La ira de Aquiles

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La ira de Aquiles

LA IRA DE AQUILES

Mito griego

Llegó el invierno, y como ésta nunca había sido una estación favorable para la lucha entre las naciones civilizadas, los griegos lo pasaron ampliando su campamento y practicando la ballestería. A veces se encontraban con los notables troyanos en el templo de Apolo Timbre, que era territorio neutral; y en una ocasión en que Hécabe hacía allí sacrificios llegó Aquiles con el mismo propósito y se enamoró desesperadamente de su hija Políxena. No se declaró en aquel momento, pero volvió a su tienda atormentado y envió al bondadoso Automedonte a que preguntara a Héctor con qué condiciones podía casarse con Políxena. Héctor contestó: «Ella será tuya el día en que traiciones al campamento griego para entregarlo a mi padre Príamo.»

Aquiles parecía dispuesto a aceptar las condiciones de Héctor, pero renunció a ello de mal humor cuando le informaron que si no traicionaba el campamento debía jurar, en cambio, que mataría a su primo Áyax el Grande y a los hijos del ateniense Plístenes.

Llegó la primavera y se reanudó la lucha. En la primera batalla de esa estación Aquiles buscó a Héctor, pero el vigilante Heleno le atravesó la mano con una flecha disparada con un arco de marfil, regalo amoroso de

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Apolo, y se vio obligado a retirarse. Zeus mismo guió la flecha, y lo hizo decidido a aliviar a los troyanos, a los que las incursiones y la consiguiente deserción de ciertos aliados asiáticos habían desalentado mucho, y a molestar a los griegos y hacer que Aquiles se apartase de los otros caudillos.

En consecuencia, cuando Crises fue a rescatar a Briseida, Zeus hizo que Agamenón lo despidiese con palabras de oprobio; y Apolo, invocado por Crises, se apostó vengativamente en la proximidad de las naves y se dedicó a arrojar flechas mortales contra los griegos un día tras otro. Centenares de ellos murieron, aunque por suerte no sufrieron los reyes ni los príncipes, y el décimo día Calcante dio a conocer la presencia del dios. Por petición suya Agamenón devolvió de mala gana Briseida a su padre, con regalos propiciatorios, pero se resarció de esa pérdida quitando Briseida a Aquiles, a quien ésta había sido asignada. En vista de ello Aquiles, furioso, anunció que no volvería a intervenir en la guerra; y su madre Tetis, indignada, fue a ver a Zeus, quien le prometió desagraviarla. Pero algunos dicen que Aquiles se mantuvo fuera de la lucha para mostrar su buena voluntad a Príamo como padre de Políxena.

Cuando los troyanos se dieron cuenta de que Aquiles y sus mirmidones se habían retirado del campo de batalla, se envalentonaron e hicieron una salida vigorosa. Agamenón, alarmado, concedió una tregua, durante la

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cual París y Menelao debían librar un duelo por la posesión de Helena y el tesoro robado. Pero el duelo resultó indeciso, porque cuando Afrodita vio que París iba perdiendo lo envolvió en una niebla mágica y lo llevó de vuelta a Troya.

Héctor desafió a Aquiles a un combate cuerpo a cuerpo, y cuando Aquiles contestó que se había retirado de la guerra, los griegos eligieron a Áyax el Grande como su sustituto. Los dos paladines lucharon sin pausa hasta que anocheció, y entonces los heraldos los separaron y cada uno de ellos elogió jadeante el valor y la habilidad del otro. Áyax dio a Héctor el brillante tahalí de púrpura que más tarde lo llevó a la muerte: y Héctor dio a Áyax la espada tachonada con plata con la que más tarde se suicidaría.

Se acordó un armisticio y los griegos erigieron un largo túmulo sobre sus muertos y lo coronaron con una pared detrás de la cual excavaron una trinchera profunda y empalizada. Pero se abstuvieron de apaciguar a los dioses que apoyaban a los troyanos y cuando se reanudó la lucha fueron rechazados y obligados a cruzar la trinchera y resguardarse detrás de la pared. Esa noche los troyanos acamparon cerca de las naves griegas.

Desesperado, Agamenón envió a Fénix, Áyax, Odiseo y dos heraldos para que aplacaran a Aquiles, ofreciéndole innumerables regalos y la devolución de Briseida (debían jurar que ella era todavía virgen) si volvía a combatir.

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Habría que aclarar que entre tanto Crises se había llevado de vuelta a su hija, quien protestó diciendo que la había tratado muy bien Agamenón y deseaba quedarse con él; estaba encinta en aquel momento y más tarde dio a luz a Crises el Segundo, niño de dudosa paternidad. Aquiles recibió a los delegados con una sonrisa afable, pero rechazó sus ofrecimientos y anunció que zarparía rumbo a su casa a la mañana siguiente.

Esa misma noche, alrededor de la tercera vela, cuando la luna estaba alta, Odiseo y Diomedes, estimulados por un auspicio favorable de Atenea –una garza a su mano derecha– decidieron hacer una incursión en las líneas troyanas. Dio la casualidad de que tropezaron con Dolón, quien había sido enviado a hacer la ronda cerca del enemigo, y después de extraerle información por la fuerza, le cortaron la garganta. Acto seguido Odiseo ocultó el gorro de piel de hurón, la capa de piel de lobo, el arco y la lanza de Dolón en un tamarisco y corrió con Diomedes al flanco derecho de la línea troyana, donde, como ahora sabían, acampaba el tracio Reso.

Después de asesinar furtivamente a Reso y a doce de sus compañeros mientras dormían, se llevaron sus caballos magníficos, blancos como la nieve y más rápidos que el viento, y en el viaje de vuelta recogieron bajo el tamarisco los despojos de Dolón. La captura de los caballos de Reso era de suma importancia, pues un oráculo había predicho que Troya sería inexpugnable una vez que

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hubieran comido pienso troyano y bebido en el rio Escamandro, lo que no habían hecho todavía. Cuando despertaron los tracios supervivientes y encontraron a Reso muerto y desaparecidos sus caballos, huyeron desesperados y los griegos los mataron a casi todos. Pero al siguiente día, tras una lucha feroz en la que fueron heridos Agamenón, Diomedes, Odiseo, Eurípilo y Macaón, el cirujano, los griegos huyeron y Héctor abrió una brecha en su muralla. Estimulado por Apolo, avanzó hacia las naves y, a pesar de la ayuda que les dio Poseidón a los dos Ayantes y a Idomeneo, cruzó la línea griega. En ese momento Hera, que odiaba a los troyanos, consiguió que Afrodita le prestara su ceñidor y convenció a Zeus para que fuera a dormir con ella, treta que permitió a Poseidón hacer que la batalla cambiara en favor de los griegos. Pero Zeus no tardó en descubrir que le habían engañado, reavivó a Héctor (casi muerto por Áyax con una gran piedra), ordenó a Poseidón que saliera del campo de batalla y restableció el valor de los troyanos. Éstos volvieron a avanzar.

Inclusive Áyax el Grande se vio obligado a ceder terreno; y Aquiles, cuando vio que las llamas se elevaban de la popa de las naves, incendiada por los troyanos, olvidó de tal modo su rencor que reunió a sus mirmidones y corrió con ellos en ayuda de Patroclo. Patroclo había arrojado

una lanza al grupo de troyanos reunidos alrededor de la nave de Protesilao y traspasado por ella a Pirecmes, rey

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de los peonios. Al ver eso los troyanos, confundiéndolo con Aquiles, huyeron; y Patroclo apagó el fuego, salvando por lo menos la proa del navío.

Los griegos despojaron a Sarpedón de su armadura, pero, por orden de Zeus, Apolo rescató el cadáver, que preparó para el entierro, después de lo cual el Sueño y la Muerte lo llevaron a Licia. Entretanto, Patroclo perseguía a los vencidos y habría tomado Troya él solo si Apolo no se hubiera apresurado a subir a la muralla y a rechazarlo tres veces con un escudo cuando trataba de escalarla. La lucha continuó hasta el anochecer, cuando Apolo, envuelto en una densa niebla, se acercó por detrás a Patroclo y le golpeó fuertemente entre los omóplatos. A Patroclo le saltaron los ojos de la cabeza, su yelmo cayó, su lanza se rompió en pedazos, su escudo cayó a tierra, y Apolo, torvamente le desató el peto. Euforbo al observar la situación en que se hallaba Patroclo le hirió sin temor a la represalia, y cuando Patroclo se alejaba tambaleando, Héctor, que había vuelto a la batalla, lo mató de un solo golpe.

Menelao corrió y mató a Euforbo y se retiró pavoneándose a su tienda con los despojos, dejando que Héctor despojara a Patroclo de su armadura prestada.

Luego reaparecieron Menelao y Áyax el Grande y juntos defendieron el cadáver de Patroclo hasta que anocheció y consiguieron llevarlo a las naves. Pero Aquiles, al enterarse de lo ocurrido, se revolcó en el polvo y se

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entregó a un arrebato de dolor. Tetis se introdujo en la tienda de su hijo llevando una nueva armadura, que incluía un par de valiosas grebas forjadas apresuradamente por Hefesto. Aquiles se puso la armadura, hizo la paz con Agamenón (quien le entregó Briseida inviolada y juró que se la había llevado por ira y no por lujuria) y salió para vengar a Patroclo. Nadie podía hacer frente a su ira. Los troyanos se desbandaron y huyeron al Escamandro, donde los dividió en dos cuerpos, empujando a uno de ellos a través de la llanura hacia la ciudad y acorralando al otro en una curva del río. El dios fluvial, furioso, se lanzó contra él, pero Hefesto se puso de parte de Aquiles y secó las aguas con una llama abrasadora. Los troyanos sobrevivientes volvieron a la ciudad como una manada de ciervos asustados.

Cuando Aquiles se encontró por fin con Héctor y le obligó a librar un combate singular, los ejércitos de ambas partes retrocedieron y se quedaron observando asombrados. Héctor se volvió y echó a correr alrededor de las murallas de la ciudad.

Con esta maniobra esperaba cansar a Aquiles, porque al haber permanecido inactivo durante mucho tiempo lo lógico era que le faltara el aliento. Pero se equivocaba. Aquiles le persiguió tres veces alrededor de las murallas y siempre que trataba de refugiarse en una puerta, contando con la ayuda de sus hermanos, le salía al paso y se lo impedía. Por fin Héctor se detuvo y le hizo frente y

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entonces Aquiles le atravesó el pecho y rechazando su súplica de moribundo de permitir que rescataran su cadáver para enterrarlo. Después de apoderarse de la armadura, Aquiles cortó la carne detrás de los tendones de los talones de Héctor. Luego pasó unas tiras de cuero por los cortes, las ató a su carro y, fustigando a los caballos Baleo, Janto y Pegaso, arrastró el cuerpo hacia las naves a medio galope. La cabeza de Héctor, con sus cabellos negros derramándose a cada lado, levantaba una nube de polvo detrás. Pero algunos dicen que Aquiles arrastró el cuerpo tres veces alrededor de las murallas de la ciudad tirando del tahalí que Áyax le había dado.

Luego Aquiles enterró a Patroclo. Cinco príncipes griegos fueron enviados al monte Ida en busca de madera para la pira fúnebre, en la cual Aquiles sacrificó no sólo caballos y dos de los nueve sabuesos de Patroclo, sino también doce cautivos troyanos nobles, varios hijos de Príamo entre ellos, cortándoles la garganta. Inclusive amenazó con arrojar el cadáver de Héctor a los otros sabuesos, pero Afrodita se lo impidió. En los juegos fúnebres de Patroclo, Diomedes ganó la carrera de carros, y Epeo, a pesar de su cobardía, el pugilato; Áyax y Odiseo empataron en la lucha. Todavía consumido por el pesar, Aquiles se levantaba todos los días al amanecer para arrastrar tres veces el cadáver de Héctor alrededor de la tumba de Patroclo. Pero Apolo lo protegía de la corrupción y la laceración y

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finalmente, por orden de Zeus, Hermes condujo a Príamo al campamento griego en la oscuridad de la noche y convenció a Aquiles para que aceptara un rescate. En esa ocasión Príamo mostró una gran magnanimidad con Aquiles, pues lo encontró dormido en su tienda y podía haberlo matado fácilmente. El rescate en que se convino fue el peso de Héctor en oro. De acuerdo con ello, los griegos colocaron una balanza fuera de las murallas de la ciudad, pusieron el cadáver en un platillo e invitaron a los troyanos a amontonar oro en el otro.

Cuando el tesoro de Príamo quedó exhausto de lingotes y joyas y el gran cuerpo de Héctor todavía bajaba su platillo más que el otro, Polixena, que observaba desde la muralla, arrojó sus brazaletes para aportar el peso que faltaba. Lleno de admiración, Aquiles le dijo a Príamo: «De buena gana trocaré a Héctor por Polixena; guarda tu oro, cásame con ella y si luego devuelves Helena a Menelao, me comprometo a hacer la paz entre tu gente y la nuestra.» Príamo, por el momento, se contentó con rescatar a Héctor por el precio en oro convenido, pero prometió que entregaría Polixena a Aquiles sin reserva si él convencía a los griegos para que se fueran sin Helena. Aquiles replicó que haría lo que pudiera y Príamo se fue con el cadáver de Héctor para enterrarlo. Tan grande fue el bullicio que se produjo en los funerales de Héctor –Los troyanos con sus lamentos y los griegos tratando

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de hacer que no se oyeran sus cantos fúnebres con gritos y silbidos– que las aves que volaban sobre ellos caían atontadas por el ruido. Por orden de un oráculo los huesos de Héctor fueron llevados posteriormente a la Tebas beoda, donde se halla todavía su tumba junto a la fuente de Edipo. Algunos citan así las palabras del oráculo: «Escuchen, hombres de Tebas que habitan en la ciudad de Cadmo: Si desean que su país sea próspero, rico e intachable lleven los huesos de Héctor, el hijo de Príamo, a vuestra ciudad. Asia los tiene ahora; allí Zeus atenderá a su culto.»

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