EL OSITO DE PELUCHE Y OTROS ANIMALES
EL OSITO DE PELUCHE Y OTROS ANIMALES Michael Ende
Michael EndeÉrase una vez un viejo y simpático osito de peluche que se llamaba Lavable. Aquel nombre aparecía en un pequeño letrerito que el oso llevaba colgado en la oreja cuando aún era completamente nuevo. Por eso el niño al que pertenecía lo había llamado así. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. El niño ahora iba a la escuela y ya era demasiado mayor para seguir jugando con el osito de peluche. Tampoco por Lavable habían pasado los años sin dejar huella. En algunos sitios tenía remiendos y su pelo estaba ya bastante gastado de tanto lavarlo y peinarlo.
Así que ahora se pasaba la mayor parte del tiempo sentado en su puesto de honor, en el rincón del sofá, mirando pensativo al frente. Pero pasarse todo el día y toda la noche sentado en un puesto de honor, no es, desde luego, nada divertido, y por eso a veces Lavable se ponía a bailar un ratito para sí mismo, aunque sólo cuando nadie lo veía; de lo contrario, le hubiera dado vergüenza, pues era un poco torpe… como todos los ositos de peluche.
Un día en que Lavable estaba, como siempre, sentado en su rincón de sofá, una mosca que revoloteaba zumbona por la habitación se posó finalmente en su nariz.
–¡Hola! –dijo.
–¡Hola! –correspondió Lavable mirando a la mosca con ojos bizcos.
–¿Qué tal? –quiso saber la mosca. –Aquí sentado –contestó él. –Sí, ya lo veo –zumbó la mosca–, pero ¿para qué? –Para nada, simplemente estoy –dijo Lavable. La mosca se quedó pensando.
–Pero para algo estarás ahí ¿no?
–Nnn…no –reconoció Lavable–. ¿Es que acaso es importante?
–¡Vaya que sí lo es! –zumbó la mosca–. Es lo más importante del mundo. Yo, por ejemplo, estoy para revolotear por ahí y lamerlo todo. ¿Puedes tú revolotear y lamerlo todo?
–Nnn…no –confesó Lavable.
–¡Lo que se ve! –zumbó burlona la mosca–. ¡No sabe ni para qué está en el mundo!
Voló vertiginosamente alrededor de su cabeza sin dejar de zumbar: –¡Tonto…, ton… ton… tonto! ¡Inútil…, in… in… inútil!
Y luego se marchó volando de allí.
El viejo osito de peluche se puso a pensar. –Bueno, si… –se dijo a sí mismo–, tal vez sea demasiado tonto. Si todos saben para qué están en el mundo, yo también quiero saberlo. Preguntaré por ahí; a lo mejor encuentro a alguien que me pueda dar la respuesta correcta.
Bajó resbalando por el sofá y se marchó tambaleante.
Al pasar bajo la escalera del sótano, se encontró a un ratón. –¡Hola! –le dijo amablemente el osito de peluche–. Me llamo Lavable y me gustaría saber para qué existo realmente.
El ratón se irguió sobre sus patas traseras y lo observó de arriba abajo.
–Lo único que merece la pena –dijo con cierta afectación–es ser astuto, no dejarse cazar y conseguir queso y tocino para mantene r a la familia. ¿Puedes tú mantener a una familia?
–Nnn…no –dijo Lavable.
¡Pobrecillo! suspiró el ratón . Entonces yo tampoco sé para qué estás en el mundo.
Y desapareció en su agujero. Lavable se encogió de hombros y salió de la casa. La puerta daba a un pequeño jardín. Allí
estaba una gallina escarbando en la arena de un lado para otro y cacareando muy vanidosa.
–Buenos días, señor mío –cacareó la gallina al ver a Lavable–. Hoy he puesto ya dos huevos… unos huevos maravillosos…, unos huevos… perfectos. ¿Seguro que ha venido usted a verlos?
–Pues, la verdad, no –dijo Lavable. –Pero, ¿es que hay algo más importante que los huevos? ¡Si el único sentido de la existencia es poner huevos! ¿Usted, entonces, para qué está en el mundo?
–¡Eso es precisamente lo que a mí me gustaría saber! –dijo Lavable.
–Hágame caso –replicó la gallina–y siga mi ejemplo: ponga huevos, ponga huevos, ponga huevos… –Yo no puedo… –dijo Lavable.
–¡Inútil! –cacareó furiosa la gallina marchándose de allí.
–¡Grosera! –refunfuñó para sí Lavable saliendo a la calle.
Lo primero que se encontró en la calle fue a un pinzón del fango que estaba tomando un baño en un sucio charco.
–¡Eh, tú! –gritó el pinzón del fango–. ¿Qué miras de esa manera tan estúpida? ¡Es que nunca has visto bañarse a nadie?
–Si –contestó Lavable–; a mí también me bañaban a menudo, pero yo nunca salpicaba tanto como tú.
–¿Qué es lo que quieres de mí? –preguntó el pinzón del fango.
–Me gustaría saber para qué existo.
–Me importa un bledo para qué existes tú, aunque te voy a dar un buen consejo, colega: haz como yo y deja de preocuparte por esas estúpidas cuestiones. No permitas que te impongan nada y sé más fresco que una lechuga. Saldrás siempre adelante. Eso es lo único importante.
Lavable estuvo un rato pensando y luego suspiró: –Pero es que tengo que saber para qué existe un viejo osito de peluche…
El pinzón del fango simplemente se rió de él, y se fue de allí volando.
Lavable, sumido en sus pensamientos, siguió pesadamente calle abajo hasta llegar a un prado en el que había muchas flores. Se sentó en la hierba y se puso a mirar a una abeja que revoloteaba, muy ocupada, por allí.
–¡Eh, oye! –dijo Lavable–. ¡quiero hacerte una pregunta!
–¡No tengo tiempo! ¡No tengo tiempo! –zumbó la abeja volando a la siguiente flor a toda velocidad.
–¿Sabes tú quizá para qué existe uno? –preguntó Lavable.
–¡Por supuesto! –dijo la abeja–. ¡Pero si eso se aprende desde que eres una larva de abeja! ¡Uno existe para ser activo, hacer miel y construir panales!
–¿Ser activo? –preguntó Lavable–. ¿Cómo se hace eso?
–Ser activo significa… ¡pues ser activo!, estar siempre ocupado, siempre en acción, no se vago jamás. ¿Es que no lo entiendes? –Nnn…no –reconoció Lavable.
La abeja entonces se puso furiosa. ¡No tengo tiempo para una cháchara tan inútil! ¡Déjame trabajar! ¡Lárgate de aquí o te pico!
El osito de peluche prefirió que la cosa no llegara tan lejos y se marchó rápidamente.
En medio del prado había un lago azul. Sobre las resplandecientes olas trazaba sus círculos un cisne de plumaje majestuosamente blanco.
–¡Qué bello eres! –dijo admirado Lavable. –Ya lo sé –graznó el cisne levantando las alas de tal forma que parecían velas hinchadas por el viento.
–¿Y para qué existes tú? –quiso saber Lavable. –¡Qué pregunta más estúpida! –contestó el cisne con aire d e superioridad–. El fin último de la existencia es únicamente la belleza. ¿Qué iba a ser si no?
Y, contemplando con satisfacción su propia imagen reflejada en el agua, añadió:
–Yo cumplo perfectamente ese cometido, ¿y tú?
Lavable contempló entonces su propia imagen reflejada en el agua y dijo con toda sinceridad:
–Nnn…no
–Pues entonces –sentenció el cisne–realmente estás de más.
Dicho lo cual, se fue nadando lago adentro, sin dignarse a dirigir ni una sola mirada más al viejo osito de peluche.
Al otro lado del lago comenzaba el bosque, y en él se internó Lavable. Al cabo de un rato, se encontró con un pájaro que estaba posado en un árbol.
–¿Qué haces ahí? –preguntó Lavable.
–Estoy contando –respondió el cuco–, 65…,66…,67… –¿Y qué cuentas?
–Cuento todo lo que hay: los árboles, las hojas, las agujas de los abetos, los días, las horas, etcétera. ¡Todo! 68…,69…,70…
–¿Y eso tiene algún sentido? –preguntó Lavable.
–¡Ya lo creo! –contestó el cuco–. Lo único que importa de todas las cosas es su número. Lo que se puede contar es real. Lo que no se puede contar no cuenta.
–¡Vaya! –dijo esperanzado Lavable–, ¿podrías entonces contarme a mí?
–Con mucho gusto –respondió el cuco–. Colócate en fila.
–No puedo –dijo Lavable–. Yo soy solo yo.
–Entonces no cuentas –dijo el cuco, y se marchó volando.
A lo lejos se oyó cómo empezaba de nuevo a contar quién sabe qué. El viejo osito de peluche se adentró aún más en el bosque, que cada vez se iba haciendo más denso y más oscuro. De los árboles colgaban lianas y otras plantas trepadoras que le cerraban el camino. Aquello era una auténtica jungla.
Por encima de él, en las ramas más altas, un grupo de monos hacía piruetas de un lado para otro, chillando y alborotando.
Al ver a viejo osito de peluche, los monos enmudecieron de repente. El mono jefe se bajó del árbol y se plantó delante de él. –¿Qué estás buscando aquí? –preguntó haciendo rechinar los dientes.
–No quiero molestar –dijo muy cortés, Lavable–; solo busco a alguien que me pueda decir para qué existimos. Los monos se pusieron a parlotear entre ellos. Quiere saber para qué existimos… quiere saber para qué existimos…
–¡Silencio! –aulló el mono jefe enseñando amenazador los dientes. Cuando se hizo de nuevo el silencio, dijo:
–La única razón de la existencia es fundar algo: una asociación, un club, un comité, un partido…; en fin, algún tipo de colectividad. Eso es, al menos, lo que nosotros hacemos continuamente.
–¿Por qué? –preguntó Lavable. –Porque es importante –dijo el mono jefe–que uno mande y los demás obedezcan. Cada uno debe tener su lugar exacto en la sociedad; si no, no vale nada. ¿Sabes tú mandar u obedecer?
–Nnn…no –dijo Lavable.
–¡Entonces no puedes unirte a nosotros! –gritó el mono jefe, y los demás monos comenzaron a lanzar contra Lavable todo lo que encontraban a su alrededor.
El osito de peluche se marchó de allí tan rápidamente como sus torpes patas se lo permitieron.
Al final de la selva virgen se abría una estepa, y en medio de esta había una manada de elefantes, enfrascados en una conversación muy seria. Tenían cara de sabios y se movían con mucha dignidad.
–Disculpen –dijo tímidamente Lavable–, ¿pueden decirme para qué existe uno?
Los elefantes lo rodearon y se le quedaron mirando con el ceño fruncido.
–Esa –dijo uno de ellos–es una pregunta muy profunda. Llevamos ya mucho tiempo reflexionando sobre ello.
–¿Y lo han descubierto? –preguntó esperanzado Lavable.
–Las cuestiones profundas hay que pensarlas a fondo –opinó otro–. No hay que precipitarse. Por eso, el sentido de la existencia consiste en reflexionar sobre el sentido de la existencia. –Pero –objeto Lavable–eso puede durar una eternidad… Yo no sé si soy tan resistente… –Bueno –intervino un tercer elefante–, tú, después de todo, tienes un alma eterna como cualquier ser viviente ¿no? ¿O qué es, si no, lo que tienes en tu interior?
–No lo he comprobado nunca –admitió Lavable–, pero creo que aserrín, o esponja, o algo así. –Pues entonces tú no eres una auténtica criatura –dijo, muy severo, el primer elefante–; no eres más que un objeto artificial sin alma ni espíritu. Si no existes para nada bueno, deberían tirarte a la basura. A pesar de tener en interior rín esponja, el pobre y viejo peluche se puso p primera vez realmente t r i s t e. N o t e n í a g r a n d e s
aspiraciones, pero tampoco quería que lo tiraran sin más a basura. Se marchó de tambaleante, sin ganas de seguir preguntan nadie.
La estepa se iba haciendo
más rocosa y más arenosa. Lavable, cansado, se sentó a la sombra de una roca y vio que, muy cerca de allí, había una tortuga haciendo gimnasia con gran interés. Cuando la tortuga terminó, casi sin respiración, se dirigió al osito de peluche:
–¿Qué es lo que haces ahí sentado? ¡No te vendría nada mal un poco de gimnasia, con esa figura que tienes!
–¡Bah! –replicó Lavable–. Siempre la he tenido así y tampoco pretendo cambiar; lo único que quiero saber es para qué existo tal como soy.
–Muy sencillo –dijo la tortuga–, se existe para vivir el mayor tiempo posible. Yo ya tengo más de cien años, y todos los días hago mi gimnasia para seguir haciéndome cada vez más vieja.
–¿Y para qué quieres hacerte aún más vieja? –preguntó Lavable.
–Muy sencillo –contestó la tortuga–: para poder seguir haciendo mi gimnasia. ¿Acaso tú no quieres lo mismo?
–Nnn… no –contestó el osito de peluche, y se marchó.
Ya en el desierto, Lavable se encontró con un lagarto que estaba dormitando al sol, encima de una caliente piedra.
El lagarto abrió un ojo y dijo indolente:
–¿Te importaría no taparme el sol?
Lavable se apartó y preguntó: –¿Y tú puedes decirme acaso para qué está en el mundo un viejo osito de peluche?
El lagarto abrió también su otro ojo y lo observó un momento:
–¡Jesús! –dijo al fin bostezando–. Lo que tú buscas no existe en absoluto. Nada tiene ningún sentido; todo es efímero y no es más que apariencia e ilusión. Así que olvídate de tu pregunta, amigo mío. Haz lo que yo: túmbate al sol y no pienses en nada, sencillamente en… nada de nada.
Lavable se tumbó, dejó que le diera el sol en su remendada barriga e intentó con todas sus fuerzas no pensar absolutamente en nada,
pero al poco rato ya se estaba aburriendo. Tal vez lo habría conseguido si, de repente, no hubiese sentido en su oreja algo que le picaba y le hacía cosquillas. Se sacudió la oreja con la pata y cayó de ella una tijereta, que se puso a correr toda nerviosa de un lado para otro.
–Perdón, perdón –repitió la tijereta–, me he equivocado, creí que tenía orejas de verdad, con agujeros, como los demás animales.
–No importa –contestó amablemente Lavable–, cualquiera puede equivocarse alguna vez. Pero ¿qué es lo que buscas en las orejas de los demás?
–Me encierro ahí –explicó la tijereta–, me instalo ahí como si fuera mi casa, perforo cada vez más adentro y ya jamás pueden deshacerse de mí. Ése es el fin de mi existencia. ¿No quieres tú también instalar un hogar en algún sitio?
–Si –reconoció Lavable–, pero no así. Y siguió caminando con paso inseguro. Mientras avanzaba solitario y tambaleante por el desierto, oyó de pronto una melosa voz a sus espaldas: –Eh, gordito, ¿a dónde vas con tanta prisa?
Se volvió y vio a una serpiente de cascabel que lo miraba fijamente, con ojos centelleantes. Quiso escapar rápidamente, pero no se podía mover…
–Estate quietecito, pequeño –dijo la serpiente haciendo vibrar la lengua–, o me voy a poner nerviosa. Y lenta, muy lentamente, se fue arrastrando hacia él.
–Me vienes al pelo, cariño. Tú me gustas –siseó la serpiente de cascabel llegando justo frente a él.
–Gra… gra… gracias –balbuceo Lavable–, pero es que me tengo que ir en seguida.
–Ah, ¿sí? ¿Y por qué tan deprisa?
–Tengo que averiguar para qué existo
–¡Pero si eso no es ningún problema! La gente como tú está para ser devoradas por mí. Me apeteces muchísimo, gordito. Tú serás comestible, ¿no?
–Supongo que no –contestó Lavable–. Dentro sólo tengo aserrín o esponja.
–¿Sí? –dijo decepcionada la serpiente–. Bueno, pues entonces tendré que buscarme otra cosa.
Y se fue de allí deslizándose sin hacer ruido. Lavable respiró profundamente y escapó tan deprisa como sus cortas patitas le permitían. Dejó atrás el desierto y llegó de nuevo a un prado. Al sentir unas punzadas en el costado, se detuvo y vio delante de él un arbusto. De una rama colgaba como un pequeño bulto de resplandecientes hilos de seda. No había aún acabado de examinarlo cuando el paquetito reventó y salió al exterior una mariposa desplegando a la luz del sol unas maravillosas alas de preciosos colores.
–¡Oh, qué preciosidad! –dijo admirado Lavable–. ¿Cómo lo has hecho?
–Muy sencillo –susurró la mariposa–: primero fui un huevo, luego me convertí en una oruga, después me transformé en crisálida y ahora soy una mariposa. Para eso está uno en el mundo: para irse perfeccionando cada vez más. ¿Acaso tú no puedes perfeccionarte?
–Nnn…no –dijo el osito de peluche.
–¿Para qué existes entonces? –preguntó la mariposa, y se fue volando de allí.
–Eso… –murmuró Lavable–, eso es precisamente lo que a mí me gustaría saber ya de una vez.
En ese momento pasó por allí una niña pequeña que iba descalza y llevaba un vestidito todo remendado, pues sus padres eran demasiado pobres para comprarle uno nuevo.
Miró al viejo osito con los ojos muy abiertos y le preguntó: –¿Cómo te llamas?
–Lavable –contestó este.
–Nunca he tenido un osito de peluche –dijo la niña–. Eres precioso y me gustas mucho. ¿Quieres ser mío?
–Con mucho gusto –dijo Lavable sintiendo una enorme alegría en el corazón, a pesar de que en su interior sólo tuviera aserrín o esponja.
Y la niña pequeña lo cogió en sus brazos y lo besó en la nariz. Lavable volvió así a pertenecer a alguien. Y ambos fueron felices.
Pero la historia no acaba aquí, pues un par de días después llegó a la vivienda de la niña la pesada mosca. En cuanto vio al viejo osito de peluche, comenzó otra vez a zumbar alrededor de su cabeza.
–¿Tú para qué existes? Eres tonto… ton…, ton…, tonto. Inútil..., in..., in..., inútil
Pero esta vez Lavable se sabía la respuesta apropiada. ¡Zas…! Y la mosca ya no dijo nada más.
FIN