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OPINIÓN DESDE LA LEJANÍA

UNA DÉCADA EN UN SUSPIRO

Carlos Serrano Moreno Ingeniero Civil, Hyundai Engineering & Construction

Llegué a Corea del Sur hace casi 10 años. El lugar que hoy es mi casa ha cambiado mucho en este tiempo. A principios de 2011, aterricé en el Aeropuerto de Incheon con mi amigo Xavi. Habíamos decidido venir a estudiar por 6 meses al único país de Asia con el que nuestra universidad tenía un programa de intercambio. La curiosidad que nos llevó a tomar ese avión nos hacía sentirnos especiales. Nadie en nuestro entorno sabía a dónde íbamos, Corea era poco más que un amalgama de tópicos que varios reportajes de viajes nos habían mostrado. Sabíamos que comeríamos pulpo vivo, iríamos al karaoke y que disfrutaríamos de unos meses de diversión descubriendo otra cultura y un nuevo sistema universitario.

Resulta curioso que el país que, hasta hace unos años “servía como imán” a los medios de comunicación occidentales para llamar la atención al pronosticar una lluvia de misiles cuando necesitaban de algún contenido alarmista, ahora sea objeto de admiración por su capacidad ante el manejo de crisis, se reconozca mucho más su potencial económico, y sus productos culturales sean cotidianos para las grandes mayorías en occidente.

El desconocimiento, eso sí, era mutuo. Si hace diez años solamente había un vuelo entre Madrid y Seúl que, hacía una escala técnica en Ámsterdam; ahora (salvando la pandemia) las dos principales aerolíneas coreanas ofrecen vuelos diarios a Madrid y Barcelona. Antes de llegar el coronavirus raro era el mes en que no me contactaba algún conocido comentándome que tenía que venir a Seúl para alguna reunión de trabajo, o que algún colega que marchaba de vacaciones con la familia o de luna de miel a España, y me obligaba a sacar de mi disco duro esa lista de platos a probar y restaurantes “de parada obligatoria” en su viaje. Paradójicamente, pese a que la distancia entre ambos países parece menor, seguimos atrapados en la paella, las gambas, el fútbol y Gangnam Style.

Los tiempos de estudiante

La universidad estaba repleta de profesores autoritarios que, pese a que durante su doctorado habían disfrutado de una relación igualitaria entre alumnos y profesores en el sistema educativo americano, de vuelta a su país ejercían cierta tiranía sobre sus pupilos. Para mí, un ingeniero civil recién graduado que sufría las consecuencias de la crisis económica en España, las becas que ofrecía Corea en el campo hidráulico, gracias al proyecto de Restauración de los Cuatro Grandes Ríos, fueron mi salvación profesional. En ese momento ni imaginaba que aprender a relacionarme en la jerarquizada facultad, estudiar coreano y entender el contexto familiar de los hogares que visitaba dando clases particulares de español, me acabarían dando las herramientas para simplificar mí día a día en el país.

En la universidad, todos los estudiantes de máster y doctorado debíamos trabajar en el laboratorio de investigación de nuestro tutor de tesis. En realidad nadie mostraba mucho interés por las clases, pues bastante teníamos con obtener resultados en el trabajo de laboratorio para la reunión de seguimiento. Las semanas pasaban rutinariamente y más o menos todos conseguían preparar su tesis de graduación y escribir algún artículo para alguna revista científica que, sin lugar a dudas, ameritaba al profesor como autor principal.

Lo más importante del periplo universitario no era tanto lo que el alumno aprendía durante su paso por esa institución. La principal motivación era obtener un papel que sirviera como llave de entrada a los grandes conglomerados del país. Mis compañeros se dividían en dos grupos: los ilustres alumnos, oriundos de esa universidad, que recibían beca directamente, y los alumnos que habían tenido suerte de haber sido admitidos

para realizar el posgrado y “mejorar” así su expediente académico, pese a no venir de una de las universidades más prestigiosas de Seúl.

Durante esos dos años, mi alquiler y las facturas las pagaban las clases de español. La mayoría de mis alumnos eran chicos y chicas cuyos padres habían hecho el esfuerzo de mudarse al sur del río Han para que sus hijos pudieran ir a un mejor instituto y tener fácil acceso a academias privadas. Mis alumnos se sorprendían mucho cuando les decía que mis padres se mudaron al campo cuando yo cumplí los 18, y que les importó poco que tuviera que pasar más de tres horas al día en el tren de cercanías para ir y venir de clase. En cambio, a mí me sorprendía la infinidad de clases privadas de mis alumnos, y el atasco de profesores particulares que a veces se formaba en el salón de la casa: uno para cada hermano y asignatura. Al final, la mayoría de estos chicos consiguió obtener su certificado de español que, pasaría a ser uno más de su colección de certificados de idiomas, títulos de voluntariado y otras aptitudes que les permitirían entrar a la universidad deseada.

El sueño coreano hecho realidad

Después de la universidad, tuve la suerte de entrar a trabajar en uno de los grandes conglomerados del país. Una de las cosas que más me sorprendieron fue que todas las empresas abrían sus programas de captación de nuevos trabajadores dos veces al año, en primavera y otoño, y reclutaban a cientos de recién graduados para todas las empresas del grupo. Durante el primer mes en la empresa, recibimos formación unos 300 trabajadores. El objetivo era claro: conseguir que dejáramos atrás la vida de estudiantes y salir convertidos en dóciles asalariados. En España (tanto en aquel entonces y ahora aún más) era impensable que una empresa te ofreciera un puesto estable, bien remunerado y (casi) de por vida. La verdad es que, a medida que pasan los años, soy más consciente de la suerte que tuve.

La mayoría de mis compañeros se parecían a aquellos chicos a los que tantas horas de clases particulares había dado anteriormente. Durante sus años universitarios, se habían permitido ir un año al extranjero a mejorar su inglés. Para ser honesto, no sé si sus capacidades comunicativas mejoraron mucho durante ese año en el extranjero, pero sé que todos, sin excepción, disfrutaron en exceso de los “pecados que la noche les brindaba”, bien fuera en Europa o en Estados Unidos. Pero ahora todos éramos “parte de la élite”, y esos secretos solo salían a la luz tras unas cuantas botellas de soju, cuando nadie estaba lo suficientemente lúcido como para recordar al día siguiente quién, cuándo, dónde, cómo, qué o por qué sucedió algo.

Durante los primeros años en la empresa, debía escuchar y proceder a hacer lo que me solicitaran mi jefe y mi responsable. Pese a todo, no podía resistir la necesidad de mostrar “lo equivocados que estaban todos” y la importancia de que escuchasen mis sabios comentarios de inexperto. Por suerte, el hecho de ser un inocente extranjero me ayudó a eludir alguna amonestación de mis superiores.

Tome asiento y disfrute de su café

El tiempo ha ido pasando, y tanto este país como yo seguimos conociéndonos y cambiando día a día, a nuestra manera, sin perder nuestra esencia. Si antes todos vestíamos el mismo traje, corbata y tomábamos el mismo café, ahora deleitamos a nuestros colegas con la variedad de nuestro fondo de armario y nuestros termos de café “eco-friendly”, siempre dentro del ¨business casual¨ que marcan nuestros lineamientos corporativos.

Gracias a Corea, he podido construir una nueva vida y desarrollarme como profesional en mi disciplina. Y más allá de eso, he aprendido que escuchar y el silencio son dos grandes virtudes que, tras un cierto tiempo, no solo te salvan de algún que otro ridículo, sino que, llegado el momento, también permiten que los demás escuchen y respeten tu opinión.

Así que, permítanme el atrevimiento y les daré la recomendación que no daré a ninguno de mis colegas para su luna de miel, o a algún viejo amigo que venga a visitarme a Seúl. Si va a viajar a España, no consulte Naver ni se enrole en un tour por toda la península. Posiblemente no podrá decir a sus colegas, pese a que ellos sí lo hicieron, que usted también visitó Toledo y Chinchón en 50 minutos. No se preocupe, la gran mayoría de españoles tampoco lo ha hecho. Simplemente, escoja un destino y piérdase por las calles dando un paseo: seguro que no se arrepentirá. Lo mismo para los que piensen visitar Corea: dejen la Lonely Planet en casa y olvídense de las recomendaciones de los documentales de Netflix. Hagan el esfuerzo de adentrarse en algún restaurante sin menú en inglés. Pidan lo que esté comiendo el de la mesa de al lado y déjense sorprender. Al fin y al cabo, esas sorpresas alimentan la curiosidad que nos hace mejores a todos.

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