Jefes subordinados

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JEFES Y SUBORDINADOS, 多SOMOS COMPETENTES?

JEFES Y SUBORDINADOS, 多SOMOS COMPONENTES?


JEFES Y SUBORDINADOS, ¿SOMOS COMPETENTES?

Escrito por: José Enebral Fuente: http://www.tdd-online.es

En el debate sobre la productividad y la competitividad, cabe preguntarse sobre la competencia, o posible incompetencia, de cada uno en su puesto de trabajo; pero tal vez habríamos de aproximar algo más los conceptos de competencia y profesionalidad, y sintonizar los perfiles de directivos y trabajadores con las nuevas realidades, las de la economía del saber y del mercado global. Sin menoscabo de las particularidades de cada empresa, quizá quepa abrir mayor espacio a la autogestión de los trabajadores competentes, para catalizar así la mejor expresión del capital humano. Fueron numerosas las empresas que se adhirieron en los años 90 al competency movement ¿una concepción más rigurosa del individuo competente?, aunque quizá no se hizo siempre un idóneo despliegue de las competencias requeridas para generar el mejor rendimiento. No somos perfectos sino perfectibles, y el se viene postulando para asegurar nuestro mejor desempeño profesional; pero quizá haya que profundizar algo más en los perfiles que la economía emergente demanda en directivos y trabajadores del conocimiento, tras el mejor aprovechamiento del capital humano (asignatura pendiente) y la prosperidad de las empresas (cada día más amenazadas en el mercado global). Me interesé en los años 90 por la denominada gestión por competencias. Leía por entonces lo que encontraba sobre el tema, y aun me animé a publicar reflexiones poco después, en revistas impresas y electrónicas


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(todavía hoy pueden verse textos míos en Internet). Recientemente supe de un nuevo libro para directivos que se iba a presentar en la EOI (Escuela de Organización Industrial) de Madrid; se titulaba “Gestión de incompetentes” y aseguraba proporcionar un enfoque innovador de la gestión de personas. Me llamó la atención un mensaje promocional que decía textualmente: Póngase con paciencia a las tareas de enseñar, corregir y agradecer el trabajo. Con estos bueyes hay que arar. Sin duda y como ya nos recomendaban, por ejemplo, Robinson y Stern tiempo atrás, uno ha de buscar estímulos intelectuales en los tiempos que corren, y pensar un poco más: a ello me puse. Para entender mejor lo que quería decir aquel mensaje promocional con la curiosa alusión a los pobres bueyes del tío Pedro, decidí buscar en Internet más información del libro; algunas otras formulaciones del autor sobre la competencia e incompetencia de jefes y subordinados. Algo encontré y conseguí, y seguramente disfrutarán el libro quienes se sientan rodeados de incompetentes. Entre numerosos mensajes que consideré certeros y oportunos, hallé también otros que me parecieron llamativos. Leí, por ejemplo, que la reprensión y las comunicaciones emocionalmente duras forman parte del repertorio de herramientas del buen director de personas; que el día que no seas capaz de enseñar algo a los que dependen de ti habrás perdido una parte importante de tu autoridad como jefe; que, aun considerando incompetente al subordinado, hay que darle a entender que nos parece competente… Pronto me brotaron algunos pensamientos que podrían


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servir de oportuna introducción a esta reflexión sobre la competencia profesional. Una cierta universalización de la incompetencia Gabriel Ginebra, de sólida formación y profesor en escuelas de negocios, invitaba a los directivos a utilizar cuatro herramientas básicas en la gestión de personas: enseñar a trabajar, premiar, castigar y agradecer. No encajaba esto con la visión que yo tenía de la gestión de personas, y pensé ¿lo confieso de entrada? que si el jefemaestro tenía muchos subordinados, se le podía ir el tiempo en todo ello como si fuera un mero capataz; pero el autor parecía contar con numerosos avales, y de hecho prologaba el libro el prestigioso conferenciante Javier Fernández Aguado, autor de algunos modelos de dirección. Se apuntaba hacia los subordinados incompetentes, admitiendo que todos, directivos y trabajadores, lo somos en alguna medida (Todos somos incompetentes porque somos mejorables, porque estamos siempre en proceso de aprendizaje). Pensé que podía ciertamente verse la botella medio llena o medio vacía, pero se señalaba ¿en eso parecía centrarse el libro? la incompetencia como elemento determinante en la gestión de personas: La gestión de personas es fundamentalmente gestión de incompetentes… También se decía: Hemos de lidiar con la incompetencia, no sólo por­que es más numerosa, sino porque la competencia apenas hay que gestionarla. Me pareció que se relativizaban conceptos y se universalizaba la incompetencia ¿sobre todo la de los trabajadores?, no sabía si con algún propósito saludable. Desde mis particulares memes (creencias), pensé que podría estar haciéndose más por preferencia que por inferencia; que había más presunción que asunción; que se percibía al trabajador como recurso humano y no como portador de capital humano.


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Me identifiqué, desde luego, con la idea de que la competencia se puede desplegar con sensible dosis de autogestión, sin tener apenas que gestionarla. Dicho de otro modo, las personas competentes no precisan gran atención, y sus jefes pueden entonces dedicarse más a la gestión del departamento o de la empresa, para asegurar la sinergia, el acierto estratégico y la prosperidad, en estos tiempos de grandes cambios. En este escenario, tal vez dirigir personas no se relacionaría tanto con el difícil papel de moderno capataz o jefe-maestro, como con la definición de los resultados que se esperen de cada trabajador, justamente para asegurar el futuro de la organización. Para subrayar la dificultad que se encara en la gestión de los subordinados, se decía que las personas son complicadas, tienen sexo, edad y carácter. Me pareció que se olvidaba algo. Si percibimos a las personas como tales, entonces habría que hablar también de inteligencia, conocimiento, creatividad, despliegue de posibilidades y metas… La complejidad del ser humano ¿nos lo recordaba Csikszentmihalyi en “Fluir”? creció con la evolución, con la capacidad de pensar y sentir, con la aparición de diversas formas de entropía psíquica que hoy nos inquietan. Pensé que sexo, edad y carácter tenía, por ejemplo, mi gata, como también los bueyes aquellos (aunque en este caso, disminuido tal vez el sexo). Aquello de la universalización de la incompetencia me generaba dudas, como también la asociada resignación que parecía mostrarse: Con estos bueyes hay que arar. Parecía querer decirse que los trabajadores son incompetentes, pero que son los que son y así hay que aceptarlo; que hay que gestionarlos en sintonía con esa realidad y guiarlos. Me costaba digerir esta especie de presunción de incompetencia. Así como se nos cuenta que los bueyes aquellos eran la excepción (los peores del valle), pensé que podía legítimamente verse a los subordinados incompetentes como excepción y no como norma.


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Se explica por qué acabé autodiagnosticándome cierta resistencia biológica a aquel meme. Ya saben lo de los memes: son unidades de información cultural que se transmiten o contagian con gran facilidad, salvo rechazos como el mío, no sé si relacionados a veces con la denominada disonancia cognitiva. Quizá estoy prevenido-vacunado contra determinados memes, no sé si desde que leí y escuché aquello de que el jefe-líder es aquel que logra que sus colaboradores quieran hacer lo que han de hacer. Ahora podría pensarse que, como los subordinados son incompetentes, si algo sale bien será porque su jefe sabe gestionarlos. (¡Pues claro!, habrá tal vez quien piense).

Pronto me llegó, desde luego, el recuerdo del conocido Principio de Peter (Laurence J. Peter). Como se sabe, viene a decir que, en las organizaciones, los individuos van escalando niveles jerárquicos hasta alcanzar su nivel de incompetencia. Creo que, sin dejar de admirar a muchos directivos ejemplares, algún fundamento podría conservar este principio y no cabe preterirlo. De modo que tal vez habría, pensé, tanta incompetencia en los jefes como en los trabajadores (quizá más, quién sabe), y de peores consecuencias. En el caso de los directivos, se diría que la economía parece traerles nuevas funciones, y quizá no siempre se les debería ver como modernos capataces, sino más orientados a una gestión estratégica, atenta a los cambios necesarios, al mercado, a los vaivenes de la economía, a la sinergia organizacional, al aseguramiento de la competitividad… No sé si todo esto se hace siempre bien en los niveles jerárquicos correspondientes, pero Ginebra parece relacionar la incompetencia de los directivos con el desacierto en la gestión de las personas y, si este es el caso, parece situarlos también en


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la categoría de los semovientes. La receta para gestionar de modo acertado, en el libro. Me preguntaba yo si la mayoría de los directivos se decanta por una imagen de trabajadores como la que se nos presenta (quizá sí), o si les atribuiría, más deseablemente, suficiente dosis de competencia, compromiso y responsabilidad, como para encomendarles el logro de resultados y darles protagonismo. Quizá el comportamiento de los subordinados tienda a aproximarse a cómo son percibidos ¿pensé yo?, y tal vez podía resultar más positiva, en algún caso, la presunción de competencia… La comunicación jerárquica me parecía más gratificante y efectiva desde la mutua presunción de competencia. Sería, en el fondo, aquello de las teorías X e Y. Ambas creencias eran legítimas ¿la de los trabajadores que necesitaban un capataz, y la de los que deseaban controlarse a sí mismos tras metas convenidas?, como legítimas decía verlas Douglas McGregor hace justamente 50 años (aunque diríase que se alineó con la segunda y quizá con algo de fundamento). Seguramente las circunstancias se imponen en cada caso; sin embargo, la economía del saber parece dibujarnos trabajadores expertos que esperan poder aplicar sus conocimientos con cierta libertad, y asumir responsabilidades. Peter Drucker nos dejó descrito un completo perfil de estos knowledge workers. Puedo estar equivocado y además cada empresa es única, pero tal vez hay ya ¿cada día más? bastantes trabajadores en cuya actividad no podrían ser sustituidos por sus jefes, y no sé si, en cualquier caso, competentes o incompetentes, celebrarían la alegórica referencia elegida de los bueyes del tío Pedro, como igualmente el ser gestionados a base de reprimendas y, en su caso, premios o castigos. Bienvenidas sean, empero, las correcciones cuando generen mejoras sensibles, y más si el trabajador las agradece e incorpora a su acervo. No sé si están previstas también las correcciones hacia arriba, cuya necesidad no habría que descartar. Sí se viene, desde luego, hablando desde hace años del feedback ascendente, algo que suelen provocar los mejores directivos. En definitiva, puede resultar útil la presunción de incompetencia y la idea del jefe-maestro que nos propone el autor, aunque, dada la unicidad de


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la cada organización y el avance de la economía del saber, podría resultarlo más, en algún caso y si el lector asiente, la presunción de competencia y una orientación más estratégica del esfuerzo gestor. Sin duda todos hemos de aprender continuamente; pero, si puede decirse que lo hacemos porque somos incompetentes, asimismo podría decirse que lo hacemos para mantenernos competentes en suficiente grado. Me decía una vez un colega en tono coloquial: Mi jefe es muy presumido, presume de competente y a la vez presume mi incompetencia; no la comprueba, la presume.

Competencias y contracompetencias Desearía referirme ya al competency movement, que ?lo recordaré brevemente? llegó a nuestro país en el escenario finisecular, en los años 90. A partir de aquel interesante artículo de David McClelland (en 1973, pocos años después de publicarse El Principio de Peter), y de posteriores y decisivas aportaciones de este y otros autores, se pensó que cada puesto de trabajo requería ciertas competencias (conductas observables), y que, si no se mostraban en suficiente grado, habría que desarrollarlas hasta llegar a ser aceptablemente competentes, o asumir la incompetencia. Richard Boyatzis, por cierto, incluía una positiva, optimista, consideración de los colaboradores (positive regard) como característica destacable de los mejores directivos; directivos que seguramente confiaban en sus subordinados. El lector recordará también que el interés por la inteligencia emocional tomó impulso con este movimiento, y que pronto se extendió por las empresas la denominada “gestión por competencias”, incluida la selección y formación por competencias. Los individuos, directivos o trabajadores, debían contar con los conocimientos, habilidades, facultades, fortalezas, actitudes, creencias, valores, comportamientos… que su puesto demandaba, y muchas grandes y medianas empresas comenzaron a definir sus diccionarios o directorios de competencias; desde luego, el desarrollo de directivos se impregnó de la nueva corriente.


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No diría yo que se acertara siempre en la idónea definición de las competencias de cada puesto ¿temo que a menudo se puso más atención a las herramientas que a la doctrina?, pero sin duda se perseguía la máxima competencia de todos, y nuevos cursos y seminarios surgieron, como también se observó un impulso del coaching para ejecutivos y directivos; milenaria práctica esta, por cierto, que pronto se intentó asumir por coaches de cuestionable experiencia, lo que parece que ha acabado lamentablemente desacreditándola. Todo esto recordará el lector. Puedo añadir un recuerdo personal que no sonará digresivo. Hace casi diez años, el jefe de mi área era un joven directivo, casi recién ascendido, que decía ser quien más sabía sobre gestión por competencias, y me daba lecciones particulares, en su despacho, para que yo diseñara un curso por ordenador sobre el tema. Yo escuchaba interesado y atento, pero interpreté que él sabía mucho de herramientas de gestión por competencias, y tal vez no tanto de competencias, que es un mundo muy complejo y dado a subjetividades. Quizá fue para aquel curso, el caso es que llegué a hacer, sin pretensiones, mi particular despliegue de facultades cognitivas y fortalezas intrapersonales, pensando tanto en los trabajadores expertos como en los directivos. Es ciertamente complejo el despliegue y análisis de competencias requeridas para un puesto específico, como compleja es la sanción de la competencia del individuo que lo ocupa, más si median intereses. En la evaluación se viene imponiendo el criterio del jefe, pero, entre otros comentarios que ahora haría, digamos que también hay jefes que obligan a prevaricar a actuar contra la conciencia profesional a sus subordinados, ya sea por mera ignorancia, o por mor de urgencias o prioridades. La competencia en general, la profesionalidad no es siempre un valor que se imponga sobre la sumisión. Dada la frecuente subjetividad, no sorprendería que un jefe viera a un trabajador más competente que a otro, simplemente porque es más sumiso. Puede, sí, que la obediencia se valore a veces más que la inteligencia, como también la complicidad más que el compromiso. Pero, aparte de la pronta neutralización de posibles incompetencias (para aproximarse a la situación ideal), hay otro elemento que deseaba


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aportar a la reflexión, y que también podría resultar útil en la intención de ser más efectivos cada día. Yo lo he llamado otras veces anticompetencias o contracompetencias, pero elija el lector la etiqueta más idónea, que mi léxico es particular y cuestionable. No me refiero a buscar en alguien las actuaciones o conductas deseables para el puesto y no hallarlas en grado satisfactorio (lo que se relacionaría con la incompetencia), sino a encontrar en alguien conductas visibles, y aun cotidianas, pero no asociables a las funciones específicas del puesto; conductas posiblemente obstaculizadoras, antes o después, en la persecución de los mejores resultados. Apunto, sin ánimo de llevar razón sino de llevar a la reflexión, a ciertos obstáculos endógenos (que también los habrá exógenos) entre la teórica competencia y los mejores resultados. En efecto, quizá no encontramos siempre la deseable continuidad entre la competencia-capacidad que atribuimos y el resultado perseguido. José Antonio Marina habla de una especie de hiato que separa la inteligencia del pensar-sentir, de la de llevar a cabo y generar resultados. Enfocando nuestro escenario, pondré ejemplos para que elija el lector la etiqueta más apropiada. Algunos directivos podrían presentar, en su ejercicio profesional, conductas relacionadas con: • • • • • • • • • • • • • •

Un culto excesivo al ego. El imperio de la autoridad sobre la racionalidad. El recurso a la mentira como herramienta de gestión. La percepción de los trabajadores como prolongaciones de uno mismo. El rechazo a las críticas y la presunción de infalibilidad. Una insaciable sed de reconocimiento. La falta de respeto a los trabajadores. La codicia de dinero o poder. Una excesiva complacencia ante logros pasados. La tendencia a la rutina y la corrupción. Un mayor empeño en aparentar que en ser. El aferramiento a errores estratégicos o tácticos. Cierta adulteración de las metas. Una desconexión con la realidad interior y exterior.


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Efectivamente, hay algunos directivos incapaces de permitir que, en un momento dado, un subordinado brille más que ellos, y pueden ser capaces de evitarlo a costa de los resultados, a costa de la verdad… a toda costa. Warren Bennis decía no conocer a ningún ejecutivo que no estuviera convencido de que su cabeza era mejor que todas las demás juntas… Es como si para pensar estuviera el jefe, y los subordinados, para obedecer. Pero no me detendré en cada uno de los elementos de la lista: el lector sancionará el riesgo que conlleva cada uno de ellos (contracompetencias, incompetencias, defectos, vicios, trastornos…) cuando se deja ver. En una evaluación de competencias para un determinado puesto, un directivo podría ser tenido por competente, y sin embargo esconder alguno (o varios) de estos rasgos y otros. Se podría seguramente extender la lista, porque estos pecados capitales son más, y no parece haber mucho propósito de enmienda. La toma de decisiones ¿y así el éxito o fracaso? puede verse afectada por estas contracompetencias, como asimismo por incompetencias que apunten, por ejemplo, a falta de conocimientos, de visión de futuro, de capacidad de análisis y síntesis, de perspectiva sistémica, de dominio personal, de rigor conceptual e inferencial, de integridad, de energía psíquica, de creatividad, de habilidades informacionales, conversacionales, relacionales, etc.

Quizá detrás de no pocos fracasos sonoros pueda esconderse alguno de los rasgos a que me estoy refiriendo. El hecho es que convendría seguramente evitarlos o minimizarlos. Creo, sí, que hay más peligro en los directivos que en los trabajadores, aunque en todos nosotros puedan ciertamente darse estos rasgos no deseables, que, según el caso, habrá quien explique, relacione o vincule con el estrés, la ansiedad, los genes y memes, la mala digestión de éxitos tempranos o fracasos recientes…


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Compleja la cosa, pero caben en verdad consideraciones y matices al hablar de competencia e incompetencia y enfocar a resultados. Al respecto, yo les recomendaría el libro “La inteligencia fracasada”, de José Antonio Marina, aparte del ya mencionado de Gabriel Ginebra, este último para el caso de que se sientan directivos-maestros, rodeados de incompetentes. Pero no olviden reflexionar sobre lo que leen ¿incluidos estos párrafos míos?, y desplieguen siempre su pensamiento crítico. Ya saben que el pensador crítico no es el que busca errores o fallos, sino el que busca verdades o mejoras; no es el que cree tener buen juicio, sino el que desea tenerlo; no es el que presenta una actitud negativa, sino exploratoria; no es el que da por buenos sus modelos mentales, sino el que cuestiona sus propias creencias y valores.

Supercompetencias También cabría hablar, desde luego, de competencias especiales o supercompetencias, no solo para apuntar a la competencia en grado sobresaliente, sino también para introducir nuevos elementos. Al parecer, un trabajador supercompetente puede correr mayor riesgo que el incompetente, especialmente en entornos de mediocridad militante; en algunas empresas, quizá no debería mostrar nunca más conocimientos que su jefe, ni, por supuesto, brillar más que él. Asimismo, el directivo supercompetente ha de procurar, por prudencia, no parecerlo más que su superior jerárquico; pero sigamos. Hay al menos una facultad especialísima ¿la joya de la corona?, que puede darse en todos los seres humanos (y no humanos, diría yo): la intuición genuina. Hay personas especialmente intuitivas. Algunas (los directivos, pero no todos) tienen libertad para escuchar sus intuiciones y tratar de conciliarlas con la razón, y otras (trabajadores y también muchos directivos) han de poder explicar racionalmente todo lo que hacen, con lo que pueden verse obligados a renunciar a sus intuiciones, o buscar un poderoso que las escuche con interés. De modo que, en la práctica, la intuición parece reservarse para altos ejecutivos, o para asuntos menores, del ámbito local de cada individuo. Pero yo diría que, si es genuina, si la sabemos distinguir de la falsa intuición, entonces es oro.


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El liderazgo bien entendido (tras metas ambiciosas y atractivas, a las que se acabe llegando para satisfacción de todos) sería asimismo una macrocompetencia y una supercompetencia del directivo-ejecutivo; pero no así el liderazgo que se enfoque únicamente a la motivación de los supuestos seguidores, tras unos resultados cada año más frustrantes. Quizá, en vez de contemplar un liderazgo catalizador de la mejor expresión profesional del capital humano, encontramos a menudo un liderazgo capitalizador de los esfuerzos desplegados por los recursos humanos. Esto último puede estar generando una sensible inhibición del potencial ¿que podría ser interpretada como incompetencia?, pero se diría, si el lector consiente, que el liderazgo catalizador hace milagros. Mensajes finales El libro de Gabriel Ginebra ?cuya información ofrecida en Internet me llevó a estas y otras reflexiones? podía ser uno más, quizá especialmente ameno y útil para no pocos lectores; pero, en el prólogo que podía leerse, se hablaba de una corriente de pensamiento, de un movimiento, pendiente de estructuración formal, que ha sido calificado como Escuela Española de Management; de un movimiento protagonizado por destacados autores, incluido Ginebra, casi todos encuadrados en exclusivísimos clubs de profesionales en torno a Top Ten Business Experts. Me preocupa que la generalización de la incompetencia y la alegoría de los bueyes formen parte de la referida corriente de pensamiento, a la que también parece pertenecer aquello de que el jefe-líder es aquel que logra que sus colaboradores quieran hacer lo que han de hacer. Efectivamente, legítimas son las creencias del tipo X, pero quizá las del tipo Y resulten más idóneas en la economía emergente del saber y el innovar, la del capital humano, la del mercado global. Determínelo el lector, en sintonía con sus realidades circundantes. En definitiva, siendo tan difíciles de gestionar, lo mejor es preparar las cosas para que los trabajadores se autogestionen en la mayor medida posible, y quizá también en la tarea del aprendizaje permanente. Sabemos que los trabajadores del saber, aparte de seguir los cursos (de modesta efectividad según algunas encuestas) que su empresa orquesta, se dan al aprendizaje informal y autodidacta; pero, quién sabe, podrá ocurrir que el mérito por sus conocimientos se reparta. Se reparta


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entre los responsables del área de formación y los jefes-maestros. Y si los trabajadores trabajan bien, entonces será, tal vez, el área de calidad la que eleve la voz reclamando el mérito. Catalizar, sí, y no tanto capitalizar. Si hurtamos protagonismo al trabajador, probablemente inhiba competencias; si le decimos qué ha de hacer y cómo, tal haga eso y solo eso. Parece ser que, en el rodaje de La vaquilla, Adolfo Marsillach preguntó a Berlanga cómo quería que hiciera una determinada escena; éste, para sorpresa de aquel, respondió: “Bien”. No hacía falta más. No hace falta añadir que Marsillach estuvo espléndido, como el resto de actores, y como todos los actores de las películas de Berlanga, incluidos los extras. No digo que el ejemplo sea directamente trasladable a la empresa, pero sí que quizá conviene dejar hacer; que quizá conviene partir más a menudo de la presunción de competencia. En su caso, creo que las incompetencias de un trabajador se pueden curar antes que las contracompetencias o incompetencias de un directivo, y que los expertos en inteligencia organizacional aconsejan tender a la autogestión (hablan también de empowerment) de cada trabajador cualificado, tras metas convenidas. Con todo, no se trata ya solo de que los directivos catalicen la materialización del potencial de las personas. Se trataría, tal vez, de que los directivos asumieran ¿si no lo estuvieran haciendo ya, y oportuno pareciera? el papel de contenido estratégico y sistémico que parece demandarles la economía global, más allá de enseñar, corregir, premiar, o castigar a sus subordinados; se trataría de que sean plenamente competentes en las funciones que la situación les demande, para salvaguardar la prosperidad de las empresas. Gracias por su atención, ya se alineen con un ejercicio de la dirección en que impere la confianza en las personas, o lo hagan con un ejercicio que apueste por la vigilancia o control. Lo importante es acertar cuándo resulta más idóneo uno u otro. En cualquier caso, la dirección parece más compleja cada día y se ha de resultar competente tanto en la gestión de las personas como en el resto de funciones, individuales o generales, en su caso asignadas. Quizá necesitamos enfocar mejor el significado de


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“ser profesionales competentes”, y tratar de serlo todos en suficiente medida, jefes y subordinados.


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