Zepeda, Filiberto - Huaraches Volteados

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Filiberto Zepeda Hinostroza


huaraches volteados filiberto zepeda hinostroza D.R. 2012, Ediciones La Cábula Hermosillo, Sonora, México. E-mail: toirel@hotmail.com, abigaelsc@hotmail.com Diseño: Lenin (Lénon) Guerrero Portada: Niño dormido, por cortesía de Gilberto Buitimea Estrella (El Mota), tinta de mezquite y óleo sobre tela.

Versión digital El autor autoriza su difusión, no así su utilización con fines de lucro.


Dedicatoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6 Pie Curvo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 ¿Dónde están los sapos? . . . . . . . . . . . . . . 11 Máscaras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16 La Mojonera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 Buche pekón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 Gélido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28 Las verdades del loco . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 Para entender . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38 Ya no l ores, Ramona . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42


Dedicatoria Abelino, indio que montado en su caballo, de lejos un venado perseguía y al perderle la huella, a un árbol se subió. En lo más alto dijo «qué valle tan hermoso y agua tan helada», así lo digo cada vez que me doy mi desvelada. Comenzó a bajar y se topó con una iguana en el tronco, le dijo «no me mires tan de frente, porque ni valiente ni cobarde yo he sido». De pronto la iguana se cayó justo en las brasas pa'l venado y solita se coció. Desde entonces en mi pueblo casi todo lo curaban con un trapito colorado y un macito de chicura, porque dicen los que saben que no es lo mismo correr un güico a terronazos, que un ejército a balazos. Por eso, tierra de generales, llena de historia que se impregna de magia y fantasía creyendo en los hechizos, a ti dedico mi recuerdo, amor y respeto. Huatabampo, Sonora, donde germinaron la semilla mis padres, para que algún día se encuentren, perpetuando el abrazo y continuar con la plática de aquello que dijeron, lo que quedó pendiente. De la autoestima, del orgullo de llevar en la sangre el ser coyote. También ser hijo de Don Chuy. A mis antecesores mil gracias por haber dado su vida para que nosotros tengamos la nuestra. A Chalito, sinónimo de nobleza, de quien su alma vaga en el anonimato perdida en el monte, por esconderse de las armas en la revolución, por un simple motivo: no poder matar a un mexicano, mostrando ser mejor tirador. Chalito dueño del dolor ajeno, prisión de lamentos y suspiros, de ver a otros partir con su fusil en las manos, de llantos de madres que nunca volvieron a ver a sus hijos, de hijos que nunca más supieron de un cariño de sus padres. Dedicado a la tierra de generales, a los yoremes que perecieron en la creciente del año 1949, porque no todos murieron ahogados, ni por hambre, ni por frío, decía mi madre que murieron de miedo al sentirse desprotegidos. A la familia, Maestra Dalia Valenzuela, amigos, y en especial, a los que hacen posible este momento.


Pie Curvo Porque el mundo está repleto de historias, resulta imposible recordarlas todas, y por más atención que les pongo tan sólo recuerdo algunas de ellas. Muy pocas se quedan con nosotros como parte de uno mismo hasta taladrar nuestra mente. Nos persiguen por donde vamos, descansando en nuestro pecho, compartiendo la misma cama, por eso la necesidad de contarles pie curvo mientras estoy sentado bajo la sombra de los álamos, junto a un hermoso sauz, disfrutando del viento que pasa por entre sus hojas simulando el canto de los ángeles. Transcurre el tiempo y alguien se acerca. Finjo disimulo, pero la curiosidad me gana, volteo poco a poco, con lentitud, comienzo a mirar sus pies descalzos, trae las uñas largas, bastante maltratadas, como si caminara mucho en el monte. Sus pies tal vez no son grandes, pero sí curvos, sus dedos son largos, unos más que otros, me llama la atención su dedo gordo del pie derecho, tiene una cicatriz, como si lo hubiera partido en dos con un hacha, a decir verdad no sé cuánto tiempo los contemplo. No obstante la paz que me invade, la curiosidad hace que siga apreciando esos detalles, como la huella que deja al caminar. Poco a poco subo la mirada tan sólo unos centímetros, porque la parte de los tobillos se ve agitada con el revuelo de sus venas que palpitan. Así pasa el tiempo y no me atrevo a levantar la mirada, cabizbajo le pregunto si se encuentra bien o si desea sentarse. No contesta nada, sólo extiende su mano con la cual acaricia mi pelo y prosigue su camino. Yo no me atrevo a voltear, mas cuando sospecho que ya se encuentra demasiado lejos, diviso para el camino y no veo nada. Nada. Se lo ha tragado el polvo. Cae la tarde y con ella mis temores. Dirijo los pasos a la vereda que conduce a mi casa, donde hasta el vuelo de las aves me sorprende. Casi corro, pero la tranquilidad vuelve a mí cuando diviso al noble perro de un vecino, ladra y mueve la cola suavemente. Eso me causa sosiego y es tanto mi agradecimiento con el animal que no lo aparto de mi camino, provocando que me tropiece con él y caiga de bruces.


Voy cayendo, pesadamente. Al querer levantarme y buscar el punto de apoyo, fijo obligadamente la vista en la tierra, descubriendo la huella de aquel pie curvo frente a mi cara. De nuevo me falta valor para mirar a los lados, o para arriba, y gateando me dirijo a mi jacal. Chocando con el pretil de la hornilla, de mi frente brota sangre que el perro lame. Ya repuesto del golpe y un poco del miedo que acalambra mi cuello hasta la última cervical, me incorporo buscando una respuesta, pero al mirar hacia arriba, en el techo de la cocina, hecho de carrizo y pitaya zarpeada de zoquete, ahí está el bicho ponzoñoso, agarrado fuertemente de una viga. Intento espantarlo reanimando la lumbre de la hornilla. Con el humo y lo caliente pierde lentamente las fuerzas, de manera que cae sobre las brasas que pronto se lo acaban. Se retuerce, se encoje, no se la verdad si grita, si llora o se lamenta. O bien si tan sólo recibe la muerte, o el castigo merecido. Tampoco sé si en su madriguera lo esperan. Lo que más llama mi atención es la peste que provoca cuando se quema, no sé si es su veneno o su mala leche. Siempre son cabrones para actuar. La noche cae y las estrellas brillan poco a poco, cada vez más, el temor sigue. Me abrigo con todas las cobijas que tengo, parecen muchas porque están todas remendadas de diferentes colores. Espero con ansias el amanecer. No tarda mucho en llegar. Lo sé porque el gallo canta. Se oye el ruido del hacha contra los leños de mauto y de mezquite. La leña está quebrada, lista para atizar. Se escuchan los primeros chillidos del sartén y del cajete de barro al que le cae la manteca caliente, ya tengo valor para divisar el amanecer por debajo de la cobija. Lo primero que veo es a Elías empinándose la tequileña de vino yocojihua, así como queriendo olvidar las penas o simplemente atragantarse con ellas. A mí las tripas me gruñen por una taza de café, y aunque las tortillas estén duras así les entraré. El hambre me gana, me descobijo y me persigno dedicándole otro día de mi vida al creador. Ya sentado en la tarima busco mis huaraches tentaleando


con los pies, pero no los encuentro, tengo que mirar hacia abajo. ¡Qué descontrol en mi mente! De nuevo están las huellas en la tierra de esos pies curvos, no cabe duda, estuvo parado junto a mí, a un lado de mi cama, mirándome. No me explico cómo el perro no ladró. Qué manera de empezar el día. La campana de la iglesia llama a misa. El cura habla muy solemne. Yo rezo con devoción pero algo me inquieta y sobresalta. El mismo cura de la iglesia en su sermón recomienda ir al río a ver las cosas con calma, a reencontrarse con Dios, a dar paz al alma, a alejar los temores y sobre todo, recomienda a los fieles seguir las huellas de Jesús. Concluye diciendo «dense la mano, esta misa ha terminado». Todo es más confuso para mí. Paso por mi casa, me pongo el sombrero y lleno el garrafón de agua. Me ajusto el machete con el cinto sin olvidar ponerme el paño colorado en el cuello para la buena suerte. El camino es largo, lucen las flores, se escuchan bólidos de pájaros y corre un arroyo claro. De nuevo existe algo que llama más mi atención. Son unas ramas espinosas y el olor a chicura, pero a todo esto le gana el sonido de unos cascos de caballo a medio galopar, que levantan una polvareda en el camino angosto. Por precaución me hago a un lado y alcanzo a apreciar una hermosa montura piteada, con cincho rojo muy colorido, tejido incrustado de colores negro y amarillo, el látigo y contralátigo se ve de muy buena vaqueta, la cabeza de la silla es demasiado larga y curva, parece una víbora, la teja es amplia, le cuelgan un par de alforjas de las cuales se tira un poco de pinole y se asoma un pedazo de carne seca, junto a una botella que al parecer lleva un trago de pisto. También cuelga una reata de cuero crudo como de dieciocho brazadas, muchas cosas siguen llamando mi atención, pero qué decir de los estribos plateados con remaches de oro y las rodajas de las espuelas tan grandes como chivas bravas. Lleno de dudas corro a cortarle camino para verlo de nuevo pasar y descubrir su cara, avanzo lo más rápido posible, procurando no hacer ruido y menos levantar polvo, no quiero ser descubierto.


De pronto llego al punto donde calculo que lo podré ver, pero mi sorpresa es que el monte está crecido de un día para otro con matas llenas de espinas, no me puedo acercar mucho, tendré que sacar el machete para cortarlas, pero ¡qué sorpresa, señor santo!, cuando saco el machete y les asesto el primer impacto los arbustos se convierten en flores. Abriendo una vereda y cauteloso, veo pasar de nuevo al jinete, una frustración me invade, no puedo ver su rostro. De nuevo como por inercia clavo mi vista en sus pies, que son los mismos que han visto mis ojos en la orilla del río, tienen la cicatriz del dedo partida, los dedos unos más largos que otros con las uñas maltratadas. Son los mismos pies curvos y ese rostro que el destino me impide verlo. No tengo más remedio que dejarlo pasar. Con el cuerpo paralizado y entumido, miro alejarse al jinete, los zoquetales desaparecen a su paso, la tierra se vuelve árida a cada pisada de caballo. Por un instante me invade el deseo de enfrentarlo machete en mano y derramar su sangre o lo que le saliera. No sé cuánto tiempo sea suficiente para poder olvidar esa presencia tan fría. Tal como lo platico así se lo cuento a mi padre y no parece creerlo. Me receta un trago de vino. Es la primera vez que mi padre hace eso. Por unos días me convenzo que los viejos aprendieron a deshacerse de las visiones con pisto y cigarros. Varios años después de no elegir la vereda donde lo vi por última vez, me veo en la obligación de pasar por ahí. Las equipatas han levantado una alfombra de hierba en donde pisó aquel caballo infernal. El recuerdo de la bestia me da escalofrío, hasta siento que el aliento del animal me eriza los pelitos de la nuca. Al girar la cabeza para voltear hacia atrás… ¡chínguele!, ahí está de nuevo. Con la adrenalina a tope trastabillo y caigo de nalgas. Casi por instinto clavo la mirada en una pitaya muerta al lado de la vereda. Hombre y bestia ni se inmutan. Hasta siento que me retan. Al subir la mirada por el pelaje me doy cuenta que el animal casi está en los huesos. Lo mismo el jinete con esos pies horrorosos, son la visión más desnutrida que he tenido.


Sin pensar en lo que pudiese ocurrir les ofrezco un taco, el último que me sobró de la jornada. Una mano huesuda con uñas podridas baja para tomarlo. Esta vez aferro la mirada al taco como si la vida me fuera en no perderlo de vista. La tortilla sube a la altura de una boca torcida y de labios resecos. Me armo de un valor insospechado. Observo que el taco se hunde en esa cavidad miserable, chucatosa de costras. Ahora le miro los ojos. Son unos ojos agradecidos, pero achorados como las pasas. Zarandeo el garrafón como para invitarle el último chorro de agua y al buscarle de nuevo la cara me doy cuenta que se ha repuesto. A la luz del atardecer, su rostro posee una belleza inexplicable. Nunca un rostro me había inspirado tanta calma y serenidad. Sus facciones me recordaron a mi padre y por momentos también a mi madre. Hasta que de pronto, aquello parece como si me estuviera viendo en un espejo. Es idéntico a mí. ¡Exactamente igual a mí! Suelto todo y huyo de ahí despavorido. Recobro la conciencia casi llegando al río. Me detengo para mirar un bonito alazán que al parecer alguien olvidó en la orilla. Durante un tiempo el animal se muestra tranquilo, me le acerco y ni se inmuta, sólo se mueve para acercarse al agua y beber. Me doy cuenta que yo también tengo una sed enorme y me agacho para saciar el instinto. El caballo ha dejado temblando el agua y me gana la curiosidad de ver mi reflejo en el agua. ¿Pero qué es lo que veo?, ahora soy yo el que tiembla. Sólo poseo un cráneo vacío.


¿Dónde están los sapos? Como en cualquier comunidad, transcurre el verano sofocante y el sol quema, mientras un señor vestido con humilde ropa y sombrero deshilachado asesta tremendos hachazos a un frondoso mezquite. El calor agobiante hace que su cuerpo se impregne de sudor, que sale por sus poros como queriendo abandonar su cuerpo lo antes posible y dejar su cuero pegado a los huesos. El hombre para momentáneamente de hachar, sacando un pañuelo arrugado de la bolsa de su pantalón. Seca el sudor de su frente, pero éste de nuevo se vuelve a impregnar mojándole, lo que hace que visiblemente desesperado aviente el hacha lejos y se quite el sombrero para ventearse con él, como queriendo alcanzar más aire, y en plena calma siente el sudor que baja de su cabeza al cuello, del cuello a su pecho, y del pecho a la panza. Y como si diestras manos le desabrocharan el cinto, el maldito sudor le recorre los huevos, pasando a sus piernas, bajando por sus talones. Pasa un pequeño intervalo de tiempo mientras descansa y un cuervo vuela a su alrededor. Él lo maldice por aquello del refrán de cría cuervos y te sacarán los ojos, recordando así a su compadre, quien lo vivió en carne propia pues, cuántos años anduvo en la mula, a la cual siempre le dio del mejor maicito, pero ésta en la primera oportunidad que tuvo, en una cuesta abajo lo arrastró. Dicen los que miraron por mucho rato que parecía muñeco de trapo, pero que se portó muy valiente, que nunca perdió el sombrero como un buen yoreme, que con una mano lo sostenía y con la otra hasta tuvo tiempo para levantarles el dedo, haciéndoles señas y echándoles violines que sonaban más fuertes que los jodazos contra los troncos de los mezquites y cada vez que los maldecía gritaba 'ay cabrones'. Les recordaba a los indecentes del pueblo y a una vieja mitotera que mucho se persignaba, «el cariño no se compra simplemente se regala», y de esto la pinche mula golondrina no sabe nada.


El cuervo se ha marchado dejando al hombre con los ojos muy tristes por tan ingratos recuerdos pues su compadre ya está en el cielo y la mula, como la mujer, seis días de la semana piensa cómo al hombre joder. Más no quiero ofender ni a la mula, tampoco a la mujer, porque a lo mejor pronto se me ofrece. El señor vuelve a tomar el hacha partiendo trozos más pequeños, el burro rebuzna mientras él vuelve a sentir cómo el sudor brota de su cabeza, recorriéndolo hasta los pies. Los huevos parece que le crecieron según sus conclusiones, porque el sudor se le queda más tiempo pegado a ellos, al menos esa sensación le produce el viento cuando sopla a través de los pantalones luídos, y sigue pensando pausadamente: son los mismos que siempre he tenido todo el tiempo, por lo que no deben importar el tamaño ni lo arrugado, sino más bien que estén bien acomodados. Siguió pensando vaquetonamente, como buscando una justificación, pues al cabo las manos de su mujer eran pequeñas y al menos a ella le parecían interesantes por su tamaño. Sin duda así debía de ser. Todo eso pensaba mientras preparaba la carga de leña pues el regreso a casa tendría que ser apresurado. Se avecinaba un aguacero, las nubes traían una tronazón que parecía que el cielo se estaba quebrando. De vuelta a la casa oscureció más temprano. Los nubarrones estaban sobre el pueblo. Cenó un plato de frijoles caldudos con cebollita picada, orégano, cilantro y un pedazo de queso seco, que cada vez que lo mordía sentía que le aflojaba los dientes y pensaba que mejor hubiera sido rasparlo. Todo se lo atragantó. Pensaba con la panza llena, rascándose la cabeza, que antes era un viejo cabrón y de colmillo retorcido. Tomó el café a sorbos sobre el estrado de la hornilla mientras su mujer seguía cociendo las tortillas. De pronto su silueta desaparecía entre los destellos de los relámpagos y los truenos de los rayos. Desde la cama, a los buquis nos invadía el miedo, mientras una vieja patuleca que apenas caminaba volteaba los espejos, tapaba sus canas con un trapo y de rezo en rezo a todos


los santos se encomendaba, San Martín de Porres, ay San Cayetano, San Francisquito, virgencita que ya pare el agua. Mas había un ruido que acompañaba a la lluvia, el canto de los sapos: croac, croac, croac, dándole la bienvenida a aquel torrencial. Sólo ellos no tenían miedo, pero en fin, lo que nunca faltaba, las palabras que avivaban el temor en nuestro corazón de chamacos. Empezaban diciendo duérmanse cabrones, porque si no, va a venir el sapo y los va a ahorcar, lo cual aprovechaba otro pinche malvado para decirnos «plebes, es cierto, se sube de un brinco al catre, de ahí al pecho y después aprieta el pescuezo». Las noches de ahí en adelante eran largas sin poder dormir por estar pensando en ese pinche sapo-toro, el más grande, el más cabrón de todos. Otro día era despertar todo lagañoso y con una sola idea: venganza, matar a cuanto cabrón sapo me encontrara, chico, grande, joto, macho o marimacho, pues como las conclusiones de las mujeres para con los hombres, que todos son iguales. Y bajo esa conclusión nunca les di oportunidad de salvación, sin pensar que posiblemente existiera un sapo bueno y trabajador, o una madre abnegada con un hijo enfermo de parálisis cerebral, en el género de los sapos, o bien un viejo sabio que luchara por sus ideales. Cuando terminaba la lluvia aparecían los charcos llenos de sibolis feos, y según decían, para el otro año se convertirían en sapos, por eso ni tardo ni perezoso pasaba corriendo con los pies descalzos partiéndoles su madre, sintiendo el viscoso placer de reventarlos y acabar con cada uno de ellos. El gozo era enorme, sólo una cosa me inquietaba: matar a una rana encantada que con el tiempo pudiera convertirse en mi amada. Al pasar el tiempo empecé a buscar en las niñas las ancas de rana. La adolescencia trajo también nuevos lugares y nuevas dudas, ¿por qué las ciudades cobijan a gente de todas partes y los rostros dan risa?, unos vestidos de payaso buscando el pan de cada día, otros cantando en los camiones por unas monedas, unos más robando, otros pidiendo limosnas, otros más crueles estafando a gente con falsas expectativas. Descubrí que cada


individuo es parte de la misma comparsa, limosnero, limpiavidrios, policía, comerciante voraz, político dando declaraciones absurdas, maestros tratando de desarrollar temas que no dominan ni conocen y hasta jueces absolviendo de cargos criminales. En fin, en la ciudad el pavimento me quemaba al igual que el aire caliente de la refrigeración de las casas, el humo de los carros me hacía toser y enchilaba los ojos. Al igual que la tierra floja, todos estos recuerdos lejanos se me remueven cuando llueve, después de muchos años el arroyo está encementado, todo pavimentado. Ya no existen milpas, sólo centros comerciales y una que otra escuela. Llueve… y no cantan los sapos. Es melancólico pensar que se ahogaron con el sudor de aquellos huevos, con la sangre de aquel valiente compadre, si la venganza contra ellos funcionó o simplemente mi Tata Dios los erradicó por ser los culpables de ahorcar a un niño dormido. No sé qué pensar. Tal vez a nosotros la mujer nos pueda salvar de la erradicación si algún día comprende que no todos los hombres somos iguales. Habemos unos más peores que otros. Y por ese motivo, ¿qué pensar del pavimento y la sociedad con su comparsa? Me pregunto ¿dónde están los sapos?, ¿dónde están?, pienso que a las nuevas generaciones no les tocará oír el croac, croac, croac. Y lo más terrible, ahora que no hay sapos, ¿qué les asustará?, si ya no existe la malora, ni la penitencia, menos la llorona, a qué tendrán miedo las futuras generaciones si el agua fuente de vida se agota, el viento se contamina, los inmensos mares desencadenan lo mismo mareas rojas que negras, olas de petróleo y las especies desaparecen. Pienso también que el temor perdió magnitud, tal vez sea necesario volver a inculcar los valores, buscar la inocencia y aunque los sicólogos digan que no es recomendable asustar a los niños por que se trauman, tal vez sí sea necesario estremecerlos, aunque sea con el méndigo sapo. A ti, padre, te pido que les cuentes historias de vida a tu hijo, enséñale que en esta vida no todo se regala, que existen cosas que, como la gloria, se ganan. Todo esto pienso mientras llueve allá fuera, llegando a la


conclusión de que ni el sudor, ni la sangre fueron motivo para que los sapos no cantaran. Ni la venganza mal infundada ha sido influyente para que mis oídos no escuchen bajo la lluvia el croac, croac, croac. Y ahora sólo me pregunto ¿dónde están los sapos? La última vez que los vi fue durante una noche fría, caminaban por una vereda lodosa, como ignorando el tiempo. Parecía que el de adelante los jalaba y los de atrás empujaban, como brincando por inercia, ya casi sin fuerzas para continuar su camino, menos para cavar una madriguera, se les notaba mucho temor de ser descubiertos. No sé si era por su apariencia o por lo que dicen de ellos, que son capaces de ahorcar a un niño, o por si alguien los juzgaba mal. Ya no cantaban. Confieso que no sentí temor, ni coraje como hace mucho tiempo, más bien compasión por haberlos dejado posiblemente sin padres, hermanos o abuelos. Corrieron lágrimas en mi rostro por su suerte, y en lo más profundo de mi pecho sentí agradecimiento porque fue a través de ellos que aprendí a darle la bienvenida a la lluvia. Ellos, que también aman a la vida me preguntaron ¿dónde estamos? ¿Dónde están los sapos?


Máscaras Que los perros ladran dice Doña Juana, mientras que Pancho murmura «cómo no, si son las tres de la mañana y esos bueyes indecentes no han dejado dormir, quién sabe cuántas vueltas llevan al pinche aguaje con el balde lleno de envases de caguama, aparte uno de ellos trae huaraches nuevos, hasta aquí oigo cómo rechina la vaqueta». —Válgame —dice Doña Juana—, qué dormir ni qué ocho cuartos, más bien parece que les cuidaste los pasos. —Ah qué la tiznada —responde Don Pancho—, ya empezaste a joder, ¿qué no ves que ansina por más que se quiera pegar los ojos, los bueyes esos con los cascabeles que train en las canías producen un ruido que parecen extensiones que desapartan los parpados y taladran los oídos?, y por más que quiera dormir, en mi imaginación aparecen sus máscaras. Me estorba la almohada porque también siento que le salen sonrisas burlescas, sí, como a las pinches máscaras, las de narices largas y cabellera alborotada. Todas me producen miedo, las de cara de niño, las de lengua retorcida, las máscaras de payaso, las máscaras blancas y qué decir de las máscaras prietas de pelo aborregado. Es por demás, ansina no puedo dormir. A veces me rindo pero los perros también me espantan el sueño. Y ahora los callejones oscuros donde te daba mil besos, también son parte de mis miedos. Doña Juana se conmueve de sentir a Don Pancho temblar y lo rejunta, acurrucándolo como a un niño. Don pancho se protege los ojos con las tetas de su mujer, mas el ruido de cascabeles y tambores atormenta sus oídos. Ya casi va amanecer. Es lo único que lo consuela, se sosiega un rato de sus temores, pero aún así la luz del foco penetra la cuenca de sus ojos, aunque éstos estén prácticamente sellados por esos pezones, sus manos se aferran al cuerpo que antes le daba placer, ahora de viejo no se enciende con el calor de esa piel. Sólo las arrugas y cueros colgando se compaginan como tratando de justificar su historia y entender lo feo de su pasado, la


muerte de nuestros viejos, padres, hermanos, y lo más difícil, porque los hijos se van como si el cariño fuese en vano. El amanecer a cada momento está más cerca. Se oyen los hachazos, más lejos el canto de un gallo y todavía más lejos, anuncios de Laboratorios Mayo. Don Pancho poco a poco se despega del pecho protector, haciendo recuentos de gratos momentos de aquel pecho ardiente, de cuando aquellos pezones simulaban volcanes encendidos, que con el roce de sus manos y después con su lengua apagaba. Y en ese menester cuando los lamía, cuántas veces no sintió que su Juana se venía. Y entre jadeo y jadeo le decía que lo quería. Entre dulces recuerdos, no tardó en dejarse vencer por el temor de sentirse viejo, como si estuviera sobre una loma muy alta, con tremendos voladeros y sin poder bajar. Desde lo alto, reconocía el camino por lo andado, pero no conocía la huella para poder regresar el tiempo. La vista se le perdía, mas le echaba la culpa a la tremenda polvareda sin saber que él mismo la levantaba. Por lo pronto buscó a un culpable, tal era su costumbre, así siempre le resultó más fácil justificarse. Había una neblina que a sus ojos se pegaba y no le permitía ver lejos. Sus pasos se hicieron más lentos, el viento tampoco le ayudaba, para él todo era incertidumbre. Sólo esperaba que la noche siguiente no hubiera velación, o que al menos se llevaran el conti a otro sitio, a la otra banda, como le decían en el pueblo al otro lado del río. Amaneció y con el sol alto se levantó. Tomó café colado, agarró el hacha para ir a la leña, mas en el camino a su parcela con muchos fariseos se encontró. La impresión fue enorme. Cuántas máscaras de expresión burlesca, de facciones deformes o animalescas. Narices grandes, máscaras blancas, máscaras prietas, de cabello alborotado y aborregado, terror al amanecer y a plena luz del día. No podía correr, las piernas no responden cuando el chiquito se arruga más de la cuenta y el mismo corazón te pone trancas con su latido. Para acabarla de joder, los chapayecas o fariseos le hacen señas, como queriendo quedar bien con él. Uno se retuerce y le


extiende la mano, para su buena suerte alguien más lo llama para darle dinero. Mientras otro baila, un niño tira una pedrada espantando al perro que anoche con sus ladridos le taladró los oídos. Durante todo el día Don Pancho no parece olvidar el ruido de los cascabeles, los cuerpos envueltos en cobijas, la polvareda levantada en sus corridas y sus pies con huaraches, el sonido de la flauta melancólica y el sonar de los tambores. Con el temor a cuestas a Pancho le oscurece más temprano, al menos esa sensación tiene. Se acuesta sin cenar, y de nuevo en aquel pecho donde antes se le iba la vida ahora encuentra calma. Ahora sólo representa un valle tranquilo, donde las arrugas son canales con hermosos bordos donde ahora se puede descansar. Lejos de justificar el cansancio y sus temores, en ese valle todo es calma. Su lengua no incita, ni se compromete a recorrer un cuerpo. Sus manos tiemblan y no es por el placer de un beso. Su corazón no retumba con el contacto de otro pecho, ahora sólo es el miedo que busca refugio en la Biblia, un rosario en el cuello, como una puerta de iglesia. En fin, sólo busca la protección en otro pecho que se desborda de calma.


La Mojonera Aprovechando el fresco de la mañana salimos rumbo a la mojonera, lugar apartado del caserío. Sólo me seguía un perro, tal vez con la esperanza de ganarse un taco, aunque yo no comprendía tanta necesidad, pues a decir verdad estaba muy lejos el lugar, además de que saliendo el sol con cuarenta y siete grados, arreciaría un calorón con la sensación de cincuenta y dos grados a la sombra, y ni con veinte tacos se quitaría el temblor de canillas, así que poco o nada podría significarle un taco. Pero en fin, cuando el cariño y la amistad se dan, aunque vengan de un perro se tienen que valorar me quedé pensando. A cada paso que daba con el hacha en el hombro y el machete fajado, más pesaba el galón de vidrio forrado de jarcia, y así como si le doliera la panza al indecente por tanto tomar agua, sonaba bofo en subidas y bajadas. Me lo cambiaba de mano y con los dedos amoratados terminaba a cada tramo que andaba. De repente apareció un conejo gris en el camino, le tutié al perro, que me miró de forma desconcertante, pero al verme el ceño fruncido de coraje porque no arrancaba tras él, al fin salió gruñendo los dientes que a nadie asustaban pues se le veían quebrados, aparte estaba molacho. Pegó una breve corrida y a los primeros metros quedó muy atrás, más que corretear al conejo parece que corría tras su huella que el viento muy rápido borraba. Regresó terriblemente cansado, casi sin aliento y de nuevo volteó a verme, con mirada angustiosa, mas no supe interpretarle. Con el tiempo supe que fue toda una odisea haberle mandado a hacer aquella persecución tras el conejo, que más bien fue contra su propio orgullo y sus años porque sus patas al correr daban la impresión de ser cuatro piolas que se enredaban y lo que pretendía fuera una mueca de bravura era tan solo un rictus de dolor. Pienso que lo consoló el hecho de que ya se divisara la mojonera y su gran bajío lleno de mezquites, mucho chiltepín y una que otra víbora que por ahí merodeaba. Pobre perro, por


momentos se tiraba al suelo y tal vez se levantaba pensando en el charco de agua que en el centro de la mojonera se encontraba, con olor a flores, canto de pájaros y por qué no decirlo, también malos olores. Llegamos y ya me estaban esperando para empezar la labor. Me aguardaba un viejo, sombrero de lado, de estatura regular, jomudo, moreno brilloso, de aspecto indio, casi por inercia me invitó un café que calentaba en un bote de cinco litros. De ahí lo sacaba a una taza de peltre despostillada, que al parecer hacía mucho tiempo no lavaba. Tomamos café y me dijo «vamos a entrarle a la joda para que escojas los horcones que quieres, después sacamos las vigas». Empezamos a chambear y el cuerpo a sudar, entre hachazos y renegadas, poco a poco completamos el viaje. «Esos son horcones, no chingaderas» dijo el viejo. «Además ya cumplieron con su cometido, esos mezquites los visitaba yo de niño, les quitaba chúcata para masticar, las péchitas para el atole, y más de tres iguanas grandes tumbé a terronazos para comerlas en caldo, pero ahora van a ser los pilares para tu casa, verán crecer a tus chamacos, serán testigos de los encuentros que tengas con tu vieja y grabaran en sus entrañas los quejidos, y cuando pasen los años, en silencio se pudrirán, y si no estás conforme con eso los podrás hacer leña para calentarte los huesos, y en caso extremo, de ahí te cuelgas hasta quedar con la lengua de corbata». Yo por mi parte pensaba, mientras quitábamos las espinas y las puntas de los horcones, ¿cuántas víboras se habrán deslizado por aquí, cuántas cagadas de pájaro y de otros animales, cuántos habrán anidado en él? De pronto el viejo dijo «vente vamos a echarnos un taco» y mientras desenvolvía la servilleta bordada que traía en el morral chiflaba «el novillo despuntado». Le daba vueltas a los tacos sobre las brasas, cuando de pronto cambió al «cuervo con tantas plumas y no se pudo mantener ay, ay, ay, ay», creo que se le prendió una brasa en el dedo mocho que años antes le había mochado la banda de un tractor, me quedé pensando que debió haber sido así para cambiar tan de repente de canción.


El perro apareció tan rápido como el aroma de los tacos al hacer contacto con las brasas, el viejo lo regañó por osado según oí. Cabizbajo el perro se quedó por un lado mirando cómo comíamos, sus tripas hechas un nudo daban la impresión de morir a cada instante. Le tiré con un pedazo de tortilla que lo atragantó. Los ojos le lloraban al borde de la desesperación. Ya no movía ni la cola, pero le tiré con un taco entero de papas con chorizo en tortilla de harina, el pobre chucho casi me mordió la mano, pues según con ese taco desataría sus tripas hechas nudo, las mismas que con puro aire mantenía ocupadas, así lo delataba el sonido que de ellas emanaba. Al estar distraídos platicando, de repente vimos cómo el perro ahora sí corría recio con la servilleta en el hocico, me levanté rápido y apenado por eso de que todo se parece a su dueño. Sin embargo el viejo me dijo que me sosegara, que no había necesidad de alterarse, «los tacos buenos nos los acabamos» dijo, «el resto están envenenados con mucha candelilla, pues ansina los había preparado para un cabrón que me tiene enfadado de tanto robarme el lonche». Me quedé un rato en silencio echándome viento con el sombrero. Transcurrido un lapso de tiempo separamos los horcones de las vigas. No pasó mucho tiempo y empezaron a escucharse aullidos desesperados de dolor. Me aparté de la labor y me dirigí hasta donde estaba el perro, mirándome con los ojos hundidos y vidriosos, todo cagado pues se avecinaba su muerte, como deseando que hiciera algo por él, como pidiendo clemencia trataba de echar los tacos por el hocico. Me buscaba con la mirada a sabiendas que pagaba por su error, aun así estoy seguro que pasaron por su mente gratos recuerdos e imágenes, porque se le reflejaban destellos de paz, y como si sonriera abrazaba la calma bajo el silencio que produce la muerte. Apareció el viejo como adivinando lo que el perro pensaba, no hubo regaño ni reclamo por robar los tacos. El viejo murmuró entre dientes «todos morimos por un motivo sin entender muchas veces la razón…». Se quitó el sombrero y al Dios de los perros encomendó el alma del animal, pidiendo perdón


aunque muriera por cleptómano. Alcancé a escuchar como un murmullo que decía «…hasta el hombre muere por esta razón». Con la suela de sus huaraches le cerró los ojos mientras las moscas se apresuraban a disfrutar de sus despojos. En lo alto del cielo ya un zopilote le había devorado el alma y a vuelta y vuelta venía bajando por el resto. Nosotros acordamos regresar al pueblo por una carreta que pudiera los horcones. Nos separamos por diferentes veredas, de repente a mi me salió de nuevo el mismo conejo gris esperando que le tuteara el perro, pero al no mirarlo se confió, lo que aproveché para darle tremendo terronazo en la cabeza. Cayó pataleando. La muerte le entró por los ojos, llenos de sorpresa por tremendo madrazo, y el alma se le escapó por un hilo de sangre que brotaba de sus narices. Lo destripé y le bajé el cuero ahí mismo. Caminando para no atraer a las moscas y menos a los pinches zopilotes, según yo, aves de mal agüero, tenía miedo de que me confundieran al ver mis manos llenas de sangre, pero en fin me dije «con precaución no pasa nada», empecé a manejar las cosas con mucho cuidado, como asesino experimentado. Me subí a un tronco seco y me invertí los huaraches, como si fuera caminando al revés, trataba de confundir al máximo la huellada, y donde me era posible brincaba de un lado al otro del camino, con los huaraches cambiados de pie, de puntitas, con el pie de lado casi pisando con los tobillos, a veces con los talones, en fin, muchas precauciones. La tarde empezó a caer sobre mis hombros. El bólido de las lechuzas, el canto del tecolote y el ruido del viento me erizaban la piel. Pero ya más cerca del caserío empezó a llegarme la calma que por mucho rato no pude alcanzar de tanto pensar cuál sería mi último pensamiento cuando estuviera muriendo. Al desaparecer mis temores vinieron las preguntas: ¿me conformará saber el motivo por el cual yo muero? o si lo que dejo no es dinero, ¿les alcanzará a mis herederos para obtener felicidad? Lo que concluí fue adelantar que no moriré por ladrón, aunque confieso: me gustaría morir por mis ideales, por mis usos


y costumbres, o por alguien a quien yo ame, pues debe ser pleno que al llegar la huesuda queriéndome llevar tenga yo oportunidad de hacerle frente, tirándole fregadazos y hasta por momentos hacerla recular, que sienta pues que se está llevando a un hombre, uno que en la vida supo valorar a sus amigos, disfrutar de los amores y que a la suerte da las gracias por todos los momentos de felicidad, que lleva en su mente sonrisas, paisajes y gestos de buena voluntad, pero en especial, la mirada de su madre. Sí, morir peleando y tener la posibilidad de decir lo que piensas o sientas por alguien. Nunca para mí será bueno morir en silencio, menos cuando existen dudas o simplemente tenga que morir gritando, o sin saber la verdad, si en el tiempo que tuve supe dar felicidad… En fin, me esperaba la casa donde tengo una silla destartalada de vaqueta, ya estaban sirviendo la mesa. Al entrar oigo cómo suena la cuchara cuando choca con la taza, alguien endulza el café. Las manos que tortean bajo la luz de la mecha que alumbra la pequeña cocinita de paredes de carrizo y techo de tierra, mi humilde casa donde nunca faltan los frijoles gracias a Dios. Los chamacos juegan al trompo y las niñas al pares y nones, mientras un copechi atraviesa la noche. Termino de cenar y salgo afuera a chuparme un cigarro. Me sorprende lo que veo por el camino. No termino de creerlo, si mis ojos no me engañan, estoy mirando al mismo perro que se tragó la candelilla, casi se viene arrastrando. Lo que más me sorprende es el conejo gris con el cuero bichi que también viene caminando. Me pregunto ¿cuándo se me cayó de las manos?, ¿tendrán hambre y vienen por un taco?, ¿cómo consiguió la muerte seguirme la pinche huella si los huaraches traía volteados? Tiré el cigarro y me arrisqué el sombrero. A paso arrebatado me apresuré y desenvainé el machete que siempre traigo fajado. –Mira huesuda –le dije–, una vez te tuve miedo, pero de eso hace mucho tiempo. Hoy te enfrentas a un hombre que no piensa cambiarse los huaraches, ni brincar de lado a lado, mucho menos morir cagado.


Con el rumbo más fijo que nunca, una energía transformadora sentí que me recorría la piel. Me sentí dueño de grandes certezas y de una convicción más que profunda. –Tú, Muerte –continué encarando a los animales deformes–, podrás llegar cuando quieras, pues sé que te escondes en el valle, en el monte, debajo de un mezquite, detrás de un sahuaro, por calles o callejones, hasta cuando estoy dormido… por eso ¡ya no te tengo miedo! Mucho antes de terminar con mis decires las criaturas ya habían desaparecido por rumbos del oscuro monte. Al día siguiente volví con una carreta para levantar los horcones. El viejo y yo cargamos todo, taqueamos y comentamos lo del perro y el conejo. «¿No te estarás quedando como mi hermano el loco?» me dijo insinuando que se me estaba botando la catota. Días después vi en la calle al hermano loco del viejo y le pregunté qué era eso de estar loco y su respuesta me dejó pasmado: «Es andar descalzo, amigo, mirar las brasas al rojo vivo y saber que si no pasas sobre ellas te quemas». Al decirlo esto, el loco le arrancaba un pedazo de carne a un hueso que se me figuró la pierna chamuscada de un conejo. En la plaza lo esperaba un perro mugroso y feliz que me recordó mucho al mío.


Buche pelón De nuevo amaneció lloviendo. La soledad y el silencio al parecer esperaban que las paredes de tierra remojada cayeran. Dentro de los jacales se podían imaginar rostros angustiados que escuchaban el gruñir de tripas, pero que disimulaban que no tronaba nada. Yo estaba ahí por cosas de la casualidad, llegué perdido, ahora estaba más confundido porque nadie saludaba, a nadie le parecían buenos días. Caminé por las calles lodosas y los huaraches se quedaban pegados al zoquete, cada vez dar pasos resultaba un imposible. Llegué a pensar que la tierra de ese lugar sí me quería, porque no me dejaba ir. No había duda, estar ahí era parte mi destino. No pude contener mi curiosidad. Me adentré en un jacal de vara blanca zarpeada con zoquete. Dentro estaba un viejo recostado en una tarima compartiendo la misma cobija con unos niños que ignoraron mi presencia, se asomaban por entre las cuiltas y el viejo parecía que no miraba. De pronto empecé a entender lo que tramaban, arriba de un mezquite estaba una gallina de buche pelón titiritando de frío, con todas sus plumas remojadas. Ellos esperaban que se acalambrara con el frío y que brincara al suelo lodoso para tirarle con un garrote que ya tenían preparado. No pasó mucho tiempo. Todo sucedió en cuestión de minutos. Bajó la gallina tratando de poner orden en sus extremidades, caminó patuleca, cuando de pronto el garrote surcó el aire haciendo que volaran plumas y un chorro de sangre. El viejo se levantó y con sus manos ásperas arrancó el pescuezo del animal, lo desplumó y desgarró bruscamente haciendo caer sus tripas que mancharon el suelo de rojo. Apuró la lumbre para que hirviera más rápido el agua, nadie decía nada, los niños sonreían en silencio y con una mirada de complicidad volteaban a ver al viejo. Esperaban con ansias que llamara a comer, el hombre recogió el pescuezo de la gallina y lo presentó frente al espejo.


–Anda carajo –le dijo–, abre los ojos que sólo la insensibilidad al dolor ajeno y el polvo son capaces de cerrarlos, o ¿acaso no tienes hambre? –le sonrió poniéndose el buche pelón casi en la frente–. Con mi mente pasaré un mensaje a tu cerebro, para que lo guardes. Nunca olvides que el hambre es atroz, que enloquece y desquicia a las sociedades, que el hambre abre los ojos y espera la oportunidad para revelarse. Nunca olvides que eludir el dolor de ver a la gente con hambre, simplemente va en contra de Dios. Sacó unos platos de peltre despostillados, les sirvió caldo caliente a los niños, se sentó en un balde de lámina gruesa, muy cerca de las brasas, a mí no me invitó. Tal vez por eso oía cómo sorbeteaban el contenido del plato en cada cucharada. Prendió un cigarro que al parecer al menos cinco veces había apagado, le dio un chupete y lo volvió apagar, todo lo demás era silencio. De pronto alguien se acercaba. Entró sin avisar. Los niños se arrinconaron tapándose la cara. El viejo se buscó un rosario que pendía de su cuello, se lo puso en la mano y saludó a la silueta que llegaba. Alguien acomodó los santos que tenían volteados para que dejara de llover, también habían descolgado al sapo. No hubo palabras, pero me pareció que se celebraba un trato, porque a decir del murmullo que maldijo a la muerte ordenándole marcharse, el viejo temblaba no sé si de miedo, tal vez de coraje, y volvió a decirlo, o a pensarlo en voz alta «¡qué mala pata cuando llega la muerte sin estar preparado!». Salí apresurado para poner orden a mis temores y con la esperanza de encontrar un rayo de sol que calentara mis huesos. Caminé tratando de agarrarme de las paredes remojadas, buscando un camino con pisadas, donde alguien, antes que yo, hubiese intentado caminar sin caer, o bien se hubiera levantado. Me aterrorizaba quedarme sentado. De pronto un carruaje tirado por un par de caballos negros empañó mi cara al cubrirme el fango, caí sentado. Trastabillé para levantarme rápidamente al sentir gusanos que se prendían a mi piel, escuché lamentos de las almas que pasaban prisioneras y la risa del jinete que dirigía la rienda, pero algo me


sorprendía y casi me obligaba a seguir la carreta porque de ella pendía un buche pelón tirando sangre. Recobré el valor para vencer los temores y esperé a que gente que caminaba en silencio cerca de mí pasara. A todos los conocí sin ver su rostro. Había alguien que en especial mostraba las manos ásperas pero su panza llena. Seguí escondiéndome tras los árboles para que no me descubrieran porque vi cómo esas manos envolvían a quien los saludaba. –¡Gallina buche pelón, comida sin arroz, sin tortilla, que llamas a la muerte, dile en mi nombre que no se anuncie, que en mi pecho llevo un rosario que da protección! –conjuré desorbitado. Algo apresuraba mi pensamiento, ordenándome que recogiera mis pasos, pero me negué bajo la excusa de que yo había caminado tanto, perro tanto. Y le pregunté que si cómo le hago con aquellos pasos que di montado a caballo, ¿cómo recogerlos?, me río para mis adentros, porque también me he paseado en carro, una vez en el tren y hasta he volado en avión. –Dime ¿cómo le hago? –grité y pregunté a esa voz que ordenaba. Como respuesta obtuve sólo silencio. –¡Ja, ja, ja, ja! –de nuevo para mis adentros–, la muerte no me puede llevar, porque simplemente rejuntar mis pasos no puedo. Muerte inútil, ¿a cuántos leguleyos jamás te podrás llevar? De pronto los cuestionamientos me envuelven ¿por qué camino sin fatiga?, ¿de dónde salen mis alas?, ¿por qué no tengo brazos?, y ¿por qué los rostros que antes no podía ver, hoy están iluminados?


Gélido El jornal resulto más pesado que el de días anteriores, y un gran número de habitantes del pueblo, en especial los mayores, se juntaron en el mentidero después de la ordeña. Comentaron del paso de la grulla. Después de ahí recolectaron mucha leña, tostaron café y cocieron frijoles. Al término reavivaron las brasas para calentarse los huesos, pues la tarde lentamente decía adiós con un color gris oscuro y un cielo aborregado se acompañaba de un viento gélido que daba la sensación de raspar la piel cuando pasaba, los viejos otra vez no se habían equivocado. El frío se colaba por las rendijas de puertas y ventanas, como buscando calor en las cuiltas remendadas sobre catres de jarcia y tarimas de cuero. Sólo Macario sudaba en silencio tapando los gemidos de su mujer con la almohada, después de eso vinieron risas, como si afloraran los recuerdos de haberse visto con lo blanco del ojo. De pronto empezó a llover como para apagar aquella hoguera, o para que tan sólo amanecieran las cenizas a un lado de la cama, confundidas con lo que quedó de las brasas que alguien había metido con una pala la noche anterior. Después vinieron los truenos de rayos, relámpagos luminosos y el ruido de los sapos, quienes hicieron intranquilo el curso de la noche. Así pasaron el tiempo rezando, los viejos pidiéndole a Dios que amaneciera más temprano, pero nunca terminó de aclarar. Seguía lloviendo y las gallinas aleteaban para secarse las alas. Macario esperaba que cantara el gallo, se asomó para mirarlo y no estaba. Se levantó para buscarlo y decirle que tenía que pisar a las gallinas porque les había amanecido fría la huevera y no cacaraqueaban. Para su sorpresa el gallo estaba tieso con los ojos hundidos y tres pollitos estaban parados sobre él para evitar que se los llevara un arroyito que corría con bastante agua, así supo que ese día no habría desayuno. Tomó las cosas con calma, miró por la ventana el patio trasero donde estaba amarrado el burrito


pardo que temblaba de frío y unos pájaros buscaban lombrices en el estiércol. Así observó la formación de arroyuelos que corrían por todas partes, con pequeños caudales que desembocaban en un bajío donde se retenía toda el agua. Pensó en silencio que si al correr el agua arrastraba el llanto de la gente y si tenía el poder de lavar los pecados del alma. Salió a pararse frente al represo para preguntarle no sé a quién, porque nadie contestaba. Necesitaba ahogar sus penas, pero se confundía al ver llegar el agua bronca que al estanque no inmutaba. No le provocaba olas. Así dejó que se mojaran sus pies, para vivir la sensación de un sudor mezclado con lágrimas que se aferraban a su piel. De pronto apareció una culebra que arrastró la corriente, vomitaba un ratón que se había tragado, tal vez porque ya había tomado mucha agua y le estorbaba en la panza, así sí quiso que lo arrastrara la corriente, para devolver de perdida la bilis. Durante un buen rato no pensó más que en eso, quería tener los brazos más largos para alcanzar un polvo de maquillar y un perfume de mujer que iban siendo arrastrados por la corriente. No soportaba ver rostros marchitos, nunca más el rostro triste de una mujer. Aún llevaba grabado los ojos llorosos de aquella a quien él mismo había pagado con traición. Pero decía que nadie le contestó, y en su pecho retumbaba «¿por qué?». Él sabía la respuesta y se quedó callado. Luego sintió que se había equivocado y pidió perdón por su arrogancia. Cayó de rodillas esperando que un rayo le partiera. Cuántas veces quiso gritar que la felicidad no se busca, que simplemente llega. Pero nadie estaba ahí para ser testigo de su llanto y ver cómo puso varios nombres de mujer en el lodo para que se los llevara el torrencial con todo y cualesquiera que fuesen sus esperanzas, para que éstas desaparecieran sumergiéndose en el caudal, para que tomaran mucha agua y vomitaran sus besos, los mismos con que las había encantado, deseaba que en algún lugar ellas también estuvieran bajo la lluvia para que se lavara su alma de las promesas que hizo, o simplemente las olvidaran, porque ni él mismo sabía cuánto les había mentido.


Nadie estaba ahí para ser testigo que la mentira rueda ante la verdad y que sólo el amor verdadero sabe perdonar. Permaneció hincado en silencio hasta caer la noche, y por un agujero entre las nubes volvió a ver el lucero. Aprendió a distinguir la luz de los destellos. Ha dejado de llover, su espalda está mojada, pero tiene el pecho seco. Cerrará puertas y ventanas a las falsas ilusiones. No preguntará a nadie, porque nadie responde. Dejará actuar al sentimiento más puro para no volver a equivocar, pues llegaran de nuevo aguas revueltas al represo sin provocar olas ni aspaviento. Volverá la grulla con gélidos vientos, alguien volverá a pasar frío, tapará nuevos gemidos con la almohada y aprenderá a distinguir la luz de los destellos.


Las verdades del loco Al amanecer, estiró las extremidades y se tronó los dedos. Se untó saliva en los párpados quitándose lo pipisqui. Se acomodó el pelo. Sonrió aventando patadas al aire aún estando acostado en el catre. Su primer pensamiento del día no pudo ser otro que el de los demonios burlescos, de quienes escapaba escupiéndolos. Daba la impresión que desde muy adentro le salía el rencor. En el transcurso de algunos minutos soltó una carcajada que parecía darle fuerzas. Con un garbo especial, de un sólo brinco y media marometa cayó parado abrazado de su almohada, de tanta risa hasta le lloraban los ojos, decía «no se han cansado de venir a pelear y cada que se acuerdan de mí, vienen por más». De nuevo más risas que rasgaban el silencio y entre euforias se preguntaba «¿qué esperan los hombres cuando quiere pelea un cobarde y no encuentra rival?». Se lamentó de que durante toda la noche había llovido y que a él no le alcanzó para sellar tanta gotera, porque su cerebro seguía estilando ideítas, que peleaban con una gran ideota. Le consoló que el circo se hubiera marchado y que se hubiera llevado a todos los changos, pero su rostro reflejó frustración cuando se acordó que se quedaron algunos payasos salados. De nuevo volvió a cambiarle el semblante al mirarse en un espejo salpicado por el peine molacho con el que intentaba desenredar una brillosa melena. Se arregló una corbata de color confuso y opacado por la mugre. Se calzó un zapato de un difunto más grande que él y en el otro pie, una bota de un vaquero guango. Ahora sí, ¡listo! le dijo a su maletín de médico jubilado. Agarró su sombrero y se lo puso de lado, cerró la puerta de tela de gallinero para que nadie viera para adentro. Quitó una lámina de cartón negro que le servía de pared y el hoyo que destapó lo cubrió con un rosario. Durante un buen tiempo caminó sin rumbo. Atrás le iban quedando los barrios de La Matanza y Las Pilas. Pasó por una carreta donde ofrecían tacos de cabeza, cosa que le provocó


bastante risa, porque él en su insólito viaje nunca se había imaginado que alguien fuese capaz de comer en esa incómoda posición. Dejando atrás la acera de la parada de camiones se acercó a un letrero donde leyó con interés que se ofrecían sesos, lengua, ojos, pierna y cachetes. Se aproximó más a donde estaban los clientes y se los imaginó de acuerdo a lo que ordenaban. Como mudo testigo, el atracón organizado le permitió imaginarse un mundo de gente con sesos nuevos, capaces de pensar mejor, una lengua que no fuera tan ruin y mentirosa, unos ojos que no hubiesen llorado tanto, unas piernas bonitas que no dejaran a la imaginación que alguien estuviera parado de manos, y más alegría le dio cuando él mismo se visualizó con unos cachetes chapeteados, que no estuvieran cacarizos, con una lengua que no estuviera chueca de tanto decir verdades y con unos sesos que no se estuvieran secando. Siguió leyendo e imaginando un mundo de labios y pancita al gusto, de carnita maciza, pero le incomodó la hipocresía cuando una vieja gorda pidió los tacos mantecosos y un jugo de naranja para patentizar el comienzo de la dieta el día de mañana, como si estuviera segura de no estar tiesa al amanecer. Disminuyó su ira, al ver un cepillo de dientes con pasta dura tirado, lo pateó y le dijo a su maletín en tono irónico «ni pienses en lavarte los dientes si no has desayunado». Siguió su camino, pero el caos aumentaba sus miedos al atravesar el boulevard Rosales y escuchar tanto pitido, y por qué no, los madrazos que alguien le echaba cuando le gritaba «¡Arre, vaca!», a lo que él contestó: «¿para qué quieres los frenos, para cuando se atraviesa un pendejo, no?, ¿o acaso vienes de bajada?». De ahí en adelante nada le importó y sin medir peligro en plena esquina de Tehuantepec y Comonfort abrió su maletín, sacó un silbato de grano de garbancito y una gorra meada decorada con estrellas que un niño pintó en su kínder. Con solemnidad, paró al tráfico que venia del Sur y que pretendía llegar al Norte con el sueño americano. A los del Norte que venían derrotados, les ofreció hablar con el presidente para que aprovechara la mano de obra calificada y pusiera muchas


empresas para que le vendieran a los gringos desgraciados. Siguió ordenando el rumbo de los políticos perdidos, además de decirles que el dinero no era suyo y que tapar un hoyo con otros dos hoyos tan sólo era posible si se tapaban el trasero con las narices. Apresurado les preguntaba a los peatones que se la daban de astutos polacos, que si por qué el burro caga cuadrado teniendo el pedorro redondo. Nadie supo responderle nada. Y según él así quedó demostrado que todos los partidos son el mismo gato, nada más que revolcado. Un policía quiso levantarlo, pero ni lento ni perezoso el loco llamó a los Zetas. Pobre cuico, olvidó hasta su bicicleta. Después de varias horas llegó un operativo con puros jefes fanfarrones y uno que otro policía desganado, que por pura necesidad chambeaba, porque no les gustaba la violencia, a menos que ésta incluyera una pela a un borrachito, o de perdis a su vieja. De entre la muchedumbre que en torno a él se formaba, saltó una reportera quien preguntó por los presuntos pistoleros, parecía que se habían ido a recibir Oportunidades, pues ninguno se veía por ahí. Al notar la presencia de las cámaras los jefes policíacos agarraron pose de divos, casi con la mano señalándose un escudo nacional que traían colgado, según para distinguirse de los rasos, pues significaban grados de honor que los autorizaba para dar información. Dijeron casi en coro que los de la letra habían huido con rumbo desconocido, lo que a varios investigadores de lo desconocido mantiene muy ocupados, pues los hombres de ciencia aún no lo tiene ubicado, simplemente porque ellos hablan de continentes, altitud, grados y de puntos cardinales. Sólo los más pichurrientos hablan de veredas, pueblos o comunidades y la gente que de verdad sabe, habla del lado de la salida del sol, del lado de la metida, para abajo, para arriba, para atrás, para adelante, para un lado, para el otro, derecha y también izquierda. El loco veía de lejos, con mucha indignación, al imaginar tantos litros de gasolina que así se gastaban, pero le daba gusto por el taquero, quien hacía su agosto en pleno invierno. Soltó la


risa porque según dijo un gestor a sus vecinos, que al no pagar el crédito al Gobierno del Estado, se recogería a todo el pueblo y una viejita dijo riéndose «que nos recojan, hace mucho que no sé lo que se siente, pero si van a cobrar que no pidan el IVA». Su mente cambiaba de temas, a la par de la velocidad con la que pasaban los carros, ahí apareció la imagen de su tinaco horroroso, el cual casi se había convertido en su Dios, le había agarrado fe, le dio toda su confianza porque de un tiempo atrás, él acarreaba qué comer y el tinaco le guardaba el agua. Eso le hacía prender veladoras, porque antes de tenerlo, los políticos le habían hecho creer que casi eran Dioses. Le garantizaron agua, pero como siempre, pasó el tiempo y resultó la mentira. Se reía y se enojaba por las artimañas de los políticos que juegan cartas de honor, ¡ah, pero cuando destapan su jugada, les pasa como al ratero que sorprendieron cortando uvas! El hortelano se las empuja una a una por el trasero, pero el ladrón nunca abandona la risa. Intrigado y molesto, el sembrador pregunta por el motivo y el rata cínicamente contesta que se está imaginando a su compadre que anda hurtando piñas, y que cuando lo encuentre, simplemente lo convide para ver cómo reacciona ante el castigo. Así seguía riendo, pasando corajes y exprimiendo sus sesos tratando de encontrar solución, se imaginaba a un caballo enorme con el pueblo en ancas y a su tata gritando «¡Jinete sin espuelas ni cuarta, mal rayo lo parta!», también llegó la imagen de su amigo el charro, el arrendador contratado para domar a la bestia que a todos tenía tumbados, pero que al llegar a su cuadra, él en persona le estaba dando rienda y al chamaco que le montaba le decía «acércale las espuelas, dale duro un fuetazo y quítale el tapojo para que vea quién lo manda». Veía en su mente al cuaco que casi volaba, quedando parado en sus patas traseras y su cola pegada al suelo, sacaba chispas de las piedras con sus herraduras de uña, pues así lo querían, ligero y sin pretexto, para ganar chingándose al pueblo. Era caballo de ricos, de los bien comidos, de esos pura sangre y enanca partida, como partida nos tienen la madre. Tanto se regocijaba en su ensoñación, al grado de oír hasta el rechinido de carretas que atravesaban el río, cargadas de


calabazas que solitas se acomodaban en el camino. Su mundo campirano era amplio y con espacios para los que se arrastran, los que aúllan, los que pican, los que muerden y los que maman. Así como las ideas le llegaban y se le iban, así también recogió su maletín y abandonó la esquina. En su alejamiento, el viento de una veloz ambulancia levantó unos papeles, ni siquiera trató de retenerlos, sonrió murmurando que eran ideas que no quedarían en el anonimato. De nuevo soñó con demonios y al amanecer la sociedad le gritó «¡loco!». Caminó en soledad por un parque. Admiró a las flores marchitas que se negaban a morir sin dejar de soltar su aroma. Criticó a un indecente que caminaba con audífonos puestos, ignorando el canto de los pájaros. Limpió la fuente llena de papeles y basura. Pintó peces que con el movimiento del agua parecía que nadaban. Llegaron unos novios y se tomaron una foto, donde aparecía el arco iris que él había dibujado. Oscureció y el loco tomó el kiosco de tribuna. Le dijo a la concurrencia que los ángeles existen, y que no hace falta que nadie los llore, que mejor intercedan por los demonios que se quedaron, pues esos debemos identificarlos y que por favor no crean que los crímenes quedan impunes. Lloró y maldijo al gobernador, también al pinche presidente. Pues ellos sí salieron de la gracia de Dios al proteger a culpables. A eso le llamó corrupción. Se rió de la gorra meada que tenía valor tan sólo porque estaba decorada con estrellas que un niño pintó en una guardería que hoy ya no da servicio. ¡Aaah! —dijo—, a los ricos no les alcanzará el dinero para comprar un pedazo de gloria. Recordaba cuánto miedo tuvo por los desprotegidos. A protección civil pensó nunca molestarlos, aunque algún día se lo llevara la corriente provocada por un aguacero. Sonrió con lágrimas en los ojos diciendo entre murmullos que la conciencia es como una piola que te rejunta en el bramadero, hasta que llega el matancero y no ofrece perdón, llegando a la conclusión de que la taquería es una buena opción: ojos nuevos que no hubiesen llorado tanto, lengua que no esté chueca de decir verdades, sesos nuevos que no se estén secando y si no es mucho pedir, pues unos


cachetes que no estén cacarizos, o de perdis chapeteados. Se aflojó la corbata con el fin de respirar mejor, más libre porque en su rostro se veía la lujuria que da un gran placer cuando con la imaginación ves lo que vas a hacer, disfrutas de las ocurrencias y festejas para tu mismo público, el público exigente que llevamos dentro, el que critica, el público cruel que no perdona ni aplaude cuando no está contento. Bajó del kiosco y recargándose en una banca se frotó las rodillas. Se aflojó el cinto y se quitó el sombrero. Se imaginaba en el escenario de un circo de tres pistas, dando marometas mientras sonaban los rodillazos contra la banqueta. Se levantaba y agradecía con las palmas, con los brazos abiertos hacía reverencias ante un público burlesco que a él no le importaba, nunca consideró la opinión de los demás para que no le opacaran su felicidad. Alguien se acercó para calmarlo y que pusiera orden en sus actos. Le ofreció un trago de agua que el loco aceptó porque según las alturas que alcanzaba en el trapecio le empezaban a cosquillear en el cerebro. Agradeció amablemente y explicó que los golpes en el cuerpo son pasaderos, que los golpes que se reciben en el alma no los puedes maquillar, porque esos son en realidad los que hacen llorar, y que cuando llegue el momento, todos sabrán cuáles son los que duelen más. Los espectadores comenzaron a marcharse. Tenía que desalojar a su público que permanecía en primera fila aplaudiendo. Él no los podía defraudar, querían más marometas y como los demonios que venían a pelear, conseguirían siempre un poco más. Pidió simplemente que lo esperaran, debido a que un fresco aire pasaba, buscó el rumbo para sentirlo de frente y abrir sus brazos para atraparlo en sus pulmones. El aire no pasó desapercibido ese gesto y le regaló el aroma de una tierra mojada, de un café tostado y lo fotografió con la luz de un rayo lejano que anunciaba una lluvia repentina. Se preguntó «¿qué es la verdad?». Después de pensarlo mucho escribió en el suelo: «La verdad es el amanecer que descubre y armoniza el quehacer cotidiano». Sonrió para preguntarse «¿qué son los sueños?», y escribió: «Son los temores,


la ilusión y las frustraciones». Volvió a sonreír con un placer contagioso en su mirada, cuando de nuevo se preguntó «¿qué es la vida?». Concluyó que «es el marco que muestra el retrato en diferentes etapas, que vivir es morir cuando pasan los segundos, que vivir es aceptar las cosas como son, y no como quisiéramos que éstas fueran, que la vida simplemente es soñar, mientras se respira». Siguió preguntándose «¿qué es el amor?». «El amor —dijo en voz alta— es el bólido de una mariposa de colores y el canto de un pájaro, el cual deseamos fuese eterno. Algo que nunca terminará». Y dijo «¿quién puede sustentar su vida en sueños?, ¿quién quiere vivir enamorado, arriesgando que el amanecer lo descubra insomne?. Y si los sueños son temores, ilusiones y frustraciones, pues simplemente ¡no, no y no! —dijo casi gritando—. Yo soy capaz de crear mariposas de colores y retener el canto de los pájaros por siempre, en mi propio mundo». Miró salir a la luna, al parecer coqueteando con el último sol. Las estrellas engalanaron la noche que cedió paso al sereno, perfumando una silueta que vagaba en su recuerdo. Así continuó echando marometas, riéndose de todo, pensando en todo lo que tuvo y se le fue. Se volvió a acomodar la corbata y vio la sentencia de la Suprema Corte, y más risas le brotaron del pecho, pensó en la indecencia y la faramalla social que pretendían hacer creer en la honorabilidad, jueces sin acusados, acusados sin derecho a ser escuchados, más validez para el dinero, más prestigio a la impunidad. Se lamentó de sus sesos que aún se le seguían secando. Miro ángeles en el cielo, confusión en la tierra. Miedo y soledad.


Para entender «Vamos, vamos» gritaba Ciriaco, «vamos mulas, arre, ¡arre macho!», mientras el chicote les tronaba en las enancas. Las personas que miraban se torcían los dedos sin perder ningún detalle, porque el arriero se paraba en el pescante de la carreta y se daba tiempo para empujarse la frustración con un trago de vino. Ajena al momento Doña Tomasa se afanaba en su quehacer, rescatando carbones en la leña mojada que un día antes no alcanzó a cubrir del tremendo aguacero. Las generosas lluvias habían alimentado el cauce del río y por entre las paredes de carrizos, a Tomasa le llegaba el zumbido del agua, sin inmutarla. Mientras tanto en el río todo era mitote. La corriente había arrastrado troncos, maleza, y tal vez de no muy lejos, el agua había traído el alboroto del pueblo, algunos se preparaban para nadar y otros con chavinda en mano le decían a Ciriaco «agárrate, no te vayas a soltar, deja que se vaya la carga, deja la carreta, las mulas y el macho». Como respuesta el hombre gritaba «¡arre, arre!, ya casi vamos a llegar a la otra orilla, no me vayan a fallar», mientras la fuerte corriente le sacaba costales llenos de elotes y muchos quesos secos de rancho. Se pasaba el dorso de su camisa por la frente que le sudaba a chorros, mientras los demás tiritaban de frío. De pronto la palizada arrancó el pescante y lanzó a la corriente el carro de mulas. —Ciriaco está tomando agua —gritaba la gente—, se ha de haber golpeado. Nadie veía su cuerpo, inesperadamente apareció abrazado de un tronco en la orilla, con las riendas en su mano izquierda, pero éstas sólo traían los frenos colgando. Nadie podía dar crédito a lo que veían sus ojos, porque a lo lejos estaban los costales y quesos en un remanso. Y ahora sí le grito a la Tomasa «¡dame ropa seca! y saca el sombrero que tengo guardado, pero antes anímate las brasas para tomar un café colado». Alguien le preguntó por el trago de vino, y en plena carcajada contestó: —Los pescados, tortugas y sapos han de andar brindando.


—Pues ¿qué no decías, Ciriaco, que los pescados y tortugas los veías como enemigos? Se quedó pensando antes de responder. —Sí, así es, siempre pensé que éramos enemigos, cada vez que los tenía a mi alcance los mataba y con pleno salvajismo les sacaba las tripas, aunque todavía respiraran, me excitaba ver la sangre, casi era como una enfermedad. Hoy como amigos les brindo mi trago con mucho cariño, pues el sapo al verme perdido allá abajo, sin fuerzas, casi desfallecido, les dijo a sus compañeros, con ese canto dulce que antes me parecía enfadoso «formen una vaya para mermar la fuerza de la corriente y los demás acercaremos un tronco de donde el hombre se sujetará». Al ver que las bestias no podían ni a punta de chicotazos, y además con el río que venía cada vez más crecido, ellos me ayudaron. —Así descubrí la clara nobleza de estos animales—continuó Ciriaco—, aún en plena agua revuelta, porque sé que en el fondo de su alma pensaron en el llanto de mi madre y el dolor de mis hijos. Todo fue silencio en ese momento. Las palabras de Ciriaco retumbaban de sinceridad en los más jóvenes. Más de uno reflexionó en los agravios y prepotencia con la que había actuado ante la creación del padre santo. Esa misma tarde llamó la atención un montón de resorteras que se juntaron en el centro del pueblo. Así lo acordaron los niños poniendo el ejemplo. De pronto apareció con sus pasos lentos y mirada dulce, la señora más anciana para preguntar a los chamacos reunidos «¿y qué harán por todas las flores y demás árboles que sus padres han cortado?». Sofocante silencio fue roto por el más pequeño ahí presente: —Igual que nuestros abuelos, también vamos a tirar semillas —dijo ante el asombro de la anciana. Ciriaco sonreía en silencio y echaba su bendición. Su fantástica historia había conmovido a los niños y ahora ellos se manifestaban con toda su inocencia. Los adultos esta vez, escucharon de los niños el mundo que deseaban, y su confianza fue tan plena que al paso de los días fueron revolucionando sus vidas.


Así empezaron a suceder cosas extraordinarias en aquel lugar, como el escuchar cantos de pájaros que nunca antes habían visto. La lluvia fue más frecuente y la presencia del arco iris que recordaba el pacto de nuestro señor, donde el mundo jamás presenciaría otro diluvio. Las mariposas daban un toque especial atrapando la imaginación por su encanto, volando cadencioso para adornar el silencio. Pasaron en aquel pueblo muchos años de paz y tranquilidad, increíblemente su atmósfera nunca se contaminó con las novedades del mundo y a la gente parecía no interesarle mucho puesto que era feliz con lo que tenía, puesto que la abundancia comenzaba en el corazón de la gente. El pueblo parecía una burbuja totalmente aislada del avance tecnológico del exterior, excepto por una televisión que instalaron en el kiosco y que sólo se encendía cuando alguien se enfermaba de curiosidad. Treinta años después de aquel evento mágico, aquellos niños ahora convertidos en adultos se reunieron de nuevo para recordar el día que decidieron vivir en paz y armonía con la naturaleza. Naturalmente los viejos que no se habían muerto estaban mucho más ancianos. De pronto alguien arrastró los pies hasta el lugar, se trataba del más viejo del pueblo quien preguntó «ustedes que salieron a estudiar fuera y conocen de esto, si un hijo les salió joto, ¿lo dejarían casarse con un tipo que ha perdido la razón y que juntos adoptaran un niño, para meterle la duda en el alma, de quién de los dos amantes se pone el calzón?». Otro anciano molesto, amigo del primero, aprovechó para levantar la voz y opinó que los jueces necesitan poner oídos en la vida real, con sentido común, e inclusive que los políticos deberían derogar las leyes de matrimonios del mismo sexo, porque para él la descomposición social tenía que ver con violaciones, asaltos, contrabando, narcomenudeo, secuestros, ejecuciones, fraudes electorales y traiciones a la patria, donde cada día son más los pobres sobreviviendo entre los ricos, y que de esa nueva sociedad, jamás saldría otra revolución armada, a menos que fuera para conseguir marido, o una vieja tortillera.


Las risas de la concurrencia no se hacían esperar frente a tanta ocurrencia. Finalmente, Doña Tomasa, viuda de Ciriaco, fue invitada a dirigir unas palabras al ilustre, quien hacía un par de años se había ido de este mundo dejando grabadas varias historias. La señora agradeció por principio de cuentas a los convocantes y detalló varias anécdotas de Ciriaco, que a muchos les arrancó risas y a todos algunas lágrimas. Comentó también sus puntos de vista de lo que se había convertido el mundo externo y aprovechando el tono con que el primer viejo se había expresado, reprendió la indecencia de los jueces «que no aprenden de las acciones de hombres como Ciriaco, porque aunque esté crecido el río, luchan contra corriente arriesgando hasta la misma vida». Sonrió para decir que México es cuna de hombres valientes y que al festejo del bicentenario le pegaron en la madre, «denigrando a la nación ante los ojos del mundo, desechando el prototipo del charro mexicano, pero los chinos ya nos contemplan como clientes potenciales para hacerles prendas femeninas, además de muchos consoladores recargables, por mientras autorizan la importación de maridos». Una y otra vez la comunidad dio paso a grandes oradores, casi como por orden de aparición, de los más viejos a los más jóvenes. Los últimos acordaron volver a reunirse lo antes posible porque aquello había adquirido la forma de un festival espontáneo donde se podía criticar y reírse del mundo entero. Pasado el evento, volvieron a su vida feliz. Sólo de vez en cuando si un viejo se aburría se iba a kiosco a encender la televisión, para convencerse de que fuera de ahí, todo se estaba yendo directo a la mierda.


Ya no l ores, Ramona En la calma y el silencio del Samicarit, pueblo a las márgenes del río, sólo se escuchaba el canto de un chonte, el cual hacía que mitigara en apariencia el dolor de aquella señora de vestido largo, arracadas de oro planchado, que lloraba de forma desconsolada. Aunque fue hace mucho tiempo que la miré, aún recuerdo sus enaguas largas y sus pies descalzos, así como la pañoleta que le cubría sus canas, su mirada triste y sus ojos claros, su piel morena que me recuerda el valle del mayo. Sin embargo, en los silencios de aquel pájaro se escuchaban los sollozos que le salían del alma, me inquietaba su dolor, llamando mi atención la voz compasiva de su compañero que le decía: –Ya calla, Ramona, no llores más. ¿Qué no ves que los hijos se van y nosotros no podemos detenerlos? Son iguales que los represos que hice en el río, cuando no venía con mucha agua, acuérdate que los contenía y manejaba a mi antojo. Sí, Ramona, acuérdate que así de fácil los retenía, como a los niños cuando no tienen tanta fuerza y los puedes controlar, pero creció el río, al igual que el niño. Me ganó la corriente como el ímpetu de mis hijos. No pude controlar la corriente y me arrastró todo lo que había sembrado con cariño, se llevó los represos llenos de esperanza. Por eso espero que descarguen en algún bajío lleno de calma. Al igual que mis hijos, no es posible sentir culpa, ni vivir amargado, no puedo seguirle los pasos, no tienen la obligación de estar a nuestro lado. Entiendo que las cosas son por convicción… el amor, Ramona, es otras cosas, también es una sonrisa, o ver sus rostros felices. –Deja de llorar, Ramona, pues con tu llanto solo harás que crezca el cauce y se sequen los sauces, las lágrimas son saladas, amargas y al igual que queman las mejillas también queman las raíces de los árboles. No llores, Ramona. Mejor corta unos limones y hagamos un agua, con lágrimas dulces de las que provocan los bellos recuerdos, de las que invocan a la felicidad sin importar si los hijos se van.


Yo escuchaba parado, bajo los rayos del sol que quemaban mi espalda, poniendo mi pelo caliente, haciendo que surgiera el sudor, formando surcos en la piel al hacer contacto con el polvo que me acompaña. Sentía pena por aquel llanto, pero más por no poder hacer nada, yo no sabía de ese sufrir, ni siquiera tenía hijos, tampoco tenía por qué meterme en vidas ajenas. Me preocupaba porque ya estaban viejos y sus vidas estaban acabando, ¿qué podría importar mi opinión? De momento pedí un deseo para cuando llegara a ser adulto, que a mí no me sucediera lo mismo, no quería nada de llanto que tuviera que ver con el amor, me sentí un cobarde que piensa que la luna sí es de queso, que la luna tiene un conejo y que el queso es para el ratón. Me consoló imaginar que para cuando necesitara yo de un consejo, todavía viviera el viejo y me ayudara a mitigar mi dolor, así como a doña Ramona, que por momentos se negaba aceptar y movía su cabeza para los lados y murmuraba «mi hijo se convirtió en un río crecido al que le ganó la corriente y no entiende que aún es parte de mi vida. Y se va, dejando mi alma herida, por eso aún no lo entiendo, a mí me gustan los ríos con calma y que cuando crezcan no derramen el agua, que después se conviertan en lágrimas». –No, no, no –decía doña Ramona entre sollozos–, los hijos son parte del alma, que se forman al igual que los amores en el fondo de las entrañas, son como los amores que corren por las venas acompañados de la sangre, por eso siento que me cortan, siento que me falta el aire. El señor se quedó callado y sólo abrazaba a doña Ramona, quien parecía se desvanecía y desmoronaba como la tierra cuando la toma la pala. Ya no se oyeron voces, sólo existía aquel abrazo que dice más que mil palabras, donde aparecen los besos que no implican pasión, tan sólo comprensión. La tomó de la mano y la recostó en un catre. Ahí se quedó hasta que la vio dormida. Permaneció a su lado llorando en silencio, con lágrimas amargas de las que queman el rostro, de las que hacen que aumenten los cauces y sequen las raíces de los sauces.


Cuando despertó Doña Ramona, él tomaba café y apuraba las brasas, sonrió como si su pecho no sintiera ningún dolor. Nunca le dijo a doña Ramona que él también lloró, nunca comentó que esa partida a él también lo había destrozado. Por el contrario, pensaba para sus adentros que alguien tiene que ser fuerte cuando el otro se cae, para extender la mano que puede levantar. Pensaba en voz alta: –Yo no soy culpable Ramona. Cada quien escoge su destino y traza el camino que lo llevará a alcanzar la prosperidad, sólo trata de entender que cada quien tiene su concepto de dicha, y lo más importante es ver en otra cara la felicidad, no sufras si alguien muere de pena y pepena lo que te toca, pues siempre la vida es justa, nunca da de más, esto que te digo no es vanidad, simplemente cada quien se debe encargar de su felicidad. Por eso, Ramona, hagamos un trato: de nuestra receta a nadie daremos consejos, nos podemos equivocar. Yo ahí seguía parado bajo los candentes rayos del sol que me abrazaban y en ese abrazo me debilitaba, quería hablar con ellos para decirles que aunque no tenía hijos compartía su dolor, porque me consideraba fuerte para vencer a la tristeza si a mí algún amor me abandonaba. Yo no lloraría aunque lo amara, que comprendería el concepto de felicidad sin importar la forma en que llegara. Quería decirles que ya no lloraran, que su hijo ya no jugaba al trompo, ni la niña a las muñecas, que ya no hacía falta que ellos la acurrucaran, que ahora, al igual que el río, creció y se llevó los represos, llenos de esperanza. Sólo habría que esperar que esos cimientos alguien los aprovechara. Yo quería gritar que no todo estaba perdido, pues todo es como en las pasiones: un amor viene, el otro se va. Te quedas al fin con alguien que siempre te acompaña. Te transmite confianza sin decir palabras, para que descubras que, por una noche obscura, una tarde triste, o bien una mañana sin sol no se acaba el mundo. Así, con mi garganta reseca, evoqué las limonadas dulces, de lágrimas de felicidad, evoqué los buenos recuerdos y su contenido tomé. Pude volver a sonreír, caminé con mi espalda


mojada y los pasos más lentos, procuré borrar mis huellas y no voltear para atrás, ya no quiero recordar ese llanto. Caminé y más delante de nuevo estaba doña Ramona. Me pude acercar para secarle su llanto, su esposo me miró con recelo pues él no me conocía, yo los había visto tiempo atrás, entre los chicurales, dándose besos. Sé que ahora Ramona está en el cielo y él se fue a cuidarla al campo santo. Las dos tumbas están juntas. Ya no toman café y nadie apura las brasas, ya no se dan besos entre los chicurales ni escucho jadeos. Aprendí a no esperar que me quieran por obligación, ya no espero los buenos días, menos la bendición, ya no necesito que me deseen buena suerte, ya no espero un beso, se corre el riesgo de convertirse en limosnero de amor. Sé que seguiré llorando pues la dicha nunca es completa. Llegué a pensar que había encontrado el amor, pero éste de nuevo cada día me dice adiós. Hoy pasé por los chicurales, de nuevo alguien se daba besos. No era Doña Ramona, simplemente era otra mujer que posiblemente repetirá la historia del llanto amargo cuando su hijo se va, por eso pido a Dios que entiendan el acto como una búsqueda de libertad, seguro estoy que nada ganarían si supieran de nuestro llanto. Ahora sé que llorar limpia el alma, por eso lloraré en silencio mientras mi alma descansa, tomare café y apuraré las brasas, para cuando llegue a viejo Dios me ponga alas. Ramona de enaguas largas, de arracadas de oro planchado, aún recuerdo la pañoleta que cubría tus canas, aún recuerdo tu rostro con tus ojos claros. Ya no llores, Ramona, ya no llores.


Dedicado para quien llora y sufre sin entender que la felicidad se busca y que nadie tiene la obligación de estar a nuestro lado. Por eso pido que interpretes cada concepto de felicidad, no esperes que alguien te quiera, que de nadie dependa de tu dicha, porque a veces tú amas y el otro no lo sabe, aunque se lo digas. El amor es comprensión y no todo es sacrificio, porque no podrás amar a quien te ignora, porque eso no es amor, simplemente se convirtió en capricho, el amor es correspondencia y se comparte a besos. No nada más en la cama, se abraza y se da la mano para no caer, no sólo cuando estás caído, por eso al amor no todos lo podemos retener, menos quien se lo ha creído.


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