

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de Venezuela. Crea el Plan de Urgencia, a cargo del Tesoro, que distribuye millones para esos desgraciados. Promete elecciones. Honestísimo, las prepara con toda la lealtad y, a pesar de vencer en Caracas, las gana Betancourt. Pero este tiene que hacer frente a una situación difícil; no hay un día en que no se trame una conspiración o no se tenga que ganar una batalla contra la reacción. Acabo de comprar el mayor café de Caracas, el Grand Café, en la Sabana Grande, con más de cuatrocientas sillas. Es el café donde Julot Huignard, el hombre del martillo de la Joyería Lévy, había maquinado encontrarse conmigo, en 1931, en los pasillos de la Santé: “Valor, Papi, nos encontraremos en el Grand Café, en Caracas”. Allí estaba. Veintiocho años después, es verdad, pero allí estaba. Soy el propietario, pero Huignard no se presenta. Así, parece que todo marcha bien para mí. Pero la situación política del país no le facilita el trabajo a Betancourt. Un atentado monstruoso y vil contra él viene a perturbar esta democracia todavía muy joven y titubeante. Comandado por Trujillo, el dictador de Santo Domingo, un automóvil cargado de explosivos explota al paso del coche presidencial, que se dirige a una ceremonia oficial. El jefe de la Casa Militar muere, el conductor queda gravemente herido, el General López Henríquez horriblemente quemado, igual que su mujer, y el propio presidente queda con los antebrazos calcinados. Veinticuatro horas después, con las manos enchufadas, hablaba al pueblo venezolano. Y eso parecía tan inverosímil que muchos llegaron a pretender que aquel que hablaba era un doble suyo. Excusado está decir que, en tal atmósfera, este país bendecido por los dioses empieza, también, a ser atacado por el virus de las pasiones políticas. Todo el mondo tiene el microbio, o casi. Hay policías por todas partes, nace una nueva raza desconocida hasta entonces. Entre los funcionarios, algunos abusan de su filiación política, nace una terrible expresión: “Nosotros mandamos”. Funcionarios de diferentes administraciones me vienen molestar varias veces. Hay inspectores de todas las especies, para los licores, para las tasas municipales, para esto y para aquello. La mayor parte de esos funcionarios no tiene preparo y sólo desempeña ese trabajo porque pertenece a tal partido político. Además, como la administración conoce mi pasado y como estoy inevitablemente en contacto con ciertos tipos que pasan por aquí, aunque viviendo honestamente y sin tener nada que ver con ellos, porque, además, estoy aquí asilado y no prescrito en Francia, los policías se aprovechan de eso para ejercer un cierto chantaje, y juegan con ello. Por ejemplo, toma realce el asesinato de un francés, hace dos años, sin que se haya descubierto el culpable. ¿Sabe algo? ¿No sabe nada? ¿No le interesa, en vista de su situación, saber un poco? Es que eso ya me empieza a molestar! Empiezo a estar cansado de esos tipos! Por ahora la cosa no es grave, pero si eso continúa así y empiezo a hacer ruido, vaya a saber como acaba, dentro de un año o dos! No, ruido aquí no, en este país que me dio la posibilidad de volverme un hombre libre y de rehacer mi hogar. No hay más que hablar, vendo el Grand Café y otros negocios y me marcho con Rita a España. Quizás ahí pueda aclimatarme y montar algo. No consigo

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instalarme. Los países de Europa están verdaderamente demasiado bien organizados. En Madrid, cuando ya tenía en la mano las trece primeras licencias para montar un negocio, me dicen, con toda delicadeza, que faltaba la número catorce. Me pareció de más. Y Rita, sabiendo que yo no podía ni por imaginación vivir lejos de Venezuela, que hasta los tipos que me chantajeaban me hacían falta, decidió que para nuestra felicidad, aunque habiéndolo vendido todo, debíamos volver.

15.- LOS CAMARONES — EL COBRE De nuevo en Caracas. Estamos en 1961, dieciséis años pasados tras El Dorado. Somos muy felices, llenos de alegría de vivir y sin problemas importantes. Las circunstancias no quisieron que yo volviese a encontrar a mi familia en España, pero las cartas que cambiamos regularmente nos mantienen al corriente de nuestras vidas mutuas. La vida nocturna ha cambiado mucho en Caracas. Adquirir un negocio tan sonado, tan bonito y tan importante como el que había vendido, el Grand Café, está más allá de nuestras posibilidades, imposible de encontrar y aún más de crear. Por otro lado, una ley ridícula tiende a hacer de los dueños de los bares y vendedores de bebidas alcohólicas corruptores de la moral pública, lo que permite toda una serie de abusos y explotación por parte de ciertos funcionarios, y yo no estoy interesado en volver de nuevo a ese campo. Hay que encontrar otra cosa. Descubro una mina, no de diamantes, sino de enormes camarones y langostinos. Y eso de nuevo en Maracaibo. Nos instalamos en un bonito piso, compro un pedazo de playa y fundo una compañía, la Capitán Chico, nombre del barrio donde se encuentra la playa. Un único accionista, Henri Charrière; presidente-director general, Henri Charrière; director de operaciones, Henri Charrière; primer colaborador, Rita. Y henos aquí los lanzados a una aventura extraordinaria. Compro dieciocho barcos de pesca. Son grandes barcos equipados con un motor externo de cincuenta caballos y una red de doscientas y cincuenta brazas. Cinco pescadores por barco. Un barco y su respectivo equipamiento completo cuestan doce mil quinientos bolívares (un bolívar = un franco). Por lo tanto, dieciocho representan mucho dinero. Vivimos intensamente. Crear vida a nuestro alrededor, transformar pueblos, barrer la miseria, volver menos penoso el trabajo, pagando bien, substituyendo la indolencia por una existencia nueva, Es lo que realizo rápidamente en los pequeños pueblos de pescadores a la orilla del lago, particularmente en San Francisco. Esta pobre gente no tiene nada. Nosotros les damos, sin ninguna garantía, un pertrecho de pesca para cada equipo de cinco. Pescan libremente y sólo tienen como compromiso venderme los langostinos o los camarones al precio del día menos medio bolívar, ya que todo el material de pesca y su respectivo mantenimiento están a mi cargo.

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El negocio va viento en popa y me apasiono por él. Tenemos tres camiones frigoríficos que no paran de recorrer las playas para traer lo que han pescado mis barcos y también la pesca de otros pescadores que la venden a quien ofrece más. Hice construir en el lago un pontón sobre estacas, de más de treinta metros, así como una gran plataforma cubierta. Rita dirige desde ahí un equipo de ciento veinte a ciento cuarenta mujeres que retiran de las gambas y de los langostinos la parte donde se encuentra el aparato digestivo, es decir, la cabeza. Después, lavados y vueltos a lavar en agua helada, son pesados según la libra americana. Hay quiere de diez a quince por libra, quiere de veinte a veinticinco, quiere de veinticinco a treinta. Cuánto mayores, más caros son. Cada semana recibo de América una hoja verde, la green sheet, que nos da la cotización de la gamba de cada martes. Todos los días parte al menos un avión DC 8 para Miami, es decir, veinticuatro mil ochocientas libras, y a veces dos, siendo uno de ellos un DC 4 con doce mil cuatrocientas libras. Habría ganado mucho dinero si un día no hubiese cometido la tontería de aceptar un socio americano. Su rostro es una verdadera luna, tiene un aire bueno, imbécil y honesto. No habla español ni francés, y como yo no hablo inglés, no podemos discutir. Este americano entró sin capital, pero alquiló los frigoríficos de una marca de hielo conocida, vendido en todo Maracaibo y sus inmediaciones. La congelación de los camarones y langostinos es perfecta. Tenía por lo tanto a mi cargo la pesca, la vigilancia de mis barcos, hacer recoger o recoger yo mismo el producto de la pesca del día en mis tres camiones frigoríficos y pagar directamente la mercancía a los pescadores, rápido, llevando solo sumas considerables. A veces iba a la playa con treinta mil bolívares en el bolsillo y volvía sin un centavo. Todo eso está bien organizado, pero nada se hace solo y la lucha es constante, tanto con mis propios pescadores como con los compradores piratas. Los pescadores son personas naturalmente honestas. Se han vuelto trabajadores con miras en la ganancia. Pero esa ganancia no es aplicada de la mejor manera y continúan viviendo en las condiciones más modestas. Quizás sea por virtud, pero no sienten necesidad de conseguir su casa, de tener muebles, una verdadera cocina y un aposento destinado para dormir. Me esforcé por explicarles apasionadamente todos los principios en favor de esas reformas, pero permanece siempre un fondo de inercia contra el cual soy impotente. Lo lamento, pero eso no me impide de ser el padrino de una serie de críos! El verdadero drama son los compradores piratas. Como dije, quedó decidido con los pescadores que utilizaban mi material que les pagaba lo que ellos pescasen al precio del día, menos medio bolívar por kilo, lo que era correcto. Los compradores piratas, esos, no arriesgan nada. No tienen barcos, sólo un frigorífico, y es todo. Se presentan en las playas y compran la gamba no importa a quien. Cuando un barco lleva ochocientos kilos de camarones, medio bolívar más por kilo hace, para mis pescadores, una diferencia de cuatrocientos bolívares entre lo que les pago y lo que les da el comprador pirata. Y tal cantidad, dividida por cinco, representa ochenta bolívares más para cada pescador. Hay que ser un santo para resistir la tentación. Así, cada vez que se presenta la ocasión, mis pescadores aceptan la oferta del pirata. Es necesario,

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por lo tanto, que defienda mis intereses casi día y noche, pero esta lucha me gusta y me place intensamente vivirla. Cuando enviamos los camarones y langostinos a los Estados Unidos, el pago se hace a través de carta de crédito contra la presentación al banco de los documentos de expedición, con el certificado de control de buena calidad del producto y de su perfecta congelación. El banco paga el ochenta y cinco por ciento del valor total y el restante quince por ciento se recibe setenta y dos horas más tarde, tras la buena recepción y verificación de la remesa, sobre aviso de Miami para Maracaibo. Pasa a veces que, el sábado, cuando hay dos aviones de gambas, mi socio iba en uno de ellos para acompañar el cargamento. Ese día el flete cuesta quinientos dólares más por libra y, en Miami, los encargados de recibir la mercancía no trabajan. Es necesario entonces que alguien esté presente para hacerla descargar por equipos especiales, cargarla en el atraillado frigorífico y conducirla hasta la fábrica del comprador en Miami, o Tampa o Jacksonville. Como en ese día, por ser sábado, los bancos están cerrados, no hay posibilidad de hacer funcionar la carta de crédito, ni tampoco el seguro. Pero el lunes por la mañana, en Estados Unidos, el producto se vende de un diez a un quince por ciento más caro. La operación es buena. Todo va sobre ruedas y me felicito del bonito negocio que mi socio hace los sábados al partir con los aviones. Hasta el día en que no volvió. Por mala suerte, esto pasa en los meses en que hay poca gamba en el lago. He alquilado un barco grande en Punto Fijo, un puerto de mar, y he hecho un viaje a Los Roques para recoger un bonito cargamento de magníficas langostas. Vuelvo cargadísimo con un producto de primera calidad. En el local mando sacarles las cabezas. Tengo, pues, un cargamento de gran valor, nada menos que cola de langostas de un kilo doscientos a un kilo trescientos, las mejores. Y un bonito sábado, dos DC 8 cargados de colas de langostas, pagadas por mí, así como los gastos de expedición y todo lo demás, vuelan y desaparecen entre las nubes. El lunes ni una palabra. El martes, lo mismo. Voy al banco y, de Miami, nada. No quiero creerlo, pero lo estoy viendo: he sido engañado. Como era mi socio el que manejaba las cartas de crédito y como los sábados no había seguro, vendió todo el cargamento a su llegada y huyó con la pasta. Se apodera de mí una cólera terrible y salgo para América en busca del cara de luna, con un revólver en la cintura. Encuentro su rastro, lo que no es difícil, pero en cada casa doy con una santa mujer que dice ser su legítima esposa y no saber donde se encuentra su marido. Y eso por tres veces, en tres ciudades diferentes! Nunca más encontré a mi simpático socio. Me encuentro abatido. Hemos perdido ciento cincuenta mil dólares. Quedan, es cierto, los barcos, pero en muy mal estado, así como los motores. Y, como se trata de una actividad donde es necesario disponer cada día de mucho dinero para trabajar, no podemos aguantarnos ni renovar energías. Casi arruinados, lo vendemos todo. Rita no se lamenta ni me hace ninguna censura por haber sido demasiado confiado. El capital, constituido por los ahorros de catorce años de trabajo duro, más dos de sacrificios inútiles y de esfuerzos constantes, se perdió todo, o casi.

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Con lágrimas en los ojos, abandonamos esta gran familia de pescadores y trabajadores que habíamos creado. También ellos están consternados, nos manifiestan el dolor de vernos partir y el reconocimiento de que les hemos dado, durante dos años, una vida que hasta ahora nunca habían conocido. Regreso a Caracas. Nos instalamos en un agradable piso, no lejos del Grand Café, en plena Sabana Grande. ¿Qué vamos a hacer? No tenemos capital para adquirir un negocio. Hay que encontrar otra cosa. Oigo decir que grupos extranjeros están interesados en la compra de todos los restos de cobre electrolítico, sea cuál sea la cantidad. El negocio es delicado, ya que ese cobre es considerado como material estratégico. Es controlado en toda América del Sur por los americanos, que vigilan cualquier salida hacia el Telón de Acero. En Venezuela, el organismo que se ocupa de este control es el Departamento Logístico del Ejército. Según los compradores, hay grandes cantidades disponibles en Venezuela, ya que esta no posee los medios industriales para su tratamiento. Ellos saben que es casi imposible hacerlo salir del país, pues son necesarias licencias de exportación que sólo se pueden obtener con la autorización del Ejército o, al menos, con un documento que no se oponga al pasaje de las licencias. Entonces empieza ahí la más loca historia de mi vida. Entro en contacto con los grupos de compradores y les explico que soy el hombre de la situación. Rápidamente les hago abrir cartas de crédito para la operación, porque antes de cualquier iniciativa debo asegurarme de que, en la hipótesis de que el negocio ser coronado por el éxito, ellos deberán tener los millones de dólares que exige. Y los dólares aparecen, a nombre de ellos, por supuesto. Entonces me lanzo y voy de contacto en contacto. Me ofrecen de todas partes cantidades importantes de cobre de recuperación. Unos saben donde se encuentra un tendido submarino retirado del servicio y almacenado en secreto. Tan precioso, según ellos, que está guardado en un depósito bajo la vigilancia de guardas nacionales que no tienen la menor idea de lo que hay allí dentro. El vendedor me explica que el tipo que le indicó el negocio le suministró también un precioso pormenor: el cable ha sido cortado en pequeños pedazos y puesto en viejos barriles en la superficie de los cuales hay hierro colado, para que pueda pasar como hierro viejo en el momento de su exportación, lo que es legal. Un muy respetable comerciante catalán tiene un yerno empleado en la Sociedad de Electricidad, que posee kilómetros de viejos cables de cobre de alta tensión, que han sido substituidos por cables de otro metal. Según él, están a mi disposición cuando yo quiera, a buen precio, pagados al contado. En toda Venezuela se creen montes de cobre, celosamente guardados y escondidos, que sólo esperan comprador. Cada vendedor guarda en secreto sus fuentes, no sirviendo él mismo muchas veces sino de intermediario a otro vendedor. También, casi siempre de buena fe, sólo me dan referencias vagas, nunca habla ni nunca dice el nombre de su vendedor. Todo corre en un clima de confianza mutua. Se crean verdaderas barreras de silencio. Compro, vendo, compro, vendo, vendo, y ofrezco suntuosas comidas regadas con champaña a mis futuros compradores y vendedores, en mi pequeño piso.

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En la cocina Rita da lo mejor de sí. Me considero el más astuto y hábil de los comerciantes. Soy el eje del negocio, los compradores y los vendedores sólo me conocen a mi. Me vuelvo maquiavélico, compro conciencias, a crédito (felizmente), unas para obtener en el momento deseado licencias de exportación, otras para asegurarme, a través de comisiones, que las reservas de las diferentes compañías no serán vendidas a otros. Eso me cuesta todo mi talento, mi tiempo y la pasta que ha quedado del desastre de la pesca. Se consume en desplazamientos, rentas que van para además de un año, vinos, whisky y platos elegidos, para tratar a todo el mundo como un gran hombre de negocios. Hago reuniones donde cada uno defiende con intransigencia los millones que le deben caer. Las co-participaciones en los futuros beneficios son tan importantes como variadas. Hay comidas y reuniones secretas con los compradores, que se impacientan. Hay comidas y reuniones todavía más secretas con los amigos de los amigos de los amigos que pueden conceder las licencias de exportación del ministerio. Hay un intermediario que propone un puerto de embarque donde, en su opinión, él hace lo que quiere: cerrarán los ojos a la mercancía, el cobre pasaría por plomo, hierro colado o hierro viejo. Se calculan los precios de transporte y concluyo que será necesario un puerto para cada región. Para oriente: Guanta; para occidente: Maracaibo. En una palabra, cuantas más cuentas hago con mis compradores, más me doy cuenta de que la cantidad de millones a dividir será sensacional. Estoy apunto de triunfar. Después de una de esas memorables comidas de Rita, de la cual todavía hoy hablan ciertos honrados comerciantes de Caracas, ultimé con mis principales vendedores los pormenores de la operación. Está todo arreglado. Cada uno tomó nota cuidadosamente de los cientos de toneladas que está pronto a suministrarme, después de discutida su comisión. Las fechas de entrega están fijadas y los envases bien definidos. Entonces, ya que todo está definitivamente a punto, sólo queda asesorarme junto a un oficial venezolano como debo hacer para obtener de los servicios interesados del Ejército la certidumbre de que no hay oposición a la concesión de las licencias por el ministerio. Le doy un dossier que contiene las cantidades, cualidades y orígenes del cobre. Al día siguiente es la bomba. Me llaman al teléfono: — Apreciado amigo, estoy desolado al saber que ha vendido más cobre que el que existe en toda Centroamérica y América del Sur reunidas. ¿Qué diablos ha pasado? ¿Este tipo está loco? ¿No está interesado en el negocio? ¿Lo cree deshonesto, muy arriesgado? Si el cobre existe! No, tiene que ser otra cosa! Tanta gente junta, no me pueden haber mentido todos! Pero por la tarde viene a mi casa y, con los documentos en la mano, me da pruebas irrefutables. No pude dudar de la catastrófica realidad. Yo había creído en mis vendedores, que a su vez habían creído en sus vendedores, muchas veces ellos mismos intermediarios entre el primer y el último eslabón de la cadena. Pero, llegado a este último, la mayor parte de las veces el cobre nunca ha existido sino en su imaginación. Muchas veces sólo ha servido de cebo para conseguir otros negocios.

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Es lo que ha sucedido con el catalán. Qué astutos son los catalanes! Le han comprado tres docenas de frigoríficos podridos que nadie quería ni regalados, sólo porque él había hecho tratos con un segundo negocio: la compra cierta y segura de treinta toneladas de cobre de recuperación. Otro de mis vendedores, un húngaro, tenía, en esa misma esperanza, el piso lleno de puntas de pico. A partir de ese día gira la cara cada vez que ve un cantoneiro. Pongo a los vendedores contra la pared, pero ya es tarde. Debería haber empezado por ahí. Siguiendo la madeja, las toneladas se transforman en kilos y a veces en libras. Allí, donde yo debía encontrar un maravilloso depósito, encontraba un pequeño montón de cápsulas de obuses quemadas por el Ejército en los ejercicios de tiro. Eso es todo. El cable submarino nunca existió, así como las líneas de alta tensión o como las líneas substituidas de las compañías petrolíferas u otras. La situación es grave y el perjuicio grande, ya que, en un año, había gastado casi todo el dinero que nos quedaba, convencido de que el futuro estaba más que asegurado. En realidad, la única cosa que realmente existía eran los compradores. Y, a esos, ni siquiera pude rembolsarles los considerables gastos que habían hecho con los traspasos de fondos y la apertura de las cartas de crédito. No tuve grandes complicaciones con ellos pues había actuado de buena fe y no había cometido la menor falta: había creído sólo en los vendedores, todos comerciantes honestos. No vale la pena describir en que estado quedé. En menos de dos años había sido por dos veces víctima de ladrones. Primero, el americano con cara de luna y, después, los negociantes burgueses, que se dicen aptos para todo y que a fin de cuentas no sirven para nada. Estoy de tal manera irritado contra mí mismo que grito yo solo en el comedor: — De ahora en delante no quiero más negocios con gente seria. Mienten y roban demasiado! En el futuro sólo trataré con pícaros! Por lo menos con esa gente sabes de qué va la cosa.

16.- EL GAB — PABLITO Llaman a la puerta (el timbre no suena) y voy a abrir, deseando que sea uno de mis numerosos vendedores de cobre, a fin de poder, por lo menos sobre uno de ellos, descargar todo mi repertorio y si puedo, según su aptitud para dejar insultarse sin oposición, darle una buena tunda. Es mi viejo amigo, el Coronel Bolagno. Desde siempre él y su familia fueron los únicos en Venezuela a llamarme por Papillon. Todo el mundo me llamaba Enrique o Don Enrique, según mi situación. Para eso los venezolanos son unas águilas, saben inmediatamente si somos prósperos o estamos en dificultades. — — — —

¿Entonces, Papillon? Hace más de tres años que no nos veíamos. Es verdad, Francisco, tres años. ¿Por qué no has venido a verme a la nueva casa que construí? No me has invitado.

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— Los amigos no se invitan, vienen cuando quieren, pues nuestra casa es de nuestros amigos. Invitarlos sería un insulto y meterlos en el rol de aquellos que no pueden venir a visitarnos sin ser invitados. No digo nada, pues reconozco que tiene razón. Bolagno le da un beso a Rita. Se sienta, con los codos apoyados en la mesa y con un aire muy preocupado. Tira su gorra de coronel. Rita le sirve un café y le pregunto: — — — — — — — — — — —

¿Como supiste mi dirección? Eso es una cosa que me da respeto. ¿Por qué no me la mandaste? Mucho trabajo y muchos problemas. ¿Tienes problemas? Bastantes. Entonces llamé a la puerta equivocada. ¿Por qué? Vine pedirte prestados cinco mil bolívares. Estoy en dificultades. Imposible, Francisco. Estamos arruinados — dice Rita. ¡Ah! ¿Estáis arruinados? Estás arruinado, Papillon, ¿es realmente verdad que estás arruinado? ¿Y no tienes vergüenza de decirme eso? ¿Estás arruinado y te escondes de mí? ¿Es por eso que nunca me has visitado para contarme tus problemas? — Sí, es verdad. — Pues bien, permíteme que te diga que eres un tipo indecente. Los amigos sirven justamente para desahogarnos y para que nos ayuden a salir de las situaciones difíciles. Y tú eres indecente por no haber pensado en mí, en tu amigo, para que te ampare y ayude. Pues que sepas que tus problemas los supe a través de terceros, y es precisamente por eso que estoy aquí, para ayudarte. Rita y yo no sabemos donde escondernos y la emoción nos impide de hablar. No pedimos nada a nadie, es verdad. Pero muchos a quienes presté grandes servicios y que me deben hasta su situación saben que estamos arruinados y nadie nos ha venido a ofrecer ayuda. La mayor parte son franceses, personas honestas y vagabundos también. — ¿Que puedo hacer por ti, Papillon? — Es necesario mucho dinero para montar un negocio que nos permita ganarnos la vida Aunque lo tengas, no podrás deshacerse de él y seguramente ni tengas una suma tan grande. — Vístete, Rita, vamos a comer los tres al mejor restaurante francés de la ciudad. En el fin de la comida, quedó combinado que yo buscaría uno negocio y que le diría la suma necesaria para su adquisición. Bolagno concluyó: — Si lo tuviese, no hay problema, si no llega pediré prestado a mis hermanos y a mi cuñado. Pero te doy mi palabra de honor de que conseguiré lo de que necesitas.

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Todo el resto del día no dejamos de hablar de él, Rita y yo, de su delicadeza. — Me dio su único traje de civil cuando era un simple cabo en la prisión de El Dorado, para que yo saliese decentemente vestido, y, hoy, nos viene ayudar de nuevo. Pagamos los alquileres atrasados antes de mudarnos a un agradable caférestaurante, bien situado en la primera avenida de Las Delicias, siempre en el barrio de Sabana Grande. Se llama Bar-Restaurante Gab y es allí donde somos sorprendidos con la llegada del Grand Charlot. Charles de Gaulle, entonces presidente de la República Francesa, viene en visita oficial, invitado por el presidente de Venezuela, Raúl Leoni. Caracas y toda Venezuela están de fiesta. No solamente los oficiales o las clases privilegiadas, sino, como digo, toda Venezuela. El pueblo, el genuino, el de las manos insensibles, el del sombrero de paja y alpargatas, todo este pueblo generoso espera, sin excepción, emocionadamente, a Charles de Gaulle, para aclamarlo. El Gab tiene una agradable terraza cubierta y estoy tranquilamente sentado a una mesa, bebiendo pastis con un francés que intenta explicarme el misterio de la fabricación de la harina de pescado, pero que me habla en voz baja de un descubrimiento que acaba de poner en práctica y que le dará millones, una vez homologado. Se trata de nada más ni nada menos que el cine en relieve. Baja la voz y mira alrededor para darse el aire más confidencial posible y también para decirme qué cantidad de dinero podría yo poner en sus investigaciones. Nada imbécil, el sujeto se expresa con la palabra exacta aprendida en la Central, no la central de Clairvaux u otra, sino mismamente en la famosa Escuela Central de París, semillero de grandes ingenieros. Es siempre divertido oír historias de alguien que nos elige como víctima, y era tan absorbente su discurso que, encantado, no me doy cuenta de que un vecino de al lado está escuchando. Hasta el momento en que desdoblo un pedazo de papel que Rita, que estaba en la caja, me envía por el camarero de la terraza: “No sé que están hablando, pero lo cierto es que el vecino de al lado parece muy interesado en su conversación.” Tiene aire de ser astuto. Para terminar con el inventor, le aconsejo vivamente que prosiga en sus investigaciones y le digo que tengo tanta fe en su éxito que entraría inmediatamente en el negocio si tuviese algunos ahorros, que desgraciadamente no tengo. Cuando se va, me levanto y, al volverme, me quedo mirando a la mesa de atrás. Un tipo está sentado, bien acomodado, muy bien acomodado diría, impecablemente vestido, con un traje azul metálico, con corbata y todo, teniendo sobre la mesa frente a sí un pastís y un paquete de Gauloises. Innecesario preguntarle cuál es su profesión, ni su nacionalidad. — Perdone, ¿fuma cigarrillos franceses? — Sí, soy francés.

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— Esa es buena. No le conozco. Dígame, ¿por casualidad no es usted un gorila del Grand Charlot? El tipo se levanta y se presenta: — — — — — — — — —

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Soy el Comisario Belion, encargado de la seguridad del general Es un placer. ¿Y usted es francés? Dejémonos de bromas, comisario. Usted sabe muy bien quien soy y no es una casualidad que esté en mi botiquín. Pero... No vale la pena insistir. Sólo tiene una cosa a su favor: el hecho de haber puesto ostensiblemente el Gauloises sobre la mesa para que yo me dirigiera a usted. ¿Es verdad o no? Exacto. ¿Otro pastís? OK. Vine verlo, pues, como responsable de la seguridad del presidente; organizo, para la Embajada, una lista de personas susceptibles de tener que dejar Caracas cuando el presidente se encuentre aquí. Esa lista será sometida al Ministerio de Interior, que tomará las medidas precisas. ¿Y estoy en esa lista? Todavía no. ¿Que sabe usted de mí? Que tiene familia y que vive honestamente. ¿Y qué más? Que su hermana se llama Señora X... y vive en tal lugar en París, y que la otra, Señora Y..., vive en Grenoble. ¿Y qué más? Y que usted fue prescrito el año pasado, en junio de 1966. ¿Quien le dijo eso? Lo sabía antes de salir de París, pero el Consulado de aquí había sido notificado. ¿Por qué el cónsul no me lo dijo? Oficialmente él no conoce su paradero. Pero lo conoce bien para mandarme a los franceses que se creen en dificultades, para que yo los ayude. Eso es por la Alliance Française, no es lo mismo. Quizás. De todas formas, gracias por la buena noticia. ¿Puedo ir al Consulado para obtener la comunicación oficial? Cuando quiera. Pero dígame, comisario, ¿por qué está, esta mañana, sentado en mi restaurante? No es para venir a darme noticias de mi prescripción, ni para decirme que mis hermanas aún viven en el mismo lugar, ¿no es verdad? Con efecto. Era para verle, para ver a Papillon. Usted sólo conoce un Papillon, el del proceso de París. Una montaña de mentiras, de exageraciones, de autos malintencionados. Un proceso que ni siquiera definía el hombre que yo era antes y, mucho menos aún, el que soy ahora. Creo en ello sinceramente y le felicito.

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— Entonces, ahora que me ha visto, ¿va a ponerme en la lista de las personas a expulsar durante la estancia de De Gaulle? — No. — Pues bien, comisario, ¿quiere que yo le diga por qué está usted aquí? — Sería gracioso. — Es porque se debe haber dicho a si mismo: un aventurero es siempre alguien que busca obtener pasta. Pues, Papillon, aunque se porte bien, es un aventurero. Rechazar una suma considerable para actuar él mismo contra De Gaulle, quizás, pero conseguir una buena suma para colaborar sencillamente en la preparación de un atentado ya es más plausible. — Continúe. — Se engañó rotundamente, mi apreciado comisario. Primero, no me metería en un atentado a ningún precio, y mucho menos contra De Gaulle. Y después, ¿quien puede tener interés en cometer un atentado en Venezuela? — La OAS. — Bueno, no sólo es posible, sino bastante probable. Fallaron muchas veces en Francia, pero en un país como Venezuela es jauja. — ¿Jauja? ¿Por qué? — Con la organización de que disponen, los tipos de la OAS no necesitan entrar en Venezuela por las vías normales, puertos o aeropuertos, sin hablar de la costa de casi dos mil kilómetros. Las fronteras terrestres son inmensas: Brasil, Colombia y la Guayana Inglesa. Pueden entrar como quieran, el día y a la hora que quieran, sin que nadie se de cuenta. Fue el primer error que cometió, comisario, pero hay otro. — ¿Cuál? — dice Belion sonriendo. — Los tipos de la OAS, si son tan astutos como se dice, evitarán entrar en contacto con los franceses domiciliados aquí. Porque, sabiendo que la policía irá ha hablar con ellos, la primera precaución a tomar es no acercarse a ningún francés. No se olvide también de que una persona malintencionada no va a un hotel. Hay aquí cientos de personas que alquilan una habitación a quienquiera sin declararlo. Por lo tanto, no vale la pena buscar entre los franceses que viven aquí, ociosos o no, a las personas capaces de organizar un atentado contra De Gaulle. Me parece que al oír aquello Belion pierde un poco la sonrisa. Preocupado, lo noto, se va diciéndome que le vaya a visitar cuando pueda volver a París. Me da la dirección del Elíseo. Fui allí, pero nadie le conocía. Es una pena, sería divertido volver a ver a ese comisario que fue tan correcto conmigo. Porque, al final, no fui expulsado de Caracas, como otros franceses, durante la estancia de De Gaulle. Estancia sin historia, por otro lado. Y, como una bestia, fui aplaudir a De Gaulle. También derramé unas lágrimas al ver al presidente de mi país. Y, como una redoblada bestia, me olvidé, por la simple presencia de ese jefe que salvó la honra de mi patria, de que fue esa misma patria que me envió para toda la vida a los trabajos forzados. Y, como una triple bestia, habría dado uno de mis dedos para estrecharle la mano o para asistir a la fiesta dada por la Embajada en su honra, a la que, bien entendido, no estaba invitado. Pero indirectamente la malta pudo vengarse porque en esa fiesta se habían introducido algunas de

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las viejas prostitutas francesas jubiladas, que, dignificadas, si se puede decir así, por una buena boda, se encontraban allí con los brazos cargados de flores para ofrecérselas a la esposa del presidente, encantada. Fui a visitar el cónsul francés, que me leyó la notificación de mi prescripción para el año siguiente. Un año más e iría a Francia. Debo decir que ni al principio de mi vida en libertad en Venezuela, ni después, ni en cualquier circunstancia, fui molestado por los embajadores o cónsules que pasaban por allí. Nunca he puesto los pies, durante estos largos años, en la Embajada o en el Consulado, pero, por lo contrario, en mis restaurantes he tenido muchas veces la presencia de miembros de la una o del otro. Nuestra situación mejora rápidamente y vuelvo al negocio de los clubes nocturnos, comprando el Scotch Club, situado en Chacaito, en pleno centro de Caracas. Historia curiosa, ya que me meto en ese negocio para ir en ayuda de un pobre calderero francés que unos tipos sin escrúpulos querían despojar. Ese gesto de caballero andante será después bastante lucrativo para mi. Después de muchos años vuelvo a vivir la noche. Noche de Caracas, que se vulgariza cada vez más, perdiendo ese cuño bohemio que le daba todo el encanto. Los bohemios ya no son los mismos y a esa nueva clientela le falta el “saber-vivir” de las clases privilegiadas. Prácticamente vivo en la calle, estando lo menos posible en el bar, casi siempre vagabundeando por los barrios de los alrededores. Aprendo a conocer a los extraordinarios chicos de las calles de Caracas, que se arrastran toda la noche para ganar unas monedas, la imaginación fecunda de esos críos al margen de la vida normal, cuyos padres viven en barrios de latas. No siempre son buenos, de hecho, pues muchos de ellos no vacilan, en medio de su miseria material, en explotar a los propios hijos. Y estos chicos, valerosamente, se lanzan a la noche para llevarse a casa la pequeña suma que les es exigida. Estas bandas de críos tienen de cinco a doce años. Unos engrasan zapatos, otros, a las puertas de los cabarés, se ofrecen para guardar el coche de los ociosos que se sumergen en las boîtes y otros, aún, consiguen abrir la puerta del coche antes que el portero. Mil oficios, mil miserias, mil calamidades para juntar bolívar tras bolívar hasta sumar una decena de ellos, alrededor de las cinco o las seis de la mañana, y volver a casa. Está claro que tengo amigos entre ellos, muy dignos y conscientes de lo que es la amistad. No me piden una ayuda directa, si no están en las últimas o cuando la noche se acaba y los deja desesperados por no haber juntado nada. Entonces vienen a hablar conmigo. Es conmovedora nuestra amistad y casi complicidad. Muchas veces, cuando un cliente conocido se apresura a entrar al automóvil, lo invito a ser generoso con ellos, y digo la frase de costumbre: — Hombre, tenga consideración! Piense en el dinero que se ha gastado en la boîte, cuando un céntimo que se gaste será muy útil a este pobre niño. De cada diez veces, nueve resultan, y el generoso farrista da al niño un billete de diez o veinte bolívares. Mi mejor amigo se llama Pablito. Aunque pequeño y delgado, es valiente y se pelea como un león contra los más mayores y altos

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que él. Porque en esta lucha por la vida los intereses se oponen y, si un cliente no elige en especial a ninguno de ellos para que le guarde el coche, es al más rápido, cuando el cliente sale, el que recibirá la propina. De ahí verdaderas batallas para defender y hacer respetar lo que les pertenece o les debería caber. Mi pequeño compañero es inteligente y aprendió a leer en los periódicos que, a veces, vende. No hay nadie como él para anticiparse a los competidores y llegar el primero a la puerta del coche que alguien aparca a lo largo del paseo. También es el más rápido para dar pequeños recados y entregar sándwiches o cigarrillos que no haya en el bar. Mi pequeño compañero, Pablito, lucha todas las noches para ayudar a su abuela, una abuela muy vieja, que tiene, según parece, canas, ojos de un azul deslavado y tanto reumatismo que le es completamente imposible trabajar. La madre está presa por haber golpeado con una botella a un vecino que le quería robar la radio. Es muy guapa su mamá. Y él, Pablito, con nueve años, es el único responsable de la familia. No quiere que la abuela, el hermano y la hermana más jóvenes salgan a la calle, ni de noche ni de día. Él es el jefe y, por lo tanto, debe vigilar y proteger a los suyos. También ayudo a Pablito cuando no tiene una buena noche o en casos graves que se repiten con frecuencia: cuando hay que hacer dinero para comprar los medicamentos de la abuela o alquilar un taxi para llevarla al hospital de los pobres para la visita del médico. — Mi abuela también sufre de crisis de asma, Enrique. Dése cuenta de lo que eso cuesta! Y todas las noches Pablito me suministra el parte de salud de su abuela. Un día me hace un gran pedido. Necesita de cuarenta bolívares para comprar un colchón de muelles de segunda mano. A causa del asma, la abuela no se puede acostar en una red; el médico le había dicho que eso le comprimía el tórax. Como si instala muchas veces en mi coche, un día un policía que hablaba con él, apoyado en la puerta y jugueteando con el revólver, le metió, sin querer, una bala en el hombro. Pablito es conducido con urgencia al hospital. Es operado y voy verlo al día siguiente. Le pregunto donde está la barraca donde vive y como ir hasta allá. Me dice que es imposible encontrarla sin ir con él y que el médico no le deja levantarse en aquel estado. Por la noche busco a uno de los camaradas de Pablito, esperando que uno de ellos me pueda llevar hasta junto a su abuela. Maravillosa solidaridad de los niños de la calle. Todos me dicen no saben donde vive. No creo una palabra porque todos los días varios de ellos se esperan unos a otros, de madrugada, para regresar juntos al barrio. Quedo intrigado y le pido a la enfermera que me llame el día en que Pablito tenga una visita de la familia o de los vecinos. Le doy el número de teléfono de mi piso. Dos días más tarde, llego al hospital después de una llamada de la enfermera. — Entonces, Pablito, ¿como va eso? Pareces insatisfecho. — No, Enrique. Es que me duele la espalda.

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Sin embargo, hace un momento se estaba riendo — dice la visita. ¿Usted es de la familia? No, soy una vecina. ¿Como van la abuela y los pequeños? ¿Cuál abuela? Pues... la abuela de Pablito! Pero si Pablito no tiene abuela! Esa si que es buena!

Llamo la mujer a parte. Sí, tiene una hermanita y un hermanito, pero no tiene abuela y la madre no está en la cárcel. Es un pobre guiñapo, medio idiota, inofensiva pero irresponsable. Admirable chico de las calles de Caracas, que no quería que su amigo Enrique supiese que su mamá era medio idiota, que la prefería en la cárcel, pero bella, y que había inventado esa maravillosa abuela, repleta de asma, para que su viejo amigo, el francés, le diese dinero, aliviase la miseria y la desesperación de su pobre mamá. Vuelvo a la cama de mi pequeño compañero, que no tiene valor de mirarme a la cara. Le levanto suavemente el mentón. Tiene los ojos cerrados y, cuando finalmente los abre, le digo: — Pablito, eres un troco de hombre (eres un hombre de los diablos). Le pongo en la mano un billete de cien bolívares, para la familia, y salgo feliz y orgulloso de tener amigos como este. Pablito, ¿un pequeño vagabundo de las calles de Caracas? No, un alma excepcional, sazonada por la adversidad desde los primeros pasos y que lucha en las noches de Caracas para, a los nueve años, dar de comer a los suyos.

17.- MONTMARTRE — MI PROCESO 1967, estoy prescrito. Me voy solo a Francia. Imposible confiar a alguien la dirección de nuestro negocio. Para que allí se pueda mantener una atmósfera sana hay que tener pulso, valor, imponer el respeto, y sólo Rita está en condiciones hacerlo. Ella me dice: — Ve a besar a los tuyos a su casa. Ve a visitar la tumba de tu padre, después ve hasta Israel a dar un beso a mi madre, que está tan vieja. Entré en Francia por Niza. A pesar de mi pasaporte venezolano y del visado del Consulado francés, tomé el avión Caracas—Madrid—Barcelona y después Barcelona—Niza. ¿Por qué Niza? Con mi visado francés tengo también el documento oficial, entregado por el cónsul de Francia en Caracas, que me notifica mi prescripción conferida por el

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Tribunal de Apelación de París. Pero al entregarme el visado y este documento, el cónsul me dice: — Aguarde a que yo pida instrucciones a Francia para saber en que condiciones puede volver. No hay más que hablar. Si vuelvo al cónsul y si quizá él ha recibido respuesta de París, me va a notificar mi prohibición de entrada para toda la vida en el departamento del Sena. Pues, es mi intención ir a París. Evito así tal notificación y, al no haberla recibido ni firmado, no estoy en trasgresión. A menos que el cónsul, teniendo conocimiento de mi partida, avise a la policía del aeropuerto de París para que yo la firme a mi llegada. La razón de mis dos etapas: llego a Niza como si viniese de España. 1930-1967. Han pasado treinta y siete años. Trece años de “camino de la podredumbre”, veinticuatro años de libertad, de los cuales veintidós en un hogar, gracias al cual, reincorporado a la sociedad, vivo honestamente sin estar, a pesar de eso, completamente disciplinado. En 1956, un mes con los míos en España. Después, un periodo de once años, durante los cuales, a pesar de todo, nuestras numerosas cartas mantuvieron el contacto vivo con mi familia. 1967. Les veo a todos. Entré en su casa, me senté a su mesa, senté en mi regazo a sus hijos y nietos. Grenoble, Lyon, Cannes, Saint-Priest y al fin SaintPéray, donde encuentro, en casa de papá, a tía Ju, siempre en su puesto. Empaqueté cuidadosamente las grandes fotografías de mis padres, recibí altivamente las medallas de mi padre, ganadas en la guerra del 14, y guardé como un tesoro la libreta de la Caja de Ahorros, de la cuenta que me había abierto cuando tenía un mes. Pude así leer: Diciembre de 1906, Saint Etienne de Ludgarès, Henri Charrière, cinco francos. Hay depósitos de dos francos, de tres francos, hasta de un franco, símbolo de amor para con su niño, para quien estos francos representan millones de ternura, aunque nunca hubiesen sido levantados. Oí a tía Ju contarme por qué razón papá habría muerto más pronto. Estaba regando el jardín y cargaba regaderas, horas y horas, a una distancia de más de doscientos metros: — Ya ves, hijo, a su edad! Podría haber comprado una manguera, pero mira...! Era testarudo como un burro, y como el vecino no quería pagar la mitad y él sabía que tan pronto la comprase el otro se la pediría, pues bien, porfió hasta el fin, y un día, cuando cargaba con las regaderas, su corazón reventó. Aún veo a mi padre, lo veo nítidamente, cargando las pesadas regaderas hasta las plantaciones de lechugas, tomates o frijoles verdes. Le veo, porfiando en no comprar esa célebre manguera, mientras su mujer, tía Ju, le pide todos los días que lo haga.

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Estoy viendo a este profesor de provincias parar para respirar y secarse la frente con el pañuelo o para dar un consejo a un vecino y ciertamente una lección de botánica a uno de sus nietos, en convalecencia en su casa de una tos ferina o de caxumba. Le veo repartir una parte de su cosecha con aquellos que no tienen jardín y hacer paquetes que envía a los cuatro rincones de Francia a fin de ayudar a los suyos o los amigos, durante las restricciones de la última guerra. Antes de ir al cementerio a visitar su tumba pedí a tía Ju que me llevase a dar sus paseos preferidos. Y fuimos al mismo paso que él, por los mismos caminos de piedra, orlados de juncos, de margaritas, de amapolas, esperando el momento en que un hito, abejas o el vuelo de un pájaro le recordase a tía Ju un pequeño incidente del pasado que los hubiese impresionado. Y entonces, feliz, ella me narraba la escena en que mi padre le contaba como una avispa había picado su nieto Michel: — Allí, ¿ves, Henri? Fue exactamente allí. Con la garganta seca, sediento de saber más, aún más, los mínimos pormenores de la vida de mi padre, escuchaba, maravillado de verlo revivir. “Sabes, Ju, cuando mi hijo era muy joven, cinco o seis años como máximo, le picó una avispa, durante un paseo. No una vez, como a Michel, sino dos. Y mira, no lloró; al contrario, nos las vimos para impedirle ir a buscar el nido de las avispas y destruirlo. ¡Ah! era tan valiente mi Riri!” No penetré mucho en Ardèche, no fui más allá de Saint-Péray. Quiero regresar a mi pueblo con Rita. Eso sólo pasará, quizás, dentro de dos o tres años. Aún lleno de los recuerdos de esos maravillosos momentos, desembarco en la estación de Lyon y dejo las maletas en el depósito de equipajes por no tener ficha de hotel a rellenar. Piso de nuevo el asfalto de París, treinta y siete años después. Pero ese asfalto no será mi asfalto hasta que no esté en mi barrio, Montmartre. Fui por la noche, claro. El Papillon de los años 30 no conocía otro sol que no fuera el de las bombillas eléctricas. Y he aquí Montmartre, su Place Pigalle y el Café Le Pierrot, el Luz de Luna, la Rue Elysée des Beaux-Arts, las bromas y las carcajadas, las putas y los chulos con aire idiota, que un iniciado reconocería inmediatamente por sus andares, y los bares desbordando de gente, donde, en la barra, las personas hablan unas con otras a tres metros de distancia. Pero esa es la primera impresión. Treinta y siete años pasaron y nadie me conoce. ¿Quien presta atención a un hombre casi viejo (sesenta años)? Las putas son capaces de invitarme a ir con ellas, y los jóvenes tienen la falta de respeto de alejar mi cuerpo y de empujarme con el codo a fin de ocupar mi lugar en la barra. Un extranjero más, un posible cliente, un industrial de provincia, he aquí lo que es este señor bien vestido y encorbatado, un burgués cualquiera, un extraviado a esta hora tardía, en un bar sospechoso. Además, se nota inmediatamente que no tiene el hábito de frecuentar estos parajes, de tal manera se siente poco a gusto.

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Es verdad, estoy poco a gusto, es comprensible. Ya no son las mismas personas ni las mismas caras. Se ve rápido que ahora todo es confuso, embarullado. Polizontes, lesbianas, falsos chulos, homosexuales, hombres sin escrúpulos, oscuros, negros y árabes. Sólo algunos raros marselleses o corsos con acento del sur me hacen recordar los viejos tiempos. En una palabra, es un mundo totalmente diferente de aquel que yo conocí. Ya no hay lo que había en mi tiempo. Esas mesas con siete o diez poetas, pintores o artistas, reunidos en grupo, con sus largos cabellos que recorrían la bohemia, espíritu de revuelta e inteligencia de vanguardia. Además, los cabellos largos cualquier imbécil los usa hoy en día. Y voy, como un noctámbulo, de bar en bar, subo las escaleras para ver si todavía existen en el primer piso los billares de mi juventud y rehúso gentilmente la oferta de un guía que me quiere mostrar Montmartre. Sin embargo, le pregunto: — ¿Crees que Montmartre ha perdido, de 1930 hasta hoy, el alma que poseía? Y siento un terrible deseo de abofetear al tipo, que con su respuesta insulta a mi Montmartre: — Pero, señor, Montmartre es inmortal! Vivo aquí hace cuarenta años, vine aquí con diez y, créame, la Place Pigalle, la Place Blanche, la Place Clichy y todas las calles que de ellas irradian son y serán siempre, eternamente, las mismas, con el mismo ambiente. Huyo de ese pobre sujeto para caminar por medio de la avenida, por debajo de los árboles. De ahí, sí, sin distinguir bien a las personas, no viendo si no formas, desde ahí, sí, Montmartre es siempre el mismo. Avanzo lentamente hacia el lugar exacto desde donde, dicen, abatí a Roland Legrand, en la noche de 25 al 26 de marzo de 1930. El banco, el mismo ciertamente, repintado todos los años (puede durar tranquilamente treinta y siete años, un banco de avenida, de madera tan tupida), el banco allá aquí, y la farola, el bar de delante y las piedras de las casas son los mismos, y las persianas de la casa de delante, medio cerradas, todavía están allí. Pero hablad, hablad, cosas de piedra, de madera, de árbol, de cristal! Ustedes lo vieron, ustedes estaban aquí, ya que todavía son los mismos, ustedes son los primeros, los únicos, los verdaderos testigos del drama, y ustedes bien saben que quien disparó aquella noche no fui yo. ¿Por qué no lo dijeron? Las personas que pasean indiferentes pasan sin ver a este hombre de sesenta años en pie, pegado a un árbol, el misma que estaba allí cuando el tiro de revólver pasó. El hombre acaricia la corteza del árbol y parece pedirle perdón de, por algunos segundos, haberlo censurado por no haber hablado, a él y a los otros eternos mudos, los eternos testigos de la vida de los hombres, las piedras y los árboles de Montmartre, Tenía veinticuatro años en 1930 y bajaba corriendo la Rue Lepic, esa calle que todavía hoy puedo subir a paso firme. Felizmente soy fuerte y saludable, soy joven, sí, joven! Hay que estar verdaderamente joven de cuerpo y de espíritu para que bajo esta emoción no

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estalle en un ataque de corazón o enloquezca. El espectro está allí, a contrapelo de vosotros. Ha levantado la piedra de la tumba en donde ustedes lo habían enterrado vivo. Paren, transeúntes miopes, miren a un hombre inocente condenado por haber cometido un crimen aquí en este lugar, en esta misma tierra, delante de estos mismos árboles y piedras, paren y pregunten a estos testigos mudos, pídanles que hablen. Y si se inclinan con atención y les piden insistentemente que hablen, oirán, como yo, lo que les dicen en un murmullo: “No, hace treinta y siete años, en la noche del 25 al 26 de marzo, a las tres treinta de la mañana, este hombre no estaba aquí”. “¿Y donde estaba entonces?”, gritarán los escépticos. Es fácil. Estaba en el Iris Bar, a cien metros de aquí. En el Iris Bar, donde un honesto taxista entra de golpe diciendo: — Acaban de disparar un tiro allí fuera. — Imposible — dicen los polizontes. — No puede ser. — dicen el patrón y el empleado del Iris, lleno de polizontes. Reveo la investigación, el proceso, no quiero huir a esta confrontación con el pasado. ¿Quieres revivirla? ¿Insistes? ¿Casi cuarenta años después y quieres revivir esa pesadilla? ¿No tienes miedo, no temes que este regreso al pasado despierte en ti la sed de venganza hace tanto extinta? ¿Tienes confianza en ti mismo, estás seguro de que, al penetrar de nuevo en el fango, no vas a esperar al amanecer y que las tiendas abran para comprar una maleta de mano y a llenarla de explosivos para lo que tu bien sabes, mirar la guía para buscar el número de teléfono del fiscal, ver si Goldstein todavía está vivo y tiene el negocio de pieles o de estupefacientes? No, tengo la certeza absoluta, ni unos ni otros tienen nada que temer de mí, que estallen si no fueron ya devorados por los gusanos. Pues bien, chaval, no es difícil volver a ver esta pieza de terror digna del Grand-Guignol, de la cual tu fuiste el héroe y la víctima. Siéntate ahí, en ese mismo banco verde, aquel que asistió al crimen, justo delante de la Rue Germain-Pilon, del Bulevar de Clichy, próximo al Bar Le Clichy, donde, según la investigación, comenzó el drama. Eres testarudo, viejo Papi, pero ya que exiges que el Papillon de veinticuatro años reviva y te cuente, vas a oírle! Estamos en la noche de 25 para 26 de marzo y son tres y media de la mañana. Un hombre entra en el Le Clichy y pregunta por Señora Nini. — Soy yo — responde una prostituta. — Tu hombre acaba de ser alcanzado de un tiro en la barriga. Ven, él está allí, en un taxi. Corriendo, Nini sigue al desconocido, acompañada por una amiga. Suben al taxi donde Roland Legrand está sentado atrás. Nini le pide al desconocido que vino a avisarla que la acompañe, pero él responde que no puede y desaparece. — Deprisa, al Hospital Lariboisière. Y es sólo durante el trayecto que el conductor, un ruso, se da cuenta de que su pasajero está herido. No había notado nada antes. Con prisa, una vez deja el

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cliente en el hospital, va a contarle a la policía lo que sabe: dos hombres le ordenan parar, agarrados el uno al otro, delante del número 17 del Bulevar de Clichy; sólo uno de ellos sube, Roland Legrand. El otro le dice que vaya al Bar Le Clichy y sigue a pie. Entra en el bar y regresa con dos mujeres, después desaparece. Las dos mujeres le dicen que siga hacia el Hospital Lariboisière: — Fue durante el recorrido que me di cuenta de que el hombre estaba herido. La policía registra cuidadosamente todo aquello y aún más. Qué Nini declaró que toda la noche su amigo jugó a las cartas, en el mismo bar donde ella trabaja, con un desconocido; que después había jugado a los dados y había bebido en la barra con unos hombres desconocidos, y que Roland salió después de los otros, solo. Nada, en la declaración de Nini, indica que lo vinieron buscar. Salió sólo, después que los otros desconocidos. Un comisario y un tira, el Comisario Gérardin y el Inspector Grimaldi, interrogan, delante de su madre, a Roland Legrand, que se está muriendo. Las enfermeras les han dicho que su estado es terminal. Paso a citar su informe y no me digan que me lo estoy inventando, pues fue publicado en un libro, escrito para desacreditarme y con un prefacio, por lo tanto con la garantía, del comisario divisionario Paul Romain. He aquí el interrogatorio. Los dos tiras interrogan a Legrand: — “Tienes a tu lado al comisario de policía y a tu madre, que es lo más sagrado del mundo. Di la verdad. ¿Quien disparó? “Él responde: — “Fue Roger Papillon. “Te pedimos que jures que has dicho toda la verdad. — “Sí, señor, les he dicho toda la verdad. “Nos retiramos, dejando a la madre al lado de su hijo.” Por lo tanto, joven de veinticuatro años, en esta noche del 25 de marzo de 1930, era obvio: quien disparó fue Roger Papillon. Roland Legrand es un chulo salchichero que explota a su amiga Nini, con quien vive en el número 14 de la Rue Elysée des Beaux-Arts. No es verdaderamente un hombre de aquel medio, pero, como todos los que frecuentan Montmartre, como todos los hombres de aquella vida, conoce a varios Papillon. Y, con miedo de que prendiesen a otro Papillon en vez de su asesino, lo que no le convendría, él da su nombre de pila. Quiso vivir siempre como chulo, pero como todos los recalcados quiere que la policía castigue a su enemigo. En suma, no solamente da la marca del coche sino que da hasta el número de la matrícula. Papillon sí, pero Roger Papillon. Y todo me acorre en torbellino en estos sitios malditos. Lo repasé más de mil veces, en mi celda, este proceso que me sabía de memoria como una Biblia, pues mis abogados me lo enviaron y tuve tiempo de grabarlo en mi memoria

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antes del juicio. Tanto la declaración de Legrand antes de morir, como la declaración de su mujer Nini, ninguna de las dos indica que yo sea el culpable. Cuatro hombres entran en escena. En la noche del suceso, van al Hospital Lariboisière para preguntar si el herido es realmente Roland Legrand y en que estado se encuentra. Inmediatamente prevenidos, los policías nos buscan. Como no tienen que esconderse pues no son de aquel ambiente, llegan y se van a pie. Los arrestan cuando van por el Bulevar Rochechouart y los retienen en la Comisaría del 18° Distrito. Se llaman: Georges Goldstein, de veinticuatro años, Roger Dorin, de la misma edad, Roger Jourmar, de veintiuno, y Emile Cape, de dieciocho. Las declaraciones se hacen, el mismo día del crimen, en la Comisaría del 18° Distrito. Todo está claro y conciso. Goldstein declara haber sabido que, en un ajuntamento, un tal Legrand ha sido herido de tres disparos de revólver. Pensando que podría ser su amigo Roland Legrand, que frecuentaba esa zona, fue a pie al hospital para comprobarlo. Por el camino encontró a Dorin y a los otros dos y les pidió que lo acompañaran. Los otros no saben nada del asunto y ni siquiera conocen a la víctima. — ¿Conoces a Papillon? — le pregunta el comisario Goldstein. — Sí, un poco. Me lo encuentro algunas veces. Él conoce a Legrand, es todo lo que puedo decir. Y después, Papillon, ¿qué quiere decir esto? Había cinco o seis en Montmartre! No te acalores, Papi. Al revivir aquello sigo teniendo veinticuatro años y estoy releyendo el proceso en mi celda de la Conciergerie ( 14). Declaración de Dorin: Goldstein le había pedido que lo acompañase al Lariboisière, a fin de obtener noticias de un camarada, cuyo nombre no le dijo. Entró en el hospital con él y Goldstein preguntó si el hospitalizado Legrand había sido gravemente herido. — ¿Conoces a Legrand? ¿Te recuerdas de Roger Papillon? — le pregunta el comisario. — No conozco a Legrand, ni de vista ni de nombre. Conozco a un tal Papillon por haberlo visto en el bulevar. Es muy conocido y tiene fama de terrible. Nunca he hablado con él. No sé nada más. Una vez más, nada acerca de Roger Papillon. El tercer interpelado, Jourmar, declara que Goldstein, al salir del hospital, a dónde había ido solo con Dorin, le había dicho: “Debe ser mi compañero”. Por lo tanto, antes de entrar allí, él no tenía la certeza, ¿no es así, Papi? El comisario: — ¿Conoce a Roger Papillon y a un tal Legrand? — Conozco a uno, llamado Papillon, que frecuenta Pigalle. Le vi por última vez hace cerca de tres meses. 14

Cárcel anexa al Palacio de Justicia de París. (N. del T.)

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Lo mismo para el cuarto tipo. Él no conoce a Legrand. A Papillon, sí, pero sólo de vista. La madre confirma también en su primera declaración que su hijo había hablado con Roger Papillon. No fue hasta después de estas primeras declaraciones que comenzó todo este lío. Hasta allí todo está claro, nítido y conciso. Nada de discursos, de polizontes, todos los principales testigos hablan en plena libertad, ante un comisario de distrito, sin ser manipulados, amenazados u orientados. Conclusión: en el bar Le Clichy, donde Roland estaba antes del drama, sólo había desconocidos. Quiere seamos jugadores de dados o de cartas, por lo tanto de las relaciones de Roland, son desconocidos. Y es curioso y mismo perturbador que ellos continúen como tal hasta el fin. Segundo punto: Roland Legrand, según declara su mujer, es el último en salir del bar, solo. Nadie lo vino a buscar. Poco tiempo después de su salida es herido por un desconocido, que él identifica rigurosamente en su lecho de muerte como Roger Papillon. Quien vino a prevenir a Nini es, y lo será siempre, un desconocido. Sin embargo, fue él quien ayudó a Legrand a subir al taxi, inmediatamente después de los tiros. Desconocido que no sube, pero que camina al lado hasta el bar, donde va a avisar a Nini. Y ese testigo fundamental permanecerá siempre desconocido, cuando todo lo que él acaba de hacer prueba que es de aquel ambiente, de Montmartre, por lo tanto conocido por los policías. Que raro! Tercer punto: Goldstein, que será el principal testigo de la acusación, no sabe quien fue herido y va al Hospital Lariboisière para comprobar si se trata o no de su amigo Legrand. Únicos puntos de referencia de este Papillon: se llama Roger y dicen que es terrible. Tu eras terrible a los veintitrés años, Papi, ¿peligroso? No, aún no, pero posible candidato a eso. Es cierto que en aquella época era un “mal joven”, pero es también verdad que a los veintitrés años, veintitrés (que aquellos que tienen o tuvieron un hijo de esa edad piensen en ello), no me podía haber fijado para siempre en un tipo de hombre. Es también verdad que a esa edad, sólo hacía dos años que frecuentaba Montmartre, no podía ser ni un líder ni el terror de Pigalle. En verdad yo perturbaba el orden público, me suponían envuelto en golpes importantes, sin que nunca se hubiese podido probar nada. Es cierto que me llamaron la atención varias veces y fui bastante “apretado” en el número 36 del Quai des Orfèvres, sin que nunca me consiguieran arrancar ni un nombre ni una confesión. Es verdad que después del drama de mi infancia, después de esa bonita Marina, después del rechazo de la Administración en incorporarme a una situación estable, había decidido vivir al margen de esta sociedad de fantoches y de hacerlo notar. Es cierto que cada vez que era encerrado y apretado en el Quai des Orfèvres, por un caso serio, en el cual pensaban que yo estaba implicado, insultaba a los que me torturaban y los humillaba de todas las maneras posibles, diciéndoles que un día sería tan inmundo como ellos y que los tendría en mis manos. Por lo tanto es natural que esos policías, humillados en lo más profundo de ellos mismos, pensasen: “Een la primera ocasión, hay que cortarle las alas a este Papillon”. Pero en el fondo yo tenía sólo veintitrés años. Mi vida no era sólo odio contra la sociedad, contra los abobados obedeciendo reglas idiotas, era también la vida, la parodia continua, lo que está en movimiento, hecho de

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fuegos artificiales. Hacíamos disparates graves, sí, pero también otros sin maldad. Además, cuando fui apresado, no había en mi historial nada más que una condena de cuatro meses de cárcel por receptação, con pena suspendida. Debería ser apartado del mundo sólo por haber humillado a los polizontes y porque podría volverme peligroso? No, pero a veces...! Si Venezuela hubiese reaccionado de la misma manera nunca me habría dado asilo, y mucho menos naturalizado. Pues recibían un hombre de treinta y ocho años, en la plenitud de la fuerza, con una tarjeta de visita bastante sobrecargada: condenado a cadena perpetua a los veinticuatro años, evadido dos veces, peligroso. Y todo empieza cuando la policía es encargada del asunto. Se va a buscar a los Papillon. Pues tu te llamabas Papillon a los veinte años. Nunca abandonaste ese nombre hasta llegar a Venezuela. Quizás lo retome algún día. Revienta la bomba en Montmartre. Se buscan a todos los Papillon: Papillon le Petit, Papillon Pussini, Papillon Trompe la Mort, Roger Papillon, etc. Me llamo sólo Papillon o, cuando hay necesidad de precisar, Papillon Pouce Coupé, aunque mis nombres propios sean Henri y Antoine. Pese a ello, busco no entrar en contacto con los policías, huyo deprisa, sí, me escapo. ¿Y por qué huiste, Papi, si no eras tu el culpable? ¿Ahora te lo preguntas? A los sesenta años, ¿te has vuelto idiota? ¿O te has olvidado de que a los veintitrés años habías sido ya varias veces torturado en el Quai des Orfèvres? Nunca te han gustado los golpes ni los inventos de tortura de la policía de esa época. La tina con agua donde te meten la cabeza, hasta que mueres asfixiado, sin saber nunca más donde estás; los guardas que te retuercen los testículos y que te los dejan de tal modo hinchados que caminas durante semanas como un gaucho de la pampa argentina; la prensa donde te aplastan las uñas hasta que brota la sangre y se sueltan los dedos; los porrazos con un rodillo de goma que te provocan lesiones en los pulmones al punto de lanzar por la ella boca chorros de sangre; los policías con ochenta o cien kilos que te saltan sobre la barriga, haciendo de tu estómago un trampolín. No! No tenía una, sino cien, mil razones para huir inmediatamente. Bien entendido, una huida no para ir muy lejos, ya que no era culpable. No era necesario escapar al extranjero, un escondrijo no muy lejos de París bastaría. Sería bueno que fuese apresado o al menos identificado el Roger Papillon en cuestión, y entonces, en un salto de taxi, volvería a París y listos! Se acababa el peligro para los testículos, uñas y el resto. Solo que Roger Papillon nunca fue identificado. No aparece el culpable. ¿Y surge de golpe, como de una caja mágica, Roger Papillon? Es fácil, se elimina Roger y queda sencillamente Papillon, alias de Henri Charrière, llamado Papillon. El golpe está lanzado, sólo falta acumular pruebas. No se trata de saber la verdad a través de una investigación honesta y sin pasión de cazadores, queriendo a toda costa tener en su cinturón una pieza más de caza, sino la fabricación de todas las pruebas de un culpable. Es que nosotros, los policías, tenemos necesidad, para merecer una promoción en nuestra muy noble y honesta carrera, de salir airosos en un caso de crimen. Pues, nuestro cliente tiene de todo para agradar. Primero a los jefes, que confían en nosotros, después al juez instructor, que conduce el proceso, y después a los doce

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imbéciles del jurado, que le endilgarán diez años, como máximo. Es joven, un poco vagabundo... Vamos a hacer de su amante una puta. Faltrero, tuvo varios casos con la policía, pero o sale inocente o es absuelto, pues sólo una vez fue condenado a cuatro meses de cárcel por receptação, con pena suspendida. Además de esto, el tipo es difícil de moldear. Nos manda a paseo cuando lo prendemos, goza de nosotros, nos humilla, le pone a su cachorro el nombre de Chiappe (así se llamaba el alcalde de París, en esa época) y le dice a veces a alguno de nuestros colegas: — Usted haría mejor siendo más tierno en las suyas pilantragens, si pretende llegar a la reforma. Esas amenazas de punirnos algún día por nuestros interrogatorios modernos y cuidados no dejan de inquietarnos: — Ande allá hacia adelante. Estamos cubriendo todo. Aquí está el triste comienzo, Papi. Veintitrés años tenías cuando esos dos hijos de puta de policías te prendieron, mientras comías caracoles en Saint-Cloud, el 10 de abril, tres semanas después del crimen. ¡ah! Qué bien trabajan! Que entusiasmo, que obstinación, que perseverancia, que pasión, que maquiavelismo, para hacerte sentar un día en el banquillo de los acusados y te den esa gran bofetada, de la que te liberarías sólo trece años después. ¿Era la caza al asesino de un hombre del hampa? No, era la fabricación del asesino de un banquero o de un honesto padre de familia. No fue entonces tan fácil convertirme en culpable. Pero el inspector-general de la P.J., Mayzaud, encargado del asunto, experto en Montmartre, obstinado contra mí al punto de haber una guerra abierta entre él y mis defensores, incluso hasta en el tribunal, como lo testificaron los periódicos de la época, con insultos, quejas y golpes bajos, Mayzaud tenía en la mano al gorducho Goldstein, hijo de un trapero, uno de esos pesos muertos que lamen los pies de las gentes del hampa esperando que lleguen a ser jefes. Y que dócil era Goldstein! Mayzaud (es él quién lo dirá en el tribunal) le encuentra quizás cien veces, por casualidad, durante la instrucción del proceso. Y ese precioso testigo que había declarado, el día del crimen, haber oído en una reunión, que un tal Roland había sido alcanzado con tres tiros en el vientre y que había ido a informarse al hospital de la verdadera identidad de la víctima y de la gravedad de su herida, declaración corroborada por tres camaradas totalmente fuera del asunto, este mismo Goldstein, más de tres semanas después, el 18 de abril, después de múltiplos contactos con Mayzaud, declara esto: ¿Qué en la noche del 25 para 26 de marzo, antes del crimen, encontró a Papillon (yo) acompañado de dos desconocidos (¿todavía?). Papillon le pregunta donde está Legrand. Goldstein dice: en el Clichy. Papillon lo deja y él va a avisar inmediatamente a Legrand. Mientras discute con él, uno de los dos compañeros de Papillon entra y le pide a Legrand que salga. Él mismo sale poco después y ve a Papillon y a Legrand discutiendo con calma, pero no se atraso. Más tarde, volviendo a la Place Pigalle, se encuentra de nuevo a Papillon, que le dice que acaba de disparar sobre Legrand y le pide que vaya al

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Lariboisière para ver en que estado ha quedado, si aún estaba vivo, y le aconseja cerrar el pico. Pues evidentemente, Papi, tu, que en los juicios fuiste calificado como un individuo terrible, un tipo del hampa, tanto más peligroso por inteligente y mañoso, tu, el jefe, eras tan idiota que, después de haber disparado sobre un tipo en plena avenida, permaneces cerca de la Place Pigalle, junto al local del crimen, a la espera de que Goldstein vuelva a pasar. No vas a respirar aire puro en otro barrio o en los alrededores, no. Te quedas plantado allí, como un hito kilométrico de una pequeña carretera de Ardèche, de molde para que los policías no tengan otra cosa que hacer que llegar rápidamente para darte los buenos días. Él, Goldstein, que dice conocerte tan bien, es menos imbécil. Al día siguiente a su declaración, escapa a Inglaterra. Durante ese tiempo, me defiendo, como un diablo: — ¿Goldstein? No le conozco. Quizás le haya visto, es posible, quizás hasta cambiase algunas palabras con él, como se hace entre personas que frecuentan el mismo barrio, sin saber con quien se habla. De hecho no conseguía acordarme de un tipo con ese nombre, al punto de, solamente durante un careo, haber conseguido identificarlo; de tal manera quedo desconcertado por el hecho de que un desconocido me ataque con tanta precisión, que me pregunto a mí mismo qué delito puede haber cometido. Nada de grave, seguramente, a tal punto es miserable que los policías lo puedan manipular de ese modo. Continúo preguntándome: ¿crimen de costumbres o droga? Pues, sin él, sin sus declaraciones sucesivas, que de cada vez traen nuevos elementos al edificio que los policías están construyendo, declaraciones que abren la puerta a todos los “se dice...”, sin él, nada sería consistente. Nada. Pero dice: “Oí la señora de tal decir que...”, y van a visitar a esa tal señora que dice que “es posible que... etc.” Y es todo ese conjunto de los “es posible” de todos aquellos que espicaçam a los policías que hará el grueso del proceso. Es entonces que surge un elemento, milagroso en principio, pero que con el paso del tiempo se revelará excesivamente peligroso, fatal. Una intriga policial maquiavélica, una ratonera terrible en la cuál, con mis abogados, caí de cabeza. Queriendo salvarme, me perdí. Pues nada de sólido había en mi proceso y las declaraciones sucesivas de Goldstein eran inverosímiles. De tal modo era poco consistente el proceso que le faltaba a mi supuesto crimen una cosa: el móvil. No habiendo ninguna razón para quererle ningún mal a la víctima y no estando loco, yo aparecía en el caso insólitamente, y cualquier jurado, aunque estuviese compuesto por los peores idiotas, se hubiera dado cuenta de eso. Entonces la policía inventa un móvil, y quién lo suministra es una tira que trabaja Montmartre desde hace diez años, el Inspector Mazillier. Uno de mis abogados, el Profesor Beffey, que frecuenta Montmartre en sus horas muertas, encuentra a este policía, que le dice saber lo que realmente pasó en la noche

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del 25 al 26 de marzo, y que está decidido a dar pruebas de eso, lo que quiere decir que está a mi favor. Beffey piensa que actúa por honestidad profesional o sino, lo que es más probable, que hay una rivalidad entre Mayzaud y él. Y nosotros le pedimos su testimonio. Nosotros. Pero lo que Mazillier termina por declarar no es nada de lo que pensábamos. Declaró que me conocía bien, que le presté muchos servicios, y añade: — Gracias a las informaciones prestadas por Charrière pude proceder a varias cárceles. Las circunstancias relativas al crimen, las ignoro. Sin embargo oí decir —- cuantas veces se dice "oí decir" en mi proceso! — que Charrière era blanco de individuos para mí desconocidos - y esa, ahora! -, reprobándole sus relaciones con la policía. Y he aquí la causa del crimen. Maté a Roland Legrand en una discusión porque él propalaba en Montmartre que yo era un chivato. ¿De cuando es esa declaración del Inspector Mazillier? Del 14 de abril. ¿Y de cuando es la declaración de Goldstein, lo que él hizo el día del crimen y que me mete de lleno en el caso? Del 18 de abril, cuatro días después del de Mazilliec. Pero, excluyendo al juez de instrucción Robbé, que los policías engajaram, los otros magistrados no se prestaban a esa jugada. De tal manera que estalla una primera tempestad. La Fiscalía, ante esos testimonios sin fundamento, esa montaña de difamaciones, de mentiras, de testigos orientados, quizás impuestos, se apercibe de que algo está equivocado en este proceso. Pues, Papi, aunque muchas veces te veas mezclado en la misma bolsa con magistrados, justicia, polizontes, inspectores y administración penitenciaria, debes reconocer y alabar que hubo magistrados excesivamente honestos. Resultado, la Fiscalía rechaza enviarme al tribunal con este proceso dudoso y remite todas las piezas del proceso al juez de instrucción, exigiendo un suplemento de información. La rabia de los policías no tiene límite. Encuentran testigos en todas partes, en la cárcel, en vísperas de salir de allá, al día siguiente a la liberación. Pero, los "me han dicho", los "oí decir", los "parece que... o casi..." no tienen fin. Pero el suplemento de información no trae nada de nuevo, absolutamente nada, ni el menor indicio de prueba, nuevo y serio. En fin, sin nada más de nuevo que una caldereta mal cocinada, sin garoupa, pero con peces de río, que se hacen pasar por peces del Mediterráneo, el proceso acaba por ser aceptado, para ser enviado al tribunal. Y, entonces, estalla una nueva tempestad. Pasa la cosa más extraña que se pueda ver en el ambiente judiciario: el acusador público, aquel cuyo papel e interés es proteger a la sociedad, enviando el mayor número de acusados detrás de las rejas, y a quien le dieron el proceso para hacer mi acusación, lo coge con la punta de los dedos y, lanzándolo a su secretaria, dice: — No acepto llevar este caso. Huele a sospechoso y a prefabricado. Que lo haga otro.

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Qué bonito era, en ese día, el rostro del Profesor Raymond Hubert, dándome esta extraordinaria noticia, en la Conciergerie! — Imagine, Charrière, que su proceso tiene tan poca consistencia que provocó un incidente en la Fiscalía. Sorpréndase: el fiscal rechaza acusarlo por este caso y ha pedido que sea endosado a otro! ... Hace fresco, esta noche, en este banco del Bulevar de Clichy. Doy algunos pasos bajo la copa de las árboles, no quiero entrar en la luz, con miedo de interrumpir la linterna mágica, que precipita sobre mí este torrente de imágenes que vienen directamente de hace treinta y siete años atrás. Me levanto el cuello del sobretodo. Tiro un poco del sombrero para airear el cerebro, de tal modo la intensidad de esta invocación lo calienta. Vuelvo a sentarme. Me pongo las alas de la chaqueta sobre las piernas y después, volviendo la espalda a la avenida, las paso por encima del banco y me siento al revés, con los brazos apoyados en el apoyo como si estuviesen asientes en el brazo de silla de los reos, en mi primer juicio, en julio de 1931. Pues no hubo sólo un juicio. Hubo dos. Bien diferentes uno del otro. Uno en julio, otro en octubre. Iba todo bien, Papi! La sala no era rojo sangre. Con los chorros de luz de este maravilloso día de julio, las pinturas, las alfombras, las tocas de los magistrados eran casi rosa pálido. En nada parecido a un matadero, sino a uno tocador. Y en esta sala un presidente sonriente, buen joven, un poco cético, no muy convencido de lo que ha leído en el proceso, de tal modo que abre así los debates: — Henri Charrière, no correspondiendo la acusación exactamente a lo que desearíamos ahí poder encontrar, quiera exponer al tribunal y jurados su caso. Esa cosa formidable, espantosa, inesperada, que tiene lugar una vez en mil, te pasó a ti, Papi. Un presidente del tribunal que le pide al acusado que exponga su caso! ¿Te acuerdas de ese juicio de julio, lleno de sol y de magistrados maravillosos? Era demasiado bonito, Papi. Estos árbitros conducen los debates con tanta imparcialidad, este presidente, buscando con calma y honestidad la verdad, haciendo preguntas desconcertantes a los guardias, a los testigos, metiendo a Goldstein en la parrilla, realzando sus contradicciones, permitiéndome a mí y a mis abogados hacer preguntas embarazosas, era demasiado bonito, era una justicia brillante, lo repito, Papi, una sesión de vacaciones donde estos árbitros estaban impresionados, a tu favor, por esa cantidad de informes dudosos de policías más dudosos todavía. Allí, podías luchar y defenderte, Papi. Luchar con ¿quién? No faltaban, eran tantos! Primero la testigo capital, ya condicionada por la casa Poulagat & Cie., la madre. No creo que sea por mala fe, es seguramente inconscientemente que ella hace suyas las insinuaciones de los polizontes. La madre ya no declara lo que oyó simultáneamente con el comisario: "Roger Papillon", y que Legrand añadió (¿cuando?) que uno de sus amigos, Goldstein, conocía bien a Papillon.

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Ella declara hoy haber oído: "Es Papillon, Goldstein le conoce". Se olvidó de Roger y añadió "Goldstein le conoce", palabras que el Comisario Gérardin y el Inspector Grimaldi oyeron. Es curioso que un comisario no note una cosa tan importante, ¿no es así? El Profesor Gautrat, abogado de la parte civil, insiste en que yo pida perdón a la madre de la víctima. Le digo: — Mi señora, no tengo nada de qué disculparme, pues yo no soy el asesino de su hijo. Me inclino ante su dolor, es todo lo que puedo hacer. Pero el Comisario Gérardin y el Inspector Grimaldi no alteran en nada sus primeras declaraciones. Legrand dijo: "Es Roger Papillon". Y eso es todo. Es entonces que aparece el eterno testigo que sirve para todos los fines, Goldstein. Este testigo, verdadero disco grabado en el Quai des Orfèvres, hizo cinco o seis declaraciones, de las cuáles se conservaron tres. De cada vez sus declaraciones me entierran un poco más, con riesgo de contradecirse, pero trayendo cada vez a la construcción de los policías un nuevo piso. Lo recuerdo, como si fuese hoy. Habla bajo y a coste levanta la mano para decir: "Interés". Cuando acaba de hablar, Beffey ataca: — Goldstein, antes de nada, ¿cuantas veces se encontró "por casualidad" al Inspector Mayzaud, que declara, él mismo, haberlo encontrado y conversado sobre este asunto "por casualidad" muchas veces? Es raro, Goldstein. En su primera declaración, usted declara no saber nada del asunto, después ya conoce a Papillon, luego declara haberlo encontrado en la noche del crimen y antes de ocurrir este, después le encarga de ir a ver, en el Lariboisière, como está Legrand. ¿Como explica esas declaraciones tan diversas? Como única respuesta, Goldstein repite: — Tenía miedo, pues Papillon era el terror de Montmartre. Protesto, y el presidente me dice: — Acusado, ¿tiene algo a preguntar al testigo? — Sí, señor presidente. — Miro directamente a Goldstein a los ojos: — Goldstein, gírate hacia mi, mírame de frente. ¿Cuál el motivo que te hace mentir y acusarme falsamente? ¿Cuál es el delito conocido por Mayzaud que pagas con estas falsas declaraciones? El venado me mira de frente, tremendo, pero consigue, sin embargo, pronunciar distintamente: — Digo la verdad. Entonces, francamente, tenerlo-iba muerto, el mal carácter! Me vuelvo hacia el tribunal: — Señor juez, señores jurados. El fiscal dice que soy un personaje astuto, inteligente y malicioso. Pues, está claro, según las declaraciones del testigo que soy un perfecto imbécil, y se lo voy a probar. Al confiarle un secreto tan

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grave a alguien, al decirle que acabamos de matar a su amigo, si quizá se es inteligente, es porque se conoce bien a esa persona. Pero es ser verdaderamente imbécil confesar semejante cosa a un desconocido. Pues, para mí, Goldstein es un desconocido. — Y, volviéndome hacia Goldstein, continúo: Puedes, Goldstein, citar, en París o en Francia, una única persona que pueda declarar habernos visto hablando aunque sólo sea una vez. No conozco a nadie que pueda testimoniarlo. Puedes citar, en Montmartre, París o en toda Francia, un bar, restaurante o bistro, donde hayamos comido o bebido juntos, una sola vez. Nunca comí ni bebí contigo. Muy bien. Dices que la primera vez que me encontraste esa noche extraña yo estaba acompañado por dos individuos.¿Quién eran? No los conozco. Yo tampoco, de hecho. Puedes decir rápidamente, sin titubeos, donde fijé el encuentro para darme la respuesta del recado que te mandé dar en el hospital y si indicaste ese lugar a tus compañeros. Y, si no se lo dijiste, cuál la razón?

Sin respuesta. — Responde, Goldstein. ¿Por qué no respondes? — No sabía donde encontrarte. El Profesor Raymond Hubert: — Entonces, mi cliente lo envía a hacer un recado tan importante, saber en que estado se encuentra Roland Legrand, y usted no sabía donde darle la respuesta? Es tan ridículo como inverosímil! Sí, Papi, era bien inverosímil, pero aún más lamentable que se aceptara construir toda la acusación sobre los testimonios sucesivos y cada vez más graves de este tipo, que ni siquiera era suficientemente inteligente, aunque bastante bien manejado por los polizontes, para responder en condiciones. El presidente: — Charrière, la policía pretende que usted mató a Legrand porque él le habría llamado chivato. ¿Qué tiene que responder? — Tuve seis casos con la policía y en todos ellos salí no culpable o absuelto, a parte de mi condena de cuatro meses de cárcel por receptação, con pena suspendida. Nunca fui preso con alguien, nunca hice prender a nadie. Es poco probable e imposible de admitir que cuando estoy en las manos de la policía no hable y que en libertad delate a amigos. — Un inspector dice que usted es un confidente. Mande entrar el Inspector Mazillier. — Declaro que Charrière era un confidente que ayudó a que yo arrestase a varios y peligrosos individuos y que ese rumor corría en Montmartre. En cuánto al caso Legrand, nada sé sobre él. — ¿Que tiene que decir a eso, Charrière?

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— Siguiendo el consejo del Profesor Beffey, que me dijo que este inspector conocía la verdad sobre el asesino de Legrand, pedí que fuese oído en la instrucción. Me doy cuenta de que tanto mi abogado como yo acabamos de caer en una horrible trampa. Al aconsejar al Profesor Beffey a hacerlo oír, el Inspector Mazillier le dijo conocerlo todo sobre el asunto y mi abogado creyó en ello, y yo también. Supusimos que, o bien era él un tira honesto, o bien que había alguna rivalidad entre Mayzaud y él, por eso el quería declarar sobre el crimen. Pues, como ven, este policía dice no saber nada sobre el caso. Por lo contrario, es evidente que las declaraciones de ese inspector dan, por último, a mi supuesto crimen el móvil que le faltaba. En efecto, venida de un policía, esta declaración es providencial, refuerza la construcción y da alguna consistencia a un proceso que no se aguanta por sí mismo. Pues era cierto que, sin el golpe dado por Mazillier, a pesar de los esfuerzos desarrollados por el Inspector Mayzaud, el proceso de acusación habría sido inexistente. La maniobra es tan evidente que nos asombramos que haya sido mantenida por la acusación. Pero sigo batiéndome y digo: — Señor juez, señores jurados, si fuese un confidente de la policía, una de dos: o no habría matado a Roland Legrand por el hecho de tratarme como tal, pues una persona tan baja como él, un chivato, recibe semejante insulto sin pestañear; o bien, si ante esta ofensa hubiese disparado sobre Legrand, pueden esta seguros de que la policía haría la vista gorda y se abstendría de acusarme tan encarnizada y desaforadamente, pues yo les era útil. Más que eso. Habrían cerrado los ojos a lo que podría pasar por un ajuste de cuentas entre individuos del hampa, o conseguirían la manera de hacer las cosas de modo que yo apareciese como actuando en legítima defensa. Pueden citarse numerosos precedentes como este, pero desgraciadamente para mí no es el caso. Señor presidente, ¿puedo hacer una pregunta al testigo? — Sí. Sabiendo adónde yo quería llegar, el Profesor Raymond Hubert pide al tribunal que dispense al Inspector Mazillier del secreto profesional, sin lo cual no me podría responder. El presidente: — El tribunal, por su poder discrecional, dispensa al Inspector Mazillier del secreto profesional y le pide, en el interés de la verdad y de la justicia, que responda a la pregunta que le va a ser hecha por el acusado. — Mazillier, ¿puede citar en Francia, en las colonias o en el extranjero a un único hombre que usted haya prendido gracias a mis informaciones?. — No puedo responder. — Es usted un mentiroso, inspector! No puede responder porque eso nunca ha pasado! — Charrière, modere sus palabras — me dice el presidente. — Señor presidente, defiendo aquí dos cosas, mía vida y mi honra. Pero el incidente no tiene consecuencias. Mazillier se retira. Y los otros testigos, como desfilaron! Todos con el uniforme de la misma tela y del mismo

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formato, marca Tira & Cie., 36, Quai des Orfèvres, París. La P.J. de 1930. Esperemos que esto haya cambiado. Esperemos, sin creerlo demasiado. Y tu última explicación, Papi, ¿no te recuerdas de ella, de la más lógica? ¿Si me recuerdo de ella? Todavía la estoy oyendo. — Señores, sean honestos conmigo, escuchen bien: Legrand sólo recibió una bala, dispararon sólo una vez, continuó de pie, se marchó vivo, le dejaron tomar un taxi. Por lo tanto, el hombre que disparó no lo quería matar, si no le habría fusilado con cuatro, cinco o seis tiros, como se acostumbra a hacer en esos casos. Cualquier persona que frecuente Montmartre lo sabe. ¿Sí o no? "Por lo tanto, si fui yo, si confieso y declaro: señores, este hombre, por tal motivo, con razón o sin ella, discutió conmigo o me acusó de tal cosa, metió la mano en el bolsillo, era un hombre como yo, de aquel medio, tuve miedo y disparé una sola vez para defenderme. Declarando eso les pruebo, a su vez, que no lo quería matar, pues le dejé marchar vivo. Entonces concluyo, diciéndoles: ya que un inspector dice que soy muy útil a la policía, les pido que acepten lo que les acabo de decir como la verdad, mi confesión, y que pasen el caso al correccional, por golpes y heridas, habiendo provocado la muerte sin intención." El tribunal escucha en silencio, pensativo, me parece. Continúo: — Diez veces, cien veces, tanto el Profesor Raymond Hubert como el Profesor Beffey me preguntaron: "¿Fue usted quién disparó? Si lo fue, dígalo. Como máximo le echarán cinco años, quizás hasta menos, no le pueden condenar a más. Tenía veintitrés años cuando fue apresado, por lo tanto todavía saldrá joven de la cárcel”. “Pero, señor juez, señores jurados, no puedo aceptar esa solución, aunque solo fuera para salvarme de la guillotina o de la cárcel, pues soy inocente y víctima de una maquinación policial.” Todo eso en este brillante juicio donde me daban la posibilidad de explicarme completamente. No, Papi, era demasiado bonito, andaba demasiado bien, sentía al tribunal perturbado y la victoria era posible. Pobre niño presumido, ¿no veías que era demasiado bonito? Entonces se produce el incidente rápidamente hallado por Mayzaud y que denota claramente su maquiavelismo. Sintiendo que la jugada estaba perdida para él y que sus esfuerzos de quince meses se arriesgaban a ser reducidos a nada, hizo lo prohibido. En un descanso de la audiencia, vino a hablar conmigo a la sala donde me encuentro sólo, en medio de los guardias republicanos, y donde no tiene derecho a entrar. Y allí, acercándose a mí, tiene el descaro de decirme: — ¿Por qué no dices que fue Roger le Corse? Completamente desconcertado, le respondo: — Yo no conozco Roger le Corse! Discute un minuto, sale rápidamente y va a hablar con el fiscal, diciéndole:

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— Papillon acaba de confesarme que fue Roger le Corse. Entonces pasa lo que quería el tenebroso Mayzaud. Interrumpen el juicio a pesar de mis protestas. A pesar de todo, me defiendo aún y explico: — Después de dieciocho meses el Inspector Mayzaud dice que sólo hay un Papillon en el caso y que soy yo; el Inspector Mayzaud dice que no hay dudas de que soy el asesino de Legrand; el Inspector Mayzaud declara que no solamente él lo afirma, sino que trae testigos honestos, irrefutables, categóricos, que prueban, sin que se pueda tener la más mínima duda, mi culpabilidad. Ya que los policías encontraron todos los testimonios y pruebas necesarias contra mí, ¿por qué razón todo el edificio se desmorona? ¿Es todo mentira en este proceso? ¿Y basta un nuevo nombre lanzado a la arena para que haya dudas de ser Papillon el culpable? Ya que dicen que tienen todas las pruebas de que soy culpable, es sobre la simple suposición de un Roger le Corse, fantasma fabricado por Mayzaud, si creen en mí, fabricado por mí, si confían una vez más en él, que se para todo y que todo recomienza? “No es posible, pido que continúen los debates, pido que me juzguen. “Se lo suplico, señor juez, señor presidente!” Habías ganado, Papi, habías casi ganado y fue la honra del fiscal la que te hizo perder. Pues ese Cassagnau se levanta y declara: — Señores jurados, señor juez, no puedo requerir... Ya no sé.. . Hay que investigar el incidente. Pido al tribunal que revise el caso y se ordene un suplemento de información. Sólo eso, Papi, sólo esas tres frases del Fiscal Cassagnau prueban que fuiste condenado por un proceso podrido. Pues si ese magistrado honesto tuviese en las manos algo claro, conciso, indiscutible, si estuviese seguro de su proceso, no habría dicho: — Paren el juicio, no puedo acusar. -Habría dicho: — Una mentira más de Charrière, el acusado quiere despistarnos con su Roger le Corse. No creemos ni una palabra, señores, tengo en las manos todo lo que hay que tener para probar que Charrière es culpable y no fallaré. Pero no lo dijo, no lo hizo, ¿por qué? Porque en conciencia no creía en este proceso y debía empezar a interrogarse sobre la honestidad de los polizontes que lo habían hecho. Y he aquí como un joven de veinticuatro años, a la altura en que perdían vergonzosamente la partida, los polizontes lo habían cogido, sabiendo muy bien que su Roger le Corse era pura invención. Esperaban de aquí al próximo juicio poder combinar otras maquinaciones. Y contaban ciertamente, también, con toda la malicia, que con otro tribunal, otro presidente, otro fiscal y el gris de octubre, la atmósfera del nuevo juicio no me fuese tan favorable y que el tocador se transformase en matadero. Se interrumpe el juicio y se ordena otro suplemento de información, el segundo de este caso. Un periodista escribirá: Nos es raramente dato sorprender tal

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titubeo. Bien entendido que el suplemento de información no trae ningún hecho nuevo. ¿Roger le Corse? Nunca se encontrará. Durante este suplemento de información los guardias republicanos fueron honestos, testificaron contra Mayzaud sobre el incidente de julio. Además, ¿como es que un hombre que grita su inocencia, la demuestra lógicamente, siente al tribunal favorablemente impresionado a su favor, como es que ese hombre puede mandar a paseo todo y decir de golpe: "Yo estaba allí, pero no fui yo quién disparó, fue Roger le Corse"? ¿Y el otro juicio, Papi? La otra sesión, la última, la definitiva, aquella donde la guillotina empezó a funcionar, aquella donde sus veinticuatro años, su juventud, su fe en la vida recibieron el gran bastonazo, la cadena perpetua, aquella donde Mayzaud, habiendo recobrado toda su seguridad, pide disculpas al fiscal y reconoce haber cometido una falta en julio, aquella donde le gritaste: "Arrancaré su máscara de hombre honesto, Mayzaud! ..." ¿Insistes realmente en revivirla? ¿Insistes en volver a ver esa sala, ese día ceniciento? Han pasado treinta y siete años, chaval, ¿cuantas veces debo repetir eso? ¿Quieres sentir de nuevo en tu cara la monstruosa bofetada que te obligó a luchar treinta y siete años para conseguir de nuevo sentarte en este banco del Bulevar de Clichy, en tu Montmartre? Sí, precisamente para poder verificar mejor el camino recorrido, quiero volver a bajar uno a uno los primeros peldaños de la escalera que me condujo al fondo del pozo de la ignorancia de los hombres. ¿Te recuerdas? Cuando, bello travieso, traje elegante, impecable, con tu aire infantil de veinte años, entraste en la sala del juicio, qué diferente de la otra! Y, sin embargo, era la misma. Primero, el cielo estaba de tal manera bajo y lluvioso que casi fue necesario encender las lámparas. Esta vez está todo vestido de sangre, de un rojo sanguinolento. Alfombras, pinturas, tocas de los magistrados, se diría que todos esos tejidos habían sido mojados en el cesto donde caen las cabezas de los guillotinados. Esta vez los magistrados no van de cara a las vacaciones, regresan de las vacaciones, no es igual que en julio. Y después, encontrar de nuevo, en la reapertura del año judicial, este caso de ajuste de cuentas entre jóvenes de Montmartre empieza a molestar, se arrastra. Hay que pasar a los casos verdaderamente serios. Y los viejos finórios de los palacios de justicia, abogados y magistrados, saben mejor que nadie cuanto el tiempo que hace, la época del año, la personalidad del presidente, su humor en ese día, el del fiscal, el del jurado, la forma en que se encuentra el acusado, sus abogados, pueden a veces pesar en la balanza de la justicia imparcial. Esta vez, el presidente no tiene la atención de pedirme que explique el caso, se contenta con la lectura monótona del acto de acusación por el escribano. Los doce tontos del jurado tienen el cerebro húmedo, como el tiempo que hace, se ve en sus ojos esverdeados de imbéciles. Absorben fácilmente la deconografia literaria del acto de acusación. El fiscal, el primer abastecedor de la guillotina, no tiene absolutamente nada de humano. No podría decir como Cassagnau: — No puedo acusar...

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Desde mi entrada, después de una mirada rápida sobre el conjunto, presiento todo eso: “Vas a ver, Papillon, en un juicio como este que no podrás defenderte en condiciones”. Y me engaño tan poco que durante todos los debates, que durarán dos días, no me dejarán casi hablar. No se parece en nada al juicio de julio. Además, en julio fue casi de más. Y son los mismos testigos, las mismas declaraciones, los mismos “se dice”, los mismos “oí contar”, etc., que en julio. Es inútil volver al pormenor, es el mismo circo que recomienza con la única diferencia de que, si me indigno, si a veces reviento, me cortan inmediatamente la palabra. Un único hecho nuevo, la venida del testigo de mi coartada, Lellu Fernand, taxista, que no había tenido tiempo de declarar en julio, antes de la suspensión del proceso, el único testigo que los polizontes nunca encontraron, un mito según ellos. Era, sin embargo, un testigo capital para mí, pues él había declarado que, al entrar en el Iris Bar diciendo “acaban de disparar un tiro”, yo me encontraba realmente allí. Historia curiosa, pues si durante la instrucción los polizontes no encuentran a Lellu, sí encuentran a un testigo de este futuro testigo, un fichado con diez condenas degredado, que declara que el testigo, que un día se dará a conocer para declarar a mi favor, es un falso testigo. El Inspector Mayzaud, en un largo informe, niega la existencia de Lellu, él, que pretende encontrarlo todo y probarlo todo, no encuentra al testigo que citamos. Sabe que, ya que no conseguimos encontrarlo, ¿este testigo estará decidido a presentarse? ¿Un testigo que su comisario declara honesto y trabajador? Lellu confirma su testimonio, le acusan de hacer un testimonio de favor. El Profesor Raymond Hubert levanta los brazos al cielo: — Después de esto no le queda nada más que hacer que ir a pagar sus impuestos, Sr. Lellu! La rabia me posee; en este banco verde no siento ni el frío ni la lluvia menuda que empieza a caer. Vuelvo a ver al dueño del Iris Bar declarando que yo no podía encontrarme en su casa cuando entró Lellu para decir que acababan de disparar allá fuera, pues me tenía prohibida la entrada en su bar desde hacía quince días. Lo que quiere decir que soy tan imbécil que, en una historia tan grave donde está en juego mi libertad y quizás mi vida, doy como coartada precisamente el lugar donde no estoy autorizado a entrar! El empleado confirma su declaración. Se olvidan de mencionar, evidentemente, que la licencia para permanecer abierto hasta las cinco de la mañana es un favor concedido por la policía y que, si decía la verdad, se la quitarían y debería tener que volver a cerrar de nuevo a las dos. El patrón defiende la caja, el empleado las propinas. El Profesor Raymond Hubert hizo lo que pudo y el Profesor Beffey también. Un Profesor Beffey de tal forma enojado que entró en guerra abierta contra Mayzaud, que, en informes policiales confidenciales (no muy confidenciales, pues un tal Merdager los publicó con la garantía de un tira), intentaba perjudicar su dignidad de abogado, contando historias de costumbres que no

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tenían nada que ver con el caso. Es el fin. Hablo por última vez. ¿Que decir? Soy inocente, víctima de una maquinación de la policía. Es todo. Jurados y tribunal se retiran. Una hora después, regresan y me levanto mientras llegan a sus sitios. Me mandan sentarme. Después el presidente se levanta a su vez, va a leer la sentencia: — Acusado, levántese. Y me imagino de tal modo en el tribunal, bajo estos árboles del Bulevar de Clichy, que me levanto de un salto, olvidando que mis piernas están presas, lo que provoca que me caiga de culo. Y es sentado y no en pie, como debería estar, que oigo, en 1967, bajo los árboles del bulevar, la voz sin expresión del presidente, que en octubre de 1931 lee la sentencia: — Es condenado a trabajos forzados a perpetuidad. Guardias, llévense al condenado. Estoy a punto de extender los brazos, pero nadie me esposará, no hay guardias republicanos a mi lado. No hay si no, en una punta del banco, una vieja que se acostó, enrollándose, y que se puso periódicos sobre la cabeza para defenderse del frío y de la lluvia. Libero mis piernas. Al fin, en pie, las estiro- y, levantando los periódicos, pongo un billete de cien francos en las manos de esta viejecita, condenada a la miseria perpetua. Mi perpetuidad sólo ha durado trece años. Y siempre bajo los árboles del Bulevar de Clichy voy hasta la Place Blanche, perseguido por la última imagen de este juicio donde, en pie, recibo la increíble bofetada que me alejó de Montmartre, de mi Montmartre, durante casi cuarenta años. Sólo en la luz de esta maravillosa plaza la linterna mágica se apaga y no veo si no algunos clochards, que, sentados en la boca del metro, duermen acurrucados con la cabeza en las rodillas. Deprisa, hay que encontrar un taxi. Nada me atrae, ni la sombra de los árboles que me esconden el reflejo de la luz artificial, ni el brillo de la plaza con su Moulin Rouge resplandeciente de luces. La una me recuerda demasiado mi pasado, la otra me grita: "Tu ya no eres de aquí!" Todo, sí, todo ha cambiado. Vete deprisa si no quieres ver que están muertos, enterrados, los recuerdos de tus veinte años. — Eh! Taxi! Estación de Lyon, por favor. Y en el tren que me lleva a casa de mi sobrino recuerdo todos los artículos de los periódicos que el Profesor Raymond Hubert me dio para leer después de mi condena. Ni uno que no ponga de relevo duda que pairou siempre a lo largo de los debates, ya sea La Dêpêche, France, Le Matin, L'Intransigeant, L’Humanité, o Le Journal. Busqué esos periódicos después de mi regreso a Francia. Algunas citaciones a título de ejemplo:

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La Dépêche de 27-10-31, en boca de mi abogado: "Tanto en la barra como en la audiencia, tres aplazamientos por suplemento de información, lo que prueba la fragilidad de las acusaciones". Le Matin de 27-10-31: "Treinta testigos son citados. Uno habría bastado: el desconocido que puso al herido en el coche y avisa a su mujer, eclipsándose; pero este desconocido permanece tan desconocido que treinta declaraciones sucesivas no conseguirán probablemente esclarecer. . .Los guardias municipales: "Es el Inspector Mayzaud quién se aproxima a Charrière: 'Usted sabe quien es, le dice él". France de 28-10-31: "El acusado responde con calma y firmeza... El acusado: 'Es doloroso oír esto', dice. 'Este Goldstein no tiene motivo ninguno para quererme mal, pero está en manos del Inspector Mayzaud, como tantos otros como él, que no se sienten tranquilos, esa es la verdad...' El Inspector Mayzaud es llamado a la barra. Inmediatamente protesta: 'Hace diez años que hago Pigalle, sé que Goldstein no es del hampa. Si fuese del hampa, nunca habría hablado' (sic)". L'Humanité de 28 de octubre. El artículo merece ser citado por entero. Título: "Charrière-Papillon es condenado a trabajos forzados a perpetuidad". Y continúa: "Los jurados del Sena, a pesar de que la duda que persiste sobre la personalidad del verdadero Papillon, de aquel que habría matado, en la Butte, en una noche de marzo, a Roland Legrand, condenaron a Charrière. "Ayer, al principio de la audiencia se oyó el testimonio de Goldstein, sobre cuyas declaraciones se fundamenta toda la acusación. Este testigo, que estuvo constantemente en contacto con la policía, que el Inspector Mayzaud afirma haber visto, después del drama, más de cien veces, hizo sus declaraciones en tres fases diferentes, agravándolas cada una de las veces. Ese testigo, por lo visto, es un dedicado auxiliar de la Policía Judiciaria. “Mientras formula sus acusaciones, Charrière le escucha atentamente. Cuando acaba, exclama: ‘No comprendo, no comprendo a este Goldstein a quien nunca hice nada y que viene aquí a divulgar semejantes mentiras, cuyo único fin es hacerme enviar a los trabajos forzados'. “Vuelven a llamar al Inspector Mayzaud a la barra. Él afirma, esta vez, que la declaración de Goldstein no ha sido manipulada. Pero se notan aquí y allí sonrisas de escepticismo. “El Fiscal Siramy, en un requisitorio sin forma, verifica que hay muchos Papillon en Montmartre y en otros sitios. Dirigiéndose a los jurados, reclama sin embargo una condena, sin precisar la pena. “A la parte civil, representada por el Profesor Gautrat, después de haber mostrado cómicamente la cárcel como una escuela de ‘regeneración moral', pide que se envíe para allá a Charrière, en su propio interés, para hacer de él un ‘hombre honesto'. “Los defensores, profesores Beffey y Raymond Hubert, abogan por su inocencia. Bajo pretexto de que no se puede encontrar a Roger le Corse, llamado Papillon, no se deduce que Charrière, llamado Papillon, sea el culpable. “Pero los jurados, después de una larga deliberación, regresan a la sala, trayendo el veredicto afirmativo y el tribunal condena a Henri Charrière a trabajos forzados a perpetuidad, atribuyendo un franco por pérdidas y daños a la parte civil.”

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Durante años y años, me pregunté por qué la policía se encarnizó contra un pequeño vagabundo de veintitrés años que, según ella misma, formaba parte de sus mejores colaboradores. No encontré si no una única respuesta, la única lógica. Encubrían a alguien, ese, el verdadero denunciante. Al día siguiente, a pleno sol, regreso a Montmartre. Lo que encuentro es bien mi barrio de la Rue Tholozé y de la Rue Durantin, el mercado de la Rue Lepic; pero las caras, ¿donde están las caras? Entré en el número 26 de la Rue Tholozé, para visitar a la portera fingiendo buscar alguien. Mi portera era una mujer gorda, con una señal repugnante en la cara, llena de pelos. Desapareció. La substituye una bretona, y quedo tan contrariado que ni le pregunto si, al llegar aquí, no vio una señal con pelos. No me robaron el Montmartre de mi juventud, no, está todo allí, exactamente todo, pero todo ha cambiado. La lechería se ha convertido en una lavandería, el bar de la esquina en una farmacia, el puesto de frutas en un self-service. Entonces, el no va más! El Bar Bandevez, en la esquina de la Rue Tholozé y de la Rue Durantin, el lugar de encuentro de las empleadas de Correos de la Place des Abesses, que venían beber su licor, y a quien, con el aire más serio, reprobábamos que se emborrachen mientras sus pobres maridos trabajaban, pues bien, ese bar continúa existiendo, pero la barra está al otro lado, con las mesas en otro sitio; además la patrona es argelina, los clientes, árabes, españoles o portugueses. ¿Adónde habrá ido el proxeneta de Auvergne? Subo las escaleras que, de la Rue Tholozé, llevan al Moulin de la Galette. La rampa no ha cambiado, acaba de la misma manera, peligrosísima. Fue ahí que cogí a un pobre viejo que se había roto la cabeza, no viendo lo suficiente para darse cuenta a tiempo de que la rampa acababa de golpe. Acaricio esta rampa, revivo la escena y oigo al vejete agradecerme: “Joven, usted es muy amable y muy bien educado. Le felicito y se lo agradezco”. Esta simple frase me tenía tan perturbado que no sabía que hacer para coger el revólver que se me había caído cuando me incliné, no queriendo que se diese cuenta de que el buen joven no era quizás tan amable. Sí, mi Montmartre sigue allí, no me lo robaron, sólo robaron a las personas, los rostros simpáticos, sonrientes, de aquellos que me decían: “Buenos días, Papillon, ¿estás bien?” Esos sí, me los han robado, y siento un dolor enorme. Por la noche entro en un bar de hombres. Entre ellos escojo al cliente más mayor y le pregunto: — — — — — — — —

Discúlpeme, ¿conoce a Fulano? Sí. ¿Donde está? Allá dentro. ¿Y Mengano? Muerto. Y Zutano? No lo conozco. Pero, disculpe, hace muchas preguntas. ¿Quién es usted?

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Elevó un poco la voz, con intención, para llamar la atención de los otros. Eso no falla. Un desconocido que entra así en un bar de hombres sin presentarse, ni estar acompañado, es necesario saber lo que quiere. — Me llamo Henri, soy de Aviñón y vengo de Colombia. Es por eso que no me conocen. Adiós. No me entretengo y voy deprisa a coger el tren para ir a dormir fuera del Departamento del Sena. Tomo esas precauciones porque no quiero, a ningún precio, ser notificado de mi prohibición de residencia. Pero estoy en París, estoy aquí, sí! Y voy a los bailes de la Bastilla. En el Boucastel, en el Bal-a laJo, me echo el sombrero hacia atrás y me quito la corbata. Llego también a invitar a una chica a bailar, como lo hacía a los veinte años, de la misma manera. Y bailando el vals al son del acordeón, casi tan bueno como el de Mimile Vacher de mi juventud, le respondo a la joven, que, al preguntarme qué hago en la vida, le digo que soy dueño de una casa de herrajes en el interior, lo que la hace mirarme con gran respeto. Voy a almorzar al La Coupolle y, como si regresase de otro mundo, me hago el ingenuo y le pregunto al empleado si todavía se continuaba jugando a la pétanque en la terraza. Ese empleado lleva veinticinco años en la casa y se queda estupefacto con mi pregunta. En el La Rotonde busco en vano el rincón del pintor Fujita, y cómo mis ojos se prendían con desesperación al mobiliario, a la disposición de las mesas, del bar, para reencontrar las cosas del pasado! Disgustado al ver que habían modificado y destruido todo lo que había conocido y amado, me marcho de golpe olvidándome de pagar la cuenta. El empleado me sujeta secamente por un brazo a la entrada de la estación del metro Vavin, justo al lado, y como ya no hay más cortesía en Francia me mete bajo la nariz el papel de la cuenta con la orden de pagar rápidamente si no quiero que llame a un policía. Por supuesto que pago, pero le doy una propina tan pequeña que me la tira al marcharse: — Puede guardarla para su suegra. Debe necesitarla más que yo! Pero París es París. Paseé como un joven de un lado a otro de los ChampsElysées, iluminados por miles de luces, de esta luz de París que nos calienta y nos comunica su maravilloso encanto, haciéndonos cantar el corazón. ¡ah! que bueno es vivir en París! Ninguna excitación, ningún deseo de violencia en mí, cuando me encuentro en la Puerta de Saint-Denis o en el barrio de Montmartre delante del viejo periódico L'Auto, donde Rigoulot, entonces campeonísimo del mundo, levantaba a peso un enorme rodillo de papel de periódico. Tengo el alma tranquila cuando paso delante de la asociación donde jugaba al baccará con Stavisky y asisto solo, en paz, al espectáculo del Lido. Y me mezclo con calma durante algunas horas en la agitación de los Halles, que están prácticamente igual. Solamente en Montmartre me salen del corazón palabras de amargura. Me quedé ocho días en París. Ocho veces volví al lugar del famoso crimen. Ocho veces me senté en el banco, después de haber acariciado el árbol. Ocho veces, con los ojos cerrados, reconstruí todo lo que sabía de la investigación y

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de mis dos juicios. Ocho veces volví a ver las narices de todos esos cerdos constructores de mi condena. Ocho veces murmuré para mí: “Fue aquí donde todo empezó, para arrancarte trece años de tu juventud”. Ocho veces repetí: “Renunciaste a tu venganza, está bien, pero nunca podrás perdonar”. Ocho veces le pedí a Dios que, como recompensa por haber desistido de la venganza, nunca más le pasase esto a nadie. Ocho veces le pedí al banco que me dijese si el falso testigo y el policía dudoso no engendraron la próxima declaración, aquí, sentados “por casualidad” en este mismo banco, durante sus múltiples encuentros “casuales”. Ocho veces me marché, cada vez menos curvado, al punto de que, la última vez, con el cuerpo erguido como el de un joven, murmurase sólo para mí: “Ganaste a pesar de todo, pues estás aquí, libre, con buena salud, amado y dueño de tu futuro. Deja de ir en búsqueda de aquello en que se volvieron los otros, todas esas figuras de tu pasado. Estás aquí, es casi un milagro, y Dios no los hace todos los días. Puedes tener razón de que, de todos, tu eres el más feliz”.

18.- ISRAEL — EL TERREMOTO Dejo París vía Orly y vuelo hacia Israel, donde voy a visitar a la madre de Rita, deseoso también de conocer este país, donde esta raza desde siempre perseguida está en vías de hacer maravillas, como se dice en todo el mundo. Sinceramente, estaba muy escéptico. Veía a Israel como un pueblo prisionero de su religión, donde los rabinos y los rumores imponían a la población su concepto y modo de vida. El avión me deja en Tel-Aviv. Sigo hacia cerca de Haifa, a una pequeña ciudad llamada Tel Hanam, donde vive la madre de Rita. Entonces me doy cuenta inmediatamente de que los chicos y chicas de este pueblo no son nada idiotas. Todos los conductores de taxi hablan al menos una lengua, a veces dos, además del hebreo. El primero que se aproxima a mí no habla más que el inglés. Me lleva tres minutos encontrar uno que entienda francés o español. Y voy en un viejo taxi conducido por un joven que habla tan bien el francés como el español. Inicio la conversación: — — — —

¿De donde es usted? Nací en Casablanca, tengo estudios primarios. Soy sefardí. ¿Qué es ser sefardí? Es la raza de judíos expulsados por la reina española Isabel la Católica. Fui educado en la escuela francesa, pero hablo español como mi padre y mi madre. — ¿Cuánto tiempo hace que está aquí? — Hace diez años. Vinimos todos: mi padre, mi madre, una abuela, dos hermanas y yo. Estamos bien, todo el mundo trabaja, estamos en nuestra casa, en nuestra tierra. Todos aprendemos el hebreo. ¿Por qué? Hace que tengamos una lengua común, pues Israel está formado por todos los judíos

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del mundo. Habiendo traído cada uno su lengua, como lo haríamos si no tuviésemos una lengua común? ¿Trabaja para sí mismo? ¿El taxi es suyo? No, no soy lo suficientemente rico para tener un taxi mío. ¿Es caro? Mucho. Cerca de cincuenta mil francos. Entonces aquí es como en los otros sitios, hay ricos y pobres. Aquí hay ricos, es cierto, pero no hay pobres, pues nadie mendiga trabajo o dinero. ¿Y los viejos? Nos Ocupamos de ellos muy en serio. Reciben una buena pensión y una casa con un jardín. ¿Usted tiene casa propia? Todavía no. Los jefes administrativos son polacos, y hay una especie de segregación en relación a los sefardíes. Hala! Ustedes deberían ser los últimos en tener problemas raciales! — Se ríe. Es verdad, pero es así. Ni siempre tiene gracia. Pero en la próxima generación no habrá nada de eso, serán todos sabras. ¿Y los actuales sabras no son racistas? ¿Los sabras son los que nacieron en Israel? Sí, pero también son racistas. Se creen superiores y creen tener más derechos que los otros por haber nacido en Israel. Por lo tanto no todo son rosas en su región. No, pero olvidamos todo eso cuando actuamos como israelitas, quiero decir, cuando trabajamos para una agricultura y una economía prósperas, basadas en nuestro esfuerzo. ¿Reciben mucha pasta de los judíos del extranjero? Esas cuantías no se gastan ni se utilizan si no es para ayudar a las personas a vivir. Sirven para crear industrias, irrigar el desierto, plantar o construir todo lo que puede ser útil a la colectividad. ¿Usted ama a su país? Daría la vida por él. ¿Sigue su religión con fanatismo? No. Soy judío, pero en casa poco seguimos los preceptos de la religión judaica. Lo que hay que comprender, entiende, es que en ningún país del mundo somos completamente iguales a los otros. Mi padre hizo la guerra con franceses y marroquíes. Pues bien, había siempre un imbécil, ya fuese francés o árabe, que lo insultaba, tratándolo de cerdo judío. De acuerdo, pero un hombre no representa una sociedad! Es verdad, pero cuando se arriesga la vida y se usa el uniforme del ejército de una nación se debe ser respetado como un igual. Es cierto.

He aquí Haifa. Dentro de un cuarto de hora estaremos en Tel Hanam. — ¿Conoce esta dirección? — No, pero alguien nos la indicará.

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Son las diez de la noche cuando llegamos a Tel Hanam, un gran suburbio de Haifa. Las calles están llenas de personas, grupos de chicos y chicas de todas las edades. Todo el mundo ríe, canta, baila y se besa. Ver críos de trece o catorce años abrazados, sin complejos de que empiecen, tan jóvenes, con manifestaciones amorosas delante de todo el mundo, me da de golpe la visión de algo totalmente nuevo para mí. Pregunto la dirección. — Es por allí. Pero es mejor bajar aquí. El taxi no puede ir hasta la puerta del edificio. Hay que subir escaleras para llegar allí. Pago el taxi. Un joven coge, decidido, mi maleta y, gentilmente, tres chicas y tres chicos nos acompañan. — — — — — — — — — — — — —

¿Viene de lejos? De Venezuela. ¿La conocéis? Ciertamente, queda en América del Sur. ¿Como es que hablas francés? Soy francés y él también. El otro es tangerino y el otro marroquí. ¿Y las chicas? Son todas polacas. Son guapas. ¿Son vuestras novias? No, sólo amigas. Buenas amigas. ¿Y en que habláis cuando estáis juntos? Hebreo. ¿Y como lo hacíais cuando no todos sabíais el hebreo? Oh! comprenda, para jugar, pasear juntos, besarnos, no tenemos necesidad de saber hebreo — responde, riendo, el que lleva la maleta. — Además, ahora no somos ni franceses ni polacos, somos todos israelitas.

Llegando al edificio, quisieron todos subir conmigo los tres pisos y sólo me dejaron cuando la puerta se abrió y la madre de Rita se lanzó a mis brazos. Extraordinario Israel, extraordinario país para descubrir. Pues, bien entendido, a pesar de la emoción de volver a ver a la madre de Rita y de todo lo que ella tenía que contarme y yo a ella, no paso todos los días en casa. Deambulo al azar, trato rápidamente de conseguir amigos, sobre todo jóvenes, que me interesan todavía más que los viejos. Y descubro los jóvenes de Israel. No son más enjuiciados que los otros. Aman la vida, las motos, las carreras locas, las chicas, gustan de divertirse y bailar. Pero lo que encuentro en la mayor parte de ellos es la convicción, que sus educadores les supieron inducir, de que hay que saber varias lenguas, aprender un bueno oficio, para ganarse bien la vida más tarde, y sobre todo volverse elementos positivos y útiles al país. Conocí a muchos capaces de inmensos sacrificios por el orgullo de desempeñar en la colectividad un papel que valga la pena. No ambicionaban altas posiciones, dinero, lujo.

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E hice todavía un descubrimiento más: los judíos de Israel no están interesados en el dinero. ¿Cómo es que esta raza tan emprendedora en todos los países del mundo, donde parece que no viven si no para conseguir cada vez más dinero, pudo modificarse tan radicalmente, una vez en su país? Pero pese a ello, para ver hasta donde iba la firmeza de sentimientos de uno de los jóvenes que encuentro, le pregunto cuanto gana como buen técnico. Me habla de una suma modesta, menos de doscientos dólares al mes. — Sabes que, con tu profesión, en Venezuela ganarías cinco veces más? Me responde, bromeando, que en Francia le habían ofrecido cuatro veces más, pero que eso no lo interesa. Aquí es libre, está muy bien, y sobre todo en su país. Tampoco sigue los ritos de su religión, a no ser en lo estrictamente necesario. No le gustan los viejos judios de barba y sombrerito negro, en particular los rabinos polacos, demasiado sectarios y que quieren encerrar a todo el mundo en las cadenas de la religión. Ama a su raza, pero la joven, deportiva, libre, abierta al sexo, sin ningún complejo. La vida en común, con chicos y chicas, le encanta. Cada victoria de su pueblo, no importa en que dominio, industrial o agrícola, la toma como suya y se regocija de ella. Debo decir que, por una cuestión de idioma, sólo pude hablar con jóvenes venidos de Francia, del norte de África o de España. Uno de ellos me explica que, políticamente, sería de preferencia socialista, como la mayoría de sus camaradas. Otro, un marroquí, me dice que no siente odio hacia los árabes y que sabe muy bien que son la propaganda y los intereses creados que hacen de los árabes enemigos. Se lamenta y habla con ternura del tiempo en que, en Casablanca, hablaba y jugaba con niños árabes, en plena calle, sin ningún problema. Se hace muchas preguntas, me dice, y cree que los sentimientos actuales han sido engendrados por terceros, que no son ni árabes ni judios. — ¿Por qué los árabes han de guerrear contra nosotros? — añade, cuando los rumores de guerra empiezan a circular seriamente en este fin de mayo de 1967. — ¿Para apoderarse de los desiertos que cultivamos? ¿No tienen inmensas tierras incultas en su propio territorio? Hablan de la libertad del mundo árabe y de su independencia, pero para hacer esa guerra, esperando ganarla, se ponen en manos de los rusos. Pues, un ruso es mucho más diferente de un árabe que de un judío, su primo hermano. Sin embargo él es extremadamente sionista, como pude verificar, así como sus amigos. Vine a ver a la madre de Rita, pero también a estudiar los kibbutzim, su forma de colectivismo y su administración. Desde el principio eso siempre me había interesado, pero sobre todo después de la aventura de mi pesquería en Maracaibo, donde me dije muchas veces a mí mismo que, si las cosas fuesen bien, tendría que experimentar la creación de algo de ese tipo para mis pescadores y otros, lo que les daría fácilmente un nivel y modo de vida bastante superiores.

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Quedo inmediatamente sorprendido no sólo por los resultados que obtienen, sino también por el bienestar de esas pequeñas colectividades. Visito varias de diferentes tipos. Me impresionan estas comunidades en donde cada uno desempeña su papel. Todo el mundo hace algo. La comunidad es próspera, vende sus productos, si es un kibbutz agrícola, y todos se aprovechan por igual de los resultados obtenidos. Pero sobre todo lo que más me impresiona es ver como profesores, grandes médicos y abogados van a trabajar a la ciudad y vuelven por la tarde, guardando en la caja común lo que ganan. Paseo también como turista. Haifa es una ciudad importante. Un puerto, algo de tráfico y alegría en las calles. La noche es alegre. Voy a diversas boîtes y encuentro también bares de prostitución. Pero allí, caramba! Ante todo las prostitutas hablan todas entre tres y cinco idiomas y, en lo concerniente a desplumar al cliente, son más fuertes que sus colegas de cualquier otro país. Un vaso de licor de hierbabuena-pimienta vale cuatro dólares y a la velocidad a la que se lo beben y encargan otro, es necesario salir de ahí rápidamente, si quieres quedarte con algunos dólares en el bolsillo. Así, lo que veo en Israel es lo siguiente: no hay leyes impuestas, la vida es verdaderamente libre y cada uno se divierte o trabaja haciendo lo que quiere y como quiere. No hay pobres en las calles. Ni uno sólo, viejo o niño. Y observo artimañas chistosas. En la parada del autobús esperan cerca de veinte personas. Si el autobús de los árabes es el que llega primero, ¿por qué no tomarlo? Hay judíos que no establecen ninguna diferencia y suben, sintiéndose, pero, en la obligación de explicar a aquellos que no lo hacen que tienen mucha prisa y no pueden esperar al autobús de los judíos. El árabe, con el velo caído, serio como un papa, recibe el dinero de los billetes sin dar las gracias, y se van. Otra cosa divertida. En un país donde Jesús iba de pesca, los judíos venden a los cristianos botellas de agua con una cruz, acompañadas de un papel firmado por un obispo, certificando que ese agua es la misma agua del Jordán donde Jesús pescaba. Venden también saquitos llenos de tierra santa. Estos tienen también su certificado de origen, firmado por un obispo. Cada botella y cada saquito cuestan dos dólares, lo que es un bueno negocio, ya que la tierra no es cara y el Jordán siempre tiene agua. Estoy aquí desde hace quince días. Ya tengo toda la documentación sobre la administración de una granja colectiva. Anuncian la guerra para esta semana. No veo ninguna necesidad de meterme en ella o de recibir un golpe adverso, pero cuando me dirijo a Air France a toda la prisa, para reservar un pasaje, me responden que todos los aviones están reservados a las mujeres y los niños. Encuentro por fin un avión de Sabena que va a Belgrado y me marcharé pasado mañana por la noche. Durante estos dos días asisto a los preparativos de defensa contra los posibles bombardeos aéreos. Veo vaciar los sótanos de la planta baja de todos los edificios de Tel Hanam, pues no hay subterráneos, pero a cada piso le corresponde un sótano. La gente no está asustada ni triste. Hacen todo eso

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con calma. Sólo la madre de Rita, debido a su edad, denota un poco de miedo. Cavan también trincheras. Todo el mundo participa, mujeres y niños inclusive. Hay autobuses que vienen buscar a los hombres al barrio. Un sargento, con una lista en la mano, llama a aquellos que deben partir. Antes de marcharse vuelve a hacer la llamada y encuentra a siete u ocho hombres más de la cuenta, los cuales se pusieron en las filas sin ser designados. Es buena señal, nadie busca escapar. Marcho hacia Belgrado, con la esperanza de que la guerra pueda ser evitada en el último momento. Dos días más tarde, vuelo de Belgrado a Caracas. Y en el avión tengo los ojos llenos de todas las imágenes de este largo viaje. La que más me persigue, la que domina a todas las demás, es la de estas calles estrechas de Tiberíades con sus burros, árabes, moros, judíos, árabescristianos, su mercado y los vendedores de agua. Estas calles donde, por entre las piedras de las casas, en los mismos pavimentos, con las mismas fuentes, los mismos gritos, las mismas disputas o cánticos, Jesús pasaba descalzo a camino del Jordán para bañarse o pescar. Qué profunda fue esta impresión para que, en un ateo como yo, se imponga con tanta fuerza! El avión aterriza suavemente en el aeropuerto de Caracas, donde Rita me espera y me dice al abrazarme: — La guerra podía haberte atrapado! — ¿La guerra? ¿Por qué la guerra, Rita? Hay que tener esperanzas de que no estalle. — Pues bien, Henri, hace tres horas que ha empezado. En seis días termina esta guerra que casi nos cogió por sorpresa. La madre de Rita no sufrió y entramos en el mes de julio tranquilos. Los negocios van bien, estamos felices juntos y regresé de Francia con tal bouquet de recuerdos que, si fuera deshojando todos los días uno, me quedaría aún con una mina inagotable de historias, con las cuales puedo soñar todo el resto de mi vida. El futuro, en el cual no dejo de pensar después de los últimos años, como tiene que ser, lo encaro sin temor, dado que tomamos precauciones para nuestra jubilación, si todo sigue funcionando normalmente. Veintiocho de julio de 1967, año del 450 cumpleaños de la fundación de Caracas. Son las ocho de la noche, regreso después de haber ido a encender el neón del bar, que se encuentra delante del edificio de ocho plantas donde, en la sexto, tenemos un gran piso. La puerta que da a la terraza está abierta, las dos lámparas brillan con todas las bombillas encendidas y Rita y yo vemos juntos, en el sofá, un programa de televisión. — Este mes que termina ha sido bueno, ¿no crees Henri? — Si, querida. Junio también, de hecho. ¿No estás cansada? — No, estoy bien. Ay, Dios!... Un monstruo bambolea la casa, como un camión loco dando bandazos en un camino lleno de agujeros, una especie de dragón que menea al edificio de la

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izquierda a la derecha, de atrás para adelante, las lámparas se balancean como péndulos de reloj, el suelo se transforma en un tobogán, inclinándose a un lado o al otro más de treinta grados, los perros, nuestros dos cachorros, se deslizan en las baldosas encerados de una pared a la otra, los cuadros se desprenden, las paredes se abren como una granada muy madura, la televisión estalla, las mesas se pasean con las sillas, como si estuvieran montadas sobre patines, un ruido metálico más fuerte que el estruendo de las chapas metálicas de las tempestades de teatro, estallidos por todas partes, gritos de terror de nuestra empleada Maria y los que nos llegan del exterior, y los dos, Rita y yo, agarrados el uno al otro, esperando que en un segundo todo desplome sobre nosotros y nos arrastre en la caída,.. Todo eso dura exactamente treinta y cinco segundos. Creía que los ocho minutos de la bomba contra Betancourt habían sido los más largos, pero al lado de estos segundos no fueron nada. Así cuando todo lo que baila, estalla y se bambolea finalmente se para, nos lanzamos escaleras abajo cogidos de las manos. Bajamos los seis pisos al instante y los perros y Maria llegan a la calle al mismo tiempo que nosotros. Se encontraban ahí cientos de personas gritando de pavor y de alegría por haber escapado con vida de este temblor de tierra, que alcanza los 6,7 grados en la escala de Richter. Todas las personas que se encontraban en la calle en el momento del terremoto y habían corrido a la mitad de la calle para no ser aplastadas por los edificios que se balanceaban como cocoteros, nos apretaban la mano y nos felicitaban por el milagro de que nuestro edificio no se hubiera desplomado como un castillo de cartas. A las ocho y cuarenta tuvimos la segunda sacudida, la cual duró diez segundos. Nadie osa regresar a casa y nosotros tampoco. Puede haber otras sacudidas y desplomarse todo esta vez. Allí en la tierra, con los pies bien firmes en ella, sin otro techo que no sea el cielo, es donde debemos quedarnos, instalarnos, comer, dormir y esperar. Sin embargo fuimos a nuestro bar, en la pequeña vivienda del otro lado de la calle, esperando encontrar un desastre. Nada. Media docena de botellas caídas de los estantes y ya está. Hay luz y el teléfono funciona. En vez de tener que bajar seis pisos, aquí, tras diez escalones estamos en la calle. Podemos hasta saltar por la ventana, a la primera sacudida. Le digo a Rita: — Nos quedaremos aquí, querida. Podremos hasta acoger a algunas personas sin abrigo. Y surge la reacción: — Que suerte tan extraordinaria tuvimos, querido. Nos besamos y volvemos a besarnos. La criada besa a los perros, nosotros besamos a la criada, a los perros, a los vecinos y a nuestra hija, que llega corriendo, lívida. Bajamos a la calle, donde empiezan a circular las noticias. Hay edificios que se han derruido, ¿cuáles? Este, aquel, aquí, allí, uno grande, uno pequeño, según los montones de escombros. Es todo lo que queda de

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edificios de doce o quince pisos. Los bomberos remueven ya los escombros, para ver si, de milagro, hay supervivientes. Estamos en la gran Plaza de Altamira, en el barrio de Caracas, delante del enorme edificio que quedó partido en dos. Una parte cayó completamente, la otra, peligrosamente inclinada, puede desplomarse de un momento a otro. Allí vivía la mujer de mi amigo, Jean Mallet de la Trévanche, director de la agencia France Presse en Caracas. Estaba sola en el piso, ya que Jean fue sorprendido por el temblor de tierra en la calle, al volante de su automóvil. Por milagro salió ilesa de esa mitad del inmueble en equilibrio. Estoy en vías de blasfemar contra Dios por toda esta catástrofe, cuando veo delante del edificio dos hermanos, dos amigos, los Ducorneau. Me dirijo a ellos como de costumbre. — Entonces también se salvaron! Bravo! — Avanzan lentamente para mí con el semblante grave y los ojos enrasados de lágrimas. — Henri, Rita, ¿ven este montón de escombros? Debajo están mamá, papá, nuestra hermana, su hija y la empleada. Nos abrazamos anegados en lágrimas. Nos retiramos de este lugar horrible. Le dijo a Rita: — Demos gracias a Dios, pues fue generoso con nosotros. En efecto, al día siguiente, entre todas las historias crueles que nos habían contado, oímos la de la familia Azerad, que habitaba la octava planta del Edificio Neveri. El padre, la madre y los cuatro hijos estaban sentados a la mesa cenando cuando, a la primera sacudida, el edificio cae. Como que aspirado por la tierra, se dobla sobre sí mismo y los Azerad fueron encontrados bajo los escombros, más o menos en la mismo disposición que tenían alrededor de la mesa: la madre y los tres hijos separados del padre y del cuarto hijo por un bloque de hormigón, que aplasta a los cuatro. No tuvieron una muerte inmediata y el fin de la madre y de los tres hijos es horrible. El marido y la mujer agonizan, pero no pierden el conocimiento. En la oscuridad pueden hablar entre sí pero no se ven. Con el pecho aplastado, ella asiste a la muerte de los tres hijos que estaban junto a ella, uno de los cuales de ocho meses. En un momento dado dice: “El bebé acaba de morir”. Algunas horas después: “El otro murió ahora”. Después se queda en silencio, sin responder más al marido. Acaba, a su vez, de morir. El padre, Jean-Claude Azerad, de treinta y ocho años, y el cuarto hijo, Rémy, fueron hallados setenta y dos horas después, en coma. Consiguen retirarlos y reanimarlos. Al pequeño Rémy le amputaron una pierna y el padre tuvo que sufrir varias operaciones, teniendo fracturas por todas partes y los riñones gravemente heridos. Sufrió la primera intervención en Caracas, donde el Dr. Bénaïm le opera siguiendo por télex y teléfono las instrucciones del Profesor Hamburger, del Hospital Necker de París, gran experto en operaciones renales. Escapa, pero no piensa si no en morir, sin reaccionar al tratamiento. Fueron necesarias varias semanas para convencerle de que todavía le hacía falta a su pequeño Rémy. Durante más de una semana, la gente durmió en coches, en los parques, en bancos, en las pequeñas plazas, siempre al aire libre. La tierra se estremecía todavía de tarde en tarde, pero después de la tempestad vino la calma y con

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ella la confianza. Y las personas volvieron a sus pisos. Nosotros hicimos lo mismo.

19.- EL NACIMIENTO DE “PAPILLON”

Perdimos aun más de lo que pensábamos en el temblor de tierra y los negocios aflojan. A finales del mes de agosto la cantidad que pudimos ahorrar fue pequeña. No puedo dejar de pensar en el futuro con una cierta preocupación, pues tengo casi sesenta y un años. Busco, busco qué más podría hacer, ¿pero qué? Saco el polvo de la vieja carpeta de un proyecto de pesquería de langostas en las playas de la Guayana, me documento sobre viveros de truchas, harina de pescado, la pesca del tiburón. ¿Qué puedo encontrar o inventar para no sólo ganarme la vida sino también asegurar nuestra jubilación? Necesito encontrar algo, pero ¿el qué? Me olvidé completamente de un incidente ocurrido antes del temblor de tierra. Once de julio del 67. Albertine Sarrazin acaba de morir a consecuencia de una operación. Sin haber leído los periódicos franceses desde hace años, tomo conocimiento de que esta joven era una escritora de éxito que había narrado una huida y su vida de prisionera en dos novelas, entre ellos L'astragale, que la había hecho casi rica. La pobre chica no pudo aprovechar ese desahogo. Leí ese artículo en el El Nacional, un periódico venezolano grande y serio. ¿Y si yo escribiese mis aventuras? — — — —

¿Rita? ¿Que quieres? Voy a escribir mi vida. Hace quince años que me dices y repites que el día en que publiques tus memorias será una bomba. Estás tardando demasiado tiempo para estallar esa bomba! Querido mío, ya no creo en ello.

(Tiene razón la pequeña Rita, porque casi siempre que pasábamos una noche con un grupo de amigos, me decían siempre: — Henri, hay que hacer que escribas esas historias. Y cada vez yo respondía: — Algún día las escribiré y entonces será una bomba!) — Vas a ver, esta vez me voy a meter en ello en serio. — No me prometas nada, pues ya sé que no lo harás. Efectivamente no lo hice.

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¿Por qué? Antes que nada, porque no me creo capaz, no sé, sí, estoy convencido de que no sé escribir. ¿Hablar? Sí. ¿Contar historias? Mejor que muchos, es verdad. Pero ser uno buen narrador es una cosa y saber escribir es otra. En suma, no hago caso y no pienso más en ello. Dos meses después del temblor de tierra, a finales de septiembre, cojo un número viejo de El Nacional de un montón de periódicos, para dárselo a Maria. Lo necesita para proteger el suelo de las manchas de pintura de los trabajadores que pintan las paredes después de haber tapado las grietas provocadas por el temblor de tierra. Y de nuevo, en este periódico amarillento, reaparece la noticia de la muerte de Albertine Sarrazin. Hace más de dos meses ya! Pobre chica, soy más desleixado que ella, aunque no sea rico. Tu ni siquiera intentaste escribirlas, tus memorias, flaqueaste pronto! No te queda bien. Pero tengo tantas razones para encontrar disculpas! Casi nadie conoce mi pasado aquí, mi hija trabaja en la Embajada británica desde hace siete años, somos considerados, mi mujer y yo, comerciantes honestos y sin pasado sucio. Aparte de algunos jefes de policía, nadie sabe nada y ¿tendríamos que enfrentarnos a todo eso? Y, en Francia, ¿que dirán mis hermanas, mis sobrinos? ¿Tía Ju? Para colmo, un éxito en literatura es muy difícil, casi imposible. No, no es verdad, Papi. Para salir de esta situación actual en la que vives bien pero no ganas lo suficiente para asegurar definitivamente el fin tus días hay que conseguir una habilidad. ¿Cuál? No tengo que saber cuál, hay que conseguirla y punto. Se vuelve una idea fija y voy a ocuparme de ella seriamente. Algunos días después paso por la Calle del Acueducto. Había olvidado de nuevo a Albertine Sarrazin, olvidado que, durante una hora, también yo había querido escribir un libro. Esas memorias, como dice Rita, estaban destinadas a ser una bomba que no estallaría ni daría miedo, pues nunca sería fabricada. Pero en esta maldita Calle del Acueducto está la Librería Francesa, y en el escaparate, por delante del cual estoy obligado a pasar, un libro, y en él una banda de papel roja: ciento veintitrés mil ejemplares, y esa maldita banda no me impide de ver el título, L'astragale. Mierda, ciento veintitrés mil libros vendidos! ¿Cuánto vale este libro? Treinta bolívares, más o menos treinta y tres francos. Los pago para hacerme propietario de este famoso libro. Y sin embargo, sólo con este libro, ganó una bonita fortuna, Albertine! Y con toda esa pasta ya no tenía necesidad de romper puertas para comer bien con su Julien. Leo L'astragale y me quedo maravillado. Pero ¿con qué, de L'astragale? ¿Las aventuras o el rincón de las palabras? Las aventuras no son casi nada. Se fractura el pie al huir, encuentra a Julien, que le descubre escondrijos y que ella ama, es apresada en el momento en que todo se acomodaba entre ellos. Sin embargo no es eso, pero la manera como está escrito! No es una pintura cualquiera, sino una obra prima! ¿Quién lee obras primas? ¿Quién se puede embalar con palabras, bellas frases? ¿Quién va a la ópera? Poca gente. Este libro es una ópera, sí. Y, sin embargo, no es malo que a ciento veintitrés mil personas les guste la ópera, siendo el veinte por ciento del precio de la nota para la chica con astrágalo pulverizado. Sólo con este comienzo, pudo abrir una cuenta en el banco y comprar una casa al sol para abrigarse de la lluvia...

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Pues yo le daría el veinte por ciento si fuese yo el editor. No conocía todavía el ambiente. Dejo el libro, derrotado, al saber que hay mujeres que hacen la primaria en la cárcel, que pueden preparar ahí licenciaturas en letras y escribir con palabras tan complicadas, sin abrir ni un diccionario. Imagina, viejo, que tienes cien veces más aventuras que ella, mil cosas mucho más interesantes de contar, y que, si llegases a poder escribirlas, no son ciento veintitrés mil libros los que venderás, sino diez veces más. Es verdad, pero pasa lo siguiente: hay que saber escribirlas, y no es tu caso. Y si en vez de buscar bonitas frases, de embelesar a mi lector en la canción del bien escrito yo lo abanasse? ¿Y si en vez de escribir para él yo le hablase? ¿Hablarle? ¿Por qué no? Ya tengo ya la experiencia de lo que esto provoca en el gran público! — Rita! ¿Guardaste la carta de Europa 1? Oh! data de hace tiempo, del 57 o 58, creo, hace más de diez años. — Sí, querido, la guardé. — ¿Quieres traérmela? Un momento después ella trae la carta. — ¿Que vas a hacer? — Impregnarme de ella, para que me dé valor para escribir mi famoso libro. — ¿La bomba? ¿Estallará esta vez? He aquí la carta: EUROPA 1 Radio-Televisión 22 de enero de 1958 Excelentísimo Señor Henri Papillon. Caracas, Venezuela Apreciado señor. Hace varias semanas que estaba decidido a enviarle estas líneas de felicitación y vivo agradecimiento. Y, si bien que las inmensas ocupaciones de fin de año me hayan impedido hacerlo, no quiero hacer la vista gorda el día de hoy, pues mi gran amigo Carlos Alamon, al que acabo de encontrar en París con mucho placer, parte mañana hacia Caracas y le llevará mi carta. Usted aceptó la entrevista que le propuso Pierre Robert Tranié, uno de los siete globetrotters de radio que enviamos a la vuelta al mundo, y su personalidad dio tanto color e inspiración a esta conversación que, difundida a través de Europa 1, apasionó a nuestros oyentes de tal manera que fue elegida como el mejor de nuestros reportajes transmitidos en esa noche y dio a Tranié el primer premio. Estoy convencido de que es en primer lugar a usted que se le debe decir “bravo”. Sin duda, su mensaje será escuchado y formulo con usted la esperanza de que servirá a la causa de sus camaradas, que, como usted, buscan tener capacidad de readaptación a la vida civil. Bravo, pues, y gracias por habernos ayudado a

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interesar y a emocionar a nuestros oyentes. Quiera aceptar, apreciado señor, mis mejores saludos. Louis Merlin Director de Europa 1 O sea que, cuando narro, no apasiono sólo a mi mujer, a mis sobrinos y sobrinas, a mis amigos, a cualquier grupo de desconocidos en una reunión, sino que apasiono también a los oyentes invisibles de Europa 1. Siete globetrotters por el mundo, durante dos meses, a una entrevista por semana, totalizan cincuenta y seis entrevistas, y tú, Papillon, quedas el primero. Sí, sinceramente, existe una oportunidad, Vamos allá, camino de esta nueva aventura. No hay problema. Voy a escribir tal como hablo. Voy, por lo tanto, a hablar antes de escribir. Al día siguiente, en Sears, el mayor almacén de Caracas, compro el mejor grabador que había, uno profesional, a crédito, por supuesto. Quinientos dólares. Y hablo, hablo y grabo. No dejo el micrófono. Grabo de noche. Grabo por la mañana. Grabo por la tarde. Y grabo tanto que me quedo afónico al punto de que mi voz completamente enflaquecida no consigue hacer vibrar el micrófono. Obligado a parar, comienzo inmediatamente a copiar de la cinta al papel. Estoy contento, seguro de haber realizado una gran proeza. Ciertos pasajes que escucha Rita la hacen llorar como a una Magdalena. Entonces no hay dudas, el tipo que le cuenta a su mujer historias que ella se sabe de memoria y que aún así la conmueve estar seguro de haber triunfado. Pues bien, no. La grabación, una vez en el papel, es una verdadera mierda! No consigo volver a mí, no percibo nada. Releo estas cincuenta y dos páginas, hago que Rita las lea, y cuando las releemos, una vez más los dos juntos, decidimos que no habrá más grabaciones y que estas páginas son una perfecta mierda. No fue grande el atraso. Por la tarde ayudaba a Clotilde a poner en el maletero del coche este famoso aparato 374 de quinientos dólares, del cual no quería oír hablar ni ver más. Precioso regalo para ella, verdadero alivio para mí. Menos mal que mis cuerdas vocales fallaron, sin eso habría seguido grabando para nada. — No hablemos más de eso, querida. Adiós a los terneros, vacas, cerdos, polluelos; Jean-Jacques Pauvert, el editor, puede dormir tranquilo, no tendrá competidor que haga bajar las ventas de L'astragale.

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Noviembre. Me estrujo la mollera buscando algo original para conseguir mi fortuna, sin llegar a ninguna conclusión. Como tengo amigos de todo tipo, me ocurre tener propuestas para los negocios más raros. Un amigo que posee una propiedad en la Guayana venezolana y que sabe que hay algo de oro en los alrededores me dice que se podría quizás “descubrir” una mina y, después de haberla declarado, registrado y delimitado bien, sería fácil encontrar un paquete que la compre. La operación es simple. Basta cargar algunos cartuchos con oro en polvo y algunas pepitas y dispararlos a la tierra, para que, cuando el geólogo del otário, maravillado, haga los levantamientos en los sitios que le sean sugeridos, presente un informe favorable. Le demuestro muy seriamente, que, teniendo en cuenta el precio de cada cartucho cargado de oro, un centenar de tiros bastaría para causar la ruina definitiva. ¿Y si no hubiese comprador?... En el despacho del Scotch, nuestro bar, escribo los primeros cuadernos. Desde un tiempo a esta parte pasa algo nuevo en los clubes nocturnos de Caracas. Pequeños grupos de jóvenes aparecen como clientes, no saben beber y buscan camorra. Hasta el terremoto nunca habían venido. Después de una o dos incursiones, que provocaron un poco de tumulto, comprendo. Hay que procurar, para el buen movimiento del negocio, que yo esté ahí, pero sin aparecer en la sala. Un pequeño despacho adyacente me permite estar ausente cuando todo marcha bien y estar ahí pronto cuando es necesario. Llevo periódicos y papeles para pasar el rato. Un cuaderno nuevo está allí junto a otros, un cuaderno escolar. Estos cuadernos sirven para apuntar los gastos diarios, las entregas de alcohol, etc. Chateio-me. Estoy tan seguro de que voy una vez más a conseguir fuerzas para eso que escribo el primer cuaderno de Papillon. Es entonces que, una vez terminado, se lo leo un domingo a mi mujer, a mi hija y a mi cuñado, que aparece para almorzar. Están tan interesados que se olvidan de ver en la televisión el 5 y 6, una especie de carrera de caballos en la cual se puede ganar en cinco o seis coloreadas más de un millón de bolívares. Es una esperanza que alimenta a trescientos mil jugadores cada domingo. Envalentonado por ese resultado que estaba lejos de esperar, ataco el segundo cuaderno. Resultado cien por cien positivo, creemos todos. Después me asaltan las dudas. ¿No habrán sido indulgentes, ya que se trata de mi mujer, de mi hija y de mi cuñado? Sería idiota seguir sin tener una opinión, aunque menos favorable, de otras personas. Una botella de whisky, una de pastis, otra de Chianti, todo listo para recibir, un sábado por la tarde, a algunas personas que dirán francamente su opinión. Un profesor, que forma parte del grupo, me explica que esta reunión de personalidades diferentes se llama en Francia una “comisión de lectura”. Estoy nervioso. Deben llegar a las seis, y son las cuatro. ¿No irán ellos dar la mínima importancia para mí? Esperemos que no sean hipócritas! Los elegí bien, sin embargo. Primero dos chulos, arrumadores de coches y actualmente comerciantes honestos. Tienen importancia por su conocimiento de las historias del hampa. Un ingeniero, economista distinguido, ex-colaborador directo de Lavad. Un peluquero que lee mucho, conoce toda la obra de

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Albertine Sarrazin y de otros. Un profesor de francés. Un profesor de letras de la Universidad de Caracas. Un judoka de Limoges, cinturón negro. Un industrial químico lionés. Un pastelero parisiense. Son todos franceses. Llegan prácticamente a la hora. Sólo falta el profesor de francés, que viene ya después de haber leído veinte páginas. Tengo la garganta seca por la angustia de leer; nadie dice nada, sus rostros no expresan nada. Es verdaderamente la prueba de fuego. Susurro de voces a la llegada del retardado. Disculpas, ruido de pedazos de hielo en el vaso y, finalmente, se sienta. — Voy a seguir, señores. — No — dice el profesor de letras. — Insisto en que Henri empiece a leer las páginas que ya nos ha leído. Son excelentes y quiero que las oiga, lo que permitirá deleitarnos dos veces. ¿Todo mundo está de acuerdo? Todo el mundo está de acuerdo. Y entonces el sol entra en mi corazón. Leo durante algunas horas, en el transcurso de las cuales ellos no comieron y poco bebieron. Es señal de que están interesados. Salimos tarde de casa. Los llevo a un restaurante en frente del Scotch y, antes de empezar la comida, doy un salto al Scotch para ir a buscar a Rita a la caja, llevarla al despacho, envolverla en mis brazos y, besándola, decirle: — Querida, hemos ganado, seguro, hemos ganado, lo creo, es cierto! La bomba va a estallar con un estruendo de mil diablos! La dejo con lágrimas en los ojos, para ir deprisa junto a la “comisión de lectura”, antes que llegase lo que habían pedido. Y comiendo una buena parrillada, voy escuchando aquí y allí: Los chulos: — Amigo, estamos pasmados, muy sinceramente. El colaborador de Laval: — Es vivo, rápido, fácil de leer. El profesor de francés y el de letras: — Usted está verdaderamente dotado. El luchador, el pastelero y el químico están de acuerdo que debo continuar, pues están seguros del éxito. El peluquero: — Si haces el todo el libro como esos dos cuadernos será formidable. Escribí en dos meses y medio todos los cuadernos. Por la disputa entre los miembros de la “comisión de lectura” para ser cada uno el primero a poder llevarse a casa, durante cuarenta y ocho horas, los cuadernos y leerlos uno tras otro, veo que todo continúa bien.

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Acabo en enero de 1968. Leo tantas veces los cuadernos que tengo en casa, sobre la mesa del despacho, que casi me los sé de memoria. Sí, los cuadernos están allí. ¿Y ahora? Están ahí, eso es todo. ¿Que hacer? No se pueden enviar escritos a mano. Y ¿a quién? Y, si no guardo un duplicado, cualquier imbécil puede decir que no sabe quien los ha escrito y recaudar toda la pasta, si es que hay pasta. No está mal! Escribo mi libro y ahora no se que hacer con él! En resumen, antes que nada son precisos tres ejemplares mecanografiados. Y los mecanógrafos que consigo (un yugoslavo, un ruso, un alemán y una martiniquesa) hacen que Castelnau escriba más tarde en el prefacio: Este libro, mecanografiado por entusiastas amadores y no siempre muy franceses. . . Pues bien, no siempre muy franceses, pero siempre entusiastas, al punto que un día, entrando sin ruido en el lugar donde trabajaba, sorprendo a la martiniquesa en pie, haciendo grandes gestos delante de la máquina de escribir. Representaba una escena del libro. El libro empieza a costarme caro, teniendo en cuenta el grabador, la máquina de escribir, el whisky, las comidas a la “comisión de lectura”, los mazos de papel y la remuneración a los mecanógrafos, por lo menos bilingües (pues estamos en Venezuela). Esto se vuelve de verdad importante. El libro, una vez mecanografiado, tiene seiscientas veinte hojas. A catorce por día, son necesarias ocho semanas para mecanografiarlo. Coste total aproximado: tres mil quinientos dólares. Felizmente podemos hacerlo y Rita, para tranquilizarme, me dice que es dinero bien gastado, aunque no fuese editado. Serán tres regalos de Navidad extraordinarios para los miembros de la familia. — No — le digo. — Dos regalos. El tercero es para ti. Y luego, nunca se sabe, es mejor conservar uno. Y entonces, ante estas tres pilas de seiscientas veinte páginas, me siento tan aburrido como antes. Aún más, quizás. Los cuadernos son míos, sólo míos. Provienen de mi mano. Los escribí en una especie de otro estado. La escritura dibuja en el papel formas de letras que son exclusivamente mías. Nadie puede volver a hacer de la misma manera estas letras tan diferentes de las de los otros. En estos arabescos sólo yo puedo descifrar sin pestañear un segundo las frases que hablan de mi vida pasada, y cuando las puse en el papel revivía con tal intensidad el pasado que no las escribía, estaba en ellas, las vivía. Los cuadernos son sólo míos. Pero cuando los mecanógrafos bilingües pasan a letra de máquina mis frases, mi estilo, entonces la cosa se vuelve muy grave, muy importante. Las hojas ya no son mías. Nunca más serán sólo mías. Pueden ser juzgadas en un verdadero proceso en el cual los árbitros serán los lectores, y no las podré defender. Al lado de cada lector no estará un abogado, su veredicto será sin llamamiento. ¿Como editarlo? Primero, ¿podrá este libro interesar a un editor? ¿Como saberlo? Llegando hasta él. Veamos. Este libro ha gustado a todos los miembros de la famosa “comisión de lectura”, a toda mi familia, a mis amigos venezolanos que hablan francés, a un ex-embajador en Londres, Hector Santaella, hasta a un sujeto tan autorizado e indiferente a ese tipo de historias como Jean Maillet de La Trévanche y a un polémico comunista, Hernani Portocarrero. ¿Que significa todo eso? De hecho, nada. A ellos quizás les

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gustan las aventuras en sí. Eso no quiere decir que al público vaya a gustarle el libro como tal. Siendo así no se puede ser pretencioso y se debe ofrecer diciendo: “Si no le gusta, puede mandarlo a rescribir” A menos que vaya a hacerlo. Pero ese truco debe salir muy caro, y vamos a gastar aún más pasta en esta aventura, sin ni siquiera saber se será editado. Un hombre de paso por Caracas me da la solución, mientras espera en mi casa a Joseph Carita el hermano de las hermanas Carita de París, las célebres peluqueras. Joseph llega con retraso y el tipo me pide permiso para hojear las páginas mecanografiadas. No se da cuenta siquiera de que estuvo esperando dos horas. Buena señal. Se marcha a Francia con dos cuadernos. Uno de sus amigos los verá y volverá a mecanografiarlos, se es necesario. Durante un mes espero todas las mañanas al cartero. Debe traerme el veredicto de un escritor profesional y un pasaje del libro reescrito, la “Isla de los leprosos”. No sé lo que voy a hacer con la carta y con el paquete que acabo de recibir. No sé si debo abrir primero la carta o el paquete, donde los leprosos ya no serán “mis leprosos”. Son las once, no toco nada, no abro nada. La carta y el paquete están cerrados sobre el despacho. Prefiero esperar que estemos todos reunidos en el almuerzo. La casualidad quiere que tengamos dos invitados, el profesor de francés y su mujer. — Abra primero la carta. El escritor francés me dice que mis páginas le interesaron mucho y me promete hacer un buen libro de mis memorias, bien escrito, en buen francés. Un libro serio, de un buen valor literario. Las condiciones son las siguientes: el cincuenta por ciento de mis derechos más una suma de dieciocho mil francos por el trabajo y los gastos: Aquí va el episodio de los leprosos. Espero que agrade. Silencio de muerte. Con la garganta apretada, comienzo a leer “el episodio de los leprosos, en buen francés”. Voy al fin a ver mi narración transformada para que pueda ser editada. Acabo. ¿Son estos “mis leprosos”? Imposible, ya no lo son! Los perdí. — Qué va, Henri! Sus leprosos son formidables, no esos — afirma el profesor de francés. — ¿Está triste, Henri? — Está bromeando, profesor! No, estoy sorprendido, desconcertado, es verdad. Me perturba, al leer estas páginas, que mis leprosos no tengan la misma cara, la cara con la que les conocí. Si los editores son así, son peores que la cárcel, es necesario atentar para no ser comido vivo. Y no tiene escrúpulos el tipo, para corregir el libro quiere el cincuenta por ciento. Ni más ni menos. No crea, profesor, me gusta la lucha y esto empieza a volverse apasionante, la aventura empieza a tomar forma. Y en vez de proceder como un hombre franco, como pensaba que se debía hacer en este medio especial, voy a entrar en esta selva y tomar la actitud propia

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conforme a las personas y los momentos. Tenga confianza en mí! La selva, los mendigos encorbatados y adornados, la habilidad de no mostrar las cartas hasta el momento de anunciar que soy vencedor y que ganancia son de mi conocimiento! Formidable, va a ser apasionante, no entregarme a nadie, ni tener confianza en nadie. La primera actitud a tomar: hacer creer que soy imbécil, un pobre sujeto fácil de engañar, el tío Goriot de Balzac, tartamudear para responder y hacerme el sordo para tener tiempo de pensar a gusto antes de responder. Hay que hacer creer a todos que efectivamente es indispensable que mi prosa, aunque la crea mejor, sea reescrita. ¿A quien pedírselo primero? ¿Hachette? ¿Plon? No conozco si no estas dos. Debe haber otras. — ¿Y por qué no al editor de Albertine Sarrazin? — dice Clotilde. Después de la comida, Clotilde llama a la Librería Francesa para saber la dirección de Pauvert. Cinco minutos más tarde, escribe a máquina una carta para Jean-Jacques Pauvert, Rue de Nesle, 8, París, donde digo que soy un evadido desde hace más de veinticinco años, que quedé arruinado por el temblor de tierra, que a los sesenta y un años es le difícil a un tipo rehacer su vida y que, habiendo editado L'astragale, ¿por qué no ayudarme publicando mis memorias, aunque mal escritas? No soy un escritor, pero sería fácil encontrar a alguien que, con este material, hiciese un buen libro. Este viejo mendicante se dirige a usted, algo me dice que elegí bien. Hay que confiar en los hombres, aceptaré las condiciones que considere honestas proponerme. Adjunto algunos trechos que podrá leer. No hay que ser imbécil, no le envío todo el libro. No se de lo que son capaces! La carta y los excertos se mandan el 20 de agosto. Probablemente hayan ido a parar a la papelera de Pauvert. Estamos a 20 de septiembre. Un mes sin respuesta. Un tipo interesado habría respondido hace mucho. Puede estar de vacaciones, esperemos. Es verdad, un editor puede permitirse, con el sudor de sus autores, gozar de largas y lujosas vacaciones. Si el 30 de septiembre no hay respuesta, escribiré a otro. El 28 de septiembre, por la mañana, llega un sobre amarillo. Lo abro, febril. En el interior, una simple hoja, amarilla también. Buscando las gafas, digo: — En esta carta no hay nada. —Rita está a mi lado. — A pesar de todo te han respondido. — Veamos. Y leo: Apreciado señor, Quedamos en verdad muy interesados por los fragmentos que nos envió. Constituyen la base de una excelente narrativa. Tendría que, si no lo ha hecho, redactar el conjunto, exactamente como ha escrito lo que leemos. Es vivo, directo. Es un proyecto que seguiremos con la mayor atención. Antes de hacerle propuestas, desearíamos leer el resto. Etc.

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Firmado: Jean-Pierre Castelnau. Leemos la carta tres veces. Primero yo. después Rita y nuevamente yo, cada frase, cada palabra, en voz alta, pensando el significado de las frases, como si se tratase de la lectura, por un notario, de un testamento hecho a los herederos, que debiesen comprender bien lo que quería decir y el significado exacto de cada palabra. — Olé, querida! Olé! Empieza a funcionar, empieza ya! Y este... como firma ese tipo? ¡ah! sí... este Castelnau ha encontrado algo vivo y directo en las historias que no duda que existan en el libro. — Calma, querido. Es en verdad una buena noticia, pero de aquí a ser editado es otra cosa. — Querida, esos sujetos no pierden su tiempo escribiendo para nada. Si han respondido es porque están interesados. ¿Sí o no? — Sí, ¿y qué más? — Por otro lado, me envían floreados: “Es vivo, directo, constituye la base de una excelente narración”. ¿No estarán bromeando? No creerás, posiblemente, que esta especie de editor saluda a la gente por nuestros bonitos ojos! Pues cuánto mas bueno nos digan que es, más caro eso les costará. Por lo tanto, hay que creer que en realidad son sinceros. Pero, qué astutos, no dicen sino mitad de lo que sienten. Quieres que te diga, un tipo evadido, un escritor de la calle, quieres que te diga lo que significa “vivo, directo, base de una excelente narración, envíeme todo el libro”? — Sí. — Eso quiere decir: recibimos tres fragmentos extraordinarios de un libro. Se es todo del mismo estilo, es un libro excepcional. — ¿Y le vas a enviar las seiscientas veinte páginas? — ¿Estás bromeando? Voy a llevarlas yo mismo... — El viaje es caro. — Se apuesta, mi amor. Se apuesta, y ¿quieres saber más? Vamos a apostar la casa, el dinero que tenemos en el banco y nuestro crédito. Banco seúl, ¿entiendes? Banco seúl, pour le tout. Y óyeme bien, esta vez tengo el presentimiento, tengo la certeza, el pueblo francés va a responder. Sacaste nueve, ganaste, Papillon. Ganó al fin un “banco” en la puta vida.

20.- MIS EDITORES

Con una pequeña maleta con tres kilos y medio de hojas mecanografiadas tomo el avión Caracas-París. Viaje de ida y vuelta que pagamos a crédito. Tengo tanta prisa en contactar con ese editor que desafío a la policía de Orly. Mientras no me arresten para notificarme y hacerme firmar la prohibición de vivir en París! Entonces estaría obligado a pedir, en un reparto miserable, una licencia de visita, lo que es deprimente. Treinta y ocho años después, debo haber desaparecido de la lista de las personas a vigilar.

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Rue de Nesle, número 8, Ediciones Jean-Jacques Pauvert. Para mí, que llego de la Caracas de grandes avenidas modernas, una pequeña calle estrecha, sucia, un inmueble aparentando ruina! El patio es tan asqueroso como la calle. Grandes losas, las losas de las calles de París de hace cien años, un portón ancho por donde debían entrar antiguamente los fiacres y las caleches, que para salir tenían que hacer maniobras. Un piso alto para subir, una escalera con escalones altos, sin alfombra, difíciles de subir. Son de hielo (estamos en octubre), los escalones están tan gastados que parece la entrada de los calabozos en la central de Caen. Pues bien! La editorial Pauvert no tiene un aspecto muy tranquilizador. Me digo a mí mismo que se trata de uno de los barrios más viejos de París y que mucha gente repleta de conocimientos artísticos daría la vida para que no se tocase ni una única piedra. Pero, para un tipo que llega de América del Sur con una bomba de esperanza debajo del brazo, eso poco importa. Sin embargo, en el primer piso, la puerta es bonita, bien encerada, una gran puerta de notario de provincia. Por encima, en letras de cobre relucientes: JeanJacques Pauvert, editor. La puerta se abre apretando un botón. No tienen miedo de los ladrones en este calabozo. Es verdad que en este antro no hay otra cosa que papel. Y, además, da una cierta confianza que seamos nosotros los que tengamos que abrir la puerta. Sin embargo, me había hecho anunciar por teléfono: — — — —

¡Hola! ¿Sr. Castelnau? Aquí Charrière. ¿Cómo? ¿Me llamando desde Caracas? No, estoy en París. Esa es buena!

Le cuesta de creer y me dice que pase por allá al final de la tarde. En la entrada, dos personas esperan con manuscritos sobre las rodillas. Cuando la secretaria me manda sentar, una señora de edad se inclina hacia mí y me dice: — Espero que no tenga prisa, pues llevo aquí un buen rato. — No, no tengo prisa. — Un minuto después: — Increíble verlo aquí, Sr. Charrière! Un hombre de cerca de cuarenta años, de aspecto todavía joven, sonriente, de rostro simpático, delgado como uno espetón. Parece nadar en un traje que debe tener hecho varias estaciones. Se presenta: — Jean-Pierre Castelnau. — Riendo añade: — Francamente, no parece verdad! No esperaba verlo por aquí! Me conduce gentilmente, muy amable, a su despacho. Despacho caliente, sobrio, pero alegrado por una biblioteca llena de libros y por toda una especie de dibujos y carteles en las paredes. — No esperaba verlo aquí. Discúlpeme, pero después de mi carta esperaba los otros cuadernos, pero nunca a usted, sinceramente.

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— Se admira de que un hombre arruinado llegue de Caracas sólo a causa de una simple carta que no promete nada, ¿es eso? — Quizás sí — dice él riendo —, lo confieso. — Mire, estoy arruinado, es cierto, pero todavía pao el alquiler de la casa y el teléfono. — Lo que importa es que esté aquí. Jean-Jacques va a estar contento. ¿Tiene el manuscrito? ¿Está todo listo? — Lo tengo. Está listo y completo. — ¿Lo tiene ahí? — No, lo traeré mañana. Hoy fue vine para hacer contacto. Conversamos durante un momento, cuando un hombre joven, grande, de ojos claros y una sonrisa simpática entra: — Le presento a Jean Castelli — dice Castelnau. — Es un placer. Henri Charrière. Tiene usted el mismo nombre que uno de los presos de mi libro. ¿Eso no le molesta? — Ni por asomo — dice él riendo. — Leí los fragmentos que mandó y los considero muy buenos. Le felicito. Sale. Conversamos todavía por un momento y después me levanto: — — — —

Hasta mañana. ¿Le gustaría que cenásemos juntos? Gracias, mañana. Entonces, hasta mañana y con los cuadernos. — Con todos los cuadernos.

Regreso a casa de mi sobrino Jacques, en los alrededores. Él conoce París como la palma de su mano y tiene una opinión muy necesaria sobre los medios literarios, pues trabaja en París-Match. Es también un artista. Me está esperando con su encantadora mujer, Jacqueline, decoradora, y sus dos hijas, en su agradable vivienda rodeada por un jardín. — — — — — — — —

¿Como fue, tiíto? — me pregunta Jacques, así que abro la puerta. Pues mira... — y le cuento. Castelnau lo más simpático posible, etc. ¿Y Pauvert? No le vi. ¿No le viste? No! ¿Crees que es buena o mala señal? Creo que quien dirige las operaciones en lo que se refiere a los manuscritos y toma las primeras decisiones es Castelnau. El gran patrón debe trabajar tipo businessman americano. — ¿Que quieres decir? — Como en todos los negocios, toda propuesta es pasada a peine fino por sus colaboradores, para que expliquen las razones que lo han llevado a recomendar esto o aquello, ya sea una obra, ya un nuevo modelo de grifo. Y después, finalmente, interviene el gran patrón. Como no ha tenido ningún contacto contigo, ni almorzó, ni bebió whisky, ni, en fin, simpatizó contigo, como no dejó escapar ninguna palabra de elogio o entusiasmo, cuando interviene es para matar: o nos corta la cabeza o nos salva. Y empieza con

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sus buenas palabras: “Comprenda, no es tan famoso, mis colaboradores se dejan llevar fácilmente, ellos no son los que pagan, los que arriesgan, conmigo no es así. Sin embargo podemos intentarlo. Claro, que tendría que aceptar trabajar con nosotros en condiciones más modestas”. Pues bien, el tal Pauvert debe ser un tipo así. — Eres un desilusionado, tío. — Al contrario, soy muy psicólogo, joven. Por qué, voy a decírtelo: cuando un tipo como yo vuelve del infierno en las condiciones en que viví y hace doce mil kilómetros de avión para entregarle las páginas de su calvario, si tienes un mínimo de buenos sentimientos, de humanidad, aunque estés ocupado, vienes a darle los buenos días, al menos una vez, pero vienes. El tipo no vino, ya no vale la pena estar haciendo su radioscopia; está hecha anticipadamente. Como ciertos businessmen americanos, su corazón sólo debe golpear al ritmo y al son del dinero. Tengo razón. Con esas explicaciones, Jacques y Jacqueline se parten de risa. Me levanto temprano para estar a las diez en punto en París. Llevo conmigo las seiscientas veinte páginas del manuscrito mecanografiado. El taxi me deja en la esquina de la Rue de Nesle con la Rue Dauphine, y allí, en el paseo, delante del bar de la esquina, está Jean-Pierre Castelnau. Lleva un sobre-todo y tiene razones para eso, pues, con el frío que hace y delgado como es, no le protege su gordura precisamente. Se dirige a mí: — Ah, está aquí! ¿Vamos a tomar un café? ¿Será por casualidad que me esperaba en el paseo? Vaya usted a saber! — ¿Todo bien desde ayer, Sr. Castelnau? — Todo bien, gracias. ¿Qué hay en ese maletín? ¿Es el manuscrito? — Sí. Nos Traen dos cafés. — ¿Me permite que le dé un vistazo? — Sí. — Lleva prisa el tipo. Esto le interesa. El maletín está sobre la mesa del café, lo abro rápidamente. Y el jovial, amable, simpático Castelnau deja enfriar completamente el café, recorriendo rápidamente aquí y allá con ojo de profesional varias hojas al azar. Observo su rostro, concentrado, tenso, con los ojos un poco fruncidos. El tipo se ha olvidado de mí. Es buena señal. — Pues bien, apreciado Charrière, hoy es jueves, voy a leer este gran manuscrito durante el fin de semana y vuelva a verme el lunes. Le diré lo que se puede conseguir. No hay que subir a mi despacho, hablamos lo esencial. ¿De acuerdo? — Muy bien. — Entonces adiós, y hasta el lunes.

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Todo aquello dicho con una perfecta descontração, una sonrisa delicada, una mirada franca y joven, mientras cerraba el maletín, cogiéndolo, mostrando con naturalidad que tenía prisa, mucha prisa, de quedarse a solas con el manuscrito. — Adiós, Sr. Charrière, hasta el lunes. El tipo simpático sigue hacia la Rue de Nesle y yo subo la Rue Dauphine en dirección a la estación de metro de Odéon. Está lloviznando pero no siento frío, pues además del sobretodo tengo bastante grasa para envolver mi esqueleto. Tomemos un taxi, es mejor que el metro. Sólo en el tren volveré a pensar en lo que acaba de pasar. La vida de las calles de París vista desde el taxi absorbe toda mi atención. ¿No debería haberme dado un recibo? ¿Por qué, Papi? Tu libro no es ningún tesoro, pero, en fin, pueden copiarlo parcial o totalmente. Me parece, según me dijo mi sobrino, que antes de entregar un manuscrito a alguien se debe tomar la precaución de registrarlo en la Societé des Gens de Lettres. Pero si yo no soy un escritor! Y además, nadie puede sustituir a Papillon, enviado a los trabajos forzados, y perpetuamente, por doce idiotas. No es lo mismo que un verdadero escritor. Atención, ¿por qué no quiso que subieses al descpacho? ¿Tendrá algún motivo? Vamos, Papi, has visto su jeta simpática de hombre honesto, ser desconfiado, de acuerdo, pero nunca hasta este punto, amable, alegre. La vi, es cierto, pero el americano de los langostinos, su cara de luna, su aire bueno e idiota, también tenía aspecto de hombre honesto! No, debe haber querido evitar que subieses las escaleras. Esperemos que sí. De cualquier manera, cuatro días más y sabrás lo que hay de hacer. Y, cosa formidable, el hombre principal de la casa Pauvert va a leer tu libro durante el fin de semana. ¿Cuántos manuscritos tendrán esta oportunidad, sobre todo venidos de un desconocido? Y, más, ¿venidos de un antiguo holgazaneo? Qué largos van a ser estos cuatro días. ¿Y si fueses a visitar a su sobrina en Saint-Priest? A la mañana siguiente tomo un Caravelle de la Air-Inter hacia Lyon. El avión está abarrotado. Así que me siento, fumo. A mi lado una mujer lee el FranceSoir. Como rechacé el periódico ofrecido por la azafata, leo del revés los títulos del de mi vecina, que gentilmente lo abre todo para mí. Dios mío, no es posible! En letras enormes, leo, firmado por Edgar Schneider: PAUVERT EN BANCARROTA Sólo puedo leer el título, pues no llevo conmigo los gafas, que están en el sobretodo, en el compartimiento que está sobre mí. Como voy pegado a la ventana sería necesario molestar a dos personas, para, desde pasillo, conseguirlas. Sería desagradable para todo el mundo. Además, quizás ese Pauvert no sea el mío, son letras demasiado grandes para hablar en un editor. Quizás se trate de un ministro. Sin embargo, no aguanto más. — Disculpe señora, ¿puede decirme quien es ese Pauvert? — ¿Quiere el periódico? — No, gracias, no llevo las gafas. ¿Por favor, puede leerme el texto?

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Y mi amable vecina empieza por una voz neutra: “Jean-Jacques Pauvert (no hay duda) podrá bien ser salvo de la ruina por sus acreedores. “Lo que el editor menos conformista de París llama uno incidente normal se traduce, en realidad, por un agujero de cinco millones y doscientos y setenta mil francos, etc.” — Muchas gracias, señora. Aceptaría de buena gana el periódico, cuando lo termine de leer, pues deseo guardar este artículo. Me interesa. — ¿Conoce a Jean-Jacques Pauvert? — No, peor. Le iba a conocer el lunes. Noto la sorpresa en su rostro y el Caravelle continúa deslizándose suavemente por las nubes de algodón de este mes de octubre. Tanto peor para mis vecinos si los molesto. Pero la emoción me dio ganas de mear. — Disculpe señora. Disculpe, caballero. En vez de mear en pie, me siento en la taza del inodoro. Sólo, puedo pensar mejor y más a gusto. Alguien mueve el pomo de la puerta, pero no me importa, que vayan a mear a otro lugar. Pues bien, porras, esto es lo que se llama tener mala suerte. Casi encuentro un editor que, aquí para mí, estaba en el papo, y al final está para ir al aire. Fallido, para hablar en términos correctos. Y además se quedó con el manuscrito. Es por eso que el chulo con sonrisa encantadora te esperaba delante del bar y no quería que subieses. Por Dios! Deberías haber presentido el viento de la derrocada! Quizás allá arriba hubiese un oficial del juzgado para pignorar el mobiliario y las máquinas. Debería ser eso! No son tontos en el France-Soir. A través de él se tienen noticias frescas! Y que noticias, ¡mecachis! Noticias que llenan el corazón de sol. ¿Qué hacer? Coger en el periódico de la mujer y regresar a París inmediatamente. A las diez horas, el avión aterriza en Lyon. A las diez y veinte, recojo el equipaje. A las diez y treinta, la facturo para el vuelo Lyon — París. A las tres, invado la recepción de las ediciones Pauvert. A las tres y un minuto entro, sin ser anunciado, en el gabinete de Castelnau, al que encuentro pasando los ojos sobre mi manuscrito y discutiéndolo con Jean Castelli. A las tres y seis minutos arreglo tranquilamente el manuscrito en el maletín después de haber comprobado si estaban todas las seiscientas veinte páginas. A los tres y ocho minutos vuelvo a bajar las escaleras, seguido por Castelnau, que no comprende lo que pasa, pues no di ninguna explicación.

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A las tres y diez minutos Castelnau me explica, delante de un café, que no es por Jean-Jacques Pauvert estar en gran dificultad en la firma que tiene su nombre que no puede editarme en una de las suyas sucursales, pues estas van bien. A las tres y cuarto le declaro rigurosamente a Castelnau que no quiero saber nada más de ese hábil hombre de negocios. Y a las tres y veinte decidimos cenar juntos en La Coupole, esa misma noche, a las ocho. Y allí descubro al hombre más noble, más generoso y más franco que conocí. Durante el whisky, me entero que fue él, Castelnau, quién se ocupó del asunto de Albertine Sarrazin, desde el principio. A las ostras, que está duro y deja la casa Pauvert, ya que este no le puede pagar y que sólo mucho más tarde verá algún dinero. Al lenguado, que Pauvert es su amigo y también que le cede gratis una pequeña división del patio, un poco deteriorada, que él transforma en despacho, mientras se recompone y busca hacer frente al futuro. Al bistec, que, para ayudar, posee cinco maravillosos críos, cuatro niñas y un niño, y una gentil mujer. Al queso, que a pesar de todo está teniendo suerte, pues son todos estupendos y se quieren mucho los unos a los otros. Al postre, que tiene algunas pequeñas deudas, pero que no es nada de grave, pues la escuela de los niños está pagada y están vestidos para el invierno. Al café, que, si no quiero oír hablar más de Pauvert, por qué no le confío el manuscrito. Al coñac, que está seguro de, en seis meses, poder publicar mi libro en buenísimas condiciones. — ¿Que garantía me puede dar? — Materialmente, ninguna. La cuestión es confiar absolutamente en mí. No se arrepentirá. Entonces el sujeto me convence. O es el más maquiavélico bribón o entonces... — ¿Puedo ir a su casa mañana? En caso de que sea posible, ¿a que hora? — Venga a almorzar a la una. ¿Le va bien? — OK. Recorremos algunos bares juntos. Bebe bien pero se queda siempre en lo mismo, amable y alegre, bebe whisky como un entendido y cliente habitual. — Hasta mañana, Jean-Pierre. — Hasta mañana, Henri. No sé lo que pasó entonces: rompimos a reír al estrecharnos las manos. A la una de la madrugada regreso a casa de mis sobrinos. Los niños duermen. — ¿Eres tu, tío? Te creía en Lyon. ¿Que ha pasado? ¿Va todo bien? — Sí, todo va bien. Mi editor, o mejor dicho, el que lo iba a ser, ha quebrado o casi. Y rompimos todos a reír.

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— En serio, tío, nunca tendrás una vida como todo el mundo. Siempre te pasa algo inesperado! — Es verdad! Buenas noches a todos! Y rápidamente me duermo en mi habitación, sin preocupación ninguna por el futuro de mi libro. No podría explicar por qué. Es algo que presiento. Mañana veremos. La noche fue muy tranquila. A las trece horas del sábado subo los dos pisos de un edificio limpio, en el 6° Distrito. Las escaleras son fáciles de subir, lo que es muy bueno para mí, después de haberme roto los dos pies en Barranquilla. Tienen una alfombra decente, que me ayuda a subir sin resbalar. Fuera, continúa lloviendo. JeanPierre tiene una tribu, una verdadera tribu de indios. Dos bellas chicas, Olivia y Florence, de dieciocho y dieciséis años, después un paro en la “fabrica Marianne” (su mujer se llama Marianne). Noto su sonrisa tierna y sus ojos brillando cuando mira a los menores, que han empezado a llegar seis años después de Florence, “cuando ya no los esperaban”, digo yo riendo. Un piso amplio, bien conseguido y confortable, algunos muebles antiguos, dando a entender que uno u otro, o los dos, tuvieron abuelos de una clase social privilegiada. Mirando de soslayo, registro todos los pormenores. Durante la comida noto dos cosas muy importantes: todos se portan bien a la mesa en casa de Jean-Pierre. Los niños se comportan tan bien como los adultos y mejor que Papillon, candidato a autor de éxito; la mesa es redonda, nos vemos bien los unos a los otros. Como chicas gentiles, las más mayores, discretamente, ayudan en el servicio, una y otra trayendo y llevando cosas. Los tres pequeños adoran visiblemente a su padre y sólo hablan cuando él les da permiso, lo que es raro. Pues Jean-Pierre habla tanto como yo, lo que no les deja muchas oportunidades a los otros para decir algo. Jean-Pierre cuenta entonces la historia del descubrimiento de Albertine Sarrazin, su éxito, el porqué y las oportunidades del lanzamiento de un autor, las relaciones con la prensa, con la radio, las críticas. Todos los nombres de estos críticos, con referencia y pedigrí, saliendo tan fácilmente de los labios de mi futuro editor, me impresionan. El ambiente es son, tiene el aire de conocer bien su profesión, lo que dice es lógico, habla sin forzar. En sala cerramos el trato: — Le confío mi libro y mis intereses. Sabe que lo escribí sólo para ganar dinero, para nada más. ¿Sabe por qué? Sonríe: — — — — — —

Nunca se sabe exactamente por qué se escribe un libro. Es posible, pero yo lo sé. Puede confiar en mí. Adiós. Hasta pronto. Eso espero.

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En el tren que me lleva de regreso a casa de mis sobrinos no tengo ninguna duda o desconfianza. En casa de él todo es son y claro y no se puede tener una familia como la suya si se es un hombre dudoso. Además es hábil, pues, más que duro, consigue que su casa respire la seguridad del futuro y la vida sin problemas de un hogar desahogado. Catorce horas de vuelo y estoy de nuevo en Caracas. — Querida! Regreso vencedor! — ¿Ahora si? ¿Van a editarlo? — Más que eso; me preparan un éxito brillante. Octubre, noviembre, diciembre, transcurre todo un intercambio de cartas entre Castelnau y yo. Me habla de todo el respeto que tiene por el manuscrito, por lo que siente a través de él. Reconoció: Al regresar Caracas debe haberse preguntado si todo eso no es un sueño, tapeação, etc. No hay necesidad de rescribir su libro para hacer de él una novela, basta con corregir los errores de francés, de ortografía o de puntuación... Su libro tiene una voz propia, lo que es raro, y permanecerá intacto, será verdaderamente su libro, no se preocupe. Etc. Treinta de enero de 1969, un telegrama: Victoria. Contrato firmado con el gran editor Robert Laffont entusiasmado. Usted va a seguir personalmente lanzamiento libro mayo julio. Sigue carta. Jean-Pierre. Y el sol entró en nuestra casa con ese telegrama de mi amigo. Y el sol entró en nuestros corazones con la noticia de que iban a editar, seguro, mi libro. Y el sol apareció como un arco iris de esperanza ya que voy a ser editado por un “gran” editor, Robert Laffont. El telegrama llega cuando nos encontramos solos en casa, Rita y yo. Como dormíamos cuando el cartero nos despertó a las diez de la mañana (nos fuimos a dormir a las seis al cerrar el Scotch), deleitándonos de nuevo con el telegrama. Antes de volvernos a dormir volvemos a leerlo una vez más. Después le digo a Rita: — Espera querida. Un segundo. Llamo a nuestra hija a la Embajada, para darle la extraordinaria noticia. Grita de alegría. — ¿Quien es el editor? — (Porque ella lee mucho.) — Robert Laffont. Debes conocerlo! La alegría desaparece de su voz, y me responde: — No conozco a ese editor. Debe ser uno de los pequeños, pues francamente ese nombre no me suena de nada.

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Cuelgo un poco desilusionado, porque mi hija no conoce a mi gran editor. Las cuatro de la tarde. Rita está en la peluquería. Clotilde acaba de llegar a casa. Lee y relee el telegrama. — ¿Robert Laffont, un gran editor? Exagera, te lo aseguro, Henri, pues no lo conozco. — Sin embargo, Castelnau es un tipo serio! — Imposible. Pregunté en la Embajada a una colega que lee aún más que yo, y fue formal: no conoce a Laffont. Y ella es francesa, y además parisiense. Es raro. Trrim, trrim, trrim! El teléfono. — ¿Henri? Soy yo, Rita. Es verdad, es un gran editor! — ¿Como? ¿Que dices? — Aquí en la peluquería hay una revista atrasada que trae la fotografía de tu editor. Bien grande. — Ven a casa! — Aún no estoy peinada. — Vuelve deprisa, cariño, sé buena, ya te peinarás mañana! Un cuarto de hora después se confirma totalmente que Castelnau no exagera cuando dice “gran editor”. Viene en la revista Jours de France. En un despacho opulento, dos hombres: Robert Laffont y el novelista Bernard Clavel. Grandes fotografías. Están satisfechos y hay motivo para ello: Bernard Clavel, autor de Laffont, acaba de ganar el 63° premio Goncourt. Un premio que, según la revista, vale una fortuna para el editor (mejor, pues así tendrá dinero para editar el mío), y para el autor un conjunto de derechos que anda cerca del millón de francos. Me entero también que este simpático Laffont (en la fotografía parece un joven iniciado) fundó su casa en 1941. Se trata de un asunto serio! Me entero también de que ese premio Goncourt que es Bernard Clavel conoció las decepciones provocadas por el “rechazo de los editores” o “amuos de la critica” en sus primeros libros. Soy afortunado, a fin de cuentas! No encontré rechazos de editores, al contrario, encontré uno excepcional. Nos falta ver que dirán los críticos ante mi libro. Esperemos que no tenga la forma de culo de gallina. Rita y yo clasificamos definitivamente a Clotilde y a su amiga en la categoría de subintelectuales, tan ignorantes que ni conocían a un editor tan importante como Robert Laffont, mi editor. Clotilde concuerda riendo. Inmediatamente pone las dos páginas de la revista en un plástico que cuelga en la pared de mi despacho. ¡Ah! que bonito día! Bienvenido el telegrama de Jean-Pierre y bienvenida la revista, que nos reveló todo lo que necesitábamos para ser completamente felices! Y así entro por la puerta grande en un mundo totalmente desconocido para mí.

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En una carta, Castelnau me pide que vaya a pasar quince días a París. Quiere, de acuerdo con Laffont (que desea mucho conocerme), que sea yo quien haga algunos cortes en el manuscrito, demasiado largo, y que retoque uno o dos pasajes que, según él, narré menos bien que el resto. Llego ocho días después, a principios de marzo. Castelnau me espera en Orly. Mientras almorzamos en un restaurante me explica lo que quiere de mí: suprimir totalmente ciertas historias muy interesantes que oí contar en los trabajos forzados. — ¿Por qué? — Porque, Henri, durante diez o veinte páginas usted cuenta la historia de otro sujeto y durante esas páginas, sobre todo si son cautivantes, rompe la narración de las aventuras de aquel que acompañamos embelesados: Papillon. — Entiendo: sólo Papillon. OK. Decididamente, todos los días se aprende algo. Porque al escribir Papillon me dije a mí mismo: “Papillon, más Papillon, siempre Papillon, si sigo así esto acabará por cansarlos. Mientras que con la historia de esto o de aquello, de este o de aquel, se añade algo diferente y será todavía más interesante”. Pero, ya que Castelnau y el editor están de acuerdo en que las retire, no hay problema, les obedezco. Encuentro a Laffont en su despacho e inmediatamente una fuerte amistad se establece entre nosotros. Es un simpático cuarentón, tipo “joven dios”, maduro, un hombre serio (tranquilo), con maneras de diplomático, pero en quien se siente que la pasión puede arder en el interior sin por ello exteriorizarse fácilmente en fuegos de artificio. Un gran señor, que recibe al antiguo forzado verdaderamente como amigo y que para demostrárselo, muy sutilmente, le invita a almorzar al día siguiente, sábado, no en un restaurante, sino en su hogar bien burgués. Jamás olvidaré esa comida, la primera verdaderamente excepcional para mí, en un piso suntuoso a la orilla del Bosque de Boulogne. En toda mi vida sólo había conocido medios simples de profesores, o restaurantes de lujo. Pero nunca había estado en un cuadro y ambiente tan refinados. No es que me haya quedado pasmado, con la boca abierta, deslumbrado, habría que mucho más. Pero me conmueve esta atención que, a partir del día siguiente a nuestro primer encuentro, me manifestaron Robert Laffont y su mujer. A la mesa, Robert y su familia, un banquero, Castelnau y su mujer. Robert habla del libro. Me explica que quedó entusiasmado, al punto de haberlo empezado al principio de un fin de semana, y terminarlo la noche del domingo. Su mujer confirma lo que dice diciéndome que durante esos días Robert no abrió la boca y que nadie podía aproximarse a él. Y lo que descubro, durante la comida en casa de este editor, es un hombre leal, de una gran nobleza de corazón, generoso. Exactamente al contrario del businessman mañoso, que busca sólo hacer un buen negocio. No puedo describirle bien a usted, lector, toda la belleza, la comunión de espíritu, la emoción de estos momentos. Pero puede imaginar la intensidad que siento al descubrir otro mundo, una sociedad de tal modo

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diferente a la que conocí y, a más de esto, experimentando un cambio de vida tan inesperado: estoy verdaderamente borracho de felicidad. Decir a un tipo que tiene un pasado como el mío: “Usted vale tanto como cualquier otro hombre, merece la consideración debida a los seres fuera de lo común, está bien aquí, en el seno de mi familia, en mi casa, no desentona, estoy feliz por tenerlo aquí”. Todo eso sin una sola de esas maneras fáciles que enojan más que agradan. Nada, absolutamente nada puede alcanzar el corazón de este hombre con una tal intensidad, y, cosa inesperada para Laffont y Castelnau, he aquí que, en el transcurso de la conversación, el futuro y el éxito de mi libro pasan a segundo plano. Él me proporcionó un mundo de emociones tan bellas que me siento ya pagado por los esfuerzos de haberlo escrito. A tal punto que ataco al banquero amigo de Robert para convencerle, con entusiasmo, a montar conmigo en Venezuela un negocio de langostinos. Conozco también, entre otros, a la grande y calurosa Françoise Lebert adida de prensa en la Laffont. No tuvo tiempo de leer el manuscrito, que había salido rápidamente hacia el impresor. Marcamos un encuentro a las siete en La Coupole, con Castelnau, para que nos conozcamos, y allí tuvo la infelicidad de decirme: — Dígame, de una manera general, de que trata su libro. Cuando nos levantamos de la mesa eran la una y media de la madrugada. Al día siguiente ella llamaba a Castelnau: — Nunca pasé una noche tan formidable, estoy segura del éxito. Buena señal. Regreso a Caracas completamente hinchado. De tal manera que, zambullido en mis pensamientos, sobre todo lo que acabo de vivir, que no oigo la llamada al avión, que se va sin mí. Dieciséis horas de espera y un telegrama a Rita. Dieciséis horas durante las cuales, en el bar y después en el restaurante de Orly, paso revista a estas semanas extraordinarias y un poco cortas en París. Después del almuerzo en casa de Laffont, un almuerzo en casa de un gran intelectual francés, Jean-François Revel. Una de las mayores cabezas de París, me dijo Castelnau, notable escritor, filósofo, a quien Laffont dio a leer mi manuscrito y que también quedó seducido. Al punto de pensar también escribir alguna cosa sobre él. Me impresiona ir verlo, como me impresionan su casa y su familia. Un piso en las orillas de Sena, claro, alegre, armonioso, lleno de libros, y en el aire algo que hace que se sienta inmediatamente que sólo los sentimientos nobles tienen derecho de ciudadanía en esta casa. Jean-François Revel y su mujer me reciben sin que me de cuenta (por parte de ellos) del mínimo espíritu de superioridad. No me dan asilo a su mesa, me reciben como uno de ellos, de igual a igual. Varias veces, durante la comida, hablo de mi “regeneración”, de mi “rehabilitación”, y Jean-François Revel fue el hombre que me hizo comprender mejor que nadie, mejor que yo mismo, que no tengo que hablar como lo hago de mi “rehabilitación”, de mi “regeneración”. Me

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explica que no son otros, ni siquiera los tipos horribles que puedo haber encontrado, quienes fabricaron el fondo de mí mismo, pues este ya existía antes. ¿Rehabilitado? ¿Regenerado? Ante ¿quién? Ante ¿qué? Lo que tengo en mí, cualquiera que sea su importancia y su valor, lo que tengo como fuerza de alma, de carácter, de inteligencia, de gusto por la aventura, de espíritu de justicia, de alegría, todo eso siempre existió en mí. Eso existía al principio, mucho antes de Montmartre y de la cárcel, sin lo que nunca podría haber hecho todo lo que hice para liberarme del “camino de la podredumbre” y nunca lo habría hecho como lo hice. Y continúa, diciéndome que ciertos hombres superiores pueden llevarnos a ver ciertas cosas de una manera diferente de aquella como las veíamos pero que no pueden hacer que seamos capaces de vivirlas, de conseguirlas, de dominarlas. Nadie me “regeneró”, porque, si ciertas circunstancias de mi juventud lanzaron un velo sobre lo que fuera el joven Henri Charrière, si ellas le hicieron llevar durante un cierto periodo una vida diferente, lo que tenía en mí y que posteriormente se expresó plenamente en mi lucha para escaparme al horror de la cárcel, todo eso ya existía antes. La pérdida de mi madre tuvo una influencia determinante en mi vida, explotó como un volcán en mi carne de niño de once años, no podía admitir esa monstruosidad, una injusticia tan grande, yo, un joven violento, hipersensible, imaginativo. Y nada dice, nadie tiene el derecho de decir que, sin ese drama, habiendo tenido junto a mí hasta la madurez esa presencia calmante, ese amor fundamental para mí, yo no habría sido otra cosa permaneciendo igual. Una especie de criador, quizás un inventor de conjuntos modernos revolucionarios, como tanto soñé, un aventurero, sí, un conquistador, posible, pero dentro de la sociedad. No se regenera lo que ya existe, pero puede dársele, más tarde o más temprano, ocasión para expresarse completamente. Los venezolanos no fabricaron lo que hoy soy, pero me dieron la oportunidad, la libertad, la confianza, de elegir una otra forma de vivir donde todo lo que tenía en mí, y que la justicia francesa había negado y condenado a desaparecer, podría volverse positivo en una colectividad normal. Sólo por ello les debo un reconocimiento eterno. Me dice que no he, por lo tanto, de tener complejos de inferioridad moral en relación a las personas de esta sociedad, donde vuelvo con mi libro, si él da que hablar, sin que por ello me crea un ser superior. Sí, hice disparates, fui castigado. Pero lo que hice para liberarme, ¿habría toda esa gente honesta conseguido hacerlo, habría tenido la fuerza interior y la fe suficientes? No, no se debe pensar que, a causa de todo lo que pasé, toda esta gente de Francia vale menos que yo, ya que me enviaron para allá, pero tampoco se debe pensar que, a causa de mi pasado, todo el mundo tiene derecho a dudar de mí, de despreciarme y decir: “Cállate, tu no eres nada, acuérdate de donde vienes”. Todo eso me lo dije a mí mismo, varias veces. Pero viniendo de donde vine, de aquellos con quien vivía, después de todos esos años, donde, primero en el tribunal y después por todas partes, me decían, repetían, me lanzaban a la cara que yo no era más que la escoria de la tierra, no vivía tranquilo, vivía perturbado, ni osando mismo creer. Fueron necesarios los Castelnau, los Laffont, los Revel, para que al fin me pueda mirar de frente en el espejo y ver sin perturbación un hombre lleno de defectos y de imperfecciones, es cierto,

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pero un hombre, un hombre digno de los otros. Al venir a su casa era como si me aproximase a una butaca sin saber si tenía el derecho de sentarme. Y ellos me dijeron: “Siéntese, aquí está su lugar”. Todo eso, en fin, resumido por mí, en esta espera en Orly, donde me digo a mí mismo que, cuando vuelva a París, para el lanzamiento del libro, ciertamente he de encontrar a otros hombres de valor real. Sólo los aventureros pueden ser hombres. Cada hombre, cada mujer, tiene su historia, pero de donde sea que vengan, cualquiera que sea su lugar en la sociedad o en el mundo, se reconocen bien aquellos que no aceptaron servilmente la moral vigente, cuando, habiéndola analizado, no la creyeron justa.

21.- ANTES DE PARÍS

Por último el aeropuerto de Caracas, donde me espera la familia, rodeada de amigos, a quien Rita, día a día, les daba las noticias que yo le mandaba. — Está todo arreglado, querida! Va a ser tremendo! Y besos y más besos. — El libro saldrá el 19 de mayo. Primer tiraje, veinticinco mil ejemplares, según me ha prometido Laffont. El profesor de francés está allí con casi toda la “comisión de lectura”. — Hoy no hay ninguna entidad oficial para recibirle, pero la próxima vez vendrá la televisión. — No exageremos — dice Rita, siempre moderada. Me río, y sólo vuelvo al asunto cuando estamos en casa, saboreando el whisky de la llegada: — Pues bien, ¿quieren que les diga sinceramente lo que pienso? — Dilo. — Estoy verdaderamente convencido de que, cuando vuelva a Caracas, después del lanzamiento del libro, la televisión me estará esperando. — Querido, estás completamente loco! — dice Rita. — No lo creo, estoy absolutamente seguro de lo que digo. Y rompemos a reír los dos, convencidos, en el fondo, de que yo exageraba. Abril del 69, otro pequeño milagro. La tapa del libro presentada por mi sobrino Jacques Bourgeas gana el concurso para la realización de la tapa. Nadie, en la Laffont, sabía que este concursante era mi sobrino. Este joven, hijo de mi hermana Hélène, todavía no había nacido cuando empezaron mis aventuras.

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Durante veinte años había ignorado mi existencia y no me conoció hasta hace dos años, en 1967. Y fue él a quién la Providencia eligió para hacer la tapa del libro, el libro de su tío, que durante años no había existido para él! En verdad, muchas circunstancias extrañas rodearon el nacimiento de mi libro. Y la maravillosa aventura continúa. Una carta de Castelnau, el 8 de abril, me dice que los representantes de Laffont, con Mermet a la cabeza, han leído las pruebas y están listos para apoyar totalmente el libro; que los tipo de Radio Luxembourg, a quien él habló extensamente, están muy interesados, que una joven extraordinaria, Paule Neuvéglise, estudia la posibilidad de una pre-publicación de tres días, en el France-Soir. Por la tarde, en las calles de Caracas en uno o dos cafés a dónde voy estrechar la mano de personas conocidas que se encuentran allí, siento el pecho hinchado como por un sol interior que irradia una luz fuerte y dulce. Tengo ganas de reír, de ser bueno, gentil. Quedo un poco compungido ante aquellos a quien aprieto la mano y que no saben, ni pueden sentir como yo, que alguna cosa muy grande se prepara. Ellos son los mismos, las mismas caras de ayer. Yo también, sin embargo... Pero, en estos momentos en que en el horizonte surge una esperanza enorme, todo y nada se parece, no se sabe exactamente donde se está, y se es a la vez feliz, inquieto, agitado y sereno. El día 22 de abril, Jean-Pierre me envía el texto del epílogo escrito por “uno de los espíritus más cultos de nuestro tiempo”, Jean- François Revel. Me emociono al leerlo, pero también, debo confesar, un poco desconcertado. Porque tengo la sensación de que estoy entrando en la gran literatura, del pasado, pues pretenden que sea primo de un obispo, muerto hace trescientos años, Grégoire de Tours. ¿No será eso demasiada honra para mí? En fin, si Castelnau dice que es quizás el texto más perspicaz de la visión literaria que se podrá escribir sobre mi libro, no puedo si no dejar embalarme por la impresión de belleza que me dejó. Aunque, a partir de ese día, en familia y entre los amigos más próximos, me llamen el compañero de Grégoire de Tours. Sí, como aventura, es una verdadera aventura. Bonita, como no creía que fuese posible, así como no soñaba que, después de todas las que había vivido, unas páginas escritas con un bolígrafo pudiesen hacer agitar en la vida de un hombre tantos trucos inesperados, cómicos, desconcertantes, emotivos, extraordinarios y, en todo el caso, unos más vivos que otros, — Vivir, vivir, vivir, pequeña! Vivimos intensamente, ¿no crees? No sé si venderemos libros suficientes para pagar todos los gastos que se hicieron por él, pero, en verdad, vale la pena vivir todo esto. ¿Sí o no? — Sí, Henri, vale. Lo creo sinceramente. No encuentro palabras para decirte qué feliz soy, primero por ti y después por nosotros. — Gracias. Y a finales del mes de mayo, verás, serán los franceses los que dirán: “Tiene un nueve, Sr. Papillon! Puede creerlo. Al final ganó”.

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Voy a mi sastre para que me haga un traje. A crédito, pues nunca se sabe. Increíble, pero él insiste absolutamente en hacerme dos, uno para el día y otro para la noche: — Estoy seguro de que los derechos de autor serán suficientes para pagar la cuenta — dice. También él cree en el éxito del libro. De Gaulle candidatou-se. Resultado, el libro va a salir en plena campaña electoral, a finales de mayo. Si voy a París a esa altura, ¿quien tendrá tiempo de ocuparse de un Papillon desconocido? ¿No sería mejor atacar antes? En el momento en que lo iba a llamar, Castelnau me llama: tuvo la misma idea que yo. Queda decidido, llegaré a París a principios de mayo. Me esperan, dice, en todos los sentidos. Varios periodistas y periodistas de la radio ya han sido avisados. Por lo tanto, dentro de quince días, estaré en París, y el libro saldrá algunos días después. Sí, algunos días más y tomarás contacto personalmente con los periodistas, los críticos literarios, la radio, quizás la televisión. Y esta prensa, esta radio, esta televisión, son los de un pueblo de más de cincuenta millones de personas. ¿Como os recibirán, a ti y a tu libro? Pues tu libro es su historia, sí, pero también lo son tus aventuras. A través de ellas la justicia, el sistema penitenciario y sobre todo la policía de un país como Francia están en el banco de los reos. ¿Sólo de Francia? Quizás, posiblemente, de todos los países del mundo. De todos los países que, por medio de tu libro, compararán su propia justicia, su policía y su manera de tratar a los hombres en las cárceles. Pues puedes estar seguro de que, o tu libro será ávidamente devorado por Francia, sedienta de conocer la verdad, de descubrir cosas que ignora a través de tus aventuras, el precio que hay que pagar para salvaguardar la tranquilidad pública, o Francia te volverá la espalda, rehusando saber la verdad, esta verdad demasiado incómoda. Pues bien, no! Estoy convencido de que los franceses, pueblo generoso, preocupado en poseer una verdadera justicia y una policía aceptable, que rechaza con desprecio todo sistema penitenciario que se parezca de cerca o de lejos a la guillotina, estoy convencido de que todos los franceses leerán con atención y hasta el fin Papillon, pues es una raza que no tiene miedo de la verdad. La comuna existe todavía en su subconsciente y aquellos que pensaron y escribieron la Carta de los Derechos del Hombre y del Ciudadano quedarían sublevados al ver que no la aplican, ni por asomo, en la represión a hombres que cometen faltas. Y si los franceses, como estoy seguro, aceptan, discuten y analizan el acto de acusación que es (también) mi libro, todos los países estarán interesados en saber lo que pasa en el nuestro, para luego interrogarse sobre lo que pasa con ellos. Sé muy bien que estamos en 1969 y que en el libro hablo de cosas pasadas hace casi cuarenta años. Sé muy bien que los trabajos forzados ya no existen, felizmente, pues ya en 1930 eran una vergüenza para Francia, para los “rosbiffs”, los holandeses, los americanos y todos los países que lo sabían. Sé muy bien, que, por raciocinio lógico, ya que Cayena ya no existe, pues fui condenado en 1931, me dirán: “Sr. Papillon, usted habla de los viejos tiempos, de Vercingétorix, de las legiones romanas!

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Después vino Carlomagno, la Revolución del 89 y tantas otras cosas! Todo ha cambiado: la justicia, la policía, las cárceles!” ¿Todo eso ha cambiado, en realidad? ¿La policía, la justicia, las cárceles? ¿Y el caso Gabrielle Russier? ¿Y el caso Devaux? Realmente, ¿todo eso también ha cambiado? ¿Será porque un jurado ahora sólo tiene nueve bobos en vez de doce? ¿Será que no es en los mismos tribunales, cuidadosamente conservados, con las mismas tapicerías, las mismas alfombras, los mismos colores, la misma disposición de los jueces, del fiscal, del acusado, los mismos policías y el mismo público, que se decide todos los días la vida de jóvenes, de más viejos y de los realmente viejos? ¿Y eso según la época del año, el tiempo que hace, la forma o el humor de todos los presentes? ¿Será que, antes de 1968, no hubo policías suspensos, condenados, muertes sospechosas? No, Papi, ¿bromeas? Todo el mundo comprenderá, a menos que prefieran la tranquilidad de sus conciencias burguesas a la verdad. Todo el mundo comprenderá que lo que atacas en la narración de los acontecimientos pasados continúa existiendo, aunque sea menos visible. ¿Menos visible? Basta leer con atención los periódicos franceses. Aunque no los mires con atención, los grandes titulares bastan. Porque siempre habrán Mayzauds. Porque siempre existirán Goldsteins, esos verdaderos discos grabados en el Quai des Orfèvres,. Porque siempre asquerosos.

habrán

polis

corruptos,

guardias

sádicos,

prebostes

Porque siempre habrán bobalicones de jurados que, sin haber visto nada, si haber vivido nada, sin haber comprendido nada a lo largo de su vida, dicen, sin cualquier competencia: “Este señor es responsable por todo aquello de lo que se le acusa, merece la cadena perpetua”. De hecho, habrá siempre de eso. Por los conocimientos que tengo, lo se. La misma historia, la misma canción. Cuando ciertos sujetos, jóvenes o viejos, me cuentan lo que pasaron o han vivido, tengo muchas veces la impresión de que fui yo quién lo viví. A veces les digo: — ¿No le dijeron o hicieron esto o aquello? — ¿Como lo sabe? Y me divierto con esa ingenuidad. Papi, escribiendo tu libro, no imaginabas verdaderamente lo que traías a la luz. Lo escribías por actitud, para ganar un dinero para tu jubilación y la de Rita, sólo para eso; al menos así lo creías. Al revivir estos trece terribles años de calabozos, tu horrible historia, que fue la de tantos otros, al hacerlo, gritabas la necesidad de que, a fin de cuentas, te fuese hecha justicia. No, francamente, no te dabas cuenta de nada de eso.

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Ahora es demasiado tarde, con dinero o sin él, sólo tienes un deber, lanzarte a fondo en la lucha, aunque arriesgues la tranquilidad, la libertad y la propia vida. La sociedad de 1930 consentía que un ex-prisionero, regresando como un espectro de Cayena, se sumiese en el olvido, en la miseria y en la vergüenza, pero nunca habría tolerado que ese espectro se volviese un señor respetable y respetado. Sencillamente estamos en 1969. Todos los hombres aman la libertad, la verdadera libertad. Están cansados de ser una de las miles de ruedas de una inmensa máquina. Todos, sin excepción, de los americanos a los “rosbiffs”, de los escandinavos a los eslavos, de los alemanes a los mediterráneos, quieren sentir la vida, beber en ella un buen sorbo de emociones en las aventuras, pasear desnudos a la hora que les de la gana, en comunión total con la naturaleza. Los veo aquí, en Venezuela, a los jóvenes alemanes, los jóvenes escandinavos, los españoles, los ingleses, los americanos, los israelitas. Los veo todos los días, tengo entre ellos decenas de amigos, sin distinción de raza, de nacionalidad, de religión. Y todos, todos sin excepción, rechazan el conformismo, son rebeldes a las leyes y sólo piden a la Providencia una única cosa: comer, beber, hacer amor cuando tienen ganas y no cuando alguien, aunque sea el padre o la madre, les diga que lo hagan. Sí, este acto de acusación que representa mi libro Papillon no es sólo un reto al pueblo francés, es un reto al mundo entero. Oh! que ellos lo comprendan, que sientan que estoy con ellos, que lo sientan. Los amo a todos, tanto como a los sublevados y contestadores del mundo. Horizontes sin fin, el hechizo de la selva, las planicies inmensas, donde se pueden montar caballos locos, salvajes, que van a cualquier parte; la búsqueda de una tribu de indios con quienes se podrá vivir algún tiempo a su manera; tomar un pequeño avión y aterrizar cerca de las más bellas cataratas del mundo, mayores aún que las del Niágara, las cascadas de Canaima; ir a las cataratas de Llovisna, donde los que viven allí no tienen por canción si no el ruido de las aguas que caen, el canto de los pájaros, el grito de los monos, de los loros o de los periquitos multicolores; tomar un barco, llegar a alta mar, después de noventa millas de viaje, a este inmenso lago formado por cientos de pequeñas islas de coral de Los Roques; pasar horas ahí, días, semanas, alimentándose de peces que se pescan, de langostas que se cogen con la mano; pasar horas admirando el fondo del lago, tan límpido que es posible distinguir a quince metros de profundidad las langostas y pulpos en movimiento; de allí seguir hacia la isla de Las Aves con sus miles de pájaros tan poco desconfiados, sin conocer la maldad de los hombres, que se aproximan y se posan en nosotros cuando estamos acostados en la arena, al sol. ¿Entonces? ¿Van a censurarme por amar todo eso? ¿Quién? ¿Van a quitarme el derecho de hablar y de decir que un día, encontrándome en una de esas islas, pasé más de una semana con cuatro parejas de jóvenes americanos de los cuales una de negros, llegados en un pequeño barco, contentísimos por que el motor se hubiera averiado precisamente allí, y viviendo con ellos en comunión de espíritu y de sexo lo más maravillosamente natural y completa? Esos jóvenes negros americanos, bellos como estatuas de ébano, inteligentes, buenos, abiertos, sensuales, sin ningún complejo en darse y vivir en común con sus cuerpos espléndidos, estas jóvenes rubias que lamentan que la comunidad

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sea tan pequeña, todo eso que viví ¿quieren que lo cambie por qué? ¿Por un registro criminal virgen? Por un mísero empleo en un banco o en una industria cualquiera, donde en vez de ser Papillon fuese Henri Charrière, ciudadano domesticado, respetador de las leyes hechas por hombres que las aplican a los otros, muy contentos de poder ellos mismos desobedecerlas fácilmente, ya que forman parte de las clases privilegiadas? ¿Hay que tener mucho dinero para ser feliz toda la vida cuando nos comportamos bien? Más vale una llama en el corazón que una gran cuenta en el banco, ya que jamás se extingue si ella da el deseo de vivir, vivir siempre y más intensamente. La hora H de la confrontación se aproxima, las maletas ya están hechas, tengo un nuevo visado de tres meses para Francia. De nuevo voy a desembarcar en Orly, pero esta vez no va a ser fácil llegar sin que se note. Castelnau me dice que estarán allí uno o dos periodistas. Puede ser que aprovechen la ocasión para notificarme mi prohibición de estada en París. No quiero que me acompañe nadie, este 9 de mayo de 1969, en que vuelo hacia París. Sólo Rita está a mi lado. En la terminal del aeropuerto bebemos un té. Me coge de la mano y la aprieta para que mi mirada no abandone la suya. No hablamos, sabe lo que pienso: a partir de mañana, a las once, un croupier sacará una la una las cartas del sabot (15). Porque ganarse el “banco” el día 19 de mayo, cuando de la salida del libro, es a 10, a las once horas, que el partido empieza. Aún otro pequeño apriete en la mano, la miro y le sonrío con toda confianza. Es así la vida cuando dos personas se aman verdaderamente: no tienen necesidad de hablar para decirse las mil cosas que piensan, cada uno se vuelve el otro y lo que él piensa. Si hay una duda, basta una mirada para quedar seguro de que se trabaja en la misma longitud de onda. En determinado momento tiene una sonrisa y una mirada divertida. Veo lo que quiere decir. “Exageraste un poco con el italiano. ¿Crees en lo que dijo o te estabas riendo de ti mismo y de él?” “No, hablaba en serio, lo dije sin malicia, no sé por qué me salió de aquella manera”, le responden mis ojos. Se trata de un emprendedor italiano, que hace media hora me deseaba buen viaje y que, queriendo hablarme de un negocio, me pide que le avise de la fecha de mi regreso a Caracas. Quiere darme el número de teléfono. Sin ninguna premeditación, le respondo: — Mario, se enterará de mi llegada por los periódicos. — ¿Porque los periódicos anunciarán su regreso? — Porque cuando regrese a Caracas seré famoso. Carcajada de Mario, buen joven, que se contenta con esta respuesta sin preguntarme el porqué, persuadido de que es una broma. Y, sin embargo, creo en lo que digo. Los altavoces anuncian: “Vuelo de Air-France con destino a París, embarque inmediato”. Algunos besos, pero sobre todo aquellos abrazos alrededor del 15

Caja donde se ponen las cartas, barajadas especialmente para el bacará. (N. del T.)

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cuello, como un collar precioso, y, en el oído, la voz muy baja para que sólo yo lo oiga: — Piensa en mí día y noche, así como yo estaré contigo día y noche. Escribe pronto, si tienes tiempo, al llegar, si no telegrafía. Pronto me encuentro instalado en una buena butaca de primera clase. Fue Rita quién compró el pasaje y me hizo esta sorpresa para que viaje más cómodamente. El avión se desliza despacio. Durante dos minutos pude verla, con el brazo extendido, agitando un pañuelo. La acción, enfrentar una situación desconocida y difícil, es siempre apasionante. Lo que es más intenso no es el propio momento de la lucha, sino la espera. Todo se mueve dentro de nosotros y decimos: “¿Como pasará esto? ¿Quien me estará esperando? Voy a decir esto, aquello, voy a hacer esto o aquello”. Y nada ocurre como habíamos previsto. Nos vemos de golpe sumergidos en la batalla y entonces, solamente entonces, hay que dar el toque que neutralice el adversario, lo convenza o elimine. Sólo hay una cosa que decir: “Tengo que ganar. Venceré el obstáculo, tengo que ser más fuerte que aquellos que me quieren impedir pasar”. Pensándolo bien, todo es contrario a la salida del libro en esta fecha. Francia estará en plena batalla política para las elecciones presidenciales. Es un momento muy importante para la mayoría de los franceses. ¿Y tu quieres que, además de la lucha política, se ocupen del libro de un desconocido? No es imposible, en los momentos de apertura, de calma. Vete tu a saber! Además, sólo hay elementos negativos para la salida en estas fechas. Es el aniversario de las barricadas de mayo del 68. Una sacudida, donde en París, lejos o cerca de París, toda Francia con cada uno de sus ciudadanos, estaba al frente, detrás o al lado de las barricadas. Estas barricadas donde los contestadores querían, a través de ellas, hacer salir de su torre de marfil a una cierta clase de personas, para obligarlas al diálogo. Estas barricadas, atravesadas en las calles y avenidas, para mostrar que ya no era posible obedecer sin comprender ni discutir los porqués, las decenas de porqués, los cientos de porqués, los miles de porqués. Algunos coches incendiados, algunos cientos de agredidos, de heridos de una y otra parte, y salieron de su torre de marfil los que no tenían ni oídos ni lengua, y respondieron, por último, tanto cuanto eran capaces, a los porqués, y esperaron, ellos mismos, una respuesta a su pregunta: “¿Por qué hicieron barricadas y quemaron coches?” Mayo de 1969, aniversario de la sangre efervescente de los jóvenes estudiantes franceses, aniversario de la explosión por exceso de gas acumulado y retenido durante muchos años. Aniversario del gran hachazo al árbol prohibido donde estaba colgado el druida, aniversario de los días en que, en fin, se era obligado a escuchar a las personas que estaban condenadas al silencio perpetuo. Es por ello que el momento me pertenece, es una fecha predestinada para que también yo, condenado al silencio perpetuo, diga lo que tengo a decir y me presten un poco de atención.

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— ¿Un poco más de champaña? — No, gracias. Pero se tiene un poco de Camembert y vino tinto... ¿Es posible? — Sí! Es fácil. — Gracias, señorita Air France. — ¿Va a París? — Sí. — ¿Es venezolano? — Sí y no! — Se va y vuelve rápidamente. — Aquí tiene un buen Camembert y un Beaujolais. Entonces ¿es de origen francés, naturalizado venezolano? — Sí, señorita. — ¿No ve raro regresar a Francia, ahora que tiene otra nacionalidad? — Un poco, pero esto es la aventura. — ¿Tuvo muchas? — Algunas, y muy movidas. — Si no le importa, ahora que he terminado el servicio, cuénteme algunas. — Sería muy largo, hija, pero dentro de días podrá leerlas en un libro. — ¿Es escritor? — No, pero escribí mis aventuras. — ¿Como se llamará el libro? — Papillon. — ¿Por qué Papillon? ¿Es su nombre? — No, mi apodo. — ¿De que trata su libro? — Usted es muy curiosa, joven. Si me da un pedazo más de Camembert, se lo diré. —No tarda. Un minuto después: — Aquí lo tiene. Ahora tiene que contármelo. ¿Quiere que le diga algo francamente? — Dígame. — Tengo la costumbre de adivinar casi siempre lo que hace, cuál la posición social de un pasajero de primera clase. Pues bien, no conseguí descubrir la suya. Así que entró, me pregunté a mí misma quien podría ser usted. — ¿Y no lo adivinó? — No. Eliminé una a una todas las profesiones que se podían ajustar a su figura y, lo confieso, no la encontré. — Pues bien, voy a satisfacer su curiosidad. Mi profesión es... aventurero. — Esa es buena! La joven se levanta y va a darle una manta a una pasajera. Me propongo hacer una prueba. Una desconocida, una joven que debido a su profesión viaja mucho y debe leer bastante, es un buen termómetro. Voy a comprobar la temperatura de Papillon. — Entonces, joven, le cuento: imagine un joven, de veintitrés años, un bello joven, también un poco malo, pero que tiene razones, o cree tenerlas, para decir mierda a todo lo que representa la ley y el orden. ¿Me sigue? — Sí, muy bien. — Este joven es juzgado por el Tribunal del Sena por un crimen que no ha cometido y lo condenan a cadena perpetua.

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— Imposible! — Sí. Lo condenan a pudrirse poco a poco, hasta su muerte, en el lugar más podrido del mundo, en los trabajos forzados de Cayena. Este joven parte en 1933 hacia la Guayana, encerrado en una jaula de gruesos barrotes, en la bodega de un barco hecho especialmente para eso. No lo acepta, se evade dos veces. Falla dos o tres huidas. Al final, después de trece años llega a Venezuela, libre. Allí se vuelve hombre, rehace su vida, se casa, casi se equilibra. Treinta y nueve años después, él, un antiguo forzado, regresa a París con un libro, contando su vida, su calvario, las celdas, evasiones, luchas, los tres años y medio en que por dos veces fue lanzado, solo, en una fosa para osos, con rejas por encima, en una semi-oscuridad, sin tener derecho a pronunciar una sola palabra y donde caminaba de un lado a otro, como un animal, para no perder el juicio y para, una vez fuera de allí, tener la cabeza en condiciones de preparar una nueva fuga. Ese es mi libro, ni más ni menos. La vida de un hombre en la cárcel de los forzados. La azafata me mira con sus grandes ojos negros esbugalhados, no habla, pero siento que busca descubrir en mi rostro burilado otras cosas que ella presiente interesantes de conocer. — — — —

¿Tuvo el valor de contarlo todo en su libro? ¿Absolutamente todo? Todo. ¿Y no tiene miedo de enfrentar a la opinión pública, usted....? Puede decirlo: usted, el antiguo forzado.

La pobre no osa responder, hace que sí con la cabeza. Sí, es eso. Yo, un exforzado, un condenado a cadena perpetua por asesinato, un evadido, a pesar de su prescripción, regresa a París con el alma desnuda en una bandeja, y dentro de algunas horas la presentará al pueblo francés. De nuevo los grandes ojos negros intentan penetrar los míos. La joven, pálida, parece decirme con su mirada: “Pero no se da cuenta de la enormidad de lo que va a hacer! De todo lo que eso va revolver!” — ¿Que crees, pequeña? ¿Es valor o suicidio? — Sin pensar mucho, creo que esta historia va a provocar un poco de ruido. Sobre todo contigo. — ¿Por qué? — Porque así que lo vemos se siente que hay algo de particular en ti. — ¿Realmente crees que esa historia puede interesar? ¿En esta Francia inquieta en busca de un sustituto para el Grand Charlot? — Lo creo, y me gustaría mucho estar junto a ti para poder vivir lo que vas a vivir. Pues no es posible que Francia quede indiferente a lo que cuentas, si lo escribiste tal como me lo has contado. Discúlpame, pero tengo que dejarte para ocupar mi puesto. Preferiría quedarme, creéme. Hasta mañana, buenas noches. Gentilmente, se inclina sobre mi rostro y mirándome a los ojos, me dice: — Vas a camino de una gran victoria, estoy segura, lo deseo de todo corazón.

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El test es positivo. Por algunas frases sobre una pequeña parte del asunto esta joven quedó muy interesada. Pasará lo mismo con otros muchos. Esperemos. Inclino la butaca, no consigo dormir. Envuelvo las piernas en una manta que estaba puesta por encima de mi cabeza. No quiero molestar a los grandes ojos negros, quiero quedarme solo. Porque, a partir de ahora, todo ha empezado. Durante la noche, mi Boeing vuela a novecientos kilómetros por hora sobre el Atlántico. El momento es capital. Sé el como y el porqué de mi libro, pero para ellos, allá abajo, ¿quien llega? Nadie, un desconocido... Siendo así, sólo hay una manera, ir directamente al asunto: — — — — — — —

Me presento, Papillon. ¿Cuál era profesión antes de escribir el libro? En primer lugar, forzado. ¿Y después? Forzado evadido y después forzado prescrito. ¿Nacionalidad? Venezolano de la Ardèche.

Sí, es un forzado evadido que va a llegar a Orly. Un hombre que la justicia francesa lanzó muy legalmente y para siempre al “camino de la podredumbre”. No es porque la prescripción fortalece que estás libre de ser molestado, que tu situación en relación a la justicia y a los polizontes ha cambiado. Con prescripción o sin ella, eres siempre un evadido de los trabajos forzados. No regresas dejándolo todo atrás, como quien busca una aldea para, en silencio, terminar ahí su vida, humildemente escondido detrás de los muros bien altos de su jardín, para que nadie consiga espreitá-lo por encima de ellos y no pueda oír consideraciones desagradables. No, vienes con un libro, y en ese libro escribes: Franceses, aquí tienen ustedes el horror en el que vivieron durante ochenta años. Y en ese libro se ataca al sistema penitenciario, los polizontes y hasta la justicia de un país con más de cincuenta millones de habitantes, ataca las tres administraciones sobre las cuales reposa la tranquilidad pública. Pues bien, joven, no sabes bien lo que haces! Ten cuidado! Además de esto, tu libro no aparecerá discretamente en las librerías el día 19 de mayo. Llegas a París el 10 (donde no tienes derecho a poner los pies, ya que le está prohibida la estada) y el 12, según lo que te dijeron, France-Soir empieza una pre-publicación de tu libro. Quiere decir que el 12, en un millón doscientos mil ejemplares del France-Soir, Francia entera conocerá tu existencia. Un periódico es, a gusto, soporto por tres personas, rápido, viejo, son tres millones seiscientas mil personas que, durante ocho días, conocerán la existencia de un tal Henri Charrière, llamado Papillon, evadido de los trabajos forzados de Cayena después de una cadena perpetua, prescrito, y que, como si fuese la cosa más natural de este mundo, viene a decir: “En 1931, una docena de sujetos como ustedes me tachó de la lista de los vivos. Sus magistrados representan su justicia y su seguridad y, en 1931, ponen en esta confrontación a un joven llamado Papillon. Los magistrados creyeron en la policía, en sus interrogatorios y en sus investigaciones. Estos magistrados y los doce jurados consintieron en esta monstruosidad: eliminar a un joven de

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veinticuatro años, entendieron que lo debían hacer, se habían dejado engañar como tontos por un policía corrupto. Y seguidamente le lanzaron en las manos de la administración penitenciaria, abandonándole a sus prácticas medievales, donde el hombre era tratado peor que la peor de las inmundicias. Y él pudo, de milagro, resucitar. Y aquí está el joven, con sus sesenta y tres años, para decirles: ‘¿Ustedes estaban de acuerdo, estaban a par? ¿Eran cómplices?' Porque ni Albert London ni tantos otros eminentes periodistas, ni el Mayor Péan, del Ejército de la Salvación, han podido tocar sus almas con bastante fuerza para que les fuese exigida la supresión inmediata de este ‘camino de la podredumbre' de esta guillotina Sí, les voy a decir todo eso. Sí, van leerlo. Hay que hacer que cuenten contigo los ‘un, dos, tres, cuatro, cinco', de las celdas y de los calabozos en que estuviste. Porque, después de la pre-publicación del France-Soir, Papi, espéralo todo. Vas a ser interrogado por la prensa, por la radio, por televisión, y todo eso no será aceptado por las buenas. Por lo tanto, diles primero: ‘¿Puedo hablar? ¿Creen que tengo el derecho de emitir una opinión? ¿Admiten que un forzado se haya vuelto un señor? ¿Desterraron, barrieron las antiguas ideas de sus abuelos? Digan, ¿puedo respirar libremente, en esta Francia de 1969? ¿O debo pedir permiso? Y ¿a quién? Porque es imposible que no salte a los ojos de toda la gente que, aunque fueses culpable, el castigo no era proporcional a la falta de que te acusaban. Si, a pesar de las elecciones, se interesan por ti, creéme, joven, eso no va a ser fácil. ¿Por qué? Porque un montón de gente se va a poner enferma al pensar que es un forzado evadido de la cárcel, siempre en fuga a los ojos de la ley, que se permite hablar de todo esto en el propio país que le condenó. Esto es más que normal. Hay una cierta clase de franceses que va ranger los dientes. ¿Cuántos? Quizás no llegue a un millón, pero ese millón va a hacer ruido. Todos esos conservadores que, privilegiados, creen que en nuestro mundo todo está bien, todos los dictadores, los fosilizados, todos aquellos que no pueden admitir que las otras clases se modifiquen y evolucionen. Tal como los colonialistas. Es el tipo de Argelia o de Marruecos que se indigna que no haya el derecho de “hacer sudar las ropitas” de los árabes y que trata de de comunistas o utopistas o de traidores de la Francia imperialista a todos los que piensan que los árabes son hombres iguales a nosotros. Esta raza de hombres admite que se supriman de una manera o de otra a todos aquellos que perturban su tranquilidad. ¿Qué crean la masa carcelario y de los reformatorios, que va acabar fatalmente en los trabajos forzados. ¿Culpables o no? Poco interesa. ¿Es un sistema odioso y sub-humano? Todavía menos. No tenían sino que hacer esto o aquello. “Ellos no tenían si no que...” es la palabra clave. Los que aceptan ser peores que el delincuente en la aplicación que hacen del castigo, los que lamentan la desaparición de las galeras y del tiempo en que se podía condenar a alguien por el simple hecho de ser “capaz de”. Sí, vas a encontrar a esa especie de gente. Han pasado cuarenta años, a pesar de todo. Felizmente. Durante la guerra, miles de personas honestas conocieron la cárcel, la policía, hasta la justicia en ciertos casos, y sobre todo como se es tratado cuando no se es más que un número. Muchas cosas deben haber cambiado, esperemos, pero lo cierto es que si me interrogan en los periódicos, en la radio, en la televisión, no puedo

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quedarme callado, debo decir la verdad. Que se atiendan a las consecuencias. Va a ser emocionante pero no fácil. Hacia adelante! Hay que segur, aunque si eso tuviese repercusiones en la venta del libro. Mierda! Pero, si por ser demasiado necesario, franco, enamorado en la defensa de la verdad tuviese que perder el éxito financiero de mi libro, lo haría igualmente, debo hacerlo, hay que hacer que oigan lo que tengo a decir, lo que vi. Aunque, en vez de comprar la casa de mi jubilación, nada más me quede que alquilar dos tumbonas a la orilla del Ardèche, en un rincón soleado. El día despunta a través de las ventanillas y sólo entonces consigo quedarme dormido en paz conmigo mismo por haber tomado esta decisión. — ¿Café, señor aventurero? Los grandes ojos negros sonríen gentilmente. Leo en ellos interés y simpatía hacia mí. — Gracias, pequeña. Pero, que veo, ya es de día! — Sí. Llegaremos pronto, cerca de una hora. Dime, ¿suprimieron de verdad los trabajos forzados? — Sí, felizmente. Hace casi veinte años. — Pues mira! El simple hecho de los hayan suprimido quiere decir que los franceses de hoy te dan razón, anticipadamente. — Tienes razón, pequeña. No lo había visto así. — Creéme, te van a escuchar, a comprender, y aún más, les vas a gustar a muchos. — Lo deseo de todo corazón. Gracias, pequeña. “Abróchense los cinturones. Empezamos el descenso en dirección a Orly, dentro de veinte minutos aterrizaremos, la temperatura es de diecinueve grados, el tiempo es bueno.” Hará buen tiempo para todo el mundo, pero para mí, el forzado que llega, y que unos aguardan listos a abrirle los brazos (esperemos) y otros con piedras, ¿como será el cielo que me espera en París? Basta de interrogantes! No tengo nada con eso! He jugado toda la vida y hoy sigo. Una buena partida en perspectiva. A través de todos los poros de la piel, voy a experimentar intensamente el luchar con aquellos que, más preparados que yo por su profesión e instrucción, están listos a disecar lo que puse al desnudo o, por otra parte, intentar vestir a su manera el esqueleto de aquello que represento, uno de entre algunos cientos de forzados que escaparon a los tiburones. Tu tienes a tu favor tu calvario y la verdad. Negro o no, mi cielo de París tiene una pequeña obertura, pues a la salida del control de policía veo a un Castelnau con una gran sonrisa, emocionado, que me tiende, al abrazarme, mi libro, el primer ejemplar de Papillon. — Gracias, Jean-Pierre. Espere un momento, déjeme escribir dos palabras y enviarlo inmediatamente a Rita. — Entendido, pero rápido. Ya nos están a esperando. — ¿Dónde?

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— En mi casa. Dos periodistas importantes. Después le explico. En el momento en que lo dejo, dos flashes me sorprenden. Mis primeros flashes de fotógrafos de la prensa. — Es para France-Soir. Bienvenido París, Sr. Charrière. — Pues, Jean-Pierre, cuando esto arranca, la información explota rápidamente en París! El libro es enviado. Noto en Jean-Pierre un aire un poco inquieto. — Entonces, Henri, ¿va todo bien? ¿No está preocupado por lo que se avecina? — No, esté tranquilo. Se necesita más que esto para perturbarme. — Sabe, París, el periodismo, las críticas, no debe ser exactamente lo que usted espera. El bolígrafo es a veces más peligroso que el revólver. — No se preocupe, hijo. Estoy en la plenitud de mis facultades. Tenga confianza. — Es cierto. Pero le prevengo: será duro, difícil, agotador. Y en una hora el ruido empieza. — Me gusta eso, y tengo a mi favor dos cosas: la verdad y el me gusta vencer los obstáculos cuando la razón está de mi lado. — Tanto mejor, vamos a casa.

22.- “BANCO!”

Los dos primeros francotiradores salen de las trincheras, en este caso de dos butacas del salón de Castelnau. El de la ametralladora es, ni más ni menos, que Jacques-Laurent Bost, y su compañero, de larga carabina con mira telescópica, el gran Serge Lafaurie. Se hacen las presentaciones. Sólo tuve tiempo de soltar la maleta en la entrada y nos sentamos a la mesa para un rápido almuerzo, donde compruebo que estos dos señores simpáticos y abiertos son los enviados del Nouvel Observateur de que me había hablado Castelnau. Primer pequeño complejo que no dejo traslucir: no conozco la importancia del Nouvel Observateur. Sólo Jean- Pierre me había dicho por el camino que era una revista muy importante. Estos dos francotiradores que me agarran a la llegada de un viaje de catorce horas, en el que casi no dormí, después de un completo cambio de hora, de clima, de todo, ¿no tendrán premeditado cogerme con aire cansado? Es muy posible, pues Bost me llena generosamente el vaso, diciendo que tengo necesidad de un estimulante, después de un viaje tan largo. Engullido el último sorbo, pasamos al salón. Café, whisky, y el ataque fue rápido.

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No podían ser más amables. Porque, para ser simpáticamente ardilosos, peligrosos, superbisbilhoteiros, supercéticos, no había mejor. El fuego cruzado duró exactamente siete horas. Tres botellas de whisky dieron como resultado el volver a Bost y a Lafaurie todavía más aguerridos: “¿Eso es verdad? ¿Es mentira? ¿Un poco? ¿Un poquito? ¿Mucho? ¿No mucho?” Esos dos seres que me hicieron pasar un suplicio mental digno del Federal Bureau me lanzaban maquiavélicamente preguntas, para que, aunque fuesen las mismas, pareciesen diferentes. Caramba! Verdaderos malabaristas en su manera de disecar a cada uno. Al final del interrogatorio, sudando y con la camisa por fuera, hacía veintitrés horas que estaba en pie, de las cuales siete las pasé respondiendo a sus preguntas. Mierda, empieza bien! Si no fuese por el café, la simpatía y por último el whisky, diría que estaba cuarenta años atrás, en el número 36 del Quai des Orfèvres. Tuve la satisfacción de acompañarlos al coche con la impresión de que estaban más cansados que yo. ¿Será que no aguantan tanto whisky? Nos separamos contentos. Jean-Pierre me dice: — Vamos a acostarnos. Debes de estar hecho polvo. Deja de reír cuando le digo: — Nada de eso. Para recomponernos, vamos a beber un vaso a un bar del barrio. En medio de la barulheira de la canción en un momento dado se inclina hacia mí y me dice: — Creo que está en el papo, Papi, lo presiento. A las tres de la mañana, después de un paseo por una lechería, vamos para a su casa. Dormiré en el cuarto de su hijo Jean. Le coge dormido y lo coloca en el sofá de la sala con un cojín y una manta. Me tumbo cuán largo soy en las sábanas aún templadas del calor de este niño de once años. Me duermo inmediatamente en un torbellino nebuloso, donde el tipo de la ametralladora y el del fusil de mira telescópica andan a mi alrededor en una danza endiablada de indios, cuyos gritos son preguntas que crepitan como ráfagas de armas automáticas. — Levántate, Papi! La orden dada con toda amabilidad es acompañada de un abanão en los hombros. Castelnau está allí, en pie, vestido y con corbata. — — — — —

¿Qué hora es? Las nueve. ¿De la noche? No, de la mañana. Estás completamente loco, porras, y eres un irresponsable! ¿Te arriesgas, así, tranquilamente, a despertarme a las nueve de la mañana? Desaparece de mi vista, y rápido!

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Y meto la cabeza bajo la almohada, doblándola sobre las orejas. Inconscientemente, el tipo me da un empujón, esta vez en la espalda. Me siento en la cama como un diablo salido del infierno, listo de un salto para echar a este loco fuera de la habitación. Él se ríe y dice: — Tienes razón, es horrible, pero así lo quisimos. La culpa es tanto mía como tuya. No podemos volver atrás, tal es la cantidad de personas que te están esperando. Mierda! Me veo envuelto en un verdadero tifón de los mares tropicales. ¿París, un cielo? No, un monstruo que, acabando de descubrir el hombre de la actualidad, quiere devorarlo ferozmente. Con Françoise Lebert y Castelnau en el rastro, corremos, vamos y venimos, atendemos al teléfono, aceptamos y rechazamos. — — — —

Pero déjenme respirar! Y nosotros, los periodistas, ¿respiramos atrás de vosotros? Pero la culpa no es mía! Si, la culpa es suya! Estábamos muy tranquilos con nuestros artículos sobre los candidatos a la presidencia, podíamos almorzar ocupando el tiempo con un autor consagrado y calmo, y aparece usted, vaya a saber de donde. Bueno, saber ya se sabe, de la cárcel, después de una parada en Venezuela. Y usted no sólo llega como aparece para lanzar un reto a nuestras instituciones más sagradas. En suma, viene a molestarnos ¿y tiene la insolencia de pedir que lo dejen en paz? Es perfectamente inconsciente! Usted, que llega de su tranquila capital de Venezuela, no sabe nada de nada, mi apreciado amigo! “Este es otro mundo. Usted nos pertenece noche y día, es la actualidad del momento, el plato fuerte de la comida, y todos tenemos de comer de él, para después dar a conocer al público-perro que espera su ración diaria. Usted es la actualidad de la actualidad, con sus tonos, sus puntos de vista, las conclusiones, la aceptación o rechazo de aquellos que lo interrogan. Seguro que no cree que un periodista, cuando lo agarra por la chaqueta en la escalera, cuando no le deja subir al coche, cuando le espera a la salida del editor, cuando se cansa de esperarle en la puerta de los lavabos, cuando descubre donde va a comer un bistec, cuando lo persigue en el ascensor, cuando va detrás suyo, como un cazador, cuando, siguiéndole en la calle, sueña verlo entrar en el barbero y aprovechar su inmovilidad durante veinte minutos para hacerle preguntas, ciertamente no crea que nosotros, los de la información, hacemos todo esto para nuestro placer o por sus lindos ojos!” — ¿Entonces por qué es? — Por amor a la profesión. Para hacer un artículo más largo que los otros sobre cosas todavía desconocidas respecto a usted. Para mostrar que no se es más imbécil que los madrugadores que le cogieron más temprano, por conciencia profesional, para no tener que oír decir en una voz molesta: ‘Todos sus colegas consiguieron una entrevista y usted, ¿nada? ¿Será que es un imbécil o un incompetente?“ ‘Perdón, jefe, quise respetar su corto descanso, de tal manera le vi hecho polvo! “ ‘Hecho polvo, succionado hasta la médula, tambaleándose de fatiga, ¿usted respetó la vida privada de ese hombre? Está usted loco, completamente loco! Él no tiene derecho a

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dormir y comer, cuando, durante o donde quiera. Él nos pertenece ante todo a nosotros, los periodistas, para alimentar la curiosidad de nuestro público. Siendo actualidad, le cabe estar a nuestra disposición, para que presentemos esa actualidad bajo todas las facetas que en los aprouver'.” Ni una comida más sin uno o más periodistas; ni una comida más solo. De entre estas comidas, algunas interesantísimas. Por ejemplo, una con Paule Neuvéglise (France- Soir) que desembarca de Nouméa y que, sin ni siquiera pasar por el piso, llega con un grabador. Es en La Cafetière, en la Rue Mazarine. La personalidad, la finura, la inteligencia, la tonalidad dulce de su voz, el grabador que no funciona, pero esta mirada clara y directa, que me inunda de una verdadera simpatía, me despierta completamente y me reanima. Y hablo, hablo con alegría, con sinceridad. Vaciar mi alma en una sensibilidad tan verdadera me reposa y me cautiva. Un almuerzo, donde un sujeto limpio, delgado, franco, abierto, viene en dirección hacia mí con la mano extendida: “Auguste Lebreton”. Y hablamos, hablamos, y rompo a correr hacia mi editor para firmar algunos de los trescientos libros que él envía a la prensa, y oigo la lista de las personas que pidieron para verme y que debo visitar, y digo buenos días en los despachos la todas estas personas simpáticas de la Laffont que trabajaron durante dos meses en la preparación del lanzamiento de mi libro. Fumo, fumo, firmo, firmo, hablo, hablo, oigo las preguntas, respondo, respondo más, sin mirar ya a quien me interroga, y eso durante días, días y noches, en despachos, en la calle, en el café, en el restaurante, en un banco de Pigalle o de los Champs-Elysées, y los fotógrafos silenciosos que acompañan a cada periodista, y el whisky en pie, apoyado en la barra, donde entre dos sorbos, medio sofocado, porque engullí un poco deprisa, respondo: — Por favor, me sometieron a un suplicio digno de la Edad Media! — Eso no es posible! A pesar de todo estamos en Francia. — Justamente, es porque fue en Francia, el país del pueblo de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que fue todavía más monstruoso que en cualquier otro lugar! ¿Extenuado? ¿Cansado? ¿Afónico? No, molido es la expresión, molido espiritual y físicamente. A no sé que horas de la noche me tiendo en la pequeña cama de Jean, el hijo de Castelnau, que este lleva sobre los hombros para ir a acostarlo en la sala. Sólo tengo valor para sacarme la corbata y los zapatos y me sumerjo en un sueño de plomo. Y en medio de esta tempestad, de este huracán que me arrastra como una paja en el momento en que debo mirar y responder a la izquierda y a la derecha, arriba y hacia abajo, a hombres, a mujeres, a periódicos, a revistas, donde me obligan a hablar para la radio, grabar secuencias de diez minutos que pasarán a diario durante diez o quince días, en que tengo los ojos esgazeados, la lengua colgando, en que estoy casi afónico, y corro a las farmacias para encontrar un medicamento para tenores, en el momento en que busco comprender donde estoy, en que me pregunto a mi mismo si debo

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responder presente, frente a todas las situaciones, o si debo huir, en las llamas de este volcán que me proyecta con su lava y humos en las olas de la información internacional, me envían un telegrama diciéndome que Nénette, mi Nénette de mis veinte años, aún vive. Y marcho como un loco en el coche de Julien Sarrazin, el marido de Albertine, para ir a verla en Limeil- Brévannes, donde está hospitalizada. Lloro de emoción al volver a ver a aquella mujer que dejé hace cuarenta años, sin ningún contacto después de eso, envejecida, enferma, disminuida por un accidente, pero manteniendo en los ojos la llama de la buena y fiel chavala que era. También ella llora. Vacío los bolsillos de lo poco que contienen y vuelvo a marchar, corriendo hacia la jauría que me espera, después de haberle prometido que regresaría y que nunca la abandonaría, promesa que cumplí. Y como después de cualquier buena sorpresa aparece siempre un problema, me invitan a ir a la policía, Quai de l'Horloge, para notificarme mi prohibición de estada. Por casualidad, fue en el mismo despacho de la Conciergerie donde, hace tres años, Castelnau había acompañado a Albertine Sarrazin para que, prohibida también ella de permanecer en París, no la hiciesen esperar mucho tiempo. En esta cacería en la cual soy el venado hay muy pocos momentos de sosiego. Un almuerzo inolvidable con Claude Lanzman y un beso de la maravillosa Judith Magre. Pero Radio Luxembourg me rapta con Pierre Dumayer. Después, por la noche, una reunión en casa de Daniel Mermet, jefe de ventas de la Laffont, que quiere presentarme a su dinámico equipo de representantes que surcan toda Francia. Están decididos: — Continúe, Papillon, nosotros le seguiremos. Con un equipo de estos, si no llegamos a vender algunos libros, es de desesperar completamente! Estoy en Combs-la-Ville, en casa de mis sobrinos. Estamos a 18 de mayo. He vivido todo eso en ocho días. Todos los días fragmentos del libro salen en el France-Soir con mi fotografía. Así, toda Francia, en poco tiempo, conoce no sólo algunas aventuras de Papillon, sino también su jeta. Es domingo. Ha sido todo tan rápido, tan grandioso, tan inesperado, que necesité dormir diez horas, para recomponerme un poco. Paso un día maravilloso de descanso con mis sobrinos y las dos sobrinitas, que miran con curiosidad a este tío de quien los periódicos tanto hablan y cuya voz se oye en la radio. — ¿Un aperitivo, tío? — Sí, un Ricard. Me va a hacer bien, en este oasis de veinticuatro horas. Y pensar que todo recomenzará mañana! — Te espera lo peor. — Estás loco! Peor todavía! — Verás, será más que peor, insoportable!

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Trim, trim, trim! La campanilla del teléfono no me molesta, no puede ser para mí. Más tarde llamaré a Rita, en Caracas, para decirle que la bomba del libro estalló, todavía más fuerte de lo que habíamos soñado. — Sí, está aquí — dice Jacques. — Se lo paso. Tío! Es Castelnau de parte de la Laffont. — Que bueno que me llames. Sí, voy tirando. Bonito domingo de primavera, ¿eh? ¿Estás de fin de semana? — Prepárate para ir a la televisión dentro de tres horas. Estás invitado por Gaston Bonheur para el programa. El invitado del domingo. El invitado es él, pero te invita a juntarte a él con otras personalidades. Es una gran honra para ti y muy importante para tu libro. ¿Vamos buscarte o vienes para aquí? — Ya voy. — Y cuelgo. — ¿Qué ha pasado? — pregunta Jacques. — Estoy invitado para El invitado del domingo, por Gaston Bonheur. Esto os dice algo? — Es fantástico, tío. Es una oportunidad increíble! — ¿Entonces debo ir? — Corriendo, tío, corriendo. — ¿Vas a aparecer en la televisión? — gritan los niños. — Sí, vais a verme dentro de algunas horas en vuestro televisor. Televisión francesa, televisión del Estado. Yo, un forzado en fuga, voy, en libertad, a poder hablar delante de esta televisión oficial como cualquier otro ciudadano. Es increíble y, sin embargo, verdad! Esto es la Francia actual! Esa misma Francia que, en 1931, me lanzó en un pozo sin fondo para que ahí me pudriese. Esta misma Francia, hoy, quiere saber la verdad, acepta el frente a frente conmigo. Caramba! Programa extraordinario para mí. Quien me invita es un intelectual de Francia muy conocido, autor de éxito, lleno de finura y bondad, hijo de profesores, como yo. Con una generosidad poco habitual, me presenta a Francia, diciendo: “Somos los dos hijos de profesores primarios de provincia, venidos a París. Dos destinos bien diferentes. Yo, Gaston Bonheur, entro en los medios intelectuales y del periodismo y ahí hago carrera. Él, Henri Charrière, conocido por Papillon, hace un rápido paseo por este mismo París y sigue el camino de los trabajos forzados, condenado a cadena perpetua. Este antiguo forzado, se ha vuelto un hombre como los otros, nos va a contar uno poco de su extraordinaria historia”. Después de mi entrevista, brillantemente conducida por Jacques Ertaud, me vienen las lágrimas a los ojos al apretar la mano de Gaston Bonheur y me marcho del estudio. En el bar, delante de un whisky, todos los que me acompañaron confiesan el miedo que tuvieron cuando me vieron entrar en el estudio: no está habituado, esto puede paralizarlo, etc. Pues bien, no pasó nada de eso, francamente, me sentí a gusto. Tenía, estaban convencidos de eso, y yo también, pasado con éxito por un examen difícil para la prosecución y éxito de esta aventura.

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Ya me habían dicho, pero yo no imaginaba las repercusiones tan explosivas de este programa. Al día siguiente, lunes, el huracán me traiga otra vez, con redoblada furia. El radio, los periódicos, todos, sin excepción, exigen, publican entrevistas, reclaman-en las. Las requisas entran en la danza, la televisión, el París- Match, me hacen correr de un lado para otro, de día, de noche, la Pigalle, a la Fortaleza, hasta la escuela primaria, donde doy una clase la críos de once años sobre la libertad, lo que provocará uno tal ruido en la dirección de la televisión que esta secuencia será cortada con indignación. Qué? Pero por quien se toma este sujeto? Uno forzado evadido dar una clase sobre la libertad a las nuestras críos? Está todo loco o qué? En esta vida loca, loca, en que duermo como máximo cuatro horas por noche, hay momentos excepcionales. Una taza de té tomada al final de la tarde en casa de Simone de Beauvoir. Me siento profundamente conmovido e impresionado por estar junto a ella. Respiro la gran clase de una mujer del mundo del espíritu. Y en esta salita, amueblada con tal delicadeza, donde el mínimo pormenor es para mí un poema, junto a este ser que dulcemente me dice cosas gentiles, me hace preguntas con interés y dulzura, percibo de golpe, sin haber pensado en ello hasta ahí, donde estoy, con quien, y de donde vengo y con quien estaba. Y esa abyecta mazmorra de la Reclusión de San José, vigilada por tantos sádicos, se me aparece de golpe con una alucinante precisión, por encima del piano, por detrás de una delicada bailarina de porcelana de Bohemia, después se borra lentamente, para no dejar nada más que el presente, ese instante privilegiado, donde la gracia de esta estatuilla me acoge en esta casa, sonriéndome exactamente como Simone de Beauvoir, que me dice: — El camino recorrido fue muy largo y espinoso, ¿no es verdad? Pero llegó a buen puerto, es lo que interesa. Reposa, aquí, tranquilamente, junto a una amiga. Tengo la garganta de tal modo apretada de emoción que, en vez de agradecerle, aspiro el cigarrillo y engullo con dificultad el humo. Claude Lanzman llega y vamos a cenar los tres a un buen restaurante de París. Y todo recomienza: el L'Express y el Minute, Yvan Audouard y su Canard Enchaîné, la Elle y el Fígaro Littéraire y también Europa 1 y Luxembourg y aquellos de que no me recuerdo, porque no los veo, ya no los consigo ver. El huracán avanza, avanza. Estoy en la cresta, le pertenezco, igual que a los otros. Voy a dónde me llaman, me siento donde me mandan, es inútil explotar y decir mierda, examinar lo que me va en el corazón. Soy de nuevo un prisionero, pero, esta vez, de mi famoso libro. Telegrafío a Rita: Va todo maravillosamente, gran éxito, besos. Al día siguiente, recibo un telegrama: Imprensa Caracas me dio noticias del éxito. Bravo. Y pienso, riendo, en Mario, mi italiano del aeropuerto. Quien debe estar más admirado todavía es él. Todos los días leo los periódicos y las revistas, El Nouvel Observateur dedica siete páginas notables a la entrevista con los dos francotiradores. En la Elle un

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maravilloso artículo de Lanzman. Hasta François Mauriac, de la Academia Francesa, escribe en Fígaro Littéraire: Este nuevo colega es un maestro. Riendo, le digo a Castelnau: — ¿No me meterán un día de estos en la Academia Francesa? No es natural, pero... — Se tienen allá visado otros — dice él, serio como un papa. Veintiséis días de locura, veintiséis días en que el desconocido que yo era se volvió célebre, adoptado, acariciado, vedette, en este mismo país, en este mismo pueblo, en este mismo París que me había condenado a morir, como a miles de otros, en la Guayana. Es pesado ser vedette. Y los libros se venden a tres, cuatro, cinco mil ejemplares diarios. Sí, conocí a muchas vedettes del teatro, del cine, del espectáculo. Hospitalizado en el Hospital Américain de París, un hombre de la categoría de Peter Townsend vino darme los buenos días. En casa de mis amigos Armé y Sophie Issartel almorcé con personas de las más famosas del mundo. Un pintor millonario, Vincent Roux, amigo del joven y brillante abogado Paul Lombard, puso a mi disposición su piso, uno de los más elegantes de París. Todas esas personas privilegiadas disputaban para tenerme en su mesa. Pero todas esas honras no tocaron mi yo más profundo. Vi demasiadas cosas en mi vida, de la mejor a la peor, para pensar que este brillante mundo es ahora gentil conmigo porque yo soy el personaje del momento, Pero ¿y después, cuando por el transcurrir normal de las cosas se pase a otra actualidad? Pero lo que permanece importante y conmovedor para mí es la costurerita, el hippy simpático, el operario con la camisa encharcada de sudor, que vienen a darme la mano, decirme bravo y pedirme un autógrafo en un libro o en un pedazo de papel. El 6 de junio, regreso rápidamente a Caracas, agotado pero feliz, dejando atrás de mí a un Castelnau y a una Françoise Lebert agotados también, casi dementes. A mi llegada, estaba la televisión en el aeropuerto. Qué camino desde los primeros pasos de hombre libre en esta tierra, cuando salí de la cárcel de El Dorado! Venezuela, donde Rafael Caldera, presidente de la República, y el obispo de Caracas me recibieron en particular, donde todos los periodistas, salvo algunas excepciones, claro, me festejaron en sus artículos, donde intelectuales como Uslar Pietri hicieron un elogio de mi libro, sobre todo Otero Silva, escritor distinguido y propietario de uno de los mayores periódicos de América del Sur. Otero Silva y su mujer, que fueron los verdaderos padrinos, que lo ofrecieron a Pablo Neruda, que me honró felicitándome personalmente. Sin hablar de la radio y de la televisión, donde un presentador tan prestigioso como Renny Ottolina habló de mí en los términos más simpáticos.

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Tranquilo en Caracas, ¿reposo en Caracas? Esa si que es buena! No habían pasado ni diez días cuando los periodistas del París-Match, venidos en especial de París, me arrastran en peregrinación a la Guayana, a las islas y a los locales de mis huidas. En Trinidad encuentro a Master Bowen, el abogado que me acogió en mi primera huida. En Georgetown, a Pierrot el Loco y Horloger, con canas, y la cárcel de El Dorado, donde no solamente encuentro antiguos compañeros fugados y recapturados, donde fotografían del registro de las entradas mi nombre, la fecha de mi llegada y la de mi salida. Regreso a Francia a principios de agosto y todo continúa. Ocho meses duró aquello sin parar. Ocho meses, durante los cuales pasé del fenómeno de la actualidad a la categoría de escritor diferente de los otros, después a la peligrosa categoría de vedette. Y en ocho meses más de ochocientos mil libros vendidos. Entonces empiezan los viajes por los países donde aparece la traducción del libro: Italia, España, Alemania, Inglaterra, Bélgica, Estados Unidos, Grecia. Y por todas partes la radio, la televisión, los periódicos. Y hablo. Pero igualmente en todas partes acogido con la mayor gentileza. Días a señalar con un diamante. Y como olvidar Ginebra, donde la televisión suiza me hace la sorpresa de llevar al estudio, en una trasmisión en directo, a aquel que introdujo el Cristo en la cárcel, el Mayor Péan, que lealmente dijo que lo que yo tenía descrito en el libro era no sólo verdad sino que desgraciadamente quedaba por debajo de ella? ¿Como olvidar una visita de varias horas a Charlie Chaplin, en Vevey, y la noche con su hija? ¿Y la película hecha por la televisión belga con Georges Simenon? ¿Como olvidar la amistad constante, que nunca se alteró, de un poeta como Jacques Prévert, que no sólo me ofreció todos sus libros, sino que hace en cada uno de ellos dibujos extraordinarios y maravillosos? En Grecia recibo la noticia de los anti-Papillon, dos libros destinados a destruirme. Es terriblemente excitante tener enemigos gratuitos a quien no se hizo nada y ni siquiera conoces. Tuve la terrible franqueza de responder varias veces a las entrevistas sobre la justicia actual en Francia. En particular en una transmisión de la RTL, EL Periódico inesperado, del sábado al mediodía, donde el que lo dirige es una personalidad invitada, personalidad de la actualidad por cualquier razón. En ese sábado, redactor-jefe del Periódico: Papillon. A mi derecha Jean-Pierre Farkas, a mi izquierda, Jean Charlier. El asunto del día era sensacional. Por un lado, el caso de una joven profesora que habían llevado al suicidio, Gabrielle Russier. Por el otro, el de un empleado acusado de un horrible asesinato, Devaux. — Papillon, ¿que piensa de estos casos? Veo inmediatamente el peligro. Si no respondo, si eludo las preguntas, dirán: “A Papillon, el éxito se le ha subido a la cabeza, se ha vuelto pretencioso, se olvida de donde viene. Ni siquiera quiere colaborar con la prensa, que, sin embargo, tanto le ha ayudado a ser famoso. Es un egoísta, un ingrato”. Y si

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digo sí, si digo lo que pienso en cualquiera de las preguntas, dirán: “Papillon ahora es un sabelotodo, tiene respuestas para todo, da consejos sobre cualquier cosa, hasta sobre recetas de cocina. Además, se cree, él, un antiguo forzado, en el derecho de darnos lecciones sobre lo que tenemos o no tenemos que hacer. Esto no puede continuar”. Por lo tanto, como es lo mismo haga lo que haga, no hay nada como ir directo al grano y llamar a las cosas por su nombre, tanto más que me es prácticamente imposible proceder de otra manera cuando me apasiono por cualquier cosa. Y, ciertamente, hubo periodistas que pensaron: “Esto no puede continuar. Le creamos, hicimos de él un héroe, pero ahora vamos a destruirlo. Será divertido y lucrativo. Vendimos con él antes; pues bien, venderemos con él después”. Esta transmisión sobre los casos Russier y Devaux, de la cual Edgar Schneider escribió: Papillon hizo temblar las antenas de Radio Luxembourg, que todavía vibran de indignación, esta emisión habrá sido una de las dos gotas que hicieron desbordar la copa. La otra fue a haber sido invitado personalmente, como “utilizador de la justicia”, por hombres que hacen las leyes, se apasionan por la justicia y por aquellos que la sufren. Fue bajo la muy respetable cúpula de la Facultad de Derecho de París. Que un forzado se siente al lado del Profesor Jean Lemaire, presidente de la Orden de los Abogados de París, que sea invitado a expresar lo que piensa por hombres tan prestigiosos como el Profesor Baruk, el Juez Brunois, el Profesor Levasseur, el Consejero Sacotte y el Profesor Stancier, secretario general de la Sociedad Internacional de la Profilaxis Criminal, no se puede admitir, no se puede aguantar más, es necesario hacer callar a Papillon o, al menos, desacreditarlo. Y algunos polizontes buscan un periodista, “verdadero tira literario”, como escribirá el periódico La Suisse, que, con la protección de un comisario divisionario, escribió un libro contra mí. En la vida hay situaciones completamente opuestas, extremistas, y hasta excesivas en su extremismo. ¿Conociste el cielo? ¿Has ido al cielo, donde para ti todas las personas son amables, te saludan y exaltan tus cualidades? ¿Has ido al cielo, donde la canción, compuesta en especial para ti, se difunde en el aire y te envuelve dulcemente en su melodía fina y arrendada? ¿Has ido al cielo, donde ángeles graciosos se aproximan con sus hojitas de papel y te piden que les des tu preciosa firma? ¿Has ido al cielo, donde todo lo que dices y haces es alabado? ¿Has ido al cielo, donde te piden recetas de todo y donde todas son aprobadas? ¿Has ido al cielo, donde los hijos de aquellos que te han maltratado te piden perdón por ellos y condenan tales actos? ¿Has al cielo, donde los profesores te escuchan en vez de hablar? ¿Has al cielo, donde grandes espíritus de la literatura te adoptan y te aplauden? Pero saliendo de este cielo, cuyo brillo de las maravillosas fiestas cae en las alcantarillas, ¿has ido a las alcantarillas, donde los ratones se disputan las migajas que has echado fuera? ¿Has ido a las alcantarillas, precipitado por toda una jauría de celosos, envidiosos, gananciosos, de larvas que ahí viven a la ganas, en el ambiente de aguas podridas, creciendo ahí y multiplicándose?

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¿Has ido a las alcantarillas, donde los vencidos de la vida, las pieles viejas de los capullos abandonados por la mariposa cuando empieza a volar acaban su existencia destrozada, muriendo de amargura y de odio, chafurdando desde hace años en la oscuridad del anonimato? ¿Has caído en esas alcantarillas, arrastrado, empujado, arrastrado por estos seres llenos de rabia que no buscan otra cosa que poder morderte, para inocular en tu carne su enfermedad horrible, no pudiendo perdonarte el éxito? ¿Sí o no, has conocido este cielo y estas alcantarillas? ¿Sí o no, has conocido estas dos París? Y lo que me queda de todo esto son los miles de cartas y de testimonios de todos los países, donde oí a mis lectores gritarme: —Tiene un nueve en la mano, Papillon! Por primera vez en su puta vida ha ganado el “banco”. Felicidades, joven. Nos sentimos felices por usted. Regreso a Caracas, que también tiene su cielo y los sus alcantarillas. Y en nuestro piso, el mismo de antes, el del temblor de tierra, en nuestro barrio medio popular de Chacaito, en el despacho de hierro donde escribí Papillon, acaricio los tesoros que obtuve en esta maravillosa aventura. Fue ahí donde abrí las cartas, los cientos, los miles de cartas, que me han obligado a escribir este libro, cartas del mundo entero, esas cartas donde las almas se abren, cuentan lo más íntimo de sí mismas, esas cartas que nos dicen: Gracias a usted y a su libro no me suicidé, dejé pasar el momento de hacerlo, reencontré la fe en la vida, cambié de vida, dominé una situación que creía imposible de vencer. Esas cartas donde jóvenes, viejos, chicas, jóvenes de todo el mundo me explican que mi libro les dio el tomo que les faltaba para amar y tomar el pelo a la vida. Esta vida de aventura que te encanta, donde te lo juegas todo, esta vida donde cuando se pierde se vuelve al principio, esta vida generosa que ofrece siempre algo nuevo a aquellos que aman el riesgo, esta vida donde se vibra intensamente hasta las más profundas fibras de nuestro ser, esta vida que palpita en nosotros desde que empezamos a movernos, desde que saltamos por la ventana para entrar en la aventura, esa aventura que está al alcance de todos, junto a nosotros, si la deseamos intensamente, esta vida donde nunca serás vencido, pues en el momento preciso en que acabas de perder un golpe preparas otro con la esperanza de ganar esta vez, esta sed de vivir que nunca debemos calmar, donde, cualquiera que sea la edad o la situación, nos debemos sentir siempre jóvenes para vivir, vivir, vivir en plena libertad, sin barreras de ninguna clase que nos puedan marcar, en cualquier lugar o en la sociedad que sea. Y es por eso que, después del “banco” de mi libro, en vez de continuar un “no se importe” y de comprar la casa para la jubilación, hice una película, donde arriesgué y perdí mucho, Popsy-Pop. Autor, cenarista, actor, fue todavía una vez más por el placer de perder o ganar, de tener sensaciones intensas. Perdí el “banco”. Felizmente, hay otros “bancos” para jugar. Estoy seguro de que un día me recomporei de un tirón. ¿Cuál? Poco importa, así es de maravillosa la vida!

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Adiós.

Fuengirola, agosto de 1971. Caracas, febrero de 1972.

EL AUTOR Y SU OBRA Popular como una estrella, entrevistado por una multitud de periodistas, enaltecido por la crítica, discutido apasionadamente, ya tratado como víctima de un error judicial, ya acusado de falso y de impostor. Toda esa conmoción, de alcance mundial, fue suscitada por Henri Charrière o Papillon (“Mariposa”), al publicar un libro sobre la extraordinaria aventura de su vida: una fantástica historia que comenzó en 1932, cuando fue condenado a cadena perpetua, a los veinticinco años de edad, y prosiguió con sus dramáticos intentos de fuga del presidio de Cayena (Guayana Francesa), hasta alcanzar la libertad en 1944, refugiándose en Venezuela.

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Con las sucesivas ediciones de “Papillon — el hombre que huyó del infierno” (catorce millones de ejemplares en diversas lenguas, también publicado por el Círculo del Libro), más los derechos de adaptación cinematográfica, Charrière se hizo rico y famoso. Convertido en atracción, recibió grandes homenajes en París, como la “Noche de Papillon”, y en 1969 pronunció una conferencia en la Facultad de Derecho de la Sorbonne, para un auditorio atento y reverente. Narrando sus delitos y fugas con emoción y claridad, el ex-marginal constituye la personificación de un ser humano fascinante, de interés humano fuera de lo común. En “Banco”, él continúa su declaración personal, y habla de su regeneración, de su vida en Venezuela, de su vuelta a Francia, nuevamente sin pretensión literaria, pero utilizando su amplia y dura experiencia. En cierta oportunidad, afirma Papillon que, en cualquiera de sus libros, no pretende si no contar hechos suficientemente expresivos para que cada lector pueda recoger las consecuencias más adecuadas en pro de sus amores, sus amistades, su objetivo de alcanzar la mayor felicidad posible. Al fallecer, en julio de 1973, lo mínimo que se puede decir de Henri Charrière es que cumplió esa misión.

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