8 el ministerio de musica p diego jaramillo

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Con las debidas licencias © Corporación Centro Carismàtico Minuto de Dios • 2015 Carrera 73 No. 80-60 PBX: (571) 7343070 Bogotá, D.C., Colombia Correo electrónico: info@libreriaminutodedios.com ebooks@minutodedios.com.co www.libreriaminutodedios.com ISBN: 978-958-735-183-5 ePub por Hipertexto / www.hipertexto.com.co Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio

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En 1978, como servicio a los ministerios de música y canto de la Renovación Carismática, publiqué el folleto “Cantemos al Señor”, que recogía orientaciones sobre el sentido y la importancia del canto en la oración y acerca de la animación litúrgica. Ese folleto, reimpreso en Bogotá algunos años después con el título “Ministerio de Música”, fue publicado también, con la debida autorización, en Argentina, por el padre Alberto Ibáñez, sj; en Chile, por el padre Agustín Sánchez, sj; y en Brasil, traducido al portugués, por la Renovación Carismática de Río de Janeiro. Con los años, a insinuación del señor arzobispo de Bucaramanga, Víctor López, retomé los temas antes tratados, que fueron apareciendo en la revista mensual FUEGO, de 2002 a 2005, y que, revisados y parcialmente ampliados, se han reunido en la presente obra. Dedico esta edición a los ministerios de música y canto que han estado más cercanos a mi servicio sacerdotal: Nueva Alianza, Escuela de Alabanza, Carisma Verde, Elí, Música de Dios y la comunidad Pueblo de Dios, en Bogotá; y en Medellín, las comunidades Magnificat y Kerygma.

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Los cristianos cantamos en nuestras celebraciones litúrgicas y recordamos que Jesús en su última cena también cantó. Los evangelios nos cuentan que, al concluir la comida pascual, el Maestro y sus discípulos entonaron los salmos acostumbrados por los hebreos en semejantes circunstancias y que luego salieron hacia el jardín de los Olivos (cf Mc 14, 26; Mt 26, 30). No es esa la única ocasión en que se mencionan la música y el canto en la vida de Jesús. En una de las más bellas parábolas, que suele llamarse del hijo pródigo o, quizá mejor, del Padre misericordioso, se nos habla de la fiesta con danzas y música que se organizó en la casa paterna para celebrar el regreso al hogar del muchacho que había muerto y fue devuelto a la vida, que se había perdido y había sido encontrado (cf Luc 15, 25). En otra ocasión, quizá recordando un juego popular de los muchachos, Jesús habla de un grupo de chiquillos que reprocha a sus amigos, diciéndoles: “Les hemos tocado la flauta y no han bailado, les hemos entonado endechas y no han llorado”. Con esas palabras aludía a sus enemigos, que tildaban de endemoniado a Juan Bautista porque ayunaba, y al Hijo del hombre lo calificaban de glotón, borracho y amigo de pecadores, porque comía y bebía (cf Mt 11, 17; Luc 7, 23). Por otra parte, con mucha frecuencia leemos citas de salmos, puestas en los labios del Señor. Esos himnos eran el canto normal de los hebreos en sus peregrinaciones, en sus oficios sinagogales y en sus fiestas en el templo de Jerusalén. También esos salmos debieron ser la oración y el canto frecuente de Jesús. Él cantaba porque pertenecía a un pueblo que le cantaba a Dios. Basta hojear la Biblia para leer frecuentes alusiones a la música con diversos 8


instrumentos, a la danza y a la canción. Recordemos algunos pasajes: Se habla del canto a Yahvé: Sal 30, 5.12-13; 33, 2-3; 40, 7; 66, 2; 81, 2-4; 92, 2-4; 95, 2; 101, 1; 104, 33; 105, 2; 137, 2-4; 149, 1-3. Se alude al canto durante la noche o en la madrugada: Sal 42, 9; 57, 8-9; 96, 1; 98, 1.4-6; 108, 2-4; 119, 54-55. Se menciona un cántico nuevo: Sal 33, 3; 47, 7; 149, 1. Con frecuencia se mencionan instrumentos musicales, como si con ellos y con todas las criaturas se pudiese formar una orquesta para proclamar las alabanzas al Creador. Es lo que proclama el salmo 150: ¡Aleluya! Alaben a Dios en su santuario, alábenlo en su poderoso firmamento, alábenlo por sus grandes hazañas, alábenlo por su inmensa grandeza. Alábenlo con el toque de cuerno, alábenlo con arpa y con cítara, alábenlo con tambores y danzas, alábenlo con cuerdas y flautas, alábenlo con címbalos y aclamaciones. Todo cuanto respira alabe a Yahvé. ¡Aleluya! También en los profetas se encuentran alusiones a la música y al canto, sobre todo en Isaías: 5, 1; 12, 5; 24, 8-9; 30, 29; 42, 10; 65, 14. Con frecuencia esas alusiones a las melodías se acompañan con los verbos alabar, bendecir, aclamar y gritar. En el Antiguo Testamento se transcriben algunos himnos. De algunos de ellos se dice que fueron cantados. Por ejemplo: el cántico triunfal tras pasar el Mar Rojo (cf Éx 15, 1-18), el cántico de Débora y Barac (cf Jue 5, 1-31), el canto de victoria que escribe Isaías (cf Is 26, 1-21), la oración que entona Habacuc en 9


tono de lamentaciones (cf Hab 3, 1-19), el que entonó el rey Ezequías cuando estuvo enfermo y sanó de su mal (cf Is 38, 9-20). Al rey David se le atribuyeron muchos salmos. Él fue el suave salmista de Israel (cf 2 Sam 23, 1). Sus cualidades artísticas y espirituales se realzan en los servicios que prestó a Saúl (cf 1 Sam 16, 14-23), en la organización que dio a los cantores (cf 1 Crón 25, 1 sgs) y en el entusiasmo con que cantaba y danzaba ante el arca de Yahvé (cf 1 Crón 15, 25-29). Esas tradiciones musicales de Israel fueron las que heredó Jesús, quien aprendería a cantar en su hogar de Nazaret, con una incomparable maestra de alabanza: María. Él llevó a plenitud la exaltación amorosa de Dios y, en su escuela, sus discípulos siguen cantando al Creador. Los cristianos cantamos porque Jesús cantó. O, para decirlo con palabras inspiradas en san Pablo, no cantamos nosotros, sino que dejamos que Jesús cante y alabe en nosotros, como si fuésemos sus instrumentos. Nuestras voces se unen a la suya, como los arroyos que vierten sus aguas en un gran río, para llegar al mar inmenso e insondable que es el Padre. Jesús legó en herencia su oración y alabanza a sus discípulos: escuchamos a Pablo y a Silas, que a media noche, en la cárcel, con los pies en el cepo, cantan himnos a Dios, porque la Palabra no está encadenada (cf Hech 16, 25). Igualmente, podemos recordar los consejos de Pablo a los corintios acerca del canto en el Espíritu (cf 1 Cor 14, 15) o sus comentarios, acerca de la alabanza, en su carta a los romanos (cf Rom 5, 9-10) y, de modo especial, los consejos que aparecen en las cartas pastorales: “La Palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza; instrúyanse y amonéstense con toda sabiduría, cantando a Dios, de corazón y agradecidos, salmos, himnos y cánticos inspirados” (Col 3, 16). “Reciten entre ustedes salmos, himnos y cánticos inspirados; canten y salmodien en su corazón al Señor, dando gracias siempre y por todo a Dios 10


Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5, 19-20). También en la carta de Santiago encontramos una mención explícita del canto espiritual: “¿Sufre alguno entre ustedes? Que ore. ¿Está alguno alegre? Que cante salmos” (Sant 5, 13). Nos quedan por espigar varios cánticos que aparecen en el Apocalipsis. Deben haber sido himnos difundidos en algunas comunidades cristianas del Asia Menor, en el siglo primero. Algunos de ellos se mencionan como cantados en honor de Dios o del Cordero, en el cielo; otros sólo son proclamados, pero su estructura parece indicar que también se les entonaba en las asambleas litúrgicas: Santo, santo, santo, Señor, Dios todopoderoso. Aquel que era, que es y que va a venir (Ap 4, 8). Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque Tú has creado el universo; por tu voluntad existe y fue creado (Ap 4, 11). Cantan un cántico nuevo, diciendo: “Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios, con tu sangre, hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación, y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes y reinan sobre la tierra” (Ap 5, 9-10). Decían con fuerte voz: “Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza” (Ap 5, 12). Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y poder por los siglos de los siglos. Amén (Ap 5, 13-14). Amén, alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén (Ap 7, 12). 11


Oí un ruido que venía del cielo, como el ruido de grandes aguas o el fragor de un gran trueno; y el ruido que oía era como de citaristas que tocaban sus cítaras. Cantaban un cántico nuevo delante del trono... y nadie podía aprender el cántico, fuera de los ciento cuarenta y cuatro mil rescatados de la tierra (Ap 14, 2-3). (Los que habían triunfado) llevando las cítaras de Dios, cantan el cántico de Moisés, siervo de Dios y el cántico del Cordero, diciendo: “Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de las naciones! ¿Quién no temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque sólo Tú eres santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán ante Ti, porque han quedado de manifiesto tus justos designios” (Ap 15, 2-4). Con parecidos cantos se evoca la alegría de la Jerusalén celestial (cf Ap 19), mientras en la destruida Babilonia no se oirá más la música de los citaristas y cantores, de los flautistas y trompeteros (cf Ap 18, 22). Continuadores de esa tradición musical, los cristianos de hoy le cantamos al Padre del cielo y a Jesús, con la inspiración que nos da el Espíritu Santo.

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Un antiguo proverbio, usado en la Iglesia, afirma que quien canta ora dos veces. ¿Qué puede significar esa frase? Sin duda quiere expresar que el canto no sólo compromete la mente y la garganta, sino todos los sentimientos del hombre y todo cuanto es el ser humano, pues la música y las canciones penetran hasta las más recónditas fibras del corazón y las hacen vibrar. El canto compromete al hombre en su cuerpo y en su espíritu. En efecto, el ritmo de la canción impulsa a que se marque el compás con las manos o los pies, como si se esbozara una danza. El canto puede expresar todos los sentimientos y las situaciones del hombre: el amor, la alegría, el entusiasmo, el triunfo, el anhelo, el esfuerzo, el mensaje, la tristeza, la decepción, el fracaso, la protesta, la búsqueda, etc. En una palabra, cuanto el hombre es, vive, piensa, ama y siente. El canto está íntimamente unido con la oración. La música tiene una dimensión sagrada. El filósofo Platón pensaba que el canto era un don divino y que fuera del culto a las divinidades no se debería cantar, pues le parecía que eso sería un abuso y un sacrilegio{1}. Algunos atribuían propiedades mágicas a ciertos cantos, usados para invocar a los dioses (epiclesis), para expulsar espíritus (apotropía) o para purificación de las culpas (catarsis). El canto es la palabra humana vestida de música y, por lo tanto, puede expresar alabanza, adoración, amor, gratitud, ofrenda, petición de perdón o de favores materiales o espirituales e intercesión. El papa Pío XII decía que “la música embellece y adorna las voces del sacerdote 13


que ofrece o del pueblo cristiano que canta las alabanzas al Altísimo... eleva a Dios los espíritus... como por una fuerza y virtud innata... hace más fervorosas las preces litúrgicas de la comunidad cristiana”. Lo que el papa dice de la alabanza se puede decir de todos los géneros de oración usados en la Iglesia. De todos ellos se pueden encontrar bellos ejemplos, que los lectores podrían buscar, a modo de ejercicio práctico. Vale la pena subrayar que el canto no es un añadido a la oración, sino algo intrínseco a ella, algo que dimana de la misma plegaria. Se entona no como sobrecarga a la oración, sino como palabras que se entonan, al cantarse, y que permiten que desde lo más profundo del espíritu se ore y se clame a Dios.

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LOS CANTOS DE LOS CRISTIANOS “Jesucristo es el Señor de los que cantan”, escribió Clemente de Alejandría en su Pedagogo. Orar es propio de los cristianos. Es lo que se lee en las Odas del Rey Salomón{2}: Al campesino compete empujar el arado; al piloto, empuñar el timón; y a mí, cantarle a mi Dios, mi arte y mi oficio son sus alabanzas. Uno de los testimonios paganos más antiguos que hablan de Jesús se debe a Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, quien escribe una carta al emperador Trajano, en la que pregunta qué conducta debe observar con los cristianos que, antes de salir el sol, se congregaban para cantar a Cristo como a un Dios. Algún tiempo después, el historiador Eusebio de Cesarea pregunta: “¿Quién ignora los numerosos cantos y los himnos escritos por los hermanos fieles de los primeros tiempos, en que cantan a Cristo como Verbo de Dios y lo celebran como Dios?". Y san Jerónimo relata lo que sucedía en Palestina: "No se oía en Belén otro canto que el de los salmos, que rompiese el silencio; el campesino, guiando su carro de labranza, cantaba el aleluya; el segador aliviaba el peso del día con el canto de los salmos; el viñador, al podar las cepas, tenía siempre en su boca alguna frase de David".

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UN MAESTRO EXCEPCIONAL Dicen que cuando san Agustín era obispo, tenía dificultad para hacerse oír a causa de una afección en la voz. Pero quizá de joven le gustaría cantar, porque en sus escritos se hallan muchas alusiones al canto y porque, además, empezó a escribir una obra sobre la música, que no alcanzó a concluir. Aurelio Agustín recuerda, en sus Confesiones, el momento de su conversión y las circunstancias que la rodearon. En esos días, entregado a la oración, se enternecía al escuchar los salmos: “¡Cuánto lloré con tus himnos y tus cánticos, fuertemente conmovido con las voces de tu Iglesia, que dulcemente cantaba! Penetraban aquellas voces mis oídos y tu verdad se derretía en mi corazón, con lo cual se encendía mi piedad y corrían mis lágrimas y me iba con ellas”{3}. Es cierto que el santo se plantea si es conveniente el uso de la música en la oración, pues cuenta que en ocasiones la armonía domina las palabras, y se deleitaba en aquélla olvidando éstas. Pero concluye, diciendo: “Me conmuevo no con el canto, sino con las cosas que se cantan; cuando se cantan con voz clara y una modulación conveniente, reconozco la utilidad de esta costumbre”. Y dice que es “práctica útil para mover el ánimo piadoso y encender el afecto del amor divino”. La respuesta definitiva que el santo da es el amor, pues, como enseña, cantar “es función de amor”, “es negocio de amor”, “es propio del que ama”; y añade: "La voz del cantor es el fervor del santo amor”. El amor debe llevar a la alabanza. En uno de sus sermones, explica el santo doctor lo que es un himno, y dice que consta de tres elementos: el canto, la alabanza y que sea de Dios. Por eso define a los himnos cristianos como “la alabanza de Dios con canto”{4}. Sin embargo, eso no basta; se requiere la vida que ratifique las palabras: “Tú dices: yo canto. Cantas, es cierto. Pero cuida que tu vida no testifique contra tu voz. Canta con la voz, canta con el corazón, canta con la boca. Canta con tu 16


conducta santa. Canta al Señor un canto nuevo... El cantor debe ser, él mismo, la alabanza de su canto”. En muchas ocasiones, san Agustín alude a “la jubilación” o “el júbilo”, como se denominaba el modo de cantar en que, despreocupándose de las palabras, se modulaba la melodía porque eran el amor y el sentimiento los que regían la voz del cantor o, como dice él mismo: “Es un determinado sonido que significa que el corazón trabaja para dar a luz lo que no logra decir”.

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EL CANTO EN LOS GRUPOS En los grupos de oración se canta con frecuencia. Muchos de sus integrantes renovaron su relación con Dios por haber oído un canto sagrado. La canción es la voz de la asamblea que glorifica a su Dios. Así lo enseña Pío XII en su encíclica Mediator Dei: “Suba al cielo el canto unísono y majestuoso de nuestra multitud, como el fragor del resonante mar, expresión armoniosa y vibrante de un mismo corazón y una misma alma, como corresponde a los hermanos y a hijos de un mismo Padre”. Por supuesto que la canción espiritual no es exclusiva de la liturgia o de los grupos de oración. El cristiano está invitado a orar cantando con frecuencia: al comenzar el día, al comer, al caminar, al realizar las faenas del hogar. Con esas melodías, da gloria a Dios y crece en la vida espiritual. El papa Pablo VI invitó a que brotara “en feliz y verdadera oración la lengua enmudecida y sintiera el inefable y regenerador poder de cantar”.

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CREER Y CANTAR El canto sagrado es oración y a la vez es confesión de nuestra fe. Una máxima antigua decía: Lex orandi, lex credendi, que se podría traducir: la norma del orar es la norma del creer, es decir, que la oración es la fe expresada en palabras, pues lo que se cree eso se ora, y lo que se ora traduce lo que creemos. La música nos permite cantar nuestra fe, decirla, profesarla, confesarla con alegría y belleza. Al cantar oramos y creemos. El canto puede dirigirse a Dios, ante cuya presencia nos situamos, y las palabras entonadas dirán qué imagen del Creador tenemos y qué creemos de cuanto Él hace. También el canto religioso puede dirigirse a los hombres que nos rodean y se vuelve testimonio de lo que Dios ha hecho en nosotros, o se hace evangelio y proclama cuán bueno y poderoso es el Padre del cielo. Por eso no cantamos por cantar, sino por manifestar nuestra fe. Eso nos lleva a asimilar el pensamiento del autor de la canción y a asumirlo desde nuestra propia experiencia, como si fuésemos sus canta-autores. Por eso quien canta debe personalizar el mensaje de la canción. Orígenes decía: “Dichoso aquel que comprende el significado de los cantos”. Ese es el que disfruta de la canción, el que ora con ella, el que con ella da testimonio, el que con ella evangeliza.

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QUÉ CANTAMOS No todo canto religioso es recomendable. A continuación esbozaremos algunos criterios que nos permitan escoger o rechazar lo mejor del repertorio de nuestro ministerio musical. Pues en ocasiones, aun con melodías muy agradables, pueden presentarse ideas inaceptables. Por eso debemos examinar críticamente los textos que se entonan, y saber con exactitud qué dice la canción.

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CRITERIO DOCTRINAL Hay cantos que se refieren a Dios Padre, nuestro amoroso Creador. Otros hablan de Jesús y describen las etapas de su vida, desde los villancicos hasta los que refieren su muerte, resurrección y ascensión gloriosa, su señorío y su futura venida. Otros invocan al Espíritu Santo y le piden que venga al corazón del creyente, a la comunidad cristiana y al mundo. Otros cantos hablan de la Iglesia, de los sacramentos, de la evangelización, de los santos y, de manera especial, de María, la madre de Dios y de los hombres. Otros se refieren a la vida del hombre en la tierra, su lucha contra el mal, la protesta y la denuncia que debe hacer de la injusticia, la solidaridad con los demás, la esperanza del mundo futuro y la gloria que anhelamos los creyentes. Cualquiera sea su tema, los cantos deben expresar la doctrina de la Iglesia Católica. Las confesiones no católicas pueden influenciar a quienes, sin discernirlas, asumen sus canciones, so pretexto de las bellas melodías. Algunos prefieren sólo cantar cantos cuyos autores son reconocidos como pertenecientes a la Iglesia Católica, para evitar confusiones al respecto.

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CRITERIO BÍBLICO Sería de desear que muchas canciones espirituales no sólo estuviesen impregnadas de la enseñanza bíblica, sino que usaran el texto inspirado, en su literalidad. Los salmos, los himnos bíblicos y muchas frases de la Revelación pueden usarse, con gran utilidad, para la oración y la enseñanza. Tienen, además, la ventaja de transmitir y ayudar a memorizar la Palabra de Dios. Se dice que una persona adulta no suele retener lo que escucha, salvo si es con música. Por eso no es raro encontrar ancianos que conocen de memoria muchísimas canciones y las cantan sin tener que leer ningún cancionero.

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CRITERIO LITERARIO Ojalá el lenguaje de los cantos religiosos sea poético, evocador. Por supuesto que eso depende del autor, de su manera de expresarse a base de comparaciones, metáforas, imágenes, parábolas. Ello puede embellecer la idea que desea transmitir. No se requiere que el texto esté en verso o que tenga rima, aunque eso puede ayudar a la expresión musical. La frase debe ser correcta gramaticalmente. Algunos textos, traducidos de otros idiomas, están escritos en pésimo castellano. Los textos no deben ser muy largos y conceptuales. Las estrofas cortas, directas, son fáciles de aprender y, con mínimas variaciones de estrofa a estrofa, permiten que se les entone por largo rato, sin que causen monotonía. Los coritos usados en la Renovación Carismàtica Católica suelen ser fáciles de recordar, contagian de alegría y tienen una fuerte dosis de evangelización.

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CRITERIO COMUNITARIO Los cantos no sólo deben ser ricos en contenido doctrinal, sino que deben permitir que quienes los canten se sientan involucrados en ellos, alabando, bendiciendo, amando a Dios o creyendo en Jesús. Un texto de Nicetas de Remesiana, sobre el canto, puede servir de resumen a la reflexión: Se oye con agrado mientras se canta, penetra el alma mientras deleita, se retiene con facilidad, pues se repite con frecuencia, y consigue arrancar de las mentes humanas, por la suavidad, lo que no podía la austeridad de la ley. Pero no se trata de lograr esa interiorización mediante palabras tiernas o expresiones sentimentales. Esa era una característica de los cantos de antaño, felizmente no de todos. También se encuentra esta nota en muchos cantos nacidos en tradiciones cristianas no católicas. Al respecto es bueno examinar si las palabras “yo”, “mío”, etc., usadas con profusión, manifiestan una tendencia individualista, no comunitaria.

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UNA EXPRESIÓN DE AMOR

El canto no sólo entraña una dimensión vertical de fe, que se expresa en sentimientos de adoración, alabanza, amor y acción de gracias, sino que se expande también en una dimensión horizontal de amor y de unidad con los hermanos. La liturgia católica no es una reunión de personas aisladas, cuyos cuerpos están cercanos, mientras sus corazones permanecen lejanos unos de otros, como si se tratara de una montonera o un grupo de gentes desconocidas entre sí. Tampoco es la liturgia una representación teatral o cinematográfica, en donde los actores fingen palabras y sentimientos para impresionar a los espectadores, ni es un partido deportivo en donde el público se polariza en dos grandes grupos, para apoyar al equipo de sus preferencias o, en ocasiones, para denostar a los contrarios. La liturgia y las demás reuniones espirituales son congregaciones de hermanos, cohesionados alrededor de Jesucristo, para adorar al Padre del cielo. En esas asambleas se refleja lo que es la Iglesia: un grupo de creyentes que, por la acción del Espíritu Santo, tienen una sola alma y un solo corazón. El canto contribuye a expresar esa unidad. La asamblea ora y canta como si fuera una sola persona. El Paráclito hace que todas las voces, aunque sean diferentes, se unan como las cuerdas de una guitarra, para la alabanza común. En esta idea insistieron muchos pastores y líderes espirituales. Citemos algunos: San Clemente Romano, en su carta a los corintios, escribe: “Nosotros también, reunidos por la comunión de sentimientos en la concordia, en un solo cuerpo, clamamos a Él con insistencia como en una sola boca”{5}. San Juan Crisóstomo refleja en sus escritos cuanto sucedía en las liturgias presididas por él: “Aquí no hay esclavo ni libre, ni rico ni pobre, ni príncipe ni súbdito; lejos de nosotros están esas desigualdades sociales; formamos un solo coro, todos tomamos parte de los santos cánticos, y la tierra imita al cielo”{6}.

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San Basilio refleja lo que sucedía en Cesarea de Capadocia: “El canto del salmo rehace las amistades, reúne a los que estaban separados, vuelve amigos a los que estaban mutuamente enemistados. Pues, ¿quién es capaz de considerar todavía como enemigo a aquel con quien ha elevado una misma voz hacia Dios? Por tanto, el canto de los salmos nos procura el mayor de los bienes, la caridad, ya que facilita algún pensamiento o algún vínculo para realizar la concordia, y reúne al pueblo en la sinfonía de un mismo coro”{7}. También san Jerónimo, al comentar en Belén el salmo 87, escribe: “Si se dice que existe un coro, cuando se reúnen muchos para cantar en común... está prefigurado en ello el misterio de la Iglesia, que congregada de diversas gentes, realiza en diversos lugares, de diversas partes y de diversas costumbres, un único coro de alabanza para Dios”{8}. En una época en que se desconocían los más elementales derechos de la mujer, el canto de los salmos las hacía sentirse personas, que podían participar de la misma manera y posiblemente superar a los varones en el entusiasmo. Es lo que acaecía en Milán, según lo expresa san Ambrosio: “El apóstol las manda callar en la Iglesia, pero ellas tienen el derecho de cantar salmos, que son el himno de todas las edades y de todos los sexos; oíd a las ancianas, a las jóvenes, a las vírgenes y a las más encantadoras niñas modular aquellos salmos y dulces cantos… Es el himno de la concordia, ya que la armonía de un pueblo que canta unido es vínculo de corazones”{9}. Por eso es importante que todos los asistentes participen en los cantos de la asamblea; que nadie se aísle, como si estuviera rumiando su apatía o su malhumor, que nadie rompa la unidad de un pueblo que entona su plegaria, teniendo los mismos sentimientos de nuestro único Maestro para que “unánimes, a una voz, glorifiquen al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15, 6).

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EL CANTO, EXPRESIÓN DE ESPERANZA El canto religioso tiene también una dimensión personal: brota del corazón y toca las fibras más íntimas del espíritu, transmitiendo paz, sosiego y alegría. Normalmente, la música apacigua las penas y comunica sensaciones de gozo. Es lo que sucedía con las canciones de David al entristecido y malhumorado rey Saúl (cf 1 Sam 16, 14-23). El canto logra llegar a la intimidad de la persona, o parte desde allí para expresar sus anhelos, sus deseos, sus esperanzas, sus búsquedas de plenitud. En la Biblia leemos: “¿Está alguno alegre? Que cante” (Sant 5, 13). Y san Juan Crisóstomo comenta: “¿Quieres alegrarte? Yo te doy una bebida espiritual... ¡Aprende a cantar y verás cuán agradable es!”{10}. Con razón las canciones son elemento indispensable en las fiestas: bodas, nacimientos, cumpleaños, victorias, cosechas y demás acontecimientos placenteros integran la música y el canto en su celebración. Por supuesto que esto tiene especial aplicación en las manifestaciones religiosas. A ello se añade el valor pedagógico del canto para transmitir el pensamiento y la doctrina espiritual. Así lo enseñó san Juan Crisóstomo, el patriarca primero de Antioquía y, luego, de Constantinopla: “He aquí por qué la recitación de los salmos va acompañada de canto: Dios, viendo la indiferencia de un gran número de hombres, que no tienen afición por la lectura de cosas espirituales y no pueden soportar el trabajo serio del espíritu que ellas exigen, ha querido procurarles que este esfuerzo les sea agradable y no los fatigue. Unió, pues, la melodía con las verdades divinas, a fin de inspirarnos, por el encanto de las melodías, un gusto muy vivo por estos himnos sagrados”{11}. No es sólo un problema pedagógico. Es un adentrarse en las fuentes de la 30


alegría. Muchos cantos sagrados aluden a este sentimiento humano. Recordemos algunos de los más conocidos entre nosotros: “Estoy contento porque soy de Cristo”, “Felicidad de vivir en tu casa”, “Qué alegría cuando me dijeron”, “Soy feliz, Él me liberó”, “Vayamos jubilosos al altar de Dios”, “Yo tengo gozo en mi alma”, etc. Esa alegría que llena al cantante lo impulsa a marcar el ritmo, a batir las palmas de las manos, a expresar el sentido de lo que se canta, accionando, moviendo el cuerpo, saltando y danzando. Hasta el mismo Dios lo hace cuando expresa su dicha, como lo afirma bellamente el profeta Sofonías (3, 17): “Yahvé exulta de gozo por ti, te renueva por su amor, danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta”. Ese gozo sólo es el preludio de la alegría eterna, porque el canto tiene una dimensión escatológica. Si la alegría terrena nos colma de tal manera, ¿cómo será la plenitud que tendremos en la patria celestial? “En la casa de Dios la fiesta es eterna, pues no se celebra ningún acontecimiento efímero. Está el coro de los ángeles, fiesta sempiterna; la presencia continua del rostro de Dios, alegría sin defecto; es día de fiesta tal que no tiene comienzo ni conoce fin”, dice san Agustín de Hipona{12}. Cuando el pecado reina, se extingue la alegría. “Ni en las viñas se lanzan cantos de júbilo ni gritos” (Is 16, 10), pero cuando Dios reina, estalla el entusiasmo, porque “el gozo es un fruto del Espíritu" (Gál 5, 22; cf Rom 14, 17; Ef 5, 19-20).

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En la primera carta a los corintios, nos dice san Pablo: “Oraré con el espíritu, pero oraré también con la mente. Cantaré salmos con el espíritu, pero también los cantaré con la mente” (1 Cor 14, 15). Cantar en el espíritu es dejar que nuestra voz module melodías espontaneas, que musicalice los sonidos que brotan de nosotros, no ante todo por la fuerza del pensamiento, o de la mente, como dice el apóstol, sino por el afecto del corazón. Una forma de cantar en el espíritu se dio en las primitivas comunidades cristianas. Era una modalidad llamada “júbilo” o “regocijo”. Se usaba en el canto gregoriano al prolongar una sílaba con varias notas, v.gr. en el aleluya. Algunos autores dicen que los coptos hacen esta prolongación por largo tiempo, hasta de un cuarto de hora. Como si estuvieran tarareando. Para descubrir el modo que usaban las comunidades primitivas, es bueno escuchar a san Jerónimo, que escribe: “Por el término júbilo, entendemos aquello que ni en palabras o sílabas o letras o lenguaje puede expresar la forma como el hombre debería alabar a Dios”. San Juan Crisóstomo dice: “Se permite cantar salmos sin palabras, siempre que la mente resuene en su interior. Porque no cantamos para los hombres, sino para Dios, que puede escuchar nuestros corazones y penetrar los secretos de nuestra alma”. Y san Agustín enseña: “No busques palabras, como si pudieras explicar de qué modo se deleita a Dios. Canta con regocijo. Pues cantar bien a Dios es cantar con regocijo. ¿Qué significa cantar con regocijo? Entiendan, porque no puede explicarse con palabras lo que se canta en el corazón. Los que cantan ya en la 32


siega o en la vendimia o en algún trabajo activo o agitado, cuando comienzan a alborozarse de alegría, por las palabras de los canticos, estando como llenos de tanta alegría y no pudiendo explicarla con palabras, se comen las sílabas y se entregan al canto del regocijo. El júbilo es cierto cántico o sonido con el cual se significa que da a luz el corazón lo que no puede decir o expresar... para que se alegre el corazón sin palabras y no tenga límite de sílabas la amplitud del gozo”{13}. Similares a esas frases, son muchas otras del mismo obispo cuando comenta diferentes salmos. De acuerdo con su enseñanza, el gozo por la admiración de las maravillas de Dios desemboca en acción de gracias. Ese regocijo se expresa de múltiples maneras: con palabras o en silencio, con lágrimas o con sonrisas, con aclamaciones o con aplausos, con tarareo o con canciones, o con música y con danza. La danza sagrada ha servido para expresar el gozo ante Dios, y no únicamente en las culturas primitivas, sino en las páginas bíblicas y en los más refinados rituales. Cuando Moisés dio rienda suelta a su regocijo, al pasar el Mar Rojo, todas las mujeres tomaron tímpanos y danzaron en coro (cf Éx 15, 20); también el pueblo israelita bailó ante el becerro de oro (cf Éx 32, 19). Ante el arca de la alianza danzaba y giraba David porque, como diría a su esposa, “en presencia de Yahvé danzo yo” (2 Sam 6, 14-21); y el salmo 149 invita a todo el pueblo con estas palabras: “Canten a Yahvé un cantar nuevo; ¡su alabanza en la asamblea de sus amigos! Regocíjese Israel en su Hacedor, los hijos de Dios exulten en su Rey; alaben su nombre con la danza, con tamboril y cítara salmodien para Él” (Sal 149, 1-3). Quizá el texto bíblico más bello al respecto es el que trae el profeta Sofonías, donde es el mismo Dios quien se goza y baila de amor por su pueblo: “Yahvé, tu Dios, está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! Él exulta de gozo por ti, te renueva por su amor. Danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta” (Sof 3, 17).

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Para celebrar esa danza divina, los ministerios de música proclaman que Dios “ha cambiado mi lamento en baile, me ha vestido de alegría”, y a base de ritmos alegres, dan salida al entusiasmo. Entonces los asistentes a las grandes asambleas se sienten impulsados a organizar rondas, a marcar el compás y a dejar que el cuerpo manifieste la felicidad que se experimenta en presencia del Señor que salva, o grupos de danzantes expresan con movimientos estilizados la adoración a Dios.

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EL CANTO EN LENGUAS Otra forma de cantar en el espíritu es cantar en lenguas. En los grupos y asambleas de oración, esta alabanza comienza lentamente. Por lo regular se entonan primero bendiciones a Dios, luego surge en muchos casos como un susurro leve que Serafino Falvo compara al “zumbido de los cables eléctricos, en campo abierto, cuando sopla el viento”. Ese sonido se reviste de notas musicales que cobran intensidad y alcanzan un crescendo lleno de libertad y entusiasmo, disminuyen después lentamente como una ola que muere en la playa, o se interrumpen como si un director de orquesta diese una repentina señal. El cardenal Suenens escribió: “Cuando toma la forma de un canto colectivo improvisado, tal oración alcanza una gran belleza y una impresionante intensidad religiosa ante todo aquel que la escucha sin prevención”. ¿Cómo animar ese canto, desde el ministerio de música? La respuesta podría ser: según el Espíritu le inspire a cada cual. Sin embargo, se podrían aconsejar algunas formas que ayuden al orden y la paz de la asamblea: Entonar melodías espontáneas, improvisando tonadas, dando los acordes básicos o sugiriendo músicas fáciles que apoyen la oración común. Usar las melodías tradicionales del gregoriano o de cantos religiosos conocidos, sobre los cuales los orantes acomodan las sílabas de su agrado. Recurrir a cantos usados en la Renovación y, luego de agotar la letra, abandonando las palabras, dejarse llevar por la melodía, a la que se acomodan sonidos “en lenguas”. En todos esos casos, se evitarán sonidos altos y fuertes que disuenen con el canto de los demás participantes. El que los entona no debe aislarse, sino integrarse con la melodía que la asamblea está utilizando.

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Entonces la oración en lenguas no sólo es pronunciada, sino cantada. La música le ayuda a expresarse, la mantiene viva y le permite llegar a un clímax de emoción especial. Por supuesto que, siendo alabanza, no interesa grabarla ni “traducirla”, máxime cuando una gran asamblea manifiesta la actitud de contemplación y embeleso ante el Señor. El empleo de los instrumentos musicales guarda cierta analogía con la oración en lenguas. Es un sonido que evoca, que ayuda a decir, que traduce lo que el artista siente, sin que su voz pronuncie. La música se vuelve oración. Como si fueran cuerdas vocales, las cuerdas de la guitarra o las teclas del piano o las dulces notas de la flauta emiten sonidos para Dios y sirven de fondo musical a la oración. Al respecto, en su comentario a la primera carta a los corintios, se expresa así Eugen Walter: “El ejemplo de los instrumentos musicales es rico en consecuencias, debido acaso a que las manifestaciones glosolálicas tienen algo de musical, pero similar a aquellos géneros músicos cuyo significado no se puede desentrañar... Lo que es seguro es que los cantos de la liturgia son una manifestación procedente muchas veces del entusiasmo que rodeaba la locución en lenguas de aquel tiempo. Lo dicho es válido respecto al canto en general, pero mucho más especialmente del modo como se cantaba”.

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ORAR EN EL ESPÍRITU SANTO Toda plegaria cristiana, con el espíritu o con la mente, debe ser realizada, para que sea oración, en la fuerza del Espíritu Santo: “Ustedes, queridos hermanos, edifíquense sobre su santísima fe y oren en el Espíritu Santo”, dice la carta de Judas en el versículo 20. Algo parecido recomienda la carta a los efesios: “Siempre en oración y súplica, en toda ocasión, en el Espíritu” (6, 18). Orar en el Espíritu Santo es sumergirse en la presencia divina (cf Sal 100, 4). Es, apoyados en Él y con su fuerza, invocar al Padre del cielo (cf Rom 8, 15; Gál 4, 6-7). Es permitirle que ayude nuestra flaqueza, que nos enseñe a pedir como conviene y que interceda por nosotros con gemidos inefables (cf Rom 8, 26-27). Es, para decirlo con palabras del papa Pablo VI, dejar que broten “palabras infantiles y superlativas, balbucientes, llorosas y suplicantes, alegres y cantarínas, y además sus palabras secretas y a veces sólo comprensibles por Dios, sólo con el Espíritu y acaso por el Espíritu mismo en nosotros y por nosotros pronunciadas”. Toda oración, silenciosa o cantada, en lenguas o en palabras normales, con fórmulas clásicas o con frases espontáneas, tiene valor si se hace en la fuerza del Espíritu divino. En caso contrario, no es sino un ejercicio más o menos superfluo. El Espíritu Santo es quien da valor a nuestro intento de hablar a Dios, y quien enciende en el corazón humano el amor, para que las palabras no sean sonidos secos, sino afecto de hijos que aman al Padre celestial. Por eso cualquier género de oración necesita de la acción divina. En las fórmulas tradicionales de oración, rezadas o cantadas, el Espíritu divino se valió de nuestros padres y educadores para enseñarnos un camino de orar, pero lo importante no son las palabras o melodías en sí mismas, sino el amor de quien esté orando. Las formas espontáneas también requieren la fuerza divina; en caso contrario, 37


se vuelven discurso ante los demás, o espectáculo, como si los ministerios musicales sólo pensaran en lucirse ante una asamblea y en adquirir prestigio como cantores. Las formas carismáticas del canto en lenguas y la profecía cantada, para que sean realmente carismas, deben recibirse como don de lo Alto y usarse para la gloria de Dios y para el bien espiritual de la Iglesia. Todas las formas de oración, recitadas o cantadas, tradicionales o espontáneas, requieren ser discernidas por la comunidad, en su contenido, en su expresión musical, en su oportunidad, en su manifestación. Entonces se necesita la presencia y el juicio de los pastores y de la comunidad orante, emitido en clima de oración y de buen gusto, de conocimiento doctrinal y de pedagogía musical.

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Al concluir uno de los prefacios de la misa, escuchamos esta invocación: “Señor: todas tus criaturas, en el cielo y en la tierra, te adoran, cantando un cántico nuevo, y también nosotros, con los ángeles, te aclamamos por siempre diciendo: Santo, Santo, Santo...”{14}. Todo el universo recibe la invitación a alabar al Señor. Pero de modo especial deben participar en esa loa al Creador los hombres y, con especial título, los cristianos. El canto a Dios halla su momento privilegiado en la liturgia de la Iglesia, celebración gozosa que congrega a los fieles de toda raza, sexo, edad y condición para que, unidos al Señor Jesús y presididos por Él, ofrezcan al Padre celestial todo el honor y toda la gloria. Precisamente, el canto es un elemento muy importante para aglutinar a los participantes en una asamblea orante, comunicar a todos un mismo mensaje y suscitar en ellos una misma respuesta, como si se despertarse en ellos la misma alma y el mismo corazón. Al reunirse en asamblea, los asistentes están reconociendo que consagrar tiempo a Dios es algo importante y que quieren llevarlo a cabo en unión con otros creyentes que deseen compartir la misma fe de manera activa, sintiéndose todos participantes. En sus celebraciones, por medio de símbolos, trascienden lo inmediato y se abren a lo trascendente, expresan su fe en el Invisible y hacen visibles y palpables las realidades espirituales en las que creen. El canto expresa esa fe y esas alabanzas comunes. Todos los fieles deben 39


cantar. El santo papa Juan XXIII lo urgía con estas palabras: “Vivan la liturgia y sobre todo canten, canten, canten con orden y bien, y canten todos”. La Iglesia goza con la presencia del Señor y manifiesta su alabanza festiva, cree, espera, ora, escucha, responde, ama y aclama. El canto de la asamblea tiene primacía sobre el también bello y útil canto de la coral o de los solistas, que no tienen el monopolio de la oración ni buscan un escenario para exhibirse, porque las celebraciones no son espectáculo a base de “vedettes” ni conciertos a cargo de privilegiados artistas, sino manifestación del Cuerpo de Cristo, que alaba, bendice e implora al Padre celestial. Como la asamblea es un cuerpo vivo, quienes participan en ella desempeñan diversas funciones, que se complementan mutuamente y que se expresan también mediante la música.

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EL CELEBRANTE Quien preside la asamblea es un fiel, ordenado en la Iglesia, para que escuche la Palabra de Dios, ore y cante con todos sus hermanos y realice determinadas acciones en nombre de Cristo Sacerdote. El celebrante es un sacramento de la presencia de Jesús. Él, como Cristo, debe participar en las alabanzas al Padre. A él le corresponde, de acuerdo a las orientaciones litúrgicas, cantar con los demás fieles y, en ocasiones, intervenir como solista. La única razón que excusaría de la norma anterior sería que el presbítero tuviese una voz tan desafinada, que causase distracción en vez de piedad. En tal caso debería presidir celebraciones privadas del canto, lo que sería un extremo lamentable. En repetidas ocasiones, la Iglesia ha invitado a los presbíteros a que adquieran una conveniente formación litúrgica y el concilio vaticano II pide “se dé mucha importancia a la enseñanza y a la práctica musical”{15}.

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EL ANIMADOR Toda asamblea debe tener un animador musical, un director de canto, que preste el servicio de motivar a los demás a que alaben al Señor, y de colaborarles para que lo realicen oportuna y bellamente por medio del canto. De acuerdo al título que se le da, a él corresponde despertar el alma de la asamblea y dejar que se manifieste. Por eso habrá preparado sus indicaciones y comentarios, como quien se apresta para recibir visitas, acogiéndolas, atendiéndolas y despidiéndolas con alegría y amistad. El animador debe ser un hombre de oración, que inspire piedad, y un tan bondadoso que despierte confianza; un hombre comprensivo, pierda la paciencia aunque algunos se equivoquen o se distraigan; un alegre, que sepa sonreír, que transmita gozo, aunque tenga que repetidas veces la misma tonada.

hombre que no hombre ensayar

Por supuesto que, además de las cualidades anteriores, deberá poseer buen oído musical, sentido del ritmo, voz segura y gestos apropiados para traducir con las manos y el semblante los efectos que desea obtener. Aunque, por causa de su ministerio, deberá ocupar un lugar que le facilite ver a todos y ser visto de todos, será tan discreto que, según escribió David Julien: “Si le basta una frase, no hará un discurso. Si le basta una palabra, no hará una frase. Si le es suficiente un gesto, no dirá ni una palabra. Y si lo expresa todo con una mirada, no se permitirá un gesto”.

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EL MINISTERIO DE CANTO “La coral”, la schola cantorum o “el Ministerio de canto” es un pequeño grupo de buenos cantores que refuerzan la labor del animador, posibilitando el rápido aprendizaje de los cantos nuevos, reservándose la entonación de los cantos difíciles o inapropiados para la asamblea, o dialogando con ella armoniosamente, cantando las estrofas de algunas canciones, mientras la asamblea repite el coro o la antífona. La coral cohesiona, mueve y anima la asamblea. Le enseña, le impone su estilo, siempre dentro de las normas litúrgicas. Una asamblea grande puede requerir la colaboración de un animador y de una coral. Una asamblea mediana se basta sólo con el animador; y un grupo pequeño, que es más espontáneo, puede prescindir de uno y otros. En la coral puede haber solistas. En algunos momentos, es bello oír la voz blanca de un niño o la voz solemne de un tenor o la voz templada de una soprano. Pero eso será en momentos escogidos y no lo normal de una celebración. Salvo en los salmos, en donde suele alternar un solista con la asamblea que repite el estribillo. No son aconsejables las intervenciones de sopranos, contraltos o tenores que en celebraciones ocasionales, como matrimonios y funerales, convierten el canto litúrgico en un concierto, a veces en latín o con tonadas medioevales, más admirables por el esfuerzo que entrañan que por la devoción que suscitan. La costumbre preconciliar de un corista que se encargaba de entonar todos los cantos y de responder a todos los diálogos litúrgicos ya ha desaparecido en casi todas partes, y se ha reemplazado por el canto de los ministerios de canto o por la participación activa de la asamblea. En los grupos juveniles han germinado excelentes ministerios musicales que participan en las celebraciones litúrgicas, cantan en los grupos y asambleas de 43


oración, animan congresos y eventos de evangelización, intervienen en festivales y graban discos compactos y videos. Sus aportes están enriqueciendo el patrimonio musical de la Iglesia con obras de calidad artística y espiritual. Conviene aconsejar que, para el mejor desempeño de su labor, los integrantes del ministerio de música sean: Conocedores de la Palabra de Dios, que deben leer, estudiar y cantar. Dados a la oración, para que hablen con Dios, usando la música o sin hacerlo Comprometidos con la fe que cantan, recordando que pueden “irritar a Dios con sus costumbres, aunque fascinen al pueblo con sus cantos”. Empeñados en dar gloria a Dios, antes que en buscar la autosatisfacción, los aplausos de los oyentes o los estipendios por su servicio. Puntuales en los ensayos y actuaciones. Responsables con el oficio que se les atribuye. Disciplinados en su integración con los demás músicos y cantores, y en el acatamientos a las orientaciones de quienes dirigen. Y Caracterizados por su alegría, y por su esmero en evitar conflictos.

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Como complemento del ministerio de canto, existe en muchos lugares el ministerio de música. Con frecuencia se unen en un solo servicio de música y canto ambos ministerios. Se puede afirmar que el más bello instrumento musical es la garganta humana, y que la voz es el más apreciado sonido que se puede elevar en alabanza a Dios. En el ministerio de canto, las diversas tonalidades de la voz se pueden agrupar de manera armónica y formar verdaderas corales. La voz de timbre más agudo suele ser la de los niños y la de algunas mujeres llamadas sopranos. Algo menos penetrante es la voz de los mezzosopranos, y más grave aún la voz de los altos o contraltos. A medida que el sonido va siendo más grave, se hallan las voces de los tenores, de los barítonos y finalmente las de los bajos. Esas tonalidades dependen de los órganos de fonación que tienen las personas, empezando por los pulmones, que funcionan como fuelles de aire. Al ser expelido éste, vibra en la laringe, adquiere su timbre y su tono al pasar por la cavidad bucal o las fosas nasales, y se articula en sonidos precisos por la acción del paladar, la lengua, los dientes y los labios. Cuando la voz resuena en la parte más alta de la cavidad bucal, se suele llamar falsete; se denomina "de pecho", cuando resuena en esta parte del organismo. Hay quienes se valen ante todo de la garganta para emitir su voz, y entonces 45


adquiere ésta un sonido gutural. Cuando en el canto intervienen varias voces, deben cuidar de mantener el mismo ritmo y procurar que entre ellas y también con los instrumentos musicales se emitan sonidos acordes. Por eso los cantores requieren ensayar y aprender bien la melodía que a cada uno corresponde, evitando desafinarse o hacer interpretaciones personalistas de la música, que no tengan en cuenta a los demás.

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LOS INSTRUMENTOS MUSICALES Para sostener la voz humana en el tono que le corresponde, para marcarle el ritmo y para acompañarla armoniosamente se usan los instrumentos musicales. A veces éstos se suelen emplear para crear un ambiente propicio a la oración mental y a la contemplación. En la Biblia se mencionan muchos instrumentos de música, empleados por los hebreos en sus ceremonias religiosas, como arpas, bocinas, trompetas, flautas, címbalos, panderos, tambores, liras y salterios de diez cuerdas o decacordios. En tiempos del cristianismo, también la Iglesia acogió dichos instrumentos, aunque privilegió para la liturgia el órgano tubular, rico en sonidos y caracterizado por la dulzura y belleza de sus notas. En los templos y capillas en donde no era posible adquirir un órgano, se suplía su carencia por medio de armonios o melodios. En tiempos más recientes irrumpieron los órganos electrónicos y los teclados. El monopolio del órgano se rompió en la legislación de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, tras afirmar la estima por el órgano de tubos, “cuyo sonido puede aportar un esplendor notable a las ceremonias eclesiásticas y levantar poderosamente las almas hacia Dios y hacia las realidades celestiales”, dice que “en el culto divino se pueden admitir otros instrumentos... siempre que sean aptos o puedan adaptarse al uso sagrado, convengan a la dignidad del templo y contribuyan realmente a la edificación de los fieles”{16}. Ya, antes, el papa Pío XII había abierto la puerta a los instrumentos de cuerda, pulsados con arco, como el violín, la viola, el violoncelo y el contrabajo. Pero con la nueva legislación se fueron abriendo paso los demás instrumentos, fueran de viento, como la flauta, el oboe, el clarinete, el saxofón, la trompeta y el trombón; fueran de cuerda, pulsados a mano, como el arpa, la guitarra, la bandola o lira, el tiple, el cuatro y el charango; o fueran los instrumentos de percusión como la batería, el tambor, la pandereta, los platillos, el gong, el triángulo, el bombo y el timbal, y también las maracas, la marimba, las 47


casta単uelas...

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MÚSICA Y CANTO Cualquiera sea el instrumento musical que se emplee, debe estar al servicio de la letra. Nunca opacarla, nunca hacerla olvidar. Por eso las melodías deben ayudar a profundizar el texto, lo que conseguirán si son fáciles y sencillas, y no vulgares ni estridentes. A ello colaborarán también los ritmos, ojalá silábicos, es decir, que tengan una nota musical por cada sílaba del texto. En la Iglesia tuvo carta de ciudadanía el canto gregoriano, lleno de nobleza y piedad. Ese canto debe su nombre al papa san Gregorio Magno, pontífice que editó un antifonario, es decir, un libro con cantos para la liturgia. Los compositores se inspiraban, para componer sus melodías, viendo las olas del mar. Éstas crecen hasta alcanzar fuerza y altura, y luego disminuyen hasta morir en las arenas de la playa. Así son las melodías del canto llano o gregoriano, cuyas notas suben con vigor y luego decrecen hasta apagarse con suavidad. Con el desuso en que cayó la lengua latina, muchas melodías gregorianas fueron olvidadas totalmente, y sólo se oyen en grupos muy selectos. Algo parecido sucedió a muchas polifonías, las cuales ahora sólo se entonan en algunas celebraciones matrimoniales, que dejan a los oyentes sin entender la letra y sin poder participar en el canto. Hubo también muchas canciones populares, por lo regular con melodías europeas. Ahora se escuchan cantos autóctonos, con los ritmos populares propios de nuestras tierras, que se pueden interpretar si su letra es correcta y su melodía es acorde con el misterio sagrado que se celebra. A los intérpretes y cantantes les llegarán muy bien las palabras del papa Pío XII en su encíclica sobre la música sagrada: “Todos los que componen música según su talento artístico, o la dirigen o la expresan con la voz o la ejecutan por medio de un instrumento músico, realizan, sin duda alguna, un verdadero y genuino apostolado y son acreedores a los premios y honores de los apóstoles, que abundantemente dará a cada uno 49


Cristo, nuestro Seùor, por el fiel cumplimiento de su oficio�.

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Hay

algunas orientaciones prácticas que pueden ser útiles a quienes

participan en un ministerio de música y canto para que puedan desempeñar de la mejor manera posible su servicio y orientar útilmente a la asamblea cristiana. Podríamos decir que todo canto que se ha de entonar deberá ensayarse repetidamente, hasta que se logre cantar sin equivocaciones ni en su letra ni en su melodía. Eso exige constancia y perseverancia. Los ensayos suelen ser de dos clases: los que se realizan sólo con los miembros del ministerio y los que se llevan a cabo con toda la asamblea participante. Los ensayos reservados al ministerio deben ser serios y repetirse hasta que los participantes conozcan el canto con total exactitud, pues si ellos se equivocan o desafinan, pueden arrastrar a la asamblea a cometer los mismos errores. Los ensayos generales pueden ser más indulgentes, sobre todo si los instrumentos ayudan a sostener el ritmo y la melodía. Los ensayos con la asamblea se pueden efectuar algunos minutos antes de que comiencen las celebraciones y en el mismo recinto en donde éstas tienen lugar. No así los del ministerio, que exigen lugares más reservados. En ambos casos se requiere una atmósfera sosegada, gozosa. El director musical ayudará a crear un clima de alegría con su manera de ser, su saludo, su seguridad y su propia calma. Se necesita compaginar la alegría con la seriedad, la disciplina con la expansión.

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EL TEXTO Y LA MÚSICA Es importante que los cantores tengan la letra de las canciones que van a entonar. Con frecuencia se distribuyen hojas con las partituras musicales y la letra correspondiente. En muchas partes se tienen cancioneros o cantorales, con la letra de numerosas canciones. Si se usan esos libritos, es conveniente dar con claridad las referencias de título, número y página de los cantos que se van a entonar, de modo que se pueda encontrar sin dificultad cualquier canción. Una vez dada la referencia, habrá que esperar un tiempo razonable para que todos los participantes la encuentren. Es conveniente, entonces, leer la letra, explicarla, de modo que se entienda el significado de todas las palabras y de las frases, dar una corta catequesis que haga patente el sentido espiritual, proponer una breve oración que ayude a interiorizar y asimilar el mensaje. El escritor del siglo III, Orígenes, llamaba dichosos a quienes comprendían el sentido de los salmos y de los himnos espirituales. Luego se cantará la primera frase musical, indicando las pausas y respiraciones que deban hacerse y los intervalos más difíciles de interpretar y memorizar. Sólo cuando esa frase esté aprendida, y corregidas las posibles equivocaciones, se podrá pasar a la segunda frase musical. Luego se unirán ambas frases y se cantarán las dos juntas, y cuando se recuerden correctamente, se irán añadiendo otras y, con ellas, el acompañamiento de los instrumentos musicales o el golpe de las palmas de las manos. Es conveniente ensayar siquiera una vez todas las estrofas que se han de cantar en la celebración para evitar posibles sorpresas en la distribución de notas y sílabas. En el ensayo general sólo se propondrán aquellos cantos, respuestas o estribillos que todos deban entonar, y se darán las explicaciones u orientaciones pertinentes, de modo que nada se deje al azar. De manera particular se indicará 53


cuál será la participación de la asamblea, cuál la de la schola o ministerio, y cuál la manera en que alternarán la masa de todos los asistentes y los del ministerio.

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FORMAS DE PARTICIPACIÓN Entre las diversas formas de participación de la asamblea y de la coral se suelen preferir las siguientes: Forma alternada: la asamblea se divide en dos coros, que se responden mutuamente, turnándose las estrofas de los himnos o los versículos de los salmos. La división puede hacerse por lugares ocupados por la asamblea o por voces masculinas y femeninas. Forma de canon: la asamblea se divide en dos, tres o más grupos que entonan idéntica melodía, pero comenzando de manera gradual, de modo que se forma una bella polifonía, de fácil aprendizaje. Forma coral: toda la asamblea interviene en el coro; y el ministerio, en las estrofas. Conviene que haya un director que indique los momentos en que se debe iniciar un verso o se debe hacer un silencio, de manera que todos intervengan al tiempo, sin adelantos ni retrasos de nadie. Forma litánica: los solistas entonan las diferentes invocaciones y la asamblea responde a cada una con una corta plegaria, que varía según la índole de la celebración. Este mismo método se puede seguir en algunos salmos o himnos proféticos, como en el canto de los tres jóvenes, en donde los solistas invitan a diversas criaturas a bendecir a Dios, y la coral lo alaba y ensalza por los siglos. Forma de melopea: la asamblea musita la melodía, a boca cerrada, mientras un lector o solista lee o recita la letra de la canción. Forma responsorial: el solista o la coral entonan las estrofas del salmo o del himno y la asamblea responde con una antífona, que normalmente se canta al principio y al fin y que sugiere una idea para meditar y orar. Quizá lo más conveniente es variar las distintas formas de participación; así se 55


rompe cualquier monoton铆a y los asistentes adquieren un sentido del canto religioso y de la interpretaci贸n piadosa y reposada.

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Los ministerios de música y canto prestan un excelente servicio en la Iglesia. Se supone que quienes en ellos se desempeñan conocen la enseñanza y las orientaciones eclesiales relacionadas con su oficio. No vamos a transcribir ahora, a la letra, los documentos oficiales al respecto; pero sí queremos mencionar algunos de los más importantes, como guía de posible lectura y estudio. Nos referimos ante todo al Concilio Vaticano II, que asumió las orientaciones que la Iglesia venía dando a lo largo del siglo XX en encíclicas o documentos, escritos sobre todo por san Pío X y por Pío XII.

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LA SANTA SEDE En 1963 se publicó la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, titulada en latín Sacrosanctum Concilium (S.C.) que en su capítulo sexto, a partir del número 112, se refiere a la música. Allí se habla del valor y la importancia de la música y el canto sagrados, de la primacía de la liturgia solemne con canto y participación de los fieles, de la formación musical en seminarios e instituciones católicas, del canto gregoriano y del polifónico, lo mismo que del canto religioso popular y de los propios a cada cultura, de los instrumentos musicales y de las cualidades y la misión de los compositores. Para la aplicación de las normas musicales, la Congregación de Ritos, organismo de la Santa Sede, publicó en 1967 la instrucción Musicam Sacram (M.S.) que expresa el parecer de la Iglesia sobre la música creada para la celebración del culto divino, con cualidades de santidad y de perfección. El documento da normas acerca del uso de la música sagrada, de los actores en las celebraciones litúrgicas, del canto en la eucaristía, en el oficio de las Horas, en los sacramentos y sacramentales y en los ejercicios piadosos. También reflexiona sobre el uso de la lengua latina y la lengua vernácula en las celebraciones, sobre la música instrumental y sobre las Comisiones Diocesanas de Música Sagrada. En los años posconciliares, se publicaron muchos libros litúrgicos en donde se hace mención de los textos que se pueden o se deben cantar. De manera especial subrayamos la publicación, en 1967, del Gradual Romano y del Gradual Sencillo, libros que conservan las melodías gregorianas más empleadas en los grandes templos o en las iglesias menores. Las letras de esas tonadas deberían, en lo posible, corresponder a los textos usados en el misal, o tener palabras semejantes a las propuestas oficialmente, o al menos estarles próximas al sentido propuesto. En la introducción a esos dos graduales, se dan criterios, se orienta acerca de las antífonas y de los salmos que se deben o se pueden entonar, de los cantores 58


que los interpretan y de la traducción de esos textos a las lenguas modernas. En diversas ocasiones (1965, 1979) las congregaciones romanas se ocuparon de la formación musical que se debería dar en la Iglesia. En 1987, una carta de la Congregación para el Culto Divino reflexionó sobre los conciertos en los templos, y el uso en ellos del órgano y de instrumentos musicales de calidad.

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LOS PAPAS El papa Pablo VI se refirió varias veces en sus alocuciones a la renovación musical, por ejemplo cuando habló a la Asociación Santa Cecilia en 1968 o cuando, al año siguiente, ante la IX reunión de Capillas Musicales recordó que “la Iglesia espera la creación de nuevas expresiones artísticas, la búsqueda de formas musicales nuevas que no desdigan del pasado y mediante las cuales los coros no sustituyan al pueblo en la oración litúrgica, sino más bien ayuden y sostengan su activa participación”. En 1969, Pablo VI publico una edición del Misal Romano, precedida de normas detalladas sobre la celebración eucarística, denominadas Ordenación General del Misal Romano (OGMR) en las cuales hay frecuentes alusiones al canto y a la música. Sus leyes son norma preciosa para cualquier ministerio musical. Juan Pablo II, con motivo del año europeo de la música, en 1985, dijo que la música era la voz del corazón que suscrita ideales de belleza, expresa la libertad, es lenguaje ejemplar de comunicación, ocasión para el mutuo intercambio de valores, lenguaje universal “en cuyos sonidos los espíritus concuerdan y se funden en fraternidad de mentes y corazones”. En otra alocución, recordó el papa que “la inspiración musical ha expresado los sentimientos más profundos de la persona, la alegría, el amor, el dolor, la angustia, la duda... y, en particular, la oración y la alabanza respecto a Dios, Creador y Padre”. Citando a san Agustín, el papa trajo a colación estas frases: “Canta a Dios quien vive para Dios; entona salmos a su nombre quien trabaja para su gloria. Cantando así, y entonando salmos de esta manera, lo que equivale a decir: así viviendo, así trabajando… allanan ustedes el camino a Cristo”. En otra ocasión, aludiendo también el obispo de Hipona, dijo el papa: “La belleza de todo el universo, cuyas partes son tales que deben ser adaptadas a todos los tiempos, se difunde como un inmenso canto de un músico inefable, y conduce a la eterna contemplación del esplendor a los que debidamente adoran, incluso cuando es tiempo de fe”.

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En enero de 2001, en alocución a los participantes en un congreso internacional de música sagrada, dijo el romano pontífice que la “la música religiosa construye puentes entre el mensaje de salvación y quienes, a pesar de no acoger aún a Cristo, son sensibles a la belleza, porque la belleza es clave del misterio y llamada a lo transcendente”. Después de afirmar que “las composiciones musicales actuales integran grupos de instrumentos cada vez más variados”, añadió: “Espero que esta riqueza ayude a la Iglesia orante, para que la sinfonía de su alabanza se armonice con el diapasón de Cristo Salvador”, y encomendó a músicos, poetas y liturgistas a la intercesión de la virgen María, que supo cantar las maravillas de Dios.

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CONFERENCIAS EPISCOPALES Aunque no tengan fuerza de ley universal, es oportuno anotar que algunas conferencias episcopales (Puerto Rico, 1980; Estados Unidos, 1972, 1982 y 1983; Portugal, 1985; y España, 1987) han publicado excelentes documentos que ayudan a comprender y aplicar las normas generales de la Iglesia sobre el canto y la música. Es bueno recordar las orientaciones eclesiales a que hemos hecho mención porque se hallan comunidades fervorosas y grupos de oración comprometidos que, so pretexto de solemnidad y elegancia, fomentan interpretaciones musicales reñidas con el espíritu litúrgico en celebraciones matrimoniales, bautismos, cumpleaños o funerales.

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EL MISAL Y EL LECCIONARIO Dos libros de consulta imprescindible para el ministerio de música son el misal y el leccionario de la Iglesia. Allí se encuentran los textos que se deben leer y cantar en las celebraciones eucarísticas de cada día. Normalmente esos libros se editan a dos tintas: lo que se debe leer está impreso en tinta negra, y las orientaciones para los usuarios están en letra roja, por eso se las llama “rúbricas”. Las rúbricas indican los momentos apropiados para el canto en las celebraciones. El misal contiene las partes que lee el sacerdote desde el altar: oraciones, prefacios, anáforas. El leccionario se suele editar en tres tomos (A, B y C) pues las lecturas y los salmos de los domingos y días festivos se leen o se cantan durante tres años, y cada tomo corresponde a un año o ciclo litúrgico. También existen leccionarios para los días feriales, para las fiestas de la Virgen María, para las fiestas de los santos y para los sacramentos del bautismo, la confirmación, la penitencia, el matrimonio, la unción de los enfermos y las ordenaciones sacramentales.

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CANTAR LA LITURGIA La Iglesia nos invita a cantar en todas las celebraciones sagradas y, de manera especial, en la celebración eucarística. Las normas litúrgicas llegan a insinuar hasta 27 ocasiones en que se puede cantar durante la misa: saludos, diálogos, aclamaciones, etc. Y diversos cánticos en otras doces oportunidades. El canto sirve para acompañar o subrayar un rito sagrado, por ejemplo el que se entona mientras se distribuye la comunión; pero, en ocasiones, las palabras cantadas llegan a constituir el rito mismo que debe celebrarse, por ejemplo el canto del prefacio o del “Santo, santo, santo es el Señor”. En uno u otro caso, las palabras entonadas y su música deben guardar conformidad con el espíritu de la celebración, porque lo que se propone es cantar la liturgia, y no sólo cantar en la liturgia; lo ideal es la misa cantada y no solamente la misa con cánticos. ¿Cuál es la diferencia de esas expresiones? Cantar en la liturgia es aprovechar la celebración para entonar canciones, vengan al cuento o no. lo mismo significaría “misa con cánticos”: sería “adornar” el sacrificio eucarístico con himnos que no se relacionen con el misterio celebrado. Por ejemplo: entonar cantos a la Virgen María durante la comunión eucarística, o canciones de alabanza durante el acto penitencial. Esos cánticos pueden ser muy bellos, pero no guardan relación con la idea que en esos momentos la liturgia propone. Las expresiones “cantar la liturgia” y “misa cantada” quieren decir que las mismas palabras que el sacerdote o los fieles deben decir son las que se entonan; v.gr., el canto del “Señor, ten piedad”, del “Gloria a Dios en el cielo”, del Santo, del prefacio, del Padre Nuestro, etc.

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Los ministerios de música y canto tienen cada día mayor servicio que dar en nuestras celebraciones litúrgicas. Por eso venimos dando instrucciones acerca de cómo llevar a cabo de mejor manera ese ministerio. Con frecuencia, falta creatividad para cumplir ese oficio de orar con la música y el canto, y se puede caer en cierta rutina, a pesar de todas las posibilidades que brinda la liturgia. Eso puede deberse a la apatía o a la falta de información de las personas que intervienen en la celebración eucarística. A manera de memoria, presentamos un esquema de los momentos en que se puede cantar, sin que se crea que tienen la misma importancia unos y otros o que deben entonarse cánticos en todos ellos. Rito de entrada Canto de entrada Saludo del celebrante y respuesta de la asamblea Acto penitencial: sea que se asperje el pueblo con agua bendita o que se entone una suplica litánica (formula tercera del misal) o que se cante un canto de arrepentimiento y conversión 67


Señor, ten piedad (Kyrie) Gloria a Dios en el cielo (los domingos y días festivos) Oración colecta (entonada por el presidente de la asamblea) "Amén", respondido por todos los participantes. 2. Liturgia de la Palabra La lectura o las lecturas del día Salmo interleccional o gradual Aleluya (salvo en Cuaresma) Secuencia, en las misas de la semana pascual y en Pentecostés Saludos y aclamaciones, antes del evangelio Proclamación del evangelio Aclamación después del evangelio Credo o símbolo de la fe Peticiones y respuestas en la oración de los fieles. 3. Liturgia de la Eucaristía 3.1 Presentación de los dones Canto durante la procesión de ofrendas, que puede prolongarse durante la 68


presentación del pan y el vino, la incensación y la purificación de las manos Oración sobre las ofrendas, hecha por el sacerdote, y “Amén” como respuesta de la asamblea. 3.2 Gran oración eucarística o anáfora Diálogo de introducción al prefacio Prefacio Santo, santo, santo es el Señor Algunos autores proponen cantar toda la anáfora, incluso las palabras consacratorias Anámnesis o memorial después de la consagración Aclamaciones en las tres anáforas para las misas con niños Conclusiones de la anáfora: “Por Cristo, con Él y en Él...” Amén que finaliza la anáfora. 3.3 Rito de la comunión Monición preparatoria al Padre Nuestro Padre Nuestro Embolismo: "Líbranos, Señor, de todos los males.”

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Doxología: “Tuyo es el reino, el poder y la gloria…” Saludo de paz y respuesta del pueblo (canto de la paz) Cordero de Dios: durante la fracción del pan Canto durante la procesión de comunión Canto durante la pausa de acción de gracias, después de distribuida la eucaristía a todos los fieles Oración después de la comunión, con el “Amén” de respuesta por parte de la asamblea. 4. Rito de Conclusión Saludo de despedida y su respuesta Bendición final: sea la bendición sencilla o tradicional, sea antecedida de tres invocaciones, usadas en celebraciones especiales. A todas las cuales se responde: “Amén”. Despedida final y su respuesta por parte de la asamblea. 5. Canto de salida, que no es propiamente litúrgico. La instrucción Musicam Sacram, publicada por la Santa Sede en 1967, recomienda tratar de cantar siempre un primer grupo de textos litúrgicos, formando por: saludo y respuesta iniciales; oración colecta; aclamaciones del evangelio; oración sobre las ofrendas; diálogo inicial; prefacio y Santo es el Señor; doxología “por Cristo, con Él y en Él”; Padre Nuestro, con su introducción y embolismo; saludo de la paz; oración después de la comunión y despedida.

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El segundo grupo, que se debería integrar con el primero cuando las circunstancias lo aconsejen, se compone de: Señor, ten piedad; Gloria a Dios en el cielo; Cordero de Dios; Credo y plegarias de la oración de los fieles, con sus respuestas. El tercer grupo se compone de momentos que pueden o no cantarse, pero en los que hay más libertad para elegir. Son: cantos procesionales de entrada, de la procesión de ofrendas y de la comunión; canto interleccional, aleluya y lecturas bíblicas. Comentando esta agrupación de momentos y las orientaciones que se daban anteriormente acerca del canto del “propio” y del “ordinario” de la misa, la comisión episcopal de la música en Estados Unidos, en 1983, afirmó: “Mientras que es posible hacer distinciones técnicas en las formas de la misa desde la misa en que nada se canta hasta la misa en que todo es cantado- tales distinciones son de poca significación en sí mismas; pueden escogerse combinaciones casi ilimitadas de partes cantadas y recitadas. La decisión importante es si esta o aquella parte puede o no puede, debe o no deber ser cantada en una celebración particular y bajo unas circunstancias específicas”.

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EL RITO DE INTRODUCCIÓN Sigamos paso a paso la celebración eucarística y subrayemos en qué momentos puede cantarse, qué himnos pueden entonarse y cómo deben interpretarse. Analizaremos siete momentos: preparación, canto de entrada, saludo, acto penitencial, Señor, ten piedad, Gloria y Oración. Antes de empezar la celebración eucarística, los fieles pueden reunirse para alabar al Señor o para aprender o ensayar los cantos que se van a entonar. Esto posibilita irse configurando como asamblea, formar una verdadera comunidad y crear una atmósfera de oración, haciendo el tránsito de la calle al templo, y de la distracción a la plegaria. Ya se ha superado el mal gusto de llegar tarde a la celebración eucarística. Ahora se llega temprano, se llega antes, porque se ha descubierto que cada eucaristía es una fiesta. Siempre lo ha sido. "En la casa de Dios, la fiesta es eterna, pues no se celebra ningún acontecimiento efímero. Está el coro de los ángeles, fiesta sempiterna; la presencia continua del rostro de Dios, alegría sin defecto; es un día de fiesta tal que no tiene comienzo ni tiene fin". Con frecuencia, durante ese lapso de tiempo, se acoge a los participantes que van llegando, saludándolos e indicándoles, si es el caso, los lugares que pueden ocupar, o entonando, en su honor, cantos de bienvenida.

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EL CANTO DE ENTRADA Cuando el celebrante inicia su marcha hacia el altar, los participantes entonan el canto de entrada. Éste no es sólo un principiar el rito sagrado, sino la declaración gozosa de que la asamblea está configurada. Ese canto es la señal de la euforia de los corazones. Con él se forma en la asamblea un solo espíritu y una sola voz. Es todo el pueblo de Dios el que se apresta a vivir su liturgia, presidido por el obispo o por el presbítero, que es el colaborador de aquel en la acción pastoral. Ese canto de entrada es como el pórtico musical de la celebración, su naturaleza revela gran alegría; por eso en él no deben escucharse ni palabras ni acordes tristes. Es un himno, es la marcha de un pueblo que canta y camina. Por eso también en ese cántico deben participar todos los asistentes, y no sólo el pequeño grupo de una schola. Es la comunidad que respira una atmósfera festiva. Desde que el presidente de la celebración empieza a caminar hasta que llega al altar y lo besa o, si hay incensación, hasta que entrega el incensario a los ministros, el canto se debe escuchar, pero no debe prolongarse más tiempo. Como su nombre lo indica: es canto de entrada, y nada más. Pero tampoco debe reducirse a un breve momento, que deje en silencio buena parte de la procesión. Las palabras que se entonan deben guardar estrecha relación con la liturgia del día. Por ello, al escoger el canto, se debe consultar el misal para conocer los textos que propone la Iglesia como base a la oración y a la enseñanza de la celebración que se está iniciando. Se tratará de que el canto tenga relación con la antífona de entrada que se propone en el misal. Cantos de entrada muy difundidos entre nosotros son: Vayamos jubilosos al altar de Dios, Qué alegría cuando me dijeron, Caminando voy a Jerusalén, y otros por el estilo. 74


Al iniciar la celebración, antes de comenzar la procesión o al llegar al altar, el sacerdote hace la señal de la cruz e invoca a las tres Personas divinas. En algunos lugares se canta esa bendición inicial, por ejemplo con las palabras: “En nombre del Padre, en nombre del Hijo, en nombre del Santo Espíritu estamos aquí. Para alabar y agradecer, bendecir y adorar, estamos aquí, Dios Trino de amor”.

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EL SALUDO San Agustín cuenta la alegría que embargaba a sus fieles de Hipona, en la Pascua del año 426: “La iglesia estaba abarrotada, los gritos de alegría resonaban en ella: ¡Gracias a Dios! ¡Dios sea alabado! Nadie se quedaba callado. Saludé al pueblo: las aclamaciones volvieron a iniciarse con un ardor multiplicador. Por fin se hizo silencio y se leyó el pasaje de las divinas escrituras que tenía relación con la fiesta”. Este párrafo, tomado del libro “La Ciudad de Dios”{17}, nos recuerda el entusiasmo de las comunidades primitivas en las celebraciones eucarísticas. Aunque de modo más sosegado, hoy también el presidente de la celebración asciende al altar, saluda a la asamblea y traba con ella un corto diálogo que, como los demás diálogos que se dan durante la celebración, se puede cantar. El presbítero desea a los creyentes que el Señor Jesús esté con ellos, que el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo se difundan en los corazones de todos. La asamblea retribuye el deseo del sacerdote, respondiendo: "Con tu espíritu". Este saludo y su respuesta, que se repiten luego otras dos veces (antes del evangelio y antes de la bendición final) son alusión directa a la acción del Espíritu Santo en medio de la asamblea eucarística. San Juan Crisóstomo así lo enseña: “Si el Espíritu no estuviese en esta misma comunidad, no podrían ustedes dirigir sus ojos al Santuario y ver a su Padre y Doctor (el obispo Flaviano), a cuyo saludo han respondido diciendo: ‘Y con tu espíritu’, esto es, con el Espíritu que ha descansado sobre ti y que te dio el poder de ofrendar el místico sacrificio”. El Espíritu de Dios es el que configura la asamblea, el que va a posibilitar que Jesús se entregue en el banquete del pan y del vino, el que guía a los cantores 76


para que alaben al Padre y proclamen a Jesús como Señor. En el siglo II un poeta escribió: “Como se pasea la mano sobre la cítara y como hablan las cuerdas, así habla en mis miembros el Espíritu del Señor, y yo canto su amor”. Por eso creemos que reemplazar la respuesta: “Y con tu espíritu” por: “Y también contigo” es empobrecer la expresión, y parece preferible mantenerla y explicarla para que se pueda captar todo su significado.

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EL ACTO PENITENCIAL Para reconocer los pecados ante Dios y suplicar el perdón, el celebrante invita a la asamblea a reflexionar y a convertirse. Las fórmulas litúrgicas que el presidente de la asamblea usa para facilitar esta actitud de arrepentimiento implican un momento de meditación silenciosa y una confesión de las culpas. Confesar es reconocer los pecados del hombre y la misericordia de Dios. El hombre hace su defensa ante el Creador y reconoce su debilidad, pero invoca la divina clemencia. Para realizar este acto de súplica y humildad, se puede decir el acto de contrición comúnmente conocido como “Yo pecador”, o se realiza un diálogo, alternado con el sacerdote, en el que éste y la asamblea imploran la misericordia divina, o se elevan por tres veces invocaciones en las que se recuerda la bondad y la acción salvadora de Dios y se le suplica tenga piedad. Estas fórmulas pueden ser muy variadas, y el misal advierte que pueden usarse otras semejantes. Otra forma de realizar el acto penitencial es la aspersión con agua bendita, mientras se canta un salmo que varía en el tiempo pascual o en el tiempo ordinario. El rito penitencial se suprime cuando hay una procesión inmediatamente antes, pues esta ceremonia tiene el carácter de preparación a la liturgia. Finalmente, en algunas iglesias suelen entonar un canto de arrepentimiento tras la inicial invitación que el celebrante hace para convertirse. Debe, entonces, ser una verdadera confesión de culpa y petición de perdón. Vale la pena revisar con cuidado las letras usadas comúnmente. A estos actos, cualquiera sea su forma, el presbítero responde invocando la misericordia divina del Todopoderoso, confiando ser perdonados y conducidos a la vida eterna.

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Por eso parece fuera de lugar que, cuando el presbítero termina esta última intervención, el coro entone un canto de perdón y penitencia, como si nada hubiera sucedido ya. El momento de este canto, como antes se dijo, es tras la invitación inicial del sacerdote y el momento de silencio, a manera de acto de arrepentimiento. En algunas partes entonan ese canto penitencial y reemplazan con él el “Señor, ten piedad”. Es un doble error. Primero porque colocan el canto después de la fórmula de absolución, y segundo porque empobrecen el sentido del “Señor, ten piedad”, como luego veremos o, peor aún, lo suprimen.

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SEÑOR, TEN PIEDAD En el rito introductorio hay dos momentos para fijar la mirada en Jesús y aclamarle. Los solemos identificar con las palabras: “Señor, ten piedad” y “Gloria a Dios”. El misal romano habla del “Señor, ten piedad” como “un canto mediante el cual los fieles aclaman al Señor e imploran su misericordia”. Esas palabras nos hacen fijar la atención en las dos partes de esa invocación. A Jesús lo llamamos Señor. Ese es el título glorioso que recibió al resucitar. San Pedro nos enseña que Dios constituyó a Jesús como Señor y Cristo (cf Hech 2, 36); san Pablo afirma que si confesamos con los labios que Jesús es el Señor, seremos salvos (cf Rom 10, 9). Nos dice, además, que no hay sino un solo Señor (cf Ef 4, 5) y que poder llamar a Jesús con ese nombre es una gracia del Espíritu Santo (cf 1 Cor 12, 3). Ese es el nombre sobre todo nombre que toda lengua debe confesar y ante el cual se debe doblar toda rodilla (cf Fil 2, 6-11). El nombre Señor, aplicado a Cristo, significa Dios. Llamarlo así es confesar que Jesús es el primero en el cielo y en la tierra. Que Él recibió toda autoridad (cf Mt 28, 18), que es el primogénito. Por eso, aunque el Padre y el Espíritu Santo también pueden ser designados como Señores, ese nombre solemos reservarlo al Hijo y decimos que Él es nuestro Señor y lo denominamos como el Señor Jesús. Muchos cristianos padecieron el martirio por confesar su fe en el señorío de Jesús. Al Señor, resucitado y glorioso, le suplicamos tenga piedad. Hay muchos textos del evangelio en donde aparece esa petición, elevada por ciegos, leprosos, la mujer cananea... (cf Mt 9, 27; 15, 22; 20, 30; Mc 10, 47; Luc 17, 12; 18, 38). Ante ese clamor, el Señor se movía a misericordia y otorgaba la sanación. Esa súplica expresaba la necesidad de auxilio del pueblo, que elevaba la voz, esperanzado en la respuesta divina. Cantar hoy el “Señor, ten piedad” implica reconocer el señorío de Jesús y la 80


indigencia de los hombres. Es una oración en que se mezclan el gozo y la súplica, una afirmación triunfal y una petición humilde. Esa plegaria, que hunde sus raíces en el evangelio, se difundió desde los primeros tiempos del cristianismo. En el siglo IV, la peregrina Egeria dice que en Jerusalén “un diácono va leyendo las intenciones y los niños, que son allí muy numerosos, responden siempre Kyrie eleison, y sus voces forman un eco interminable”. Kyrie eleison, en el idioma griego, significa: “Señor, ten piedad”. Pero no sólo en Palestina floreció esa oración, sino en todas las iglesias del mundo antiguo. En Roma, el Papa san Dámaso, a pesar de imponer la lengua latina para la liturgia, quiso conservar en esta súplica el idioma griego. Por eso la expresión Kyrie eleison se popularizó en la celebración eucarística y en el rezo de las letanías. En la eucaristía se repetía nueve veces esa invocación: tres veces Kyrie eleison, tres veces Christe eleison y tres veces Kyrie eleison. Eso dio a pensar que era una invocación a las tres Personas divinas. Hoy, centrada en Jesús esa plegaria y reducida a seis invocaciones, se puede alternar entre el sacerdote y los fieles, o entre el ministerio de canto y la asamblea, o ser cantada en su conjunto por toda la asamblea. De acuerdo con las exigencias de la composición musical o las circunstancias, se puede repetir más de dos veces cada invocación al Señor, a Cristo, y aun se puede añadir alguna frase de súplica o de confesión de fe, teniendo en cuenta el buen gusto y la ortodoxia. El hecho de proclamar el señorío de Jesús exige una música solemne, entusiasmante, alegre. El que se pida misericordia requiere una tonada suplicante e insistente, como la del que espera auxilio y piedad. Dentro de esos dos parámetros, el ministerio de música y canto podría decidir cuál canción escoger, evitando las melodías dulzarronas y sentimentales.

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Si en el rito penitencial se usa el formulario tercero, que pide perdón a Jesús por los pecados, como entonces se emplean las respuestas "Señor, ten piedad", éstas no se repiten luego como plegaria distinta; fuera de ese caso, la invocación al Señor debe cantarse o rezarse siempre; ni reemplaza al acto penitencial ni es reemplazada por éste.

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GLORIA A DIOS EN EL CIELO Uno de los más bellos, más populares y más antiguos cantos cristianos llegados hasta nosotros es el “Gloria a Dios en el cielo”. Es el canto de la alegría, eco del anuncio de los ángeles a los pastores (cf Luc 2, 14). Es un himno que se acompaña de un gozoso repicar de campanas a la medianoche de la Navidad, o también en la tarde del Jueves Santo o en la eucaristía de la Vigilia Pascual. La costumbre de cantarle a Jesús se remonta a las primeras generaciones cristianas. Ya en el año 117, el gobernador de Bitinia, una provincia asiática del imperio romano, contaba que los cristianos se reunían antes de que saliera el sol para cantarle a Cristo como a Dios, y que antes de separarse tomaban una comida. Uno de esos cánticos pudo ser el Gloria, al que el misal romano califica de “antiquísimo y venerable”. Sus palabras se insertan dentro de la costumbre cristiana de cantarle a Jesús. Por eso el historiador Eusebio de Cesarea, en el siglo IV, escribe: “¿Quién ignora los numerosos cantos y los himnos escritos por los hermanos fieles de los primeros tiempos, en que cantan a Cristo como el Verbo de Dios y lo celebran como Dios?”. De origen oriental, pasó a Roma. Al principio se reservaba al obispo en algunas solemnidades. Luego se popularizó y se usó con mucha frecuencia. Ahora se reserva para los días festivos y los domingos (menos durante las épocas de Adviento y de Cuaresma). El Gloria se propone como una doxología o alabanza lírica a toda la asamblea, para ser cantada por todos o alternada entre los asistentes y el ministerio de música y canto. En cuanto posible, debe cantarse; pero de no poder hacerlo, sus palabras deben recitarse. El “Gloria a Dios” se considera como una doxología mayor, siendo la doxología menor el “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. A ese Dios uno y trino se le aclama con alabanzas, bendiciones, adoraciones, glorificación y acción de 83


gracias. Se le reconoce como Dios, el Rey celestial, Padre todopoderoso, y como el Hijo único, Cordero que quita el pecado del mundo y que está sentado a la derecha del Padre. Después de esa jubilosa alabanza, aparece una parte penitencial, en la que se suplica a Dios que se apiade de los pecadores, que quite nuestras culpas y tenga piedad de nosotros. Llegan nuevos títulos de alabanza a Jesús, el único que es santo, el único Señor, el único Dios altísimo. Este canto, como todos los de la Iglesia, se canta en la fuerza del Espíritu Santo, a quien se proclama único Dios con el Padre y el Hijo. Las palabras del Gloria son parte constitutiva de la liturgia, por eso no deben reemplazarse por otros cantos de alabanza como “Alabaré” o “Yo te alabo con el corazón”, ni por otras doxologías menores, aunque sean tan inspiradas como la que dice “Gloria a Dios, gloria al Padre. A Él le sea la gloria”, con parecidas invocaciones al Hijo y al Espíritu Santo. En la Renovación Carismática han ido apareciendo nuevas melodías, cuya letra procura ceñirse fielmente al texto litúrgico. Se debería hacer un esfuerzo por divulgarlas. En muchos lugares se entona la música de una marcha de la marina norteamericana y con el conocido estribillo “Gloria, gloria, aleluya”. Como estrofas se adaptaron unos versos que tratan de seguir fielmente el texto oficial de la Iglesia: Gloria a Dios sea en el cielo y en la tierra al hombre paz. Por tu gloria, que es inmensa, te queremos tributar alabanzas, bendiciones, gratitud y adoración, Rey y Padre celestial. Señor nuestro, Jesucristo,

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eres Cordero de Dios, el pecado de este mundo con tu sangre se borró. Atiende nuestra plegaria, desde el trono donde estás. De nosotros ten piedad. Tú eres el único Santo, Tú eres único Señor, Tú eres Rey del Universo, Tú, glorioso Creador, con el Padre omnipotente y el Espíritu de amor, por siempre Tú eres Dios. Con la misma música se han propuesto muchas estrofas; una al Espíritu Santo: “El Espíritu Divino a la tierra Cristo envió” y otras estrofas sobre el amor fraterno, como las que empiezan diciendo: “Cuando veas que tu hermano” o “Si el camino se hace largo”. Son bellas para entonarlas en los grupos de oración, pero no tienen ninguna correspondencia con el texto litúrgico y por eso creemos que se deben evitar en la celebración eucarística, como reemplazo del Gloria.

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EL CANTO DE LA ORACIÓN Al canto del Gloria sigue, en la celebración eucarística, la oración llamada “colecta”. Puede ser cantada por el celebrante principal, pero no hay ninguna ley litúrgica que lo obligue a hacerlo. Quizá la norma que puede llevar al sacerdote a entonar su plegaria con el canto es la del buen gusto. Si el sacerdote es buen cantor y puede llevar a cabo su servicio, logrando que la oración adquiera una dimensión de belleza, de alegría y de nobleza, su canto será bienvenido. Pero si desentona, si su voz no es agradable y produce fatiga en la asamblea, cuando no hilaridad, es mejor que se abstenga de cantar y, en vez de ello, imprima a la lectura de la plegaria toda la unción espiritual que le sea posible. Por eso repetimos que si no hay norma litúrgica que obligue al celebrante a cantar, sí pueden darse leyes de buen gusto y conveniencia que lo induzcan a no cantar, pues, de hacerlo, mermará la fuerza de la plegaria, la interioridad que su mensaje requiere y la solemnidad que conviene a la liturgia, al templo y a los participantes. Por el contrario, si el celebrante tiene buena voz y buen oído musical, la plegaria comunitaria puede ser apoyada y resaltada noblemente por el canto. La colecta se introduce con la palabra: “Oremos”. Esta invitación, u otra parecida, suele elevarse cinco veces en una celebración eucarística normal. Primero en la colecta, como lo estamos diciendo. Luego en dos oraciones que suelen tener una estructura semejante y son la oración sobre las ofrendas, antes llamada “secreta” y la oración después de la comunión, antes llamada “postcomunión”, que se escucha al final de la celebración, antes de los ritos de despedida. En la oración sobre los dones del pan y del vino, la invitación es extensa: se recuerda a la asamblea que el sacrificio que se ofrece no es sólo del celebrante, sino de todos, y que ruega para que sea aceptable por Dios, Padre todopoderoso. 86


Las invitaciones que se hacen para orar no quieren significar que la asamblea no estuviese ya orando, sino que se la motiva para que su ruego sea más explícito, más comunitario, más fervoroso y más insistente. Además de esas tres plegarias, hay otras: la oración de los fieles, en la que se elevan diversas súplicas, redactadas en forma litánica, y la “anáfora” o gran oración eucarística, que concluye con una doxología en la que se tributa al Padre todo el honor y toda la gloria. De estas dos plegarias hablaremos más tarde. Las cinco plegarias mencionadas están siempre escritas en plural porque, aunque las pronuncie o las cante sólo el celebrante principal, se elevan en nombre de todo el pueblo de Dios. Por eso, precisamente, con la palabra “Oremos”, se invita a todos los participantes a que oren. Dicha o cantada esa palabra, se hace un breve silencio para que cada fiel eleve sus súplicas desde lo íntimo del corazón. Luego el celebrante entona o pronuncia la plegaria; a la primera se la llama “colecta” porque recoge en un solo ramillete las plegarias de todos los fieles. Esas súplicas se dirigen, por lo general, a Dios Padre. En su estructura suele haber tres partes: en la primera, se invoca a Dios y se recuerda alguno de sus títulos o las obras que ha realizado, v.gr: “Dios de misericordia infinita”, “Oh Dios, que amas la inocencia y la devuelves a quienes la han perdido”, “Señor, todopoderoso y eterno, que por las aguas bautismales engendras a los hombres para la vida nueva”, etc. La segunda parte de la oración suplica una gracia o implora una bendición particular: “Concédenos llegar hasta las alegrías eternas”, “Concede a estos, tus hijos, vivir de acuerdo con la fe que recibimos”, “Escucha paternalmente nuestras súplicas”, etc. La tercera parte invoca la mediación de Jesús, diciendo: “Por nuestro Señor Jesucristo...”, “Por Cristo, nuestro Señor...”. Normalmente se puede, si la 87


oración se dirige a Jesús, concluir diciendo: “Que vives y reinas por los siglos de los siglos”.

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LA RESPUESTA DE LA ASAMBLEA A todas esas oraciones, el pueblo de Dios responde cantando o pronunciando en alta voz la aclamación: “Amén”. Esa palabra resuena en once ocasiones durante la celebración eucarística. Además de servir de conclusión a las cinco plegarias ya mencionadas, concluye la señal de la cruz, tanto al inicio como al final de la misa; concluye el acto penitencial, el Gloria y el Credo, y es la respuesta que pronuncia el comulgante cuando se le presenta el Cuerpo del Señor. De todas esas ocasiones, la más importante y a la que suele darse un énfasis especial es la conclusión de la gran oración eucarística: ese amén es la ratificación y aceptación de toda la anáfora, desde el prefacio hasta la doxología final. Mientras el sacerdote eleva el Cuerpo y la Sangre del Señor, la asamblea canta jubilosa el Amén, con tal vigor que a los antiguos les parecía el estallido de una tempestad. No todas las veces que se dice o se canta el amén se reviste esa aclamación de la misma solemnidad; pero si se dice en voz alta, conviene que se tenga vigor en la voz y decisión en el tono. En efecto, la palabra Amén es una herencia que nuestra liturgia recibió de la lengua hebrea y, en los casos que analizamos, dado que es una respuesta, equivale a: “Sí”, “Es verdad”, “Creemos”, “Estamos plenamente de acuerdo”. Es el asentimiento pleno que se da a cuanto se acaba de cantar o decir y, por lo tanto, implica un acto de fe y de esperanza, un compromiso que se asume. Antiguamente se le traducía por “Así sea”, como si sólo manifestase un deseo; ahora se prefiere conservar la palabra hebrea sin traducirla, para no mermarle su riqueza. Es de recordar que el Apocalipsis da a Jesús el nombre de “Amén”, porque en Él se realizan las promesas del Padre, y Él es un testigo auténtico del amor de Dios (Ap 3, 14; 2 Cor 1, 20). Cuando la asamblea responde amén, está aceptando la oración del celebrante. 89


Esto es muy importante al final de la anáfora: allí se hace un acto de fe en la presencia real de Jesús en la eucaristía, se ratifica la acción de gracias del prefacio, la proclamación de la santidad del Padre, la súplica al Espíritu Santo para que transforme los dones presentados en el Cuerpo y la Sangre de Jesús y haga de los participantes en la celebración víctimas vivas para la alabanza de Dios; igualmente, se insiste en la plegaria por los vivos y los difuntos. Por eso la importancia que se suele dar a ese amén, conclusivo de la gran oración eucarística. En otros momentos, las oraciones hablan del pueblo cristiano y lo hacen en términos idealistas: “Este pueblo que te ama”, “Te pedimos humildemente”, etc. La reforma litúrgica ha pulido algunas expresiones que pudieran parecer presuntuosas. Pero si algunas dieran esa impresión, deben entenderse como un programa de vida y tomarse como un derrotero que se traza y un compromiso que se asume. En realidad, son un llamado al amor, a la humildad, al arrepentimiento de los pecados, a la generosidad con los pobres, a la asiduidad en la oración.

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La misa es un banquete en el que se sirven dos mesas: la de la Palabra de Dios y la del pan y el vino eucarísticos. Con esos alimentos, el cristiano se fortalece en su caminar de peregrino. La misa es un verdadero festín, una comida alegre durante la cual se encienden luces, se llevan flores, se escuchan saludos y palabras amables, se oye la música de variados instrumentos y el gozoso repicar de las campanas, se entonan cánticos para alabar al Señor o para meditar en su mensaje, y se organizan procesiones. En la primera parte de la celebración, llamada Liturgia de la Palabra, hay momentos que deberían solemnizarse con el canto, mientras otros podrían celebrarse con canciones o con la voz normal o sólo con el silencio, según parezca conveniente.

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CANTO INICIAL Culminada la oración del rito introductorio, empiezan las lecturas. Entre el amén de la oración y la primera lectura no está prevista por las rúbricas ninguna canción, sino sólo un comentario que permita captar el sentido de los textos que van a leerse. Quizá, a modo de ese comentario, se podría entonar algún coro breve que despierte la atención, como: Tu Palabra me da vida, ¡confío en Ti, Señor! Tu Palabra es eterna, en ella esperaré. O este otro: ¡Escuchar tu Palabra es principio de fe en Ti, Señor! Meditar tu Palabra es captar tu mensaje de amor. Proclamar tu Palabra es estar convencido de Ti. Proclamar tu Palabra, Señor, es ya dar testimonio de Ti. Por supuesto que podrían también servir algunos otros, a condición de que sean breves y que tengan por tema la Palabra de Dios.

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LAS LECTURAS BÍBLICAS Las lecturas bíblicas que se proclaman son la parte central de la liturgia de la Palabra. Suelen ser dos en los días de la semana, y tres en los días domingos y en las fiestas. En las vigilias de Pascua y Pentecostés pueden ser más numerosas. La última lectura está siempre tomada de los evangelios. Es la más importante, y marca el clímax de la liturgia de la Palabra. Esos fragmentos de la Escritura pueden leerse con voz normal o cantarse. Algunos opinan que es preferible sólo leerlos, pues así se logra captar de mejor manera el sentido que tienen. Si se cantan, el lector, el diácono o el presbítero que los proclame debe tener buena voz, y procurar que el canto no oscurezca la comprensión del texto.

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DIÁLOGOS Y ACLAMACIONES Cada una de esas lecturas va antecedida de una introducción que indica el libro en donde se encuentra; v.gr.: “Lectura del libro del Génesis”, “Lectura de la carta de san Pablo a los Romanos…”. Si se trata del evangelio, hay un corto diálogo introductorio, compuesto por el saludo: “El Señor esté con ustedes”, y la respuesta tradicional: “Y con tu espíritu”. Se continúa indicando la cita: “Lectura del santo evangelio según san Lucas”, a la que se responde: “Gloria a Ti, Señor”. Estas palabras introductorias es conveniente cantarlas, aun si el texto bíblico no se canta. Igual acontece con las respuestas. Esos diálogos y aclamaciones son muy cortos y fáciles de memorizar. Se recomienda cantarlos siempre, aunque sea en recto tono. Al concluir las lecturas, se aclama, diciendo o cantando: “Palabra de Dios” y la respuesta: “Te alabamos, Señor”. Y, si es el evangelio: “Palabra del Señor”, con la respuesta: ”Gloria a Ti, Señor Jesús”. Las aclamaciones “Palabra de Dios y “Palabra del Señor” pueden ser dichas o cantadas por el lector o el diácono que ha hecho la lectura o por otro cantor.

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SALMO RESPONSORIAL Tras la primera lectura, se entona el salmo responsorial, interleccional o gradual, que permite meditar e interiorizar el mensaje escuchado, para captarlo y vivirlo con amor. Los cristianos han entonado siempre salmos, que heredaron de la sinagoga y que el mismo Jesús cantó, de acuerdo a las tradiciones de su pueblo. En los primeros siglos de la Iglesia, los creyentes usaron los salmos con naturalidad y profusión. San Jerónimo cuenta que “no se oía en Belén otro canto que el de los salmos que rompiese el silencio; el campesino, guiando su carro de labranza, cantaba el aleluya; el segador aliviaba el peso del día con el canto de los salmos; el viñador, al podar las cepas, tenía siempre en la boca alguna frase de David”. Lo fundamental del salmo responsorial es la respuesta que la asamblea da a la lectura: no tanto el estribillo que repite o que entona, sino la meditación, la profundización que hace de la Palabra de Dios. Del salmo escogido por la liturgia no suelen cantarse todos los versículos, sino sólo los que mayor relación tienen con el mensaje proclamado. A cada versículo cantado o leído se responde con un coro o antífona. Para ello, un solista puede cantar los versículos y después de cada uno de ellos, la asamblea responde con el coro; o el solista los canta todos sin interrupción y la asamblea interviene sólo al principio y al fin; o el solista se contenta con leerlos y la asamblea canta el coro; o la asamblea guarda un silencio respetuoso, mientras el lector proclama pausadamente el salmo, acompañado, de ser posible, por un fondo musical. La forma más pobre es la de reemplazar toda música o canto por la recitación. La liturgia propone una gran variedad de salmos. Si se desconoce la música para muchos de ellos, se pueden privilegiar sólo algunos, procurando que 95


guarden relaci贸n con el salmo del d铆a. Si el salmo es aleluy谩tico, se puede suprimir la aclamaci贸n siguiente, que es el aleluya.

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EL ALELUYA Tras el salmo responsorial, en los días ordinarios, o tras la segunda lectura, en los domingos y días festivos, se entona el “Aleluya”. Esta palabra viene del idioma hebreo y significa “alabanza a Dios”. La norma litúrgica indica que esta exclamación se puede cantar y, en caso de no poder hacerlo, está permitido omitirla. El aleluya es la introducción al evangelio. Es el saludo de acogida a Cristo, que llega; es el balido del místico rebaño, que aclama a su único Pastor. El aleluya es como la síntesis de las alabanzas. Inicialmente, caracterizó las celebraciones pascuales y luego se extendió por todo el año, salvo en el tiempo de Cuaresma. El aleluya debe ser entonado con vigor y con gozo por toda la asamblea. Debería su canto evocar lo que cuenta el Apocalipsis: “Oí en el cielo como un gran ruido de muchedumbre inmensa que decía: ¡Aleluya! La salvación, la gloria y el poder son de nuestro Dios... y por segunda vez dijeron: ¡Aleluya!” (Ap 19, 1-3). Cantada la palabra “¡Aleluya!”, se entona una frase, que suele dar el sentido de la fiesta celebrada. Ese versículo lo puede entonar un cantor o el ministerio de música. En el leccionario se hallan muchos versos que se pueden entonar como reemplazo de los que trae el misal para cada día. Y luego de ellos, la asamblea entona de nuevo la palabra “¡Aleluya!”. En Cuaresma el aleluya se reemplaza por otro canto litúrgico. Para el tiempo cuaresmal, se sugieren también en este momento aclamaciones como: “Gloria y alabanza a Ti, Cristo”, “Gloria a Ti, Cristo, sabiduría de Dios”, “Gloria a Ti, Cristo, Palabra de Dios”, “Gloria a Ti, Cristo, Hijo de Dios vivo”, “Gloria y honor a Ti, Señor Jesús”, “Alabanza a Ti, Cristo, rey de la gloria eterna”, “Grandes y maravillosas son tus obras, Señor”, “La salvación, la gloria y el poder son del Señor Jesucristo”. Tarea de los compositores sería buscar, para éstas y otras aclamaciones semejantes, músicas apropiadas.

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LA SECUENCIA En la antigüedad, sobre todo en las melodías gregorianas, se prolongaban las letras “a” y “e”, del aleluya, en una música sin palabras, denominada el júbilo. Era algo semejante al cantar en lenguas y servía de base a la meditación. A esa melodía se le adaptaron luego palabras y resultó lo que se suele llamar “la Secuencia”. En la Edad Media proliferaron las secuencias, que fueron juzgadas con rigor y suprimidas en la Reforma Litúrgica. Sólo se conservan obligatoriamente la secuencia de la semana pascual y la de la fiesta de Pentecostés: “Entonen los cristianos alabanzas a la Víctima Pascual” y “Ven, Espíritu Santo y envía desde el cielo un rayo de tu luz”. Se toleran, además, unas secuencias muy conocidas, que se hallan en las celebraciones de Nuestra Señora de los Dolores, las misas de difuntos y la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Tras la secuencia, las aclamaciones introductorias y la proclamación del evangelio, vienen las aclamaciones al concluir la lectura o el canto de la buena noticia de Jesucristo, al que también podría responderse cantando de nuevo el aleluya. Quizá se podría responder con un cántico que aluda directamente al texto sagrado. Pero pueden darse otras aclamaciones que proponen el misal o el leccionario romanos. No todas tienen músicas conocidas. Ese es un desafío para que los compositores aporten tonadas fáciles y artísticas que enriquezcan el repertorio musical. Sus letras son las siguientes: Gloria a Ti, Señor Jesús. Tu Palabra, Señor, es la Verdad y tu ley, nuestra libertad. Tu Palabra, Señor, es lámpara que alumbra nuestros pasos. Tu Palabra, Señor, permanece por los siglos. 99


Sigue la homilía. Durante ella, los participantes en el ministerio de música, como todos los demás asistentes, están invitados a escuchar la explicación de la Palabra proclamada, No es, en consecuencia, el momento de afinar los instrumentos músicos, de ensayar aunque sea en voz baja, o de ausentarse del lugar que tienen. Por el contrario, deben dar testimonio de la fe que cantan. Tras la predicación, se podría escuchar una música apropiada que favorezca la meditación.

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EL CREDO Cuando se usaba el canto gregoriano, era normal cantar el Símbolo de la fe, por parte de toda la asamblea, o alternando entre la asamblea y el ministerio de canto. Todavía se puede cantar el Credo, aunque parece más recomendable ceñirse sólo a su declamación. En caso de cantarlo, sería bueno usar un recitado silábico y no optar por composiciones musicales de difícil interpretación. Cántese o recítese, debe respetarse el texto literal del símbolo, sin adaptaciones, pues el Credo debe creerse y no crearse.

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LA ORACIÓN DE LOS FIELES La liturgia de la Palabra culmina con la Oración de los fieles. En ella se elevan plegarias por la Iglesia, el mundo, los pobres o enfermos y por la asamblea participante. En las celebraciones particulares, como bautismos, confirmaciones, matrimonios, exequias, se pueden elevar otras intenciones acordes con la ocasión. A esas plegarias se responde con un estribillo, a manera de letanía. Las cuatro intenciones y, sobre todo, el estribillo o responsorio pueden ser cantados, rezados o se puede guardar silencio después de oírlos, y orar en lo secreto del corazón.

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La liturgia de la eucaristía comprende la presentación de los dones, la oración eucarística propiamente dicha o anáfora, y la comunión del Cuerpo y la Sangre de Jesús.

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PRESENTACIÓN DE LOS DONES Esta parte de la eucaristía se denominaba “Ofertorio”. Ese nombre ha desaparecido de los libros litúrgicos y, en su lugar, se habla de presentación de los dones. Ello para subrayar que en este momento de la liturgia se preparan el pan, el vino y el agua, que no son propiamente “ofrendas”, porque la única ofrenda que la Iglesia hace a Dios es el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Dado ese cambio de vocabulario, se deberían cambiar las palabras “ofrecer” y “ofrenda” por “presentar” y por “dones”. Por ejemplo, no decir que ofrecemos pan y vino, v.gr.: “Vino y pan hoy te ofrecemos, pronto se convertirán...” o “Señor, te ofrecemos el vino y el pan...”, etc. Sin embargo, está tan arraigada la costumbre de hablar de ofrendas, que no es raro encontrar todavía esas palabras en el misal. A veces esas expresiones resultan prácticamente irreemplazables. Por esa misma causa, se ha disminuido la importancia de esta parte de la eucaristía, que sólo es un preámbulo, para que la atención se concentre en la gran oración eucarística que se inicia con el prefacio. Durante ella se le ofrecerá al Padre el sacrificio de Jesucristo, nuestro Señor. Sin embargo de lo que se acaba de anotar, se puede cantar en los siguientes momentos, durante la presentación de los dones:

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PROCESIÓN DE LOS DONES (mal dicha, de las ofrendas) Para llevar los dones del pan, del vino y del agua, es conveniente organizar una procesión. Son los fieles, aun si son niños, quienes han de llevar estos elementos, desde el sitio que se considere oportuno hasta el altar. Al llegar a éste, los entregarán en manos del presidente de la asamblea, de uno de los concelebrantes o del diácono. Se pueden llevar también flores, cirios y el dinero colectado, además de algunos bienes destinados a los pobres. En ocasiones se llevan otros objetos: instrumentos de trabajo o de estudio, productos típicos de las regiones, etc. Esto no es más que muestras folclóricas y no ritos litúrgicos. Durante la procesión se puede cantar un canto entonado por toda la asamblea o por el ministerio de música o únicamente por un solista. También puede interpretarse una melodía musical, que facilite la meditación, o guardar silencio con este mismo objetivo. Muchos piensan que el silencio sería la opción preferible. Sería bueno que el canto que se entona, aunque no sea obligatorio, aluda a los dones que se presentan ante Dios. Se puede hablar de entregarle la vida a Dios, v.gr.: “Entre tus manos está mi vida, Señor...”, “Te ofrecemos, Señor, nuestra juventud...”, “Ofreced a Dios vuestros cuerpos...”, etc. Este último canto recuerda las palabras con que san Pablo nos exhorta a ofrecernos en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf Rom 12, 1). En la primera carta de Pedro, leemos que debemos ofrecer sacrificios espirituales (cf 1 Ped 2, 5). Estos sacrificios de nuestra vida, de nuestro ser tienen sentido en la medida en que nos unamos a Cristo y seamos una víctima con Él. Es lo que se subraya más adelante en la súplica llamada “epiclesis de comunión”. Por eso pensamos que sería mejor reservar esos cantos para después de la comunión sacramental.

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Algo parecido podríamos decir acerca del “Ave María”, de Schubert o de Gounod, entonada por distinguidas sopranos, que distorsionan el sentido de ese momento litúrgico y hacen pensar más en un recital artístico que en la preparación de un sacrificio. Igual afirmación se podría hacer de muchos cánticos de amor en celebraciones matrimoniales, o de ciertas corales en latín o en inglés que sólo sirven para entretenimiento de la asamblea y ostentación de ciertos coros. Otra cosa sería, y es perfectamente lícito, entonar en este momento un cántico a la Virgen, en las fiestas marianas, o una canción acorde con el espíritu del tiempo litúrgico o con el sentido de los sacramentos que se estén celebrando, o cantos de alabanza que subrayen los aspectos comunitarios de la asamblea que participa.

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LA PRESENTACIÓN DEL PAN Y DEL VINO Cuando el pan, el vino y el agua están sobre el altar, el sacerdote los eleva modestamente, mientras bendice a Dios por ellos, y recuerda que son fruto de la tierra y del trabajo del hombre. Estas plegarias, calcadas sobre la piedad judía, no bendicen propiamente los alimentos materiales, sino al Padre del cielo, que generosamente nos los da. El sacerdote, mientras realiza el gesto de alzar ligeramente el pan y el cáliz, puede elevar las respectivas oraciones en voz muy baja, sobre todo si, mientras tanto, se está cantando, o las puede decir en voz alta para que la asamblea le responda, o las puede cantar. Los fieles pueden responder hablando o cantando, según sea el caso, con las palabras: “Bendito seas, Señor”.

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OREMOS, HERMANOS A la presentación de los dones siguen algunos ritos, vividos en silencio o acompañados de oraciones pronunciadas en voz baja, como la incensación del altar, de los dones y de las personas, y el lavatorio de las manos. Luego se escucha una invitación a orar, seguida de una plegaria que antes se llamaba “secreta” y ahora, a falta de un nombre mejor, “oración sobre las ofrendas”. Esta plegaria, como antes se dijo, es cantada o rezada por el celebrante. Así se concluye la preparación del banquete, y la asamblea se dispone a vivir la gran oración eucarística.

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EL PREFACIO El comienzo de la anáfora u oración eucarística se denomina prefacio y consiste en una lírica y solemne acción de gracias, durante la cual se hace un recuento de las maravillas realizadas por Dios. Empieza el prefacio con un diálogo, en el cual el presidente de la celebración saluda a la asamblea, la invita a levantar el corazón y a dar gracias al Padre celestial. El texto puede variar según la fiesta o el misterio que deba celebrarse. El prefacio culmina con una invitación a unir las alabanzas de la asamblea con las voces de los ángeles y de los santos que eternamente bendicen a Dios. El diálogo inicial pueden cantarlo el sacerdote y la asamblea. El prefacio propiamente dicho, cantado o recitado, se reserva al presidente de la celebración.

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EL SNATO El ”Santo” es la corona y la culminación del prefacio. Es el gran canto de la liturgia que alaba al Dios santo. “Trisagio” significa tres veces santo. Ese fue el cántico que escuchó Isaías en la visión celeste (cf Is 6, 2-3) y el que, según el Apocalipsis, cantan los Cuatro Vivientes (cf Ap 4, 8). La santidad divina no significa que Dios es bueno, sino que es diferente de las criaturas, trascendente, esencialmente distinto, que es Dios. El profeta designa al Creador como “Dios de los ejércitos”. Esta expresión no alude a ninguna tropa armada, sino a los astros del firmamento (cf Deut 4, 19), hechura del poder divino. Para dar una mejor comprensión, la liturgia reemplaza la expresión “Dios sebaot” o “Dios de los ejércitos” por la forma "Dios del universo”. La segunda estrofa proclama “Bendito al que viene en el nombre del Señor”. Es una aclamación dirigida a Jesús por los niños hebreos, cuando entró en Jerusalén. La expresión “Hosanna” es un grito de alegría y de entusiasmo (cf Mt 21, 9; Mc 11, 9-10; Luc 19, 38; Jn 12, 13). Ese texto no es sólo un canto de acompañamiento, mientras el sacerdote continúa por aparte otras plegarias, sino que forma parte del rito eucarístico. Por eso deben cantarlo el sacerdote y la asamblea y también por eso se debe respetar su letra. Sin embargo, la legislación litúrgica prevé que, en las misas con niños, se pueden emplear interpretaciones, aunque no concuerden plenamente con los textos litúrgicos, con tal de ser aprobadas por la autoridad competente. Como parámetro de comparación, recordamos la letra del misal: Santo, santo, santo es el Señor Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria. Hosanna en el cielo. 111


Bendito el que viene en nombre del Se単or. Hosanna en el cielo.

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LA PLEGARIA EUCARÌSTICA Concluido el Santo, sigue la anáfora, con diversas fórmulas, adaptadas a las circunstancias. Hay una primera, que reproduce el canon tradicional en la Iglesia latina; otras tres, surgidas con motivo de la reforma litúrgica de Pablo VI; una más, la quinta, con cuatro variantes: Dios guía a su Iglesia; Jesús, nuestro camino; Jesús, modelo de caridad; y La Iglesia en camino hacia la unidad. A eso se agregan dos plegarias eucarísticas para celebrar la reconciliación, y otras tres para celebraciones eucarísticas con niños. Lo que en total da trece fórmulas distintas. Durante la anáfora no se deben entonar cantos que tengan letras diferentes al texto oficial. Pero el celebrante principal puede cantar algunas partes de la anáfora: sobretodo el corazón de la plegaria, cuando se alude a los actos de Jesús que tomó pan y vino, dio gracias a Dios y dijo que esos alimentos eran su cuerpo y su sangre, y la oración que sigue. En consecuencia, el celebrante puede cantar las palabras de la consagración. Así se dice explícitamente en las rúbricas para las cuatro primeras anáforas. Si no se canta, se puede tocar una melodía musical que sirva de fondo a las palabras de la consagración, aunque lo mejor es observar un silencio profundo de adoración. Pero si se interpreta una melodía, no puede ser la de una canción profana o un trozo clásico conocido, sin relación alguna con el misterio celebrado.

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EL MEMORIAL Tras la consagración del pan y del vino, el sacerdote aclama: “Este es el sacramento de nuestra fe” o “Este es misterio de la fe” o “Aclamad el misterio de la redención” o “Cristo se entregó por nosotros”. Esas cuatro fórmulas son las mismas para todas las anáforas, con excepción de las tres para los niños. A las palabras del celebrante, la asamblea responde a las dos primeras: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús”. A la tercera: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”. Y a la cuarta: “Por tu cruz y resurrección, nos has salvado, Señor”. Ojalá ese diálogo se haga cantando. Como se ve, todas esas respuestas aluden a la muerte y a la resurrección de Jesús. Por eso a ese diálogo se le llama anámnesis o memorial, que significa recuerdo cargado de presencia, y actualización sacramental de la Pascua de Jesús. No se deben cantar en ese momento otros cantos que, aunque sean muy bellos y devotos, cambian el sentido de la celebración, por ejemplo: “Dios está aquí”, “Cantemos al amor de los amores”, “Alabado sea el Santísimo”, etc. Tampoco el celebrante ni los comentadores o animadores deben proclamar otras alabanzas, peticiones o adoraciones diferentes de la discreción insinuada por la liturgia. En ese caso, es preferible el silencio o un breve canto en lenguas.

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ACLAMACIONES Además del Santo, el Bendito y las palabras del Memorial, se suelen cantar otras aclamaciones cuando se usan las plegarias para los niños. En la primera misa con niños se aclama diciendo: “Cristo murió por nosotros. Cristo ha resucitado. Cristo vendrá de nuevo. Te esperamos, Señor Jesús”. En la segunda eucaristía con niños, se intercala, entre las frases del prefacio, la aclamación: “Gloria a Ti, porque nos amas”. Se repite el “Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo” y, después de la consagración, se aclama diciendo: "Señor Jesús, Tú te entregaste por nosotros”, y luego: “Gloria y alabanza a nuestro Dios” o “Te alabamos, te bendecimos, te damos gracias”, y durante las intercesiones por los vivos y los difuntos, se aclama: “Que todos seamos una sola familia para gloria tuya”. En la tercera plegaria eucarística, en las misas con niños, después de la consagración, no dice el sacerdote las aclamaciones acostumbradas, pues están incorporadas en la plegaria, pero luego se aclama, diciendo: “Señor, Tú eres bueno, te alabamos, te damos gracias”. Todas estas aclamaciones se deberían cantar, más que recitar, aunque no se hayan difundido melodías que faciliten entonarlas. Ese es un desafío para compositores y cantores.

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DOXOLOGÍA La anáfora concluye con la elevación del Cuerpo y la Sangre de Jesús, que se ofrecen al Padre. Por Cristo, que es nuestro mediador; con Él, que es nuestro hermano; y en Él, que está unido a nosotros en un solo cuerpo. Todo esto se hace en la unidad del Espíritu Santo, es decir, en la Iglesia, unida por el Espíritu de Dios. Allí se le tributa al Padre todo el honor y toda la gloria. Esta fórmula, que es una doxología, es decir, una palabra de glorificación, una aclamación de alabanza, debería cantarse por el celebrante principal o por todos los sacerdotes, en las celebraciones eucarísticas.

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AMÉN A la doxología, la asamblea responde, ojalá cantando: “Amén”. Así se ratifica toda la plegaria eucarística. Es la expresión de fe y la aceptación, sin dudas, de cuanto se ha realizado: de la invocación al Espíritu Santo, del memorial de la última cena, de la muerte y de la resurrección de Jesús, de la glorificación del Padre, de las súplicas por la Iglesia y por el mundo, por los vivos y los difuntos. Todo eso se acepta y se afirma con el Amén que finaliza la anáfora. Ese canto debe ser vigoroso, alegre y entusiasta. Tanto que en la antigüedad ese Amén se comparaba con el estallido de una tempestad y con el tumulto y fragosidad de muchas aguas. Así son las voces de todos los asistentes, que agradecen, admirados, cuanto significa la eucaristía en sus vidas y en la vida de la Iglesia.

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EL PADRE NUESTRO En la celebración eucarística, después de orar al Espíritu Santo para que haga presente a Jesús en el pan y el vino y también en la asamblea que se nutrirá de esos alimentos sagrados, llega el momento de distribuir a los fieles el Cuerpo y la Sangre del Señor. A esta parte del rito litúrgico se la denomina “comunión”. La comunión posibilita la presencia sacramental de Jesús en cada cristiano. Para vivir esa gracia singular, la asamblea se prepara con la oración que Cristo nos enseñó. El misal propone varias moniciones, de las que el sacerdote escoge una, o se inspira en ellas, para invitar a la comunidad cristiana a orar, con la fuerza del Espíritu divino, invocando a Dios sin temor, como al Padre que está en el cielo. Esa monición puede recitarse o cantarse, como también se pueden cantar las palabras del Padre Nuestro, que la siguen. El Padre Nuestro es un texto muy bello y venerable. Aparece en dos versiones: la que reproduce el evangelio de san Mateo, que es la que indica el texto litúrgico, y la que se lee en el evangelio de san Lucas, que es un poco más breve. Los primeros cristianos usaban esta oración dominical tres veces cada día, según leemos en un librito del siglo primero llamado la Didajé o Doctrina de los Doce Apóstoles. Dado que ese texto viene del mismo Señor Jesús, no se debe cambiar cuando se canta. Entre nosotros hay varias melodías que respetan literalmente las palabras de Jesús. Alguna añade después de cada una de las siete peticiones la frase “Gloria a Ti, Señor”, así como la liturgia mozárabe agrega la respuesta “Amén”. En algunos lugares entonan una melodía que empieza con la frase: “Padre nuestro, Tú que estás en los que aman la verdad”. Creemos que no debe usarse en este momento, pues se aparta de las palabras que empleó Jesús, repite la monición que corresponde al celebrante, crea dualidad entre el Reino de Jesús y el del Padre y emplea una música sentimental, difundida por la película “El 119


Graduado”, film de contenido moral discutible. La oración “Líbranos, Señor, de todos los males”, llamada embolismo o ampliación de la última petición del Padre Nuestro, también la puede cantar el presidente de la asamblea, así como ésta puede responder con el canto la aclamación: "Porque tuyo es el Reino, el Poder y la Gloria por siempre, Señor”.

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EL RITO DE LA PAZ Este rito se compone de una súplica a Dios por la unidad y la paz; luego, la expresión mutua de paz, intercambiada entre celebrante principal y asamblea, y el saludo que se dan los participantes, en señal de reconciliación y comunión. Además de los diálogos que se pueden cantar, es permitido entonar un canto de paz mientras los participantes se saludan. Al respecto se sugieren: “La paz esté con vosotros”, “Sea siempre con usted (o para ti)”, “La paz, sí, la paz”, etc. Pero sólo durante ese rito, sin invadir espacios que no le pertenecen, como el reservado a la fracción del pan.

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LA FRACCIÓN DEL PAN Partir el pan fue un gesto de Jesús, recordado por los evangelios (cf Mt 26, 26; Mc 14, 22; Luc 22, 19; 24, 30; Jn 6, 11; 1 Cor 11, 24). Ese partir el pan dio uno de los nombres que tuvo al inicio del cristianismo la eucaristía, a la que se designaba “la fracción del pan”. Durante la fracción se entona por tres veces la aclamación: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo”. En las dos primeras ocasiones se implora: “Ten piedad de nosotros”; y la tercera vez: “Danos la paz”. Mientras la asamblea canta esas plegarias, el sacerdote parte el pan eucarístico, mezcla una partícula de él con la Sangre del Señor y recita silenciosamente una plegaria de preparación a la comunión.

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EL RITO DE LA COMUNIÓN El sacerdote muestra a los fieles la hostia consagrada, Cordero que quita el pecado del mundo y banquete que torna felices a quienes participan de él. Luego comulga y empieza la distribución del Cuerpo del Señor Jesús a los fieles, quienes se organizan en respetuosa procesión y se adelantan para recibir el pan eucarístico. Mientras la asamblea recibe ese alimento espiritual, se pueden entonar cantos que guarden relación con el misterio que en esos momentos se vive. No es el tiempo oportuno para entonar otras canciones, así sean piadosas y muy bellas, por ejemplo cantos penitenciales o de ofertorio, himnos en honor de María o de los santos. Sugerimos: "Yo soy el pan de vida”, “El Señor nos da su amor”, “No podemos caminar”, “No me habéis vosotros elegido”, “Por un pedazo de pan”, “¿Quién es ese que camina sobre el agua?”, “Cantemos al Amor de los amores”, etc. Quienes participan en el canto, como los demás fieles, están invitados a comulgar, porque sería curioso que entonaran alabanzas a la eucaristía y animasen a los otros a recibir el Cuerpo del Señor, y ellos mismos se abstuviesen de hacerlo. Distribuida la comunión y realizadas las abluciones del cáliz, se reserva algún tiempo a la acción de gracias por el don recibido. En este momento se puede guardar silencio o entonar himnos. “¿Sabes qué es un himno?”, pregunta san Agustín, y a renglón seguido da esta respuesta: “Es un canto con alabanzas a Dios. Si alabas a Dios y no cantas, no dices un himno. Si cantas y no alabas a Dios, no dices un himno. Si alabas una cosa que no pertenece a la alabanza de Dios, aunque alabes cantando, no dices un himno. El himno, por consiguiente, consta de tres cosas: del canto, de la alabanza y de que ésta sea a Dios. Por lo tanto, se llama himno a la alabanza a Dios cantada”{18}. Concluida la acción de gracias, el celebrante recita o canta la oración poscomunión, a la que se responde: “Amén”. 123


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RITO DE DESPEDIDA Los diálogos que se intercambian en el epílogo de la celebración pueden cantarse. Son el saludo final con su respuesta, la bendición sacerdotal, y el deseo de que los asistentes vayan en la paz de Cristo. Mientras la asamblea se retira, se entona un canto de salida que, con frecuencia, es un himno a la Virgen María. Esta fue una recomendación que se dio para el último año mariano y que se ha ido extendiendo en muchas partes. En realidad, este canto no pertenece a la acción litúrgica, que culmina con el beso al altar, dado por el sacerdote. Por eso, en la selección del canto puede usarse de mayor libertad. Pero es bueno recordar que entonar el canto a la Virgen no es una ley sin excepción, pues también se pueden subrayar en los himnos de salida otras ideas, como el compromiso de evangelizar, de dar testimonio, de construir un mundo nuevo, a lo que están invitados quienes se han alimentado con la Palabra, con el Cuerpo y con la Sangre de Jesús.

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La celebración del sacramento del bautismo debe ser festiva. La Madre Iglesia se regocija por el nacimiento de cada uno de sus nuevos hijos, engendrados por Dios Padre, en la fuente bautismal, por medio del agua y del Espíritu Santo. Las oraciones y los ritos bautismales deben celebrarse con gozo. Las flores y las luces, el sonar de las campanas y la música, los saludos amables y los vestidos blancos subrayan la alegría de la comunidad cristiana. Sus integrantes esperan que cada recién bautizado pueda vivir una vida nueva en la gracia de Dios. El Padre celestial, el Hijo eterno y el Espíritu Santo establecen una relación especial con cada nuevo cristiano. La Iglesia lo recibe como miembro y se compromete a compartirle la Buena Nueva de Jesucristo para que, iluminado por el sacramento de la iluminación, pueda descubrir la dignidad que se le confiere: la de ser otro Cristo. El carácter festivo de los ritos eclesiales se acentúa de modo especial por medio de la música y del canto, que tendrán lugar importante tanto si el bautismo se realiza durante la celebración eucarística como si se celebra fuera de ella. Como no siempre se ha seguido la orientación de los rituales litúrgicos de cantar durante la celebración bautismal, es importante que el ministerio de música y canto se ponga de acuerdo con quien va a presidir la ceremonia, y establezca con él en qué momentos deben intervenir. Aquí nos ocuparemos de las posibilidades que permite la Iglesia en su liturgia.

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EL BAUTISMO EN LA MISA La acogida de los bautizandos se puede hacer en la puerta del templo, y entonces se inicia una procesión hacia el presbiterio, durante la cual se puede cantar el salmo 84, 7-9, o un canto relacionado con el primero de los sacramentos, como los que hablen de la adopción filial, la fe, la vida nueva, la luz de Cristo, el compromiso de vida, el testimonio, etc. También se puede acoger a los bautizandos directamente en el presbiterio. Se supone entonces que ha habido un canto de entrada. La procesión antedicha permite omitir el rito penitencial que antecede a la liturgia de la Palabra. Si es domingo o día festivo, se entonan el Gloria y luego la oración colecta. La liturgia de la Palabra permitirá escuchar un mensaje bíblico relacionado con el bautismo. Los cantos interleccionales se tendrán, como de ordinario. Se sugieren los salmos 29, 39, 41, 42, 62, 84 u 88, si se han leído lecturas relacionadas con el agua; los salmos 23 ó 33, si se ha leído acerca de la inocencia; los salmos 22, 26 u 80, si se ha hablado de la vida nueva; y los salmos 113, 125 ó 144, si el tema ha sido la salvación. Después del evangelio y de la homilía, se puede tener un momento de meditación silenciosa y luego un canto alusivo a la celebración bautismal. No se dice Credo, pues luego se tendrá la solemne profesión de fe. La oración de los fieles puede cantarse en sus intenciones y en las respuestas de la asamblea, como en una celebración eucarística normal. Luego siguen las letanías, en las que se invoca a la Virgen María, a Juan Bautista, a los apóstoles Pedro y Pablo, a los santos patronos del lugar y a los santos que llevaron los nombres que ahora se impondrán a los bautizandos. Estas letanías pueden cantarse.

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EL NUEVO NACIMIENTO Si el bautismo se lleva a cabo en un lugar diferente al de la misa, se va hacia él, y durante la procesión se puede entonar un cántico. Ya en el lugar escogido, que con frecuencia es un espacio visible, en el mismo presbiterio, se bendice el agua. Para ello hay varias fórmulas posibles, una de las cuales facilita que, después de cada oración, la asamblea aclame rezando o cantando. Siguen las renuncias al mal y al pecado y, tras ellas, la confesión de fe en las tres Personas divinas. Hecha esta triple confesión de fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se puede aclamar, cantando las palabras Amén y Aleluya, o entonar un canto que exprese la fe de la comunidad, o el Credo, en los días más solemnes. Procede el celebrante a bañar al bautizando, por inmersión o por infusión del agua, es decir, sumergiéndolo en una fuente bautismal por tres veces, o derramando tres veces agua en la cabeza del neocristiano, después de lo cual se puede entonar un canto; se sugiere cantar una aclamación breve, tras cada bautismo, cuando se bautiza a varios candidatos. Si la asamblea es numerosa, este es el momento para asperjarla con agua bendita, pidiendo a Dios renueve en todo su pueblo la gracia bautismal. Durante este rito, se puede entonar un canto, como: “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo”. Viene luego el rito de la crismación, durante el cual se puede cantar a Cristo, sacerdote, profeta y rey, o al Espíritu de Dios, óleo santo que nos asemeja a Jesús, el Mesías. Luego se da un cirio encendido al bautizado y se alude a la vestidura blanca que lleva. Si el bautismo se celebra fuera del presbiterio, se retorna entonces a éste, llevando los cirios encendidos, y durante esta procesión se puede cantar a la 131


luz de Cristo, o canciones como “Dios es amor”, o a la vida nueva, al vestido nuevo o a la luz de la fe. También aclamaciones o aleluyas.

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LITURGIA DE LA EUCARISTÍA Continúa luego la celebración eucarística con sus cantos normales como Prefacio, Santo, Padre Nuestro, Cordero de Dios, canto de comunión, etc. Al final, y como canto de salida, se puede entonar un canto que exprese la alegría pascual y la acción de gracias. Se sugiere un canto a la Virgen María y, en especial, las palabras de su himno de alabanzas cuando visitó a su prima Isabel: el Magnificat.

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CANTAR AL ESPÍRITU SANTO La Iglesia ha cantado tradicionalmente al Espíritu Santo, y lo ha hecho con gran sobriedad. En la liturgia de Pentecostés, aparecen los cantos que los fieles han entonado con mayor frecuencia para invocar a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. El tema más antiguo es el “Ven, oh Espíritu Creador” (Veni, Creator Spiritus). Parece que el autor de sus palabras fue un abad de Fulda, luego obispo de Maguncia, llamado Rabano Mauro, quien debió escribirlo a fines del siglo VIII o principios del siglo IX. Ese hombre fue un teólogo importante, a quien se considera como “el primer maestro de Alemania”. La música que acompaña a las palabras latinas del himno se remonta al siglo IV, a los tiempos de san Ambrosio. Ese himno suele entonarse en las ordenaciones de obispos y presbíteros, en las profesiones religiosas y en las consagraciones de los templos. Sus estrofas están llenas de símbolos bíblicos y de evocaciones del Espíritu de Dios: Don de Dios, Fuente, Fuego, Amor, Dedo de Dios, Unción espiritual, etc. La liturgia de las Horas propone ese himno al comenzar las primeras vísperas de la solemnidad de Pentecostés. También durante la liturgia de esa fiesta se suele entonar la antífona: “Ven, Espíritu Santo, y enciende en el corazón de tus fieles el fuego de tu amor”.

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LA CELEBRACIÓN EUCARÌSTICA Durante la celebración de la misa, en la festividad de Pentecostés, antes del evangelio, se recita la secuencia: “Ven, Espíritu Santo, manda desde el cielo un rayo de tu luz”. La letra de esta invocación al Espíritu divino fue escrita por el arzobispo de Cantorbery Esteban Langton, en el siglo XIII. El Papa Inocencio III, amigo y ex condiscípulo de Esteban, la extendió a toda la Iglesia. Esa secuencia, al principio, no se cantaba durante la misa, sino cuando ésta terminaba, en el desayuno que ofrecía el obispo. Así se mantenía entre los asistentes el pensamiento de la fiesta religiosa. Luego se incorporó a la celebración litúrgica, y es de las pocas secuencias que no han omitido. Esta composición, llamada por algunos “la secuencia de oro”, invoca al Espíritu Santo, en sus cuatro primeras estrofas, sobre todo llamándolo “Luz” (cf Ef 5, 9; y su paralelo: Gál 5, 22). Le pide que venga a llenar (estrofas 5 y 6) los corazones (estrofas 7 y 8) de los fieles (estrofas 9 y 10). En castellano hay varias traducciones y músicas para las palabras de esta secuencia. En la solemnidad de Pentecostés y en las misas votivas en honor del Espíritu Santo, se pueden cantar, además de la secuencia aludida, otros cantos al Paráclito, de acuerdo con las orientaciones litúrgicas ya comentadas, v.gr.: canto de entrada, salmo responsorial, versículo del aleluya, respuesta a la homilía, canto procesional de presentación de dones, Santo, Cordero de Dios, canto de comunión, alabanza y acción de gracias después de comulgar, canto final. Como salmos responsoriales, el ritual recomienda algunos versículos de los salmos 22, 23, 96, 104, 117 y 145, con antífonas apropiadas como: “Oh, Señor, envía tu Espíritu, que renueve la faz de la tierra”.

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EL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN Con frecuencia, el sacramento de la confirmación se celebra durante eucaristías en las que se invoca y se honra al Espíritu de Dios. El celebrante es el obispo o un presbítero delegado, salvo en la confirmación de adultos o en peligro de muerte de un niño. En estos casos, los presbíteros deben confirmar. El ritual romano habla de “procurar que la celebración del sacramento de la confirmación revista el carácter festivo y solemne que este sacramento por sí mismo significa para la iglesia local”. Además de los momentos ya indicados, durante la celebración eucarística, en que pueden entonarse cantos, el ritual recomienda: Que tras la homilía y la renovación de los compromisos bautismales, se pueda aclamar o entonar un canto apropiado; Que después de la liturgia de la Palabra se proceda a la celebración de la confirmación, y durante ella, “mientras dura la unción de los confirmandos con el Crisma bendecido, se pueda entonar un canto apropiado”; Que se tenga en cuenta el carácter comunitario del Padre Nuestro, para que sea recitado o cantado por la asamblea. Si la confirmación se celebra sin la eucaristía, se organiza una liturgia de la Palabra y se entonan los cantos iniciales interleccionales, el aleluya, el canto tras la homilía y el canto durante la unción, si ésta se prolonga.

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LOS CANTOS AL ESPÍRITU Como se habrá notado, los tres cantos litúrgicos antes mencionados comienzan con la palabra “Ven”. Esa es la gran súplica que la Iglesia dirige al Espíritu Divino. Como si estuviéramos convencidos de que si Él está en nosotros, es Él quien decide lo que hará en el corazón de los fieles: iluminando, purificando, consolando, transformando o santificando, y derramando amor a Dios y al prójimo. Es lo mismo que se expresa en el tesoro de cantos que a través de la Renovación Católica Carismática ha enriquecido a la Iglesia. Muchos de ellos invocan al Espíritu divino y repiten incansablemente el llamado: “¡Ven!”. Otros aluden a su descenso sobre la Iglesia, en el Pentecostés primero y en el Pentecostés que se prolonga por siglos en la historia; dicen que llega como fuego, como viento, como agua viva, como paloma. Cantan también la presencia del Espíritu en los corazones, para bautizar, para cambiar y para mover a los cristianos a hacer el bien y a enrutarse hacia el Padre. Para eso se invoca al Espíritu, se le invita para que se manifieste, para que transforme, para que haga brillar nuestro rostro, para que nos dé la libertad, para que repita en nuestras vidas las acciones maravillosas que hizo al principio de la creación y que continúa haciendo en nuestra existencia, para que sea la prenda de nuestra resurrección gloriosa.

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La Iglesia proclama el perdón misericordioso que otorga Dios a los pecadores, y lo celebra de variadas formas, entre las cuales descuella el sacramento de la penitencia o de la reconciliación. En la celebración de ese sacramento, se confiesa la santidad de Dios y su amor por quienes le han ofendido, y se invita a éstos a que examinen su conciencia a la luz de la Palabra revelada, reconozcan sus culpas y se duelan de ellas, las declaren ante el ministro de la Iglesia, obtengan el perdón y agradezcan el don espléndido de la reconciliación. El sacramento de la penitencia se puede celebrar de modo individual y privado o realizar durante una celebración comunitaria. De manera particular, en el tiempo de adviento o en el de cuaresma se llevan a cabo celebraciones penitenciales, y también con motivo de retiros espirituales o como preparación a una festividad religiosa.

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INICIO DEL RITO Como en otras celebraciones litúrgicas, la celebración penitencial se inicia con un canto de entrada que ayude a ponerse en la presencia del Señor e invite a la oración y al recogimiento. Este canto o salmo inicial, como los otros que luego se proponen, debe insistir en el amor de Dios, en la misericordia con que acoge al pecador, en la santidad divina más que en la situación miserable de la criatura. En este sacramento de la penitencia es más importante subrayar la bondad de Dios que el pecado del hombre. Al llegar al altar, el sacerdote que preside el acto saluda a la asamblea creyente y luego reza o canta una oración colecta, alusiva al misterio que se celebra.

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LITURGIA DE LA PALABRA Durante la liturgia de la Palabra se ofrecen varios textos bíblicos que iluminen la conciencia de los fieles y los muevan a la conversión. En la Sagrada Escritura hay muchos pasajes apropiados. Algunos escogen aquellos que mencionan listas de pecados, otros optan por los que subrayan el amor restaurador de Dios. Ambos aspectos son importantes, pero el segundo es más fundamental. Se suelen emplear pasajes como Is 53, 1-12; Jer 31; Ez 36; Malaq 3, 1-7; 1 Cor 10, 1-13; 1 Ped 2, 20-25; 1 Jn 1, 5-9; Ap 21, 1-12, etc. Si se leen dos lecturas, entre ellas se intercalan algunos versículos de salmos penitenciales, de antífonas o de cánticos adaptados a las circunstancias y relacionados, en lo posible, con las lecturas proclamadas. Normalmente la última lectura o la única, si sólo se lee una, es el evangelio. Hay bellos pasajes para proponer en las celebraciones penitenciales, como: las parábolas del Buen Samaritano, del Buen Pastor o del Hijo Pródigo (cf Lucas, capítulos 10 y 15); o las conversiones de la mujer pecadora o de Zaqueo (cf Lucas, capítulos 7 y 19); o las llamadas a la conversión con que Jesús dio comienzo a su predicación (cf Mt 3, 1-12; Luc 3, 3-17); o la narración de la muerte del Señor por nuestros pecados o el diálogo con Pedro, acerca del amor (cf Jn 21, 15-19). Tras esas lecturas, se escucha la homilía correspondiente.

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RESPUESTA A LA PALABRA Es conveniente dejar un espacio de silencio o de música espiritual después de la homilía y luego proponer pistas de reflexión que faciliten un examen de conciencia y muevan al arrepentimiento. Esta meditación puede complementarse con un canto penitencial o con un salmo, por ejemplo el 23, el 51 o el 118, al menos en algunos de sus versículos. También se puede invocar el perdón de Dios con peticiones elevadas en forma litánica. Con frecuencia se entonan cantos que hablan del amor a que estamos obligados y en el que se compendian la ley y los profetas. Esta respuesta personal y comunitaria a la Palabra de Dios culmina con el rezo o el canto del Padre Nuestro, en el que suplicamos perdón por nuestras ofensas y nos comprometemos a perdonar a quien nos haya ofendido.

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CONFESIÓN Y ABSOLUCIÓN Se vive entonces el núcleo de la celebración penitencial. Los que deseen confesarse se acercan a uno de los presbíteros presentes, reconocen ante él sus culpas y manifiestan su arrepentimiento y su propósito de enmendarse. El sacerdote absuelve esos pecados, en nombre de Dios y de la Iglesia. Él es pecador como el que se confiesa, pero ha recibido el poder de perdonar. A través de él, quien absuelve es Jesús. Durante este momento de las confesiones, es bueno no entonar cantos ruidosos. Tal vez lo preferible es escuchar acordes musicales, si hay un buen músico que los pueda interpretar.

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ACCIÓN DE GRACIAS La confesión es un sacramento de alegría. Es normal que la asamblea reconciliada cante su agradecimiento a Dios y su regocijo, porque las misericordias del Señor son eternas. Se sugieren versículos de los salmos 86, 97, 99, 102, 117, 135 ó 144. También cantos de alabanza como “Alabaré”, “Tan cerca de mí”, “Yo soy testigo del poder de Dios”, el Magnificat, etc. Una oración final, las despedidas litúrgicas acostumbradas y un canto de salida concluyen la celebración, e invitan a los participantes a que proclamen por doquiera el evangelio del perdón.

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OTRAS CELEBRACIONES Si en la celebración penitencial no se vive el sacramento de la reconciliación, se puede seguir el esquema anterior, salvo en que no habrá confesión de pecados ni absolución sacramental, pero sí en que se reflexiona sobre las culpas y sobre el amor divino. En estas celebraciones “paralitúrgicas” habrá mayor libertad para escoger las lecturas (algunas serán de autores espirituales), los cantos y los símbolos que se usen. Por ejemplo, se podrá emplear agua bendita y aludir a los compromisos bautismales, se podrá acompañar las lecturas con representaciones o sociodramas; se podrán escribir algunas faltas y arrojar en una hoguera los papeles en que se anotaron, para indicar que Dios las destruye; se podrá organizar un lavatorio de pies, o darse un abrazo de paz en signo de reconciliación, o besar una Biblia abierta o recibir un cirio encendido. En estos casos, la selección de cantos será más fácil de realizar y el repertorio más variado. Entre los cantos más usados, recordamos: “A Ti levanto mis ojos”; “Cristo rompe las cadenas”; “Cristo tomó mi carga”; “Cuántas veces, Señor, yo pequé”; “Hoy, perdóname”; “Jesús me da su libertad”; “Lávame con tu sangre”; “Oh, pecador, ¿dónde vas errante?”, “Perdona a tu pueblo"; "Señor, quién puede entrar”; “Sí, me levantaré”; “Ten piedad”; “Una mirada de fe”; “Yo no soy nada” y muchos otros.

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En el sacramento del matrimonio, Jesús bendice el compromiso de amor y fidelidad que mutuamente se hacen un hombre y una mujer que deciden unir sus vidas para siempre. En ese sacramento se da un Pentecostés nupcial, pues desde la derecha del Padre, en donde está, Jesús envía su Espíritu Santo para que haga de esa pareja unos testigos de su resurrección y unos pregoneros del evangelio del amor familiar. El hombre, en el hogar, deberá ser la personificación del Señor Jesús, que ama a la Iglesia con un amor extremo y se entrega por ella. La mujer, a su vez, debe, con sus palabras y sus obras, proclamar que el amor de la Iglesia por Jesús es definitivo y que no admite infidelidades ni desunión. La celebración litúrgica del matrimonio debe expresar esa fe de la Iglesia, en los ritos, en las oraciones y lecturas y, por supuesto, también en los cantos. Esta celebración suele ser festiva. Los cantos serán alegres, sin olvidar que, a la vez, son súplicas por las bendiciones que la pareja requiere, y expresión de la fe que tiene la comunidad creyente. Para que los cantos no disuenen ni en el contenido de sus letras ni en la melodía, será bueno escogerlos de mutuo acuerdo entre los novios y el sacerdote que preside la celebración, procurando además que puedan ser entonados por toda la asamblea, y no acaparados por un corito o por las notas de unos instrumentos musicales, que conviertan el sacramento en un concierto o en un espectáculo artístico. La celebración del matrimonio suele integrarse dentro de una celebración eucarística. Entonces habrá que tener en cuenta las orientaciones que se han 146


dado para los cantos en la misa. AquĂ­ aludimos a ellos brevemente.

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LA ENTRADA AL TEMPLO A veces el sacerdote sale hasta la puerta del templo y acoge a los novios con una monición y entra con ellos hasta el presbiterio; pero, generalmente, el novio ingresa al recinto sacro y espera allí hasta que llegue su prometida. La recibe y acaba de entrar con ella hasta llegar frente al altar, desde donde el sacerdote los saluda con la monición inicial. En ambos casos, sea que entren con el sacerdote o que lo hagan solos, se puede cantar durante esa procesión de entrada. En muchos lugares se acostumbra durante ese rito escuchar una marcha nupcial. Hay dos marchas nupciales frecuentemente interpretadas. Una es el coro de la ópera Lohengrin, de Ricardo Wagner, que cuenta el matrimonio de Lohengrin con Elsa de Brabante. La otra marcha nupcial fue compuesta por Félix Mendelssohn, en la ópera Sueño de una noche de verano, inspirada en una obra de Guillermo Shakespeare, y habla del idilio de Oberón con la reina de las hadas. Lastimosamente, ambas piezas musicales no tienen nada que ver con la fe ni la oración, sino con escenas mitológicas y seculares. Además, sus autores fueron lejanos de la Iglesia; el primero fue de baja moralidad, personal y social, y se le considera como a un inspirador de las teorías nazistas, y el segundo fue un judío, convertido al protestantismo. De modo alguno pensaban en una celebración sacramental. Sólo se usan sus composiciones musicales porque su ritmo sirve para acompañar el caminar de una tropa o de un cortejo numeroso. Parece muy difícil desterrar de las celebraciones matrimoniales el uso de esas marchas, pues muchas parejas piensan que no quedan bien casadas si no ingresan al templo al son de tales acordes. Más lamentable todavía es la costumbre, fomentada en algunas iglesias que no tienen buenos organistas o músicos, de acompañar la procesión de entrada con esas músicas, desde discos o equipos de sonido.

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En algunos lugares, se opta por interpretar piezas musicales, tomadas de pelĂ­culas cinematogrĂĄficas como Zorba el Griego, El Graduado, Titanic u otra cinta de moda. Es algo lamentable ese uso, sea al principio o en cualquier otro momento de la celebraciĂłn.

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INICIO DE LA CELEBRACIÓN Terminada la monición, se puede entonar un canto espiritual, tras el cual viene la oración y la liturgia de la Palabra. En ésta se puede cantar el salmo interleccional entre la epístola y el evangelio, y también después de la homilía. De más está recordar que las aclamaciones y los saludos litúrgicos también pueden cantarse. Luego se procede a la celebración matrimonial propiamente dicha. Cuando los novios han expresado su mutuo consentimiento, puede cantarse una aclamación, como “Bendigamos al Señor. Demos gracias a Dios”, u otro canto apropiado. Igualmente, después de la bendición y el intercambio de los anillos y las arras, se puede cantar un himno o canto de alabanza. El ritual sugiere entonar: “Cantemos al Señor, que ha creado y bendecido vuestro amor”. Desde la presentación de los dones en adelante, se sigue el ritmo litúrgico normal en las celebraciones eucarísticas: canto del prefacio, el Santo, la doxología, el Padre Nuestro, el Cordero de Dios, etc. En muchas partes suelen cantar el Ave María de Charles Gounod o la de Schubert, durante la presentación de los dones o durante la comunión. Son interpretaciones fuera de lugar, sólo buenas para que alguna soprano demuestre su bella voz y sus pocos conocimientos litúrgicos. Lo mismo puede decirse de algunos cantos en inglés, que entonan grupitos esnobistas, y hasta de motetes en latín, que dejan a la asamblea admirada por la belleza de la interpretación y distraída del misterio de Cristo que bendice a quienes configuran un nuevo hogar. Tras la comunión, se sugiere entonar un salmo o un canto de alabanza.

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CONCLUSIÓN Pueden parecer negativas varias de las observaciones anteriores. Lamentablemente, es así, ante la poca formación que se ha dado a los ministerios musicales. Quizá sea el desafío para que nos empeñemos todos en renovar el canto y la música que acompañan la celebración de este bello y grande sacramento. Canciones que aluden al amor con acentos cristianos podrían ser: “Amar es entregarse”; “Ama si quieres ser feliz”; “Escucha, hermano, la canción"; “Amor es vida”; “Como brotes de olivo”; “Amémonos de corazón”; “Si yo no tengo amor”; “Él saltará de gozo por ti”; “Has cambiado mi lamento en baile”, etc. Se cuenta en el Acta del martirio de santa Cecilia que el día de sus bodas “ella cantaba himnos a Dios en su corazón”. En esa frase se basó la Iglesia para venerar a la santa mártir como patrona de los músicos y en la Edad Media, se la representó tocando instrumentos y cantando. Ojalá santa Cecilia interceda ante Dios para que en las celebraciones matrimoniales se observe el espíritu litúrgico sin hacer concesiones a la vanidad o al esnobismo.

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La música y el canto en la celebración de los funerales y la eucaristía están permitidos y en determinados momentos son aconsejados o reglamentados por los rituales de la Iglesia. Por supuesto que deben expresar la fe en la resurrección y la esperanza en la gloria eterna y, además, deben adaptarse a las circunstancias que se viven y respetar el dolor natural que tienen los familiares de los difuntos.

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LA VELACIÓN Cuando alguien fallece, se suele velarlo en su propia casa o en una sala de velación. Esa ocasión la aprovechan muchas personas para orar por quien ha pasado a la presencia definitiva de Dios y para consolar a los deudos. Esa puede ser la ocasión para entonar algunos cantos que expresen la fe en Dios Padre, en Jesucristo que murió por los hombres y en el Espíritu Santo que resucita a los muertos. Con sentimientos de piedad y moderación, esas canciones deben consolar a los que sufren y despertar en ellos la esperanza de la gloria. Unos salmos muy apropiados son el 114 (ó 113 A) que recuerda la pascua de Israel y el 118 (117) que da gracias al Señor, pues nos responde en la angustia, nos libra de los peligros y nos abre las puertas de su casa. El evangelio nos recuerda a Jesús en su visita al hogar de Jairo, cuando dio paz a los flautistas, a los que lloraban y a las plañideras, y luego resucitó a una niña. Anunciar a Jesús es la meta de nuestros ministerios de música.

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PROCESIÓN HACIA EL TEMPLO Si el sacerdote va hasta la casa del difunto o a la sala de velación, orará por el hermano fallecido. En su plegaria se pueden entonar salmos y cantos apropiados. El ritual de difuntos, usado en Colombia, sugiere que se entonen el salmo 22 (21), que expresa el sufrimiento de un hombre justo y fue el salmo entonado por Jesús en el Calvario, y el salmo 130 (129), canción de quien grita su clamor a Dios, desde las profundidades de su culpa y de su angustia. En las ciudades, el traslado al templo suele hacerse en una carroza fúnebre. Si se llevare en procesión, pueden entonarse algunos cánticos o los salmos ya indicados u otros. Éstos se prolongan hasta llegar al templo y pueden hacer las veces del canto de entrada que antecede a la liturgia.

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CANTO DE ENTRADA Si no ha habido procesión, el sacerdote recibe, en la puerta del templo, el cadáver de la persona fallecida. Después de saludar a los deudos, asperja el ataúd e inicia la marcha hacia el presbiterio. Durante ella se suele cantar la antífona: “Quien cree en Ti, Señor, no morirá para siempre”, con algunos versículos que expresan la fe en nuestro Redentor, que vive para socorrernos. A Él lo veremos después de pagar el salario del pecado, que es la muerte; entonces tendremos la dicha de quienes mueren en el Señor. Se pueden entonar otros cantos apropiados, en lugar de la antífona mencionada antes. Ojalá en ellos participe toda la asamblea y no sólo un cantor o un corito reducido. Así se confesará la fe en el triunfo de Jesús sobre la muerte. En algunos lugares encienden, mientras tanto, un cirio pascual, símbolo del Resucitado, al que se puede acoger con el canto: “Oh luz gozosa del Padre, santo e inmortal Jesucristo”, u otros temas inspirados.

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LITURGIA DE LA PALABRA La procesión de entrada suple el acto penitencial. Por eso, cuando el celebrante llega a su sede, el ministerio de música entona “Señor, ten piedad”, tras del cual se ora con la oración colecta. Entonces comienza la liturgia de la Palabra, en la que se siguen las orientaciones dadas sobre las celebraciones eucarísticas, salvo que, por razones pastorales, se puede omitir el aleluya, si se considera que sus notas festivas pueden afligir a los deudos del difunto. En tal caso, se canta una aclamación al evangelio. Las intenciones de la oración de los fieles también pueden ser cantadas, lo mismo que la respuesta que da la asamblea.

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LITURGIA DE LA EUCARISTÍA Durante la presentación de los dones, la eventual incensación del altar y el lavatorio de manos, se pueden entonar cánticos apropiados, como: “Acuérdate de Jesucristo”, “Entre tus manos está mi vida”, “Tú has venido a la orilla”, etc. Como en las demás celebraciones de la eucaristía, también en la misa exequial se pueden cantar la oración sobre las ofrendas, el prefacio, el Santo, las aclamaciones antes o después de la consagración, la doxología menor, el Padre Nuestro con su monición introductoria y su embolismo, el Cordero de Dios, el canto de la paz y los saludos que se intercambian entre el celebrante principal o el diácono y la asamblea. Durante la distribución de la comunión, se pueden entonar salmos como el 23 (22) que aclama al Buen Pastor, o himnos relacionados con el pan eucarístico o con el amor que debemos vivir los cristianos, v.gr.: “Yo soy el pan de Vida”, “No podemos caminar” u otros. Igualmente, en la acción de gracias tras la comunión se puede entonar un canto apropiado, que esté impregnado de espíritu bíblico y litúrgico, y no sea apenas un signo de ostentación o la ocasión para lucirse algún solista.

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RITOS FINALES Como en las celebraciones acostumbradas, el celebrante y la asamblea intercambian saludos y respuestas. El sacerdote acompaña luego hasta la puerta del templo el cadáver. Es la procesión de salida, durante la cual se suele cantar cánticos como: “Jesucristo me dejó inquieto”, “Todos unidos, formando un solo cuerpo”, “Nos hallamos aquí en este mundo", "Porque Cristo, nuestro hermano, ha resucitado”, “Estoy pensando en Dios”, "Juntos, cantando la alegría” o “Santa María del camino", que son mencionados en el ritual oficial del Episcopado Colombiano, u otros apropiados, como: “Resucitó”, “Pueblo de reyes”, etc.

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ÚLTIMO ADIÓS AL DIFUNTO Si la procesión se prolonga desde el templo hasta el cementerio, se pueden entonar, durante ella, salmos y cánticos espirituales. Lo mismo durante la bendición del sepulcro y el rito de la sepultura. Esas mismas melodías, con lecturas bíblicas y oraciones, se elevarán en futuras visitas al cementerio que hagan los parientes y amigos del finado, especialmente con ocasión de la conmemoración de todos los fieles difuntos, que celebra la Iglesia el 2 de noviembre de cada año. En muchas familias se acostumbra orar por quienes han fallecido, en los nueve días que siguen al entierro. A veces se celebra la misa o se reza el rosario, o se leen reflexiones en folletos adaptados a esas circunstancias o en novenas de los difuntos o de las almas del purgatorio. Es normal que durante esas reuniones se entonen salmos o cánticos, como los ya mencionados u otros más, tomados del nutrido cantoral religioso, como: “¿Por qué perder las esperanzas de volverse a ver?”, o “¡Puedo confiar en el Señor, que me va a salvar!”.

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La Iglesia sugiere a sus hijos orar durante cada jornada con la liturgia de las Horas, conjunto de salmos, cánticos, himnos, diálogos, lecturas y oraciones armónicamente dispuestos y propuestos para cada período del año eclesial, para cada día de la semana y para los principales momentos de cada día. Al inicio de la jornada, la Iglesia estableció la oración de Laudes, alabanzas matinales al Creador y acogida gozosa de Jesucristo, “Sol que nace de lo alto” para iluminar a los hombres y para guiarnos por los caminos de la paz. Durante el trabajo diurno se proponen himnos, salmos y oraciones, adaptados a las horas escogidas para la oración, como si fueran una tregua en la labor cotidiana: en la mañana, hacia las nueve, la hora de tercia; a mediodía, la hora de sexta; y hacia las tres de la tarde, la oración de nona. Esos nombres corresponden a las antiguas particiones del tiempo entre los judíos y los romanos. Al atardecer brillan las estrellas y en los hogares se encienden las luces. Es la hora de las Vísperas, nombre que recuerda al planeta Venus, que se divisa en el firmamento al caer el sol. Durante la oración vespertina, en la escuela de la Virgen María, se proclaman las maravillas que Dios ha hecho en su pueblo. Antes de ir al lecho, se ora con las Completas, y se le dice a Dios que sus siervos pueden descansar, pues han visto al Mesías, Luz que ilumina a todas las naciones. Además, a la hora más apropiada, según la agenda de cada creyente, se tiene el Oficio de Lecturas, en el que se medita la Palabra de Dios y se la comenta a la luz de la tradición de la Iglesia.

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Los diversos componentes de esas celebraciones pueden recitarse o cantarse, pero se prefiere esta última modalidad, sobre todo en las celebraciones públicas y comunitarias, y en los días festivos, pues, como dice la Ordenación General de la Liturgia de las Horas: “Los salmos no son lecturas ni preces compuestas en prosa, sino composiciones poéticas de alabanza”. Por lo tanto, aunque probablemente hayan sido proclamados alguna vez en forma de lectura, sin embargo, atendiendo a su género literario, con acierto se les llama en hebreo Tehillim, es decir, ‘cánticos de alabanza’, y en griego Psalmoi, es decir, ‘cánticos que han de ser entonados al son del salterio’”. “En verdad, todos los salmos están dotados de cierto carácter musical, que determina el modo adecuado de recitarlos. Por lo tanto, aunque los salmos se reciten sin canto, e incluso de modo individual y silencioso, convendrá que se atienda a su índole musical: ciertamente ofrecen un texto a la consideración de la mente, pero tienden sobre todo a mover los corazones de quienes los recitan y los escuchan, e incluso de quienes los tocan con ‘arpas y cítaras’”{19}. Los salmos no son doctrina sobre la oración, sino oración encarnada en la vida. No son ante todo objeto de estudio, sino experiencias espirituales que se expresan a Dios y se comparten con los hombres.

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EL CONTENIDO DE LOS SALMOS La Iglesia recomienda fijar la atención en el contenido literal de los salmos que se entonan. Independientemente de las circunstancias históricas en que fueron compuestos, los salmos expresan amor, esperanza, alegría, confianza, alabanza y también ansiedad, miedo, dolor, arrepentimiento, súplica y demás sentimientos que invaden al ser humano, a lo largo de la vida, y que en esas composiciones poéticas se expresan con gran vigor. Algunos salmos revelan ternura, otros estallan en violencia cuasi salvaje, ya superada por el evangelio. Unos describen una situación ideal, todavía lejana para los buscadores de Dios, y trazan metas que se deben alcanzar; otros invitan a la conversión, como lo expresó san Agustín al escribir: “¡Cuánto lloré con tus himnos y cánticos, fuertemente conmovido con las voces de tu Iglesia, que dulcemente cantaba!”. Los salmos no son, ante todo, plegaria individual, sino la voz de toda la comunidad cristiana, que expresa sus sentimientos y que procura descubrir en esas plegarias milenarias un sentido mesiánico porque, como dijo Jesús: “Todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de Mí tenía que cumplirse” (Luc 24, 44). “Los santos Padres comentaron todo el salterio a modo de profecía acerca de Cristo y de la Iglesia. Procedieron rectamente al oír en los salmos a Cristo que clama al Padre, o al Padre que habla con su Hijo. La interpretación cristológica no se limita en modo alguno a aquellos salmos que son considerados como mesiánicos, sino que se extiende a muchos otros, en los que sin duda se dan meras apropiaciones, pero refrendadas por la tradición de la Iglesia”{20}. Por eso, al entonar cada salmo, podemos escuchar a través de sus palabras: la voz del Padre, que nos habla y nos anuncia la venida de su Mesías, la voz de Cristo, que invoca a su Padre y que habla con sus discípulos, 163


la voz de la Iglesia, que implora la protecci贸n de su Se帽or y Salvador, y la voz del hombre, que busca a Dios en la paz y en la guerra, en el 茅xito y en la frustraci贸n.

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ORACIÓN LITÚRGICA Y ORACIÓN PRIVADA Los salmos se pueden cantar en la celebración litúrgica del Oficio Divino o de los sacramentos, y en la oración privada, comunitaria o particular. Son numerosos los documentos eclesiales que recomiendan el canto de los salmos en la liturgia, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II. En ellos leemos que el canto no es un añadido a la oración, sino una expresión que dimana del corazón de quien ora. En ellos se recomienda se canten, ante todo, los diálogos, los versículos, los himnos, los cánticos y los salmos, y que se preparen melodías, en lengua vernácula, para cantar en la liturgia de las Horas. Añaden los documentos eclesiales que “la Iglesia no rechaza en las acciones litúrgicas ningún género de música sagrada, con tal de que responda al espíritu de la misma acción litúrgica y a la naturaleza de cada una de sus partes, y no impida la debida participación activa del pueblo”. Esos mismos salmos, himnos y cánticos se pueden entonar en los grupos de oración. En éstos se suele favorecer el conocimiento de la Palabra de Dios, la oración espontánea y el canto de alabanza. El uso de los salmos puede enriquecer esas tres modalidades, pues forman parte de la Revelación, nos amplían el campo de la oración personal y la inspiran con nuevos motivos e inspiran muchas de las alabanzas, v.gr. con los salmos “Laudate” (113, 117, 135, 146, 147, 148 y 150). Un ministerio de música que proponga el canto de algunos salmos presta un servicio importante en los grupos y asambleas de oración. En los cancioneros publicados por la Renovación Católica Carismática se pueden encontrar muchos salmos, a veces con la letra ligeramente adaptada a causa de los ritmos y acentos musicales. El texto de esos salmos se suele cantar integralmente, aunque en ocasiones sólo se privilegian algunos versículos, o una frase, a modo de antífona.

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Recordamos algunos de ellos: “A Dios den gracias los pueblos” (Salmo 67), “A Ti levanto mis ojos” (Salmo 123), “Alabad a Dios en su santuario” (Salmo 150), "Alabad a Yahvé, naciones todas” (Salmo 117), “Caminaré en presencia del Señor” (Salmo 116), “Eres mi Pastor” (Salmo 23), “Levanto mis ojos a los montes” (Salmo 121), “Oh, Señor, envía tu Espíritu” (Salmo 104), “Qué alegría cuando me dijeron" (Salmo 122), “Tu Palabra me da vida” (Salmo 119).

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CÁNTICOS E HIMNOS Los cánticos que la liturgia de las Horas propone se toman de la Biblia. En la hora de Laudes, todos los días, se suele proponer un cántico del Antiguo Testamento. Con frecuencia son textos sacados de los libros proféticos. Quizá el más notable sea el canto de todas las criaturas, entonado por tres jóvenes en un horno ardiente en donde fueron arrojados por ser fieles a Dios y a sus mandatos (cf Dan 3, 51-90). En el oficio de las Vísperas se usan cánticos debidos a san Pablo (Colosenses, Efesios, 1 Timoteo), a san Pedro, al Apocalipsis. Esos cánticos son como “perlas preciosas” que adornan la celebración. Tres cánticos del Nuevo Testamento se repiten diariamente en la Liturgia de las Horas, y se suelen cantar con frecuencia. Se encuentran en el evangelio de san Lucas y son: el cántico de Zacarías, “Bendito sea el Señor, Dios de Israel”, en los Laudes; el cántico de María, “Glorifica mi alma al Señor”, en las Vísperas; y el cántico de Simeón, “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”, en las Completas. Hay varias melodías para estas palabras inspiradas. Al iniciar las horas litúrgicas se suele entonar un himno. Los himnos son cánticos líricos, no bíblicos, que aluden a las circunstancias y fiestas que se celebran. Se han ido componiendo a lo largo de los tiempos y algunos son poemas de la literatura universal. Muchos son traducciones de antiguas composiciones latinas. Puede haber una sana renovación de los himnos de la liturgia, con tal de que tengan valor artístico, que estén dignamente de acuerdo con la liturgia y que sean aprobados por la respectiva Conferencia Episcopal. Los himnos suelen terminar con una doxología, es decir, una alabanza a las tres Personas divinas. A ellas deben ir siempre nuestros homenajes y nuestra adoración.

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Es bueno recordar que el obispo y doctor de la Iglesia san Ambrosio, sitiado en su catedral de Milán por el ejército del emperador Valentiniano II, durante los diez días del asedio, a partir del domingo de Ramos del año 386, enseñó al pueblo que le acompañaba himnos y salmos, que se alternaban a dos coros. Con esos cánticos infundió confianza en Dios, apaciguó los ánimos exaltados y estableció una costumbre en el canto sagrado.

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La liturgia debe orientar la selección de los cantos que se van a entonar, no sólo durante las celebraciones sacramentales, sino aun en los grupos de oración, pues toda la plegaria de los cristianos debería guardar relación con los misterios de Jesucristo que se van celebrando en las diferentes épocas del año. Durante el año, la Iglesia suele privilegiar unos períodos para concentrar la atención de los fieles en un aspecto o acontecimientos de la vida de Jesús, y para que participemos en él de modo sacramental. Los tiempos litúrgicos son Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua y tiempo ordinario.

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EL ADVIENTO El tiempo dedicado por la Iglesia para preparar la venida de Jesucristo lo llamamos Adviento. En él nos preparamos a la venida de Cristo, no sólo la que hizo en Belén o la que ocurre espiritualmente en cada corazón por la oración, la comunión sacramental, la lectura bíblica, la ayuda a los pobres o la participación en la vida comunitaria; sino la venida definitiva y gloriosa, cuando el Señor se manifieste con toda su gloria y su poder. El Adviento no cesa de invocar, recordar y llamar a Jesús. Los discípulos de Cristo deben estar expectantes y ansiosos por el retorno del Señor. Saben que la noche va pasando, que la salvación se acerca, que el día ya empieza a alborear. Por eso la Iglesia nos invita a vigilar porque el tiempo es corto. Adviento es un tiempo apropiado para ser sobrios, para ser justos, para vivir en una esperanza confiada y en la contemplación del Verbo encarnado que va a nacer, del Señor que se nos revela, del Juez que está por venir. El mensaje de los profetas y en especial el de Juan Bautista y la actitud de la Virgen María son excelente escuela para estas cuatro semanas que anualmente la Iglesia nos propone. Diciembre, mes que se llena del espíritu del Adviento en muchos de sus días, es un tiempo excelente para venerar a María y esperar con ella a Jesús. En ese mes solemos realizar la Novena de Aguinaldos y gozarnos moderadamente con la expectación del Salvador. Ese es un mes para crecer en la virtud de la esperanza. En las celebraciones eucarísticas de Adviento, se observará lo dicho con respecto al canto de la misa en cualquier época del ano, recordando que la Iglesia pide no entonar el Gloria, que queda como represado para el tiempo de Navidad.

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En el Adviento podemos cantar las profecías mesiánicas, el mensaje del Bautista y cantos en honor de María, como la bella música “Madre del Redentor”. Se entonan también los villancicos, aunque la letra de éstos suele ser más superficial y folclórica que evangelizadora. Sin embargo, el pesebre y la corona de Adviento pueden congregar a los creyentes y ayudarles a crecer en la fe en Cristo Jesús, Dios verdadero y hombre verdadero.

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NAVIDAD La Navidad es un tiempo que suele extenderse al máximo por 20 días, desde el 25 de diciembre hasta, a lo sumo, el 13 de enero o el domingo en que se celebra el bautismo del Señor. En este lapso, adoramos al Niño que nace en la ciudad de David, al que se va manifestando a los pastores y a todo el pueblo judío, a los magos y a todos los pueblos gentiles. Navidad presenta al Niño con José y con María, con quienes forma una familia sagrada, modelo de todas las familias cristianas. Navidad venera a María, la madre de Dios, siempre unida a Jesús, de quien recibe toda la luz, como si fuera la luna alumbrada por el sol. En Navidad el color blanco, en las vestiduras litúrgicas, reemplaza al color morado del Adviento. En Navidad todo es alegría. Navidad es un tiempo para cantarle al Dios hecho hombre, para creer en Él, para adorarle, para verter por Él la sangre, como lo hicieron los niños inocentes, para acompañarlo cuando huye a Egipto, como cualquier desplazado de nuestros días, para acogerlo como Simeón y Ana, para guardar en el corazón los designios divinos que no entendemos, para ver a Jesús que se ocupa en las cosas de su Padre, y pensar en que crece en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres. La etapa navideña culmina con la manifestación gozosa de Jesús, ungido por el Espíritu Santo, en el bautismo del Jordán.

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CANTAR LA NAVIDAD Villa es una palabra que significa pueblo: ni tan grande como una ciudad ni tan pequeña como una aldea. Entre nosotros queda el recuerdo de esa antigua denominación cuando se habla de la “Beya Viya de Medellín”. Los pobladores de las villas eran los villanos, palabra que llegó a significar malvados y ruines, a causa del desprecio que por ellos sentían los ciudadanos nobles. Algo parecido a lo que pasa hoy a los rústicos y campesinos, por parte de quienes viven en las ciudades. Las canciones que entonaban los villanos, dedicadas a temas religiosos y a temas profanos, eran los villancicos. Hoy serían nuestros bambucos, boleros o vallenatos. Con el tiempo, la palabra villancico se reservó a los cantos espirituales relacionados con el nacimiento del Niño Jesús, en Belén. Los villancicos se hicieron muy populares en Italia, España y en los demás países europeos, a partir de los siglos XV y XVI, pero fue en Latinoamérica donde florecieron con abundancia y se enriquecieron con elementos musicales africanos e indígenas y con las tradiciones de este inmenso crisol de culturas que es América Latina. El repertorio cantado en los villancicos es muy variado. Se habla de la expectación del parto; del nacimiento de Jesús; de los cantos que entonaron los ángeles y los que debieron cantar María, José y los pastores; de los corderitos que éstos llevarían al pesebre como ofrenda al recién nacido; de la mula y el buey que estarían en el pesebre; de los magos que vinieron de Oriente y que representan a los hombres de todas las razas y condiciones que llegan a adorar a Jesús. Nuestros villancicos más antiguos recuerdan el lenguaje de los indios y los negros, o de personajes de España que eran objeto de ironías y sonrisas, como los gallegos o los gitanos. Esos villancicos suelen venir en forma de coplas, de cuatro a seis versos octosílabos por estrofa. Su ambiente es de devota alegría; 175


su lenguaje es ingenuo, piadoso, tierno y a la vez comprometido; a veces despierta una visión infantil y sentimental de la fe. Entre nosotros, van enriqueciéndose con las tonadas de la música autóctona: porros, guabinas, bambucos, cumbias…

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LA NOVENA DEL NIÑO En Colombia hay una arraigada costumbre: prepararse a las celebraciones navideñas con una novena, cuyo texto está muy enraizado en la mentalidad tradicional. En ella se dan consideraciones, no siempre muy ceñidas al texto bíblico. Vienen luego oraciones a Jesús, a José y a María, y unos gozos, basados en las principales advocaciones al Mesías, que aparecen en las Sagradas Escrituras y que la liturgia propone como antífonas antes del Magnificat, en la oración de las Vísperas: “Oh Emanuel”, “Oh Raíz de Jesé”, “Oh Llave de David”, “Oh Sabiduría”, “Oh Estrella de Oriente”, “Oh Rey”, “Oh Adonaí”. por eso las llaman las antífonas en “Oh”. Son súplicas al Mesías para que venga, para que se revele. El coro a esos gozos suele repetir: “Ven, ven, no tardes tanto”. A muchos ministerios de música se les pide cantar durante estas novenas. Además de los gozos, a los que acabamos de aludir, hay inmensa variedad de villancicos, entre los que se podrá seleccionar con facilidad, procurando escoger los temas más acertados, sea que inviten a ir al pesebre o que adoren al Niño recién nacido o que aludan a María y a José o que hablen de los corderos y las aves, de la mula y el buey o que se unan al canto de los ángeles o que recuerden la noche santa, llena de paz y amor. Los más conocidos son: “A Belén volemos”, “A la nanita nana”, “Antón Tirulí”, “Campana sobre campana”, “Dónde será pastores”, “El camino que lleva a Belén” (El tamborilero), “El burrito sabanero”, “Hacia Belén va una burra”, “Los pastores de Belén” (Tutaina), “Los zagales y zagalas”, “Noche de Paz”, “Pastores venid”, “Vamos, pastores, vamos”, “Venid pastorcillos”, “Ya las avecillas”, “Ya viene el Niñito”, “Y o soy Vicentico”, “Zagalillos del valle”, etc. No es fácil hacer una buena selección, como tampoco lo es hermanar la alegría, la sencillez, con la verdad bíblica y la recta doctrina. Una novena piadosamente orada y artísticamente acompañada por un ministerio musical es la fiesta del Niño y de los niños. Pero debe mantenerse dentro del ámbito de la plegaria y de la reunión familiar, y no sólo ser ocasión de bailes y licor.

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En muchos lugares públicos se realizan también esos rezos de la novena: en parques, en centros comerciales, en la radio y la televisión. Habrá que cuidar no sólo la parte artística, sino la espiritual, para que no resulte lo sagrado sólo un medio para fomentar la adquisición de juguetes y regalos.

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LA LITURGIA NAVIDEÑA Además de los villancicos, que se usarán discretamente en esas celebraciones, v.gr. como canto de salida, al final de ellas, hay momentos especiales que vale la pena subrayar y que centran al pueblo cristiano en lo que es medular durante ese tiempo: El canto del Gloria: comienza con las palabras de los ángeles en Belén, que invitan a glorificar a Dios en el cielo y a dar paz a los hombres. A ese canto debe dársele un valor especial en el tiempo navideño. El canto del Santo: es otro himno angelical (Is 6, 3). Servirá para proclamar la gloria del Altísimo, que en esos días brilla en la humildad de un pesebre. El Credo: tiene una frase importantísima, que el día de Navidad se canta o confiesa estando arrodillados: “Se encarnó por nosotros y por nuestra salud”. Ese es el corazón de todo el misterio navideño. Lo demás son las filigranas. El Hijo eterno se hizo hombre. La Palabra se expresó en un cuerpo humano, el Creador se hizo criatura, el Poderoso se volvió indefenso, el Infinito apareció limitado. Este es un misterio para adorar, para amar, para pensar. Ese es el misterio que da sentido a todas las celebraciones navideñas. Si eso no se capta, de nada sirven los villancicos ni las luces navideñas ni las tarjetas ni los regalos ni las comidas típicas. Navidad es el tiempo de bendecir y de adorar, porque el Verbo eterno plantó su tienda en la tierra, porque se encarnó y porque nos amó. Es a ese Dios, hecho hombre, al que cantamos con emoción.

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El tiempo cuaresmal es la preparación litúrgica para la pascua. Es una etapa de 40 días que recuerda el tiempo que pasó Jesús en el desierto, en ayuno, oración y meditación de la Palabra de Dios. Es una evocación de los 40 días del diluvio, o de los 40 años que duró el caminar de los israelitas en el desierto en busca de la Tierra Prometida, o del peregrinar de Elías hacia la montaña santa donde encontró a Dios, o de la penitencia de los ninivitas ante la predicación del profeta Jonás. La Cuaresma, como las cuarentenas bíblicas evocadas, debe marcar un cambio definitivo en la vida. El período precedente recuerda pecado, esclavitud, limitación, dificultades. El tiempo cuaresmal significa la conversión a Dios, el encuentro con Él, la transformación íntima del ser, la aceptación de un cambio necesario. La etapa cuaresmal es la del perdón, de la reconciliación, de la libertad, de la Tierra Prometida, la del Mundo Nuevo. Cuaresma es una preparación para la Pascua, es un retiro espiritual en el que, a ejemplo del que vivió Jesús, nos adentramos en el misterio de Dios, para adorarlo, para no tentarlo, para vivir de su Palabra, para luchar y vencer al enemigo. Cuaresma es una etapa del año, dedicada a purificar el corazón y a fortalecernos en las virtudes. En la Cuaresma, pedimos perdón por nuestras culpas, nos convertimos a Dios y expresamos la absoluta confianza en su bondad. Cuaresma es un tiempo para practicar las obras de misericordia, para vivir la comunicación cristiana de bienes, y un tiempo de alegría por el dar y por el 180


recibir. Por supuesto que los cánticos religiosos de la Cuaresma tendrán todos estos matices de oración y penitencia, de generosidad y alegría, de conversión y contrición, de lucha y de victoria. Los grandes temas que la Iglesia propone en la Cuaresma, en sus oraciones, cantos y lecturas, son: la conversión, el arrepentimiento; la penitencia individual y colectiva, interior y exterior; la renuncia al egoísmo; el perdón, la reconciliación; la solidaridad con los que sufren, la limosina, la comunicación cristiana de bienes, las obras de misericordia; la oración, el recogimiento espiritual, etc. Todo queda enmarcado por la tensión hacia la pascua de Cristo y de los cristianos, vivida por Él en su muerte y resurrección y participada por éstos en los sacramentos de la iniciación cristiana: el bautismo, la confirmación y la eucaristía. La oración, con el ayuno y la limosina, deben marcar la vida de los creyentes en la Cuaresma. La oración los lleva a profundizar la relación con Dios: al encuentro con el Creador, el conocimiento, la adoración, la acción de gracias, la alabanza y el amor. El ayuno los conduce al encuentro consigo mismos: a examinar la conciencia, darse cuenta de su limitación y pecado, de la necesidad que tienen de penitencia y conversión. La limosna anuda la relación con los demás, la superación del egoísmo, descubrir al prójimo, aprender a compartir, comunicar los bienes recibidos de Dios. De modo que la Cuaresma es un tiempo para pensar en el Padre celestial, en el prójimo y en uno mismo. Un tiempo que no se puede desperdiciar, un periodo de renovación y compromiso. La Iglesia de los primeros siglos vivía la celebración bautismal en la Vigilia Pascual, la noche del Sábado Santo. Durante ella, se bautizaba a los catecúmenos y se les revestía de blanco. Era la noche más luminosa que el día, en la que se encendía el cirio pascual, símbolo de Cristo resucitado, que vence las tinieblas del pecado y de la muerte. Para prepararse al bautismo, los cristianos, durante la Cuaresma, meditaban en 181


los temas del agua, de la luz, de vida nueva, de la lucha contra el mal, de la fe. La palabra de Dios les servía, y nos sigue sirviendo, para meditar en la pascua de Israel, cuando salió de Egipto; en la pascua de Jesús, cuando enfrentó la muerte en su paso hacia el Padre; y en la pascua de los cristianos que superan el pecado. Es pasar de la esclavitud a la libertad, de la cruz a la resurrección y de las tinieblas a la gracia, respectivamente.

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UN SERVICIO ADECUADO El ministerio de música y canto tiene, durante la Cuaresma, un servicio especial que prestar: motivar la oración, propiciar la reflexión y la conversión, e incitar la caridad. Su servicio debe hacerse con moderación: no es una fiesta ruidosa, sino un gozo esperanzado; no un cantar despreocupadamente, sino un reflexionar con seriedad sobre lo que se debe corregir. Por eso es bueno entonar cantos penitenciales, sobre todo en las celebraciones de la Palabra de Dios y de los sacramentos de la penitencia y la eucaristía. Igualmente, en el rezo del Viacrucis y en las pláticas y retiros cuaresmales. En la eucaristía se podrá enfatizar el “Señor, ten piedad”, aun empleando las bellas melodías gregorianas del Kyrie eleison. Como salmo interleccional, la liturgia propone con frecuencia el salmo 50 (51): “Misericordia, Señor, por tu bondad…”. El aleluya se omite durante toda la Cuaresma. En su lugar, se puede entonar la antífona indicada por el formulario litúrgico de cada día. El Miércoles de Ceniza, después de la homilía, se bendice y se impone la ceniza a los fieles. Durante el rito, se puede cantar el salmo 50 (51) o un responsorio penitencial o un canto que fomente la conversión y el arrepentimiento, como lo indican las rúbricas. La liturgia eucarística propiamente dicha se rige por las normas generales, ya indicadas, aunque algunos autores recomiendan omitir los cantos durante la procesión de las ofrendas y durante la consagración y el canto de la paz, e insistir en el “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, repitiendo esa invocación las veces que sea necesario, mientras se fracciona el pan eucarístico. El aleluya y el canto de la paz recuperarán su puesto de honor con motivo de la resurrección de Jesús.

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UNOS LIBROS GUÍA El misal y los leccionarios A, B y C serán los libros de obligada consulta, en Cuaresma, para músicos y cantores. En los cinco domingos cuaresmales, la Iglesia nos presenta, en los tres ciclos litúrgicos, los siguientes temas, que orientarán la selección de los cantos: El primer domingo, el tema del pecado: Adán, tiempo de Noé y tiempo de Israel, y las tentaciones de Jesús en el desierto. Es el tema de la tentación, de la caída, de la victoria. El segundo domingo recuerda a Abraham, su vocación, su obediencia y su alianza con Dios, y a Jesucristo, que manifiesta su gloria y asume su muerte. El tercer domingo habla de Moisés, que conoce a Dios en la zarza, da agua al pueblo y recibe la Ley; y de Jesucristo, que se revela como dador de Agua Viva, como templo reconstruido y como hortelano de una higuera estéril. El cuarto domingo nos habla de tres líderes: David, que rige a su pueblo; Ciro, que lo libera del cautiverio; y Josué, que lo conduce a la Tierra Prometida; y también de Jesucristo, revelado como iluminador, sanador y perdonador, en los episodios del ciego sanado, de la serpiente elevada en alto y del hijo pródigo. Finalmente, el quinto domingo presenta el mensaje de la Vida Nueva proclamado por los grandes profetas: Ezequiel, Jeremías e Isaías; y a Jesús, que resucita a Lázaro, que habla del grano de trigo que muere y fructifica, y que libra de morir a una mujer adúltera. Los temas anteriormente aludidos aparecen en la primera lectura y en el evangelio de cada domingo. La lectura de la epístola concuerda a veces con la temática de la primera lectura, y a veces con la del evangelio. Las tres lecturas, el salmo y las antífonas pueden orientar la lección de cantos. Ojalá se pudiera cantar con la letra misma propuesta por la Iglesia, según el 185


principio ya expuesto: “cantar la liturgia”, y no sólo “cantar en la liturgia”.

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Cada año celebramos la Semana Mayor, etapa centrada en vivir, por la fe, los últimos días de la existencia histórica de Jesús, que culminaron con su muerte y su victoria. A esos días los llamamos “santos” para indicar que, entre todos los del año, en ellos debemos recordar, agradecer, aceptar y asumir los acontecimientos que nos dieron salvación, nos incorporaron en la Iglesia y nos permitieron acceder a una vida nueva. Durante la Semana Santa se celebran importantes actos litúrgicos que requieren la participación de los fieles y, por lo tanto, la colaboración del ministerio de música y canto. Los principales son: la procesión de las palmas y la celebración eucarística del Domingo de Ramos; la misa crismal, el lavatorio de los pies, la misa vespertina y la adoración de la eucaristía en el monumento, el día Jueves Santo; la celebración de la muerte del Señor el día Viernes Santo; y la Vigilia Pascual, que actualizara sacramentalmente la resurrección de Jesús e inicia el tiempo de la Pascua, el día Sábado Santo. Además, hay reuniones no litúrgicas, en las que se puede requerir la colaboración de músicos y cantores, como ágapes fraternos el jueves, el Viacrucis el viernes, y procesiones piadosas en los demás días de la semana. Refiramos en detalle a esas celebraciones:

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DOMINGO DE RAMOS La celebración litúrgica del domingo empieza con la bendición de ramos y, luego, con una procesión que evoca la entrada de Jesús en Jerusalén, como Rey pacífico. Los cantos deben expresar el entusiasmo de los niños hebreos y de los discípulos del Señor, que vivaban con alegría a Jesús y lo proclamaban Hijo de David y Rey de Israel, mientras agitaban ramas de árboles o se despojaban de sus mantos para hacerle tapete de honor. La liturgia propone los salmos 23, 46 y 147, para que sean cantados durante la procesión. También se pueden entonar cánticos adecuados que aclamen a Cristo como Rey y le eleven hosannas. Culminada la procesión, continúa la celebración eucarística, en la que se omite el rito penitencial. Tampoco ese día se canta el himno del Gloria. Como evangelio se proclama la pasión de nuestro Señor Jesucristo, en cuya lectura, por ser de larga duración, pueden intercalarse aclamaciones de los fieles, como “Perdón, Señor”, “Victoria, Tú reinas” u otras semejantes. En asambleas selectas, se puede cantar toda la Pasión, lo que se hace alternando la voz del cronista, que proclama los sucesos; la de la sinagoga, que recuerda lo que dijeron el pueblo y algunas personas como Pedro, Pilatos, Caifás, etc.; y la voz de Cristo. Ésta se suele reservar al celebrante principal. Los otros lectores, si no hay diáconos, pueden ser laicos. En las procesiones de ofrendas y de comunión, los cantos deben aludir a temas eucarísticos o a temas relacionados con la muerte de Jesús.

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JUEVES SANTO La Misa Crismal es concelebrada en la mañana del Jueves Santo, aunque se puede anticipar a otro día. La preside el obispo, rodeado de sus sacerdotes, en la iglesia catedral. La unión del obispo y los presbíteros, así expresada, es signo de la unidad que debe reinar entre el pastor y los fieles. En esa celebración se bendicen los óleos de los catecúmenos y de los enfermos y el santo crisma, que se usarán durante el año en la celebración de los sacramentos del bautismo, la confirmación, el orden y la unción de los enfermos. Los cánticos de la misa crismal recordarán el misterio de la unidad en la Iglesia, la gracia que se recibe en los diversos sacramentos o la unción del Espíritu Santo, simbolizada por los óleos bendecidos. La ceremonia del Lavatorio de los pies se puede incluir en la eucaristía vespertina del Jueves Santo o celebrarse fuera de ella. En ambos casos se lee el evangelio de san Juan, en donde se narra cómo Jesús lavó los pies a sus discípulos. El tema de los cantos subrayará el mandamiento del amor, la necesidad de ser purificados por Jesús, la unión que debe reinar entre los discípulos, el servicio humilde que deben prestarse los cristianos entre sí, etc. La celebración eucarística vespertina se llama la “Cena del Señor” y recuerda la cena pascual celebrada por Jesús la víspera de su muerte. Las lecturas bíblicas indican los principales temas, que también orientarán los cánticos para las procesiones de las ofrendas y de la comunión: la pascua de los hebreos; la última cena de Jesús, en la que nos dio su cuerpo y su sangre; el pan y el vino eucarísticos; y el mandamiento del amor y del servicio, que Él legó a sus seguidores. En esta celebración se entona el himno del Gloria, que puede acompañarse con instrumentos musicales y con el tañido de las campanas. Concluida la liturgia vespertina, se lleva en procesión el Santísimo hacia el monumento, en donde será adorado al menos hasta la medianoche. Durante 189


esta procesión y durante las horas de la vigilia, se entonarán cantos a Jesucristo, presente en el pan eucarístico. En algunos lugares, en este día, se celebran actos piadosos, no litúrgicos, como la bendición de panes y vino que los fieles llevan a sus hogares para compartirlos en recuerdo de la última cena de Jesús. Durante la bendición de esos alimentos y durante dichos ágapes familiares, se pueden entonar himnos que aludan al amor, a la unión, a la entrega de Jesús y a su mandato de caridad.

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VIERNES SANTO En la tarde del Viernes Santo tiene lugar la celebración litúrgica de la muerte del Señor. En ella los cantos de meditación alternan con el silencio y con las oraciones. Los ritos sagrados se suelen iniciar a las tres de la tarde. No van precedidos por el canto de entrada. La Pasión de san Juan se puede leer o cantar a tres voces: la del cronista, la del pueblo y la de Cristo. El texto proclamado puede intercalarse con aclamaciones a Jesús que se entrega por amor. Tras la Pasión, se ora por los fieles, en una solemne plegaria en que se pide a Dios por diversas categorías de personas. En cada oración se enuncia la intención y luego se eleva la súplica respectiva. Estas oraciones pueden cantarse. Terminadas las plegarias, se realiza la adoración de la cruz. Para ello se trae en procesión un crucifijo. El sacerdote o diácono que lo lleva entona por tres veces las palabras: “Mirad el árbol de la cruz, en el que estuvo clavada la Salvación del mundo”. Y el pueblo responde: “Venid, adoremos”. El pueblo cristiano adora entonces a Jesucristo crucificado. Durante esta adoración, se pueden cantar himnos relacionados con la muerte del Señor. Una nueva procesión se organiza luego para traer la eucaristía desde el monumento, a fin de distribuirla en comunión; mientras tanto, se puede cantar un himno eucarístico. Luego la asamblea entona, al unísono con el celebrante, el canto del Padre Nuestro. En este día no se realizan ni el canto ni el abrazo de la paz. Durante la distribución de la eucaristía, se puede guardar respetuoso silencio; pero si hay mucha gente, es preferible cantar, pues así se asegura un ambiente de seriedad y respeto.

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La celebración litúrgica se precede, en muchas partes, de una procesión popular, llamada de “la sentencia”, y el sermón de la Siete Palabras. Durante éste se suelen entonar cantos entre una y otra reflexión. Preferiblemente después de las ceremonias litúrgicas se organiza el Viacrucis, plegaria en la que se recuerdan diversos momentos de la pasión de Jesús, se ora y se cantan himnos que aluden a ese misterio de amor. Durante el Viacrucis suele entonarse el canto: “Por mí, Señor, inclinas el pecho a la sentencia…”, con música del maestro Vieco, muy divulgada en Colombia, u otros parecidos. En muchos lugares se organiza, al caer la tarde, la procesión del Santo Sepulcro, con cantos alusivos a la pasión y muerte del Señor.

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SÁBADO SANTO El día sábado se dedica a la contemplación silenciosa, a la reflexión que alimenta la esperanza y a creer en la victoria de Cristo, teniendo como modelo a la Virgen María. En la noche de este sábado se vive la Vigilia Pascual, corazón del año litúrgico. Todo empieza, ojala de noche, con la bendición del Fuego nuevo, en el cual se enciende el Cirio Pascual, símbolo del Resucitado. En procesión, se lleva el cirio encendido, al que se aclama por tres veces con la exclamación: “Esta es la luz de Cristo”, a la que el pueblo responde: “Demos gracias a Dios”. Cuando el cirio llega al presbiterio, se le inciensa, y luego el sacerdote, un diácono o un cantor laico canta las alabanzas a Cristo resucitado, en el “Pregón Pascual”. El pregón puede interrumpirse con aclamaciones, rezadas o cantadas, que faciliten la participación de la asamblea. Viene luego la liturgia de la Palabra, compuesta de siete lecturas del Antiguo Testamento, con sus respectivos salmos y oraciones. En ellas se privilegiará la lectura número tres, que habla de la liberación de Israel. Tras la séptima lectura, estalla la alegría, con el canto del Gloria, acompañado de música y de repique de campanas. Tras la epístola, que es la lectura octava, se escucha la gran alegría del Aleluya a Cristo resucitado. Es el inmenso gozo, que se prolonga durante el tiempo pascual. Si en la Vigilia Pascual se confieren bautismos, como era la regla en la Iglesia primitiva, se entonan las letanías de los santos, mientras se va en procesión al bautisterio. En ella y durante la bendición del agua, se pueden entonar himnos adecuados.

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Durante la renovación de las promesas bautismales y de la triple confesión de fe, se puede cantar el Credo o himnos que aludan a la relación de los cristianos con las Personas divinas. Los demás cantos siguen las normas dadas para las misas cantadas. En la vigilia se dará realce al abrazo de la paz, a la invocación al Cordero, que quita el pecado del mundo, y al canto de comunión. Al finalizar la celebración, antes de la bendición, o como canto de salida, se puede entonar un himno a la Virgen María. Una antífona muy apropiada es la que dice: “Alégrate, Reina del cielo”. A la despedida final se le agrega por dos veces la palabra “Aleluya”.

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EL TIEMPO PASCUAL La Pascua es una feliz y santa cincuentena, una semana de semanas que se coronan con el día octavo de Pentecostés. Pascua es el momento de la gran alegría. Es el paso de Jesús a través de la muerte hasta la vida, es el triunfo sobre la finitud del hombre y el descubrimiento de la resurrección. Pascua es la fiesta de las fiestas, la metrópoli de las solemnidades, la capital de las festividades. Pascua es la ascensión de Jesús, desde lo profundo de la tierra hasta la derecha del Padre, constituido, tras morir como esclavo, en Cristo y en Señor. Pascua es contemplar cómo Jesús derrama su Espíritu Santo, en un Pentecostés que se prolonga todos los días y en todas partes. Pascua es el aleluya que nunca termina, es la luz que no se apaga. De ahí que de nuevo sea el color blanco el que imprima un carácter de regocijo a las celebraciones de la Iglesia. Las canciones de Pascua son alegres; hablan de Jesús, resucitado y victorioso, y de unos testigos que proclaman por impulso del Espíritu Santo y atestiguan que Jesús vive y que es el mismo ayer, hoy y siempre. Son cantos de fe que invocan al Señor y Dios nuestro, canciones que nos arraigan en las convicciones y en el testimonio, como le sucedió a Pedro, quien, cuando regresó de su cobardía, confirmó en la fe a los demás hermanos. Los cantos de Pascua deben innovar al Espíritu, que Jesús envía desde la derecha del Padre. A lo largo de los días de Pascua se seguirá cantando el Aleluya, acompañado de cantos gozosos por la resurrección de Jesús. Al avanzar las semanas pascuales, se entonarán súplicas al Espíritu Santo, para que se manifieste, como lo hizo en el primer Pentecostés. Todos los domingos del año son como el eco prolongado de la pascua. En todos ellos se celebra a Cristo vivo.

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TIEMPO ORDINARIO El tiempo ordinario consta de 34 semanas. En ellas, la liturgia se reviste de color verde, signo de esperanza. Son los domingos comprendidos entre Navidad y Cuaresma, y luego entre Pentecostés y Adviento. Es el tiempo de vivir bajo Cristo Señor y de escuchar a Cristo Maestro. El tiempo del discipulado y de la Iglesia, el tiempo de la lucha en el mundo, el tiempo del testimonio y de la búsqueda de la santidad, el tiempo del compromiso y de la misión. Los cantos de esta época hacen eco a las enseñanzas de Jesús; meditan la doctrina expuesta por Pablo y los otros escritores neotestamentarios, hablan de la lucha por ser santos y alaban a quienes triunfan en ello. Los cantos de estos días deben ser alegres y esperanzados y difundir la fe y el amor.

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LAS FIESTAS A lo largo del año suelen celebrarse diferentes fiestas y memorias que dan un acento especial a las asambleas litúrgicas y que, por lo tanto, deben tenerse en cuenta al seleccionar los cantos. Hay fiestas de Jesús (Encarnación, Cuerpo y Sangre de Jesús, Sagrado Corazón, la Cruz, Cristo Sacerdote, dedicación de iglesias) y también una fiesta dedicada a las tres Personas divinas, en el domingo que sigue a Pentecostés. Hay fiestas de honor de la Virgen María (Inmaculada Concepción, Nacimiento, Nombre, Maternidad Divina, Asunción; y muchas conmemoraciones: Lourdes, Fátima, Carmen, Mercedes, Auxiliadora, Perpetuo Socorro, Corazón de María, etc.). Hay fiestas dedicadas a los santos (san José, los apóstoles Pedro y Pablo, Todos los Santos), en especial a los patronos y protectores, a los santos venerados en las distintas regiones del mundo porque nacieron, vivieron o murieron en ellas, etc. Igualmente las fiestas en honor de los ángeles. En cada una de ellas, si es el caso, se deberán escoger cánticos apropiados. Esto también puede decirse de las celebraciones sacramentales, pues no es lo mismo cantar en un bautismo, en una celebración penitencial o en una ordenación presbiteral. Valga esta observación para el canto en los funerales, que debe despertar fe en el premio eterno y esperanza del encuentro definitivo con Jesús.

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El pueblo cristiano venera a la Virgen María, le expresa su amor, la invoca, se matricula en su escuela de oración y alabanza y canta en su honor. Así cumple el vaticinio que nuestra Señora pronunció, inspirada por el Espíritu Santo, al decir que la llamarían bienaventurada todas las generaciones, pues el Poderoso obraba maravillas en su esclava. La Iglesia cantó desde sus primeros años la grandeza de María y reconoció en ella a la Mujer fiel que buscaba a Dios, lo acogía con amor, vivía de modo coherente con la Palabra que el Padre celestial le dirigía y perseveraba en escucharla y practicarla. En el tesoro de canciones que los creyentes han compuesto a la Madre de Jesús, encontramos tres acentos, que nos permiten privilegiar algunos textos con preferencia a otros.

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EL ACENTO BÍBLICO Los mejores cantos a María se caracterizan por su fidelidad a la Sagrada Escritura, sea que citen literalmente las palabras bíblicas o que refieran los acontecimientos narrados en las páginas reveladas. Las palabras bíblicas son variadas. El saludo del ángel: “Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo... No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios… El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra... Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús... El que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios”. A esas palabras añadimos las que, llena del Espíritu Santo, exclamó Isabel: “Bendita tú, entre las mujeres, y bendito el fruto de tu seno... ¿De dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor?... Feliz la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor…”. La respuesta de María a esos saludos nos la transcribe el evangelio: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”; y, luego, el himno de alabanza: “Alaba mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso”. Como María, los creyentes debemos aceptar que el Espíritu poderoso de Dios nos cubra con su poder y haga maravillas en nuestras vidas; las recordaremos en nuestro corazón (cf Luc 2, 51) y cantaremos alabanzas en su honor. La auténtica imagen de nuestra Señora emerge también de acontecimientos bíblicos en los que estuvo involucrada: el anuncio del ángel, la visita a Isabel, el nacimiento de Jesús, la presentación del Señor en el templo, la huida a Egipto, el retorno a Nazaret, la peregrinación a Jerusalén, el milagro de Caná, la crucifixión, Pentecostés. 201


De esos pasajes brotan la fe de la Iglesia en María y los títulos que ésta recibe: Inmaculada, Llena del Espíritu, Siempre Virgen, Madre de Jesús, Madre de Dios, Madre de la Iglesia, Asunta del cielo, Reina y Señora; y otros apelativos: Hija de Sión, Santa, Intercesora, Virgen fiel; Mujer creyente, orante y oferente, como la llama Pablo VI; primera discípula, primera cristiana y primera carismática. En otros textos, esparcidos desde el Génesis hasta el Apocalipsis, se inspiran los cristianos para cantar a María. Pueden servir para componer cantos en honor de la Virgen, con tal de que sigan una buena interpretación de la Biblia, y la expresen de acuerdo con el magisterio eclesial. Meditando en la Palabra revelada, la Iglesia ha invocado a la Virgen con el Ave María, oración configurada con las palabras del ángel y las de Isabel y con la súplica a la Madre de Dios para que “ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte”. Con esa fórmula se tejió el rosario, para meditar en la vida de Jesús, privilegiando 20 momentos de gozo, de luz, de dolor o de gloria. Con igual inspiración, aunque más corta, es la oración llamada el “Angelus”, que se reza tres veces al día. El Magnificat es otra oración que suele usarse en la plegaria vespertina de cada jornada para, con María, admirar las maravillas que realiza el Poderoso y alegrarse con el cumplimiento de las promesas divinas. El Ave María suele cantarse en melodías populares. También existen las composiciones de Charles Gounod y de Franz Schubert, que a veces se entonan en momentos inapropiados, como plataforma de vanidad a algunas sopranos. El Magnificat, en su texto completo o en algunas de sus frases, se usa como canto de alabanza. Existen muchas versiones musicales, llenas de piedad e inspiración.

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EL ACENTO LITÚRGICO La Iglesia celebra con solemnidad algunas fiestas de María: Inmaculada Concepción (8 de diciembre), Maternidad divina (1 de enero), Asunción a los cielos (15 de agosto). También medita en la Encarnación del Verbo (25 de marzo). Existen en el calendario litúrgico algunas otras fiestas o conmemoraciones marianas. Suele honrarse también a María los días sábados, sobre todo el primer sábado de cada mes. Ésta es una práctica piadosa que recuerda que como el alba precede a la luz del sol, así María a Jesús, pues la fiesta del Señor es el día domingo; o que la palabra sábado quiere decir descanso, y las entrañas de María fueron el seno donde Jesús reposó por nueve meses; o que en el primer Sábado Santo de la historia cristiana la única que creyó en la resurrección y la esperó fue María: por eso ella nos enseña a vivir a la expectativa de la resurrección que celebramos cada domingo. La piedad popular dedica a María el mes de mayo, al que en Europa designan como “de las flores”, porque la Virgen es la flor que nos dio el fruto bendito, Jesús. El mes de octubre lo dedicó el papa León XIII al rosario, y el mes de diciembre sería, según algunos, el más apropiado para honrar a nuestra Señora y esperar con ella el adviento del Señor. Pero aunque haya momentos especiales de la liturgia o de la piedad popular, el pueblo cristiano siempre le canta a la Madre de la Iglesia. Hay cinco cantos que se han entonado desde hace siglos; el más conocido es la “Salve”, que invoca a la Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; a la clemente, piadosa y dulce Virgen María. Cuando se piensa en la maternidad de María, se bendice a la Madre del Redentor, Virgen fecunda, puerta del cielo siempre abierta que, ante la 204


admiración del universo, engendró a su Creador. Existe una bella melodía de esta alabanza, debida a Andrés Prías. En los días de Pascua se invita a compartir la alegría de la Reina del Cielo, porque Aquel que ella llevó en sus entrañas resucitó, como lo había anunciado. Otra canción tradicional invoca a la Reina de los cielos y Señora de los ángeles, a la que llama Puerta que dio paso a nuestra Luz. Un quinto cántico, tradicional, del siglo II o de los primeros años del III, que se descubrió en un pergamino copto, dice: “Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios. No desprecies las oraciones que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita”. Estos cinco se suelen decir, a libre elección, cada noche, antes de acostarse, como culminación de las completas litúrgicas. Otras canciones tradicionales a María, traducidas del original latino al castellano, son: “Salve, Estrella del mar”, “Estaba la Madre dolorosa junto a la Cruz” y la breve estrofa: “Muestra que eres Madre, y que escuche nuestras preces Quien, nacido por nosotros, tomó de ti su ser”. Muy famoso es el Cántico Acatisto, compuesto en Bizancio en el año 626.

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ACENTO DE PIEDAD POPULAR El pueblo cristiano entona muchísimos cantos a María. Le canta a la Concepción inmaculada, con el “Bendita sea tu pureza”; al misterio de la Anunciación lo enaltece con canciones en cuyo coro se escucha el Ave María y añade que “Un día, del cielo un ángel a una Virgen habló”. La aceptación de nuestra Señora se recuerda con: “Tu luz brilla como una estrella” o con: “Digo sí, sí, sí” o con: “Quiero decir que sí, como tú, María”. La oración de la Virgen se rememora, entonando: "Virgen María, Madre del Señor, danos tu silencio y paz para escuchar su voz”, y la Encarnación del Verbo se confiesa con la canción: “Dios dijo en el Edén a la serpiente” o con: “A María, la hija de Dios Padre”. En la Visitación a Isabel, se canta: “Bendita entre las mujeres, la madre del Salvador”, o las múltiples variaciones que recuerdan el Magnificat. La maternidad de la Virgen se bendice en villancicos y en cantos como: “Madre de Jesús, forma y haz vivir a Cristo en mí”, con letra de san Juan Eudes. Para aludir a la vida oculta, se canta: “María de Nazaret” o “Me quedé sin voz con qué cantar”. La plegaria a la Virgen se pondera en: “María, tú, intercesora”, “Te vengo a decir, oh Madre de Dios” o “Una entre todas fue la escogida”, mientras que el sacrificio de la cruz se anuncia con: “Santa María, de la esperanza, mantén el ritmo de nuestra espera”. El triunfo de María, su asunción y su coronación gloriosa se enaltecen cantando: “Quién será la mujer que a tantos inspiró poemas bellos de amor” o “La Reina del cielo, la Madre de Dios” o “Reina de Colombia por siempre serás”. A la maternidad de María respecto de la Iglesia aluden: “Madre de todos los hombres”, “Madre, óyeme, mi plegaria es un grito”, “Cuántas veces, siendo niño, te recé”, “Ven, mamá, enséñame a amar”, “Junto a ti, María, como un niño quiero estar”, “María, tú que velas junto a mí", "Ven con nosotros a caminar”, “Ven, María, ven; ven, ayúdanos, en este caminar tan difícil rumbo a Dios”.

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La devoción a la Virgen en sus diversas advocaciones (su Corazón inmaculado, su Socorro perpetuo, su Auxilio, el Carmen, Fátima, Lourdes, Chiquinquirá, su Nombre, etc.) seguirá creciendo porque es una dimensión inherente a nuestra fe, y seguirán brotando poetas y músicos como Luis Alfredo Díaz, C. Gabaraín, J.A, Espinoza, Deiss, Luis Hernán Muñoz, Raimundo Pérez, Andrés Prías, Gelineau, Zezinho, Cubeles, Zamudio, que día a día nos propondrán letras inspiradas y hermosas melodías. Para solemnizar el último año mariano, se sugirió la posibilidad de entonar, al final de la eucaristía, como himno de salida, un canto a la Virgen María.

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Las Leyes, 1,3. No. 16. {3} IX, 6, 14. {4} Sermón 148, 17. {5} Carta a los Corintios 34, 7. {6} De studio proesentium 5, 2. {7} Homilía In psal. 1, 2. {8} Homilía In psal. 87, 1. {9} In psal. 12, 9. {10} In ep. ad Ephesios, Hom. 19, 2. {11} Exp. in psal. 41, 1. {12} In psal. 41, 4. {13} Salmo 32. {14} Prefacio de la santísima Eucaristía II. {15} S.C. 115. {16} Constitución sobre la Liturgia, No. 120. {17} 22,8 {18} Al salmo 148, 17. {19} Ordenación General de la Liturgia de las Horas, No. 103. {20} Ibídem, No. 109. {2}

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