EL INGENIOSO ZORRO ROJO
Leyenda mongol
Hace muchísimo tiempo había un niño muy pobre llamado Baoluoledai, que sin familia ni tener en quien apoyarse vivía en una choza, cazando liebres y pájaros para poder comer. Cierto día, cuando los cazadores estaban haciendo una batida se toparon con un zorro rojo. El animal se encontraba atrapado sin tener por donde escapar cuando se encontró con Baoluoledai.
–Hermanito, sálvame –le rogó–. Si me salvas la vida prometo ayudarte. El joven sintió lástima del zorro y lo escondió entre un montón de hierba. En ese momento llegaron los cazadores y le preguntaron: –Muchacho, ¿has visto a un zorro rojo?
–Soy un muchacho pobre que no tiene más
que esta miserable choza –contestó–Aquí no hay lugar donde pueda haberse ocultado, hace rato que se escapó hacia el norte. Los cazadores se encaminaron en seguida hacia esa dirección, de forma que el joven pudo salvar al zorro rojo.
Un día después, el animal volvió y le dijo a Baoluoledai:–Hermanito, tú eres mi salvador, ¿qué te parece si consigo que la princesa, hija del rey Huermusute, sea tu esposa?
–¡Cómo es posible! –Con- t estó–¿Có mo va a atreverse un pobre como yo a pretender a la princesa?
Al otro día el zorro rojo fue al palacio y le d ijo al soberano
Huemusute:
–Su Alteza, prés- t
eme su báscula, por favor. Quiero medir las riquezas del rico Baoluoledai. El rey se quedó muy asombrado puesto que nunca había oído hablar de que hubiera en la tierra un potentado con tal nombre. Con la intención de conocerlo, no dijo ni pío, entregándole la báscula al zorro rojo. Una vez que este consiguió el instrumento lo llevó a un sitio rocoso y con mucha arena, lo restregó y chocó contra unas y otras hasta que estuvo a punto de romperse. Siete días después volvió al palacio del rey a devolverle la báscula. Pero antes de partir le había ordenado al joven pobre que vendiera todo lo que tenía en su casa a cambio de cinco onzas de plata. Este, que no lograba comprender la intención del animal, se sintió un poco fastidiado y le reprochó:
–¡Ay! ¡Y tú todavía dices que me quieres ayudar! ¡Has hecho que venda lo poco que tenía, ya no me queda ni una olla donde cocinar el
arroz!
–Vamos, vamos, no te preocupes, hermanito Baoluoledai, espera un poco y ya verás –le contestó el astuto zorro.
Así, éste llegó hasta el rey con cinco onzas de plata.
–Gran Rey, he empleado siete días en pesar todas las riquezas del adinerado Baoluoledai que vive en la tierra. Hoy he venido a devolverle su báscula. Le suplico que reciba este pequeño presente de cinco onzas de plata. El rey tomó en sus manos la balanza, observó que estaba tan pulida que faltaba poco para que se quebrara y reflexionó: ¡Ese Baoluoledai tiene en verdad muchas riquezas! El zorro adivinó sus pensamientos y se apresuró a expresarle:
–Gran rey Huermusute, permítame actuar como casamentero, ¿aceptaría concederle al rico Baoluoledai la mano de la princesa?
¿Cómo no se iba a alegrar el monarca de
encontrar tan buen partido para su hija? Sin embargo, todavía le quedaba alguna duda y repuso: –No te apresures tanto. Tráeme a ese joven para conocerlo y luego veremos. El zorro estaba contentísimo y regresó de inmediato.
¿Cómo se iba a imaginar lo que suce- d e ría al llegar? El muchacho apenas lo e s cuchó comenzó a negar con la c abeza al tiempo que exclamaba: –¡Imposible! ¡Imposible! Si el rey se llega a enterar de lo pobre que soy se enojará muchísimo y quién sabe si podremos conservar la vida. –No te aflijas por eso, tú ven conmigo y nada más. Y dicho y hecho el zorro llevó al muchacho hasta la
presencia del soberano. Pero cuando ya estaban a punto de llegar, el zorro hizo intencionadamente que el muchacho se cayera en un estanque de barro cercano al palacio y luego corrió a toda velocidad mientras gritaba: –¡Malas nuevas! ¡Malas nuevas! Rey Huermusute, el camino a su palacio es en verdad muy escabroso, ¡por su culpa el futuro príncipe se cayó en el estanque! Mande pronto un buen caballo y alguna ropa buena para que se mude antes de verlo a usted, de lo contrario se enfadará.
Sobresaltado ante tales palabras, el rey ordenó enseguida a alguien que trajera ropas y caballos; luego ordenó al zorro que se los alcanzara al pretendiente de su hija. Cuando Baoluoledai se estaba cambiando de ropa el zorro le aconsejó una y otra vez:
–Hermanito Baoluoledai, cuando llegues al palacio del gran rey debes recordar bien tres cosas. Primero, después de que amarres el
caballo en el poste por nada del mundo des vuelta la cabeza para mirar al animal. Segundo, después de que entres en la habitación, por nada del mundo debes mirarte la ropa.
Tercero, cuando estés comiendo, por nada d el mundo debes hacer ruido al masticar.
Pero ¡quién iba a imaginar que nada más llegar, nuestro héroe se olvidó por completo de las advertencias que le hiciera el zorro! Volvió la cabeza para mirar al caballo. Se miró la ropa al entrar en el palacio e hizo mucho ruido al masticar. De esa forma el gran rey entró en sospechas, llamó al zorro rojo a un lado y le dijo: – ¡Este Baoluoledai es segur amente un pobretón! Mira,
parece que nunca ha montado en un caballo tan bueno, que nunca se ha vestido con ropas de calidad y que jamás ha probado platos tan exquisitos.
El zorro, que era muy despierto, salvó la situación replicando:
–Ja, ja, ¡Usted se ha equivocado! Justamente porque el caballo y la ropa que usted le envió no son tan buenos como los que él posee se detuvo a mirarlos y solo porque la comida que le han servido deja bastante que desear, él, desacostumbrado, hizo ruido al masticarla.
Con la explicación del zorro el rey pensó que Baoluoledai era una persona verdaderamente excepcional y lo aceptó como parte de la familia en el mismo momento.
Pero entonces el joven se intranquilizó aún más y le dijo al zorro:
–¡La cosa va mal, la cosa va mal! Ahora que el rey me ha dado a su hija, si se entera de la ver-
dad, ¿seguiremos vivos?
–No temas, deja que yo arregle todo. –Y el zorro se fue en el acto, antes que nadie. Iba el hábil animal marchando por la pradera cuando se encontró con una manada de camellos. Preguntó:
–¡Eh! Tú, pastor, ¡de quién son todos estos camellos?
–¡Ay! ¿Quién puede tener todos estos animales? Únicamente el monstruo de quince cabezas.
–Escucha esto: el gran rey Huermusute ha bajado a estas tierras. Si le dices que estos camellos son del monstruo de quince cabezas te matará; en cambio, si decís que son propiedad del rico Baoluoledai te garantizo que no te pasará nada.
–Lo recordaré, gracias por su atención. El zorro siguió caminando y caminando hasta que se topó con una tropa de caballos.
–¡Eh! ¿De quién son todos estos caballos? –le
preguntó al arriero.
–¿Quién crees tú que pueda tener tantas bestias? Son todos del monstruo de quince cabezas.
–Escucha esto: el gran rey Huermusute ha bajado a estas tierras. Si le dices que los animales son del monstruo de quince cabezas te matará. En cambio, si le dices que pertenecen al rico Baoluoledai no te sucederá nada. –Lo recordaré, gracias por tu preocupación. Lo mismo sucedió con una manada de ganado y ovejas.
El zorro siguió y siguió hasta llegar al palacio del monstruo de quince cabezas y se encontró con el dueño, quien le demandó:
–Astuto zorro, ¿a qué has v e n i d o ?
¿ A c a s o a engañarme?
–¡Rápido! ¡Rápido! –repli- có e l
zorro. –El gran rey Huermusute bajará a estas tierras. ¡Escóndete pronto bajo una gran piedra del establo, pues si te ve va a matarte!
El monstruo de quince cabezas se quedó estupefacto al escuchar aquello y corrió a escond e r s e d o n d e l e i n d i c a b a n . Luego el zorro se dirigió a la demás gente del palacio: –¡Todos ustedes deben tener cuidado! Si el rey Huermusute les pregunta, digan que son los sirvientes del rico Baoluoledai. Si se llega a enterar que son del personal del monstruo de quince cabezas seguramente morirán. Los del palacio también se asustaron muchísimo y no hubo uno que se negara a obedecer al zorro.
El rey Huermusute bajó en persona a entregar la princesa a Baoluoledai. Por el camino se encontró con grandes manadas y rebaños de camellos, ovejas, caballos y vacas. A todos
los pastores les preguntó de quién eran aquellas bestias y le contestaron que pertenecían al rico Baoluoledai. Al final, llegó al palacio del monstruo de quince cabezas, lanzó una mirada y sólo pudo observar lujo y riqueza por doquier. Contento, exclamó:
–¡Mi yerno Baoluoledai es realmente un potentado extraordinario!
–¡Cómo no! –Interpuso el zorro –Sin embargo, el destino indica que su yerno debería ser más rico aún. El lama adivino ha manifestado que bajo una gran piedra del establo se encuentra un malvado. Es él quien impide que Baoluoledai no viva mejor. Gran rey Huermusute, ¡destruya pronto a ese monstruo!
El rey se enfureció al oír aquellas palabras del astuto zorro rojo, lazó rayos y truenos e hizo añicos la gran piedra, terminando así con el monstruo de quince cabezas. No mucho más tarde, Baoluoledai era el yerno del gran rey y
vivió contento y feliz con la princesa en el ex palacio del monstruo.