Escríbeme una historia de amor - Tanya Egan Gibson

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La idea surgió en la mente del padre de Carley por encima del runrún de un centenar de pulidoras de mano en plena fiesta de cumpleaños de Bunny Gardner, un acontecimiento que se había iniciado cuando los padres de la homenajeada retiraron la sedosa tela que cubría a su hija, encaramada sobre un pedestal en el centro de la sala de baile del Glen Club y colocada en una pose que, según admitiría ella misma ante sus compañeros de clase, imitaba a la «Victoria Alada, pero con cabeza», entre los aplausos de unos asistentes que luego comentarían que la chica lo había pensado demasiado antes de descender. Horas más tarde, no mucho después de que Francis Wells tuviera su idea, la fiesta sufriría una muerte prematura cuando una nube de polvo de yeso cubrió a los invitados de los Gardner, al bufé de postres, adornado con Giacomettis de algodón de azúcar, y a una reproducción en hielo a tamaño real del David de Miguel Ángel, cuyo pene se había pasado toda la velada goteando como el de un sifilítico. El pensador, sin embargo, se fundió de manera mucho menos dramática. Su frente fue retrocediendo despacio mientras la barbilla se deshacía gota a gota sobre el brazo, pero es que, a diferencia del David, había sido colocado lejos de las chimeneas de mármol. Tenía la misma cara de aburrimiento que Francis Wells. Sobre las diez de la noche habían pasado tres series de diapositivas —una de las cuales, «Hop Art: Esbozos», proyectaba en las paredes del salón fotos de la obra de Bunny— intercalando los pases con los distintos platos del ágape, tan elaborados e insulsos como la propia esposa de Francis. Cuatro hojas de remolacha orgánica —una dorada, dos albinas y otra a rayas— dispuestas junto a una muestra cirílica de aliño sobre una montañita de judías verdes conformaban la ensalada. La «torre» de medallones de ternera y foie gras costaba más de desmontar que de comer.Y el sabor del pastel helado de color plata, que imitaba la forma del Conejo de Koons, seguía siendo un misterio porque los invitados no podían acercarse al bufé de postres hasta que terminara la presentación de los obsequios de la fiesta: botellas de Mouton-Rothschild Pauillac de 2005 para los adultos y cabezas para los amigos de Bunny. Sus propias cabezas. Modeladas en yeso. Que en este momento, y citando textualmente a Cissy Gardner, estaban siendo rematadas al lado de la mesa. Al otro lado de la citada mesa, uno de los artistas contratados por los Gardner usaba una pulidora para corregir la flacidez de la barbilla de yeso de la hija de Francis y para eliminar los granos de acné de sus mejillas, mientras Carley aguantaba con actitud estoica y una media sonrisa en los labios. Un mes atrás, después de que ella y sus amigos hubieran acudido a casa de los Gardner para las pruebas, Carley había vuelto a casa más animada de lo habitual, con manchas de cola en las mejillas y trozos de yeso en el pelo. A la hora de cenar se había reído del solarium transformado en una especie de unidad de urgencias, con los chicos tumbados boca arriba en camillas de masajes plegables mientras se les aplicaba la mascarilla de yeso en el rostro. Se había reído también del hecho de que Bunny tuviera que solicitar los servicios de un hipnotizador para que la ayudara a superar el mismo trance claustrofóbico al que estaba sometiendo a cien amigos suyos.Y de que el gesto de Hunter Cay, que


se había ofrecido a coger de la mano a Bunny durante aquella «experiencia traumática», había provocado que muchas otras chicas sufrieran de repente síntomas parecidos. Francis se había divertido con esos relatos por el modo en que su hija retrataba a la gente sin machacarla, riéndose de sus actos sin burlarse de las personas en sí. Aunque él sabía que muchas de esas chicas nunca invitaban a su hija —la excluían, como decía su madre—, la voz de Carley denotaba un cierto afecto por ellas, como si quisiera decir: Son unas bobas, pero lo entiendo. Es una bobada, pero todos somos iguales. Es una bobada, pero yo no soy mejor. La riqueza de sus historias, la profusión de detalles con que las contaba, casi había compensado la habitual monotonía aséptica de la cena pensada por su esposa y ejecutada por la cocinera: alimentos hervidos, crudos o al vapor. Él se había acercado hasta la silla de Carley y le había dado una palmada en la espalda. —Qué graciosa y fuerte es mi chica. —La gente prefiere las más tiernas —había dicho Gretchen mientras observaba una punta de espárrago que tenía clavada en el tenedor. Carley se había encogido de hombros, como una tortuga desesperada por ocultarse, refugiándose en el húmedo silencio en que había empezado a sumirse desde la pubertad. Para acallarla, para que se encerrara en sí misma, bastaba sólo un chasco de su madre o una indirecta de los mismos compañeros de clase que ella calificaba de bobos e insípidos. Por primera vez, Francis había traducido sus preocupaciones en palabras: Carley estaba desapareciendo a medida que personas insustanciales le amputaban la personalidad a pedazos. Mientras en la fiesta de Bunny se enrarecía el ambiente, por el polvo que flotaba tras borrar los granos de los chicos, afilar sus narices y elevar sus pómulos, Francis se sintió invadido por un vértigo que otro habría atribuido a la falta de ventilación o al tercer whisky ingerido después de la cena. Él, sin embargo, lo emparejó con la sensación que había experimentado la noche en que diseñó el Marvel-Bra, el invento que le había hecho rico. Era la promesa de creación, el amanecer del cambio. Meditó sobre su idea desde todos los ángulos, estudió sus pros y contras y se enamoró de ella. Un regalo de cumpleaños para su hija. Un obsequio para esa chica que ahora estaba sentada a la mesa, contemplando inmóvil su propia desaparición. A una mesa de distancia, Hunter Cay tosía debido al polvo del ambiente, después de que la artista que le había sido adjudicada calificara su rostro de perfecto sin poner en marcha la pulidora. ¿Hacía de modelo?, le preguntó. ¿Actuaba, quizá? Su cara tenía fuerza, insistió antes de coger sus trastos con desgana y pasar a otra cabeza menos dotada. —No es justo que la trates así —le decía Bunny Gardner, sentada a su lado, mientras Hunter se moría por respirar aire fresco. En los globos plateados con el dibujo del Conejo de Koons, que ascendían desde cada uno de los centros de mesa a un metro y medio de altura, el polvo envolvía los reflejos distorsionados de la fiesta


en una capa de energía estática. —Todos esos susurros mientras bailáis —prosiguió Bunny—. La manera en que dejas que te toque. La manera en que la tocas. La verdad, es cruel que le des esperanzas. Durante años, amigos de ambos sexos habían comentado que su amistad con Carley Wells era algo imposible. Ese verano, en Europa, su primo Ian no había parado de decir que ya era hora de que Hunter pasara esa página. Pero hasta esta noche nadie había insinuado que pudiera estar haciéndole daño. Bailaban pegados porque era cómodo y porque a su lado él siempre se sentía seguro; incluso cuando el suelo oscilaba, como hacía esta noche desde que le dio al alcohol más de lo aconsejable. Susurraban porque él siempre encontraba algo que decirle que sólo ella podía entender. Le gustaba que le tocara porque ella nunca le alborotaba el pelo como si fuera un perrito, ni le hacía cosquillas como si fuera un juguete pensado para ser manoseado: cosas que las chicas con las que se acostaba siempre acababan haciendo, cosas que él les dejaba hacer. Y la tocaba porque eso la hacía feliz y porque a él no le hacía infeliz y porque no lo hacía nadie más. Ni siquiera su madre, Gretchen, que conseguía que una escultura de hielo pareciera cálida a su lado. Ni Francis, que no sabía cómo abrazar a Carley desde que la niña creció. Ni la gente del colegio, del Club, o del Campamento Metamorfosis al que había ido el verano pasado: unas chicas que preferían dejar que sus espaldas se quemaran al sol antes de untarse con crema unas a otras, como si la grasa ajena fuera contagiosa. Cuando Carley se había echado a llorar durante un masaje que le daban en un balneario a finales de verano, la masajista, atónita, había llamado a sus padres, quienes a su vez contactaron con su psiquiatra, el doctor Sinkman, quien diagnosticó que Carley estaba deprimida por el hecho de haber vuelto del campamento para adelgazar con dos kilos más. Se había sentido muy agradecida de que alguien la tocara, le explicó ella a Hunter una semana después, cuando él volvió de Europa. Aunque estuviera pagando por ello. Aunque supiera que ese cuerpo que masajeaban era repulsivo. Lo había dicho con los ojos secos. Para no echarse a llorar, él se había mordido la parte interna de la mejilla hasta que notó el sabor de la sangre. En el fondo eran lágrimas egoístas, inspiradas en ella pero no por ella. Lágrimas por el mundo, por lo triste que era, y por el dolor que le producía tener que ver esa tristeza. Desde la primavera los sentimientos de Hunter parecían estar a flor de piel, como si su epidermis hubiera sido arrancada y hubiera dejado su cuerpo en carne viva, que escocía ante el menor roce. Para reprimir más lágrimas, él se había tragado a palo seco el secreto número dos: las pastillas que se había prometido a sí mismo dejar de tomar cuando terminara el verano. Tumbados los dos en la cama le había frotado la espalda durante horas, hasta que ella le pidió que parara porque estaba segura de que tenía que estar cansado y porque no era culpa suya que ella fuera intocable, y porque, en definitiva, él era la última persona que tenía que compensarla de nada. Se habían dormido en la misma


postura de siempre: fundidos en un abrazo platónico, los brazos de él alrededor de su cuerpo, la cabeza de ella apoyada en su pecho. —Es un cuerpo magnífico —le había susurrado él a la mañana siguiente mientras ella seguía dormida. Ni siquiera el pijama de seda azul Loretta Caponi que él le había traído de Florencia conseguía disimular su gordura. Pero a la vez poseía una fuerza formidable. Casi nunca caía enferma. Nadaba a contracorriente y bajaba pistas negras. E incluso cuando una ola la derribaba contra la arena o cuando una capa de hielo la hacía resbalar, apenas se magullaba. Él amaba aquel cuerpo que la cuidaba tan bien, que protegía lo único sin lo que él no podía vivir. Notó una mano en el hombro y se percató de que Bunny se callaba. En el reflejo de uno de los globos vio al padre de Carley, de pie detrás de él, al revés. Francis abrió la americana, revelando unos puros en el bolsillo interior. Hunter asintió. Al igual que su hija, Francis tenía la habilidad de ofrecer a la gente lo que necesitaba de manera espontánea. Tuvo que apoyarse en la mesa para incorporarse, sus piernas amenazaban con ceder. Por suerte, Francis ya estaba a medio camino de la puerta trasera que daba a la terraza del Club. —Que mis padres no te vean así... —murmuró Bunny.Y no es que ellos no le hubieran servido alcohol a placer en su casa y en su yate durante el tiempo en que ambos habían salido juntos. Pero Hunter era consciente de los problemas de responsabilidad civil: dos años antes, un chico que debía haberse graduado con Ian, el primo de Hunter, se había estrellado contra un árbol al salir del Baile de la Nieve del Glen Club. —No es nada —dijo Hunter—. Se me ha dormido el... —El hígado —dijo ella. Él meneó la cabeza y le lanzó un beso. Una vez fuera, tragó una bocanada de aire salado. Una brisa mecía las aguas del estrecho de Long Island, la luna seguía el ritmo y las teñía de plata. Ése sería el último recuerdo de la fiesta del que sería consciente la tarde siguiente: la promesa de claridad del viento y los destellos de luz en el agua. —Supongo que Carley te habrá hablado de la reunión que Gretchen mantuvo con ese profesor —dijo Francis mientras cortaba el extremo de un puro. Su cabeza desapareció por encima de la barandilla de la terraza perdiéndose en la oscuridad que ascendía de la playa. Bradford Nagel, profesor de Lengua en los cursos intermedios del instituto, era toda una institución en la Academia Montclair. Una institución que, según la opinión generalizada, requería el ingreso urgente en un psiquiátrico.A pesar de su manifiesta demencia, resultaba crucial conseguir una carta de recomendación suya para ir a la universidad: escoger a uno de los profesores de los primeros años daba la impresión de que habías terminado los estudios con pocos méritos, mientras que elegir a uno de último curso implicaba que sólo alguien que no te conociera demasiado bien tendría algo bueno que decir de ti. En treinta años de enseñanza nunca había topado con un alumno menos comprometido intelectualmente, había dicho Nagel a Gretchen a principios de esa semana, durante la Charla entre Profesores


y Padres de Alumnos, o la CEPPA, como se la conocía popularmente en Montclair. Nagel pertenecía a la clase de personas que sólo percibían los extremos de Carley: sus risas estentóreas en los pasillos y su silencio durante las clases eran para él señales de un estar ausente que se alejaba mucho de la verdad. Ella estaba más presente que nadie. Ella se permitía a sí misma ver, sin pasar de algo sólo porque no sabía cómo llamarlo. La mayoría ignoraba lo inclasificable como si se tratara de un perro vagabundo en una cuneta. Pensó en transmitir esto a Francis, pero entre el whisky y el puñado de vicodinas que se había tomado durante el transcurso de la noche, su lengua parecía incapaz de pronunciar las palabras. —Posee la pasión de un charco, dijo el muy cabrón.—Francis respiró hondo. Hunter tosió, aunque no por el humo. Estaba acostumbrado a los puros, ya que Francis había abierto su humidor para él años atrás. La garganta le picaba debido al polvo que no conseguía tragar. —Carley tiene pasión. No sólo desde un punto de vista intelectual, sino... —La chica de los Gardner tiene un interés —dijo Francis—. Según Gretchen, eso es lo que se supone que hay que tener hoy en día. Carley necesita una pasión. Bien, pues le compraré una. Ésa era la clase de afirmación que provocaba que la gente se riera de Francis a sus espaldas. Una franqueza de nuevo rico que durante años les había cerrado a él y a Gretchen el acceso al Club, hasta que la madre de Hunter avaló su entrada. Que Francis hubiera ganado el dinero en lugar de heredarlo, que hubiera amasado millones por centrarse en su propia pasión, los pechos, era una de las muchas cosas que Hunter admiraba de él. Que fuera inmune a la vanidad era otra: con su metro noventa y cinco, seis centímetros más alto que Hunter, tenía la complexión de un ex atleta que había dejado que sus músculos se convirtieran en grasa porque ya no le servían de nada. No importaba lo bien cortados que estuvieran sus trajes de Armani, a él nunca le sentaban del todo bien: parecía un oso con esmoquin. Un oso bailarín del que dirías que está amaestrado... hasta que te dabas la vuelta y él decidía que tenía hambre. Mirando hacia los altos ventanales, Hunter distinguió a Carley y a una amiga común, Amber, que bailaban con las cabezas de yeso sostenidas ante ellas, como parejas de baile sin cuerpo. Alrededor de las mesas, los invitados se frotaban los ojos y sacudían el aire. —La pasión de Bunny es abrumadora —dijo Hunter—. Se diría que quiere que la inhalemos. El interés real de Bunny radicaba, la verdad sea dicha, en la comedia musical, aunque no era especialmente buena cantando, bailando o actuando. Aparecía en obras sólo por el placer de hacerlo.O lo había hecho hasta el año anterior, cuando su consejero de estudios había persuadido a Greer y Cissy de que su hija necesitaba una reformulación si quería tener la mínima posibilidad de entrar en las Ivies* de verdad, o en las «Ivies de segunda», o incluso —y dada la manifiesta incapacidad de Bunny por sobrepasar el percentil 95 en sus PSATs—, en las «Ivies públicas». Ya que no podía destacar


en nada, al menos debía adoptar una actividad única. El curling, había propuesto el consejero, dado que el tiro al arco ya había sido escogido por otro estudiante de la Academia Montclair cuyos padres se habían tomado más en serio la mediocridad de su progenie. Por suerte para Bunny, que temía con toda su alma verse obligada a pasar el verano en un campamento de curling en Canadá, su profesor de arte había mencionado a los Gardner, durante la CEPPA de ese mes, el proyecto de escultura mixta presentado por ella. Aunque no había dicho exactamente que Bunny tuviera talento, sí había calificado de inusual su propuesta de creación de un móvil a base de piezas viejas de ordenador y hortalizas. —Algo de verdad —decía Francis ahora, mientras describía a Hunter su idea del regalo de cumpleaños que prendería en Carley la llama de la «pasión intelectual». Nada de un coche, el regalo más habitual cuando cumplían los dieciséis. Ni un viaje a Europa con la supervisión de un escultor de medio pelo, que era el regalo de los padres de Bunny—. Quiero comprarle a Carley algo que pueda amar. —Es un... concepto interesante —opinó Hunter—. Original —añadió cuando su silencio se hizo más evidente ya que el grupo que amenizaba el baile se había parado a media canción. Se volvió hacia los ventanales. Al otro lado del cristal, los invitados evacuaban el salón de baile en una controlada estampida de tacones altos, seda y complementos caros. Saludó con la mano a Carley, que miraba a su alrededor dentro de la sala, cargada con las cabezas de los dos. Podrían salir por la escalera trasera que daba a la playa, volver mañana a por sus abrigos y evitar así el atasco de esta noche en el guardarropía. Él le echaría la chaqueta sobre los hombros; caminarían por la arena rodeando el aparcamiento, y se tomarían su tiempo para decidir qué hacer: cada próximo paso podía ser una aventura. Ella clavó su mirada en él sin verlo, las luces de la fiesta eran tan deslumbrantes y la terraza estaba tan oscura que en el cristal sólo distinguía el reflejo de la fiesta. Él bajó la mano. —Pero, Francis, ¿crees que ella lo amará?


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