Chucherias #todomono

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#TODOMONO Johnny Insignares Fernando Vengoechea ELLIPSIS Grupo de investigación

Textos Patricia Maestre. Prólogo Cristo Hoyos. Creaciones Culinarias Montunas. Alex Quessep. La Chaza. Antonio Celia. Qué delicioso empalague. Johnny Insignares. Memoria Dulce. Ketty Miranda. Signo, Memoria y Cultura Corrección de estilo Fernando Vengoechea Investigación y trabajo de campo Johnny Insignares Fernando Vengoechea

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los titulares.

ISBN HECH O EN COLOM B I A

Diseño y Diagramación Andy Garcés Torres Nataly Valencia Bula Martha Mancilla Ketty Miranda Orozco

Edición de fotografía Alberto Angulo Miguel Torres Nataly Valencia Bula Martha Mancilla

Diseño de Portada Andy Garcés Torres

Fotos históricas Heladería Americana Fernando Vengoechea

Fotografía Fernando Vengoechea Asistente de Fotografía Giselle Muñoz Johnny Insignares

Apoyos Sabor Barranquilla Grupo de Investigación Ellipsis Programa de Diseño Gráfico Universidad Autónoma del Caribe


A Patricia Maestre por creer en el proyecto desde el principio, a Fernando Vengoechea Julio por conservar la memoria dulce de la ciudad entre sus gabinetes y recortes de periódico, al Grupo de investigación Elipsis de la Universidad Autónoma del Caribe por el respaldo académico a esta aventura dulce y a todos los que intervienen en el ciclo de las chucherías, desde los que las fabrican hasta los que las consumen y endulzaron estas páginas con sus historias.



Sin ninguna clase de remordimiento me declaro fanática de las chucherías. ¡Soy su eterna admiradora! Aunque muchos quisieran verlas desaparecer por los problemas de salud que conlleva su consumo excesivo, me resisto a verlas borradas de nuestra dieta. Porque aparte de ser un deleite al paladar, nuestras chucherías son algo que nos identifica como oriundos de una ciudad y no de otra, de un país diferente a los demás. Una “arropilla” puede que nada le diga a un belga, pero vaya pregúntele a un barranquillero, y enseguida sonreirá. Por este motivo, anuncio que haré todo lo que esté a mi alcance para que en Colombia tengamos el Día Nacional de las Chucherías. Encuentro muy saludable para el alma esta publicación. CHUCHERÍAS nos remite a la dulce infancia, a aquellos pequeños placeres que hicieron nuestra vida diferente y única, precisamente porque hace una primera aproximación a las delicias empacadas en pequeño formato que siempre nos han acompañado. Los pirulíes, los dulces de coco, las gomitas, los confites, son algunas de las chucherías que aparecen en esta publicación y que, sin duda, evocarán a muchos un momento, un lugar, un compartir; porque su consumo agregó, y aún lo hace, diversión y deleite. Incluso, su recorrido traerá a la mente de quienes pasen estas páginas, la figura de un personaje pintoresco con el cual relacionarlas.

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En mi caso, aparece en mi mente el señor de Paletas Sunky, que casi a diario, durante toda mi vida escolar, recorría las calles del vecindario con su carrito y su singular tilín tilín. Siempre ofrecía, equivocándose a propósito, los sabores de “chocolate” o “tamarindo”, para arrebatarnos la sonrisa del día. Yo terminaba comprando la de uva que dejaba mi lengua pintada de morado. ¡Nada más rico para combatir el calor del mediodía barranquillero! También evoco la imagen de aquel vendedor de abundante pelo y bigote poblado, tan blancos como el algodón que teñía en ese entonces todo el Valle de Upar, sentado en la esquina de la plaza con su chaza llena de coloridos dulcecitos, caramelos, o confites, como prefieran llamarlos. Era una cita infaltable todas las tardes, con la plata que nos regalaban las tías y la abuela que visitábamos en vacaciones. Dejamos atrás la infancia, fuimos a la universidad, nos casamos y nos convertimos en padres de familia. Y con nuestros hijos aparecieron nuevas chucherías. Qué le vamos a hacer, esa es la vida. Aunque hay unas que, gracias a Dios, no han desaparecido y son entonces un vínculo invisible entre ellos y nosotros. Sigue existiendo el Bom Bom Bum, las chocolatinas Jet con sus laminitas coleccionables, el raspao de cola con leche, la alegría de coco y anís... Siento un verdadero placer al recordar que he sido testigo del nacimiento de CHUCHERÍAS, desde que sus au-

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tores tuvieron en mente el proyecto. No siempre tiene uno el privilegio de compartir el proceso creativo de mentes ingeniosas capaces de convertir las ideas en diseño, y este libro es precisamente fruto de uno muy juicioso y bien pensado. ¡Qué alegría da verlo hecho realidad! Volviendo a la idea de crear una fecha para recordarlas cada año, el propósito es no dejar que desaparezcan. Con el afán de acogernos a lo “saludable”, volvemos nuestras dietas cada vez más impersonales, mas aculturales. Sin chucherías, caeremos en un estado de aburrimiento alimenticio, huérfanos del colorido de las bolsitas o empaques de esos sabores únicos que hacen que nuestros recuerdos tengan pertenencia. Unámonos para que sigamos oyendo el pregón de la “¡alegría con coco y aní!”, y encontrándonos con su dulce sabor en las chazas de dulces multicolores, en las vitrinas de las tiendas y hasta en los supermercados. El sabor de nuestras chucherías es también el sabor de nuestras ciudades.

Patricia Maestre

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Comer un dulce, para algunos es un simple acto de cultivo de caries o un atentado contra el novedoso y popular “diseño de sonrisa”; para otros es toda una aventura que significa un viaje al pasado. Un viaje a la infancia y a esos años donde la única preocupación era comprar conservitas de colores en la tienda de la esquina, jugar al escondido los viernes en la noche y ver Oki-Doki los sábados en la mañana. Esa Barranquilla de mi infancia aun está vigente gracias a sabores que abordan mi paladar, el Parque Suri Salcedo por ejemplo, me sabe a Pony Malta y a helados en cono del famoso “Tronquito”, los chicles Adams me recuerdan los eventos y clausuras de fin de año que se realizaban en el Teatro Amira de la Rosa, el sabor del Bom Bom Bum rojo me recuerda las tardes de cine en “El Metro” o “Los ABC”. Las tardes de circos que se instalaban en el parqueadero del estadio Romelio Martínez, siempre me sabían a algodón de azúcar, de esos fucsias y azules acompañados de esquelas con mensajes amorosos. Y qué decir de la transitada y luminosa calle 72 donde chicas montadas en patines de cuatro ruedas, servían helados frutales en “Vimo’s Cono Crema” y más adelante con la carrera 43 el gran plan familiar, con bis-abuelos incluidos, era compartir alrededor de un vaso de “Frozo malt” en la Heladería Americana.

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La terraza de la casa de mi abuela “Tata” siempre me ha recordado el refrescante sabor de un raspao de cola con leche, ese mismo que ella criticaba y nos dejaba comer poco ya que afirmaba que el hielo lo hacían con agua sucia. La cocina de mi casa me sabe a esos característicos y deliciosos bolis de galleta con leche que preparaba mi mamá, los dulces “americanos” y con formas de personajes de películas de moda me recuerdan a “San Andresito”, espacio en el centro de la ciudad que era paseo dominguero obligado para comprar los últimos cassettes de Nintendo. Gracias al álbum de historia natural, el Zoológico de Barranquilla me sabe a chocolatina Jet, su antiguo museo en el interior, con animales disecados, me recuerdan las laminitas que coleccionaba para llenar la cartilla. El sabor azucarado de las Mini Crispetas de colores, me recuerdan mis años en la sección infantil del colegio San José, donde la palabra “Recreo” acompañada de un timbre, señalaban el momento para escapar a la tienda para comprar alguna galleta “Festival” o “Wafer”. Y quien no monto su propio negocio de dulces en el bachillerato, las tardes no solo eran para hacer las tareas, sino junto con los amigos, caminar hasta la 72 y surtirse de “Nerds” “Milky Way” “Snickers” y demás golosinas extranjeras para

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hacer de las mañanas escolares un mercado persa, donde de manera ambulante caminábamos los pisos del colegio ofreciendo la rica mercancía para ganarnos unos cuantos pesos. La ciudad y la memoria trazan una línea imaginaria para dar paso a un recorrido confitado que vuelven a nuestros tiempos gracias al dulce sabor de las chucherías y el recuerdo. Golosinas que de niño valían su peso en oro y que nos hacían pasar los mejores momentos.

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Itinerante y estacionaria, oportuna y refrescante, cómplice y pintoresca. La chaza aparece con su luz multicolor en el manifiesto mundano de la vida callejera. Son coloridas y desteñidas, constantes y esporádicas, viejas tradicionales y jóvenes irreverentes; transportadas en bicicletas y motos o sencillamente suspendidas por una tira que cuelga del cuello del chacero y se apoya en su barriga. Las hay diurnas y nocturnas, baratas y caras, malas y buenas... En todos los casos, la chaza refleja la personalidad de su portador y artífice, quien la lleva con dignidad y orgullo, y es el sustento de su familia. Con el sonido de las maracas convertidas en la caja de Chiclets Adams aparece el chacero espontaneo y alegre, exhibiendo “su paleta de colores” expresada en chucherías que nos ayudan a mitigar el hambre temporalmente o nos refrescan el aliento después de un suculento almuerzo. La chaza también se expresa a través del humo de un cigarro o en el placer de la chocolatina Jet, el Bom bom bum o el Coffee Delight. Tiene la crocancia de una galleta Wafer, la energía de la leche condensada “La lechera” o el picante explosivo de un polvo súper hiper ácido, preferido por los niños engalanados en juegos de pelota. La chaza sabe a maní salado y confitado, Manimoto y Choquis, turrón cubano y papitas fritas. Aparece sin buscarla y cuando se aguarda a la espera de un fósforo nunca llega. También las hay con peinillas, cuchillas de afeitar y corta uñas. Las de

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nueva generación venden minutos de celular, bolita y lotería. Las chazas recorren nuestras ciudades y pueblos grandes de cabo a rabo, aunque su presencia está definida por la marcada territorialidad establecida por los códigos de sus vendedores. Algunos son asiduos de un determinado sector y reconocidos por los ocupantes permanentes o esporádicos. Aparecen en la salida de los colegios, en los paraderos de buses o en las noches alucinadas de bares y discotecas. Recorren las playas los domingos y son informantes permanentes de los aconteceres urbanos comprendidos entre el ambiente de una “calle caliente”, una protesta altiva o las interminables persecuciones de policías y ladrones. Nunca incomodan y su permanencia se mantiene aún en los procesos de reubicación de los ventorros de nuestros centros y sus alrededores. En temporada de mamon, ciruela y corozo algunos chaceros ingeniosos los comercializan además de los productos de siempre. El chacero sabe si empatamos en el último partido de futbol; que pasó en la reciente reunión entre el Gobierno y las Farc, o en qué número cayó la lotería. Casi nunca están de mal genio, son mejores que los taxistas para ayudarnos a ubicar direcciones y no acosan para ofertar su producto. Las chazas estacionarias son pequeñas misceláneas que además de los productos descritos anteriormente, nos ofrecen libros viejos y fascículos coleccionables de periódicos y adhesivos del álbum de temporada. Cuando somos habitantes del

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sector, el chacero se convierte en confidente y prestamista de dinero de bolsillo. Los chaceros establecidos son territoriales como animal en celo por la antigüedad de su ventorro. Son ampliamente conocidos por personajes destacados, políticos de turno y humildes transeúntes. Cuando están cerca a instituciones de servicio público, son los especialistas en indicarnos a qué horas inician jornada, en donde podemos tomamos las fotos y sacar las copias. Piropean a la hembra de caderas voluptuosas, chiflan al gay del salón cercano a quien conocen y aprecian y le hacen bulla al coleto de andar bacaneao con gorra de medio lado, lentes oscuros y camisa estridente. Cuando tienen música generalmente sintonizan vallenato, salsa y merengue; champeta y rancheras. Al final de la jornada, con la puesta de sol, los chaceros diurnos atardecen saboreando una infusión de canela o toronjil, mientras recogen sus productos, los cuales almacenan bajo la estantería escalonada de su exhibidor. La chaza estacionaria generalmente duerme en el parqueadero más cercano al cual le pagan con algún trueque o una módica suma semanal. Justo en ese instante de cierre aparece el chacero nocturno dispuesto y enérgico. Su trabajo termina en las madrugadas fatigadas de rumbas o en los amaneceres de los camioneros que traen materia prima a los mercados.

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Diurnas o nocturnas, estacionarias o ambulantes, musicales o silenciosas; la chaza representa el rebusque de la economía informal de nuestro universo llamado “tercer mundo”, que se dignifica a través de esta particular actividad. Cada día el chacero consagra en sus ritos su vocación como una puesta en escena de cuya función sabe su hora de inicio, mas no, su desenlace. Es la chaza en sí misma un objeto o artículo que porta tradición en su andar y nos cuenta historias en fugaces encuentros de complacencia y regateo.

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Con las limitaciones propias de un medio sin infraestructura de transporte y comunicaciones, lejos de grandes centros urbanos, con difícil acceso a los insumos y a ciertos productos de la industria alimenticia; a mediados del siglo pasado y en la región conocida como las Sabanas de Bolívar se prepararon algunos acompañamientos para las comidas tradicionales. Singulares productos de una cocina más rural que citadina, y resultados más de una creatividad que de abundancias, humildes manjares se posesionaron en el paladar de toda una cultura mestiza y hoy hacen parte de nuestra memoria gastronómica. Ciertos productos agrícolas de fincas y haciendas como la yuca, el plátano y la caña de azúcar; algunos procesados como la miel de los trapiches domésticos, y una que otra esencia conseguida en los mercados y graneros como el anís o el agua de azares; fueron los ingredientes básicos para la preparación de dulces y golosinas caseras. Vienen a mi memoria, no solo por su exquisito sabor, sino también por su atractiva presentación y conservación en grandes frascos de vidrio con boca ancha; los buñuelitos de yuca y los niditos de plátano que permanecían flotantes en su miel, expuestos en olorosas vitrinas y alacenas en las casas de nuestros pueblos sabaneros.

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BUÑUELOS DE YUCA Se cocina al vapor la yuca con la sal. Se muelen los pedazos harinosos y calientes con un toque de anís y algo de mantequilla. Se hacen pequeños buñuelos que se ponen a freir y a dorar en un caldero con abundante aceite caliente. Se escurren, se dejan enfriar y luego se bañan con miel de panela y unas gotas de agua de azares para el bouquet.

NIDITOS DE PLÁTANO Se recomienda utilizar plátanos crudos, verdes o pintones quitándoles el corazón. Se hacen tiritas muy finas como de 5 a 7 centímetros a manera de fosforitos. Se puede disponer de un procesador o un rallador de hueco grande para flecar los plátanos. Con la mano o ayudándose con dos cucharas se forman bolas o nidos compactos que se dejan reposar sobre una superficie metálica o tártara. Si es posible, se sugiere ponerlas al sol un rato antes de fritarlas en suficiente aceite bien caliente. Finalmente, doradas, se bañan con miel de panela. Para servirlas las puede acompañar con bolitas pequeñas de queso.

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Caballitos, conservitas de leche, de piña, de guayaba, de coco, alfajores, bolitas de tamarindo, panderitos, alfandoques, polvorosas, los acaramelados pirulíes, pescaditos de azúcar cande que chorreaban almíbar, roscas con un delicioso olor a queso entreverado con un toque de dulce que se esparcía por toda la casa, cuando Margarita alzaba el impecable paño blanco que cubría la enorme chaza de madera, que portaba sobre la cabeza, cuando recorría de casa en casa las calles del viejo Prado, ofreciendo las delicias que elaboraban en el convento del Buen Pastor de la Calle 72. Margarita era trigueña y aunque robusta, sus movimientos eran ágiles, su sonrisa permanente y era esperada con ansia por todos los niños que semanalmente degustábamos sus delicias. La chaza rebosante de dulces, era una fantasía de olores, sabores y colores. Cada dulce era una joya de buen gusto, en vivaces colores: el rosado “cocá” de las conservitas, el amarillo acaramelado de los caballitos, el verde de las panelitas de limón o cidra, el amarillo intenso de las de piña .y un arco iris de colores que formaban los trasparentes pirulíes montados en finos y frágiles palitos. En la tienda de la esquina (la de los chinos) sobre el vetusto y pesado mostrador de madera, en el que los pelaos tallaban corazones con iniciales y flechas cuando el chino se descuidaba, había un enorme frasco bocón repleto de bolas de dulce

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de vivos colores, que atraía la mirada golosa de los niños, que se peleaban para hacerle el “mandáo” a la mamá, para poderle pedir la ñapa al chino. Ñapa que generalmente consistía en una de esas bolas multicolores de delicioso y empalagante dulzor, que manchaban la camisa y dejaban su huella roja, verde, azul o amarilla, en la boca, en el pañuelo, en los labios y hasta en las mejillas. Y bajo la pesada tapa de vidrio y madera que cubría el mostrador, sugiriéndose como las mas bellas y tentadoras damas, nos seducían las arrancaduelas de transparentes y tenues colores, los caramelos “Rocha” en su empaque dorado con letras rojas, unas panelitas temblorosas de gelatina, rociadas con un extraño polvo y las costras de dulce, cubiertas de azúcar. Las palenqueras recorrían las calles de la ciudad con una palangana de latón aboyada por el uso, que parecía pegada a su cabeza y se meneaban al cadencioso ritmo de su cadera, mientras con voz sonora y estridente, pregonaban: ”alegría, con coco y aní”. En Semana Santa, todavía sigue vigente el clásico “rajuñáo”, tan nuestro como el Paseo Bolivar y toda la gama de dulces que en grandes poncheras, sobre mesas de cativo con manteles de hule a cuadros, venden las palenqueras en las esquinas, en los alrededores del Surí Salcedo y otros parques, y hasta en la puerta de las

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iglesias. Los dulces son el complemento de ésta celebración. Sin dulces, la Semana Santa no es Semana Santa. Y cómo olvidar el penetrante y delicioso olor, que brotaba de la cocina e invadía toda la casa, cuando hacían dulce de casquitos de guayaba?. Enyucado, dulce de hicacos o el arequipe con una fina y provocativa costra azucarada. Estos eran algunos de los postres siempre presentes en toda casa de Barranquilla. Y cuando hacían pudín para el cumpleaños, nos daban la olla, para que la raspáramos a punta de dedo hasta dejarla totalmente limpia, después de habernos dado una deliciosa empalagada, con la espesa masa blanca con la que hacían la torta. En la nevera de casa había siempre “guardáos” de arroz con leche rociado con un polvillo y trocitos de canela. Y cubiertos con una tapadera redonda de anjeo, para protegerlos de insectos voladores, estaban los frágiles merengues rosados, azul pálidos y blancos que se deshacían al menor contacto con los labios. Todas éstas son chucherías, deliciosas golosinas que a través de los años han satisfecho nuestros antojos, que le dan gusto al paladar endulzándonos la vida. Sin ellas la vida no sería igual, le faltaría dulzura, le faltaría sabor, le faltaría el placer de un delicioso empalague.

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