Volumen 1, nº 52. Libélula Libros. Boletín Bibliográfico. Fecha del boletín Julio 4 de 2009.
NOTAS (pfa) Lucy, quien maneja la caja y tantas otras cosas en la librería, acepta a veces recomendaciones de lecturas, siempre dependiendo de quien provengan. Tomas, otro dependiente, con claros ánimos educadores le llevó Pedro Páramo. No es posible imaginar los argumentos que habrá expuesto para recomendar la lectura, cabe en cambio suponer que habló entre dientes mientras acomodaba libros. Lucy luchó días enteros con el libro de Rulfo, lo hizo de manera franca. Luego, una vez devuelto el ejemplar, y en medio de alguna conversación, justo cuando no éramos pocos los presentes, soltó su crítica: “ese libro no me gustó, o yo me perdía o el perdido era él. A veces los personajes estaban muertos y a veces los mismos, vivos. Vivían y morían para volver a vivir o morir unas p{ginas m{s adelante”. Podrá no haberle gustado, pero dio en el clavo. *** La estupidez del lenguaje inclusivo no merecería en una sociedad seria ni siquiera un reproche. Es evidente que quien pretende hablar de manera inclusiva, o lo exige, desconoce el sentido de las palabras y supone una simpleza en ellas, que solo posee él mismo.
“—Señores, voy a hablar de mí mismo a propósito de Shakespeare, a propósito de Racine, o de Pascal, o de Goethe. Son una bonita ocasión para hacerlo.”
(Anatole France)
Boletín Bibliográfico. Cra. 23 A No. 59-104. Teléfono 8854201. Manizales. Colombia. libelulalibros@une.net.co - CAROLINA ARANGO * PABLO FELIPE ARANGO
ISSN 1909-0110
¿Y para que hablar de libros que no hemos leído? Supone Bayard que es necesario hablar de libros aun cuando no se hayan leído, es decir, estima la hipocresía y le otorga un valor creativo que aunque obvio, no deja de ser absurdo. Claro que la mentira y la hipocresía son imaginativas. Todo niño mentiroso es un creador, eso lo sabemos los adultos y lo disfrutamos dentro de ciertos límites. El niño que abre un libro sin saber leer tiende a crear su propia historia, que va narrando en voz alta a medida que pasa las páginas. No se porque Bayard no pensó en este ejemplo, hubiera mejorado su argumentación. Es errado el supuesto según el cual debemos hablar de los libros, incluso de los que no hemos leído. Esa situación solo cabe a los pretensiosos que buscan reconocimiento social y cultural, casi siempre profesores y escritores, no a los genuinos lectores que solo buscan la belleza y la felicidad en sus lecturas. Ningún lector de verdad quiere leerlo todo, ni saberlo todo, ni fungir de sabio, solo quiere gozar de un espacio en el cual se encuentre consigo mismo a partir precisamente de la lectura que ha escogido. Eso es todo.
El manual de Bayard es tan solo útil en términos sociales tal como puede serlo un manual de protocolo y etiqueta. Y quizá aquí estribe lo peor de este libro, en que mientras el desprevenido lector supone que el título es un juego, el autor lo formula absolutamente en serio. Decir que el libro no existe más allá de la mente del lector, o del no lector, es una obviedad que nadie querrá refutar, al igual que aquella otra según la cual el libro se inscribe en un conjunto de libros que forman parte de la tradición y la cultura, o que todo lo que leemos esta condenado al olvido. Meros lugares comunes que Bayard pretende mostrar de manera ampulosa y compleja: ―la idea de la lectura como pérdida antes que como ganancia es un mecanismo psicológico esencial para quien pretenda definir estrategias eficaces a la hora de sortear las situaciones penosas a las que nos confronta la existencia…‖. Así que o Bayard nos cree unos cretinos o tiene un formidable sentido autocritico que su psicoanalista le ha ordenado haga público, pues no de otra forma puede entenderse esta publicación. Tal vez no ha querido enterarse: leemos porque nos gusta, porque buscamos algo sublime y hermoso, porque queremos estar un poco en silencio y huir del ruido que hoy en día nos agobia, y en ocasiones, incluso, para conversar. El resto es palabrería insulsa, y desagradables pretensiones sociales. (pfa)
Bella del Señor. Albert Cohen. Trad. Javier Albiñana. Anagrama. 2007. Es tal vez el afán por la totalidad lo que convierte a ciertas novelas en un una construcción inolvidable; ya desde un pueblo y su genealogía, o un pabellón de tísicos en medio de la montaña, este tipo especial de libros, exploradores de las angustias humanas, de sus límites, y, naturalmente desde un comienzo condenados al fracaso; todos, todos estos libros que parecen catedrales, llegan a justificarse por ese acercamiento insólito a lo perfecto. Precisamente, por ser codiciosos. Bella del Señor, es literatura en su estado más salvaje, caótico y puro, la descripción del amor como absoluto y decadencia, de la maldita pasión entre los cuerpos –al fin y al cabo carne que se descompone y se consuela patéticamente en un tedio por evitar el profundo temor a la soledad. El
amor, en Bella del Señor, es lo excepcional vuelto desdicha. Por otro lado, el humor aparece, y Cohen, reconocido sionista y activo miembro del Comité de Refugiados, presenta una parodia judía genial, llena de ironía y que llega a compararlo, en las siempre exageradas contraportadas de Herralde, con Charlie Chaplin. Personajes como Comeclavos – ―pseudoabogado y médico no diplomado‖, ex rector y único miembro de la Universidad israelita y filosófica de Cefalonia, dueño de la improbable Shropshirpshire inglesa- o Saltiel –avaro, anciano que camina las calles en calzones cortos y llama al teléfono ―artefacto portador de voces humanas‖hacen que, entre todo el caos y la vulgaridad, (esencia de Bella del Señor) unas cuantas carcajadas sirvan como triste consuelo en este, un libro vertiginoso lleno de celos y hastío. Todo en Bella del Señor es tan lamentablemente humano, tan cierto, que merecidamente acepta todos los empalagosos elogios que se le han dado. Al fin y al cabo, el amor es así. Es así. Tomas David Rubio C.—Libélula libros.
Volumen 1, nº 52. Libélula Libros. Boletín Bibliográfico. Manizales. Colombia.
De librerías, libreros y lectores Octavio Arbeláez acostumbra ir a Libélula los sábados por la tarde: se sienta afuera, se cruza de brazos —desentendido de libros, de mujer y de hijos— y conversa y aguarda como un buda: si se lo apura, convendría en el dictamen de Hawthorne: ―La felicidad es una mariposa que, si la persigues, siempre está justo más allá de tu alcance. Si te sentaras en silencio, podría posarse sobre ti.” Sueño un libro: El perfecto pescador de caña, de Izak Walton, que publicó la editorial Comares, en España, el año 2000: lo sueño —o lo imagino— pues no ha sido posible que su distribuidor lo traiga al país. Y no me parece del caso pedir por Internet un libro que lleva por subtítulo: El recreo del hombre contemplativo. Ahora se me revela que eso es Octavio: un perfecto pescador de caña de libros. Quieto, su vara es su palabra: suelta alguna seña, y aguarda con paciencia; no
hace ruido: espantaría el libro apetecido, o cobraría el que no desea. Al fin lo consigue: esta vez es Carta a D. Historia de un amor, por André Gorz. A sus manos le llega: es la pieza que recompensa su espera de hábil pescador. José Fernando Calle T.—Libélula libros.
Hacia el amanecer. Michael Greenberg. Seix Barral. 2009. ―… el litio, el elemento número tres de la tabla periódica y el estabilizador del humor más corriente para maníacodepresivos, el litio –la vulgar sal gris que es el elemento sólido más ligero de la tierra, con sus tres electrones, y que sólo nos cuesta cinco dólares al mes-, el litio no funciona con Sally‖ escribe Greenberg en su libro. Si los desordenes mentales fueran, tal como a veces estamos dispuestos a creer, apenas un desbalance en los químicos que nos integran y que ciertamente se encuentran dispuestos y dosificados con increíble maestría, la cura sería fácil: descubran que me falta y entonces dénmelo, o que tengo de más y cuanto y quítenmelo. Pero no, no es así de sencillo. Algo incomprensible define la ruptura entre la realidad que todos creemos percibir de manera homogénea y la de unos pocos a los que denominamos locos. Greenberg supo esto último desde el día en que se dio cuenta que su hija había enloquecido después de no haber percibido ni siquiera pocas horas antes cambios radicales o indicios de su próximo estado. A partir de allí todo fue tan frágil e incomprensible que él mismo se sintió agobiado y extraviado. ¿Qué sucedió?, ¿por qué?, ¿qué hizo mal?, ¿lo
provocaron sus genes?, ¿será un complot de la medicina y de los laboratorios? Ninguna pregunta tiene respuesta, todas se agolpan de manera atropellada. Pero Greenberg no quiere respuestas quiere tan solo a Sally de nuevo, a la hermosa y tierna Sally que parece haberse ido para siempre, a otra dimensión inalcanzable. La lista de elogios y de lectores de esta crónica es abrumadora, muchos de ellos habrán sido cautivados por la veracidad de los hechos, muchos otros sin duda, por la maestría del relato, por la fuerza narrativa que el mismo Greenberg quizá se desconocía, pues nunca antes había alcanzado el reconocimiento que ahora tiene. Sucede a veces que el arte surge de manera insospechada, haciendo uso incluso de lo que consideramos más intimo. En esas ocasiones nos reconfortamos al evidenciar que el arte es al fin y al cabo humano, grandiosamente humano. Los trozos de vida relatados en este libro son hermosos como los de cualquier otra vida, pero además son literatura, tal como lo fueron las peleas de Carver con su mujer. Ahora me entero que ciertos críticos andan denigrando de lo que ellos denominan ―literatura del yo‖, valiente estupidez, el arte es yo absoluto y puro, es la conciencia individual, la del artista, vuelta del revés. Greenberg lo supo, y tuvo la fortuna de saber en que momento podía convertirse el mismo y lo que le sucedía, en arte. (pfa)
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A la sombra de las hojas Uno. Según he apuntado en otra parte, William Agudelo compuso un texto —al modo de un poema— que nombró: Fe de erratas, a saber: “En el “Walden” de la Colecc. Austral / que me prestó Coronel Urtecho –Traducc. / directa del inglés y notación / por Justo Gárate Member of the / Thoreau Society– (Pág. 242) dice / Thoreau de una lechuza: “< sintiendo / su ruta crepuscular como si lo hiciera / con sus sensibles alas / encontró un nuevo gajo / donde podría esperar en paz / a la aurora de su día (3)”. // (3) Es decir, la llegada de la noche. Trad. / (y debajo estas airadas líneas a lápiz:) / La tarde en todo caso ¡Necio! / ¿Por qué tienes qué decirlo?” Dos. En el Epistolario de don Antonio Machado (Editorial Octaedro, 2009), en el apartado 57 *A Juan Ramón Jiménez+, a p{gina 188 obra: “Querido Juan Ramón: / “Te presento al escultor Emiliano Barral que proyecta un monumento a Rubén Darío< / “Un abrazo de / “Antonio Machado”. Una oportuna llamada a pie de página le permite al anotador: Jordi Doménech esta indispensable aclaración: “1< Se trata, evidentemente, de una carta formal de presentación, en este caso del escultor Emiliano Barral a Juan Ramón Jiménez.” Tres. La contra de semejantes necedades est{ en las notas de don Francisco Rodríguez Marín al Quijote; baste de muestra la que copio enseguida, para explicar de cuál pueblo trata Cervantes como de la Reloja —sexto tomo, nota al renglón 10 de la página 185: ““Pues sépase< que le pusieron el dicho mote porque, habiendo pedido el cura un reloj para la torre de la iglesia, el cabildo del lugar tuvo por bien que se encargara a Sevilla; pero no reloj, sino “reloja y preñaíta”, para vender luego los relojillos que pariese, y proporcionar esa entrada al arca del concejo.” Esto escribí antaño, y ahora añadiré que el tal pueblecito fue Espartinas (Sevilla), y que no debió de cuajar el propósito de comprar la reloja (quiz{ porque no se hallaran fabricantes sino de relojes machos), pues consta, y ésta es otra vaya que dan en la comarca a los del mismo pueblo, que al cabo hicieron en la torre un reloj de sol; pero como el alcalde, por resguardarlo del temporal, mandase que lo cubrieran con un tejadillo o guardapolvo, no señalaba la hora.” José F. Calle Libélula libros
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Jane Austen. Orgullo y Prejuicio. Debolsillo. Traducción. Ana María Rodríguez. Kundera afirma que toda novela plantea una pregunta a la que sólo ella misma puede dar respuesta. No una respuesta absoluta, inequívoca; mejor un esbozo de respuesta, una respuesta que tantea, que admite, sin tropiezos, una y mil versiones. Intuyo la pregunta que Orgullo y Prejuicio nos plantea: ¿Cuáles son los síntomas del amor? A lo que responde: “¿Pueden existir síntomas más claros? ¿No es la descortesía a los demás la esencia verdadera del amor?” (Cap. XXV)1 (At his own ball he
offended two or three young ladies, by not asking them to dance; and I spoke to him twice myself, without receiving an answer. Could there be finer symptoms? Is not general incivility the very essence of love?) Jane y Wickham o Elizabeth y Darcy, atraviesan toda clase de complicaciones y problemas; rumores e intrigas; escrúpulos y vanidades; hasta que, al final, para júbilo del lector, se unen. Todas las aventuras y desventuras que Austen construye alrededor de los personajes para hacernos creer en un posible desenlace lleno de infelicidad, son inútiles. El lector recibe la grata revelación de un final feliz tan pronto Elizabeth y Wickham, cruzan sus miradas. Esa sencilla mirada, ese ver al otro a través de los
ojos de Dios - así lo llamaba Stevenson2 – es suficiente para desencadenar esa descortesía hacía los demás – como la llama Austen - que fatalmente ata a hombres y mujeres. Creo que por esta hermosa y modesta revelación, Orgullo y Prejuicio debe ser leído. Agrego otra razón, menos personal, más referencial, que alguna vez leí de la pluma de Bioy: “Jane Austen es una lúcida espectadora de la comedia de la vida. Uno de sus personajes dice que los demás están en el mundo para divertirnos con sus estupideces y locura y que nosotros estamos en el mundo para entretener a los demás con nuestras estupideces y locuras”. Christian Londoño E.—Libélula libros
largos y mentirosos. El libro es una novela histórica, larga y mentirosa. ¡Qué maravilla! Y eso no es todo, le creemos, le queremos creer cada palabra, si el mundo fue así no importa, al menos debió ser así. Gore Vidal, sí, el maricón fantástico que los conservadores norteamericanos se empeñan en ocultar, nos cuenta la vida del siglo V antes de Cristo en Grecia, Persia y China a través de los ojos de Ciro Espitama, un nieto de Zoroastro y, en sus últimos años, embajador del Rey de Persia en Atenas. A Espitama, descendiente de un profeta monoteísta, le interesa una pregunta: ¿qué había antes que nada? O algo así como ¿Quién o qué creo el mundo? Esta búsqueda lo llevará a
conocer al Buda, a Confuncio y a los filósofos griegos, que le parecieron no sólo mentirosos, sino complacidos en sus mentiras. El camino de este hombre no incluye sólo un difícil viaje hacia oriente y después a occidente desde Persia, sino un viaje espiritual a través del politeísmo, un viaje, si se quiere, más enrevesado que el físico. Ciro no se rindió en su búsqueda, aunque no supo nunca con exactitud si había logrado responder a sus dudas, supo al final de sus días, ciego, que estaba más cerca que al comienzo y que los caminos más interesantes suelen ser tortuosos. Como los libros largos. Carlos Augusto Jaramillo— Libélua libros. Carlos Augusto Jaramillo—Libélula libros.
1 Traducción de Ana María Rodríguez 2 Borges escribe en el Otro poema de los dones: “… el amor, que nos deja ver a los otros como los ve la divinidad…‖
Creación. Gore Vidal. Edhasa. Cuando comencé Creación hará un par de meses, tal vez, todos me miraba como el hombre que leía el libro de las 854 páginas. Ahora que lo pienso, y con los comentarios de los amigos que visitan la librería, para algunos de los cuales leer un libro largo no sólo es un tedio insoportable, sino hasta de mal gusto, es casi un milagro que culminara, siquiera que comenzara a leerlo. Pero Creación atrapa desde el primer párrafo con una crítica irrefutable a los historiadores
Especulaciones en torno a por qué un libro –o un ser humano- seduce Todo libro termina siendo un misterio. Por más que logremos encontrar categorías y ficheros y códigos. Por más que nos consideremos radicales, o íntegros o selectos. Cuando alguien se pregunta por qué le gusta un libro, me atreve ría a afirmar que la respuesta se inventa, se crea en el momento de tratar de explicar la elección. Así, más o menos, pasa con la gente. ¿Por qué nos cae bien una persona en particular? ¿Por qué la amamos? ¿Por qué le regalamos Rayuela? Hay listas definidas, rasgos, rangos, definiciones, casi todas ellas duales o radicales. ―…Lo que me gusta de mi novia es su ternura (bah), su paciencia (bah), su fidelidad (jajajaja) …‖, ―…me gustan las novelas románticas con finales felices…‖, ―…me gustan los hombres altos e inteligentes…‖, ―…me gusta Vidal, odio a Cortázar…‖. Puras afirmaciones preventivas o falsamente fundamentales, pura facilidad del prejuicio y la sugestión que permanentemente nos gobierna. Claro, prejuicios muchas veces útiles y experiencia a priori que nos da posibles guías.
Pero a veces la mujer de los hombres inteligentes no sabrá del todo porque terminó con un futbolista bajito, o porque el de la ternura terminó enamorado de una puta impaciente y de amar tosco. Hace poco un buen amigo me preguntaba por qué me gustaba un libro de difícil definición (por lo tanto de difícil justificación), y la respuesta que logré construir me dejó maravillado y, a la vez, impávido. No estoy seguro de que sea por eso que respondí, que me gustó el libro, pese a que un tercero me contara lo mucho que le impresionó mi respuesta. Esa constituye gran parte de la esencia de la literatura y de las relaciones humanas: esa variabilidad, esa nubosidad de nuestros gustos y nuestras elecciones. Contrario a lo que sustenta la educación en valores y principios férreos e inmutables, la vida nos pone en el lugar donde, a veces, el placer aparece en lo inesperado y la elección en el azar. Por eso es mejor saberse vulnerables en vez de entregarse a la cimentación de la fortaleza y la letra tallada. A veces, es útil negarse a leer y quedarse mirando a una mujer que el prejuicio evita, sin saber por qué. Misael Alejandro Peralta—Libélula libros
Thomas Bernhard y su consecuencia. Podríamos celebrar hoy a Thomas Bernhard. Murió hace veinte años, con 58 años cumplidos, el 12 de febrero. Curiosamente empezó a escribir porque sus pulmones no le permitían hacer otra cosa. La escritura de Bernhard es un ahogo, una exaltación moribunda. Sentía la muerte pesada en su pecho, la soledad como única forma de desarrollo, y la música como correspondencia con la tragedia y el duelo. La imaginación como explosión, es una de sus ideas más lúcidas. Consideraba el mundo como un gran escenario grotesco, a la humanidad como una monstruosa comunidad de moribundos. Su cinismo es una violencia, como sus ataques de tos. Cuando no hay aire, un libro como Trastorno es posible. Thomas Bernhard, ese niñito que en una foto al lado de su madre hace pucheros, demuestra una vez más que la literatura es la descripción de una enfermedad, que no puede haber puntos aparte o abrazos. Una prosa absoluta, donde sería natural que, en cualquier momento, el mundo se desintegrase. Tomas David Rubio C.—Libélula libros