Historia de Popea

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Historia de Popea José Morales Jiménez

Cuento parido en el verano de 1996, hecho mayor en el otoño del mismo año y definitivo en la primavera de 1998 en Churriana de la Vega (Granada).

Diseño y maquetación: José Morales Jiménez Editado por Taller del Sur Comunicación


Historia de Popea

JosĂŠ Morales JimĂŠnez Granada



Àlvaro dormía y yo ilustraba nuestros sueños.



Historia de Popea

HISTORIA DE TOM Nadie sabía a ciencia cierta cuándo sucedió lo que se va a narrar, ni estaba claro cómo se desarrolló la historia. En el pueblo circulaban varias versiones sobre lo ocurrido y los más ancianos no habían nacido en la época de los hechos; sólo recordaban que sus padres se lo contaron cuando eran pequeños, pero advirtiendo siempre que la historia que contaban ocurrió siendo niños y no estaban seguros de que los pequeños detalles fuesen del todo ciertos. A pesar de todo, en el pueblo estaban orgullosos de su héroe local aunque nadie acertara a dar detalles como el nombre o los apellidos de tan peculiar personaje. Los vecinos de la comarca acudían periódicamente al pueblo por motivos muy diversos y, aunque nadie lo reconocía, en el fondo, casi todos pretendían escuchar in situ y de primera mano alguna versión de la increíble historia, con el ánimo oculto de convertirse en transmisores de segunda o tercera mano de cara a la poca gente que aún no tenía noticia de ella, sobre todo los primos, sobrinos, hijos, nietos y conocidos de más corta edad. Además de escuchar la historia con fingido desinterés y pretendida incredulidad, todos los forasteros acudían al Parque del Queso. En el fondo, el parque no ofrecía nada especial a los visitantes, pero todo el mundo acababa estampando su figura en alguna foto que invariablemente ofrecía, además de la suya propia, la imagen de un enorme nogal de arrugadísimo tronco en cuyo interior se podía ver un hongo de considerable tamaño y extraño color. Tampoco había nadie capaz de explicar con seguridad si el Parque del Queso era el lugar exacto donde comenzó la historia del héroe de Popea, que así se llamaba el pueblo, pero, desde hacía algo más de cien años, así se había considerado y así se había transmitido la historia desde siempre. Sin que nadie supiese decir por qué, ninguna persona había registrado la historia por escrito, tal vez para evitar que con ello se aniquilara el aroma de leyenda de que gozan -7-


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las historias transmitidas de boca en boca y versionadas una y mil veces cuando alguien las narra y alguien las escucha. Quizás ésta era la clave del vigor y la fuerza que tenía esta historia un siglo y pico después de ocurrida. Tom había visto algunas fotografías en el álbum familiar pertenecientes a sus padres, tíos y abuelos con un denominador común: en todas aparecía un enorme nogal horadado en la base de su tronco con un curioso ejemplar de seta en su interior. Lo que más le llamaba la atención era que, por más que mirase, la seta era exactamente igual en todas las fotos a pesar de que entre la más reciente y la más antigua había una diferencia de doce años según le había informado su madre. De hecho, ésta no reparó en el detalle hasta que Tom se lo preguntó y se lo hizo notar. En un principio no le concedieron mayor importancia, pasando de la idea de exactitud a la de gran parecido a través de consideraciones lógicas para ellos, tales como la calidad desigual de las fotos y la similitud existente entre los miembros de una misma familia de setas. Para nada se detuvieron a pensar en otras explicaciones que implicaran la complicidad de algún factor considerado poco científico. Tom tenía muchas aficiones, entre ellas la de hacer largas excursiones en bicicleta. Algunas veces las excursiones se prolongaban más allá de la noche previo aviso en casa, pero nunca lo hacía más de dos noches seguidas. El verano era la época más propicia para las excursiones por la duración más prolongada del día y la despreocupación que ofrecía la ausencia de clases. Con todo, no conocía ningún verano sin estudio, a pesar de su inminente ingreso en la universidad, porque cada año alguna asignatura se escapaba de su control. Aquel curso «sólo» se le habían descontrolado dos asignaturas. Faltaban dos días para el comienzo de la feria de su pueblo y, como siempre, ya tenía pensada una excursión que le permitiría huir de la bulla de la feria. Sencillamente, nunca le habían atraído las fiestas y, con el paso de los años, iba notando que la inicial apatía se iba convirtiendo en un -8-


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rechazo casi frontal. Por eso, ni en su casa ni entre sus amistades extrañó el anuncio de su partida prevista para el sábado a nada que comenzase a clarear el cielo. Tampoco extrañó el hecho de que partiese hacia Popea, pues era habitual que la gente acudiera a este pueblo como ha quedado dicho al comienzo. Lo que sí llamó la atención de sus amigos fue que el motivo expreso de su viaje fuese ver de cerca la seta del nogal del Parque del Queso. Tom no improvisó ningún pretexto para el viaje como hacían todos, sino que dijo que se iba a ver la seta, sin más. Poca gente se mostraría comprensiva ante 45 km. de pedaleo y la ausencia de la feria para, simplemente, contemplar una seta. El plástico de la mochila resbalaba rítmicamente sobre la camiseta empapada y en ambos hombros había una zona marcada por el dolor y el escozor producidos por los dos colgantes de plástico acolchado. Era lo que más temía Tom antes, durante y después de sus viajes veraniegos. Los días que acudía a la piscina solía mostrar dos tiras rojizas en su piel que partían de los hombros y se difuminaban en la zona comprendida entre las clavículas y el pecho. Por su tonalidad casi se podía adivinar el tiempo transcurrido desde su último viaje. A la una se detuvo en una alameda cercana al río para descansar, comer algo (así aliviaba el hambre y el peso de la mochila), bañarse, pasear y esperar a que el sol comenzase a declinar. A las cinco y media reemprendió la marcha con energías renovadas. A las siete divisó por primera vez las casas blancas y azules de Popea desde la cima de un cambio de rasante de la carretera. A las ocho y veinte se bajó de la bicicleta y, con pasos de autómata, enfiló lo que era la primera calle del pueblo. Preguntó por el Parque del Queso y dos ancianos señalaron a su espalda sin despegar los ojos de aquel ciclista parecido a los que salen por televisión en las grandes carreras. Tom giró su torso y vio una señal de tráfico marrón en la que se leía el nombre del parque precediendo a una flecha oblicua que señalaba el camino a seguir. Esbozó una mueca mezcla de sonrisa y rubor mientras agradecía la valio-9-


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sa información que los ancianos le acababan de dar. Acto seguido montó en la bici y lentamente se perdió por una esquina mientras los informantes prendían sendos cigarros con uno de esos mecheros de yesca que se usaban antiguamente. Un nuevo letrero le hizo cambiar de dirección en una esquina, y un tercero le sacó de dudas en el punto medio de la «y» griega que formaban dos nuevas calles. Justo en la intersección de ambas, una papelería le ofrecía desde su escaparate distintos modelos de carretes fotográficos. Encadenó la bici al poste de la señal por lo que pudiera pasar y entró en la tienda. La dependienta que le atendió no era la habitual porque, de haberlo sido, no hubiera tardado tanto en ver los carretes que se encontraban justo a sus espaldas, ni hubiese tenido que buscar el precio en el albarán aparecido en el interior de un mugriento archivador que había en el mostrador junto a la caja registradora. Tom pagó, recogió el carrete y el dinero de vuelta, se despidió y salió de la tienda mientras la muchacha miraba con curiosidad su indumentaria. La calle era una cuesta empinada y, un metro antes de coronarla, pudo comprobar que con la cuesta acababan calle y pueblo a la vez y comenzaba un camino de tierra y grava y una hermosa arboleda. El poco sol que le acompañó durante la travesía del pueblo, dejó paso a una oscuridad clareada por el cielo aún azul que se filtraba a través de las copas de los árboles. Avanzando entre los árboles con lentitud, se iba acercando a una explanada libre de álamos y poblada solamente por tres hermosos ejemplares de nogal que bajo sus copas ofrecían un acogedor espacio donde instalar el leve iglú que le servía de cobijo durante las noches que pasaba en el campo lejos de su casa. Con prisa, sacó todos los pertrechos que portaba en su mochila y empezó a montar y fijar el iglú en el suelo. Inmediatamente anudó una cuerda en la rama de uno de los nogales y de ella colgó su pequeño farolillo a pilas, pues la oscuridad comenzaba a entorpecer su actividad. Al cabo de cuarenta minutos, estaba todo preparado para pasar la noche. -10-


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El sol había dejado paso a una bóveda azulada cubierta de minúsculas estrellas que brillaban iluminadas por una potente luna. Tom comprobó que la luminosidad de la noche le permitiría dar una pequeña vuelta por los alrededores de los nogales, siempre y cuando no se internara en la alameda. Ató la bicicleta en el bucle que formaba una raíz sobresaliente del suelo y comenzó a caminar en la dirección opuesta al pueblo acompañado por los cantos de los grillos y el lejano rumor de las aguas de un pequeño y cercano río. Miró su reloj y comprobó que el tiempo había pasado más rápidamente de lo que su sentido le indicaba. Eran las doce y cuarto cuando llegó a la tienda de campaña y de su interior sacó un bocata y una lata de refresco que se zampó mientras contemplaba las estrellas y la luna. Acto seguido se metió en la tienda y cerró la cremallera. Tom se despertó sobresaltado sin saber por qué. Desde la tienda no se escuchaba ningún ruido en absoluto. Tampoco se veía absolutamente nada. Miró la esfera fosforescente de su reloj y vio que eran las cinco y diez. En ese momento su mente se iluminó y supo que el silencio reinante era lo que no encajaba. Con sigilo, agarró firmemente la linterna y, con mucha lentitud, descorrió la cremallera de la tienda. Salió por la abertura y, agachado, encendió la linterna de golpe iluminando hacia el horizonte. El haz de luz iluminó a alguien que yacía en el suelo a pocos metros de los nogales, cubierto por una especie de manta. Sin dejar de iluminar, fue acercándose con todos los músculos tensos, preparado para cualquier eventualidad. El bulto se movió un poco, lo suficiente para que él se quedase casi petrificado y acertase a decir con voz temblorosa «hola». Recobró la tranquilidad cuando el cuerpo yacente se giró y le permitió comprobar que se trataba de un niño de unos ocho años. Fue acercándose hacia él hasta que la proximidad le permitió ver los rasgos de la cara de aquella persona. El tono de la voz que escuchó era totalmente diferente a todas las que había escuchado hasta entonces, pero lo más impresionante eran las facciones que presentaba aquel personaje: el brillo de los ojos, la comisura de los labios y la forma y el color de los pómulos eran la viva representación -11-


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de la inocencia; la frente era casi descomunal, pero no grotesca; los cabellos tenían un aspecto estropajoso, pero transmitían una sensación de suavidad aún desde la lejanía y la oscuridad. Tom estaba sobrecogido ante un personaje que se le mostraba de una manera afable y que no daba lugar a impulsos tales como el miedo. Antes de que hubiera dejado de examinar aquellos rasgos, el personaje comenzó a hablar con su indescriptible voz y una inexplicable relajación se fue apoderando de su cuerpo y de su espíritu. La voz comenzó a hablar con monotonía mientras los ojos se le iban cerrando a Tom y en su cerebro se proyectaban, como si de una película se tratase, las imágenes que la voz iba dictando.

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PARTE I

El cuento Corrían malos tiempos para la humanidad y aquella tierra estaba sumida en una profunda depresión. En los hogares dominaban la tristeza y el llanto, tanto de los niños como de los mayores. De las chimeneas ya no salía humo y en los huertos de las casas sólo había polvo y menudos arbustos secos sin hojas que rodaban empujados por el viento. Los talleres tenían sus puertas cerradas; la panadería llevaba ya meses sin producir nada de pan; en los corrales ya no había ganado; de la fuente de la plaza no salía ni gota de agua... Este era el panorama que se dibujaba en cada rincón de cada calle de esta ciudad. Desde hacía más de diez años, el clima había cambiado bruscamente: altísimas temperaturas diurnas; bajísimas temperaturas nocturnas; diez años sin apenas llover; las noches eran notablemente más largas que los días... Así estaban las cosas cuando en casa de don Marash la desesperación hizo que éste y su mujer urdiesen una treta para que sus hijos se alejasen de aquel ambiente pensando que quizás la fortuna o la misma separación de ellos remediarían de alguna forma la situación para sus pequeños. Día tras día, don Marash y su mujer relataban a sus hijos una fabulosa historia sobre unas tierras no muy lejanas en las que la alegría, la opulencia, las riquezas y el bienestar de sus habitantes hacían de ellas el punto de llegada de numerosas personas que huían de ciudades como aquella en la que ellos sufrían. -13-


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Día tras día, los pequeños escuchaban con ilusión la historia de muchos personajes que habían llegado al dichoso país y para los que acababan las desdichas nada más traspasar sus fronteras. Don Marash era consciente de que engañaba a sus hijos, pero la felicidad que parecía dibujarse en sus rostros mientras escuchaban le animaba a seguir mintiéndoles. Un día tras otro, los niños preguntaban a sus padres por los detalles más insospechados acerca de tan fabuloso lugar. Sobre la marcha, Don Marash y su señora iban improvisando las respuestas y trataban de archivarlas en su memoria para que las posibles contradicciones no les traicionaran y sus hijos siguiesen pensando que el país de la opulencia y la alegría no era un cuento. De esta manera, los infantes supieron que el país quedaba en dirección norte; que durante las largas jornadas que duraba el viaje eran innumerables los peligros que acechaban a los que se arriesgaban; que si se viajaba de noche el camino parecía bastante más corto que durante el día; que en ocasiones uno creía ver caminos que no existían en la realidad; y, sobre todo, que al llegar al bosque de los troncos era imprescindible no equivocarse de senda y seguir la única en la que durante el día no caía el sol directamente sobre los viajeros. La imaginación de los críos les suavizaba un poco el ambiente de infelicidad que se respiraba en la ciudad, y el anhelo de una vida como la que aparecía en las historias que sus padres les contaban hicieron que la mente del mayor empezase a maquinar un largo viaje hacia el país de los cuentos. Durante semanas, el chiquillo fue haciendo cálculos de los días que podría tardar en llegar, de las cosas que necesitaría para el viaje, de los instrumentos que le podrían ser útiles e imprescindibles y, lo que más le retenía, de lo mal que lo podrían pasar sus padres y hermanos cuando supiesen de su marcha. Llegó un día en que tenía preparados dos hatillos guardados en absoluto secreto en el desván que un día sirvió, hace muchos años, de palomar. En el primer hatillo guardaba un viejo y arrugado mapa del país al que faltaba un trozo; un mohoso artilugio redondo con letras dibujadas y -14-


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una flecha que siempre señalaba hacia el mismo sitio (su padre le había contado que se lo cambió a un buhonero por una gallina en la creencia de que era un objeto mágico); un cuchillo de monte pequeño con una funda de piel de buey; una redoma forrada de cáñamo con una tira de cuero para colgar en el hombro y, por último, una torcía con dos yescas. En el segundo hatillo guardaba ropa de recambio y una piel de borrego del tamaño de un mantel. Junto a los dos hatillos tenía un pliego de papel enrollado y atado con un cordón. Esa misma noche, mientras todos dormían, el pequeño Tambali se alejó con un rápido caminar sin volver la vista atrás. Un largo palo cruzado sobre sus hombros le hacía más cómoda y llevadera la carga de los hatillos. De esta manera desapareció en el oscuro horizonte de la noche, por supuesto en dirección Norte. En el desván quedó el rollo de papel atado por el cordón. Tambali, a pesar de la oscuridad reinante, reconoció el primer tramo del camino recorrido. Después prosiguió, camina que camina, siguiendo el trazado que le proponían dos pequeñas zanjas entre las cuales discurría lo que se le había antojado que era la pista de tierra por la cual se desplazaban los carros cuando entraban o salían de la ciudad. No tenía tiempo de pararse a reflexionar, pues pensaba que en cuanto lo echaran de menos en casa organizarían una partida de búsqueda. No sabía el tiempo que había transcurrido desde su partida cuando el cielo comenzó a iluminarse lentamente. Esa claridad le indicaba que estaba amaneciendo. Sus pasos eran cada vez más lentos y no precisamente por cansancio, sino porque la luz le mostraba un paisaje totalmente desconocido. Empezaba a tener la certeza de que estaba muy lejos, más lejos de lo que nunca había estado de su casa, pero no lo suficiente como para que una partida de hombres de la ciudad no pudiesen encontrarlo. Pensó que debería continuar caminando hasta que la noche volviese a caer. -15-


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El sol se clavaba sobre todo su cuerpo y el sudor hizo actode presencia en su frente, sus manos y sus hombros sobre todo. La vista se le perdía en el horizonte sin que se atisbara ni un solo árbol a lo largo del camino. Se ató un trozo de tela sobre la cabeza y siguió caminando con la vista fija al frente. Un poco más adelante y a la derecha del camino, el terreno empezaba a elevarse hasta formar una colina cortada en vertical justo por la ladera que daba a la senda por la que caminaba. Al ver que la roca proyectaba una sombra, aceleró el paso hasta llegar a ella. En ese momento se paró y descargó los hatillos. De uno de ellos sacó el viejo mapa y lo desplegó en el suelo para estudiarlo. Las líneas trazadas sobre el papel no le decían mucho, ya que sólo identificaba el punto que había sobre el nombre escrito de su ciudad. Encima de ese punto había dibujada una gruesa línea sobre la que estaba escrita la palabra río seguida de un nombre. Esto le hizo suponer que tarde o temprano encontraría un río y nunca en su corta vida había oído hablar de un río que estuviese próximo a su ciudad, así que, llegando al río, podía dar por sentado que estaría muy, pero que muy, lejos. Y sucedió que, tras caminar dos días enteros con sus noches y otro día hasta el atardecer, comenzó a llegar hasta sus oídos un sonido persistente que no le resultaba familiar. A medida que avanzaba, el ruido se iba haciendo más y más nítido hasta que la curiosidad le hizo acelerar el paso para llegar cuanto antes al lugar de procedencia del ruido. Detrás de unas altas cañas, pudo observar un gran caudal de agua que discurría sobre un lecho de arena y rocas: lo que escuchaba desde hacía un rato y en ese mismo momento era el río. Permaneció largo rato sentado sobre una gran piedra, situada a medio camino entre el suelo y el agua, observando el paso de ésta. De pronto vio algo que se movía bajo el agua entre las rocas y que, al llegar a una zona donde únicamente había pequeñas piedrecillas, identificó como uno de esos animales que de vez en cuando su padre compraba al buhonero y posteriormente comían en casa tras haberlo cocinado en el fuego. Pensó que, efectivamente, se trataba de un pescado. -16-


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Casi no se podía ya ver con claridad, pues el sol se había ocultado y el cielo iba tomando la tonalidad de la noche. Tambali se levantó y buscó un lugar propicio para dormir mientras su cabeza le recordaba que había comido poco durante los últimos días y que quizás mañana podría afrontar la tarea de coger alguno de esos pescados que hay en los ríos. Encontró una especie de cueva y en ella se tumbó; al poco rato estaba dormido, pero su cabeza no dejaba de darle vueltas al pescado y a la forma de cogerlo. Así permaneció hasta el día siguiente. El chapoteo del agua despertó a Tambali bruscamente y lo dejó inmóvil, apoyado contra la pared de la cueva, mientras notaba un sudor frío desde la nuca hasta las rodillas. Pensaba que podrían ser los hombres del pueblo. Por su mente pasaron tal cantidad de imágenes seguidas que no captaba ninguna en concreto: sólo el temor a haber sido descubierto y a que su aventura terminase tan pronto. Había pasado ya bastante rato sin que se oyese nada afuera. Del exterior entraba tal cantidad de luz que acertó a pensar que había dormido demasiado y que el ruido procedía más de sus sueños que del río. Pero no: el chapoteo se repitió con más fuerza y, esta vez, acompañado de un ruido parecido al gruñido de un animal. Asomado con sigilo al exterior, buscó con la mirada el origen de tan extraños sonidos. Primero a la izquierda sin resultado positivo; luego a la derecha. Allí estaba: un animal parecido a un perro con las patas sumergidas lanzaba dentelladas al agua sumergiendo el hocico y los ojos durante un breve instante. Al sacar la cabeza del agua se podía ver en su boca un pescado coleteando febrilmente. El animal lo sostenía así hasta que la cola del pescado dejaba de moverse y colgaba flácida de aquel hocico. En ese instante, un brusco giro de cuello lanzó el pescado hacia la orilla. El sonido emitido por las tripas de Tambali no se escuchó fuera de su cuerpo, pero fue suficiente para que éste se sentase con comodidad en el suelo y se pusiera a pensar en la comida. -17-


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Lo primero que pensó fue en la forma de espantar al pescador. Dicho y hecho: salió de la cueva a toda velocidad, lanzando agudos gritos mientras sus manos se movían amenazantes de abajo arriba como si no perteneciesen a su cuerpo. El animal saltó del agua a la tierra con agilidad y dirigió sus gruñidos hacia él. Tambali se inclinó con rapidez y cogió una piedra del suelo levantándola por encima de su cabeza con gesto agresivo. Amagó un lanzamiento y el animal corrió a toda velocidad en dirección contraria dejando entre las cañas y las piedras el producto de su frustrada pesca. El muchacho se acercó hasta los pescados y los examinó. Presentaban las marcas de las dentelladas y un saludable aspecto. Volvió con los tres pescados a la cueva y se dispuso a prepararlos como había visto hacer en su casa bastantes veces. Salió al exterior con los hatos y los pescados y se encaminó hasta un rellano del terreno provisto de la sombra que le proporcionaba un grueso árbol. Buscó delgadas ramas secas y algunas más gruesas con las que hizo un pequeño montón al que prendió fuego haciendo saltar chispas de la yesca sobre la hierba seca que había colocado bajo las finas ramas. Al cabo de un rato, las ramas más gruesas ardían produciendo un humo que subía hacia el cielo afinándose según ganaba altura. Allí mismo preparó los pescados, tal y como había visto en su casa, cortando con el cuchillo las zonas que presentaban marcas de dientes. Los ensartó en una rama afilada y los puso sobre el fuego no demasiado cerca de la llama. Pensó que era fácil cocinar, pero sabía que el gusto de aquel pescado era diferente al que había comido en casa. El sol no estaba muy alto. Tambali se sintió satisfecho de la comida y con energía suficiente para caminar durante todo el día y toda la noche. Cargó los hatillos sobre su espalda y comenzó a caminar después de cruzar el río saltando sobre tres rocas que sobresalían del agua y no estaban demasiado distantes entre sí. Al cabo de un buen rato, sintió que una gran pesadez invadía poco a poco su cuerpo y su boca empezaba a resecarse y a tomar un sabor un poco agrio. Buscó con la mirada y cortó una fina rama de un árbol -18-


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que se introdujo en la boca y fue chupando para aliviarse la sequedad. Pero la pesadez era cada vez más pronunciada. El camino que había encontrado poco después de cruzar el río, se convirtió de pronto en tres posibilidades a seguir. Buscó y halló un resguardo del sol bajo dos árboles cuyas copas se fundían como una sola y se sentó a descansar un rato y estudiar qué camino debería seguir. Como la pesadez no sólo no remitía, sino que notaba incipientes y leves punzadas en la barriga, sacó la redoma y tomó un trago del agua que había llenado en el río. Notó un alivio casi instantáneo y pensó que el tamaño de la redoma era casi ridículo, pues de un trago había consumido la cuarta parte. Era evidente la insuficiencia, pero los años de sequía le habían proporcionado suficientes recursos para calmar la sed sin necesidad de recurrir al agua. Con lentitud, sus ojos fueron cerrándose.

La rosa de los vientos No pudo precisar si había dormido o no. La situación del sol casi no había variado y seguía sintiendo el mismo calor, pero la sequedad de la boca había remitido y las punzadas se habían cambiado por un malestar que le obligó a aliviarse el vientre con rapidez, agachado lejos de la sombra en la que descansaba. Cuando volvió a recostarse en el tronco más inclinado, sacó el viejo mapa y comenzó a mirarlo detenidamente. Los trazos que representaban montañas, ríos, ciudades y hasta arboledas, estaban enmarcados por gruesas líneas rectas unidas por sus extremos formando un rectángulo; a la mitad de cada uno de los márgenes aparecían unas letras de cuidada caligrafía: N en el de arriba, E en el de la derecha, O en el de la izquierda y S en el de abajo (supuso que se trataba de una S pues el trazo no estaba completo por faltarle un trozo al mapa). Con la mirada buscó el punto que representaba su ciudad y trató de seguir una imaginaria línea hacia el río y -19-


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desde éste hacia el lugar en que se encontraba. Siguió varios caminos imaginarios desviando la línea un poco hacia la derecha y luego hacia la izquierda. El punto del río al que llegaba cada vez no presentaba nunca un camino hacia la N que se dividiese en tres más adelante. Es más, siguió el recorrido del río en el mapa y no encontró ninguna encrucijada. Pensó que tal vez el mapa no era correcto, o que los caminos habían surgido en tiempos posteriores a su elaboración, o, simplemente, que la encrucijada no era tan importante como para aparecer dibujada en él. A pesar de que su organismo se encontraba en mejor estado que cuando caminaba, se notaba cansado. Guardó el mapa y se arrellanó en el suelo, sobre la hierba, intentando dormir un poco mientras en su mente se reproducían las cuatro letras de los márgenes. Al despertar, el sol estaba muy abajo, casi a punto de perderse en el horizonte. A pesar de ello se veía con claridad. Recogió sus cosas y se dispuso a seguir un camino eligiendo el del centro. El camino, o mejor los caminos, eran de tierra polvorienta y bordeados por una hilera de cizaña que los separaba del campo abierto. La poca luz de ese momento impedía ver cómo discurría la senda más allá de unos veinte pasos, lo que no fue obstáculo para que Tambali comenzase a andar con mayor ímpetu que durante los días anteriores. El descanso le había dado nuevas energías y sus pasos eran firmes, rápidos y acompasados. Mientras marchaba, comenzó a pensar en el significado o la utilidad de las dichosas letras que enmarcaban el mapa sin darse cuenta de que el lecho del camino era menos liso que cuando lo emprendió. La luna hacía un buen rato que había aparecido y la luz se había estabilizado bajo el brillo de las estrellas de una noche despejada. Después de caminar mucho rato, aparecieron frente a él las pardas siluetas de dos árboles cuyas copas se fundían sobre los troncos. Se encaminó hacia ellos y, cuando los tuvo a tiro de piedra, su cuerpo se estremeció, pues a medida que se aproximaba a ellos crecía en su interior la certidumbre de que se trataba de los mismos que le habían cobijado durante su sueño. Aceleró el paso, corrió, y, cuando -20-


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los tuvo delante, comprobó perplejo que se trataba sin duda de los mismos. No se explicaba lo ocurrido: después de tanto andar, estaba en el punto de partida. Pensó en ello durante unos instantes y llegó a la lógica conclusión de que el camino elegido era uno de esos caminos circulares que rodean algún lugar muy visitado en otros tiempos. Sonrió para sí mismo y decidió reemprender la marcha, seleccionando esta vez el que partía hacia la derecha. La lunafue ocultada momentáneamente por una leve nube casi transparente. Tardó poco en recobrar el ritmo que había mantenido durante el frustrado recorrido anterior y continuamente intentaba entrever los rasgos físicos del terreno más allá del camino. Sólo podía identificar las siluetas de algunas rocas, algún que otro árbol y bastantes matorrales de diversas formas, tamaños y espesores. Sonrió de nuevo al pensar que se había perdido de una manera tan tonta. Lo que alcanzaban a descifrar sus ojos no se parecía en nada a lo que había visto hasta entonces, por lo que supuso que esta ruta no se la iba a jugar como la anterior. En el cielo pestañeaban algunas estrellas, mientras otras más brillantes formaban caprichosos y extraños dibujos. Los claroscuros de la superficie de la luna se podían distinguir con una nitidez que pocas noches ofrecían. Tambali estaba contento y el ritmo de sus pasos seguía uniforme y no le producía cansancio. Sólo de vez en cuando sus pies se resentían tras pisar alguna piedra más grande de la cuenta o el resto de algún arbusto cortado que le desequilibraba o le hacía tropezar. Mientras miraba al cielo, seguía preguntándose acerca del significado de la N, la O, la E y la S. Se entretenía intentando formar alguna palabra con sentido combinando las letras en distinto orden: «NEOS», «NOES», «NESO», «SONE», «SENO», «ESNO», «ONSE»..., pero ninguna de ellas le decía nada. Más adelante, pensó en su familia, sus amigos, la gente de su ciudad, algún rincón de ésta... Su semblante se tornó un tanto sombrío y serio, pero no triste. Seguramente ha-21-


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brían organizado una de esas partidas de búsqueda, pero si no lo habían alcanzado ya era poco probable que lo hiciesen, pues él sabía que ninguna partida había buscado nunca durante más de tres días. Todos los pensamientos se interrumpieron de golpe. Su cuerpo quedó envuelto por un sudor frío. Sus pasos disminuyeron el ritmo hasta quedar parado. Los hatillos y la vara en que los transportaba se deslizaron desde su hombro hasta el suelo. Sus ojos permanecían fijos en un punto a lo lejos: dos altos árboles unían sus copas por encima de sus troncos. Había vuelto de nuevo al mismo lugar. Permaneció unos instantes clavado su cuerpo al suelo y clavados sus ojos a las copas de los árboles. El vuelo y el ruido de una lechuza le desclavaron ojos y pies. Con suavidad se inclinó y recogió los hatos devolviéndolos a sus hombros. Miró a derecha e izquierda y, tratando de hallar una explicación en el poco paisaje que se adivinaba alrededor, andó de nuevo por tercera vez hacia los árboles. Cuando estuvo bajo las copas, tocó los troncos como intentando descubrir algo sobrenatural en aquella madera viva que le permitiera dar una explicación a lo sucedido. Tras palparlos, soltó el hato en el suelo y se agachó como buscando algo. Efectivamente, la hierba aplastada junto al tronco más inclinado le proporcionó la certeza de que se trataba del mismo lugar, de los mismos árboles. El cielo comenzaba a clarear en el horizonte, lo que indicaba que lo único que había cambiado respecto a la tarde anterior era la hora. Y las estrellas del cielo que desaparecían lentamente. La luna ya había dado paso al sol en el cielo y Tambali aún estaba conmocionado por lo ocurrido. Pensaba que quizás se trataba de dos caminos semejantes para rodear dos lugares distintos. Sacó la redoma del hato y bebió un gran trago que la dejó casi vacía. No le importó porque, muy a su pesar, volvía a estar junto al río. Mientras tapaba la redoma, decidió que lo mejor era inspeccionar los caminos de día, pues a pesar de la clara noche que había tenido era posible que se hubiese desviado del camino inicial. Dejó -22-


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los hatillos bajo los árboles y se fue sin equipaje hacia la encrucijada. Avanzó hasta el lugar y no se veía ni rastro de los caminos. Volvió sobre sus pasos y trató de recordar exactamente la dirección tomada la tarde anterior. Firmemente convencido del lugar en que debieran estar los caminos, volvió a avanzar. Nada. Sólo había un camino para seguir. El muchacho estaba perplejo. Aquello parecía de locura. Junto al camino, vio de pronto unas débiles huellas sobre el polvo. Colocó su propio pie sobre una de ellas y comprobó que era suya. Seguidamente colocó el otro pie sobre otra y comprobó que también lo era, y una tercera y una cuarta. Ya no tenía duda de que había andado por allí, pero no acababa de entender cómo había caminado por un sitio en el que no había ni rastro de un sendero. Estaba seguro de que lo había hecho por un lugar perfectamente identificable como camino. En esto estaba cuando, de pronto, guiñó un ojo y su rostro esbozó una mueca que, al instante, fue transformándose en sonrisa: recordó que de vez en cuando había escuchado a sus padres hablar de unos caminos que se recorrían pero que en realidad no existían. Contaban que esos caminos aparecían cada vez en un lugar distinto, pero siempre al norte del país. Trató de recordar el nombre que le daban: algo parecido a la palabra espejo. El cansancio había vuelto a su cuerpo casi sin darse cuenta. Decidió volver al río para coger agua y, si podía, algún pescado. Al cabo del rato volvió con agua, dos pescados y gran parte de la ropa mojada a causa de los traspiés y los salpicones recibidos mientras los capturaba. Igual que el día anterior, preparó los pescados y los comió. Al tiempo que apagaba los restos del fuego cubriéndolos con tierra, su mente se agitó con fuerza. Se puso en pie de un salto y corrió hacia los hatos. De uno de ellos sacó atropelladamente el mapa y miró la letra del margen superior: N, el norte; aquella letra significaba Norte, una dirección. S, el sur. E, el este. O, el oeste. Había descifrado las letras, pero su mente seguía agitada tratando de recordar dónde había visto esas mismas letras. La propia agitación le impedía pensar con tranqui-23-


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lidad al tiempo que se manifestaba en forma de continuos temblores incontrolados de sus labios y de los dedos de sus manos. Enrolló como pudo el mapa y se dispuso a guardarlo junto a los otros objetos que portaba cuando, al pasar su vista sobre el artilugio mágico de una sola aguja, supo con certeza dónde estaban escritas esas letras. Lo abrió y allí estaban, dibujadas sobre la esfera interior del artilugio. La flecha se movía rítmicamente de izquierda a derecha y viceversa. Volvió a sacar el mapa y lo extendió sobre la hierba. Luego colocó el artilugio sobre el papel haciendo coincidir la dirección de sus letras con las del mapa. La aguja estaba situada entre la S y la E. Lo observó un momento y lo giró para intentar hacer coincidir la punta negra de la flecha con la N. Lo único que consiguió fue que las letras no coincidieran con las del mapa, pues la aguja seguía señalando la misma dirección. Lo volvió a colocar en la misma posición y permaneció mirando ambas cosas con curiosidad. Él había tomado la dirección de salida de la ciudad a la que todos llamaban Norte y había pasado por el río que en el mapa aparecía entre el punto que señalaba la ciudad y la N del margen superior. Miró hacia atrás en dirección al lugar del que había venido y colocó en esa dirección la S y la N hacia el frente. La punta negra señalaba al norte. Movió el artilugio y comprobó que aunque se desencajasen sus letras respecto a las del mapa, la punta negra indicaba siempre la N del margen superior. Dedujo así que la magia del artilugio radicaba en señalar siempre el norte. El sudor producido por el sol se expresaba mediante pequeñas gotitas que partían de su frente y resbalaban por su cara y su cuello. El resto del cuerpo también sufría por el calor que, junto al cansancio, le invitaba a dormir un poco; pero la idea de despertar otra vez al anochecer y, de nuevo, perderse en los caminos espejismos (recordó de pronto el nombre que daban sus padres a estos caminos), le hizo recoger con prisa sus cosas y ponerse otra vez en marcha para poder ver por dónde caminaban sus pies. Llegó al lugar donde empezaba la senda y no halló ni rastro de la encrucijada, así que no tuvo problemas de elec-24-


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ción como la noche anterior. El camino no difería mucho de como lo recordaba. Divisó una roca y unos matorrales y se dijo que bien podrían ser los mismos que había entrevisto cuando pasó anteriormente por allí. Caminaba con el miedo de encontrar de pronto los dichosos árboles de copas comunes. El sudor era cada vez más molesto, pues las diminutas gotas eran ahora diminutos regueros ramificados que partían de su frente y acababan mezclados con la ropa a la altura del cuello. La espalda y los sobacos también sufrían la incomodidad del sudor. Por momentos la visión se distorsionaba y las figuras de lo que veía perdían su nitidez y se difuminaban produciendo caprichosas formas cambiantes, pero él seguía caminando con un ritmo muy sosegado. Aprovechó una parada para recoger del suelo una delgada rama que llevarse a la boca y anudar sobre su cabeza un trozo de tela de los transportados en el hato. Reanudó la marcha y sus pies comenzaron a quejarse con punzaditas de dolor en la zona de los talones. El paisaje ya no le era nada familiar, por lo que dedujo que había traspasado las zonas por las que debió caminar la noche anterior. Era un paisaje que había pasado de rocoso a montañoso casi imperceptiblemente, aumentando de tamaño las rocas entre las que discurría la senda cada treinta o cuarenta pasos. Ahora caminaba sobre abundantes y diminutas piedrecillas mientras la altura de los márgenes del camino iba creciendo y menguando a medida que avanzaba hasta alcanzar una altura similar a la suya propia que le impedía ver otra cosa que no fuese el suelo que pisaba o las paredes rocosas entre las que se movía. Era más monótono, pero ofrecía la ventaja de darle protección del sol de vez en cuando. Después de andar lo que le pareció una eternidad -cansancio, dolor, calor y sudor- las paredes rocosas comenzaron a disminuir paulatinamente su altura y un nuevo paisaje se mostraba a sus ojos. Verde. Lo que se ofrecía ahora a su vista era un terreno de similares características al que él conocía, pero con la notable diferencia de que abundaba, -25-


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sin llegar a ser abrumador, el color verde de la hierba, los arbustos y los árboles. A pesar de no ser nuevo para él, nunca había visto ni oído hablar de tanto verde en tan poco espacio. Al mismo tiempo que sus ojos contemplaban este paisaje, su cuerpo empezaba a echar de menos el sofocante calor que le había acompañado durante todo el día. Esta circunstancia y la certeza de haber seguido una ruta real le hicieron detenerse bajo unos árboles a descansar. Era agradable no sentirse agobiado por el calor, aunque el olor que desprendía su vestimenta no lo era tanto. Pero no importaba: recostado sobre la verde hierba, bajo las verdes copas de tres árboles, quedó dormido mientras contemplaba el paisaje que se divisaba desde allí. Al despertar comprobó que el día dejaba paso a la noche y la temperatura era más fría. Recogió sus bártulos y emprendió de nuevo la marcha con la dirección norte como meta. La luz del atardecer le permitía distinguir unos árboles de otros por la forma de sus hojas, de sus copas y hasta de sus troncos. Al pasar junto a uno que tenía el tronco, la copa y las hojas más grandes que había visto en su vida, se acercó para mirarlo de cerca. Le llamó la atención el hecho de que, junto a las hojas, colgaran de sus ramas unas bolas de color verde ennegrecido. Cogió del suelo una rama desgajada del propio árbol y golpeó con ella una de las ramas con abundantes bolas. Como había supuesto, varias cayeron al suelo y, con curiosidad y rapidez, fue a recogerlas. Una nueva sorpresa: en el interior de las bolas había algo familiar para él: nueces. Soltó los hatillos y se encaramó al árbol armado con la rama del suelo. Golpeó cuantas ramas pudo haciendo caer las bolas. Bajó de un salto y las reunió en un montón que al cabo de un rato eran dos montones: uno de nueces y otro de envoltorios separados de las mismas. También había un montón más pequeño con restos de cáscaras, señal de las que había ido partiendo y comiendo mientras las descascarillaba. Recogió las nueces restantes en uno de los hatos y continuó. La noche había caído mientras tanto y no era tan lumi-26-


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nosa como la anterior. Más bien era oscura, pues en el cielo no había estrellas y la luna aparecía de cuando en cuando semioculta tras las nubes y rodeada de un cerco blanquecino. El andar se le hizo más pesado debido a que por la senda menudeaban baches, salientes del terreno, ramas, piedras y otras muchas sensaciones que la oscuridad le impedía identificar. De vez en cuando tropezaba con grandes piedras o su pie se le iba al abismo de un bache haciéndole perder el equilibrio. Varias veces estuvo a punto de renunciar a seguir avanzando, pero si lo hacía no sólo perdería tiempo, sino que no podría dormir debido a que estaba prácticamente recién levantado. Continuó caminando toda la noche. Al amanecer comprobó que el verde seguía acompañándolo, pero con mayor intensidad. También comprobó que sobre su rostro caían diminutas gotas de agua, casi imperceptibles y, por supuesto, nada visibles. Ante su vista, el sol iba iluminando lentamente un paisaje verde formado por árboles, hierba, arbustos y dos altas colinas también verdes que le ocultaban el horizonte. Las colinas no estaban ni tan lejos como para descansar antes de alcanzarlas, ni tan cerca como para llegar a ellas inmediatamente. Sentado sobre una roca pensó que era mejor descansar un rato para tomar un poco de agua y algunas nueces. Luego pensó que sería conveniente echar un vistazo al mapa antes de continuar. Por último, sus parados pies comenzaron a latir de forma autónoma y a proporcionarle un hormigueo mezcla de incomodidad y de placer. El agua que le caía sobre el rostro era ya perceptible a simple vista y comprobó con el tacto que su ropa empezaba a mojarse. Con la mirada, describió un arco por los alrededores hasta que descubrió a su derecha una oquedad en la roca, al pie de una pequeña colina cercana. Recogió sus cosas y, con paso ligero y dolor de pies, se encaminó hacia allí. Al llegar, pudo ver que lo que parecía una entrada de cueva no era más que una concavidad de la roca en la que apenas cabía una persona tendida. Allí se instaló recostado sobre la zalea que sacó de su hatillo y se dispuso a consumir algunas nueces tras tomar un pequeño trago de la redoma. -27-


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Sus párpados iban cediendo a un peso que obedecía al sueño y al cansancio acumulados durante la larga marcha.

Colores en el aire Lo primero que pensó fue que la noche estaba al caer y que había dormido durante todo el día. Se encontraba relajado y le costaba abrir los ojos debido a sendas legañas que le entorpecían el movimiento de los párpados. Con las puntas de los dedos índices, se frotó los lagrimales estirando a la vez la piel de la cara con marcados movimientos de los músculos faciales. Tras la operación fijó la mirada y notó algo extraño en la luminosidad que se reflejaba sobre las cosas que veía frente a él. Se asomó al exterior y pudo comprobar que el cielo estaba cubierto casi por completo de parduzcas nubes que parecían a punto de caer sobre la tierra debido a lo bajas que estaban. Sin embargo, los rayos del sol caían desde el cielo a través de una rendija abierta entre dos nubes que, a pesar de todo, seguían ocultando al astro. Era la primera vez que veía el cielo de esta manera. No obstante, lo que le aceleró el corazón y le hizo volver a su refugio estaba en la dirección opuesta a la del sol. Pasados unos instantes, se tumbó en el suelo y, lentamente, asomó su cabeza con la intención de ver sin ser visto. Alzó la mirada y volvió a ver eso tan increíble que le había producido miedo instantes antes: desde la hierba subía, curvándose hacia el cielo, un haz luminoso de colores que volvía a caer de nuevo hasta hincarse en el suelo. Era imponente. Un trueno le hizo saltar contra la pared y sentir miedo como no lo había sentido en su vida. Todo su cuerpo temblaba y no acertaba a pensar en nada. Así permaneció unos momentos que se le antojaron interminables hasta que su mente comenzó a pensar. Pero su pensamiento estaba ocupado exclusivamente por la imagen del gran arco de colores que había visto hacía sólo un instante. Temblando aún, se dijo que no era cuestión de permanecer así eternamente, por lo que volvió a la posición tumbada y a sacar la cabeza fuera, lo suficiente para poder ver -28-


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el gran arco. Allí estaba. Salía del pie de una de las verdes colinas que vio por la mañana, subía hasta casi rozar las bajas nubes de color gris oscuro y volvía a bajar clavándose al pie de la otra colina. Reparó en que el arco era sólo de luz. Ésta no se proyectaba sobre nada que pudiera ser sólido, lo que le hizo pensar que su origen debería ser algo o alguien con poderes mágicos. Fijó la vista aún más, entrecerrando un poco los párpados, y pudo ver que caía una fina película de agua a lo lejos, por la zona donde estaba situado el arco. Sin embargo, en el lugar donde se encontraba no llovía, lo que le reafirmó en su teoría de la magia. De pronto se dio cuenta de que su cuerpo estaba totalmente fuera de la concavidad y que ya no temblaba como hacía un momento. Pero el miedo estaba latente en él y sus sentidos permanecían en estado de alerta máxima. Se incorporó y buscó un lugar desde el que poder mirar y no ser visto. Lo encontró a pocos pasos de donde se encontraba, justo entre los arbustos que unían los torcidos troncos de dos árboles. Desde allí, pudo observar que el arco de luminosos colores parecía estar formado por varios arcos más finos, de un solo color cada uno, adosados entre sí sin que fuera visible línea alguna que los pudiese separar. Sobrepuesto al miedo inicial, la impresión que le producía el espectáculo que contemplaba había pasado del terror a la admiración sin que se hubiese percatado en ningún momento del cambio. Lo que más llamaba su atención eran los puntos de la tierra de los que partía el haz luminoso y la perfección de su curvo trazado. Llegó a pensar que quien (o quienes) lo producía se encontraba oculto en los puntos de arranque al pie de las dos colinas y escudriñó desde su parapeto cualquier posible movimiento que le asegurase la presencia de algo o alguien. Pero el resultado fue un ligero escozor en los ojos y su humedecimiento, lo que le obligaba a frotarse bien una y otra vez con la punta de los dedos y con los dorsos de las manos cerradas. Tras uno de esos movimientos, comprobó asombrado que el arco había desaparecido. De nuevo nervioso, buscó con la vista algún rastro de aquellos colores. Buscó de lado a lado con la mirada en la -29-


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extensión de terreno que sus ojos podían abarcar, pero nada. Buscó entre las nubes imaginando que tal vez los colores habían sido absorbidos súbitamente por aquellas panzas grises, pero nada. Por ningún sitio había el más mínimo rastro de ellos. Desconcertado, se percató de que el sol iluminaba con mayor intensidad que hasta entonces y, al mirar hacia el cielo tras él, quedó cegado por el resplandor. Tardó un poco en recuperar la normalidad en su vista y volvió a mirar con mayor precaución. La rendija por la que salían sólo rayos al principio se había abierto de tal manera que permitía contemplar junto con el sol un trozo de cielo nítidamente azul mucho más arriba de las nubes. Volvió a contemplar las colinas y sus alrededores, pero sólo veía idéntico paisaje al contemplado durante el amanecer, antes de dormirse bajo la roca. Ni rastro del arco de colores ni de la fina lluvia que caía antes. Hasta entonces no había reparado en los diminutos racimos de bolillas negras que salpicaban los arbustos que le habían servido de escondrijo. Cogió uno de ellos con cuidado de no pincharse con alguna de las múltiples espinas que, casi por entero, cubrían las ramas. Al arrancarlo, el racimo se aplastó con suma facilidad entre sus dedos, quedando estos manchados de un líquido entre negro y morado. Instintivamente, limpió las manchadas yemas de sus dedos chupándolas con fruición mientras seguía observando las colinas, a cada momento más iluminadas por la claridad de un cielo cada vez más azul. El sabor de aquellos frutos era agradable. Con sumo cuidado, procedió a coger otro sin romperlo y se lo llevó a la boca. Mientras lo masticaba y saboreaba, examinó con más detenimiento la planta y arrancó algunos más que se llevó a la boca. Realmente, no sólo su sabor era agradable, sino que eran sabrosos. Esto le recordó que aún le quedaban algunas nueces en el hatillo, así que recogió unos cuantos racimillos en la mano y volvió al lugar donde se había refugiado. La noche comenzaba a caer y Tambali había decidido permanecer allí mismo hasta poner en claro sus ideas y esperar nuevos acontecimientos. Sacó la redoma y bebió la mitad de un trago. Luego cascó varias nueces y procedió a -30-


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comerlas junto a la provisión de racimos negros que había cogido del arbusto. Entre bocado y bocado, su mente proyectaba con insistencia la imagen del arco al tiempo que se preguntaba sobre su origen, su composición, y, sobre todo, su finalidad. En su ciudad había oído hablar de la época de las lluvias y de los distintos fenómenos que las acompañaban. Así, recordó haber escuchado a sus mayores relatar historias de tormentas envueltas por fuertes sonidos a los que llamaban truenos. Aunque nunca había escuchado un trueno, supuso que debería ser algo parecido al ruido que tanto le asustó esa tarde. También recordaba haber oído algo acerca de unos haces de luz que caían desde el cielo y que, según contaban, podían llegar a matar o quemar si alcanzaban a una persona o a un árbol, pero los rayos (así los llamaban) duraban un abrir y cerrar de ojos, no eran de varios colores y no tenían una forma definida, sino que parecían más bien el dibujo en el cielo de las raíces de algunas plantas. Lo que él había contemplado y examinado esa tarde era diferente a todo lo que había escuchado, pero en su cerebro quedó grabada la idea del rayo que mata y quema, que destruye. También había oído hablar de los peligros desconocidos que acechaban si se llegaba muy al norte. Aunque nadie había vuelto nunca de allí para poder contarlo, sus padres hablaban de ellos de tal forma que no cabía la menor duda de su existencia. Y por ellos precisamente nadie había podido volver jamás. Nadie se había salvado de esos peligros. Cuando en una ocasión preguntó a su padre cómo era entonces que sabían de la existencia de la tierra de la abundancia y la felicidad, éste respondió que era una historia tan antigua como la existencia de la propia ciudad y que fue una persona que consiguió volver la que fundó aquella ciudad. Desde entonces, esa historia se había transmitido de generación en generación. Estos recuerdos le hicieron trasladarse con la mente a su ciudad, a su casa, a su hogar. Por su imaginación desfilaron sus padres, sus hermanos, sus amigos, sus vecinos. Por momentos, su cerebro mezclaba un deseo de volver sobre -31-


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sus pasos con otro de seguir hacia adelante. Sus ojos derramaron unas gotas de melancolía que le hicieron cambiar rápidamente de pensamiento. Buscó con la mirada empañada alrededor suyo y topó con los hatillos. De uno sacó la zalea y la extendió en el suelo. Del otro sacó el mapa y lo abrió entre sus manos. La nostalgia fue sustituida por un afán de situarse en aquel trozo de papel que representaba de alguna manera su vida pasada, presente y futura. Para poder ver algo tuvo que sacar el mapa y la cabeza al exterior, donde las estrellas, que dominaban plenamente el cielo otra vez libre de nubes, proyectaban una luz suficiente y necesaria. Partió con la mirada de su ciudad, pasó por el río, siguió el camino que no era espejismo y llegó hasta la zona en que había dos colinas dibujadas en forma de círculos irregulares y concéntricos. Se imaginó a sí mismo dibujado como una pequeña mota algo retirada de los círculos exteriores que representaban a las colinas. Después recorrió el trozo de mapa hasta llegar al margen superior donde estaba escrita la N y se sorprendió de lo poco que quedaba. No pensaba que hubiese recorrido tanto trecho hasta que recordó que casi todo el camino había sido hecho de noche, y él sabía que durante la noche se avanzaba como dos veces más que durante el día. Observó que a partir de las colinas el mapa reproducía abundantes garabatos que representaban árboles y plantas, lo que le hizo suponer que, una vez que pasara entre ellas, el verde tendría mayor presencia de la que había tenido hasta ahora. Este pensamiento le devolvió a la realidad vivida aquella tarde y un ligero temblor sacudió su cuerpo. No tenía claro si se atrevería a seguir adelante. Buscó en el mapa rutas alternativas que bordeasen las dichosas colinas y encontró varias, pero la impresión de que sería inútil pasar desapercibido ante el espectacular fenómeno presenciado le decía que no valía la pena bordear por ningún otro sitio. Sus ojos se cerraban y abrían a cada instante sin que lo notase, hasta que de pronto quedó dormido con la cabeza fuera de la zalea y el mapa cogido entre los dedos. Dicen que los sueños tienen algo que ver con las últi-32-


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mas sensaciones que registran nuestros cerebros. Esa noche, Tambali soñó. Se vio a sí mismo caminando sobre una infinita superficie de papel apergaminado en la que se reproducían las líneas, letras y dibujos que suelen componer un mapa. Cada línea trazada tenía un grosor algo mayor que uno de sus pasos. Caminaba en dirección a una enorme N que se divisaba en el confín del mapa y en ese momento permanecía parado observando un artilugio que portaba en la mano en cuyo interior una flecha señalaba con su vacilante punta negra una N dibujada en la base interior del mismo. Comprobó la dirección a seguir y se dispuso a avanzar pisando los dibujos que reproducían arbustos y plantas. Según avanzaba, notaba sobre sus piernas los roces imaginarios de tallos y ramas. Decidió que lo mejor era caminar siguiendo los trazos de papel-suelo libres de tinta para evitar esos roces que, aunque imaginarios, le molestaban y entorpecían su ritmo. Sobre su cabeza todo era negro, tal y como se había imaginado la nada, pero sin embargo sobre el papel aparecía acompañándole su sombra proyectada. Cuando hubo pasado la zona dibujada de arbustos, llegó hasta una línea de un paso de ancho y un trazado irregular que imitaba la forma de un gran huevo. En su interior había otros trazos con forma de varias semicircunferencias enlazadas por sus extremos y dibujadas de forma homogénea. Observó los trazos con curiosidad, pero estos no le decían nada, así que optó por no demorarse y pasar sobre aquellos dibujos en dirección a los trazos concéntricos que eran su meta. Su sorpresa fue grande, pues nada más pisar el interior de aquel huevo irregular notó cómo su pie se hundía en el papel a la vez que sentía humedad hasta la altura del tobillo. Sacó de inmediato el pie del huevo y comprobó que, efectivamente estaba mojado. Con las rodillas sobre el papel inclinó el cuerpo hacia adelante y tocó con la mano la zona interior de aquel misterioso óvalo, comprobando al instante que aquella zona estaba mojada. Se puso de pie y tuvo la certeza de que aquel dibujo extraño representaba una gran charca llena de agua. Bordeó el dibujo y se situó en la parte -33-


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opuesta desde la que se podían observar con más claridad las líneas concéntricas de las colinas. Caminaba con paso firme y la vista fija en el papel y atenta a cualquier otro dibujo que pudiese aparecer, pero sin perder de vista las colinas dibujadas. Cuando éstas se hallaban a unos trescientos pasos, del papel comenzó a emerger una neblina blanca que cambiaba según se separaba de lo que era el suelo, volviéndose más densa y gris y tomando forma. Se quedó parado al instante observando aquel fenómeno y sin sentir miedo o admiración: simplemente miraba. La neblina era casi sólida con la forma de un animal de proporciones descomunales (llegaba casi hasta el techo negro). Una gran bola era el cuerpo, del que partía un cilindro nebuloso que acababa en otra especie de bola mucho más pequeña y alargada con una grieta blancuzca en su extremo y, sobre ésta, dos agujeros también blancuzcos. Sin duda se trataba de la cabeza, con su boca y sus huecos ojos. Del extremo opuesto a la cabeza partía un alargadísimo cono de niebla que remataba en algo parecido a una flecha y que identificó como la cola. La gran figura era ahora claramente nítida y pudo apreciar que no tenía nada parecido a los pies que todo animal tiene. Tampoco le hacia falta, pues flotaba sobre el suelo y se movía sin dificultad. El animal giró sobre su eje hasta encararlo con su supuesta mirada. En ese preciso momento, surgió del suelo un haz de siete luminosos colores que trazó una parábola sobre el animal hasta volver a caer en el papel al otro lado. Su altura le hacía rozar el color negro que lo cubría todo. Fascinado por el espectáculo, reemprendió la marcha sin variar la dirección y avanzaba con la vista fija en el arco cuyos colores contrastaban con aquel nebuloso ser grisáceo y oscuro. Notaba nuevos roces en sus piernas, pero no le importaban en absoluto y siguió caminando mientras veía que la cabeza de aquel ser se movía pausadamente de derecha a izquierda y viceversa acompañando el ritmo de su cilíndrico cuello. Junto a estas oscilaciones, un gradual brillo de los ojos y un perceptible movimiento de la boca le pro-34-


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dujeron la sensación de que el animal cobraba vida más allá de la simple capacidad de desplazamiento. Sus pies trastabillaron levemente y dirigió su mirada de nuevo al papel. Pudo ver que había pisado una zona áspera debido a que bastantes fibras del papel estaban levantadas casi violentamente. Entre ellas se apreciaban jirones de tinta, lo que hacía pensar que allí había sido borrado algo. Aceleró el paso para salir de esa zona y lo consiguió justo en el momento en que, al levantar la mirada, comprobó que la boca del animal exhalaba un vapor totalmente blanco que caía hacia el papel en dirección a él. El vapor descendió hasta quedar a una altura del papel equivalente a la de sus rodillas y siguió avanzando hacia él. Su caminar se hizo entonces más pausado, más precavido, pero continuó. Ahora pasaba por la zona del pergamino en la que había dibujados unos árboles de frondosas copas y gruesos troncos rugosos. Sin causa aparente para ello, la luz disminuyó su intensidad mientras duró la travesía de este tramo, pero según avanzaba volvía a aumentar la intensidad. Cuando sólo quedaban un par de árboles dibujados en el suelo, la luminosidad había recuperado su estado inicial y comenzó a notar un frío intenso justo cuando se percató de la presencia del vapor a su alrededor. El frío se instaló en su cuerpo de las rodillas hacia arriba, lo que le hizo suponer certeramente que su origen no era otro que la nívea niebla exhalada por el animal. El movimiento de sus articulaciones era casi nulo debido al frío. Los huesos se iban resintiendo poco a poco, calados hasta la médula por los efectos del vapor. Sus dientes castañeteaban desaforadamente. Sin embargo, sus pies y sus piernas -hasta las rodillas- no padecían aquel gélido ambiente que se había vuelto insoportable. Cayó al suelo con el cuerpo tan dolorido que no notó el impacto y, al instante, el frío desapareció. Trató de levantarse, pero entonces la misma fría sensación volvió a castigar la parte de su cuerpo que contactaba con el vapor. Volvió a tenderse. Se giró hasta quedar acostado de espaldas observando la neblina y tratando de ver dentro de ella. No consiguió ver nada, pero no escapó a la tentación de tocarla. Alzó su ma-35-


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no y, al penetrar en la niebla blanca, quedó de nuevo helada, casi congelada, por lo que volvió a bajarla rápidamente. Ya tenía claro que el vapor era el productor de aquel frío, y que fuera de él la temperatura era la misma de siempre. Entonces tuvo una gran idea: podía seguir avanzando siempre que lo hiciera arrastrándose por el suelo. Así lo hizo durante un buen rato. El único inconveniente era que esa postura no le permitía ver el suelo más allá del punto exacto sobre el que se encontraba en cada momento. Sintió los roces de ramas y tallos invisibles sobre sus manos y su cara mientras éstas pasaban sobre trazos de tinta. También sintió sobre las manos, el pecho, la barriga y la parte delantera de sus muslos la presencia de humedad al pasar sobre trazos de tinta en forma de semicircunferencias enlazadas. Y sin embargo seguía hacia adelante. La postura se iba haciendo incómoda a medida que avanzaba, sobre todo para sus codos y sus rodillas. Alzó la mirada justo en el momento en que el vapor comenzaba a disolverse poco a poco hasta desaparecer, por fin, completamente. Entonces se irguió y buscó al animal. Este permanecía en el mismo lugar, bajo el arco, entre los dibujos de las dos colinas. Su cuello continuaba con el mismo balanceo y parecía seguir mirándolo. Lo que sí había cambiado era su propia posición, pues ahora estaba tan cerca que casi podía distinguir el punto exacto donde cambiaban de color las siete franjas del arco. Esto fue lo que le dio tiempo a ver antes de que la boca del animal empezara de nuevo a exhalar vapor. Pero esta vez no era blanco como el anterior, sino de un tono entre anaranjado y rojizo. El vapor descendió rápidamente hacia el suelo, hasta tocar el papel, y comenzó a notar un calor sofocante incluso antes de que la nube llegase hasta él. Cuando lo alcanzó, todo su cuerpo ardía literalmente. Su pecho estaba a punto de estallar y le era prácticamente imposible respirar. El agobio era total y no tenía escapatoria, pues le era imposible cualquier movimiento y, además, ante sus ojos sólo había candente vapor rojo. -36-


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En ese momento se despertó bañado en sudor y con un picor infernal en la garganta que le hizo toser y escupir frenéticamente durante un momento que le pareció eterno. Cuando remitió el picor, echó mano de la redoma y la apuró de un trago, sirviéndole de alivio y de comprobación de que había estado soñando. Junto a su cuerpo, el mapa yacía boca abajo en el suelo.

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PARTE II

El baño de barro Comprobar que había despertado y había pasado toda una noche durmiendo en aquel lugar le produjo la sensación de que lo visto el día anterior tenía más que ver con el sueño que con la pura realidad. Recordaba perfectamente el gran arco de colores y el miedo que había sentido. Retumbaba aún en sus oídos el sonido del trueno. Pero la mezcla con el recuerdo del sueño que había tenido, le hizo sentir una especie de inquietud diferente al miedo que había pasado. Se desperezó extendiendo sus brazos en cruz con los puños cerrados mientras miraba hacia las dos colinas que permanecían inocentes en el mismo lugar. Sintió a través de su nariz un olor desagradable que salía de su propio cuerpo y recordó que no se había lavado desde que salió de casa. Le vino al pensamiento el recuerdo de la parte del sueño en que cruzó por encima del dibujo de una charca y la buscó en el mapa. Una vez localizada sobre el papel, procedió a buscarla sobre el terreno. Miró hacia adelante por la zona en que debería estar situada, pero no la encontró. Decidió encaramarse a un árbol y subió por su tronco y por sus ramas a través de la copa hasta que la delgadez de aquéllas las hacía ceder bajo su peso. Volvió a mirar y, por fin, la localizó. Bajó del árbol, recogió los hatillos y se encaminó hacia la charca. -39-


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Durante el trayecto, escrutaba las colinas tratando de hallar algún rastro del arco que había visto o de aquello que había soñado. Sus pies notaban los débiles azotes de los tallos y las ramas que salían del suelo, tal y como sucedía en el sueño, por lo que decidió mirar hacia abajo de vez en cuando para caminar esquivando en lo posible las zonas pobladas de vegetación. Llevaba un buen rato caminando cuando recordó el pasaje de su sueño en que su sombra se proyectaba en el suelo a pesar de la negra bóveda que cubría el cielo. En ese momento, su sombra no aparecía por ningún sitio puesto que las abigarradas nubes grises cubrían por completo el cielo. Desde unos pasos atrás, venía notando que el terreno se había vuelto poco a poco más blando, hasta el punto de notar cierta humedad en sus pies, algo hundidos en la tierra. Dio dos pasos hacia atrás y comprobó con la mano que el calzado estaba mojado. Unos pasos al frente se vislumbraba el agua de la charca a través de unos matorrales bajos que cercaban de forma natural la pequeña laguna e impedían su vista. Antes de incorporarse, tocó la tierra con la mano y notó la humedad. Este hecho le hizo reflexionar acerca del significado de su sueño: era evidente que lo soñado se correspondía de alguna manera con la realidad. Se puso de pie y buscó, bordeando la charca, un acceso al agua libre de matorrales, encontrándolo unos pasos más adelante. Soltó los hatillos en el suelo cuidando que la zona en que los soltaba no estuviera mojada o húmeda. Se quitó los ropajes y el calzado y se metió despacio en el agua notando cómo sus pies se incrustaban en el fondo, lo que le entorpecía notablemente el avance. Con cuidado fue dirigiéndose al centro mientras, a cada paso que daba, el agua le iba cubriendo cada vez más. Primero las rodillas, luego los muslos, el vientre y el pecho, hasta que ya sus pies no tocaban el fondo. Nadó más hacia el centro y sumergió la cabeza bajo el agua varias veces. Nunca había sentido una sensación tan placentera, pues, debido a la sequía, tuvo que aprender a nadar de pequeño en un gran, aunque poco -40-


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alto, abrevadero de madera que servía para dar de beber al ganado en la ciudad. Así habían aprendido casi todos sus hermanos y amigos, pues el recipiente se llenaba en dos ocasiones cada año: la primera al llegar el otoño para celebrar las fiestas de otoño, y la segunda cuando acababa el invierno, para celebrar la llegada de la primavera. Con su cuerpo totalmente relajado, sentía una agradable sensación de frescura. Se hundió hasta el fondo y tomó con sus manos dos puñados de cieno que sacó hasta la superficie. Vio que era una mezcla de arena fina, casi polvo, y agua de un tono claro resbalando entre sus dedos. Sabía que ése era el color que indicaba ausencia de restos de animales o plantas que pudiesen ser perjudiciales si se bebían o entraban en contacto con alguna herida. Se limpió las manos y nadó hacia el borde hasta que sus manos rozaron el fondo. Entonces, se puso de pie y comprobó que el agua le llegaba a las rodillas. Procedió a sacar puñados de cieno del fondo y a restregarlos por todo su cuerpo, repitiendo la operación dos o tres veces en cada zona de su anatomía. Cuando toda la superficie de su piel había sido repasada varias veces, se cubrió poco a poco con el cieno hasta que sólo le quedaron libres las zonas de los ojos y la boca. Así, salió del agua y buscó un lugar donde sentarse para que se le secara. Sentado en una piedra, miraba hacia las colinas y pensaba. Le habían contado que al norte había un país hacia el que se dirigía. Había oído que el camino era peligroso porque sucedían extraños y peligrosos fenómenos que nadie acertaba a explicar. Pudiera ser que el arco de colores y la niebla animada supusieran el aviso de peligros inminentes. Su piel se iba tensando a medida que se iba secando el cieno sobre ella. En su mente saltó una chispa que le explicó de inmediato todo lo que intentaba averiguar: el arco era sin duda una puerta por la que había que pasar inevitablemente para llegar al norte; era como una especie de puerta invisible (aunque la había visto) guardada por algo o alguien que -41-


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trataba de impedir el paso de quienes venían de fuera. Este algo o alguien se había manifestado en su sueño en forma de animal justo en el umbral del arco. Su cara y su pecho notaban ahora una tirantez que le obligó a realizar muecas y movimientos para liberarse de ella. De eso se trataba: el sueño venía a prevenirlo de posibles peligros anunciados por la espectacular aparición del arco durante el día. Las muecas ya no eran suficientes para apartarle la molestia del cieno seco sobre su piel, por lo que se puso de pie y se introdujo de nuevo en la charca. El contacto con el agua y la acción de sus manos frotando su piel hicieron que el cieno desapareciera de su cuerpo y volviera a sentirse de nuevo fresco y limpio. Salió de la charca y permaneció desnudo durante el tiempo suficiente para que su piel se secara, pues no hacía frío alguno a pesar de las nubes que cubrían el cielo y ocultaban el sol. Con sus manos comprobó la agradable suavidad de su piel, mientras que su olfato no registraba ya el mal olor que le acompañaba antes del baño. Sacó del hatillo ropa limpia y se vistió. A continuación procedió a lavar la ropa sucia con agua y cieno, enjugándola después, y repitiendo toda la operación varias veces. Cuando creyó que ya estaba lista, la extendió sobre los arbustos y se sentó para consumir algunas nueces. Una abertura en las nubes permitió que cayeran unos rayos de sol sobre el lugar en que se encontraba, lo que, unido a una leve brisa, aceleró el secado de la ropa. La metió seca en el hatillo y volvió a caminar en dirección al norte, bordeando la charca y enfilando una senda que llevaba a los pies de las colinas. De cuando en cuando, alguna rama le rozaba las piernas y le recordaba el sueño que había tenido. Este recuerdo le hizo buscar mientras caminaba alguna señal en el suelo que coincidiera con la zona del mapa soñado en la que había signos de haber sido borrado algo. Tras realizar un largo trayecto, notó que sus pies tropezaban con algo más rígido que los arbustos. Miró al suelo y -42-


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vio que la tierra estaba removida y que de ella sobresalían restos de maderas y piedras que evidenciaban la presencia del hombre, aunque su estado revelaba que se trataba de una presencia remota. La tierra removida y los restos ocupaban una extensión comparable a la de una gran casa, y su disposición rectangular era la confirmación de que allí había habido alguna vez una construcción. Soltó los hatillos y examinó con detenimiento aquellos restos, buscando tal vez algún indicio inconcreto, alguna marca, que le revelase algo sobre el lugar. En uno de los ángulos de las ruinas halló semienterrada una madera con letras talladas. La sacó entera y vio que acababa en punta y tenía un nombre escrito que no alcanzó a descifrar. Dos pasos más allá, encontró otra madera similar con otra inscripción incompleta al faltarle el extremo que debía acabar en punta. Pese a ello, logró descifrarla, pues sólo faltaba una letra para componer la palabra que servía de nombre a una ciudad de la que había oído hablar y que estaba al sur de la suya propia. Rebuscó nuevas maderas inscritas, pero no halló ninguna en los alrededores. Tampoco encontró ningún nuevo resto que le hablase de nada. Dedujo que aquellas maderas debían ser los indicadores de caminos que mostraban a los viajeros las direcciones a seguir desde aquella gran casa. Supuso con estos datos que a lo mejor se trataba de uno de esos refugios a los que se refería de vez en cuando el buhonero que iba a su ciudad. La noche estaba al caer, por lo que buscó algún sitio donde descansar y guarecerse de la más que probable lluvia. Detrás de unos arbustos tan altos como él había una gran roca y hacia ella se dirigió con la esperanza de encontrar un refugio similar al de la noche anterior. Pero encontró algo mejor, una covacha que, aunque de bajo techo, le permitiría estar resguardado de cualquier inclemencia del tiempo. Se refugió en ella acostándose sobre la zalea y pensando en todo lo que le había sucedido desde la tarde de antes. -43-


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Cada vez tenía más claro lo peligroso que podía resultar cruzar la imaginaria y ya cercana puerta de las colinas. Pensó que las ruinas obedecían a la destrucción de aquella casa en un intento por parte de alguien de alejar de allí a posibles visitantes. La oscuridad le invitaba a dormirse cuando comenzó a notar que la temperatura descendía notablemente. Asomó la cabeza al exterior para ver si el cielo permanecía nublado y creyó ver una especie de neblina blanca que caía hasta el suelo. No le prestó demasiada atención pensando que se trataba de una jugada que le hacía su mente rescatando las imágenes del sueño. Al poco rato se durmió.

Las colinas Por la mañana despertó sintiendo sobre su cuerpo un frío que le calaba hasta los huesos. El recuerdo del animal exhalando fría neblina por su boca le hizo asomar la cabeza con cautela y mirar a través de las ramas. Quedó asombrado y temeroso ante lo que se ofrecía a sus ojos: el suelo estaba cubierto por una blanca capa de algo que no conocía. Salió al exterior temiendo encontrarse con la figura del animal, pero al mirar las colinas no había rastro ni de éste ni del arco de colores; sólo le llamaba la atención el color blanco de que estaban teñidas éstas también. Se agachó con curiosidad y palpó aquello tan blanco que lo cubría todo comprobando que estaba frío. También comprobó que se deshacía fácilmente al cogerlo entre los dedos convirtiéndose rápidamente en líquido. Volvió a coger una porción con cuidado sobre la palma de la mano y la acercó a su nariz sin detectar ningún olor. Cuando la punta de su lengua lo tocó, tampoco notó ningún sabor, pero sí notó su frialdad y que se había vuelto líquido. Hurgó en su memoria buscando el recuerdo de alguna referencia oída en su ciudad acerca de un fenómeno parecido, pero no encontró nada que le aclarase el origen del polvo líquido que lo cubría todo. Recogió sus cosas del interior de la covacha y se dirigió a una zona poblada de -44-


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copudos árboles con las hojas que los coronaban cubiertas de blanco. Avanzando entre rugosos troncos, se percató de que allí había menos luz debido a que las copas, unidas entre sí, formaban una especie de techo que impedía totalmente la visión del cielo. Recordó haber pasado por allí en su sueño y se preguntó qué vería al salir de aquella campana verde, mientras pensaba en el rojo vapor que exhaló el animal y que fue el final de su sueño. Entre los troncos, la tierra no estaba blanqueada, lo que le dio una cierta tranquilidad a sus pensamientos. Avanzó durante un rato y comenzó a ver los últimos troncos que quedaban antes de salir a campo abierto. Igual que en su sueño, la luminosidad fue ganando en intensidad y, desde allí, pudo ver los rayos del sol que caían sobre el suelo blanco produciendo una luz cegadora que le hizo entornar los párpados. Doce pasos después, se detuvo junto a uno de los últimos troncos y miró hacia las colinas temeroso de ver algo que pudiese suponer peligro. No se veía nada, salvo los pies de los montículos que estaban ya a una distancia que le permitiría alcanzarlos cuando el sol estuviese justo sobre su cabeza. Sentado en el suelo, sacó de su hatillo el pergamino y lo extendió sobre el suelo seco estudiando su situación. Estaba a punto de pasar entre las colinas y, detrás de éstas, sólo quedaban ya numerosos dibujos de árboles, arbustos y ramas hasta llegar a la gruesa línea que separaba lo que era mapa de la gran N dibujada en el margen superior. Guardó el pergamino en un hatillo y del otro sacó las nueces que le quedaban. Las partió y las comió con tranquilidad, como si esperase que la lentitud en esta acción aumentase de alguna forma la cantidad de nuez engullida. Terminó de comerlas y se dispuso a continuar su camino, pero al mirar de nuevo fuera de la zona que cubrían las copas de los árboles el miedo volvió a su cuerpo y a su mente: del suelo parecía partir una fina neblina blanca hacia el cielo. Era como en el sueño, sólo que con menor densidad y en dirección ascendente. Estudió la situación en el exterior y vio que el cielo estaba del todo despejado. A la derecha, sobre el azul, había un imponente sol anaranjado que proyectaba sus rayos sobre la tierra. -45-


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El polvo blanco que momentos antes lo cubría todo había dejado paso a numerosas porciones de tierra como por arte de magia. En el suelo había agua donde poco antes había polvo y los arbustos y árboles ya no estaban cubiertos. Sobre su cabeza cayeron frías gotas de agua sin que acertase a comprender de dónde salían. Al cabo de un buen rato, el polvo había desaparecido y todo el suelo estaba mojado a pesar de que no llovía. De los arbustos más cercanos vio caer pequeñas gotitas hasta el suelo mientras sobre su cabeza seguía goteando con algo más de intensidad. Salió del abrigo de los árboles y miró hacia el cielo esperando notar sobre su cara algunas gotas, pero no caían. Entonces decidió caminar otra vez hasta alcanzar las colinas, sintiendo bajo sus pies los efectos de la humedad sobre la tierra que pisaba. El calor era intenso y casi sofocante. Su frente volvía a estar impregnada por un sudor que también se notaba en su espalda. De nuevo pensó en el sueño y de nuevo dirigió su mirada hacia las colinas con la esperanza de ver un rastro de neblina o de colores flotando en el aire. No había nada, pero ya casi se podían distinguir unos arbustos de otros en las faldas y en el suelo, exactamente en el lugar que ocupó el arco de colores. El sol estaba justo encima de su cabeza y el calor le hizo buscar una sombra bajo el último árbol que quedaba entre él y las montañas. Sentado en el suelo con el cuerpo recostado en el tronco del árbol respiró profundamente y apuró el trago de agua que le quedaba en la redoma. Sacó el artilugio y comprobó que su flecha señalaba la misma dirección de siempre: puso la N junto a la punta y se sintió satisfecho al ver que coincidía con la dirección que llevaba. Guardó la redoma y el artilugio en el hato y esperó un buen tiempo recostado en el suelo a la sombra de aquel árbol, intentando que el calor no le cerrase los ojos; pero no lo consiguió del todo, notando frecuentes cabezadas producidas por la somnolencia. Una de las cabezadas terminó con un agudo escozor en sus piernas. Se incorporó y vio que los rayos ardientes -46-


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del sol habían desplazado la sombra del árbol, llegando hasta el sitio en que estaba recostado. Había pasado más tiempo del que creía y el calor le pareció más soportable por el descanso que se había concedido que por la menor intensidad del sol. De un brinco se puso de pie y cargó sobre sus hombros los hatillos. Salió del amparo del árbol y caminó rápido hacia su meta con paso firme y una delgada rama entre los dientes. Tras unos doscientos pasos, llegó a la mismísima base de la colina izquierda desde la cual pudo ver claramente un amasijo verde formado por las copas de infinitos árboles que se entrelazaban entre sí haciendo imposible ver qué había debajo de ellas. Para llegar hasta aquel bosque había una pronunciada pendiente de bajada, lo que le permitía ver desde allí un inmenso y verde mar que se perdía en el horizonte. Indeciso y fascinado, permaneció de pie observando aquel increíble paisaje desconocido para sus ojos. La pendiente era tan pronunciada que hacía difícil y peligrosa su bajada. Y subirla bien podría pasar por una escalada. Pensó que si bajaba hasta el bosque y encontraba algún peligro inminente, la dificultad de subir la cuesta le dejaría a merced de lo que encontrase. Por ello, decidió esperar al día siguiente y buscar un refugio donde pasar la noche. El sonido de sus tripas le recordó que también tenía que comer y que no le quedaban provisiones. Volvió sobre sus pasos con menos calor que antes, pues el sol hacía un rato que había bajado hasta casi tocar el suelo en el horizonte. Ya no se sentía sofocado por el calor. Al llegar al árbol que le había dado protección del sol, tomó otra dirección que llevaba a unos matorrales parecidos a los que tenían entre sus espinas aquellos racimillos tan sabrosos que había probado días atrás. Cuando los tuvo a su alcance, se dio cuenta de que no se trataba de la misma clase de matorral, por lo que se decepcionó al tiempo que aumentaron sus ganas de comer. Levantó la mirada y divisó una zona del suelo que reflejaba el brillo del sol a pocos pasos de allí. Avanzó con la esperanza de que fuese una charca y el temor de que no lo fuese. Efectivamente era una -47-


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charca pequeña, de unos tres pasos de diámetro, de cuyo fondo bullía agua clara e inquieta. Bebió utilizando su propia mano a modo de cazo y llenó la redoma. Satisfecho, se levantó y vio frente a él unos delgados troncos que trepaban sobre una roca. De sus ramas salían unas grandes y raras hojas verdes que se alternaban de vez en cuando con una especie de pequeñas peras de color morado, casi negras. Supuso que se trataba de alguna fruta y decidió probarla. Su tacto era blando pero consistente. Arrancó una y la abrió con los dedos. Su interior era de un color rojizo y abundantes granos. Primero la olfateó y, acto seguido, mojó en ella la punta de su lengua, comprobando que su sabor era agradable. Comió tres allí mismo dejando aparte la piel, pues el primer mordisco le enseñó que el sabor de la piel era menos agradable y más áspero que el de los granos de su interior. Después recogió cuantas pudo en sus hatillos y se alejó en dirección a las colinas. Las dos opciones que tenía eran: buscar refugio y esperar al día siguiente, o bien arriesgarse y buscar cobijo una vez hubiese llegado al gran bosque. Optó por la primera movido por el miedo y volvió junto al pequeño árbol de las peras moradas dispuesto a pasar la noche a la intemperie abrigado únicamente por su zalea, pues, a pesar de que el sol estaba a punto de ocultarse, hacía demasiado calor. Con su pequeño cuchillo cortó las tiernas ramas cargadas de hojas de varios arbustos cercanos y las fue depositando junto a la charca. Cuando le pareció suficiente el montón, se entretuvo en quitar los tallos más duros y procedió a extender las hojas bajo el arbolillo de los frutos a modo de colchón para estar lo más cómodo posible y aislar su cuerpo de la humedad del suelo. Luego sacó la zalea y la extendió sobre la hojarasca: ya tenía preparado el lecho para pasar su última noche antes de internarse en el bosque entre los troncos de aquellos árboles, suponiendo que aquella masa verde se sustentara sobre incontables troncos. El cielo mostraba una espléndida luna llena a cuyo al-48-


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rededor titilaba una multitud de estrellas diminutas junto a otras mayores y más brillantes que parecían formar caprichosos dibujos de geometría irregular. En dirección al norte, contempló una que se le antojó mayor y más brillante que las demás. Los miedos sentidos con anterioridad habían desaparecido por completo ante la fascinación que le produjo la contemplación de semejante espectáculo estelar. Se preguntó si aquel cielo era el mismo que había visto desde siempre en su ciudad o, por el contrario, era diferente. También se formuló preguntas tales como si las estrellas eran las mismas cada noche, o qué pasaba con ellas cuando el cielo estaba nublado, o si los dibujos que formaban tendrían algún significado. Aunque todas las preguntas quedaron sin respuesta, este ejercicio le sirvió para entrar en un profundo sueño. De madrugada le despertó el frío sobre su cuerpo. Medio dormido, buscó los hatillos y se puso toda la ropa que llevaba, quedando doblemente vestido; levantó la zalea y se tumbó sobre las hojas notando que desprendían un agradable calorcillo; finalmente, se cubrió con la piel y quedó de nuevo dormido. Por el cielo desfilaron hilachas de nube blanca que cruzaban ante las estrellas sin menoscabar su brillo. Un fino hilo blanco acarició la luna y después desapareció. Fue el último rastro de nube que cruzó el cielo esa noche. Tambali dormía profundamente bajo el cuero de lana. Sólo sobresalía su cabeza y parte del cuello. Una guedeja de vellón le cosquilleaba bajo la oreja y en sus labios dormía una leve sonrisa.

El bosque encantado Tambali despertó cuando aún no había salido el sol, pero la claridad del día le hizo suponer que tardaría poco en salir. Había dormido plácidamente y se encontraba descansado e inexplicablemente feliz, por lo que, silbando, recogió la zalea en su hato y se dispuso a bajar la pendiente lo antes posible. Se lavó la cara en la charca de agua fresca y -49-


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bebió un poco con la mano. Lo último que hizo antes de partir fue comer un par de peras blandas y cargar todas las que pudo. Al llegar al pie de las colinas, recibió sobre su rostro el impacto de los primeros rayos de sol de aquella mañana. Se detuvo en el mismo lugar que le sirvió el día de antes de observatorio y volvió a mirar todo el verde que sus ojos eran capaces de abarcar. Ya sólo le restaba deslizarse cuesta abajo y continuar su camino, pero, sin saber por qué, no lo hizo de inmediato, sino que sacó el mapa y el artilugio sin un motivo claro para él. Examinó aquellos trazos negros que representaban el mar vegetal sin tener claro qué era lo que buscaba. Después de los árboles dibujados, la línea recta seguía marcando el final del mapa y sólo quedaba la gran N del norte; lo mismo ocurría con el paisaje que veía: después del verde, sólo se veía un cielo entre gris blanquecino y azul verdoso. A continuación abrió el artilugio de la flecha y del primer vistazo comprobó que la negra punta vacilante situaba su temblor en la misma dirección que miraba. Guardó ambas cosas y cargó los hatillos sobre sus hombros dispuesto a emprender la bajada. Dudó un instante y consideró que bajaría con mayor comodidad y agilidad desprovisto de la vara y los hatos. Según lo pensó, los dejó caer cuesta abajo y los siguió con la mirada imaginándose por momentos lo que le podría ocurrir a él si resbalaba. El bulto no llegó hasta el final porque fue frenado por una rama sobresaliente de la pared que enganchó uno de los hatos y detuvo en seco su rodar. Ya no cabía esperar más. Comenzó la bajada con todos sus músculos rígidos, alerta a cualquier traspiés o tropiezo en un terreno tan irregular. Antes de cada paso estudiaba el mejor punto de apoyo posible para sus manos y para el primer pie que descendía en cada paso. Con éste comprobaba la firmeza de la piedra o la rama en la que se apoyaba antes de soltar sus manos de los asideros a los que se sujetaban. Cada pocos pasos, la piedra elegida para apoyar los pies cedía nada más presionar un poco sobre ella. Entonces tenía que bus-50-


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car otra cercana o alguna rama que le permitiera seguir bajando. En ocasiones, los desplazamientos eran laterales según viese más cómoda una u otra zona a su alrededor. A mitad de la bajada, mientras buscaba un asidero, la piedra de apoyo cedió y a punto estuvo de arrastrarlo tras ella, pero permaneció colgado de una robusta rama de la que estaba cogido con una mano. Rehízo el equilibrio y continuó bajando. Al poco rato, llegó hasta donde quedaron prendidos sus hatillos. En ese punto, la pendiente se hacía bastante más suave y le permitía bajar sin necesidad de agarrarse con las manos, aunque convenía seleccionar adecuadamente el lugar a pisar en cada paso. Bajaba más aprisa que antes y en poco rato estuvo ya en el fondo de la pendiente. Hasta entonces sus ojos sólo habían visto suelo, piedras y ramas. Un ruido a su espalda le hizo girar y levantar a la vez la cabeza. Desde el lugar de donde estuvo a punto de caer, la tierra bajaba en poca cantidad arrastrando a su paso algunas ramas y pequeñas piedras sueltas que caían unos pasos a su izquierda formando un montículo en forma de cono sobre el suelo. Contemplaba el cono recién formado junto a otros que ya estaban cuando llegó abajo y sintió un ruido similar al anterior que provenía del mismo lugar. Alzó la vista y salió disparado hacia atrás, pues el desprendimiento de ahora arrastraba no piedras, sino pequeñas rocas junto a abundantes ramas que dejaron allí una concavidad que hacía casi imposible la escalada por esa zona. A éste desprendimiento siguieron otros que dejaron la pendiente impracticable para una hipotética subida. La naturaleza, abúlica, había decidido por él en esta ocasión, enfrentándolo a su destino sin previo aviso y sin posibilidad de barajar más posibilidad que la de seguir adelante y conocer las cosas sin intermediación de espacio, tiempo o recuerdos que limasen sus dudas o presentimientos. Ante él, un inmenso laberinto de troncos, hierbas y arbustos por explorar. Tras él, una simple pared de tierra, rocas y ramas que le separaban de su anterior mundo de sobra conocido. -51-


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Delgados troncos lisos y altos coronados por verdes copas amarillentas. Rugosos y gruesos troncos achaparrados cubiertos de ramas y hojas cuyo verde era difícil distinguir del marrón de las ramas. Troncos cuyo ancho hacía necesaria una finta para seguir caminando y cuyas hojas invitaban a elevar un brazo para conocer su tacto. En aquel bosque, ante su vista, Tambali halló un extenso muestrario en el que podría conocer todas las variedades de árboles del mundo y, sin embargo, reconocer muy pocas. A pesar de lo espectacular de la vista, un desconocido sosiego le invadió. El cielo, invisible por la densidad de hojas y ramas, se manifestaba a duras penas por los recalos de la luz solar que atravesaban las verdes copas y conseguían llegar hasta el suelo. Trazaban rectas de variados anchos y diferentes inclinaciones entre, ante y detrás de los no tan rectos troncos. A pesar de ello, la luminosidad reinante permitía desenvolverse a la perfección y distinguir accidentes del terreno o localizar y trazar tortuosas rutas entre los árboles. Cosa bien distinta, y no por la cantidad de luz, era saber hacia dónde dirigirse o buscar agua o alimento. En esto, dependía de la casualidad. También llamó su atención la variedad de hierbas y arbustos que encontró sobre el suelo. Nunca antes vieron sus ojos ni oyó mencionar unas ramas de las que pendían delgadas agujas verdes que apuntaban hacia el suelo y en cambio no tenían ni flores ni hojas; ni tampoco unos arbustos cuyas diminutas hojas redondeadas se partían, con la débil presión de dos dedos, emitiendo un sutil ruido. Había arbustos erguidos hasta la altura de sus rodillas, otros hasta su cintura y otros hasta una altura similar o superior a la de su cabeza. La hierba era casi en su totalidad alta y plana, divididas sus hojas en dos por un fino nervio que servía de eje, pero menudeaban también pequeñas zonas en que las hojas de la hierba tenían una forma más redondeada y se unían de tres en tres al tallo principal. Examinando tal cantidad de verde sobre el suelo, reparó en el detalle de que no quedaba en el suelo ninguna zona de tierra o piedra que -52-


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no estuviese invadida por el verde de la hierba o los arbustos. La sensación al caminar por aquel suelo era tan desconocida como placentera y trajo a su mente el recuerdo infantil de los días festivos cuando su madre les dejaba, a él y a sus hermanos caminar descalzos sobre las zaleas antes de arreglar los lechos para dormir. Al azar comenzó a caminar entre los árboles sin una dirección determinada, tratando de ver al mismo tiempo más cosas de las que era capaz de retener. Su cabeza se movía indistintamente en todas las direcciones que le eran posibles y no se cansaba de ello. Nunca en su vida, nunca, hubiese podido imaginar la existencia de un paraje de tales características y, mucho menos, que cada uno de sus sentidos autentificasen el carácter real de tal lugar. Lo único que lamentaba en ese momento era su soledad, la ausencia de algún ser humano o, incluso, animal con quien compartir aquella vivencia. Su olfato era testigo de unas fragancias desconocidas por él que flotaban en el aire de forma espesa y entremezclada. Decidió agacharse un momento para tomar en sus manos alguno de aquellos tallos y llevarlos hasta la punta de su nariz. Pudo distinguir al cabo de un rato algún olor identificable con las especias que acompañaban a las comidas de su casa, algún otro parecido al de los ungüentos utilizados después del baño, pero la inmensa mayoría de los aromas que percibía eran totalmente desconocidos. Recordó que tanto las especias como los ungüentos eran llevados a la ciudad por el buhonero y, entonces, exploró los alrededores con la vista, preguntándose si aquel personaje conocería el lugar. Pero desistió de su búsqueda y su idea al recordar haber escuchado que este mercader venía siempre del sur. Unas leves punzadas en su estómago le hicieron recordar que hacía algún tiempo que no había tomado nada de alimento. Se puso de pie dispuesto a comer alguna de aquellas peras moradas justo en el momento en que se sin-53-


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tió inquieto al comprobar que, efectivamente, había comenzado a caminar olvidando los hatillos al pie de la cuesta. Se tranquilizó un poco porque no había caminado mucho y pensaba que sería fácil localizarlos. Con un rápido vistazo intentó adivinar la dirección de donde había venido, percatándose de que ninguna zona a su alrededor le era particularmente conocida, pues, mirase hacia donde mirase, todos los troncos y arbustos le parecían iguales y distintos a la vez. La inquietud iba tornándose poco a poco en nerviosismo al pensar que se había perdido en aquel bosque nada más internarse en él. Tragó saliva y se dijo que no debía perder la calma porque los hatillos, según sus cálculos, no debían estar muy lejos. Con lentitud, volvió a mirar a su alrededor por segunda, tercera y cuarta vez sin acertar a encontrar nada que le diese una pista sobre el lugar por el que había bajado hasta el bosque. Decidido a buscar los hatillos, se dijo que podría avanzar en diferentes y sucesivas direcciones unos pasos y, de esta forma, tarde o temprano se toparía con ellos. Su mente se agitó de nuevo al pensar que, si se había perdido una vez, lo más probable era que volviese a hacerlo. A no ser... Impulsado por el alborozo de la idea que acababa de tener, seleccionó el tronco más grueso de los que tenía a la vista y procedió a arrancar arbustos y matorrales de los alrededores que iban siendo apilados a manera de envoltorio en la base del árbol. Al cabo de un rato, el tronco estaba perfectamente diferenciado de los demás y Tambali sonrió mientras lo observaba: ya tenía una referencia de la que partir y a la que volver mientras buscaba sus hatillos. Los primeros pasos de su búsqueda eran lentos y temerosos, pues temía perder de vista aquel tronco. Avanzó veinte pasos mirando a derecha e izquierda sin localizarlos. Luego se dio media vuelta y, al cuarto paso, ya divisó el grueso tronco abrigado por las ramas. Sonrió satisfecho. Repitió la operación cuatro veces abriendo el ángulo del nuevo camino respecto al anterior. Al decimoséptimo paso de la quinta ruta emprendida desde el árbol, divisó los hatillos un poco más adelante. El nerviosismo que le produjo -54-


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su éxito le hizo tardar más de lo habitual en deshacer el nudo del hato que contenía la comida. Una vez abierto, permaneció quieto un instante mientras respiraba profunda y lentamente varias veces seguidas, reteniendo en sus pulmones el aire antes de volver a expulsarlo. Esta operación le tranquilizó en todos los sentidos. Mientras comía los frutos, pensó en lo que le había pasado y, desde ese momento, trató de hallar la forma de no volver a perderse. Notó que los frutos estaban húmedos por su cara externa. Hasta ese instante no reparó en que la mayoría estaban rotos y abollados debido a los golpes recibidos durante la bajada. Recurrió al mapa, pero los dibujos mostraban sólo árboles y ningún camino ni zona del suelo libre de vegetación. Lo volvió a guardar, pero manchado en un extremo por el líquido que impregnaba sus dedos. Chupó la punta de cada dedo manchado y cogió otra pera abierta y también manchada en su exterior. Sacó del hato el artilugio que siempre señalaba el norte y lo manipuló. También quedó manchado de morado. Apuró el resto de pera que comía y situó la punta negra de la flecha sobre la N dibujada en el interior de la esfera. Se chupó la punta de los dedos morados y volvió a sonreír porque comprobó que la S coincidía con la dirección de la alta pared por la que habían bajado los hatillos y él. Decidió que el artilugio iba a serle de gran ayuda en adelante y ya no volvió a guardarlo junto al mapa, la redoma, las yescas y el cuchillo. Recogió los hatillos y comenzó a caminar guiado por aquella nerviosa aguja que temblaba a cada paso. Avanzó muchos pasos sin caer en la cuenta de que no había vuelto a pasar por el tronco y las ramas apiladas en su base. Cada diez o doce pasos miraba el artilugio para comprobar la dirección. Mientras, sus ojos iban registrando todo lo que quedaba a ambos lados de su camino. A cada poco, tenía que bordear algún que otro grueso tronco o alguna aglomeración de árboles y arbustos que hacían imposible el paso entre ellos. Algunas solitarias ramas desprovistas de hojas le hacían torcer el cuello o bajar la cabeza para no golpearse con ellas. Así caminaba por las entrañas del bosque cuando, al pasar junto a un tronco hueco, escuchó -55-


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un murmullo que provenía de su interior. Se acercó a él y hurgó en su interior con una rama de arbusto en la creencia de que algún animal refugiado allí había producido el ruido. Del tronco no salió nada y el rumor continuó inalterable sonando dentro. Acercó su oreja y pudo distinguir un sonido muy parecido al que producía el viento contra las copas de los árboles. Hubiera jurado que se trataba de este sonido si no fuese por que se escuchaba en el interior de un tronco ahuecado. Permaneció junto al árbol tratando de distinguir el sonido fuera del tronco. Se retiraba unos pasos hacia atrás y comprobaba que disminuía el murmullo hasta desaparecer según se alejaba más o menos. En el exterior no se escuchaba nada. Repitió la operación numerosas veces obteniendo siempre el mismo resultado. Sin duda se trataba de un fenómeno extrañísimo, pues no tenía la menor duda de que aquel sonido era del viento sobre las copas de los árboles. En ese momento, miró mecánicamente hacia arriba y pudo comprobar que, en efecto, las copas de los árboles eran mecidas por el viento sobre su cabeza. El movimiento de las ramas tenía un ritmo propio que hacía desplazarse las hojas hacia una dirección y, al momento, volver a su posición inicial. Este movimiento se repetía una y otra vez. Tambali acercó su oreja a la oquedad mirando a la vez hacia el verde cielo mecido por el viento y comprobó con asombro que, cuando las ramas eran empujadas por el viento, el sonido arreciaba. Cuando el sonido disminuía hasta casi desaparecer, las hojas volvían a su posición inicial. Así una y otra vez. Aunque se resistía a creerlo, el interior del árbol no hacía sino reproducir un sonido que supuestamente se producía a mucha distancia de allí, justo por encima de aquel techo vegetal que lo cubría todo. A la altura de sus ojos comenzó a percibir que la luz había menguado algo desde que llegó hasta aquel árbol. Supuso que el sol comenzaba a declinar y lo verificó al comprobar que los rayos filtrados a través de los árboles se iban haciendo más oblicuos respecto al suelo. Este detalle le hizo retomar el camino, no sin antes consultar su artilugio, -56-


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con el ánimo de encontrar un lugar adecuado donde pasar la noche. Sabía que ésta sería especialmente oscura, temprana y larga, y le preocupaba la presumible dificultad de hallar refugio en aquella superficie poblada en exclusiva por la vegetación. Proseguía su camino entre arbustos consultando cada poco su artilugio y la luz comenzó a disminuir a gran velocidad. Pasó junto a un tronco, tan ancho como su cuerpo con los brazos abiertos, cuando escuchó un tremendo ruido que salía del mismo por el lado opuesto al que tenía ante su vista. Se alarmó mucho, pues el ruido era el mismo que había escuchado días antes y que identificó con un trueno. Ahora comprendió de un golpe el origen de aquella repentina oscuridad. Sin duda, el cielo se había cubierto de nubes y la tormenta estaría descargando en algún lugar. El recuerdo del gran arco de colores le sobrecogió y el miedo se hizo patente en forma de un ligero temblor en sus piernas. Incluso atenazado por el miedo, la curiosidad le indujo a rodear el árbol para ver de dónde había salido aquel ruido. La escasa luz le permitió sin embargo apreciar la inmensa oquedad de aquel tronco. Contemplándola, se preguntó cómo era posible que el peso del árbol no lo hubiera precipitado al suelo hasta ahora. Examinó el interior comprobando que podía dar cabida incluso a un adulto puesto de pie. Justo en ese momento, un nuevo trueno se escuchó en el interior, pero esta vez el sonido del trueno marcó el inicio de un nuevo sonido: sin duda se trataba de la lluvia cayendo sobre las hojas. Miró hacia el suelo del interior para comprobar su estado y vio que allí había una planta o algo parecido. Nunca había visto nada semejante. Se agachó para verla más de cerca y quedó aún más impresionado. Se trataba de algo cuya forma asemejaba la de un pan y cuyo tamaño era casi tan grande como la propia superficie de la que surgía. Se sustentaba sobre una especie de diminuta columna delgada como su brazo que se hincaba directamente en el suelo. Aunque no podía distinguir su color, sí pudo cerciorarse de -57-


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que sobre su superficie había unas manchas de forma redondeada que contrastaban con el resto. El sonido de la lluvia arreciaba lentamente dentro del tronco. Tambali decidió que pasaría la noche en el interior de aquel tronco y se dispuso a prepararse para ello. También había decidido respetar aquella cosa y no quitarla de allí a pesar de que podía suponerle una incomodidad adicional. Tomó la vara que portaba los hatillos y la partió por la mitad. Cada una de las dos mitades fue encajada en el interior del tronco atravesadas a la altura de sus brazos, casi por los hombros. A continuación se introdujo en el interior con cuidado de no tropezar con lo que había a sus pies; metió los brazos en los huecos que quedaron entre las dos varas encajadas y la pared interior del árbol, quedando apoyado por los sobacos; reclinó su espalda sobre la parte de la oquedad que presentaba una ligera inclinación y comprobó que la postura no era cómoda pero sí soportable para una noche. El sonido de la lluvia arreció de tal manera que le hizo mirar hacia arriba esperando notar sobre su cara la fría humedad de las gotas. Pero donde éstas caían desde hacía unos instantes era en el exterior, como pudo comprobar al tocar los hatillos mojados que habían quedado fuera. Mientras notaba que el sonido de la lluvia procedía de fuera, en el interior del tronco se fue mitigando hasta quedar enmudecido. Hacía rato que no se veía prácticamente nada en el exterior y en el interior el silencio era absoluto. Fue entonces cuando el recuerdo del animal gaseoso de su sueño le trajo a la mente de nuevo el arco de colores. Sin embargo, aquel refugio improvisado le daba seguridad. Trató de apartar de sí este recuerdo y miró al suelo entre sus pies tratando, sin lograrlo, de ver aquella cosa que había allí. Se esforzó en imaginarla a la luz del día sin conseguirlo, lo mismo que no consiguió recordar haber visto u oído hablar de nada parecido. La oscuridad y el cansancio hicieron que se durmiera allí, suspendido de los sobacos y recostado sobre la pared interna del tronco de un árbol. -58-


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Si alguien le hubiese contado algo parecido, sencillamente no lo hubiera creído. Avanzada la madrugada, cesó la lluvia en el exterior del tronco y un sonido agudo e intermitente se instaló en su sueño hasta el punto de despertarlo. Con los sobacos doloridos por la postura y su propio peso, se despertó y levantó los entumecidos brazos sacándolos de las dos varas. El agudo sonido acabó de despertarlo y miró hacia arriba sin que sus ojos pudiesen distinguir nada que no fuese el negro de la oscuridad. Cuidadosamente, levantó una pierna y luego la otra tratando de desentumecerlas sin tocar lo que había entre sus pies. Salió del tronco y volvió a escuchar el sonido, esta vez acompañado de otro sonido más tenue que se le antojó producido por el roce de algo con hojas de alguna planta. Levantó la mirada y estuvo a punto de caer de espaldas debido a la fuerte impresión que recibió. Con el cuello doblado hacia atrás hasta el dolor, su mirada recorría a gran velocidad toda la superficie del cielo. Pasaba de unas estrellas a otras sin dar crédito a lo que veía. El inmenso y verde techo que le impedía ver el cielo había desaparecido completamente, dejando bajo las estrellas un laberinto de troncos sin copa y de ramas sin hojas. Era como si alguien los hubiese talado con los certeros y afilados golpes de una gigantesca hacha. Bajó los ojos al suelo y vio que no había ningún cambio respecto a la noche anterior. En contra de lo que esperaba, los restos de las copas y las ramas no estaban en ninguna parte. El colmo de su sorpresa fue ver cómo las ramas más bajas de los troncos eran las únicas que permanecían y tenían movimiento. Un movimiento lento y sinuoso pero constante que le hizo retroceder dos pasos. El segundo paso le sirvió para perder el equilibrio tras tropezar con una raíz que sobresalía del suelo. La raíz también se movía de la misma manera que las ramas. Sintió una mezcla de miedo y curiosidad que le hizo permanecer inmóvil durante unos instantes mientras observaba boquiabierto aquel fenómeno. Alargó un tembloroso brazo hasta que su mano rozó la punta de la raíz para cerciorarse de que era realmente un trozo de madera. -59-


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Como un látigo, su mano retrocedió hasta su pecho, pues el contacto hizo que el movimiento de la raíz se ondulase más visiblemente, como si intentase tocarle a él la mano. Tambali miraba alrededor y todos los troncos estaban cercenados por el hacha gigante. Todas las ramas se movían, ondulantes, con lentitud. Del interior del grueso tronco volvió a salir el agudo sonido. Sobre una rama del mismo árbol había un pájaro de grandes y blancos ojos que no tenía cuello. Cada vez que movía secamente la cabeza, se escuchaban dos sonidos en el interior. Eso le hizo suponer que el pájaro era el que producía el sonido. A pesar de que las estrellas brillaban iluminadas por la luna, la visibilidad en el laberinto de madera era la misma que durante la noche, es decir, casi nula. No lograba entender qué estaba sucediendo. Se pellizcó en un brazo y comprobó que estaba totalmente despierto. Con sus manos frotó de manera enérgica sus ojos fuertemente cerrados y cuando los volvió a abrir todo seguía de la misma forma que cuando los cerró. Sin duda, era real todo lo que estaba viendo. Una y otra vez miraba arriba y abajo. Una y otra vez miraba y remiraba los troncos que le rodeaban y el suelo cubierto por la misma hierba y los mismos matorrales que el día anterior. Una y otra vez sus ojos no sabían qué buscaban en realidad. Así permaneció unos momentos hasta que, casi sin percibirlo, una incipiente luminosidad fue sustituyendo a la oscuridad. Fijó la vista y comprobó que ya podía distinguir algunos troncos más lejanos que los que veía hasta ese momento. Aguzó la vista y distinguió los troncos situados a unos quince pasos de donde se encontraba. Hacía un momento, sólo podía distinguirlos a menos de siete pasos. Caminó tres o cuatro pasos mirando al frente y distinguió nuevos troncos más alejados. Pero no sólo los distinguió, sino que pudo apreciar que esos troncos tenían hojas en sus ramas y éstas permanecían quietas del todo. Entonces, levantó la vista y se sorprendió aún más que cuando descubrió los troncos sin copas. -60-


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Ahora no veía las estrellas en el cielo, sino que el toldo color verde volvía a cubrirlo todo. Extrañado, describió un amplio círculo con los ojos mirando hacia arriba. Todo volvía a la normalidad. Las hojas volvían a estar en su sitio, unidas a las ramas, y éstas y las raíces de nuevo volvían a estar en su sitio sin movimiento. Le asaltó la duda de si había sido sueño o realidad lo que acababa de contemplar. Sin duda, se había pellizcado y frotado los ojos en su sueño y lo había vivido como si se tratase de la realidad. Pero los sonidos que seguían escuchándose en el interior del grueso tronco y el hecho de estar fuera y retirado de él, eran la prueba más fehaciente de que lo había vivido todo despierto, en la más pura realidad. Un rayo de luz se filtró desde lo alto hasta el suelo. Luego aparecieron nuevos rayos filtrados que aumentaron la luminosidad en el interior del bosque, lo que era señal de que estaba amaneciendo allá abajo, aunque fuera del bosque lo habría hecho con anterioridad. Decidió volver al tronco para recoger sus cosas y continuar su camino, pero, al darse la vuelta, vio con asombro que los árboles que había examinado con todo detalle hacía poco rato ya no estaban en su sitio. Los que había ahora eran mucho más gruesos y bajos que los anteriores. Mentalmente reconstruyó los últimos momentos desde que se alejó de su cobijo, por si había caminado más de lo que creía y se había perdido de nuevo. Pero era evidente que se había producido un cambio aunque le costase reconocerlo. De nuevo había perdido sus hatillos. No se movió del sitio hasta que tuvo la completa seguridad de cuál era el camino de vuelta hasta el hueco tronco. Avanzó tres pasos y el agudo sonido del pájaro le aseguró la correcta elección que había hecho. Al siguiente paso ya tenía a la vista el tronco. Lo rodeó para encarar la oquedad y pudo contemplar aquello que había en el suelo dentro del propio tronco. Se agachó y vio una cosa parecida a los mízcalos que el buhonero llevaba al pueblo y que tan sabrosos estaban una vez cocinados. Pero éste era mucho más grande, -61-


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casi gigante, y su forma era perfectamente redonda con lunares de varios colores en su superficie. El tamaño tan grande de la redonda le impedía ver el pie sobre el que se apoyaba, por lo que decidió tumbarse para verlo con detalle. Era un cilindro grueso y abombado en la parte que tocaba la tierra y que se iba afinando conforme llegaba a la zona de contacto con la redonda de lunares. Vista desde abajo, la redonda no era lisa como por arriba sino que estaba formada por delgadas láminas radiadas desde el cilindro y que guardaban entre unas y otras un polvo blanquecino que caía al menor roce sobre la planta. Se puso de pie y la contempló desde lejos, notando mientras la miraba una plácida sensación de cálido descanso. Pensó que se parecía en cierto modo a una rueda de carro sujeta a un extremo del eje mientras el otro extremo estaba clavado en el suelo. Acudió a recoger los hatillos y sacó el artilugio. La flecha señalaba una dirección concreta y supo el camino a seguir para llegar al norte, aunque la visión de tantos troncos le hizo pensar que quizás ya había llegado al final de su viaje. El recuerdo del bosque visto desde el pie de las colinas le inducía a pensar que detrás de los árboles no había nada, únicamente más árboles. Tal vez aquello era El Norte y él ya había llegado. Bruscamente, sus pensamientos fueron interrumpidos por lo que menos se le hubiera podido ocurrir que escucharía en ese lugar. Del tronco hueco salió el eco de una ronca voz. Miró inmediatamente hacia el tronco sin ver a nadie dentro ni tampoco en los alrededores del mismo. Pero estaba seguro de que lo oído era una voz porque sus oídos habían distinguido claramente una palabra habitual y conocida para él. Alguien había dicho «joven» y, seguramente, se había dirigido a él. Volvió a mirar y remirar los alrededores buscando a quien había hablado, pero no había nadie. Nervioso, se dispuso a guardar el artilugio y a beber agua de la redoma con los oídos totalmente alerta, esperando una nueva palabra. Bebió y guardó la redoma en uno de los hatos, percatándose entonces de que ya no disponía de -62-


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la vara que los había transportado hasta entonces. Con la mirada comenzó a buscar por el suelo sin saber si lo que buscaba era una vara o una persona. De detrás del tronco comenzó a asomar lentamente un trozo de rama recto y sin asperezas. Asustado, se echó hacia atrás sin dejar de mirar la rama. Era una vara perfecta, mejor que la que había roto la noche de antes para encajarla en el interior del tronco. Cuando el tamaño de la vara que asomaba del tronco fue tan grande como el de la rota, cayó al suelo como si alguien la hubiese soltado. Tambali no dejó de mirar hacia el lugar del que había surgido. Inmóvil, con la boca entreabierta y los ojos muy abiertos y fijos en un punto del perfil del tronco, su aspecto era el de una estatua. Ningún músculo de su cuerpo se movía ni sus pupilas abandonaban lo más mínimo el punto al que miraban. Así permaneció unos instantes interminables hasta que del tronco brotó de nuevo la voz ronca de antes, con la diferencia de que ahora estaba preparado para escucharla. El árbol habló y dijo: - “No temas.” Tambali pareció despertar de un momentáneo letargo pero no acertó a responder ni a pensar en nada. Su mirada pasó fugazmente del perfil del tronco al hueco del árbol y de éste al punto del que había salido la vara. El resto de su cuerpo no se movió de donde estaba. Esto era lo último que hubiese podido esperar. Una voz le hablaba sin asustarle pero no veía a nadie. Con sigilo inclinó su cuerpo hacia la derecha para tratar de ver un poco por detrás del tronco. No vio nada. Levantó un pie con cuidado y lo desplazó hacia la derecha para, a continuación, llevar el otro pie junto al primero y volver a inclinar el cuerpo. Tampoco vio nada. Repitió la operación varias veces, primero con lentitud y después caminando despacio hasta dar la vuelta completa al árbol. Allí no había nadie. Mentalmente, repaso los hechos acaecidos desde la -63-


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noche anterior: el tronco hueco que transmitía los sonidos producidos fuera de él, como si del eco se tratase; la enorme planta comestible que le hizo dormir en una postura nada cómoda; la misteriosa desaparición de las copas de los árboles; el movimiento de ramas y raíces y el cambio de lugar de los troncos; la aparición de la vara; y la voz. Sobre todo esa voz que sin duda le había hablado en dos ocasiones. Todo ello le producía la inquietud de no saber cuál podría ser el origen de tales fenómenos. Recordó también otros fenómenos parecidos que había vivido en los días previos mientras caminaba buscando un norte que, ahora, se le antojaba perdido en algún punto del horizonte verde que vio desde las colinas.

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HISTORIA DE TOM La voz se había apagado durante unos segundos, suficientes para que Tom saliese de la somnolencia que le envolvía desde que el niño inició el relato. Creía que llevaba muchísimo tiempo allí, pero un vistazo a los alrededores y la luminosidad que proporcionaban las estrellas le hicieron ver que apenas habían transcurrido unos minutos. Volvió a examinar los rasgos de aquel personaje de cuento con más detenimiento, pues éste miraba abstraído hacia el cielo y no parecía interesado en otra cosa que las estrellas del cielo. En silencio, Tom miró a su alrededor y todo estaba en perfecto orden: el iglú, la bicicleta, el farolillo a pilas, y todo lo que dejó junto a aquel árbol antes de dormirse. Pensó que tal vez estaba soñando despierto, pero era evidente que no. El personaje era real, incluidos su pelo de aspecto estropajoso y el relax que le producía estar en su presencia. Comenzó a cavilar sobre la historia que había visto con sus propios ojos mientras aquella criatura iba hablando y no acababa de creer lo que le había sucedido. El hecho de haber traducido las palabras en imágenes era lo que más le desconcertaba, hasta tal punto que llegó a dudar de la veracidad de su experiencia. Se miró las manos, primero los dorsos y luego las palmas, en un claro gesto de autoreconocimiento. Después levantó los ojos en la dirección que miraba aquel niño de enorme frente. Pudo ver una estrella -65-


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cuyo resplandor destacaba sobre el de las demás latiendo como si se tratara del corazón de una galaxia. Era la Estrella Polar que tiraba, una noche más, de la Osa Menor. Tenía la impresión de que el tiempo se había detenido en el universo. Meditó un poco sobre su situación y pensó que nadie en su pueblo iba a creerle cuando contara lo que le estaba ocurriendo. Le invadió de pronto un torbellino de preguntas que mezclaba la realidad y la historia que había proyectado aquella figura que le acompañaba desde no sabía cuánto tiempo. ¿Quién podría ser?. ¿Tendría que ver la seta que Tambali había respetado con la del tronco del Parque del Queso?. ¿Estaría enfermo y se trataría de una simple alucinación?. ¿Cuánto tiempo llevaba allí realmente?. ¿Sería lo que había visto la auténtica versión de la historia de Popea?. Y muchas más preguntas se formuló sin sentir la necesidad de alguna respuesta. De repente se descubrió allí sentado, mirando al cielo en compañía de un ser que parecía sacado de un cuento antiguo, con una leve sonrisa colgada de la comisura de sus labios. Sin dejar de sonreír, volvió a mirar a su compañero y trató de imaginarlo perdido en un inmenso mar verde, caminando entre troncos que se movían ligeramente durante la noche permitiendo ver las estrellas. Intentó incluso verse a sí mismo tomando un baño de barro en una pequeña charca, o escuchando el rumor del agua dentro de un tronco hueco. Su mirada se perdía ahora tratando de descubrir en la oscuridad de la noche la alameda por la que había circulado esa misma tarde con su bicicleta. Pero no la divisaba. El agudo sonido emitido por una lechuza le hizo mirar en otra dirección, cruzándose su mirada con el brillo de unos ojos que le miraban debajo de una prominente frente y unos estropajosos cabellos. La voz volvió a hablar de nuevo como si nada hubiese sucedido y los ojos de Tom volvieron a cerrarse lentamente mientras su cuerpo y su mente volvían a relajarse. El tono de la voz era el mismo que había escuchado -66-


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durante todo el relato de la historia de Tambali. La situación apenas había cambiado, aunque ahora la luminosidad era unos grados mayor y, de cuando en cuando, el agudo sonido de una lechuza se intercalaba en medio de las palabras. Sólo al cabo de un buen rato se hizo patente que la historia ya no era la de un niño que buscaba El Norte, sino la de un ser indefinido que narraba su propio encuentro con un chico que había surgido de pronto en su hábitat. A pesar de todo, poco podían importar los detalles a Tom, pues su papel parecía reducirse a escuchar de forma pasiva, sin posibilidad alguna de intervenir, aquel relato que lentamente iba ocupando cada rincón de su cerebro.

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PARTE III

El enano El chico que llegó al bosque parecía asustado cuando le ofrecí sin que me viera una vara nueva con la que transportar las bolsas que llevaba. Como no quería asustarlo más de lo que parecía estar, me oculté a su vista detrás de unos rododendros cercanos. Además, quería estudiar su comportamiento durante algún tiempo para comprobar que su carácter no era hostil como el de la mayoría de los humanos. Aunque el hecho de respetar la seta en la que vivo me hizo recuperar una esperanza por mí perdida, un cierto recelo me aconsejó permanecer anónimo hasta tener la completa seguridad de que la primera impresión era fiable. No en vano un elevado número de mis compañeros habían desaparecido de la tierra debido a una confianza ciega en las impresiones primeras que habían tenido de eventuales situaciones nada peligrosas. Es cierto que, en otros tiempos, nuestra raza y la humana mantuvieron unas excelentes relaciones basadas en el respeto y la colaboración mutua. Pero este capítulo acabó hace ya demasiados años y, desde entonces, hemos tenido que cambiar nuestras costumbres debido a que los humanos pasaron a ser nuestros más peligrosos vecinos. De hecho, hoy en día ya no cabe para mí hablar en plural para referirme a mi propia raza, pues soy, creo, el único superviviente. El único y el último. -69-


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Como decía, el joven me buscó durante un buen rato por el lugar. O, mejor dicho, buscaba a alguien que le había hablado y había puesto a su alcance una vara sustituta de la que había llevado desde la salida de su casa. En su cara se reflejaba una actitud extraña, pues no era miedo, ni curiosidad, ni tan siquiera precaución. Tampoco se reflejaba tranquilidad. Observándolo, pensé que aquel chico había vivido apartado de estas actitudes tan humanas y que lo único que deseaba realmente era conocer el origen de la voz y la vara. Sin embargo continué escondido a sus ojos. Cuando decidió que allí no había nadie, procedió a recoger sus pertenencias en los hatillos. Lo vi acercarse al lugar en que había dejado caer la vara y, tras mirar despacio a su alrededor, la tomó en sus manos y la examinó minuciosamente. Se giró con la vara en una mano y se acercó a los hatillos con el ánimo de sujetarlos en los extremos y reemprender el camino. En ese instante, desde mi escondite, me pareció ver en su boca una especie de sonrisa dibujada. Pero le duró bien poco, pues de inmediato volvió a dejar caer los hatillos en el suelo y de uno de ellos sacó una pequeña cajita metálica que identifiqué como una brújula. Miró durante unos instantes la aguja que oscilaba en su interior hasta hacerla coincidir con la N que señalaba el norte y, tras volver a cargar los hatillos, tomó esa dirección. En ese momento, me di cuenta de que mi cuerpo sobresalía peligrosamente de los rododendros y me agaché rápidamente, tronchando una rama y llamando la atención del chico con el ruido producido. Éste volvió la cabeza, pero su mirada no detectó mi presencia tras el arbusto. Cuando volví a verle, caminaba tranquilamente entre los árboles. La impresión de inocencia que me producía me empujaba a manifestarle mi presencia totalmente. En otros tiempos, llevaríamos ya algunas horas de camino juntos, pero ya he dicho que esos tiempos quedan tan remotos que yo apenas los recuerdo a pesar de mis doscientos quince años de vida. El chico caminaba entre altos plátanos mirando a todas partes, como tratando de archivar todo lo que veía en -70-


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su memoria y como buscando algún recuerdo imposible en aquel bosque. Yo lo observaba a distancia ocultándome entre los matorrales o detrás de los gruesos troncos. Sin saber el porqué, poco a poco me iba entusiasmando la idea de volver a tener alguien con quien hablar tras tantos años de soledad involuntaria. En varias ocasiones me percaté de que descuidaba mi ocultamiento, no se si voluntaria o involuntariamente, pero desde luego lo hacía de forma inconsciente. Al llegar a un gran breval que no tenía frutos, el chico se detuvo y lo observó durante un momento. También miró al suelo debajo de las ramas. Supe que buscaba comida. Sin descolgar los hatos de sus hombros, sacó de uno de ellos una pequeña redoma y bebió algo que supuse era agua. Luego la guardó y continuó caminando. Me llamó la atención el hecho de que no reparase en las hojas finas y alargadas que crecían bajo el breval delatando la presencia de cebolletas. Quizás no las conocía, o quizás no eran de su agrado. Durante el trayecto que llevábamos andado, el chico iba demostrando una actitud para con las plantas poco común en los humanos. Procuraba no pisar los tallos que sobresalían del suelo aunque esto le obligara a dar un rodeo. Incluso al pasar por una zona poblada de maya y margaritas, la rodeó para no pisar las flores. Desde luego era poco habitual este comportamiento, llegando al extremo de considerarlo extraño incluso para alguien de mi especie. En esto, llegamos a una zona poblada de abundantes quejigos y pinos piñoneros cuyos frutos ya maduros formaban una especie de alfombra mezclados con la hojarasca seca que había caído de sus copas. El muchacho curioseaba sobre el suelo mientras su paso aminoraba de forma ostensible. Se detuvo e inclinó su cuerpo rodilla en tierra para recoger algunos piñones que habían llamado su atención. La forma en que los miraba y el hecho de llevarse uno a la nariz primero y, a continuación, chuparlo con el ápice de su lengua, eran signos evidentes de que no sabía de qué se trataba. Acto seguido, recogió una cantidad suficiente para -71-


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llenar su mano y buscó en el suelo con el puño cerrado. No tardó en volverse a agachar y supe que lo que buscaba no era otra cosa que una piedra. Golpeó con suavidad un piñón que no se partió; el siguiente golpe fue un tanto más fuerte y tampoco se partió; al cuarto golpe con la piedra logró su objetivo. Separó la pulpa de la cáscara y repitió el ritual de la nariz y la lengua. Fue de su agrado, pues inmediatamente los fue partiendo uno a uno y los comió según los iba descascarillando. Esta actitud me recordó mi propia infancia, cuando junto a otros amigos descubríamos los secretos del bosque, aunque en mi caso siempre era un adulto el que nos iniciaba en tales descubrimientos. Al lado del chico había ya un considerable montón de piñones fruto de las continuas colectas que hizo. Yo lo observaba encaramado a un roble y me costaba un gran esfuerzo contener las ganas de bajar y llevarlo unos metros más adelante, a una zona en la que podría saciar su hambre con las granadas que se ofrecían semiabiertas en las ramas de tres granados que allí crecían. La tranquilidad del chico y la mía propia fue turbada de sopetón por el sonido de un sibilante siseo procedente de un quejigo próximo al muchacho. Este dirigió la mirada hacia el árbol y de un brinco se puso de pie y retrocedió unos pasos hasta ponerse a salvo. El siseo se vio acompañado de la presencia sinuosa de una culebra que se deslizaba por el tronco del árbol. Desde mi posición no distinguía bien el tipo de serpiente que era, pero sí que su tamaño era bastante respetable. Decidí bajar de mi atalaya por si era necesaria mi ayuda, pero al acercarme pude comprobar que era una de esas inofensivas culebras que menudeaban por la zona. Más tranquilo ya, seguí observando la escena mientras sentía la incómoda sensación de estar jugando con aquella persona de aspecto inocente e inofensivo. Por primera vez reconocí una sensación en sus ojos y en el temblor que se apreciaba en sus miembros. Tenía miedo y yo no hacía nada para evitarlo. Sin pensarlo dos veces cogí una piedra pequeña y la lancé con gran acierto sobre el animal. El impacto del golpe sobre sus anillos produjo el -72-


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efecto deseado y la culebra serpenteó en dirección contraria a la del chico. Sus ojos se dirigieron al lugar en que yo me encontraba a salvo de su vista y reconocí en ellos el miedo mezclado con la certeza de saber que alguien había lanzado la piedra. Rápidamente trepé por el tronco de un roble hasta llegar a la copa, donde permanecí quieto aguantando la respiración para no delatarme. El chico se aproximó hasta el mismo pie del árbol-guarida mirando a uno y otro lado sin parar. Luego se alejó un poco sin dejar de buscar con la mirada hasta volver de nuevo junto a los hatillos. Antes de recogerlos, hizo una última inspección a su alrededor tratando de encontrarme infructuosamente. Recogió los hatillos y siguió caminado sin percibir que la dirección elegida no era el norte. Cada cuatro o cinco pasos miraba de soslayo por encima del hombro, unas veces por la derecha y otras por la izquierda. Me sentía incómodo sabiendo que mi presencia oculta podía provocar una serie de impresiones y sobresaltos para una persona tan joven que caminaba desorientada por medio de un bosque que no había sido transitado por humanos desde hacía al menos sesenta o setenta años. La incomodidad de mi sentimiento se transformó en una firme decisión de hacerme visible y afrontar cualquier reacción por su parte, incluso si se trataba de una reacción hostil. Como hacía ya bastantes minutos que la luz iba menguando bajo los árboles, me dije que debería hacerlo antes de que la noche lo tiñese todo de oscuridad. Sólo me preocupaba el cómo, pues de ninguna manera quería que mi aparición le impresionase negativamente. Tuve la intuición de que el chico se aceleraba tanto en sus pasos como en sus movimientos, pues ambos eran ahora más nerviosos. De vez en cuando se retiraba de su camino y tanteaba con una rama los arbustos en zonas donde estos crecían de forma más abigarrada. Los tanteaba una y otra vez y siempre volvía a su camino. A lo lejos, en su misma dirección, distinguí un ejemplar de secuoya que presentaba en su tronco numerosas oquedades. Decidí que aquel árbol sería el lugar y su llegada el momento de presentarme ante sus ojos. El tiempo que tardara el chico en llegar era el tiempo de que disponía yo para pensar el cómo. -73-


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Cuando llegó al árbol, la primera estrella apareció sobre las copas de los árboles. El sol emitía sus últimos destellos sobre una colina invisible desde el interior del bosque. En ese momento, aprovechando el efecto nocturno de los huecos de los troncos, hablé desde una prudente distancia. Mi voz resonó junto a él y produjo la reacción esperada: soltó los hatillos y hurgó en el interior del hueco con una rama desnuda, después miró a su alrededor sin ver a nadie. Sospechaba que ya habría descifrado el efecto eco de los troncos y me lo confirmó con sorpresa al pedirme que me presentara ante él con la voz un tanto alta. No sabía quién podría ser el que hablaba, pero yo sí sabía que éramos los únicos presentes en aquel lugar. Sin pensarlo dos veces, respondí a su ruego insistiendo que no debía tener miedo, pues era un amigo. Dudé un poco antes de salir de mi escondite, pero la necesidad de comunicarme con alguien fue más poderosa que los restos de miedo que aún me invadían. Le pedí que mirara hacia su derecha. Allí estábamos los dos, frente a frente, examinándonos minuciosamente, en silencio, inmóviles, con una serenidad impropia de dos seres que se desconocen. Presentí que ambos éramos presa de un mismo sentimiento: la necesidad de compañía en nuestras soledades. Yo era consciente de mi ventaja inicial, pues lo había estudiado desde la misma noche anterior, mientras él se hallaba frente a un ser del que posiblemente no habría oído hablar nunca. Esta consideración me obligaba a romper aquella situación y lo hice comenzando un discurso que me salía del interior de forma aturrullada. Comencé presentándome y dando saltos de la historia de mi especie a la mía propia sin una lógica que diera a mis palabras el sentido propio de una conversación entendida como normal. A los pocos minutos me di cuenta de que poco importaba la coherencia de mis palabras, pues la actitud del chico sólo se diferenciaba de la inicial en que su boca se había abierto mucho y la punta de su lengua reposaba apaciblemente sobre su labio inferior. Sus ojos también -74-


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se habían abierto un poco más, como los de las lechuzas. Decidí despertarlo y le formulé una pregunta directa. No respondió, pero conseguí que su cuerpo se moviera y que sus manos frotasen sus ojos fuertemente antes de que volviera a mirarme. Al cabo de un rato, me dijo su nombre en respuesta a la pregunta que le había hecho y que ya estaba casi olvidada. De esta forma iniciamos un diálogo fluido en el que las preguntas eran notablemente más rápidas y largas que las respuestas, indicando que el deseo de saber uno del otro era más fuerte que el de mostrarnos tal como éramos. Unos minutos más tarde la conversación derivó hacia el entorno que nos rodeaba. Las cosas que para mí eran naturales, para él eran como mágicas manifestaciones de algo o alguien. Así, le expliqué que no debía tener miedo ni al movimiento de las ramas y raíces de los árboles, ni a la desaparición de las copas, pues todo ello se debía a la necesidad de los grandes vegetales de descansar durante la noche, ya que durante el día permanecían allá arriba procurándose la luz y el aire necesarios para vivir. Le propuse buscar comida, ya que sabía que la necesitaba. Fuimos a una zona en la que había cebolletas y le mostré cómo arrancarlas, limpiarlas y comerlas. Luego le proporcioné unas moras y se alegró de poder manifestarme que ya las conocía. De regreso a la secuoya, construí un vivac con ramas y rastrojos recogidos del suelo para que le sirviera de refugio. Nos sentamos bajo las estrellas y hablamos mucho, tanto que ni él utilizó la caseta construida, ni yo busqué una amanita para pasar la noche. Me contó casi toda su vida y yo por mi parte le conté aquellos fragmentos de la mía que consideré adecuados para sondear a fondo a aquel humano. Al relatarnos algunos episodios de nuestras experiencias, reímos y yo notaba que aquella risa estaba preñada de sinceridad, pues me salía de lo más recóndito de mi estómago. Por su parte, la risa llegó a producirle un llanto acompañado de lágrimas e hipidos que me preocuparon al principio, pues desconocía esta reacción en los humanos, pero inmediatamente comprendí que era una manifestación parecida a las contracciones que en nuestros -75-


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intestinos produce lo que llamamos un ataque de risa, llegando en situaciones extremas a cortarnos la respiración y tener que tomar agua de inmediato. Pero no sólo las cuestiones alegres fueron tema de nuestra conversación. Tambali, que así se llamaba el joven, me habló de su ciudad, de sus padres y hermanos, de las necesidades que les acuciaban, del hambre, de la enfermedad, de la melancolía y de todo aquello que le había hecho tomar la decisión de emprender el viaje que le había llevado hasta mi bosque. Yo por mi parte le hablé de mi especie y de su historia. Le hablé de las relaciones con los humanos, otrora de perfecta convivencia e intercambio. Y de cómo éstos habían sido la principal causa de que yo fuese el último ejemplar -así se referían en los últimos tiempos a nosotros- de mi especie. Ciertamente podíamos hablar de un paralelismo en nuestras vidas en cuanto a alegrías y desdichas. Esta circunstancia fue la que eliminó dentro de mí el último resto de desconfianza hacia el muchacho. Cuando Tambali me hizo notar que el cielo era otra vez verde y que no habíamos dormido nada durante la noche, yo ya había decidido permanecer a su lado todo el tiempo que él quisiera, siempre que no me pidiese abandonar mi seguro bosque. Hacía muchos años que había perdido la esperanza de encontrar otro congénere en ningún lugar del país, y el temor de los humanos a los fenómenos que se producían en este bosque me ofrecían una protección que no encontraría en otro lugar. El primer rayo del sol iluminó el rostro del chico obligándole a apartar la cara hacia atrás semicerrando los ojos. En el momento de reabrirlos me preguntó qué había después del bosque en dirección al norte. Me preguntó si conocía algún país en que reinara la felicidad y la opulencia. Me preguntó cómo podría ayudar a los suyos. Permanecí en silencio durante unos minutos. Mi silencio fue acompañado por el suyo y nuestros semblantes se -76-


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volvieron grises como las nubes y serios como la soledad. En realidad, no tenía respuestas para sus preguntas, pero comprendí que cualquier respuesta podía valer para un muchacho que sólo buscaba una alternativa a la inseguridad de su corta vida. Pausadamente, con la voz entrecortada, respondí que al otro lado del bosque encontraría cosas semejantes a las que había visto y vivido en el lado del que procedía; que la felicidad y la opulencia no eran cosas tangibles como el paisaje, sino que dependía de todos y cada uno de los individuos que componían cada sociedad; y que para prestar ayuda a los suyos, era imprescindible contar con la predisposición de éstos a recibirla. Me sorprendí a mí mismo con las respuestas dadas, sin tener idea de lo acertadas que pudieran ser o si eran o no satisfactorias para el chico. Su semblante permaneció sombrío y su mirada perdida rebotaba de un tronco a otro como una bola de resina. Me levanté del suelo sin mirarle y le hice el ofrecimiento de permanecer conmigo rodeado de árboles, arbustos e hierba todo el tiempo que quisiera. No esperaba una respuesta, pero de su boca salió la inconfundible palabra «sí». La pronunció sin apartar la vista de los troncos.

Nada es lo que parece Los días siguientes a nuestro encuentro discurrieron como una charla casi continua sobre los temas más variopintos que se pudieran imaginar. Mayormente, Tambali preguntaba y yo contestaba, pero también yo preguntaba cosas que él no siempre era capaz de responder. Así, le expliqué cómo los caminos espejismos obedecían a trastornos circunstanciales de nuestros sentidos motivados por la acumulación de cansancio y calor, pero que en la realidad no existían, como él mismo había comprobado. Le expliqué que el arco de colores era conocido por el nombre de Arco Iris y que no era más que un fenómeno visual que se podía observar algunos días cuando llovía en la parte del cielo opuesta a la del sol con referencia a quien lo veía. No que-77-


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dó muy convencido, así que tuve que explicarle que era algo parecido al reflejo de las cosas cuando se ven en los espejos, sólo que en el caso del arco iris lo que se reflejaba eran los rayos del sol y los espejos las gotas de lluvia. No pareció entenderlo, pero el hecho de que yo estuviese tan seguro de lo que decía lo tranquilizó. Al final de mi explicación me preguntó por el origen de mis conocimientos, y yo le conté cómo en nuestra sociedad se le daba mayor importancia a la sabiduría que a otros aspectos de la vida. Entusiasmado, le hablé de las inmensas bibliotecas que, bajo los árboles, almacenaban todos y cada uno de los libros del mundo. Estas bibliotecas mantenían una actividad incesante por parte de nuestras comunidades, ya que, además de escribir nuestros propios libros, copiábamos todos los libros que nos proporcionaban los humanos. Desde pequeños, acompañábamos a nuestros mayores en los ratos libres a estos lugares donde jugábamos con los diminutos cuentos mientras los adultos se dedicaban durante horas a la lectura o a la copia manuscrita. Este recuerdo, me hizo preguntarle si, entre sus cosas, llevaba algo escrito. Contestó que no mientras procedía a sacar todo lo que portaba. Escogió el mapa y me lo acercó para que lo viese diciéndome que allí había algo escrito, pero que era muy poco. Cogí el mapa entre mis manos y lo reconocí nada más verlo. Sin duda se trataba del mapa que portaba el último humano al que pude considerar amigo. De esto hacía ya casi cien años. Disimulando mi interés, pregunté de dónde lo había sacado. Su respuesta no me dijo nada, pero el recuerdo de las últimas palabras de aquel hombre viejo sobrevoló ante mí, obligándome a cerrar los ojos y apretar los dientes como señal de la rabia e impotencia que habían vuelto a despertar en mi interior. El chico se preocupó y me preguntó qué me pasaba. No pude sino responderle contando cómo Vinias -mi viejo amigo- nos previno de la catástrofe que me dejó a mí como último vestigio de un pasado que ya no volverá y cómo, por mantener nuestra amistad, murió en el esfuerzo de ocultar al resto de los humanos mi existencia. Intenté resumir para no recordar la historia en -78-


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todos sus detalles, pero los ruegos de Tambali me hicieron ampliarla desde mucho tiempo antes de su muerte: Ya he dicho antes que hubo una época en que los humanos confraternizaban con nosotros de la mejor manera posible: intercambiábamos de todo y, sobre todo, nos respetábamos mutuamente. Una de las cosas que nunca llegamos a entender de ellos, pero que aceptábamos sin reparos, era una serie de creencias y ritos que mantenían aun sin saber su origen ni su fundamento. Siempre que surgía alguna pregunta sobre lo que llamaban tradiciones, la respuesta era que desde siempre se habían hecho las cosas así y había que seguir haciéndolas por respeto a los mayores y para salvaguardar unos valores que para nosotros no quedaban nada claros. De esta forma, por ejemplo, empleaban mucho tiempo, trabajo y recursos en adornar sus viviendas y en adornarse ellos mismos con cosas que, en alguna ocasión, parecían ridículas a nuestros ojos. Pero como fuese que estos ritos parecían hacerles felices, nosotros los respetábamos e, incluso, en ocasiones ayudábamos y participábamos en la preparación de casas, vestidos y fiestas, sólo porque ellos nos lo pedían. Sin embargo, unos cuantos humanos no se mostraban tan ilusionados como el resto por estos ritos, llegando incluso a criticarlos, lo que provocaba en ocasiones disputas y discusiones entre familias enteras. Así transcurrieron varios años hasta que una discusión sobre los materiales utilizados en el adorno de una casa provocó que los humanos la emprendiesen a golpes unos con otros y, sin saber cómo, acabaron golpeando los dos bandos al grupo de nuestros hermanos que se encontraba allí ayudando a los que habían engalanado la casa. Ante los gritos de socorro, todos los que estábamos en la ciudad acudimos a ayudar a los nuestros, pero fuimos igualmente golpeados. Nos retiramos al bosque escapando al griterío y las amenazas humanas y allí permanecimos durante varios días escondidos, sin saber concretamente de qué o por qué. Unos días más tarde, decidimos indagar sobre el origen de aquella reacción de los humanos. Seleccionamos a -79-


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tres de nuestros más ágiles hermanos y los enviamos a la ciudad para que tratasen de averiguar todo lo posible acerca de lo ocurrido. Al anochecer, volvieron apesadumbrados de la ciudad y nos contaron lo visto y oído. Había coincidido que todos los hombres estaba reunidos en la plaza del pueblo cuando llegaron hasta allí los nuestros y, con gran cuidado de no ser vistos, se situaron tras una carreta de paja que había parada en la misma plaza. Desde allí pudieron escuchar, entre sorprendidos y estupefactos, cómo unos hombres arengaban a los otros en contra de nosotros. Dijeron que intentábamos efrentarlos entre ellos por la belleza de sus casas, ayudando a unos y no queriendo ayudar a otros. Dijeron que con ello pretendíamos acabar con sus tradiciones e incluso con sus señas de identidad, pues parecía que lo que ellos llamaban lujo y clase era, de repente, su más apreciada seña de identidad. Dijeron de nosotros que los habíamos engañado desde siempre con la intención nada cierta de dominarlos y servirnos de ellos. Dijeron, en fin, que debían protegerse de nosotros y, a ser posible, exterminarnos para evitar que nosotros los exterminásemos a ellos. Nuestros hermanos nos contaron que nadie en la plaza objetó nada a lo que se decía, y que muchos de los presentes llegaron a aplaudir en determinados momentos del discurso. Sólo, nos dijeron, un pequeño grupo de diez o doce personas abandonaron la plaza de forma individual, con la tristeza y el horror dibujados en sus caras, después de asegurarse muy bien de que ninguno de los demás los veía. Uno de los que abandonaron primero la plaza llevaba los ojos brillantes por las lágrimas contenidas. Era Vinias. Cuando nuestros hermanos finalizaron el relato, todos quedamos sorprendidos, tristes, desconcertados y temerosos al mismo tiempo. No nos explicábamos lo ocurrido, pero el recuerdo de la experiencia vivida y el relato recién escuchado eran más que suficientes para aceptar que la situación había variado de forma radical. El más anciano de nosotros tomó la palabra y propuso contactar con algún humano de confianza para tratar de -80-


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llegar al origen de aquella situación y, en la medida de lo posible, intentar solucionarla. Todos coincidimos en señalar a Vinias como el humano adecuado para ello. También coincidimos en quién de nosotros debería contactar con él, registrándose únicamente mi voto en contra, pues no se trataba de otro que de mí mismo. Le conté al chico cómo hice el contacto y cómo Vinias me contó una historia sencillamente increíble. Según me dijo, hacía tiempo que los humanos habían creado y creído la fábula de que nosotros éramos poseedores de fabulosos tesoros celosamente guardados, pero que tal creencia no era compartida por la mayoría. Con el tiempo, habían añadido a la historia de los tesoros otra según la cual nosotros conocíamos el secreto de una pócima mágica que explicaba nuestra longevidad, casi eterna para ellos. Estas historias eran manejadas sutilmente por un grupo de humanos que no pretendían otra cosa que sembrar la discordia entre los humanos y nuestro pueblo para, posteriormente, sembrarla entre los propios humanos y, en el momento adecuado, hacerse con el poder dentro de la ciudad. Vinias me contó que habían propagado la idea de que en las amanitas en que vivíamos se producía una sustancia fundamental para fabricar la pócima y que tarde o temprano arrasarían cualquier cosa parecida a una amanita que encontrasen en los alrededores. En sus intentos por descubrir la fórmula, la casualidad les llevó a separar un polvo producido por otra especie de seta que, al respirarlo, producía unos efectos sumamente placenteros y una euforia tal que quien la probaba no quería dejar de sentirla. También descubrieron que quien probaba cierta clase de amanita, moría irremediablemente. Todo ello fue hábilmente manejado por uno de estos humanos y pronto creyeron todos que era cierto que les habíamos ocultado las propiedades de las setas y que les preparábamos mortales trampas a sabiendas de que las comerían. Los efectos fueron desoladores, pues con un frenético e inusitado impulso, se dedicaron a cortar cuanto vegetal con alguna semejanza a una seta se ponía a su alcance. Unos por odio, otros para conseguir el polvo mágico del placer y la alucinación del que ya no eran capa-81-


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ces de prescindir. El resultado, desconocido por ellos, fue que poco a poco los míos iban muriendo, pues las amanitas en que vivíamos producen un líquido en su interior que nos era imprescindible para vivir. No para vivir eternamente como creían los humanos, sino, simplemente, para no morir. Fue en aquel tiempo cuando Vinias me trajo a vivir a este bosque, a la seta que Tambali respetó la primera noche. El y otro grupo de humanos se encargaron de propagar la leyenda, por otra parte cierta, de que era un bosque mágico amenazado por mil peligros que, en realidad no existen. Para no perderse en el camino, dibujó este mapa asesorado por mí mismo. Un día, Vinias tuvo que mandarme con urgencia un mensaje con un hombre de su confianza, pues su estado de salud le impedía moverse de la cama. Entregó el mapa al hombre y le cortó un trozo en su parte inferior derecha en el que aparecía su nombre junto al mío. El mensajero llegó hasta el bosque y me transmitió el mensaje: los humanos habían descubierto que la destrucción de las setas llevaba pareja nuestra propia destrucción y, lo peor, sabían que yo era el único superviviente. Habían decidido darme caza para alcanzar el exterminio completo y ofrecieron una recompensa a quien me llevase muerto a la ciudad. Por nada del mundo debía abandonar este bosque. No volví a ver a ningún humano hasta dos años después. El mismo que había servido de mensajero de Vinias apareció una mañana. Su aspecto era el de una persona mal alimentada, con el terror esculpido en los rasgos de su cara. Le facilité agua y alimento y me contó que Vinias había muerto torturado por sus propios vecinos, en un intento de sacarle información sobre mi paradero para poder cobrar la fabulosa recompensa. Durante esos dos años el consumo de polvo alucinógeno había aumentado de tal forma que ya nadie se preocupaba de trabajar ni de nada que no fuese el polvo liberador. El abandono en la ciudad era total: los campos, descuidados, ya no producían sino hierbas no comestibles; los animales, desatendidos, morían de -82-


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hambre o de enfermedad; las personas, las casas, las calles y la propia ciudad presentaban un aspecto desolador, casi fantasmagórico. La actividad de todos sus habitantes se había reducido casi exclusivamente a buscar setas y esnifar su polvo. Incluso los viajeros evitaban pasar por allí ante el temor más que fundado de ser asaltados para conseguir comida. Sólo de vez en cuando algún viajero llegaba hasta allí con la sola intención de conseguir un poco de polvo de seta. El único viajero respetado era un buhonero que cambiaba comida por cualquiera de los objetos que con anterioridad había servido de adorno o de útil de trabajo. El mensajero se quedó a vivir conmigo y se construyó una cabaña en el límite del bosque para dormir, pues así podía seguir manteniendo la leyenda de los peligros del bosque. A los tres años de vivir allí, fui a buscarlo porque tardaba más de lo habitual. Lo encontré en la cama con un brazo colgando cerca del suelo. En su mano apretaba fuertemente un papel. Había muerto. Cargué su cuerpo en unas andas y lo arrastre al interior del bosque donde lo enterré como había visto que los humanos hacían con los que dejaban la vida. Saqué el papel de mi bolsillo y lo leí, pues era una nota dirigida a mí. En ella me expresaba su agradecimiento y me pedía perdón en nombre de los de su especie. Luego me pedía que destruyese su cabaña para que nadie sospechase que allí había vivido alguien. Por último me advertía que el mapa había sido escondido por Vinias en el desván de su casa que servía de palomar y podía suponer un peligro para mí si caía en manos de alguien. El lo había buscado inútilmente antes de venir. Al llegar a este punto final de la historia de Vinias, Tambali me dijo que el mapa lo había encontrado él mismo en el desván de su casa bajo una madera suelta del suelo y que nadie sabía de su existencia. Parecía querer tranquilizarme con aquella revelación. Le pedí que me describiera su casa y la calle en que estaba situada, pues no tenía duda de que -83-


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el chico venía de la misma ciudad en que yo había nacido y pasado los primeros ochenta años de mi vida, hasta mi pubertad. Mientras lo hacía, yo iba reconociendo en mi memoria todos y cada uno de los detalles que el chico precisaba. Sin duda se trataba de la misma casa en que había habitado mi amigo Vinias muchos, muchos años antes y que yo conocía como el interior de mi propia amanita. No le dije nada de esto al chico. Sin yo esperarlo, me preguntó sobre un misterioso polvo blanco que había caído del cielo alguna noche anterior a su llegada al bosque. Me habló también del animal vaporoso de su sueño y de lo que él había pensado que era el arco iris. Sonreí y le aclaré que el animal era una creación de su mente durante el sueño. Le expliqué que lo que él había pensado que era el arco iris, según mi teoría, obedecía en parte a la leyenda mágica y protectora que Vinias y sus amigos habían tejido en torno al bosque para protegerme. Sin duda, la leyenda había arraigado en la colectividad y había transcendido en el tiempo a sus creadores y a sus destinatarios. Todo ello le pareció lógico, pero cuando intenté explicarle que el polvo blanco no era más que nieve y que la nieve es agua convertida en polvo, sus ojos y su sonrisa marcaron un gesto de incredulidad en su rostro. Me emplazó a demostrárselo y acepté pidiéndole que esperase unos días para hacerlo, pues era época de intensos fríos. Con un poco de sorna en el tono de mi voz, le dejé caer una de mis frases favoritas: nada es lo que parece. Acto seguido, tomé las riendas de la conversación y comencé a preguntarle sobre mis propias curiosidades. Me contó la situación de su ciudad en los pocos años que la había conocido. Pude ver que la situación se había agravado alarmantemente y que los efectos del polvo de las setas habían matado, incluso físicamente, a toda la ciudad. Comprendí por sus palabras que los hechos narrados por mí habían sido olvidados y ya nadie los recordaba. Incluso la propia existencia de mi especie había sido borrada de la memoria colectiva. Lo único que se recordaba era la leyenda urdida por Vinias, quizás por esa costumbre tan humana de perpetuar todo lo que de alguna forma tenga que ver con el peligro, con la amenaza invisible, con la muerte. -84-


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Me contó cómo era el camino recorrido desde la ciudad hasta el bosque y comprendí que el cambio climático que yo había observado desde el interior del bosque había tenido unos efectos devastadores, convirtiendo en semidesierto lo que en otro tiempo había sido una prolongación del bosque hasta la ciudad. Sonreí ante la descripción del río al recordar los tiempos en que había que utilizar una balsa y una vara de cuatro metros para poder cruzarlo. El lago había quedado reducido a una charca en la que se podía hacer pie y le pregunté si no había visto garzas o patos en las cercanías. Me respondió que el único pájaro grande que había visto era uno de enormes ojos que se presentaba de noche. Volví a sonreír y le aclaré que el nombre de ese pájaro era lechuza. Así transcurrió el día, sin parar de charlar y comiendo de lo que habíamos recogido por la mañana temprano. Un leve roce en la espalda me hizo volver la cabeza para ver de qué se trataba. Comprobé que era una raíz que se movía perezosamente desde el suelo. Él la vio también y miró hacia arriba instantáneamente. Acompañé su mirada con la mía y los dos comprobamos que la noche había cubierto el cielo de estrellas que parecían jugar al escondite entre transparentes nubes blancas. No dijimos nada y lentamente Tambali se dirigió al vivac que le había construido el día anterior, mientras yo me dirigí a una amanita cercana. Me dormí mientras pensaba por qué en el mapa aparecía borrada la cabaña, cuando ni siquiera Vinias y yo la habíamos dibujado.

La vida en el bosque El amanecer dio paso a una larga estancia de Tambali en el bosque que se prolongó durante varios años en los que establecimos los mayores lazos de unión que se puedan pensar entre dos seres, con independencia de nuestras diferencias biológicas. El logró despertar en mí sentimientos -85-


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que yo ya creía perdidos y olvidados para siempre. Podría decir que llegamos a formar un tándem casi perfecto y hasta me atrevería a hablar de amor, de ese amor que sienten los padres y los hijos en la mejor etapa de sus vidas. Para ilustrar lo que quiero decir, basta con decir que el chico me enseñó a llorar, reacción biológica ajena por completo a mi especie. Los días siguientes a nuestro encuentro los dedicamos a satisfacer todas nuestras curiosidades. Le enseñé a manejar correctamente la brújula y a orientarse utilizando otras técnicas, como la posición del sol o de las estrellas; le mostré cada rincón de aquel bosque y cómo dominar el laberinto de troncos; aprendió a reconocer cada planta por la forma de sus hojas y a llamarlas por sus nombres; también conseguí que distinguiera las comestibles de las no comestibles. Entre los dos construimos una choza sobre la copa de un nogal utilizando gruesas ramas de los árboles y juncos y lianas para sujetarlas. El invierno llevaba varias semanas instalándose alrededor y sobre el bosque. Una de las ventajas que proporcionaba la sobreabundancia de plantas era precisamente su efecto aislante a las inclemencias del tiempo. Incluso durante la noche, cuando desaparecían las copas de los árboles, tal efecto perduraba. No obstante, la temperatura había descendido de manera notable en los últimos días, sin llegar aún a ser necesario buscar ropaje de más abrigo. Le conté también que el efecto protector del frío y de la lluvia hacía que, durante el invierno, acudiesen gran cantidad de animales para protegerse de las heladas y poder encontrar alimento. Fue entonces cuando se inició una de las bases de nuestra futura convivencia. Cuando se vive en un bosque de manera solitaria, la cuestión del alimento se convierte en una de las actividades fundamentales para cualquier ser vivo, incluidos por supuesto nosotros mismos. Le propuse al chico buscar comida y un lugar donde almacenar provisiones de todo tipo de frutos que no necesitaran un cuidado especial para su conservación. Divertido y encantado le iba presentando las nueces, las almendras, los -86-


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piñones, y hasta una variedad poco conocida de un fruto parecido a una nuez y tamaño algo mayor que el de un garbanzo. Le explicaba tanto sus nombres como sus propiedades dietéticas. También le señalaba los rasgos característicos de los árboles que las producían a fin de que pudiese reconocerlos incluso desde lejos. El chico me iba preguntando por todo lo que nos rodeaba, mostrando un interés inusitado por conocerlo y aprenderlo todo. Yo era desconocidamente feliz reviviendo unos instantes que me recordaban mi infancia y adolescencia. Volví a recobrar recuerdos que, en ocasiones, me hacían llorar de la manera que había aprendido de Tambali. Otras veces, los recuerdos y la propia presencia del muchacho me sorprendían en actitudes o pensamientos que acaso nunca antes había sentido o experimentado. En tan sólo un año, el primero, llegó a aprender todo lo que sucede en la naturaleza relacionado con las plantas y los animales que nos proporcionan algún beneficio. Aprendió cómo crecen las plantas después de sembrarlas y como la salida de las flores nos indica que el alimento está madurando para hacerse comestible con la caída de los pétalos. Juntos, nos enfrentamos a todo un enjambre de abejas para extraer la miel de una colmena que pendía de la rama de un pino. Nos reímos como chiquillos el día en que un ave le hizo correr de sus picotazos cuando lo sorprendió intentando coger dos huevos de su nidada. Ese día fue cuando me anunció solemnemente que a partir de entonces no volvería a probar alimento animal alguno. Me aclaró con un deje de sorna que no lo hacía por el miedo al ave, sino por la actitud de ésta defendiéndose de una agresión que calificó de injusta e innecesaria. También nos asustamos el día que me puse enfermo por la ingestión de unas peras mal conservadas. Durante tres días permanecí en el interior de mi amanita con fiebres intermitentes y continuas diarreas. El muchacho se mantuvo atento a cualquier incidencia que tuviese que ver con mi salud, pero lo sorprendente fue descubrir lo rápido que asimilaba mis enseñanzas y la capacidad que mostró para desenvolverse en el bosque como si se tratara de su habitat natural. -87-


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A los cuatro días, yo estaba totalmente recuperado, a la vez que preocupado por el cuidado de unos injertos de frutal que habíamos realizado en unos árboles. Si no se habían renovado los emplastes de resina, ya estarían secos o comidos por los pájaros. Pero mi sorpresa fue grande cuando descubrí no sólo que no se habían perdido los injertos, sino que el muchacho había continuado injertando por su cuenta hasta finalizar una tarea que yo había previsto para dos jornadas. Demostró durante esos días que estaba especialmente dotado para comprender y aprender los entresijos de las plantas y de todas sus propiedades, incluidas las propiedades curativas de cada una de ellas. Según me detalló, a requerimiento mío, la mezcla y las proporciones empleadas para realizar caldos o cataplasmas eran propias para alguien que llevara años utilizándolas con regularidad. Mi interés por la situación le hizo preguntarme a su vez si esto se debía a una lógica desconfianza hacia él. La sinceridad de mi respuesta fue tan espontánea y entusiasta como la mostrada por él al darme las gracias. Llegué a emocionarme cuando me explicó que lo había hecho de la misma manera que lo habría hecho con cualquier ser vivo, pero que mi caso le había hecho llorar desde dentro de sus entrañas. A mediados del verano, me propuso trasladarnos a otro lugar que nos proporcionara más comodidad para realizar nuestras tareas en el campo o con los animales. Hablamos de ello durante cuatro o cinco días dando nuestra opinión acerca de planes que no existían hacía apenas cuatro o cinco minutos. Estábamos tan entusiasmados con la conversación que olvidamos hasta la importante tarea de soltar la acequia entre las calles de mazorcas cuando el sol era soportable y sus rayos parecían a punto de doblarse sobre el suelo. No me importaba en absoluto, pues desde hacía demasiado tiempo estaba trazando mis propios planes que eran compartidos por otro ser. Habíamos llegado a la conclusión de que el lugar debía estar próximo a un río o manantial y que debía ser muy llano. -88-


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También tomamos la decisión de que estuviese lo más desarbolado posible, permitiendo el paso de un caudal de sol continuo e ininterrumpido. Parecíamos dioses creadores a los que nada ni nadie puede interferir en su labor creadora. Todo estaba a nuestro alcance sólo con desearlo. Hubo momentos en que podíamos inventar a velocidad de vértigo, mezclando nuestra inventiva hasta el punto de crear maravillosos escenarios criollos aptos para cualquier especie animal o vegetal. Sólo discutimos sobre la fecha de nuestra marcha. El muchacho mostraba su juvenil impulso para partir inmediatamente, en cuanto nos levantásemos por la mañana temprano, con el alba restaurando el verde vegetal en su lugar diurno. Por mi parte, yo me sentía incómodo en mi papel y mi necesidad de adulto previsor. Llegamos al acuerdo de esperar hasta la primavera mientras madurábamos algunos aspectos que no quedaron claros tras la euforia de los primeros momentos. También debíamos esperar para dejar el lugar del bosque que ocupábamos tal y como estaba antes de nuestra provisional instalación allí. No se trataba de borrar cualquier señal de nuestra presencia para protegernos de amenazas posibles, sino de dejar la marca virginal de la naturaleza: aquel lugar no pertenecía a nadie y nadie por tanto tenía derecho a alterarlo sin que fuese necesario. Hacía ya tiempo que decidimos que el lugar era la mejor fortaleza para nuestra seguridad, defendida por sus mejores guerreros: la obra de Vinias y la necedad humana instalada en las entrañas de la vida. En realidad, todo ello era necesario en mayor o menor medida, pero lo que realmente era imprescindible para mí era decidir qué hacer con el legado de mis antepasados que reposaba bajo esa tierra desde hacía miles de años. Por un lado, yo estaba obligado a permanecer cerca de él para poder seguir alimentando mi mente con aquellos libros, pero por otro lado estaba obligado a realizar mi propio futuro. Tambali me manifestó su deseo de portar algunos de los libros para estudiarlos y ampliar su exigua educación. Durante el tiempo transcurrido hasta la primavera, no hi-89-


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cimos otra cosa que aprender de unos tomos los rudimentos para cultivar la tierra en cualquier estado. Elegimos unos libros traídos hacía más de doscientos años por unos viajeros de la parte del mundo en que los desiertos ocupaban casi toda la superficie de los países. Fue Tambali el que propuso los temas que le interesaban para estudiar y yo seleccioné los libros adecuados que habían de acompañarnos cuando cambiásemos de ubicación dentro del bosque. Me pidió entre otros, libros que hablasen de animales, plantas, estrellas, medicina... También me pidió algunos de aventuras, dejando a mi elección el tipo de aventuras. Me sentí dichoso viendo cómo aquel chico que había aparecido en mi vida de repente tenía unas inquietudes tan parecidas a las de mi juventud. La semejanza era tal que yo me identificaba con él y participaba de sus inquietudes con el mismo ánimo juvenil de mis primeros setenta años. En los libros elegidos aprendimos cosas que yo mismo desconocía. Recuerdo especialmente cuando estudiamos el cultivo en tierra de secano, pues era una cosa que ni tan siquiera había pasado por mi cabeza como idea. Me pregunté a qué podía deberse dicha inquietud y sospeché de inmediato que obedecía al deseo del chico de volver algún día a su ciudad y poder defenderse en un terreno que la propia naturaleza había desertizado con los años. En este punto, la tristeza acudió a mi corazón, pues supe que tarde o temprano el muchacho partiría de regreso y yo volvería a mi soledad de forma irremediable. Algo debió leer en mi semblante que le llevó a preguntarme si me sucedía algo. Le conté mis impresiones y se rió al tiempo que me contestaba que no se le había ocurrido tal posibilidad. Me comentó que había seleccionado los temas de estudio guiado por lo novedoso de los mismos o por mero interés informativo. Llevado por mi deseo de no separarme de él, mis preocupaciones desaparecieron en cuanto retomamos el proyecto de mudanza. En los libros encontramos soluciones para la conservación de alimentos perecederos como las frutas. A falta de vasijas de vidrio como se recomendaba en los libros, los -90-


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metimos en calabazas secas y huecas que yo usaba como recipientes para almacenar agua. También aprendimos a conservar carne y pescado totalmente salados que con posterioridad podían ser consumidos directamente acompañados por el pan que nosotros mismos fabricábamos a la manera de mi pueblo, es decir rellenando la masa con pasas y especies molidas que le daban su característico sabor y le aportaban abundante cantidad de vitaminas y proteínas necesarias para nuestro organismo. Una noche, mientras cenábamos, Tambali leía uno de los libros igual que hacía muchas noches durante la cena y antes de dormir. Recuerdo que yo le acercaba un trozo de tortilla de cebolla pinchado en la punta de su cuchillo cuando comenzó a llamar mi atención con la voz y el cuerpo muy agitados. Me leyó el párrafo del libro que le había provocado aquel entusiasmo inmediato y nos enteramos de la existencia de una seta, el kéfir, que podía fermentar la leche en un día dejando una masa casi viscosa de agradable sabor y gran poder alimenticio. Me explicó que su madre le daba algo parecido a lo descrito en aquellas páginas cuando eran las fiestas de la ciudad. Nos llevó dos semanas encontrar aquella seta y una tarde preparar vasijas de calabaza con la leche y el hongo. El chico se comportaba ante este tipo de acontecimientos como un niño de edad más corta. Durante gran parte de la noche y desde la mañana temprano, no hacía más que ir y venir hasta las vasijas para poder ver los cambios que se iban produciendo. Era como si esperara contemplar muy lentamente, con sus propios ojos, la conversión de la leche en pasta viscosa . Creo que hubiese podido permanecer todo el día sentado delante de las vasijas con la mirada fija, pero el nerviosismo que se había apoderado de él lo hubiese hecho imposible. Así era Tambali. Era capaz de pasar de un estado de ánimo a otro con la misma rapidez que cesa de llover, casi de repente. Su curiosidad no tenía límites, al igual que su capacidad para el aprendizaje. Aprendía de igual manera ayudado por mi experiencia y mis explicaciones, que ayu-91-


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dado por la lectura atenta de algún libro. Por mi parte, la edad interpretaba su apático papel ante los descubrimientos y me inclinaba a buscar refugio en temas relacionados básicamente con la palabra hablada. También en este campo, el muchacho mostraba una aptitud excepcional, llegando a convertirse en uno de los mejores conversadores que yo había conocido jamás, incluidos los ancianos de mi extinta comunidad. Para cuando los fríos empezaron a remitir, noté que había experimentado un cambio en mi interior sin saber cómo ni cuándo. Para entonces, era capaz de sentir un nerviosismo, creo que similar al del muchacho, que llegaba a manifestarse nítidamente en mi cuerpo levantando el vello de mis brazos desde los mismos poros de la piel. Mi interior era también como más optimista y me llevaba a pensar más en el futuro que en el pasado, todo lo contrario de lo que me venía sucediendo desde hacía largas décadas. Puedo afirmar que estaba viviendo una segunda juventud, pero mucho más intensa y rica que la primera. Al llegar la primavera, teníamos ya dispuesto todo para emprender el traslado. El lugar elegido distaba de allí unas dos jornadas de viaje ininterrumpido en dirección noroeste. Para la partida sólo nos quedaba la tarea de borrar las señales de nuestra presencia en el lugar y dejar todo lo más parecido posible a como lo encontramos. Después de tantísimos años en aquel lugar, no era extraño que me invadiese la melancolía al abandonar lo que había sido mi residencia, pero de nuevo otra vez venció esa especie de ímpetu juvenil que me había transformado desde que apareció el joven. Habíamos llegado a la conclusión de que la mudanza nos haría volver varias veces hasta allí. Esta circunstancia me permitiría al menos que el abandono de aquel sitio fuese gradual, pues siempre me quedaría la posibilidad de volver en caso de necesidad. Era evidente que todo lo que queríamos transportar no podría ser llevado sino en varias tandas, atendiendo a la prescindibilidad de lo transportado para decidir en qué viaje lo cargaríamos. -92-


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El chico me hizo notar que sólo había una cosa imprescindible que no podríamos cargar nunca. Sorprendido y sin saber qué podría ser, le pregunté qué era y me dijo con toda la naturalidad del mundo que la Galería del Saber. Este era el nombre con que una tarde decidió llamar a los cientos de metros excavados bajo tierra desde el interior de la amanita y que albergaban los libros acopiados por varias generaciones. No sé qué me sorprendió más, si el hecho de que lo hubiera observado él antes que yo o el hecho de no haberlo observado yo por mí mismo. Acto seguido me volvió a sorprender de nuevo al decirme que había encontrado solución al problema. Ni yo mismo hubiese sido capaz de pensar como lo había hecho el chico. Me comentó su proyecto de realizar varias galerías en el lugar al que íbamos donde podríamos almacenar unos seiscientos o setecientos libros. De esta manera tendríamos resuelto el asunto para una temporada. Con el tiempo, haríamos una excursión a la Galería del Saber para devolver los libros que no nos hicieran falta y llevarnos los que necesitásemos. El colmo de la previsión fue la parte del proyecto en la que él se ofrecía como persona idónea para llevar anotados tanto los libros a devolver como los libros a traer. Aún hoy se me humedecen los ojos al comprobar cuánto llegué a identificarme con aquel chaval y cuanto llegué a amarle en secreto, pues no quería de ningún modo que tal sentimiento pudiese modificar un ápice su naturalidad para conmigo. Durante largas noches, busqué la soledad y me encontré con una serie de sentimientos nuevos para mí y traté de encontrar en mi memoria referencias oídas durante mi vida. Comprendí muchas cosas. Entre ellas a qué se refería un padre cuando hablaba de amar a su hijo más que a nada en el mundo, a qué una mujer al hablar de su amor a otra persona, a qué un niño al expresar su sentimiento por un pequeño animal. Nunca oí hablar, sin embargo, del amor de nadie hacia otra persona sin un vínculo de relación preestablecido. A pesar de todo, aún no estoy seguro de que estas referencias correspondan a lo que yo sentía, pero fui feliz descubriendo este nuevo mundo de sensaciones. -93-


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Con la llegada de la primavera, cargamos unas andas que habíamos preparado para el transporte y comenzamos a caminar como si conociésemos de siempre el camino emprendido. Fue menos traumático de lo que yo había pensado. Cogimos con nuestras manos las andas, uno delante y otro detrás, y comenzamos a caminar intentando acompasar nuestros pasos y teniendo cuidado de que no cayese nada de la carga. Cuando miré hacia atrás por primera vez, la cabaña construida sobre el árbol era lo único que podía distinguir con nitidez suficiente. Me invadió la sensación de que iba a volver pronto y con esta sensación nos cogió la noche en el camino. Debido al peso que porteábamos y al paso lento empleado, los dos días previstos para hacer el camino pasaron a ser tres y medio. Cuando llegamos, nos pusimos a trabajar sin examinar siquiera el lugar. De esta forma avanzamos muchísimo y nos sorprendíamos a todas horas con descubrimientos nuevos en materia de plantas, rocas, lugares, animales, etc. Lo único que distrajo un poco nuestra atención fue el hecho de tener el sol presente en nuestra vida cotidiana después de tanto tiempo, pero trabajamos como hormigas. Para ejemplificar lo que quiero decir, basta con mencionar el hecho de que fueron tres meses el período de adaptación para tener satisfechas el grueso de nuestras necesidades más básicas. Cuando llegó el verano, comenzamos a prepararnos para localizar y supervisar los alimentos que iban a llenar nuestra despensa construida en una oquedad de la copa de un plátano gigante. En sólo tres meses habíamos resuelto todos los problemas de infraestructura y ya funcionábamos casi como cualquier verano anterior.

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PARTE IV

Los cambios El paso del tiempo fue acelerado desde que nos mudamos a nuestro nuevo territorio. Al cumplirse los tres años de estancia allí, pude comprobar que se habían producido notables cambios en aquel muchacho al que yo ya creía conocer desde toda la vida. El tono de su voz cambió imperceptiblemente haciéndose más grave y ronco. En su cara, comenzaron a salir primero unos leves granos de tono rojizo y, posteriormente, unos incipientes vellos que poco a poco fueron cubriendo la parte baja de su cara y la parte superior de su cuello. Pero no sólo fueron éstos los cambios que experimentó Tambali. Su manera de pensar y de expresarse también acusaron un cambio aproximándose más a una forma de pensamiento adulta. He de reconocer que este último cambio se produjo de una manera que me hizo sentir vanidosamente un poco responsable de ella, pues era mucho el parecido de su pensamiento y su vocabulario con el mío propio. A pesar de todo, el muchacho nunca perdió su propia identidad y esto provocó que yo mismo cambiase, sin percibirlo, mi propia manera de pensar y de hablar. En lo que se refiere a nuestra vida cotidiana, desde el principio acordamos una forma de actuar que nos permitía atender a todas nuestras necesidades sin menoscabar nuestros intereses personales. El chico se mostró siempre interesado por aquellos temas directamente relacionados con -95-


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el cultivo y la cría de animales. Nunca llegué a entender su propuesta de llevar a la práctica una idea leída en uno de los libros que periódicamente cambiábamos en las galerías del saber. El muchacho me comentó la conveniencia de tener un reducido número de animales recogido en un lugar próximo a nuestra vivienda. Según él, esto nos permitiría tener siempre a mano alimentos básicos y de consumo diario como leche y huevos. Yo le objetaba que esta idea no era necesaria y que el mantenimiento de los animales nos daría un trabajo extraordinario buscando alimento y manteniendo el lugar en unas condiciones aceptables para ellos. La discusión acabó cuando él se adjudicó la responsabilidad y asumió en solitario todo el trabajo que se derivase de esta actividad. El tiempo acabó dando la razón a la idea que había tenido, pues no sólo teníamos el alimento disponible en cualquier momento, sino que también sirvió aquella granja -así se la llamaba en el libro- para aumentar el número de animales de las especies que cuidaba y, además, para sanar algunos que hallábamos heridos en el bosque. En cuanto a los cultivos, los libros nos llevaron a tener todo el alimento vegetal necesario para nosotros y para la comunidad animal que manteníamos. También conseguimos nuevos frutos, desconocidos hasta entonces, a base de mezclar mediante injertos varias especies de las que sí eran conocidas por nosotros. Mientras él se dedicaba fundamentalmente a estos menesteres, yo por mi parte me dedicaba a lo que había sido una constante entre los de mi especie, incrementando día a día los conocimientos acerca de las propiedades de cualquier cosa que la naturaleza nos ofrece. Las nuevas rocas que encontramos en aquel lugar ampliaron grandemente mis conocimientos previos sobre los minerales, igual ocurrió con algunas plantas desconocidas hasta entonces por mí. Había un tema que era de común interés y que nos robaba a menudo las noches enteras: la observación del cielo y de las estrellas. En un tratado árabe, Tambali encontró la -96-


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clave para fabricar un instrumento que fue fundamental para la observación del cielo. Tuvimos que volver una y otra vez a la Galería del Saber hasta encontrar restos de lentes que en otro tiempo habían servido a la gente de mi pueblo para poder subsanar carencias de la vista. Después de numerosos intentos, un día conseguimos colocar las lentes en la posición y la distancia precisos para permitirnos contemplar la luna con más nitidez y a un mayor tamaño de lo que nunca nadie lo había hecho. La inventiva del chico parecía no tener límites y tras dos meses de trabajo con las lentes y con distintos materiales había conseguido construir un artilugio que nos permitía acercarnos a la luna aunque sólo fuese con la vista. Aquel artilugio nos permitía también ver las montañas y los árboles lejanos que, a simple vista, sólo eran borrones en el paisaje. El chico poseía a mi juicio una extraña habilidad para materializar cosas que observaba en las ilustraciones de los libros sin apenas materiales. De esta manera, se las ingenió para insertar las lentes en un tubo de caña hueco y así disponer de un artilugio semejante al de la lámina del libro y con unos resultados parecidos a los descritos en el texto. En cuanto al lugar en el que vivíamos, ya he referido que se encontraba en un lugar del bosque en el que los árboles habían cedido su espacio para dejar una llanura al descubierto en la que nos instalamos, construimos la cabaña sobre un árbol y cavamos unas galerías bajo sus raíces. En la misma llanura levantamos una cerca en la que acomodamos a los animales, muy cerca de una porción de terreno dedicada al cultivo de plantas. Incluso dedicamos una parte de tierra a trasplantar y plantar varios árboles frutales. Desde allí podíamos contemplar el cielo a cualquier hora del día o de la noche. Al principio nos resultó extraña la observación del fenómeno de la desaparición de las copas de los árboles desde la lejanía. Tanto tiempo viendo el fenómeno desde abajo, nos hacía verlo como si fuese totalmente nuevo los primeros días. Igual de novedosa nos pa-97-


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reció la contemplación del amanecer directamente por encima de una lejana colina, o el atardecer viendo el sol ocultarse lentamente sobre las copas soltando sus destellos anaranjados. Junto al huerto, corría un pequeño arroyo de aguas limpias que nos proporcionaba agua para beber y algunas ranas que aprendimos a cocinar y a degustar una vez vencida la inicial repugnancia. Fue otro de los inventos sacados de aquellos libros por el chico. Lo mismo que la ocurrencia de hacer canales que serpenteaban entre los cultivos y que se llenaban de agua comunicando el borde del arroyo con el interior del canal más próximo a él. Cuando todo el canal construido estaba lleno de agua, bastaba con tapar la comunicación con el arroyo mediante la colocación de un gran pedrusco que impedía la salida del agua desde el arroyo. Buenos recuerdos guardo de aquellos años, los últimos en los que llegué a sentir ilusión y unas inmensas ganas de vivir. Junto a estos gratos recuerdos, sólo uno empaña la felicidad que me invadía. No se me hubiera ocurrido pensar en ello ni el muchacho había dado el menor indicio de que algo parecido pudiese suceder en ningún momento. Pero el día llegó y el momento saltó ante mí como un trueno en una soleada mañana de verano. Recuerdo que Tambali tenía entre sus manos esa mañana un ejemplar de gramática que leía con idéntica concentración a la mostrada cada vez que un libro ocupaba sus manos y sus ojos. Le pregunté qué leía y, con toda la naturalidad del mundo, me contestó que un manual de gramática. Pregunté a continuación que para qué leía tal cosa y, otra vez con naturalidad, me contestó que le gustaría que sus amigos de la ciudad pudiesen algún día aprender a leer y a escribir de la misma forma que él lo había hecho. Después de esta respuesta, desaparecí de aquél sitio argumentando que iba a buscar unas plantas al interior del bosque. Justo cuando giré mi cabeza, mis ojos comenzaron a humedecerse y un ligero temblor se apoderó de mi cuello y de mis mandíbulas. No volví hasta pasados tres días. -98-


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Durante esos días, me invadió todo un mundo de sensaciones que se sucedían unas a otras con vertiginosa rapidez. Era cierto que nunca hablamos de tal posibilidad y que ambos parecíamos compartir la idea de permanecer juntos para siempre, pero la meditación y la tranquilidad que me produjo la ingestión de ciertas plantas me hicieron recapitular los días transcurridos en su compañía desde el primero hasta el último. Al tercer día, reparé en el detalle de que nunca había mencionado la posibilidad de la partida, pero nunca tampoco había mencionado la posibilidad de permanecer allí para siempre. Recordé el motivo de la partida de Tambali de su casa y comprendí que la idea del retorno siempre había estado latente en él, sólo que mi propia felicidad me había cegado para verla. Quizás fueron los tres días más amargos de mi vida; de hecho no dejé de llorar hasta que decidí aceptar las cosas como son y no como yo quería que fuesen. Decidido a volver junto al chaval, me dirigí primero a mi antigua amanita y, de lo más profundo de ella, saqué un libro especial, un libro en el que se mezclaban gran cantidad de tintas y caligrafías que continuaban una historia común. En los trazos que finalizaban las páginas escritas se podía reconocer fácilmente mi propia letra. Este libro tan especial comenzó a escribirse hacía más de mil años y en él estaba escrita la historia de mi pueblo a lo largo de siete generaciones. Sólo faltaba escribir el final. Pensé en Tambali como la persona idónea para finalizarlo. Este pensamiento fue fundamental para sentir de nuevo dentro de mí la necesidad de volver junto al muchacho. Cuando regresé, lo encontré dedicado a la faena de cuidar a los animales de nuestra granja. Parecía totalmente ajeno a lo que yo había pasado durante los tres últimos días. Nada más verme, me saludó y se acercó para que le contase a qué se había debido una ausencia tan prolongada. Yo eludí la respuesta verdadera y le pedí que aguardase a la noche, pues tenía que hablarle de algo muy importante para mí. Acto seguido, fingí para no delatar mi preocupación y me dispuse a preparar unas conservas que ya debían llevar dos días debidamente acabadas y almacenadas. El resto de la jornada transcurrió, digamos, con normalidad. -99-


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Al llegar la noche, Tambali sacó el catalejo y me lo tendió al tiempo que señalaba un grupo de estrellas que, según él, tenían forma de dos peces invertidos. Cogí el catalejo y apunté con él de forma distraída hacia el punto que me señalaba en el cielo. Mientras miraba, comencé a hablarle de manera misteriosa acerca de algo que quería que él tuviese. Me preguntó si veía los peces y qué era aquello que debía tener. Contesté sin dejar de mirar por el catalejo más por temor a enfrentar su mirada que por interés hacia lo que veían mis ojos. Mi respuesta sirvió para acercarlo hacia la despensa de las conservas y buscar el libro que previamente había guardado allí. Lo tomó entre sus manos y me bombardeó a preguntas, obligándome a dejar de mirar por el catalejo y a contarle la historia del libro y parte de la de mi propio pueblo. Ya era de madrugada cuando nuestra conversación había entrado en el temido tema de su partida. Me comentó que nunca me había hablado de ello porque nunca se lo había planteado hasta hacía unos días, pero que estaba buscando la manera de volver y de que yo estuviese siempre a su lado. En este punto, el tono de mi negación bastó para convencerlo de que no sería posible por mi oposición a tal proyecto. Lo comprendió y volvió a sorprenderme diciéndome que ya había pensado en tal eventualidad y que la había solucionado. Me explicó que sentía algo extraño dentro de sí que le impulsaba a no renunciar a vivir sin mi compañía, por lo que había resuelto que su vuelta con los humanos sería temporal, lo necesario para enseñarles todo lo que había aprendido en los libros y en el bosque. Cuando hubiese cumplido lo que denominaba su «misión», no dudaría en volver al bosque y buscarme para vivir allí hasta el fin de su vida. El sol nos sorprendió despiertos y fundidos en un abrazo, ambos con lágrimas en los ojos. En esta posición le pregunté por el día para el que había previsto su partida y, apretándome contra su cuerpo, me respondió que para el final del invierno. Al oírlo, apreté con más fuerza mi abrazo y, a los pocos instantes, nos soltamos. -100-


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Tras la charla que tuvimos esa noche, he de decir que la tristeza no volvió a aparecer en mí, pues había comprendido por un lado que era inevitable su marcha y, por otro, que nadie podía haber sentido nunca nada parecido a lo que yo había sentido y sentía por aquel chico. Los meses que transcurrieron hasta el invierno los pasamos como si nada fuese a ocurrir próximamente. Nos dedicamos a nuestras tareas habituales y sólo al llegar el otoño le planteé mi deseo de volver a mi amanita para vivir allí hasta su regreso. Acordamos deshacer todo lo que habíamos construido y emprender una mudanza a la inversa que la primera. Lo preparamos todo y aprovechamos los días de sol para transportar todo lo que teníamos. De vez en cuando, deteníamos nuestra actividad para hablar. Siempre hablábamos de los detalles del viaje o del estado en que podría encontrarse la ciudad cuando volviera. Tambali hablaba de tal manera que parecía que fue el día anterior cuando partió de su casa con sus hatillos colgando del hombro. En su voz y en sus palabras no había el menor atisbo de miedo a lo que pudiese encontrar a su regreso. Tenía la terca y fija idea de que podría dominar cualquier situación con que se encontrase. De vez en cuando, repasábamos el mapa. Otras veces, me contaba algún que otro proyecto de los que bullían en su cabeza para cuando estuviese de nuevo entre los suyos. Yo también comencé a hacer proyectos, contagiado tal vez por su propia actividad. Le conté cómo me había pasado por la cabeza la idea, tal vez descabellada, de buscar a alguien de mi especie realizando breves incursiones fuera del bosque por la parte que daba al norte, pues en aquella zona había visto numerosísimas amanitas y ello me indicaba la posibilidad de que algún otro pudiese haber escapado y se hubiese refugiado en aquella zona. La llegada de las primeras aves migratorias nos hizo ver que el invierno tocaba a su fin. Una noche nos sentamos ante una hoguera y observábamos el cielo con el catalejo. Yo le mostré una agrupación de estrellas sobre la que se podría dibujar la forma de un cangrejo uniendo sus -101-


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rutilantes brillos con una línea imaginaria. Mediante este sistema habíamos dibujado varias formas de animales utilizando agrupamientos estelares que siempre aparecían en el mismo lugar del cielo y en la misma disposición. Tambali se había ocupado de dibujarlos en trozos de papel y de anotar todos los datos que considerábamos interesantes sobre ellos. Mientras dibujaba el cangrejo, hablamos del libro que yo le había proporcionado y de mi deseo de que fuese él quién lo continuase. Aceptó de buen grado y ambos reímos con las mil ocurrencias que iban surgiendo. Aquella noche, sin un motivo aparente, nos miramos en silencio urgando con nuestras miradas el interior de nuestras cabezas. Así permanecimos durante muchos minutos y sólo rompíamos la quietud para tomar alimento o atizar las ramas que ardían en el suelo. Al día siguiente hablamos lo indispensable para comprobar que ambos habíamos pensado en lo mismo. Teníamos que preparar su partida y comprendí que era necesaria e inevitable. Lo hicimos con toda naturalidad.

De nuevo la soledad Pasaron ocho años desde la partida del muchacho sin tener noticia alguna de él. Al principio, me acercaba hasta cinco veces por semana al lugar por donde rodó el día que llegó al bosque con la ilusión y la esperanza de volver a verlo y hablar con él. Pero el tiempo fue cerrando poco a poco estas esperanzas hasta que, transcurridos dos años, decidí no volver nunca más a aquel lugar y tratar de borrar su recuerdo de mi memoria. Era imposible eliminar de un plumazo una parte, quizás la más importante, de mi vida. Los días, las semanas y los meses transcurrían y me iban convenciendo de que aquel chico no regresaría jamás. La razón se negaba a aceptar que el muchacho incumpliría su palabra y en mi mente comenzó a tomar forma la idea de que algo le había sucedido. De vez en cuando pensaba que quizás necesitaría más tiempo para realizar sus proyectos -102-


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y sufría pensando que, aunque así fuese, al menos cabía esperar por mi parte una visita o alguna noticia suya. Hiciese lo que hiciese, su recuerdo era omnipresente y he de reconocer que me había vuelto hosco debido al deseo de volver a verlo. Prueba de lo que digo era el estado de abandono en que me había sumido, descuidando incluso la Galería del Saber, en la que yacían apilados en el suelo todos los libros que había cogido durante este tiempo y que la desidia me había impedido devolver a su lugar. El exterior de la amanita y los alrededores del árbol también padecían los efectos de mi estado anímico, encontrándose esparcidos por todos lados los restos de las comidas y de otras actividades. Lo peor de todo era que no había por mi parte voluntad alguna de cambiar la situación. Incluso recurría al aseo en situaciones límites en las que mi propio olfato ejercía de látigo para forzarme al baño. Me sentía extraño a mí mismo y no era raro verme durante días enteros sentado sobre cualquier piedra con la mirada perdida en un infinito que ni yo mismo era capaz de localizar. Hasta los pocos animalillos que merodeaban por el lugar fueron tratados por mí de forma inusual. Aún recuerdo el miedo instalado en las pupilas de un cervatillo al que amenacé con una vara tratando de alejarlo de mi presencia. El arrepentimiento que experimenté al verlo correr fue apartado de mi mente como algo ajeno y molesto. Una noche, mientras observaba el cielo con el catalejo y consultaba los dibujos y anotaciones realizadas en los últimos días por el muchacho, leí una frase anotada con su trazo en el borde inferior de uno de los dibujos: «hay que ser muy valiente para ser uno mismo y luchar por lo que se desea». Esta frase fue determinante para provocar en mí una reacción. A partir de esa noche, la frase no dejó de zumbar en mi cabeza e incluso llegué a escucharla embutida en la misma voz del muchacho. Fue como una especie de gimnasia del espíritu que me hizo reaccionar y comenzar poco a poco a retomar una iniciativa que me llevaba a recobrar la personalidad que la ausencia me había arrebatado. En un -103-


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mes, todo el lugar había recobrado la normalidad de antaño y yo había tomado una decisión para acabar con aquella incertidumbre que a punto estuvo de sumirme en un estado de locura aceptada. Estudié el mapa una y otra vez y busqué en mi recuerdo detalles del camino que conducía a la ciudad. Tracé mentalmente caminos alternativos para acercarme a la ciudad sin ser visto. Por mi mente transitaron todos los miedos del mundo, pero había que ser valiente incluso para esperar la derrota o la muerte. Tenía decidido obtener noticias sobre Tambali y estaba dispuesto a pagar cualquier precio para conseguirlo. Con todas las precauciones posibles, emprendí la marcha hacia la ciudad caminando de noche para que cundiera más mi paso y para sentirme protegido por la oscuridad. Llevaba cuatro jornadas de camino cuando crucé un arroyo de aguas claras. Recordé que podía tratarse del mismo río en el que pescó el chico para alimentarse cuando salió de la ciudad. Era el momento justo de extremar las precauciones, pues la ciudad estaba sin duda muy cerca de allí. Decidí esperar en una covacha el tiempo suficiente para aclarar las ideas y acometer el final de mi viaje a la ciudad de la que salí hacía ya muchos años. Con el amanecer, renacieron en mí temores que me inducían a volver sobre mis pasos y renunciar a mi empresa, pero la frase leída bajo el dibujo de las estrellas se había grabado con fuego en mi mente y me impidió aceptar dicha alternativa. Esperé no obstante otro día más, pues no tenía una idea clara sobre qué hacer una vez que alcanzase el exterior de la ciudad. Al segundo día de permanencia junto al lecho del río, unas voces me dispararon al interior de la cueva. Las voces se oían muy lejanas y por ello me atreví a salir de mi escondite para estudiar bien la situación. Ya en el exterior, no volví a escuchar las voces, por lo que supuse que se habían debido a mi propia imaginación, pero una ráfaga de viento proveniente del sur volvió a traerme aquellas voces. -104-


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Con rapidez, me encaramé a un árbol cercano desde el que pude distinguir unos lejanos bultos en movimiento que correspondían sin duda a un pequeño grupo de personas que avanzaban en mi misma dirección. Calculé la distancia y deduje que en unas dos horas estarían junto al río mismo en el que yo me encontraba. Tenía dos horas escasas de plazo para buscar una solución al problema. La zona en la que me hallaba no ofrecía muchas posibilidades para encontrar un lugar en que ocultarme que fuese totalmente seguro, por lo que había dos soluciones: volver atrás o esquivar el paso de aquellos hombres ocultándome de manera precaria en la covacha hasta que pasasen. De inmediato descarté la primera opción con una decisión y un valor propios de mis primeros años de juventud. En cuanto a la segunda, estudié el terreno y decidí que el mejor lugar para pasar inadvertido no era la cueva, sino la cima de la gran roca en que ésta estaba excavada. Desde allí podría ver sin ser visto e incluso escuchar su conversación en el caso de que se aproximasen lo suficiente. Desde mi observatorio pude ver cómo se acercaban y saber con certeza que el grupo lo formaban tres adultos y un niño. Pasada una hora desde que los avisté la primera vez, la proximidad me permitió advertir que portaban sobre sus hombros sendas varas que se cimbreaban con el ritmo de sus pasos a pesar de que no llevaban nada colgando de ellas. Junto a las voces, que me llegaban ahora con mayor nitidez pero sin distinguir palabras en ellas, escuchaba un acompañamiento de risas y, estando ya casi a tiro de piedra, lo que parecía una canción interpretada por los cuatro. Fijando la vista en las varas, pude comprobar que éstas iban acompañadas de delgados cordones atados a su extremo más fino, por lo que deduje que se trataba de cañas de pescar y que no iban a otro sitio que al río junto al que estaba yo escondido. Esta posibilidad no se me había pasado por la cabeza y de nuevo el miedo acudió a mí. Ya no tenía posibilidad alguna de abandonar el lugar sin ser visto, por lo que decidí permanecer en el sitio en que me encontraba y ocultarme -105-


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si era necesario en la cara posterior de la roca hasta que emprendiesen de nuevo su camino. El sol me oprimía la cabeza produciéndome casi dolor, pero yo permanecía en mi puesto como si fuese una estatua. Por fortuna, mi raza era mucho más resistente a las inclemencias del tiempo que la humana. No obstante, las gotas de sudor que resbalaban desde mi frente me producían de vez en cuando un escozor en los ojos que iba acompañado de una distorsión de las imágenes que veía. Las voces eran ya perfectamente perceptibles y lograba descifrar lo que decían. En ese momento mostraban su alegría por la cercanía del río y aceleraban el paso para llegar a la orilla. Uno de los hombres llamó la atención del niño para que no gritase ni hiciese nada que pudiera espantar a los peces. El grupo estaba ya a unos treinta metros de donde yo me encontraba y deliberaban sobre el lugar idóneo para comenzar la pesca. El niño señaló unas cañas que crecían desde el interior del agua, unos metros más abajo, y los tres hombres aplaudieron la idea y felicitaron al crío frotando su pelo con las manos. Por suerte para mí, las cañas crecían en dirección opuesta a donde yo me encontraba, lo que me iba a permitir sentirme seguro y escuchar prácticamente todo lo que allí se hablara. El grupo se había instalado junto al cañaveral y allí dispusieron todos sus preparativos para pescar. Las cañas fueron empotradas entre la tierra y los pedruscos que abundaban en aquella zona, lo que les permitía realizar otras actividades mientras picaban los peces. De hecho, no tardaron en sentarse en el suelo y comenzar una animada y sigilosa conversación al tiempo que se pasaban un pellejo que, de seguro, contenía vino o cualquier otro licor refrescante. El niño portaba su propia y diminuta redoma. Desde mi improvisada atalaya, permanecí alerta y pendiente de la conversación, intentando captar cualquier palabra que me aclarase un poco las ideas en aquella comprometida situación. El sudor y el calor eran muy molestos, pero soportables. Lo que empezaba a ser un problema era la sed, sobre todo en los momentos en que mis ojos capta-106-


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ban la imagen de alguno de los hombres aliviando la suya propia. Comencé a estudiar la posibilidad de bajar por la cara trasera de la roca para buscar algo con que aliviar mi boca y mi garganta. Pero justo en ese momento escuché unas palabras que atrajeron mi atención y alejaron la sensación de sed. El hombre más alto decía algo relativo a las enseñanzas recibidas en la galería, mientras los demás asentían con la cabeza a la vez que hablaban de cultivos y rebaños. Durante más de media hora, mis oídos fueron testigos de continuas referencias al bienestar y la alegría que había en la ciudad desde la llegada de una persona a la que en ningún momento nombraron directamente por su nombre. Todo ello era continuamente contrapuesto a una época de tristeza y dolor que no era tan lejana, pues el mismo niño refrescaba la memoria colectiva con alguna experiencia propia en ese sentido. Mientras pescaban, aquellos hombres no paraban de hablar. El que parecía más joven hablaba continuamente a los demás indicándoles el modo en que debían hacerlo todo: cómo lanzar el hilo, cómo mantener la caña, cómo agitarla para llamar la atención del pez sin espantarlo y, a cada poco, comentaba que así se lo había enseñado «él». Los demás seguían sus instrucciones y todos consiguieron atrapar algún pez a lo largo de la tarde. Incluso el niño consiguió su pieza. El miedo a ser descubierto menguó poco a poco, pues la actitud de aquel grupo distaba mucho de ser huraña y feroz, tal y como yo recordaba en los últimos humanos que conocí. Avanzada la tarde, uno de ellos ensartó los peces en un junco, para facilitar así su transporte. En ese momento escuché su nombre por primera vez después de reconocer en aquel método de transporte el ingenio de Tambali. El crío preguntó al hombre que ensartaba los peces que quién le había enseñado el truco, y el hombre contestó que fue el mismísimo Tambali. Casi se me sale el corazón del pecho. Agucé el oído y la conversación giró desde ese momento en torno al muchacho que había sido mi compañero, aunque aquellos humanos se referían a él como si de un adulto se tratase. Enseguida caí en la cuenta de que por aquella fe -107-


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cha Tambali tendría esa edad en que se produce el tránsito de la juventud a la madurez entre los humanos. Un par de lágrimas humedecieron mis ojos mientras comprobaba que sus palabras y sus proyectos se estaban cumpliendo. Era evidente que aquel grupo de humanos hacían lo que él les había enseñado. Sus palabras así lo corroboraban. A lo largo de la conversación, pude coger detalles acerca de un hombre que había conseguido reactivar a toda una colectividad que ahora luchaba por progresar, después de tanto tiempo dormida por su propia locura y su propio orgullo. A pesar de ello, aún no me podía arriesgar a pensar que lo escuchado de aquellas bocas fuese común para toda la comunidad. La prudencia me aconsejaba esperar a escuchar otras voces y otras palabras con las que poder contrastar mis primeras impresiones. Sobre todo, tenía que velar por mi propia seguridad. La voz del niño anunció que el cielo se nublaba y el grupo partió de regreso a la ciudad con sus cañas al hombro y la sarta de peces acompañándoles en el junco. Bajé de la roca y lo primero que hice fue buscar agua con la que saciar mi sed. Luego esperé un tiempo prudencial para seguir el mismo camino por el que se alejaron los pescadores. Tras unos minutos de camino y al final de una cuesta, alcancé un otero desde el que divisé la ciudad, aún lejana, después de tanto tiempo. Permanecí allí en actitud contemplativa queriendo ver todos los detalles de todos los paisajes que se me ofrecían a la vez. Pude ver largas hileras verdes paralelas que cambiaban a cada poco su tamaño o su tonalidad: eran pequeños pero numerosos huertos que poblaban las afueras. Junto a los cultivos, se podían adivinar menudos rebaños de animales rodeados por empalizadas similares a la que Tambali construyó para nuestros animales. Sobre los tejados de las casas se podían ver delgados hilos de humo que ascendían con lentitud hacia el cielo y quedaban flotando bajo las nubes con sus tonos blancuzcos y grises que poco a poco iban siendo absorbidos por las nubes más pardas que poblaban el cielo amenazando lluvia. -108-


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Con lentitud, y sin dejar de mirar la ciudad, comencé a caminar de nuevo mientras pensaba que aquello que mis ojos contemplaban era parte de la obra que mi compañero había realizado durante aquellos años. La cercanía de la ciudad me iba permitiendo contemplar nuevos detalles como el aspecto de las casas. Yo las recordaba con un tono entre el gris de la piedra y el marrón de la argamasa que nada tenía que ver con los vivos colores blancos o azules que ahora tenían sus fachadas. Recordé las pruebas que realizó en una ocasión con calizas y otros minerales previamente reducidos a polvo y mezclados entre sí con agua. Aquella ciudad había experimentado un notable cambio desde que yo la vi por última vez, hacía tal vez demasiados años. Sin percibir cuándo, el espíritu se me había llenado de miedos nuevos mezclados con antiguos temores al tiempo que mis músculos se movían con mayor rigidez que hacía un rato. Había llegado junto a un huerto en el que crecían cebolletas, habas, lechugas, pimientos y varias hileras de árboles frutales. Decidí permanecer oculto entre los frutales hasta poner orden en mis ideas. Hasta aquel refugio improvisado llegaban algunas voces de la ciudad sin que yo pudiese distinguir qué decían, lo que me indicaba que estaba lo suficientemente cerca como para oír cualquier aproximación de humanos. Con la mirada busqué un lugar más propicio para ocultarme a la vista de cualquiera que saliese o entrase a la ciudad y me topé con una especie de cobertizo que había unos metros más atrás de donde yo me encontraba. Llegué hasta allí y abrí una puerta que sólo estaba entornada. No era grande, pero me ofrecía toda la seguridad que yo buscaba y me instalé en él arrinconando los aperos de labranza que se guardaban en su interior de modo que me permitía disponer de un espacio suficiente incluso para descansar echado en el suelo sobre unos sacos de lino vacíos. Decidí aguardar a la caída de la noche para realizar una primera aproximación a las calles de la ciudad. La tormenta dejó de ser una amenaza para caer sobre el lugar en forma de finas y constantes gotas de agua. Pude comprobar que el techo del cobertizo protegía más de lo -109-


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que desde el exterior parecía, pues no caía ninguna gota filtrada por alguna rendija. Para cuando cesó la lluvia, la oscuridad era total dentro de mi refugio, señal de que la noche había caído y de que era la hora de tomar la decisión de enfrentarme al objetivo de mi viaje. Abrí la puerta con cautela y me asomé al exterior. No había nada porque nada se veía, a excepción de unas débiles luces sobre el lugar en que debía estar la ciudad. Salí a campo abierto y durante unos instantes estuve adaptando mi visión a la oscuridad. Era fundamental elegir el camino adecuado y cuidar de no tropezar con nada. Rodeado por uno de los silencios más espesos que jamás había escuchado, me fui aproximando hasta las luces que brillaban a lo lejos. La poca luz que había sólo me permitía ver lo que mis pies pisaban y poco más, por lo que tardé mucho más de lo que la distancia exigía. El silencio era tan impresionante que comenzó a infundirme un temor inexplicable, hasta que deduje que, por la hora y por la inclemencia del tiempo, los humanos debían estar en sus casas durmiendo en la mayoría de los casos. Este pensamiento me relajó y me infundió los bríos suficientes para acelerar un poco el paso y alcanzar las primeras casa rápidamente. La oscuridad no era suficiente para ocultar mi presencia, pero sí lo era para no delatar mi identidad a una distancia no inferior al par de metros. Así llegué hasta las fachadas posteriores de un grupo de casas en cuyas ventanas no veía ninguna luz ni se oía voz o ruido alguno. Era tanta el ansia de llegar hasta la ciudad que olvidé una precaución importantísima: caso de ser necesario, en ese momento me resultaba totalmente imposible saber por donde volver hacia el camino que conducía al cobertizo. Los temores se apoderaron de nuevo de mi persona haciéndome pensar con notable dificultad y desesperación. Por suerte, el silencio continuaba abrigándolo todo. Cerca de donde me encontraba, vi un resplandor luminoso que salía de la esquina de una de las casas. Supuse que se trataba de alguna antorcha fijada a la pared cuya misión consistiría en iluminar aquel trozo de calle. Me di-110-


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rigí hacia el resplandor y comprobé que no me había equivocado, pero al mismo tiempo pude observar que no era una antorcha corriente tal y como yo las conocí años atrás, sino que se trataba de una antorcha cuya llama brillaba en el interior de un recipiente de vidrio que la protegía del viento y de la lluvia. También en aquel cacharro creí ver la mano de Tambali. A la luz de la llama, la calle y las casas presentaban un aspecto extremadamente cuidado y grato para la vista. Todo estaba cuidado y limpio. Las maderas de puertas y ventanas habían sido sin duda pintadas recientemente. El suelo de la calle ya no era de tierra como antaño, sino que había sido cubierto por piedras labradas y encajadas entre sí de manera uniforme. Del interior de una ventana, salía un resplandor que delataba que sus moradores aún estaban despiertos, por lo que decidí internarme por una de las calles que partían de aquel punto y que ofrecía una oscuridad absoluta en todas sus ventanas. Caminé con rapidez y en silencio hasta llegar a una plaza. Mis ojos se empañaron cuando contemplaron el espectáculo de sus cuidadas fachadas y sus soportales a la luz de al menos doce antorchas. En uno de sus rincones descubrí el abrevadero para los animales en el que habían aprendido a nadar las últimas generaciones de humanos durante el tiempo de la sequía. El antiguo abrevadero de vetusta madera había dado paso a uno de sólida construcción en la que se mezclaba la madera con la piedra y los adobes. Tan cuidado era su aspecto que dudé de que su uso fuese dar de beber a los animales, pero los restos de excrementos que lo rodeaban no dejaban lugar a la duda. De repente, me vi impulsado por una misteriosa fuerza y caminé en la dirección del que había sido el hogar de mi añorado amigo Vinias. El camino me era familiar en cuanto al trazado, pero extraño por el aspecto de las casas y los suelos que pisaban mis pies. Doblé la última esquina antes de llegar a la calle en que se encontraba y mi corazón se contrajo al tiempo que mis ojos lloraban y un nudo se hacía en mi garganta. Sobre el que había sido el balcón de Vinias había una madera rotulada en la que se podía leer «Galería del Saber». En ese momento quise apretar entre mis brazos a Tambali y besar su cara y sus manos, pero no era posible. -111-


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Recordé una puerta posterior que servía para introducir la leña en la casa y hacia allá me dirigí con la esperanza de poder entrar por ella.

Últimos recuerdos La estructura de la casa continuaba siendo idéntica a la que yo había conocido: las mismas habitaciones, los mismos pasillos, las mismas salas, el mismo patio, la misma cuadra y, por supuesto, el mismo desván en el que Vinias había ocultado el mapa. El desván era la única dependencia de toda la casa que no estaba ocupada por largos y numerosos anaqueles repletos de libros. Por su parte, la leñera había sido destinada a almacenar verdaderas montañas de papeles y cajas que contenían libros que estaban repetidos en la casa o que aún no habían sido examinados y, por tanto, no tenían una ubicación concreta en los anaqueles. Decidí que la leñera era un lugar idóneo para esconderme durante el día y, desde allí, realizar nocturnas incursiones a la ciudad. En cualquier rincón de la casa reconocía la mano de Tambali, pues los libros estaban ordenados de idéntica manera que los de la auténtica Galería del Saber. Incluso una de las salas tenía una mesa y varios taburetes a su alrededor que me recordaron inmediatamente la sala en la que tanto tiempo pasé bajo tierra copiando o leyendo libros allá en el bosque. Cada sala de la casa estaba permanentemente iluminada por un candil de aceite, pero la luz no se detectaba desde el exterior debido a que los postigos de las ventanas estaban cerrados. Esta circunstancia me permitía moverme a placer por toda la casa sin que el reflejo de mi sombra pudiera ser visto desde la calle. Durante toda la noche examiné cada rincón de aquella casa hasta que, desde el patio, comenzó a entrar una claridad que era el anuncio inequívoco de que estaba amaneciendo. Subí de nuevo al desván en el que no había libros ni luz y pude ver entonces que había sido convertido en una especie de observatorio con su correspondiente catalejo construido con un tubo de metal -112-


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y varias lentes de distintos aumentos en su interior. Junto al catalejo, había una mesita en la que se mezclaban varios libros de astronomía árabe con papeles en blanco y otros dibujados y anotados con unos trazos que me eran sumamente familiares. Sin duda, Tambali se había reservado aquella estancia de la casa para él. Las primeras voces en la calle me hicieron bajar precipitadamente a la leñera y preparar el lugar para pasar el día allí refugiado. A esas alturas tenía decidido que era prioritario buscar, cuando me fuese posible, el camino de vuelta al cobertizo junto al huerto de las afueras. Pero no ese día. No había terminado de levantar un muro utilizando las cajas y las resmas de papel cuando, de pronto, un ruido me advirtió de que la puerta de la casa había sido abierta. No cabía la menor duda de ello, pues al ruido de la llave en la cerradura siguió el chirrido de las bisagras y a continuación unas voces de gente que entraba. Con el muro de papel a medio levantar, me escondí tras él y quedé paralizado durante al menos una hora. Desde esa posición pude oír las voces que hablaban. Hablaban de una próxima inauguración y de que todo debía estar a punto para entonces. También hablaron de la necesidad de engrasar las puertas para el día de la apertura, por lo que deduje que se trataba de la propia Galería del Saber de lo que aquellas voces hablaban. Esta noticia serenó mi ánimo, pues sabía que los lugares que aún no eran de uso para la gente, no solían ser frecuentados sino por los trabajadores encargados de su adecuación. Lo mismo sucedía con las propias viviendas de los humanos, a las que no entraban sus moradores hasta que no estaba todo preparado. Los que habían entrado pasaron directamente al patio y allí pude escuchar ruido de maderas y de cubos de latón que eran posados de vez en cuando en el suelo produciendo un ruido metálico. Mientras trabajaban hablaban y eso me dio oportunidad de enterarme por ejemplo de que eran pintores que ultimaban las paredes del patio. También hablaron de que faltaba una semana para el gran día de la -113-


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inauguración de la Galería del Saber. No me atreví a cerrar los ojos y adopté la postura más incómoda posible con el objeto de no dormirme, hasta que sobre el mediodía las voces salieron y cerraron tras de sí la puerta por la que habían entrado. Aproveché para descabezar un sueño antes de continuar con mi meticuloso examen de la casa y sus contenidos. Desperté al atardecer y subí de inmediato al desván. Las cuatro paredes de la estancia tenían unos diminutos ventanucos por los cuales podían entrar o salir las palomas cuando sirvió de palomar. Ahora servían para aproximar a ellas el catalejo y poder contemplar desde allí todo lo que se pusiera a tiro. La idea no tardó en llegar y decidí enfocar con el artilugio hacia el exterior, pero no hacia el cielo, sino hacia la tierra. Mis ojos contemplaron muchas imágenes borrosas, sin duda debido a lo inadecuadas que resultaban unas lentes preparadas para mirar estrellas si lo que se pretendía ver era lo que había en la tierra. Recordé las noches de observación con Tambali y busqué por el suelo de la estancia. Justo debajo de la mesita había un pequeño cajón de madera en cuyo interior había un juego de lentes tan completo como yo no hubiera sido capaz de imaginar. Era cuestión de irlas probando. Al poco rato, me encontré disfrutando de forma furtiva con la contemplación de campos y montañas que se extendían desde la propia ciudad hasta la línea que marcaba el horizonte. Recorrí visualmente el camino que llevaba hasta el cobertizo y lo memoricé para cuando se presentara la ocasión. Distinguí perfectamente el camino que guiaba hasta el río, pero no pude ni imaginar el rastro de nuestro bosque. Por otra de las ventanillas pude ver hermosas y lejanas alamedas que serpenteaban junto al cauce de otro río. Desde la ventana orientada al sur, pude ver un camino mucho más ancho que los que yo recordaba haber visto nunca. De hecho pude comprobar con mis propios ojos cómo dos carros tirados por caballos se cruzaban en direcciones opuestas sin dificultad alguna. Desde la última ventana se contemplaba una especie de bosque que arrancaba de las -114-


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últimas casas de la ciudad y se extendía ampliamente hacia la montaña. No recordaba haber visto nunca un bosque en ese lugar, ni la mayoría de las especies que lo poblaban. Dejé el catalejo y miré directamente con los ojos para comprobar que era una reproducción reciente y a escala del bosque en el que vivimos el chico y yo. Sin duda, Tambali no había olvidado aquellos años tan gratos para mí y había intentado reflejar en su entorno todo lo que le recordase el lugar al que huyó y del que volvió. En ese momento comprendí que realmente el chico había hecho lo que quería y lo que debía hacer. De la mesita tomé algunos de los papeles dibujados y anotados por su mano y los examiné detenidamente. Junto a dibujos de agrupamientos de estrellas ya conocidos por mí, había otros totalmente nuevos. Uno de ellos llevaba mi nombre escrito debajo de las estrellas. Desde el mismo sitio en que me encontraba se podían ver algunas calles de la ciudad y muchas casas, pero sobre todo tejados y chimeneas. Realmente la situación de la casa era idónea para este menester, a pesar de las continuas quejas que, durante el tiempo que lo conocí, le manifesté a Vinias debido a las cuestas que había que subir para llegar a su casa. El siempre respondía diciendo que le agradaba pensar que vivía más cerca de los pájaros que la mayoría de sus paisanos. La luz comenzaba a escasear y pude ver cómo dos hombres procedían a prender las antorchas de la calle retirando primero el cristal y colocándolo de nuevo una vez encendida la llama. Decidí salir de la casa esa misma noche envuelto a modo de encapotado por una tela que había visto en la leñera. Era la única forma de obtener la información que quería acerca del muchacho. Cuando comenzaron a cerrarse las primeras puertas en la calle, me embocé en la improvisada capa y salí por el mismo sitio por el que había entrado. Al principio me temblaban las piernas de puro terror, pero cuando volví una esquina y me encontré a bocajarro con dos jóvenes que venían en mi misma dirección casi me caigo al suelo de la impresión. -115-


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Casi petrificado, pude comprobar que mi voz no tembló un ápice cuando respondí a su saludo. Los jóvenes siguieron su camino con toda naturalidad y yo tuve que sentarme en la gradilla de una puerta para reponerme del susto y los temblores. Cuando me repuse, volví precipitadamente a la casa con el ánimo de no volver a salir de ella sino para regresar al bosque. Sentado en el suelo, en el centro del patio, respiré profusa y profundamente hasta recobrar mi propio pulso. Un sudor frío me recorría todo el cuerpo y mi corazón creo que estuvo a punto de saltar de mi pecho. Pero ya estaba a salvo y no pensaba más que en huir de allí a toda costa. Recorrí durante dos horas cada estancia de la casa y mi mente era un torbellino de ideas que aparecían y desaparecían con idéntica rapidez. Decidí serenarme y volví al desván desde cuyos ventanucos contemplé una ciudad silenciosa y poco iluminada. Los gritos y risas jóvenes que subieron hasta mis oídos en ese instante me hicieron salir de mis pensamientos y volver a la realidad de aquel lugar. Varios jóvenes se habían parado en la puerta misma de la casa de Vinias. Bajé a la planta inferior y me dirigí a la puerta de entrada. Desde allí escuché completamente lo que hablaban y supe que mis temores y terrores podían darse por finalizados. El grupo lo componían cuatro muchachos, tres de los cuales eran de la ciudad y uno había venido de tierras lejanas. Los tres mostraban la ciudad al extranjero que había llegado en un carruaje de caballos para adquirir conocimientos de astronomía. En un momento de la conversación Los muchachos intentaban explicar al otro que la ciudad había despegado hacía escasos años y que cada vez eran visitados por más gente procedente de los más diversos países. Aquello me solucionó el problema, pues a pesar de mis aspecto tan distinto al de los humanos, yo podría pasar por un visitante de cualquier exótico país. Por lo demás, quedaba claro que el episodio que viví hacía ya tantísimos años había desaparecido de la memoria colectiva y la actitud de los habitantes de la ciudad era ahora radicalmente diferente a como yo la recordaba. Podría decir que a los años de necesidad habían -116-


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seguido unos años de prosperidad y eso que los humanos llaman felicidad. Decidí arriesgarme y salir a cara descubierta durante el día. Sólo permanecí en la ciudad tres días, durante los cuales pude comprobar que la actividad no cesaba durante el día. En una tahona me informé de los progresos que aquella ciudad había tenido en los últimos ocho años, desde la llegada de un joven desaparecido años atrás. Según la señora que atendía el mostrador, el joven había estado esos años en un país lejano en el que había aprendido todo lo que una persona puede aprender en su vida. El herrero me comentó que gracias al joven, habían aprendido a explotar todos los recursos de la tierra y de las herramientas tradicionales, aplicando técnicas de cultivo en secano desconocidas hasta su llegada y que venían gentes de todo el país para formarse en la academia que él mismo había fundado. En el mercado pregunté a unas ancianas sobre el pasado de la ciudad y me hablaron de un caos existente cuando ellas eran jóvenes y de lo duro que había sido para los de su generación salir adelante hasta la llegada de don Tambali. Indagué un poco más en la memoria de aquellas ancianas que parecían encantadas de que un extranjero les prestara atención. Una de ellas comentó algo acerca de una leyenda según la cual el caos vino provocado por unos enanos que envenenaron con sus pócimas a la población. Efectivamente, la historia verdadera había sucumbido al paso del tiempo y yo me veía como un personaje de fábula que en realidad había dejado de existir hacía ya demasiados años. Una mañana, me acerqué a la Galería del Saber y pregunté a los pintores por el encargado del edificio. Me dijeron que llegaría en unos minutos y esperé observando con curiosidad el que había sido mi escondite unos días atrás. Al rato, llegó una mujer portando bajo su brazo unas carpetas repletas de papeles. Uno de los pintores me indicó que era ella la encargada. Le pregunté por la finalidad con la que había sido concebida aquella biblioteca y me respondió -117-


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sin pensarlo que para ofrecer a la gente los contenidos de todos los libros del mundo y evitar así desastres producidos por la ignorancia de las gentes. Esas palabras no podían tener otro origen que Tambali. También le sugerí que el local era pequeño para albergar todos los libros del mundo, a lo que me respondió que la casa era el proyecto inicial, al que seguiría la excavación bajo tierra de tantas galerías como fueran necesarias para albergar los libros que fueran llegando. Las lágrimas brotaron de mis ojos de forma imperceptible y me retiré sin preguntar más nada. Al día siguiente, busqué a la muchacha de nuevo y le pregunté por el impulsor de tal proyecto. Me contestó que estaba de viaje por el sur, visitando ciudades y firmando acuerdos de intercambio de libros con otras ciudades. Tal vez no regresaría hasta pasada un semana, añadió la mujer viendo que yo no decía nada. Me despedí de ella preguntando si podía visitar la casa por dentro con tranquilidad y obtuve una respuesta afirmativa. Había decidido regresar al bosque y pensar sobre todo lo que había conocido, visto y oído en la ciudad. Pero antes, decidí dejar un mensaje para Tambali. Le escribí una nota y decidí dejársela en el mejor sitio posible: el desván de Vinias. Busqué en el suelo y descubrí una loza suelta en el suelo, la levanté y dejé en aquel lugar la nota que había escrito. Luego dejé una nota manuscrita en la hoja de las estrellas que llevaba mi nombre bajo la constelación. En ella dejaba instrucciones que sólo Tambali podría interpretar correctamente para localizar la otra nota escondida. Hecho esto, regresé a mi bosque.

******** En vano esperé durante un mes las noticias de Tambali. Los primeros días, yo mismo justificaba que éstas no llegasen y pasaba las horas imaginando las más inverosímiles ocupaciones que le retenían y retrasaban sus noticias. Me negaba a pensar que el chico hubiera visto mis notas y no hubiese corrido a mi encuentro. Pensé que tal vez sus múl-118-


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múltiples ocupaciones no le habían dado oportunidad de subir al desván, pero todo ser necesita un descanso y yo tenía la certeza de que el observatorio era el lugar en que él descansaba. Llegó un momento en que la espera se me hizo insoportable y decidí volver a la ciudad y buscarlo de nuevo. En el camino encontré un grupo de personas con la tristeza grabada en sus rostros. Me detuve ante ellos y les pregunté por Tambali. Silenciosamente se miraron entre ellos y me respondieron atropelladamente con lágrimas en los ojos. Una desgracia irreparable había caído sobre la ciudad. Una de las antorchas se había desprendido de la pared en la que estaba instalada y había provocado un incendio. Era noche cerrada cuando las campanas alertaron y congregaron a todo el pueblo en los alrededores de la Galería del Saber que ardía como un pajar. Al llegar al lugar del incendio, Tambali se lanzó al interior sin que nadie pudiese hacer nada por impedirlo. Cuando lo encontraron, yacía asfixiado en el suelo abrazando un libro escrito por varias manos diferentes. Había sido enterrado en el bosque que él mismo había diseñado y creado, bajo un gran nogal hueco en cuyo interior había mandado colocar una gran seta cuyo origen era desconocido por todos. Volví sobre mis pasos y permanecí en el bosque hasta hoy.

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HISTORIA DE TOM El cielo presentaba el resplandor de una mañana que no tardaría mucho en sustituir a la noche. Tom entreabrió los ojos y notó una sensación de ingravidez que no le permitía controlar los movimientos de su cuerpo. Detrás de él, la voz continuaba hablando con patentes signos de cansancio. El personaje de amplia frente y pelo estropajoso continuó su plática mientras los ojos de Tom registraban la imagen de la bicicleta, el iglú, el farolillo y la seta en el interior del tronco.

Decía la voz:

«Desde entonces he permanecido en el bosque alejado de todo y en la más completa soledad que nadie pueda haber sentido. Sólo ahora, cuando he sentido que mi vida se acaba, me he decidido a salir de mi refugio con el único fin de que alguien conociera la verdad sobre los hechos que ocurrieron en esta ciudad. Tú eres el primer humano que he encontrado al llegar al lugar donde reposa Tambali y he querido que tú seas quien conozca toda la verdad. Durante siglos he cumplido lo mejor que he podido las enseñanzas que recibí de mis antepasados y puedo decir que mi misión en la vida ha sido cumplida satisfactoriamente. La única tarea que siento no haber podido terminar es la de continuar la historia que se recoge en el libro que costó la vida a Tambali, pero poco importa escribir algo si no hay quien lo lea y lo interprete de la manera conveniente. -121-


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Así pues, me despido de ti y me despido a sabiendas de que ya nunca tendré oportunidad de hablar con nadie más, incluido yo mismo. La vida me espera allá arriba, convertido en un punto brillante de los que iluminan las noches claras. Este ha sido el destino reservado a los de mi especie desde siempre, el gran secreto que la humanidad no conoce. La sabia de los hongos que nos ha alimentado siempre brillará en el cielo una vez liberada de mi cuerpo. Adiós muchacho. Adiós Popea.» Los músculos de Tom se desentumecieron bruscamente, lo que le permitió girar la cabeza en busca de aquel ser. En el lugar de donde procedía la voz, una especie de neblina cubría la hierba y subía lentamente hacia el cielo. No había ni rastro del individuo que le había hablado durante la noche. Alucinado por la experiencia, Tom se apresuró a recoger sus cosas y montó en la bicicleta con intención de alejarse del lugar lo antes posible, pues tenía la sensación de haber sido protagonista de un sueño, o de un encantamiento, o de quién sabe qué cosa. Lo cierto es que en su mente había una especie de sentimiento extraño que le pedía a la vez contar a todo el mundo lo sucedido y callar por temor a no ser creído. Antes de partir hacia la ciudad, echó un último vistazo a la seta del tronco y comprobó que ésta producía un halo fluorescente a su alrededor. Buscó en los alrededores y no encontró ninguna huella que pudiera delatar la presencia de un cuerpo enterrado en las inmediaciones. Aturdido, montó en la bici y se dirigió a la ciudad. Al llegar a las primeras casas, tuvo la sensación de haber estado allí con anterioridad. Subió una calle empinada y luego otra hasta llegar a una plaza en la que había una fuente extraña con una placa a su lado. Se aproximó y leyó en la inscripción «antiguo abrevadero de ganado». Nadie le había hablado anteriormente de tal cosa, lo que certificó la realidad de la experiencia vivida esa noche. Levantó la cabeza y reconoció varios detalles de las casas y de los tejados. -122-


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En la parte alta de la ciudad se podía ver, sobresaliendo sobre los demás, el tejado de una especie de palomar perfectamente conservado.

**********

Cuando pedaleaba de vuelta a su pueblo, el peso de la mochila era mayor que cuando venía. Su espalda notaba cómo se le clavaban rítmicamente las aristas de un hermoso libro hábilmente substraído de los anaqueles de la biblioteca local.

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