Relatos de Correas Sueltas

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correassueltas



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nota del editor Esta obra ha sido publicada con permiso de los autores y por el puro ánimo de narrar. Ojalá que pueda multiplicarse y repetirse todas las veces que el alma lo pida y que sea disfrutado como un gesto de paz en tiempos tan convulsos. Va desde aquí el más profundo de los agradecimientos a tan nobles plumas que se reúnen a conversar en este vehículo de cultura casi como en un centro botanero.

Lenin Guerrero Oronia Hermosillo, febrero 2016


Relatos de correas sueltas Obra Colect iva

-versi贸n digital-



Índice Prólogo, presentación o como se llame

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PAÚL NAVA

Tiempo de miones

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DANIEL ALCARAZ

La escalera que ascendía a los sueños

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ALEJANDRO PARTIDA

El monaguillo

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JOSELO MARTÍN

Diles lo que eres

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FRANCISCO OVIEDO

Las almas muertas

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CRUZ ANTONIO GONZÁLEZ

La historia del trailero ermitaño

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RAMÓN EDUARDO ORTIZ LEÓN

El infierno de Julián

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LENIN GUERRERO ORONIA

La Mojonera

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FILIBERTO ZEPEDA

El viaje de Teo

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ROBERTO MIR

Flores y despedida JULIO ADRIÁN CERNA ESTRADA

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Un trabajo cualquiera

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JOSÉ RAMÓN CAMACHO

Cigarrillos de menta

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DANIEL GALLARDO LÓPEZ

Otro gallo en el gallinero

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DANIEL ALCARAZ

El arco iris de Sofía

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JESÚS MANUEL TAMAYO

Mi estancia indeterminada en el infierno

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LUIS GAVOTTO

El don

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LENIN GUERRERO ORONIA

El vagabundo

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CRUZ ANTONIO GONZÁLEZ

Terrores en la alcoba

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JULIO ADRIÁN CERNA ESTRADA

Los Bravos

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LENIN GUERRERO ORONIA CRÉDITOS

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Prólogo, presentación o como se llame

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esde las indomables tierras sureñas del cardíaco estado de Sinaloa, exportadores al mundo de los más feroces devoradores de hombres, allá, pegado a la frontera nayarita encontramos al pueblo de Escuinapa, del mundo del Güilo Mentiras en sus ya tan mencionados relatos salinos. Hablo de corazones latentes totorames, de tardes húmedas y noches calurosas, de la raza “bichi”, de las habladas y mitotes, de la bicicleta. Así se van encaminando las letras de este ejercicio comunitario, comunidades tejidas a través de los pasos que dieron la vuelta al municipio, de compartir palabra aunque éstos no se hayan visto en algún momento, pero que el espíritu camaronero los vuelve a juntar en la compartición de cada letra, cada mayúscula o minúscula, punto o coma, encontramos la esencia no casual del “escuinapita”. Aún y con las distancias kilométricas que separan a los autores, éstos se entremezclan cual marea baña las aguas de los esteros y marismas de los Sábalos, la Estacada, el Salsipuedes, interminables laberintos salados, y llenos de zancudos, ¡ah qué zancudera se da allá por los veranos! y los miones quemándote el cuello nomás te distraes un tantito. No es pues casualidad el encuentro de las letras, de la pluma, de la necesidad de reunión distante, de socializar a través de las páginas, ¡de ser pueblo pues!, páginas llenas de ese ser propio de la tierra camaronera, del paraíso marisquero de Camarolandia, como se leía en alguno de

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esos autotransportes que luego te llevan pa' las playas en el mes de mayo. El libro que el lector tiene en sus manos está formado de palabras hechas y derechas con la mística, el punto preciso de los tejedores de razones sin razones, de sueños, de suspiros coordinados, de impulsos al compás de las olas. Sabedores de que la palabra trasciende más allá de la individualidad, es pues un trabajo en común, en colectivo, de reapropiación de los espacios negados, de la palabra desvalorizada, de la cotidianidad hecha fantasía o realidad; ¡del hijo puto!, chingado, del tameme, ese mero —te imaginas qué dirá el barrio, chale, y yo tan gallo—; de las alucinaciones por la chupada de dedo de cerebros ardientes, de planchas frías y aromas alucinantes; del Tripas y las bujías que no querían jalar. Así pues, la palabra va y se lanza de nuevo, y retacha en arco iris de algún planeta de esos; de la carambola en el juego de las mil bandas, “¡los escuinapenses somos chingones!” se escuchaba en el billar del centro; de la colorida calle Obregón y las exclusiones cotidianas culichis, pa' acá lo bonito y pa' allá lo feo, “¡qué vas a andar sintiendo cosas tú!” le decían al vagabundo; de lo espacios liberados para y por los niños, como si aquello se tratara de mera normalidad, esto ocurría allá por la CPN, colonia temida por varios de la generación, chale “es que allá te bajan de la baica” y así se van plasmando los retratos momentáneos, las horas sentados en la calle viendo pasar al de los elotes, o al Cachuy mentando madres fuesen del partido que fuesen o si andabas peinad@ o no; así se van desmembrando palabras del corazón, de senti-pensar la realidad, de abrigar la poesía, lo cotidiano, los días

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asfixiantes de verano, de la lujuria encarnada en un par de tetas —desobediencia pura—, ritmos y tiempos tocados por los autores desde sus espacios vislumbrando lo imposible, de lo políticamente incorrecto a los sueños húmedos, “ya déjate de pendejadas pues mi'jo, aliviana el mosquero” como si aquello se tratase de mera y simple comunicación vulgar. Y sí compas, eso es, otra comunicación, que creo que el escuinapita comprende, pero a los que no, esos que luego hablan de regionalismos, de facetas del lenguaje, de modos y tiempos, sépanse que Simontas un caballo, o sea Simón. Bienaventurados sean los que catalogan el lenguaje en esos rasgos, allá quedaos en las aulas de los cotidianos, que aquí se cocinó otra cosa, una muy otra. Son éstas, sólo algunos momentos contados, algunas melodías cantadas, algunas pinceladas desde el olor a sal, desde el que respira desde el otro, desde lo otro. Aquí se repartieron y se deja acá la provocación.

Paúl Nava Durán Chihuahua, febrero 2016

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Tiempo de miones Daniel Alcaraz

U

no de ellos me persigue hasta tirarme su pestilencia. Corriendo al baño y acompañado por la prima mayor me someto a un rápido lavado con jabón. ¿Qué me había sucedido? ¿Qué era aquel olor hediondo que desprendían y que tanto preocupaba a mi histérica pariente? Salir por la noche conlleva cierto riesgo, tomando en cuenta esa multitud que sobrevuela en torno a cualquier centro luminoso y, aunque puede pensarse que buscar un refugio en la oscuridad es la medida más sensata, es bien sabido que ellos también incursionan en estos rumbos, meando a los precavidos transeúntes, ¿será que tienen cierta conciencia del mal que provocan?, ¿podrá ser cierto que han logrado dar un salto evolutivo y se han desprendido de sus instintos básicos para mal del escuinapense?, el lugareño parece habituarse y ante su inminente agobio trata de tomar la única medida que cabe en sus posibilidades para contrarrestar sus ofensivas: cerrar ventanas al caer la tarde. Es verano y cerrar la ventana de tu cuarto puede destruir cualquier posibilidad de que entre alguna ventisca que apague el calor soporífero de la cabecera municipal.

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Los más adinerados cuentan con su aire acondicionado, otros tienen su ventilador (¿o se dice abanico?), pero me pregunto, ¿y los desafortunados que no tienen?, su elección entre cerrar o abrir la ventana puede ser igual que aventar un volado con moneda de dos soles, con una tranquilidad estoica enfrentan el abrumador hecho, ya que en el fondo saben que no hay mucho por hacer y mucho menos por lamentar. Para el fuereño o el turista es algo más aterrador a la vez que sorprendente. Es muy probable que muchos vacacionistas hayan cambiado su decisión de ir a la plazuela a comer unas deliciosas gorditas por permanecer seguros en sus habitaciones comiendo quesadillas. Más aún, observar la parsimonia con la que los lugareños siguen con sus actividades diarias les resulta difícil de creer y digno de una película bizarra. Mujeres y niños viendo la telenovela con ellos merodeando la habitación e incluso con alguno ya volando sobre sus cabezas. El pueblo se convierte en una lucha por la sobrevivencia: humanos matando por las noches a cientos, mientras éstos con aspecto siniestro lanzan un ácido a cualquiera que se cruza por su desorbitado vuelo. Ante estas batallas el hombre personifica y diviniza a su contrincante, atribuyéndole habilidades y cualidades que muchas veces no tiene. Es en cierta forma una manera de mostrar respeto hacia su oponente. Lo mismo pasa en el particular caso que nos compete ahora. Y a pesar de que me considero un hombre que formula juicios racionales y la mayoría de las veces basados en ciencias duras, no puedo dejar de pensar que hay cierto halo misterioso y sobrenatural rodeando a este

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insecto. Son de color negro y ojos guinda, seis patas, dos antenas y su cuerpo es un óvalo oscuro. Personas consideran su inteligencia como algo peculiar de su especie. Sus ataques parecen cada vez más certeros y enfocados a puntos débiles de nuestros cuerpos (por ejemplo, cierta ocasión se pudo apreciar cómo uno emprendía un vuelo suicida tratando de descargar su letal veneno en la sien de una persona). Alguna vez un amigo me contó cómo sufrió un ataque masivo por haber dejado la ventana abierta de su cuarto. La imagen de sus piernas ampolladas era suficiente como para establecer una doble precaución en cada verano con su presencia. Si bien puede entrañar cierta inteligencia que es digna de admirarse, también debo decir que tengo ciertos indicios de que esta especie sigue careciendo de una conciencia moral. No le puedo hablar de usted a un escarabajo que ataca a mi tía mayor, fiel devota a la iglesia y quien comparte conmigo su pan. Dentro de sus instintos no hay lugar para discriminar e identificar clases. Mea a la abuelita, al paralítico, al rico y al pobre por igual. Su vuelo es demasiado irregular, quizá por eso impacta con frecuencia en los cuerpos calientes de los pobladores. Es un kamikaze en la medida en que después de su ataque sabe que le espera la muerte. Eso me asusta ateniéndome a lo mismo que le dice Michael Corleone a Hyman Roth en la película El Padrino II acerca de los revolucionarios cubanos: saber que están dispuestos a dar la vida por una causa, nos hace pensar que pueden ganar. En la historia de la película, El Don termina teniendo la razón y su aguda inteligencia lo ayuda a salir avante en sus turbios negocios;

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en la historia de los miones podemos decir que hasta que no sufran una mutación que los haga más peligrosos, la victoria será de nosotros. El temor que me produce el saber que aquel “otro” al que me enfrento no sabe de respeto y de límites me condiciona a mantener una postura paranoica y a la defensiva. En primera instancia, su triunfo es el psicológico, aunque ignora que este primer revés que asesta es el origen de su aniquilamiento intenso y multitudinario. El sonido del zapato o de la chancla triturando su cuerpecillo es tan natural como la lluvia. Esta actitud sanguinaria y cruel es una reacción espontánea, propiciada por la personalidad paranoica en la que nos envuelven sus continuos embates. Existe la idea de que al pisarlos desprenden un aroma que atrae a más de su especie, y es muy probable que así sea. Pero por la torpeza de su vuelo y su falta de cortesía hacia nosotros se vuelve menester acabar con ellos apenas se tenga oportunidad. A diferencia de las cucarachas, este animal no opone mucha resistencia a la muerte. Al pisarlos escuchamos un chasquido, sonido que nos señala su muerte instantánea. Enseguida se experimenta un alivio pasajero, sabiendo que la lucha continuará porque la temporada de miones ha comenzado.

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La escalera que ascendía a los sueños Alejandro Partida

Guardar el universo en el último pliegue de tu axila: no hace falta más. Sandra Lorenzano

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odo comenzó con una visita al museo y un final incomprendido. Un museo extraño, lleno de lujosa basura si bien alcancé a percibirlo y un final al cual le fue vedado concluirse. Ahí no se exhibían las obras de artistas u hombres encomiables, ni mucho menos objetos prehistóricos que nos hicieran evocar a las bestias de algún tiempo pasado en el cual el hombre trataba de sacudirse la eterna estupidez de su caída ante la razón. No, se trataba simplemente de formas abstractas y uno que otro mueble o trapo viejo cuya historia inacabada tal vez, alguien podría concebir en su mente pero a futuro, y no me refiero nada más a una mente retorcida, por supuesto. El lugar era oscuro, con un ligero olor a viejo y la humedad de todos los siglos orinándose allí. Lo más curioso fue que en cada pasillo, un grupo de comerciantes, mestizos, criollos e indígenas, exhibían sus reliquias como si fuese un tianguis de antigüedades, pero a intramuros. La

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basura de todos los siglos se intercambia a ahí. Para poder sacar ventaja de ese trueque había que desmantelar los pensamientos de los otros. Para esos comerciantes tenía sentido acumular la historia en ese tiradero de artefactos. En otro pabellón, las voces de los demás niños rechinaban en los goznes de las puertas, cubiertos por la herrumbre que poco a poco todo lo invadía con su ferrucho tizne anaranjado. El eco de nuestros gritos sonaba como si el pasado, que era como un viejo cascarrabias que dormitaba en esa casa, quisiera descansar de nuestra presencia para siempre, pero imposible le era echarnos a la calle, porque poco a poco nos fue gustando nuestra nueva estancia. Las maestras trataban de contenernos mientras nosotros nos divertíamos jugando en las fuentes o en los árboles que prodigiosamente emanaban de los cuadros expuestos en esos amarillentos muros descarnados por el tiempo. Seguimos avanzando mientras observábamos algunos escaparates vacíos y una maestra nos explicaba hacia dónde llevaba una escalera blanca común y corriente que ascendía hacia el segundo piso, que por el momento estaba cerrado a las visitas pues el techo estaba siendo reparado. Pero extrañamente yo veía cómo algunos adultos podían ascender al mismo piso pero por otra escalera, al otro extremo, y compraban cuanto podían de la exposición. Mientras escuchábamos atentamente las instrucciones, seguí caminando y cuál vino a ser mi sorpresa cuando descubrí un anaquel lleno de chocolates y otros dulces debajo de esa escalera escheriana. Pero eso no fue lo mejor, cuando me agaché para ver si podía tomar uno

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al menos, de pronto una luz sepia me encandila, y percibo que si agachado me metía por el estante para salir por esa ventana en el rincón a ese parque lleno de inmensos árboles, de hojas roídas por el otoño, descubriría un castillo que tuvo funciones de fábrica hace al menos unos cuantos siglos. Mientras acá, adentro, la luz era pesada fría y oscura; allí afuera, en esa apacible y templada eternidad, la luz baña las ruinas externas de esa inmensa construcción en decadencia. Mientras que los colores aquí eran varias tonalidades del color café, el blanco y el negro, afuera los colores son infinitos. Atraído por esas nuevas formas, opté por cruzarme hacia ese lugar y subir la escalera de piedra blanca, que estaba por el otro lado, para ver cómo se veían los alrededores desde los balcones desnudos a la luz de ese sol etéreo congelado entre las hojas. Aquí adentro, la escalera no tenía otra función más que llevarnos al segundo nivel, pero al asomarse uno allí, podría encontrar la salida espectacular hacia otro universo. Ya que sin duda, esa subida era lo opuesto a la de aquí adentro, que se trataba de la misma escalera, mas la diferencia eran las dos subidas, ya que si uno le daba la vuelta por la izquierda, dentro de esa ventana detrás del estante que intentaba encubrir el error de los albañiles, sin duda tendría acceso a un ascenso sin igual, hacia otra fantasía muy superior a los sueños. Cuando me disponía a cruzar por esa ventana, y antes de todo, tomar un chocolate de la estantería para continuar por mi cuenta el recorrido, una anciana fea y regañona me reprendió diciéndome que esos dulces no eran para nosotros, que algunos estaban de adorno para

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siempre y que los otros eran de su hija a la que estaba esperando. Que más me valía que no faltara uno porque si no... En fin, tuve miedo y no pensé más en los dulces, pero sí pensaba adentrarme en ese pasaje cuyo paisaje se mantenía intacto, inmóvil, como una fotografía que espera a que el tiempo dentro de ella sea evocado y se haga el movimiento. Se trataba de otra dimensión, una dimensión que estaba latente en el insomnio blando que padece una imagen reflejada. Volví a observar adentro, todo seguía igual, oscuro, la escalera era simple. Y volví a asomar la cabeza por la ventana debajo de la escalera sosteniéndome de la rinconera, cuidándome de no mover o tirar alguno de los dulces al otro lado y sí, la parte superior inversa de ésta me llevaba ante las ruinas de piedra llenas de musgo, para observar un no sé qué horizonte detrás de los arces. Todo lucía prometedor y luminoso, tan sólo habría que esperar a que alguien se distrajera y zas, se haría realidad mi historia. Pero eso nunca ocurrió, y ahora estoy aquí, encerrado en esta celda desde donde les cuento esta anécdota que me ha condenado a penar encerrado en este cuartucho saturado de recuerdos. Sé que los tiempos han cambiado y si quieren saber dónde está la escalera que ascendía a los sueños, es aquella que está girando a la izquierda del pabellón de las ánimas, en el pasillo donde se encuentran los dormitorios sin historia. Es esa, la que lleva a los que están en el segundo piso de la estancia. Debajo de ella no olviden asomarse y si encuentran una repisa de aluminio y bases de cristal ahumado que está adornada con frascos de chocolates, velas, fotografías y otros dulces, no olviden que detrás de ella se encuentra la ventana del

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rincón que nos muestra esa salida, pero eso no es todo, intenten sacar la cabeza por esa ancha abertura entre las bases del anaquel y si miran hacia arriba descubrirán que la escalera que lleva a los dormitorios, ahora los conducirá a un lugar desconocido, pospretérito, quizás al futuro del pasado de estas ruinas que son, éstas que ves de intensa soledad. Una última recomendación, los adultos sólo podrán asomarse y ver con dificultad, ya que entre las bases apenas pasa el cuerpo de un niño menor de ocho años y no sería bueno cometer la tontería de romper el mueble, ya que provocaría la ira de esa pobre bruja que espera a su hija, que se quedó quizá del otro lado de la historia. O también, simplemente no se trató más que de una imagen reflejada en el marco del espejo de tus ojos, o bien pudiera ser otro de esos cuentos que jamás terminaron de contarse en alguna de tus otras vidas, dentro de esos cuadros o historias que ahora flotan aquí como fantasmas en el último pliegue de la axila de este recinto clausurado por los sueños no alcanzados (por ti).

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El monaguillo Joselo Martín

A

penas habían pasado las doce del mediodía, los alumnos en el salón de clase comenzaban a inquietarse por oír la campana de salida y así de una vez, poder medio librarse del tedio escolar y del sofocante calor que por aquel mes de octubre, aún era común soportar en el cálido y húmedo poblado de Tochipa. Contaban que había existido en algún tiempo, un arroyo con abundante fauna y flora acuífera que le daba al terruño un aspecto de aparente armonía y de felicidad entre sus habitantes, pues decían que mientras hubiera agua suficiente, nada les faltaría. Sin embargo, en esos días daba la sensación de que la canícula había llegado para prolongarse varios años y por donde se mirara, ya sólo quedaban calles polvorientas y árboles deshojados, carentes de ese color verde que resurge después de unos buenos meses cargados de lluvia y aires más frescos provenientes del Norte. Lo cierto es que justo a esa hora en que la maestra se encontraba escribiendo en el pizarrón la tarea que habrían de copiar sus pupilos, el jovencito Severiano no dejaba de preguntarse cuándo llegaría el día en que algo sorprendente ocurriera en su corta y aburrida vida. Y no era

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para menos, el puesto que ocupaba de monaguillo en la iglesia del pueblo había sido por imposición y le significaba a Severiano una disciplina férrea casi comparable con una academia militar para menores, pues tenía que desempeñar varias funciones adicionales a su cargo. Prácticamente durante toda la semana y dos veces al día desde que tenía nueve años, los había bien invertido, como decía su abuela, para obra y gracia de nuestra parroquia y del señor Obispo que, como cada año en que se celebraba la fiesta del santo patrono de Tochipa, San Francisco de Asís, les hacía el honor de oficiar la misa y regodearse entre la gente mundana que asistía con gran fervor a escuchar la eucaristía y posteriormente, sumarse a la algarabía en la plazuela central donde se podía comer toda clase de garnachas, ser testigos del muchacho que trepara el palo encebado y disfrutar finalmente, la quema del castillo con fuegos artificiales. Singularmente, no todo era gris por aquellos días para el aspirante a diácono, papel que no desconocía pues hacía ya varios meses que al anterior ministro le habían ordenado que dejara el cargo para irse a culminar sus estudios en el seminario, por lo que Severiano cada vez tenía diversas tareas que cubrir y lo hacía hasta cierto punto con agrado, después de todo, entendía que no había nada mejor que sentirse útil y percibía significativamente, un dejo de reconocimiento entre familiares y uno que otro vecino. Pero si había algo gratificante para él, era la misa de cinco de la tarde, cuando ésta se desarrollaba acompañada por la música que para gracia de los oyentes, era tocada por

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un organista estudiado en conservatorio que tenía el don de transmitir, a través del arte de los doce sonidos, la belleza divina que era cantar la palabra de Dios. El profe Gabriel, como se le conocía, era un músico de oficio quien hacía varios años se había instalado en Tochipa en virtud de que la farándula lo condujo por los parajes más insospechados, hasta que un buen día y como parte de una gira con una banda de música regional y en la cual él fungía como acordeonista, amenizaron un bailongo de aquellos, y fue esa misma noche cuando habría de enamorarse de una lugareña quien a la postre se convertiría en su esposa. Cada mañana y pese a tener que levantarse muy de madrugada para irse corriendo hasta el campanario, subir los noventa y tres escalones y tirar de la cuerda que pendía del badajo anunciando la primer misa del día, Severiano se levantaba con una grata sonrisa propia de un niño con juguete nuevo, pues sabía de antemano que todo esfuerzo tenía su recompensa, y que el día menos esperado habría de encontrar una señal que le cambiaría el destino de por vida. En tanto, la rutina diaria para el chamaco de doce años consistía en bañarse al primer rayo de luz, luego se vestía y se arreglaba por sí solo la melena oscura rizada, heredada probablemente de su padre biológico a quien por cierto nunca lo conoció. Decían en su casa que su progenitor se había marchado antes de que él naciera hacia las minas de plata y cobre que se hallan muy al Norte, y que nadie lo había vuelto a ver en años. Para suerte, su abuela Julia los acogió con cariño a él y a su madre, que era todo un encanto, en la antigua casona que le había adjudicado como arreglo prenupcial su segundo marido, el cual había

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muerto por razones extrañas y a quien Severiano apenas sí recordaba. Como todo niño normal, asistía de lunes a viernes a la misma escuela donde había estudiado cuanta persona o pariente conocía. El sábado invariablemente era de esparcimiento. Rutilio, un cartero ya retirado que vivía justo en la banqueta de enfrente y se podía decir que se consideraba su único y verdadero amigo, lo montaba en la parrilla de su bicicleta y se lo llevaba, con la aprobación de la abuela, para ver los partidos de béisbol que se jugaban en un árido campo y que se encontraba cruzando el arroyo, más allá del puente corroído por la humedad, cuya estructura apenas se sostenía en pie. Por lo demás, lo cotidiano al llegar la noche y sólo después de cenar y hacer la tarea pendiente, el monaguillo se sentaba en solitario y ajeno al trajín de una jornada pesada, en la sala principal, a escuchar los viejos discos en la desgastada consola que le había regalado en una Navidad el tío Joe, quien había vuelto en un viaje de vacaciones después de que, casi una década atrás, se le metió la idea de irse de mojado a la unión americana y hacerse de hartos dólares, conocer a una gringa y casarse para dejar descendencia tochipense. No obstante, la figura familiar más importante en la vida de Severiano era sin duda la de su madre Regina. Ella era una mujer enteramente amorosa hacia la criatura, y le había bien educado acorde a las posibilidades de la época. La bondadosa Regina, que era conocida en todo el pueblo por tan evidentes características que saltaban a la vista, acababa de cumplir sus treinta abriles y gozaba de un cabello lacio y hermoso que le llegaba hasta la cintura,

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misma que hacía perfecto balance con sus caderas. Poseía como atributo adicional, una maravillosa voz natural que la usaba cada vez en que el niño no podía conciliar el sueño profundo. Simplemente para Severiano, era como escuchar a los ángeles cantar bajados desde el mismo cielo, y en cierta forma, ella le había heredado esta facultad que muy pronto el monaguillo vislumbraría en un suceso que lo marcaría hasta el final de sus días. La madre de Severiano tuvo la dicha de recibir muy buena formación académica gracias a la abuela Julia, quien la mandó siendo muy jovencita a la capital para internarla en un instituto para señoritas, de cuya fama se decía que ahí solo se entraba por palanca. De igual manera, Regina se sabía decidida a seguir el consejo de la reacia abuela y comprendía a cabalidad que sin preparación ni estudio, el futuro de ellas sería más que adverso, dado que para entonces la familia se sostenía de lo poco que daba el ganado y unas tierras que habían heredado de un pariente acaudalado, y en resumidas cuentas, el pueblo no daba para más. Contrariamente a lo pactado, Regina no habría de cumplir esa palabra cuando inoportunamente, justo un año antes de concluir sus estudios intermedios para después entrar a la carrera de enfermería, conoció al que sería el padre de su único vástago, por lo que sin reparo y dadas las circunstancias, tuvo que aceptar el trabajo de ayudante en la botica de don Nicanor, hombre de trato fácil y de quien ellas y Severiano, sólo tenían palabras de agradecimiento ya que siempre se mostró justo y respetuoso hacia la familia.

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Mientras tanto, el tiempo seguía su marcha lentamente, al menos esa impresión daba, y era tan frecuente que cada verano la gente se quejara expresando en el mercado o en cualquier esquina cuando barrían el portón de alguna casa: “ahora está haciendo más calor que el año pasado”, y por consiguiente, rezaban para que San Pancho trajera, ahora sí, la bendita agua de lluvia tan anhelada por todo Tochipa. Además de eso, las vicisitudes y obstáculos que el monaguillo tenía que sortear no eran tan diferentes a las de cualquier adolescente de hoy en día. Por un lado tenía que desairar el mote de “niño santo” que se había ganado entre sus compañeros del colegio, mismos que lo decían obviamente en tono de burla cada que salían al recreo; o bien, que la niña más bonita del salón representaba para el enclenque monaguillo, algo inalcanzable; puesto que tenía el vano prejuicio de pensar que todos lo creían ya casi en camino al sacerdocio, y que sólo lo imaginaban dando sermón cada domingo. Curiosamente, él se sentía cómodo y ligero deseando que algún día y por designio de Dios, saliera para siempre del rancho, dejando atrás todo aquello que se resistían a creer o dar por hecho. Un buen día de mayo, justo la semana previa a la más grande celebración pagana que algún habitante de Tochipa y de sus alrededores haya experimentado durante los años de esta tan arraigada tradición, y así como se vienen casi todas las cosas en la vida, el monaguillo se contagió de sarampión y tuvo que pasar en absoluto reposo por instrucciones precisas del médico nada más que diez días en cama. Al tercer día, el escuálido muchacho apenas sí

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se reconocía nada más al verlo postrado en su desfigurado colchón. Y no es que ya no soportara la comezón y los fuertes dolores ocasionados por la fiebre, sino que estaba tan acostumbrado a su rol de monaguillo que ahora se sentía un inservible, y al no poder llevar a cabo actividad alguna empezó inevitablemente a deprimirse, pese a la espléndida atención que su madre abnegada le dedicó, al grado de solicitarle a don Nicanor unos días de asueto sin goce de sueldo, a lo cual su patrón no tuvo ninguna objeción. Prácticamente todas las tardes y mientras descansaba Severiano después de haber tomado su sopa caliente con bastante limón y hierbas de olor, su entrañable amigo Rutilio iba a visitarle y le leía historias de marineros que cazaban ballenas y de cómo un noble señor se había podido escapar de una prisión para después saldar cuentas con sus enemigos. También le contaba los resultados deportivos que la noche anterior había escuchado en su radio de bulbos, jugaban dompe y bromeaba con él para así levantarle el ánimo. Y vaya que surtió efecto. De no haber sido por su amigo todo hubiera resultado sumamente difícil para Regina y la abuela en el cuidado de su enfermedad, y fue tan valiosa su aportación que de ahí en adelante él pasó a ser visto como miembro de la familia, y se hizo una costumbre que cada sábado se quedara a comer junto a los tres, como si se tratara de un tío o el papá que nunca tuvo. Desde lo acontecido y hasta el día en que Rutilio suspiró su último aliento, siempre se preocupó por el bienestar de Severiano y trató, en la medida de lo posible, de llevarlo por buen camino, aconsejándole para

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sobrellevar la compleja transición de la adolescencia y consecuentemente llegar a ser un hombre íntegro y feliz. Cuando se cumplió el periodo de recuperación que solicitó el doctor, el monaguillo estaba mejorado y presto para incorporarse al quehacer rutinario, y muy pronto se determinó que ya podía volver a la escuela toda vez que la epidemia ya había sido controlada y el resto de los chamacos que también habían enfermado, fueron dados de alta y se encontraban sanos y sin nada que lamentar. Pero la noticia que a Severiano le rompería todo esquema que constituía su desempeño como monaguillo y que sencillamente para muchos la idea de tener ahora a una improvisada cantante en cada misa de cinco incluyendo sábados y domingos era, por decir poco, raro y fuera de contexto, ya que por años el profe Gabriel, con sus dotes de músico emancipado jamás había requerido de algún acompañante vocal en la entonación de las melodías sacras que se cantaban en la liturgia, amén del padre y el responsorio de católicos que con indescriptible fe, acudían a leer y cantar la palabra del Señor. Se trataba de una cincuentona llamada Ludovina, la hermana santurrona del presidente municipal, a quien nadie le había tenido el valor de pedirle matrimonio, por lo que sus mejores años se los había entregado a la congregación de la vela perpetua. Su hermano en calidad de político influyente, le habría cobrado un viejo favor al padre Bernabé empujado por la simple y sencilla razón de que su quedada hermana, toda su vida había ilusionado con ser cantante y figurar entre las multitudes. Lógicamente el padre Bernabé, quien tenía el encargo y control de la iglesia de Tochipa poco más de un

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cuarto de siglo, no podía negarse ante tal petición. Especialmente por el jugoso diezmo que aportaba el presidente y la familia pudiente de Ludovina para la construcción y remodelación del sagrado templo, que por generaciones aún no podían contemplar la terminación total de la obra arquitectónica en cuestión. El padrecito sólo puso una condición: aprovechar que mientras el pueblo entero se encontraba inmerso en las fiestas del mar de las Cabras y que no regresaban hasta después de cinco días, el puesto de cantante se lo inventaran y de esa manera no se notara la incorporación de un incipiente coro hasta entonces inexistente. La noticia que ya llevaba varios días rumoreándose entre unos cuantos, nunca llegó a oídos de Severiano. Ni a través del profe Gabriel que lo había frecuentado mientras estuvo enfermo por considerarlo poco relevante para el callado monaguillo, quien ni siquiera por la confianza que le guardaba al maestro, se había atrevido a asomar su verdadera y más grande pasión: la música. Si había algo que distinguía a Gabriel en su forma de hacer sonar los tubos de aire que resaltaban del imponente órgano, eran precisamente sus ricas armonías y entramados contrapuntos, que junto con los estupendos discos que el tío Joe le mandaba cada cumpleaños a Severiano, de a poco fue creándose un buen gusto musical, además de que él era el primero de su clase de educación artística y dominaba con prestancia la flauta. Por si fuera poco, desde que tenía nueve años sabía leer solfeo y era capaz de diferenciar cuando se trataba de una tercera menor, una quinta justa y hasta una octava perfecta, de ahí que tener que fletarse

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como penitencia a una dizque cantante medio desafinada, que sin ton ni son había ocupado tan importante lugar de buenas a primeras, tenía al monaguillo muy descontento y ciertamente harto en los meses que vendrían por delante. Pero esto no duraría mucho. Bien dicen que “a cada capillita, le llega su fiestecita”, y ello vendría a cuenta por un hecho ineludible que marcaría la historia de los tochipenses y cuyo suceso sería recordado hasta el final de los tiempos. Los preparativos para los festejos de los primeros cincuenta años de haber sido fundado el municipio y que coincidían casi paralelamente a los de la gran Independencia de la nación, se realizaban con particular entusiasmo pues estaba presupuestado que viniera el señor Gobernador y su camarilla de achichincles, así como el Obispo, quien por cierto tenía su cuna de nacimiento en Tochipa y gracias a eso, la sociedad en general podía contar invariablemente con su asistencia cada que se le solicitaba. Por supuesto, el derroche de dinero no se hizo esperar, y la parroquia lucía espectacular con adornos, flores olorosas y una iluminación nunca antes vista. También la plazuela y el kiosco irradiaban pulcritud y las avenidas estaban repletas de papel multicolor que colgaba de cuánto poste de luz había. La misa con la que arrancaría de manera oficial la pachanga, que para eso todo tochipense se apuntaba solo, estaba programada a las seis de la tarde. Se esperaba que la crema y nata del pueblo se hiciera presente y no por nada se mandó colocar numerosas sillas adicionales para darse abasto ante tanto gentío ahí reunido. Todo mundo pues,

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sacó del ropero sus mejores atuendos y se podía decir que nadie, absolutamente nadie quería quedarse fuera de la iglesia. El encargado de los fuegos pirotécnicos como nunca dispuesto a echar cuetes pa'rriba y la doña de los elotes había pelado el triple de mazorcas dada la ocasión. En fin, todo estaba listo y el monaguillo no hacía más que ir de un lado para otro con tantas encomiendas que el padre Bernabé le había asignado antes y durante la mañana previa al magno evento. Sólo hacía falta algo. Al cinco para la hora y al parecer por ningún lado aparecía Ludovina. Era fácil suponer en ese rato que la mujer posiblemente había contraído alguna enfermedad estomacal de último momento o mareos provocados por la menopausia. Pero lo que en verdad le había ocurrido no era otra cosa que pánico escénico, de sólo imaginarse la iglesia rebosante y ella como figura central del coro, le había generado un horror sin paralelo en su desgraciada vida. A lo que inmediatamente y sin pensarlo dos veces, la máxima autoridad envió con alguien para que la trajeran y pudiera llevarse a cabo el compromiso. Con diez minutos de retraso y bajo una seria advertencia de su estricto hermano, finalmente llegó la susodicha. Casi resbalándose se bajó de la camioneta Ford del ayuntamiento mientras el sumiso chofer le ayudaba a pasar entre el tumulto y la muchedumbre. En tanto, el Gobernador y el Obispo no dejaban de echarle miradas agraviantes al presidente municipal por el episodio bochornoso y sobre todo, por hacerles más prolongado el estupor provocado por los cuarenta grados a la sombra que

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por aquel mes de septiembre era todo un martirio para cualquier ser mortal. Por su lado, Severiano tenía más que preparado el incienso y la campana para acompañar la procesión hasta el altar y dar comienzo finalmente a la misa pero antes, y con una actitud generosa y paciente, le ayudó a subir a Ludovina la escalera para colocarse en su lugar, y se tomó el tiempo para pasarle el libro de cánticos y el rosario que siempre portaba en la mano. Evidentemente que la participación de entrada de la ingrata cantante no fue menos que insufrible, la voz de Ludovina a todos oídos se le quebraba hasta para entonar las notas más graves de su limitado registro. Con tremendos apuros logró librar el “Señor, ten piedad” y el “Gloria”, y ya era motivo suficiente de mortificación tanto para Gabriel como para el monaguillo, quienes constantemente no dejaban de verse el uno al otro como presintiendo una catástrofe a la mitad de cada intervención musical. Ya ni qué decir de los representantes del clero y de los invitados de honor que no hacían más que echar soplos de salvación, y por su cuenta, las señoras de vestido largo ya no podían por un instante dejar de echarse aire con los abanicos de mano traídos desde China y así apaciguar la angustia que contagiaba a todo el público presente. La expectación generalizada se iba agudizando apenas si bien pudo terminar de cantar el “Aleluya”, que comúnmente se componía de una melodía breve no sin antes haber atravesado con altibajos algunos pasajes de la liturgia y del salmo responsorial. Para beneplácito de todos los congregados, llegó el turno de leer el evangelio y dar paso a la homilía, la cual fue

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presidida naturalmente por el señor Obispo quien no dejó escapar la oportunidad para regañar a los feligreses que lo escuchaban entre uno que otro bostezo, de cómo los excesos en todos los ámbitos de la vida nunca llevan a nada bueno. Y así, habiendo dado pie a la recitación del credo seguida de las plegarias, y rematada por la elocuencia y el pleno dominio de la eucaristía por parte del padre Bernabé, a continuación se aproximaba el ofertorio, que suponía una música gloriosa surgida e inspirada solamente a través de la sagrada escritura. Seguramente la temblorosa Ludovina sabía de antemano que justo aquí, precisamente en este solemne cántico que representaba la sección más complicada de interpretar, debía sin pretextos ella que dar el do de pecho, en otras palabras, su máximo y más grande esfuerzo, exigencia que la hizo tornarse un manojo de nervios y conducirla a lo inaplazable. El mismo Severiano en el fondo también lo sabía. Y cómo no, si durante tres meses se tragó los ensayos que le habían servido para detectar las debilidades técnicas de la cantante. Además, memorizó nota por nota, compás por compás, todos los arreglos que Gabriel se había dado la tarea de realizar con el único afán de rendirle tributo y adoración a Dios. Por lo que, más se dilató el monaguillo en recordar cómo hubiera podido ayudarle a la pobre Ludovina de no haberse reservado sus impresiones cuando, sin más preámbulo, el organista con una pureza sin igual introdujo los primeros acordes del Ave María y no habiendo acabado la cantante la primera línea melódica que se alzaba hasta una nota agudísima, y que al mismo tiempo se podía ver cómo le corría una gota gorda de sudor por la sien,

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inexplicablemente y como de la nada, su voz desapareció. En un fenómeno sin precedente, las cuerdas vocales de Ludovina enmudecieron dejando a la concurrencia atónita y perpleja, creando alrededor una atmósfera pesada difícil de sobreponerse. Tal efecto no fue así en Severiano y el maestro organista que con gran colmillo, éste último siguió tocando unos compases a manera de repetición, y aprovechó para voltear y ver de reojo a Severiano en señal de “¿y ahora qué hacemos?”. A lo cual, sin ninguna clase de titubeo, el hasta entonces jovencito de doce años caminó erguido y con una determinación propia de un sargento militar, se acomodó su peculiar traje en blanco y rojo y se paró junto a su querido profesor de música. Acto seguido, lo que el auditorio pudo ser testigo al oír el sonido que emanaba de la garganta del chiquillo, en tanto retomaba el Ave María con una soltura y seguridad que todavía lo hacían ver más como un profesional del bel canto, fue que el pequeño ser que todos tenían frente a sus ojos parecía como fuera de este mundo. Asombrosamente y exaltando un aire de virtuoso, la bella y perfectamente entonada voz de Severiano generó una hipnosis colectiva que duraría el resto de la misa y muchos días después, y éste sería el día más recordado en la historia de Tochipa por haber sido partícipes de semejante deslumbramiento. De sobra está decir lo magistral de su ejecución en el Sanctus, el Cordero y la sublime representación de la comunión, que la emoción de la mayoría no se hizo esperar y recién habiéndose culminado el acto de la bendición por parte del Obispo, se acercaron a Severiano decenas de p e r s o n a s p a r a fe l i c i t a r l e y a b r a z a r l e . A l g u n a s

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particularmente iban al borde del llanto y no podían contenerse el deseo de expresarle la huella imborrable que les habría dejado en sus corazones esa extraordinaria capacidad que sólo Dios le pudo haber otorgado. A partir de este acontecimiento y por consentimiento de la abuela, Severiano se dedicaría por completo al estudio de la música y dejaría muy pronto de ser el monaguillo de nuestra parroquia de San Francisco de Asís. Con el tiempo, y ante la contundente facultad que Severiano desbordó desde aquel día, opacando la de Ludovina y suprimiéndola de los libros de historia, la familia en común acuerdo tomó la decisión de que se fuera a estudiar al conservatorio nacional y quedara el aún puberto, a disposición de su padrino de bautizo que vivía desde hacía un sexenio en la ciudad de México, gracias a que se había ganchado un buen hueso en el gobierno federal. Muchos años más tarde, alguien que andaba en las calles empedradas por las cuales alguna vez había jugado de niño, preguntó qué había sido de Severiano. La verdad es que el monaguillo jamás regresó a Tochipa, por lo que un fulano le contestó enfáticamente: “¡pue’ parece que se convirtió en compositor de una cosa que llaman ópera, o algo así; pero por aquí, nadie lo ha vuelto a ver!”.

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Diles lo que eres Francisco Oviedo

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o descubrí hoy a las cuatro de la mañana. Lo sé porque vi la hora en el reloj que descansa sobre la televisión. Por cierto, mi esposa estaba bien dormida, yo apenas entraba en brazos de Morfeo y no hacía una hora habíamos tenido sexo, hacía mucho que no tan apasionado. Escuché un ruido, era la puerta principal de la casa que se cerraba. Me levanté y tomé la pistola que me vendió mi compadre Remigio cuando tuvo que irse a trabajar al otro lado, dejando solos a su esposa y sus dos escuincles. De haber sabido Remigio que su esposa le pondría los cuernos apenas al año de haberse ido, la verdad que no se va, pobre, aún manda lana para que su familia viva mejor y para ahorrar para su negocio. He pensado que, cuando venga, lo voy a poner al tanto de lo que hace mi comadre, pero a veces la pienso porque, la verdad, la comadre está bien buena y no pierdo la esperanza de echármela un día. Salí del cuarto sin hacer ruido para que mi esposa no se alterara con el rumor: podría ser un ladrón. Bajé las escales lentamente tratando de sorprender al intruso, escuché unos pasos queditos, muy queditos, por lo que preparé el arma, pero vaya sorpresa que me llevé: era mi

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hijo el mayor, venía tomado y vestido de mujer. ¡Qué vergüenza!, ¡Mi hijo puto! Mi hijo de apenas veinte años estaba recién desempacado de Guadalajara, bella cuidad que vio nacer a mi esposa y a la que un día conocí ahí por cuestiones del destino. Mi entrenador de fútbol me mandó a reforzar al equipo de Sonora; los juegos fueron en Nayarit y por equivocación llegué a Guadalajara. La ciudad me gustó y me quedé a trabajar y a estudiar. Mi familia no quería, pero de tanto insistir los convencí. A nuestro hijo lo mandamos a estudiar allá, dizque había mejores escuelas. Ha de haber influido el joto de mi cuñado. Ya me decía yo, que ese jotolón iba a echármelo a perder, y eso que mi hijo estaba al cuidado de su abuela. Desde que anduve de novio con su hermana me di cuenta de que era puto, así se vistiera de vaquero le salía lo jotolón; ¡cómo no iba a darme cuenta!, si un día, esperando a su hermana en la sala medio oscura, éste cabrón jotolón llegó, se sentó a mi lado y me dijo “mi hermana tardará en bañarse, me pidió que te acompañe”, para después tocarme las piernas. En esos momentos sentí el deseo de aventar sus manos y correr a donde fuese, pero pensé en su hermana, la amaba y no la iba a perder por él. Además, la verdad sentí una sensación cabrona, en realidad me gustó. Me excité y dejé que sus manos siguieran hurgando más y más. Tenía mi pene en su boca cuando escuchamos la voz de mi novia, hoy mi esposa. La verdad nunca supe si nos vio, y si nos vio no dijo nada, sólo lo calló, si no nos vio, pues qué bueno, porque si no, qué vergüenza.

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Seguí a mi hijo por el pasadizo hasta llegar a su cuarto, pensaba reclamarle. Me he chingado por más de veinte cinco años trabajando día tras día, hora tras hora, en esa maldita oficina, tecleando todo el maldito día, soportando no sé ya a cuántos jefes. Estaba hasta las madres de ese maldito trabajo burocrático. Mi compadre Remigio, siempre me decía: —Compadre, es una gran mentira que trabajar en el gobierno sea lo mejor, por eso me largaré al otro lado, a juntar un dinerito y venir a poner mi billar. Yo siempre le respondía medio agüitado, bueno, más bien lleno: —Sí, lo sé. Vea cómo están los Manríquez con su negocito. —Y los Acuña también. Él era muy ambicioso. Yo soy muy conformista, bueno, eso dice mi vieja, ella siempre me apura para que haga otras cosas, “estudia algo por las noches: carpintería, herrería, cualquier cosa, así nos echamos un dinerito extra”. Yo estudié una carrera comercial, además, mi esposa vende Avón y le va bastante bien, es la única de la colonia que ofrece esos productos, además en mi trabajo todas las secretarias le compran, entonces, para qué cabrón iba yo a estudiar por las noches si a ella le iba bien, aparte, son mis horas de libertad, de ir al billar con los cuates y mi compadre. El billar, cuánto tiempo la pasamos en él. Al salir del trabajo en vez de irme a casa me iba con mi compadre Remigio a jugar carambola. Cuántas noches se nos fueron, a la mejor desde entonces le ponían el cuerno a mi

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compadre. También el billar tiene sus secretitos, cuántas veces no les fuimos infieles a nuestras viejas, Remigio y yo nos la aventábamos con las meseras. Viendo a mi hijo por la rendija de la puerta de su recamara quedé frío, helado como el aire de la madrugada. Mi hijo se empezó a quitar su disfraz de mujer: la peluca primero, después las esponjas que hacían la función de pechos. Seguido, empezó a quitarse el vestido negro y sus pinturas, a continuación juntó sus armas nocturnas y secretas y las echó al bote de la ropa sucia. Su cara bien coloreada lo hacía verse como una bella mujer, entre sus pinturas y sus ropas de mujer, se veía hermoso. Sería imposible poder borrar de mi mente su imagen, su vestido. Por más que tratara de borrar todo de mi cabeza no podría. Para qué tratar de olvidar si así habría de verlo, esto de la homosexualidad no es catarro para que se le quite a los días, tendría que imponerme. A pesar de todo admiraba su astucia y disimulo, cuántos años tendría cubriendo su tendencia sexual. Me hizo recordar a Yesenia, la morena de fuego como era conocida en el billar: su trabajo. Siempre se le veía de noche, contenta acomodaba mesas y servía a los clientes. En el día jamás se le vio, se fue de la ciudad y nunca se le vio con la luz del sol. Ella nunca se veía con nadie, aunque todos sabían que se metía con todos, pero todos callaban, para todos fue un secreto cogerse a Yesenia. En la última noche de Yesenia en nuestra ciudad, descubrí por qué los hombres que habían pasado por sus brazos y piernas guardaban tan celosamente su secreto, su relación pasajera e intensa. Ella me invitó a que la acompañara después de su trabajo, como pude me quité a

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mi compadre y la acompañé, nos fuimos derechito a su cuarto allá en las orillas de la cuidad, era un barrio muy bajo, viajamos en el taxi sin decir palabras, al entrar a su cuarto continuamos mudos, ella empezó a besarme, a quitarme la ropa, rápido empecé a entrar en calor y en acción, por un momento se separó de mí, caminó a obstruir la puerta y a sofocar el foco, antes de hacerlo me sonrió con coquetería. Con varios minutos de caricias y de estar a punto de quemarme, la traté de palpar su vagina. Varias veces, ella había detenido mi intención y mi mano. Al fin no sentí su mano sobre la mía, pero la mía se llenó de carne, no precisamente de vagina; sólo volteé y la vi, mejor dicho lo vi, no dije nada, estaba punto de carbonizarme, así que seguí en mi mutismo y entrega. El grito de mi mujer me asustó, temí que mi hijo volteara y notara que descubrí su secreto. No contesté. En segundos escuché mi nombre, lo oí atrás de mi oreja, era mi vieja que se había puesto de pie, sentí su aliento en mi nuca. Al igual que había sentido el de Yesenia. Volteé a ver a mi vieja, antes de que le preguntara, me respondió: “Sí viejo, ya lo sabía”. Ella parecía leer mis pensamientos, bueno, no todos. —Vieja, ¿por qué no me habías dicho? —Tenía miedo que te enteraras, que reaccionarás mal y lo golpearás. Aparte, tenía miedo que culparas a mi hermano, que dijeras que es la sangre que lleva. Pobre cuñado, lo dejé con ganas después del día que se tragó mi cosa. No me dejó en paz, todavía el año anterior que vino a visitarnos trató de convencerme.

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—Ya estás viejo, déjate de chingaderas —le dije. —Es que me gustó tu cosota —me expresaba el sinvergüenza. Por él me daban mucha carilla: “Ese concuño” me gritaba el compadre. En el billar ni se diga. Pobre compadre, siempre con la ilusión de un billar propio al estilo americano. Con lo que pagó al pollero fácil hubiera puesto el negocito. En las cartas que enviaba, me decía que le iba muy bien, que pronto vendría a poner su negocio, su billar, al cual llamaría “Los Compadres”. —Viejo, ¿qué harás con tu hijo?, ¿lo castigarás? —Cómo crees, vieja. Cómo castigarlo si lo amo. Yo platiqué muy poco con él, desde chiquito me alejé de él, inclusive, al enviarlo a estudiar a Guadalajara lo hice no tanto por una mejor educación ni por apoyar la decisión de mi esposa, la verdad, lo hice para no estar con él. Eran muchas sus preguntas: de sexo, de familia y sentimientos, la realidad no sentía tener la preparación para hablar de esas cosas. Yéndose él, quedaría sólo mi hija, por lo que sus dudas le tocarían a mi vieja. En ese momento desee que mi compadre estuviera a mi lado, quería desahogarme, contarle todo lo que me pasaba. Siempre nos platicábamos nuestras cosas, inclusive nuestro encuentros con Yesenia. Pobre compa, cómo le estará yendo, en su cartas me dice que bien, pero su esposa le cuenta a la mía lo que sufre, “que le pagan muy poco, que es mucho el trabajo”, eso de recoger tomate, de andar todo el día agachado es duro, más que mi compadre ya está viejo, bueno, cuarenta y cinco años se dicen fácil, pero no lo son, qué me van a decir a mí a mis cincuenta, los

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cargo muy apenas, me imagino trabajar en el campo, de seguro no aguantaría. Pobre de mi compa, su casita está buena, de seguro la extraña, no se diga la cosita rica de mi comadre, sus pechos y toda ella, siempre le envidié la vieja; pobrecita de ella, también tuvo que soportar un año sin sexo. Me la imagino sola por las noches. Suerte la del pinche verdulero, se llevó la yuca, y el pobre de mi compa hecho bolas en un galerón soportando fríos y pestes, mientras ella juega con el pepino del verdulero. Pobre compa, todavía tener que extrañar los realitos, los mazapanes, las coyotas, las tortillas y el pinche calor de Hermosillo. La verdad no sé quién está más jodido, yo o mi compadre: él, porque le ponen los cuernos, yo por tener un hijo puto. Sentí el deseo de pegarle, regañarlo, así como lo hacía cuando estaba chico. Pero cómo lo iba a enfrentar, si yo, ¡su padre!, ya había practicado el deporte de la homosexualidad. Despacio, sin que él alcanzara a escucharme, le dije: — Hijo, sólo te pido que nunca engañes a nadie, antes de llegar al hecho, diles lo que eres.

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Las almas muertas Cruz Antonio González

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ire, si usted cree que está frente a un texto ya conocido, o en todo caso cierta imitación literaria, o peor aún, un plagio maltrecho del gran Gogol, el escritor que hacía reír con la ausencia de una nariz, está equivocado. No recuerdo con precisión la temática de la obra del maestro de El Capote y La Nariz, sólo ciertos pasajes de una especie de almas que se vendían una vez que los cuerpos habían sido enterrados bajo tierra, o un poco antes, cuando el cura del pueblo les daba la bendición por los pecados cometidos. El caso presente es distinto, más de lo que se puede imaginar, porque a decir verdad, no se trata de muertos, sino todo lo contrario, de vivos, de almas muertas de personas con vida, no confundirla con falta de espiritualidad o cosa por el estilo, de eso trata la historia que a continuación se relata. En un pueblo que, dependiendo de dónde se camine puede estar en el Norte o Sur, la ubicación geográfica lo sitúa en un estado pero sus características físicas, color de piel, forma de comportarse y colorido lenguaje, todo lo que llaman cultura, lo colocan en otro. Esto de la geografía es un invento moderno, tal vez algún Copérnico ayudó con sus invenciones, o quizá las

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navegaciones de Colón que comunicaron mundos desconocidos hasta entonces. Ignoro las intenciones de querer encapsular o cercar a la población, cuando las limitaciones del modernismo de este tipo se hicieron precisamente para desbordarlas. En la colindancia de dos regiones que se besan en el amanecer de un río, donde más que separarse se unifican con cara al océano Pacífico y de espaldas a la serranía, allí se localiza un pueblo que se diferencia de los demás por su intransigencia. No es una intransigencia común, digamos, esa torpeza de estropearlo todo, aunque de hecho se estropee todo, no significa un vínculo con la torpeza como tal, sino como una forma de vida al encerrarse en sí mismo, en la creencia de que todo lo que se ve y conoce en ese marco territorial parece nuevo y único. Esta enfermedad no se inserta en la lista de ninguna patología médica, sino en su cultura. El hombre de estos lares no sólo se siente el centro y creación de todo lo que le rodea, también el elegido entre las catástrofes que se avecinan para remediar la situación. Independientemente de su origen, aquí todo tiene solución, mas no se resuelve nada. Usted conocerá esa versión de la “mexicanada”, que no es otra cosa que invenciones maltrechas o medidas improvisadas sin el mayor grado de seguridad o certeza ante el hecho o problema que se presenta. Pues bien, esta conducta de aventarse ¡a ver que sale!, ha traído perjuicios, y no pocas tragedias. En uno de sus ensayos críticos, José Revueltas narraba este proceder de no calcular las cosas antes de

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hacerlas, el arrojo sin previa meditación no siempre conduce a resultados satisfactorios: El piloto que cruzara hacia el país del Norte y no considerara al realizar la travesía de vuelta el sobrepeso del avión se hallaría impedido de hacer un buen retorno a la nación. Como este ejemplo se pueden contar sin encontrar punto final a lo largo del país. Lo absurdo es encontrar todavía gestos más graves y grotescos de esta caricatura mexicana, que por un lado da tema para corridos e idolatrías populares, pero por el otro, plegarias en las tumbas y alguna que otra maldición pagana. En el pueblo aludido, sombrío, atípico y bonachón, tiempo atrás se escribieron las narraciones populares más cómicas que ha registrado la historia de la región. De entonces a la fecha no se ha producido algo que valga la pena, ni este texto aspira a serlo (Dios me libre de semejante herejía), todo gira a su alrededor, bueno, casi todo, demos un vistazo. En cierta ocasión Luis se topó con el filósofo incomprendido y taciturno, más huraño y renegado de lo acostumbrado. Era por la tarde, lo recuerdo bien porque así me lo contaron en pleno torrente de lluvia; Luis iba hacia la plazuela y el filósofo venía o viceversa, el caso, se encontraron a la altura del Parque Hidalgo. Él se acomodaba los lentes para mirar bien por dónde caminaba, mientras el filósofo fumaba como es su costumbre su cigarrillo sin filtro. El pensador, único ejemplar en el pueblo, vestía su camisa veraniega y pantalón de mezclilla, en cuanto hizo a un lado el cigarro, lo miró de reojo levantando la ceja, atajó directamente…

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— ¿Qué dijo Juan Jacobo en el Contrato Social? Bastardo, eres un ignorante, sigues leyendo esas novelitas de vaqueros y terminarás hecho una sanguijuela como los demás. — ¿Qué le sucede, Federico? — Nada de Federico, soy Rousseau, conozco mejor que nadie las relaciones sociales, sé cómo se inventaron las leyes para regular la vida en sociedad. — ¿Usted está chiflado?, hace más de dos siglos que Rousseau murió, además era francés, usted vive en un pueblo que aún desconoce lo que es la Universidad. No divague en necedades y póngase a trabajar… — ¿Crees que no trabajo?, ¿no sabes que la función de los hombres ilustres como yo que tenemos el don es pensar por ustedes herejes que no conocen el alfabeto? — Bájele, Federico, todo tiene su límite, usted no anda en sus cabales. Mire que sentirse filósofo, si toda la vida se la ha pasado fabricando huaraches en el mercado. — Mientes hombre de las tinieblas, los demonios han poseído tu alma, ¿huarachero yo, ilustre pensador?, bah. — Don Federico, no se acuerda que el fin de semana que nos topamos en la cantina, no decía otra cosa que maldecir a los Testigos de Jehová por llevarse a su mujer los domingos cuando es día de descanso. — ¿A poco eso dije? — Así mero, y ahora me sale con que es filósofo, ¿de dónde?, lo más seguro es que se le botó la canica. Cuando toma se pone cuerdo, y cuando deja de beber se vuelve filósofo.

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— Me ofendes, Luis. — Es la verdad, don Federico, ya no le haga tanto al cigarro que se viaja feo. Y ese que menciona ¿dónde lo conoció? — ¿A quién te refieres?, ¿dónde conocí a quién? — Ese…. —Ah, Rousseau, lo conocí en mi juventud, coincidimos en la Universidad y desde entonces mantenemos acaloradas discusiones sobre el ser y el no ser. — ¿Seguro? — Tan seguro como a Juan Diego se le apareció la Virgen de Guadalupe y todos le siguen en peregrinación. — ¿Usted habla francés? —No hay necesidad, él domina el español y charlamos naturalito, así como ahorita lo hacemos los dos. — ¿De qué habló la última vez con Rousseau? —Dejamos las teorías para otra ocasión y nos enfocamos en la venta de verduras del mercado, el calor, la alimentación de pollos, ya sabes, todo lo que hay acá. Me habló de las nuevas ideas, las afores, el fondo para el retiro, prestaciones de los bancos, y esas cosas que no recuerdo del todo, hasta me dio unos papeles para llenar con datos personales, me tomó la huella del pulgar, y esas cosas, a mí se me hizo una novedad, como que vamos avanzando, ¿no lo crees?, se ve el progreso social. — ¿Cómo iba vestido el filósofo? —Andaba de camisa amarilla y pantalón oscuro. — ¿Traía una marca en la camisa con el nombre de… —No recuerdo bien, parecía una llavecita amarilla con azul.

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—¡Ay don Patroclo!, no era filósofo, ni traía nuevas ideas, es un trabajador de la empresa, y lo que hizo fue concederle un crédito para que compre en esa tienda, sea ropa o artículos electrónicos. —¿Tú cómo sabes de eso? —Todo el pueblo está embarcado con ella, le deben hasta las escrituras de la casa. —¿No me mientes? Y yo que pensé que era el filósofo quien me visitaba. —Déjese de tonterías. —¿Entonces me mintió? —Sí. —¿No vino para aprender de mis ideas? —No. —¿A qué vino si no es para aprender de mi filosofía? —A comprometerlo, a estafarlo. —¿Cómo, con esta tarjetita? —Es la nueva forma de dejarlo a uno en pelotas. —Madre mía. —No se preocupe, Don Federico, mientras no la use no pasa nada. —Me temo que sí pasa. —¿Por qué lo dice? —Por la mañana la vieja me llevó a esa tienda y regresamos con muchas bolsas a la casa. —Ya se chingó mi Rousseau. —¿Ya?, ¿así de fácil?, si ni cuenta me di. —Es el problema de vivir pensando dos siglos atrás. —¿Pero sigo siendo el gran Rousseau? —Eso que ni qué, hasta que le dure la vida.

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—¿Cuánto dura la vida? —Dura todo lo que usted tarde para pagar la deuda de esa tarjeta. —¿Cómo es eso? —Toda la vida. —¿Toda? —Y más todavía. —¿Cómo, todavía sigue después de la muerte? —Su vida, la vida de sus hijos, nietos y todos los filósofos que le vienen de sangre. —¡Dios mío, pero eso es un crimen! —Usted lo ha dicho. —Un crimen sin sangre. —Crimen al fin y al cabo y con todas las de la ley. —¿Quién eres?, ¿por qué hablas con tanta seguridad? —Soy Sócrates, no Luis.

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La historia del trailero ermitaño Ramón Eduardo Ortiz León

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abes dónde naces, pero no dónde vas a quedar. Esas fueron de las primeras palabras que el protagonista de esta triste historia me dirigió al preguntarle sobre los motivos que lo llevaron a vivir autoexiliado, alejado de las personas y de toda comodidad. Postrado en una silla de ruedas, ve sólo pasar el tiempo escuchando una estación de radio que difunde música grupera, a todo el volumen que las pequeñas bocinas del no más pequeño aparato de radio lo permiten. Me enteré de su existencia en uno de mis frecuentes viajes a la frontera de San Luis Río Colorado desde Caborca, para visitar a mi hijo menor internado en un centro de rehabilitación debido a sus problemas con drogas fuertes o no, sitio en el que está recluido desde principios de este apocalíptico y profético año 2012, el cual ya va pasando su primer tercio y aún no sucede nada de lo tan mundialmente difundido: el fin de la vida humana según la conocemos y según profetizan miles de charlatanes, basados en jeroglíficos aún no descifrados de los antiguos mayas, orgullo de nuestra nacionalidad, a quienes antropólogos y científicos atribuyen la invención del cero, tribu que por sus adelantos y conocimientos sobre astronomía le atribuyen que descienden de visitantes de las

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estrellas. Esperemos sea cierto, aún y cuando no lo presenciemos en nuestra corta vida terrestre. Así es que un día, hace unas dos semanas, mi hija Liliana y yo íbamos rumbo a San Luis Río Colorado y a la altura del kilómetro 86, entre Sonoyta y esa población, vi a orillas de la carretera a una mujer, un hombre y una niña, por lo que unos 100 metros más adelante di vuelta para darles un aventón, pensando en que iba a ser difícil que se los dieran ahí en medio del desierto, pues quienes habitamos estas tierras sabemos de los peligros que hay ante la ola de inseguridad y violencia que nos rodea. Al llegar a ellos les pregunto “¿van a San Luis?”. “Sí” me contesta él. “Bueno pues, vámonos, deje nomás hago campo” les digo mientras trato de amontonar, discos, libros y ropa tirada de cualquier manera sobre el asiento trasero. “Yo no voy” me dice, “sólo mi esposa y mi hija”. Echamos su maleta en la cajuela y emprendemos de nuevo el camino. Mientras manejo voy escuchando en el estéreo un disco de la banda de rock que acompaña al esotérico Alice Cooper en su disco The Last Temtaption (original, no pirata de mi colección roquera), bajando el volumen en ocasiones para escuchar lo que dice nuestra pasajera, así avanzamos cuando sin venir al caso, al menos para mí, pasamos por un antiguo paradero de traileros destruido por el tiempo en abandono, y la señora nos dice como interrogando, “¿sabe que ahí vive un señor en silla de ruedas”, “era trailero y muchos de ellos llegan, le dan comida, agua y apoyos”, “mi esposo, que es encargado del restaurant donde nos levantó, todo el tiempo llega a ver qué se le ofrece y sólo le pide agua

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para darle a sus perros, pues dice que para él, siempre tiene de la que le dejan sus amigos traileros”. Y le pregunto “¿no sabe por qué vive ahí, solo y en lo solo?”. “No, pero creo que sufrió un accidente y no puede caminar”. “Qué bueno que me lo dijo” le digo, “a la vuelta voy a llegar para entrevistarlo” y así quedó el asunto. Al regreso mi intención de llegar con él no se concreta, ya que era ya tarde en el mismo día y quería tomar de día un tramo aproximado de 100 kilómetros donde la carreta en construcción es apenas una angosta cinta de pavimento, con dos angostos carriles para circular en los dos sentidos, de tal manera que te hace ver con temor cuando avizoras en el horizonte un vehículo pesado, tráiler o autobús, pues parece que no podrían pasar sin tocarte. Así pues que no llego, y hasta el viaje más reciente que hice, hace apenas unos días, que aprovechando que quedaban unas tres horas de luz, llego acompañado de mi esposa y mi suegro, preguntándome ella que si qué voy a hacer y por qué me detengo, y ya le cuento lo anterior. Jarquín, que así se apellida y gusta le llamen según me dijo después, está sentado en su silla de ruedas, nos mira llegar sin sorpresa, parece estar acostumbrado a que lleguen extraños, responde educadamente al buenas tardes y responde alegre cuando le pregunto “¿no muerden?”, pues dos perros, un pitbull atigrado y una pequeña perrita criolla ladran fuertemente y parece que se van a meter al carro. “Nooo, ya mordieron” me dice. “Sí” le digo, “pero no a mí”. “Nooo, están alegres porque vienen a visitarme” me dice con un acento de oaxaqueño, como si estuviera recién llegado de aquellas sureñas y bonitas tierras.

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Me bajo, no sin cierto temor al perrazo que se me acerca y gruñe, pero no amenazadoramente. “No tenga miedo” me dice. Me presento y le digo el propósito de mi visita. Él se me queda viendo y con unos ojos entrecerrados, mirándome hacia arriba ya que estoy de pie y frente él, me pregunta “¿quién dice que le dijo de mí?”. —Una señora esposa del encargado del restaurante El Pinacate, unos kilómetros más adelante de aquí —le digo. —¿Castillo? —pregunta. — Sí, creo que su dueño es un federal de caminos. —Bueno, ahora sí —me dice y extiende las manos—: Mi nombre es Ignacio Jarquín Cortez y soy de Santa María del Tule, Oaxaca —dice de corrido—, ¿cómo me dijiste que te llamas? — Eduardo. —Mira, Eduardo, siéntate —y señala una cubeta que antes contenía diésel, volteada ahí a un lado suyo. —Es que no quiero echarle el humo de mi cigarro. —No te preocupes, yo también fumo —y agrega—, ¿me puedes dar uno? —Claro que sí —le extiendo la cajetilla. Ve que sólo quedan dos y dice “no, ya se te van a acabar, yo tengo aquí”, y saca una cajetilla de marlboro blancos, “…y también tomo” me dice mientras busca por atrás en su silla, no hallando lo que busca. “¿No ves una botella verde?”, “ah, aquí está” dice. Estaba a un costado de su silla, sobre una piedra, y la abre para darle un trago. Antes le dije “yo no tomo, eh?” en broma, como dando entender que yo no la había agarrado y eso. Me dice “es que

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soy diabético y, ah, otros problemas”. “Hace daño, ¿eh?”. Me dice “sí y mucho”. Volviendo al tema que me interesa y queriendo irme luego, le pregunto, “¿y cómo llegaste aquí, Jarquín?”. Me ve de lado y con sus pequeños e inquisitivos ojos entrecerrados que me hacen recordar a Charles Bronson, son casi idénticos, diciendo, “espérame tantito” y se dirige a mi esposa: “Siéeentese, señora” (arrastrando su pronunciación en las vocales como la gente del Sur), señalando hacia dentro de las desvencijadas paredes de su hogar una silla de ejecutivo ya un poco maltratada. “Así está bien, gracias” le dice ella, “venimos ya cansados de estar sentados”. “De veras, áaandele”. Se asoma al carro, ve a mi suegro y ante la pregunta muda le digo “es mi suegro, tiene ya 94 años, pero está más completo que nosotros, sólo no oye muy bien” y entonces él le grita: “Heeey, viejito, bájese para que descanse”, hasta que al fin lo hace, “venga a saludar a un oaxaco”, le dice “ande venga” y lo saluda efusivamente. Se le ven las ganas de ver gente que llegue y platique con él. Yo no quiero enfocarme a lo que quiero de él, lo dejo ser. Cuando dice su nombre me dice “a ver, ¿cómo lo escribiste?, porque Cortez se escribe de dos maneras, según sea con S o Z, con S lleva acento y así no, está bien, no lleva, y Jarquín lleva acento en la I”. “Sí” le digo. “Pues fíjate, una vez me ‘pelié’ con un maestro porque no tenía educación, estábamos en una cantina y él escupe y escupe en el suelo, habiendo una escupidera para eso, yo le dije que no le confiaría a mis hijos”.

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Volviendo al tema de cómo es que vive en ese lugar y cómo se provee de lo necesario: —¿No conoces a Estrellita? —No, ¿quién es? —le digo. —Una locutora de radio. —¿De dónde es? —De México D.F. Tiene un programa de traileros. Ella me ha echado la mano con la raza, me ‘train’ agua, me ‘train’ comida. Me pregunta de dónde soy, y le digo: —Soy de Choix, Sinaloa. De Los Mochis pa' la sierra. —En Los Mochis tengo muchos amigos: los Miranda, son de El Fuerte. Mira, ¿cómo dijiste que te llamas? —Eduardo. —Mira, Eduardo, en esta vida sabes dónde naces pero no dónde vas a quedar. Fíjese cuando yo era trailero, yo era cliente aquí, era restaurant. Oye, ¿dónde puse mi pisto?, ¿no está por a'i?, no lo veo, una botella verde. Ahí está. —Oiga, ¿y cómo le dicen?, ¿Nacho o Ignacio? —Me dicen Jarquín. Mis papás fallecieron. Me quedé huérfano de papá a los dos años, tengo 65 años. —¿Y aquí, cuántos años tiene? —Aquí… —se queda pensativo. —Estamos en el 2012 —le digo. —Bueno, el 4 de junio cumplo 8 años —se interrumpe y dirigiéndose al perro que llama Tigre, le dice— ¿qué quieres tú, recabroncito?

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—En el 2004 llegó aquí entonces, ¿ya estaba solo aquí? —Eeeh, sí. Creo que tiene como diez años. —¿Solo? —Sí, ¿cómo se llamaba, paradero o restaurant? —El Sahuaro —contesta—. Yo estoy autorizado por el dueño, ¿eh?, pero cuando vino a entrevistarse conmigo vino bravo, ya hablé con él y… —¿Lo deja? —Ah, sí. Aquí he tenido broncas con los federales. Me han acusado de drogadicto, de que vendo droga. —¿De qué? —Primero de que era pollero, porque antes aquí era pasada. Era la pasada, aquí llegaban los autobuses y se vaciaban aquí. Y te voy a ser sincero, Eduardo, a mí me convenía cuando los retachaban los gringos, me dejaban el agua, la comida que llevaban, que atunes y todo eso. Y este… había un federal que me dio mucha carrilla hasta que conocí al comandante y le dije ¿sabe qué?, hay un subalterno suyo que me anda molestando, me anda acusando de cosas que no, usted es un federal, usted tiene estudios, nomás imagínese, con el perdón de la palabra, delante de su señora le dije que si yo fuera otro cabrón, yo sí me lo hubiera quebrado, es allanamiento de morada, ¿tú a que vienes aquí?, bueno, no eres autoridad, no vienes a juzgar, pero para venirme a checar aquí necesitan traerme una orden, de un juez federal porque aquí es federal, ¿cree que si yo hiciera o me dedicara a hacer algo malo, estuviera aquí?. Él me contestó que ya no iba a tener problemas con él, y desde entonces ese wey no volvió a molestarme…

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Se interrumpe al ver que su perro se arrima a mi esposa y quiere jugar. Ella le dice “ya siéntate”. Y él comenta “es muy, ¿cómo te digo, amigable?, no, ¿cómo te dijera, vaquetón?, noo, muy conchudo… y no me lo van a creer pero miren, de veras, de veras, así, hasta le tengo envidia al wey, hay señoras, de veras, de veras que lo paran pa' bailar con él, y le digo, nooo pues ya te voy a mandar pa’l otro lado, no me dejas a mí nada, lo quieren mucho los traileros, los autobuseros…”. “¿Se paran aquí?” le dice mi esposa. “Sí, me train sángüiches, sodas, de esos elites”, se refiere a una línea de autobuses. “¿El perro llegó sólo?”. “No, me lo trajeron, este ya estaba en la perrera, era ya un cadáver, me dijo el llantero que lo trajo ‘no, ese ya no se va a lograr’ y ora que lo ves dices uy ya se pasó de tigre el cabrón”. En ese momento se para un autobús de la línea Norte de Sonora y se bajan el operador con su ayudante, cargan una bolsa de camiseta en sus manos, dentro una charola térmica. Mi esposa va a tomarles fotos y le digo “no, espera ya que se lo entreguen”. Dan las buenas tardes y dirigiéndose a Jarquín le dicen “¿Qué pasó mi Nachito?”, haciéndole entrega de la bolsa con comida, cruzan unas breves palabras y se dirigen de nuevo al autobús, no sin antes despedirse. “Ya ves, estábamos hablando de eso” me dice, y así la plática sigue ya tocando un tema ya otro, sobre cosas que le pasaron en su vida de trailero, y para finalizar me cuenta que se juntó con una mujer en Chihuahua pero no tuvieron hijos, que se fue a Jalisco a trabajar para una compañía donde le pagaban muy bien, pero ella no quiso seguirle, sin embargo dice “le dejé una casa, buena casa, para ella y su hijo pues ella tenía un hijo”, se le quiebra la voz

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y solloza, recordando cómo ya no volvió con ellos, dice que empezó a tener problemas con la vista y trabajó casi un año en esas circunstancias, manejando sólo de día y al final , mejor se retiró para evitar tener algún problema por su falta de visión y llegar a afectar a otros por ello. Recaló a Sonoyta, “trabajé ahí, boleando calzado, me dio permiso el señor Salcido, dueño de la gasolinera local, quien es una finísima persona” dice, “y finalmente una vez que fui a Tijuana a ver unos amigos, al regresó me quedé aquí y aquí estoy, como te dije, uno sabe dónde nace pero no dónde va a morir”, aludiendo quizás a que piensa morir aquí, en medio del desierto, lejos de una familia y hogar, aunque esto último es relativo pues su hogar está aquí, en esta construcción abandonada que lo semiprotege de los elementos climáticos, pues su techo es un cedazo a través del cual ves el sol, la luna y las estrellas según sea la hora. Aunque Jarquín no me lo pidió, si alguna vez pasan por ese lugar recuerden, y si traen algo que no les haga falta o les sobre, agua, alimentos, y si lo que sobra es tiempo mucho que mejor, pues las visitas lo hacen feliz, porque tiene ganas de platicar y sentirse acompañado, al menos esa impresión tengo yo, pues una vez que nos despedimos las lágrimas le rodaban por su cara.

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El infierno de Julián Lenin Guerrero Oronia

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esde lejos me llamó la atención el alboroto. Todo el relajo era causado por un par de gallos que levantaban plumas y polvo finito de la calle. Pasé luego del trabajo, a la hora marcada para una pelea emplumada entre un gallo de Las Cruces Cuatas y uno de los nuestros. Debo confesar que esperaba ver sangre cuando llegué al círculo de gente que rodeaba la pelea, y quiso la suerte que la viera en el rostro de mi hijo. Cuando todos me vieron el argüende bajó de tono. El grito de Manuela, mi ex esposa, me sacudió. —¡Llévate tu gallo!— dijo señalándome al animal invicto y excitado que sujetaban dos ansiosos muchachitos—, tu maldito gallo pinto... el campeón salió traidor como tú. Llévatelo antes de que lo mate, porque ganas no me faltan de partirte la madre a ti también. No sé cómo pero un gallo de dos mil pesos le clavó las garras a Julián en un ojo. Abrupta la sangre le corrió por la cara y el pecho. Sus urgentes lágrimas se le revolvieron con mi sangre, mi sangre casi en verdad, porque era mi heredero el del rostro elogiado antes por tantas mujeres, casadas y solteras que lo asediaron amablemente hasta ese día.

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Ya se lo había advertido Manuela en repetidas ocasiones como presagiando todo tipo de horrores: "acaricias más a tu gallo que a tu novia... esos animales te van a venir cortando el chile, pendejo". Y qué podía decirle yo, su padre, fantasma con uniforme de policía, que no vivía con ellos y que no me respetaban por viejo, y por ser desatento con él desde que tenía un año. Y ahora menos, cómo perdonarme por haberlo dejado crecer así, haberle permitido tantas libertades para con mis gallos, y finalmente, que uno de ellos le penetrara el globo ocular con temeraria uña como ganzúa y lo dejara marcado desde ese día para siempre. Tomé mi gallo y me abrí pasos entre los niños que me miraron con ojos de incredulidad. Temí que en los murmullos de la chiquillada mi nombre se acompañara de palabras como pendejo o idiota. Temí más que sin el menor recato me dejaran oírlo, porque no me iba a detener para romperle el hocico a quien descubriera nombrándome. De verdad no quería ver más sangre. Al día siguiente, Oscar y Leopoldo, sus primos, menores en edad pero más astutos, fueron a mi casa y brincaron sin dificultad el cerco. Para ellos era tan vehemente la orden que Julián les había dado, que sintieron pena por el animal. En el pequeño gallinero que compartían ocho gladiadores con cresta, el único que intentó volar inútilmente fue el pinto. Cuando lo agarraron, el gallo de cualidades casi humanas tembló expresándoles el más sincero terror. Los observé en la calle inclinada cuando se lo llevaban a paso veloz hacia arriba de la loma. Les hice señas con la cachucha y Leopoldo giró

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para enseñarme al gallo entre sus brazos. Al principio no le hallaba forma; vi luego que brillaba algo como enceradito. El muchacho giró de nuevo sin detenerse y alcancé a observar las plumas espigadas de la cola, ¡pinto!, y de inmediato hice como que me sacaba la pistola para amenazarlos pero sólo me devolvieron un silencio absurdo y unas señas sin respeto. Julián los esperaba en su patio fumando. Nunca lo había hecho tan cerca de Manuela. Descalzo, la tierra de tres días le blanqueaba hasta los tobillos. Tiró la colilla cuando vio venir a los morros con su encargo. Entre cacareos tomó al gallo y luego con severidad lo crujió entre sus brazos, crac, fuertes como otrora los míos. Un lamento de gallo ensordeció a los cuatro. Él, sus primos, y yo que alcancé a ver cómo entre pellejos y plumas, a modo de tablitas mojadas que se resquebrajaban sonaron sus huesos. No habiéndolo colmado de muerte, el cuerpo del gallo cayó al suelo. Aleteó sin lograr desplazarse más de un centímetro. A la altura de la ceja, como tratando de acomodársela y al mismo tiempo de no lastimarse más, Julián tocó la gasa que le habían puesto en el hospital del seguro social. Al tacto se humedeció. Volteó a verme y miró de nuevo hacia abajo para ver al animal moribundo. Retrocedió un paso atrás y pateó al gallo mandándolo un par de metros adelante, hacia una pila de neumáticos que sostenían un lavadero. Las llantas no amortiguaron la caída. Volvió a mirarme. Y sin usar las palabras ni sus señas acostumbradas me dio a entender cuánto me odiaba. Sin llegar a transgredir el límite marcado por la sombra del tejabán y un limón grande, Manuela salió al

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patio a ver qué pasaba. No tardó en darse cuenta de lo sucedido. Hurgó en su pelo rizado para rascarse y luego con la misma mano hizo señas a Julián para que viese su panza. Julián torpemente bajó la mirada hacia su barriga desnuda: La mierda blanca y olivo de gallo le había tiroleado el ombligo. No murió sino al siguiente día. Esa mañana, cuando iba de paso, lo miré debajo del lavadero, inmóvil en apariencia, recostado sobre el musgo formado a causa del constante fluir del agua usada. Emitía cacareos extraños y aleteaba su ala izquierda por episodios de frustración; esa tarde me contaron mis cuñados ensañados con él cómo habían dejado entrar al patio a otros gallos y que hasta los costa rica le sacaron los ojos, entre estertores, desangrándolo en su estado vegetativo, sin poder defender su casta de ave de pelea. Sentí esa vez un tipo de lástima vacía que me revolvió el estómago. Se le estaba yendo la vida de una forma muy dolorosa a mi modo de comprender. Una semana después me asigné la tarea de sepultarlo en bajo el aguacate de mi domicilio, pues al parecer todos en la casa de mis suegros preferían ignorarlo, no porque su odio contra el gallo fuera insaciable, sino porque todos iban de un lado a otro procurando el dinero para ayudar a Julián. La operación costaba más de lo que yo en la policía municipal ganaría en todo un año. Sin detenerme en cavilaciones sobre mi tímido párkinson, tomé el bulto duro y polvoso cuyo plumaje de cerca resultó más maloliente de lo que había imaginado. Me lo llevé pensando que quizá era como un castigo de Dios, quien

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desde arriba decidía a qué ingrato le aplicaba su ley por la espalda. La forma de castigar a un traidor no podría resultar de otra manera. Después de enterrarlo me fumé un cigarro, clínicamente prohibido, sentado en una de las dos sillas que junto a la cama eran todo el mobiliario de la casa. Me había quitado el uniforme y lo había colocado sobre la otra silla. De mi cinturón tomé una bala añeja, cobriza. La olí un poco, y luego con la punta me rocé el párpado derecho varias veces. —¿Qué se sentirá perder un ojo? —dije al aire sabiendo que nadie me escucharía fuera de la casa. Me habían convencido de que tomando té de limón todos los días, los ataques de tos que me atacaban a la hora de dormir irían desapareciendo. Hasta me parecía buena idea conseguir una buena cantidad de hojas en el patio de Manuela, pero no me atrevía a pedírselas. Yo mismo me sorprendía en el espejo del baño de la comandancia, a las horas en que el ministerio público se iba a comer, buscándome con los dedos cuál de los músculos de mi garganta empezaba a sonar mal. Un ronroneante gato se había instalado por esos días en mi pecho. Seducido por la hombría estúpida o por la resignación, Julián prefirió que la familia no gastase en su trasplante de ojo nuevo, argumentando que buscaría la ayuda de un primo que era amigo de la novia del hijo del secretario de salud del estado. A mí no me requirieron ni un centavo como siempre desde que Manuela decidió hacerse cargo de mi hijo. Luego supe que tampoco le hizo buena cara a la ocurrente sugerencia de mi suegra, que lo instaba a

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usar parche como pirata. A pesar de lo que él creía, me ponía mal cuando lo miraba a la cara. Su gesto de guiño le empezaba a petrificar medio rostro, como una embolia grotesca que lo hacía ver de malos humos. Me dolía no sé qué parte en el pecho que su aspecto empeorara, aunque siguiera siendo un idiota que a sus casi treinta años se sintiera el rey de la casa, es decir, que no trabajara. No obstante todas las recomendaciones de Manuela, siguió peleando mis gallos pero cada vez los descuidaba más. Tuve incluso noticias de que un gallo de la Colonia del Zancudo con navajas amarradas mató alevosamente a uno de los míos que iba desarmado, sin nada para defenderse. Y así se me fueron acabando. Pasaron con los meses la navidad y el año nuevo y todos los días fríos. En primavera renunció a cortarse el pelo y la barba, primero con un fin estético, pero al paso del tiempo logró un aspecto deplorable. También le dio por molestar a los perros, a lo que los animales respondieron con la misma moneda. Nunca volví a ver que cuando platicara con alguien sostuviera su mirada. Siempre rehuía la vista como avergonzándose de su cuenca vacía. —¡Mooooorgaaann! Una mañana, camino a su casa, lo llamaron desde lejos, una voz vieja allá calle abajo. Repitieron su apodo acentuándolo donde no ameritaba, lo usaron como trapo, lo pasaron por todas las ventanas, por todas los rincones de todas las casas, y no respondió. Recién despierta la señora gorda del abarrotes lo escuchó desde su ventana abierta y supo que era el de él. Pero no sabía si iba o venía, si estaba de regreso o se le había

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escapado a alguien que lo dijo sin maldad. También pensó que pudo haber sido un graffiti reciente en las sucias paredes de las casas no habitadas que tomaba vida. La gorda sintió una leve compasión, que se le esfumó cuando vio venir un cliente. —¡Morgan!— Ahí estaba de nuevo su sobrenombre ya maldito. Un par de perros suspendieron su pelea y miraron en dirección de Julián. Lo habían reconocido, pero él a cincuenta metros ya no distinguía, y sí, ésa era su fama, bisílaba, gravemente suya, evocándolo sin dulzura, áspera voz como de disco de 45 en 33 revoluciones por minuto. No había misterio en pronunciarlo. Deseó ser un quejido insignificante para escurrirse por la calle que iba al parquecito de beis, le urgía hacerse mil pedazos, mil listones y volverse alimento de los pájaros grises que se la llevan picando los ciruelares. Simplemente desaparecer. ¿Quién era el dueño del anzuelo?, porque su oído ya había picado. —¡Heeeeeey, no sé quién eres! —gritó hecho un cíclope herido. Y en ese momento las esquinas reaparecieron cobijando a una docena de secundarianos sospechosos, señores en coche que venían a comprar coca a la casa rosa; volvieron a sonar en la herrería de Martín los esmeriles, los mazazos y la electricidad estallando en las láminas. Las señoras subieron el volumen a sus radios. Regresó también el beodo locutor a las casas de renta. Él preguntó a un par niños que jugaban a las canicas en la tierra, pero no supieron decirle quién le gritaba casi desde mi casa. Aquel

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que lo llamó a lo lejos no estaba, quizá era a su otro yo al que buscaban. Otro día el sol apoyaba sus codos en toda la calle. Le pareció sensato perderse sin aviso en la imperecedera hora de trabajo entresemanal, ir a la casa de un amigo aunque no lo encontrara pues era hora de volver a la madriguera de las labores. Pero lo llamaron otra vez, y era sólo su nombre, ¡su nombre!, las actas del barrio así lo señalaban ya: lo que rebotaba en los muros y en las ventanas era sólo el apodo que lo seguiría a la tumba, su nomenclatura que ponía sobre aviso, entre otras cosas, al polvo que solía treparlo desde los pies, a las vecinas más bellas que decidían no asomarse ni de broma y a los amigos a quienes les debía dinero. Se me figuró que todos querían que mi hijo les debiese algo para aprovechar que se encontraba a media calle y gritarle también, llamarle desde cualquier puerta y despertarle en el corazón el lamento que tenía no menos de un año de nacido y que lo convertía en una maraña de rabietas. A él, por un momento se le ocurrió que había otra forma para llamarlo así, una manera extraña que se descascaraba quizás en algún otro lugar. Morgan no le gustaba. Pirata Morgan menos. A alguien divisó con dificultad, pero no lo distinguía. Eran dos cuadras de distancia, pero por su cabeza no apareció registro parecido al de esa sombra sin edad y sin características especiales. Tampoco hubo semejanza con el timbre de la voz, ni en la forma de decirlo. Le pareció que era como una voz cualquiera, como de nadie.

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“No soy yo” pensó aliviado, pero otra vez, era él el único que transitaba el cauce de la calle. La palabra insistió, ¡Morgan!, y continuó nombrándolo por varios días mientras él le empezaba a tomar cariño a las piedras con las que trataría de acallar aquel grito. Cansado, no le importó si era a él a quien buscaban. No era importante, pensaba, porque del mismo modo no había relevancia en quién o qué lo había reconocido a la distancia. Le parecía ya un grito habitual del barrio. Ignorable. Fastidioso. De loco maldito. La calle, los niños dramatizando al japonés en boga, el anónimo del barrio que llamaba a su personaje, las doñitas esquivándolo, todo eso le importó poco, salvo que debía haber una manera para que lo llamaran desde lejos, pero sin involucrar a los perros, ni a nadie, así, a media calle y sin que nadie se enterara que él andaba por ahí. En la comandancia me ganaba la tos y la risa cuando recordaba su desesperación. Prometía no volverlo a hacer, pero después de los gallos, era lo único que realmente me divertía.

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La Mojonera Filiberto Zepeda

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provechando el fresco de la mañana salimos rumbo a La Mojonera, lugar apartado del caserío. Sólo me seguía un perro, tal vez con la esperanza de ganarse un taco, aunque yo no comprendía tanta necesidad, pues a decir verdad estaba muy lejos el lugar, además de que saliendo el sol con cuarenta y siete grados, arreciaría un calorón con la sensación de cincuenta y dos grados a la sombra, y ni con veinte tacos se quitaría el temblor de canillas, así que poco o nada podría significarle un taco. Pero en fin, cuando el cariño y la amistad se dan, aunque vengan de un perro se tienen que valorar me quedé pensando. A cada paso que daba con el hacha en el hombro y el machete fajado, más pesaba el galón de vidrio forrado de jarcia, y así como si le doliera la panza al indecente por tanto tomar agua, sonaba bofo en subidas y bajadas. Me lo cambiaba de mano y con los dedos amoratados terminaba a cada tramo que andaba. De repente apareció un conejo gris en el camino, le tutié al perro, que me miró de forma desconcertante, pero al verme el ceño fruncido de coraje porque no arrancaba tras él, al fin salió gruñendo los dientes que a nadie asustaban pues se le veían quebrados, aparte estaba molacho.

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Pegó una breve corrida y a los primeros metros quedó muy atrás, más que corretear al conejo parece que corría tras su huella que el viento muy rápido borraba. Regresó terriblemente cansado, casi sin aliento y de nuevo volteó a verme con mirada angustiosa, mas no supe interpretarle. Con el tiempo supe que fue toda una odisea haberle mandado a hacer aquella persecución tras el conejo, que más bien fue contra su propio orgullo y sus años porque sus patas al correr daban la impresión de ser cuatro piolas que se enredaban y lo que pretendía fuera una mueca de bravura era tan solo un rictus de dolor. Pienso que lo consoló el hecho de que ya se divisara La Mojonera y su gran bajío lleno de mezquites, mucho chiltepín y una que otra víbora que por ahí merodeaba. Pobre perro, por momentos se tiraba al suelo y tal vez se levantaba pensando en el charco de agua que en el centro de la mojonera se encontraba, con olor a flores, canto de pájaros y por qué no decirlo, también malos olores. Llegamos y ya me estaban esperando para empezar la labor. Me aguardaba un viejo, sombrero de lado, de estatura regular, jomudo, moreno brilloso, de aspecto indio, casi por inercia me invitó un café que calentaba en un bote de cinco litros. De ahí lo sacaba a una taza de peltre despostillada que al parecer hacía mucho tiempo no lavaba. Tomamos café y me dijo “vamos a entrarle a la joda para que escojas los horcones que quieres, después sacamos las vigas”. Empezamos a chambear y el cuerpo a sudar, entre hachazos y renegadas, poco a poco completamos el viaje. “Esos son horcones, no chingaderas” dijo el viejo. “Además

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ya cumplieron con su cometido, esos mezquites los visitaba yo de niño, les quitaba chúcata para masticar, las péchitas para el atole, y más de tres iguanas grandes tumbé a terronazos para comerlas en caldo, pero ahora van a ser los pilares para tu casa, verán crecer a tus chamacos, serán testigos de los encuentros que tengas con tu vieja y grabaran en sus entrañas los quejidos, y cuando pasen los años, en silencio se pudrirán, y si no estás conforme con eso los podrás hacer leña para calentarte los huesos, y en caso extremo, de ahí te cuelgas hasta quedar con la lengua de corbata”. Yo por mi parte pensaba, mientras quitábamos las espinas y las puntas de los horcones, ¿cuántas víboras se habrán deslizado por aquí, cuántas cagadas de pájaro y de otros animales, cuántos habrán anidado en él? De pronto el viejo dijo “vente vamos a echarnos un taco” y mientras desenvolvía la servilleta bordada que traía en el morral chiflaba el Novillo Despuntado. Le daba vueltas a los tacos sobre las brasas, cuando de pronto cambió al “cuervo con tantas plumas y no se pudo mantener ay, ay, ay, ay”, creo que se le prendió una brasa en el dedo mocho que años antes le había mochado la banda de un tractor, me quedé pensando que debió haber sido así para cambiar tan de repente de canción. El perro apareció tan rápido como el aroma de los tacos al hacer contacto con las brasas, el viejo lo regañó por osado según oí. Cabizbajo el perro se quedó por un lado mirando cómo comíamos, sus tripas hechas un nudo daban la impresión de morir a cada instante. Le tiré con un pedazo de tortilla que lo atragantó. Los ojos le lloraban al borde de la desesperación. Ya no movía ni la cola, pero le

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tiré con un taco entero de papas con chorizo en tortilla de harina, el pobre chucho casi me mordió la mano, pues según con ese taco desataría sus tripas hechas nudo, las mismas que con puro aire mantenía ocupadas, así lo delataba el sonido que de ellas emanaba. Al estar distraídos platicando, de repente vimos cómo el perro ahora sí corría recio con la servilleta en el hocico, me levanté rápido y apenado por eso de que todo se parece a su dueño. Sin embargo el viejo me dijo que me sosegara, que no había necesidad de alterarse, “los tacos buenos nos los acabamos” dijo, “el resto están envenenados con mucha candelilla, pues ansina los había preparado para un cabrón que me tiene enfadado de tanto robarme el lonche”. Me quedé un rato en silencio echándome viento con el sombrero. Transcurrido un lapso de tiempo separamos los horcones de las vigas. No pasó mucho tiempo y empezaron a escucharse aullidos desesperados de dolor. Me aparté de la labor y me dirigí hasta donde estaba el perro, mirándome con los ojos hundidos y vidriosos, todo cagado pues se avecinaba su muerte, como deseando que hiciera algo por él, como pidiendo clemencia trataba de echar los tacos por el hocico. Me buscaba con la mirada a sabiendas que pagaba por su error, aun así estoy seguro que pasaron por su mente gratos recuerdos e imágenes, porque se le reflejaban destellos de paz, y como si sonriera abrazaba la calma bajo el silencio que produce la muerte. Apareció el viejo como adivinando lo que el perro pensaba, no hubo regaño ni reclamo por robar los tacos. El viejo murmuró entre dientes “todos morimos por un

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motivo sin entender muchas veces la razón…”. Se quitó el sombrero y al Dios de los perros encomendó el alma del animal, pidiendo perdón aunque muriera por cleptómano. Alcancé a escuchar como un murmullo que decía “…hasta el hombre muere por esta razón”. Con la suela de sus huaraches le cerró los ojos mientras las moscas se apresuraban a disfrutar de sus despojos. En lo alto del cielo ya un zopilote le había devorado el alma y a vuelta y vuelta venía bajando por el resto. Nosotros acordamos regresar al pueblo por una carreta que pudiera los horcones. Nos separamos por diferentes veredas, de repente a mí me salió de nuevo el mismo conejo gris esperando que le tuteara el perro, pero al no mirarlo se confió, lo que aproveché para darle tremendo terronazo en la cabeza. Cayó pataleando. La muerte le entró por los ojos, llenos de sorpresa por tremendo madrazo, y el alma se le escapó por un hilo de sangre que brotaba de sus narices. Lo destripé y le bajé el cuero ahí mismo. Caminando para no atraer a las moscas y menos a los pinches zopilotes, según yo, aves de mal agüero, tenía miedo de que me confundieran al ver mis manos llenas de sangre, pero en fin me dije “con precaución no pasa nada”, empecé a manejar las cosas con mucho cuidado, como asesino experimentado. Me subí a un tronco seco y me invertí los huaraches, como si fuera caminando al revés, trataba de confundir al máximo la huellada, y donde me era posible brincaba de un lado al otro del camino, con los huaraches cambiados de pie, de puntitas, con el pie de lado casi pisando con los tobillos, a veces con los talones, en fin, muchas precauciones.

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La tarde empezó a caer sobre mis hombros. El bólido de las lechuzas, el canto del tecolote y el ruido del viento me erizaban la piel. Pero ya más cerca del caserío empezó a llegarme la calma que por mucho rato no pude alcanzar de tanto pensar cuál sería mi último pensamiento cuando estuviera muriendo. Al desaparecer mis temores vinieron las preguntas: ¿me conformará saber el motivo por el cual yo muero? o si lo que dejo no es dinero, ¿les alcanzará a mis herederos para obtener felicidad?, lo que concluí fue adelantar que no moriré por ladrón, aunque confieso: me gustaría morir por mis ideales, por mis usos y costumbres, o por alguien a quien yo ame, pues debe ser pleno que al llegar la huesuda queriéndome llevar tenga yo oportunidad de hacerle frente, tirándole fregadazos y hasta por momentos hacerla recular, que sienta pues que se está llevando a un hombre, uno que en la vida supo valorar a sus amigos, disfrutar de los amores y que a la suerte da las gracias por todos los momentos de felicidad, que lleva en su mente sonrisas, paisajes y gestos de buena voluntad, pero en especial, la mirada de su madre. Sí, morir peleando y tener la posibilidad de decir lo que piensas o sientas por alguien. Nunca para mí será bueno morir en silencio, menos cuando existen dudas o simplemente tenga que morir gritando, o sin saber la verdad, si en el tiempo que tuve supe dar felicidad… En fin, me esperaba la casa donde tengo una silla destartalada de vaqueta, ya estaban sirviendo la mesa. Al entrar oigo cómo suena la cuchara cuando choca con la taza, alguien endulza el café. Las manos que tortean bajo la luz de la mecha que alumbra la pequeña cocinita de

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paredes de carrizo y techo de tierra, mi humilde casa donde nunca faltan los frijoles gracias a Dios. Los chamacos juegan al trompo y las niñas al pares y nones, mientras un copechi atraviesa la noche. Termino de cenar y salgo afuera a chuparme un cigarro. Me sorprende lo que veo por el camino. No termino de creerlo, si mis ojos no me engañan, estoy mirando al mismo perro que se tragó la candelilla, casi se viene arrastrando. Lo que más me sorprende es el conejo gris con el cuero bichi que también viene caminando. Me pregunto ¿cuándo se me cayó de las manos?, ¿tendrán hambre y vienen por un taco?, ¿cómo consiguió la muerte seguirme la pinche huella si los huaraches traía volteados? Tiré el cigarro y me arrisqué el sombrero. A paso arrebatado me apresuré y desenvainé el machete que siempre traigo fajado. —Mira huesuda —le dije—, una vez te tuve miedo, pero de eso hace mucho tiempo. Hoy te enfrentas a un hombre que no piensa cambiarse los huaraches, ni brincar de lado a lado, mucho menos morir cagado. Con el rumbo más fijo que nunca, una energía transformadora sentí que me recorría la piel. Me sentí dueño de grandes certezas y de una convicción más que profunda. —Tú, Muerte —continué encarando a los animales deformes—, podrás llegar cuando quieras, pues sé que te escondes en el valle, en el monte, debajo de un mezquite, detrás de un sahuaro, por calles o callejones, hasta cuando estoy dormido… por eso ¡ya no te tengo miedo!

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Mucho antes de terminar con mis decires las criaturas ya habían desaparecido por rumbos del oscuro monte. Al día siguiente volví con una carreta para levantar los horcones. El viejo y yo cargamos todo, taqueamos y comentamos lo del perro y el conejo. “¿No te estarás quedando como mi hermano el loco?” me dijo insinuando que se me estaba botando la catota. Días después vi en la calle al hermano loco del viejo y le pregunté qué era eso de estar loco y su respuesta me dejó pasmado: “Es andar descalzo, amigo, mirar las brasas al rojo vivo y saber que si no pasas sobre ellas te quemas”. Al decirlo esto, el loco le arrancaba un pedazo de carne a un hueso que se me figuró la pierna chamuscada de un conejo. En la plaza lo esperaba un perro mugroso y feliz que me recordó mucho al mío.

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El viaje de Teo Roberto Mir

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a volví a ver, con su maleta café y una bolsita negra con un cierre que se abría en dos. Arrancó el Malibu 79, poniendo un cassette de bossa nova y prendiendo un viceroy para iniciar la jornada. Peinado y maquillaje discreto a la usanza de la moda setenta-ochenta, aunque con un toque moderno casi imperceptible con delicadeza, y un feelin' romántico inigualable, a eso que le llaman buena vibra o tiene un no sé qué, en quién sabe dónde, que me hace sentir quién sabe cómo. Teo se llamaba su conejo, cada mañana era el ir a verlo, le llevaba una hoja de lechuga, no sin antes prepararse su café y prender un cigarro, con una bata floreada que era de su mamá, salía cuando amanecía un poco caliente, el suéter rojo con dos bolsillos en el que invariablemente encontraba los cerillos para prender la estufa. Fue un amor de lejos, esporádico, de esos que ya no hay, un amor en el que desde el primer momento, el amor a primera vista, el cosmos, karma o lo que haya sido, generó un sentimiento poético entre dos mundos lejanos y a la vez paralelos, en los caprichos del destino florentino. Teo salía de una pequeña madriguera que había en el terreno de atrás, tenía una pelusa grisácea, era curioso y

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tranquilo a la vez, muy cauteloso y fino en su andar, grande, con una mirada que brindaba paz en su interior. Yo creo que por eso ella se identificó inmediatamente con él. Simplemente eran espíritus compatibles. Muy en su interior, ella no quería que Teo se fuera, pero sabía que algún día tendría que irse. Un día, Teo se fue. Ella trataba de fingir que no lo extrañaba, pero a veces lloraba en silencio, algunas ocasiones se asomaba a la ventana esperando verlo otra vez, abrazarlo, decirle cuánto lo extrañaba, o tal vez para despedirse de él. Fue en Otoño. Su alma se desprendió. Yo la sentí. Fue el semblante en su rostro lo que me dijo: “Ahora soy libre… ahora todo es más claro… ahora… sólo ahora”.

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Flores y despedida Julio Adrián Cerna E.

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e regalo un ramo de rosas. Son blancas, amarillas, violetas y otras más rojas como los labios de tu boca. Las compré esta mañana cuando pensaba que cumplíamos aniversario de bodas. Recordé el bosque en que te pedí que fueras mi novia. Tu cuerpo coqueto, delgado, hermoso y dócil se dibujaba cadencioso mientras tu piel rosada se iluminaba por destellos de luz. Sé que te gustan las flores. Sus colores reúnen la esencia de tu cuerpo. Resaltan lo bella que eres y se combinan de una manera sensacional. No por nada en cada aniversario, tu obsequio favorito tiene que ser flores. Rosas en el comedor, sala, recámara y al hacer el amor. Hoy que entré con las rosas, nuestra casa huele a todas ellas. El aire quieto esparce su aroma por los rincones de nuestra sala tan amplia. Todo parece natural y cuidado. Hay muchas flores, además de las que compré para ti. No se parecen a las mías, los arreglos son especiales y tristes, no me gusta mirarlos. Me puse mi traje elegante; un saco negro y fino; el pantalón cuidado y sin arrugas. Los zapatos negros bien lustrados, mientras todo yo, luzco impecable y limpio; un caballero como solías decirme cuando te invitaba a cenar.

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Veo el reloj, son las tres de la mañana, me siento junto a ti. Te susurro en la luz tenue una canción quedita mientras las velas pobremente iluminan la habitación. El fuego de las velas tiembla y se mueve hasta consumir la cera por completo y extinguirse para encender una nueva. Hoy la muchacha me dijo que te encontrabas mal. Ella te observó con un dolor de cabeza. Notó que estabas muy cansada y lo último que me dijo fue que te quedaste dormida. Después del ajetreo del día y los trámites difíciles que tuve que hacer, aquí estás conmigo. Luces hermosa con el peinado que te gusta y un maquillaje discreto. Pareces un ángel. Me sirven café y nunca me gustó mucho, lo tomo para acompañarte. No quisiera tener que dormir solo. Ahora veo tus ojos cerrados y tranquilos. Desearía que despertases y cortes el silencio. Pero hace frío, estoy helado y no me muevo. Los ojos se me cierran. Los pulmones no se llenan de aire, ni mi estómago se contrae. Ya no puedo hablarte y seguramente emites palabras y no las escucho. Al menos eso pienso, porque quizás no quiero darme cuenta de que todo esto no me pasa a mí y que en realidad tú no estás dormida.

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Un trabajo cualquiera José Ramón Camacho M.

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aúl despertó de sobresalto al sonar su teléfono celular en medio de la noche. Miró la hora en el reloj que estaba sobre su buró. Eran las 4:29 a.m. —Bueno… —contestó con voz somnolienta. —¡Levántate! Tienes trabajo que hacer. Alístate. El tiempo corre. Espera la próxima llamada en este mismo celular…— dijo la voz en tono rudo y mandante del otro lado de la bocina antes de colgar. —¿Está todo bien? —preguntó una voz de mujer a su lado. —Sí, todo está bien, sólo una llamada del trabajo, vuelve a dormir cariño —acarició tiernamente a su esposa y le dio un beso en la mejilla. Aún desconcertado por la llamada, Raúl se sienta a la orilla de la cama, sacude su cabeza con las manos y se levanta a tomar un rápido baño. Se cambia a toda prisa. Toma una vieja maleta en la que guarda sus herramientas y sale de su casa, no sin antes despedirse de su esposa. —¿Te tardarás? —preguntó ella. —No lo sé, piratita, no sé cuánto tardemos, ni si regresaré para la noche. Cualquier cosa ya sabrás de mí —le dio un beso y salió. Afuera hacía un frío del demonio, harían unos 4 grados en esa parte de la ciudad. Eran finales de enero. La

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pobre iluminación en la calle, junto al viento que soplaba, aumentaba más la sensación del frío. Sube a su auto, mete la llave y, no arranca. —Maldita sea, ¡auto estúpido! Abre el cofre, le da unos golpecitos a las terminales de la batería y regresa a encenderlo. —Vamos, cabrón arranca… —piensa Raúl mientras bombea gasolina con el acelerador. Suena el celular. “¡Carajo!” dice al ver el número en la pantalla del celular —¿Qué pasa? —responde con voz serena. —Tienes que estar a las 06:00 en punto en el estacionamiento del 7Eleven que está afuera de la estación Juárez del tren ligero. No te retrases, es de vital importancia que todo se lleve según el tiempo estimado —dicho esto, colgó. Pasaron 15 minutos desde la última llamada y Raúl seguía con su apuro. “¡Puta madre! Este pinche carro no quiere arrancar”. Baja de nuevo. Checa las bujías y las limpia, no podía hacerlo de manera sencilla ya que sus manos estaban heladas. Regresa al auto e intenta de nuevo. “Vamos, hijo de puta arranca”. “Uno… vamos, carrito, vamos”. “Dos… vamos, no me vayas a fallar el día de hoy” decía con tono suplicante. Tres intentos y por fin puede ponerlo en marcha. —¡Sí! —exclamó Raúl con voz victoriosa—, ahora vámonos al lugar de la cita, no debo llegar tarde porque si las cosas no salen según lo planeado me puede ir muy mal —se dice a él mismo.

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Sale rumbo al Sur. Enciende la radio: “Oh mother, tell your children, not to do what I have done, spend your lives in sin and misery in the house of the rising sun…” Suena la canción de The Animals en las bocinas del viejo Tsuru II. En las calles el poco tránsito que había a esa hora permitía que se moviera por ellas sin contratiempo alguno. Sólo se veían algunas personas que hacían esfuerzos por aminorar el frío bajo las luminarias públicas, esperando camión para trasladarse a su trabajo o escuela, con los rostros cansados de soportar esa rutina semanal. “Well, there is a house in New Orleans, they call the rising sun and it's been the ruin of many a poor boy and God I know I'm one…” —Así son las cosas mi Rulas, de aquí en adelante ya no hay pa’trás —decía el Tripas—. Aquí no tenemos ni pensión, ni seguro y esas cosas. Renunciar, ¡ja! ni pensarlo, varios amigos han querido salir, y han desaparecido, no sé si de buena o mala manera. Hemos cometido muchas cosas malas y por esas cicatrices que le hemos hecho a la muerte, algún día ella vendrá por nosotros y nos las va a cobrar. Te buscarán por aquí o por allá, será mañana o tal vez cuando menos lo esperes, pero que te fíen el haber matado a alguien no es tan fácil. No duermes tranquilo, no andas tranquilo pensando día tras día en la bala que de algún lado llegará. Si quieres salirte de esta vida, sólo lo harás con los pies por delante… Las luces rojas y azules de la sirena de una patrulla lo sacaron de sus pensamientos. Se asustó. Con los pies intentaba ocultar debajo de su asiento la mochila donde llevaba sus herramientas. Para su fortuna sólo se trataba de una patrulla de agentes viales desviando el tránsito por las

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reparaciones que se estaban haciendo en ese momento. Se desvió por la calle indicada hasta llegar a la Calzada Independencia y así poder tomar la Avenida La Paz. No hubo más contrariedades para llegar a la Avenida Federalismo. Llegó al lugar de la cita y se estacionó. Aún no llegaba el contacto. —¿Ves esta pistola?, Rulas, mírala. Esto es lo que te da el poder en estos días, esto es lo que hace que me pueda pagar los lujitos que tanto disfruto. Llevo más de 8 años metido en esto, y no sé cuánto tiempo más pueda seguir de esta manera, así que disfruto de la vida como si fuera el último. Recuerdo el día que llegué a la ciudad, igual que tú me vine desde mi estado en busca de oportunidades, una chamba decente, pero al no encontrarlas y la desesperación por el hambre, porque el hambre es canija mi Rulas, bien canija. Así que un día, por azares del destino conocí al Bartolo, nunca supe si era su nombre real, llegó a mi lado y me preguntó si quería ganarme unos pesos. Sin pensarlo le dije que sí. Y heme aquí Rulitas, gozando la buena vida, aunque no niego que fui a parar con gente de la cual, en ocasiones, me arrepiento de haber conocido… ¡Toc toc! Un sonido de toquidos que provenían de su ventana lo trajo de su ensimismamiento. —Baja la ventanilla —le decía con señas un tipo desde afuera del auto. Raúl baja lentamente el vidrio de la ventana, al tiempo que el sujeto de afuera le acerca un sobre manila. —Aquí tienes la información necesaria para llevar a cabo tu trabajo. El Jefe no quiere fallas como la vez pasada que todo estuvo a punto de venirse abajo, es vital para la

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organización que esto se lleve a cabo tal cual dicen las instrucciones —dijo esto y se marchó a toda velocidad en la motocicleta que venía tripulando. Las manos le temblaban tan solo al sentir el sobre entre ellas, era un viejo hábito que no podía controlar, el saber que la vida de una persona pendía colgada en sus dedos lo hacía estremecer. El sobre contenía datos y fotos del encargo en cuestión, además de una hoja detallando todos los pasos a seguir con un recuadro en rojo donde se leía: 07:00. Glorieta de Avenida México y Chapultepec, estaciónate a un lado del Aurrera. Ahí espera al conejo blanco. Miró la hora en su reloj de pulsera. Bajó del auto porque aún había tiempo para un café antes de partir. —¡Ja ja ja! —reía el Tripas sentado en el asiento del chofer de un auto robado. —¿Viste cómo se le volteaban los ojitos al cabrón, ¡ja ja ja!... Se sienten muy cabrones cuando andan en la bola pero nomas le pones la fusca en la frente y hasta se cagan. ¿Viste como rogaba el muy maricón? Y tú ¿qué onda mi Rulas? Quita esa pinche cara ¡ja ja ja!... Más vale que te calmes Rulas, vienes más blanco que un fantasma, hasta creo que veo cómo te late el corazón en el pecho, te va a dar un infarto. Te tienes que ir acostumbrando porque así serán las cosas. Yo te recomendaré para que asciendas en este bisnes, tienes los güevos suficientes, ya tuviste el bautismo de sangre que es el más difícil, los que vienen son más fácil y tal vez te hagas como yo, que ya le agarré el gusto. De ahora en adelante no olvides cuidarte, hay quienes esperan por ti. Es más, toma,

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échate un pericazo pa' que te alivianes, y güelcom, mi Rulas, güelcom … El sonido de un claxon lo trajo de vuelta. Volteó hacia su costado y miró una caribe blanca con una calca del conejo Bugs Bunny. —¿Rulas? —le dijeron desde el otro auto—, deja tu auto ahí estacionado y sube conmigo. Era el hombre calvo quien la hablaba. Bajó del auto y se subió al otro. “Pa dar levantones somos los mejores, siempre en caravana, toda mi plebada, bien empecherados, blindados y listos para ejecutar…” sonaba la canción Sanguinarios del M1 de El Komander en su reproductor de mp3. Raúl no se sentía cómodo con esa música, a pesar de estar en este negocio, no le gustaba este tipo de canciones donde los tipos como él eran mostrados como héroes. “Soy el número 1 de clave M1, respaldado por el Mayo y por el Chapo, la JT siempre, presente y pendiente pa' su apoyo dar”. El conductor era un gigante de 1.96, calvo, de unos 160 kilos de peso. En el rostro una cicatriz que empezaba en la boca y terminaba en su oreja. —Toma este sobre, las órdenes han cambiado de último momento. ¿Cuántas veces ha escuchado eso Raúl?, sabía que lo hacían para evitar una posible filtración de información por parte de algún soplón. —Nuestras patrullas están listas y en posición, los demás compañeros también saben sus órdenes. El objetivo sigue siendo el mismo sólo que no lo vamos a levantar, a este lo vamos a matar ahí mismo. Te llevaré hasta el lugar donde esta persona estará. Saldrá de su hotel

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aproximadamente a las 09:00. Serán dos caravanas las que saldrán del hotel con la intención de confundirnos, pero gracias a un pitazo sabremos en cuál de ellos va. El otro convoy de los nuestros seguirá a la caravana falsa para que crean que nos tragamos el anzuelo. Las patrullas despejaran cualquier posible interferencia que se presente; cerrarán el paso. Te dejaré en la esquina exacta. Cuando pare el auto en ese preciso lugar, te acercarás y dispararás contra el objetivo. Usarás esta pistola, sé que es pequeña, pero es la necesaria para este trabajo, tiene que ser a quemarropa. Es lo más peligroso que te hemos pedido hacer hasta el momento. Si lo logras, Rulas, te vas a las grandes ligas. Suerte. Hemos llegado. Raúl dio un salto cuando recibió el codazo en el brazo. —No olvides que debes de aprovechar la confusión y salir corriendo. Más tarde, si todo sale bien nos encontraremos en el lugar ya acordado. Será muy peligroso y esperemos que la policía haga su trabajo. … Llegué a mi casa después de nuestro trabajo. Me metí a bañar porque sentía que la sangre me corría por todo el cuerpo. Me sequé con una toalla que estaba colgada, la cual no me daba abasto ya que no dejaba de transpirar. Salí del baño y me dirigí al clóset. Tomé la cajita donde guardaba el dinero. 1000 dólares por sólo acompañarlo. Vendí barata mi alma al Diablo. “¿Vas a cenar amor?” Volteé y la miré, era Martina mi mujer. Era un ángel que traía una vida de oportunidades dentro de su vientre. “Claro, amor, en un momento estoy en la mesa”. Dejé la cajita del dinero en su lugar y cerré la puerta del

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clóset. Sólo espero que ella y mi próximo bebé entiendan y me perdonen por qué elegí este trabajo… Una semana después, Raúl acarició su pecho en el cual llevaba una foto de su mujer con su hija de 6 meses. Amartilló la pistola que le dieron anteriormente. Abrió la puerta del coche y se bajó persignándose, pidiéndole a Dios que le fuera bien en otro día más de trabajo.

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Cigarrillos de menta Daniel Gallardo

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milio todas las mañanas despertaba con el golpe de los rayos del sol a las siete con cuarenta y cinco minutos, su celular que ya había programado a las diez con tres de la noche, a esa hora (un cuarto para las siete) secundaba la desesperante insistencia de la luz solar sobre la cara del joven. Emilio saltó de la cama aquel viernes, tiró la sábana a un lado, sacó con enfado el tiro del bóxer blanco perla de su entrepierna, caminó a la mesa en medio de la habitación, cogió un cigarrillo y abrió la ventana. El veinteañero quedaba absorto con la consecuencia de sus decisiones en sus meditaciones matutinas, daba un golpe a su cigarro y exhalaba extasiado. Era un gusto tener esa rutina, pensaba además: “si no hubiese desertado de la carrera nunca hubiese conocido a la señora Zelma. Mira esas tetas de cuarentona bien conservadas, esas curvas bien pronunciadas que se abultan — culpa bendita— de su brasier y ese coño con vello recién cortado. Una exquisitez de mujer para que viva con el patán de Román”. La mujer vivía cruzando la calle, su ventana daba vista abierta a la ventana de Emilio. Zelma también tenía un problema: no era diferente al resto de las mujeres, frente al espejo todas las mañanas después de colocar su traje del

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BanRegio tomaba un meñique de sombra y lo esparcía sobre el parpado morado que Román le regalaba con cada discusión. Eso pasaba normalmente cada tercer día cada vez que su marido llegaba ebrio o frustrado al finalizar su jornada en el autolavado. Daba el último jalón al cigarrillo y bajaba las persianas de la ventana mientras Zelma acomodaba un poco de labial. La ducha, el cambio de ropa y el desayuno formaban parte de las escalas del chico, todo terminaba cuando éste llevaba el plato con cereal al ordenador, a la misma mesa de los cigarrillos: Julio Cortázar, Huidobro, Kaa, artículos de Noam Chomsky y títulos como El crepúsculo de los ídolos de Nietzsche rodeaban la máquina. I. EMILIO Emilio exploró durante tres horas sus pensamientos, de ocho a once sin encontrar respuestas, la página seguía en blanco, la última con exactitud, sólo le quedaba cerrar su trama pero hasta ese momento lo único que le quedaba eran las últimas hojuelas de maíz azucarado al fondo del tazón. Ese viernes quince acomodó su saco beige encima de su camisa, se puso sus zapatos de lona blancos y bajó las escaleras de su departamento. Pasó sin prestar atención a la señora del alquiler que alegaba el cobro del mes, llevó su segundo cigarrillo a la boca y lo encendió premeditadamente. Continuó su trayecto hasta llegar a la costa, el mar frente a él, invadido de la bruma de otoño, zafó su mariconera y bajó a la arena con la talega en la mano, se postró bajo una vieja palapa e inició un ritual de

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desinhibición, sus ojos se hundieron en la nada o un poco más allá, recordó pues qué lo había llevado a aquel lugar tan concurrido, recordó también que había cosas por hacer, cartas que leer y otras situaciones que concluir: abrió la mariconera y sacó de ella un puñado de sobres amarillentos. Mostró con soberbia un gajo de alegría en su labio inferior y apartó uno de los sobres del resto, lo abrió: “Los autobuses salen cada media hora, el último parte a las ocho treinta… Claro está, depende a donde quieras ir”. Dobló en cuatro partes la hoja, la devolvió al sobre, y el sobre al fajo con los demás. De su saco retiró un bolígrafo y en un trozo de papel higiénico respondió con entereza: “Nunca he visitado Morelia”. Retornó su sonrisa, alzó la mirada y guardó la pluma y alojó el papel dentro de su capacho que ya colgaba otra vez en su hombro, se puso de pie e inició su regreso por otro lugar. II. ROMÁN —Te ves de la fregada amigo —observó Celso–. Tan mal te la pasaste con las pirujillas de La Bamba– concluyó. Román que apenas pudo llegar a su rutina respondió agresivo: —Eres un pendejo —. Capturó la manguera echando chorros de agua al auto que le tocó lavar. Enceró el capó y pulió los rines del Renault Torino con extrema precaución, quitó la porquería de las llantas y sacudió los asientos. Para Román, la dedicación a la vida es lo que habla de las personas, a esta primera al parecer no incluía a su esposa.

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Eso pensaban sus compinches: desde Celso hasta El Coralillo. —Eh, Román, el jefe quiere que vayas a su despacho — ordenó Goyo. —Toma tu finiquito y sal de aquí de inmediato —dirigió un hombre obeso de cara ancha, labios pequeños y calvo—. Rápido —sentenció. Román miró el cheque tomándolo sin chistar. —A la chingada —terminó, saliendo a toda prisa del autolavado. —Eh, ¡Román!, amigo, hoy a las nueve en La Bamba baila Carmelita —invitó El Coralillo. —¡Carmelita es mía cabrón! —advirtió Celso mientras ordenaba las facturas. —Lo sé desgraciado —devolvió el chico con una mirada picaresca—. Pero tiene un culo, Dios guarde— argumentó excitado. Román no retrocedió. En el camino a casa se descubren muchas cosas, como el que tu vida es tan miserable, mucho más que la de los mendigos que ves tirados fuera de los Starbucks o de los restaurantes de chicos bien. Que la vida no sonríe dos veces en el mismo día… Y que la felicidad no es necesaria para vivir, que quizá lo que nos daña de por vida es la búsqueda de ésta. III . ZELMA La fila medía entre tres y tres metros y medio como todas las mañanas, los ancianos y las madres de familia con sus escuincles chamagosos denotaban desesperación, los mecían con insistencia o les daban de manotazos en las

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nalgas. Hay tres sitios a los que todos detestamos ir: los hospitales, las iglesias y los bancos, en ellos no faltan los niños, y no sólo eso, sino los insoportables. Zelma era admirable, cinco días a la semana debía aguantar una atmosfera terrible, por demás trágica. Los protocolos volvían de la rutina de la mujer un tortuoso inicio de día con mentadas de madre o comentarios ofensivos por parte de los clientes de la linda burocracia bancaria: —¿Depósito o retiro? —preguntó Zelma. —Propuesta —dijo Emilio. —Al buzón de sugerencias por favor —respondió con frialdad. Emilio sacó el papel blanco de su saco, expresó con ternura aceptara el trozo de papel. —¿Depósito o retiro? —preguntó nuevamente la mujer. —Depósito —exclamó el veinteañero. —¿Cantidad? —cuestionó con la vista pegada en el monitor. —Hay otro camión que sale en una hora —propuso Emilio. —¿Cantidad? —preguntó otra vez Zelma. —Sesenta minutos… en la terminal —Emilio levantó la manija de su maleta y salió del banco. Zelma distendió el papel corrugado y explotó dando un golpe sobre el teclado, la sorpresa atrapó a todos los presentes. Vivió atrapada, tan semejante a un pajarillo mantequero en una jaula para ratones, y el día que abrió sus alas mandó a chingar a su madre a todos. Desabotonó el

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apretado chaleco del uniforme, lo tiró al piso, lo pisoteó e inmediatamente fue despedida. IV. MAL TERCIO Zelma y Román compartían hasta ese momento el despido de sus empleos. La libertad los abrazaba ahora, tan comparable como la de los mendigos fuera de los Starbucks, cosa que Emilio ya conocía tiempo ha. Supieron hasta entonces que las cosas que nos sujetan a ciertas situaciones son consecuencia del papel que hemos querido jugar. Román intoxicado estrellaba las botellas vacías de cerveza sobre la pared de la cocina, cada que terminaba una la impactaba contra el muro. Se derrumbó, con la única esperanza de desquitar su enojo con su mujer. Tirado en el piso perdió el conocimiento y la poca dignidad que consumió hasta el inconsciente. Al cruzar la calle, en la ventana de Emilio, la señora del alquiler golpeaba con desespero la puerta. En la terminal Emilio acomodaba su maleta en la parte superior de su asiento. La duda lo invadía. ¿Qué mujer le haría caso a un chamaco con carrera trunca en letras?, Zelma respondió, al cruzar la puerta a los andenes. El segundo escalón del autobús hacia Morelia esperaba a la mujer, que dudaba y con miedo volteaba a su espalda, con su petaca en la mano y su uniforme desaliñado de BanRegio. Emilio en la cima de los escalones, dentro del autobús, confirmaba que su novela siempre estuvo sujeta a las tetas firmes de Zelma, su amante de cuarenta y cuatro años. “El tiempo se va rápido si no tienes algo que decir”.

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Otro gallo en el gallinero Daniel Alcaraz

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e camino mucho extranjero, era verano y las visitas aumentaban. Los de fuera traen consigo modas y hábitos de putos, pero siempre se dejan venir dos tres viejas de buen ver, pensaba Beto. No estaba seguro a qué iban con el calor adormecedor que azotaba en esas fechas. Menos mal que no había avechuchos, si no ya hubieran salido corriendo. Suena el claxon de un carro atrás. —¡Uop! —lo saludan sacando el brazo por la ventana de la camioneta. Se detiene. — ¿Qué pasa, Nachito? —le contesta mientras para en la banqueta inclinando su bicicleta. —¿Va p’al billar?, van’ir aquellos, dicen que traen a un compa de Mazatlán que la pega machín. —Pos pa’llá voy, ¿tú no vas? —Tengo que ir a un mandado a Teacapán, a ver si al rato todavía andan. Se despiden y la Nissan del 94 arranca al mismo tiempo que el Beto se balancea de nuevo sobre el asiento. Siempre que caía retador de fuera era el que sacaba la casta por Escuinapa. Esta vez venía un compa de Maza, que al decir del Nachito tenía con queso las quesadillas. Hace apenas un par de semanas el Jorge Pinzón que venía de

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Rosario le había dado a entender que sus ratos de gallo habían flaqueado. Tan sólo una diferencia de cinco carambolas le había sacado de un juego a 30 de tres bandas. Era hora de olvidarse del mal rato con el Jorge y enfocarse en el tiro que iba a haber al rato. Toma su bici y emprende camino veloz, esperando le dé minutos para calentar. El billar queda casi contra esquina de la plazuela, a media cuadra de la calle principal. Está restringido el acceso a niños y mujeres, además unos tablones impiden la visibilidad al interior del lugar, dejando un toque de duda y secreto para los peatones que caminan a diario por ahí, tal vez algunos imaginándose el montón de barbajanerías que se hacen en su interior. Al entrar ya había dos o tres esperando el agarre. El Beto se dirige a tomar su taco del 20 que tiene marcado en el extremo de la goma que toca el suelo. Le pide al coime la mesa de en medio, donde le gusta jugar. Después de quince minutos que estuvo tirando, volteó alrededor a ver si había contrincante. Sujetó el taco y cogió la tiza con la otra mano para empolvar la cabeza. Nadie a la vista. Después de tres tiros llegó un señor de unos 45 años, era medio calvo y traía cargando un estuche. A ningún cliente le resultó conocido y hasta el Pachi, el coime, se acercó a preguntarle qué se le ofrecía. Intercambiaron algunas palabras y le dio la única mesa que estaba vacía. Sacó del estuche un taco desarmable que comenzó a enroscar. Sus movimientos se veían toscos y parecía no tener mucha idea del juego. Metió la mano en la bolsa trasera de su pantalón tipo dockers, tomó un guante y se lo puso. Los demás empezaban a agarrar cura con el espectáculo que brindaba el desconocido.

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Los escuinapenses que asistían al billar tenían sus hábitos, sus costumbres y su estilo propio a la hora de enfrentar una partida de carambola. Pero ver a un extraño con esos artilugios finos y la brusquedad en su coordinación, resultó casi irrisorio. Aguantaban sus carcajadas por respeto a alguien que no sabían quién era. Sin embargo, para los que estaban avisados, seguro era el mazatleco; para los que no, un extranjero que se las daba de muy machín, pero que no pasaba de ser uno más. Beto ya le había echado uno que otro volteón para ver su supuesto talento. Pudo ver series de dos a cuatro carambolas, no de más. Esto lo relajó. El rostro del señor le resultaba familiar. Tal vez lo haya conocido en algún torneo estatal, pensó. Esperaba ya el momento en que llegara el presentador, que de acuerdo a la información del Nachito, podría ser el Julio o el Pedro. Al fin llegó el Pedro y se acercó al desconocido. Los presentó, como se acostumbraba antes de iniciar. Comentó que el retador, llamado Jonás, quería jugar de cien pesos el juego. Beto aceptó sin titubeos, pensando que lo que acababa de observar del rival, no podía hacerle mucha mella. Pero antes, sugirió que se jugara en la mesa donde estaba él, ya que era la única que no tenía caída. La falta de nivelación podría ser justificación y pretexto para el perdedor. El mentado Jonás asintió en todo cruzando sólo pocas palabras, añadiendo que no quería que valieran las carambolas con choque. Acordaron por último jugar un rosario a cincuenta carambolas. En los primeros tiros el Jonás llevaba una ventaja ya de 12 a 8. Turno de Beto, que pensó que el compa extraño

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había tenido suerte al hacer una serie de cuatro al principio y que le quedara la décima acomodada para chocarlas con las tres barandas. Hizo la novena, pero le había quedado feo el acomodo para la de tres. Tenía que intentar un tiro de tabla. Lo falla. El oponente hace otra serie de cuatro y ya se ve más a gusto jugando. Parece como si la torpeza se le estuviera apagando. Con una excelente ejecución de doble vuelta, los presentes truenan los dedos aplaudiéndole al Beto. Ya pasan la mitad de la partida y Jonás se estanca en 31 después de tres tiros. El Betillo va por la 29. —¡Se oyen paasos! —grita el Pachi. —¡Hay pelea! —exclama otro. —Pa qué me la salan, pa qué me la salan. –vocifera el Beto al fallar un tiro sencillo, mientras su mirada se pierde en el verde del paño. El arma secreta del retador era la precisión en el tiro largo. A pesar de que su técnica no era muy buena, ya para estas instancias del juego había demostrado que tenía idea de cómo hacerle. El Beto se relajó al haber hecho un juicio parcial de sus observaciones previas, creyendo que el otro compa carecía de habilidades suficientes para sacarle el susto que le estaba dando. Para ese momento del juego el nervio ya comenzaba a entrarle al campeón escuinapense. Toma la tiza, la deja y la vuelve a tomar. Sabe que este simple movimiento es reflejo de su nerviosismo, pero trata de no hacerlo muy evidente silbando como si eso reflejara tranquilidad. Está en la lona, son 8 carambolas de diferencia, contando una de tres barandas. El Jonás va por la 42. Luego de dos tiros llegó a la 49 y apuntó a la bola roja

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para hacer una carambola cruzada con efecto contrario y terminar el rosario. Los espectadores no pudieron más que aplaudir ante la pericia demostrada. — ¡Tiempo, Pachi! —después de decir esto, observó al Jonás de frente y con más detenimiento—. A ver, momento, ¿tú no eres el de Mazatlán o sí? —No, yo vengo de Tecualilla, ya voy a vivir aquí, conseguí jale en la planta de mango. ¿Iba a venir uno de Maza o qué? —preguntó sonriendo. —Sí pos iba a venir con el Julio o el Pedro, por eso pensé que eras tú. A ti ya te había mirado en algún lado. —Po' a lo mejor en el estatal hace dos años, creo también te vi a ti. — Ahí fue, ahí fue. Se despidieron chocando sus manos. El Beto entregó los 100 pesos que habían apostado. De regreso, seguía recordando el rostro del nuevo amigo. Al llegar a casa, sacó la foto general de los concursantes del torneo de 1990. Allí estaba él, con la misma calva de ahora y con el título de subcampeón estatal. Recargó los pies sobre la mesa, seguro de que lo habían coyoteado y pensando que había caído otro gallo al gallinero.

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El arco iris de Sofía Jesús Manuel Tamayo

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a lluvia comenzaba a caer y la gente se echó a correr a sus casas como si la alarma de la presidencia se hubiera activado o como si hubieran llegado los matones al pueblo. Aquí la gente es muy rebuscada y todos corrieron como locos a refugiarse. Yo ya estaba sentado en el río con una rosa hermosa cuando empezó a llover. Eran gotas muy fuertes las que caían, pareciera como si el cielo estuviera enojado, muy enojado. Pero ahí me quedé sentado debajo de un árbol de hojas muy grandes y gruesas que me cubrían muy bien de esas feroces gotas. Sin embargo yo no tenía miedo, ni siquiera tantito, ya ven que dicen que es malo estar debajo de un árbol cuando llueve porque atraes a los rayos y a los truenos, pero afortunadamente la lluvia no duró mucho en irse y el sol volvió a salir nuevamente, dejando así un gigantesco arcoíris entre las nubes. Era colorido y hermoso, verdaderamente hermoso. ¿De dónde vienen los arco iris?, ¿vendrán del cielo?, ¿o de Marte?, siempre me he preguntado. Mi madre dice que los arco iris vienen del cielo, que se forman cuando la lluvia se termina y el sol sale con sus rayos luminosos queriéndose comer al cielo. Agustín, mi hermano mayor, dice que vienen de la falda de Sofía, que le metiera la mano

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para encontrarme con uno. A mí me gustaba más la respuesta de mi madre. Sabía que Sofía era incapaz de guardar un arco iris bajo su falda, ¿cómo cabrían tantos colores ahí abajo? Era imposible, pero Agustín sólo decía eso para molestarme; él aseguraba que yo estaba enamorado de Sofía, y aunque es cierto, no sé cómo pudo enterarse, si sólo Sofía y yo lo sabemos. Es muy curioso cuando te gusta alguien, haces cosas raras, muy muy raras. Como aquella tarde que estaba aquí en el río ya dispuesto a irme a mi casa cuando escuché el grito de Sofía diciendo que la esperara, no sé de donde salió pero sólo volteé la cabeza y ya estaba detrás de mí. Me dijo que le ayudara a recoger plantas y piedras raras para su clase de biología. Le dije que sí al ver ese guiño en su ojo izquierdo, pero que tenía que irme rápido. Empezamos a buscar las piedras más raras y feas para su clase, yo solo encontré dos piedras muy horrendas que se parecían mucho a Agustín y a Laura, su novia, por eso las junté. Luego de unos minutos terminamos de recolectar las piedras y las guardamos en un frasco amarillo que ella cargaba. Le dije que ya era hora de irme, que mi madre se preocuparía mucho. Sofía me dijo que esperara un poco más, aún faltaban recoger las plantas. En menos de un minuto gritó muy fuerte diciendo que había encontrado una planta muy rara y eso la puso contenta, decía que sacaría diez en su clase, pero yo seguía insistiéndole en que ya era hora de irnos, mi madre seguramente me estaría esperando en la puerta de la casa con el cinturón para darme con él, pero Sofía no cabía de la alegría y tomó mis manos y empezó a saltar, yo sólo hacía

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gestos con la cara de arrepentimiento, a pesar de que me gustaba ver sus ojos, ya quería irme a mi casa. No dejaba de pensar en la tunda o el castigo que me pondría mi madre por tardarme tanto en llegar. La noche no me ayudaba, cada segundo se hacía más oscura y misteriosa. Eso me preocupaba, nunca había estado en el río después de las 6:30, esa era siempre la hora acordada para volver a casa. Le dije por tercera vez a Sofía que ya debíamos irnos, pero ella no me hacía caso. Después de unos segundos comprendió que era tarde y por fin nos marchamos. Comenzamos a caminar lento, el camino estaba muy enmontado, lleno de piedras y ramas. Casi no se podía ver el faro de la plazuela y los zancudos empezaban a molestar. Apretamos el paso y a mitad del camino a Sofía se le tira el frasco amarillo donde guardaba las piedras; sentí que lo había hecho a propósito, pero no le reclamé y me apuré a recoger todas las piedras que pude pero ella dijo que estaba cansada y que quería descansar cinco minutos. Al escuchar eso saliendo de su boca, me imaginé a mi madre persiguiéndome por todo el patio con el cinturón en la mano. Sin embargo, no dije nada, y me senté por un lado de ella, ya me había retrasado con media hora, ¿qué tanto daño me harían cinco minutos más? Sofía me empezó a contar muy inquieta que un día antes le había llegado un papel a la butaca de su salón, donde decía que tenía unos pechos muy grandes, y la verdad es que así eran, pero no la quise mortificar más y le dije que eso era mentira, que sus pechos estaban de un tamaño normal. No sé por qué razón presentía que había

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sido Agustín quien le escribió ese mensaje. Le dije que no tenía nada de qué preocuparse pero ella se miraba muy angustiada. Era como si le hubieran dicho que sus padres habían sufrido un accidente o algo parecido. Sus ojos se miraban llorosos y no paraba de decir que era un fenómeno solo por tener unos pechos gigantes. La abracé, aunque ella seguía llorando. La solté y mis ojos sin voluntad propia se fijaron en sus pechos de una manera descarada. Su blusa hacia que se apretaran más a su cuerpo como si fueran dos montañas aferradas a su tierra. Sofía lo notó, pudo percibir cómo los observaba. Me imaginaba cómo eran esos pechos grandes, como se sentirían en mis manos, ¿esos pechos también vendrán del cielo?, ¿o de Marte?, pensaba en silencio. Sofía me preguntó si había besado a alguien en la boca, le contesté que sí pero era una gran mentira, nunca había dado un beso en la boca a nadie. Sofía tomó mi cara y juntó su boca con la mía, sin poder reaccionar me hizo abrirla. Lancé una pequeña mordida a sus labios sin querer; ella se rió. Pude sentir cómo su lengua se iba encajando en mi paladar y sus manos que acariciaban toda mi cara, pareciera que estuviera frotándome algo. Mientras la besaba, sentía sus enormes pechos junto a mi cuerpo, abrigaban un calor inmenso, una parte del río dejaba de ser boca para convertirse en cascada. Esos pechos mareaban mi calor y se adueñaban de mi respiración. Al poco tiempo, Sofía dejó de besarme y me preguntó si había sentido amor. Le dije que sí, que estaba completamente enamorado de ella, que cada vez que la miraba pasar por el río soñaba con ella y con sus ojos, pero

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ella sólo se reía, decía que era muy romántico y que me faltaba mucho por aprender. Haciendo un gesto pícaro en su cara, tomó mi mano y la puso en uno de sus senos. No podía creer lo que estaba pasando. Nunca antes había tocado el seno de una mujer y esa vez tocaba el de Sofía, la chica que me gustaba. Estaba muy confundido, no sabía qué hacer ni qué decir, si correr o poner mi otra mano en su otro pecho, sin embargo, no tenía miedo, ni siquiera tantito. Sólo quería hacer lo correcto y decidí tomar su otro seno y comencé a tocarlos lentamente en círculos, tal como salía en las películas que ponía Agustín cuando mi madre dormía. No tardó mucho para que Sofía comenzara a expulsar unos ruidos extraños de su boca, supuse que le gustaba la manera en que movía sus pechos. De arriba abajo y circularmente, les pegaba un pequeño apretón y ella sacaba su lengua y a la vez arañaba el monte con sus dedos. Segundos más tarde se quitó la blusa y el brasier. Fue cuando mis ojos se perdieron completamente mirando ese milagro que Sofía guardaba. Deseaba tener miles de manos para tocar esos enormes senos sin parar que se sentían suaves y a la vez duros, como si estuviera tocando el cielo y las nubes, como si las piedras del río se agitaran en el viento. Eran unos pechos enormes. Jamás imaginé conocer los senos de una mujer ese día, mucho menos acariciarlos, sólo me quedaba agradecerle su gran acto de humildad; había sido muy generosa conmigo, demasiado. Después de tocarlos como un loco durante unos minutos, Sofía me dijo que parara que ya había sido

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suficiente y era hora de irnos. Su madre también estaría preocupada por ella. Se puso su blusa y nos fuimos. Le dije en voz baja que nunca había tocado algo como eso; ella me contestó que eso no era nada, que la mujer guarda algo más puro y peculiar en su cuerpo. Pensé en los ojos, pero ella me dijo que era algo que cuando lo tocas puedes sentir como se humedece tu mano y los descarté. Comprendí que se trataba de lo que había bajo su ombligo. Me preguntó si quería tocarlo, rápidamente le dije que sí aunque no sabía bien de lo que hablaba. Ella sonrió y prometió que en mi cumpleaños como regalo vendría al río por la tarde y se desnudaría completamente para mí, que podría hacer con su cuerpo lo que quisiera siempre y cuando ella sintiera placer. Dijo que me enseñaría el cielo que esconde y que podría a tocar sus pechos nuevamente pero si yo faltaba a la cita jamás se volvería a repetir la oportunidad. Llegué a casa contentísimo. Afortunadamente mi madre estaba en casa de mi tía Dolores jugando dominó y Agustín seguramente tocándole los pechos a Laura. Ese día sí que tuve suerte; besé a Sofía, le acaricie sus pechos y me salvé de la regañada de mi madre. Al siguiente día le comenté todo lo sucedido a Agustín, esperando que me aconsejara y me dijo que le metiera mano a todo y que usara protección, que un chico de catorce años no se miraría bien con un chamaco. Nunca le dije que sentía amor por Sofía, sólo lo que hicimos en el camino, tal vez por eso me decía siempre que guardaba un arco iris bajo su falda.

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No le entendí cuando dijo de meter la mano en todo porque mi mano no se podría meter en su corazón, ni en sus ojos, cosa que me hubiera gustado bastante poder hacer. Sofía era mucho mayor que yo, pero a mí me gustaban sus ojos, por eso me enamoré de ella, por sus ojos. Esos ojos que en ningún sitio existen, Sofía los tenía. Desde entonces cada noche soñaba con sus ojos y sus pechos, pero más con sus pechos, sólo deseaba que pasaran los meses rápido para que llegara el día en que Sofía me mostraría el cielo, y poder ver su cuerpo desnudo y provocarle más ruidos extraños saliendo de su boca. Cada vez que la miraba por la calle me cerraba el ojo y sólo me decía en voz baja “nos vemos en el río”, y una risa se hacía notar en mi cara, era como si a mi madre le dijeran que saldríamos de la pobreza o que le dijeran a Agustín que había pasado el examen de física. Era un deseo que sería cumplido en poco tiempo. Han pasado seis meses y mi día al fin llegó. La espera terminó. Conoceré a Sofía por dentro y por fuera. Por la mañana le robé un poco de perfume a mi hermano, uno azul que le había regalado Laura el domingo pasado y me vine corriendo hacia acá. Aquí estoy esperando a Sofía debajo de este árbol con esta rosa hermosa que le he traído, mirando el arco iris que dejó la lluvia, pensando en lo que me pueda encontrar cuando su falda caiga al suelo. ¿Será un arco iris?, ¿o serán plantas raras?, no lo sé. Nunca he visto eso que esconde una mujer bajo su ombligo. Pienso en encontrarme un arco iris lleno de vida, con agua y cielo. También siento que será

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hermoso como sus ojos, o tal vez sea oscuro y raro como las plantas, o tal vez SofĂ­a nunca llegue, sin embargo, no tengo miedo, ni siquiera tantito.

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Mi estancia indeterminada en el infierno Luis Gavotto

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se olor particular que no permanecía allí, sino que también me abrazaba, el que los fantasmas (doctores) no consideraban, o quizá lo soportaban por momentos, valerosamente redituados sin realizar gestos: sólo se cubrían la nariz y su boca sin cambiar de expresión. El ambiente, el olor, las diversas manifestaciones de desesperación, de agonía y ese miedo a los otros y su indiferencia. En mi angustia por estar allí les dije gritando “¡¿qué, están locos?!”. Considero que estos diagnósticos y sus tratamientos científicos son un ejemplo de poder, subordinación y un reflejo de lo que sucede en el país. Justo ahora que creo que estoy enloqueciendo al igual que usted, lo que deseo es que me saquen de aquí, antes de que me convierta en un recuerdo olvidado, o un mueble decorativo, frío, blanco, inexpresivo, lleno de pastillas y vagando en el pasillo del jardín sin flores. Intentaré escapar, pero la puerta del cuarto está conformada con metal, un metal pesado como AC/DC. Donde ellos no lo perciben, ni se apiadan o no quieren, pues están en sus lujosas habitaciones refrigeradas y perfumes franceses exclusivos, utilizando toda la moda

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—pero que no los oculta de nosotros—. Cuando nos llegan a visitar, caminan en grupo, disfrazados de almas en pena, ellos con sus crucifijos de oro colgados en su cuello, simulando interés; ya en sus oficinas se escuchan carcajadas, donde comparten bebidas y parejas sexuales que no existen, en copas y escritorios inventados, al igual que su vida. Y ahora, veinticinco años después, espero casi sin provocarlo, reencontrarme contigo en este lugar secreto, secreto de los monstruos normales, entre tantos extranjeros, burócratas perfumados, políticos, algunas rubias voluptuosas y una que otra morena, cabello largo sin principios, inmóvil como Fedra, cuyos ojos vacíos habitan la soledad de estas estatuas desnudas en compañía. Sueño número 6 / Esa sensación de satisfacción, placer y libertad de ver un pasillo con varias puertas numeradas y personalizadas. Complaciéndome imaginar que voy conduciendo un balón de futbol antes de anotar de visitante. Y yo que me espero hasta el segundo tiempo para verte, disuelta en esa portería de oscuridad que entraba por tu cuerpo antes de la menopausia. Yo con un ímpetu de jugador de primera división, obligado a buscarte a tientas, con la esperanza de que tu sonrisa me ubicara en la obtención de un campeonato y tu técnica se complementara a la mía en un tímido, necesitado e intenso gol.

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Sueño número 7 / Por las noches, un abanico oxidado sobre la silla nos comparte su aliento dulce y frío… en esta atmósfera diabética, ante esa constelación de focos apagados, todo esto reducido a la geometría de la fe. Aquella sombra que se ve en la cama, es ella, que sólo abraza a su almohada. Ella agita las sábanas con ternura frenética. Y yo, intrigado, me pregunto si el amor que manifiesta es por conveniencia o convicción, dedicado a un público inexpresivo, ante quien articulaba gemidos con una vocación patética de actriz. Sueño número 8 / Y como casi siempre ocurría en el transcurso de los insomnios, mis amigos de la infancia empezaban a desfilar uno a uno por las tinieblas de la imaginación real, como una procesión presuntuosa y burócrata de payasos felices por su amargura, iluminados por el gran foco reflector del poder, al son de cantos gregorianos y por momentos con melodías encantadas, todos meciéndose en un vals reumático sobre caballitos de palo, en una cabalgata cubierta de lodo opaco y polvo. Sueño número 11 / Se encontraban todos los compañeros que se hacían pasar por seres humanos: El Señor Anciano que enseñaba orgulloso su acta de defunción; el profesor, hincado, admirando las piernas de las enfermeras. También estaba el hombre que se había casado tres veces y aun así tenía facebook, el compañero que se había hecho la vasectomía porque pretendía ser sacerdote, el exdeportista que ganó medallas olímpicas y

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luego jugó en el llano para ganar y así poder comer. El ladrón de casas e iglesias, que guardaba celosamente las ostias en el cementerio con el propósito de reconstruir algún día el cuerpo de Jim Morrison. También estaban ellos, a quienes les gustaba vomitar palabras con poemas. Los que escribían incoherencias, transgresores de la gramática y gritaban, ladridos rabiosos, relajantes. Sueño ludópata numero 13 / Un hombre embriagado en una andadera de metal, leyendo una recopilación de cuentos, ajeno a la sorpresa y al asombro que sólo consideraba su desenlace entre la risa y la perplejidad. Había decidido estudiar psiquiatría para intentar entender mejor la compleja forma de convivir de los adultos, cuya inseguridad se escondía tras el comportamiento, en una máquina de apuestas.

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El don Lenin Guerrero Oronia

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ace dos meses que vine a trabajar a este lugar y la neta ya no me está gustando... todo empezó un día quiénsabecuando leí en los oportunos se busca joven con ganas de superación, buena paga y dije simón yo quiero, y que hablo y que me contesta un bato acá bien crudo y me pregunta qué sabes de conservación de cuerpos, y ya yo le dije que un poco porque estuve tres semestres en químico biólogo y wachumara wachumara se asombró de que una mujer buscara el trabajo, luego me preguntó que cuántos años tenía y yo le dije que diecinueve y como que se puso ansioso el viejo, el doctor Rubén, más tarde lo conocería, así bien atento y ya waralá las tortas me ofreció la chamba. El lunes que fui temprano al SEMEFO me recibió el clásico doctor en bata azul y lentitos, me dio un chingo de curas porque me adivinó el nombre, “tú tienes cara de Yadira”, y lo dijo antes de que se lo dijera. Me dijo que lo que buscaba era un ayudante que no le diera asco trabajar con muertos y que no fuera así tan roquero porque me contó que todos los que habían sido sus ayudantes anteriormente tenían así como que una tendencia necrófila y se vestían de negro, y les gustaba así bien metalera la música y entonces ya le dije que yo nel, que nomás no me entraba el rock

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pesado y mucho menos los corridos alterados (lo mío son las baladas románticas la verdad). Entonces me comentó, así bien en confianza, que justo hacía dos semanas el último chalán que tuvo se murió asfixiado porque se le atoró en la garganta un piercing que le perteneció la hija de un narco que balacearon en Las Fuentes. El piercing no lo traía en la cara, fue lo último que me dijo. Para no hacerles largo el cuento, el doctor Rubén es el shaka del SEMEFO, pero últimamente han recortado tanto el presupuesto de la institución que el doctor pone de su bolsa para pagarle al ayudante (en este caso, para pagarme) y por eso se me hacía una persona muy noble. Lo que pasó fue que como al tercer día mientras lavaba el instrumental se me ocurrió revisar una de las pilas donde están los cuerpos y los vi ahí, todos con el cuello y la cara descoloridos flotando como cerotes en una peste a formol. Me llamó la atención uno que tenía manchas verdosas en el abdomen hinchado, era el que menos ronchitas tenía por lo que sospeché que era uno recién llegado a la pila, se le notaba que alguien le había mordido una tetilla. El doctor Rubén no perdía oportunidad para darme clases de tanatología (porque desde que llegué me empezó a dar un chingo de tips), me decía que en promedio, a los tres meses, a los cuerpos en agua fría se les empieza a desprender la piel y el cabello se les arranca con facilidad (ya ni el foliquiur) y me repetía mucho que el cuerpo está tan hinchado que los órganos hacen ruiditos y esos rollos acá bien técnicos para que no me diera miedo si parecían moverse.

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Un día en la tarde, casi ya era hora de irnos, me dijo “no te vayas, espérame tantito, necesito que me ayudes a hacer una autopsia, necesito que vayas aprendiendo cómo hacerlas para que empieces a ganar más propinas”. Nooo pues... ¿a quién le dan pan que llore? Me llevó a la plancha de metal en la sala de autopsias, estaba fría como el hielo, arriba de ella estaba una señora delgada, seguramente un cuerpo que nadie reclamó, toma este termómetro, me dijo, mídele la temperatura y yo de mensa que se lo pongo en la boca. “¡No! Está mal. La temperatura debe ser rectal o vaginal. Una temperatura de veinte grados centígrados se considera incompatible con la vida, por lo tanto es un signo de muerte. Es importante checar el termómetro siempre al empezar. No lo olvides. No nos vaya a suceder como la vez que le hicimos una autopsia a un tipo que resultó estar vivo”. Se me vino a la mente la imagen de un tipo con la barriga abierta pidiendo que le devolvieran el páncreas. “Ahora sí, Yadira, agarra la ficha técnica mientras le hago los cortes en el cráneo a Jimena, si puedes entender eso vas a aprender lo último en autopsia de cerebros”. No quise averiguar si Jimena era el nombre de la mujer, porque una credencial que conservó en el momento de su muerte lo decía o porque era una muestra más de la habilidad del doctor para identificar a desconocidos, porque hagan de cuenta que aquella mujer tenía machín la cara de llamarse Jimena. De repente el doctor sacó el cerebro y lo puso en un platito de acero inoxidable que tenía la forma especial para cerebros, se le quedó viendo un minuto. Yo nomás miraba el pedazo de carne todo viscoso y como con una salsita enchilosa encima.

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De repente se me iluminó el mundo. El doctor se quitó el guante de látex y le pasó un dedo por encima, hundiéndolo entre aquellas tripitas y se lo llevó a la boca, como degustándolo. La neta yo me saqué de onda al principio. Luego me dijo que no me asustara, que él era un vidente y que podía conocer los sueños de las personas muertas con sólo probar su cerebro. No sé si me quería verbear pero dijo que al pararse el corazón, la sangre tiende a bajar por la gravedad y que les salen unas manchas lilas o violetas en el tronco dependiendo de si fueron envenenamientos o intoxicaciones. Se le llama livor mortis. Dijo que el cerebro al evacuar la sangre deja de trabajar pero no baja de temperatura durante una día, en ese tiempo destila su esencia, eso que la gente llama conciencia (¿acaso esa cosa que llaman espíritu?) y entonces se puede probar y ver a través de su efecto mareador los anhelos de la gente. “Voy al grano, Yadira, quiero saber si tú también tienes ese don. Necesito que lo pruebes y me digas lo que ves para ver si vimos lo mimo”. OK le dije. Y que me atrevo a probarlo. Me supo como a pepinillo. Mi primer pensamiento fue el de una mujer aburrida, no sé si lo imaginaba o sólo lo pensaba porque me forcé o porque me predispuse a ello. Luego sentí eso, lo plano de una vida plana, nacer, crecer, reproducirse y morir. “Esta mujer se murió de aburrida” No me di cuenta si lo pensé o lo dije. –¡Exacto!–gritó el doctor Rubén. Hasta ese momento no lo había visto reírse. Lo hizo a carcajadas, casi me abrazaba pero yo no le seguí el rollo, qué lanza. Se le hacía una mueca muy rara en el cachete

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izquierdo como si fuera a estornudar y me daba miedito. Lo curado fue que en ese momento me sentí la superwow morra con un don que pocos tienen, así megapoderosa y vinieron entonces los siguientes ensayos. Como a los dos días llegó el cuerpo con el segundo cerebro que probé, era el de un pobre buchón que balacearon en un baile de Calibre 50, su sueño era más o menos del mismo tipo, pues empezaba con un sabor a todo es lo mismo, al clásico me da igual si mañana me muero, pero agarraba luego el viaje de “si todo empieza y termina, este sueño de soñar también un día va a terminarse y se me va a olvidar todo lo que es soñar”. No me esperaba un sueño tan complicado. “Este murió de complicaciones mentales”, coincidimos. Luego nos llegó el cuerpo de Eréndira, un travesti que encontraron muerto en su casa allá por El Ranchito. Este me supo mejor, pero ya me explicó el doctor que no son de fiar porque a veces vienen adulterados por la droga. La visión esta vez fue una niñez encantadora, se veía a sí mismo como un Bugs Bunny escapando de los escopetazos de Elmer Gruñón, entrando por un hoyo a una suite bajo tierra equipada con todo el kit fiestero, refri, botellas, pantallas y ceniceros. Su sueño gravitaba entre la libertad y un amor imposible. Se murió de triste pensé. Déjate de eso me dijo el doctor, ya dijeron en el periódico que fue infarto por homofobia. Con el tiempo me hice experta en casos raros y discutíamos bastante los dictámenes. De repente ya no confiábamos en hacer las conjeturas individualmente, incluso nos wasapeábamos en la noche para seguir con que

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“no pues sí, a mí se me hace que lo normal es que la gente se muere de lo mismo porque sueña lo mismo”. Y es que yo creía al principio que la gente soñaba ondas tipo collage (o como dicen la gente naca, colache) como comerse un hotdog y luego salir volando por el aire para terminar rascándose la cabeza en la playa con la bragueta abierta alimentando a un manatí. La verdad es que los sueños más comunes son un tanto violentos, los muertos se ven a sí mismos tumbándole la novia a su mejor amigo, saliendo encuerados a la calle con total impunidad, arrebatándole los billetes a su patrón. Si me tocara hacer la necropsia de alguno de los mineros sepultados en Coahuila seguramente vería que en el fondo preferiría irse a cuidar becerros en un pastizal o repartir autógrafos en Hollywood no sin antes encajarle el pico que usan, en el rostro a los propietarios de la mina o a las autoridades cómplices. Bueno, el caso es que ayer domingo encontraron muerto al doctor Rubén y hoy en la mañana me lo informaron y me pidieron que asistiera a un doctor que trajeron de Obregón para que hiciera la autopsia. Me puse muy triste por el doctor Rubén porque ya le faltaba poco para jubilarse. Me impresioné bien gacho al verlo desnudo tendido en la plancha rodeado por licenciados que una vez al año bajan muy curiosos de su oficina a ver cómo se hace la talacha, tenía como arañazos en toda la panza y los pezones reventados, como si le hubieran arrancado dos argollas que nunca le noté bajo la camisola o la bata. Por fin el batito de Obregón comenzó a explicar que las chichis desangradas no pudieron haberle ocasionado la muerte, que le apostaba más al paro o al derrame cerebral. Y dicho y

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hecho, no pasaron ni las dos horas cuando ya le trepanaba el cráneo con la sierra favorita del doctor Rubén, la que mandó pedir al otro lado por internet. Y pues ya, el batito dijo señalando el cerebro “¿no les dije? fue derrame, miren este color…” y bla bla bla. Cuando se retiraron todos y me dejaron recogiendo el instrumental, la curiosidad me ganaba, y quizá por puro homenaje y agradecimiento le metí el dedo al cerebro y de volada lo chupé. Al principio era como agua, no me supo a nada. No aluciné nada. Me desesperé un poco. Me sentí bien rara como si quisiera llorar pero a la vez quería saber de qué murió. Así que lo seguí probando, incluso le mordí un pedacito, no me lo tragué, no soy caníbal, nomás lo mastiqué para sacarle el juguito y luego lo escupí. Pues no sé si me metí una sobredosis pues empecé a ver un chorro de sueños, de repente se me cruzaban los sueños por todos lados, incluso chocaban entre ellos. Estaba por ejemplo el sueño de disfrutar su jubilación en un pueblito pintoresco del Sur, tranquilo y colonial, luego no terminaba de verlo cuando se cruzaba con el sueño de ser respetado, ese donde el doctor ya no era víctima de chistes malos sobre cadáveres ni era forzado a recurrir al clásico “vieras qué buena mano tengo” para zafarse de bromas tan muertas que apestaban peor que los muertos. “Ay qué soso” pensé. Pero luego me iluminé otra vez, y vi un sueño de esos que los poetas tienen, de los que no pueden contarse con había una vez, de los que no pueden explicarse con manzanas, intentaré contarlo con lobos... o con relojes en llamas tal vez... no puedo. Quizá el sueño del doctor no le cabía y murió porque le reventó la cabeza. O quizá nunca quiso

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abandonar los viejos sueños y se saturó de tantos y tantos. Los periódicos dicen lo que el doctor nuevo dijo, derrame. A mí se me hace que nomás lo hizo para que yo les contara su historia. Qué viejo tan sangredecochi. Que descanse donde quiera que esté.

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El vagabundo Cruz Antonio González

“Dime: ¿por qué vagas sin objeto alguno? Apenas has rozado las alturas y ya diriges la mirada abajo, dispuesto a descender” Noches Egipcias

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ruzaba la calle Obregón en pleno mediodía, con sigiloso paso, junto a él, la apresurada muchedumbre con mirada perdida se dirigía hacia distintas direcciones del centro de la ciudad. Fue el último en tocar la banqueta, se detuvo, golpeó con la punta del bastón el talón de su bota derecha, luego lo hizo con la izquierda, para luego contemplar con su tierno rostro el maravilloso paisaje que se abría ante sus ojos: un mundo de negocios por doquier. Sí, así son los tiempos modernos. El vagabundo se acomodó los pantalones, roídos de tanto andar, sin importarle el decir de los demás, después de todo, no era el único espectáculo que se presentaba en la Plazuela Obregón, es más, ni siquiera el más conocido. Los niños al ser conducidos de la mano de sus padres, se sentían atraídos por aquel rostro peculiar y fantástico. Recobró su paso desbalanceado sin llamar la atención de un grupo de fanáticos que alertaban a la

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población con la sentencia bíblica de los últimos días. Otro en su lugar, satisfaciendo el morbo, se detendría a observar ese patético cuadro, sin embargo nuestro héroe ni siquiera reparó en lo que decían, como tampoco lo hizo al otro extremo de la plazuela, cuando otro grupo gritaba con rabia los problemas que se padecen a causa de las administraciones locales. No confundamos a nuestro héroe, es evidente que él no era de estos lares, y no por su aspecto que, dicho sea de paso, cada vez aumentan estos personajes que divagan como perdidos por la ciudad, sin sentido de vida, sino porque se manifestaba sin decir una sola palabra. Sabía que el silencio tiene su propio lenguaje, los gritos y ruidos están de sobra en una sociedad donde la palabra ha perdido su valor tanto para comunicar como para revelar lo que es la persona, sus múltiples vivencias, relaciones, actos e intereses. Cuando llegó a la altura de Las Ventanas dobló a la izquierda, le gritaron desde el restaurante, provocando risas entre los consumidores de bebidas. Otra voz salió a su espalda, y nuevamente resonaron las carcajadas, ¡qué se le va a hacer!, en Culiacán la humillación es una forma de entretenimiento y diversión, por desgracia las víctimas suelen ser como nuestro personaje… rompen lo trivial, lo normal en una sociedad acostumbrada a verter sangre para demostrar su hombría. Pero sigamos el relato para no perdernos. Continuó su camino hasta detenerse en el Instituto Sinaloense de la Cultura. Se ajustó de nuevo los gastados pantalones, sacudió el sucio saco, para luego quitarse el

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sombrero inglés —en reverencia a un espacio sagrado donde se cultiva la cultura como la tierra para obtener los frutos de cada día—, con el antebrazo se limpió el sudor de la frente, luego se colocó el sombrero para seguir con su meneo cómico hacia el interior del centro cultural. En su rostro se percibía maravillado, por un lado la arquitectura imperante con su impetuosa infraestructura, y por el otro la disciplina traducida en elocuente silencio. Cada cosa estaba en su lugar, no faltaba ni sobraba nada, pareciera que nunca, en su larga trayectoria deambulando entre las colonias hubiese visto algo similar. En la explanada del Instituto tomó hacia la derecha, topándose con la Biblioteca Pública Municipal, a ella se dirigió, pero para su sorpresa salió rebotado golpeándose la nariz, gesticulaba ante el cristal para acomodarse el sombrero, y de paso observó el interior de la biblioteca, mas no había nada, ni libros ni estantes, sólo el nombre y una cartulina colocada en la puerta que decía “en reparación”, quedó absorto y razonó: “¿una biblioteca sin libros…? sí, son tiempos modernos”, y prosiguió hacia otras salas. Bajó por unos escalones y entró a un cuarto lleno de colorido, en él encontró un grupo de pintores, abstraídos en sus ideas vanguardistas maniobrando los pinceles hacia un lado y otro. Uno de ellos, al percibir la presencia del desconocido, se turbó ante aquella figura grotesca, luego la desconcentración se extendió hacia sus compañeros dedicados en trazar líneas geométricas. Se le acercó y con la cortesía acostumbrada le preguntó: —¿Se le ofrece algo, señor? —mas no obtuvo respuesta. Con cierto enfado volvió a insistir: —¿No leyó el letrero?, este espacio es exclusivo de

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los pintores, si viene a pedir limosna no es el lugar indicado, aquí creamos arte, hacemos cultura, no damos dinero a nadie —para su sorpresa no obtuvo respuesta, ya irritado agregó: —Si no es creador hágame el favor de largarse, está interrumpiendo el trabajo con su presencia, gente como usted no es bienvenida, ¡váyase de aquí! El vagabundo se retiró sin la menor molestia en su rostro, de sobra conocía el desprecio. Continuó su andar hacia la siguiente sala guiado por su bastón como brújula en altamar. Se detuvo frente a una puerta gris entreabierta, atraído por el eco de voces que salían, se percató del fervoroso debate emprendido por la nueva generación de poetas, enamorados de sus propias líneas artísticas, impulsores de las formas y reformas poéticas traducidas en figuras exóticas que sólo ellos comprendían. Era la sala de poetas. Si piensa que en ella todas las conversaciones versan sobre formas poéticas, está equivocado, también se debaten contenidos, lo concerniente a publicaciones, editoriales, traducciones y las próximas presentaciones a realizar en los eventos promovidos por el Instituto Sinaloense de la Cultura. Acerquémonos un poco más para escuchar tan interesante diálogo entre artistas: Poeta 1: —Es que la población es inculta, pedante y obscena, no tiene argumentos para comprender nuestras composiciones poéticas, el motivo de nuestra inspiración cuando a media noche, con el cielo estrellado, caen como lluvia las palabras a nuestros cuadernos. Nacimos predestinados para la gloria, y por desgracia también para la soledad, nadie nos comprende en esta brusca sociedad.

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La poesía se hizo para cantores de pluma fina, florida y elocuente. Somos los ruiseñores de este jardín virginal, nuestro canto es el canto a la belleza que se expresa en la naturaleza, el canto al amor a las mujeres de nuestra comarca. Poeta 2: —Tienes razón, nuestro canto es a la belleza, el pueblo es vulgar, no entiende de poesía, jamás estará a la altura de nuestro espíritu, por eso el canto de nuestros poemas embellece estos tiempos apocalípticos de dolor y sangre, nuestras musas no son, por fortuna, la seductora Helena, ni la melancólica Tatiana, ni la ilusionada Ofelia, mucho menos la trágica Ana Karenina. Nuestras musas vienen, como abriendo sus alas del agua que brota del Humaya y el Tamazula, contoneándose por las calles con original meneo, y a ese trote maravilloso le cantamos en los cafés, en los bares y las cantinas. Derramamos lágrimas en cada verso, en cada línea sonora que rime con el equilibrio del espíritu provocándole santa paz, porque sin ese equilibrio es difícil escribir. Se equivocan los críticos, el escritor no nace ni se hace como creen, el escritor sale a relucir sólo cuando la inspiración se asoma en lo más profundo de su ser, son instantes relumbrantes fecundados en la soledad… más allá de esas posiciones de si se nace o se hace. Poeta 3: —Si no nace ni se hace cuál es la razón de ser del Instituto, quiere decir que de aquí no saldrá ningún poeta, qué le decimos a los jóvenes que ilusionados vienen los fines de semana con sus borradores. Se desilusionarán rotundamente de… nosotros, sí, de nosotros. Poeta 2: —No te aflijas colega, no le quitaremos esa ilusión a los jóvenes, sería imperdonable para el desarrollo

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cultural. Revisaremos sus borradores como siempre, haremos las sugerencias adecuadas para que se mejoren, y tal vez se publique alguno que otro, pero hasta ahí. Quizá se ganen una beca para que sigan escribiendo, y hasta se hagan merecedores de reconocimientos. En eso consiste nuestra labor, no en hacer poetas, acuérdate de lo que dije hace un momento, el escritor ni nace ni se hace, si ellos no se hacen poetas no es nuestra culpa y no tenemos por qué cargar con esa cruz, la naturaleza poética no toca el alma de todos, nosotros somos privilegiados, la naturaleza nos dotó de sensibilidad para percibir la belleza entre la tragedia social que se vive para crear imágenes bellas pero desgarradoras. Poeta 1: —Tocaste el punto central, y es lo que mucha gente no entiende, una cosa es nuestra labor poética, y otra muy distinta es nuestra labor como empleados del Instituto, como poeta no se vive, como ejemplo tenemos a Chuy Andrade, aun así desplegó versos para el General Obregón y un homenaje para esta ciudad. Esto que hacemos es chamba, vivimos de ella y nada más, lo que digan por ahí en los pasillos es pura envidia. No debemos sentir remordimiento, ¡el diablo se lleve a Chuy Andrade! Poeta 3: —Sí, tienen razón compañeros, por algo dicen que la cultura no es para todos, somos afortunados, por esa razón debemos mantenernos alejados de quienes no tienen sensibilidad, así sobrevivirá nuestra flama poética como la fuerza eterna de Zeus… Justo en ese instante aparece el Vagabundo interrumpiendo el discurso del poeta.

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Poeta 3: —Miren a ese vago, ¿qué hace un intruso en un recinto sagrado como este?, les dijo mientras sus colegas le miraban con desdén. El Vagabundo dio vuelta a su insolencia, mientras avanzaba, los poetas continuaron con la acalorada discusión existencial. Se dirigió a la sala continua dedicada a la actuación, en ella encontró al director de la compañía de teatro de Culiacán emprendiendo un monólogo moderno: —N u e s t r a c i v i l i z a c i ó n , ¿ q u é e s n u e s t r a civilización?, un montón de edificaciones mal emprendidas, se construyen miles de casas, y cuando llueve se traspasa el agua por las paredes, el techo gotea, el piso se levanta, la pintura se cae, el caso es que se va la vida pagando algo que no sirve, no se diga de los coches, hay más carros que personas, y la gasolina ¡Dios mío!, a ese paso regresaremos a los tiempos de las cabalgaduras. Le pides un trabajo al mecánico y cuando vas a recogerlo resulta que no lo ha hecho porque otro auto tenía una urgencia mayor, si vas al carpintero no sabe cuándo te entregará el producto, y así, nuestra civilización camina hacia atrás. Al tramitar un documento en un departamento del Estado o en una instancia menor tardan días o semanas, y al final de cuentas no llega a su destino porque el comprobante de domicilio es de un mes anterior del que pidieron o en todo caso la fecha de registro se agotó sin previo aviso. Así hablaba el director del teatro municipal cuando fue interrumpido por uno de sus alumnos. —Señor… señor…

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—No interrumpas cuando entro en calor —le respondió el director. —Esta civilización a dónde nos ha llevado, se producen muchos alimentos en los campos pero se padece hambre en las ciudades, los hospitales se modernizan con infraestructuras e instrumentos pero los doctores no saben usarlos, parecen también otro instrumento insensible. En las escuelas hay pizarrones electrónicos pero rara vez funcionan, los niños no aprenden la geografía nacional mucho menos las tablas de multiplicar, ¿es esto modernidad?, ¡una calamidad!, el teatro señores, el teatro es lo único que se salva del desastre, el teatro es lo más maravilloso, puro y original que se ha inventado sobre la tierra, hagamos un recuento de ello: desde la antigüedad se hacía teatro en las cavernas, en la civilización helénica se construyeron ágoras para comunicar las tragedias griegas, después Molière y Shakespeare iluminaron la Edad Media con sus principados, en el auge de la servidumbre rusa Chéjov nos contó la monotonía de la aristocracia, después, cuando los rojos querían asaltar el mundo apareció ese i m p o s t o r, fi l ó s o fo d i s f r a z a d o d e d r a m a t u r g o , revolviéndolo todo, la vida es arte y el arte es vida, vaya juego de palabras se inventó ese Bertolt Brecht, hasta llegar a la actualidad…a nosotros. El director, un tanto agotado por la disertación hizo una pequeña pausa. —Aaah, trae un vaso de agua, le dijo al mechudo de al lado, cuando éste regresó le señaló la visita de nuestro héroe, pero hizo caso omiso, estaba tan inspirado que prosiguió con su monólogo.

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—De nuestros artistas… ja ja, si le podemos llamar artistas a esos, sólo componen cuando embriagados venden el alma al diablo como Fausto, sobre la húmeda servilleta esperan componer la gran obra, al llegar a sus casas resulta que han olvidado la servilleta donde la bosquejaron, o en todo caso lleva agujeros por las cenizas del tabaco. Y así, nuestros artistas son grandes mientras se embriagan en una cantina, al salir, se confunden con el resto de la gente. Nosotros los actores somos artistas dentro y fuera de las tabernas, nuestra estrella brilla de noche y de día. Así continuó su discurso hasta que el mechudo le interrumpió de nuevo: —Señor, tenemos una visita importante, ignoro la razón que lo trae a los ensayos, tal vez viene a darnos una muestra de cómo actuar, él que tiene tanta experiencia sobre los escenarios, o quizá pueda responder nuestras dudas sobre la actuación, ya que a Stanislavski no le entendemos nada sobre la metodología en la formación del actor. —¡Vuelves con tus interrupciones! —Discúlpeme señor director, ya sé que él no es parte del elenco, y precisamente por eso me llama la atención su presencia. Debería suspender el ensayo y atenderlo un momento, no siempre se tiene la fortuna de contar con esta personalidad. El director lleno de ira le responde: —¡Aquí la única personalidad soy yo!, ¿entiendes?, ¿quién levantó el teatro en este Instituto cuando la gente prefería asistir al cine? ¡Yo!, ¿quién hizo que el público de

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Culiacán volteara sus ojos sobre el teatro nuevamente? ¡Yo!, ¡soy la reencarnación del teatro y ustedes están aquí gracias a mí! Azotado por los gritos y ya quitado de pena agregó con firmeza el mechudo: —¿Acaso no le reconoce señor director?, ¿no le dice nada esa cara, el bastón, el sombrero inglés, el bigotito y su caminar como pingüino? —¡Claro que no!, ¿acaso debo conocer a todo el mundo? —responde el encargado de la compañía de teatro municipal—. ¿Por qué dices que debo suspender el ensayo, acaso hay en este recinto alguien más importante que yo?, olvidas que además del director soy el maestro de este proyecto teatral, el de mayor credibilidad en todo el noroeste, dos funciones que ya muchos desearían. —Es el vagabundo del cine, ¿no le reconoce?, de él aprendimos algunas técnicas de actuación en los inicios del Instituto, insistió el mechudo. —¿Vagabundo del cine?, déjate de estupideces, aquí hacemos teatro no cine, además ese harapiento qué puede saber de actuación, mírale la pinta, parece pordiosero de Los Huizaches. No molestes más, continuaré con mi monólogo… —Señor director, es el vagabundo de las piruetas, ¿no le recuerda?, veíamos sus películas antes de montar obras en las calles y plazuelas de la ciudad, algunas veces las escenificábamos en los camiones, y otras en el ágora del malecón. —¡No!, ¡no puede ser!, si ya murió hace muchos años, cómo puede volver a la vida, esto no es verdad, y

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menos a esta ciudad del infierno. ¡Ay!, dónde me escondo, ¡trágame tierra! —No lo sé, probablemente sea su alma perdida, dicen que cuando el cuerpo muere insatisfecho de cumplir sus propósitos, el espíritu divaga por el mundo buscando sanar su penas, saldar los pendientes que por obra del destino no pudo hacer, ¿qué razón lo traerá al Instituto? Quizá viene a reclamar algo que le pertenezca, pero ¿qué será?, ¿querrá venganza como Hamlet cuando el fantasma de su padre le reveló el secreto?, ¿pero venganza por qué? —se preguntaba el mechudo—. Algo malévolo se cierne sobre estos edificios, el espíritu de las tinieblas anda detrás de todo esto, yo mejor me voy— y detrás del mechudo se van el resto de los actores. —Eso mismo quisiera saber yo —agregó asustado el director escondiéndose tras una mampara blanca pero ya no había nadie que lo escuchara. Se hinchó de valor por un momento y le hizo frente al vagabundo. —No atormentes más mi alma. Sí, sé que vienes por mí. Durante todos estos años he mentido a todos. No negarás que soy producto de los tiempos modernos. No merezco estar en los escenarios, lo sé perfectamente, me propusieron una oferta que no pude rechazar. Tú sabes mejor que nadie, conoces el ambiente de la actuación, destruí las obras originales que cayeron en mis manos para hacer refritos con modismos locales para que la gente asistiera al teatro. Lo he logrado después de tanto esfuerzo, lleno las gradas cada temporada, las ganancias no cesan de crecer, aquí son tan tontos que confunden la envoltura con el dulce, así también confunden la imitación con la

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creación, sólo se produce lo que la gente quiere ver. Soy una persona exitosa, donde sea me saludan, hago acto de presencia en las escuelas los lunes cívicos, me invitan para jurado en los concursos, cada fin de semana sale en los periódicos una nota en la sección cultural recogiendo mis palabras. Sí, lo he logrado, a qué precio, qué quieres que te diga, hasta Jane Fonda decía que “trabajar en Hollywood da una cierta experiencia en el campo de la prostitución” , tú mismo lo sabes, trabajaste en esa industria cinematográfica, como dicen los poetas, es chamba, qué se le va a hacer, si me piden que agrade al público lo hago, puedo hacerlo reír o llorar, amar u odiar, controlo las emociones, todo lo que me pidan hago con tal de llenar el escenario, míralo, este es mi imperio. Te lo confieso a ti que eres… ¿te molesta mi bajeza?, ¿por qué no respondes?, al menos dime algo, repróchame, insúltame, dime que soy vil y canalla, que no soy el más grande del noroeste como piensa la gente, sólo presento obras para entretener al público como hacían los bufones medievales con los príncipes para recibir su aceptación y las sobras en los banquetes, dímelo, no te quedes callado. El vagabundo había visto demasiado teatro, y aburrido de tanto drama retomó su paso habitual retirándose del Instituto Sinaloense de la Cultura.

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Terrores en la alcoba Julio Adrián Cerna E.

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o te vayas, hay un monstruo bajo la cama. Se escurre por la rendija de la puerta, se arrastra y se oculta en la habitación. Es un ser extraño, con aliento malvado, mira, acecha y me aterra. —¡Bah! Duérmete de una buena vez, tanta televisión hace que imagines cosas— dijo amargamente su madre, mientras Lila, su hija, se aterraba por pasar la noche en la alcoba. Cerró la puerta de a una, y la azotó tan fuerte como el martillo que golpea al clavo. Lila se acurrucó en su sábana blanca, con los pies recogidos y su muñeca de trapo. En poco tiempo empezó a perder la batalla, el sueño la devoraba. La consumía. Se disparaba a ella, como cañonazo en la guerra fría. —¡Duerme! — escuchaba largamente entre sueños y sollozos, misterio parecido al inframundo. Sólo sintió una mano cubrir su cara blanca delicada, su boquita pintada en tono rosa, natural, y sus cabellos castaños jalando su cuero cabelludo. Se había introducido en su intimidad, le había invadido en su cuarto totalmente rosa. —¡No hagas ruido, soy yo! —. Dijo la voz en las sombras de oscuridad de la habitación, con cinismo y abismal putrefacción. Sus pupilas se abrieron en la noche y sólo vieron dos cristales brillantes y humeantes junto a ella, que se

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acercaban en una distancia mínima. Como monigote enorme, se pegó a su cuerpo. La miraba paciente como trol. Entró en sus sabanas limpias por la orilla, ocupó el espacio, y la cama se hundió pesadamente. Lila se paralizó. Se erizó. No movía un solo dedo. Tenía miedo. Poco a poco el ente animado se apoderó de su delicada piel y no la dejó correr. La ahogaba, apretaba, estrangulaba y rosaba su cuerpo pesado con el de ella durante la noche. —¡Mamá, no te vayas, un monstruo entra en mi cama! —dijo Lila una noche más. Esperaba que su madre la rescatara esa noche. —¡Deja de molestar, Lila, llegué cansada de trabajar, qué monstruo ni qué nada, duérmete ya como buena niña, ya estás grande, si tanto miedo tienes, aprende y defiéndete! Lila, abrió su balcón. Con el viento soplando su cabeza, terminó por descansar sin nunca volver a despertar o soñar. Y la noche apareció, Lila, abrió las puertas de la estrellada noche. Giró el picaporte con sus dedos largos y afilados. Piso el primer escalón y se escucharon sus pasos y tacones. Con su vestido negro de encaje y su boquita pintada, se echó a andar y corrió sin dirección. No es que ella terminara con el monstruo, tenía que afilarse las uñas y defenderse del miedo. No más. Esa noche ensangrentadas manos corrieron de su casa mientras el monstruo se desangraba y se retorcía en charcos vigilado por una muñeca de trapo. Al salir, miró en su alrededor. El miedo le devoraba y los monstruos en la calle le miraron descalza, presa, cazada y atrapada.

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Los Bravos Lenin Guerrero Oronia

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n aquellos días nos recetábamos pelotazos a diestra y siniestra, jugando entre vecinos a los pocitos o a los ladrillitos. Nuestra diversión oscilaba entre la roña, el aquí lo pongo aquí lo dejo con barbitas de tu tío conejo y el mata-rile-rile-rón que quién sabe cómo se las ingeniaba mi hermana para prolongarlo con una letanía de oficios que ni sabíamos que existieran. En general, nuestro universo de diversión se circunscribía a una cruz de calles: la esquina que forman las calles Baluarte y Tamazula, ahí en la CPN, a diez metros de una capilla azul cielo que parecía que nunca terminaría de construirse. A esa edad en que el suelo nos besaba con fuego las rodillas, nos sentíamos los dueños de la calle, capaces de defender ante cualquiera el primer mandamiento de un niño, la piedra angular de los derechos infantiles: La calle es libre. Y así se lo gritábamos a cualquier persona que nos quería echar de su banqueta, así nos lo aconsejaba mi tía Tichi desde su mecedora, siempre y cuando no levantáramos polvo frente a su casa a la hora de su novela. Pero no sólo la calle era territorio liberado por los niños, de vez en cuando usábamos un patio grandísimo que estaba a un costado de aquella capilla en eterna construcción. Después de la escuela y con el último bocado

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de la comida entre lengua y paladar, el chiflido cómplice nos alertaba de que ya era hora de medir nuestros poderes, elevarnos en el sueño de aporrear la pelota como el Uribe o el Piochas, cuyas glorias beisboleras los habían convertido en una especie de héroes locales. Ese verano el tío Cachumba dirigió al Club Rosales a la final del torneo y la perdió, pero eso no nos quitó las ganas de batear. Ya me parece estarlos viendo: en el terrenón de la capilla ya calientan el Neto, el Tino y el Carlingas. El Jorgito y el Pichichi se integran más tarde. No tardamos ni diez minutos para cuando los leñazos ya han comenzado. El Ka juega pegado a la barda de Doña Amalia, quien ya cocina docenas de tamales en la hornilla. Sobre el jardín derecho hay escombros y de espaldas a la pingüica del fondo vigila certero el primo Sinué. Una vez armados los equipos inician las hostilidades. La pelota viene con fuego. La magia estalla cuando la conecto y volteo al cielo esperando ver esa comba elevándose por los aires hasta la casa del Tino, pero no hay ni globito, solamente la cacheteo, suficiente como para que agarre un efecto chicloso como si se estirara y cae al suelo rodando en madriza. Es una rola que levanta el short stop para sacarme en la primera. La carrilla omnipresente del entrañable Eligio aparecía entonces para levantar el espíritu de ambos equipos. Así eran aquellos días cuando la fiebre del béisbol se apoderó de nuestra calle. Nuestros cuerpos se vigorizaban y requerían objetos más duros y profesionales: bats de aluminio, pelotas reglamentarias, cachuchas con visera frontal y de las de visera trasera por si le tocaba a uno ser

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cátcher, como el Tío Chano, con quien era comparado frecuentemente y no precisamente por su habilidad como receptor sino por los kilos. Había además un elemento trascendental que acentuaba las diferencias entre nosotros: las manoplas o manillas, a las que les atribuíamos la facultad de imantarnos de experiencia puesto que como eran prestadas por tíos, hermanos o padres, éstas ya habían probado su eficacia en la liga municipal. Cierto día, mi primo el Checho hizo algo que habría de inmortalizarlo en mi lista de héroes de la colonia: se enteró de un torneo infantil y de volada formó un equipo con puros morros del barrio. Allá fuimos un puño de soñadores a anotarnos, todos con manillas blanditas y de marcas gabachas como Rauling o Wilson, menos yo, porque ni mi jefe ni mi carnal cultivaron ese gusto por el jonrón, así que a mí no me prestaron manilla, a mí me compraron una grande y fea, que ni remojando toda la noche ni untándola de manteca pude ablandar. Hago un paréntesis para contarles qué tan despistado andaba mi jefe en materia beisbolera: Cierto domingo por la mañana mi mamá y mi jefe discutieron algo fuerte. Seguramente fueron cosas que le hirieron el orgullo a mi jefe porque me tomó de la mano y me llevó a caminar a la calle. Dijo que iríamos a ver un juego de beis en el estadio, avanzamos buen rato en dirección del campo que está detrás la loma. Estadio Rosales lo llamábamos. En el camino mi jefe saludaba a algunas personas mientras yo saltaba los charcos y me hacía ilusiones de ver un juego en vivo, no me importaba que el estadio no tuviera barda, ni gradas, ni sombra, las únicas ramadas que había eran

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usadas como dogout por los equipos. Hasta me imaginé que mi jefe le atinaba al marcador y se sacaba la quiniela que organizaba el Chalo y regresábamos a la casa a celebrarlo con mi jefa. Pronto alcanzamos la cima de la loma y apenas caminamos unos pasos por la vereda que baja al campo, desde ahí divisamos sólo los remolinos de polvo que el viento costeño levantaba en el claro. Mi jefe dijo “ahquelachingada, no hay juego”. Recuerdo que volteé a mirar su cara y encontré un gesto de inocencia. Nos regresamos a la casa sin mucho qué decirnos. Tal vez ese día el compromiso se realizaba en otro estadio, tal vez ese día venía marcado en el rol como día de descanso para el Club Rosales, o simplemente, tal vez ese día no había ni siquiera liga. En el fondo pienso que mi jefe no tenía ni puta idea. Sin embargo a mí me encantó caminar con aquel hombre, y quizá por eso lo recuerdo tanto, porque fue una caminata y no un paseo en camioneta, de la que sólo cuando no funciona se baja. Al estadio volví con primos o camaradas, siempre en bola. Muy presente tengo cómo un domingo el Pecho se robó el home mientras el pitcher del Club Palomares amagaba con revirar a primera. Haciéndole honor a su apodo se fue espichadito y faltándole unos metros se aventó de bruces, sacando una valiosa carrera para el Rosales. Creo que dejó varios dientes ahí. Eran esos tiempos cuando el Víctor o el Beto pichaban, cuando el ampáyer comenzaba a ser el centro de nuestros juveniles odios, cada jugada era un aprendizaje para nuestro equipo infantil y siempre que se podía jugábamos a ser los Pequeños Rosales.

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Volviendo a lo del torneo infantil, nuestra preparación física incluía una caminata diaria por ahí de las 4 de la tarde rumbo al estadio Azteca. Llegábamos por el Juan Carlos y su carnal el Rocky y bajábamos la loma envueltos en una carrilla tan pesada que recuerdo cariñosamente como la época más creativa de nuestras vidas, pletórica de imágenes escatológicas y metáforas que conjugaban la vulgaridad mundana con los sagrados nombres de nuestras jefas. Al llegar a la barda poniente del estadio, ingresábamos gateando o de plano arrastrándonos a través de un boquete que estaba al pie del muro y que fue construido para desfogar un arroyito que corría en época de lluvias. Conforme estuvimos entrenando bajo la sombra de aquellos gigantes huanacaxtles, de gordas raíces que bien parecían patas de dinosaurios, me fui dando cuenta del talento que poseíamos. La virtud del Checho como entrenador radicaba en hacernos sentir bien como equipo. De este modo los talentos individuales como el de nuestro pitcher estrella, el Teque, nos contagiaba a todos del mismo entusiasmo. Para no hacerles tan largo el cuento les diré que ese verano nos medimos ante la crema y nata del béisbol infantil, enfundados bajo un uniforme anaranjado que traía en la panza el membrete de “Bravos”. Para mí fueron días gloriosos puesto que pisamos el estadio infantil, recinto que yo creía que había sido construido para que los buscadores de talento seleccionaran a los futuros toros Valenzuela. Y allá fuimos los Bravos, con nuestros mejores spikes (los que tenían), taquetes (algunos que también

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jugaban futbol) y tenis (como en mi caso). Sin perder nunca el entusiasmo jugamos todos los partidos con lo mejor de nosotros. Me gustaría poder hablar con dignidad de alguno de nuestros hits, pero la verdad es que los Jaibitas nos ganaron, los Hamburgueseros nos apalearon, los Pequeños Gigantes nos aplastaron, y así sucesivamente. Por fortuna la experiencia nos dejó varias enseñanzas y yo le agradecí a Dios que existiera el béisbol callejero con pelota de hule, porque así gocé botándomela de varias canchas, terrenos, patios y calles, sabiendo que si se organizara un torneo así, con pelota de hule colorado, nos la iban a pelar todititos los otros barrios. Aquel verano fue de noches cálidas y húmedas. La calle era libre, era de nosotros, y el juego decía así: uno brinco mi burro, dos patadita y coz, tres que te pela Andrés, cuatro jamón te saco, cinco de aquí te brinco, seis otra vez donde sea, siete te dejo mi lindo bonete, ocho te lo remocho, nueve copita de nieve sabor de…, diez otra vez al revés, once caballito de bronce, doce la marca de mi cigarro es…, trece la familia se estremece, catorce la abuelita tose, quince ¿con plancha o con trinchi?, dieciséis estatua, diecisiete machete, dieciocho te lo pico y te lo mocho, diecinueve el burro se eleva, y veinte, que chingue a su madre el presidente.

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breve semblanza de los implicados Paúl Enrique Nava Durán.

Julio Adrián Cerna Estrada.

(Escuinapa, 1982) Biólogo mágico musical, amante de las marismas y los esteros. Actualmente participa en el proyecto Construcción de Mundos Alternativos "Ronco Robles" Comunarr/Siné, dentro del Colectivo Análisis y Comunicación Popular en la región de la sierra Tarahumara.

(Mazatlán, 1990) Recientemente egresó de la Facultad de Ciencias de la Educación, es licenciado en Educación Media con Acentuación en Español. Es mediador voluntario del Programa Nacional de Salas de Lectura, ha participado en algunos talleres que se imparten en el Museo de Arte de Mazatlán relacionados con la literatura y se desempeña como florista.

Jorge Alejandro Partida Crespo. (Zapopan, 1981) Estudió Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara y es maestro en Lingüística Aplicada en la misma casa de estudios. Actualmente y desde hace diez años se desempeña como docente en educación secundaria donde imparte la asignatura de Español. Ha incursionado en los estudios de la Región del Sur de Sinaloa desde el ámbito antropológico y lingüístico, trabajo mediante el cual ha recopilado diversos topónimos y relatos escuinapenses así como cuentos, mitos y leyendas de los grupos tepehuanos que se han asentado en el municipio de Escuinapa.

Luis Alfonso Gavotto Nogales. (Hermosillo, 1968) Géminis. Maestro en la Lic. en Educación Física de la UNISON, miembro de DIVERCIUDAD y del Colegio Mexicano de Gestores Culturales, ex futbolista profesional y poeta. Es autor de Consummatum Est, ¿Por qué nos anotan goles?, No dejes pero no impidas, El agua del espejo y Retorno al inicio. Ha participado en exposiciones fotográficas y dirigido cortometrajes.

José Ramón Camacho Martínez. (Escuinapa, 1979) Ha caminado por senderos insospechados que le han llevado a conocer gente más que maravillosa, quienes le recuerdan que lo importante es avanzar. En materia literaria es lo que llaman un autodidacta pervertido.

Jesús Manuel Tamayo Oliva. (Escuinapa, 1992) Actualmente estudia la Licenciatura en Lenguas y Literatura Hispánicas en la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS).

Francisco Oviedo. (Hermosillo, 1959) Autodidacta. Pasó parte de su vida en las entrañas de las calles, sobrevivió a las sobredosis sólo por la gracia de Dios. Es autor de Historias Negadas (narrativa) y los poemarios Addictus y El testimonio del agua. Ha publicado en las revistas Molino de Letras, Entrámite, Junio 7, entre otras. Su trabajo ha sido antologado por Eusebio Ruvalcaba en La Literatura Acre de Sonora editado por la Universidad de Sonora.


Ramón Eduardo Ortiz León.

Roberto Fernández de Lara Mir.

(Choix, 1965) Es periodista desde hace 20 años y editor del sitio web Noticias de Caborca desde 2010. Ha colaborado en El Diario de Sonora, Nuevo Día, La Verdad de Altar, La Voz del Noroeste y Noticias de San Luis Río Colorado. Ocasionalmente ha escrito para Contralínea, Nuestra Aparente Rendición y el semanario RíoDoce. Es autor del libro Historias mías o liberando al león de su jaula.

(Tlaxcala, 1980) Es Ingeniero en Agroecología por la Universidad Autónoma Chapingo, sus referentes literarios son algunos manuscritos clandestinos y El Libro Vaquero. Gusta de la música, las maltas y el pulque.

Lenin Guerrero Oronia. (Escuinapa, 1979) Estudió sociología en la UNISON y periodismo en la U-Kino. Es editor del libro Estero de Cuentos y escribe cada caída de casa en su empolvado blog Navajas & Gemas y en algunos medios locales de Hermosillo. Se defiende como gato boca arriba en el oficio del diseño gráfico.

Daniel Gallardo López. (Escuinapa, 1991) Estudió la Lic. en Ciencias de la Comunicación y dejó empezada la Lic. en Filosofía. Cursa un Diplomado en Promoción Lectora avalado por la UAM- Xochimilco y el CONACULTA. Perteneció a ORASI A.C. y disfruta la fotografía, la música, la pintura y la cerveza oscura.

Cruz Antonio González Astorga. (Escuinapa, 1979) Nativo de un barrio de pescadores, llegó a la literatura por accidente a partir de las fantasías populares narradas en las cooperativas. Es seguidor de la tradición novelesca desde Cervantes y Rabeláis, pasando por Diderot, Búlgakov y Kundera.

Daniel Alcaraz Simental. (Guadalajara, 1980) Hijo de madre escuinapense, cursó su educación básica en colegios de instrucción religiosa y de corte marista. Al entrar a la preparatoria comenzó a tener contacto cercano con las artes, la literatura y la filosofía, siendo esta última su verdadera vocación. Sus estudios universitarios los efectuó en la Universidad de Guadalajara y en el Centro de Ciencias Sociales y Humanidades (CUCSH). Allí terminó la Licenciatura en Filosofía. Actualmente es profesor de humanidades en una preparatoria privada.

Filiberto Zepeda Hinostroza. (Huatabampo, 1962) Como artesano de oficio, ha colaborado en presentaciones y muestras nacionales. Es autor del libro Huaraches volteados y colaborador en Oficios varios, vidas y transfondos y en Artesanías y medio ambiente.

Joselo Martín. Oriundo del mítico Tochipa, desde niño ha seguido su vocación por el arte, incursionando en el canto, la composición y la actuación. Tras una larga trayectoria en proyectos musicales, se estrena como narrador de cuentos.


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