Textos de Jon Agiriano Ilustraciones de Nicolás Aznárez
LO MEJOR DEL ´ FUTBOL Solidaridad, valentía, fidelidad, honradez, compañerismo… Historias ejemplares de tu deporte favorito que te gustará conocer
Textos de Jon Agiriano Ilustraciones de Nicolás Aznárez
LO MEJOR DEL ´ FUTBOL Solidaridad, valentía, fidelidad, honradez, compañerismo… Historias ejemplares de tu deporte favorito que te gustará conocer
1ª edición: octubre de 2018 A Fin de Cuentos Deguria nº 3 © Del texto, Jon Agiriano, 2018. © De las ilustraciones, Nicolás Aznárez, 2018. © De esta edición, A Fin de Cuentos Editorial S. L., 2018 C/ Ripa nº 1 - Planta 2-B 48001 Bilbao www.afindecuentos.com info@afindecuentos.com Depósito legal: BI-1340-2018 ISBN: 978-84-946320-6-8 Código IBIC: YFR Diseño gráfico: Enric Jardí Correcciones ortotipográficas: Iris Rodríguez Alcaide Impreso en Europa / Printed in Europe GPS Group A Fin de Cuentos Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento y promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo, está respaldando a los autores y permitiendo que A Fin de Cuentos continúe publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Índice La historia de Didier Drogba Perdonad, perdonad 8 La historia de Obdulio Varela El mejor ganador del mundo 10 La historia de Predrag Pašić Una gran idea 12 La historia de Marta Vieira La heroína de Dois Riachos 14
La historia de Sandro Mazzola “Tú eres digno de él” 16
La historia de Carlos Caszely El gesto de un valiente 18 La historia del Dick Kerr Ladies Aquellas chicas formidables 22
La historia de Matthias Sindelar Un buen hombre 20 La historia de Duncan Edwards El mejor hijo 24
La historia de Yeray Álvarez El gesto de unos amigos 28
La historia de Francesco Totti Chistes por una buena causa 26 La historia de Matt Le Tissier Una historia de fidelidad 30 La historia de Telmo Zarra El caballero del gol 32
La historia de Salma al-Majidi El primer y último amor 34
La historia de Maradona y Bochini El ídolo del ídolo 36
La historia de Saturnino Navazo Aquellos partidos de los domingos en Mauthausen 38
La historia de Kahn y Cañizares El ogro de buen corazón 40 La historia de Marcel Bielsa Y Hasier La despedida, dos años después. 42 Fichas
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Autores
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Jon
Lo mejor de
H
ay un fútbol marrullero, de engaños al árbitro, de fingimiento de lesiones, de piscinazos, un fútbol de vanidades y jactancias, de coches espectaculares y modelos despampanantes colgadas del brazo, de egos desmedidos en un deporte colectivo, un fútbol que es sólo un medio para conseguir otros objetivos. Y está el fútbol mejor, el fútbol limpio de los sueños de la infancia, cuando todos los caminos parecían abiertos y por un momento creímos firmemente que podríamos ser de mayores lo que nos propusiéramos, pianistas, astronautas o jugadores profesionales en nuestro equipo de siempre. No cabe sueño mejor que el de dedicarse de mayores a seguir jugando, debe de ser lo más parecido a parar el tiempo. Nos atrevimos a soñar que entrenábamos con los compañeros, les tirábamos paredes y decisivos pases interiores de gol, metíamos goles de equilibrista, rematando en plancha o de chilena, pinchando con la punta del pie balones que parecían imposibles y que sin embargo clavábamos a continuación en la red, por la escuadra o rozando la base del poste, de muchas maneras porque los sueños, como el fútbol, tienen infinitas posibilidades. El fútbol de la infancia y la primera juventud era el mero disfrute del juego con los compañeros en la campa o en la plaza, en campos pelados, con baches, de arena o cemento, era la camaradería, el sacrificio compartido, el abrazo solidario, el entusiasmo o la decepción colectivos, en partes alícuotas, era intentar jugadas nunca vistas o vistas tan sólo a los jugadores más imaginativos, como Sarabia, a quien os aseguro
que vi hacer cosas que nunca había visto y nunca volveré a ver, jugadas de autor, cosas que vosotros no creeríais. El mejor fútbol era también el del aprendizaje de la vida, el de perder sin un mal gesto, ganar sin soberbia, levantarse tras cada golpe, tras cada derrota, tras cada lesión apretando los dientes pero con una sonrisa. El fútbol era el camino de perfección del respeto al rival, al público, a los compañeros. Junto al ilustrador Nicolás Aznárez, Jon Agiriano nos ofrece un libro hermosísimo, Lo mejor del fútbol, que es una colección de historias ejemplares de fútbol para niños, para jóvenes y para quienes ya no lo somos pero nunca olvidaremos lo mejor de nosotros a esas edades. Él, como casi todos los que ya no somos niños ni jóvenes, no vio cumplido su sueño de ser futbolista, pero ha tenido la suerte de poder consolarse escribiendo de fútbol, es decir, viviendo el fútbol aunque sea de otra manera, a lo largo de los años y de miles de artículos escritos casi al instante, lo que es extremadamente difícil, tomando notas durante los partidos y seleccionando en pocos minutos lo esencial para entregarlo poco después en la Redacción. Jon cuando escribe no hace palomitas como los porteros que se adornan. Su prosa es limpia, transparente, de línea clara, al servicio del relato. Hace unas semanas, cuando fue presentado como entrenador del Leeds, Marcelo Bielsa se refirió a él como “un artista de la comunicación” y dijo que “había aprendido mucho leyéndolo”. Viniendo de quien viene, el elogio tiene un valor enorme. Sigamos aprendiendo con lo mejor de Jon. Miguel González San Martín Escritor
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Lo mejor del fútbol
DIDIER DROGBA
“He ganado muchos trofeos en mi vida, pero nada puede superar ayudar a mi país a ganar la batalla por la paz”
Perdonad, perdonad
F
gesto dio la vuelta al mundo. En Costa de Marfil provocó una conmoción general, hasta el punto de que los dos bandos en guerra pactaron un alto el fuego al cabo de una semana. Fue el primer paso hacia la paz definitiva. Pero había que dar más y Didier Drogba sabía que estaba obligado a implicarse en ese proceso. Lo que él podía unir, quizá no podía unirlo nadie más. Unos meses después, cuando recibió el premio al mejor futbolista africano del año, decidió regresar a su país para mostrar el trofeo. Pero no quiso hacerlo en Abiyán, la capital, sino en Bouaké, la ciudad en la que los rebeldes habían instalado su cuartel general. Su objetivo era la unidad, la reconciliación. Que no hubiera dos países sino sólo uno. Y para conseguirlo se le ocurrió una buena idea: que uno de los partidos de clasificación para la Copa de África se jugase en Bouaké, donde la selección no había jugado desde el comienzo de la guerra. Parecía algo imposible, pero el 3 de junio de 2007, Costa de Marfil ganó por 5-0 a Madagascar en la capital rebelde. Más de 35.000 personas presenciaron el encuentro. En el palco, el presidente Laurent Gbagbo y su enemigo Guillaume Soro cantaron juntos el himno nacional y presenciaron el partido rodeados de sus ministros y colaboradores. Drogba era feliz, más de lo que llegaría a serlo nunca. En el fondo, sabía que la paz ya no tenía marcha atrás, que los dos líderes enfrentados habían comprendido que estaban obligados a la reconciliación. Y así fue. Dos meses después, el 31 de julio, se reencontraron en ese mismo lugar para celebrar una reunión en la que se acordó el final de la guerra. El estadio de Bouaké fue rebautizado como “El estadio de la Paz” y ese día fue declarado festivo para siempre en el viejo país de los elefantes.
ue uno de esos momentos únicos en los que se siente que la historia se está escribiendo. 8 de octubre de 2005. En la ciudad sudanesa de Omdurmán, a orillas del Nilo, la selección de Costa de Marfil hace realidad su gran sueño y se clasifica por primera vez para un Mundial. El país se encontraba entonces en plena guerra civil. Eran ya tres años de violencia entre el norte, de mayoría musulmana, y el sur, de mayoría cristiana. Se hablaba de más de 4.000 muertos. El decisivo partido contra Sudán se convirtió en una breve tregua. Nadie quería perdérselo. Tras la victoria, la alegría se desbordó a lo largo y ancho de aquella tierra ensangrentada. Didier Drogba, el capitán de Los Elefantes, como son conocidos los jugadores de Costa de Marfil, no quiso desaprovechar la oportunidad. Era el gran ídolo nacional y sintió que estaba obligado a aprovechar en beneficio de todos la admiración sin límites que le tenían sus paisanos. Convencido de que debía convertir aquella felicidad compartida en un momento histórico, se arrodilló frente a las cámaras de televisión, rodeado de sus compañeros, y lanzó un mensaje que ya nadie olvidaría: “Ciudadanos de Costa de Marfil, del norte, sur, este y oeste, os pedimos de rodillas que os perdonéis los unos a los otros. Perdonad. Perdonad. Abandonad los fusiles”. Drogba, un delantero total, no era todavía una de las figuras indiscutibles del fútbol internacional, aunque ya se había puesto en camino. Tras siete temporadas en el fútbol francés, su primer año en el Chelsea de Mourinho, con el que ganó la Premier League y llegó a semifinales de la Champions, le había hecho famoso. Su
OBDULIO VARELA
Lo mejor del fútbol
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“No me gustó ver a aquellas 200.000 personas tristes, no me gustó ver Río de Janeiro a oscuras y sin carnaval. Es la vida. Era campeón y no sentía una alegría absoluta por ello”
mejor ganador El
del
A
mundo nosotros también. Este partido se gana con los huevos en la punta de los botines”, les dijo. Ya dentro del terreno de juego, viendo que hasta los fotógrafos uruguayos no les prestaban atención y se iban con los brasileños, se enfadó. “Dejen a esos monos y vengan aquí. Los campeones vamos a ser nosotros”, les gritó a dos reporteros. El partido llegó empatado al descanso, pero Brasil se adelantó al comienzo de la segunda parte con un gol de Friaça. El Negro Jefe cogió el balón de la red, se lo puso debajo del brazo y se fue a protestar, no se sabe qué, al árbitro y a uno de los linieres. Lo hizo durante más de un minuto. Nadie entendía nada. Los que menos, los brasileños, que se enfadaron. Ya se sentían campeones —el empate les valía para ganar el título— y aquellas protestas les pusieron de mal humor. ¿Por qué ese tipo no se rendía de una vez?, debieron preguntarse. Ese era justo el objetivo de Obdulio con su argucia: enviar a todos el mensaje de que Uruguay seguía en pie. Reanudado el juego, el gran capitán apretó a su tropa. A Julio Pérez le sacudió pidiéndole “más sangre” y cuando Schiaffino logró el empate, ni siquiera lo celebró. “Más alma”, pidió a sus compañeros, que acabarían ganando con un gol de Gigghia. Feliz de la victoria, Obdulio demostró después cómo se gana. Consoló a unos rivales inconsolables y, por la noche, salió del hotel. Quería alejarse de la fiesta de su equipo y deambular por las calles de Río de Janeiro. Acabó en varios bares bebiendo con los aficionados brasileños, acompañándoles en su enorme tristeza, respetando a su manera el dolor de todo un país.
los niños futbolistas se les intenta enseñar desde el primer día que no sólo deben saber perder sino también ganar, lo que a veces es más difícil. Para aprenderlo les basta con aprobar un examen de una sola lección: la del respeto al rival. Y al rival se le respeta no sólo siendo honesto y tratándole con deportividad sino haciendo todo lo posible para derrotarle. El fútbol ha dado muchos ejemplos de buenos vencedores, pero quizá ninguno como el de Obdulio Varela, el capitán de la selección de Uruguay que se proclamó campeona del mundo en 1950 tras derrotar a Brasil en la final. A aquel partido se le llamó el “Maracanazo” y todavía se le considera la sorpresa más grande de la historia de este deporte. Obdulio Jacinto Muiños Varela nació el 20 de septiembre de 1917 en una familia muy pobre del barrio de La Teja, en Montevideo. Mulato, de padre blanco de origen español y madre negra, a los 8 años empezó a trabajar, primero como repartidor de periódicos y luego en una bolera, limpiando zapatos, vendiendo pan y cuidando coches en un hotel. Apasionado del fútbol, fichó por el Peñarol en 1943. Jugaba de mediocentro y tenía una enorme personalidad. El Negro Jefe, le llamaban sus compañeros, acostumbrados a escuchar su vozarrón dando órdenes. Sin su liderazgo, el “Maracanazo” no hubiera sido posible. ¿Qué hizo el capitán charrúa? Pues hizo todo por ganar un partido que parecía imposible. Para empezar, la víspera de la final y delante de sus compañeros, meó sobre la portada del periódico O Mundo, que titulaba “Estos son los campeones del mundo” junto a una foto de la selección de Brasil. Al día siguiente, justo antes de saltar al campo y enfrentarse a los 200.000 espectadores de Maracaná, hizo una advertencia solemne a sus compañeros. “Ahora vamos a jugar como hombres. Nunca miren a la tribuna. El partido se juega abajo. Ellos son once y