Cultorica Propuesta

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Edición

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Volor aditatur?

ENERO 2013

En esta edición o nonsequ aeperit quia 05 o nonsequ aeperit quia 10 o nonsequ aeperit quia 14 o nonsequ aeperit quia 16

Centro Histórico

El Festival del Centro Histórico, es un proyecto dirigido al renacimiento del Centro Histórico de la ciudad de Guatemala,.

El Festival del Centro Histórico, es un

Proyecto dirigido al renacimiento del Centro El Festival del Centro Histórico, es un

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escénicas

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Contenido

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de el editor Director sdafasdfas asdfsadf

El Festival del Centro Histórico

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Esta fue la irracional y desesperada orden que dio el Presidente de la República con la vana intención de frenar una revolución que se gestó en varios departamentos del interior del país, como consecuencia de la intención del presidente José María Reina Barrios de perpetuarse en el poder. El alcalde al que fusilaron fue el de la ciudad de Quetzaltenango, Sinforoso Aguilar, quien de manera por demás injusta y arbitraria fue ajusticiado con otro distinguido quetzalteco, Juan Aparicio Mérida. José María Reina Barrios nació en San Marcos el 24 de diciembre de 1854. A los 15 años participó con los insurgentes al mando de su tío, Justo Rufino Barrios, en la campaña bélica que derrotó el 30 de junio de 1871 a las fuerzas armadas del presidente Vicente Cerna en la batalla que definió el triunfo de los liberales en Tierra Blanca, Totonicapán. Reina Barrios tomó posesión de la Presidencia el 15 de marzo de 1892 para un periodo que concluiría seis años después, el 15 de marzo de 1898. Al inicio de su gobierno realizó una extraordinaria obra física, especialmente en la Ciudad Capital; entre ellas el Bulevar 30 de junio (hoy Avenida de La Reforma). Esa y otras construcciones, más la organización de una “Feria Internacional” considerada un total fracaso, pues no participó ningún extranjero, produjo una severa crisis en las finanzas del Estado, asunto que generó malestar en la población. Pero lo que realmente provocó una auténtica revolución fue la decisión del presidente Reina Barrios de prolongar su periodo presidencial, por cuatro años más, que concluiría el 15 de marzo de 1902, para lo que disolvió la Asamblea Legislativa el 1 de junio de 1897, y convocó a una Asamblea Constituyente. Antes de que diera el “autogolpe de Estado” ya se había abierto la contienda electoral, surgiendo varios candidatos,

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entre ellos Daniel Fuentes Barrios (pariente del Presidente), Próspero Morales, quien fuera ministro de la Defensa de Reina Barrios de 1892 a 1895, y José León Castillo; los dos primeros en San Marcos, y el último en Chiquimula. La revolución estalló en San Marcos el 7 de septiembre de 1897, cuando Salvador Ochoa y Víctor López tomaron por las armas el cuartel militar, conformándose inmediatamente un triunvirato de dirección de la revolución con Fuentes Barrios, Próspero Morales y el expresidente de la recién disuelta Asamblea Legislativa, Feliciano Aguilar. Al día siguiente un pequeño ejército de cerca de 400 hombres se desplazó a San Juan Ostuncalco, tomando la plaza, asunto que fue inmediatamente informado al Jefe Político de Quetzaltenango, Roque Morales, quien a su vez avisó al Presidente; este ordenó que tomaran presos como rehenes a los ciudadanos Sinforoso Aguilar y Juan Aparicio Mérida, destacado empresario y mecenas quetzalteco, haciendo saber a los alzados en armas que si los revolucionarios llegaban a Quetzaltenango, los rehenes serían fusilados. Reina Barrios sabía que Sinforoso Aguilar, y especialmente Juan Aparicio no estaban directamente implicados en el alzamiento, pero tuvo la peregrina idea de que siendo personajes respetados y reconocidos, los alzados en armas se abstendrían de continuar la lucha, cosa que no sucedió, y el ataque a la Ciudad de Quetzaltenango se dio el 13 de septiembre de madrugada, con lo que esa misma mañana, y sin juicio previo, los detenidos fueron fusilados en la plazuela de San Nicolás, enfrente de lo que hoy es el edificio del Instituto Nacional de Varones de Occidente (INVO), antiguo Seminario de los Jesuitas. La lucha armada continuó durante dos días, habiendo muerto centenares de hombres en la refriega, hasta que Juan Pérez Director General revista Cultórica

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Bienvenidos a cultórica L El autor de “Corazón”, uno de los clásicos de nuestros años mozos, no sabía montar en bicicleta, y esto se convirtió para él en una obsesión recurrente. Leía todo lo que se encargaba “de glorificar ese par de detestables ruedas. Las lecturas hacían pulular en mi cabeza una pila de ideas para cuentos literarios: amores pedaleados, celos en el sillín, secuestros en bicicletas de dos puestos. Fantasías y tentaciones artísticas que después de un momento inicial de excitación se derrumbaban”.

Durante varios años, antes de que el uso de la bicicleta se popularizara, el nuevo ejercicio fue para mí sobre todo un espectáculo placentero. No pocas veces, sin embargo, corrí el riesgo de terminar en el Hospital Mauriziano, pues solía detenerme absorto ante el paso de un ciclista y no notaba a otro que me sorprendía por la espalda. ¿Quién hubiera pensado que la bicicleta se me iba a convertir en una tentación? La primera vez que me sentí seducido fue en la cafetería del Consejo Comunal, donde oí a un diputado –bastante maduro por cierto– decir emocionado a un colega: “Créeme: dolores artríticos, reumatismos, migrañas, falta de apetito, insomnio, todo desaparece como por encanto”. Pensé: “¿Cuál será la portentosa receta?”. Ese consejero no parecía un amante ciego de las novedades, más bien todo lo contrario. Cuando entendí que se trataba de la bicicleta me dije: “¿Y si fuera cierto? ¿Y si la bicicleta fuera la cura rotatoria que me regenerase?”. La segunda tentación tuvo lugar sobre la vía Margherita. Había un viejo de aspecto decrépito que parecía sufrir de una grave enfermedad, un verdadero esqueleto vestido. Se esforzaba por hacer avanzar un triciclo con sus pobres piernas de insecto; apenas si se movía, con la lentitud de los encapuchados de Dante, dando un espectáculo indigno de impotencia infantil. Muchos curiosos se detenían para observarlo; sonreían, como si se tratase de alguien que, en un heroico esfuerzo, intentara resolver un absurdo problema de dinámica. Recorridos diez metros en no menos de un minuto, el viejo terminó con la rueda delantera frenada contra los rieles del tranvía: el “gigantesco” obstáculo lo detuvo. En un ataque de lástima, un espectador le dio un suave empujón. El triciclo superó los rieles y retomó su andar lento de tortuga enferma, seguido por las carcajadas de una multitud de curiosos. Aun así, en los ojos entreabiertos de ese hombre –con la mirada fija en el manubrio como si no hubiera nada más a su alrededor– brillaban tal sentimiento de complacen-

cia, casi de vanidad y de osadía juvenil, y tal fe ciega en la eficacia milagrosa de esa parodia gimnástica que, pese a la compasión que parecía despertar, la suya seguía siendo una admirable demostración de fuerza y velocidad. El escenario me dio una idea más clara de las mentadas maravillas del ciclismo. Si un ejercicio así –pensé– puede proporcionar tal goce a este mísero personaje, ¿qué no hará en un hombre que sea todavía un hombre? Así, entré en un período de tentaciones secretas, alimentadas también por quienes insisten en vendernos cualquier cosa nueva. Cómo no sentirse tentado si al menos siete veces a la semana nos preguntan: ¿por qué no montas, o por qué no montan, en bicicleta? Hubo gente que se lo tomó a pecho y, queriendo salvar mi alma, me propusieron tomar clases (aunque fuera a escondidas), además de ofrecerme su amistosa compañía en mis primeras excursiones.

“Una admirable demostración de fuerza y velocidad. El escenario me dio una idea más clara de las mentadas maravillas”.

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ecibí también cartas de amigos a los que el ciclismo se les había convertido en una pasión absorbente, tanto que intentaban inducirme con cálidas palabras. Hubo varios que llegaron incluso a aguijonearme a través de la crítica literaria. Uno, por ejemplo, me escribió: “Verías cuánta riqueza podría adquirir tu estilo. Hay en algunas de tus mejores páginas señales de estancamiento. Eso no te volvería a ocurrir nunca más”. Otro me dijo: “Si usted pedaleara, su mente sería capaz de abrazar una mayor cantidad de elementos al mismo tiempo”. Estas observaciones, debo confesar, me hicieron meditar mucho. Empecé a decirme, cada vez que me encontraba en una dificultad: “¡Si hubiera pedaleado un poco esta mañana...!”. Había ocasiones en las que, seguro ya de que nadie estaba mirando, examinaba con detalle una bicicleta apoyada en un muro. Me sentía forzado a aferrarla, a palparla, a ponerla en movimiento, a preguntarle –como si se tratase de un ser dotado de conciencia– si era cierto que ella tenía la virtud de devolver unas horas de juventud a un hombre maduro. Si con su andar era capaz de diluir en el aire la melancolía que nos asalta por la espalda, y de llevar al caballero a casa con el ánimo y la sangre renovados. Los reflejos que producían sus delgados miembros de acero me parecían miradas seducto-


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Producía el encuentro con un obstáculo imprevisto. Hacían que las jóvenes se voltearan a mirarlos con una sonrisa en la cara que sugería: “¡Ese de ahí no roba corazones con su forma de montar en bicicleta, seguro que no!”.

ras, sonrisas de promesa, guiños de invitación amorosa a intentar la aventura. Durante un tiempo fue sencillo hacer a un lado la tentación con arte y gallardía. No, me repetía, el hombre sobre la bicicleta no se ve bien, forma con el cuerpo un ángulo ridículo, como el de una marioneta doblada en dos. Tiene razón Giovanni Verga en su soneto milanés: “De la cintura para arriba es un sastre jorobado, / de la cintura para abajo un afilador enloquecido”. Es comprensible, e incluso placentero a la vista, que los flacos monten en bicicleta. ¡Pero los vejetes gordos! Lo desproporcionado de esos cuerpos enormes con respecto a los delgadísimos radios de las ruedas hace que estos parezcan tan frágiles que pudieran doblarse en cualquier momento bajo el peso de las descomunales nalgas. Todo el ejercicio da a los caballeros la apariencia de elefantes sentados en tílburis. Un hombre con el pelo blanco, con ese juguete entre las piernas, me recuerda a esos viejos chinos que se mueven de manera infantil por las calles de Pekín jugando con sus dragones voladores. Pensaba en cuántas veces me había divertido viendo a esos rollizos padres de familia que pasaban con el sombrero calado hasta las orejas y los pantalones remangados a la altura de los tobillos. Remaban con las piernas –casi como náufragos–, resoplando como focas perseguidas; y con la parte de atrás de los vestidos ondeando desordenadamente por el viento, parecían perros enloquecidos cuando se dan a la fuga. Reconocía el momento preciso en que sus ojos se dilataban por el terror que les producía el encuentro con un obstáculo imprevisto. Hacían que las jóvenes se voltearan a mirarlos con una sonrisa en la cara que sugería: “¡Ese de ahí no roba corazones con su forma de montar en bicicleta, seguro que no!”.

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e repetía incesantemente: “No hay caso, tú no serías mucho más seductor que ellos”. Así alejaba a los tentadores insistentes. Pero volvían a la carga y me decían: “¿Qué tal si pedalea por el campo?”. Yo me negaba: “Tampoco quiero hacer reír al campo. Entiendo que estamos en tiempos difíciles, en los que un buen ciudadano debería hacer todo lo posible por salvar a la sociedad de afanes y pensamientos opresivos, pero no me atrevo a hacer tal sacrifico por el bien público. ¿Puede imaginarme haciendo sonar la corneta por la vía Garibaldi? Se reirían incluso los que van a pagar el impuesto de la riqueza móvil. No nos digamos mentiras, ya no estoy para esos trotes”. Pero la prueba más dura vino después, cuando sucumbieron conocidos y amigos de mi edad. Algunos me lo

anunciaron. Otros lo callaron, pero a todos los cogí infraganti, uno por uno, andando por las calles y los senderos de la ciudad. A más de uno arranqué la confesión de haber caído en el pecado. Casi todos cayeron, empezando por aquellos a quienes no me imaginaba capaces de dar el salto: profesores calvos, hombres canosos, panzones y arqueados, coroneles jubilados, subcomandantes en retiro, senadores con la columna vertebral torcida, caballeros doblados por los reumas, barbas grises, rodillijuntos, gafas verdes, zapatos de gamuza. Entonces fui presa de la melancolía y el vacío que sienten los célibes testarudos cuando ven a sus amigos íntimos próximos al matrimonio. La bicicleta me robaba compañías agradables, me alejaba de los viejos conocidos. Uno de los casos que más me dolió fue el de mi buen amigo Daghetto, un artesano socialista y consejero de provincia. Una tarde pasó volando como un golpe de viento, el rostro sonreído, como diciéndome con doble sentido: “¡Tú te quedas atrás, lento!”.

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no de los últimos que descubrí fue al escultor Tabacchi. Me lo encontré en un tranvía; parecía algo desalineado. Sus movimientos eran torpes porque llevaba un brazo en cabestrillo. Cuando le pregunté cómo se había hecho daño me confesó con cierto pudor y vergüenza que se había caído de ese aparato. “¡Tú también!”, exclamé con verdadera aflicción. ¡Sí, él también! Parecía que yo era el único que todavía pisaba la tierra y las piedras mientras que toda mi generación volaba. Pero lo más humillante era que todos esos ciclistas cincuentones, cuando me encontraban por la calle, mermaban el paso, e imitando el comportamiento de un joven caballero se balanceaban sobre el sillín con el busto echado hacia atrás, sostenían la marcha de la bicicleta con una sola mano mientras me saludaban con la otra. Entonces me dirigían una sonrisa compasiva, como asegurándome que, pese a la “diferencia de edad” que nos separaba, yo conservaría siempre su briosa amistad. Incluso la de aquellos que, cuando andaban a pie, parecían sostener el alma con la prótesis dental.

Juan Merodio

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Escritores en el taller Gloria Hernández cargo cargo cargo cargo

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l fenómeno de los talleres literarios surgió hacia la mitad del siglo XX en universidades europeas y norteamericanas. En nuestra época, es una práctica tan generalizada que casi cualquier institución académica de prestigio ofrece algun programa que utilice la mecánica del taller de escritura para promover la creatividad en los estudiantes. El deseo profundo de escribir no es garantía de talento pero deviene su fuerza vital. Y cambios sustanciales pueden ocurrir en un taller de creación. Empecé a ‘tallerear’ con el numeroso grupo que coordinó Marco Antonio Flores, a finales del siglo XX, en torno a la poesía y el cuento. Una experiencia extraña y reveladora que me llevó a conocer y a reconocer a grandes amigos que ahora, son esenciales en mi vida. Casi salí huyendo el primer día. La reunión tenía lugar allá en la librería De León Palacios, promovida por los entusiastas hermanos, don Óscar y Carmencita De León. Cuando llegué a mi carro, estacionado en la calle, alguien tocó mi hombro. “¿A dónde vas, maestra?”, me preguntó Marco Antonio. Y, sin esperar respuesta afirmó, “si querés escribir, le tenés que hacer huevos al taller: regresá y leés tu cuento”. Volví y leí el peor cuento de la historia de la literatura, pero aprendí la lección. Para escribir había que leer y escribir y limpiar y doler. Tenía que trabajar. El fenómeno de los talleres literarios surgió hacia la mitad del siglo XX en las más reconocidas universidades europeas y norteamericanas. En nuestra época, es una práctica tan generalizada que casi cualquier institución académica de prestigio ofrece alguna forma de curso o programa que utilice la mecánica del taller de escritura para promover la creatividad en los estudiantes. Este concepto es tan aceptado como el verbo que se ha acuñado en casi todos los idiomas, ‘to workshop’, ‘tallerear’, etc. Pero, ‘tallerear’, o participar en un taller es mucho más que discutir un trabajo en grupo. La actividad implica un compromiso por parte de cada uno de los participantes de poner toda su atención a todo relato incipiente que se aporta al taller. La atmósfera en este espacio resulta intensa y personal, contraria a la relajada y fría de un salón de clases normal. Al mismo tiempo, contrario al concepto del ‘atelier’ del artista gráfico o el conservatorio musical, la retroali-

mentación debe surgir, en gran parte, del grupo, más que de un maestro que domine la técnica narrativa. Esto se debe a que la noción de lenguaje y la de escritura son del dominio de todos. De esta manera, el taller representa la democratización del estudio del material, –los textos creativos–, y su instrucción. Por otro lado, los compañeros de un taller, invariablemente, van a reconocer y a estimular la originalidad, la vitalidad y la verdad, casi con tanta precisión como lo haría la crítica profesional. El dominio del lenguaje y la disciplina para escribir pueden adquirirse con voluntad. El deseo profundo no es garantía de talento pero deviene su fuerza vital. Y cambios sustanciales pueden ocurrir –y ocurren– en un taller de creación. Algunas veces, los escritores que muestran una propensión al cliché y a los esfuerzos iniciales más trillados realizan un progreso admirable e inesperado. En otras ocasiones, el salto a la capacidad imaginativa es inexplicable, casi como un hito de la naturaleza. Esas son las bondades a descubrirse en un taller. La atmósfera apropiada para adoptar esta metamorfosis es lo que los pintores italianos llamaban mesura: un balance creado a partir del juego creativo del lado derecho del cerebro combinado con algunas virtudes del lado izquierdo, como el lenguaje cultivado y la obligación entre los participantes del taller.


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La voz de la palabra Años después de mi primera experiencia, invitada por Philippe Hunziker, inicié mis propios talleres de escritura creativa en aquel mítico espacio donde se desarrolló la primera etapa de la librería Sophos. Poco a poco, combiné la experiencia de participar en un taller con la práctica de la docencia universitaria y mi recorrido personal en la narrativa. De esa cuenta, después de casi quince años de coordinar talleres, en Guatemala y fuera de ella, puedo atestiguar mi asombro por la esencia humana, sus luces y sus sombras: no somos las personas quienes sobresalimos, la palabra es la protagonista en este espacio: se convierte en un instrumento a través del cual cada quien expresa sus ideas, sus sentimientos, sus experiencias y sus búsquedas. Se familiariza con la escritura para relatar experiencias, narrar hechos, imaginar situaciones, buscar relaciones, y descubrir las posibilidades que ofrece el lenguaje. Indaga en su mundo interior y descubre nuevos significados de la realidad. Se enlaza con su entorno social, histórico y cultural. Crea sus propios textos narrativos y los somete a la consideración de otros creadores. El

taller es magia pura. Así, esta práctica ayuda tanto a los que tienen la vocación como a aquellos que no la tienen. Escribir es un esfuerzo solitario y desde el principio de los tiempos, los escritores se buscan y se reúnen con el objeto de compartir tanto aciertos y experiencias como fracasos. En su mejor versión, los talleres proveen la necesaria disciplina intelectual, emocional, social y algunos sostienen que hasta la espiritual. Para los escritores potenciales, un taller proporciona el enfoque necesario acerca del arte, la disciplina y el efecto que puede tener su obra en los demás. Para quienes no van a llegar a publicar, esta actividad complementa su educación integral, desarrolla un pensamiento crítico acerca del arte y motiva la apre-

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Gloria Hernández

Gloria Hernández

a, el nuevo ejercicio fue para mí s ejercicio fue para mí.

Gloria Hernández

a, el nuevo ejercicio fue para mí s ejercicio fue para mí.

“Una admirable demostración de fuerza y velocidad. El escenario me dio una idea más clara de las mentadas maravillas”.

Gloria Hernández

El autor de “Corazón”, uno de los clásicos de nuestros años mozos, no sabía montar en bicicleta, y esto se convirtió para él en una obsesión recurrente. Leía todo lo que se encargaba “de glorificar ese par de detestables ruedas. Las lecturas hacían pulular en mi cabeza una pila

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urante varios años, antes de que el uso de la bicicleta se popularizara, el nuevo ejercicio fue para mí sobre todo un espectáculo placentero. No pocas veces, sin embargo, corrí el riesgo de terminar en el Hospital Mauriziano, pues solía detenerme absorto ante el paso de un ciclista y no notaba a otro que me sorprendía por la

a, el nuevo ejercicio fue para mí s ejercicio fue para mí.

a, el nuevo ejercicio fue para mí s ejercicio fue para mí.

espalda. ¿Quién hubiera pensado que la bicicleta se me iba a convertir en una tentación? La primera vez que me sentí seducido fue en la cafetería del Consejo Comunal, donde oí a un diputado –bastante maduro por cierto– decir emocionado a un colega: “Créeme: dolores artríticos, reumatismos, migrañas, falta de apetito, insomnio, todo desaparece como por encanto”. Pensé: “¿Cuál será la portentosa receta?”. Ese consejero no parecía un amante ciego de las novedades, más bien todo lo contrario. Cuando entendí que se trataba de la bicicleta me dije: “¿Y si fuera cierto? ¿Y si la bicicleta fuera la cura rotatoria que me regenerase?”. La segunda tentación tuvo lugar sobre la vía Margherita. Había un viejo de aspecto decrépito que parecía sufrir de una grave enfermedad, un verdadero esqueleto vestido. Se esforzaba por hacer avanzar un triciclo con sus pobres


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“Una admirable demostración de fuerza y velocidad. El escenario me dio una idea más clara de las mentadas maravillas”.

piernas de insecto; apenas si se movía, con la lentitud de los encapuchados de Dante, dando un espectáculo indigno de impotencia infantil. Muchos curiosos se detenían para observarlo; sonreían, como si se tratase de alguien que, en un heroico esfuerzo, intentara resolver un absurdo problema de dinámica. Recorridos diez metros en no menos de un minuto, el viejo terminó con la rueda delantera frenada contra los rieles del tranvía: el “gigantesco” obstáculo lo detuvo. En un ataque de lástima, un espectador le dio un suave empujón. El triciclo superó los rieles y retomó su andar lento de tortuga enferma, seguido por las carcajadas de una multitud de curiosos. Aun así, en los ojos entreabiertos de ese hombre –con la mirada fija en el manubrio como si no hubiera nada más a su alrededor– brillaban tal sentimiento de complacencia, casi de vanidad y de osadía juvenil, y tal fe ciega en la eficacia milagrosa de esa parodia gimnástica que, pese a la compasión que parecía despertar, la suya seguía siendo una admirable demostración de fuerza y velocidad. El escenario me dio una idea más clara de las mentadas maravillas del ciclismo. Si un ejercicio así –pensé– puede proporcionar tal goce a este mísero personaje, ¿qué no hará en un hombre que sea todavía un hombre? Así, entré en un período de tentaciones secretas, alimentadas también por quienes insisten en vendernos cualquier cosa nueva. Cómo no sentirse tentado si al menos siete veces a la semana nos preguntan: ¿por qué no montas, o por qué no montan, en bicicleta? Hubo gente que se lo tomó a pecho y, queriendo salvar mi alma, me propusieron tomar clases (aunque fuera a escondidas), además de ofrecerme su amistosa compañía en mis primeras excursiones. Recibí también cartas

de amigos a los que el ciclismo se les había convertido en una pasión absorbente, tanto que intentaban inducirme con cálidas palabras. Hubo varios que llegaron incluso a aguijonearme a través de la crítica literaria. Uno, por ejemplo, me escribió: “Verías cuánta riqueza podría adquirir tu estilo. Hay en algunas de tus mejores páginas señales de estancamiento. Eso no te volvería a ocurrir nunca más”. Otro me dijo: “Si usted pedaleara, su mente sería capaz de abrazar una mayor cantidad de elementos al mismo tiempo”. Estas observaciones, debo confesar, me hicieron meditar mucho. Empecé a decirme, cada vez que me encontraba en una dificultad: “¡Si hubiera pedaleado un poco esta mañana...!”. Había ocasiones en las que, seguro ya de que nadie estaba mirando, examinaba con detalle una bicicleta apoyada en un muro. Me sentía forzado a aferrarla, a palparla, a ponerla en movimiento, a preguntarle –como si se tratase de un ser dotado de conciencia– si era cierto que ella tenía la vir-

Nota: Durante un tiempo fue sencillo hacer a un lado la tentación con arte y gallardía. No, me repetía, el hombre sobre la bicicleta no se ve bien, forma con el cuerpo un ángulo ridículo, como el de una marioneta doblada en dos.

tud de devolver unas horas de juventud a un hombre maduro. Si con su andar era capaz de diluir en el aire la melancolía que nos asalta por la espalda, y de llevar al caballero a casa con el ánimo y la sangre renovados.


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Vida y obra de un artista experimental

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María del Carmen Pellecer cargo cargo l fenómeno de los talleres literarios surgió hacia la mitad del siglo XX en universidades europeas y norteamericanas. En nuestra época, es una práctica tan generalizada que casi cualquier institución académica de prestigio ofrece algun programa que utilice la mecánica del taller de escritura para promover la creatividad en los estudiantes. El deseo profundo de escribir no es garantía de talento pero deviene su fuerza vital. Y cambios sustanciales pueden ocurrir en un taller de creación. Empecé a ‘tallerear’ con el numeroso grupo que coordinó Marco Antonio Flores, a finales del siglo XX, en torno a la poesía y el cuento. Una experiencia extraña y reveladora que me llevó a conocer y a re-conocer a grandes amigos que ahora, son esenciales en mi vida. Casi salí huyendo el primer día. La reunión tenía lugar allá en la librería De León Palacios, promovida por los entusiastas hermanos, don Óscar y Carmencita De León. Cuando llegué a mi carro, estacionado en la calle, alguien tocó mi hombro. “¿A dónde vas, maestra?”, me preguntó Marco Antonio.

Y, sin esperar respuesta afirmó, “si querés escribir, le tenés que hacer huevos al taller: regresá y leés tu cuento”. Volví y leí el peor cuento de la historia de la literatura, pero aprendí la lección. Para escribir había que leer y escribir y limpiar y doler. Tenía que trabajar. El fenómeno de los talleres literarios surgió hacia la mitad del siglo XX en las más reconocidas universidades europeas y norteamericanas. En nuestra

“Una admirable demostración de fuerza y velocidad. El escenario me dio una idea más clara de las mentadas maravillas”. época, es una práctica tan generalizada que casi cualquier institución académica de prestigio ofrece alguna forma de curso o programa que utilice la mecánica del taller de escritura para promover la creatividad en los estudiantes. Este concepto es tan aceptado como el verbo que se ha acuñado en casi todos los idiomas, ‘to workshop’, ‘tallerear’, etc. Pero, ‘tallerear’, o participar en un taller es mucho más que discutir un trabajo en grupo. La actividad implica un compromiso por parte de cada uno de


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l fenómeno de los talleres literarios surgió hacia la mitad del siglo XX en universidades europeas y norteamericanas. En nuestra época, es una práctica tan generalizada que casi cualquier institución académica de prestigio ofrece algun programa que utilice la mecánica del taller de escritura para promover la creatividad en los estudiantes. El deseo profundo de escribir no es garantía de talento pero deviene su fuerza vital. Y cambios sustanciales pueden ocurrir en un taller de creación. Empecé a ‘tallerear’ con el numeroso grupo que coordinó Marco Antonio Flores, a finales del siglo XX, en torno a la poesía y el cuento. Una expe

Una experiencia de prestigio ofrece algun programa que utilice la mecánica del taller de escritura para promover la creatividad en los estudiantes. El deseo profundo de escribir no es garantía de talento pero deviene su fuerza vital. Y cambios sustanciales pueden ocurrir en un taller de creación. Empecé a ‘tallerear’ con el numeroso grupo que coordinó Marco Antonio Flores, a finales del siglo XX, en torno a la poesía y el cuento. Una expe


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Antigua Guatemala 12 de abril de 2013 Q100

Durante varios años, antes de que el uso de la bicicleta se popularizara, el nuevo ejercicio fue para mí sobre todo un espectáculo placentero. No pocas veces, sin embargo, corrí el riesgo de terminar en el Hospital Mauriziano, pues solía detenerme absorto ante el paso de un ciclista y no notaba a otro que me sorprendía por la espalda. ¿Quién hubiera pensado que la bicicleta se me iba a convertir en una tentación? www.unatentacion.com

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Durante varios años, antes de que el uso de la bicicleta se popularizara, el nuevo.

Durante varios años, antes de que el uso de la bicicleta se popularizara, el nuevo ejercicio fue para mí sobre todo un espectáculo placentero. No pocas veces, sin embargo, corrí el riesgo de terminar en el Hospital Mauriziano, pues solía detenerme absorto ante el paso de un ciclista y no notaba a otro que me sorprendía por la espalda. ¿Quién hubiera pensado que la bicicleta se me iba a convertir en una tentación? www.unatentacion.com

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Durante varios años, antes de que el uso de la bicicleta se popularizara, el nuevo ejercicio fue para mí sobre todo un espectáculo placentero. No ciclista y no notaba a otro que me sorprendía por la espalda. ¿Quién hubiera pensado que la bicicleta se me iba a convertir en una tentación? www.unatentacion.com

Antigua Guatemala 12 de abril de 2013 Q100

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