Amigos
AMIGOS Jorge Dávila Vázquez
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A veces se ponía triste sin motivo. Su abuela, que era un ser incomparable, sentenciaba: "cosas de la edad"; le hacía una leve caricia en la cabeza, le susurraba alguna frase mimosa: "mi pollito", "mi pequeño rey", "mi nieto favorito"; le regalaba un viejo chocolate, un caramelo con sabor a violeta, una monedita, a escondidas del resto, y estaba segura de haber curado su melancolía juvenil. Su madre, bondadosa y severa, les echaba la culpa a sus lecturas. "Esos poemas que hablan de amores imposibles, lágrimas, despedidas y mujeres inalcanzables; esos libros en que los protagonistas nunca logran la felicidad, tienen que entristecerte, Pablito, mi hijo." Él la miraba con dulzura, y se retiraba en silencio a su cuarto. En algunas ocasiones, su amigo Rolando venía a buscarlo. Mamá rezongaba un poco sobre la 2
vagancia de este chico, que nunca tenía un deber, una lección, nada, y que siempre estaba dispuesto al paseo, a dar una vuelta, a salir de la casa. Lo peor para ella eran los martes, pues en el Cine Universitario se podía entrar dos con un boleto, "ya ves mami, no es mucho, mándame". Ella se quejaba; de dónde iba a darle para sus vicios, eso era quitar el pan de la boca a sus otros hermanos, y parecidos discursos, que eran zanjados por el gesto de la abuela. "Ay, Carmen, ni que fuera cosa de todos los días, mujer. Toma, y le extendía un billete. "No te olvides de traerme el vuelto". La madre decía que sí, que claro, que así no iba a poder educar a sus hijos jamás, con semejante abuela consentidora. Eventualmente, se armaba una pequeña discusión, pero él aprovechaba para hacer efectivo ese gesto displicente de la madre, esa frase resignada, "ándate, pues, ándate. Pero verás quién vaya a justificarte las lecciones que seguro no darás mañana, ándate, y de una vez irás a estar fumando y portándote tan mal, que el periódico se queja de la grosería de los chicos que asisten a los martes populares, ándate." Él solo lograba murmurar un "pero 3
mamá, si nosotros, pero, mamá, pero..." Y salía lo más rápido posible, a buscar a Rolando y correr juntos al Universitario. En parte, ella tenía razón. Con la poca plata de que disponían, no solo entraban al cine, como insistía la madre, a llenarse la cabeza con las historias de Tarzán, de Ivanhoe, del jorobado Lagardere, que, en verdad, no era tal, o de Scaramouche, si no que reservaban unos céntimos para un cigarrillo compartido, que les hacía sentir que habían llegado a la madurez, pese a las náuseas y los atoramientos que les producía. Generalmente, no se portaban patanes, salvo en el caso de que se cortase el filme. Entonces, gritaban como el resto de la concurrencia, en general cosas que no eran muy gratas para el pobre maquinista, que llevaba sobre sí todo el peso de la historia del cine mundial. Al cumplir quince años pudo ver una película, que le pareció lo más bello que hubiese contemplado jamás, aunque a Rolando le pareció cursi. Se llamaba El jardín de Alá, y era con una fascinante Marlene Dietrich, sobre quien las revistas conta4
ban cosas muy extrañas, como que tenía aseguradas sus piernas en una suma fabulosa, y que a su amigo le pareció, simplemente, una vieja. Pero no iba a durar mucho el milagro de los martes populares, de las salidas a dar vueltas por ahí, y de las chicas que, en compañía de Rolando, perseguían calladamente, o apenas lanzando leves piropos, mientras ellas emitían risitas de tontas, como comentaba su hermana Emilia. En el diario que llevaba, casi secretamente, desde los doce años, consignaba cosas como éstas: "Mamá tuvo razón; por ver ayer tarde a Marlene en su jardín de Alá, hoy día di una lección espantosa. La señorita Torres, que nos da Historia y Geografía, notó que estaba distraído, aunque nunca hubiera pensado que tenía el recuerdo puesto en la Dietrich, con su traje blanco de árabe, nunca. Pero se aprovechó de mi aire ausente, como define mi abuela a esos estados míos. –Pablo, ¿en dónde queda Seúl? ¡Dios mío, cómo me confundí tanto de lugar! –En América del Sur, repuse. –Corea del Sur, jovencito. Corea. 5
Todo el mundo se rió, y ella aprovechó para decir que yo era una persona que confundía Asia con América, y tan fresco, ¿no? Tuve mucha vergüenza, sobre todo de Paulina Quintero, que no es Marlene Dietrich, pero que me parece una linda chica; aunque no sé si tanto, después de la forma escandalosa en que se rió." La nota más amarga de esa época es ésta: "Nos hemos cambiado de casa. No sé si es una herencia, un regalo, un préstamo, pero lo cierto es que hemos venido a vivir tan lejos de la ciudad, que muy cerca de acá debe haber tribus salvajes. Debemos madrugar para llegar al colegio, tomando el único autobús que pasa como a mil cuadras de la casa. Ésta es vieja, deprimente, parece que ya mismo se va al suelo. Lo único positivo es que ya no le tendremos a don Julio golpeando la puerta el primero de cada mes, a las seis de la mañana, ni veremos la cara de angustia de mamá, mientras murmura "¡Señor, el arriendo!" "Fíjense", nos ha dicho, "acá todo es bello. Miren el jardín inmenso, inundado por el rosa de los arupos en flor, y el violeta intenso de los jacarandás. 6
Esto es una sinfonía de colores. Ustedes que son tan sensibles, deberían estar felices." Pero no lo estamos. Todo nos parece tétrico, oscuro, amenazante. Como bien dice Emilia: "esta es la casa de Drácula, en medio de una selva" La abuela intenta, casi en vano, tranquilizarnos. Ayer nos llevó a contemplar el río, que está cerca de la mansión de Usher. Lo hemos visto desde una pequeña elevación. Es más bien un arroyo, que dicen crece mucho en tiempo de lluvias. –Mucho cuidado con bañarse aquí –dice ella–, mientras descendemos a la orilla. Por ahí hay una parte muy honda, y parece que un remolino también. Volvimos un poco más serenos. Pero la vida continúa, y la familia se fue acostumbrando a su nuevo e inquietante hogar. Un día, durante las vacaciones de Navidad, en que Pablo decidió ir cerca del río, en busca de la sombra de un árbol para leer un libro, miró, no sin cierta sorpresa, que a pocos metros de la orilla, paseaba una muchacha. Era fina, de largos cabellos oscuros, coronados por una guirnalda de flores; 7
llevaba un largo vestido celeste, y no usaba zapatos. Empezó a lanzar piedras en la parte honda. Él sintió la necesidad de advertirle que era peligroso, pero se dijo que si era de por allí, debía conocer esos lugares mejor que él. Intentó leer un libro que hablaba sobre una isla y unos chicos que habitaban en ella, pero la figura graciosa de la chica, lo distrajo. –Es bonita, ¿no? –Escuchó una voz juvenil a su espalda. El dueño debía tener unos pocos años más que él, aunque le pareció vestido de una manera un poco rara, como demasiado formal, anticuada. Le llamaron la atención, sobre todo, unos curiosos botines altos, cerrados con cordones. –Hola –dijo, sintiéndose cogido en falta. Y extendió la mano al recién llegado, que se la estrechó cordial. Soy Andrés Hernández. Dijo, en tono amistoso. Era joven, pero, evidentemente mayor a él. De facciones regulares, moreno; la cabeza cubierta de rizos negros, peinados hacia atrás, de una manera, ciertamente, fuera de moda. –Yo soy... 8
–Lo sé, Pablo Tobar. Quedó un tanto sorprendido. El otro añadió en seguida. Conozco a toda su familia. Somos medio parientes. Conversaron vagamente sobre varias cosas. Andrés miró el libro, y dijo que era muy nuevo para él. Luego, volvieron al tema de la muchacha, que empezaba ya a subir hacia la pequeña elevación, desde donde Pablo y sus hermanos descubrieron el río. –Es mi novia –aseguró Hernández–, y se llama Gabriela Arcos. Así que, ¡prohibido mirarla! Y se rió alegremente. Bueno –añadió, a modo de despedida–, nos volveremos a ver. Nosotros venimos acá todos los días... hace muchos años. Pablo pensó que lo harían desde niños, seguramente. La chica se detuvo a unos veinte pasos de donde estaban los dos. Pero no los miraba. –Me voy. Está un poco enfadada conmigo. Ah, y cuidado con bañarse en el río. Uno puede ahogarse. –Pablo hubiera jurado que se estremeció. Y se fue en busca de su novia. Era una suerte que un muchacho, apenas mayor que él, tuviera una enamorada, y que se vieran así, simplemente, sin
mayores problemas, se decía Pablo. Cuando quiso distinguir a la pareja, que un instante antes iba por el camino que llevaba a la casa, no vio a nadie. En días sucesivos, los dos amigos volvieron a encontrarse y conversar. A veces, el tema era el colegio; otras, la casa, los libros, la ciudad que quedaba un tanto lejana; pero siempre terminaban hablando de Gabriela, de una boda cercana, aunque muchos días ella no asomara. El 31 de diciembre, los muchachos se desearon un año feliz y prometieron verse luego de unos días; pero Pablo no volvió a encontrar a Andrés ni a la muchacha. "Seguramente se han casado y se mudaron a otro lugar, como nosotros", se dijo, y añadió: "qué tonto, por qué no le habré preguntado en dónde vive. Quizás mi abuela sepa algo." Así que apenas llegó a la casa, inquirió ante la vieja señora, que tejía una colcha interminable, si sabía en dónde vivían los Hernández –¿Qué? –Dijo ella, con una especie de sorpresa. ¿Y por qué preguntas eso? –Porque soy amigo de Andrés Hernández, pero hace días que no lo veo.
–¡Por Dios, Pablo! Creo que te has insolado, comentó la abuela. Entonces, él le contó toda la historia de su encuentro casual y su amistad con Hernández, sin omitir detalles, insistiendo mucho sobre la relación de Andrés y la bella y lejana Gabriela. Ella permaneció en silencio un largo tiempo. Luego, tomando aire, le pidió a su nieto que le trajera un poco de agua. Él iba pensando que quizás existía una ancestral enemistad entre las dos familias, que había metido la mata al contarle detalles de su amistad con Andrés, que... Cuando volvió con el vaso, encontró que su abuela revisaba un antiguo álbum de fotos. –¿Se parece a este tu amigo Andrés? –Preguntó señalando una foto de tonos sepias. –Es idéntico, dijo, Y miró los botines que tanto le habían llamado la atención. Si parece que fuera él mismo. Ella le miró con una especie de pánico. Buscó otras fotos y preguntó si reconocía en un grupo a alguien parecido a Gabriela. –Por supuesto, comentó él, señalando una
muchacha coronada de flores, tal como la viera la primera vez. –¡Dios mío! –Murmuró la abuela. –¿Qué pasa? Preguntó Pablo, ya un poco alarmado. –Nada, nada –dijo ella. Pero es mejor que no comentes esto con Carmen, pues va a decir que es fruto de las películas que veías antes de venir acá y de los libros que lees. –No entiendo. –Se quejó. ¿Me puede explicar? –Es difícil, hijo. Pero lo intentaré. Vacilante, contó una historia de amores imposibles, entre uno de sus tíos Hernández, Andrés, y una muchacha llamada Gabriela Arcos, que había terminado mal, pues los dos se ahogaron en el río. "Tardaron varios días en encontrar los cadáveres. Estaban juntitos, los pobres." –Entonces... –Sí, son ellos, son ellos –dijo, con la voz temblorosa, y se llevó el vaso a los labios. ¡Dios santo! El padre de Andrés, que creo era primo de mi abuelo, le vendió a él esta casa, y se fue con su familia lo más lejos que pudo. No quería saber nada del sitio
en que había muerto su hijo. Pablo sintió una mezcla de miedo, pena, y sin que pudiese contenerse, empezó sollozar. Luego se calmó un poco. Se sentó en una banca cerca de la ventana, y hubiera podido jurar que al fondo del jardín, dos figuras se movían lentamente, y una de ellas, Andrés, porque era él, seguro, le hacía un gesto indescifrable por la distancia. –Voy a tomar un poco de aire. Murmuró. –Está bien, dijo la abuela. Y Pablo fue hacia donde vio a la pareja, pero no encontró más que un poco de flores violáceas de jacarandá, que habían sido pisoteadas recientemente. Se volvía ya a la casa, cuando escuchó a su espalda la voz familiar de Andrés. – ¡Perdona! –Le escuchó decir, claramente–. Perdona, y recuérdanos con amor. Ya no volveremos. Quiso decirle algo, pero no lograba articular palabra. Se volvió, no había nadie, nada, solo el perfume denso del jacarandá, que lo envolvía todo, incluso las sombras del atardecer.